La Jornada Semanal

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SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 7 DE JULIO DE 2019 NÚMERO 1270

ENTRE EL CÓMIC Y LAS NUEVAS NARRATIVAS

Alejandro García Abreu La huella radiante de José Emilio Pacheco Juan Domingo Argüelles y Juan Manuel Roca Masacre, sadismo y horror: los rostros deformados de la guerra Andreas Kurz


LA JORNADA SEMANAL

Portada: Rosario Mateo Calderón

2 7 de julio de 2019 // Número 1270

LA NOVELA GRÁFICA: ENTRE EL CÓMIC Y LAS NUEVAS NARRATIVAS A nivel mundial, nombres como Frank Miller, Art Spiegelman y Alan Moore, y a nivel nacional otros como Édgar Clement, Bernardo Fernández Bef y Sergio González Rodríguez, corresponden al ámbito de la nueva narrativa desplegada en la novela gráfica, neogénero que se alimenta de la estética y la estructura del cómic, superándolo hasta alcanzar total legitimidad literaria. En su minucioso ensayo, Alejandro García Abreu aborda la historia, las características y la relevancia de esta expresión cultural más que centenaria, cuyos orígenes datan de finales del siglo xix.

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MASACRE, SADISMO Y HORROR:

LOS ROSTROS DEFORMADOS DE LA GUERRA

El asesinato de Franz Ferdinand que desató la primera guerra mundial, Sigmund Freud y su Das Unheimliche (lo siniestro, lo ominoso) publicado en 1919, apenas terminada la guerra, un atisbo al horror de Los últimos días de la humanidad, de Karl Kraus, Der Sandmann (“El hombre de arena”), el cuento de Hoffmann y la “monstruosidad del tiempo” en Marcel Proust, convergen en este lúcido ensayo.

Andreas Kurz ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

Charlus flagelado EL 28 DE JUNIO de 1914, Franz Ferdinand, sobrino del emperador habsburgo Francisco José, murió en Sarajevo víctima de los disparos de Gavrilo Princip. El archiduque tenía cincuenta años, cuarenta y cinco su esposa Sophie, una condesa despreciada por la vieja nobleza vienesa. Princip aún no había cumplido los veinte. Por ende, las leyes de la monarquía impidieron su ejecución, la que se sustituyó por una cadena perpetua que se convirtió en una muerte de cuatro años. El regicida murió el 28 de abril de 1918, pocos meses antes de terminar la primera contienda. La tuberculosis figura como causa oficial del deceso. La guerra se declaró el 28 de julio, una vez caducado el ultimátum impuesto a Serbia. Ha de generar sospechas y supersticiones el número 28... Francisco José tenía ochenta y cuatro años al inicio de la guerra: un viejo solitario ajeno al mundo, sospecho que también ajeno a la matanza de millones causada por su ceguera y por la de su casta


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El hogar amenaza al hogar con su destrucción, el miedo existencial surge de nosotros mismos, el yo intenta aniquilarse a sí mismo. El proceso es mucho más complejo que un suicidio.

trata de un horror que no sólo se vive (y disfruta) en algunos momentos lúcidos, sino a lo largo de setencientas noches con sus días, de un horror que los condenados a morir no buscaron, como Kurtz lo había buscado. Se le ocurrió al tiempo manifestarse como horror, un dios caprichoso e infantil, quizás el dios de los gnósticos, que no sabe que lastima a sus hijos cuando juega con ellos.

Marcel Proust: abyección y monstruosidad del tiempo aristocrática. Muere el 21 de noviembre de 1916 en el palacio de Schönbrunn, un edificio gigantesco y lujoso, última morada de ese Habsburgo que parecía inmortal, cuyos sesenta y ocho años de gobierno absolutista habían petrificado el tiempo en el imperio austrohúngaro y más allá de él, habían establecido la creencia de muchos en la eternidad del sistema monárquico. Ese día, el 21 de noviembre de 1916, los austríacos de entonces y, con ellos, el continente de las trincheras mortíferas, despertó hacia el recuerdo, cayó al fondo profundo de la memoria donde la guerra, dos años y medio antes, había encontrado una casa hospitalaria y bien preparada, había encontrado un hogar. No creo en casualidades cuando de ideas se trata. Sigmund Freud publicó su estudio Das Unheimliche (lo siniestro, lo ominoso) en 1919, apenas terminada la guerra. No cabe duda de que la concepción de la obra y el análisis del material, del que forma parte Der Sandmann (“El hombre de arena”), el famoso cuento de Hoffmann, se desarrollaron a lo largo de los años bélicos. El hogar amenaza al hogar con su destrucción, el miedo existencial surge de nosotros mismos, el yo intenta aniquilarse a sí mismo. El proceso es mucho más complejo que un suicidio, más complejo también que el Todestrieb, el impulso hacia la muerte, con el que Freud sustituiría lo ominoso. No hay una crisis, un acontecimiento traumático puntual en ese intento de la destrucción del yo desde el yo. Hay un miedo ante una incógnita, una amenaza que jamás se materializa, un peligro que es ficticio como el Sandmann o inefable como “El horla” de Guy de Maupassant. Este miedo impreciso podría ser ansiedad, pero también, más allá del psicoanálisis y de la medicina, un tanteo en la nebulosa que forman nuestros recuerdos individuales y colectivos, podría ser la búsqueda del tiempo perdido. Karl Kraus, un enemigo declarado del psicoanálisis, describe el inicio de la primera guerra mundial. En Los últimos días de la humanidad, un ejército formado por uniformes cuyos botones brillan más que los de ingleses y franceses –de los serbios ni se

Imagen del Palacio de Schönbrunn. Tomada de: https:// www.schoenbrunn.at/en/about-schoenbrunn/thepalace/history/

diga– marcha hacia la suciedad, el hambre, la bestialidad de los oficiales, la muerte inútil en alguna trinchera en medio de una región que todavía ayer era parte de una patria tan potente como ilusoria. No hay soldados en estos uniformes, todavía. Hay adolescentes y adultos que creen que existe algo que se debe y puede defender: un nombre, un estilo de vida, un principio; hay otros que, borregos, siguen a los demás, como Ferdinand al inicio de su viaje al fin de la noche; hay los que, como Schwejk, saben que la procesión es estúpida e inútil, pero van porque se resignan y porque ellos no tienen ni voz ni voto y porque así son las cosas desde tiempos ancestrales. Los soldados nacen después: máquinas que matan para no ser matados; máquinas que, a la manera de Olimpia, anhelan un alma que sólo los recuerdos podrían proporcionar. Con el emperador muere el principio en el que algunos habían creído, los borregos empiezan a anhelar su establo sucio en un más allá de las trincheras inalcanzable, y Schwejk nos hubiera contado una historia larga sobre lo fácil que es morir, hasta para la nobleza austríaca. La guerra, entonces, entra en el tiempo, en la memoria, se convierte en recuerdo y revela su cara deformada, marcada por un sadismo que no se conforma con el asesinato, sino aspira a la extravagancia del acto. La primera contienda sobrevive a Francisco José casi exactamente dos años: termina con la firma del armisticio de Compiègne el 11 de noviembre de 1918. Dos años fantasmales: nadie gana, nadie pierde, los periódicos celebran triunfos históricos que equivalen a cinco metros de terreno hoy ganados y mañana perdidos por el precio de miles de muertos. Dos años que son la caída de toda una humanidad hacia la conciencia, el “Fall” de Benjamin, el despertar hacia el Horror que el coronel Kurtz había prefigurado. Pero esta vez se

LA CRONOLOGÍA Y el transcurrir lineal del tiempo narrativo de su novela importan muy poco a Marcel Proust; el nombre de su protagonista aún menos. ¿Realmente se llama Marcel ese escritor fracasado en el pasado y triunfador al final de la trama? Creo que leí en no sé qué libro de Barthes que sólo en una ocasión Proust nombra a Marcel. La busqué en vano en las 2 mil 401 páginas de mi edición, una de Gallimard en un volumen que pesa mil 598 gramos. Seguro que Barthes no miente, pero ese Marcel simplemente se hunde en el océano de palabras. No podría ser de otra manera: el amigo y protegido de Swann, el testigo del escándalo Dreyfus, el amante de Albertine y el íntimo de la nobleza parisina no pueden ser una y la misma persona. El tiempo deforma a los protagonistas, ese tiempo que Marcel (o como se llame) busca en la música, la pintura, el amor, la homosexualidad, e incluso en el matrimonio, la amistad y la belleza; ese tiempo se evade porque tiene su casa en Marcel, en cada uno de nosotros, es el hogar que va a destruir al hogar. Marcel es niño, joven y hombre maduro a la vez. Las cifras bailan en esta búsqueda del tiempo perdido, las matemáticas no operan en ella. Marcel, el individuo histórico, no sería capaz de abarcar conscientemente la guerra franco-prusiana, el escándalo Dreyfus, la primera guerra mundial y los años veinte del siglo xx; Odette, eternamente joven, sería una centenaria al final de la novela; Albertine, eternamente adolescente y amante, no podría morir en sus veintes, quizás tampoco en sus treintas… La cronología de la novela es caótica: Swann, hombre maduro ya, corteja en vano a Odette, de pronto son un matrimonio cuya hija Gilberte Marcel corteja, de pronto hay un divorcio y Swann muere prematuro, ¿prematuro? Marcel se hace amante de Gilberte –¿sí o no–, luego de Albertine, luego Albertine lo rechaza, pero luego viven juntos y Albertine muere, ¿de veras muere? Y estalla la guerra y todavía vive el diabólico Charlus quien, a esas alturas, ya debería ser un vetusto más allá del bien del deseo sexual. Las cifras bailan, pero así es el tiempo que no respeta ni forma ni lógica algunas. / PASA A LA PÁGINA 4


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La luz, ausente de Europa, se refugia y concentra en este lugar simbólico donde la clase elitista vive los últimos momentos de su poder real.

VIENE DE LA PÁGINA 3/

A Marcel le cuesta trabajo convencerse de la monstruosidad y de lo abyecto del tiempo. Quizás descubre ambos en medio de la primera guerra y gracias a Charlus, quien –no le queda de otra– se mantiene vivo y lujurioso a una edad muy avanzada. La escena es cruel, inspira miedo, risa, rechazo y compasión al mismo tiempo; la escena es “unheimlich”, ominosa. París sufre los ataques aéreos de los alemanes, las calles de la Ciudad Luz están oscuras, los pocos transeúntes se exponen a las bombas y a las autoridades urbanas que vigilan sobre la prohibición de salir. Aun así, Marcel deambula por esa escenografía amenazante. Hay un edificio del que salen luz y voces, un hotel abierto y bastante concurrido. Marcel entra y finge ser un huésped cualquiera. Hay soldados que sirven a Charlus, jóvenes que flagelan la carne de ese aristócrata que pertenece a otro tiempo, una nobleza arrogante que sobrevive quién sabe cómo y quién sabe por qué. El sadismo del barón del que Marcel había sido víctima, se convirtió, con y en la primera guerra mundial, en un masoquismo atroz que, pese a querer sufrir, no puede renunciar al dolor ajeno: goza con las intrigas y conflictos celosos que genera con las dádivas entre sus verdugos comprados. La luz, ausente de Europa, se refugia y concentra en este lugar simbólico donde la clase elitista vive los últimos momentos de su poder real: sólo el látigo es capaz de hacer sentir algo a un cuerpo agotado; sólo la violencia de la guerra hace gozar a los viejos amos. El narrador deplora y admira a la vez las escenas que presenta. Una clase social, sus partes más inteligentes y sensibles, sabe que su fin se acerca y convierte su propia decadencia en espectáculo. De nuevo se cae hacia la conciencia de la temporalidad; la caída es dolorosa y, sin embargo, se goza. Oswald Spengler había descrito, poco después de la guerra, la caída de un árbol en la selva: el gigante se opone a la muerte, no quiere perecer solo y arrasa todo su entorno hacia la destrucción fatal. Así muere la nobleza europea y así termina Charlus, cuya muerte física se relega a un futuro escatológico inverosímil. Como testigo de las escenas en ese hotel que, por algunas horas, es el centro de Europa, el protagonista, un hombre que ya debe ser un cuarentón, por primera vez abre los ojos hacia el tiempo, intenta despertar, pero aún retrocede ante la caída inminente, quizás porque sabe que en su caso (Fall) el caer (Fall) hacia la conciencia equivale a escribir y el escribir equivale a la soledad. Un baile de máscaras en el que todos se disfrazan de ancianos. Esto es, años después de Compiègne, el tiempo recobrado o reencontrado. Rasgos grotescamente deformados, los estragos del tiempo, los

signos de la vejez, la cercanía del último momento escondidos bajo capas y más capas de maquillaje, bajo una densa nube de polvo de arroz; cuerpos fláccidos y enfermos, cuerpos apenas capaces de moverse o ya atados a una silla, cuerpos destrozados por los años fingen energía, siguen pretenciosos, quieren lucirse. Mujeres y hombres encorsetados, sus músculos atrofiados y colgantes fortificados y elevados por la barba de ballena siguen vanidosos, siguen hiriéndose mutuamente con palabras y chismes. Los hombres nobles siguen teniendo amantes a las que mantienen desde su parálisis erótica para que ellas puedan poseer y mantener a hombres viriles cuya potencia debe –un proceso osmótico de homosexualidad– penetrar por quién sabe qué orificio del amado inmóvil. Imágenes de la decrepitud: viejos que se disfrazan de viejos que pretenden ser jóvenes. “She‘s sixty-eight, but she says she‘s twenty-four”. Marcel, él mismo casi anciano, presencia una danza macabra. Sin embargo, en esta danza aparecen

simultáneamente su niñez en Combray, Swann, la joven y ansiada Odette, el despertar hacia la sexualidad, la experiencia de la belleza en música, pintura y poesía y, lo más hermoso y lo más peligroso en un instante, la convicción de que él mismo, ese testigo que no participa en la danza, es un artista, un escritor. No hay descubrimiento más duro para el individuo que el de su propia vocación, a la que ya no podrá escapar. La única luz que la primera guerra mundial ofrece en la búsqueda de Proust es una muy opaca: es la esperanza de que después del lento fallecimiento de la clase poderosa quizás algo nuevo pueda surgir, que los ingenuos verdugos pagados por Charlus puedan tener sus propios destinos. El mundo político necesitará otra masacre, de dimensiones aún más espectaculares, para percatarse de que sólo el individuo es capaz de despertar, jamás la comunidad: si ella cae hacia un estado consciente, surgen la tortura, el sadismo y una muerte sin fin l


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JOSÉ EMILIO PACHECO A LOS 80: LA VISITA DE LAS IMÁGENES

Un cálido e inteligente diálogo en memoria de un poeta que fue periodista cultural, ensayista notable, famoso narrador, dramaturgo, indagador incansable y consumado conversador, en voz de otro, que nos lo pinta con trazos certeros de afecto y admiración.

Juan Manuel Roca ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

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osé Emilio Pacheco se movía con propiedad en la poesía, en el ensayo, en el cuento, en el artículo de prensa, la novela o el teatro, pero lo hacía con más extrañeza en las arenas movedizas de la inmediata realidad. Sea esta lo que sea, si pensamos con Vladimir Nabokov que cada vez que mencionemos la palabreja “realidad” debería ir entre comillas. A lo mejor ser poeta sea una forma de entrecomillar lo que para otros es irrefutable. Creo que unos versos de “José Luis Cuevas hace un autorretrato”: “aquí me miro ajeno/ me desdoblo/ para mirarme como miro a otro”, podría ser una divisa de su hacer poético. A lo mejor sea una forma suya de pintar con palabras, lo que los teóricos del ámbito académico llaman écfrasis, que a lo mejor no sea otra cosa que aprender a pintar, a dibujar o esculpir con palabras. Pienso también en su poema “Malpaís” en el que sus palabras son paisajes rocosos, cantos rodados de parajes donde los cactus son como percheros del viento. Intento atrapar imágenes, esquirlas de encuentros con José Emilio y me asaltan hechos sencillos y frases y gestos que, como en un poema suyo, afirman que “el día se devora”. El día, que sufre la autofagia del tiempo. La memoria es caprichosa y en mi caso filtra momentos sencillos pero de alguna manera luminosos. Camino unas cuantas cuadras vespertinas con el poeta por el centro de la ciudad. En un pequeño café donde planeamos, o sería mejor decir planeo hacerle una entrevista, hemos visto una tarde ciclotímica: llovió, cayó granizo, salió un solecito hipócrita y sabanero y, de nuevo, a capricho, volvió a llover con entusiasmo. Nunca había oído una descripición más adusta y precisa del clima bogotano que la suya: “Qué clima más nervioso el de esta ciudad.” Debo decir que tengo en mucha estima sus cuentos y sobre todo sus ensayos. Lo creo uno de los mejores ensayistas de su generación, si no el más. Pero también debo decir que admiro su obra hablada, esa manera de crear analogía y juntar lo injuntable. Fue por un excelente ensayo que lo conocí antes de conocerlo personalmente, “Las brujas o las iluminadoras de la noche,” un suscitador escrito que me había conducido algunos años atrás a la lectura de La hechicera, el libro esclarecedor de Jules Michelet que traza un fresco ominoso de un tiempo del hombre que ahora, con acentos más claramente políticos y religiosos, pasó del supremacismo de la religión triunfante, de un capítulo de la vida del hombre que devino macartismo, a un índice contemporáneo de desobedientes, de nuevos herejes refractarios a la mansedumbre. Es el suyo un ensayo que esclarece la oscuridad y que hace pensar en un aserto de René Char: “La lucidez es la herida más cercana al sol.” Hay una afirmación de Pacheco que me impactó por su síntesis histórica de la La hechicera: la idea de que la primera rebelión de la mujer no fue el derecho al sufragio sino la brujería. Asistir a sus heréticos ejercicios de la memoria fue siempre para mí algo admirable. Lo digo sin sorna; nadie como Pacheco para saber y recordar pequeños datos anómalos y en apariencia inútiles, casi patafísicos de autores y libros. Una mañana, en el restaurante de un hotel costarricense donde compartimos un desayuno largo en condumios y en tiempo, me preguntó qué estaba leyendo. Le mostré una antología de Hart Crane, ese poeta que se suicidó arrojándose al mar entrando al Golfo de México. Aprobó mi lectura y a la vez el pan del lugar y luego me contó algo que me

José Emilio Pacheco. Foto: Rogelio Cuéllar

resultó a todas luces paradójico: el padre de Crane fue, me dijo, el inventor del salvavidas. De regreso a mi país, como un nuevo rico de ese exótico conocimiento disparatado, les conté a unos amigos acerca del suicidio del poeta, de su muerte por agua salobre, de la muy rara y dolorosa ironía de que su padre hubiera sido el inventor del salvavidas. Muchos años después le conté a Pacheco, en un nuevo encuentro que tuvimos en Medellín, que alguna vez yo había exhibido como una medalla ese hecho de humor negro y casi surreal y que por supuesto había citado la fuente. Sonrió y me dijo que le apenaba que yo no hubiera entendido: que los salvavidas a los que se refería eran esos pequeños confites redondos y perforados en la mitad y que lo había hecho millonario, pues cada agujero del popular salvavidas le representaba un gran ahorro en azúcar. Bien, quisiera aclarar que mi memoria de José Emilio Pacheco está hecha de esos pequeños asuntos que prodigaba, pero antes que nada de su inclaudicable pasión por un mundo del que compartía grandes y pequeños sucesos, claves de lectura, amores o disensos. Su memoria prodigiosa entreveraba las sensaciones de asombro de sus primeras lecturas y el tono de la voz de su abuela que lo inició en ellas. Era como si a su avidez cultural le interesara todo, algo así como un gran fresco en el que pueden convivir sin permiso sor Juana o Nezahualcóyotl, el olor de un pan o sus conversaciones con una legión de autores colombianos a los que frecuentó en los libros y la amistad, dos instancias donde se encuentran muchos diálogos inquietantes y fecundos, como este que sigo teniendo en su memoria l


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LA HUELLA RADIANTE DE

JOSÉ EMILIO PACHECO* Nacido el 30 de junio de 1939 en Ciudad de México, José Emilio Pacheco es, sin duda, uno de los grandes escritores mexicanos que ya ocupa el sitio que le corresponde en nuestra historia literaria. Poeta, novelista, cuentista, ensayista, traductor, antólogo y cronista cultural, le debemos una vasta y diversa obra, apreciada y admirada por los lectores no sólo de México, sino de todo el ámbito en lengua española. Entre otros importantes reconocimientos, recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Premio Cervantes de Literatura.

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ara Octavio Paz, José Emilio Pacheco es uno de los poetas mexicanos de más “delicada y poderosa construcción verbal”. Su obra poética, recogida en el volumen Tarde o temprano (más de ochocientas páginas), da cuenta de ello. Y fue también un extraordinario narrador (El principio del placer, Las batallas en el desierto, etcétera) y un acucioso investigador y antólogo, como en Poesía mexicana del siglo XIX y Antología del modernismo. Pacheco llegó a los setenta y cuatro años con el pleno reconocimiento de un vasto número de lectores que, año con año, logró que sus libros se reeditaran. Pero siempre fue consciente de la siguiente certeza, que fue su divisa: “Si dejas que alguien te endiose/ recuerda/ que esta clase de

Juan Domingo Argüelles ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

laica/ religiosidad acaba siempre/ en la propagación del ateísmo.” Existen los vanidosos que siempre nos hablan de sus poemas, y hay unos pocos –como José Emilio Pacheco– que siempre nos hablan a través de sus poemas. Si tarde o temprano a todos nos espera el naufragio, desde 1980, cuando reunió por primera vez su poesía, José Emilio Pacheco encontró el título definitivo para ella: Tarde o temprano, título de un libro único que escribió y reescribió desde 1958 y que, al final, abarcó catorce poemarios: Los elementos de la noche (1963), El reposo del fuego (1966), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), Irás y no volverás (1973), Islas a la deriva (1976), Desde entonces (1980), Los trabajos del mar (1983), Miro la tierra (1986), Ciudad de la memoria (1989), El silencio de la luna (1994), La arena errante (1999), Siglo pasado [Desenlace] (2000), Como la lluvia (2009) y La edad de las tinieblas (2009). “La plegaria del alba” es el poema con el que cierra esta obra magna que ya ha dejado su huella imborrable, y es el poema que, en gran medida, resume su búsqueda y sus certezas:

Hace milagros este amanecer. Inscribe su página de luz en el cuaderno oscuro de la noche. Anula nuestra desesperanza, nos absuelve de nuestra locura, comprueba que el mundo no se disolvió en las tinieblas como hemos temido a partir de aquella tarde en que, desde la caverna de la prehistoria, observamos por vez primera el crepúsculo. Ayer no resucita. Lo que hay atrás no cuenta. Lo que vivimos ya no está. El amanecer nos entrega la primera hora y el primer ahora de otra vida. Lo único de verdad nuestro es el día que comienza.

Si partimos del hecho de que el único género confesional que existe para un escritor es la poesía (aparte de la autobiografía, el diario, la carta, las memorias y las entrevistas no desmentidas), José Emilio Pacheco nos responde por medio de su poesía o de las opiniones que emite en prólogos, notas y advertencias preliminares de sus libros. Sabemos, por ejemplo, que siempre estuvo corrigiéndose; siempre reescribiendo la obra que inmediatamente comenzaba a envejecer. Cada nueva edición de sus libros fue siempre una reelaboración de los anteriores. ¿Por qué lo hizo?


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Imágenes: José Emilio Pacheco y Elena Poniatowska. Foto: Héctor García. José Emilio Pacheco. Foto: Rogelio Cuéllar José Emilio con sus amigos Sergio Pitol y Carlos Monsiváis. Foto: Archivo Sergio Pitol

LA POESÍA ENTRE/VISTA DESDE HACE MÁS de medio siglo los lectores hablamos con sus libros, y mientras ocurre esa lectura lo interrogamos incesantemente. Quien nos responde siempre es el poeta a través de sus poemas; así seguirá siendo: seguiremos preguntando y él respondiendo, desde sus libros, desde sus páginas imborrables, porque su obra es ya esa huella radiante que no se borrará. Nosotros le preguntamos a sus libros, y su voz nos responde: Nos lo explicó, en 1978, en la nota prologal de su antología Ayer es nunca jamás: “Si uno tiene la mínima responsabilidad ante su trabajo y el posible lector de su trabajo, considerará sus textos publicados o no como borradores en marcha hacia un paradigma inalcanzable. Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección.” Fue más allá, incluso, y sentenció: “No acepto la idea de ‘texto definitivo’. Mientras viva seguiré corrigiéndome.” Y sin embargo, al rescatar en 1990 La sangre de Medusa y otros textos (1958), precisó que “podemos cambiar todo menos nuestra visión del mundo y nuestra sintaxis”.

Precocidad y rigor ¿Cómo escribió y bajo qué circunstancias lo hizo el joven José Emilio Pacheco? Esto es lo que respondió acerca de sus años mozos (tenía entonces veintidós años de edad) Antes de que el llamado boom liquidara el sentimiento de inferioridad entre los escritores hispanoamericanos y de que Edmundo Valadés reanudara la publicación de El Cuento no se abrían muchas posibilidades. El aprendiz que era también el secretario de redacción de la Revista de la Universidad de México y el jefe de redacción de La Cultura en México se rehusaba a autopublicarse y autopromoverse en esas páginas y prefería colaborar informalmente en las revistas de su generación. Sin becas ni talleres literarios ni escuelas de escritores sólo quedaba para ejercitarse en su oficio y ganarse doscientos muy necesarios pesos el camino del juego en serio y de la narrativa como incesante colaboración entre vivos y muertos. Así el relato valía o se hundía por sí mismo y no por el prejuicio a favor o en contra de quien lo firmara.

Tenía treinta años de edad y cinco libros publicados cuando, en 1969, solicitó la beca del Centro Mexicano de Escritores y ésta le fue concedida para el período 1969-1970. En su proyecto se comprometió a escribir “una colección de doce o catorce cuentos”, pero acotó: “No puedo ofrecer un minucioso plan de este libro, pues de él lo único que tengo es el deseo de hacerlo.” Desde su primer libro (Los elementos de la noche, 1963), José Emilio Pacheco reveló la precoz maestría y el rigor que se impuso para entregar veinte poemas y cinco aproximaciones (sus versiones líricas de diversos poetas que acompañan a cada uno de sus libros). En 2013 se cumplió medio

siglo de ésta, su obra inaugural que salió de la Imprenta Universitaria bajo el sello de la Universidad Nacional Autónoma de México. Más de medio siglo después es el mismo libro pero también es otro: el mismo, porque no cambió ni su visión del mundo ni su sintaxis, pero también otro porque fue corrigiéndolo día a día, modificándose (y no momificándose), bajo la autocrítica vigilante más estricta. Sintomáticamente, su obra poética completa está amparada bajo un epígrafe de Eliot (tomado de los Cuatro cuartetos): “–pero no hay competencia./ Sólo existe la lucha por recobrar lo perdido/ Y encontrado y perdido una vez y otra vez/ Y ahora en condiciones que parecen adversas./ Pero quizá no hay ganancia ni pérdida: Para nosotros sólo existe el intento./ Lo demás no es asunto nuestro”. Precisamente, dentro de su obra, vasta y extraordinaria, debemos también a la sabiduría y a la sensibilidad de José Emilio Pacheco algunas de las mejores traducciones y versiones poéticas y prosísticas al español de obras y autores fundamentales, entre ellos los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot, prácticamente inmejorables, y la Epistola: In carcere et vinculis (“De profundis”), de Oscar Wilde, que fue la primera traducción al español del texto definitivo, tal y como su autor lo escribió. Otra de sus espléndidas versiones es “El barco ebrio” de Arthur Rimbaud y el Cantar de los cantares. Por excesiva modestia, él prefirió llamarlas “aproximaciones” y no traducciones pero, independientemente del modo que las haya denominado, son obras maestras de la recreación y la creación. Traducir como lo hizo José Emilio Pacheco no fue únicamente verter a otro idioma, sino producir una nueva obra. Erudito gentil, sabio en su humildad, José Emilio Pacheco fue, además, un profundo conocedor de la historia. Muchos de sus “Inventarios” son lecciones de sensibilidad y de conocimiento sobre nuestro pasado. La historia fue una de sus pasiones y supo transmitirla con amenidad y con cordialidad. Cuando se recojan estos “Inventarios” (que son muchísimos), podremos aquilatar la dimensión no sólo de su conocimiento sino, sobre todo, del beneficio que entregó a las nuevas generaciones para que no olvidemos de dónde venimos. [En 2017, Editorial Era publicó, en tres tomos, Inventario. Antología de José Emilio Pacheco.] l *Publicado originalmente en el número 987 de este suplemento, 2/II/2014.

–¿Qué opinión tienes de los próceres?

–Hicieron mal la guerra,/ mal el amor,/ mal el país que nos forjó malhechos.

–¿Nunca intentaste estar a la moda?

–La moda pasa de moda./ La desnudez sigue intacta/ como al principio del mundo.

–¿Cómo defines hoy la poesía?

–Contra la noche oscura/ una pantalla que arde/ y una página en blanco.

–¿Es cierto que llegamos tarde al banquete de la cultura?

–Llegamos tarde al banquete/ de las artes y letras occidentales,/ como escribió nuestro clásico./ Recogimos las sobras, nadie lo niega./ Pero, con el ingenio de los que no tienen ni en dónde caerse muertos,/ no ha estado nada mal lo que hemos hecho con ellas.

–¿Alguna vez has padecido la ansiedad de las influencias?

–Al doctor Harold Bloom lamento decirle/ que repudio lo que él llamó “la ansiedad de las influencias”./ Yo no quiero matar a López Velarde ni a Gorostiza ni a Paz ni a Sabines./ Por el contrario,/ no podría escribir ni sabría qué hacer/ en el caso imposible de que no existieran/ Zozobra, Muerte sin fin, Piedra de sol, Recuento de poemas.

–¿Qué conservamos de las épocas?

–Uno siente que el mundo ya se acaba porque cuanto termina es su vida,/ su pobre vida tan independiente de él:/ empezó cuando ella misma quiso/ y concluirá nadie sabe dónde ni cuándo ni de qué manera./ Morimos con las épocas que se extinguen,/ inventamos edenes que no existieron,/ tratamos de explicarnos el gran enigma/ de estar aquí un solo largo instante entre el porvenir y el pasado.

–Alguna vez confiaste en el mañana...

–A los veinte años nos dijeron: “Hay/ que sacrificarse por el mañana”./ Y ofrendamos la vida en el altar/ del Dios que nunca llega./ Me gustaría encontrarme ya al final/ con los viejos maestros de aquel tiempo./ Tendrían que decirme si de verdad/ todo este horror de ahora era el Mañana.


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8 7 de julio de 2019 // Número 1270

Lúcido y pertinente ensayo sobre la historia y evolución de un género narrativo que alcanza matices de expresión cada vez más complejos –y ya con carta de legitimidad literaria– del que dan cuenta novelistas gráficos de la talla de Frank Miller (Batman: The Dark Knight Returns,1986), Art Spiegelman (Maus: A Survivor’s Tale, 986), Alan Moore (Watchmen, 1986) y, entre nosotros, Édgar Clement (Operación Bolívar, 1995), Bernardo Fernández, Bef (Uncle Bill y Sensus. El universo en sus ojos) y Sergio González Rodríguez (El artista adolescente que confundía el mundo con un cómic), entre muchos otros.

Alejandro García Abreu ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

El ascenso del cómic A SALVADOR DALÍ se le atribuye la frase: “Los cómics serán la cultura del año 3794. Así que tienen 1,827 años de aviso… Ése será el nacimiento del Arte-Cómic, y en esa ocasión celebraremos una gran apertura con mi presencia divina el 4 de marzo de 3794, exactamente a las 19:00 horas.” Aunque los mil 827 años de aviso del artista resultaron excesivos –recuerda la escritora y editora quebequense Caroline Prévost-Levac en Defining Graphic Novels (Université Laval, 2018–, Dalí predijo, en 1967, con gran sentido del humor, el ascenso de los cómics en los mundos del arte, la literatura y la academia.

Half Holiday: origen (decimonónico) y devenir del cómic SEGÚN EL INVESTIGADOR Mark Nixon, coautor de Cambridge History of the Book in Britain, Volume 7: the Twentieth Century and Beyond, los cómics –los relatos de historias por medio de una secuencia de imágenes y, por lo general, palabras– nacieron en Gran Bretaña a finales del siglo xix, con Half-Holiday de Ally Sloper (Gilbert Dalziel, 1884) e imitadores posteriores. Estas publicaciones eran de pocas páginas, baratas y sin encuadernación. Estaban destinadas a lectores adultos de la clase trabajadora. Durante el siglo

xx, los libros encuadernados de historias ilustradas

se desarrollaron en Europa y Estados Unidos, y para finales de siglo se habían convertido en un factor trascendente en la cultura pop. Entonces ocurre un trepidante intercambio entre literatura y cómics. En la década de 1980, una ola de novelas gráficas aclamadas por la crítica y el público –entre ellas Batman: The Dark Knight Returns (1986), de Frank Miller (Maryland, 1957), aclamada como una obra maestra de los cómics que reinventa la leyenda de Batman: indiscutible clásico y libro en el que se inspiran las películas más recientes del personaje, presenta a un viejo Batman retirado y a una Ciudad Gótica sumida en la decadencia y la anarquía, y cuando su ciudad más lo necesita, el Caballero de la Noche vuelve en un resplandor glorioso; Maus: A Survivor’s Tale (1986) de Art Spiegelman (Estocolmo, 1948), que trata las experiencias del padre de Spiegelman durante el Holocausto en Europa y que obtuvo el primer y único Premio Pulitzer otorgado a un cómic; y Watchmen (1986) de Alan Moore (Northampton, Reino Unido, 1953), quien dijo sobre su obra, una distopía donde la presencia de superhéroes con traumas secretos y psicologías retorcidas cambia la Historia (Estados Unidos gana la Guerra de Vietnam, Richard Nixon es presidente y la Guerra fría está vigente): “exploro las áreas en las que los cómics tienen éxito, donde ningún otro medio es capaz de operar –provocó un impacto en la escena literaria, demostrando que los cómics pueden ser serios y sofisticados, características que prevalecen en las creaciones del siglo xxi.

Batman, Maus y Watchmen: el cambio de paradigma CON BATMAN: The Dark Knight Returns, Maus: A Survivor’s Tale y Watchmen se habló de un fenómeno que arrasó el mundo editorial. Hubo un cambio paradigmático en la posición cultural de los cómics: las librerías y las bibliotecas públicas empezaron a presentar estantes de “Novelas gráficas”. Hubo una serie de nuevas publicaciones, también se reimprimieron cómics estadunidenses (particularmente a través de Titan Books) y cómics europeos y asiáticos. La decisión de Penguin Books de involucrarse en el creciente campo fue un factor crucial, ya que puso a disposición recursos y medios de comercialización de libros tradicionales para Maus y Barefoot Gen, de Keiji Nakazawa; Penguin también compró los derechos de Raw, relanzándolo en el formato de un libro de bolsillo, aseveró Mark Nixon. Durante la primera década del siglo xxi, los cómics recibieron mayor atención fuera de los mercados especializados. Junto con el éxito continuo de los grandes consorcios y los creadores, nuevos editores entraron en el mercado: los cómics y libros estadunidenses son importados, al igual que en Estados Unidos se traducen cómics asiáticos, europeos y algunos de África. Los temas se amplían: hay un auge de cómics de no ficción,


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Ilustración del título: Marga Peña

como los que abordan el periodismo, las memorias y el diario de viaje. Al ganar el The Guardian First Book Award, Jimmy Corrigan, el niño más inteligente del mundo (2001) –de Chris Ware– se convirtió en el primer cómic en ganar un importante premio literario en el Reino Unido. Y, concluye Mark Nixon, actualmente los cómics aparecen con regularidad en las secciones de reseñas de periódicos y revistas.

Herencia, apropiación y nostalgia JAN BAETENS –catedrático de la Universidad de Leuven– y Hugo Frey –investigador en la Universidad de Chichester– conciben la novela gráfica en oposición a, por un lado, la caricatura y, por otro, al cómic “tradicional”. Los coautores de The Graphic Novel. An Introduction (Cambridge University Press, 2015) muestran cómo las novelas gráficas enriquecen el lenguaje y la cultura de los cómics con temas, modos y métodos literarios, y explican cómo el medio se apropia del patrimonio de los cómics, afirma la especialista en novela gráfica Charlotte Pylyser. La doctora por la Universidad de Leuven ahonda en el tema de la nostalgia, siguiendo a Baetens y a Frey, y sitúa la apropiación de la herencia de los cómics en las novelas gráficas.

El fenómeno mexicano: Bef, González Rodríguez et al. EN MÉXICO SE trata de una historia que comienza una década después del auge de la novela gráfica en Estados Unidos, en la década de

ENTRE EL CÓMIC Y LAS NUEVAS NARRATIVAS 1980. Operación Bolívar (Planeta, 1995) de Édgar Clement (Ciudad de México, 1967), es reconocida como la primera novela gráfica mexicana porque “es un trabajo de largo aliento, de autoría, guión y dibujo del propio Clement –afirma el periodista Mario Alberto Medrano González en ‘Escribir imágenes, ilustrar palabras: la novela gráfica en México’–, con la intención narrativa de transformar a los personajes a lo largo de la historia, generando así un universo temático y simbólico”. Medrano González recurre a Luis Gantús, experto en cómic y novela gráfica. Descarta que exista una diferencia entre ambos: “El término novela gráfica se utiliza como una diferenciación, pero en realidad es cómic. Por ejemplo, las historias de Will Eisner eran temáticas adultas, pero las librerías no las vendían en la sección de novelas porque tenían dibujos, pero tampoco las podían poner en la sección de cómic porque no eran para niños, tampoco eran temáticas de superhéroes. Fue entonces que Eisner utilizó el término.” Patricio Betteo, ilustrador y narrador gráfico, autor de Mundo invisible, le expresó: “La novela gráfica es un cómic de largo aliento, tiene un funcionamiento parecido a la novela, empieza y termina en un mismo volumen.” Y Augusto Mora, autor de Grito de Victoria y La caída, le dijo al periodista que se puede definir a la novela gráfica como “una obra que contiene una travesía compuesta por un inicio, un nudo y un desenlace en un mismo volumen; la idea es que, a diferencia del cómic, la novela gráfica sea una historia autocontenida en un solo tomo”. El Fondo de Cultura Económica lanza la colección Resonancias, especializada en narrativa grá/ PASA A LA PÁGINA 10

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fica, concluye Medrano González. Socorro Venegas, editora del proyecto, asevera: “Resonancias abre el camino a la novela gráfica.” Bernardo Fernández, Bef (Ciudad de México, 1972) –autor de novelas gráficas como Uncle Bill (Sexto Piso, 2014), sobre el paso de William s. Burroughs por México; y Sensus. El universo en sus ojos (Nacional Monte de Piedad, 2014), el primer cómic en América Latina escrito en braille, realizado con Jorge Grajales–, ha manifestado que la riqueza de la novela gráfica en México está en su gran diversidad. “Las diferencias son muy sanas. Los creadores japoneses son muy parecidos entre sí, los estadunidenses conservan un sello nacional. En México somos todos distintos.” Sergio González Rodríguez (Ciudad de México, 1950-ídem, 2017) utilizó el concepto del cómic para titular y desarrollar su última novela de ficción. En El artista adolescente que confundía el mundo con un cómic (Random House Mondadori, 2013) narra la historia de un muchacho que en el camino perdió su pasado, su sentido del presente, y eligió un futuro incierto. La novela condensa diversas obsesiones: la ultracontemporaneidad, el posthumanismo y la hiperconexión. Sobre las posibilidades creativas aludidas en el título, González Rodríguez me dijo en una entrevista realizada en 2013: “Tengo la impresión de que tenemos que flexibilizar más la narrativa. Desde hace muchos años, de hecho desde la publicación de mis primeros libros, como Los bajos fondos, yo introducía relatos dentro del ensayo. Y cuando hice libros de no ficción traté de poner ensayo dentro de una crónica, crónica dentro de un relato cinematográfico, impresiones mías, voces, testimonios, documentos, un tejido de diversos registros narrativos. En alguna otra novela ya he incursionado en la introducción del ensayo dentro de una narración. Y en este caso yo quería introducir, como hice antes, cuentos dentro de El artista adolescente que confundía el mundo con un cómic. Comencé a sentirme un personaje de cómic, como aquellos que cautivaban a Dano”, advierte el narrador. Luego confiesa: “Me dolió el contagio: mi vida entera, mi pasado de revolucionario, el escalón más alto de la especie humana, decíamos entonces, comenzaban a parecerse a una historieta de cómic también.” El escritor percibe a la novela gráfica y al cómic como vehículos de exploración. En la entrevista, González Rodríguez me dijo: “Los personajes

charlan sobre la validez de la novela gráfica. El tema del cómic y de la novela gráfica es algo consustancial en mi formación, como en la de cualquier persona que desde la infancia ha leído cómics o novelas gráficas. No soy un experto en el tema, no pretendo serlo, pero sí me ha interesado mucho la aplicación del lenguaje de la novela gráfica como un género que, de ser considerado menor, poco a poco ha ascendido a una dignidad mayor en la expresión literaria. Me interesa mucho el trayecto porque hay formulaciones muy brillantes, muy inteligentes de la novela gráfica, con una gran destreza visual. Y fui lector, obviamente, de cómics tradicionales, desde los de Walt Disney hasta los de Batman o de grandes personajes históricos. El cómic de heavy metal que en los años ochenta del siglo anterior se volvió muy famoso me encantaba, y después el cómic posterior. Quería que el cómic apareciera en mi novela como una aplicación digna de ser tomada en serio. No solamente es un pretexto para darle un color a un personaje, sino que la complejidad que hay de por medio en una novela gráfica, cuando es buena, es algo que vale la pena tomar en cuenta. Y en este caso El artista adolescente que confundía el mundo con un cómic es la confrontación entre la aspiración de poner un relato de gran riqueza con el enfrentamiento respecto a la realidad. Creo que no es un uso que haya sido estrictamente ornamental; es un uso consustancial, en términos formales de contenido, frente a la exigencia de la propia novela. Cada libro para mí tiene una formulación específica. En este sentido, la novela demandaba esto. En el título conjunté dos ya bastante conocidos, clásicos se pudiera decir: Retrato del artista adolescente, de James Joyce, que es una novela de aprendizaje extraordinaria, con El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks, que retrata enfermedades neurológicas. Para la formulación contemporánea, el personaje Dano tiene mucho que ver con ese desgarramiento de la personalidad en la ultracontemporaneidad.”

Etgar Keret: leer cómics para sanar EN LA INTRODUCCIÓN de Keret en su tinta (Sexto Piso, 2013, compilación de Bef), que incluye adaptaciones al cómic de sus relatos, Etgar Keret (Tel Aviv, 1967) –uno de los escritores contemporáneos más importantes de Israel, reconocido internacionalmente por sus cuentos cortos y guiones para cine– escribió acerca de su fascinación por Maus, de Art Spiegelman, y Watchmen, de Alan Moore. En entrevista, cuestionado sobre la influencia de los cómics en su vida y obra, me contestó: “Cuando yo era niño sufría de un problema llamado disgrafía. Sabía leer con fluidez desde que tenía tres años, pero si leía un párrafo a veces cortaba el texto de una manera diferente a como estaba escrito originalmente. Fui al médico y me dijo que lo mejor para mí era leer cómics porque las porciones de texto eran muy cortas. Me dijo que si ensayaba leyendo cómics entonces sería más fácil para mí no perder la posición al leer un libro, por lo que empecé a leerlos. Todavía tengo una colección muy grande de cómics, creo que tengo más de mil. Descubrí que este tipo de lenguaje es a la vez literario y gráfico y me sorprendió la idea de que una palabra y una imagen pudieran cohabitar en un mismo espacio. Conocía los libros y las películas, pero la conjunción de ambos fue increíble. Creo que los cómics son un medio asombroso que sufre por el hecho de que el noventa y cinco por ciento de lo que está en el medio es pura mierda. Imagina un mundo lleno de malos poemas. Eso no significa que la poesía no sea un medio admirable. Al recor-

dar los libros que me han influido, siempre incluyo el trabajo de Chris Ware o Watchmen, que me marcaron cuando era adolescente, o Maus, que es muy cercano a mí porque también soy un hijo del Holocausto, un sobreviviente. En mi canon tengo libros, obras de teatro, películas y cómics que se encuentran en el mismo nivel, porque cuando alguien dice la verdad en su propia manera única y original, no creo que cierto medio sea menos importante o fuerte que otro.”

La desaparición de las palabras OCURRE TAMBIÉN UN fenómeno de desvanecimiento textual. En Defining Graphic Novels, Caroline Prévost-Levac incorpora a la categoría a las novelas gráficas sin palabras. Refuta las suposiciones de que el texto sea pródigamente aceptado como el elemento definitorio. The Arrival (Emigrantes, Barbara Fiore Editora, 2007) de Shaun Tan (Perth, Australia, 1974) –una historia de migración narrada con una serie de imágenes sin palabras que parecen provenir de un tiempo olvidado; un hombre deja a su familia en una ciudad empobrecida, buscando mejores perspectivas en un país desconocido al otro lado de un océano; finalmente se encuentra en una ciudad desconcertante de costumbres extranjeras, animales peculiares, objetos flotantes e idiomas indescifrables– y El sistema (Sexto Piso, 2014), de Peter Kuper (Summit, Nueva Jersey, 1958) –novela gráfica “muda” que aborda las estructuras del poder, cuyo escenario es Nueva York–, ambas novelas gráficas sin palabras, demuestran una naturaleza superflua del texto cuando se trata de la narrativa en este medio. Prévost-Levac reflexiona sobre la contribución de la imagen a la complejidad de las novelas gráficas con y sin texto: las representaciones y narraciones pictóricas no son de naturaleza más simplista que las palabras. Colijo que las novelas gráficas sin palabras son indicios de la ultracontemporaneidad, claves de un nuevo cambio de paradigma y ejemplo preciso de una nueva narrativa que subvierte el concepto de literatura l


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