EMILIANO ZAPATA: EL TIEMPO HISTÓRICO Y EL MITO Gustavo Ogarrio
SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 21 DE ABRIL DE 2019 NÚMERO 1259
Entrevista con Orhan Pamuk Alejandro García Abreu De lecturas, libros y nuevas ansiedades Raúl Dorra
LA JORNADA SEMANAL
Imagen: Brenda Moncada
2 21 de abril de 2019 // Número 1259
EMILIANO ZAPATA, EL TIEMPO HISTÓRICO Y EL MITO Fuera de toda duda la enorme importancia histórica, lo mismo que la condición legendaria del revolucionario Emiliano Zapata, lo que más ocupa a cineastas, artistas plásticos, escritores y pensadores, es la dimensión mítica de quien fuera asesinado en la Hacienda de Chinameca el 10 de abril de 1919. En el centenario de la emboscada traicionera contra el líder del Ejército del Sur, incluso el gobierno actual se ha hecho eco de un clamor popular que también lleva un siglo cumplido: el general Emiliano Zapata es símbolo inequívoco del espíritu libre que anida en el alma de todo mexicano bien nacido.
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RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO: adiós al último clásico
Breve homenaje y semblanza de un escritor de mente clara y espíritu rebelde, español nacido en Italia en 1927 y recientemente fallecido, Premio Cervantes 2004, autor, entre otras obras, de El testimonio de Yarfoz (1986) y tres volúmenes de ensayos: Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado; Campo de Marte; La homilía del ratón y El geco, cuentos y fragmentos (2005). Como homenaje póstumo se incluyen aquí algunas de sus ideas expresadas en distintos artículos sobre la conquista de América.
Xabier F. Coronado ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
El patriotismo es el delirium tremens de los que se emborrachan con ese infecto aguardiente de alcohol de quemar que es la “conciencia histórica”. Rafael Sánchez Ferlosio, “14 pecios”
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urió Rafael Sánchez Ferlosio, el último clásico de la literatura española. Nos dejó a los noventa y un años, después de impugnar la vida por encontrar y expresar ideas que eludieran el sumidero intelectual que se fue formando a finales de siglo y comienzos de milenio. Un clásico de vanguardia, tan crítico como lúcido, tan profundo como austero. A Rafael Sánchez Ferlosio le tocó nacer en Roma, su padre era diplomático español y uno de los fundadores de la Falange, organización política que dentro de la península ibérica se erigió en pilar de la ideología fascista que envolvió Europa durante dos décadas de violencia y muerte. Rafael creció en un medio hostil al genoma de ente libre con pensamiento crítico que tenía por naturaleza. En 1951, a los veintitrés años, escribió Industrias y andanzas de Alfanhuí, novela inclasificable de visos surrealistas que deslumbró el grisáceo entorno literario de la posguerra española. Cuatro años después le llegaría la fama y el reconocimiento literario al ganar el Premio Planeta con El Jarama, texto representativo de narrativa social, una novela imprescindible de la literatura de aquella época. Quienes nos criamos en el período llamado “tardofranquismo” –cuando la dictadura cumplía “veinticinco años de paz” y lo celebraba con un referéndum manoseado y vindicativo–; si al llegar a la prepa teníamos la suerte de contar con un profesor de literatura no del todo alineado con el régi-
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men, disfrutábamos la oportunidad de leer, dentro del temario de literatura española contemporánea, una serie de libros que por diferentes motivos habían sorteado el aparato de censura y represión franquista, un engranaje represor que funcionaba de oficio ante toda manifestación de inteligencia y libre creatividad. Cuando se daban esas circunstancias podíamos acceder con relativa facilidad a obras de Miguel Delibes, Camilo José Cela, Rafael Sánchez Ferlosio y Buero Vallejo. En algunos Papeles de sons armadans leíamos otros autores como Max Aub, Blas de Otero o Jaime Gil de Biedma. Sánchez Ferlosio hizo una fisura intelectual en el muro ideológico y manipulador que el régimen había levantado alrededor nuestro; por ella entró aire nuevo en las opresivas atmósferas educativas sustentadas por los principios del “Espíritu Nacional”. Después, muerto el tirano y abiertas las puertas del búnker patrio a otras atmósferas planetarias, Rafael Sánchez Ferlosio siguió dando de qué hablar con pecios y ensayos literarios que al leerlos nos hacen pensar que las cosas pueden ser enfocadas desde perspectivas diferentes para demostrar que la mayoría de las veces los sucesos, presentes o históricos, no son lo que aparentan ser, y en lo profundo se diluyen. Tuvieron que pasar más de treinta años hasta ver publicada otra novela de Sánchez Ferlosio, El testimonio de Yarfoz (1986) y tres volúmenes de ensayos: Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado; Campo de Marte; La homilía del ratón; fechados en ese mismo año. En ellos nos reencontramos con un escritor maduro en pensamiento y estilo, de esclarecedora retórica gramaticalmente impecable. Son interesantes los libros de relatos que aparecieron a lo largo de su vida, entre ellos El geco, cuentos y fragmentos (2005).
Las opiniones de Sánchez Ferlosio están expresadas con lucidez y desafío, sus reflexiones huyen de lo políticamente correcto, de los lugares comunes, manejando con maestría una prosa de alta densidad lingüística. Su obra crítica es abundante: ensayos, opiniones y artículos periodísticos en los que acuña y transmite ideas captadas en apuntes breves que él mismo llamó “pecios”, especie de largo aforismo razonado que se convirtió en su recurso literario preferido: “La normalidad es un refugio ficticio de la mentalidad burguesa”; “ya no se producen solamente los productos, sino también, al mismo tiempo, los consumidores”; “la libertad no existe, somos sólo un cruce de muchas influencias”; “la patria me carga, es el más venenoso de los conceptos”. Una selección de pecios y fragmentos de Sánchez Ferlosio fueron reunidos en el volumen Campo de retamas (2015). Como homenaje póstumo podemos invitar al maestro ausente al debate suscitado en nuestro país con relación a la conquista de América –un hecho histórico sobre el que Sánchez Ferlosio reflexionó en numerosos textos– y transcribir unos párrafos extraídos de sus ensayos y artículos que pueden poner algo de sutil claridad en este controvertido asunto: “‘España negra’ fue, por ejemplo, la del Golfo de Urabá, la de Castilla del Oro, con sus Pedrarias Dávila, sus Núñez de Balboa, Pizarro, Juan de Ayora, Gaspar de Morales, Hernando de Soto y otra mucha alimaña de la misma mortífera camada.” “¿Tú de qué lado estás?” (El País 7/ xii/1996) “…una fórmula de injuria que pertenece a una de las más nobles y acrisoladas tradiciones cas-
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tellanas: ‘perro judío’, ‘perro moro’ y hasta ‘perro yndio’, ladrido dedicado, en este último caso, a unas gentes que ellos mismos se complacían en aperrear, o sea en hacer destrozar literalmente entre las fauces de sus alanos y lebreles”. “Txakurras” (El País, 1/vii/1998) “Don Antonio de Mendoza, primer virrey de Nueva España, que después de su victoria en la Guerra de Mixtón mandó matar sur le champ a una parte de los indios capturados, ya sea aperreándolos, ya traspasándolos por grupos colocados en hilera con una bala de cañón. Él mismo alegaría después en su descargo que “el aperrear algunos yndios de los más culpados y ponellos a tiro convino hazerse para escarmiento y más temor de los yndios [...pues] la muerte en la horca ellos mismos se la daban de su propia voluntad”. “A propósito de Fujimori” (El País, 10/v/1997) “No cabe duda de que, acostumbrados como estamos a unas instituciones de justicia que, contra la clamorosa evidencia estadística del condicionamiento sociológico de las conductas delictivas, inculpan y condenan como si el libre albedrío no fuese uno de los recursos más escasos entre los humanos; acostumbrados, digo, a este infantil reparto de papeles, bueno y malo, comprendo que a muchos pueda resultar tan arduo como turbador cualquier punto de vista que disminuya en algún grado la responsabilidad de los autores de tan tremendos e incontables crímenes como los que constituyen la trama dominante en la conquista y colonización de América, pero en esto consiste justamente el mayor espanto de la historia universal.” “Esas Yndias equivocadas y malditas” (El País 3/vii/1988) l
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BAJO EL VOLCÁN (FRAGMENTO) Bajo el volcán, la mítica novela del estadunidense Malcolm Lowry, es una novela prodigiosa, una máquina cuidadosamente armada con palabras, capaz de alterar para siempre nuestro lugar en el mundo. Es también una gran novela mexicana, que indaga en el alma del país y la captura con singular precisión. María Vinós, autora de esta nueva traducción, afirma que trasladar Bajo el volcán a nuestro idioma es “un ejercicio en lo imposible”. Sin embargo, confiesa también: “Pronto me encontré completamente absorta en el esfuerzo por acercarme cada vez más, por hacer posible que la novela viviera en español con la misma energía vital del original.”
Malcolm Lowry ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
E
l Cónsul se sentía ahora en una posición en la que podía, por un minuto, hacerse la ilusión de que todo era, en efecto, normal. Yvonne seguramente estaba dormida, todavía no tenía caso despertarla. Qué suerte acordarse de la botella casi llena de tequila: ahora tendría oportunidad de enderezarse un poco antes volver a saludarla, cosa que jamás hubiera podido llevar a cabo en la terraza. Bajo las circunstancias actuales, las dificultades que implicaba beber en la terraza resultaban abrumadoras; menos mal que un hombre aún sabía dónde tomar un trago con tranquilidad, cuando lo necesitaba, sin que nadie lo molestara, etc. etc. …Todos esos pensamientos pasaban por su mente –que por decirlo así, asentía gravemente y los aceptaba con la más completa seriedad– al tiempo que él volvía la vista a su jardín. Cosa extraña, no le pareció tan “arruinado” como un momento antes. El caos incluso le añadía un encanto adicional. Le agradaba la exuberancia de las plantas sin podar que lo rodeaban. Un poco más allá, los magníficos platanares florecían de manera disipada y obscena, y las espléndidas trompetas trepadoras, los perales necios y valientes, los papayos plantados alrededor de la alberca, y más allá, la casita baja, blanqueada, cubierta de buganvilia, la terraza larga de la entrada como el puente de un barco: una visión de orden, una visión que sin embargo se mezcló inadvertidamente en ese momento, al darse la vuelta sin querer, con la vista subacuática del valle y los volcanes bajo un enorme sol índigo, multitudinario, que ardía hacia el sur-sureste. ¿O era en realidad norte-noroeste? Percibió todas estas cosas sin dolor, incluso con cierto éxtasis, mientras encendía un cigarro, un alas (repitió la palabra “alas” mecánicamente), y luego, con el sudor del alcohol brotando de la frente como agua, echó a andar por el sendero hacia la barda entre su jardín y el nuevo parque público que truncaba la propiedad. En este jardín, que no había mirado desde el día en que llegó Hugh, cuando escondió la botella, y que aparecía ahora ante sus ojos como un jardín amorosamente cuidado, veía de pronto cierta evidencia de trabajos inconclusos: junto a la valla descansaban varias herramientaspoco usuales: un machete asesino, un bieldo de extraña forma que empalaba sin pudor la mente, con sus picos retorcidos destellando al sol, y otra cosa: un letrero arrancado del suelo, o bien nuevo, aún sin plantar, cuya cara pálida y oblonga lo miraba fijamente desde el otro lado de los alambres: ¿le gusta este jardín? preguntaba…
¿le gusta este jardín? ¿que es suyo? ¡evite que sus hijos lo destruyan! El Cónsul permaneció inmóvil, la mirada a su vez fija en las letras negras del letrero. Buscó significados: you like this garden? why is it yours? we evict those who destroy! ¿Le gusta este jardín? ¿Por qué es suyo? ¡Evicción para quienes destruyen! Palabras sencillas, sencillas y terribles, palabras que arrastraban al hombre al fondo de su ser, palabras que a pesar de ser quizás un veredicto final sobre uno mismo carecían sin embargo de la capacidad de generar algún tipo de emoción, a no ser por una especie de frío incoloro, una agonía blanca, una agonía frígida como el mezcal con hielo que se tomó en el Hotel Canadá aquella mañana en que Yvonne partió. Fuera lo que fuera, en ese momento estaba bebiendo tequila de nuevo–sin tener una idea clara de cómo pudo volver y encontrar la botella tan rápido. ¡Ah, el bouquet sutil de brea y teredos! Ya sin cuidarse de que lo vieran, el Cónsul bebió larga y profundamente y luego encaró de nuevo la vista de su casa –y ciertamente alguien lo observaba, su vecino Mr. Quincey, que regaba sus flores en la sombra de la valla común del lado izquierdo, más allá de las zarzas– encaró la casa y se sintió acorralado. Se esfumó su pequeña farsa, la visión de orden y armonía. Por encima de su casa, sobre los espectros del abandono que ahora se rehusaban a disfrazar su naturaleza, colgaban las alas trágicas de responsabilidades insostenibles. Tras él, en el otro jardín, la voz de su destino repetía suavemente: “¿Por qué es suyo?… ¿Le gusta este jardín?… ¡Evicción para quienes destruyen!” Quizás el letrero no significaba exactamente eso –pues el alcohol a veces afectaba de manera adversa el español del Cónsul (o tal vez el error viniera del letrero mismo, transcrito por un azteca)–pero en cualquier caso el significado no podía andar muy lejos. El Cónsul llegó a una decisión abrupta: dejó caer la botella entre la hierba otra vez y enfiló de regreso hacia el pequeño parque público, intentando dar a sus pasos un aire de “facilidad.” No que tuviera intención alguna de “verificar” las palabras del letrero, que ciertamente pecaba de un exceso de signos de interrogación. No, lo que deseaba, se dio cuenta con toda claridad, era hablar con alguien: lo necesitaba: pero más que meramente hablar,lo impulsaba un deseo de atrapar, en ese preciso momento, una oportunidad brillante, o en palabras más exactas, la oportunidad de ser brillante, oportunidad que se hizo patente al aparecer Mr. Quincey a la derecha del Cónsul, a través de las zarzas que debía rodear para
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llegar hasta él. Y sin embargo la oportunidad de ser brillante a su vez se volvía otra cosa, una oportunidad de ser admirado, o incluso (y debía por lo menos agradecerle al tequila la honestidad de tal revelación, aun cuando su duración fuese brevísima) de ser amado. Por qué habría de ser amado era otra cuestión: pero una vez mencionada, se respondió: amado por mi aspecto temerario e irresponsable, o más bien por el hecho de que, debajo de tal aspecto, es obvio que arde el fuego del genio; resulta menos obvio que no es mi genio, sino de manera extraordinaria, el genio de mi viejo y buen amigo, Abraham Taskerson, el gran poeta, que alguna vez habló con palabras luminosas de mi potencial juvenil. Y lo que quería entonces, ah, entonces (había girado a la derecha sin mirar el letrero y avanzaba por el sendero junto a la reja de alambre), lo que quería, pensó, echando una mirada llena de anhelo a la llanura –y podría haber jurado que en aquel instante, casi en el centro del parque, vio una figura de pie, con la cabeza baja, en actitud de profunda angustia, cuyo vestido no llegó a distinguir antes de que se desvaneciera, pero que al parecer iba de luto– lo que quieres entonces, Geoffrey Firmin, aunque sea sólo como antídoto contra semejantes alucinaciones rutinarias, es ¡pues claro! nada menos que beber, sí, beber, de hecho, todo el día, tal como las nubes te convocan a beber, y sin embargo tampoco es eso exactamente: sino de nuevo, una cosa más sutil, no deseas beber sim-
plemente, sino beber en un lugar en particular, en un pueblo en particular. ¡Parián! …El nombre le sugería un paisaje de viejo mármol barrido por la tempestad en las Cícladas. ¡Parián lo convocaba, con las voces sombrías de la noche y la madrugada, al Farolito! Pero el Cónsul (que se inclinaba otra vez a la derecha dejando atrás la reja de alambre) se daba cuenta de que aún no había bebido lo suficiente para confiar mucho en las posibilidades de llegar a Parián. El día ofrecía demasiados inmediatos –¡despeñaderos! La palabra era exacta… Se vio a punto de caer a la barranca, una sección de cuyo borde más cercano, sin bardear, añadía a su terreno un breve
Fuera lo que fuera, en ese momento estaba bebiendo tequila de nuevo–sin tener una idea clara de cómo pudo volver y encontrar la botella tan rápido.
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Imagen: Popocatépetl e Iztaccíhuatl, José María Velasco, 1899.
quinto lado–en este punto la cañada descendía en una curva abrupta hacia el Camino de Alcapancingo, luego volvía a curvarse y recuperaba su dirección, partiendo en dos el jardín público.Se quedó quieto en la orilla, aventurando miradas al fondo, el miedo perdido gracias al tequila. ¡Ah, la grieta terrible, el eterno horror de los opuestos! ¡Tú, abismo grande, cormorán insaciable, no te burles de mí, aunque parezca impaciente por caer en tus fauces! En realidad uno tropezaba con la malditabarranca todo el tiempo, la inmensa, intrincada sierpe que dividía la ciudad y de hecho, también al país, y era en algunas partes una caída limpia de doscientos pies a lo que fingía ser un río grosero durante la época de lluvias, pero que probablemente ya volvía a desempeñar, aunque no alcanzaba a ver el fondo, su papel habitual de Tártaro y cagadero gigantesco. En este punto quizás no era tan temible: uno podía incluso descender al fondo, si lo deseaba, en tramos graduales, por supuesto, y con el refuerzo de un ocasional trago de la botella de tequila, para visitar al Prometeo de las cloacas que ahí sin duda habitaba. El Cónsul continuó lentamente su camino l Fragmento del Capítulo v de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, en una nueva versión al español de María Vinós, aún inédita.]
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DE LECTURAS, LIBROS Y NUEVAS ANSIEDADES Espléndido ensayo sobre la lectura y su contraparte inevitable, la escritura; un atisbo a la historia de cada una de ellas, sobre el libro y por lo tanto el ojo y la voz –de Homero a Roberto Bolaño; de Copérnico a Isidoro de Sevilla y sus célebres Etimologías, y Denis Diderot y Jean le Ronde d' Alembert con la Enciclopedia y la idea de un “libro total”; de Aristófanes y los primero signos de puntuación a Santa Teresa de Jesús, en un recorrido sobre el arte y avatares de contar historias, hacerlas legibles y hacer legible al mundo, desde la Antigüedad hasta nuestros días.
Raúl Dorra ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
1. La pregunta incómoda EN LA FERIA del Libro Guadalajara 2011, un periodista español le preguntó a Enrique Peña Nieto, entonces candidato a la presidencia de México, cuáles eran los tres libros que más influencia habían tenido en su vida. La escena puede verse en internet. El candidato se sintió puesto a prueba en campo ajeno, su memoria no lo asistía, se refirió a la Biblia que parcialmente conoció en su adolescencia, mencionó a Krauze, autor al que con error atribuyó La silla del águila y a quien había recurrido, dijo, en más de una ocasión por su interés en la historia y la política, pero novela, novela, claro que le gustaban las novelas y hasta había leído una trilogía y ahora andaba trayendo en su portafolio un libro que se llama algo así como La muerte de un presidente, o La inoportuna muerte del presidente, no recordaba bien el nombre del libro y tampoco el de su autor cosa que, dijo, le solía ocurrir mientras leía, pero era una novela, de eso estaba seguro, aunque también movió la cabeza aclarando que en realidad los libros, la lectura, a lo largo de su vida mucho no lo habían afectado. Esa desventura estuvo a punto de costarle la presidencia, casi nadie dudó de que lo hubiera tenido muy merecido, pues qué podía esperar todo un país de un hombre que a lo largo de su vida no había leído tres novelas. Porque casi nadie dudó tampoco, ni el atribulado candidato, ni el malvado periodista que hizo la pregunta, ni el respetable público, que si hablamos de tres libros, de tres libros para leer, antes que nada estamos hablando de tres novelas. ¿Libros, entonces, o novelas? Más
que en un olvido de títulos o de autores, Peña Nieto incurrió en –o se dejó llevar por– un difundido equívoco que consiste en asociar de entrada al libro con la novela (salvo la prudente excepción hecha con la Biblia aunque de la Biblia recordaba un episodio novelesco, Moisés sacando a su pueblo de Egipto a través del Mar Rojo), inocentemente incurrió en lo que la Retórica llamó una antonomasia, pensó, como los demás, que un escritor, así fuese el Espíritu Santo, es un autor de novelas, idea de libro que se mueve entre los límites de la restricción y de la generalización. Entendiendo las cosas como las entendieron Peña Nieto y muy probablemente su malvado periodista, Alonso Quijano, un hidalgo manchego ya entrado en años, se dio a leer novelas y sólo novelas con tal denuedo que sus sesos se secaron y terminó perdiendo la razón. En el otro extremo, otro implacable pero nada selectivo lector, Miguel de Cervantes, solía leer hasta “los papeles rotos tirados en la calle”. Las aficiones de uno y de otro marcan los límites del ancho mundo de lo legible, esto es, de la literatura en sentido estricto. Nuestra época, al parecer, padece el mal que aquejaba a Alonso Quijano para quien el universo literario se reducía a la novela. Pero a lo largo del tiempo los hombres escribieron y leyeron otros libros. Unos dos siglos antes de Cervantes, y no lejos de La Mancha, Nicolás Copérnico, tímido, enfermo, entregaba para la publicación su tratado Sobre las revoluciones de las esferas celestes sin imaginar lo que vendría después y convencido –según dice en el prólogo– de que un libro como el que había escrito con devota lentitud y trabajada fidelidad a la Iglesia, un libro que hablaba de las cosas del cielo tenía que ser, necesariamente, el más bello libro de la Tierra.
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La época de Copérnico es fértil, como se sabe, en viajes de riesgo y fantasía: por el ancho mar donde sólo la pericia de sus capitanes podía evitar que las embarcaciones cayeran hacia el cielo en los sitios en que las aguas daban vuelta porque ya todos estaban enterados de que el mar era redondo; o al otro lado de la Tierra, atravesándola por su mero centro hasta llegar a las Antípodas donde todo era al revés y la gente velaba cuando aquí dormíamos y dormía cuando aquí velábamos de modo que nadie podía asegurar quién era el sueño de quién; o hacia la raíz de ciertos metales, de esos metales resistentes que ablandados por los conjuros y desvelos del alquimista estaban siempre próximos a transmutarse en oro, un oro sádico o prudente que a todos les decía que sí pero no les decía cuándo; o hacia las nacientes del sentido, hacia donde los filósofos del mundo natural recurrían preguntándose si Dios había creado el mundo con palabras que todos podían conocer o con algoritmos matemáticos o con algún otro encantamiento. Los libros escritos por los hombres hablaban de todo eso, de constelaciones y nigromancias, de un ave pensativa posada sobre las ruinas de un navío, de ninfas, unicornios, de ciudades lejanas donde al atardecer se apagaban los gritos de los hombres, de demencias y olvidos. Y casi en los días de Cervantes, Sor Juana Inés de la Cruz, otra alma ansiosa, fue juntando en los gruesos libreros de su celda muchos libros, y si no los leyó todos al menos trató de comprender su variedad: ciencias sagradas y profanas, vidas ejemplares y otras no tanto, mitologías y viajes a la profundidad del alma, discursos filosóficos, versos antiguos, frustraciones modernas. Los libros no eran la continuación de la vida, fueron la vida misma.
2. Bibliotecas, registros, enciclopedias Pero la variedad de libros escritos por los hombres requería de una organización para ser distribuidos en una biblioteca y por esa razón se construyeron o se corrigieron los mapas bibliográficos conforme se repasaban los mapas de la memoria, pues la memoria del hombre culto era un reservorio de saberes ordenados y clasificados. Todo en el mundo existe para desembocar en un libro. Todo el mundo es legible, una incesante página que la mirada debe ordenar. Pero el orden de los libros y el orden de las cosas tienen el suyo. Adelantándose una docena de siglos a la famosa frase de Mallarmé que acabamos de citar, en el siglo viii, Isidoro de Sevilla escribió sus célebres Etimologías, un libro compuesto de veinte volúmenes en los que ponía al alcance de los hombres no sólo todas las artes y las ciencias —sagradas y profanas—, sino incluso todo lo que era dable observar en el universo físico y social o en los espacios domésticos. En esa obra de pasmosa variedad hay lugar para la teología y la jurisprudencia, la matemática y la música, la retórica y la gramática, la medicina y la historia, las artes marciales y el comercio como también hay lugar para una incesante información sobre la velocidad del cielo, el sonido del trueno, los gusanos, las piedras, los metales, los sepulcros, las naves, las comidas, las señales hechas con los dedos, los días de la semana, las telas de los vestidos, el lomo de los naipes, los aperos de labranza, los monstruos y los amuletos, en suma, todo lo que un hombre curioso o apasionado, un hombre necesitado de contar con las cosas y el saber de las cosas, pudiese requerir.
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Todo en el mundo existe para desembocar en un libro. Esta desmesurada y acaso desesperada lectura hecha por Isidoro de Sevilla no es el primero ni es el último intento de recurrir a un libro total que salvara a la civilización de toda forma de barbarie. Otros lo hicieron antes que él, sobre todo en tiempos más difíciles, y otros lo seguirían haciendo, seguirían buscando ordenar y retener la incesante vastedad de los haceres y saberes en los límites de la página legible. Entre 1751 y 1772 Denis Diderot y Jean le Ronde dʼ Alembert dan a conocer —no sin fuertes resistencias, polémicas y todo tipo de contratiempo— la Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, un exhaustivo y exigente catálogo sostenido por la pluma de los pensadores más representativos de la Ilustración francesa. En esta obra se da por terminado el pleito secular entre fe y razón a favor de esta última —aunque nunca se sabe— y se establecen las bases del pensamiento moderno, el pensamiento laico. Aunque también, hay que decirlo, esta celebrada enciclopedia confirma que, sagrado o profano, nuestra cultura sigue siendo la cultura del libro. La razón ilumina al mundo moderno y en él emerge la figura del intelectual como un héroe de la cultura. Más que producir conocimiento, el intelectual promueve la crítica del conocimiento y lo hace no desde una celda conventual, sino desde espacios públicos situados en el centro de ciudades centrales, pues la cultura ahora se administra desde las capitales del poder político. Movilizados por la Enciclopedia francesa, los diccionarios razonados comenzarán a replicarse en los ámbitos ocupados por una disciplina (sociología, derecho, historia, ciencias del lenguaje) y se sucederán los proyectos enciclopédicos. En los dos siguientes siglos cada lengua trabajada por la escritura promoverá la aparición de diversas enciclopedias temáticas y tendrá al menos una enciclopedia universal, de ésas que no dejan de crecer, pues siempre agregan apéndices, mapas, anexos, de modo que con ellas nadie pueda decir que ha consultado dos veces el mismo libro. Se diría, pues, que la enciclopedia recoge y nos ofrece todas las voces. Todas, salvo quizá la única que deseamos escuchar, la voz de quien dice: “A dónde te me fuiste/ Amado, y me dejaste con gemido.” Una enciclopedia no puede recoger esta voz (salvo convirtiéndola en objeto de estudio, esto es, domesticándola) pues, aun creciente, necesariamente recoge escrituras construidas con enunciados aseverativos, escrituras instaladas en el modo indicativo del verbo l (Continúa.) (El resto del ensayo está disponible en nuestra versión web, en www.jornada.com.mx)
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8 21 de abril de 2019 // Número 1259
EMILIANO
ZAPATA EL TIEMPO HISTÓRICO Y EL MITO
Con motivo del centenario de la muerte de Emiliano Zapata, aquí se hacen tres acercamientos críticos a la figura emblemática de la Revolución mexicana: el histórico, el literario y el plástico o cinematográfico, en el que se evocan las ideas de Antonio García de León (“Zapata es el poema terrible de la Revolución Mexicana”); de José Revueltas (Tierra y libertad); y el famoso grabado de Leopoldo Méndez, Emboscada y el filme Emiliano Zapata, dirigido por Felipe Cazals.
Gustavo Ogarrio ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
Escena 1. Emiliano Zapata, entre el arquetipo del caudillo y el silencio de la revolución COMO AFIRMA JORGE Aguilar Mora, la Revolución Mexicana “nos hizo entrar en otra historia y transformó la esencia de nuestras ideas”. Además, fue el punto de partida de otra narrativa, entendida por Antonio Castro Leal como la novela de la Revolución Mexicana, esto “para ofrecer al lector un amplio espectro de producción narrativa, publicado originalmente tanto en México como en el extranjero, en un período de más de treinta años, de 1915 a 1947” (Rafael Olea Franco, “La novela de la Revolución Mexicana: una propuesta de relectura”). Comprensión narrativa de la historia y de las experiencias concretas que recién ocurren; atracción trágica de la fatalidad relatada; enigma de la condición humana vuelta guerra y revolución; narradores realistas que se funden con ficciones sociales; comprensión contradictoria y torrencial de la voluntad humana; presagio y tópica del horror anti-tiránico; la desesperación y las utopías de un “pueblo” que adquieren cierta unidad de sentido y también una representación narrativa de su propio drama en esas voces colectivas que son el sustrato de muchas de las novelas de la Revolución. Pese a su voluntad de interpretación específicamente novelesca, este tipo
de relato también puede ser comprendido como un cruce de géneros literarios, una amalgama de modos de narrar en el que la revolución se transforma en el universo político casi absoluto: “reportajes literarios” y “crónicas de la actividad revolucionaria”, como le gustaba decir a j. s. Brushwood, que definen la complejidad narrativa de estos textos con intenciones artísticas, realistas y sociales, pero también testimoniales y autobiográficas. Bajo el prejuicio de que las primeras novelas de la Revolución obedecen más a la prisa realista que a la pertinencia estética, “poco preocupada por el estilo”, su conformación poético-narrativa oscila entre el registro de los hechos en clave de realismo social y la formación de la “memoria épica de un pueblo”, tal y como lo presenta Roberto Suárez en su antología. También conviene interpretar estos textos como prácticas narrativas sumamente heterogéneas con dimensiones periodísticas y testimoniales que configuran mundos violentos, pero también utópicos, articulados siempre a la referencialidad directa e indirecta de las revoluciones mexicanas, en plural, el objeto múltiple de su representación artística. Sin embargo, todavía la Revolución Mexicana es un largo rumor que va dejando silencios y voces a medio decir. Quizás su secreto mejor guardado siga siendo la figura de Emiliano Zapata: en él se confunden el tiempo histórico y el mito; la construcción historiográfica de su imagen de “caudillo” en abierto antagonismo con la magnitud social y política de las luchas agrarias, campesinas, indígenas,
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Arriba: Emboscada, Leopoldo Méndez. Abajo: Imagen del filme Emiliano Zapata de Felipe Cazals
deras agrarias, también le sustrajo a sus posibles cronistas e historiadores. Pero si la historiografía nos ha escamoteado casi toda la historia social de los movimientos agrarios posrevolucionarios, sustituyéndola por la biografía política y económica del agrarismo de Estado, esto no quiere decir que la lucha campesina se haya suspendido” (Armando Bartra, Los herederos de Zapata). Zapata: enigma social que no tuvo la atención narrativa que se le prestó a Pancho Villa, por ejemplo; quizás porque no hubo un narrador testimonial tan cercano y fiel como lo fue Martín Luis Guzmán para el villismo, que pudiera registrar, con esa profundidad que se mece entre la novela y la crónica, tanto la anécdota directa de su vida revolucionaria, así como su fatal “fiesta de las balas” con “proezas de segundo orden… que se antojaban más verídicas” y las que, a juicio de Martín Luis Guzmán, “eran más dignas de hacer Historia”; en ese juego narrativo de “espejos contrapuestos”: “Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro –y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban entre sí– que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos, después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de Villa?”
Escena 2. Una conversación imposible: Emiliano Zapata, Ricardo Flores Magón y José Revueltas
cuya herencia y legado se disputan los gobiernos y los movimientos sociales armados. Zapata es el poema terrible de la Revolución Mexicana –Antonio García de León dixit– que se resiste a ser captado definitivamente por la inmovilidad del bronce conmemorativo. Un péndulo que va de los silencios de la revolución, tal y como los concibe el mismo Aguilar Mora, a los relatos históricos concentrados en lo estrictamente biográfico, marcan las posibles interpretaciones de la figura de Emiliano Zapata
en los 100 años de su asesinato, el 10 de abril de 1919. Pero la biografía no puede sostener por sí misma a la historia ni tampoco a sus narrativas, acaso es un punto de partida. La revolución agraria de Zapata no es estrictamente suya; es una construcción social y política de larga duración, un relámpago que resquebraja las narrativas oficiales y que avanza en las nuevas luchas por la tierra, el territorio o contra el extractivismo: “El Estado surgido de la revolución no sólo arrebató al movimiento campesino las ban-
PARA EL HISTORIADOR Francisco Pineda Gómez, el año de 1915 fue decisivo en lo que se refiere al desmoronamiento del viejo orden, pero también en la articulación ideológica de los ejércitos revolucionarios: “El ejército de los campesinos revolucionarios, Ejército Libertador, ocupó la capital de la República durante los meses de mayor enfrentamiento —desde el 24 de noviembre de 1914 hasta el 2 de agosto de 1915, con algunas semanas de interrupción— y se abrieron otros horizontes posibles para la nación insurrecta: alianza de la revolución del sur y la revolución del norte, unidad de los pobres del campo y los pobres de la ciudad, al mismo tiempo que un estrechamiento mayor, territorial, entre el magonismo y el zapatismo” (Ejército Libertador. 2015, Ediciones Era / Conaculta). ¿Desde qué punto de vista el zapatismo es también este horizonte abierto de la insurrección campesina e indígena y no una rebeldía estrictamente personal de Zapata? Para Francisco Pineda, es preciso estudiar a Zapata y al zapatismo como una espiral histórica que va más allá de lo regional, una fuerza ideológica y militar que se expande en el espacio y en el tiempo, en “una perspectiva que rehúsa seguir la línea de achicar al zapatismo; de reducirlo a su limitada área de Anenecuilco; es decir, se rechaza ubicar el conflicto en un solo terreno, para llevarlo al del contrario. Resultaría impertinente la historia de la guerra sin el opuesto. Además, el zapatismo es confluencia y enfrentamiento, no se le puede concebir inmóvil y unilateral” (La irrupción zapatista, Ediciones Era). En El compadre Mendoza, Mauricio Magdaleno narra el nacimiento de cierto oportunismo “empresarial” (“compra y venta de todo cuanto necesitaban los rebeldes”), encarnado en Rosalío Mendoza, que negocia su sobrevivencia con los bandos revolucio-
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narios antagónicos entre sí: “por igual le estimaban la gente de Zapata que los del Gobierno”. La figura del zapatismo es todavía “la sombra de esas masas blancas”; un “Viva Zapata” que se escucha en los estertores de su lucha territorial y que se confunde con “el hociquear de las bestias”. Se podría decir que una representación narrativa del zapatismo más profunda se dará en el mediano plazo; quizás en textos como El luto humano (1943), de José Revueltas y en el que se despliega un juego de espejos contrapuestos y complementarios entre Zapata, el pueblo y esa Revolución Mexicana que para Revueltas “parecía no saberse a sí misma”: “Zapata era un general del pueblo, completamente del pueblo. Ignoraba dónde se encuentra Verdún. Durante la guerra del 14 creyó, según se cuenta, que los carrancistas, sus enemigos, estaban atacando Verdún. Zapata era del pueblo, del pueblo puro y eterno, en medio de una revolución salvaje y justa. Las gentes que no ignoraban lo que era Verdún, ignoraban, en cambio, todo lo demás. Lo ignoraban en absoluto. Y ahí las dejó la vida, de espaldas, vueltas contra todo aquello querido, tenebroso, alto, noble y siniestro que era la revolución.” Sin embargo, uno de los textos sobre Zapata y sobre el zapatismo más complejos en su representación narrativa será el guión cinematográfico Tierra y libertad (Obra varia II, Ediciones Era) escrito probablemente entre octubre y noviembre de 1960, también de José Revueltas. Nunca fue llevado a la pantalla. Para Revueltas, el cine debía su autonomía artística a la “fusión de valores encontrados” y a una notable velocidad de “media centuria para encontrar sus propias leyes autónomas y convertirse en un modo específico de expresión estética”. Es así que en el guión sobre Zapata y el zapatismo, Revueltas graba en las mismas pautas de las escenas y de las secuencias el arte narrativo que representa el trágico nacimiento simbólico del zapatismo, el asesinato de cinco reclutas que caen abatidos con tiro de gracia por las fuerzas federales: “A cinco y diez metros de distancia uno de otro pueden verse sembrados los cadáveres de los cinco reclutas en la orilla del camino. En el segundo término, alejándose al galope en una nube de polvo, el escuadrón federal se pierde a la distancia […] El pueblo de Anenecuilco conduce a sus cinco muertos hacia el atrio de la iglesia, donde serán velados esa noche. Los cadáveres son llevados a cuestas en angarillas que se han preparado para cada uno con ramas y mecates […] El pueblo de Anenecuilco se ha reunido en el atrio de la iglesia, al amparo de ondulantes antorchas, para velar a sus muertos. El espectáculo tiene la patética hondura, la crueldad estrujante y sarcástica de un dibujo de Clemente Orozco. Las grandes teas rompen la oscuridad como manchones dispersos y movibles, luego se reflejan sobre los rostros dándoles a éstos la condición de una segunda máscara movible y gesticulante.” Es también en este guión de Revueltas que se articula la acción zapatista con el pensamiento político y social del magonismo, siempre con un tono que va de este golpe trágico de vista en el que se funden el pueblo y Zapata, a una narración casi de epopeya zapatista que quizás se deba a una estrategia de narración cinematográfica didáctica para transmitir la formación ideológica del zapatismo, así como su apropiación anarquista-magonista de la consiga “Tierra y libertad”. No es ninguna casualidad que el guión termine en una escuela. Revueltas monta una escena imposible: el encuentro entre Zapata y Ricardo Flores Magón, gracias a la mediación de Otilio Montaño, como se puede leer en uno de los diálogos: “montaño: Tú has de ser Emiliano Zapata, del que me dijo Gabriel Tepepa que vendría… Has tenido la honra de esperar junto a uno de los más puros y más
grandes luchadores del pueblo mexicano. [Señala hacia el desconocido] ¡El licenciado Ricardo Flores Magón!” Zapata ya había conversado con Flores Magón antes de la llegada de Montaño. Flores Magón le pide opinión a Zapata sobre el célebre manifiesto del que saldrá la consigna y el programa ideológico de “Tierra y libertad”. Revueltas articula imágenes de baja intensidad realista con una ficción cinematográfica que a través de un ensueño trágico le dicta a Cirila, quien duerme junto a Zapata en la víspera de su asesinato, las palabras imposibles, el presagio bajo el cual Zapata y el zapatismo alcanzan en el guión de Revueltas una fusión entre historia narrada, ensoñación y mito: “¡No vayas a Chinameca, Emiliano…! ¡No, no vayas… me late que ahí te han de matar…!”
La Revolución Mexicana es un largo rumor que va dejando silencios y voces a medio decir. Quizás su secreto mejor guardado siga siendo la figura de Emiliano Zapata.
Ilustración: Rosario Mateo Calderón
Escena 3. “No vayas a Chinameca”: iconización de la muerte de Zapata EL ASESINATO DE Zapata es una de las imágenes de mayor poder evocativo en la plástica, en la historiografía y en el cine mexicanos.Desde el célebre grabado de Leopoldo Méndez, Emboscada, hasta la escena más bien despojada de cierta verosimilitud narrativa en la película Emiliano Zapata, dirigida por Felipe Cazals y producida por Antonio Aguilar, la muerte de Zapata es un desafío narrativo. En este sentido, quizás también debemos a José Revueltas y a su guión Tierra y libertad una de las representaciones más afortunadas de este pasaje. Revueltas decide no hacer una narración directa del asesinato de Zapata. La simbolización de la muerte de Zapata fluctúa entre la escena inicial del caballo alazán que marcha orgulloso sin jinete, con el “cuerpo de un hombre” amarrado a la silla, un hombre del cual no se puede saber la identidad, “no se podría decir de qué hombre se trata”, y la ensoñación premonitoria y trágica de Cirila. En la narración cinematográfica de Revueltas, a Zapata nunca se le ve que vaya a Chinameca; así, queda suspendido para siempre entre la historia social del zapatismo y el mito de su improbable muerte l
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CANTAR EN EL ALTAMAR DE UN RÍO El río sin orillas. Antología poética 1979-2014, Eduardo Mosches, foem , México, 2018.
Andrés Cisneros de la Cruz ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
CONSTRUIR DESDE la obra que es la vida y traducirla al códice poético es sustancial para Eduardo Mosches, que en esta antología poética nos comparte un navegar que, al modo de Arnold Hauser, transita del presente hacia el eterno origen, parecido al “viaje a la semilla”, de Alejo Carpentier, donde con ojo histórico el poeta amplía el horizonte de su trabajo hasta Los lentes y Marx, su ópera prima, publicada en 1979, diamante angular de sus enfoques. El poeta que es plural habrá de contar los ciclos, cantar sus vueltas, sonar la veta de un árbol memorioso, vinil de otro siglo que ahora se vive clásico, y nos ayuda a entender y presenciar el motor ontológico de sus personajes: personas que han circulado en ese caracol que también es laberinto y nación elegida. Más que el exilio, el viaje. Ostracismo de sí mismo, el también editor, nacido en Argentina en 1944, pero mexicano por convicción, hace del erotismo un cuerpo que explora el valor comunal. Es decir, la caricia como un medio para construir, la mirada un riesgo para exponer. Observa cómo
crece su ser cual letra de molde que tiende a cursar el blanco a través del telar del poema, que ejerce cual tinta roja, si vida o protesta; tinta negra, si reflexión o melancolía. Para Mosches la notación es parte de la crónica de la propia voluntad del deseo en la piel. El creador para él se presenta cual revelador que deshila un cauce, y el río sin orillas es aquel humano que nada al centro del río (…o es arrastrado o flota o trata de atravesar, transversar) volcarse horizontal al cruce: puente o túnel ejerce un modo singular de hundirse y repuntar, atravesar las corrientes. Esta antología que reúne fragmentos de su poética desde 1979 a 2014 es una diagonal constante, remolino que vuelve a un centro que no le permite ver la orilla; río inmenso que dejó hace tiempo la “playa” ´primigenia de la que partió, donde Doris Lessing le miraría a través de las grietas junto a los hijos e hijas que parten a buscar el otro lado, la otra parte del principio, el fin de ese mar que comienza: río desde el que no se mira la otra orilla, hasta que de pronto la tierra a lo lejos es un espejismo, porque no se llega sino a la muerte. El río sin orillas es una metáfora caudalosa de la vida, una noticia total de lo que no deja de moverse. La realidad, de colores inigualables, pareciera para Mosches un tránsito que culmina en una experiencia estética y revela constante la duda cual misterio. Viajero que es una botella en el mar, es inherente el naufragio del encuentro en sí. Lente u ojo, historia o materialismo, el poeta es el que flota: un nadador a mar abierto. Porque en este río todo es mar, principio y fin. En 1979, Eduardo tenía treinta y cinco años. Una juventud previa a la fundación de la revista Blanco Móvil, que está por cumplir treinta y cuatro años. Una vida, después de una vida. La madurez de un joven que ya había dejado por ahí la piel en el capullo en alguna rama. Y el fruto de alas, el ánima que es carne, es un libro de grecas naturales para narrar fragmento de una historia al viento. El río sin orillas pregunta qué clase de ateo es este dios creyente de lo humano. El viviente raso, el peón de cada día que se alegra con el sol y la existencia de sus congéneres compartiendo el pan, la carne, el vino y el agua. La música como una isla en la que puede escucharse a las sirenas poéticas de las generaciones. Poeta coloidal, porque busca en la belleza de todas las lenguas y todas las artes. Hay en la práctica de Eduardo Mosches una “llama que se convierte en aquello que la domina”.
El susurro del fuego es la “escritura que parece lumbre oscura”. La noche en la tinta, la masa que sostiene las estrellas, lumbrecillas en el más allá de este espacio sidéreo. Y ahí se permite ser crítico de las sectas que dirigen a través de sus poemas a las congregaciones inasibles de su cerco. O las que con altar convocan a enaltecer un predio con todo y sus torres inmensas. “Vida y muerte a través de un embalsamador mítico”; la claridad con que expone el oficio de poeta no como algo total, sino cual ser que cuida: guardián de los saberes y transfigurador: conductor de almas. Para Mosches la idea de composición de los elementos es la constante mezcla, donde los elementos hablan desde el interior de otro elemento. Y el lector puede observar cómo la tierra mira al agua y se vuelve lodo, o el aire al lodo y lo vuelve polvo, ningún elemento es puro en sí, sino en su estado abstracto, una vez en el cuerpo obedece a su alquimia de volver el agua en sangre, la tierra en minerales, el viento en gases. Y lo maleable, lo que está todo el tiempo trasmutado, se hace evidente. La alquimia que se percibe en una síntesis sintáctica. Y el río sin orillas evoca a un cuadro impresionista con tildes de expresionismo bélico. El maná del guiso es ansia crucial, un suspiro al fondo de la hoguera que chispa un sol. El río sin orillas, de Eduardo Mosches, es un libro que camina a la velocidad a la que se mueven las cosas, donde el movimiento o el tiempo son lo mismo, respecto al eje de lo que es una forma en sí. Tiempo de agua, fruto de agua, agua anegada de agua, así el conducto de la forma humana es más allá del cuerpo, lenguaje. Energía en renovación que gira sobre su propia rueca, y su lectura de los astros, una constelación poética que rima en los cuerpos. El sorprendente imán de una poesía de carne y hueso que hace su brecha cual estela de un barco que cursa el universo
FE DE ERRATAS Por un lamentable error, en el número anterior (1258), la entrevista con Elena Poniatowska aparece indebidamente atribuida a una coautoría. En realidad, dicha entrevista fue realizada de manera exclusiva por Jéssica Levín González. Ofrecemos una disculpa a la autora
y a nuestros lectores.
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VIÑETAS DE HORROR Y FANTASÍA Anímula. Historias diminutas soñadas por Madame Vulpes, Miguel Lupián, buap Ediciones, México, 2018.
Vanessa Téllez ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
LA PRIMERA ADVERTENCIA es que, no obstante el título del libro, no se trata de historias diminutas, al menos no en el sentido literal de la palabra, y esa es la principal cualidad de Anímula. La segunda advertencia es que si lo que usted quiere es horror, este libro es para usted; claro, sólo si es capaz de llegar hasta el final. Aunque el título da una idea de lo que el lector habrá de leer a lo largo de más de cien páginas, nada en este libro es lo que parece. Las ochenta y seis historias presentadas, a manera de viñetas, microficciones o relatos, exploran un experimento literario que Miguel Lupián, su autor, ha sabido desglosar en función de la voz que cuenta. A ratos pareciera que el lector encontrará en Anímula una suerte de diario o confesión continua; sin embargo lo que parece ser la voz principal, cambia de tono permitiendo disfrutar otros lenguajes y atmósferas más abrasivas. El autor entiende que el horror no necesita sobreescribirse, y menos aún requiere de exceso de palabras que expongan el tono de la historia. El horror de Lupián acontece abrazado por la higiene de oraciones precisas, exactas. La economía del lenguaje en Anímula se agradece porque permite al lector concentrarse en lo más importante, que es la historia. La capacidad narrativa de Lupián queda de manifiesto en diversos relatos, por ejemplo “El pasadizo”, historia que en sólo cuatro líneas remarca con agilidad los contornos de lo fantástico, o “Un nuevo hogar”, microficción que en cinco líneas logrará que a más de uno le resulte imposible dormir. Otras historias, como “Los libros perdidos”, “Alma” o “El jardín de la fertilidad”, no dejarán impasible al lector por los temas tratados y la reiteración de que lo fantástico demanda evitar el abuso de recursos, así como el justo empleo y ubicación de sus elementos característicos. El horror en las historias de Anímula va de menos a más, partiendo de lo que en apariencia ordinario pero más tarde se vuelve juglaresco y folclórico. Historias como “El trabajito” juegan con la idea de la brujería o la magia como métodos de catástrofe
individual; por su parte, el relato titulado “Gula” extrae las posibilidades del pecado capital llevado al extremo. Anímula es una opción para aquellos que buscan adentrarse en la literatura, o bien conocer las líneas que atraviesan lo fantástico y el terror mexicanos. La aparición de elementos como hombres lobo, vampiros o la inabarcable y enigmática Babel no es copia literal del imaginario, sino afortunadas reinterpretaciones que reiteran las posibilidades del autor de tomar prestados elementos imprescindibles del mundo fantástico, aportando su propio estilo y visión. Las voces empleadas, se anticipa, provienen de una educación sentimental reconocible en autores germinales como Amparo Dávila, Emiliano González e incluso Edgar Allan Poe. Lupián ha tomado como propios a dichos autores y ha armado en función de sus necesidades las atmósferas que formaron el principio del horror. Dichas voces, que transfiguradas y asimiladas son las que destacan en Anímula, provienen del reconocimiento diario, de la observación cotidiana, del punto de quiebre en que un elemento, orgánico o no, trasciende los márgenes de lo normalizado y atenta contra el personaje. Lupián asume que la esencia del horror no va de la mano de un grito, sino de la reflexión que una circunstancia provoca en el ojo que la mira
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En nuestro próximo número
FESTIVAL INTERNACIONAL DE LA IMAGEN ( 2019) fini
Arte y pensamiento
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Las rayas de la cebra / Verónica Murguía
Para Armando Vega Gil, in memoriam Como el chinito NOMÁS MILANDO. Cada vez más afantasmada: no tengo redes sociales y carezco de las nociones más elementales acerca de cómo usarlas. Por eso, aunque soy feminista, no participé en el #MeToo. No sólo porque no tengo twitter. Supongo que también cuenta que, como a muchas de mi generación, ni se me ocurre hablar de mi pasado con nadie que no sea cercano. La catarsis colectiva me queda lejos, sobre todo si ocurre en un espacio tan engañoso como la internet. Después de la muerte de Armando Vega-Gil, quien era mi amigo y a quien quise mucho, me tiré un clavado en la red para tratar de entender qué había pasado. Quedé tristísima y hastiada. El twitter me pareció una herramienta limitada para la discusión seria y perfecta para el chiste fácil, el bullying y los epigramas más brutos. Leí opiniones toscas e ignorantes sobre temas tan delicados como el suicidio, la calumnia, la amistad. Una lectora que juzgaré como poco avezada para no caer en descalificaciones, aseguró que la temática de la última novela de Armando le había revelado su culpabilidad. Al leerla me puse roja de ira y me alegré de no tener twitter, porque me hubiera enfrascado pasionalmente en una dis-
cusión inútil. Hubo gente que cuestionó a Lydia Cacho, a quien considero una de las mejores periodistas que hay, por escribir que estaba triste por la muerte de Vega Gil. Como si tuvieran derecho a pedirle cuentas a ella por ser una amiga leal. Me hice mil preguntas sobre la obligación de creerle a alguien por el solo hecho de ser mujer, porque la verdad es que he conocido tantas mujeres mentirosas como hombres. Por supuesto sostengo que hay que escuchar con el doble de atención a las mujeres, porque históricamente ese simple derecho nos ha sido negado, pero la confianza se gana, no se da por decreto. Afirmar que todas las mujeres dicen la verdad está peligrosamente cerca de afirmar que todas son santas. Eso sería repetir la mitad de la taxonomía que tanto daño nos ha hecho: o santas o putas. No me detendré aquí a señalar lo que, según yo, son equivocaciones. Ya se verá. La naturaleza del twitter se presta para la forma, espero que inicial, del movimiento, pero su inclusividad es un arma de doble filo: al lado de muchas denuncias legítimas se colaron mentiras —leí el tweet de una mujer
"Botellita de jerez"
que decía que alguien estaba usando su nombre para calumniar a su ex marido—, crueldades e imprecisiones. Ahí está todo, para quien tenga ganas de leerlo. Por supuesto creo que el #MeToo es la expresión de una necesidad impostergable: la de sentirnos seguras. La triste verdad es que muy pocas se sienten seguras, más allá de la violencia, del temor a ser una víctima, un número que engrose las estadísticas en el país de la impunidad. Yo, al menos, no sé de ninguna. La violencia nos cerca y nos impide el libre acceso a los espacios públicos, a la libertad sexual, a la educación —de cada diez analfabetas mexicanos, seis son mujeres—, a la salud. Y la salud de las mujeres está inextricablemente vinculada con la de los niños y, con frecuencia, a la de los ancianos. La violencia económica y la desigualdad laboral nos dejan exhaustas. Todas trabajamos más por el mismo dinero que ganan los hombres, luchando por los espacios y contra los prejuicios. En esto, la 4t ha sido, hasta ahora, más motivo de alarma que de esperanza. No me extenderé aquí sobre mis miedos, sobre lo que me pregunto acerca de las iniciativas del presidente relacionadas con las estancias infantiles y los refugios para las mujeres violentadas. Decir que no las entiendo es poco: me han dejado sin sueño, trémula. Yo voté por amlo porque, entre otras cosas, esperaba que apoyara a las mujeres, que falta nos hace. Por eso espero que #MeToo desborde la internet y salga a las calles, a los espacios públicos, que se organicen marchas enormes. Ahí estaré, entonces. Dispuesta a caminar hasta donde sea necesario
La otra escena / Miguel Ángel Quemain
quemainmx@gmail.com
Prehistorias críticas de la escena mexicana Los payasos, poetas del pueblo, de Armando de María y Campos, bajo la edición, apostillas y selección iconográfica de Sergio López Sánchez (inbal/citru, 2018), es una crónica de costumbres, la bitácora de un etnólogo de las artes escénicas, una anticipación del ejercicio periodístico de largo aliento que podría caracterizar al periodismo cultural contemporáneo, el borrador de una historia de la escena popular en México elaborada con toda una suerte de pedacería (desde programas de mano, poemas, notas periodísticas, declaraciones, encuentros, entrevistas de banqueta, de café, de camerino, entre otras) que constituye un paisaje cultural que se completa con una aguda recolección de lecturas de época, clásicos obligados y libros raros, hoy inconseguibles. A esa miscelánea se suma el rigor y la acuciosidad de Sergio López Sánchez, que ha puesto al día este documento extraordinario de uno de los críticos pioneros de la escena mexicana, de amplios registros culturales y sociales, por lo tanto capaz de meter bajo el término “Payasos” todo un universo teatral, escénico, musical, plástico y decorativo (en el sentido francés). Empezaré por el final, porque la herramienta que construyó Sergio López Sánchez es notable por su nobleza y compromiso. Lo que se guarda el
investigador es la oportunidad de una indagación mayor y proliferante sobre el género. Organizó un conjunto de apéndices francamente útiles, que hacen de esta publicación un conjunto de libros reunidos de distintos calibres. Destaca el carácter antológico que le da a diversas visiones del espectáculo en México, a través de un conjunto de escritores imprescindibles que apenas comprenden lo que están viendo, algunos encuentran formas de decadencia en el espectáculo popular; otros, un conjunto de espacios públicos en tránsito, en franca metamorfosis, en donde les cuesta mucho trabajo “ver la teatralidad” que será raíz para los movimientos teatrales posteriores a la Revolución mexicana, en el México ya constitucional. Refiero aquí el conjunto de textos: “El payaso”, de Francisco Zarco; “El mudo de la tranca”, de Fernando Orozco y Berra; “El colmo del terror: el prodigioso Adolfo Buislay” y “El salto Léotard”, así como “Nombres y asuntos que no deben andar en boca de payasos”, de Ignacio Manuel Altamirano; “Una maroma en tierras potosinas”, de José Tomás de Cuéllar; “Una función mixta de circo, maroma y teatro”, de Manuel Bonilla, “El gran paseo de la retama”, de Guillermo Prieto. Muchos tienen rasgos conservadores a la luz del presente, pero
también develan una mirada civilizatoria sobre un género y un oficio transgresor por excelencia. La última parte se titula “Apostillas a los Payasos, Poetas del Pueblo” (con mayúsculas). Incluye un glosario de términos escénicos y circenses bastante original y formativo, sin perder oportunidad de designar la actualidad. El segundo apartado es una guía de cafés, calles, circos, paseos, patios de maroma, plazas, teatros y otros lugares públicos mencionados en esta obra, con la indicación de su ubicación en la nomenclatura actual (2017) de Ciudad de México. Un mapa fascinante para los organizadores de visitas guiadas. Por último, el apartado “Fuentes complementarias” es un recuento de archivos y las colecciones documentales, que muestra el rigor en el uso documental de primera mano. El acceso a las colecciones de Nácar y Perla de Maria y Campos muestra la confianza en el investigador para ofrecerle un acervo de difícil acceso y sin custodia oficial. En cuanto a la bibliografía, tendríamos que pedirle a López Sánchez la localización de este conjunto indispensable para los estudiosos del circo. Aunque tal vez para esta investigación no sea del todo pertinente, la exhaustividad de los recursos en nuestra lengua invita a puntualizar otras indagaciones principalmente en italiano, francés, inglés y alemán (lenguas en las que abundan las referencias a textos históricos, teóricos y testimoniales sobre el circo), que complementarían este estupendo recuento
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Arte y pensamiento
Prosaísmos/ Orlando Ortiz
El 27 de abril… LO RECONOZCO, el nombre es raro para una columna, a menos que le añada de 1867, y sería más claro el sentido si puntualizo que se trata de lo ocurrido en Querétaro. Me temo que incluso así la fecha no les diga nada, o crean que se trata de alguien que andaba en vacaciones de Semana Santa, visitando edificios y tal vez la iglesia o convento o monasterio (perdonen mi “falta de cultura” religiosa) de la Santa Cruz, ése donde crecen unas espinas en forma de cruz. No, ni siquiera sé si era Semana Santa, pero sí que en esa fecha la ciudad estaba sitiada por las fuerzas republicanas, cuyos embates resistían las tropas imperialistas al mando de Maximiliano. El desenlace es bastante conocido: triunfó el ejército republicano, fueron aprehendidos Maximiliano, Miramón y Mejía, y después de ser juzgados se les pasó por las armas en el Cerro de las Campanas. El a veces menospreciado (por críticos acostumbrados a sacar de contexto obras y autores) Ignacio m. Altamirano escribió un texto titulado precisamente “El 27 de abril en Querétaro”, en donde plantea que, desde su punto de vista, ese episodio no había sido analizado y narrado de una manera sensata y completa, y aclara que “los historiadores que han hablado de ese sitio memorable no han sido inexactos al referir las acciones de ese día, pero sus datos han sido diminutos”. Creo que habría sido más adecuado utilizar la palabra
“incompletos” a la de “diminutos”, pues al hacer la revisión de las obras más serias que abordan la cuestión, menciona a don Juan de Dios Arias, a José María Vigil y al doctor Juan b. Hijar y Haro, y destaca que “el que más se acerca a la verdad y da mejor idea del cuadro de batalla y de las peripecias de ella es, me complazco en reconocerlo, Alberto Hans, ex subteniente de la artillería imperial...” En la revista que hace de los autores mencionados, citando incluso párrafos y páginas, observa que los relatos son justos pero abarcan sólo una parte de lo complejo que fue el sitio de Querétaro y las batallas que se libraron para conseguir vencer a las fuerzas imperialistas. Reconoce la autoridad y seriedad de los autores, que utilizaron fuentes directas y datos oficiales, pero considera que en todos los casos la información es incompleta, pues reporta los hechos de un sector del sitio y deja de lado lo ocurrido en otra parte. Altamirano apunta que no desea replicar, sino sumar a la información anterior su propio relato, partiendo de dos grandes ventajas: que fue testigo y tomó parte en los combates, y además posee el manuscrito original del Diario de operaciones de Miramón, así como los planos de las batallas elaborados por los ingenieros del lado imperialista. “Con ellos y mis apuntes particulares escritos inmediatamente después de los acontecimientos”, y también los recuerdos todavía frescos, reconstruirá lo ocurrido. Recordé este artículo extenso de Altamirano porque un viejo amigo me preguntó si en algo que escribí me había confundido y en lugar de “mili-
tantes” había escrito militares, al opinar que antes hubo escritores y periodistas que no solamente habían sido críticos combativos sino que también se habían desempeñado como militares. Le respondí que no me había equivocado, y bastaba recordar a Vicente Riva Palacio, jefe de los chinacos que combatieron a los franceses, y a Altamirano, ese autor de Navidad en las montañas que ha sido tan cuestionado. Lo remití al texto mencionado para que se convenciera de que no solamente había sido testigo del sitio. En esas páginas nos relata acciones militares, cargas de caballería dirigidas por él y cómo, cuando hablaba con varios generales y oficiales, cerca de una batería, una bala de cañón pasó cerca de ellos, “llevándose la cabeza de uno de los sargentos, un brazo y parte del hombro del otro que se llamaba Tlatempa...” Cuando se despejó el humo y el polvo levantado por el proyectil, “... nos vimos y estábamos todos salpicados de sesos, de trozos de carne y de sangre...” Ignacio m. Altamirano, como se ve, fue más que un simple cronista o testigo Ignacio Manuel Altamirano
Monólogos compartidos/ Francisco Torres Córdova ftorrescordova@gmail.com
El hacedor ENTONCES A LA ORILLA, o tal vez un poco más allá, un poco más adentro, apenas con un sesgo. Camina despacio en medio del tumulto y el asedio de la prisa, o se sienta en el borde de su cama de pronto desprendido del sueño o la vigilia, se pierde en la terrosa madrugada de una mesa en un café, en una banca de parque o sanatorio, o entre los áridos enseres de su empleo, y se queda secretamente quieto y nada más, a ver si logra centrar en la distancia la plomada de su ser. Hace silencio como quien hace adobes para levantar un muro y que el muro haga lo suyo con el viento, el más fuerte o más pequeño, y sople el eco de las cosas por el otro lado donde están, en el chasquido que hace su humedad detrás de la sed rutinaria de sus nombres, en la gravedad que las asienta, en la altura que Juan Manuel Roca
alcanza su relumbre. Eso oye y se aparta adentro y afuera, y eso mismo lo devuelve a lo demás con los demás y a la vez lo pone de canto al horizonte de su tiempo en el planeta, ahí donde el todo con la nada afila su perfil. Pero el ruido es arduo y altanero, se enquista en los pliegues minuciosos del oído y se ata al pensamiento y no lo suelta, o enrosca en el cuello del alma su collar de cascabeles y espejitos, de consignas, sonsonetes y estribillos. El silencio, como el sueño y otras ciencias en la orilla, es materia delicada: con un leve roce de estridencia se contrae y se escabulle, se mezcla y se confunde, se hace garabato en el aire o se empantana y endurece. Ya no dice porque ya no oye. Y si nadie insiste y calla, se abisma en sí mismo y no responde. Para que vuelva y abra sus bocas nuevamente, camina el hacedor por otra o la misma calle más despacio, o en otra o la misma banca se queda más sosiego y más atento en medio del barullo. Lentamente dice entonces una a una las vocales de su lengua, para empezar desde el principio cada vez, para buscar en la voz la inocencia inicial de la palabra, y hundirse poco a poco en una blancura de papel con resplandores negros, mínimas virutas de grafito y luz en esa íntima intemperie que desata resonancias y peligros, una caricia que fue o que sería por ejemplo, una sonrisa de hiel, una mentira que desnuda, una verdad que no burla su decreto. Pasan horas que no cuentan, que son años o semanas en su vida con el sesgo descalzo para él, con
la nuestra entre nosotros, con nosotros si somos o fuimos y si no, en la espiral de lo posible, en lo que no será y es o debería sólo por decirlo. “La realidad poética no es sólo la que hay, la que es; sino la que no es; abarca el ser y el no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás. El poeta saca de la humillación del no ser a lo que en él gime, saca de la nada a la nada misma y le da nombre y rostro” (“Pensamiento y poesía”, en Filosofía y poesía, María Zambrano.) Por hacer adobes con el viento para oírnos en el mundo, parece que el poeta algo mira y más bien algo le devuelve la mirada; parece que calla ensimismado y es la realidad que suena y se le encima, y nos la dice entonces tal como el silencio luego se la dijo a él: “Tras escribir en el papel la palabra coyote/ Hay que vigilar que ese vocablo carnicero/ no se apodere de la página,/ Que no logre esconderse/ Detrás de la palabra jacaranda/ A esperar a que pase la palabra liebre y destrozarla./ Para evitarlo,/ Para dar voces de alerta/ Al momento en el que el coyote/ Prepara con sigilo su emboscada,/ Algunos viejos maestros/ Que conocen los conjuros del lenguaje/ Aconsejan trazar la palabra cerilla,/ Rastrillarla en la palabra piedra/ Y prender la palabra hoguera para alejarlo./ No hay coyote ni chacal, no hay hiena ni jaguar,/ No hay puma ni lobo que no huyan/ Cuando el fuego conversa con el aire” (“Poética”, en De parte de la noche, Juan Manuel Roca.)
Arte y pensamiento
LA JORNADA SEMANAL 21 de abril de 2019 // Número 1259
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Bemol sostenido/ Alonso Arreola @LabAlonso
Ecos del Nilo (ii y última)
ALLÍ ESTÁ ELLA, orgullosa e incólume en el bar de un hotel de Alejandría, cantando el larguísimo repertorio de los jueves para unos veinte clientes separados en grupos de dos, cuatro y hasta seis hombres. Porque todos son hombres, claro. Hombres que, a juzgar por las bebidas que sostienen en sus manos y el entusiasmo que demuestran, no son de los que observan las leyes del Corán. Y que no se nos malinterprete. Tampoco es que se sienta un ambiente de riesgo. Sólo es un tanto pesado. Digamos que no es sitio para las mujeres normales que por la calle se cubren todo menos el rostro. Su acompañamiento musical es un pequeño reproductor tipo karaoke, así como un colega con quien alterna o canta a dúo midiéndole el pulso a la noche. Es una valiente esta mujer, pensamos. Es objeto de deseo en tierras que la juzgan y estigmatizan particularmente. Es fácil deducirlo. Pero el Mediterráneo la respalda tras los ventanales y, aunque no alcanza una virtud suficiente en su despliegue técnico, el repertorio que aborda es de una complejidad que haría temblar a muchas gargantas en bares de Occidente. Nos referimos a canciones que equivaldrían aquí a las de… Dulce, Amanda Miguel, Yuri, Rocío Banquels o Maricela, probablemente, pero que allá exigen una técnica y destreza mayores por la sola estética de su origen. Parece una idea ociosa, lo sabemos, pero nos ocupó
un buen rato pues hay culturas que inevitablemente generan maestría al paso de centurias, incluso en sus expresiones más cotidianas. Basta pensar en la manera como preparan el pan, en su caligrafía o en su huella arquitectónica. El caso es que al acercarse a la mesa y enterarse de nuestra nacionalidad, la cantante en cuestión se esforzó y buscando en su máquina de pistas nos regaló una de Maná que apenas alcanzamos a reconocer. Sonreímos agradecidos aunque hubiésemos preferido algo distinto, siendo honestos. Pero fue por ello que la otra mujer del lugar, quien esa noche celebraba veinte años con el arriba firmante, dijo conmovida: “Yo no me muevo de aquí hasta que ella termine.” Preocupada porque los hilos del alcohol ya torcían a varias marionetas, se solidarizó asumiendo la inercia de lo que viven las mujeres dedicadas al entretenimiento nocturno. Y es que sí, ya lo decíamos hace una semana en este espacio: no es fácil encontrar música viva en Egipto. Ni tradicional ni moderna. Nos referimos a la que suena en
Oum Kalthoum
calles, ferias populares, eventos familiares o conciertos de perfil cultural; a la que suena en sitios alejados del imperio turístico. Lo que abunda, eso sí, es el cliché de dudosa procedencia en hoteles como éste y en centros comerciales… aunque siendo justos y como también dijimos hace siete días, perseverando se pueden lograr momentos de gran sorpresa. Varios de ellos, por cierto, nos los brindó el canal de televisión Mazzika. No importó si estábamos en el norte o el sur del río Nilo, en El Cairo o en la punta del Sinaí, su programación pudo proveernos de una variedad de música arábiga sin igual. Hablamos de la compañía que posee la mayor oferta de música egipcia en el mundo. Lo mismo produce videoclips propios con artistas como Amr Diab, Ragheb Alama, Samira Said y Warda, que conciertos con figuras como Tamer Hosny, Mostafa Amar y Nancy Agram. Ahora que, si bien está enfocada a una audiencia sobre todo juvenil, también es posible ver viejas presentaciones de leyendas como Om Kalsoum (también conocida como Oum Kalthoum), el mayor de nuestros descubrimientos en tierra de faraones. Hablamos de la cantante y actriz más famosa de Arabia en los años cuarenta y cincuenta. También llamada Astro de Oriente, vendió más de 200 millones de discos y fue símbolo del panarabismo, el movimiento con el que el popular presidente Nasser hizo frente a las potencias que oprimían a Egipto para arrebatarles finalmente el canal de Suez. Escuchándola ahora se arroba el corazón. Por favor… olvide todo lo escrito aquí menos su nombre. Búsquela y comparta un poco de su talento inmensurable. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos
Cinexcusas/ Luis Tovar
@luistovars
“Pinche intriga internacional” APENAS CON TRES largometrajes de ficción en su filmografía –que comenzó en con los cortometrajes Pain, de 1995, dirigido y fotografiado por él, y Necrofilia, de 1997, en la que sólo participó como cinefotógrafo– han hecho del mexicano-español Sebastián del Amo un cineasta perfectamente reconocible y, por cierto, marcado por un sello peculiar, consistente en su clara predilección por elaborar cintas de época. Al egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica como director de fotografía le ha dado, felizmente, por el abordaje cinematográfico de las décadas mexicanas de los años treinta, cuarenta, cincuenta y hasta sesenta del siglo pasado, como es patente en El mundo fantástico de Juan Orol, de 2012, así como en Cantinflas, filmada dos años después. Si en las dos primeras, y desde el título mismo, es evidente el interés por la recreación del ámbito cinematográfico que corresponde a la época mencionada, en su tercer propuesta Del Amo extiende su mirada para aproximarse al universo literario nacional, en primera instancia, y naturalmente al de la ficcionalización de la realidad de aquel mismo período de tiempo, para lo cual eligió la que para cualquier crítico literario serio y bien informado es, hasta la fecha, la mejor novela policíaca mexicana: El complot mongol, surgida de la pluma envidiable del narrador, publicista, guionista, historiador y diplomático Rafael
Bernal en 1969. Mítica por insuperable, la novela del bisnieto del célebre historiador Joaquín García Icazbalceta ya había sido visitada cinematográficamente en 1977, con resultados definitivamente olvidables, por el cineasta Antonio Eceiza, quien como guionista hizo lo que se le antojó, en complicidad con Tomás Pérez Turrent. No fue asunto menor el enorme miscast de Pedro Armendáriz hijo en el papel de Filiberto García, el protagonista de la historia, cuya densidad y complejidad en tanto personaje le quedaron enormes a un actor de registro tan limitado.
El otro Filiberto Para fortuna de Rafael Bernal, del público y del propio Filiberto García, Sebastián del Amo eligió a Damián Alcázar, uno de los actores mexicanos más completos y talentosos de todos los tiempos, para el protagónico de este Complot mongol que no es, por cierto y por suerte, ningún remake de la cinta perpetrada hace treinta y dos años. Tampoco se trata, conviene decirlo de una vez, de una adaptación cine-
El complot mongol
matográfica denodadamente fiel al original literario pero, extraña y excepcionalmente, dicha naturaleza no hizo de la película un ejercicio de traición narrativa ni, sobre todo, al espíritu de la historia concebida por Bernal. Quien ha vivido la ventura de leer la novela lo sabe bien: a Filiberto, un hosco, avejentado y taciturno policía judicial más proclive al ajusticiamiento inmediato que a la procuración institucional de la justicia, le da por la elaboración silenciosa de breves, punzantes y concisos monólogos internos, en los que lo mismo emite su personal juicio a favor o en contra de quienes lo rodean, que acerca de las encomiendas recibidas por sus superiores jerárquicos, incluyendo el quid de la trama: la “intriga internacional” derivada de la visita que el entonces presidente de Estados Unidos –se habla de 1963– está por hacer a México, que involucra tanto a rusos como a estadunidenses como, especialmente, a chinos. La decisión formal de Del Amo significa un cambio radical respecto de la novela, pero la apuesta resultó triunfante: en lugar de los mencionados monólogos, complejos para ser llevados al lenguaje icónico y poco funcionales en ese sentido, su Filiberto hace constantes “aparte” en los que se dirige directamente a cámara –es decir, al público–, lo que redunda en gran eficiencia narrativa, así como en el establecimiento de una empatía definitiva con el personaje. El resultado final es un Filiberto otro, diferente al creado por Bernal, pero igual de entrañable, condición esencial para que tanto los previamente desavisados de esta historia, como los fanáticos de hueso colorado, acepten de buen grado la propuesta
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LA JORNADA SEMANAL 21 de abril de 2019 // Número 1259
Entrevista Orhan Pamuk
Alejandro García Abreu
“La muerte de cada hombre empieza con la de su padre”
O
rhan Pamuk (Estambul, 1952) —ganador del Premio Nobel de Literatura 2006— escribió en La mujer del pelo rojo: “Que no se piensen mis lectores que, como ahora estoy narrando esta historia, esos hechos ya han concluido y quedan lejos en el pasado. Cuanto más lo recuerdo, más me sumerjo en lo que he vivido.” El escritor turco es consciente de la presencia inquebrantable del pasado. Durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2018 fui invitado por los editores Ricardo Cayuela (Ciudad de México, 1969) y Claudio López Lamadrid (Barcelona, 1960-ídem, 2019) a la comitiva para recibir a Pamuk en el Salón de Autores. Antes de la presentación de La mujer del pelo rojo en el Auditorio Juan Rulfo, entrevisté a Pamuk —mientras bebíamos café en el salón— sobre la orfandad paterna, Estambul y la entereza del recuerdo. –¿Cómo fue el proceso de escritura sobre la orfandad paterna en piezas como “Mi padre” —texto en el que escribiste: “la muerte de cada hombre empieza con la de su padre”, incluido en Otros colores— y “La maleta de mi padre”, discurso leído durante la entrega oficial del Premio Nobel de Literatura 2006? –Fue complicado. No sólo se involucra en la escritura, sino en la vida diaria. Me veo constantemente imitándolo en diversos gestos cotidianos. Es una especie de presencia. El origen de ese sentimiento se remonta a mi infancia: quería parecerme a él. El vínculo siguió en la adolescencia: mi padre tenía una considerable biblioteca y le gustaba que la explorara continuamente. Yo la leía con pasión. Una década después de que mis libros comenzaron a publicarse y dos años antes de morir, mi padre me entregó una pequeña
maleta que contenía sus cuadernos de memorias, notas, ensayos literarios y poemas. Ese objeto me hizo reflexionar sobre la esencia de la literatura. Entonces usé la imagen de la construcción: las palabras son piedras para los escritores. Mi padre murió en diciembre de 2002. Ante la Academia Sueca expresé mi deseo de que mi padre pudiera estar entre nosotros. –¿Qué opinas sobre el anhelo de tu padre de ser poeta y sobre sus traducciones de Paul Valéry? –Tradujo al turco a Valéry, tarea muy ardua. Recuerdo a mi padre escribiendo en varios cuadernos. Puedo concluir que rechazó la idea de dedicarse de lleno a la literatura porque siempre vivió cómodamente ya que mi abuelo fue un rico empresario. Mi padre asumió que un escritor pasa penurias. –¿Cómo percibes el arte de perdurar, en función de la solicitud que se lee en Nieve: “Quiero que tras mi muerte mis poemas queden como mi testamento y que se publiquen”? –No es necesaria la muerte, tal como responde un personaje a la solicitud: “—No tienes por qué morir —dijo Ka—”. Son otros los factores. –¿Cuál es el sentido literario de la muerte en Estambul. Ciudad y recuerdos, libro en el que escribiste: “Poe, con la misma fría lógica que había heredado de Coleridge, decide entonces que el tema más melancólico posible es la muerte”? –La memoria y la amargura como actitud mental en la ciudad. Evoco la muerte prematura de mi abuelo, escribo sobre los vínculos entre muerte y belleza, sobre su asociación al amor y a los laberintos del olvido que de alguna manera se contrarrestan con la escritura. En el libro recurro
a Anatomía de la melancolía de Robert Burton y a la Enciclopedia de Estambul del historiador Reşat Ekrem Koçu, que empezó a escribir en los años cincuenta y que dejó inacabada porque no pasó de la letra h. También recuerdo que mi hermano, para plasmar la imagen difusa del cristal en la cinta de dentro de la cámara, bajaba una palanca y se producía el encantamiento: tomaba una nueva fotografía. Siento tristeza por un mundo perdido. –¿Cómo fue el proceso de convertir a la ciudad en personaje en Estambul. Ciudad y recuerdos? –Me sucede un fenómeno opuesto al que le pasa a otros escritores. Perseverar vinculado a la misma casa —digo al inicio—, a la misma calle, al mismo panorama me ha marcado. Esa filiación a Estambul significa que el destino de la ciudad se entrelaza con el mío porque es ella quien determinó mi manera de percibir el mundo. –¿Qué te condujo a manifestar categóricamente —en El novelista ingenuo y el sentimental—: “Las novelas son segundas vidas”? –Cuando leía novelas en mi juventud, un paisaje nuevo aparecía ante mí. La frase “Las novelas son segundas vidas” se deriva de los sueños de los que habló Gérard de Nerval. Las novelas revelan las complejidades de nuestras vidas. –¿Se ha modificado tu método de trabajo desde que, en una entrevista con The Paris Review, afirmaste que los rituales y detalles domésticos matan de algún modo la imaginación? –No se ha modificado. Todos los días trabajo, en promedio, diez horas. Lo disfruto, como le dije al entrevistador de The Paris Review. Sentado a mi escritorio soy como un niño que disfruta sus juguetes. Es trabajo, y a la vez diversión y juego. También asevero que un novelista impresiona por su paciencia Traducción de Álvaro García.