■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 22 de abril de 2018 ■ Núm. 1207 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver
El viajE intErminablE dE
Sergio Pitol (1933-2018)
Textos de
Jorge BuStamante garcía Hugo gutiérrez Vega Víctor Hugo martínez gonzález FranciSco SegoVia mario torreS ruiz antonio Soria raFael VargaS La novela policial y Los raros Dos ensayos de S ergio P itol
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eL CarnavaL de PiToL Hugo Gutiérrez Vega
EL VIAJE INTERMINABLE DE SERGIO PITOL (1933-2018) Tratar de describir la trayectoria vital y literaria de Sergio Pitol en unas cuantas líneas es una obvia tarea imposible: novelista, cuentista y ensayista de primerísimo nivel, Premio Cervantes 2005, entre muchos reconocimientos más, lo mismo que traductor, editor y diplomático extraordinario, para acercarse al autor del El viaje, Nocturno de Bujara, Domar a la divina garza, El desfile del amor y muchos más, sólo hay un modo: leerlo y releerlo, como lo han hecho los autores aquí convocados, cuyos textos fueran originalmente publicados en estas mismas páginas, en diversas fechas, a los que se añade un artículo de Rafael Vargas en el que se aborda una de las facetas más personales y entrañables de quien escribiera No hay tal lugar, La casa de la tribu y Tiempo cercado: su relación con Juan Manuel Torres, uno de sus amigos más cercanos y quien lo introdujera por primera vez al universo de la cultura polaca. Hasta siempre, querido Sergio. Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx
COMENTARIO BREVE Y CERTERO DE TRES GRANDES NOVELAS, EL DESFILE DEL AMOR, DOMAR A LA DIVINA GARZA Y LA VIDA CONYUGAL, DEL GRAN NARRADOR QUE APENAS SE NOS FUE DE VIAJE, ESE ARTE QUE TAN BIEN CONOCÍA.
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o es casual que los personajes de El desfile del amor sean extranjeros que huyeron de sus países en llamas y que intentaban reconstruir sus vidas en una nueva realidad. La estructura de esta novela con crímenes sin solución, historias paralelas y personajes auxiliares (attendant lords en el lenguaje shakespeariano) es, a la vez, sólida y volandera. En ella, la caricatura y el esperpento agregan fuerza expresiva a las biografías de los aristócratas arruinados y aferrados a la hacienda perdida; arribistas del nuevo aparato lleno de prestigiosa retórica revolucionaria; toda clase de seres danzantes, pintantes, escriturantes y musicantes y, para completar el cuadro renacentista, el castrato mexicano y sus gorgoritos. Todo esto exigía una estructura ágil y ajena a las convenciones al uso. Sergio escogió la chocarrería, la descripción de las ineptitudes que inútilmente tratan de ocultar la retórica, el lenguaje hecho de rupturas y el desenfreno actoral de esos personajes que arma con cuidado y que abandona para que se descoyunten y vivan sus fracasos con una especie de ebriedad y una carga de irónica desesperanza. Domar a la divina garza, dice Sergio, es “un buen remedo del caldero fáustico’”. Es una ópera del absurdo, una flatulencia sonora en la mesa del banquete, un conjunto de impecables diálogos de comedia inglesa, un exceso pantagruélico, la dispepsia inflamada del Ubu Roi, la maestría para sobrevivir hasta el desayuno de mañana de los genios de la picaresca y, sobre todo, las desmesuras gogolianas y los reflejos en el espejo convexo del esperpento del señor Marqués de Bradomín. Es todo eso, es cierto, pero es algo más. Es el nuevo estilo regocijado de la fiesta que nos propone el autor. Fiesta que pierde los pies y la cabeza, y explota en humoradas carcelarias y en una orgía coprofágica que convierte a los personajes en la materia que los ensucia y los llena. En esta obra genial (uso la palabra con cuidado y no a tontas y a locas, no para alabar sin medida sino para justipreciar a una de las novelas fundamentales de nuestro tiempo), el fracaso del escritor de sesenta y cinco años que aspira a escribir un libro lleno de ’”estruendo y de furia’” se torna disparate, ridículo de mala retórica y lugar común desmesurado. En él, Fabrizio del Dongo, Lord Jim o Aliocha Karamazov son los modelos que iluminan un momento fugaz de los personajes pitolianos que a la brevedad terrible se convierten en marionetas gesticulantes. En esta obra implacable, el autor no perdona y hunde en el ridículo a las estereotipadas personillas producto de nuestras contradicciones sociales, de la corrupción generalizada y del autoritarismo de la clase política. Su
retórica campanuda queda al desnudo, su incultura se manifiesta en plenitud y, debajo de los ropajes ceremoniales, se retuerce el gusano sin seso, la salmonela oratoria, el productor incansable de lugares comunes. La casa de campo en Cuernavaca y el salón de té del “Pera Palace” de Estambul (Constantinópoli, por favor) con sus meseros de frac bien remendadito y los músicos jurásicos del cuarteto que toca sin parar “Plaisir d’amour”, son algunos de los escenarios de esta novela que va desembocando aceleradamente en el absurdo total. La vida conyugal nos muestra los entretelones de la institución del matrimonio y de la “primera célula” de la sociedad, esa forma máxima –ya lo decían los antipsiquiatras ingleses– de neurotización de sus miembros. Mostrar las inepcias, crueldades y tonterías de la respetabilísima y sacralizada institución es el propósito –nada solemne, más bien burlón y compasivo– de esta tercera parte de nuestro carnaval. Los born loosers y los gesticuladores (¿por qué tenemos tan olvidada la obra de Usigli? Sería útil para analizar las actuales y pésimas farsas del poder que no quiere dejar de serlo) de esta novela muestran sus entresijos gracias al minucioso mecanismo narrativo utilizado por nuestro miglior fabbro. Este tríptico (Sergio habla de lo carnavalesco, lo delirante, lo grotesco) nos entrega una baraja de personajes contrahechos por su entorno y por sus conciencias naufragantes. Los retratos tienen la justiciera precisión crítica de las caricaturas de Daumier o de Orozco y, en su fondo, late esa forma del amor que es la compasión. Las tres novelas nos proporcionan los deleites de la claridad narrativa, la erudición sin pomposidad y su belleza estructural. Recordemos que su autor vive una fiel pasión por la trama y practica el difícil arte de la fuga. En este momento todos los de nuestra generación hacemos muecas en el espejo del baño para ocultar las arrugas de nuestros rostros cruzados por los años. Este es un buen ejercicio, sobre todo después de leer el tríptico y los nuevos libros de su autor, y de darse cuenta de que queda mucho por decir y sigue el work in progress de otras muchas novelas y ensayos. “El novelista –decía Virginia Woolf– se encuentra terriblemente expuesto a la vida.” Estas tres novelas son el producto de años y años de lecturas y de una carga de vida bien asimilada. Hay –debe haber siempre– un preciso artificio, pero sobre todo un amor por la literatura que ocupa todos los momentos de la vida de este hombre de letras que mira al mundo con la burla y la compasión que saben mezclar con justicia los novelistas “humanos, demasiado humanos”
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Portada: Seguir viajando... Foto de José Carlo González/ La Jornada
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Sergio Pitol
La novela policial SERGIO PITOL SE CONFIESA GRAN DEUDOR DEL GÉNERO POLICIAL Y LO AGRADECE Y LO HONRA CON UN PROFUNDO CONOCIMIENTO DE SUS ORÍGENES E HISTORIA, LOS AUTORES QUE LO CREARON EN EL SIGLO XIX Y LOS QUE LO MODERNIZARON EN EL XX, SUS FORMAS, LOS RECURSOS Y JUEGOS DE SU INTELIGENCIA.
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n un encuentro de escritores franceses y mexicanos, organizado en agosto de mil novecientos setenta y siete por el Instituto Francés de la América Latina, sobre las literaturas del secreto, observé que todas las sesiones, salvo una, mencionaban en sus títulos a la novela policial. Confieso de inmediato mi absoluta debilidad por ese género que no sólo me ha proporcionado momentos memorables, sino que como escritor mi deuda es inmensa. Pienso que si un día tuviese que dirigir un taller de narrativa, sugeriría a los alumnos estudiar con atención los procedimientos específicos inventados por los autores de ese género, con la seguridad de que eso les ayudaría a construir una novela con más eficacia que todos los libros de narratología. En la primera edición del Diccionario de la lengua castellana publicado por la Real Academia Española, una acepción de secreto es: “ lo que cuidadosamente se tiene reservado y oculto”, o “cosa arcana que no se puede concretar o explicar”. Misterio es, pues, en terrenos literarios una palabra fundamental, una referencia obligatoria. No por nada aparece de modo tan abundante en los títulos de novelas policiales: El misterio de Edwin Drood, de Charles Dickens; El misterio de la carretera de Cintra, de Eça de Queiroz; El misterio de Glenith, de Wilkie Collins; El misterio de Cloomber, de Arthur Conan Doyle; El misterio del tren azul, de Agatha Christie y varios más. Los estudiosos que han rastreado con minucia las fuentes y trazado el árbol genealógico de la literatura policial, han encontrado remotos antepasados de asombroso prestigio; algunas historias bíblicas, el Edipo rey de Sófocles, entre otros. Durante el siglo xix, el período de mayor esplendor de la novela, surge el género policial con sus propios atributos y sus procedimientos esenciales. Y desde su nacimiento, apenas desprendido del seno materno, su potencia fue tal que empezó a establecer una presión sobre la novela madre, la oficial, para usar ese adjetivo que alude exclusivamente a la narración no
policial. Al hurgar en los orígenes descubrimos que ya antes La piedra lunar, de Wilkie Collins, considerada por todos como la primera novela del género, hay tramas que contienen los elementos esenciales del relato policial: un crimen, una investigación, el descubrimiento y la captura del criminal, sin afiliarse ortodoxamente al tipo de novela que nos ocupa. Son claros antecedentes del género, sí, pero su intención, sus metas, su atmósfera, se orientan hacia regiones que rebasan con mucho lo policial. El crimen resulta un accidente para transportarnos a reflexiones éticas surgidas del corazón de la novela. Crimen y castigo y
Sergio Pitol en 2002. José Carlo González/ La Jornada
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Los hermanos Karamazov son los ejemplos que de inmediato acuden a la memoria. Hay una novela anterior a las de Dostoievsky, sin crímenes aparatosos, que me parece ya un preludio de lo que está por venir: Las almas muertas, de otro ruso genial, Nikolai Gogol. En ella, un extraño personaje, de nombre Chíchikov, hace su aparición en una pequeña ciudad de la Rusia profunda. Los primeros días de estancia en aquel lugar los emplea en enterarse del carácter, costumbres, fortuna y circunstancias de los terratenientes más opulentos de la región. Poco después, inicia una ronda de visitas. La descripción de esos encuentros constituye la parte magistral de la novela. Gogol nos sitúa frente a un mundo gris, degradado, y a la vez inmensamente paródico. El humor es siempre desbordante y esperpéntico; el lenguaje portentoso y la trama de una originalidad absoluta. El propósito de Chíchikov al visitar a los hacendados es el de comprar almas muertas. En el lenguaje administrativo de la vieja Rusia un alma significaba un siervo. Una propiedad comprendía el número de decietinas de bosques o de tierras cultivables, de animales de tiro o de pastoreo, y también el preciso y detallado de almas con que contaba el propietario. Desde la llegada del fascinante Chíchikov a la región se genera un misterio que va en aumento a medida que proceden sus visitas. ¿Por qué razón invierte su dinero en la compra de siervos ya fenecidos?, ¿qué provecho podría alguien obtener de aquellos difuntos?, ¿cómo podría transportarse ese ejército de seres inexistentes a las propiedades del comprador? No es menester señalar que los primeros sorprendidos fueran los propietarios. La transacción los tienta y a la vez los atemoriza. ¿No había en el hecho de contar a los siervos muertos a partir del último censo, de hacer listas pormenorizadas con sus nombres, sus fechas de nacimiento, estado de salud, tipo de trabajo realizado en la hacienda, un tufillo diabólico? Sin embargo, las artes del melifluo Chíchikov logran siempre estimular la codicia de los terratenientes, quienes terminan irremisiblemente por vender a sus muertos. sigue
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La sucesiva intensificación del misterio y de la demora por aclararlo es el procedimiento que se convertirá más tarde en esencial para estructurar una novela policial. Ante el avance del misterio, el lector tratará de asirse a cualquier detalle para descifrar los designios de los protagonistas, para orientarse un poco, al menos. Por más caricaturescos que sean los retratos de los personajes, el planteamiento de las situaciones, el avance preciso y detallado de la narración y lo disparatado de los diálogos, Gogol nos coloca siempre en la realidad, aunque se trate de una realidad deformada, estilizada, martirizada; una realidad enemiga de lo que conocemos como tal; nada en esa estructura nos hace pensar que nos movemos en los dominios de la literatura fantástica. Al final, nos enteramos de que Chíchikov es un impostor con antecedentes delictuosos que pretende hacer una magna estafa hipotecando como seres vivientes las almas muertas que ha comprado. Más cercano a la literatura policial se encuentra Dickens. En efecto, el inglés tiene un pie clavado en esa novedosa forma narrativa. Su último libro, por desgracia inconcluso, El misterio de Edwin Drood, desarrolla una trama tenebrosa estructurada de acuerdo con las novedosas reglas creadas por el género policial. Víktor Sklovski señala en Teoría de la prosa, ese libro capital del formalismo ruso, que buena parte de sus novelas, en especial La pequeña Dorrit, están compuestas a base de varias líneas temáticas que contienen uno o varios misterios, para luego, antes de llegar al final, hacerlas convergir en un cauce general, llegar a una apoteosis y resolver todos los enigmas. Según Sklovski, los dos procedimientos fundamentales de la novela de misterio consisten en un retardamiento voluntario de las soluciones y en un “extrañamiento” radical que al distanciarnos de los acontecimientos narrados atenúa cualquier emoción. El pathos desmedido que había devastado zonas inmensas del Dickens juvenil aparece en su último período siempre contenido. Lo asesinatos no nos alteran, sino que sólo acrecientan nuestro interés en la lectura; sus crímenes, como los de Las mil y una noches, carecen
ante el aVance del miSterio, el lector tratará de aSirSe a cualquier detalle Para deSciFrar loS deSignioS de loS ProtagoniStaS , Par a o r i e n ta r S e u n P o co , a l menoS . de sangre verdadera, al grado que una novela policial con un único asesinato no resulta tan apetecible como la que contiene dos o más crímenes subsidiarios. Por otra parte, la voluntaria detención de la acción, su parsimonia derivará en un refuerzo de la atención, en esa espera nerviosa de soluciones que se conoce con el nombre de suspense.
DECIMONÓNICA DE ORIGEN
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as dos fechas fundacionales de esta literatura son: 1841, año en que Edgar Allan Poe publicó Los crímenes de la calle Morgue, donde aparecen con toda precisión algunos mecanismos del género, y 1868, en que se publicó La piedra lunar, de Wilkie Collins, la primera novela policial reconocida como tal, la más extraordinaria según T . S . Elliot, Chesterton y Borges, donde el enigma es resuelto por un inspector, personaje que iba a constituirse en un elemento distintivo e indispensable a estas narraciones. Poe, lo sabemos todos, fue un escritor genial. El relato de investigación policial no habría podido surgir de mejores manos. El autor estadunidense aprovecha el vasto acervo de misterios madurado y difuso en la literatura anterior y los somete a un deslumbrante mé-
todo de investigación especulativa. El género nace, pues, con una aureola de alta intelectualidad. Poe crea los mecanismos adecuados para detectar las motivaciones que han llevado a alguien a cometer un crimen y descubrir al culpable por medio de razonamientos meramente intelectuales. Con él nace un método y también una figura esencial para la literatura del futuro: el investigador privado. El protagonista de los relatos de Poe es el elegante caballero Auguste Dupin, un dandy refinado, que a sus diversos placeres añade el estudio de la mentalidad criminal. Dupin es el primero de una larga fila de gentlemen necesarios para la investigación del crimen. Durante cien años o más permanecerá viva esa estirpe de personajes excepcionalmente bien vestidos, refinados gourmets, conocedores de la buena literatura, coleccionistas de obras de arte. Su educación perfecta los aleja de la vulgaridad del entorno policíaco y les permite, en cambio, acceder al humor, ese don que los dioses administran sólo a sus predilectos. Algunos poseen títulos de nobleza y se mueven como peces en el agua en los salones más inaccesibles, como Lord Whimsey, el detective de Dorothy L . Sayers; otros proceden de la vida académica –Oxford o Cambridge–, como Nigel Strangeweays, el de Nicholas Blake, o son poseedores de fortunas familiares como Sherlock Holmes, el de Conan Doyle; Poirot, el de la Christie, o Nero Wolfe, el de Rex Stout. De un modo u otro todos ellos se solazan en la excentricidad, les deleita derrotar a los inspectores de la policía, ponerlos en ridículo, demostrar la ineficacia de sus métodos, su carencia de imaginación, la falta tanto de cultura como de maneras; parecería que se empeñan en su labor detectivesca sólo para poner en evidencia a aquellos pobres diablos a sueldo del Estado. En ese punto –pero sólo en ése–, puesto que en lo demás son del todo antitéticos, coinciden con una corriente de detectives privados, surgidos, varias décadas después de las experiencias del refinado Auguste Dupin, de los estratos más desapacibles de la sociedad estadunidense, representados, sobre todo, por el Sam Spade de Dashiell Hammett, o el Philip Marlowe de Raymond Chandler, los héroes duros de los años treinta o cuarenta. En la escena es frecuente que un cómico famoso emplee a un personaje de aspecto por lo general insignificante, cuya única función consiste en hacer preguntas un tanto extravagantes o comentarios insensatos para darle pie a la estrella de contradecirlo y así realzar su talento. A más boba o absurda la pregunta, más brillante y sarcástica será la respuesta del cómico. En México a esa figura escénica secundaria se le llama “patiño”. Dupin, el personaje de Poe, nace a las letras con un patiño cuya función es narrar con exaltada admiración las hazañas de su maestro. Sherlock Holmes cuenta con el suyo, el Dr. Watson, el más famoso y querible de esos papanatas, nacidos sólo para el mayor lustre de sus superiores. Poirot cuenta con Hastings; Nero Wolfe con Archie Goodwing. Son parejas que repiten la del caballero del teatro clásico español y su leal y socarrón escudero. Son también la encarnación de todos nosotros, los lectores, que ante los enig-
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Sergio Pitol en junio de 1998. Foto: Omar Meneses/ La Jornada
mas de la trama hacemos las mismas preguntas, y al igual que ellos deseamos con ansiedad conocer los secretos que el detective nos oculta. El género policial surgió bajo los mejores auspicios. Algunos narradores de inmenso prestigio se sintieron tentados por los atractivos de esa nueva narrativa, sobre todo los ingleses: Charles Dickens, amigo cercano de Wilkie Collins, emprendió El misterio de Edwin Drood, que aun inconclusa resultó una novela magistral; Joseph Conrad, Bajo las miradas de Occidente y El agente secreto; Stevenson, La caja equivocada, la primera parodia de este género. Henry James, por su parte, empleó los recursos de la novela policial para escribir relatos soberbios: La vuelta de tuerca y Los papeles de Aspern, entre otros. Y aun en países donde las corrientes literarias llegaban con evidente parsimonia el género logró abrirse paso. El joven Anton Chéjov escribió en Rusia Un drama de caza y Benito Pérez Galdós, en España, una de las más insólitas novelas de la literatura de nuestra lengua: La incógnita. Se trata de una historia en torno a un crimen donde al final no conocemos nada preciso; somos testigos de un abundante movimiento de influencias, dinero y presiones de toda especie para que el misterio jamás llegue a esclarecerse. Nada se logra saber sobre el asesino, si acaso se trata de un asesinato y no un suicidio, mucho menos sobre las virtuales motivaciones del crimen. El lector cuenta con infinidad de indicios; con ellos puede armar un rompecabezas, cuyo resultado será sólo conjetural.
LA MULTIPLICACIÓN DEL MISTERIO
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a novela policial se hizo inmensamente popular. Los autores se multiplicaron por centenares. En la mayoría de los casos los resultados fueron mediocres: meras adivinanzas encapsuladas en tediosos volúmenes. En el mundo anglosajón dos corrientes sobrevivieron al marasmo, la novela culta inglesa y el género negro de Estados Unidos. En la tradicional novela inglesa todo deberá ocurrir como en un juego de ajedrez, los contendientes son el criminal y su perseguidor (detective privado, inspector oficial o mero aficionado) quien a la postre descubrirá al culpable y lo conducirá hasta los tribunales. Su marco suele ser una casa de campo señorial, un prestigioso club londinense, un hotel elegante y respetable, los dormitorios de una acreditada universidad, un sanatorio, un yate, un vagón de ferrocarril, es decir, círculos cerrados donde suelen moverse damas y caballeros de amplios recursos económicos, modales excelentes y acento perfecto. Los autores dan por supuesto que la sociedad es por naturaleza buena. De pronto, en su seno se produce una anomalía: un acto irregular, un robo, un asesinato y el consecuente clima de zozobra. Aparecen varios presuntos culpables, casi todos con un pasado que oculta circunstancias oprobiosas: los sepulcros blanqueados de siempre. El investigador se pierde en una maraña de pistas falsas. Al fin, el criminal por un instante se descuida y es atrapado y castigado. Una tormenta contenida en un vaso; se reman-
san las aguas, la vida puede seguir su ritmo. Sus mayores cultivadores fueron ingleses. Nicholas Blake, Anthony Berkeley, Michell Innes, entre los cultos; Agatha Christie, con un registro popular. La siguiente transfiguración del género desemboca en la novela negra estadunidense. En ella los términos se han invertido: la sociedad es en esencia culpable; está enraizada en el crimen y en el crimen prospera. El investigador se interna en una obscura selva donde dominan los rapaces, los inescrupulosos, los corruptos. A lo largo de una acción que desconoce por entero el reposo, el héroe recibe y asesta golpes a granel. Tiene poca o ninguna confianza en la ley, a la que oficialmente apoya. Su mayor triunfo consiste en lograr que los malvados entren en conflicto entre sí, se combatan y terminen destruyéndose unos a otros. En las últimas páginas nos quedamos con la convicción de que esa vez el mal ha sido derrotado, pero de ningún modo erradicado; nuevas alimañas aparecerán en el horizonte. En la mente del lector queda flotando la convicción de que la enfermedad que corroe al organismo social es endémica. Si no se transforma volverá a repetirse una y otra vez con sordidez creciente el ciclo de la violencia. Los notables expositores de esa corriente fueron Dashiell Hammett y Raymond Chandler. En los últimos años han surgido nuevas corrientes: el thriller, la novela de espionaje, cuya figura más notoria es John Le Carré; más otras sobre la violencia étnica, religiosa y sexual. La más clara prueba de la vitalidad de esta literatura nos la proporciona la intensa presión que ha ejercido sobre la otra novela, la canónicamente culta. De igual modo que la policial se ha nutrido y enriquecido con las técnicas antiguas y modernas que le proporcionó la tradición narrativa, ella también ha logrado penetrar en el corazón de cuerpos y entidades que en rigor parecerían no pertenecerle. Si contemplamos el panorama narrativo de nuestro siglo nos resulta asombrosa la simbiosis producida. Citaré algunos casos en los que el canon de excelencia ha decidido renovarse aprovechando los recursos, atmósferas y personajes que en el pasado parecían pertenecer exclusivamente al campo policial. Veamos: Chesterton en El hombre que fue jueves y en las historias del Padre Brown, Graham Greene en El factor humano, además de sus novelas estrictamente policiales, entre los ingleses. Carlo Emilio Gadda en Aquel horrible escándalo de la Via Merulana, Umberto Eco en El nombre de la rosa, Leonardo Sciacia en Todo modo y Una historia sencilla y Antonio Tabucchi en La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, entre los italianos. Witold Gombrowicz en Cosmos, Andrzej Kusniewicz en El rey de las dos Sicilias, entre los polacos. Ernest Junger en Un encuentro peligroso, entre los alemanes. Y una buena parte de la obra de Leo Perutz y Alexander Lernet-Olenia, entre los austriacos. Flann O’Brien en El tercer poli-
Ilustración para el cuento La carta robada, publicada en 1844, de Edgar Allan Poe, protagonizado por el detective C. Auguste Dupin.
cía, entre los irlandeses. William Faulkner en Gambito de caballo e Intruso en el polvo y Paul Auster en Leviatán, entre los estadunidenses. Rubem Fonseca en Octubre y El gran arte, entre los brasileños. Rodolfo Usigli en Ensayo de un crimen, Jorge Ibargüengoitia en Dos crímenes y Fernando del Paso en Linda sesenta y siete, entre los mexicanos. Jorge Luis Borges en una docena de relatos perdurables, entre los argentinos. La lista no pretende ser exhaustiva. Registra sólo unos cuantos títulos de obras admirables. La influencia que el género policial tuvo en ellas comprueba su intensa contribución a la literatura universal
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Xalapa, agosto de 1997
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Jorge Bustamante García
Sergio Pitol
y la nariz de la
DEL AFORTUNADO Y ESTRECHÍSIMO VÍNCULO ENTRE LA NOVELA DOMAR A LA DIVINA GARZA DEL NARRADOR MEXICANO Y EL GENIAL NIKOLAI GOGOL, SE HABLA EN ESTE ENSAYO DE SÓLIDO FUNDAMENTO Y FRANCA ADMIRACIÓN POR AMBOS AUTORES.
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in duda la lectura de Víctor Shklovsky y Mijaíl Bajtín fue importante para el viraje que experimentó la escritura de Sergio Pitol en los años ochenta del siglo pasado, pero mucho más importante y decisivo fue lo que aprendió de Chéjov, Gógol y Tolstoi desde muchos años antes, factor que sólo vino a conjugarse de manera afortunada con las ideas que halló en los dos teóricos rusos. De esa confluencia feliz nació Domar a la divina garza, en donde la presencia de Bajtín y Gogol es prácticamente literal desde las primeras páginas. Nikolai Gogol es el más bajtiniano de los escritores rusos. Suena extraño, pero así es. Miguel Triestes llegó a pensar que podría ser una soberana tontería semejante aseveración, porque sería como afirmar que alguien pueda estar impregnado del espíritu de otro que vivirá cien años después. Tal vez sonaría más aceptable proclamar que Bajtín es el más gogoliano de los teóricos rusos, ya que de hecho se fundamenta en muchos de los relatos de Gogol para ilustrar su teoría. Tal vez ambas aseveraciones tengan algo de verdad. Bajtín sabía que el humor corrosivo de Gogol, su veta satírica arraigada en lo más hondo de lo popular, produce la risa que degrada lo supuestamente elevado hasta convertirlo al plano terrenal. Y de ahí a lo carnavalesco de Rabelais no hay más que unos cuantos pasos. Y a Pitol, que desde sus años moscovitas se había convertido en un adicto de Gogol, que tomaba notas de todo lo que surgiera alrededor del autor de El abrigo, incluso con la secreta intención de escribir una novela policíaca en donde el ultra enigmático escritor de Soróchinetz podría ser la víctima, el investigador o el asesino, no podía pasársele la oportunidad de juntarlos en la historia que estaba urdiendo en esos años. Miguel Triestes siempre se ha quejado de no haber tenido la oportunidad de preguntarle a Pitol si el proyecto de esa novela policíaca siguió su curso y si en ella Gogol es la víctima, el investigador o el criminal, o las tres cosas al mismo tiempo. Tal vez. Todo podría esperarse de un personaje como Gogol. De la atracción de Pitol por Gogol no hay la menor fisura, lo leyó casi a la par con Chéjov; con parecida predilección y arrebato, ha asistido a numerosas representaciones de sus piezas y ha mantenido su veneración, a través de los años, por el joven amigo de Pushkin: “Gogol es uno de mis gigantes, lo leo y releo con fruición. Soy consciente de que Tolstoi y Chéjov son más grandes que él, no
los cambiaría por nadie, he encontrado en ellos caminos de salvación; en cambio, la pasión por Gogol tiene otra tesitura, un tanto enfermiza, más pegajosa y oscura; un excéntrico y genial escritor que en un momento determinado, a saber por qué y cuándo, se volvió o fingió loco.” Gogol es uno de esos “raros” que le encantan a Pitol. ¡Gogol, Gogol, Gogol, cuántas cosas significa ese vocablo! Significa en ruso somormujo, nombre común de diversas especies de aves podicipediformes acuáticas de plumaje castaño y blanco según reza el diccionario, de pico muy puntiagudo y patas con dedos lobulados y adaptados al agua, que anidan en plataformas flotantes de embalses y lagos. Al nadar se asemejan a los patos, pero los podemos diferenciar porque aparentan no tener cola. La frase caminar como un gogol (xodit gógolem) denota pavonearse, engallarse. Existe también la voz cercana por su sonoridad gógot o gogotanie que unas veces puede ser graznido y otras carcajada y que puede convertirse en el verbo gógotat, graznar o carcajearse, algo que le puede pasar a cualquiera al leer El inspector general, o La nariz o El capote. Gogol, la nariz de la literatura rusa, por donde respiraron no sólo todos los grandes escritores de ese dominio extenso, desde el mismo Pushkin hasta Nabokov, sino también los de otras lenguas y países, entre ellos Pitol, uno de sus adictos mayores y más solventes, que ensayó su vida y su obra en una novela rara y singular de estirpe gogoliana. Cada época ha leído a Gogol a su manera; hay diferencias en cómo se le ha leído a través de las décadas. Sus contemporáneos lo leyeron, tal vez, por “encima” de Sterne, de Scott, de Hoffman, de sus numerosos epígonos. Cuando Pushkin leyó Veladas cerca de Dikanka no pudo menos que expresar que había quedado asombrado, como lo escribió hacia 1832: “Hay aquí auténtica alegría, sincera y natural, sin afectación, sin florituras. Y en ciertos pasajes, ¡qué poesía! ¡Qué sensibilidad! Todo esto es tan insólito en nuestra literatura actual que aún no he vuelto en mí.” Luego se le percibía a través del prisma de las visiones críticas de Belinsky y, en menor grado, de los eslavófilos menores. Se convirtió en un clásico. En la época soviética se leyó a un Gogol adaptado y asimilado. Leemos y podemos leer a Gogol en el contexto de la literatura clásica rusa, en el de la obra de Bulgákov, de Zoschenko, de Andrei Bieli, de la tradición del absurdo ruso y occidental, de
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prosa rusa
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Monumento a Nikolai Gogol con Sergio Pitol en San Petersburgo. Collage digital
Kafka, del postmodernismo, del realismo mágico. De este último fue el precursor remoto, más de 120 años antes que el Boom latinoamericano. La presencia de Gogol flota a través de todas las 194 páginas de Domar a la divina garza. En su visita a la urSS en mayo de 1986 fue que nació la idea en Pitol de que la sombra de Gogol impregnara la novela que planeaba escribir. En sus apuntes de esos días, después metamorfoseados en El viaje, explica cómo se dio ese trasvase. Gogol salpica algunas páginas de ese diario. Pitol viaja, ve a sus amigos, frecuenta teatros, se interesa por las librerías de Moscú y Leningrado, asiste a comidas con escritores en Moscú y Tbilisi, observa con suspicacia los cambios que se experimentan con la glasnost y perestroika impulsadas por Gorbachov, conversa con la gente común en las calles, pero al mismo tiempo cose las ideas de su próxima novela, define personajes, afina situaciones, descubre vericuetos: “Hago lista de personajes de mi novela. Tres o cuatro grupos familiares. Todos tienen hermanos o hermanas, no me explico por qué, pero así lo requiere la trama”, escribe Pitol, y de pronto da un detalle revelador: “La lectura de Gogol es indispensable. Será la columna fuerte de la estructura de la novela. Gogol, sus biógrafos, sus personajes [...] Concibo como un homenaje al autor de La nariz y del Diario de un loco.” Pitol aprecia muchos relatos y piezas de Gogol. En sus ensayos, prosas y entrevistas menciona reiteradamente obras como “Iván Sponka y su tía”, “Veladas en una finca cerca de Dikanka”, “El retrato”, “La avenida Nevski”, “El diario de un loco”, “La nariz”, “El capote” y, por supuesto, “Almas muertas”, pero misteriosamente escogió un relato poco conocido para contraponerlo con la trama de Domar a la divina garza. Se trata de “Terratenientes de antaño”, que por instantes se convierte en un relato dentro del relato. En el vaporoso rompecabezas de la novela los personajes de esta historia de Gogol, la pareja de ancianos terratenientes Afanasi Ivánovich y Puljeria Ivanovna, que se empecinan en vivir como sus predecesores, sirven incluso al narrador para compulsar en una suerte de metatexto interno a los personajes de Domar a la divina garza, Dante Ciriaco de la Estrella y su futura esposa María Inmaculada de la Concepción. En un determinado momento de la novela sucede, inclusive, una transmutación, cabría decir mejor una transmigración de los espíritus de Afanasi y Puljeria en Dante e Inmaculada.
Cada vez que Miguel Triestes vuelve a la lectura de Domar a la divina garza no deja de pensar en el metamorfoseo mimético, con todo y sus alteraciones, que ocurre por instantes, casi inesperado y hasta apaciblemente entre estos dos personajes de la novela de Pitol y los del relato gogoliano. Para él no hay mejor manera de imaginar la presencia subrepticia y la proyección misteriosa y continua, con las más inusitadas y sigilosas bifurcaciones de una obra en otra, de un autor en otro, de una literatura en otra. Entre nosotros, en el ambiente de habla hispana y más precisamente en México, tal vez muchos autores han leído a Gogol, muchos han escrito sobre él y su obra, pero muy pocos han sentido y transmitido su influencia en su propia obra. Y uno de esos pocos es Sergio Pitol. Incluso su postura ante la literatura y la vida parecen venirle con intensidad del escritor ruso. Si Gogol creía que no poseía vida fuera de la literatura, Pitol ha matizado sólo muy levemente y ha afirmado con vehemencia que aquello que da unidad a su existencia es la literatura. En la mayor parte de los casos de otros escritores nuestros la resonancia gogoliana es remota, casi irreconocible, y sucede de manera fragmentaria. En algunos el acercamiento es más bien circunstancial, como en el caso de Carlos Fuentes, quien realizó un brillante y extenso prólogo (cuarenta páginas), un proemio que es casi un librito, a la edición mexicana de La creación de Nikolai Gogol, de Donald Fanger. Ahí, en algún momento, analiza a Gogol a través del prisma de Bajtín y afirma que la lección de Bajtín es la lección de Gogol: “Es la lección de la novela, de su apertura, de su novedad y de su libertad. O, más bien: de su novedad y su libertad como resultado de su apertura.” Seguramente, cuando Fuentes escribía ese prólogo sobre Gogol y traía a colación a Bajtín en 1983, Pitol leía en un sanatorio de Karlsbad el libro de Bajtín La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, y extraía de esa lectura el espíritu que inocularía a la novela que lo estaba rondando desde hacía algún tiempo. Si Gogol, como dice Fuentes, “creó su propia vida como si ocurriese en un cuento de Gogol”, tal vez Pitol hizo algo parecido y creó cosas de su propia vida como si sucediesen en un libro de Pitol. Fuentes estudió a Gogol y a Bajtín, pero su acercamiento –a diferencia de Pitol– fue un tanto coyuntural, como mucho de lo de él, y por lo tanto su obra nunca se impregnó realmente del espíritu de
esos rusos y escapó a su influencia prácticamente sin dejar rastro. Pitol vuelve a Gogol una y otra vez, es una de sus obsesiones. No lo considera un escritor más grande que Chéjov o Tolstoi, pero sabe que es uno de esos imprescindibles que con su obra rayaron la genialidad. Y el espíritu de la obra gogoliana se expresa de muchas maneras en el trasfondo de las situaciones, las tramas, los personajes y la prosa misma del escritor mexicano. Entre los escritores rusos sólo Chéjov rebasa la importancia de Gogol para su propia obra, pero el primero es menos visible y explícito que el segundo. Una de esas situaciones, por ejemplo, sucede de repente en algunas páginas de El viaje, en donde el recuerdo de una visita a la pequeña casa museo del autor de Almas muertas, la casa donde murió torturado por los castigos de expiación a que lo sometía el endemoniado padre Matvéi, se convierte en un auténtico metarelato gogoliano, con sus perspicaces dosis de absurdo e insensatez. En El viaje, publicado doce años después de Domar a la divina garza, se encuentran muchas de las pistas de cómo se escribió esta novela. Podríamos afirmar que ésta no sólo es una celebración de Gogol y una indagación en Bajtín, sino también que en Rusia misma fue donde Pitol encontró el tono, los dobleces, los pliegues recónditos, la solución a su novela. Mediante una suerte de juego de espejos, Pitol entreteje un furtivo mapa de lazos y vasos comunicantes que fortifican e iluminan simultánea y sorpresivamente tanto al libro que escribe, como a la novela mucho antes publicada. Es un caso de retroalimentación admirable que parece otorgarle una nueva y permanente dinámica a su narrativa. Todo está en todo, quisiera recordarnos; la literatura es algo vivo que se transforma ilimitadamente, se abastece de sí misma y rotura sus propios cauces. Es una cosa que se está moviendo todo el tiempo, sin un minuto de descanso, sin un intersticio de quietud. De un libro salen nuevos libros, una novela se ramifica en otras, y entre ellos siempre surge un diálogo, un intercambio constante, un flujo persistente, una conversación inaudita que se prolonga sin final y se recrea sin término, como sucede en la vida misma, como ocurre en los cuentos de Chéjov
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* Fragmento del libro El viaje y los sueños: la literatura rusa en la obra de Sergio Pitol
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22 de abril de 2018 • Número 1207 • Jornada Semanal
el viaje interminable de Rafael Vargas
DOS AMIGOS
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ergio Pitol y Juan Manuel Torres se conocieron en 1959, en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, pero no como compañeros de aula (Torres se había inscrito para estudiar la carrera de Psicología; Pitol, inscrito en la Escuela de Ciencias Políticas, frecuentaba Filosofía y Letras sólo como oyente), sino a través del cine club de esa Facultad, el primero que existió en la Universidad, fundado hacia finales de 1956 por Manuel González Casanova, y del cual Juan Manuel Torres formaría parte apenas un año después de haber ingresado a la unam. La cinefilia fue su primer vínculo. Comparten el gusto por el cine de Ernst Lubitsch, Fritz Lang, René Clair, Vittorio de Sica… Es el momento del ascenso de la crítica cinematográfica en México. Un pequeño grupo de “cineastas, aspirantes a cineastas, críticos y responsables de Cine-Clubes”, según ellos mismos se definen, crea la revista Nuevo Cine, cuyo primer número aparece en abril de 1961. Junto con José de la Colina, Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis, Jomi García Ascott, Emilio García Riera y algunos otros, Torres firma el manifiesto que abre esa primera entrega urgiendo a transformar el cine mexicano. Cabe pensar que Sergio Pitol habría sido parte de ese grupo de no haber estado a punto de marcharse a Europa. Tan pronto termina de vender sus libros, cuadros y muebles, zarpa el 24 de junio en un carguero alemán. Cuando regrese, caso un año después, Nuevo Cine estará a punto de fenecer por falta de fondos. El último número, en el que Torres publica un ensayo sobre James Dean, aparecerá en agosto de 1962. Pero antes de ello, una tarde en la que recorre cafés y librerías con Monsiváis, Pitol asiste de manera im-
Sergio P
prevista a una reunión del grupo cuando varios de sus integrantes (los ya mencionados más Paul Leduc, Manuel Michel y Tomás Pérez Turrent) llegan al café donde se encuentran. Pitol recuerda haber conversado entonces con Torres, quien le cuenta que escribe “sobre las primeras divas, las italianas, la Menichelli, la Terribile-González, la Borelli, sobre la pulsión erótica que ellas representan, surgida casi desde el nacimiento del cine y mantenida en él hasta el presente.” En septiembre de 1962 se publica Las divas, el quinto título de la serie de Cuadernos de Cine que publica la Dirección General de Difusión Cultural de la unam . Pasarán varias semanas antes de que Juan Manuel Torres tenga un ejemplar en las manos, porque a principios del mes de julio se ha embarcado rumbo a Polonia, donde –gracias a una de las becas que Polonia ofrece tras la visita que hizo a México en 1960 su viceministro de Asuntos Exteriores, Józef Winiewicz– estudiará dirección cinematográfica en la prestigiosa Escuela Superior de Teatro y de Cine, en la ciudad de Lodz, presidida por Andrzej Wajda. Pitol, mientras tanto, ha vuelto a marcharse de México y se ha instalado en China para trabajar en una editorial que imprime libros y folletos en lenguas extranjeras. El país lo decepciona. Torres le aconseja visitar Polonia, y en enero de 1963 toma diez días de vacaciones y viaja a Varsovia. De allí se traslada a Lodz, a poco menos de dos horas por carretera. Se hospeda en el departamento de su amigo, situado en el número 61 de la calle Konstytucyjna (El Constitucional) “un lugar pequeñísimo, en un edificio semi-reconstruido como eran todos o, más bien, como eran los mejores de Polonia.”
narrar para vivir “HE VIVIDO PARA LEER, LEO PARA SEGUIR VIVIENDO” AFIRMA SERGIO PITOL EN ALGUNA PARTE, Y ASÍ HACE EL ELOGIO DEL MUNDO, DE LA MÚLTIPLE CULTURA Y DE LA VIDA MISMA QUE A SU VEZ LE DIERON LA ESCRITURA.
S
ergio Pitol afirma que la ficción y la verdad no son diferentes, que la existencia comprende hechos e ilusiones, que vivimos de actos y de la imaginación con la que contamos a otros el relato de nuestras acciones. Hamlet, Madame Bovary o Pedro Páramo no tuvieron carne y huesos, pero su realidad es innegable. De Sergio Pitol aprendí que la vida no se agota en lo tangible; somos datos y materia, pero no sólo eso.
Al volver de Lodz a Varsovia Pitol enferma, tiene fiebre. La experiencia le da pie para crear un relato de atmósfera pesadillesca: “Hacia Varsovia”, incluido en Los climas (Joaquín Mortiz, 1966). En él hace un pequeño guiño a su amigo, con una sencilla mención casi al paso: “Bebí un largo trago de la cantimplora con que antes de partir de Lodz me había obsequiado Juan Manuel.” Es la primera de varias alusiones y dedicatorias que intercambiarán a través de sus libros a lo largo de los años. En septiembre de 1963 Pitol llega a Varsovia con el deseo de vivir allí un largo período. El embajador de México en Polonia, Eduardo Espinosa, le ayuda a obtener una beca para residir un año en Varsovia dedicado a los estudios que prefiera. En julio de 1967, cuando publica, después de casi cuatro años de vivir en Varsovia, su Antología del cuento polaco contemporáneo, inscribe en el pórtico: “Para mis amigos polacos. Para Elena Poniatowska y Juan Manuel Torres, también polacos.” Sergio Pitol con Juan Manuel en Varsovia
Víctor Hugo Martínez González*
SerGio PiToL ProvoCa preguntarse por el sentido de
narrar La vida distingue entre vida y vida buena en
escribir y narrar la vida. ¿Por qué narramos lo vivido, o leemos para enterarnos qué narraciones pueden tener nuestros actos? Este enigma que nos rodea invoca la aristotélica diferencia entre la vida y la vida buena, es decir, la capacidad humana de buscar un significado más allá del instante y religarnos con una noción de lo absoluto. Pitol es literatura absoluta porque lo suyo persigue la trascendencia, lo sacro, lo que está en contacto con todos. En sus novelas sus personajes son escritores que ganan fama, pero el sentido de la creación artística, ellos lo saben y lamentan traicionarlo, no es el del éxito o prestigio. Esta conciencia en sus creaturas revela que Pitol es un hombre del siglo xix , un clásico, un renacentista, para el que la libertad y toda explosión de vida deben construir el más armonioso orden posible. Esta aspiración cifra el poder permanente y revulsivo de los clásicos. Formado en esos valores, no es casualidad que los libros de crítica literaria de Pitol enaltezcan a Shakespeare, Gogol, Cervantes, Chéjov, James, Austen, Quevedo, Borges, Reyes, Dostoyevski, Tolstoi, Galdós, Conrad.
otro punto. ¿Por qué contamos lo que hacemos o quisimos hacer? Si vivir otra vez la vida al recordarla es un acto humano, la literatura existe entonces para encontrarnos. Ocurre así porque la torpeza y a veces brutalidad de nuestros actos, no nos es indiferente. Qué lejos estamos del ideal que tenemos de nosotros; nuestros intercambios sociales no son los que imaginaríamos como perfectos. Esta percepción es otra raíz de la literatura. Sin embargo, como los relatos de Pitol lo entreveran, no toda la literatura nace para vengar la vulgaridad del mundo. Narrar la existencia implica representar la muy real derrota de los sueños, los vacíos e inmundicias por las que la vida también se muestra. Hay héroes convertidos en traidores, y pillos que por otros se sacrifican. En los cuentos de Pitol estas metamorfosis literarias están hechas de vida y realidad humanas. Pitol no es sólo un gran escritor por su dominio de la técnica, sino por su conocimiento de la condición humana como un sitio de pulsiones abigarradas. Personajes suyos como La Falsa Tortuga, Dante C . De la Estrella o Jacqueline Cascorró, adalides
Pitol
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SERGIO PITOL MURIÓ EL PASADO 12 DE ABRIL, CASI UN MES DESPUÉS DE HABER CUMPLIDO 85 AÑOS DE EDAD Y OCHO DÍAS ANTES DEL OCTOGÉSIMO ANIVERSARIO DE QUIEN FUERA UNO DE SUS MÁS CERCANOS AMIGOS, JUAN MANUEL TORRES, NACIDO EL 20 DE ABRIL DE 1938.
Ella estuvo de visita en la tierra de su padre en agosto de 1965. De esa estadía resulta la entrevista “Elena Poniatowska redescubre en Varsovia a un escritor mexicano: Sergio Pitol”. Torres, por su parte, lleva ya cinco años viviendo en Lodz, y permanecerá allí todavía un año más, hasta octubre de 1968. Pitol vuelve a México a comienzos de ese año para obtener su título como licenciado en Derecho. En abril de 1969, cuando publica El viaje, Torres corresponde el afectuoso gesto de su amigo nombrándolo como uno de los principales destinatarios de ese libro de cuentos: “Para Jolanta [la esposa de Torres] y Sergio”, y mencionándolo también por su nombre de pila en un párrafo del tercer cuento del volumen: “El mar”. Su admiración e interés por la literatura polaca los identifica. Torres contagia a Pitol su gusto por Witold Gombrowicz. Por una feliz y sorprendente cadena de hechos, el propio Gombrowicz invita a Pitol a traducir su Diario argentino, y éste así lo hace. Cuando el escritor polaco vuelve a buscarlo para proponerle que traduzca Kosmos (tal vez la más famosa de sus novelas) para la editorial Seix Barral, Sergio se ve obligado a declinar porque ha contraído un compromiso con la Universidad Veracruzana, pero sugiere que se le encomiende la traducción a Torres. Por desgracia, aunque Torres acepta, las complicaciones que enfrenta al final de su estadía en Polonia le impedirán cumplir el compromiso. En 1969 Pitol asumirá esa tarea. Al cabo traducirá cinco libros del singularísimo narrador y dramaturgo. Aunque la obra (y la vida) de Juan Manuel Torres es muy breve comparada con la de Sergio Pitol, hay entre ambas una relación de contigüidad y corres-
pondencia que debe explorarse. Polonia hermana a los dos escritores, no sólo por el hecho de haber vivido allí un período relativamente largo –dato que en sí mismo no es menospreciable–, sino por haber abrevado en buena medida en la esencia de sus letras. Torres y Pitol son, por así decirlo, nuestros dos autores más centroeuropeos. Hay en sus obras noticias de otra realidad que enriquecen la nuestra
de la farsa y la trampa, existen así para engrandecer el tamaño y la elegancia de quien no tolera la chapuza, de quien sigue otros espejos.
teatro, la ópera, la música, el cine, la escultura, la literatura, la pintura, los museos. Leerlo es entender por qué una vida sin películas, novelas, cuadros u otras artes es una vida de sombras. Lo humano no es sólo el mundo de la física, la química o la biología, donde el más fuerte puede imponerse o un mapa genético determinarnos. Lo humano es también el universo de los sueños, la imaginación, la fantasía. El acceso a ese mundo que Pitol propone es el de la lectura, el leerlo todo, a nosotros, a nuestros semejantes y la vida entera. “He vivido para leer, leo para seguir viviendo”, escribe Pitol. La expansión de vida que ello significa, es el terreno de la cultura que nos hace mejores individuos. Lo digo por la sensibilidad y comprensión que obtenemos de la literatura, pero también porque las manifestaciones culturales excitan y completan el desarrollo de la conciencia. Leer en Chéjov, el autor preferido de Pitol, lo que es el amor y sus impactos, es nombrar lo que nos alude como humanos, pero que para ser comprendido necesita de esa ayuda, esa prótesis invaluable como Roger Bartra llama al papel de la cultura. Los personajes e historias literarias de Pitol son una muestra de esa transformación de la vida.
reCaTado y modeSTo como es, muchos años tardaría
Pitol en narrarse a sí mismo. Pudor es una palabra adecuada para referirse a ello. El arte de la fuga, El viaje, El mago de Viena, Una autobiografía soterrada o Memoria 1933-1966, la serie de libros dedicados a su trayectoria intelectual, no transigen con ninguna anécdota morbosa o soberbia. Domar a la divina garza, título de una de sus novelas, es la operación que Pitol se aplica para desmitificar el ego y sus absurdos. Si poder es dominio de los otros, pudor es una muy distinta cosa: consideración a los otros. La literatura, que es la vida de Pitol, se rige por ese principio. Esta idea nos transporta a su fascinación por la cultura.
¿ Por qué PiToL es un octogenario educado, divertido, laborioso, reflexivo? Mi respuesta es por la cultura, por las consecuencias que la cultura tiene en la vida de las personas. Pitol enseña a sus lectores la pasión por el
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Ilustración de José Hernández
ConverTido en eL escritor que lo ganó todo, las memorias de Pitol compendian sus inventarios, mutaciones, herencias. El tono, envolvente y cálido, no incurre nunca en la pedantería de quien pasó treinta años viajando por América, China o Europa, y lo vivió todo. Mantiene el recato este señor mago, te dice que la vida es tan majestuosa que vale la pena escribirla, que descubriendo ello, todo lo suyo, infectado por ese virus de narrarse, no ha sido otra cosa que la manifestación de la vida misma. Quien ha escrito los libros más perfectos y hermosos, no quiere que se le tome demasiado en serio. Esta elegancia moral disimula la grandeza de quien fusionó el sueño con la realidad y arriesgó su propia vida como experimento. Pitol es precisamente eso: una literatura que acerca y enriquece la vida, que demuestra que la fantasía tiene poderosos efectos; una forma de reencuentro para quien decida leerlo
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*Autor del libro Sergio Pitol. Una memoria soñada
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PiToL y La TraduCCión: la otra obra
LAS TRADUCCIONES DE ESTE GRAN VIAJERO DE IDA Y VUELTA EN EL ESPACIO, LAS IDEAS Y LA LENGUA, SON “OBRA DEL ENTUSIASMO, LA CURIOSIDAD Y LA MARAVILLA”, LO CUAL HACE POSIBLE A SU UNGARETTI, A SU MONTALE, A SU QUASIMODO Y A MUCHOS OTROS QUE HIZO SUYOS PARA NOSOTROS.
Francisco Segovia
E
I
n sus libros de memorias cuenta Sergio Pitol que a veces viajaba de Europa a México para visitar a sus editores y armarse de traducciones que le permitieran seguir viviendo allá –de freelance, diríamos hoy. Esto podría sugerir que Pitol traducía por necesidad, lo que le encargaran, y a destajo. Sin embargo, una rápida comparación entre la lista de los autores que ha traducido y la de los que él mismo reconoce como sus principales influencias literarias minaría de inmediato esta suposición, pues las coincidencias son muchas. ¿Podría ser, acaso, que los dioses hayan sido tan bondadosos con él que a sus manos sólo llegaran obras que a la larga resultarían fundamentales para su obra como cuentista y novelista? Hay desde luego algo de eso –porque los dioses en efecto le han sonreído siempre–, pero la “historia natural” de esa coincidencia es más terrenal y mundana. Aunque en esas páginas autobiográficas no lo explicita, lo que sin duda ocurría es que muy frecuentemente era él mismo quien proponía los libros al editor, y no al revés. Así puede entenderse que Pitol se haya convertido muy pronto –no ya sólo en el traductor sino– en el promotor de una serie de escritores poco, mal o nada conocidos en español, en especial algunos de la Europa oriental, de lengua eslava, y más particularmente polacos. No, las traducciones de Pitol no dan nunca la impresión de haber sido hechas por obligación y a destajo, a cambio de unos cuantos kópecs, aunque él mismo se lamente alguna vez, en El arte de la fuga, de haber hecho algunas de ese modo, y de las deficiencias que a su juicio eso trajo al resultado. Es una confesión que a sus lectores, desde afuera, nos parece un tanto increíble, pues a nosotros el conjunto de sus traducciones no parece obra del entusiasmo, la curiosidad y la maravilla. ¿De qué otro modo, si no, explicar la sensación de limpieza y frescura que las caracteriza; o, dicho de otro de otro modo, la “inocencia” casi infantil con que parecen haberse hecho? No digo, desde luego, que haya sido fácil traducir El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, o Lo que Maisie sabía, de Henry James –una obra endiabladamente difícil, según admite él mismo–; lo que digo es que, por más que esas obras exijan de su traductor esfuerzos titánicos, no es el esfuerzo del traductor lo que brilla en las traducciones de Pitol sino, en
José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis Archivo Sergio Pitol
Sergio Pitol en los años sesenta. Fuente: cvc.cervantes.es
todo caso, la “naturalidad” con que parece darse el traslado. Esta “naturalidad” revela una actitud clásica que los teóricos a la moda de su tiempo –como los de la nuestra– habrían condenado, pues no se presenta como anónima ni oculta que es un logro del talento del traductor. Él mismo dice, en una entrevista con El Universal, que sus traducciones de Ungaretti son su Ungaretti, las de Montale son su Montale y las de Quasimodo su Quasimodo. Ésta es una declaración muy seria, donde las haya. Yo no sé si es así como debieran darse siempre las traducciones, pero sí sé que no siempre se dan así. Hay traducciones espléndidas en las que el traductor quiere dejar el menor rastro posible de sí mismo y traducciones en las que la parte del traductor brilla –no tanto por la “naturalidad” del traslado sino– por la erudición que compromete. A estas opciones (la del traductor obliterado y la del traductor académico, erudito), Pitol opone la del traductor gozoso. Porque es su placer y su deseo lo que compromete en cada traducción. Y, si uno quisiera restringir ese placer y ese deseo
al mero ámbito literario –porque está claro que el placer y el deseo que un lector se juega en un libro no son meramente literarios, meramente librescos, como supone un prejuicio común–; si uno quisiera restringir ese placer y ese deseo al ámbito de la literatura, digo, entonces tendría que decir que, al traducir, lo que mueve a Pitol es su placer. Pero, sobre todo, su deseo de obra. Me explico. El hecho de que no todos los traductores de literatura sean además escritores muestra que el deseo de obra no es fundamentalmente un deseo de escritor sino, más bien, un deseo de lector. Por eso no es raro que los escritores lo padezcan siempre; porque, antes de ser escritores, son lectores –lectores compulsivos, lectores fascinados. El mismo Pitol lo confiesa así en Una biografía soterrada: “A partir de los veintitrés años –dice– la escritura se entreveró con la lectura.” No son pues el mismo deseo, porque uno precede al otro, pero se entreveran. El lugar de ese entrevero es el deseo de obra. En principio no importa qué clase de obra sea ésta. A los lectores empedernidos, sean o no escritores, no los amilana mucho tener que leer de vez en cuando libros malos, libros desechables o, como dice Zaid, “demasiados libros”: de todas formas quieren más. Que haya los libros que no hay. O, dicho de otro modo, que haya todos los gozos que podría haber... Y digo gozos no porque crea que todos los libros deban ser dichosos sino porque aun los libros desdichados suponen de algún modo un gozo. Porque todo libro –como decía Stendhal de la belleza– es “una promesa de felicidad”; o, por decirlo en su versión modernizada, porque toda obra es “una promesa de sentido”
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Mario Torres Ruiz
las buenas nuevas JOSEPH CONRAD, HENRY JAMES, MALCOLM LOWRY, BORIS PILNIAK, KAZIMIERZ BRANDYS, ANTON CHÉJOV, WITOLD GOMBROWICZ, JERZY ANDRZEJEWSKI, SON ALGUNOS DE ESOS OTROS QUE PITOL HIZO SUYOS EN LA TRADUCCIÓN Y ESTÁN EN LA COLECCIÓN SERGIO PITOL, TRADUCTOR, DE LA UNIVERSIDAD VERACRUZANA. Sergio Pitol en los años sesenta. Fuente: cvc.cervantes.es
P
ierre Menard, autor del Quijote; Cide Hamete Benengeli, Alonso Fernández de Avellaneda, Miguel de Cervantes Saavedra. ¿Cuántos autores más merodean la creación y recreación de las andanzas del ingenioso hidalgo? Para Borges en su fascinante universo de ficción, Menard no quería escribir otro Quijote, sino el Quijote, por tanto, era su autor. Para Cervantes, en uno de tantos guiños y tomaduras de pelo a sus lectores, Benengeli, ese sabio historiador musulmán, era el verdadero creador de tan afamadas aventuras; no así Alonso Fernández de Avellaneda, seudónimo de no sabemos qué escritor, padre del Quijote apócrifo, a quien Cervantes se encarga de denostar en su segunda parte de la novela caballeresca. Habría que añadir a los traductores que durante centurias han vertido el Quijote a diversas lenguas; también son, de algún modo, autores de tan célebre pieza literaria. Las traducciones son la traducción, la autoría. Sus lectores comparten el asombro por una obra y el trabajo de transcribir lo inasible, porque cada idioma es una concepción particular del universo. Podemos incluso decir que no hay traducciones fidedignas, que hay aproximaciones, acercamientos. ¿Cuánto del Ulises de Joyce se queda en el camino de una traducción, por ejemplo?
Antonio Soria
Con todo, cuando el conocimiento de la lengua o de una simple palabra está en el oficio, la disciplina y esfuerzo del traductor, nos encontramos con las buenas nuevas. Como un evangelizador, el buen traductor literario nos trae lo que de su asombro inicial vino, acompañado de ritmo, de un buen fraseo, como si hubiera sido escrito en ese idioma. Sergio Pitol, el escritor de novelas, ensayos y relatos, el promotor literario incansable, ha sido también durante décadas el traductor, el portador de las buenas nuevas. La Dirección Editorial de la Universidad Veracruzana ha sacado a la luz una colección denominada Sergio Pitol Traductor, que abarca la prolífica y excepcional obra de este escritor mexicano en dicha faceta. Con una veintena de títulos en su haber, desfilan en esta recopilación autores como Joseph Conrad, Henry James, Malcolm Lowry, Boris Pilniak, Kazimierz Brandys, Anton Chéjov, Witold Gombrowicz, Jerzy Andrzejewski, entre otros. El de Pitol es un universo de vasos comunicantes, de muchas literaturas que se rozan y conectan de manera oblicua; temática y temporalmente. El hallazgo y la revelación de un escritor ruso, por ejemplo, pionero en varios aspectos de la moderna narrativa en relación con el lenguaje cinematográfico en “Un cuento sobre cómo se escriben los cuentos” es
una muestra de ello. Boris Pilniak y su obra se conectan así con nuestro presente político y social de siglo xxi al hacer una radiografía del Estado ruso en el cuento “Pedro, Su Majestad, Emperador”, mismo que da nombre al volumen que integra también esta colección. El narrador dice: “No puedo apartar el pensamiento de mi patria. Su historia es oscura, puesto que los cholopy [campesinos, siervos] ( n . del T .) y la plebe toda están abandonados a condiciones primitivas, mientras que el sliachetsvo [palabra polaca que significa nobleza] ( n . del T .), a pesar de que estudia en la Academie des Sciences, y, por otra parte, tiene reglamentos y ha recibido el conocimiento de toda disciplina, no es otra cosa más que un conjunto de melindrosos y galanteadores, petulantes y extorsionistas, violentos y ladrones, estafadores, dilapidadores del tesoro público, por lo que su conciencia se ha corrompido y ha olvidado los buenos preceptos […] Nuestro Estado Ruso perdura en el hambre, la pestilencia, los conflictos y los tumultos.” Sólo cabe agregar que la vigencia de esas ideas en relación con nuestro país asombra y da escalofríos… Todo está en todas partes. Sergio Pitol es el peregrino, el descubridor siempre; heraldo y portador de buenas nuevas
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la intensidad narrativa EL AUTORRETRATO HABLADO DE UN GRAN NARRADOR A LO LARGO DE LOS AÑOS EN EL LIBRO DE ENTREVISTAS CONVERSACIONES CON SERGIO PITOL, DE RAFAEL ANTÚNEZ.
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a muerte de Sergio Pitol, apenas el pasado jueves 12 de abril, innecesariamente mueve a recordar que, hace no mucho y durante una larga temporada, la suerte del maestro indiscutible de la prosa y autor del Tríptico de carnaval, entre muchos otros títulos, estuvo en entredicho y se ventiló en medios impresos –y sólo en éstos, pues los medios electrónicos tradicionales parecen seguir afectadísimos de una particular y muy deplorable aversión a todo lo que suene a, luzca como, en efecto sea o sólo parezca cultura-, en los cuales se dio cuenta de la salud, ciertamente mermada, de nuestro miglior fabbro, como a Hugo Gutiérrez Vega le gustaba llamar a Pitol, así como de las posturas de propios, no tan propios y también uno que otro extraño, respecto de lo que procedía o no procedía hacer tocante al maestro y su obra. Entretanto, con un acierto y una generosidad que todos aquellos no atinaron a imaginar siquiera que podían poner en práctica, Rafael Antúnez concibió, editó,
seleccionó los materiales incluidos y publicó el volumen titulado Conversaciones con Sergio Pitol, (Instituto Literario de Veracruz, México, 2015.), un conjunto de entrevistas en las cuales, a lo largo de los años, Sergio Pitol hace un verdadero retrato hablado de sí mismo, tan amplio como un paisaje a campo abierto. Las conversaciones fueron sostenidas con Carlos Monsiváis, Roberto Frías, Sergio González Rodríguez, Gerardo Ochoa Sandy, Miguel Ángel Quemain, Juan Villoro, Héctor Orestes Aguilar, Laura Cázares Hernández, Héctor Perea, Pedro m . Domene, Elena Urrutia, Cristina Pacheco, Javier Aranda Luna, Emmanuel Carballo, Margarita García Flores, Rogelio Arenas m . y Gabriela Olivares. Aquí, el lugar común troca en verdad palpable: de la primera página a la última, el libro no tiene desperdicio, pues cada respuesta del autor de Domar a la divina garza, El desfile del amor y El tañido de una flauta, ya sea para explicar la estructura de alguna de sus novelas o para pormenorizar la génesis de alguno de sus mag-
níficos cuentos, sumada al resto completa el dibujo de lo que es, en los hechos, un narrador de primerísimo nivel: desde siempre, lector al que el adjetivo “apasionado” parece quedarle chico; desde el principio, un obrero de la pluma y el papel que no conoce descanso; desde el profundo enamoramiento de otras lenguas, un traductor notable. La interminable disquisición en torno a si para conocer a fondo a un autor es preciso indagar en todo cuanto de él se halle disponible, o si por el contrario debería bastar con su obra, queda saldada en estas Conversaciones… a favor de la primera postura: nadie que se precie de gustar del opus pitoliano debe dejar de soslayo esta oportunidad impagable de leerlo, o más bien definitivamente escucharlo conversar. Y si todo lo antedicho fuese poco para alguien, remata el volumen un breve y entrañabilísimo texto del propio Sergio Pitol, reminiscencia escrita de su memoria más añeja, titulado “La intensidad del dolor”
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Leer
22 de abril de 2018 • Número 1207 • Jornada Semanal
Chernóbil, Iliana Olmedo, Siglo XXI Editores/El Colegio de Sinaloa/Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2018.
Los residuos de la radiación SERGIO CEYCA
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i Chernóbil hubiera sido publicada en la década de los años cincuenta, hubiera sido considerada una novela de ciencia ficción distópica: ¿cómo es posible que el sueño de la energía nuclear haría posible que los integrantes de células inconformes empiecen a desaparecer como si los hubiera borrado el tiempo? Casi podría ser un equivalente al mundo al borde del colapso que k . Dick propone en sus novelas. Pero visto desde nuestro presente, más bien parece un relato de terror: la historia de una familia cuyo padre está desaparecido y que, con el tiempo, empieza a desintegrarse cual si le estuvieran afectando los residuos de la radiación. La novela escrita por Iliana Olmedo, merecedora del xv Premio Internacional de Narrativa Siglo xxi Editores, cuenta a través de fragmentos la vida de Daniela Arenas y su familia. Abre con la protagonista recibiendo una llamada de su hermano mayor para decirle que Paula, la hermana de en medio, se mató “por fin”. A partir de ahí, Daniela empieza a repasar la historia de su familia hasta la tragedia original: en 1986, semanas después de la catástrofe de la planta de energía eléctrica de Chernóbil, su padre, un militante político que creía en la energía nuclear como fuente de progreso, desapareció de la faz de la Tierra sin dejar una sola huella. Ni siquiera su amante supo qué le ocurrió. Desde 2016, tiempo en que realiza el recuento de los daños, Daniela Arenas va hurgando en sus cuadernos de notas para recuperar los momentos claves que ocurrieron antes y después de esta desaparición; además, lo hace para configurarle un rostro al padre, el ser ausente. Daniela Arenas cuenta que, desde antes de su desaparición, su padre le regaló un cuaderno, y a partir de ahí, con un orden más emocional que lineal, corren paralelas diversos acontecimientos relacionados con su niñez y la de sus hermanos. Daniela es una chica triste, silenciosa, que incluso en sus propios escritos calla más de lo que confiesa: sabemos que la desaparición fue un punto de inflexión en su vida y que no se lleva bien con su madre; pero Iliana Olmedo tiene la facilidad de pasar entre la información y el silencio, de manera que el lector va buscando pistas de cómo siguió expandiéndose el hongo nuclear en su vida, de qué
manera su comportamiento mutó de acuerdo con la radiación: es una chica tímida, que no reacciona con agresividad ante las cosas, y confundida en cuanto a las maneras de disfrutar su propia sexualidad, o cómo disfrutar la que los demás quieren darle. Por su parte, Rafael y Paula, sus hermanos mayores, también van envejeciendo y encerrándose en destinos llenos de tragedia, que se van revelando poco a poco en las notas de la niñez de Daniela, hasta surgir en las épocas posteriores. Además, al haber sido el padre un físico nuclear, la tragedia de la planta y los sueños y esperanzas que le son robados tienen relación: “aspirar a la igualdad es tan posible como aspirar a que México tenga plantas autónomas y produzca su propia electricidad a través de la energía nuclear (con uranio natural) sin pedir permiso o necesitar ayuda. México se parece a Fernando, siempre tratando de liberarse y, en el intento, pasando sobre la población, ésa a la que debería cuidar”, menciona Daniela en algún capítulo. La catástrofe de la planta de Chernóbil, que va corriendo como fondo en la novela, se vuelve un símbolo de lo que es su familia con el pasar de los
años. Cuando Daniela, ya mayor, decide conocer Chernóbil para fotografiarla, se da cuenta de que esa ciudad en ruinas representa un poco su vida. Esta insistencia en el libro por recordar la tragedia remite en parte a la escena final de Fahrenheit 451, cuando uno de los personajes dice a sus compañeros que ellos no son nada: que algún día la carga que llevan todos podrá servir a alguien, pero que incluso cuando se disponía libremente de los libros no se sabía sacar provecho de ellos porque la Humanidad continuó insultando a los muertos, escupiendo en las tumbas de los que intentaron pasar su conocimiento. Lo único que ellos pueden hacer para intentar detener esa masacre eterna es recordar. Iliana Olmedo sabe tejer este avance de historias paralelas, de distintas épocas, con una habilidad que, a pesar de la tristeza que pudiera imprimir en el lector, sigue generándole interés para que no abandone el libro, esperando siempre nueva información que ayude a revelar toda aquella tormenta de cosas que Daniela Arenas suele no entender bien. Durante la lectura una pregunta puede rondar en la mente del lector: ¿por qué insistimos tanto en hablar con los ausentes? En buscar sus huellas a nuestro alrededor, en identificar cómo continua la vida como si ellos nunca hubieran existido. En el inicio de El Aleph, Borges camina por Buenos Aires encontrando la primera señal de que Beatriz, su amor eterno, ya no forma parte del mundo que continúa girando; a pesar de eso sigue visitando, en sus aniversarios luctuosos, la casa de su familia para, ahora sí, entregarle su amor sin condiciones. Sucede como con los hijos ingratos que, tras la muerte del padre con quien siempre discutieron, llenan su tumba con flores y arreglos mientras lloran nunca haber llevado la vida tranquila con los ausentes. Chernóbil parece, así, el resultado de una búsqueda interna por eliminar la radiación que puede durar miles de años afectando el ambiente, siempre con la esperanza de que en el futuro la situación cambie: atestiguamos, a través del testimonio de Daniela, cómo cada miembro de la familia de Fernando Arenas vivió su vida y, posteriormente, su desaparición, dejando dañadas las relaciones entre sus hijos y la madre, entre los hermanos, o entre ellos mismos y su pasado
En nuestro próximo número
FESTIVAL INTERNACIONAL DE LA IMAGEN: La Jornada Semanal
una fuerza inagotable
@JornadaSemanal
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Arte y
Jornada Semanal • Número 1207 • 22 de abril de 2018
Cartas sin entregar Aris Alexandrou
5 No olvides ir a casa de la prima de Costas sólo procura no llorar como se nublan los ojos de los poetas que a punto tienen la lágrima como los conductores el claxon en medio de la multitud. Quédate y conversen como hablan los vivos recuerden los ojos que pretenden una vergüenza más abajo del hombro los ojos que miran una última vez más arriba de los techos pero ante todo no olvides que de los diez que lo abatieron siete eran antes de los nuestros de los siete tres ustedes dos que no creían todavía que un saco azul olvida cómo abrazar apenas se queda colgado dos minutos en el armario y yo que supuestamente antepongo el pecho de papel de los versos para salvar a Costas del anonimato.
Aris Alexandrou nació en 1922 y murió en 1978 en París. Su padre era griego del Ponto y su madre rusa, originaria de Estonia, por lo que no aprendió griego sino hasta que se mudaron a Grecia en 1928. Además de ruso y griego, aprendió inglés, francés, alemán y español, y se hizo traductor profesional de novelas, teatro y poesía. De joven se unió al movimiento estudiantil comunista y fue miembro de la resistencia durante la ocupación nazi de Grecia hasta 1942. Por razones políticas y por su negativa a participar en el ejército durante la Guerra civil, pasó ocho años y medio en varios campos de detención. Publicó cinco libros de poesía, una novela, un monólogo teatral y dos guiones cinematográficos. Ha sido traducido al inglés y al italiano. Véase La Jornada Semanal, núm. 1151, 26/ iii /2017 Versión de Francisco Torres Córdova.
pensamiento PROSAISMOS
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orlando ortiz
El poliedro
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ESDE QUE TENGO MEMORIA he escuchado historias, chistes, anécdotas y qué sé yo cuánto más a propósito del llamado, entonces,“enriquecimiento inexplicable” y ahora, eludiendo eufemismo pero incrementando el cinismo: “enriquecimiento ilícito”. Esto, tanto para políticos como para “próceres” de la banca, la industria, el comercio, las finanzas, etcétera. De ese entonces recuerdo a quienes añoraban la administración del presidente Miguel Alemán –al que otros acusaban de ratero– porque sí se embolsaba hasta los clips de la oficina, pero “salpicaba” (textual:“se moja pero salpica”), en otras palabras, porque daba oportunidad de que otros hicieran lo mismo: no veía la corrupción evidente desde el burócrata estacionado en la ventanilla de atención al público hasta directores y secretarios de despacho, pasando por ujieres y secretarias mecanógrafas. También de por aquel entonces recuerdo que algunos no muy jóvenes utilizaban el “carrancear” como sinónimo de robar: “Fulano le carranceó su quincena a su mamá.” El origen de ese neoverbo es obvio: durante la segunda etapa de la Revolución, subalternos de Venustiano Carranza y tropa saqueaban pueblos o rancherías cuando los ocupaban, o requisaban cuanto necesitaban para seguir en el combate y subsistir, pues los recursos no abundaban. Se carranceaba por necesidad, pero también por abuso de autoridad. Este verbo, según parece, se convirtió en “avanzar” para disfrazar el hecho: “para avanzar en la batalla debemos requisar”. Es posible que en ocasiones fuera cierta la “necesidad” con fines bélicos, pero las más de las veces, creo, era pretexto, o quedó como tal. Todavía a mediados del siglo pasado (no son tantos años, no aúllen) se escuchaba esa palabra:“Fulano le avanzó la quincena a su novia.” Recordé lo anterior porque vi en la tele un spot de campaña de “Yo mero”, en el que sostiene algo así como que “para acabar con la pobreza hay que avanzar, para acabar con la falta de crecimiento, hay que avanzar... “ en fin, para acabar con los males del país hay que avanzar. Lo grotesco es que, dicho por el candidato de un partido que se caracteriza porque a lo largo de varias décadas le ha “avanzado” todo al pueblo, el efecto, al menos en mí, es que se trata de una burla. O, paradójicamente, de que “Yo mero”, en su afán de marcar una diferencia respecto a sus patrocinadores, está diciendo la verdad: Yo mero represento la continuidad. Me gustaría poder escribir: “Cuando amlo sea presidente acabará con la corrupción”; me abstengo de hacerlo porque, como lo he manifestado en otras ocasiones, el sistema no va a soltar nomás así el poder y emprender graciosa huida al extranjero. El voto no será suficiente para llevarlo al poder, pues el sistema encontrará la manera de corromper la votación en las urnas o, en última instancia el trife se encargará de ensuciarlo todo para finalmente fallar que el triunfador, por dos o tres votos, es Meade (o Anaya, si las cosas no les salen como lo están planeando y llegan a un acuerdo con él, como puede ser el “gobierno de coalición” como lo entienden ellos, retorciendo su esencia para que las cosas sigan igual). Esto por una parte. Por otra parte, y pecando de iluso, si amlo llega a la presidencia tampoco podrá acabar de un plumazo con la corrupción, que es un mal poliédrico y sistémico, más que endémico. La corrupción tiene muchas caras, todas ellas unidas por una cadena de intereses creados que van, aunque parezca imposible, de los ciudadanos hasta los más altos funcionarios. (No solamente gobernadores y funcionarios son corruptos, también nosotros cuando damos una “mordida” para hacer rápido un trámite o evadir una multa). No digo que sea imposible, sino que vencer la corrupción no es cuestión de voluntad y se llevará mucho tiempo. Ahí aparece otro tema: ¿sus seguidores lo entenderán? Porque es posible que para muchos de ellos, por no decir todos, la corrupción debe desaparecer a las primeras de cambio (como también la pobreza, el outsourcing y el aumento sistemático del precio de la gasolina, es decir, que demanden el cumplimiento inmediato de todo lo prometido), pues, desgraciadamente, la gente debe creer que tiene una varita mágica. Dado el caso, hay que prepararse para aceptar que el cambio será gradual, en el mejor de los casos, o de lo contrario sería necesario implantar un jacobinismo rabioso, y no creo que haya quien quiera que todos nos vayamos al rancho del Peje. Si se va a votar por el cambio, hagámoslo conscientes de que cambio no es lo mismo que milagro.
Arte y
22 de abril de 2018 • Número 1207 • Jornada Semanal
pensamiento
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N INGLÉS LA CAJA de jabón puede ser dos cosas: el receptáculo donde se transportan el detergente y sus derivados o una tribuna para discursear sobre política. Incluso hay un verbo: soapboxing. Sospecho que los mexicanos ejercemos el soapboxing todos los días aunque sea un rato, pues consiste en perorar apasionadamente y a gritos sobre política. También hay expresiones de uso diario con este verbo. “Bájate de la caja de jabón” quiere decir: ya no estés haciendo editoriales y come, que se te va a enfriar. La historia de este asunto es muy democrática. En Hyde Park, un hermoso parque londinense, desde 1872 oradores espontáneos traían su caja de jabón para usarla como plataforma, se subían sobre ella y arengaban a quien pasara por ahí, sobre todo acerca de asuntos políticos. Ahora existe una esquina, llamada Speaker’s Corner, reservada para este fin. Ignoro si todos los que se suben tienen algo sensato que decir, pero aunque no soy una conocedora de este asunto, supongo que habrá quien se suba a decir bobadas. Como las que escuchamos a toda hora en estos días de campañas, en los tonos más diversos y con las mentiras más absurdas. Yo traigo unas ganas tremendas de soapboxear. Suelo tratar de imaginarme dónde sería conveniente instalar mi caja de jabón, que imagino como un huacal muy grande con un letrero que dice detergente foca en un costado. Imagino mi sistema de sonido: un micrófono con un amplificador ultra potente. Y el sombrero como de revolucionario de 1910 que me tendría que poner, so pena de caer como regla, por el sol y los imeca s. ¿En Xola e Insurgentes? No. Leí que es una de las equinas más ruidosas del país. ¿En dónde me pondré que no estorbe pero se me escuche?, me pregunto todo el día. Lo malo es que hay muchas dificultades para llevar esta obra cívica a cabo. La primera es que dudo que los transeúntes me hagan caso, ya que casi todos los chilangos tienen prisa y van de mal humor. La segunda, que en esta ciudad no se oye nada más que el escape de los peseros, las pipas de Pemex, los helicópteros de los funcionarios y la camioneta con la grabación de “Se compra. Colchones. Refrigeradores. Estufas. Microondas. O algo de fierro. Viejo. Que. Vendaaaaa.” La tercera dificultad es que, de seguro, se tiene que pedir un permiso en la delegación para echar rollos subida en una caja. Conjeturo que me mandarían de un escritorio a otro, de una ventanilla a otra, y me pondrían a llenar formularios por quintuplicado para decirme, a la hora de la hora, que no. Entonces, llena de fuego
cívico, saldría de la delegación a, de todas formas, instalar mi caja. Pasaría la patrulla. Y la sola idea de ir en el asiento trasero de la patrulla con mi caja de jabón Foca en las piernas me pone los pelos de punta. Me temo que me iría como a las pobres focas canadienses en estos días en los que el gobierno de por allá da permiso de que apaleen a las crías. Por aquello de la prosperidad de la industria peletera. Qué poca. En todas partes se cuecen habas, aunque ahora las que más me importan son mexicanas. El tema de mi proclama sería México. Es que quiero que me lo devuelvan. Este país donde vivo ahora me resulta un desconocido intolerable. Quiero paz y que Calderón vaya a la cárcel por declarar una guerra sin planear para vengarse de que le gritáramos “¡espurio!” Que su inmerecida pensión sea destinada a reparar daños hechos a los miles de ciudadanos perjudicados por esta guerra que nos ha desgarrado. Quiero que Zedillo se tome el trabajo de asesorar gratuitamente a quien quede en la Secretaría de Transportes para reinstalar la red ferroviaria que desarticuló por sus pistolas. Que me digan dónde quedaron los excedentes de la explotación petrolera de estos sexenios. Que Fox pague una multa gigante por incumplimiento de contrato, por aquello de “Y a mí, ¿por qué?” cuando le faltaban meses para terminar “su mandato”. Que Peña Nieto restituya todo lo que ha recortado en los rubros de educación y salud, y que levante lo que tiró. Que los chilangos vuelvan a tener diálogo con el gobierno de la ciudad y que los ladrones de todos los colores que se han encargado de escamotear el dinero de la reconstrucción lo distribuyan, además de poner a los funcionarios a trabajar físicamente en esas tareas. Es decir, pasaría en la caja de jabón unos cuantos meses. Pero, estoy segura, habría muchos que también quisieran subir y yo, claro, les cedería la palabra
Convergencias, un teatro sin muros
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N EL RECORRIDO DE LOS proyectos teatrales que se desarrollan en Ciudad de México, El Círculo Teatral es uno de los más completos por la capacidad de incluir un proyecto pedagógico, contar con un repertorio y ser la sede de un proyecto creativo que ha aportado al conjunto, como el taller de dramaturgia de Estela Leñero, que también es un espacio de crítica y análisis del teatro contemporáneo y un espacio anfitrión que hospeda –con benevolencia y empatía– la itinerancia de muchos artistas que carecen de foros y/o que trabajan montajes con fechas de caducidad o de término muy precisas y encajan en los espacios como los que había en su afectada sede.
3:45 am
Un arte para sobrevivir y hacer sobrevivir; una idea del teatro viva y poderosa desde los inicios de esta aventura teatral, que este mes cumple quince años; que logró un trabajo autofinanciable e independiente no sólo en su estética sino en el manejo de sus recursos financieros y en la administración de una complicidad generosa, que en varios kilómetros a la redonda no tiene parangón. A poco más de seis meses, el gobierno de Ciudad de México todavía no da luz verde para la demolición del inmueble que permita empezar la siguiente etapa de reconstrucción. Eso es lo urgente, dice Carpinteiro, porque los esfuerzos de la comunidad de amigos están ya ofertados y es necesaria una respuesta rápida de las autoridades capitalinas. Si bien es cierto que no están peleados con lo comercial ni con los medios electrónicos, sí lo están con la mezquindad y la falta de compromiso. No deja de sorprender la solidaridad de muchos colegas que, en estos días aciagos, muchos, pero muchos de ellos, les han devuelto mucho más de lo que han recibido de El Círculo. Esto alienta para arrancar en una sede que estará pensada desde su construcción como un teatro. Hay que mencionar que parte de ese esfuerzo para recuperar sus espacios es el montaje de 3:45 Am, de Verónica Musalem, dirigida también por Carpinteiro, con la actuación de Ángeles Marín, que se presenta bajo la modalidad de recorrer distintos espacios (principalmente en sábado) donde se pueda realizar este monólogo, armando así, al modo de una gira, varias presentaciones que se realizan con previa reservación; mayo está prácticamente agendado (55531383). La danza circular de María es otra obra en repertorio después de cuatro años, con la misma actriz y la misma dirección, que recorre distintos escenarios en los estados.
TeaTro sin Paredes, sin muros, en liberTad
Teatro sin Paredes es uno de los conjuntos teatrales más consistentes y creativos de la escena mexicana. Congruentes, va-
lientes y arriesgados con estéticas o modos de concebir la belleza, que algo guardan de melancólico, de vitalidad oscura, beligerante y creativa, algo que se presenta también como una luz al final del túnel, opcional para quien comparte sus indagaciones, que son laboratorios del ejercicio del albedrío y la meditación activa y contestataria de un mundo que vive en la obediencia, la subordinación, la enajenación de los valores sustantivos. Muchas veces muy concentrados en entender al mundo como dicotomía, bajo la lupa de las decisiones correctas y las equivocaciones que comparten con un público que a menudo es llevado a comprometerse con una opción, su teatro está lleno de vitalidad y riesgo. A menudo apoyado por las instituciones e incluido en espacios consagrados y consagratorios, que van desde el conglomerado de teatros del Centro Cultural del Bosque a la Casa del Lago, conservan su manera de trabajar que los distingue también como uno de los lugares y modos de hacer teatro de enorme originalidad: la capacidad de tejer una dramaturgia grupal, de crear también condiciones para que sus miembros la produzcan y los proyectos permanentes se transformen en publicaciones que le dan consistencia. Ahora llevaron Last man standing, de Jorge Maldonado, al Teatro El Granero. Escrita sobre la escena y dirigida por David Psalmón, se trata de un ejercicio actoral y dramatúrgico sobre el boxeo, que incluye también una profunda reflexión sobre lo que significa dirigir y actuar, escribir para la escena. Hay que destacar a Maldonado (1988), porque no sólo es una figura nueva sobre la escena literaria mexicana, sino forma parte de esta tribu desde 2012, y ha participado en montajes hermanados estéticamente con éste. Digo “tribu”, y no sé si sería más adecuado definir el trabajo exigente de Psalmón como una marcialidad épica o una épica marcial. Hoy es su última función en el ccb ; vale la pena verla y discutirla en la próxima entrega, junto a la permanencia de esta compañía
LA OTRA ESCENA
La caja de jabón
miguel ángel quemain LAS RAYAS DE LA CEBRA
verónica murguía
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Arte y
Jornada Semanal • Número 1207 • 22 de abril de 2018
pensamiento ALONSO ARREOLA
Luis Tovar @luistovars
Calypso sabor de Limón
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NA COSA LLEVÓ a la otra. Estábamos de fiesta en ese club de nombre extraño en San José de Costa Rica, cuando comenzaron a sonar bandas de calypso. Primero nos atrajeron las numerosas y animadas tropas que bailaban en la pista. Luego la avanzada edad de los músicos, casi todos provenientes de la zona negra de Limón, en la costa norte del país centroamericano. Después nos llamó la combinación en la dotación de sus instrumentos. Casi siempre en grupos reducidos, además de múltiples voces, lo mismo sonaban banjos que guitarras, congas que maracas, guitarras que ukuleles, bajos que quijongos caribeños. Este último fue el que nos cautivó. Se trata de un curiosísimo bajo de cajón de una sola cuerda con mástil independiente, recordatorio de los artilugios decimonónicos con que los negros estadunidenses tocaban el primer blues. Hermano del quijongo guanacasteco (muy parecido al berimbao brasileiro), del ngoni africano, del marimbol o marímbula (kalimba agigantada para dar los graves en lenguas de metal), de las box guitars (amplificadas por cajas de cigarros), del cajón peruano, del steel drum (tambor de lata) y hasta del serrucho y del peine de pelo usados musicalmente, este quijongo caribeño muestra lo mejor de la creatividad humana cuando se ve limitada por la pobreza. Igual que numerosos platos que evolucionan en la boca avivados por la imaginación de la austeridad, este mueble se deja construir rápidamente con elementos que usamos y desechamos día con día, pero exige a cambio un gran oído y control rítmico. Se trata de un instrumento no temperado (afinado), sumamente elástico en su tímbrica y con una técnica de tensión variable que lo hace difícil de domar. Imagine, lectora, lector, un palo de escoba al que se anuda un cordón en la punta para unirlo diagonalmente con el centro de un cajón sobre el cual descansan el pie del músico y el otro extremo del palo en movimiento. A medio bailar y medio remar, quien tañe el quijongo debe proveer mucha fuerza en la mano que jala y mucha delicadeza en la que afina buscando viento a favor. Acompañado por instrumentos convencionales, su primitiva naturaleza en el calypso nos recuerda una larguísima ascendencia africana así como la lentísima aparición del contrabajo lejos del continente profundo. Es simple y fascinante a un tiempo: así como los cajones, latas y maracas bajaron de los barcos junto con los esclavos, los “grandes” instrumentos no (¿recuerda la película El piano?). Género afroantillano proveniente de Trinidad y Tobago, el calypso que nos ha llegado a México suele filtrarse con turistas y diyéis de playa más que con la justicia histórica o su tránsito natural en el Caribe. Sabrosamente infectado por el
son cubano, la cumbia y el reggae, el que se instaló para evolucionar en Costa Rica muestra una personalidad única que desconocemos en estas latitudes. Macerado en pueblos como Cahuita, provincia de Limón, el calypso vio a sus mayores creadores en Walter Ferguson y Roberto Kirlew, mejor conocido como Buda. Al primero se le conoce como el Calypsonian King, una suerte de Bob Marley local que este mes de mayo cumplirá noventa y nueve años de edad y a quien ya se han dedicado documentales, investigaciones académicas, homenajes dentro y fuera de Costa Rica así como un festival con su nombre. El segundo tuvo una vida llena de complicaciones de salud y económicas, aunque fue lo suficientemente alegre y emprendedor como para formar bandas emblemáticas. Verbigracia: la Buda Band que ahora, ya sin él, se reunió para bautizarse como Kawe Calypso. Ellos y los de Rice & Beans fueron quienes más nos sorprendieron. En este último el quijonguero era en verdad virtuoso. Su nombre: Ulises Grant (sí, como el presidente de Estados Unidos número 18 que abogara por los derechos de los afroamericanos y luchara contra los confederados en la Guerra de Secesión). Platicando con él entendimos algunas cosas sobre la filosofía del Calypso:“Antes que nada te debo decir que este instrumento es un compromiso de vida”, nos dijo cuando celebramos su trabajo. Sumándose a la eterna protesta social, al chisme y la juglaría noticiosa propia de quienes aportan reflexión y pegamento a su comunidad, todos estos grupos cantan en inglés y en español indistintamente, entendiendo que su legado viene de un ultramar conquistado y que su hermandad con los archipiélagos es antigua y dialogante. Vernos sorprendidos por un oleaje tan prístino nos llenó de emoción. Esperamos lo mismo de usted. Busque músicos de calypso costarricense (además de Ferguson y Buda escuche a Manuel Monestel y Shanty); siéntase refrescado por los sonidos de Limón. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos
BEMOL SOSTENIDO
@labalonso
Atrapados con salida
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UERIDO MILOS: Espero que puedas perdonar la tardanza para escribirte estas líneas, pero sobre todo el motivo por el cual apenas las pergeño, pues en realidad bien pudieron –es más, debieron– ser escritas mucho antes de que la muerte nos privara de tu presencia física. Pero no me extenderé en justificaciones que en el fondo nada justifican. En lugar de eso quisiera hablarte –haciendo de cuenta que me lees, que viene a ser lo mismo estando o no estando tú en el mundo–, sin recato y sin ambages, de la profunda admiración que desde siempre he sentido por tu cine.
Aquí toca confesarte, qué remedio, que de tus primeros cuatro filmes conozco sólo dos: Audición, con el que debutaste, y esa magnífica parodia, ese alegato deliciosamente lúdico contra la estulticia en tantas cosas titulado ¡Al fuego, bomberos! Tus años sesenta, los de tu formación en Praga y el arranque de una filmografía que tiene de breve lo mismo que de poderosa y deslumbrante, fueron también los únicos en los que Europa, pero sobre todo tu país de nacimiento, llamado alguna vez Checoslovaquia –los vaivenes políticos le han cambiado alguna vez el nombre, sin que por eso le cambien el espíritu–, tuvo la fortuna de tenerte. A partir de aquel año del sesenta y ocho, primero luminoso y casi de inmediato vuelto sombras lo mismo en tu Praga que en mi Ciudad de México, debiste dejar tu tierra, cambiaste de nacionalidad para poder desarrollar mejor tu arte y, como todo mundo sabe, sin proponértelo corriste suerte similar a la de colegas y de seguro maestros tuyos, desembocando en un Estados Unidos en aquel entonces bastante más abierto, más amable, menos xenófobo y menos paranoico que el de ahora. Así fue que repetiste la historia de gigantes como Lang, por sólo mencionar a uno, que retribuyeron el asilo con sobradas creces –y disculpa este pleonasmo, pero sólo así alcanzo a describir lo mucho que él, tú y algunos otros le aportaron al cine en general y al estadunidense en particular–, en tu caso con esa docena de filmes que constituyen un todo de solidez impresionante, por atributos presentes en cada uno de ellos: comenzando con tu eficacia narrativa, característica esencial de la primera a la última de tus películas, y rematando con ese talento formal tuyo deslumbrante, capaz del más discreto de los intimismos y también de la puesta en movimiento, en orden perfectísimo, de una multitud a escena; capaz del retrato psicológico del individuo lo mismo que del fresco sociocultural e histórico; capaz, en fin, de ver el árbol todo el tiempo, pero sin que por eso se te perdiera de vista el bosque entero. Kawe Calypso
Es sobre todo de esto último de lo que siempre quise hablarte, querido Milos, porque muchos de los protagonistas de las historias que contaste se me antojan árboles peculiarísimos. Me explico, pero como no quiero hacerte perder tiempo en demasía con ideas que por supuesto conoces, mucho menos hablando de tus filmes como si yo los hubiera entendido mejor que su creador, me concentraré en un puñado de ellos: Pongamos pues a Wolfie, Andy Kauffman, Larry Flynt y McMurphy, es decir a un genio indiscutible de la música, un genio del espectáculo que alcanzó a trascender ese ámbito mediocre, otro de la provocación y los negocios, capaz de confrontar a la sociedad consigo misma mostrándole su infinita hipocresía y, finalmente, un genio para quienes lo rodean, ahí donde la sociedad lo ha confinado. Cada vez me pregunté de dónde vendría esa capacidad tuya, sorprendente sin reservas, para humanizar al mito y, al final del filme, lograr al mismo tiempo y sin contradicción posible exactamente lo contrario; es decir que también me he preguntado muchas veces cómo y de dónde ese talento tuyo para mostrar cuánto de mítico, simbólico, arquetípico, reside en cada uno de nosotros, ya seamos delincuentes, editores, cómicos, músicos o cualquier cosa. Lo ignoro todo de tu vida personal, querido Milos, y aunque hoy existen muchas vías para indagar acerca de los ámbitos privados, no lo haré, en principio para ser congruente con el espíritu de la época que te tocó en suerte vivir, mucho menos farandulizada y epitélica, pero sobre todo porque, como sucede con los que son de veras grandes, como tú, para saber quién eres, cómo sientes, cómo piensas, qué deseas, qué detestas y qué amas, basta con tu obra. A ella me atengo y te agradezco, para despedirme, que sabiéndonos tan atrapados en tantos laberintos como el entrañabilísimo McMurphy, nos hayas mostrado una salida
CINEXCUSAS
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ENSAYO
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ambién los raros. Los “raros”, como los nombró Darío, o “excéntricos”, como son ahora conocidos, aparecen en la literatura como una planta resplandeciente en las tierras baldías o un discurso provocador, disparatado y rebosante de alegríe en medio de una cena desabrida y una conversación desganada. Los libros de los “raros” son imprescindibles, gracias a ellos, a su valentía de acometer retos difíciles que los escritores normales nunca se atreverían. Son los pocos autores que hacen de la escritura una celebración. Sus colegas, los más ceñudos, los más virulentos, los que conciben que el mayor prestigio de una obra se mide por las tantas medallas que los poderosos hayan puesto en sus pechos, jamás podrán verlos con buenos ojos. Es más, los detestan. Cuando en alguna ocasión oyen o leen un elogio sobre ellos se descomponen, utilizan un lenguaje cuartelario, injurioso y procaz que no se concilia con su ordinaria dignidad. Los ademanes, gestos y sonrisas con que por lo general administran cuando se mueven en sus salones se transforman en muecas monstruosas. Al grado que algunos hayan sido transportados a un hospital, o a una clínica psiquiátrica, y aun allí, atados en un lecho, con voz sofocada, se las componen para informarle al doctor o a las enfermeras de que aquellos que pasan por escritores y a quienes califican de excéntricos eran sólo unos seres chapuceros, simuladores y embusteros, hasta que, agotados, hacen una tregua procurada por unas pastillas de varios colores o una inyección intravenosa, y al despertar del sedante, con voz baja, fatigada, mortecina, continúan su diatriba, justificando que su cólera no la dirigía tanto a esos mamarrachos petulantes y farsantes, que no son nada, como a los editores que publicaban esa escoria, o a los críticos de los suplementos y revistas culturales que los rodeaban de una publicidad nefasta y, sobre todo, a los lectores que se dejaban manipular por los anteriores como meras marionetas. El tiempo, como siempre, se encarga de ordenarlo todo. Seguramente deben haber existido excéntricos que creyeran ser escritores geniales cuando sólo fueron pobres grafómanos sin cultura, imaginación, intuición lingüística, o simplemente mentecatos y hasta dementes. No pasarían a la historia, y nadie los reivindicaría. En cambio los sobrevivientes se convertían en clásicos, sin enemigos, se transformaban en personas respetables. Pero los que están vivos y comienzan a ser conocidos chocarán con un pelotón de fiscales e inquisidores.
22 de abril de 2018 • Número 1207 • Jornada Semanal
LOS
R A R O S *
Sergio Pitol
Yo adoro a los excéntricos. Los he detectado desde la adolescencia y desde entonces son mis compañeros. Hay algunas literaturas en donde abundan: la inglesa, la irlandesa, la rusa, la polaca, también la hispanoamericana. En sus novelas todos los protagonistas son excéntricos como lo son sus autores. Laurence Sterne, William Beckford, Jonathan Swift, Nicolai Gogol, Tomasso Landolfi, Carlo Emilio Gadda, Witold Gombrowicz, Bruno Schulz, Stanislaw Witkiewicz, Franz Kafka, Ronald Firbank, Samuel Beckett, Ramón del Valle-Inclán, Virgilio Piñera, Thomas Bernhard, Augusto Monterroso, Flann O’Brien, Raymond Roussel, Marcel Schwob, Mario Bellatin, César Aira, Enrique Vila-Matas son excéntricos ejemplares, como todos y cada uno de los personajes que habitan sus libros, y por ende las historias son diferentes de las de los demás. Hay autores que sin ser del todo “raros” enriquecieron su obra por la participación de un abundante elenco de personajes excéntricos: bufonescos o trágicos, demoníacos o angelicales, geniales o imbéciles, al fin y al cabo casi siempre todos “inocentes”. Los “raros” y familias anexas terminan por liberarse de las inconveniencias del entorno. La vulgaridad, la torpeza, los caprichos de la moda, las exigencias del Poder y las masas no los tocan, o al menos no demasiado y de cualquier manera no les importa. La visión del mundo es diferente a la de todos; la parodia es por lo general su forma de escritura. La especie no se caracteriza sólo por actitudes de negación, sino que sus miembros han desarrollado cualidades notables, conocen amplísimas zonas del saber y las organizan de manera extremadamente original. Hay un abismo entre el escritor excéntrico y el vanguardista. Existe una diferencia notable entre la obra de Tristan Tzara, Filippo Marinetti y André Breton y los relatos de Gogol, Bruno Schulz y César Aira, por ejemplo. Las primeras tres son de vanguardia, las segundas corresponden a una literatura muy novedosa en su tiempo por su rareza. El vanguardista forma grupo, lucha por desbancar del canon a los escritores que le precedieron por considerar que sus procedimientos literarios y el manejo del lenguaje son ya obsoletos, y que su obra, la de ellos, dadaístas, futuristas, expresionistas, surrealistas, es la única y verdaderamente válida. Consideran que el paso adelante ha iluminado la escritura de su idioma, o aun fuera de las fronteras, depurando al canon de los autores que ellos desdeñan. Racionalizan, discrepan, crean teorías, firman manifiestos, emprenden combates con la literatura del pasado y también con la contemporánea que no se acerque a la suya. Por lo general eso no les sucede a los excéntricos. Ellos no se proponen programas ni estrategias, y en cambio son reacios a formar grupúsculos. Están dispersos en el universo casi siempre sin siquiera conocerse. Es de nuevo un grupo sin grupo. Escriben de la única manera que les exige su instinto. El canon no les estorba ni tratan de transformarlo. Su mundo es único, y de ahí que la forma y el tema sean diferentes. Las vanguardias tienden a ser ásperas, severas, moralistas; pueden proclamar el desorden, pero al mismo tiempo convierten ese desorden en algo programático. Les encantan los juicios; son fiscales; expulsar de cuando en cuando a un miembro es considerado como un triunfo. Excluyen el placer. Al combatir contra el pasado o a un presente que repelen su escritura se carga de pésimos humores. En cambio, la escritura de un excéntrico casi siempre está bendecida por el humor, aunque sea negro. Algunos de los raros han conocido en vida fama, gloria, homenajes, premios, todas las variantes del prestigio, al final de sus vidas; otros no conocieron nada de eso, pero aun después de morir han dejado una pequeña grey disuelta en el mundo, que le seguirá siendo fiel y que tal vez sea feliz de saberse tan pocos para reverenciar a aquella deidad casi desconocida. En fin, un escritor excéntrico es capaz de marcarle la vida de varias maneras a los lectores para quienes, casi sin darse cuenta, definitivamente escribía *Tomado de El mago de Viena, Editorial Pre-textos, col. Narrativa contemporánea núm. 33, España.
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