navidad ■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 24 de diciembre de 2017 ■ Núm. 1190 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver
Cuentos para
AbAscAl, cAmpos, González, Kurz, oGArrio, Téllez, rosen, Toledo, TovAr, vAlle
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El coyotE y la víbora Fue a mediados del siglo XIX
Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consiste en realidad de un solo momento
–más precisamente en 1843– cuando Charles Dickens dio involuntario inicio, con su célebre “Cuento de navidad”, a lo que de inmediato se volvió una tradición para la literatura, no sólo en lengua inglesa, y más adelante también para el cine y otras disciplinas artísticas: las narraciones escritas y los filmes hechos a propósito de esta celebración decembrina son innumerables y, aun con matices, suelen estar imbuidos de una intención optimista muchas veces desmentida por los hechos del lugar y la época que los ve nacer. Por el contrario, las piezas que forman esta entrega no escamotean el entorno agreste que les corresponde, pero aun con su carga de realidad buscan conservar la añeja tradición literaria de contar historias, incluso si no necesariamente hablan sobre la Navidad, o lo hacen a contrapelo.
Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx
el momento en que el hombre sabe quién es. J.L. Borges
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odas las mañanas, al despertar, Gordon, encargado de un restaurante, se persignaba frente a un crucifijo y luego, semidesnudo, ejercitaba su cuerpo. Después se duchaba y terminaba de arreglarse rasurándose la cabeza. Respecto a su procedencia, era contradictorio: a veces decía que su familia provenía de Austria, pero el 17 de marzo de cada año solía ponerse botas, así como vestir falda, playera y boina verdes, para, según él, honrar a sus antepasados irlandeses. Viniera de donde viniera, lo cierto es que pertenecía a un grupo de skinheads que se dedicaba a molestar a individuos de etnias diferentes a la suya.
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La violencia era una vorágine que absorbía todo en el estado mexicano de donde Joaquín era originario. ¿Qué hacer para alejarse de ella? Irse. Sus familiares cercanos y lejanos habían sido casi todos asesinados por negarse a aceptar la forma de vida que la delincuencia pretendía imponerles. Su esposa había muerto al dar a luz. Lo único que le preocupaba era el hijo que llevaba a cuestas. Todos los de su pueblo iban y venían a Estados Unidos y él buscó también su oportunidad. No diremos nada del tortuoso camino que padre e hijo fatigaron para atravesar la frontera y llegar a una de las tantas ciudades de Texas que, desquiciantes, ofrecen su bisutería.
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Hacía falta un lavaplatos cuando Joaquín llegó. Gordon lo necesitaba, pero lo recibió de mala manera. Los que ya trabajaban allí le dijeron que era una labor pesada y mal pagada. No le asustaba el trabajo; además, quizá era una forma con que el destino lo enfrentaba para expiar algunas culpas de su pasado inmediato. Un conocido de su tierra le había permitido a Joaquín usar un rincón de su departamento para dormir y usar el baño. No había quién cuidara a su hijo, así que lo tenía que llevar adonde fuera. No era problema, el infante era bien portado y comedido. Ahí, frente a la máquina lavavajillas, le arrimaba a su padre detergente, cloro y otros productos indispensables para su trabajo. Además de ser un trabajador incansable y estar al final del escalafón del restaurante, Joaquín le servía a Gordon
para descargar su mal humor y sus frustraciones. Lo reñía a cada rato, le gritaba. En vano: Joaquín escuchaba la voz del gringo como si fuera un ladrido, pero no entendía nada de la retahíla de insultos que el boss enhebraba en cosa de segundos. Sólo meneaba la cabeza y musitaba: “Sí, sí jefe, lo que usted diga.”
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Se fueron así casi tres meses, hasta una tarde en que Gordon tuvo uno de sus esperpénticos cambios de temperamento. Quiso el azar que uno de sus pasos se topara con la humanidad casi invisible del hijo de Joaquín. Trastabilló y por poco cae. Fue tanto su enfado que descargó un golpe seco, con la palma de la mano abierta, sobre la cabeza del menor, quien terminó con una de sus rodillas en el piso. Los presentes guardaron silencio, miraron a Gordon y esperaron la reacción de Joaquín. Una tensión incómoda los rodeó a todos. El padre del agredido tuvo el valor suficiente para guardar la compostura. Levantó al chiquillo, lo puso bajo la sombra de un árbol y le dijo que lo esperara sin moverse. No era difícil que el niño acatara la orden. Joaquín regresó y, sin ninguna queja, terminó su turno. Casi siempre era de los últimos en salir: había que dejar limpios todos los trastes y utensilios; Gordon no toleraba otra cosa. Él era el último en abandonar el local. Antes de irse debía verificar que todas las puertas estuvieran cerradas y ninguna lámpara quedara encendida. Fue al enorme congelador en el que se almacenaban, para su conservación, carnes de todo tipo. Cuando apagó la luz, sintió sobre su hombro el peso ligero de una mano y luego, en el costado derecho, bajo el costillar, a la altura del hígado, una herida limpia, luego otra, y una más. No pudo ver la cara de su victimario porque la penumbra y el frío los envolvía, pero se la imaginó, cargada de odio y coraje. Compasivo, Joaquín le practicó una tajada en el cuello, así se le fue rápido y con poco dolor la vida al boss. Lo dejó ahí, en la oscuridad, sentado sobre una caja de salchichas alemanas, cubierto con su propia sangre, que se congelaba casi al instante de manarle de la yugular. Un cliente que se había pasado de copas y esperaba un taxi porque no se sentía capaz de manejar, fue el último que vio a Joaquín. Declaró que lo había visto levantar a su hijo, quien dormía sobre el suelo, y cómo enfilaron rumbo al norte sobre una vereda solitaria, hacia el condado de Burnet, donde el asfalto aún no le gana la batalla a la vegetación; donde todavía, en noches como aquella, reinan el coyote y la víbora de cascabel
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Portada: No hay Navidad sin cuento TYLER, street art, Bombay, India
La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauh témoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jornada Semanal núm. 04-2003-081318015900-107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores. La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.
Fuente: www.isupportstreetart.com
Saúl Toledo Ramos
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24 de diciembre de 2017 • Número 1190 • Jornada Semanal
Alejandro Rosen
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o que atacó a Santa Rosa aquel día de octubre no fue una tormenta; fue un monstruo maligno, rabioso y frustrado porque en este lado del hemisferio es imposible la presencia de tornados o huracanes de verdad, esos sólo se dan en China, en India. Fue por esa frustración por la que se abocó a arrasar con dientes y uñas amorfos todo lo que le era permitido a través de su aparentemente estrecha dimensión semántica. Desde luego no eran desconocidas en el lugar las tormentas, pero jamás se había experimentado algo de tal magnitud. Las autoridades dijeron que no se había visto algo igual en, al menos, ciento veinticinco años; nadie lo creyó, todos lo adjudicaron a la apatía, a la ineptitud que les caracterizaba. Lo cierto es que durante horas y horas el aire se volvió agua; los ríos se irguieron, el contenido de los vasos, de las bañeras, de los retretes se solidarizaron tratando de llevar al mundo a la era primigenia en que dominaban. Ante el embate, las personas tuvieron que atrincherarse en sus casas, rezar y consumir los víveres que guardaban para los días previos al Juicio Final. El calentamiento global, decían las personas buscando una explicación, sin saber muy bien a qué se refería esto, sospechando que de una u otra manera tiene relación con la furia divina. Las calles se convirtieron en ríos torrenciales que arrastraban todo a su paso; muebles, animales, personas e incluso automóviles navegaron por primera y última vez por las calles convertidas en una parodiada Venecia de agua gris, espumeando por todos lados a fin de enfatizar su carácter destructivo. Los pobladores mantenían fija la mirada entre la gruesa cortina de gotas que impedía el regreso de algún familiar, del amante que perdía la ocasión de agotar el amor prohibido, pero sobre todo, buscaban el menor indicio de que los víveres no se acabarían, que llegaría ayuda a ese poblado sitiado. Los noticiarios daban cuenta de la ciudad arrasada, pero no mencionaban la inexistente ayuda gubernamental. Tras el séptimo día la lluvia perdió intensidad, mas no interés por el lugar. Una vez que se abrió parcialmente la pesada cortina de agua se constató que nada había quedado indemne; cosechas, casas… aniquilación total. Los ríos se habían
Día DE muErtos convertido en inmensos lagos llenos de escombros, zapatos, de animales hinchados. Las personas se habían convertido en manatíes que se zambullían tratando de rescatar lo que se pudiera de sus pertenencias. Hormigas acuáticas que, confundidas, se movían de un lado para otro en medio de su derruido hábitat. Había que recomenzar desde cero sin garantía de que las cosas volvieran a su estado habitual. Pese al desánimo, la gente se organizó como pudo para llevar a cabo los trabajos de limpieza. Mientras, los reporteros continuaban llegando, se metían hasta la cintura en el agua gris para dar sus notas y convencer a los espectadores, no tanto de la magnitud de la tragedia como de la valentía de los hombres de la noticia. Lo que no llegaba era la ayuda del gobierno; pese a las llamadas de auxilio, al reclamo a través de los medios de comunicación masiva. La cercanía del Día de Muertos hizo que los pobladores repararan en el cementerio local. Como todo lo demás, se encontraba bajo el agua. Tan solo se percibían fuera de ésta algunas cruces; uno que otro ángel pensativo, señalando hacia las alturas, como indicando perennemente de dónde había procedido en realidad la muerte que reinaba en el lugar. Las mujeres se apretaban las manos, imaginando, impotentes, a sus muertos, como si éstos experimentaran una nueva agonía bajo el agua, como si murieran una vez más, ahora quizá en medio de atroces dolores, pues es de todos sabido que el ahogamiento es una de las muertes más horribles. ¿Es que acaso debían expiar sus culpas una vez más? Los lugareños, unidos por un silencioso acuerdo, acordaron encauzar sus esfuerzos de reconstrucción en ese lugar. Cientos de picos y palas se movilizaron alrededor del camposanto, tratando de crear cauces para que el agua abandonara el lugar, pero tras días y días de trabajo el resultado era mínimo y se acercaba el Día de Muertos. Finalmente los primeros soldados arribaron al lugar. Llevaron picos, palas, maquinaria y un más reporteros que tomaban fotos a cada momento, que entrevistaban a los lugareños y enfocaban con cuidado las cámaras hacia las lágrimas que brotaban de la emoción de ver llegar la ayuda tan ansiada. Como
pudieron, los soldados se instalaron en el Palacio Municipal y posteriormente se alistaron para comenzar su labor en las calles principales, pero la gente se lo impidió. Al panteón, les dijeron; allá es donde se necesitan. Los milicos se miraron incrédulos ante sí, algunos incluso se echaron a reír. Ellos ya están muertos, ustedes siguen vivos, ¿no lo entienden? Los soldados se negaron rotundamente, alegando que tenían órdenes de sus superiores, las cuales no podían ignorar, que el presidente mismo iba a visitar el lugar y no podría llegar a un lugar devastado. Ustedes pidieron ayuda y ya la tienen, no sean pendejos. Arréglense con el presidente, concluyeron. Ante la rotunda negativa y ante las burlas, las voces se alzaron y pronto se fueron a las manos. Nadie sabe quién fue el primero que perdió toda compostura e hizo uso de las palas que antes usaban para tratar de sacar el agua del panteón, para quebrarle el cráneo a uno de los soldados. Nadie sabe en qué momento éstos sacaron un revólver, disparando primero al cielo plomizo, luego a la turba cada vez más excitada. Cayó un cuerpo, luego otro. Los lugareños se replegaron y se ocultaron tras los escombros, tras los cuerpos de las vacas hinchadas que habían sido sacadas del agua. Pero no se retiraron, eran más, muchos más que los soldados, cómo un pueblucho como éste tiene tanta gente, carajo, ni idea, mi coronel, ni idea. Se escuchaban los machetes, cientos de machetes afilándose en las piedras, esperando el momento en que se les acabaría el parque a los soldados, esperando el momento de desgarrar, de saldar cuentas ancestrales. No esperarán así la muerte, como animales esperando en el matadero. Aprestan sus armas, pero al mirarse los dedos de agua saben que no lograrán llegar a disparar, y también saben que aquellos no llegarán a atacarlos pues se han convertido en paisanos, en hermanos, y que todos juntos aparecerán en el noticiario del día siguiente como cifras de la inundación que resultó de la agujerada presa, y que exterminó a los pobladores y a los soldados que heroicamente habían acudido a socorrerlos. Éstos son parte ya de Santa Rosa del Tlalocan. Y se dispararán veinte salvas en su honor en un día perennemente lluvioso
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La polémica tarjeta de Navidad, de Banksy, en 2013. Fuente: www.banksy.co.uk
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Dolorosa
Jorge A. Abascal Andrade Ilustración de Daka
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legó a la estación. La noche era fría, una lluvia tenue humedecía las baldosas y las vías que brillaban en la noche. La niebla bajaba lenta y sólida, cubriendo todo, ocultando los rincones lejanos a la austera luz de las dos lámparas que apenas iluminaban el lugar. Macarena se sentó y revisó el abrigo de Amado, su bebé; afianzó la frazada, atrajo al niño hacia ella para protegerlo del frío y escudriñó entre la tristeza gris si el tren llegaba. La estación estaba vacía, la taquilla desde hacía dos horas permanecía cerrada. Un perro escuálido se acercó husmeando, olisqueó los rincones, no halló nada, se alejó. Del pueblo llegaba algún grito destemplado y el rumor sordo que precede al silencio nocturno. Macarena sacó un papel estrujado y lo leyó con dolorosa alegría, como lo había hecho una docena de veces los últimos días. Maca, pasaré por el pueblo en el tren de la noche, por fin nos volveremos a juntar. La suerte quiso que pasara yo por nuestro pueblo Maca, la suerte o Dios mismo. Me embarco para la América. Sólo sé que pasaremos un martes. Estamos huyendo. No puedo bajar Maca, nos persiguen para encerrarnos o hasta para matarnos. Me desaparecí un tiempo, pero ya voy a estar contigo, vámonos a hacer la vida, a caminar juntos. Pasaré en el tren que viene de Tordesillas, el que pasa entre las 9 y las 10 por el pueblo, el que pasa los martes. No me olvides que yo no lo hago porque no puedo, porque no quiero. Feliciano. Posdata: Estuve preso Maca, por eso mi ausencia; pero nos hemos fugado yo y otros dos, estamos ocultándonos, los martes hay cambio de guardia en las estaciones por eso ese día abordaremos el tren, ese día nos encontraremos Maca de mi ilusión.
Todo esto le había escrito Feliciano. Y así desde que le habían hecho llegar la misiva Macarena sacaba la carta y la leía, miraba el papel, las letras y algunas veces sollozaba discreta. Habían pasado ya tres semanas, tres martes, uno de ellos el tren no había llegado, el martes siguiente ni siquiera había parado y la última vez se detuvo unos minutos, pero sólo para que don Tarsicio bajara los comestibles que traía para abastecer su tienda. El bebé gimió y Macarena lo meció en sus brazos, le susurró una caricia. No fue suficiente, Amado empezó a llorar, monótono, terco; la mujer desabotonó la parte superior de su vestido y empezó a amamantarlo. Macarena guardó el papel. Revisó nuevamente si venía el tren, le pareció ver a lo lejos –entre la nube que flotaba a ras del suelo– en el fondo del valle, una luz discreta y el grito largo y ronco de la bocina que partió en dos la noche y que anunciaba la inminente llegada, el inicio de la cuesta y el resoplido heroico de la máquina que emprendía una vez más la escarpada subida. Feliciano se había ido hacía ya dos años a buscar fortuna a la Bretaña; tenían apenas dos meses de casados cuando cerraron la curtiduría y él junto con otros treinta habían perdido el trabajo; buscó ocuparse con desesperación sin conseguirlo, por eso tuvo que emigrar. Los primeros nueve meses enviaba dinero a Macarena y cartas, muchas cartas hasta que de pronto dejó de hacerlo. Ella esperó todo lo que pudo, pero él no volvió a escribir ni a mandar nada ni palabras ni monedas; se empleó como lavandera. En esas traídas y dejadas de ropa Antonio, el capataz de la curtiduría, empezó a rondarla; le cargaba la ropa, la esperaba en la esquina cuando ella hacía las entregas. Antonio la había pretendido, pero cuando se casó con Feliciano se alejó prudente, pero ahora era la ocasión, intuía cómo debía estar la mujer ante la ausencia del hombre, sabía de lo desvalida que estaba por el
dolor; la soledad es amiga de la traición, se decía Antonio cada vez que esperaba a la mujer. La fue cercando, despacio, paciente, buscando hacerse necesario, esperado. Macarena –después de cada encuentro con el hombre– llegaba a su casa agitada y se refugiaba en las cartas de Feliciano, cada vez más viejas, y a cada lectura en lugar de traer la presencia del esposo sólo se recrudecía la ausencia. Macarena lloraba y se angustiaba y en su desazón se abrazaba y se quería y se acariciaba hasta quererse más, imaginando la presencia de Feliciano junto a ella, aunque últimamente la cara de Antonio se le atravesaba y se le untaba en las ganas. Una noche, casi al año de ausencia de dinero, de cartas y de Feliciano, Antonio llegó a la casa de Macarena con una botella de vino y un jabugo de generoso origen. Nunca habían estado solos en un lugar cerrado, ella se resistió a dejarlo pasar, pero su débil defensa fue vencida casi de inmediato por las palabras corteses de él. Cenaron el jamón con un pan fresco (la cena que ella iba a darse), tomaron el vino y hablaron, hablaron mucho y Antonio empezó a acercarse con palabras y gestos, con la vehemencia de un amante abandonado; la fue acorralando, con dulzura; y le dijo hermosa y maja y que ya la quería y ella lo permitía, su soledad, sus ganas de sentir, de sentirse la fueron inundando de deseos. Macarena lo consintió; esa noche, esos momentos, la vida fue grata y se sintió mujer, fue feliz sintiendo, sintiéndose. Recordó a Feliciano y deseó que fuera él, extrañó su energía, su delicadeza fogosa. Jamás volvió a hablar con Antonio, no le permitió acercarse más, él lo intentó un tiempo, pero ante la negativa rotunda desistió a las cuantas semanas. Macarena dejó de salir y cambió el lavado por el bordado. A los meses acostumbrados nació Amado. Una vibración, la que precede la llegada de la maquina empezó a sentirse en el ambiente. El aire que anticipa la llegada. La luz potente del tren se fue acer-
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cando; el metal de las ruedas rozando cada vez más contra los rieles anunció que se detendría, que no seguiría de largo. La mujer abrazaba al niño con angustia, sentía una alegría amarga por volver a ver a su pareja con la expectativa dolorosa de no saber qué decir y de imaginar con miedo, con mucho miedo, cómo sería la reacción de él ante la presencia nueva de un vástago ajeno al matrimonio, ajeno a él. En un principio Macarena había pensado no ir, ocultarse en su soledad y vislumbrar apenas un destino yermo. La carta había llegado un miércoles y esos seis días antes del primer martes fueron un calvario, así las siguientes semanas. El tren trajo consigo una nube de vapor, fue deteniéndose lentamente. Macarena sentía que ahora sí llegaría Feliciano, lo sentía en las entrañas y en la piel; sentía que iba a explotar, buscaba una salida en medio de la noche y de su vida. Intuyó con más precisión la reacción de su esposo y se llenó de horror. No sólo la dejaría, seguramente la maldeciría; su esperanza de felicidad se disiparía como la niebla que flotaba envolviendo la escena. Dejó de amamantar a su hijo, se abotonó veloz el vestido y colocó al niño bajó la banca. En ese momento, por la ventanilla del último vagón vio asomarse el rostro de Feliciano, su mirada ansiosa y sus gestos frenéticos de que subiera con él. Macarena estaba petrificada, no podía pensar, sólo sentía un dolor que le desgarraba la existencia, la noche se hizo más negra, era la frontera del infierno. El tiempo pasó raudo, sólo bajaron con la calma que piden los muchos años dos ancianas, vecinas del pueblo. El tren empezó a crujir, a moverse y Feliciano dio un grito lleno de amor acumulado y de espera infausta. ¡Maca, que nos vamos ya! –había dicho el hombre. Macarena caminó hacia él y subió al tren, cuando pasó el umbral escuchó un llanto, Amado lloraba bajo la banca. La máquina tomaba velocidad. Feliciano abrazó a Macarena y la besó largamente, alejándose un poco para verla extasiado y feliz por tenerla. Ella hacía lo posible –que era muy poco– por corresponderle, por demostrarle también que lo quería y que lo había extrañado mucho, quería decirle lo doloroso de su ausencia y de la falta grande que le había hecho; pero no podía, seguía escuchando el último llanto de Amado, el llanto que corría por las ruedas y subía hasta donde estaba y se introducía por sus oídos hasta llegar a su alma para apuñalarla. El llanto de Amado es un puñal, concluyó la madre. Aunque algo percibía, Feliciano se sentía feliz y satisfecho. –Ven, el tren ya ha acabado de salir del pueblo, vamos a despedirnos de él, ya no volveremos a verlo –dijo mientras caminaban afuera a la plataforma. Feliciano tomó el rostro de Macarena y la acarició queriendo consolarla sin saber de qué; pensaba cándido que era llanto de felicidad por el reencuentro. El tren siguió subiendo, la cuesta continuaba hasta llegar a la cima de las montañas para después empezar a bajar. El traqueteo del tren surcaba la noche, un viento fresco golpeaba los rostros de la pareja. Entraron a un túnel, después vendría una curva que salía al puente de San Bernardo. Macarena empezó a sollozar y a temblar, arrepentida de haber vivido esa noche de hace muchos meses, que la había llevado en ese instante a entender en qué consiste el infierno. El tren tomó despacio la prolongada curva. Los árboles del bosque rozaban los vagones. La luna salió por fin iluminando el camino. Ella se separó de él, sacó un pañuelo de entre los senos para secarse el llanto. El tren entró al abismo unido por el puente de San Bernardo, Macarena miró a Feliciano y sólo gritó dos palabras: –¡No puedo! Y saltó, entre la noche y el viento
Street art del artista irlandés Finbarr Dac. Fuente: flickr
viEnE hacia mí Enrique Héctor González
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ensé que iba a escribir algo. Era la idea. Pero el vacío se apodera de mí, el vacío y el aburrimiento. No tengo ganas de pensar, todo lo que veo es una bolsa de mano, tres botellas y un centenar o casi de personas sentadas en sillas que rodean las numerosas mesas de un bar. Porque esto es un bar, el lugar más previsible. La gente se reúne a tomar, a contar desangeladas e inocuas anécdotas, a decir más o menos lo mismo de siempre, a reír de más, a fingir de más, a escuchar de menos. A percibir lo que no existe, a imaginar historias suntuosas que nada tienen que ver con ellos. En eso, bajo la mesa vecina, un pie se zafa de su prisión (no completamente, sólo la parte de atrás) y se pone a juguetear, con los dedos sosteniendo la punta del zapato y el resto del calzado colgando, húmedo, alejado del arco y de la planta y del talón. Es un pie común, por lo demás, con una vena central algo gruesa que atraviesa el empeine, con el olor dislocado de esas extremidades que han pasado su vida entre cosméticos lubricantes y el encierro paranoico al que somete la gente de vocación calzada a sus pies, a menudo. El zapato está a punto de caer, sostenido apenas por los dedos que se engarfian para mantenerlo pendiente. Pero el pie se balancea con la conversación, con esa rítmica distracción que nos hace descuidarnos de los movimientos desapacibles del cuerpo. Aun así, los dedos conservan el control y el zapato no cae. Como ocurre en estos casos, el pie eventualmente vuelve a buscar su cárcel, se acomoda dentro de la horma y la pierna se encarga de apoyarlo sobre el suelo, solo para que luego de un minuto o cinco, de un instante o dos, la mujer vuelva a las andadas, todo sin darse cuenta o casi, todo como acompasando nerviosamente las costuras de una conversación tenaz e inútil, de seguro: zafa de nuevo el talón del pie y enarca los dedos para que sostengan el zapato colgante. Esta segunda vez lo veo con cierta devoción: se trata de un ejemplar de tacón alto, no mucho, beige de color, vulgar de consistencia. Una tirilla de vinil sirve para agarrarlo por atrás, pero ésta se nota decaída, un tanto aplastada, incapaz de sujetar talón alguno. Los gestos hablan, las manos gesticulan, las bocas se abren como cavernas y dejan entrar grandes cantidades de aire mientras ríen a destajo, se carcajean por sombras de recuerdos mentirosos, carcamanes, viejos e ilegibles pero renovados por el alcohol, que comunica al ánimo el contento de la embriaguez, como casi lo diría Alfonso Reyes. Y sin embargo el pie, allá abajo, oculto por la mesa, abandonado entre sillas desolladas y piernas que permanecen tensas o dobladas por lapsos cada vez más cortos, sigue luchando por equilibrar al zapato mientras su dueña maquilla palabras que destroza entre risas exageradas sin ningún pudor, consciente sólo a ratos del esfuerzo de sus dedos por mantener colgante la zapatilla, perdida sin remedio y para siempre en la vorágine de una charla llena de vasos desamparados y limones y palillos que pestañean de sueño, demacrados e indóciles como la memoria de las cosas. De pronto ella se vuelve, me mira, se incomoda. De algún modo sabe que he escrito todo esto, por más que guarde velozmente la servilleta y acomode mi pluma en el bolsillo de la camisa. Se levanta de la mesa. Viene hacia mí
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El hombrE araña ataca DE
Ilustración de Daka
Gustavo Ogarrio
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para Jacobo, El Fundo
odos esperaban siempre de ti un desenlace triunfal, algún destello de grandeza, alguna manifestación de superhéroe o al menos el breve truco que justificara la ilusión que provocaba tu cráneo perfectamente adherido a la tela, tu silueta lejanamente arácnida y tus muñecas, de las que brotaba el gran artificio de las telarañas a la ofensiva y que perfeccionaste cuando eras joven y el traje era un método para hacer evidente tu orgullo de araña implacable. Ahora, el traje aflojado por la extensión de tu cuerpo, desteñido por el uso, adherido esféricamente al gran abdomen e inverosímil cuando saltas sobre algún niño en busca de cualquier forma menor de entretenimiento para terminar por fin la tarde y quizás marchar a casa en la camioneta con dibujos de
telarañas y tu rostro –¿o será su rostro?– en el frente, encima del parabrisas; posiblemente prenderías un enorme cigarrillo de marihuana y harías más tuya la posibilidad de ceñirte a la máscara que soportas desde hace muchos años; saludarías con la cabeza a algún policía, con el cigarrillo encendido en la mano izquierda y con la mano derecha ocupada en el volante. Tú lo sabías muy bien, nadie se atreve a sospechar de un superhéroe. Pensabas en todo esto cuando te ordenaron comenzar. Ahí estaban, insoportables, temibles, los verdaderos enemigos, los más inocentes, los más terroríficos. Sus padres se paseaban delante de ti con los vasos de ron en las manos. Sus madres, esclavas todo el tiempo. Muchas de ellas hermosas. Imaginaste la posibilidad de sacarlas de aquel atolladero, de llevarte alguna atada a tu cintura –con su pecho perfumado
respirando sobre tu espalda– y elevarla por algún edificio, abrazada a la formación de tu sombra en la noche infinita de la ciudad. Intentar el columpio clásico del Hombre Araña –de portada de historieta– y despreocupadamente sentir su aliento excitado por encima de tu hombro y cerca de tu oreja aprisionada por el traje. Tocar sus mejillas con serenidad en la azotea de otro magnífico edificio y extender hasta lo imposible la espera de un beso, quizás descorrer un poco la máscara –desde la barbilla y con tu mano derecha– para que ella alcance a mirar de cerca el misterio de tu boca libre de la identidad arácnida. Su pasión por ti crecería junto a tu inocencia para los asuntos del amor. Dejarla en un callejón y desaparecer. Por unos momentos recordaste tu deseo olvidado y añejo de ser Superman, quizás tan sólo para poseer a la hermosa Lois Lane. Un alarido infantil te sacó del callejón y regresó tu imaginación al llanto estúpido y desgarrado de uno de los adversarios. Entonces su padre, con un tono de voz implacable, ordenó que lo hicieras ganar el juego de “Los amigos del Hombre Araña”. Era el niño del cumpleaños. Todos rieron. Sentiste impotencia, por tu estómago corría una rabia que no era propia de tu figura heroica, un aire envenenado que brotaba de la cercanía de los enemigos, de los padres cómplices y de sus bellas prisioneras. Advertiste que no podrías detener el llanto que se agolpaba en tu pecho. Cercado por las garras del ridículo, pensaste en someter con tu telaraña al padre para después colgarlo frente a la ventana panorámica por la que se asoma todas las mañanas el director de algún periódico, con tu rúbrica arácnida plasmada en la figura de un embalsamado en telaraña con forma de moño. Sin embargo, tu propio llanto no te hubiera alcanzado para echar mano del viejo truco de andar por los rascacielos. Ni el llanto ni nada. Fue así que imaginaste por primera vez un desenlace a la altura de tu historia. La posibilidad de llevar a cabo el plan que apenas se esbozaba en tu cabeza logró que te hicieras de nuevos bríos para continuar. Vendría la estrategia para acorralar al enemigo, al que harías ganar el juego de “Los amigos del Hombre Araña” para después sorprenderlo con tu particular sentido de la justicia. Apresuraste la terminación del juego, al tiempo que en tu mente afinabas los detalles del plan. Tus pasos se dirigieron a la mesa de las bebidas para que empuñaras discretamente la botella de ron. Jamás te quitarías la máscara, los detalles de tu rostro no serían recordados por nadie. Esta condición anónima te hizo sentir con un cierto poder sobre tus enemigos e hizo más excitante tu cercanía con las bellas prisioneras. Vaciaste una buena cantidad de ron en tu vaso con refresco de manzana y lo bebiste apresuradamente, sin que nadie advirtiera tu sed y tu maniobra alcohólica. Te dieron ganas de encender un cigarrillo de tabaco o de marihuana o un puro, al tiempo que recordabas el día que tu hermano mayor se vistió del Che Guevara para asistir a una fiesta de disfraces y también una foto: el Che, con la boca entreabierta y sosteniendo con dos dedos un puro, te miraba desde no sabías qué parte de su alma para que hicieras tuyo un estremecimiento que aparecería en los momentos de mayor peligro. La imagen del Che con su puro te acompañó durante los desafíos que viviste aquella tarde.
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nuEvo Respiraste como para recobrar el orgullo y como una forma de integrarte a la soledad intransferible y siempre angustiante que se manifiesta antes de alguna proeza, el movimiento hacia el interior de tu deseo endureció el gesto que se ocultaba en la máscara deslavada. Todo estaba ya perfectamente calculado. Llamarías al padre para el cobro de tus servicios y lo invitarías a que junto con el terrible enano te siguiera hasta la camioneta, en donde tenías guardada una sorpresa para el del cumpleaños. Imaginaste el título de aquella aventura, se llamaría “Feliz cumpleaños, pequeño reptil / de parte de tu amigo, el sorprendente Hombre Araña”. Habías estacionado la camioneta justo a dos calles de la fiesta. Invitarías a pasar al padre con el hijo tomado de la mano. Una vez distraídos y asombrados por la miseria del interior del vehículo de un superhéroe, tronarías con una patada los testículos del padre y amarrarías al infante enemigo. ¡Cómo te hubiera gustado hacer realidad la fantasía de un amigo tuyo y colocarle al padre, una vez amarrado, un rollo de dinamita en el culo, para después prendérselo con una larga mecha que corriera despacio y que hiciera tangible tu deseo de justicia, frente a la desesperación de su hijo, atado de manos y pies y suplicándote piedad, “piedad Hombre Araña”! Llegó el momento de echar a andar el plan. El padre accedió inmediatamente y llamó al niño. Lo tomó de la mano y entusiasmados te siguieron hacia la salida de aquel Palacio del Mal. Observaste por última vez a la madre de tu enemigo y presentiste en sus ojos un abandono de doncella, un desamparo que escurría también por su hermosa silueta. Buscaste en ella una mirada cómplice, una fusión momentánea de soledades en espera de la avanzada heroica. Ella no voltearía. Cerca ya de la camioneta recorriste la imagen del padre con el morbo previo al golpe inesperado, planeaste milimétricamente la fuerza de tu pie derecho incrustado con violencia en sus genitales. Del pequeño reptil ni te preocupaste, era como esos científicos desquiciados por la idea de apoderarse del mundo y que una vez despojados de sus vigilantes se atienen sólo a destellos intelectuales para salvar el pellejo. Sudabas abundantemente y el traje se pegaba a tu cuerpo, lo que hacía más evidente la miseria de tu sombra. Imaginaste a tus enemigos en la parte trasera de la camioneta, el padre con los testículos quebrados y el terrible infante con el rostro desencajado. Un rostro que negaba angustiosamente y a gritos su afrenta. La ansiada fractura de su fragilidad maléfica se cumpliría con el llanto culpable ante los pies del mismísimo Hombre Araña. Planeaste depositarlos, ya destrozados, en el estacionamiento de algún periódico importante, con un director gruñón que garantizara un odio desmedido hacia tu leyenda. Hasta pensaste en dejar algún rastro para hacer tuyo el hecho. Imaginaste el encabezado del día siguiente, la primera plana con la foto de los restos de tus enemigos amarrados con la telaraña que pacientemente habías tejido en tus ratos libres, casi siempre inundado de marihuana: “¡Extra! ¡Extra! ¡’El Hombre Araña ataca de nuevo’! ¡Extra! ¡Extra!” Imaginaste la soledad de la huida y el esplendor de la noche que reposaría sobre tu máscara, sobre tu arácnida figura detenida en la cornisa de algún rascacielos
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Ilustración de Daka
DE amor invicto Luis Tovar
L
a maravilla de sentir amor por alguien vale con creces la segura tristeza y el posible dolor cuando eso que llegó a sentirse ya no es más que otro inquilino en la memoria: esto pensé al ver, sin que ella me mirara, los ojos de una desconocida mujer joven que iba por la calle en dirección contraria a la mía, y sé que la sonrisa que llevaba en las pupilas fue sólo algo así como el detonador o, más precisamente, el precipitador de algo que venía tomando forma en mi cabeza hace unas horas. Hay ocasiones en que al pasado se le antoja darse una vuelta para ver cómo va todo, y hoy sucedió: ella, la última mujer que he tenido en el centro de mi centro, y yo, coincidimos en un restaurante. Estaba sentada en la barra y como ahí no quedaba ningún sitio disponible, me senté en una de las mesas, distante unos cuantos metros. Hasta hace poco aún hubiera cometido yo la tontería indelicada de acomodarme dándole la espalda. Peor aún, posiblemente al descubrirla pude haberme dado vuelta e ir a comer a otro lugar, pero me senté mirando hacia la barra y su perfil izquierdo quedó al alcance de mi vista. Ella podía verme también, pero si en algún momento llegó a hacerlo no lo supe. Mientras yo comía y leía el diario la escuché hablar –sin entender lo que decía– con alguien sentada a su lado, la observé manipulando su celular, y unos minutos después vi que terminaba de comer, pagaba y se iba. Llevaba jeans de mezclilla azul, una blusa artesanal con bordados y el cabello recogido. Mirándola así, ya tan ajena, a su vez y como yo perfectamente capaz de coincidir sin que ninguno tuviera no sólo una reacción excesiva sino ninguna de ningún tipo, fue cuando empezó a formarse en mi cabeza esto que se derramó hace un rato, al mirar los ojos amorosamente sonrientes de la desconocida. No fueron dolor ni tristeza, sino el recuerdo del dolor y la tristeza, lo que se me dibujó primero, y casi de inmediato ese par de clavos en el aire se desvanecieron para dar paso no a una sino a un cúmulo de imágenes previas, que comencé a evocar mientras miraba el movimiento de sus manos. Luego recordé muy vívidamente la sensación firme y cálida de su abrazo, después llegaron sus labios, y ya para entonces todo cabía entero en una sola idea: el amor que nos llegamos a tener y a prodigar. Perdieron relevancia mucho antes, pero en ese momento importaron todavía menos las razones y las sinrazones que acabaron deshilvanando el tejido que fuimos. Preferí, como prefiero ahora y lo haré siempre, que su presencia –que es como decir su existencia– no me diera igual, y que el acto de no ignorarla bebiera de los recuerdos gratos, que son muchos y muy grandes, y no de lo que vino después. El amor, que es como el Cid, puede ganarle todas las batallas a la mismísima muerte
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LA
mitoLog Andreas Kurz
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EN ESTA NARRACIÓN CON TINTES ENSAYÍSTICOS, Y AL INVERSA, SE REVISAN ALGUNOS DE LOS MITOS QUE HAN NUTRIDO Y DADO FORMA A LA CULTURA OCCIDENTAL DESDE EL ROMANTICISMO A NUESTROS DÍAS.
o I
a verdad le fue revelada en medio de una borrachera casera solitaria. Rodeado de libros, tomaba copa tras copa. Trató de descifrar títulos y nombres de autores impresos en los lomos. Las letras tambaleaban o se duplicaban. La casualidad de una mirada certera le reveló algunos nombres sueltos y, a primera vista ebria, sin nexo alguno entre ellos: Borges, Schlegel, Cortázar, Loaeza, Omar Delgado (¿quién es?). La secuencia de estos nombres le reveló el grado de su embriaguez y quedó profundamente dormido. Borró el siguiente día del calendario. Prefería forzarse a dormir, evitar el enfrentamiento con una cruda atroz. En sus sueños intermitentes y en los intervalos nebulosos de la vigilia surgieron las imágenes y recuerdos de las horas pasadas, recuerdos libres de pena y arrepentimiento. Había aprendido a preferir la ebriedad sin testigos que no deja surgir ni la mala conciencia ni el odio a sí mismo por tantas estupideces hechas y dichas. Surgieron los nombres impresos en los libros, azarosos e inconexos. ¿Qué, por el dios de los ateos, hacía Schlegel con Loaeza y el tal Omar Delgado? ¿Cuál de los dos? La maldita curiosidad, ésa que no nos abandona si no averiguamos cómo se conjuga “roer” en primera persona, se impuso incluso a los rezagos desagradables de la cruda. Y ese día no durmió más. Friedrich Schlegel: Conversación sobre poesía. El más alocado de los dos. Protestante revolucionario primero, luego católico recalcitrante e incluso secretario de Metternich, el príncipe que reorganiza Europa y pone cárceles al intelecto y la razón. Habla sobre el mito, la necesidad, alrededor de 1800, de inventar una nueva mitología independiente del Olimpo griego. Novalis le hará caso, Jean Paul también y los muchos grandes y pequeños románticos que habían discutido en Jena, a la sombra del adorado Schiller. ¿Ya habrán cantado el “Freude, schöner Götterfunke”? ¿Habrán maldecido, borrachos como yo, la guillotina, la desilusión? ¿Habrán comprendido que el sueño romántico siempre se estrellará contra el cinismo inquebrantable de los gobernantes que se encapsulan y no quieren saber nada de los gobernados a los que, si es necesario, cortan cabezas o entierran bajo escombros… de la guerra? ¿Habrán comprendido esos muchos grandes y pequeños románticos a los que –pues sí–leyó el evasivo Borges? No lo creo. Schiller proclama por esas fechas postrevolu-
cionarias la inutilidad de la belleza y del arte. Pero Schiller es un dialéctico al estilo de Hegel, aunque años antes de Hegel. La belleza es inútil, el arte no sirve para nada, pero ambos educan a la humanidad, insuflan espíritu a la materia y, al mismo tiempo, reconcilian a los estetas puros, ésos que sólo del espíritu viven, con la materia embellecida. La belleza y el arte nos enseñan que podemos ser espíritu y materia al mismo tiempo, y conscientes de esta simultaneidad, fantasmas con cuerpos que saben que son seres traslúcidos y sensibles a los dolores de muela. He ahí la nueva mitología que forma al nuevo hombre, éste que escucha el “Himno a la alegría”, que apenas está a la altura de libertad, igualdad y fraternidad, los hermosos ideales que la historia en vano ofreció a una humanidad que ni siquiera a la fuerza los quería aceptar. Sólo hay que inventarle imágenes a la nueva mitología, metáforas y símbolos potentes que sean capaces de relegar a Orfeo, Prometeo, Ariadna y Edipo al olvido. Schlegel, Novalis, luego Hoffmann concretan la mitología y unos ciento veinte años después viajarán a Buenos Aires, donde un ciego del futuro los leerá. Este Borges, aún atrapado en las acrobacias verbales del modernismo y en los engaños ideológicos del nacionalismo, ya conocía las fantasías desquiciadas y desordenadas de la novela gótica. Ahora, con la ayuda de unos alemanes no menos desquiciados, pero más ordenados, Borges reinventa la literatura fantástica para América Latina. Aprende mucho de los románticos alemanes, quizás más de lo que una crítica literaria cegada por el nacionalismo quiere admitir. Cuando los Schlegel proyectaban su revista El Ateneo, querían renunciar a la publicación de los nombres de los autores. No querían publicar textos individualizados, sino la PoeSía y eL PenSamienTo , ambos escritos con mayúsculas gigantescas. La poesía como cuerpo fantasmal, tangible e invisible, concreto y evasivo a la vez y sin fisuras, como al maestro Schiller le hubiera gustado: textos que dialogan con otros textos, obras que incluyen más obras, libros que paulatinamente forman esa monstruosa Biblioteca de Babel soñada por Borges y descrita como rizoma por Deleuze y Guattari, historias que arman Tlön y Uqbar, países fantasiosos y reales, inexistentes y con ubicaciones geográficas exactas, ignorados por la Historia y con fechas memorables bien especificadas. La fantasía y la imaginación se controlan. No sé si la ironía, la razón o el súper yo freudiano son las instancias del control. Sus monstruos son cerebrales, deformaciones con facciones armoniosas. Sus mons-
truos sí espantan, pero el frío análisis los ahuyenta, hasta que Cortázar los libere y les devuelva su monstruosidad. ¿En qué momento entra mi asesino al cuarto donde estoy cómodamente sentado? ¿En qué momento se me acerca para matarme, para materializar la ficción que estoy leyendo? ¿En qué momento la víctima de los aztecas empieza a soñar hacia el futuro y se percata de que este otro que lo sueña en una cama de hospital sólo es una ilusión producida por la muerte cercana? Soy el único ser vivo en el planeta. Alguien toca mi puerta. Estas dos frases lacónicas, que Cortázar no escribió, resumen la estética del miedo del argentino: un miedo concreto y nada armonioso.
o II
S
e esfumAn los úlTimos rezagos de la cruda. He ahí
la mitología de los románticos alemanes, la flor azul. Es una mitología de la angustia, un mundo encerrado en sí mismo, sin esperanza, sin salida; un mundo que no representa nada porque más allá del miedo no hay nada. Se alegra, acaba de hallar un pensamiento. No duda de que ya ha sido pensado, pero en ese momento es sólo suyo, casi original. “La revolución romántica culmina en Julio Cortázar, la transformación de hombre en axólotl es su concreción: ni hombre ni animal, sólo transición incierta que rige nuestras vidas y les insufla el miedo.” Formula la primera oración triunfalista de un texto que pronto escribirá. ¿Y lo demás? ¿Guadalupe Loaeza y el inefable Omar Delgado? ¿Qué tienen que ver en esto? Puro azar, piensa, la anarquía de un collage ebrio. Dos novelas malas leídas hace poco, que no incitan a la lectura de más obras de sus autores. Nada que ver. Asunto olvidado. Curado de la cruda, puede regresar a un sueño plácido. Ni tan plácido. Visiones chuscas. Errores ortográficos y sintácticos lo amenazan en sus sueños. No como las palabras y letras que clavan sus ojos en los de Lord Chandos en la famosa carta de Hugo von Hofmannsthal, palabras y letras vacuas cuya amenaza es precisamente su inefabilidad. Los errores entrevistos en los sueños del antes borracho son concretos y tangibles, pequeños monstruos, gremlins malévolos que aún no asesinan. Luego crecen y se convierten en escenografías pobladas por seres todavía más grotescos: el futuro Maximiliano de México y Charles Bombelles, niños ambos, se persiguen en el castillo de Schönbrunn, desnu-
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A NUEVA
gía dos ambos y visiblemente excitados; Carlota de Bélgica y el coronel Van der Smissen en el canal del Chalco, las manos del belga que acarician los pechos de la princesa antes de generar al futuro general Weygand; la cara asustada de Max cuando Carlota le exige sexo; Josefa de la Peña con el peinado de Sisi, la monta el mariscal Bazaine mientras le recita pasajes de Homero; Benito Juárez en armadura en medio de la última batalla por Querétaro; un oficial mexicano salta por una ventana, sale de la sombra la princesa Salm Salm en toda su desnudez esplendorosa y con un cheque atrapado entre sus senos; Benito Juárez de nuevo, tatuado todo su cuerpo de atleta olímpico y adornado de chamán de quién sabe qué tribu, a sus espaldas se levanta el cadáver ya embalsamado de Maximiliano e inicia una lucha feroz entre los espíritus de un más allá que se filtra por las paredes de la capilla mortuoria… Estas visiones no se esfuman al despertar, permanecen, le causan risa: una acumulación de sinsentidos grotescos como sólo la droga puede producir. Así piensa, pero no es así. Todo esto lo ha leído, todo esto figura en libros, se percata con la sensación insípida que tenemos cuando nos preguntamos por qué nos sabemos de memoria la lista de los campeones mundiales de futbol, pero no tenemos la más remota idea de la identidad del último Premio Nobel de Literatura. Su memoria recupera los títulos: La Mariscala y Habsburgo. Su falsa erudición agrega más datos que poco antes ya había relegado al campo inofensivo de lo azaroso: La Mariscala es una novela histórica sobre Josefa de la Peña, la joven esposa mexicana del anciano Mariscal Bazaine. Bastante mal escrita, datos históricos falsificados de manera gratuita, sin
schleGel, novAlis, lueGo h offmAnn concreTAn lA miToloGíA y unos cienTo veinTe Años después viA -
b uenos A ires , donde un cieGo del fuTu ro los leerá . jAr án A
Ilustración de Daka
propósito estético o ético alguno, una novela hábilmente preparada para ser un éxito mercantil. Habsburgo, se acuerda, es uno de los textos más grotescos que ha leído. Se lo regalaron unos amigos malvados para burlarse de él, ver su cara cuando se percata de la trama: Maximiliano de Habsburgo y Benito Juárez zombificados luchan más allá de la muerte del príncipe contra los espíritus; representan sectas enemistadas. Algo así... Trató de olvidar la novela lo más rápido posible. ¡Si al menos fuera parodia, un intento de pulp fiction literario! Pero no lo es. Todo indica que la obra carece de sentido irónico, que no permite distanciamiento de índole alguna. Había más imágenes en su sueño, más escenificaciones deformes. Pertenecen a otros textos desgraciadamente también leídos: obras de teatro y hasta un libro que se vende como historiografía. Prefiere no acordarse, prefiere torcer su propia imaginación chueca para explicarse a sí mismo el nexo entre esta parafernalia y Borges y los Schlegel y Cortázar y todo lo que sí vale la pena y también se llama literatura. Cree entender, aunque puede ser que su conclusión sea otra deformación, otra imagen forzada, arbitraria y amenazante. Los románticos querían una nueva mitología y empezaron a inventarla. Borges, Cortázar, Bioy y muchos más en América Latina la perfeccionaron en la literatura fantástica, eran los seguidores más fieles de Schlegel, aunque varios ni habrán leído a los hermanos de Jena. Maupassant, Huysmans, Céline, Rulfo, convierten los miedos abstractos en lenguaje, crean una
mitología potente que vuelve tangibles y visibles las abstracciones, que da cuerpo a lo que no puede ser expresado, sino sólo sentido. La novela histórica, la del xix y la que escriben los Carpentier y los Del Paso, usa las concretizaciones pasadas de fantasías, angustias, utopías y proyectos grandilocuentes para poder entender el presente y proponer una versión del futuro. Ella también crea una mitología. Pero los lectores la rechazamos, no queríamos esta mitología que nos hizo pensar y actuar; preferimos la arbitrariedad y gratuidad que lo permite todo y a todo le puede pegar las etiquetas de arte y literatura; y la etiqueta de belleza; y la mayor, la de pensamiento. ¡No!, piensa. ¡Ya no somos capaces de pensar!, piensa. “Para un pueblo nuevo, un arte nuevo”, decía Víctor Hugo en Hernani. Ya lo tenemos, este arte nuevo, por lo menos el literario. Es un arte que destruye, pero no reconstruye; un arte que vocifera, pero no sabe callar a tiempo; un arte barato porque le interesan los premios y las ganancias; una literatura que miente porque la verdad no le importa; una literatura que se basa en imágenes placativas porque aplastan. Tenemos un arte que se parece a los escombros de una casa destruida que nadie quiere remover, aunque quizás algo valioso –la vida, la belleza, la memoria, las ideas– aún palpite ahí abajo. Tenemos el nuevo arte. ¿Somos el nuevo pueblo? “La verdad le fue revelada en medio de una borrachera casera solitaria”: formula la primera frase de un texto que quizás no publicará jamás
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Antonio Valle
JuSTo eL
veinTicuATro
Santa anarquista, stencil callejero. Fuente: hiveminer.com
…hay algunas madres malvadas que te dirán que la vida es sólo suciedad […] Cualquiera que haya tenido un corazón No daría la vuelta y lo dejaría a la mitad
E
“Sweet Jane”, Lou Reed
sa mañana el terapeuta despertó con un sabor a pescado echado a perder en la boca. Acababa de soñar con un Santa Claus bronceado que sacaba peces y enciclopedias viejas de una dársena. Mientras se enjabonaba pensó que le urgía un plomero al baño, luego se enfundó en su chamarra de los 49s de San Francisco y se dispuso averiguar si la poeta había conseguido sobrevivir. Al pasar bajo el fuego cautivante de la nochebuena, una mujer de edad indefinida –con un celular apretado a la oreja– lo miraba desde un Maverick ’74 abandonado en el garaje. El terapeuta contuvo la respiración para liberarse del hedor y abrió la reja rápido. Mientras bebía un americano en el Café de Todos, sacó su smartphone y apoyó el pulgar en su sensor de huellas. Recordó el primer diagnóstico que leyó de la chica, cuando los hombres del servicio de salud pensaban que no tenía remedio porque, además de vivir entre una pareja de bestezuelas borrachas, sufría una maniaco-depresión que la obligaba a permanecer en una clínica. Ahí solían mantenerla amarrada de muñecas y tobillos hasta que unas inyecciones le apagaban el deseo de morirse. Una noche antes, cuando la poeta todavía traía puesto un trajecito rosa muy limpio sobre unas mallas de bailarina clásica, el curador logró guiarla con su celular a través del laberinto de prostitutas, criminales y adictos que pululaban en el hotel de mala muerte donde quedó de verse con una chica que –como ella– solía empapar de sangre sus camisas de cowboy. Por fin la poeta contestó al otro lado de la línea: –Toda la noche la vaquera brilló por su ausencia –en la pantallita del celular, con el rímel batido en lágrimas, la chica parecía mantenerse a flote con una batería de antidepresivos. –Pero no se preocupe, Gandalf, acabo de desayunarme un dulce. Susurró con esa voz de niña que sabía articular versos delicados.
–Será mejor que tomes una ducha y te pongas a ver la tele mientras pasa el efecto. Seguro la chica está en camino –contestó el terapeuta. –Tiene razón, Gandalf, no quiero que me encuentre como a la muñeca fea. Pero ya no se preocupe, hace un momento hablé con ella, me aseguró que ya no tardaba en llegar. –Lo más importante es que te encierres hasta que llegue y que no le abras la puerta a los chicos malos. –Ok, lo prometo. Después de colgar, Gandalf, como lo había bautizado la poeta, estaba seguro de que los delincuentes podrían engancharla con una dosis de heroína adulterada y dejarla lista para sujetarla a una línea de trata.
* Caía la noche cuando el hombre bronceado escogió el disfraz de Santa Claus para salir a trabajar. Metió las barbas grises y el gorro escarlata en su mochila. Antes de cerrar la puerta volvió a prometerle a la rubia que volvería para la cena con su regalo. –En tu cel está la fotografía. Si no encuentras el modelo será mejor que vayas buscando otra cama para la fiesta de Nochebuena. Santa tomó el auto, pasó por dos reyes magos y se dirigió a la zona de casitas lindas. Después de asaltar a mano armada una tienda, un bar y a varios transeúntes, estacionó el compacto en una diagonal con palmeras para ver con decepción cómo ninguno de los aparatos se parecía a la fotografía que le había enviado la rubia en un whatsapp.
* Como nunca, el terapeuta deseó tener un lugar para pasar la Navidad. No podía repetir la escena que cada noche vivía con la reina del Maverick ’74, la mujer que noche y día hablaba en un celular que dejó de funcionar años atrás; sin embargo, comenzó a alterarse de
verdad cuando, a las diez y media de la noche, la niña le llamó para decirle que no aparecía la cowboy, que ya no podía con el ataque de ansiedad y que llamaría a los chicos para que le trajeran unos dulces. El terapeuta supo que la niña podría desaparecer del mapa en cualquier instante, entonces la obligó a prometerle que haría una última llamada antes de que se fugara con una inyección. Luego atravesó el jardín entre el olor a bacalao añejo y a maquillaje. Justo cuando estaban apagando la máquina llegó al Café de Todos. Colocó su celular sobre la mesa y se dispuso a esperar la llamada de la poeta. Mientras le servían café americano, un auto compacto se estacionó frente al negocio. El terapeuta sonrió cuando vio descender a Santa Claus acompañado de los reyes. La imagen le hizo recordar al Santa empapado de su sueño repartiendo peces enfermos y enciclopedias de agua. El hombre de las barbas grises vio el smartphone sobre la mesa y, cuando gritó que la escenita navideña era un asalto, lo primero que pensó Gandalf fue que la niña estaba por llamar y que no iba a dejar que se muriera sola. Pensó en el señor de los anillos y, en un acto fallido (tal vez pretendiendo que la 9 milímetros era un juguete de San Nicolás), sin quitarle los ojos al smartphone le tiró el café americano en la cara a Santa. El hombre le disparó en el pecho, tomó el celular y se perdió con los reyes en la noche.
* Al otro lado de la línea, bajo su sombrero negro tachonado de estrellas, la vaquera abrazó a la poeta. Mientras, arrebujado en su chamarra de los 49s de San Francisco, Gandalf contactaba, sin violentarse, con otra línea en la que un ciego de rostro iluminado le decía que la vida entera de un hombre podía reducirse a dos o tres escenas. Entonces, justo el veinticuatro, el terapeuta vislumbró a la poeta cantando en un taxi “Sweet Jane” con los Cowboy Junkies y, mientras volaba por el pase perfecto que Joe Montana le lanzaba, supo que al fin había salvado la cena de Navidad de ese y de todos los años por venir
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La LLamada
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Vanessa Téllez
N
o le prestaba atención. Lo único que tenía en mente después de haber pasado más de cuatro horas en labor de parto era el nombre que le daría. –Se llamará Eclesiastés – decidió la nueva madre. Dos días después la joven madre volvía a su departamento de interés social con el recién nacido. No bien colocó al bebé en su cuna, Buda, el gato siamés que vivía con ella, saltó hasta donde Eclesiastés dormía. Desde el primer día, el gato, una criatura que rara vez emitía ronroneos y pasaba la mayor parte del día mirando a través de la ventana las torres de Babel que conformaban la Ciudad de México, se identificó con el nuevo integrante. Los quejidos del bebé encontraron eco en los maullidos minúsculos de su nuevo guardián. La extraña relación no parecía importar a la madre, una mujer de veintidós años que desde los dieciséis trabajaba como mesera. Funciones en el departamento, como lavar los trastes o llevar la basura al contenedor del edificio estaban dispuestas según la programación del día en el televisor. Resultaba difícil para la joven madre comprender las necesidades de un niño que no parecía pertenecer al mismo mundo que ella habitaba. Sin palabras y sin gestos, Buda, el gato, estaba en la misma frecuencia que Eclesiastés. Paralelamente la joven madre seguía prestando interés sólo a las noticias de la farándula mexicana, sabiendo de pe a pa los avatares en la vida amorosa de x estrella femenina, y acudiendo puntual a espectáculos baratos financiados por la televisora estrella. Acostumbrado al desinterés materno, Eclesiastés afincó sus necesidades al interés que despertaba en Buda, el gato. Si Eclesiastés tenía frío, Buda lograba acercar hasta él una frazada que pudiera evitar un enfriamiento de fatales consecuencias. Las cosas se complicaban cuando se trataba de alimentarlo. El llanto producido por el hambre era el único que Buda no podía acallar. Pese a olvidar amamantar a su hijo la joven nunca dejaba de llenar el tazón del gato con leche. El instinto de Buda lo hacía buscar la esponja con la que solía jugar y remojarla una y otra vez sobre su tazón para con ella saciar el hambre del bebé. Ejercer tareas de animal y matrona hicieron envejecer a Buda. Todavía aquella mañana acalorada de abril, Eclesiastés era bañado por su madre cuando el teléfono sonó, mientras en el televisor una cantante popular contaba en una entrevista cómo vivía su divorcio. La llamada pasó de los segundos a los minutos, en la justa medida en que el tiempo avanza cuando las palabras intentan sostener su propio tiempo. A un costado de la madre, bajo una mesa la cola de Buda asomaba inerte. Cuando la llamada finalizó, la madre tropezó con la cola de Buda. Súbitamente recordó a Eclesiastés en la bañera. La esponja con que lo estaba bañando yacía seca sobre una mesa en el pasillo. A la distancia era imposible distinguir gotas de agua sobre ella. En el televisor la cantante repetía al micrófono: ‘hay que creer en el amor, siempre, aunque uno enfrente su divorcio número cinco’
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Street art en una calle de Belgrado. Fuente: flickr
Banksy, Reno en un asador, Santa’s Ghetto. Fuente: www.banksy.co.uk
luna llEna DE honDuras Francesca Gargallo Celentani La luna roja de diciembre por la ventana (llena en la noche larga) sonríe por sus adentros. Las corridas furtivas del toque de queda la llenan de orgullo. Nadie lo sabe pero en Honduras se prepara el mejor café de Centroamérica y las mujeres salen a la calle para vender rábanos y lanzar consignas defienden hijas y mueren por montones Son lencas y la luna les sonríe porque ama el agua son chortís, garífunas, mestizas todas tienen niñas ancestrales en el río Gualcarque. Son las que resisten a las masacres y están locas, locas de pinturas y versos. ¿Puede una copla lo que la prensa calla? En el universo de neón de las noches urbanas del norte las pantallas titilan en la nada de pronto es caliente el trópico a oscuras las ametralladoras erizan la piel de miedo. Los cuerpos de agua de la luna roja se van secretos porque el ejército dispara en los ojos de una muchachita en el torso de un hermano son cuerpos de mujeres y cargan antorchas por las calles de Tegucigalpa. Inmensas, unen el fuego del norte y el agua del sur las que piden favores a la luna y gritan se enojan se ríen a carcajadas desparajientas. Nadie lo sabe pero la tierra de Honduras es la más firme del istmo que corre de Belice a Panamá roca que congrega el magma de sus hermanas. La prensa calla que Honduras no es un portaviones no es una estrategia geopolítica no es sólo maquila. Honduras es una pacifista que se viste de guerra como su Morazán y cultiva zanahorias, se enfrenta a la palma de aceite a la riqueza que empobrece. La luna roja de diciembre descansa en la roca firme de Honduras
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24 de diciembre de 2017 • Número 1190 • Jornada Semanal
Marco Antonio Campos
lA cAusA del desGAsTe
Bleep.gr, Navidad desnuda, street art en Grecia. Fuente: www.isupportstreetart.com
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a Juan José Rodríguez
esde hacía diez años, no había encuentro literario o poético en el que Juan de Dios Plaza no cumpliera lo que parecía un ritual literario-erótico. Aunque parezca un oxímoron, era un poeta rico, y pese a la mitad del oxímoron, un poeta notable. Juan de Dios, que ya frisaba los cincuenta años, tenía en grado extremo el instinto para saber, durante el curso de las jornadas del congreso poético o literario, quién iba a llevar a cabo la lectura o conferencia más prolongadamente aburrida para ir a cumplir tareas de urgencia en un burdel, alta o medianamente afamado, y regresar, como con relojería o magia, cuando el autor aún no terminaba de leer su afanoso texto. “No importa el precio del palo, pero que sea la mejor”, enfatizaba. Una vez en Zamora, al oír a un lirida michoacano, quien se preparaba a leer un poema que iría desde la expropiación petrolera a nuestros días, luego de unos minutos, Juan de Dios se levantó, salió a la calle, se dirigió al prostíbulo, escogió una cusca fogosa que venía de la región de tierra caliente, se la tiró con rigor e imaginación en los veinte minutos del palo anunciado, y ya de vuelta, compró una botella de vino, empezó a tomársela en el trayecto, y sentado de nuevo en la sala de lectura, oyó sin sorpresa que la gloria local iba apenas en 1991. La siguiente ocasión que a Manu le tocó encontrárselo fue en Tuxtla Gutiérrez en un congreso centroamericano de ensayo y narrativa. Fue al tercer día. En el momento en que el cuentista de El Salvador subió al estrado y se sentó a la mesa con un fajo descomunal de hojas y empezó a leer un cuento, que versaba sobre el
tema de que si no hubieran surgido las pandillas de los Maras El Salvador sería el único país latinoamericano que ya formaría parte del primer mundo, Juan de Dios tomó las de Villadiego, se dirigió al campo de batalla, se tiró en veinte y tres minutos a una suculenta costeña de veintidós años venida de Tonalá, y como un resucitado que pasó tres días en la Gehena, compró su botella de vino, y al entrar de nuevo a la sala, el salvadoreño contaba que los Maras formaban ya parte del cuerpo de élite de la policía y si existía un país seguro en América Latina era El Salvador. Pronto Juan de Dios se volvió un conocido poeta internacional. Manu se lo encontró por tercera vez en Montevideo. En la última mesa, cuando un profesor rioplatense variaba y desvariaba sobre la poesía neobarroca o neobarrosa, y al explicarla y detallarla era más críptico y banal que los poetas que conformaban la neocorriente, Juan de Dios, ahora acompañado por el poeta peruano Rafael Andrea, se dirigió al lenocinio, escogió a una joven de Paysandú que había sido reina de belleza, y pisó extasiado por primera vez tierra uruguaya. El poeta peruano, sin los prejuicios estéticos de Juan de Dios, se enorgullecía por el contrario de ser en el plano femenino un todoterreno, y se tiró una gorda súper maquillada que cobraba la décima parte de la joven de Paysandú. La última vez que Manu encontró a Juan de Dios fue en Santiago de Chile, en un congreso indigenista, donde se hacía pasar por miembro de los pueblos originarios del norte de México. Esa mañana había un pánel en la mesa de ocho participantes, es decir, el doble del público asistente. Cuando se pararon Juan de Dios y
Rafael Andrea, Manu también lo hizo, les pidió permiso para acompañarlos, y comprobó punto por punto el excitado ritual. En esa ocasión, pero por tres milagrosas horas, Juan de Dios –dejando exhausta su tarjeta de crédito- escogió, ante la envidia de Manu, a una señora excepcionalmente atractiva de la alta sociedad, que en las mañanas ejercía por fascinación turbia el oficio buñueliano de Bella de Día, y luego de resucitar de entre los muertos, salieron del burdel de polendas, y Juan de Dios, por falta de crédito, le delegó el favor esta vez a Manu para que comprara la botella de vino, se la bebieron y aún llegaron dos horas antes de que terminara el pánel, que ahora sólo tenía un espectador. En la cena de clausura, sentados a la mesa, Manu se atrevió a preguntar a Juan de Dios por qué la insistencia meticulosa del ritual, a lo que el bardo repuso, poniendo una cara de tedio que demandaba comprensión: –Porque luego de casi veinticinco años de matrimonio no sabes el esfuerzo que me cuesta con mi esposa, sin recurrir al: “Mira, mi amor, estoy cansado”, o “traigo un dolor de cabeza de los mil diablos”, o: “de plano, cariño, hoy no se me para, mira”, o sin elegancia y a la malagueña, voltearte de espaldas. Uno de mis hijos, que sigue con alguna variante y similitud mis pasos, vive ahora en Louisiana. Cuando quieras le hablo y te hace un tour pornográfico estatal de quince días por los mejores burdeles, del cual, hasta ahora, no he oído de nadie la queja de sentirse estafado. El tour tiene un alto precio, pero si te animas, le hablo y te conseguirá un buen descuento. Y Juan de Dios le dio su tarjeta y de paso la del hijo
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en nuestro próximo número:
chrisTine AnGoT más Allá del escándAlo
Eve Gil
La Jornada Semanal @JornadaSemanal jsemanal@jornada.com.mx
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Jornada Semanal • Número 1190 • 24 de diciembre de 2017
Arte y pensamiento
ARTES VISUALES germaine gómez haro
BITÁCORA BIFRONTE ricardo venegas
germainegh@casalamm.com.mx
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N LA PASADA ENTREGA se dio inicio a la reseña de la magna muestra que se presenta en el Museo Guggenheim de Nueva York: Arte y China después de 1989: Teatro del mundo, integrada por 150 obras de setenta y un artistas que revelan el espíritu crítico y contestatario de dos generaciones de creadores que forjaron el arte contemporáneo en ese país entre 1989 y 2008. Al recorrer la muestra redundan las tribulaciones existenciales de los artistas chinos: el rechazo al sistema totalitario, la búsqueda incesante del individualismo y la libertad de expresión, la recuperación de las riquezas milenarias de su pasado artístico e histórico, la indagación en conceptos relativos a la identidad, la tradición y su relación con la modernidad, la cosmogonía y las filosofías zen y budista y –una preocupación persistente– la fusión y el choque del pensamiento oriental y occidental en el contexto de la globalización. Los artistas recurren con gran ingenio a la parodia y al tono sarcástico para ridiculizar las contradicciones del Carne, Zeng Fanzhi sistema, la propaganda institucional y la burocracia administrativa, haciendo uso del absurdo y del humor negro –ácido– como vehículo para ejercer la crítica social. La fotografía ha sido uno de los medios más eficientes para registrar los cambios vertiginosos de la sociedad, como es el caso del trabajo de Liu Zheng (1969), quien realizó a lo largo de ocho años la serie titulada Los chinos –en referencia al famoso trabajo del fotógrafo suizo Robert Frank conocido como Los americanos, en el que documentó al pueblo estadunidense en la postguerra. Se trata de un mosaico amargo y conmovedor de retratos que dan cuenta de la nueva sociedad china en la que la brecha entre las clases se hacía cada vez más profunda. En ese lenguaje críptico y hasta grotesco surge un nuevo realismo en la pintura, con exponentes como el celebérrimo Zeng Fanzhi (1964), quien forma parte de la lista de los diez artistas vivos más caros del mundo. Con una técnica pictórica impecable, este renombrado pintor abreva en las fuentes del arte occidental como el expresionismo alemán –Max Beckmann, Käthe Kollwitz, George Grosz– así como del realismo desgarrado de Francis Bacon, para crear escenas demoledoras inspiradas en hospitales y carnicerías. En el extremo opuesto está el lenguaje poético de Lin Tianmiao (1961) –una de las pocas mujeres en la muestra– cuya creación consiste en objetos de uso cotidiano que recubre en su totalidad con hilos de algodón en un proceso increíblemente delicado y exquisito. Su pieza Cosiendo es una máquina de coser de la era maoísta que representa uno de los objetos de consumo más populares en la China de los años setenta, metáfora también de la potente industria maquiladora en el país asiático. Un vídeo proyecta sobre la máquina la imagen de unas manos femeninas en el proceso de la costura, un guiño sutil y elegante a uno de los oficios femeninos por excelencia. Previo a la inauguración, la tan esperada y promocionada exhibición se vio envuelta en un zafarrancho a causa del contenido de tres piezas que fueron condenadas por las asociaciones protectoras de animales. Una de ellas, justamente la que dio el nombre a la exhibición –Teatro del mundo, del controvertido artista conceptual Huang Yong Ping (1954)–, incluía Narcotraficante musulmán, Liu Zheng reptiles e insectos vivos, y otros dos autores registraban en vídeos acciones violentas filmadas con animales. La curadora hizo hasta lo imposible por defender la participación de las piezas que ya habían sido exhibidas anteriormente en otros museos, pero las amenazas llegaron a tal punto que se decidió retirarlas “por la seguridad de los visitantes y del equipo del museo”. “Cuando una institución de arte no puede ejercer su derecho de libertad de expresión, resulta trágico para la sociedad moderna”, opinó el artista y activista Ai Wei Wei, también presente en la muestra y quien ha sufrido la represión del gobierno chino en repetidas ocasiones. Me pronuncio una gran admiradora de la calidad ética y moral del arte de Ai Wei Wei, pero en este caso no concuerdo con él. Desde mi punto de vista, las obras en cuestión sí involucran a los animales en situaciones violentas que van más allá de la libertad de expresión en la creación artística. El debate queda abierto y esta ambiciosa muestra –seguramente irrepetible– es un testimonio invaluable del arte, la política y la historia de la que, al parecer, es hoy la primera potencia económica del mundo Cosiendo, Lin Tianmiao
LA PALABRA COMO LANZA CONTESTATARIA
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L TORNEO DE POESÍA Adversario en el Cuadrilátero 2017 es una actividad en la que los poetas hacen de la poesía un deporte intelectual. Con una tradición de varios años consecutivos, esta justa representa una de las actividades más significativas del arte de la palabra en Ciudad de México. Revisar el material de escritura, desempolvar poemas o comenzar a escribir en serio, son algunas acciones que diversos poetas realizan desde el momento en que la Editorial Verso Destierro da a conocer la convocatoria. Esta décima emisión se realizó en homenaje a las poetas mexicanas Dolores Castro, María Elena Solórzano y Becky Rubinstein, y hubo más de cien poetas inscritos, de los cuales sólo cuarenta tuvieron oportunidad de participar en la fase clasificatoria del torneo. Estas fases, ha mencionado Adriana Tafoya, creadora y directora de este proyecto cultural, se desarrollan igual que las de un partido de futbol, por lo que en el torneo hay fase clasificatoria, octavos de final, cuartos de final, semifinal y gran final. Además, el torneo propone la poesía como un deporte intelectual. Su intención es lanzar el poema a todo el público ávido de versos y provocar pasiones y sanas competencias y, sobre todo, incitar al receptor a que exija más del poeta. La idea de torneo de poesía como la posibilidad de vincularse con el exterior y alentar la opinión (o discusión) entre los habitantes de una comunidad, así como entre los miembros de una academia o grupos de legislación canónica literaria, es novedosa desde diferentes puntos de vista, así como también lo es integrar a un adversario en igualdad de condiciones para delimitar un mismo nivel de exposición del discurso. Gracias al patrocinio de instituciones culturales como la Secretaría de Cultura, Casa de Lago de la unam , el Centro Cultural España y Ediciones Eternos Malabares, así como diversos artistas y colectivos inmersos en la literatura, se realizó esta competencia literaria con la idea de difundir de forma gratuita la poesía y lograr de manera efectiva el fomento a la lectura en voz alta. Para disfrute de todos, los organizadores prepararon un escenario donde el ring profesional es el elemento principal, pues es el espacio en el cual los escritores confrontan su poesía al escrutinio del público y de un jurado especialista en esta disciplina; además se cuenta con la presencia de comentaristas deportivos, réferi y maestro de ceremonias. Para darnos una idea de cómo se puede rastrear esta tradición contestataria de improvisación creativa de la palabra, es importante recordar la sátira latina, donde el poeta ya escribía sobre sus gobernantes, quienes salían mal librados por sus conductas y errores. Lo mismo entre los poetas de los Siglos de Oro españoles. Son célebres los poemas satíricos que se dedicaban Góngora, Quevedo y Lope de Vega. Entre la tradición y la novedad, este torneo promete grandes encuentros. Viñeta de Juan Puga
ARTES EN CHINA: MUSEO GUGGENHEIM DE NUEVA YORK ( ii y última )
Arte y pensamiento
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TOMAR LA PALABRA
agustín ramos
DELICIAS CULINARIAS
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N UN MEME APARECEN cuatro fotos de amlo retocadas. Dos como mujer, otra de bigote y perilla y la última donde lo pintan calvo. Todas bajo un letrero que dice:“Además de amlo se anotan cuatro precandidatos a la presidencia por Morena, conócelos”. Si el chiste pasa, la justificación es pésima. Empieza con dos tuits en los que, supuestamente, López Obrador se mofa del vitiligo de Meade. Lo que da pie a una moraleja editorial digna de comunicador devoto del rosario: “El Peje es una mierda, se burló de la piel de Meade (más un emoticón triplicado de materia fecal)”. Incluso en caso de ser auténticos, si se les lee bien, y no hay razones para ello si se han leído siquiera tres libros, se entiende que no hay ninguna burla a la piel candidato del pri-pan-prd-panal-pvem, más los que se agreguen a la cargada, sino de una pulla consistente en aconsejar a sus adversarios políticos que se asoleen para darse a conocer entre los votantes. Tampoco debe pensarse en una declaración de amlo falsificada por un aparato gubernamental cuyo plumaje cruza sin mancharse los pantanos de los nexos con el crimen organizado, las Casas Blancas, los Panama Papers, Wikileaks, el Paradise Paper, la Estafa Maestra y, por si esto no bastara, lo que hoy se conoce como el caso más grande de corrupción mundial, el Lava Jato, que involucra a casi todos los gobiernos de América Latina en donde la empresa brasileña Odebrecht hizo negocios casi unánimemente sucios. Ojo, los “casi” son para honrar al único gobierno cuyo plumaje sigue inmaculado, el de epn que movió a México y lo ha volvido referente internacional. ¿Hay motivos para no ser caritativos con el piadoso Meade? Hacer mofa de la piel de alguien es sin duda reprobable, sobre todo cuando ese alguien no tiene nada o muy poco debajo de la piel y del traje. Un ser como Meade
está intrínsecamente vacío, por eso sus propagandistas, o sea todos sus súbitos idólatras, adscritos a partidos inescrupulosos y sanguinarios, lo pueden vender, paradójicamente, como ciudadano apartidista, e irónicamente como personaje honesto. En efecto, Meade podría ser alguien que no mató una sola vaca pero sí, sin duda, le alzó la pata a miles de millones durante dos sexenios, dos, en una posición ajena y contraria a la de los ciudadanos, lo cual lo hace acreedor a todos los doctorados honoris causa prianperreverdepanalistas. Y, por tanto, es justo ganador de los motes que le asesta en las redes sociales la gente agraviada por él. Una vez contestada la pregunta del principio del párrafo subrayo que esos motes no alcanzan la bajeza del apodo racista, discriminador, clasista y excluyen-
te que los medios oficialistas acuñaron para amlo . Un apodo que parece natural a oídos de todos y a ojos de los juristas a quienes les retembló su centro al sonoro rugir de las chachalacas: Peje, apócope de pejelagarto, apodo racista porque se utiliza para motejar a quienes tienen apariencia o rasgos culturales tabasqueños, discriminador porque connota superioridad de quien lo endosa, clasista como todos los apodos humillantes confeccionados contra quienes se consideran socialmente inferiores y excluyente porque forma parte del repertorio de gentilicios despectivos para estigmatizar a los no capitalinos. Y aunque ni el mismo amlo ni su fanaticada, ahora ampliada con el pes , tomen a mal el apodo de Peje ni el epíteto de Peligro para México, sospecho que el acicate del ingenio popular para endilgar a Meade la carrilla cruel inspirada en su vitiligo, se origina tanto en los memes de peñabots, zombis y acarreados como en los agravios hacendarios y en el eficiente papel de Meade como tapadera y facilitador de la corrupción peñista y calderonista. Para maquillar tal daño hay quien insinúa que Lord Gasolinazo se ríe del mal del pinto. Quisiera creerlo aunque el filtrador de este detalle sea un devoto del rosario, es decir un chayotero... Además, ¿a mí, qué? A mí me gustan el queso de puerco y el pejelagarto; éste zarandeado a las brasas o en chirmol y aquél en sándwich con paté o en bolillo con frijoles refritos, queso fresco, aguacate y pápalo; éste acompañado con agua de melón o sandía, aquél con pozol, guarapo o xochistle en jícara. Y en cuanto a las elecciones, están en las puntas de la bayonetas, así que por ahora los mexicanos no podremos emular, en el aspecto político, el refinamiento de nuestras delicias culinarias. En otras palabras, seguiremos comiendo camote y rumiando resentimientos. O bien…
BIBLIOTECA FANTASMA
Grabado de Víctor Meléndez
eve gil
LA RESEÑISTA
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N SU “LECCIÓN INAUGURAL” de ingreso a El Colegio Nacional, un crítico literario más conocido por su misoginia que por sus aciertos profesionales, aludió en tono despectivo a “una reseñista británica, una tal Zadie Smith”, y la volvió a citar, op cit, en alguna de las entrevistas enmendadoras de su –irreparable– mala reputación. Ignora, o pretende pasar por alto, que se trata de una de las más populares novelistas británicas de todos los tiempos… posiblemente la más celebrada desde Virginia Woolf, en la que es imposible no pensar cuando enfrenta uno la pulcra y artística prosa de esta habitual colaboradora de The New Yorker Review of Books. “¿Qué hemos hecho para merecer a una joven novelista tan brillante, tan ingeniosa, tan viva?”, clama un crítico desde la revista Lire, refiriéndose a Zadie Smith, nacida en Londres en 1975, hija de padre británico blanco y madre jamaiquina, que además de un precoz genio literario –escribió su primera novela, Dientes blancos, a los 21– es judía, de raza negra, proviene de una familia extremadamente feliz –aunque las familias disfuncionales predominen en sus historias– y es madre de dos hijos. Su sueño era convertirse en la Ginger Rogers negra, pero terminó siendo alabada por Salman Rushdie, su declarado fan. Actualmente radica en Nueva York, y junto con su esposo, Nick Laird, trabaja en una ópera sobre Kafka. Zadie, “Sadie” en realidad, modificó su nombre desde los catorce años porque la z le confiere más exotismo. Sin haber ingresado a la universidad se inscribe en un taller literario donde empieza a redactar Dientes blancos, novela en la que aborda la generación de sus padres, si bien, aclara, éstos no se parecen a sus católicos protagonistas, excepto en su exuberante diversidad étnica, una constante en su novelística. En El cazador de autógrafos retoma la multirracialidad y el multiculturalismo, que forzosamente la lleva a confrontar el racismo y los conflictos ideológicos Zadie Smith
entre judíos y gentiles, además de retratar a su propia generación con nitidez vitriólica; esos veinteañeros en los umbrales del siglo xxi no son muy distintos a los que en su momento definió la “Biblia” de los nacidos en los sesenta, Generacion x, aunque Zadie rebasa al estadunidense Douglas Coupland en complejidad y humor negro. Reelabora el discurso y el pensamiento de su generación que sigue siendo la x, con un pie en los llamados millennials, a través del protagonista de esta segunda novela, Alex Li Tandem, un joven londinense mezcla de chino y judío. Alex, como la propia Zadie, ha crecido en el populoso barrio londinen-
se de Mountjoy. Ni él ni sus amigos son precisamente exitosos, y menos aún, ambiciosos, con excepción de Rubinfine, que de niño prometía ser un rufián y termina siendo rabino. Los personajes de Zadie parecen abducidos por la parafernalia globalizante; “internacionales” los denomina. Mientras que los jóvenes de los ochenta –en medio del azote del sida– y los noventa “pizcaron” en lo retro para incorporarlo a su moda (las faldas volantes tipo Grease de los cincuenta; el “grunge” neohippie de los noventa), los de principios del siglo xxi emprendieron una faena de recuperación del pasado y crearon la diversidad vintage, que se refleja tanto en sus gustos musicales como cinematográficos: ¿o es que acaso las salas de cine no continúan atiborrándose con cada nueva entrega de Star Wars? No nos extrañe que Esther, la novia negra de Alex, se identifique con Ally Sheedy (actriz juvenil muy de moda en los ochenta), o que el propio Alex se obsesione con encontrar a Kitty Alexander, diva cinematográfica de los cuarenta, de la que está platónicamente enamorado pese a que, a esas alturas, sea una octogenaria. En Sobre la belleza, preclaro tributo a e . m . Forster, en especial a Howard’s End, Howard Belsey –que no podía llamarse de otra manera– es un académico de Nueva Inglaterra que compite con otro brillante profesor universitario de nombre Monty Kipps, especialista, como él, en la obra de Rembrandt, ambos de origen inglés. Las esposas e hijos de estos adversarios crearán lazos amorosos y afectivos que sirven de trasfondo a su batalla de egos. Y en medio de esta serie de encuentros y desencuentros, incluida una infidelidad de Howard que desata algo más que la ira de su esposa, la formidable negra Kiki de inolvidables 150 kilos de sensualidad, se prefigura la belleza prometida, más en la preciosa visión de Zadie Smith sobre los detalles insignificantes – ¡como el mismísimo Forster!– que en la manifestación como tal de la hermosura
CINEXCUSAS
BEMOL SOSTENIDO
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Arte y pensamiento
Alonso Arreola @LabAlonso
ENARTES 2017, DESHIDRATADO
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O ES MUY ESPERANZADOR leer estas cosas en Navidad, pero bueno, es lo que hay. Comencemos. El “camerino” era el baño de mujeres de una oficina adjunta. No había manera de que cupiéramos los tres grupos involucrados ese día. En total éramos catorce músicos más los técnicos; unas veinte personas. A mediodía, apenas llegamos y antes siquiera de acomodarnos en el escenario, nos advirtieron que fuéramos a la carpa de la comida “a las 2 en punto”. Les dijimos que justo a esa hora –ellos mismos– nos habían pedido hacer la prueba de sonido. Respondieron que entonces nos llevarían las viandas al tinglado. No sucedió. Para cuando llegamos a restaurarnos a la carpa mencionada, dos horas después, había poca comida:“no hay agua”, añadieron. Muy pronto supimos que las condiciones del concierto no serían las mejores. Por razones que no nos dieron nunca, el tiempo entre la prueba de sonido y el inicio del show era de más de cinco horas. Fue pesado, pues como dijimos no teníamos en dónde esperar, así que nos instalamos en una de las bancas de los jardines que los estudiantes ocupan para descansar. ¿No lo hemos dicho? Estábamos en el Centro Nacional de las Artes de la Ciudad de México, lectora, lector. Así es, en el Cenart y no en el tugurio que ya comenzaba a imaginarse (en esos espacios uno sabe a lo que va y no caben las quejas). Y sí: nuestra presentación ocurriría en el marco del Encuentro Nacional de las Artes 2017 (Enartes), un muestrario de lo que “ocurre” en México alrededor de múltiples disciplinas artísticas, reunido para que numerosos programadores, productores y promotores de distintas partes del mundo puedan incluirlo en foros, festivales o proyectos durante 2018. Según supimos, vinieron más de 120 invitados para presenciar alrededor de cuarenta espectáculos y participar en reuniones de negocios y conferencias.
Luego de muchos años visitando diferentes mercados e invitados a múltiples foros, ferias y festivales en el extranjero, podemos decir que… no deja de sorprendernos la incompetencia burocrática mexicana en el área cultural. Esta no es una queja por un mal camerino/baño/ bodega que ni botellas de agua tenía. No es una queja por las indicaciones previas a ese día: no pueden llevar gente de staff, o llevan al ingeniero de luces o al de audio; no pueden usar el apoyo económico en pagar salarios… Con todo ello, repetimos: no es una queja; es un señalamiento que creemos necesario cuando la atención pública se halla tan lejos de la estructura cultural. ¿Deberíamos dar las gracias en lugar de observar las cosas malas? No. Preferimos que nos censuren al silencio de la complicidad. Hablando a título personal y no por nuestros compañeros de grupo, creemos que no hay manera de que con su estructura actual más la falta de diálogo interinstitucional, el Enartes represente a las artes de México. No hay manera de que, careciendo de autocrítica y con protocolos de evaluación débiles o inexistentes, pueda mejorar prontamente. Sus responsables se comportan como guías turísticos y no como aliados de los artistas a quienes representan. Los visitantes se comportan como turistas en busca de entretenimiento, no como receptáculos de riesgos estéticos. En fin. No sabemos si los demás colegas músicos, compañías de danza y teatro pasaron por las precariedades que vivimos nosotros. Si es así, deberían alzar la voz. Además, es imperdonable la ausencia de regiones de México que cuentan con artistas valiosos. Centralismo rampante, es increíble que con las herramientas tecnológicas de hoy no exista la voluntad para hacer radiografías locales que permitan –en acuerdo con los estados– una representatividad plural en la que, además de las artes escénicas, se incluya a las artes plásticas.
Una vez más comprobamos que cada equipo sexenal aprende a trabajar desde cero, como si no hubiera experiencias previas (¿la Puerta de las Américas?), repitiendo errores básicos de curaduría y justicia. Claro, hablamos de cultura y con esa pobrecita nadie se mete cuando la prioridad es otra. No hay auditorías serias ni mecanismos de revisión para enterarnos sobre la vida que viajando se dan tantos burócratas incapaces en la gestión, producción o promoción de espectáculos artísticos. Podríamos dar muchos ejemplos vividos en carne propia, verbigracia, en ferias del libro de Costa Rica, Estados Unidos o Argentina; eventos “de foto truqueada” que se presumen como exitosos pero que en realidad fracasaron por otras formas de corrupción. Pero hasta aquí llegamos. Incluso allí hay gente valiosa. Quedémonos con que, donde falta agua, faltarán obligadamente muchas cosas más. Buen domingo de Navidad. Buena semana. Buenos sonidos
Luis Tovar @luistovars
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LOS VEINTICINCO AÑOS –nació en 1953–, José Buil hizo su debut cinematográfico al escribir, dirigir y editar el cortometraje Endre en la ciudad (1977); haciéndose cargo de las mismas tres áreas filmó Mis amigos desempleados (1978) y Apuntes para otras cosas (1979). Dos años más tarde, nuevamente responsable de escribir el guión, dirigir y editar, hizo el mediometraje Adiós, adiós ídolo mío (1981). El mediometraje Conozco a las tres (Maryse Sistach, 1983) dio inicio a su dilatada colaboración entre la también directora y guionista. Antes de escribir y editar Los pasos de Ana ( m . s ., 1988), Buil fue coautor del guión Ahí viene la plaga, con Gerardo Pardo y José Agustín, editado por Joaquín Mortiz en 1985. En 1989 escribió y dirigió su primer largometraje de ficción, La leyenda de una máscara, y tras escribir el guión para otra cinta de Sistach –Anoche soñé contigo, 1992–, escribió y codirigió La línea paterna (1995) y El cometa (1998). En 2000 hizo el guión, produjo y editó Perfume de violetas (nadie te oye), dirigida por Sistach, primera de una trilogía completada por Manos libres (nadie te habla), de 2005, dirigida por el propio Buil, y La niña en la piedra (nadie te ve), de 2006. Al siguiente año coescribió el guión de El brassier de Emma ( m . s ., 2007). Transcurrió casi una década hasta que Buil volviera a dirigir, cuando adaptó La fórmula del doctor Funes (2015), un libro para niños de Francisco Hinojosa, y la década entera para que concluyese Los crímenes de Mar del Norte (2017).
DE RECUPERACIONES simos eventos del ámbito personal, el recuento anterior revela una carrera fílmica de cuatro décadas en donde lo que más destaca es una pasión indeclinable, manifiesta sobre todo en dos vertientes: por supuesto, la primera es el cine en sí; la segunda es un nacionalismo alejado del panfleto y los lugares comunes y, por consiguiente, valioso como jamás podrá serlo el que convenencieramente propugnan partidos políticos, entidades gubernamentales y compañías televisoras. Tómense sólo tres ejemplos: La leyenda de una máscara, su debut en largoficción, es una de las mejores revisiones fílmicas no del “cine de luchadores” al que hoy Mediomundo quiere hallarle inexistentes cualidades, sino de la dimensión sociocultural del héroe popular en el que cada profesional de la lucha libre se convirtió desde mediados del siglo xx en México, con especial énfasis en El Santo, aquí rebautizado como El Ángel Enmascarado. Por su parte, el guión de Ahí viene la plaga, que nunca llegó a filmarse, consiste en un amplio e irreverente fresco de época que abarca las décadas de los años cincuen-
Las historias de acá Pese a los altibajos inherentes por un lado a la cinematografía mexicana en general, y por otro a la reinvención personal a la que Buil debió enfrentarse debido a duríJosé Buil
ta, sesenta y setenta mexicanos, en el que se mezclan documental y ficción y se da cuenta de quiénes eran, cómo hablaban, qué pensaban, qué sentían, qué deseaban y qué temían los chavos de entonces, hoy adultos o muy. El tercer ejemplo es el filme más reciente dirigido por Buil: Los crímenes de Mar del Norte aborda nada menos que el evento unánimemente considerado como el “ingreso” mexicano a las ligas de los asesinos seriales: la vida criminal del estudiante de química Gregorio Cárdenas, mejor conocido como Goyo, que hace tres cuartos de siglo –1942 es el año– literalmente estremeció a una Ciudad de México en aquel entonces aún bastante más pacata y provinciana de lo que sus habitantes gustaban imaginar. Sin los ingentes recursos económicos que suelen verse ya no digamos en las megaproducciones gringas que en estos días invaden las pantallas –aunque vale decir lo mismo para el resto del año–, sino incluso en una comedia nacional estándar, el oficio de Buil le permite lograr una convincente cinta de época: el diseño de arte refleja bien la apariencia visual de los años cuarenta nacionales, desde la vestimenta y el arreglo personal hasta el mobiliario; el habla de los personajes suena convenientemente anacrónica y, redondeando, la fotografía en un blanco y negro altamente contrastado evoca con fortuna al estilo típico del film noir, en el que la cinta debe inscribirse, además de hacerse eco de la estética iconográfica y la idiosincrasia habituales en aquel entonces, poco dadas a los matices. Tras lo fallidas que habían resultado las dos anteriores propuestas de Buil como director, Los crímenes de Mar del Norte significa, desde la perspectiva de la cinematografía nacional en conjunto, una auténtica recuperación
ENSAYO
Feliz cumpleaños
24 de diciembre de 2017 • Número 1190 • Jornada Semanal
CAMBIAR DE HORARIO ES MÁS QUE CAMBIAR LA SERIE DE LAS HORAS: CAMBIA EL MUNDO ENTERO. AQUÍ SE PIENSA CON BREVEDAD Y ACIERTO EN ESA MATERIA DELICADA QUE ES EL TIEMPO.
U
n día de cumpleaños y la celebración de la fiesta que lo acompaña marcan, para cada ser humano, una fecha particular en el calendario anual. Los niños esperan este día con una exaltación a veces aún más fuerte que la emoción sentida ante la proximidad del día de Navidad, del inicio de clases o de la salida de vacaciones. Acaso porque un cumpleaños acuña en un niño el primer latido del reloj invisible del Tiempo. Hoy tengo siete años, voy a soplar siete velitas sobre el pastel que mamá preparó, van a darme un regalo, se me dirá que he llegado a la edad de la razón, que deberé portarme como un verdadero hombrecito, un adulto, ser altivo, ser cuerdo, sensato. Pero, a propósito, ¿qué significa ser sensato? La palabra puede escucharse en el sentido más usual, utilizado cuando se habla a los niños y el cual se reduce más o menos al deber de obedecer. Ser sensato, portarse bien, es en primer lugar, al menos al principio de la vida, ser obediente. El otro significado del mismo término se halla más bien reservado al fin de la vida, es decir, a las personas de edad, los viejos, quienes tendrían el privilegio de poseer la sensatez, la sabiduría. Cabe preguntarse de dónde les viene esta sabiduría, si no de la edad. Así, el trabajo del tiempo no produce sólo las catástrofes físicas debidas al envejecimiento, acordaría también una compensación mental: la sabiduría. Esta idea es bastante optimista. Desde los tiempos más remotos, el planeta ha sido poblado tanto de viejos locos como de jóvenes insensatos. Si fuera necesario citar ejemplos, no sería suficiente un libro. El filósofo Blaise Pascal escribió: “El hombre está necesariamente loco y es por otro giro de locura que él cree no estar loco.” Nos encontramos, pues, lejos del optimismo. Cuando se recuerda que Pascal era un gran matemático, conviene subrayar el término “necesariamente”, escogido de manera voluntaria por el autor de Pensées (Pensamientos). En matemáticas, necesario es lo que es lógico, así pues, irrefutable. Es lógico estar loco. Es la consecuencia de nuestro destino. ¿Qué destino? Ser mortal. El primer latido que palpita en el reloj invisible del Tiempo el día de un cumpleaños, en medio de los cantos y de la fiesta, cuando el vino fluye y las copas se entrechocan en un brindis, es el anuncio de un año que pasa y nunca volverá. Nevermore, dice el cuervo de Edgar Alan Poe, nevermore, nunca más, dice al poeta tocando al vidrio de su ventana. Quizás no existe un tema más obsesionante, en lo que llamamos la poesía, la novela, la literatura, la filosofía, que la presencia invisible y visible del Tiempo. “Oh tiempo, suspende tu vuelo”, canta el poeta Lamartine sin escuchar
Vilma Fuentes
la respuesta del tiempo, el cual podría aceptar responder a su petición replicándole: ¿durante cuánto tiempo debo suspender mi vuelo, querido poeta? El novelista Marcel Proust se interroga en la misma forma cuando escribe En busca del tiempo perdido. La angustia del tiempo que pasa, y al cual se festeja un día de cumpleaños porque la fiesta es aún lo que los seres humanos han creído la mejor manera de superar la angustia de vivir, así pues, de morir necesariamente, angustia, tal vez sin duda, en el origen de la palabra escrita. “Yo la encontré. ¿Qué? La eternidad”, dice el poeta Arthur Rimbaud, pero escribe con las palabras que le han sobrevivido. La idea de hacer una fiesta un día de cumpleaños, como lo hacen los seres humanos, y solamente los seres humanos, aporta una prueba más de su condición de especie animal, sin duda, pero de un género diferente a las otras especies. Peor o mejor, decisión que debe dejarse a los moralistas o a quienes piensan tener la capacidad de juzgar entre lo mejor y lo peor. Mientras tanto, sólo el hombre ha escrito poemas y libros. Porque los seres humanos son los únicos que tratan de superar la angustia de vivir lanzando un desafío a la muerte mediante la creación de una palabra, un dibujo, una pintura, un aire de melodía, un canto. En suma, un acto de amor. Es ahí donde la liga se establece entre todas las contradicciones de la existencia humana. La vida, la muerte, el amor, la desaparición, la eternidad. La fecha de cumpleaños se festeja en cada país con una canción diferente: Las mañanitas, Joyeux anniversaire, Happy birthday, pero cualquiera que sea la lengua cantada, la alegría triunfa sobre la tristeza, la vida gana a la muerte. La horrible calavera que carga una guadaña en las representaciones pictóricas de la muerte es eliminada por las voces en coro, al menos mientras cantan “Las mañanitas”, sobre todo cuando se acompañan con los tambores, las trompetas y las guitarras de los mariachis. Cumpleaños significa también fecha de nacimiento. Lo importante no es tanto morir como nacer. Es eso el milagro que se festeja. El filósofo Montaigne, el autor de Essais (Ensayos), había primero escrito: “Filosofar es aprender a morir.” Luego, sin que pueda decirse por qué, cambió de idea, rebasó su propio pensamiento y fue más lejos, o más cerca, y escribió: “Filosofar es vivir a propósito.” Acaso es ésa la verdadera sabiduría y la palabra de un hombre sensato. El verbo vivir triunfa sobre el de morir. En cierta forma, su meditación lo aproxima a la de un autor que sin duda conoció, Píndaro, el poeta que escribió: “Querida alma, no aspires a la vida eterna, pero agota el campo de lo posible.” Palabras tan sensatas como sabias, es decir obedientes, pero que obedecen a las leyes del destino de la especie humana. ¿Qué más es posible decir después de Píndaro y Montaigne? Levantemos nuestra copa y brindemos a la salud de estos grandes espíritus, agradeciéndoles habernos ofrecido el regalo de sus escritos inmortales, en tanto sea posible que la inmortalidad pueda existir sobre nuestra Tierra. ¡Feliz cumpleaños!
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