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Reforma judicial, necesidad democrática [un acto de justicia para Montesquieu
Filosofía política
Reforma judicial, necesidad democrática [un acto de justicia para Montesquieu]
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“Pero si toda justicia comienza con la palabra, no toda palabra es justa”, Jacques Derrida.
Más poéticamente lo expresó Mallarmé: “Una tirada de dados, jamás abolirá el azar”.
t Por Francisco Tomás González Cabañas
No existe poder del estado más cuestionado y en cuestión, como inveteradamente menos modificado, en los diversos rincones de Occidente, que el judicial, el que fue separado de las decisiones, semánticamente, de hombres de poder, Montesquieu mediante, por la teoría de los contrapesos, que posee más fama e implementación efectiva que argumentos o razones, que tengan que ver con la necesidad de contar, como en la actualidad, con un poder judicial, como coto de caza de una única profesión (abogados o profesionales en leyes), privilegiada por ende institucionalmente, para integrarla en sus grados o cargos jerárquicos.
El poder de juzgar no debe confiarse a un tribunal, sino ser ejercido por personas sacadas del cuerpo del pueblo en ciertas épocas del año y de la manera que prescribe la ley, para formar un tribunal que solo dure el tiempo que exija la necesidad. De tal manera, la facultad de juzgar, tan terrible entre los hombres, no hallándose vinculada en ningún estado ni profesión, viene a ser, por decirlo así, invisible y nula. No se tiene delante continuamente a los jueces; se teme a la magistratura y no a los magistrados”.
(Montesquieu, El espíritu de las leyes)
En tal obra, se establece la necesidad política, en verdad de la libertad, habla el autor, determinándose la división de poderes. Si bien, afirma “de los tres poderes de que hemos hablado, el de juzgar es en cierta manera nulo. No quedan, por tanto, más que dos”, el poder judicial le debe a Montesquieu, su razón de ser y su peculiar característica que viene adquiriendo de tal entonces de ser prácticamente incuestionable, a nivel teórico o académico.
Montesquieu, al hablar del espíritu de las leyes, narra no solo los aspectos históricos, tipificando los casos en una cuestionable trilogía de la politología, de la república, la monarquía y el despotismo, sino en sus razones físicas, en donde plantea, excentricidades antropológicas como la que formula al expresar que en los lugares de temperaturas más frías los ciudadanos son más afectos a cumplir la ley que en las zonas en donde el calor apremia. Pero en donde está haciendo germinar la perversión que apoya aquel apoderamiento por parte de los facultados en derecho de un poder del estado, es en dotar de espíritu a las leyes, desde su propio título y habilitar la exegesis, la hermenéutica y la interpretación de construcciones que son afirmativas, apofánticas. Si las oraciones que afirman o niegan algo, en un contexto positivo como el del derecho, pueden, ameritan y se propician como de interpretaciones interminables, entonces estamos perdidos. Tan perdidos, como en verdad lo estamos, y lo señalan todos los estudios de opinión pública en las distintas comunidades de Occidente, en relación a la poca credibilidad que posee el poder judicial o lo poco que se corresponde con un servicio que brinde o garantice justicia.
Las interpretaciones de la ley, las exegesis ad infinitum y las exposiciones catedráticas acerca de lo que quiso expresar el legislador (es decir quién construyó la ley, que el judicial solo tiene que aplicar) deberían estar acotado al campo literario, filosófico, de competencia o de interés para quienes así lo deseen y manifiesten. Sin embargo, en uso y abuso del supuesto espíritu de la ley (ya lo expresamos cuando Montesquieu se puso a pensar sobre el
contexto, escribió que la ley se cumple más en los lugares donde hace frío…) se consolidó esta burocracia judicial, este laberinto de expedientes, de papelerío absurdo, de perspectivas, de marchas y contramarchas, de manifestaciones irresolutas, que al único lugar que nos hacen arriba es al axioma planteado por Séneca: Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía. Claro que esta justicia tardía conviene a la facción que administra justicia, pues, en sus prerrogativas simbólicas, además del trato de majestad, como en los tiempos imperiales, la mayoría de los jerarcas del poder judicial gozan de prerrogativas diversas y distintivas.
Tal vez la disolución del poder judicial sea un camino. Sin embargo, la existencia de conflictividades entre ciudadanos y el estado, continuaría existiendo, por tanto el sendero tendría más razón de ser, si lo dotamos de una institucionalidad republicana que se corresponda con la realidad y no simplemente con una argumentación proveniente de una vieja teoría de división de poderes, enmarcada en la necesidad de aquel entonces, por la revolución, planteada por los descubrimientos de Newton, principalmente su teoría gravitacional. Esta suerte de necesidad de que los “astros estén alineados” (usado en la actualidad por diferentes comunidades para expresar vulgarmente que todo esté ordenado como debe estar o como nosotros creemos que debería estar) generó la posibilidad, que a nivel político, las compensaciones estén alineadas en una tríada, destacando la importancia ritual y simbólica del tres en la cultura occidental, desde la concepción del padre, la madre y el hijo y luego sus ritualizaciones en el campo religioso.
Nuestro contexto físico (recordemos cómo afectó a las ciencias humanas también el contexto de la teoría de la relatividad de Einstein) se corresponde con los tiempos de las partículas elementales, el principio de indeterminación o de incertidumbre de Heisenberg.
Montesquieu, también afirmó, razonablemente, que el eje rector de una república, era el principio de la virtud. Principio que, obviamente no se cumple, en casi ninguna comunidad occidental y mucho menos en el ámbito o el poder judicial. Que las más altas magistraturas sean ocupadas por quienes no solamente conozcan de derecho, sino de otras actividades (insistimos la letra de la ley, desde la perspectiva del judicial, debe ser juzgada, no interpretada o analizada) bajo la condición de que sean notables en sus desempeños (logros o distingos académicos o en sus trabajos, en sus emprendimientos, bajo logros reconocibles) podría funcionar tanto como cierta democratización en tal foro. Posiblemente no elegir, como otros cargos, a los jueces, pero sí que sean parte de aquellos que ya conformaron el ejecutivo o el legislativo (esto generaría que quienes están en los anteriores poderes no quieran perpetrarse en ellos y ofrezcan su conocimiento anterior en elaborar o promulgar leyes, para luego juzgarlas) o generar el consejo de notables en donde no solo participen los matriculados en derecho, sería un avance, en todo sentido, no solo a nivel judicial, sino institucional.
Las presentes líneas pretenden ser un acto de justicia para Montesquieu, a quien leyeron para su provecho, pero no pensaron a partir de él, tal como lo expresó en El espíritu de las leyes: “Quisiera indagar cuál es la distribución de los poderes públicos en todos los gobiernos moderados que conocemos, y calcular por ello el grado de libertad de que puede gozar cada uno. Pero no siempre conviene agotar tanto un asunto que no se deje ningún campo a las meditaciones del lector. No se trata de hacer leer, sino de hacer pensar”.