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Mariana Terán Pilar Alba
8M2021 Mujeres en la cultura Mariana Terán
Del arte de escribir mi nombre
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Desde hace más de cuarenta años, asumí el ejercicio de la docencia como un proyecto que marcaría mi vida. Inicié como alfabetizadora de adultos en una colonia popular en Aguascalientes, la Curtidores, en la primaria David G. Berlanga. Corría el año de 1981. Primero hice entrevistas, familia por familia, para saber cuántos adultos no sabían leer ni escribir; después había que convencerlos de ir a la escuela para llevar el programa del INEA. Algo muy difícil por la serie de resistencias: “tengo mucho trabajo en casa”, “mi esposo no me deja”, “trabajo a destajo en la maquila y no tengo tiempo de nada”, “y quién me cuida a los críos”.
En medio de esas resistencias, se formó un grupo de veinte personas, mujeres y hombres que hicieron un gran esfuerzo por dedicar una hora al día para ir a “La Berlanga”. Los mesabancos del salón de clases se ocuparon, algunos traían su cuaderno y lápiz, otros su “saca” con verduras, unas más con hijos recién nacidos. Era eso o era nada. Así que empezamos. No sabía a lo que me enfrentaba. Me sorprendió el respeto que me tenían, me llamaron “maestra”. Cada día empezamos con las actividades, unir sílabas, reconocer palabras, palabras que eran entendidas porque representaban parte de su “enciclopedia cultural”.
Ya iniciado el curso, se presentó un señor de ochenta años. Las manos agrietadas por el trabajo en el campo. Llevaba también su “saca” con un cuaderno de forma italiana, un lápiz, una goma y un sacapuntas. Era don Paulín. Me dijo, “¿Puedo pasar, maestra?”, “claro, bienvenido”, le respondí. Fue difícil porque a veces se quedaba dormido, otras veía a la ventana sin poner atención al pizarrón. Eché mano de mi paciencia, pero no lograba ningún resultado. Sin embargo, don Paulín cada tarde se presentaba puntual a la puerta, con su “saca” y sus manos cansadas. Tomar el lápiz le costó inmenso trabajo. Se le caía, no lo podía mantener. Su mano temblorosa hacía imposible cualquier intento de poner una letra sobre el papel. Ojalá hubiera tenido la oportunidad de usar la goma. Las mujeres, las recuerdo bien, tenían mucho entusiasmo, de sílabas a palabras, de palabras a frases. Escribieron sus nombres y apellidos, los de sus hijos y esposos. Escribieron sus direcciones, sus rezos. Me sentí compensada. Esas mujeres tuvieron el coraje de salir de sus casas para aprender a leer y escribir y aprendieron. A la vuelta de los meses todas sabían leer, varias me dijeron con orgullo que ya podían leer los letreros de los camiones, sin tener que preguntar.
Cuando estaba por cerrar el año, don Paulín se sentó, me enseñó lo que había aprendido a lo largo de todos esos meses. Se quitó su sombrero, con su mano temblorosa abrió su cuaderno, tomó su lápiz y escribió su nombre: Paulín, así, sin más. Levantó su mirada nublada y me dijo con una sonrisa: “Ya sé escribir mi nombre. Por fin ya lo sé”.
/// Mariana Terán Fuentes.Corresponsal en Zacatecas de la Academia Mexicana de Historia y docente universitaria
Pilar Alba
Las palabras me han acompañado desde siempre, el lenguaje que aprendí de mis padres y mis abuelos. Los dichos y refranes cotidianos que formaron parte de lo que sería posteriormente mi propio lenguaje. Gozaba escuchar a mis familiares hacer juegos de palabras. Mi abuela materna además de jugadora del lenguaje y mujer sabia de las cuestiones de la vida fue una de mis grandes influencias. De mi abuela paterna también heredé una palabra, una fuerte y fundamental: mi nombre. Mi madre, por el contrario, me enseñó el aprecio por el silencio; nunca ha sido de música ni canciones, más bien de oraciones y silencios, su mutismo también me enseñó que a veces callar es una mejor respuesta ante un adverso acontecimiento. También tengo que mencionar a mis tías, las paternas y maternas, de cada una de ellas aprendí algo desde la afición por el tabaco (que no duró mucho tiempo) hasta el valor de la espera por el ser amado; entre muchas otras que de mencionar aquí se llevarían bastante tiempo. Quise empezar con las mujeres que me han formado, porque vivo en un mundo donde ellas han sido dominantes pero empáticas con sus parejas, trabajando al parejo con ellas en un acompañamiento. Quise también empezar con las palabras porque es lo mejor que todas ellas me han enseñado, su gran legado; porque gracias a ellas quise reflexionar más sobre la vida, por eso estudié filosofía, por eso persistí hasta sacar un doctorado. Gracias a ellas y a las palabras he podido comunicarme con tantos jóvenes en las aulas, primero en secundaria, después en preparatoria y ahora en la licenciatura en artes. Gracias al amor por las palabras las puse a jugar por bastante tiempo arriba de un escenario. Gracias a ellas no me resisto y sigo obligando a mi cuerpo a bailar diariamente en una clase de danza. Estudio las palabras, el lenguaje y sus juegos a nivel de la academia, pero, sobre todo: escribo. Escribo para que esa tradición de mis mujeres no se pierda para poder, como ellas, seguir construyendo historias.