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La noche de los cristales rotos
by La Mirilla
Recorrer nuevamente los patios de la escuela donde transcurrió mi niñez supuso todo un desafío. Cada espacio, cada centímetro del predio ubicado en la calle Rubén Darío, en el barrio Flor de Maroñas, alberga un recuerdo de mi paso por esos salones. No obstante, este reencuentro me acerca otra historia: la vivida por la comunidad que nuclean las dos escuelas que allí funcionan, tras el atentado que destruyó parte del edificio hace un año. Una historia que habla de tristeza, de sacrificio, de solidaridad pero, sobre todo, de resurgir.
POR JESSICA CONDE | Fotos: Jessica Conde
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“¿Por qué?” era la pregunta que reinaba esa noche. Las sirenas de los bomberos fueron el presagio de un hecho que conmovió a la sociedad uruguaya. Flor de Maroñas despertaba en la madrugada del día 22 de junio de 2014 para descubrir que la escuela, corazón del barrio, ardía en llamas. Hace apenas un año, Uruguay amanecía con la noticia sobre el incendio intencional que afectó a las escuelas 173 y 196, que funcionan en el mismo edificio. Así es que el aula, ese recinto inviolable en el imaginario colectivo, fue reducido a cenizas en una sola noche, sacudiendo la fibra más íntima de una sociedad que ha debatido durante las últimas décadas el futuro de su educación. La dirección de la escuela sigue tal cual la recuerdo, aunque ahora el muro luce manos de colores a lo largo y ancho. “Los niños pintaron ese muro por el aniversario del incendio”, dice Isabel, una de las madres que, como tantas otras personas, estuvieron desde aquella noche incansablemente junto a la escuela. “Doce menos cuarto me llamó la que entonces era secretaria de la Comisión de Fomento y me dijo ‘se está incendiando la Escuela’. Vine corriendo y encontré dos salones en llamas y a los bomberos que acababan de entrar para controlar el fuego. Enseguida llamé a Estela”, recuerda. Una maestra llama a una madre para pedirle una muda de ropa para su niño, que tuvo un ‘accidente’ en el salón; un niño entra a pedir lápices; otro a acusar a dos compañeros de haberle pegado en el recreo. Un sin fin de situaciones se dan en ese pequeño mundo que es la dirección donde Estela Massiotti, directora de la escuela 196 -que funciona en el turno matutino-, con paciencia y dedicación atiende a cada uno de los que acude en busca de ayuda. “Llamé a mi hija y llegué lo antes posible. Vi las llamaradas, la angustia de la gente que ya estaba afuera, gente llorando. Fue muy fuerte. No podías creer ver las llamas que realmente estaban devorando la escuela. Inmediatamente sentís tristeza, impotencia y se me instaló esa pregunta: ¿por qué?”, cuenta, con una expresión en el rostro que evidencia lo difícil que fue ese primer acercamiento durante el incendio. “Una de las maestras recordaba hace poco lo sucedido aquella noche y nos decía que no se puede sacar de la cabeza el ruido de los vidrios rotos, explotando. Ahí pensás cómo pudo pasar eso. Se supone que en la escuela damos lo mejor de nosotros y sucede algo así”. El incendio redujo a escombros cinco salones del centro educativo y el trabajo de maestros, niños y padres fue consumido por el fuego. Es que ese mismo sábado, durante una jornada realizada en la escuela, los salones habían sido pintados y nuevos pizarrones eran colocados en las aulas. “Habíamos cambiado pizarrones, habíamos dejado todo bárbaro”, señala Isabel. “Después que se pudo dominar el fuego y pudimos tener un primer acercamiento al lugar… ese momento fue muy doloroso”, cuenta la directora. “Ver todo destruido fue horrible. No lo podías creer. Cinco salones totalmente destruidos, fierros doblados. No había quedado nada”.
Explicar lo inexplicable
La respuesta de las autoridades fue rápida y estuvieron presentes junto a la escuela en todo el proceso, algo que Isabel y Estela valoran, a pesar de que algunos atribuyeron la rapidez a los tiempos electorales. Héctor Florit, entonces director del Consejo de Educación Inicial y Primaria (CEIP) y Wilson Netto, como presidente del Consejo Directivo Central (Codicen), se acercaron a la escuela desde el primer momento. En declaraciones a diversos medios, calificaron de “atentado” lo ocurrido esa noche y Florit señaló: “No recuerdo ninguna situación en primaria de la gravedad de ésta, más allá de los dos incendios en Rivera que seguramente la gente recuerde”. Además, se llevó a cabo un Consejo de Ministros extraordinario dedicado exclusivamente al tema, donde las autoridades decidieron que las instituciones que integran el Sistema Nacional de Emergencia (Sinae) estuviesen a disposición del CEIP con el fin de coordinar acciones para la reconstrucción de los cinco salones destruidos.
Pero el desafío entonces era doble. Por un lado, reconstruir la escuela y, por el otro, entender que había sucedido esa madrugada. “Cuando logramos sentarnos con la autoridades, empezamos a ver lo que había pasado y nos dimos cuenta de que hubo una omisión del 222, que no estaba, y empezamos a hacer las primeras conjeturas. Empezamos a pensar que sí, que había sido población adolescente. Vino el Jefe de Policía y una de las estrategias que buscamos fue hablar con todos y decir que si había algún tipo de información que pudiesen dar, iba a ser totalmente confidencial”. Así fue que, con información brindada por una vecina, se llegó a los autores del atentado. La directora fue la encargada de realizar la denuncia que derivó en un operativo tras el cual se detuvo a los involucrados. La Justicia envió a la cárcel a un hombre por el delito de incendio especialmente agravado -por haberse tratado de un edificio público- y hurto, mientras que su hermana fue procesada sin prisión, imputada por el delito de hurto. En tanto, la jueza de menores Aída Vera Barreto indagó a tres menores por su presunta vinculación con el incidente y dispuso su liberación y entrega a sus padres, ya que junto con el fiscal Diego Pérez no encontraron elementos probatorios suficientes como para disponer sus enjuiciamientos. “Ahí confirmamos quienes eran los chiquilines”, dice Estela. “Uno era alumno de la escuela y su hermano también; su hermana estaba cursando en la escuela en ese momento y también habían otros ex alumnos. Y sí sabemos que estos chiquilines estaban drogados y habían tenido una jornada de mucha agresión en la cuadra. Intentaron entrar en frente, al teatro, y según algunas versiones un auto los alumbró y vinieron para el lado de la escuela”.
La premeditación con la cual cometieron los actos de vandalismo es lo que resuena en mi mientras narran lo sucedido. “Habían sacado el alcohol en gel de las bibliotecas y habían preparado con trapos o algodón algo parecido a bombas molotov. Hubo lugares que no prendieron fuego, pero estaba todo preparado: sillas apiladas, las cortinas con el alcohol en el medio y listo para prender. Totalmente premeditado”, cuenta la directora. “Cuando nos enteramos quienes habían sido, la pregunta de por qué fue todavía más fuerte”.
Reconstrucción total
El recreo está en su punto álgido y los gritos, risas y pisadas de los niños invaden el ambiente. Cuando se es niño, parece más fácil dejar el dolor atrás y recomponerse. El pequeño que más temprano acusaba a sus compañeros de pegarle, corre ahora junto a ellos, olvidando las afrentas pasadas. Pero para los adultos, recomponerse no es fácil y menos tras hechos que calan hondo en el espíritu. “Ese domingo estábamos todos acá, rearmándonos, para el lunes recibir de nuevo a la comunidad. No tuvimos clase pero estábamos todos. Nos abrazamos delante de la escuela y hablamos, convocamos, lloramos con la gente pero también dijimos: la escuela va a estar abierta. Nadie va a poder con la escuela. Fue una consigna”, dice Estela. Ese abrazo fue el puntapié y el símbolo del inicio del camino de la reconstrucción y la continuidad de las clases y del comedor que allí funciona, una señal clave para todos los uruguayos. El apoyo del barrio -tantas veces estigmatizado en la crónica roja- y de diversas instituciones fue fundamental para continuar de pie, pero enfrentar el problema y dar una respuesta a toda la sociedad era una responsabilidad enorme para el cuerpo docente de las escuelas. “Sentimos mucho el apoyo de la gente, de la comunidad, y eso nos dio mucha fuerza. Una cosa es detrás del telón y otra es la cara que hay que mostrar”, cuenta Estela. “Había que salir, había un pueblo frente a la escuela, estaba toda la prensa. Pero sí sabíamos que no estábamos dando una respuesta personal, sino desde la escuela como institución. ¿Qué le respondemos a la sociedad cuando pasa algo tan grave como esto?”. Las autoridades también lo entendieron así. En un momento en el cual las agresiones a docentes y los problemas entre alumnos en los centros educativos estaban -y aún están- expuestos ante la opinión pública, cada señal era sumamente importante para fortalecer y reparar el vínculo entre la sociedad y la educación en su conjunto. Según cuenta Estela, el propio Florit dijo en un momento que “en esto se nos iba la vida”. Fue entonces que la escuela decidió recorrer el camino de la reconstrucción involucrando a la comunidad e intentando dejar de lado odios y rencores, realizando también una profunda autocrítica. “Son nuestros jóvenes, son parte de la sociedad. No podemos mirar esto que pasó sólo como un ataque a la escuela. Esto es producto de una problemática social, una desintegración a nivel global y en nuestro país obviamente. Pero nosotros también somos responsables. Y tomamos ese momento de reflexión, de autocrítica, de responsabilidad. El chico que venía acá tenía problemas de conducta pero era muy contenido en la escuela, quería mucho a su maestra. Y ahí uno se pregunta ¿qué pasa entonces?”. Estela cuenta el momento en que recibió al padre de los involucrados en el incendio, ante la atenta mirada de la prensa y los vecinos del barrio. Tras una larga conversación, donde la premisa fue el perdón y la reparación, fueron invitados a trabajar codo a codo para recuperar la escuela e incluso, algunos familiares se sumaron a la tarea de quitar los escombros junto a todos los voluntarios. “Lo que no quería era una caza de brujas”, señala Massiotti. “Si ellos se sentían de alguna manera marcados por la comunidad, también era bueno que ellos tuvieran el espacio para pedir disculpas, porque no fueron ellos pero también fueron ellos de alguna forma, son los papás. Somos todos los que estamos en esto. Es un perdón que nos debemos todos. Hay que reparar. Así nosotros ayudamos a crear consciencia”.
La inversión realizada para la recuperación del centro educativo, al cual asisten alrededor de 800 alumnos, rondó los 16 millones de pesos y la inversión mayor fue realizada por la Corporación Nacional para el Desarrollo. Esa cifra comprende los 4 millones para las aulas prefabricadas donde se dictaron clases en el período entre junio y noviembre, los 11 millones de pesos para el reacondicionamiento de los cinco salones incendiados y 1,2 millones para la recuperación de los baños. Durante varios meses, sindicatos, instituciones y voluntarios colaboraron para reparar y construir los nuevos salones que hoy ocupan cientos de niños.
Trabajo de hormiga
Isabel me acompaña y juntas recorremos los patios y salones de la escuela. El recreo está casi llegando al fin.Un grupo de maestras conversa en el patio, vigilando celosamente a los niños que aún corren por doquier. No hay vestigios del incendio, excepto en la memoria colectiva. En el segundo patio, detrás de la tira de salones afectados, busco el sauce monstruoso que fue refugio durante tantos recreos. “Lo sacaron porque las raíces estaban levantando el piso”, me cuenta, mientras sigo inspeccionando, rememorando y atestiguando el valor de la solidaridad en cada nuevo espacio reconstruido. “Cuando tuve que decirle a mis hijos, no sabía cómo”, recuerda Isabel. “Fue muy difícil para los niños al principio entender por qué había pasado todo esto”. En este aspecto, Estela señala el importantísimo valor del cuerpo docente, cuyo trabajo con los niños fue fundamental para enseñarles el valor de resurgir. “Trabajamos con los niños, explicándoles con juegos que había pasado. Los chiquitos, que habían perdido sus salones, sus cosas, no querían pisar porque pensaban que se iba a prender fuego de nuevo. Había mucho miedo”. Una anécdota que recuerda la directora constituye un ejemplo de la inocencia en su máxima expresión: “Muchos chiquitos pensaban que vivíamos dentro de la escuela y estaban muy preocupados. Nos decían ‘¡Se quedaron sin casa! ¡¿Dónde van a vivir las maestras ahora?!’. Sobre esos miedos y esas preguntas las maestras fueron trabajando para contener a los niños. Y les dimos la posibilidad de mostrarle a los niños una reconstrucción”.
Uno de los salones alberga una clase de preescolares, que parece ajena al alboroto del recreo. Un montón de libros apilados en una mesa esperan reencontrarse con manos y mentes ávidas de lecturas, de nuevas aventuras. Quien recorre los salones jamás podría imaginar que ese mismo lugar, hace un año, era escenario de uno de los peores atentados contra la escuela pública de los últimos años. Que ese mismo lugar había sido cenizas. De aquellos bancos dobles de madera, con el espacio en el medio para el viejo tintero, solo queda el recuerdo. Nuevas sillas, nuevas bibliotecas, mesas y pizarrones engalanan los salones, hechos totalmente a nuevo aunque conservan parte de las viejas estructuras. por alguna razón, encuentro esos mismos salones que alguna vez ocupé, más llenos de vida. Me despido de Isabel, en quien veo a cientos de personas que trabajaron para levantar de las cenizas una escuela… La escuela. El L41, ómnibus que se adentra en el corazón de flor de maroñas, se acerca y corro hacia la parada, no sin antes echar un vistazo más a la plaza, la escuela, la calle de un barrio que no es la sombra de lo que fue pero que resiste y lucha, que se niega a ser lo que otros creen que es. Pienso en el camino en no caer en la simpleza de recordar al ave Fénix, símbolo del renacimiento físico y espiritual, metáfora incansable del resurgir de las cenizas. Pero en este caso esa es la realidad. Estas escuelas y lo que representan, lo mejor de la sociedad, resurgieron de sus cenizas.