dossiê/revista landa
Aira
César Aira no Jardin des Plantes de Saint-Nazaire, França. Em Des écrivains dans la ville. Photographies de Gilles Luneau. Saint-Nazaire: MEET/Arcane 17, 1990.
Vol. 2 N° 2 (2014) / ISSN 2316-5847
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Apresentação: Dossiê Aira, “cadáver esquisito” 3D
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A academia universitária pós-moderna é pródiga em abordagens a escritores raros que pouco circulam fora de seus domínios. Não é o caso do autor que motiva este dossiê, César Aira (Coronel Pringles, 1949), muito presente em seus corredores virtuais mas igualmente lido por fiéis leitores mundo afora. A propósito, a palavra dossier aportuguesada soa exatamente como em francês; a propósito, alguns professores franceses dedicaram um encontro e um livro inteiro a uma única narrativa de César Aira (Aira en réseau: rencontre transdisciplinaire autour du roman de l’écrivain argentin César Aira [pronuncia-se “érrá”], Un épisode dans la vie du peintre voyageur); a propósito, Um episódio na vida do pintor viajante (2000) conta a história do pintor alemão Johan Moritz Rugendas em sua travessia dos Andes desde o Chile até Mendoza na Argentina de meados do século XIX; a propósito, na capital do Chile, no início do século XXI, a editora da Universidad Diego Portales publicou um dos últimos livros de César Aira, Continuación de ideas diversas (Santiago, 2014). O Dossiê Aira não deixa de ser, por sua vez, outro “retrato”, outro “tabuleiro de jogo”, outro “‘cadáver esquisito’ 3D”: com estes termos o escritor nascido no meio da lisa e lhana Argentina se refere, no texto de contracapa, a Continuación de ideas diversas – série de reflexões que são igualmente novelitas potenciais, na linha dos diários de Kafka ou das irrupções levrerianas. Mas o cadáver esquisito 3D apresentado a seguir supõe-se por definição tão acefálico quanto polifacético, tanto continuação quanto irrupções: falam nele algumas vozes do próprio Aira – fragmentos da Continuación, antes de mais nada, em versões originais, e um certo ensaio anterior, “Kafka, Duchamp”, em versão brasileira; a voz de Carlito Azevedo, nas 13 variações que resgatamos de uma caixinha contendo duas novelas de Aira (As noites de Flores e
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Um acontecimento na vida do pintor-viajante) distribuída pela editora Nova Fronteira na Festa Literária Internacional de Parati (FLIP) em 2007; e aquelas de três pesquisadores brasileiros – Flávia Cera, Antonio Carlos Santos e Jorge Wolff, de Florianópolis – e uma argentina, Nancy Fernández, de Mar del Plata.
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O poeta brasileiro Carlito Azevedo transforma o poeta argentino Anibal Cristobo em personagem que apresenta no Rio de Janeiro uma série de frases de César Aira “para depois negar que ele as tivesse dito”; a psicanalista Flávia Cera devora um relato de Aira, La cena, a golpes de zumbis contemporâneos; o polígrafo Antonio Carlos Santos reencena o crime-em-ato de El criminal y el dibujante que nunca cessa de não acontecer; a ensaísta Nancy Fernández aproxima e distingue Borges e Aira pelo viés da escritura e da leitura; o professor Jorge Wolff esboça a des-figuração dos narradores de Nouvelles impressions du Petit Maroc e El juego de los mundos. Trabalhar com literatura, ter visitado aquela FLIP (ainda que antes de começar) e estar vinculado à universidade brasileira deu nisso. De modo que, aleatório e escolhido a dedo, este conjunto de textos pretende ser uma janelinha bilíngue do “pensamento airado” para o mundo ou, em outras palavras, uma “janela do caos”, o caos intrínseco a este monstro de larga risa que circula e desliza, entra e sai, tomba e levanta sem descanso em acabadas histórias de nunca acabar. Vale mencionar, ainda, que este trabalho foi gestado em comunidade com outro dossiê publicado na ilha do Desterro: o Dossiê Raymond Roussel que o tradutor Fernando Scheibe montou para a editora Cultura e Barbárie e está disponível no Sopro 98 de novembro de 2013: http://blog.editora.culturaebarbarie.org/2013/11/19/sopro-98dossie-raymond-roussel/ Gostaria, finalmente, de agradecer a César Aira e Carlito Azevedo pela gentileza da cessão de seus copyleft à revista Landa, assim como à heroica e compacta legião de colaboradores deste periódico acadêmico eletrônico. JW
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Continuación de ideas diversas 1
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César AIRA
Las ideas nunca son del todo ideas, y nunca son todas las ideas. Recortadas en forma de ocurrencias, recuerdos, anécdotas, chistes y otros mil azares del discurso, materia inagotable de la Asociación, siempre habrá una más, distinta pero parecida, y otra, como para dar la vuelta al mundo del pensamiento. Quise escribir un libro sobre ellas y con ellas: sacarlas del tiempo sucesivo en que las ordena el proceso mental y disponerlas en un volumen facetado, un “cadáver exquisito” 3D, que también quiere ser un tablero de juego, y un retrato. [Contratapa firmada por el autor]
1 Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2014. Colección Huellas, 88 págs.
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A la medianoche del 14 de octubre de 1806, Napoleón se paseaba en su caballo blanco por las calles de Jena en llamas. Sus tropas después de la victoria habían entrado a saco en la ciudad, con licencia de pillaje, destrucción y muerte. Fue la ocasión que tuvo Hegel de ver pasar frente a él al Emperador, y aunque su casa también había sido saqueada y sus libros y papeles quemados la fecha le quedó marcada por el privilegio irrepetible de haber visto al Espíritu del Mundo en persona, etc., etc., etc. La escena, en su dramatismo cinematográfico de reunión cumbre, viene siendo desde hace doscientos años una favorita de historiadores e exégetas. El mundo se pone en escena en ella.
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¿Pero es el mundo realmente? Porque un polinesio, o un esquimal, o un gaucho de las pampas argentinas, bien podría decir “¿Napoleón? ¿Quién es?”. Y para tacharlos de ignorantes habría que poner en juego la misma soberbia ombliguista de esos verdaderos enanos sanguinarios que se creyeron dueños del mundo sólo por haber efectuado matanzas y destrucciones en media docena de pequeños países de Europa. Uno siente cierta satisfacción ante ese desconocimiento: merecido se lo tienen. Y no es necesario ir a rincones muy lejanos del mundo para encontrar ignorancia. Aquí nomás hay muchos, muchísimos jóvenes y no jóvenes que no saben quién es Napoleón, aunque les suene el nombre. Y no hablemos de Hegel. Es uno de los casos, pocos, debo reconocerlo, en que felicito y agradezco a la ignorancia. [p. 7]
* A un traductor se le están planteando todo el tiempo los pequeños problemas de la microscopía de la escritura. Yo dejé de traducir hace diez años, y lo hice con alivio, pero pasando el tiempo empecé a sentir que había perdido algo. Y sigo sintiéndolo. Lo que más extraño no son las facilidades del oficio sino sus dificultades, esas perplejidades puntuales que despertaban mi pensamiento por lo común adormecido. Ahora que ya no traduzco tengo que inventármelas. Invento una, ya que estoy. Supongamos que en una novela que sucede en un
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país lejano los personajes, en la más extrema pobreza, se ven obligados a sobrevivir de lo que les da una naturaleza avara, alimentos que el autor menciona por sus nombres, seguro de que sus lectores connacionales captarán de inmediato de qué se trata: esos pobres infelices están en el fondo de la miseria y del desamparo, víctimas del atraso, de la injusticia social, casi al nivel de los animales… Pero sucede que los alimentos que menciona para transmitir ese mensaje son la rúcula, los champignones y el salmón ahumado, que para sus connacionales serán inmediatamente señales de pobreza, de comer lo que crece silvestre en los prados y se atrapa con la mano en los arroyuelos, mientras que en la lengua y el país del traductor connotan caros restaurantes gourmet, sofisticación y riqueza. ¿Qué hacer? Descartado el recurso fácil de la nota al pie, la “N. d. T.” de la que todo buen traductor aborrece con justo motivo, una solución sería evitar lo específico y poner algo así como “hierbas y hongos silvestres, y pescado ahumado”. Eso podría funcionar, siempre y cuando unas páginas mas allá al autor no se le ocurra que la rúcula o las champignones o el salmón jueguen un papel en tanto tales en el argumento de la novela, por ejemplo que los salmones que nada contra la corriente por el río que pasa cerca de la primitiva aldea de los personajes traigan adheridas unas partículas fosforescentes que indican que en el mar frente a la desembocadura del río se están llevando a cabo operaciones de mutación de algas por parte de un grupo de científicos renegados de la NASA… Ahí yo, traductor (pero todo esto es un problema imaginario), adoptaría una solución radical: los haría alimentarse de bagres fileteados, lo que para un lector argentino transmitiría muy bien la idea de pobreza extrema. Y las partículas fosforescentes se las pondrías en la punta de los bigotes. Y como los bagres nadan a favor y no en contra de la corriente, los científicos estarían trabajando río arriba, tierra adentro, quizás en lo alto de las montañas haciendo sus alquimias con las rocas de las surgentes. Poco a poco se iría transformando en una novela mía, y no sé si podría seguir tratándose de una traducción. [p. 9-10]
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Cómo me gustaría escribir una novela policial que se llame La monja asesina. Habría un homicidio, la investigación correría a cargo de un perspicaz detective, el grupo de posibles culpables incluiría a la esposa del muerto, a su amante, al hijo que no sabía que era su hijo, al socio, al cuñado policía y, la menos sospechosa, una monjita que recibía donaciones de caridad del difunto. Al final se descubre que, contra toda apariencia, la asesina era la monja. Fin. El lector no lo podría creer. Se quedaría mirando la última página después de leer la última línea, con la boca abierta, atónito, perplejo, sin entender nada. Trataría de encontrar alguna respuesta en las solapas, en la contratapa, hasta en el número de ISBN del libro, algún dato sobre el autor que explique esto, y después volvería a ver la ilustración de la tapa, en la que un hábil dibujante, siguiendo mis precisas instrucciones, habría representado a la monjita vertiendo el arsénico en la taza de té, con una sonrisa malévola en el rostro ya despojado de la máscara de dulzura y sumisión con la que transitó las doscientas páginas de la novela hasta el desenlace y revelación. “!No puede ser! ¿Será una broma?”. No se explicaría cómo la editorial pudo consentir en algo semejante. Evidentemente el autor ha hecho valer su prestigio, porque a un desconocido jamás se lo permitirían… Terminaría poniendo en la cuenta de mis vanguardismos. [p. 11-12]
* Cuando vivía en Escobar, Laiseca tenía varios animales. Vivía en Escobar justamente porque ahí podía tener una casa con patio para sus animales. (A pesar del sacrificio de viajar dos o tres o cuatro horas todos los días; él decía que tenía dos trabajos pero cobraba sólo por uno.) Un día al volver a su casa encontró que los perros habían matado al gatito cachorro que había recogido pocos días atrás, y con el que se había encariñado. Se entristeció y se enojó con los perros, en realidad se puso furioso, quería castigar a esos asesinos, pegarles, encerrarlos… Pero lo que hizo (le salió espontáneamente, sin explicación) fue ponerse a ladrar y aullar como un perro. Sin habérselo propuesto, había dado con el castigo más eficaz; los per-
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ros se aterrorizaron. Con los pelos erizados como si estuvieran recibiendo una descarga de cien mil voltios, retrocedían con las patas encogidas, la panza tocando el suelo, se arrinconaban, gemían, los ojos dilatados por el espanto. Tardaron días en recuperarse. Evidentemente, para un perro la amenaza de que su amo se vuelva el perro es lo peor que le puede pasar, peor todavía que la muerte. Se explica, creo, porque ese hombre transformado en perro seguirá siendo el amo (él no puede concebir otra cosa: ya lo ha interiorizado como amo) pero además será perro, es decir sabrá lo que él sabe, conocerá desde adentro los mecanismos de acción y reacción del perro, y podrá ejercer un dominio al lado del cual el del hombre-hombre sobre el perro es apenas un simulacro lúdico de poder o dominación. Un poder así aterroriza. [p. 14]
* Dicho pringlense, denunciando el uso abusivo de la primera persona del plural por quien se adjudica participación activa en un trabajo que han hecho otros:
–“Aramos”, dijo el mosquito.
Línea de diálogo de una famosa novela de Alejandro Dumas – Augusto Maquet, en la que un personaje responde a la pregunta por su nombre: – Aramis –dijo el mosquetero. [p. 17-18]
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El realismo es lo que da la posibilidad de extenderse en el relato y escribir libros de muchas páginas. Qué raro. ¿No debería ser al revés? Porque lo fantástico permite el vuelo de la imaginación, al que los hechos le ponen límites estrictos. (No es que lo fantástico no tenga límites: se los pone el verosímil, que ahí es más implacable que en el realismo.) Pero creo que el realismo se extiende más porque
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admite mas descripción, más comentario. Lo fantástico se agota en su formulación, y mucha descripción o comentario o acumulación de detalles lo hace menos creíble.
Ahora bien: ningún relato es del todo fantástico. Lo fantástico es una desviación de contraste sobre una base inevitablemente realista. Eso produce una alternancia, un ritmo, de extensión y brevedad. [p. 25]
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* El viejo Síndrome de la Página en Blanco ha muerto. Lo mató la computadora. Deberíamos alegrarnos, porque era una fuente de ansiedad y preocupación, un bloqueo creativo. Pero veo que no es tan así, porque los viejos usuarios del papel seguimos agenciándonos un ersatz del síndrome muerto, como si lo extrañáramos, abriendo un documento nuevo en el Word, y mirando, al menos por un instante, la página en blanco que se dibuja en la pantalla. Qué patético. Los llamados “nativos digitales” no lo hacen jamás. Ellos tienen un nuevo síndrome al que hacer frente, el de la Página Llena, porque efectivamente la pantalla de la computadora está cubierta con toda la información y la literatura y el arte del mundo, y es muy difícil poner algo más. Sólo se puede redistribuir lo que ya hay, o “intervenirlo”. Esto último, la intervención, es la forma artística que se ha impuesto, con buenos motivos como se ve. [p. 26-27]
* En los años setenta, entre mis amigos escritores se hablaba con admiración de la poesía concreta de los brasileños, y del Coup des dés de Mallarmé, que era su mito fundacional. Todos coincidíamos en que era una innovación valiosa, y asentíamos a su soporte teórico. Muy bien. Yo aceptaba todo eso, que la linealidad convencional de la
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vieja literatura debía romperse, la página constelarse, que había que liberarse de la apolillada sintaxis del discurso banal y dejar que las palabras hicieran el amor (recuperando el prestigioso slogan surrealista), que la escritura se hiciera escritura de verdad y no transcripción fonocéntrica del lenguaje, etc., etc. Pero al mismo tiempo, sin renunciar a mi aceptación de estas ideas de ruptura creativa, encontraba pobres sus resultados. No estaba dispuesto a renunciar a tanto. Podía escribir algo así en términos de juego de salón, no en los de mi vocación, entonces en ciernes, de escritor.
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Sin proponérmelo realmente, resolví la contradicción a mi modo. No es que quiera ponerme de ejemplo, pero esto es ilustrativo de lo que quiero proponer. Mi modesta superación dialéctica de mi modesta contradicción de conciencia fue una novelita (que nunca publiqué ni falta que hace): Zilio. Consistía de más o menos una decena de capítulos, todos repitiendo el mismo argumento: un estanciero de la pampa, con un gran establecimiento de muchos empleados y constantes invitados, era aficionado a los hongos, estudioso de sus especies y variedades, y gastrónomo; salía a recoger ejemplares comestibles en los montes y prados de su propiedad, los cocinaba, y envenenaba a todo el mundo: los hongos que había elegido eran muy parecidos a los comestibles pero eran venenosos, en alto grado. Morían todos, menos él, que se salvaba in extremis. Toda la novela era así, el último capítulo igual que el primero, con toda clase de variaciones por supuesto sin cambiar el argumento.
De ese modo yo hacía mi “novela concreta”, es decir espacializaba el tiempo, lo ponía (al tiempo) en un plano visible, pero sin renunciar a la riqueza de la literatura que a mí me gustaba, dándome en las variaciones de cada capítulo todas las posibilidades de la invención (más que en otro tipo de relato más convencional, donde esas posibilidades están limitadas por las exigencias de la continuidad: en la repetición valía todo), sin renunciar siquiera a la linealidad que estaba denunciando, porque el lector podía mantener la expectativa de que en el próximo capítulo este sujeto al fin acertara con los hongos comestibles. Mantenía algo que conservé en todo lo que escribí después: el verosímil; porque equivocarse con los hongos es algo que pasa, y volver a equivocarse también. De hecho, me había dado la idea algo leído en un libro de John Cage, sobre hechos
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que le habían sucedido; y Cage, no casualmente, estaba muy en la línea de esta clase de vanguardismos.
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En fin. No quiero (no podría) hacer el panegírico de este viejo experimento, pero, como dije, su recuerdo me ha sugerido que habría un modo de rescatar vanguardias radicales inviables, de las que se califican de “callejón sin salida”. Justamente el recuerdo me vino el otro día, leyendo un artículo sobre letristas y situacionistas. Lo leía con el previsible escepticismo con que leo casi todo en estos tiempos, sin siquiera prestar mucha atención, a pesar de lo cual en ciertos pasajes revivió mis simpatías y ambigüedades de antaño. Esa película con la pantalla negra del comienzo al fin, esos poemas hechos todos de consonantes elegidas al azar, una novela escrita en signos idiosincráticos indescifrables… Todo eso no llevó a nada, de más está decirlo, lo cual no impide admirar, y hasta exaltarse, con el valiente extremismo de la actitud, sobre todo en vista del enemigo al que apuntaban, que sigue siendo nuestro enemigo: el pasatismo, la demagogia, la apropiación comercial del arte. De ahí que me pregunte si no sería posible “traducir” esas actitudes, sin traicionarlas (y hasta radicalizándolas más todavía), al idioma de la vieja literatura que decidió nuestra vocación. Me gustaría pensar que es lo que he venido haciendo yo todos estos años. (No me gustaría en cambio pensar que lo que hice fue simplemente tematizar propuestas vanguardistas.) [p. 29-31)
* Fui un lector muy precozmente intelectual, muy highbrow y no poco snob, muy literario. A los catorce años ya estaba leyendo a Kafka, a Proust, a Borges. Quería ser escritor, y me reflejaba en los grandes escritores que admiraba. Mi padre, que no podía estar más lejos del mundo de la literatura, leía a la noche en la cama, antes de apagar la luz, unas novelitas de vaqueros, de un autor que se llamaba Marcial Lafuente Estefanía. Siempre había una en su mesa de luz. Eran unos libros chicos, con tapas de papel, no más de cien páginas en papel barato. A veces por la tarde yo iba a tirarme en su cama y les echaba
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una mirada. Leía un poco, no creo que mucho porque mi gusto ya estaba envenenado, y no podía encontrarles ningún mérito, ni siquiera el del entretenimiento. Volvía pronto a mi dieta de Historia de la Literatura, pero no sin un vago sentimiento de nostalgia. Nostalgia de la liviandad, de la impunidad, de una cierta libertad que faltaba en mis autores de cabecera. Yo quería ser un gran escritor, un genio, como Kafka o Proust, pero esos escritores estaban cargados con la inmensa responsabilidad de mantener la calidad, de construir su Obra-Vida, de no apearse del monumental camello de lo Sublime… Exagero, pero lo hago para dar una idea del contraste que sentía entonces. Y de un conato de angustia que sentía palpitar dentro de mí. Porque siendo un genio como quería ser tendría que renunciar al dichoso anonimato de Marcial Lafuente Estefanía (perfectamente anónimo a pesar de sus tres sonoros nombres), que no tenía nada que temer de los críticos ni de los historiadores de la literatura y podía escribir lo que se le diera la gana, de a una novelita por semana, que era el ritmo en que aparecían, como una artesanía feliz y despreocupada. Nunca resolví la contradicción, y creo que a lo largo y ancho de mi vida de escritor escribí sin tratar seriamente de resolverla. Mientras escribía lo anterior recordé algo que me dijo mi padre una vez sobre sus lecturas. Debió de causarme una impresión especial porque recuerdo la circunstancia: viajábamos en tren, no sé adónde ni por qué, pero seguramente era un viaje largo, porque él había llevado una de las novelitas de marras y la iba leyendo. No recuerdo si yo le saqué conversación al respecto, pero me dijo que sospechaba que los autores (el plural era una elocuente intuición sobre el anonimato esencial de esa materia) debían de tener algo así como módulos previos (no usó esa palabra, pero era lo que quería decir) con los que “armaban” cada novela, ahorrándose trabajo. Apuesto a que era una sospecha bien fundada. Me hizo soñar con novelas que se escribieran solas, o con una ingeniosa máquina que produjera novelas a entera satisfacción del autor y felicidad del lector. Me anticipaba a los sueños razonados de Raymond Roussel. [p. 37-38]
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La lectura de una novela, como la de las buenísimas novelas policiales inglesas que estoy leyendo ahora, despierta inevitablemente la nostalgia de la novela. Uno la siente como algo valioso que se hacía en el pasado, que hacían escritores talentosos y laboriosos, y lo hacían tan bien que el resultado maravillaba, y sigue maravillando. ¿Cómo podían hacerlo? ¿Qué formación, qué circunstancias, lo hacían posible? ¿Qué estímulos, para tomarse el trabajo? [p. 45]
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* ¿La principal influencia en mi vida de escritor? Las historietas de Superman, de los años cincuenta y sesenta. Ahí estaba todo lo que yo después quise hacer escribiendo, y en cierta medida, hasta donde pude, hice. Los argumentos tenían muy poca psicología, en su lugar tenían siempre un sutil juego intelectual. Éste se desprendía de las premisas. Superman tenía poderes casi absolutos: podía ver a través de los cuerpos, ver y oír sin importar la distancia, desplazarse a la velocidad de la luz, mover planetas con una mano. Es decir que estaba en una posición de Absoluto, que es donde empiezan los mejores juegos de ideas. De modo que su archienemigo, Lex Luthor, debía urdir planes tan ingeniosos como gambitos de ajedrez para derrotarlo (no se trataba sólo de fuerza o poder, eso quedaba descartado), y Superman a su vez debía superarlo en ingenio… A Superman lo afectaba una sola sustancia: la kriptonita, de la que había tres variedades, la verde que lo debilitaba, la roja que le producía efectos impredecibles (se quedaba ciego, o calvo, o se ponía a contar chistes incontrolablemente, o cualquier otra cosa), y la dorada que lo despojaba de sus poderes definitivamente y para siempre. Como se ve, apasionantes desafíos intelectuales para el joven lector. También estaban los enemigos provenientes de otras dimensiones (como el señor Mxptlx, un peligrosísimo arlequín que se colaba a la realidad desde la quinta dimensión donde vivía, y a la que sólo Superman podía hacerlo regresar mediante tretas), los mundos paralelos (el mundo Bizarro, donde todo funcionaba al revés), las historias hipo-
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téticas insertadas en la historia “real”, las trampas lógicas, las reglas de juego que se respetaban escrupulosamente y que valía la pena respetar.
Los cuadritos eran una grilla perfectamente regular, el dibujo un prodigio de economía y legibilidad, y los colores, sobre todo los colores, claros, hermosos como un amanecer o como el pensamiento cuando se enfrenta a la aventura de la inteligencia.
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De ahí, pasé directamente a Borges. Esas maravillosas historietas me habían preparado para el goce y el ejercicio pleno de la literatura. Y las revelaciones posteriores (Lautréamont, Marianne Moore, por nombrar dos) se fueron encadenando en ligeros desplazamientos guiados por el hechizo persistente de los dibujos, los colores, la visibilidad intensiva de las reglas de juego de la ficción de Superman. [p. 46-47]
* “Te comprendo. ¿Quién soy yo para criticarte?”, dice el bien pensante. Si pensara mejor todavía diría: “Te critico. ¿Quién soy yo para comprenderte?”. En efecto, me parece que comprender, efectuar la aprehensión intelectual, es más presuntuoso, más paternalista, más intrusivo, que arriesgar una crítica. La crítica tiene una humildad, en tanto arriesga, desnuda y pone al descubierto, a la intemperie, el entramado intelectual que sostiene el yo del crítico. [p. 74]
* Uno de los varios motivos por los que me opongo a la promoción de la lectura es el más evidente de todos, y por ello el menos visible: los libros está llenos de vulgaridad, prejuicios, estereotipos, falsedades. Su frecuentación no puede sino embotar el pensamiento y la sensi-
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bilidad, distorsionar las ideas, falsificar la experiencia.
Se dirá que los buenos libros no son así, y que producen los efectos contrarios a éstos. De acuerdo, pero los únicos que leen buenos libros son los que leen desde siempre y no necesitan campañas de promoción de la lectura. Los que no han leído, y se deciden a hacerlo por una de estas campañas, necesariamente van a leer libros malos. [p. 85]
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Kafka, Duchamp
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César Aira A fábula, como forma literária breve, a fábula de Esopo e La Fontaine, é um gênero demonstrativo, quer dizer, que pretende demonstrar uma verdade moral ou histórica ou política. Os gêneros didáticos, ou em geral todo discurso que pretenda demonstrar alguma verdade, precisam dos “tipos”, dos indivíduos universalizados, porque os indivíduos individuais contêm demasiados elementos contingentes para funcionar como blocos eficazes de uma demonstração. Aquilo que no romance realista são os “tipos” sociais ou históricos, na velha fábula foram os animais, nos quais a passagem de indivíduo a espécie se dá com fluidez. A espécie funciona como tipo na sociedade de fábula, o “reino” animal, do qual o Leão é Rei, o Macaco Ministro do Interior, o Coelho proletário e a Raposa conspiradora. Sempre há só um de cada, porque um é suficiente para fazer a ação avançar, quer dizer, chegar à moral da história. 1 Originalmente publicado em Revue Tigre, Paris, 1999. Traduzido do castelhano por Jorge Wolff.
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Onde há fábula, há animais, e vice-versa; pelo menos, há fábula onde há animais como protagonistas da história. Quando se trata de animais e a intenção não foi escrever uma fábula, como nos relatos de Kafka, vale a pena investigarse não estará justificada nossa suspeita de que mesmo assim são fábulas afinal. Quero examinar neste sentido o conto “Josefina, a cantora ou O povo dos camundongos”, em cujo título mesmo se postula o duplo status dos animais na fábula, como indivíduo e como espécie.
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Isto posto, se é uma fábula, o que quer dizer demonstrar? Com certeza, não há uma moral visível, mas desde que teve leitores todos viram neste conto o esboço de alguma lição sobre a situação do artista na sociedade. O que me parece que ninguém notou é a classe particular de artistas e obra de arte que se desenha no texto, e que não é outra coisa senão o ready-made tal como Duchamp o inventou. Ou seja, a obra de arte como um objeto qualquer, escolhido em meio ao universo dos objetos com expressa indiferença estética e ética, e promovido a obra de arte pela decisão do artista. O assobio de Josefina é um ready-made pleno e, no começo do conto, Kafka o descreve em um parágrafo que é uma caracterização perfeita do ready-made: Mas de fato não é apenas assobio o que ela produz. Se alguém se coloca à distância e fica escutando, melhor ainda – submete-se a uma prova nesse sentido; se portanto Josefina eventualmente canta entre outras vozes e alguém se propõe a tarefa de reconhecer sua voz, então é irrecusável que não irá escutar outra coisa senão um assobio comum, que no máximo se destaca um pouco pela delicadeza ou pela debilidade. Mas se o observador fica diante dela, aí então não é apenas um assobio: para compreender a sua arte é necessário não só ouvi-la como também vê-la. Mesmo que fosse somente o nosso assobio cotidiano, aqui já existe a singularidade de alguém que se põe, solenemente, a não fazer outra coisa senão o usual. Quebrar uma noz não é verdadeiramente uma arte, por isso ninguém ousará convocar um público e, para entretê-lo, começar a quebrar nozes diante dele. Mas se apesar disso ele o faz e sua intenção é bem-sucedida, então não se trata única e exclusivamente de quebrar nozes. Ou então se trata de quebrar nozes, mas se verifica que não demos atenção a esta arte porque a dominávamos completamente e que este novo quebrador de nozes mostra a verdadeira essência dela – momento em que poderia até ser útil ao efeito se ele fosse menos hábil em quebrar nozes do que a maioria de nós.2**
No caso de Josefina, não se trata de uma invenção da música (nesse caso seria um mito, não uma fábula), como o urinol de Duchamp não é uma invenção da escultura. A música já existia entre os camundon2 Tradução de Modesto Carone. São Paulo: Companhia das Letras, 1998, pp. 39-40.
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gos: Embora não sejamos musicais temos tradições de canto; em épocas antigas do nosso povo o canto existiu; as lendas falam a esse respeito e foram conservadas inclusive canções, que naturalmente ninguém mais sabe cantar. Temos portanto uma noção do que é canto e a arte de Josefina não corresponde, na verdade, a essa noção.3***
Do mesmo modo, os ready-mades de Duchamp “não coincidem” com a ideia tradicional que fazemos da pintura ou da escultura.
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O ready-made tem algo de fábula, quer dizer, de demonstração feita à base de figuras coloridas e inesquecíveis, demonstração “divertida”, um pouco artesanal e doméstica, como o eram a física ou a química “divertidas” de antanho, quando ainda estavam ao alcance de todos. Uma marca que ready-made e fábula compartilham é a brevidade. Por ser demonstrativa, e dado que a essência da demonstração é, justamente, demonstrar-se, e fazê-lo pelo caminho mais curto, a fábula é necessariamente breve: uma vez que se pode supor o leitor razoavelmente convencido, a fábula termina; estirá-la seria correr o risco de fazer vacilar essa convicção. A brevidade em geral está em função do que há a dizer: nos gêneros breves não se escreve para ocupar o tempo do leitor, como no romance, mas para ocupar sua inteligência. E isso pode ser questão de um instante, ou, melhor dito, sempre o é. Quanto mais breve, mais eficaz. O ready-made também tem, e pela mesma razão, tendência à brevidade. Seu próprio nome o diz: “já feito”, quer dizer, com o tempo incluído. Por mais tempo que tenha levado para fazer o urinol ou o porta-garrafas (que de resto são objetos industriais, nos quais já se transformou a relação tempo-fatura que regia os objetos artesanais), sua transmutação em obra de arte é coisa de um instante, do instante psicológico da decisão do artista. Neste sentido, no sentido em que funciona como uma fábula, o ready-made é um modelo de toda a arte do século XX, que é experimento de arte, ou arte experimental. O experimento é breve já que busca chegar o quanto antes à conclusão: “... que é o que queríamos demonstrar”. O Nu descendo uma escada havia sido uma prefiguração desta relação transfigurada com o tempo. 3 Idem.
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Kafka, de sua parte, teve uma questão pendente em toda sua vida com a extensão de seus escritos. É conhecida sua ideia de que só podia escrever bem se o fazia “de uma só vez”, numa sessão única, e o que se pode escrever numa só jornada (numa só noite, em seu caso) tem limites. Daí que tendesse naturalmente à escrita de fábulas. Para ele as coisas se estendiam mais que para Esopo por seu estilo jurídico de verossimilhança. Precisava examinar microscopicamente a ação, e dar razão, não tanto com fins “psicológicos”, mas antes como casuística. E as espécies animais (também podiam ter sido vegetais, e foram humanas, sociais) obedecem ao complexo de causas que melhor se adapta a seu estilo. “Josefina a cantora...” é o caso perfeito de uma fábula de Esopo reescrita por Kafka.
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Mas qual é a moral desta fábula? Penso que é necessário buscá-la na distância entre a obra de arte que Josefina produz, o canto, e a enigmática invenção de Duchamp. Kafka escreve o ready-made até suas últimas consequências: em sua produção e em sua recepção. Primeiro, em sua produção. Quer dizer, em seu tipo peculiar de produção: já está feito. É o assobio ancestral de todos os camundongos, tal qual. Não se põe nem se tira nada, e o mesmo poderia ter sido qualquer outra característica da espécie, por exemplo, seus movimentos (e nesse caso teria sido dança, não canto), ou a calor da pele ou o contorno do corpo (desenho e pintura), ou as reações (teatro) ou o que seja. Essa produção “negativa” tem seu reverso positivo: a arte é assumida como tal, e Josefina se inventa “artista”, e sua arte é “alta”: nada a ver com as velhas canções populares dos camundongos. Que seja uma artista de caricatura é efeito do gênero fábula, como o leão é uma caricatura do rei, ou a formiga uma caricatura do bom camponês previdente. Segundo, na recepção, que também é de tipo peculiar. Na fábula de Kafka, a comunidade, o povo dos camundongos, tem a reação “correta” ao ready-made, se é que tal coisa pode se dar. Talvez por serem camundongos, ou por funcionarem como espécie, se põem à altura de um impossível: um ato deliberado e ao mesmo tempo coletivo. (Aí está, dito seja entre parênteses, o núcleo do conceito da evolução segundo Darwin, tão difícil de captar). O povo dos camundongos decide, em perfeita sincronia com o artista, que esse objeto escolhido mais ou menos ao acaso, e indiferente esteticamente, é uma obra de arte, e age em consequência. O indivíduo e a comunidade coincidem em um ponto, e nada mais que
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um, mas é um ponto sem retorno. Kafka, ou o narrador camundongo do conto, coloca-o nestes termos: o canto de Josefina é “a mensagem da comunidade ao indivíduo”. Um discurso qualquer, ou inclusive uma obra de arte convencional, seria o contrário: uma mensagem do indivíduo à comunidade. Mas esta obra, este canto, o ready-made, transmutou o individual em coletivo por efeito da decisão compartilhada, e ao mesmo tempo fez do receptor um indivíduo separado e incomunicável, porque não há língua por fora da operação com a qual compartilhar a classe de gozo que proporciona este tipo de arte. (Apollinaire disse, no começo da carreira de Duchamp, que este era o homem destinado “a reconciliar o artista com a sociedade”, coisa que ninguém chegou a entender, ainda que o próprio Duchamp, em sua velhice, deu uma interpretação muito sensata: “Apollinaire queria apenas dizer algo amável sobre mim, e isto foi o que lhe ocorreu nesse momento”). Para nos aproximarmos mais à moral desta fábula, é preciso examinar uma marca dos contos de Kafka: são quase sempre dois contos encaixados um no outro. Faz-se especialmente notório em contos como “Na colônia penal”, onde a história que chama a atenção é a da máquina de atormentar-escrever, que deu tanto o que fazer aos críticos e intérpretes, mas esta história está emoldurada em outra, a do problema administrativo que se criou na Colônia. Como se advertisse que o assunto “interno” podia chamar a atenção do leitor em excesso, Kafka fez crescer em outros relatos o “marco”, até fazê-lo excludente em alguns textos, como “O mestre-escola da aldeia”. E, de fato, os romances O castelo e O processo são todos eles descrições do marco de um centro que fica vazio. E talvez aqui esteja o segredo da inovação de Kafka, a chave do “kafkiano”. Desde sempre na literatura, os relatos, curtos ou longos, usaram uma história segunda, ocasional, para emoldurar ou apresentar ou por em cena a invenção principal. Kafka terminou eliminando esta invenção, ainda que desenhando-a no aberto com a invenção secundária. Ao não dizer nada sobre este centro (sobre o que acontece dentro do castelo, ou do conteúdo do processo) criou um universo peculiar, que soa a formalista, vazio, e deste vazio irradia um sentimento angustiante de inutilidade que contamina a atividade das personagens. Em “Josefina...”, o relato marco, e na realidade o único assunto que o narrador se propõe a narrar (o canto ready-made é uma preliminar para que se entenda o resto), é a questão do pagamento que Josefina
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reclama por seus préstimos artísticos, pagamento que o povo dos camundongos se nega, bastante razoavelmente, a fazer. É como se, neste caso, desde o relato periférico se pudesse ver o vazio essencial do núcleo; mas, à diferença do que sucedia em O castelo ou O processo, este núcleo central está habitado, por Josefina, que insiste em reclamar seu reconhecimento, que não é outra coisa que seu pagamento.
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Neste ponto devemos nos voltar ao “conteúdo”, quer dizer, desmascarar as personagens da fábula. E ver atrás de Josefina o artista do século XX, e atrás do povo dos camundongos a sociedade contemporânea. A partir de Duchamp, o artista abandona a artesania do fabricante de objetos e, ao renunciar ao trabalho, deveria renunciar a toda retribuição que não fosse abstrata ou intelectual. Isto os camundongos estão dispostos a lhes conceder. Mas o artista pede, além disso, um pagamento econômico. Aí inicia um caminho sem retorno; não pode deixar de exigir o pagamento, mesmo, e sobretudo, quando se fez evidente que não lhe pagarão. É seu único recurso para se legitimar historicamente; sem ele, é como se sua arte não se fizesse realidade. E aqui vemos que neste conto (que é o último que Kafka terminou, talvez o último que escreveu) a relação entre o que chamei “invenção inicial” e o que chamei “marco” se altera e quase se desvanece. Em “Na colônia penal” havia um equilíbrio perfeito entre ambos; em “O mestre-escola da aldeia”, a invenção inicial (a toupeira gigante) desaparecia, mas conservava seus contornos (inconfundíveis, tratando-se de uma toupeira gigante); nos romances desaparecia sem deixar contorno porque o marco o tinha devorado inteiro. E aqui, em “Josefina”, reaparece, mas não já como conteúdo sem continente, senão quase como o efeito de uma causa: os camundongos negam-se a pagar porque o canto é um ready-made, o que quer dizer que incorporou tematicamente o vazio. É um vazio de trabalho, e logicamente não querem pagar por ele. Se Josefina insiste a despeito dessa lógica, é porque descobriu que a falta de trabalho não equivale à falta de arte. A conclusão seria que o trabalho habita o tempo, e o constitui; o trabalho, de um modo ou de outro, sempre é o trabalho de criar efeitos a partir de causas. Mas em certo momento da História o efeito pode se superpor à causa, até adiantar-se, e isso pode levar o nome de “arte”.
Kafka não era um crítico de arte e, evidentemente, não sabia
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da existência de Duchamp e dos ready-mades. Mas vivia a mesma História e estava exposto aos mesmos estímulos. O formato que deu a sua invenção simultânea foi o da fábula, com o que a literatura, como já havia feito outras vezes no passado, utilizou suas expansões pelo sistema das artes para criar realidade. Talvez aí encontremos a mais velha razão de ser das velhas fábulas, que não deveria ser a repetição estéril mas a repetição evolutiva; para que haja criação se deve passar a outro nível, e que outro nível resta senão o da realidade? Se fosse uma fábula, a moral do conto de Josefina seria precisamente a história da arte do século XX, tal como sucedeu. A moral das fábulas, se são fábulas cabais, é redundante: repete o que já se disse e oferece apenas a modesta gratificação do reconhecimento. Para sair do redundante, para que haja algo novo, é preciso que a História se ponha em marcha, e a História é real. Na eternidade (a espécie) do povo dos camundongos, o canto de Josefina foi um fato histórico, como o foram a fábula, o ready-made, Duchamp e Kafka.
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13 variações sobre César Aira 1
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Carlito Azevedo
Variação no 1 Quem começou, entre nós, com esta história de César Aira, acho que foi o poeta argentino Anibal Cristobo. Assim que veio morar no Rio de Janeiro. Lembro que nos recebia em seu apartamento em Botafogo (esse “nós” aí se refere a certo grupinho de amantes da literatura, como de resto os há em qualquer cidade do mundo ao que parece) e, lá pelas tantas, soltava qualquer coisa assim: “Como escreveu o César Aira, a literatura é o contrário da psicanálise, pois enquanto esta parte de um mal-entendido para chegar a uma verdade, aquela parte de uma verdade para chegar a um mal-entendido”. 1 Publicado originalmente em caixa da Editora Nova Fronteira, contendo um livreto com este texto e dois romances de César Aira, As noites de Flores e Um acontecimento na vida do pintor viajante, por ocasião da Festa Literária de Parati (FLIP) de 2007.
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A seguir, em geral no dia seguinte, tomava o cuidado de ligar para todos os presentes com suas retificações: “Não... não foi César Aira quem escreveu aquilo, César Aira na verdade escreveu uma espécie de autobiografia em que o autobiografado, César Aira, morre aos seis anos”. Tudo isso para, num próximo encontro, desmentir mais essa informação, substituindo-a por coisas como: “Em um dos romances de César Aira há uma cena inesquecível em que uma louca... enlouquece. É claro que há milhares de exemplos na literatura em que uma pessoa aparentemente sã, sob um choque terrível, enlouquece... Mas essa talvez tenha sido a primeira vez em que uma pessoa já louca, sob um choque terrível, enlouquece... É como ver Deus”.
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Ou então: “Nos textos de César Aira é comum o vento falar, os carrinhos de supermercado falarem, os morcegos falarem...” Ou ainda: “César Aira diz que, quando fez seis anos, aprendeu a ler e a escrever. E que seis meses depois já era um leitor pedantíssimo”. Quando já estávamos absolutamente seduzidos pela falta de uma resposta concreta, de uma perspectiva segura, de três dimensões bem sólidas, veio o suplemento “Babélia”, do jornal espanhol El País, chamando César Aira de “o segredo mais bem guardado da literatura argentina”. Então era isso o que nosso amigo estava tentando fazer? Em lugar de nos revelar César Aira, tentava ocultar César Aira. E utilizando o método Poe/Lacan da carta roubada. César Aira estava tão exposto que estava escondido. Esse fato novo veio pôr fim à inércia que em geral faz com que não nos apressemos a comprar os livros que nos recomendam, e a não ler os que compramos, inércia explicada talvez pelo fato de desejarmos que o ato de ler seja um ato de liberdade, e não de obediência.
E fomos aos livros de Aira.
Aí mesmo é que se perderam de vez as respostas concretas, as perspectivas seguras, as três dimensões sólidas.
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Variação no 2 No romance O mago, de César Aira, o personagem principal é um mágico de verdade. Ou seja, o que os outros conseguem realizar utilizando truques e efeitos, ele realiza de fato. E poderia realizar prodígios ainda maiores que aqueles exibidos em espetáculos de magia, não fosse seu medo de influenciar de algum modo o curso do mundo, das consequências que suas magias poderiam, involuntariamente, causar. Ele sabe muito bem que o simples fato de fazer um chapéu aparecer na cabeça de um homem pode alterar a história universal. Por isso, conforma-se, trancado em seu quarto de hotel, em fazer sua escova de dentes, sua escova de barba e seu dentifrício girarem no ar como um carrossel fabuloso.
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Verossímil? Inverossímil?
Verdade? Mentira?
Banal? Extraordinário?
O caso é que a ficção de César Aira não se preocupa muito em ver esses termos como oposições, mas se faz instrumento privilegiado para analisar suas relações complexas (expressão cara a outro argentino que aprendemos a amar por aqui: Juan José Saer). Aira adora criar algo bem inverossímil para depois desdobrar a ficção até tornar aquilo tremendamente verossímil, e depois mais uma volta no parafuso faz a coisa fica inverossímil, e mais uma volta no parafuso, e outra, e outra... Em As noites de Flores, o esforço é tornar verossímil um monstro de um metro de altura, meio morcego e meio papagaio, que despenca numa rua de Buenos Aires dizendo ter vivido nas estrelas. E consegue. Ao preço, é claro, de novas inverossimilhanças. Em um de meus livros preferidos, A costureira e o vento, tudo pode ser explicado se imaginarmos que até as mais inesperadas coincidências ocorrem. Mas isso é tema para uma outra variação. Variação no 3 Algum filósofo, antropólogo, psicanalista, já levou a sério, já investigou a fundo a questão das “coincidências”? Ou esse tema já foi lançado de vez na lata de lixo das questões menores?
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Uma busca na internet sobre “coincidência” nos deixa de queixo caído. Quase não há coincidência que não tenha ocorrido de fato. Não sei se alguém se deu ao trabalho de verificar as coincidências que são relatadas ali. Mario Quintana dizia que a mentira é uma verdade que esqueceu de acontecer, pois para mim a coincidência é uma mentira que lembrou de acontecer. São coisas extraordinárias. A minha série preferida é a que relata as coincidências entre Abraham Lincoln e John F. Kennedy.
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Minha pergunta é: o que se diria de um romancista em cujos relatos houvesse tantas coincidências assim? Quem não se deparou com fatos incríveis, diante dos quais, alguém comentou: “se alguém escrevesse um romance assim, ninguém acreditaria”, ou “contando ninguém acredita”. Em Um acontecimento na vida do pintor viajante, quando o pintor Rugendas, e seu acompanhante, o também pintor Krause, se deparam com certas maravilhas naturais do Novo Mundo, da região andina, do Aconcágua, não deixam de comentar: “Deveríamos desenhar isso. Mas quem acreditaria?” Aira resolveu contar as histórias em que ninguém acreditaria. E não tem o menor pudor em exagerar nas coincidências. Só que, bem vistas as coisas, qualquer exagero de coincidências será sempre menor do que as coincidências que há no mundo. Estatisticamente falando. Qual a população do planeta Terra? Quanto dias há em um ano? Quantas pessoas devem ter nascido no mesmo dia em que você e que morrerrão no mesmo dia em que você e se casaram no mesmo dia em que você e se separaram no mesmo dia em que você? Eu diria, milhares. Bem, pelo menos no tempo em que as pessoas se casavam. Variação no 4 O escritor Milan Kundera afirma, em A cortina, que Albertine foi o nome feminino por excelência de sua adolescência. O feminino que englobava todos os femininos. Por do livro Em busca do tempo perdido, é claro. E que portanto, ao descobrir que a Albertine de Proust foi na verdade inspirada em um homem, o amor de Proust, sentiu como se tivessem matado sua Albertine. “Nada a fazer; bem que eu queria conservar Albertine como uma mulher das mais inesquecíveis, mas depois que me sopraram que seu
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modelo era um homem, essa informação inútil instalou-se na minha cabeça como um vírus de computador. Um macho se intrometeu entre mim e Albertine; ele confunde sua imagem, sabota sua feminilidade, num instante a vejo com belos seios, em seguida tem o peito reto, por vezes aparece um bigode na pele macia de seu rosto”.
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Isso me lembra aquela conversa da variação no 1. Sobre a literatura partir de uma verdade para chegar a um mal-entendido (aliás, essa é uma das “pistas” lançadas por Aníbal cuja veracidade ainda não consegui checar... será uma boutade de Aníbal que, modesto, preferiu atribuí -la a outro, como, segundo o argentino Borges, teria feito o também argentino Bioy Casares nas páginas iniciais de Ficciones?). Kundera está confundindo a verdade com o mal-entendido? Pior, vê negativamente esse “vírus de computador” extraordinário que mexeu tanto com sua forma de compreender o mundo? Uma Albertine pacificada é necessariamente melhor que uma Albertine flutuante, tão instável que, mesmo fechado o livro, muda constantemente de rosto, de corpo, de gênero? César Aira é, nesse sentido, um craker. Adora instalar esses “vírus de computador” em nossos cérebros. Vários de seus personagens são homem e mulher. Ou melhor, são ele e ela. Ao mesmo tempo. Como “César Aira”, personagem do livro Como me tornei freira, que às vezes é ele e às vezes é ela. Eis a insustentável leveza dos gêneros. Não é travestimento, embora haja travestis em seus textos. Trata-se de não acreditar que certas informações instaladas em nossas cabeças são “inúteis”. Variação no 5 Em uma entrevista, César Aira afirma que há no que escreve, e no modo como imagina escrever, um componente infantil que não quer perder. Talvez por isso ultimamente tenha preferido escrever fábulas e contos de fadas. “Estranho, para quem começou há trinta anos como jovem militante de esquerda e com a ideia de escrever grandes novelas realistas”, diz ele. Mas note-se que a novela em que talvez mais diretamente aborde o tema da crise argentina do início desse novo século, As noites de Flores, é considerada por ele como uma dessas fábulas ou conto de fadas. E se há algo encantador nessas fábulas e contos de fadas é a possibilidade iminente de uma “metamorfose”, de uma coisa se trans-
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formar em outra. Um sapo em um príncipe. Uma princesa em um rato. Uma abóbora numa carruagem. Mais do que as metáforas, interessam em Aira as metamorfoses. Variação n° 6 Sempre que penso em “realismo mágico” me vem à mente uma frase de Gabriel García Márquez: “Meu problema mais importante era destruir a linha de demarcação que separa o que parece real do que parece fantástico. Porque no mundo que eu tentava evocar, essa barreira não existia”.
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Por mais que aprecie alguns dos romances de Márquez, sempre me perguntei, desconfiado: “Se essa barreira não existe, como ele pode destruí-la?” Bem, como se pode imaginar, essa variação trata da relação tensa dos novos autores latino-americanos com a turma do “realismo mágico”. Alguns mais sutilmente, outros abertamente, os novos atacam bastante o movimento. Sérgio Sant’Anna disse que realismo mágico era “macumba para turistas”. César Aira também não parece apreciar muito a confusão chamada realismo mágico, não cansa de dizer que os livros desses autores envelheceram demais e se tornaram quase ilegíveis. Além de tudo, prefere discernir melhor as coisas. Por exemplo, repudia o absurdo que é incluir Jorge Luis Borges entre os autores do grupo. “Nos livros de Borges, Felizberto Hernández e Machado de Assis não há revolucionários e caciques”, diz, lembrando a tirada de Borges: “Não há camelos no Alcorão”. César Aira escreveu ainda que vê a realidade como algo que só acontece “aos outros”. Lembra Mallarmé dizendo que fumava para colocar um pouco de fumação entre o mundo e ele. Não destruir essa linha é uma boa defesa para seguir “operando” sobre a realidade. P.S.: Acho que Aira entregaria de bom grado Julio Cortázar ao realismo mágico. Ele chega a dizer que o melhor Cortázar não passa de um mau Borges. E isso ainda não é nada. Diz que é uma fraude completa. Sei que nunca leremos um autor estrangeiro como o lêem os leitores de seu país. O que não quer dizer que leiamos necessariamente de modo errado. Talvez seja a proximidade que os impede de ler melhor. Aliás, nem sei se é lícito falar em ler certo ou errado. Só sei que grande parte
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de meus amigos argentinos nutre um certo desprezo por Cortázar, mas sei também que vou morrer amando O jogo da amarelinha. Variação n° 7 Às vezes você está andando numa calçada qualquer e escuta uma freada de carro, olha para o lado e vê um casal dando uma risada, olha para a frente e vê que a jovem grávida de vestido florido segue alegre o seu caminho, olha para cima e vê que uns fiapos de nuvem só podem estar guiando ou seguindo seus passos, tal é a coincidência de seus trajetos, de repente alguém lhe pergunta as horas, e aí você pensa: “Meu Deus, estou dentro de um poema de William Carlos Williams”.
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Não é todo poeta que consegue isso. Mesmo grandes, como Pound, Drummond, Vallejo, não chegam lá. Nunca pensei, em situação alguma: “Meu Deus, estou dentro de um poema de René Char”. William Carlos Williams e mais alguns pouquíssimos, como Pierre Reverdy, são colonizadores de inconsciente. Na prosa, só conheço o exemplo de César Aira. Nunca pensei estar dentro de um romance de Faulkner, de Vargas Llosa, de Rulfo, de meu amado Bolaño. Mas várias vezes já me vi em situações que me fizeram pensar: estou dentro de um romance de César Aira.
Qual a técnica que usam para isso?
Lembro que uma vez ia falar, em uma grande livraria, sobre um livro de César Aira que trata de um episódio na vida do pintor-viajante Rugendas. Estava tenso, como toda vez que tenho que falar para um público de desconhecidos. Tinha lido toda a semana sobre Rugendas. Aí, prestes a chegar na livraria, em Ipanema, ouvi no táxi a notícia do roubo de vários trabalhos de Rugendas num museu de São Paulo. O motorista, um guatemalteco de poucas palavras, apenas as suficientes para dizer que era guatemalteco, e que aliás não tinha a menor ideia da palestra que eu ia proferir, comentou: “Eu acho que foram uns sujeitos que eu levei ontem do aeroporto Santos Dumont para o Flamengo. Eles estavam agitados e repetiam o tempo todo esse nome: Rugendas”. Como estranhei, preconceituosamente, que ele conhecesse Rugendas, ele se apresentou melhor. Não era só motorista de táxi, era também ex-piloto de Fórmula 3, leitor compulsivo e editor-pirata.
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Eu estava dentro de um romance de César Aira.
Variação n° 8 Um traço típico de Machado de Assis é apresentar um personagem dizendo que “não era alto nem baixo”, “não era bonito mas estava longe de ser feio”. Seu objetivo talvez fosse situar seus personagens em uma zona de indeterminação visual, instalar um “vírus de computador” em nossas mentes para que a imagem que fazemos de seus personagens jamais se cristalizasse, fazer deles como que seres mutantes, na razoável área de mutação que há entre não ser alto nem baixo, nem feio nem belo.
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Já em Aira, leitor e admirador de Machado, há um recurso diferente. Podemos exemplificá-lo com uma passagem de As noites de Flores. Ali se comenta que certo casal de entregadores de pizza só atravessava as ruas de Buenos Aires nas esquinas, tomando muito cuidado, embora à noite (horário em que entregavam pizzas) diminuísse muito o número de carros nas ruas e consequentemente o perigo de serem atropelados. Mas o autor acrescente: “Diminuía e aumentava ao mesmo tempo, porque os veículos, sendo menos numerosos, seguiam mais rápido”. Em Um acontecimento na vida do pintor-viajante, quando Rugendas se dispõe a desenhar as gigantescas carroças para a travessia dos pampas, constata que: “Era fácil, e ao mesmo tempo difícil, desenhá-las”. É um pequeno exemplo de um procedimento que Aira utiliza com uma habilidade única. Esse jogo de inversões (diminuía mas aumentava, conservava mas destruía, molhava mas secava) é responsável por um dos mais belos parágrafos de As noites de Flores, um parágrafo que é uma análise sutil da crise econômica de qualquer país, e que você pode ler na quarta capa da edição brasileira do livro. Aliás, é por isso que dou inteira razão a Aníbal Cristobo, o poeta argentino da variação n° 1, que sempre citava frases de Aira para depois negar que ele as tivesse dito. De certo modo, fora do contexto em que foram ditas, essas frases não são mais de Aira. Porque ele certamente deve inseri-las em um todo em que serão negadas, re-afirmadas, negadas outra vez, etc. Como dissemos, mais do que afirmar coisas, Aira investiga a complexidade das coisas. Variação n° 9
Goethe escreveu, ou melhor, comentou, e Eckermann escreveu,
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que tudo o que está dito em seus poemas realmente aconteceu, mas não da maneira como foi escrito. Sintético, Drummond escreveu no “Poema-orelha”: “Tudo vivido? Nada./ Nada vivido? Tudo”. A questão é contar o que aconteceu, mas não exatamente como aconteceu. Se você hoje encontrou, em um café, um amigo que não via há tempos, se vocês sentaram juntos para uns goles e depois se foram, conte isso. Mas que tal, se na hora de contar, incluir na conversa uma garota eslovena que sentou-se com vocês pedindo socorro e dizendo-se perseguida por um ex-piloto guatemalteco de Fórmula 3?
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E se a garçonete (que lhe serve o) (desse) café for na verdade a filha do piloto guatemalteco que não o vê há mais de quinze anos, desde que foi sequestrada por índios? Os mesmos índios que roubaram as pranchas de Rugendas...
Bem, isso não é César Aira, fiquem tranquilos.
Variação n° 10 Na Argentina há pelo menos duas Liliana Ponce. Uma delas aparece em mais de um romance de César Aira. A outra é uma fabulosa poeta. Uma das duas eu conheci numa casa de chá no Leblon. Ali ela me recomendou que escrevesse todos os dias. Como ela faz, como faz César Aira. Eu então escrevi, com saudades antecipadas.
Liliana Ponce não esqueceu o seu casaco no salão de chá
Liliana Ponce nem estava de casaco
(No Rio de Janeiro fazia uma belíssimo dia de sol e dava gosto olhar cada ferida /exposta na pedra) Liliana Ponce, consequentemente, não teve que voltar às pressas para a casa de /chá
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(a garçonete com cara de flautista da Sinfônica de São Petersburgo não veio nos /alcançar à saída acenando um casaco esquecido)
Desse modo Liliana Ponce chegou a tempo de pegar o avião
Partiu para a Argentina
Variação n° 11
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Um país realiza uma espécie de censo para calcular a altura média de seus habitantes. Depois de anos de pesquisa, chegam a um resultado: 1,68m. As empresas de propaganda ligadas ao governo passam imediatamente a buscar um homem e uma mulher de 1,68m para um anúncio a ser veiculado na televisão. Não encontram nenhum por incrível que pareça, por uma coincidência extraordinária, não há nenhum habitante do país que tenha 1,68m de altura, que, contudo, segundo todos os cálculos mais exatos, é a altura média do país. Um dos traços preferidos da ficção de César Aira é encontrar casos em que a norma seja a exceção. As noites de Flores e Um acontecimento na vida do pintor-viajante são pródigos em casos assim. Variação n° 12 César Aira costuma repetir que sua admiração pelas vanguardas vem especialmente do fato de elas darem mais importância ao processo criativo do que aos resultados. Quase como quem narra uma fábula, ele escreveu: “Quando a arte já estava inventada, restando apenas continuar fazendo obras...” É notável o pessimismo da frase... “arte não é o que inventamos, mas sim o que nos resta fazer”. A vanguarda seria a resposta a esse estado “pós-tudo” de coisas. A vanguarda diz que nada, nem o romance, nem a poesia, nada está totalmente inventado. Afinal, quando terminou o processo de invenção do romance? E o da poesia? Ora, o romance e a poesia ainda estão sendo inventados, e não resta apenas continuar fazendo obras como manda o figurino. Há ainda a opção de ampliar a invenção.
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No campo da boa literatura, Balzac, Stendhal, Flaubert, Proust, Faulkner deixaram bem pouco o que fazer. E de novo cito Kundera. Certa vez lhe sopraram que o que a Tchecoslováquia precisava era de um novo Balzac. Ele respondeu que talvez fosse isso que a Tchecoslováquia precisava, mas que o que qualquer romancista digno desse nome precisava era ser ele mesmo, e não um “novo Balzac”. “Pois se a história (a da humanidade) pode ter o mau gosto de se repetir, a história de uma arte não suporta repetições”. Daí surge uma das teses mais interessantes de Aira. Leiam-se seus comentários e textos sobre a “literatura má” (la mala literatura).
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Penso que a ideia é questionar um pouco essa ideia de “qualidade”, a que nos apegamos tanto. Quem ainda não se cansou de ouvir dizer que há lugar para tudo e todos no supermercado da arte desde que seja “bom”, “de qualidade”? Alguém aí já questionou a fundo esse conceito? A vanguarda, para Aira, não é uma moda que passou. Pelo contrário, afirma que sempre existirão escritores de vanguarda e de retaguarda: “Quer dizer, os que escrevem ajustando-se ao gosto e à expectativa dos leitores e os que pretendem mudar as regras do gosto”. E mais provocativamente ainda: “Escrever bem é de retaguarda, porque os paradigmas para decidir o que está bem e o que está mal já estão determinados. O vanguardismo cria paradigmas novos”. Mas note-se que a ficção comercial, o estilo best-seller, é “má literatura” e não “literatura má”. A diferença é básica. Enquanto Aira sacrifica sem problemas a qualidade de um livro para chegar a algo novo, o que o best-seller faz não tem nada a ver com a busca de algo novo. Muito pelo contrário, o que a ficção comercial pretende é a repetição da fórmula que dá certo, com o mínimo possível de experimentação e novidade. O importante é a redundância que tranquiliza, e não o diferente, que assusta. Por isso acertou certo crítico ao afirmar que Aira escreve não só “contra” a noção de “obra-prima polida e terminada”, mas também “contra” a ficção comercial. Em outra cena do já citado El mago, três editores-piratas do Panamá tentam convencer o nosso mago a escrever um livro, e quando este diz que não sabe se sabe escrever bem, eles respondem desse modo:
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– As pessoas não escrevem por superstição, porque acham que devem fazê-lo bem.
– E não é verdade?
– Que nada. Ninguém se importa se está bem ou mal escrito. De resto, nem saberiam julgá-lo. Quem sabe o que é um livro bom ou um livro ruim, quem sabe o que faz um livro ser bom ou ruim? Mas nem chegam a esse ponto: antes disso há um mecanismo psicológico que anula o juízo...
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De certo modo, essa opinião dos editores-piratas do Panamá, que voltarão a aparecer em outros romances de Aira, sempre com o mesmo objetivo, coincide com a de Lautréamont ao escrever que “a poesia deve ser feita por todos”. Diz Aira: “Democratizá-la de verdade, sacá-la dessa cápsula de qualidade, do bom, do bem-feito, do feito apenas por quem tenha nascido com o dom. Por isso me agrada, por exemplo, John Cage, um músico que não era músico, que tinha dois tampões de madeira nos ouvidos, e no entanto fazia música, inventava o modo de fazê-la”. Variação n° 13 Se tudo começou com Aníbal Cristobo, peço a ele que, desde Barcelona, escreva uma última variação sobre César Aira. E me responde por e-mail: Roberto Bolaño, em uma breve nota intitulada “O incrível César Aira”, diz que o argentino é um “excêntrico, mas também um dos três ou quatro melhores escritores de hoje em língua espanhola”. No mesmo artigo, destaca que Aira “escapa a todas as classificações” e que sua posição “na literatura atual em língua espanhola é tão complicada com foi a posição de Macedonio Fernández no princípio do século” (passado). É curioso que Bolaño, cuja inteligência e habilidade verbal nos legaram obras tão instigantes, não tenha percebido a maior conquista de Aira: ser um mitômano compulsivo. Paul Auster, em mais de um livro, utiliza um recurso bastante ousado: partir de uma situação inicial pouco convencional, inverossímil, para depois obrigar-se a sustentá-la com um relato convincente; isto, para Aira, deve seguramente parecer uma fraqueza imperdoável.
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A única forma de dar curso a uma mentira é com outra maior. Como queria Wilde, que escreveu: “Que diferença da têmpera do autêntico mentiroso, com suas afirmações francas e ousadas, sua soberba irresponsabilidade, seu desdém natural e saudável por qualquer tipo de prova! Afinal de contas, o que é uma boa mentira? Simplesmente a que se prova a si mesma. Se alguém carece tanto de imaginação para apoiar uma mentira com provas, mais vale dizer sem escamoteações a verdade”. Este é Aira: o mitômano compulsivo que todos queremos ser e desejamos ler, o que não necessita provar nada.
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Jantar felicidade: os zumbis e seus nomes 187
Foto: Sebastián Freire
Flávia Cera
(Universidade Federal de Santa Catarina)
César Aira é autor de livros inclassificáveis. Primeiro pela inviabilidade de abarcar sob um gênero a sua escrita escorregadia e nada previsível, e também pela quantidade exorbitante de sua produção. Beatriz Sarlo (2006) conseguiu encontrar uma recorrência em suas obras: o abandono da trama; e, de fato, não encontramos coerência, continuidade, cronologia em seus livros. Ao contrário, ler César Aira é constatar que o conceito de literatura não pode ser outro senão o do anacronismo, ou ainda, que o anacronismo é um procedimento inerente à literatura. Josefina Ludmer (2007), por outro lado, colocou-o entre os autores das escrituras pós-autônomas, ou seja, escrituras que já não permitem a separação em dois polos, e que operam, ou melhor, desoperam a esfera literária, em um sistema fusional entre realidade e ficção, passado e presente, etc. Tendo essas considerações em vista, leremos La Cena.
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I – A realidade dos nomes
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La Cena se inicia contando a história de um filho, que é o narrador da história e se considera um fracassado, e sua mãe, uma senhora que o acolhe na sua casa, que vão jantar na casa de um amigo dele. Todos os personagens do livro são anônimos,o que se apresenta são apenas essas filiações familiares (ou quase-familiares) para nos encontrarmos no texto: mãe-filho, filho-amigo, amigo-mãe. O amigo gostava de contar histórias, embora não empreendesse muito bem essa tarefa. A mãe gostava de nomes e estabelece uma grande afinidade com o amigo do filho que, por ser construtor há muito tempo em Pringles, conhecia a conformação e a genealogia de todas as famílias. O filho, por sua vez, era péssimo com nomes e a conversa que se sucedeu durante o jantar não fez muito sentido para ele. Es cierto que con la edad y la esclerosis de las arterias se van perdiendo cosas, y siempre se dice que los nombres son lo primero que se pierde. Pero también son lo primero que se encuentra, pues su busca se hace con otros nombres. Querían referirse a una mujer, ‘la de… ¿cómo se llamaba? La casada con Miganne, que vivía enfrente del escritorio de Cabanillas…’ ‘¿Cuál Cabanillas? ¿El casado con la de Artola?’Y así seguían. Cada nombre era un nudo de sentido en el que confluían muchas otras cadenas de nombres. Las historias se disgregaban en un granizado de nombres, y quedaban sin resolver, como habían quedado sin resolver los viejos crímenes o estafas o traiciones o escándalos de familias de los que trataban las historias. Para mí los nombres no significaban nada, nunca habían significado nada, pero no por eso me eran desconocidos. Al contrario, me sonaban intensamente conocidos, lo más conocido del mundo podría decir, porque los venía oyendo todos los días desde mi primera infancia, desde antes de saber hablar. Por algún motivo, nunca había podido, o querido, asociar los nombres a caras o casas, quizás por un rechazo a la vida del pueblo, en el que, no obstante, había transcurrido toda mi vida, y ahora que con la edad empezaba a perder los nombres, se daba la curiosa paradoja de que perdía lo que nunca había tenido. Y aun así, al oírlos en boca de mi madre y mi amigo, cada uno era como una campanada de recuerdos, de recuerdos vacíos, de sonidos. (AIRA, 2006, p. 8-9)
Os nomes que, aparentemente, ligavam a mãe e o amigo à rea1 lidade , ou melhor, que davam consistência à realidade e ao povo de 1 Sobre a mãe, diz o filho: “ellos dos solo se entendían cuando pronunciaban nombres (apellidos) del pueblo: en todo lo demás, Ella se retraía enérgicamente […] Ella, […] había vivido toda su larga vida comprometida con la realidad” (AIRA, 2006, p. 25).
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Pringles, era o que, para o filho, se constituía como uma ficção. Entretanto, para os dois primeiros, os nomes não passavam de uma cadeia de significantes que sucediam uns aos outros, como uma série infinita que puxava mais e mais nomes, e retiravam da conversa o seu sentido final. Nada ficava resolvido mesmo lembrando-se de todos os nomes. Entretanto, poderíamos constatar ali a predominância da garantia do nome (o Nome-do-pai), saber o nome, identificá-lo era o que permitia estabelecer o seu laço com a realidade: a fulana esteve lá com o sicrano, que conhecia o beltrano, e assim construir uma história, não menos fragmentada e falha, mas concreta, com “fatos” que não os deixavam mentir, enfim uma crença na identificação das coisas, no abarcamento das coisas com as palavras. Uma fé na memória como se ela não traísse nunca.
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Em contrapartida, a descrição da relação que o filho mantém com os nomes – que para ele não trazem significação embora os conheça – deixa claro que não há identificação possível, que os nomes se multiplicam e atuam em determinadas funções. Ali, a memória falha, os significantes não têm imediatamente um significado que possa materializar a história. Não existem fatos, nem personagens. O filho não liga o nome à pessoa, não lhe ocorre fazer isso. Talvez marcando uma diferença de gerações, ou mesmo justificando seu fracasso (era um homem que tinha voltado a morar com a mãe porque tinha perdido tudo), o filho sabia que não podia recorrer ao Nome-do-pai. Sabia que o nome próprio não é próprio, e que ele pode ser apenas o Nome do Nome do Nome, ou seja, que não há garantia nem consistência em um Nome a não ser quando ele assume uma função. O que seria, em termos lacanianos, a queda do Nome-do-pai e a ascensão dos nomes-do-pai. Longe da lei para todos, e perto da singularidade de cada caso. Sem a garantia do Nome-do-pai, os Nomes-do-pai são a ordem da desordem, significantes sem significados, o Outro que se transforma em semblante, que não tem a consistência do pai, e que monta recordações vazias, ou apenas de sons2. Sem a lei universal, garantida pelo Nome-do-pai, temos o espaço vazio da exceção à lei assumida pelos nomes-do-pai: cada um ao seu modo de gozo (LACAN, 2005).
2 A abordagem lacaniana para esse aspecto do livro não é por acaso. Aira, que é assíduo leitor da teoria psicanalítica, usa o significante “nudo de sentido” (nó de sentido), termo caríssimo a Lacan. O Nome-do-pai tem a função de nó que liga o simbólico, o imaginário e o real, da sua queda dá-se a proliferação dos Nomes-do-pai (LACAN, 2005).
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II – A miniaturização da realidade Nos intervalos das conversas, o amigo mostra para a mãe e o filho uma série de brinquedos em miniaturas. Entretanto, como se trata de Aira, as miniaturas não são simples redução da escala (aumentar e diminuir são procedimentos recorrentes em seus livros): elas abrem para um mundo outro. E é com as miniaturas que o filho se entretém e a mãe se entedia. Descritos com a mesma minúcia que os brinquedos devem ter sido feitos, Aira abre outra trama e, consequentemente, uma maneira diferente de contar a história. Afinal, as miniaturas, assim como os nomes, são também uma forma de colecionar, de arranjar e re-arranjar fragmentos que não formam um todo.
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A partir do momento em que as miniaturas entram em cena, começa a confusão total entre as histórias, a ponto de o próprio narrador questionar o que é real e o que é ficção. As miniaturas, que parecem impossíveis, mas que, no entanto, existem, levam ao limite essa questão. Vejamos um trecho da descrição de um dos brinquedos: Era pequeño, apenas si sobresalía de la palma de la mano en que lo sostenía, pero aun así representaba con bastante fidelidad un dormitorio de antaño, con una cama, una mesa de luz, alfombra, ropero, y una puerta frente a la cama, que, a falta de pared en la que abrirse, parecía otro ropero, pues estaba provista de una caja rectangular, donde supuse que se ocultaba uno de los personajes. El otro estaba visible, acotado en la cama: una ancianita ciega, a medias sentada, apoyándose en almohadones. El piso de este cuarto no era de baldosas ni de parquet sino unas tablas finas y oscuras que yo recordaba de los pisos de las casas del pueblo en la época de mi infancia. (AIRA, 2006, p. 9-10)
Depois de uma divagação sobre esta lembrança que o brinquedo lhe trouxe e mais uma longa discussão sobre os nomes entre a mãe e o amigo, o filho retoma a descrição: “pero volviendo al juguete de la muñequita ciega, que nos mostraba después de la cena: la plataforma tenía dos cuerdas, una de cada lado (...) Básicamente eran dos mecanismos que debían marchar a la vez, por eso tenía dos cuerdas. Uno era una cajita de música, el otro un movimiento de autómatas. Un botoncito de resorte en la parte delantera aseguraba la simultaneidad. Lo presionó, y procedió a dar las cuerdas. (…)” (AIRA, 2006, p. 17). Segue-se mais uma interrupção em que fala sobre o tédio da sua mãe; e retoma:
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Una vez que hubo hecho girar hasta el tope las dos cuerdas presionó el botoncito del resorte y el juguete empezó a funcionar. Mi amigo lo colocó, sobre la palma de la mano en dirección a nosotros para que no nos perdiéramos detalle. Se abrió la puerta del dormitorio y entró un hombre joven y gordo que avanzó tres pasos sobre un riel invisible hasta quedar a los pies de la cama, donde empezó a cantar un tango, en francés (…) La voz del gordo cantor era aguda y metálica; la melodía era difícil de descifrar, las palabras no se entendían. Hacía gestos con los brazos, y echaba atrás la cabeza, histriónico, fatuo, como si estuviera en el escenario de un teatro. La viejecita en la cama también tenía ese movimiento, aunque muy discreto y casi imperceptible: balanceaba la cabeza hacia la derecha y la izquierda, en una imitación muy lograda de los gestos de un ciego. Y mirando con atención podía verse que con las manos, con el índice y el pulgar de cada mano, recogía miguitas o pelusas del cubrecama. Era un verdadero milagro de la mecánica de precisión, si se tiene en cuenta que esas manitas de porcelana articulada no medían más de cinco milímetros. (AIRA, 2006, p. 22)
A descrição detalhada e não menos cansativa prossegue por mais algumas páginas narrando cada movimento do brinquedo. Na palma da mão, o que descartaria a verossimilhança, mas não o seu caráter naturalista, desenrola-se uma cena narrada com todo sentimentalismo, um capítulo a parte, que não é menos “real” que o jantar ou a conversa da mãe com o amigo. O filho começa a questionar-se sobre o sentido do brinquedo – que ele percebe não fazer sentido –, assim como o desfecho do pequeno teatro quando debaixo da cama saem aves grandes que se arrastam pelo piso movendo as asas embora não alcem vôo. Esse elemento mágico, quase absurdo, se não ocorresse no tal brinquedo, faz o filho pensar no que seria a realidade e a ficção. A casa do seu amigo que mais parecia um castelo encantado, junto com o seu gosto de contar histórias que, segundo o filho, têm sempre elementos de contos de fadas que se confundem com a realidade, o faz pensar que “en ese sentido, su casa era su autorretrato, una cámara de maravillas” (p. 26) e completa: “de alguien com imaginación se habría podido sospechar que lo estaba inventando, pero él no tenía imaginación. Se diría que no necesitaba, porque la realidad lo suplía” (AIRA, 2006, p. 27). Aira, com esta propositada confusão entre conto de fadas e realidade, seja do amigo, seja dos brinquedos, mostra-nos que a tese do desencantamento do mundo é falsa. Não só porque a crença na técnica tem a capacidade de se tornar um mito, de encantar o mundo, mas porque ela se alimenta de uma certa paixão do real, uma vontade de alcançar o
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inacessível, de representar o irrepresentável. Nada impede que se tenha uma miniatura cujo espaço seja ocupado por uma boneca de quatro metros de altura: não é a física, ou a matemática que impedirão, é a própria “realidade”, o curso do progresso e também da técnica regidos pela imaginação pública que farão das impossibilidades, possibilidades. A queda do Nome-do-pai dá espaço para a fantasia no poder, deixa que ela tome conta do que há de mais “real”. Que entre a fantasia e a realidade, o sonho e estar acordado, nunca tenha sido demarcada uma fronteira, já sabemos. A apropriação deste entre-lugar, sua hiper -artificialização ou hiper-realização, seja pela técnica, pelo capital, pela propaganda, é o que Badiou (2005) chamará de “paixão do Real”.
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III – Paixão do Real: os mortos contra-atacam O jantar terminou. O filho e a mãe voltam para casa. Ele, conformado com sua condição fracassada e seu fim de noite tedioso destinado a ver televisão, e a mãe revoltada com o jantar e com os excessos do amigo em relação aos brinquedos. O filho toma seu posto diante da televisão e fixa-se, milagrosamente (porque gosta de passar por todos os canais sem se deter em nenhum), no canal que transmite ao vivo notícias de Pringles. Era sábado à noite e ele supôs que os jornalistas fossem procurar o que acontecia na noite mais festiva da semana. Eis que os jornalistas montam em uma motocicleta e rumam sem dizer aos telespectadores o destino. Enfim, depois de um longo mistério, os repórteres chegam ao seu destino: o cemitério. É de lá que saem os que vão aterrorizar e dominar Pringles na noite de sábado3. Os mortos-vivos saíram pela cidade pegando pessoas, abrindo suas cabeças e chupando a endorfina que continham. Endorfina é uma substância química produzida pelo cérebro que dá a sensação de bem -estar, de felicidade. É a substância do otimismo, explica Aira, tirá-la das pessoas faria com que no dia seguinte elas tivessem que começar do zero. O cenário parece o de um filme de terror e, mais uma vez, Aira se 3 E nesse ponto o abandono da trama, como nota Sarlo (2006), é total. Esquece-se por muitas páginas o jantar, a mãe, o amigo, e começa uma outra história absolutamente imprevisível.
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rende à confusão entre realidade e ficção ao tratar dos que não acreditavam na invasão: El cine, y antes que el cine las leyendas ancestrales en las que se basaban sus argumentos, habían creado en la población un estado básico de incredulidad; a la vez que los preparaba para la emergencia (no tenían más que recordar lo que habían hecho los protagonistas de esas películas) les impedía reaccionar porque todos sabían, o creían saber, que la ficción no es la realidad. Tenían que ver con sus propios ojos a alguien que los hubiera visto (con sus propios ojos) para convencerse del espanto de la realidad, y ni aun así se convencían. Era de esos casos en que lo real es insustituible e irrepresentable. Lamentablemente para ellos, lo real es instantáneo y sin futuro. (AIRA, 2006, p. 64)
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Ver com os próprios olhos seria a condição para crer que os zumbis extrapolaram o filme, detonando a máxima de que ficção e realidade estão em pólos opostos. Aira mostra a ambivalência da tela do cinema; parafraseando Buck-Morss, ela funciona como uma prótese de percepção: ao mesmo tempo em que proporciona a formação coletiva de uma sensibilidade, atua na disseminação de uma verdade universal estabelecida pelo poder, no caso de La Cena, a ficção como uma esfera separada. Não por acaso o cinema se interessa de maneira cada vez mais sistemática pelo tema do fim do mundo na forma de uma invasão de zumbis, por exemplo. Poderíamos dizer, de certa forma, que esses filmes, que são sucesso de bilheteria e têm um apelo técnico absurdo, expressam o que Ludmer (2007) denominou como imaginação pública. A diferença entre realidade e ficção diminuída a zero equivale a dizer que não há diferença entre assistir um noticiário (como o narrador de La cena) ou um filme, já não é possível distinguir os conteúdos ou as formas de um filme (basta pensarmos nos documentários ou nos filmes que são feitos como se fossem reality shows). Que o fato não gere espanto não é, paradoxalmente, espantoso. O que acontece é a exacerbação dessa não-diferença, porque, na verdade, ela nunca existiu, a literatura, a ficção em geral, desnaturaliza a realidade ao passo que a realidade naturaliza a ficção. Ficamos empatados. Talvez por isso Aira insista que nem mesmo vendo com os próprios olhos se possa garantir um espanto com a realidade, garantir que se tenha compreendido que, de fato, os zumbis tomavam conta da cidade e roubavam a felicidade da população. Mas, ao mesmo tempo, Aira, que novamente recorre a uma categoria lacaniana, invoca o Real irrepresentável e insubstituível que
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habita o lugar do impossível. É aí que a paixão do Real prevalece: enquanto impossível deseja-se incessantemente alcançá-lo, e isso, explica Badiou (2005), só é possível pela catástrofe. Embora se possa pensar em uma guerra declarada entre os vivos e os mortos-vivos, o que podemos perceber em La Cena é a realização de uma guerra que nunca foi declarada e que se arrasta todos os dias. Embora os filmes tentem mostrar que a acumulação da catástrofe um dia culmina na mais severa destruição da humanidade, os mortos-vivos mostram mais da condição humana do que se pode imaginar.
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Os zumbis de Aira mantêm uma estratégia, embora seu exército seja acéfalo, a de não retroceder, ou seja, eles avançam sempre. Essa não é outra característica senão a do capital que assume a ideologia do progresso, ele apenas avança e se metamorfoseia, jamais dá um passo atrás, não há crise econômica que o detenha e anule seus efeitos, muito pelo contrário. Seu funcionamento autônomo e acéfalo mostra, à maneira dos zumbis, que não existe lugar seguro: nem dentro e nem fora de casa, nem em cima ou embaixo da cama, onde quer que se vá, lá ele estará imperioso. Além disso, a estratégia dos zumbis – roubar a endorfina – obedece o mesmo princípio do mercado: a busca insaciável da felicidade. Eles se alimentam dela, embora para eles não sirva para nada, e obrigam o furtado a fabricá-la de novo já que, em tempos de espetáculo, a felicidade é fabricável ou comprável. Ou seja, os zumbis, na era da motivação infinita, fazem um favor: eles dão mais um estímulo para os vivos a buscarem a endorfina, a felicidade, agora em uma quantidade infinita para que nenhum zumbi possa esgotá-la4·. Em um determinado momento, os vivos chegam a cogitar vender a endorfina com alto preço, mas ironicamente, “terminaban regalándolas”. Ao notar o roubo da felicidade e vislumbrar um fim próximo, os homens que ainda não tinham sido chupados pelos mortos-vivos, tentavam se aproximar do humano para afastar o inumano: “algunos se reunían em el living de su casa, em batín o pijama, despertaban a los dormidos, encendían todas las luces, deliberaban, hablaban por teléfono, ponían música fuerte”(AIRA, 2006, p. 88). Uma estratégia “natural”, 4 Os zumbis, inclusive, tinham uma aura de astros de rock, inspiravam certa admiração porque terríveis, incontroláveis e seguros de si:“Y tenían algo de músicos de rock, los muertos, con su aspecto desaliñado, los pelos al viento, el tranco espástico, y la seguridad soberbia de saberse estrellas y colmar con su sola presencia las expectativas creadas” (AIRA, 2006, p. 76).
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digamos, diante da catástrofe que se anunciava. Entretanto, podemos ler nos zumbis de La Cena não um anúncio do fim do humano, mas sim a condição inumana; melhor seria a condição pós-humana do humano. Seríamos todos mortos-vivos, todos alimentados pela paixão do Real, ligados no canal de transmissão ao vivo e imediata da televisão que mostra o ataque dos mortos-vivos que chupam endorfina. Talvez essa seja a grande catástrofe.
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Curiosamente os zumbis voltam para suas tumbas depois que um vivo identifica um deles e o chama pelo nome. O ataque em vias de acontecer pára e o zumbi, envergonhado, provavelmente, retorna para o cemitério. A boa nova se espalha e os vivos começam a identificar os mortos, anunciar seus nomes e o exército avassalador toma o seu caminho trazendo paz e tranquilidade a Pringles. O que nos leva a duas leituras: seria o retorno do Nome-do-pai que possibilitaria a identificação e conteria a avassaladora catástrofe? Ou seria o alerta de que, incapazes de identificarmos o inimigo que não tem a forma monstruosa dos zumbis, continuaremos vivendo e a catástrofe nos acompanhará silenciosamente? IV – Dormiu/acordou O filho acorda e liga para o amigo para agradecer o jantar da noite anterior. Os dois conversam e fazem comentários porque estão muito impressionados, mas não se sabe muito bem por quê. O filho supõe falar para o amigo sobre os acontecimentos que tomaram conta de Pringles, os mortos-vivos sugadores de endorfina, enquanto o amigo concorda com a atmosfera de desastre, mas o filho não sabe se ele está falando da mesma coisa ou se se refere a sua vida fracassada.O livro ainda fornece a possibilidade de o filho ter dormido assistindo a um filme que passava no canal que transmitia notícias ao vivo de Pringles, o que confirmaria nossa hipótese de que não existe diferença entre ficção e realidade, entre a economia e a vida, entre o humano e o pós-humano. Mas para isso podemos nos servir do final do diálogo entre o filho e o amigo, que é também o fim do livro; ali o amigo ensina o filho fracassado: “Hay que saber mirar más allá de los intereses de la supervivencia y proponerse darle algo al mundo, porque sólo los que den van a recebir. Y para eso se precisa de imaginación. La prosa de los negocios tiene que expresarse en la poesía de la vida” (AIRA, 2006, p.134).
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Entre a imobilidade e o movimento. As estratégias do senhor Aira 197 Foto: Rosana Cacciatore
Antonio Carlos Santos (Universidade do Sul de Santa Catarina)
“Es increíble la velocidad que puede tomar la sucesión de hechos a partir de uno que se diría inmóvil. Es un vértigo: directamente los hechos ya no se suceden, se hacen simultáneos.” La costurera y el viento
Se inadvertidamente começamos a ler El criminal y el dibujante (2011), de César Aira, uma narrativa de onze páginas, sem conhecer as estratégias e os procedimentos do autor, ficamos com a estranha sensação de não saber muito bem como nos colocarmos diante dela. Afinal, trata-se de uma novelita rara: toda ela se dá em torno de uma cena descrita desde o primeiro parágrafo: o criminoso está com uma faca na garganta do desenhista, enquanto, com a outra mão, sustenta uma revista
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em quadrinhos aberta. O motor da narrativa é a acusação que o criminoso faz ao desenhista de que este o teria delatado contando em uma história em quadrinhos toda sua vida de crimes com detalhes. Um leitor experiente consegue perceber um certo mal acabamento, uma ironia e uma máquina maluca e às vezes incoerente que faz a narrativa andar quase que sozinha, aos tropeços. Ficamos entre a sensação de um texto ruim, que nem termina direito, e sinais da mais alta qualidade literária, ou seja, ficamos diante da ambivalência. Como diz Sandra Contreras (2002, p. 130), “a duplicidade implícita na decepção que produz uma literatura que, marcada com todos os signos da mais alta qualidade literária – a hiperliterariedade, a inteligência mais sofisticada, a melhor prosa – nos faz esperar o melhor (...) para terminar fracassando no abandono à facilidade, à desatenção, à estupidez”. Essa duplicidade faz parte das estratégias do autor que, como se sabe, publica muito, tanto nas grandes editoras da Argentina e da Europa quanto nas pequenas e artesanais. Sua “obra”, portanto, se espalha entre inúmeros textos – chega a publicar quatro livros por ano –, alguns difíceis de serem encontrados, fazendo com que o número seja parte importante dessa estratégia de produzir narrativas difíceis de se encaixar nos moldes de uma crítica valorativa, ou seja, ao contrário da geração anterior, dos anos 60 e 70, que demorava para escrever e para publicar, que construía “obras-primas”, únicas, fruto de um esforço e de um trabalho meticuloso, cuidadoso, Aira publica muito, aliás, tudo, tanto aquilo que é “bom”, quanto o “ruim”. Sobre esse ponto poderíamos remeter à discussão sobre as literaturas pós-autônomas que Josefina Ludmer define como estando além, ou aquém, do juízo literário, ou seja, além da questão do valor em um presente que se caracteriza por ser o fim de uma era em que a literatura tinha uma lógica interna e um poder crucial, o fechamento da era das esferas autônomas (a arte, a política, a ética). Ou seja, um pensamento sobre o fim, ou sobre os fins, que Miguel Dalmaroni trata de desmontar no ensaio “La literatura y sus restos (teoría, crítica y filosofia); a propósito de un libro de Ludmer” para o Bazar Americano (www.bazaramericano.com). Para nosso leitor desavisado, no entanto, há apenas este, El criminal y el dibujante, um texto que encena a relação entre um autor e um leitor: o desenhista e o criminoso. E qual seria essa relação? A princípio, uma relação de causa e efeito, ou seja, o desenhista teria exposto a vida do criminoso em quadrinhos, teria copiado sua vida tornando-o um alvo fácil para as autoridades policiais e judiciárias do país. Essa é a acusação
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que, desde o início da narrativa, o criminoso repete: “Tenías que contar mi historia, delator de mierda...” Ou seja, a literatura copia a vida, representa a vida. Nosso leitor que desconhece os outros textos de Aira saberia notar que essa relação entre o artista e o marginal se dá por meio da indústria cultural: a história em quadrinhos, e que toda a novelita tem um tom de melodrama, de novela de rádio. Notaria também esse aspecto visual da narrativa (dos quadrinhos) centrado na posição dos dois personagens quase imóveis, novamente descrita alguns parágrafos adiante, mas com mais detalhes:
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La postura que mantenían era incómoda y forzada, los dos de pie en el centro del estudio en penumbras, el criminal apoyando su cuerpo de titán contra la espalda del dibujante, el brazo derecho torcido con el codo bien levantado de modo de poner el cuchillo, que empuñaba con esa mano, a la altura exacta de la degollación, el brazo izquierdo pasando por el otro lado, y más estirado, para sostener la revista.
O narrador, aqui, afirma que a cena parece uma escultura, reforçando seu aspecto visual: “Era un grupo casi escultórico, salvo por los temblores de uno, las pequeñas sacudidas expresivas del otro, y, por supuesto, el movimiento de los labios de ambos”. Escultura que quase não se mexe, o que parece inverossímil dadas as paixões em jogo, dificuldade que o narrador logo afasta através da comparação com a arte da escultura: “No se entendía como el conjunto podía mantenerse estable en el espacio, con la turbulencia de las pasiones que lo conmovían (la venganza, el pavor). Pero no era tanto de extrañar: las estatuas también se mantenían quietas, aunque solían representar, directamente o en alegoría, pasiones volcánicas, entre ellas el rencor y el miedo, precisamente.” Ou seja, a narrativa se dá em torno dessa escultura, desse close, em que a dupla vive o momento crucial de uma decisão. Momento paralisado pelo narrador que faz a história ir adiante com o diálogo entre os dois. O diálogo repete a posição de força representada na escultura: o criminoso acusa, o desenhista se defende, sabendo que sua vida, assim como a de Sherazade, em Mil e uma noites, depende da extensão desse diálogo, da capacidade de encontrar sempre um contra-argumento que faça o outro continuar dialogando, que faça a história seguir adiante, ganhando assim uma sobrevida. O primeiro argumento do artista ameaçado de morte pelo leitor é que não houve delação, pois tudo que desenhou na
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história foi retirado dos jornais que, por sua vez, subentende-se, retirou tudo da vida. Desse primeiro argumento sai a confissão do artista de que não sabe nada da vida: “No tuve informantes, no sabía nada de vos por mi lado... Yo no tengo ningún tipo de contacto con el mundo del hampa, vivo inclinado sobre mi tablero de dibujo, en un mundo de fantasía...” O artista, portanto, é aquele que se distancia da vida, que nada sabe dela, que copia a vida dos jornais, que nada sabe da vida dos marginais. A tudo, o criminoso repete: “no mientas”, seu leitmotiv que nos lembra da posição da literatura como mentira, como invenção, por contraposição à filosofia que teria como tarefa a busca da verdade. Diante do impasse e da incredulidade do marginal, do fracasso da argumentação e da iminência da morte, o desenhista, nos diz o narrador, se dá conta de que não poderia confiar tanto na palavra, na razão, pois o criminoso “para llegar a ser lo que era, antes había debido ser un monstruo demente impermeable a lo humano. Antes, y también después.”
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Com essa frase, o narrador nos anuncia o anacronismo que se aproxima, pois o argumento seguinte do criminoso, que faz a história seguir adiante, nos mergulha em um paradoxo temporal. “Mirá la fecha”, diz o criminoso fazendo com que aparecesse um novo elemento na discussão, elemento que, se por um lado destruía a possibilidade da cópia dos jornais, por outro lançava novamente a questão para o âmbito de “una conversación linguística (y numérica) en la que el dibujante hacía pie con mucha más seguridad que en la acción”. Ou seja, o desenhista, o artista, que se separava da vida por viver debruçado sobre a prancheta, por viver em um mundo de fantasia, era também aquele que se sentia melhor no terreno da argumentação, das palavras, da razão, do que no da ação, pois essa argumentação é o que o mantinha vivo. A data da revista era de quarenta anos atrás e não poderia então ter sido criada pelo desenhista a partir dos jornais porque tinha sido publicada antes de os fatos acontecerem. O criminoso conta então ao desenhista que aquela história tinha mudado sua vida: Yo de chico leí esta revista, la compré cuando salió, en el puesto que había em Lavalleja y Bulnes, en la esquina del conventillo. La compré porque la esperaba todas las semanas, no porque fuera un imbécil coleccionista snob sino porque era mi único escape de la realidad sórdida de la pobreza, de mi padre preso y mi madre tísica.
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O desenhista, que se separava do leitor criminoso por viver em um mundo à parte e que nada sabia da realidade, se dá conta, então, de mais uma diferença: não estava acostumado a lidar com as pessoas que liam os quadrinhos por seu conteúdo. A história era uma válvula de escape da realidade triste que o criminoso vivia, ou seja, um clichê sobre a literatura e seus efeitos. Assim, apesar de dizer que havia lido a história quando era menino e que, a partir de então, havia pautado sua vida por ela, o criminoso continua sustentando sua acusação de que havia sido denunciado pelo desenhista. Se antes a literatura copiava a vida, agora é a vida que imita a literatura (e assim vamos notando como Aira constrói sua história com vários clichês, ironicamente colocados para que a história siga adiante). Pois bem, o argumento da data joga toda a narrativa para o terreno do paradoxo, como nos conta o narrador:
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Era inútil. No valía la pena hablar. Lo irrefutable e indiscutible seguiría haciendo sentir su presencia. Aunque no era exactamente que no valiera la pena hablar. Hablar siempre valía la pena, porque no había otro modo de saber lo que pasaba. Lo que no valía la pena era seguir hablando, porque inmediatamente después de saber lo que estaba pasando el tiempo había dado un gíro, se había vuelto sobre sí mismo, el anverso se había apoyado sobre el reverso, y el contacto de los hechos pasados y futuros había creado una cantidad de paradojas imposibles de resolver.
A dobra no tempo faz com que os fatos já não mais se sucedam uns aos outros, mas que permaneçam simultâneos, aumentando a ambivalência dessa escultura quase imóvel que origina o relato. E aqui podemos observar a semelhança entre El criminal y el dibujante com outra narrativa de Aira, La costurera y el viento (vale notar a semelhança também na construção do título: os dois substantivos ligados por uma conjunção aditiva), escrita em Paris, em 1991. O que temos nessa novelita então é essa vertigem que apresenta um outro paradoxo: a partir de um fato imóvel, a escultura, os outros se sucedem tão rapidamente que se tornam simultâneos. Isso está dito na própria narrativa, entre parênteses: “todo esto tenía lugar en unos pocos precipitados instantes de horror”. Estamos, portanto, diante de um relato que mimetiza sua própria ambivalência: está imóvel, parado, mas anda, segue adiante, embora seja, como em um efeito de teleobjetiva, chapado, sem profundidade, simultâneo. Mimetiza a própria situação do escritor marcado pela devastação das vanguardas: como seguir adiante? Como seguir escrevendo? Em Un
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episodio en la vida del pintor viajero (2000), novela em que Aira conta a história secreta de Rugendas e sua procura por desenhar o vazio do pampa, temos encenada a questão do fim dos relatos, do fim da experiência. Rugendas teoriza sobre “el silencio de los relatos”, o tema benjaminiano do fim da experiência, para avançar a hipótese de que um tal silêncio não implica perda alguma, muito pelo contrário, pois o que se transmite a uma geração mais jovem é um conjunto de “ferramentas” com o que se pode rearmar o relato e assim reinventar o passado. Desta forma, aponta para a importância dos procedimentos na construção dos relatos. Em outro texto, muito próximo a Un episodio, Aira coloca o problema central para toda a arte do século XX: como continuar escrevendo, pintando ou fazendo música quando tudo já foi feito? A pergunta conduz ao momento histórico das vanguardas: “cuando el arte ya estaba inventado y solo quedaba seguir haciendo obras, el mito de la vanguardia vino a reponer la posibilidad de hacer el camino desde el origen” (AIRA, 2000, p. 165). Todo o percurso da arte no ocidente, do regime ético de Platão, ao poético de Aristóteles até o século XVIII e, finalmente, ao estético do século XIX a nossos dias, resultou na profissionalização do artista, na autonomia da arte, portanto, em um momento singular da história que, segundo Aira, “cuando cristalizó, ya fue hora de buscar otra cosa”. O beco sem saída dessa situação histórica, o fim da arte como realização de um percurso histórico, encontra sua saída na retomada anacrônica das vanguardas: o procedimento. Dessa maneira, os grandes artistas do século XX seriam aqueles que inventaram procedimentos para que as obras se fizessem sozinhas ou não se fizessem. Sandra Contreras chama a atenção para a importância dos finais na narrativa de César Aira. Segundo ela, o nó de sua ficção está exatamente nos começos e nos finais, daí sua comparação com o conto que tem o fim como um elemento essencial do ritmo da narrativa desde o começo. Nesse sentido, o relato de Aira, sempre segundo Contreras, marcado por esse acento posto no fim, funda uma ansiedade do relato, uma urgência de chegar ao fim. É um traço, esse da acentuação do fim, que está articulado à relação de Aira com as vanguardas históricas. O importante aqui é perceber como esse impulso adiante, essa máquina que tem de continuar apesar de ou, melhor, dessa máquina que transforma a negatividade de uma experiência em uma afirmação do relato, da narrativa, aparece em El criminal y el dibujante. A questão do fim está encenada na novelita: a angústia do final tensiona todo o diálogo entre os dois: a
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um argumento do desenhista, havia sempre outro do criminoso, “era de nunca acabar”, nos diz o narrador. Mais adiante, o desenhista admite que seu quase assassino tem sempre um argumento irrefutável, que é mais rápido do que ele que, às vezes, levava semanas para encontrar um desenlace para suas histórias.
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Antes, porém, de falar sobre o final, vale comentar ainda a presença de dois elementos que pontuam essa novelita como o fazem no teatro, no rádio ou no cinema: a música e a luz, ambas colocadas pelo narrador em momentos específicos e de maneira irônica, humorística mesmo. A música aparece quando entram as aspas no “discurso oral” de um dos personagens, quando um personagem acentua o que diz (e aparece em itálico no texto), etc. Em um determinado momento, as aspas, de volta, fazem cessar o som da música, mas mantêm uma percussão que havia entrado em outro momento. Ela vai acentuando o diálogo dos dois personagens de modo melodramático, como em uma novela de rádio. Quanto à luz, ela aparece quase no final. O narrador nos diz que ela não havia mudado durante quase toda a cena, mas quando a novelita se aproxima do fim ela começa a diminuir. Assim como na música há um elemento artificial, aqui também o efeito da luz é discutido pelo narrador que não consegue definir se a cena se passa ao entardecer, por isso a diminuição, ou se se tratava de um sol matutino filtrado por nuvens, ou da luz da lua, para terminar afirmando que também “podía ser una combinación o sucesión de distintas horas o de todas las horas”. Mais uma indicação dessa ambivalência entre pequenos movimentos e a imobilidade das duas figuras. Poderíamos dizer ainda que outro tema levantado aqui é o da responsabilidade do autor em relação aos efeitos que sua criação produz sobre o leitor. “Eras vos, vos y la historieta... yo no”. Durante todo o tempo do diálogo o criminoso responsabiliza o desenhista pelo que aconteceu em sua vida, enquanto este tenta se eximir da culpa para ganhar tempo. O penúltimo parágrafo mostra ainda o caráter de montagem, artificial da história:
Sus dos figuras entrelazadas en una situación de violencia latente habrían podido recortarse (un recorte tridimensional, es cierto) aprovechando su inmovilidad de impasse, y pegarse en otras escenas: el criminal degollando, o a punto de degollar, a alguna de sus tantas víctimas, mujeres
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inermes por ejemplo (...). No habría sido necesario hacer ningún cambio ni retoque; una misma actitud, un mismo ademán, una misma expresión del rostro, podría servir a una enorme cantidad de situaciones distintas, y hacerlo con tal propiedad que nadie sospecharía.
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Mas se os finais são tão importantes nas estratégias de Aira, o que dizer do final de El criminal y el dibujante? Nesse caso, poderíamos dizer que não há propriamente um final, pois as duas figuras entrelaçadas como estavam desde o começo apenas começam a se inclinar, sem mudar a posição dos braços e das cabeças. Ou seja, nesse caso não há uma catástrofe, uma mudança súbita na narrativa, o que acontece em muitas das histórias de Aira. As duas figuras imóveis, ou quase imóveis, como o narrador faz questão de notar, vão apenas se inclinando em direção ao chão como se fossem buscar algo nos pés. As duas últimas frases se armam então a partir desse “como se”. Como se buscassem algo em seus pés ou também como se manifestassem uma espécie de fadiga dos materiais. Ou seja, era impossível manter os dois abraçados, entrelaçados, naquela posição por muito tempo, então era preciso terminar. Mas a novelita termina sem que o criminoso mate o desenhista, mantendo essa ambivalência entre o movimento sutil e a imobilidade, mantendo a indecidibilidade entre aquilo que se sucede e aquilo que está parado. Se aqui não há uma precipitação em direção ao final é porque quase não há diferença entre o começo e o final. Tudo se passa entre o diálogo que faz mover a narrativa e a pose dos dois que mantém a história no mesmo lugar.
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BIBLIOGRAFIA AIRA, Cesar. El criminal y el dibujante. Buenos Aires: Spiral Jetty, 2011. _____. Un episodio en la vida del pintor viajero. Rosario: Beatriz Viterbo, 2000. _____.“La nueva escritura”. In: Boletín / 8 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria. Rosario: Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, octubre 2000. CONTRERAS, Sandra. Las vueltas de César Aira. Rosario: Beatriz Viterbo, 2002.
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Nancy Fernández (Universidad Nacional de Mar del Plata/ CONICET)
Plantear una conjunción con los nombres propios de Borges y Aira sin duda puede dar por resultado el equívoco sintagma de la compatibilidad, la aceptación de un legado o la filiación. En cambio, sabemos que Aira se ocupó de dejar en claro que está muy lejos de aceptar los lineamientos tributarios hacia Borges, sea en su obra poética, sea en sus ensayos, los cuales, más allá de toda necesidad editorial de explicitar sus límites distintivos, más bien señalan encrucijadas donde la escritura, en su condición de proceso, asume la función soberana. Aira nos plantea el interrogante y el desafío de una lectura, de la tradición nacional, de la cultura, del sentido, casi como si Borges no hubiera existido, menos como opción binaria que cómo un definitivo cambio de lugar. Desplazar,
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torcer los trayectos de su poética respecto de las postulaciones borgianas, es su marca registrada, la patente que lo singulariza de las genealogías de Piglia o de Saer (que no han sido precisamente alumnos obsecuentes pero han sabido encastrar en la potente rúbrica, su propia economía narrativa y sus posiciones ideológicas –las que leemos en sus textos y las que ocuparon en el campo intelectual-). ¿Dónde reside, entonces, el interés –el plus de valor- de proponer esta suerte de relación fraudulenta?; quizás en la disparidad inherente que sin embargo permite pensar problemas comunes, o acaso en la posibilidad de concretar el desafío airado de escribir desde el margen, en tanto condición y producto de una elección que signa los bordes del mito personal, la exótica fisonomía de una imagen de autor, vuelto “espectáculo”. El gesto se convierte en acto deliberado que arroja al nombre propio Cesar Aira –autor jurídicamente real y personaje poéticamente verídico– a la dimensión plana de una visibilidad sin puntos de referencia. Y no porque los “datos” probables que forman parte de sus tramas sean secretos o falsos, sino más bien porque todo ingresa en el turbulento proceso de transmutación donde perdiendo gravidez y espesor plantean una lógica que anula la posibilidad binaria de lo verdadero y lo falso. De esta manera, el escritor diseña sus máscaras en narradores y personajes no en la perspectiva teleológica de hacer uso de los materiales y motivos al servicio de su literatura, sino de construir el sentido de una realidad ajena a las taxonomías de certeza y de invención; así formula (y realiza) la paradójica ecuación que pone la verdad en la fábula cuyos lineamientos “teóricos” podemos leer en Nouvelles impressions du Petit Maroc. Más allá de estas consideraciones preliminiares, podemos advertir que su trazo es indispensable, por poner de manifiesto cuestiones insoslayables a la hora de analizar las condiciones de producción donde se modifican la técnica y los lugares de enunciación que implican a la estética, la filosofía, la cultura (la lengua, la ley, la historia). En este sentido, Aira parece desplazar definitivamente la prerrogativa que nuestra tradición nacional le concedió a la categoría de ficción espoleada en sus líneas principales por Borges y Ricardo Piglia, en sus consabidas discusiones con Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas en el contexto histórico, ideológico y literario del nacionalismo (el primero, con la canonización de Martín Fierro en la celebración del Centenario desde una perspectiva xenofóbica, y el segundo estimulando el rescate de la tradición hispánica). Borges no solo potencia los efectos de las versiones constructivas de la tradición
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(el autor argentino en relación con el mundo), sino que desarticula los modos de leer convencionales (y no tradicionales) de leer el vínculo entre literatura y nación. En contraste con sus predecesores, Borges destaca un modelo dinámico de la lectura cuyo proceso intelectual se fundamenta en el proceso material de fabricación y de hechura, señalando la instancia ficticia que descubre la dimensión de lo fáctico (la filología nos devuelve el sentido prístino de los términos y las nociones ya que el carácter verdadero del hecho en bruto retorna en la marca del artificio, el velo del simulacro que duplica al infinito el revés de la trama y la versión que anula los fatuos privilegios del original por encima de la copia). Si recordamos “El escritor argentino y la tradición” o “La poesía gauchesca” (textos publicados respectivamente en 1955 –en Sur– y 1957), notamos el relieve que toma a pleno, la autonomía literaria, por encima de la función notarial (la función jurídica) de la referencia fuera del texto. Asimismo, el lector renueva un pacto con el autor, borrando antiguos privilegios sindicados en nombre de la propiedad sobre la obra. Así, ni la tradición nacional nos confina al reducto periférico de los regionalismos, ni el género canónico de la gauchesca acata las preceptivas de las generalidades esenciales del verosímil: no solamente acentúa su carácter constructivo sino que traspasa, como Borges lo pone en práctica con su propia poética (su gauchesca alcanza al siglo XX), las temporalidades coyunturales que son inherentes a su constitución histórica. Allí condensa en un punto, las coincidencias que definen su obra en proceso. Desde esta perspectiva, creo que es lícito reponer aquí el epígrafe que abre Discusión, “Esto es lo malo de no hacer imprimir las obras: que se va la vida en rehacerlas”, de las Cuestiones gongorinas, de Alfonso Reyes. Y estimulados por el contraste y la diferencia volvemos hacia Aira, con la necesidad de subrayar la índole extremadamente disruptiva y vital (afirmativa) de su intervención en la escena artística; la primer pregunta, puede que remanida, surge a propósito de examinar la contingencia de lo nuevo en sí, y si la repetición de su misma posibilidad no neutraliza su carácter diferencial y perturbador. Probablemente, la clave de esa ocasión, su riesgo y su pericia, radique en el acontecimiento de eterno retorno que es lo nuevo, que como tal, inscribe una tendencia y una inflexión, ajenas al ornamento de la mera novedad de moda. Pero es inevitable la pregunta por el surgimiento eventual, sobre todo después de la aparición de Aira y sus efectos de signos definitivos en el mapa cultural. Y aquí cabe menos la noción de historia que de genealogía o de conste-
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lación, la emergencia que el azar devuelve a lo real. En este caso Aira (su gesto y su obra) implica la reaparición de lo nuevo con los atributos de la antigua inocencia de un presente que expone sobre sí un pasado inmemorial. Quiero decir, Aira asume la necesidad de la invención con el carácter prístino de lo nuevo, con el trabajo de recuperar la tradición narrativa más arcaica de una cosmogonía cultural que funde la moderna vanguardia occidental con la milenaria cultura oriental. Aquí realiza un desplazamiento importante, y asume la tarea de borrar los contornos divisorios que sirvieron por siglos para mantener separados, bloqueados los contextos culturales. No es que iguale o que desconozca la diferencia sino que escribe sobre la experimentación de lo arcaico y lo lejano con los contextos de pertenencia, más próximos a la tradición nacional (por ende a la europea). Ema, la Cautiva es un ejemplo paradigmático, que reúne en un mismo libro dos registros disímiles. Novela que retoma parcialmente el realismo clásico con intermitentes huellas historiográficas para que ese mismo lenguaje se deslice borrando su rastro o mejor, disolviendo, al parecer su “primer” propósito para fluir hacia un sitio insospechado. Hay cautivos, viajeros europeos (el personaje “central” del francés Duval), caravanas que atraviesan el desierto con indios cautivos, el teniente unitario Lavalle que las comanda con salvajismo y un imaginario que comienza a resultar extraño ya en los comienzos del libro: la antinomia o la insoluble oposición entre Civilización y Barbarie, desde la mirada del liberalismo decimonónico de la Generación del 37’. Pero lo que hace inclasificable la estética de Aira, es la lógica del sentido que sustenta la dinámica visual y artística del texto, allí donde los contornos nítidos de las figuras (de los personajes y la acción en la tradición del realismo luckacsiano) se desvanecen para ceder terreno a una mirada inédita en la literatura argentina o mejor, solo reconocible después de Osvaldo Lamborghini y el grupo Literal, conocido como la neovanguardia de la década del setenta. Aira neutraliza o deconstruye, esa es la palabra, las categorías de espacio y tiempo, creando la ilusión deliberada de un anacronismo y de cierta movilidad inmóvil. Aquí, intersticios e intervalos son simulacros o mínimos instantes que forman parte de un continuo, menos como soldadura de piezas atomizadas que como umbral que anula las mediaciones previas. Sin duda y en sus propias palabras, Aira es un escritor moderno, que coloca su grafía en la estela de las vanguardias históricas europeas (en especial el juego con los marcos del dadaísmo y Duchamp, algo de la mirada y la perspectiva expresionista,
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Kafka y cierto delirio visual convertido en realidad como rémora de la vigilia insomne desprendido del surrealismo –sin la búsqueda onírica del automatismo inconsciente–. Pero tan presente como esto, envuelto inclusive en la potencia reproductible que otorga la tecnología (Benjamín), se muestra la grafía del budismo zen, el salto al vacío, el pasaje al abismo que toma la forma de relámpago, de manifestación súbita de la inminencia que dona el trazo único y singular de la escritura. El resultado de esto es una literatura hecha entre los bordes de una lógica omnipresente en cualquiera de sus argumentos, ofrendada a los motivos o a los retazos temáticos que terminan siendo la excusa, el pretexto, para extender las indiferentes disquisiciones de un narrador que es siempre baluarte e imagen del escritor en su sistema de enunciación. En su intento y logro perpetuos por despegar de la aceptación convencional de códigos habituales, aloja su letra en la creación y la invención, una suerte de recuperación del efecto fugaz de la sorpresa repentina, dando como resultado una imagen de un objeto ya visto, alumbrado en el extrañamiento que desconoce su antigüedad. Lo ya hecho, algo así como el “esto ha sido” barthesiano en los ready mades. Este es el sentido que asume Aira cuando emprende la estocada ofensiva contra Ricardo Piglia, en aquella nota del año 81 publicada en la revista Vigencia, titulada “La novela argentina, nada más que una idea”. Desde una postura que tiene en cuenta la potencia estratégica del cálculo, Aira traza un diagnóstico del género y se ubica en un sistema de filiación; Macedonio, Artl y Gombrowicz son maestros reconocidos, incluso Puig; por elecciones de objeto o afinidades electivas Borges ni asoma y en cambio se detiene en los contemporáneos. Minimiza a Jorge Asis, el prototipo de escritor con éxito en el mercado con sus Flores robadas en los jardines de Quilmes, se distancia cuidadosamente de Juan José Saer, dejando en claro que sus poéticas, si antagónicas, guardan cierta simetría. Pero en Piglia encuentra su blanco de ataque fustigando argumentos razonados, frontales y compulsivos. Piglia era el escritor que comenzaba a acaparar la atención de los más prestigiosos miembros del campo intelectual y él es quien ocupa el lugar que en los noventa dominará Aira, a partir del progresivo reconocimiento que halla en Maria Teresa Gramuglio (que publica la primer reseña sobre Ema, la Cautiva en Punto de Vista) y el grupo Babel integrado por los jóvenes Sergio Chejfec, Alan Pauls, Martín Caparrós, Carlos Feiling entre otros. Son conocidos sus planteos. Para Aira la novela argentina que padece de “raquitismo” debe abandonar el aparato
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ortopédico de la teoría que la infunde recuperando su naturaleza arcaica: el atributo narrativo del “había una vez”. Por ello, desde su óptica, dirá que el maestro de Piglia no es Arlt sino Sábato, y que Respiración Artificial es la peor novela que se haya escrito. Con esto da inicio a una polémica que irá cobrando efectos concretos en la escena pública. Pero otra cosa llama la atención y la desarrolla en Nouvelles impressions du Petit Maroc; se trata del lugar que le destina al lector, cuya esfera el escritor no debe confundir, por el contrario el escritor debe cuidar no ceder a un molde ajeno, no rebajarse a aquellas intenciones previas. Asimismo, la relación entre la literatura europea y la argentina, es como señalábamos, materia recurrente y en ocasiones explícita para Borges y en este libro también Aira alude sin evasivas. En “El escritor argentino y la tradición” Borges apela a la libertad sin límites para hacer uso de las tradiciones europeas; de ahí el carácter dinámico y deliberadamente constructivo que la categoría de tradición asume, y podemos entenderla en oposición a la de canon, de índole preceptiva, estabilizadora e institucional. La operación cultural que realiza Borges consiste en hacer uso del patrimonio universal con la libertad sin culpa residente en la periferia americana. La operación borgiana es cultural, ética (elimina los prejuicios morales), económica (transgrede la potestad de la propiedad privada en el lenguaje, condensa metonímicamente el todo en un punto, como el aleph) y constituye un sujeto de enunciación ensamblando escritura y lectura, a favor de la singularidad resultante (en el infinito laberíntico del universo) de una literatura menor (al decir de Deleuze respecto de Kafka). Es notable la diferencia entre las realizaciones borgianas y las apariciones televisivas. Aira vuelve sobre el tema en las Nouvelles impressions poniendo el acento en los términos de calidad y corrección, desplegando así uno de los problemas centrales que definen integralmente su poética. En principio no lo plantea en los términos productivos de Borges sino como ámbitos de constitución diversa. El enfoque es distinto porque no parte de la posibilidad de que todos los temas nos pertenezcan, como cree Borges: en todo caso, eso es un hecho. Antes bien, en comparación con el paradigma establecido, si hay una posibilidad no explotada en nuestro terreno es la que nos lleva a permitirnos todo, lejos de todas las prescripciones academicistas, incluso y sobre todo, la “frivolidad” y la ausencia deliberada de corrección. Allí, en la contingente virtualidad de una novela que prescinda (que evite) del corsé rígido que impone el gusto, las pautas de la norma y el buen decir, lo
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nuevo (como categoría teórica y como efecto buscado) hace su entrada triunfal. Porque de lo que se trata es de prescindir de la actitud que confirma la adecuación a la regla y al sentido común, acatando los viejos y nostálgicos mandatos de patrones colectivos. Sin embargo, en el elogio de la “mala escritura” anida el pretexto de una filiación, coherente con lo que Aira postula. Entonces, Macedonio, Arlt y Gombrowicz, que aquí no los cita pero están omnipresentes en la práctica airana, son las firmas que ponen en funcionamiento la neutralidad de la corrección o mejor, el efecto necesario que se adecua al procedimiento de anular interdicciones. Si todo nos está permitido, la libertad es infinita y da como resultado una escritura que fuga hacia delante, la perpetua huída compulsiva que alcanza una velocidad sin control. Llegado este punto, la letra que inscribe rastros del pensamiento se precipita efectuando la sorpresa de los desenlaces, los finales de las novelas de Aira o el goce primero y último. “El territorio que se abre ante nosotros es inmenso, tan grande que nuestra mirada no alcanza a abarcarlo por entero, y el cuerpo se desenfrena, en una velocidad superior a sus posibilidades…los pensamientos huyen muy rápido en todas direcciones…El vértigo nos arrastra, la calidad queda atrás, todo efecto o resultado quedan atrás…La prosa se disuelve, cuanto peor se escribe, más grande es todo, en una inmensidad ya sin angustia, exaltante…” De lo que se trata es del desvío y el error creativo que atesora potencialmente, la escritura en su velocidad e inmediación, en la simultaneidad de las imágenes que se afirman, como realidad y como posibilidad. Y es en el pasaje de pensamiento a letra, en la precariedad de la rapidez donde escribir mal sin corregir reconoce el exceso de la lengua vuelta extranjera. Allí Aira define el exotismo en los términos de un estilo cuya singularidad reside en la coincidencia, secreta y prodigiosa, con alguna lengua lejana. Esto es el tono, prístino y misterioso que recupera sin proponérselo, el encanto de vidas imaginarias. A ello y a la captura de su visibilidad debe abocarse el verdadero escritor. Es el acto que antepone un puente entre civilizaciones renunciando a la inteligencia matriz de la lengua para transportarse a la “deliciosa ensoñación de estar escribiendo mal”. El lenguaje del niño al que alude Aira encarna en el ejemplo de quien dibuja sin saber con la mano izquierda. Es esa incomodidad, eficaz en su desajuste, donde la palabra se desliza sobre sí misma para decir otra cosa; esa es la otra lengua que Aira descubre en Francia, en Saint Nazaire, cuando advierte que creyó saber francés sin lograr entender esos movimientos o giros que
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constituyen la lengua en el acto concreto de su emisión. El escritor que se propone recuperar “la cortesía inherente a su trabajo”, salta fuera “de su obra y su persona” provocando su mito personal. Y como el verdadero hablante, el escritor se solaza en la tortuosa ambigüedad y vacilación que nada tiene que ver con las abstracciones y obviedades a las que el sistema general del idioma tiende. La cortesía del escritor supone la renuncia a la comodidad inteligente que asegura en su solidez, la lengua materna. El idioma de los sobreentendidos que se resisten a la explicación y la universalidad. Por esto, Segalen es el autor que Aira rescata a los efectos de mostrar el nudo de su teoría sobre lo exótico, esto es, el logro de dar color y volumen al presente pleno de una realidad: la de la fábula. Aquí es donde es lícito plantearse la duda inherente a la literatura y discrepante con los traslados de la razonabilidad conceptual. Segalen cuenta algo que abre la duda sobre el estatuto verídico o inventado de su relato. Y de acuerdo con esto, si el exotismo resiste al desgaste que provoca el uso, siendo puro excedente o plus de valor; si es “no renovable” porque se agota, nuestra pregunta para Aira podría apuntar a una eventual coincidencia con la teoría benjaminiana del aura. En el brillo perdido de su adherencia desgastada, el valor alumbra entonces a la vida cotidiana como el revés de lo exótico. Nouvelles impressions… es un tratado, en el sentido experimental del término, un modo vanguardista de ensayar poniendo a prueba los cimientos de la lógica racional que inviste la literatura nacional y la europea. En esta procura, en esta pesquisa, Aira encuentra ejemplos que, mal que le pese, resultan plausibles a la hora de comprender sus elaboraciones teóricas, presentadas como bocetos inacabados pero con la contundencia de una epifanía. Tal es el caso del “execrable” Julián Gracq y el maravilloso Segalen a través de los cuales se nos presentan legibles cuestiones del autor, el sentido, el lenguaje y lo real, el sujeto y la identidad. En este repertorio, el olvido es uno de los objetos de las especulaciones airanas que reponen en una amplia dimensión el espacio y el tiempo en relación con el sujeto/autor. Hemos leído la relación de contraste y complemento que Borges establecía entre memoria y olvido, pensando en función del infinito; mientras la acumulación interminable de la primera le cobraba la vida a Funes, el segundo presentaba su necesidad bajo la forma de abstracción, acudiendo al auxilio del concepto, la analogía y la clasificación. “Funes, el memorioso” es su representación más evidente pero también, desde el punto de vista de la funcionalidad
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lingüística, “El idioma analítico de Johnny Wilkins” tiene que ver con estos dilemas. Ahora bien, las disquisiciones de Aira apuntan tanto al proceso de la escritura, sus procedimientos y devenir como al sujeto de enunciación que toma forma en el autor. Ajena al saber que construye la teoría, “la literatura está toda hecha de olvido, o de simulacros de memoria”, cuya consecuencia más inmediata es la aceptación sin las trabas de la moral, de cierta irresponsabilidad del discurso, esto es, la frivolidad programática que Aira define como el arte de hacer que efectos insignificantes generen grandes causas. Pero aquí también se hacen presentes los ecos de Gombrowicz y su apología de la inmadurez de la escritura (opuesta al juicio severo del imperativo moral de la profundidad). Si de algo sirve la teoría, es para sostener eficazmente el sentido de la literatura que transforma y desplaza la lógica binaria de la exclusión entre lo verdadero y lo falso. Uno y otro pierden espesor porque ingresan en un terreno donde es propio es anular (olvidar) sus marcas de origen, neutralizando sus vetustos órdenes de pertenencia, devolviéndolos vacíos del aquellos contenidos al terreno neutral –sin útero, abismal– de la literatura. Ella tiene el atributo de volver a definir, desde la repetición y el desplazamiento, los miembros de cualquier sistema de identificación cultural. El continuo entre vida y pensamiento es una forma que da lugar a la estrecha confianza en la genuina generosidad de la repetición que devuelve de manera inesperada y provisoria, imágenes y configuraciones potenciales de la literatura. Y uno de los modos a los cuales Aira da crédito, son los hiatos que se producen en la escritura. Lejos de evitarlos, los preserva en su manifestación incompleta, allí donde en modo embrionario comienzan a disponerse las motivaciones de la escritura. Por poner un ejemplo, “Cecil Taylor” es un texto que deja ver la necesidad de las transiciones que constituyen el sistema de enunciación, disolviendo las jerarquías que terminan por mostrar la fragmentación irreductible del pensamiento que inviste la trama. En “Cecil” funcionan las digresiones, no como dispersión o meros cambios temáticos, sino como variaciones rítmicas que impone una constelación de conexiones; puede decirse que la función de la escritura es poner de manifiesto esos lazos, hacer que se vuelvan visibles formando figuras. Quizá por ello la poética de Aira casi omite las metáforas cuyo lugar lo habitan más bien iluminaciones efímeras. En este sentido, uno de los objetos de su especulación es, como decíamos, el tiempo, que a través del autor lo da vuelta, colocando al destino (un tópico preferido en Borges) en el
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lugar e instante del nacimiento. Si en su propiedad de hacer mitos de las particularidades, la literatura transgrede el límite de lo imposible con la paradójica repetición de lo único, Aira nos devuelve la potencia de la fábula (de la acción, de la sorpresa, de los cambios de velocidad y sus finales) cuyo atributo será un exotismo sin precedentes, palpables en la inflexión de narrativa y poesía.
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BIBLIOGRAFÍA AIRA, César. Nouvelles impressions du Petit Maroc. Trad. Joca Wolff. Florianópolis: Cultura e Barbárie, 2011. _____. Ema la Cautiva. Buenos Aires: Editorial de Belgrano, 1981. _____. Cecil Taylor. Buenos Aires, “Fin de siglo”, número 14, agosto, 1988. BORGES, Jorge Luis. Discusión. Buenos Aires: Emecé, 1957.
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Auto-grafia: pensador airado 217
Foto: Rodrigo Álvarez
Jorge Wolff
(Universidade Federal de Santa Catarina)
La literatura ha muerto, y yo soy la prueba viviente. Mi contexto ya pasó. César Aira
Estão em jogo aqui, nestas páginas, e provavelmente em todas as páginas existentes, os limites entre a experiência e seus modos de apresentação. Estão postos em jogo, portanto, os limites da arte enquanto objeto da arte e da literatura enquanto objeto da literatura e, em consequência, as noções de autonomia e de pós-autonomia como modos de ler-escrever-inventar a experiência moderna e contemporânea. Mas se a crítica Josefina Ludmer propôs esta última noção – a qual abraça o pós e o póstumo – em forma de manifesto anacrônico, em meados da década de 2000, se poderia dizer que o escritor César Aira vem fazendo
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o mesmo sem precisar fazê-lo desde o século passado.1 Com isto não se pretende afirmar que toda arte ou literatura atuais sejam pós-autonômicas por definição – o que significaria cair na cilada proposta pelo próprio e suposto manifesto – e sim que todo e qualquer texto assinado e datado põe em jogo e em questão o conceito e os limites dos objetos da arte ainda tomados como literatura.
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Pensar alguns textos que comportam essa ausência de limites, com base nas questões da autobiografia, da autografia e da chamada autoficção, é o que se propõe neste ensaio, para concluir como se começou, no vazio de toda página, com o desaparecimento literal do nome próprio em questão, conforme se verá no final. Para chegar a esse vazio final, destacam-se dois livros de César Aira, El juego de los mundos (2000) e Nouvelles impressions du Petit Maroc (1991)2, tendo como fio condutor a noção de pós-autonomia conforme aparece de modo definitivo – vale dizer, provocativo e ambivalente – no último livro da ensaísta Josefina Ludmer, Aquí América Latina (2010). Quanto à expressão “pensador airado”, se trata de uma paráfrase do título de uma resenha de Alberto Moreiras sobre as Otobiographies de Jacques Derrida, “Autografía: pensador firmado” (de 1991). Note-se, por fim, que o verbo “airar” em castelhano pode significar tanto “arejar” quanto “irritar”.
O idiota da família O crítico Julio Premat, na conclusão de Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura argentina, dedicada ao escritor de Coronel Pringles visto sardonicamente como “o idiota da família”, privilegia com razão o que chama de “efeito Aira”, em vez de por o acento apenas em um ou outro de seus inúmeros livros. Este efeito, afirma Premat, se dá através de “procedimentos de escrita, estratégias editoriais, acumulação, frivolidade, intensas e paradoxais reflexões metaliterárias e sobretudo de uma figura de autor” (IDEM). O “efeito Aira”, que enfatiza o procedimento e a invenção de procedimentos, conforme longamente es1 Para apenas um exemplo recente, entre inúmeros outros possíveis, veja-se El error (2010), em que o narrador da novelita ironiza a arte moderna a partir de um álbum com as ilustrações de Botticelli para a Divina Comédia: “Era un libro pequeño, muy bien encuader-
nado, un libro-objeto, probablemente pensado como obra de arte autónoma” (p. 28). 2 Cito a versão brasileira deste texto, que tive o prazer de traduzir e a editora Cultura e Barbárie o de publicar, em 2011.
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tudado por Sandra Contreras em Las vueltas de César Aira, é um modo de se opor à ideia de resultado em nome da “arte como pura ação: ação perpétua”, diz ela; “ação intempestiva que, desconhecendo por completo seus alcances, quer ir até o final do que pode e ao qual a irrupção imediata e o contínuo sem freios são inerentes” (CONTRERAS, 2002, p. 30). Para Premat, o que resulta dessa produção sem resultado é a criação de um autor – talvez sem firma, sempre com data, mas em definitivo um autor e seu mito pessoal, contrariando paradoxalmente o esvaziamento dessa figura próprio às neovanguardas em cujo contexto surge o próprio escritor César Aira. Trata-se, segundo o crítico, de uma obra invisível, ilegível, virtual que “flutua por cima de um corpo magmático de textos” (PREMAT, 2009, p. 241).
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Quando faz a apologia da ignorância – frequente em Aira, a começar pela própria –, como em Nouvelles impressions du Petit Maroc ou em Cumpleaños (2001), o que está em questão é um “não-saber” que corresponde a um saber da infância (como ocorre também na poesia de Arturo Carrera) em que, finalmente, o sentido surge como “uma coordenada problemática ou ausente” (PREMAT, 2009, p. 243). Figurar um autor, então, conforme propõe o crítico franco-argentino, é investir na máscara em vez da obra: é na máscara que se encontra a verdade, na “galeria de máscaras” (IDEM, p. 247) com que é construído seu mito de escritor. A literatura má, o escrever mal proposto com todas as letras em Nouvelles impressions du Petit Maroc põe em cena, portanto, essa desfiguração capaz de produzir uma literatura monstruosa, em que a figura aberrante do monstro é associada à do idiota visto também como o selvagem, que vem a ser, por sua vez, em César Aira, a encarnação do estrangeiro. Logo no início de Nouvelles impressions du Petit Maroc, texto tomado como singular ars poetica, o narrador é um residente – como o próprio autor – em uma instituição francesa para escritores e tradutores estrangeiros, em cujo porto se localiza o bairro do Petit Maroc. Num dos cafés desse bairro, o narrador “airado” se senta para escrever, observando antes de mais nada que, a cada dia que passa, os mesmos barcos e as mesmas pessoas vêm e vão, ou seja, que tudo se repete e se recria, que tudo retorna, eternamente. “Quando uma repetição exterior e inexplicável nos joga fora de toda intenção possível”, diz ele, “caímos inevitavelmente na literatura. Isto é a literatura então: uma espécie de efeito
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feliz que não teve causa” (AIRA, 2011, p. 8). Mescla de ensaio, diário e ficção com forte sabor crítico em relação a seus anfitriões, o texto datado de 1990 e publicado em 1991, propõe o abandono de “uma lógica de exclusão dos contrários”, em concordância nesse ponto com Juan José Saer (1937-2005), cujo ensaio sobre o conceito de ficção apareceria na mesma época (em 1992). Escreve Aira num café do Petit Maroc: [...] o falso não remete a uma moral do autêntico, mas antes à ficção, na qual convivem o verdadeiro e o falso, valem o mesmo ao mesmo tempo e se transformam um no outro. De fato, se se decide pela literatura é com este fim: sair de uma lógica de exclusão dos contrários que qualifica de falso a um só dos membros do par. Não para tornar falsos ou verdadeiros aos dois, mas para incluí-los numa teoria falsa que torna irrelevante a classificação. [...] (IDEM, p. 11)
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De modo que a literatura, depois do fim da arte e da literatura, é para ele uma miragem que se materializa em textos sem assinatura e sem fim, os quais, no entanto, reafirmam a necessidade de seguir contando, bem e mal, mas seguir contando. No mesmo texto, aliás, assim como é possível encontrar uma apologia da literatura má, lê-se uma observação inequívoca sobre o que seria uma boa história escrita, com o precioso detalhe de que “uma boa história escrita é sempre a ‘história de um poema’ antes que a dos fatos que conta” (p. 16). O modo de narrar de César Aira parece se realizar inteiramente sob este prisma: o de um poema virtual, realizado sem se realizar. “Eu me esforcei”, diz Aira ao criticar os escritores demasiado inteligentes, “na escassa medida de minhas possibilidades, em preservar toda minha idiotice natural, para que a literatura atue sem travas em mim” (p. 19). Para logo acrescentar: “Todos nos acreditamos inteligentes. (...) Todos, menos o estrangeiro, o idiota (p. 21)”. Mas o “idiota astuto” do narrador “airado” é antes aquele que não fala, conforme o não-saber da infância, e na mesma direção, conforme aquele que é um plebeu, no sentido etimológico do termo oriundo do grego antigo. Já, em El juego de los mundos – relato que Josefina Ludmer toma como avatar extremo da arte de (pós) vanguarda –, materializa-se o fim da literatura no único “romance de autoficção científica” escrito por Aira, em que hipoteticamente fundaria um gênero ao por no passado remoto a ideia “liberal-moderna” de literatura. Assim, num futuro distante, o narrador César Aira lê com nostalgia a obra de seu antepassado
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César Aira, mas a lê totalmente transfigurada em imagem:
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Hubo una época remota del pasado en que la humanidad practicó una actividad llamada ‘literatura’. […] Durante los siglos en que existió la literatura se acumularon muchos libros, y muchos escritores. Algunos ‘buenos’, otros ‘malos’, unos más importantes o elogiados que otros, serios, frívolos, laboriosos o estériles: todas esas distinciones se anularon después. (…) Los sistemas para leer usan viejas tecnologías, superadas, polvorientas, y si los aparatos no tuvieran autorreparación ya habrían salido de servicio hace mucho. Claro que hablar de ‘lectura’ es estirar el término quizás demasiado. Cuando se pasó toda la literatura a estos medios, se lo hizo en imágenes, una por una (no se hizo por frases) y hasta fragmentando las palabras si resultaba conveniente. Esta tarea la llevaron a cabo sistemas automáticos operando con grandes diccionarios polivalentes, sin intervención del hombre. Es decir que operaban con todas las lenguas que ha hablado el hombre en su larga historia, incluyendo dialectos y argots. Y por la otra punta disponían de un banco de imágenes completo, o sea que estaban todas. Seguramente a los literatos del pasado no les habría satisfecho la transferencia, pero cuando se hizo ya no estaban para protestar. Y la operación salvó del olvido definitivo a la ingente masa de libros que se había acumulado (…). (p. 23-24)
Ponhamos a ensaísta Josefina Ludmer neste futuro remoto motivado pelos jogos de destruição de mundos operados via computador pelo filho desse César Aira futuro na paz de seu lar, o que vem a ser o que de algum modo ela proporia ao separar nítida e provocativamente o “novo” (a pós-autonomia) do “velho” (a autonomia). Mergulha-se assim por inteiro na noção de “realidadeficção” exposta, de modo aparentemente cristalino, em “Literaturas pós-autônomas”, em que Ludmer toca sem nenhum constrangimento em um tópico central – ou uma velha ferida – dos debates críticos e teóricos em torno da literatura, no tempo em que esta prática ainda sobrevivia: a questão do “valor” literário. Logo no início de “Literaturas pós-autônomas”, lê-se que tais escrituras não admitem leituras literárias: “não se sabe ou não importa se são ou não são literatura. E tampouco se sabe ou não importa se são realidade ou ficção” (LUDMER, 2010, p. 1)3. O que importa, segundo Ludmer, é como estas escrituras “fabricam um presente”, em detrimento de “qualquer registro realista do que passou”. O valor literário, o diagnóstico crítico da qualidade ou falta de qualidade que caracterizou a “velha” literatura moderna, supõe-se sumariamente descartado. Se existe a possibilidade 3 Cito igualmente a versão brasileira, publicada pela mesma editora em www.culturaebarbarie. org/sopro, com tradução de Flávia Cera.
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de fazê-lo, isto não ocorre sem problemas e a ensaísta procura enfrentá-los – já que o velho e o novo são agora contemporâneos – através de certas estratégias retóricas, como o emprego ocasional do modo condicional, a transferência do foco da escrita para os modos de leitura e o reconhecimento de que uma leitura segundo os critérios tradicionais de valor, apesar de tudo, pode seguir e segue sendo feita com frequência.
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Esta realidade ficcional é, para Josefina Ludmer, a própria realidade do cotidiano atual, informado e conformado basicamente pelos meios digitais, responsáveis pela “fabricação do presente”. Da tensão causada pela oposição entre ficção (enquanto “fábula, símbolo, mito, alegoria ou pura subjetividade”) e história (política e social) nas narrativas dos séculos XIX e XX, passa-se no momento pós-autonômico à fusão de ficção e realidade histórica, uma vez que, segundo se pode verificar efetivamente, vive-se o fim de uma era em que a literatura teve “uma lógica interna” e um poder crucial. O poder de definir-se e ser regida “pelas suas próprias leis”, com instituições próprias (crítica, ensino, academias) que debatiam publicamente sua função, seu valor, seu sentido. (IDEM, p. 3)
Com isso, cairiam também quaisquer pretensões críticas de emancipação, transgressão e subversão, que caracterizaram as políticas da literatura na modernidade: “A literatura perde o poder ou já não pode exercer esse poder” (IBID., p. 3), assegura Ludmer. Perda esta que, para a ensaísta, seria voluntária, na mesma medida do desencanto vivido pelos escritores em relação a esse poder e da mistura das esferas ou dos campos tidos antes, de Kant a Bourdieu, como autônomos. Se leitores, escritores e críticos continuam crendo na autonomia, ainda que relativa, de seu campo, eles não são capazes de se imaginar em “outro mundo”, como significativamente acrescenta à versão do texto publicada no livro de 2010. Este “outro mundo” – que aponta para O jogo dos mundos de Aira – é o da imaginação pública no século XXI, que cruzaria a fronteira da literatura e entraria “num meio (numa matéria) real-virtual”, destituída de um dentro ou de um fora e que, no entanto, “constrói presente” (IBID., p. 4). O que parece produtivo ler em seu tardio ou anacrônico manifesto é a ousadia “airada” de propor um mais-além do literário com base nas inegáveis mudanças nos modos de circulação e consumo dos livros que caracterizam o início do século XXI. Para tanto, a ensaísta encara
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os novos tempos propondo o emprego de outras e distintas ferramentas teóricas, menos gastas e mais arriscadas, para enfrentar o efetivo deslocamento do lugar da literatura, vivido a partir de meados do século passado. O que se deve, por um lado, a sua formação vanguardista na Argentina dos anos 1960 e, por outro, à marca deleuziana e à sua longa temporada em Yale, nos Estados Unidos, onde os valores canônicos, através basicamente de uma domesticação da filosofia da diferença de origem francesa e particularmente da desconstrução, foram jogados por terra. E pouco importa, ela diria, se isto é bom ou ruim.
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Mas não basta, diria Alberto Moreiras por sua vez, jogar os valores canônicos por terra, uma vez que a filosofia desconstrutiva não deve ser vista como “uma simples dissolução do fundamento dos opostos” – o que fundamentou o grosso do multiculturalismo norte-americano –, mas sim como uma crítica radical da síntese especulativa de matriz hegeliana (MOREIRAS, 1991, p. 131). A mera dissolução dos opostos foi o que os cultural studies conseguiram transformar em consenso nos Estados Unidos, onde se forjou, aliás, a expressão “pós-estruturalismo” sem conhecer uma tradição estruturalista. Até que ponto a crítica Josefina Ludmer se satisfaria com uma simples dissolução dos opostos fica, aqui, como questão em aberto, dirigida a todo e qualquer leitor, contrário ou favorável, de “Literaturas pós-autônomas”.
Otobiografias Na introdução ao ensaio, por sua vez, Alberto Moreiras adianta significativamente que
[...] na interpretação derridiana a doutrina do Eterno Retorno é primariamente consequência do reconhecimento do necessário investimento autobiográfico em qualquer forma de escrita. Assim, a desconstrução se mostra antes de mais nada como reflexão sobre a autografia na escrita teórica. Tal fato não somente modifica a consideração do estatuto de toda teoria e de toda escrita teórica dentro da tradição filosófica. Também determina a possibilidade de pensamento no campo da teoria da autobiografia. (IDEM, p. 129, tradução minha)
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Logo no início de suas Otobiographies, Jacques Derrida (1984) abre o jogo em relação à assinatura e ao nome próprio: “La signature invente le signataire” (“A assinatura inventa o signatário”), como afirma na conferência de 1976, feita nos Estados Unidos com o enganoso propósito de comemorar o bicentenário da Declaração de Independência norte-americana para falar, na verdade, sobre Nietzsche, Zaratustra e o anti-Cristo: Ecce homo. À p. 39 desse ensaio breve, Derrida intervém a seu modo no debate em torno do chamado espaço biográfico, sendo o próprio filósofo atravessado pela “marca autográfica” na escritura de seus textos, no modo de ler o outro além de si mesmo e no modo de escutar “a orelha do outro” (“pequena, grande, institucional, livre”, conforme os adjetivos escolhidos a dedo pelo autor), os pavilhões auditivos bem abertos à voz do mestre a explicar a marteladas “por que sou tão sábio” e “como me tornei o que sou”. Note-se que a noção de pacto autobiográfico devida a Philippe Lejeune, em que o leitor e só o leitor teria o direito de reconhecer ou não o autobiográfico enquanto gênero em cada texto, aparece no ano anterior à conferência de Derrida, que responde de algum modo a Lejeune, durante uma tarde em Charlottesville, através da noção de otobiographie, assim como o faria Paul de Man na sua esteira três anos depois em “Autobiography as de-facement” (“Autobiografia como des-figuração). O título Otobiographies, diga-se de passagem, decalca a própria différance derridiana, ao fazer-se ver mas não ouvir: AU / O tobiographies, vogais pronunciadas todas como O em francês. Diz Derrida (1984, p. 39): “...tudo isto se encontra submetido hoje a reavaliação, tudo isto, quer dizer, o biográfico e o autos da autobiografia”. Por esse motivo ele investe em nome de, ou melhor, “por uma nova análise do nome próprio e da assinatura” (IDEM, p. 40). A própria data é vista como uma forma de assinatura. É o que faz César Aira no final de todos os seus relatos, com raríssimas exceções: dia, mês e ano da (suposta) conclusão do texto aparecem nos livros que circularão dentro de um, dois ou três anos. O que importa aqui é sublinhar que, para Derrida – e para Aira, ao que tudo indica – “datar é assinar”, ou seja, datar é uma das formas de assinar, uma das formas de empregar a função-autor, para usar o conhecido conceito de Michel Foucault. Nietzsche escreve o Ecce homo aos 44 anos. Jesus Cristo, seu antípoda, seu irmão, morre aos 33. Já César Aira comemora os 50 anos em Cumpleaños (de 1999) com uma auto -homenagem e uma declarada vontade de morrer várias vezes, quantas
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forem possíveis: cada relato de sua lavra parece ser uma reiteração da necessidade de inventar e de inventar-se como autor, cuja chave se encontra não na memória mas no esquecimento. É o paradigma de negatividade, afirma Sandra Contreras,
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– instituído ... no contexto da narrativa argentina contemporânea [com Juan José Saer e Ricardo Piglia à frente] como critério de validação – o qual a literatura de Aira vem a transmutar. Não porque a negatividade lhe oponha, simplesmente, a banalidade de um gesto confirmatório ou um otimismo vão e superficial, mas porque, numa operação que se poderia qualificar de inspiração nietzscheana, a literatura de Aira modifica, substancialmente , o elemento de que deriva o sentido e o valor da ficção. A ficção é em Aira objeto de uma afirmação imediata. É a afirmação imediata da potência absoluta e autônoma da invenção o que opera como um impulso inicial do relato. (CONTRERAS, 2002, p. 29)
Também se poderia dizer que essa potência é uma potência do eterno retorno do mesmo, “doutrina intempestiva, différante e anacrônica”, segundo Derrida: “Oui, oui!”, exclamaria o filósofo, para quem “unheimlich é a orelha” (DERRIDA, 1984, p. 103), para quem “Dieu est le nome propre le meilleur. On ne pourrait pas remplacer ‘Dieu’ par “le meilleur nom propre” [“Deus é dos nomes próprios o melhor. Não se poderia substituir ‘Deus’ pelo ‘melhor nome próprio’” (IDEM, p. 28). Como se o diabo e o bom deus repetissem infinitamente o mesmo nome de guerra, como todos os nomes, próprios e impróprios. Em César Aira, esse escritor do “sim, sim”, trata-se igualmente dos caminhos da intempestividade, em seu caso particular marcada pelo atravessamento da narrativa em prosa com a fragmentação característica de algumas das pautas mais radicais das vanguardas, a começar pelo automatismo da produção artística como meta, em que o que importa, como se viu, é fabricar um procedimento, porque o resto as obras fazem sozinhas: o procedimento, escreve Sandra Contreras (2002, p. 19), “é antes de tudo um mecanismo automático, contínuo, com o qual seguir fazendo arte, indefinidamente, sem interrupção”. Por essa razão, não é importante a obra, por infinita que seja, mas a construção de seu mito de autor. Uma (mais uma) frase provocativa de Aira resumiria a situação: “O novo é o grande ready-made em cuja fabricação nossa civilização se especializou”. Resta ao autor, paradoxalmente, inventar-se como autor, vale dizer – e nesse ponto mora a diferença airada, o pensamento airado –, inventar-se como inventor, um inventor frenético e ao mesmo tempo frí-
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volo, autossuficiente e autodestrutivo, capaz de qualquer atrocidade para seguir narrando. Os dispositivos minimalistas das datas e das reticências, presentes em grande parte de seus textos, apontam nessa direção. Tais procedimentos, no entanto, não são ativados nem em nome do autos e muito menos no do bios: trata-se da grafé. Na história da autobiografia moderna, contam-se três períodos cuja evolução, não obstante, obriga a escandir de outro modo as suas cinco sílabas: bio-auto-grafia. A etapa do bios corresponderia à vertente historicista do século XIX – a qual, a essas alturas, segue incidindo fortemente no panorama cultural norte-americano, assim como no Brasil, sob a forma dos neodocumentalismos; a etapa do autos corresponderia ao auge do existencialismo sartreano nos anos 50, com contribuições seminais de George Gusdorff e Jean Starobinski, ainda que limitadas a uma noção substancial de sujeito; e a etapa da grafé corresponderia à senda aberta pela desconstrução derridiana, à qual parecem se conectar em mais de um sentido as “sagradas escrituras” de César Aira, quase sempre datadas mas nem sempre assinadas. Em outras palavras, “eu despojo e des-figuro na exata medida em que restauro”, para empregar os termos de Paul de Man. Enfim, como se pode verificar na imagem abaixo, fica comprovado – no que diz respeito ao “caso César Aira” – que dedicar e datar equivale a assinar, a reconhecer firma, ainda que o pensador airado se esqueça de todas as letras de seu próprio nome ao firmar sem assinar:
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BIBLIOGRAFIA AIRA, César. Nouvelles impressions du Petit Maroc. Trad. Christophe Josse. Saint-Nazaire: M.E.E.T-Arcane 17, 1991. [Edição brasileira, trad. Joca Wolff. Florianópolis: Cultura e Barbárie, 2011]. _____. Cumpleaños. Barcelona: Mondadori, 2001. _____. El juego de los mundos. La Plata: El Broche, 2000. _____. Diccionario de autores latinoamericanos. Buenos Aires: Emecé/ Ada Korn, 2001. CONTRERAS, Sandra. Las vueltas de César Aira. Rosario: Beatriz Viterbo, 2002.
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DERRIDA, Jacques. Otobiographies. L’enseignement de Nietzsche et la politique du nom propre. Paris : Galilée, 1984 [Edição argentina, trad. Horacio Pons. Buenos Aires: Amorrortu, 2009]. LUDMER, Josefina. Literaturas pós-autônomas. Trad. Flavia Cera. Sopro 20. Panfleto político-cultural. Desterro, janeiro de 2010. In: www. culturaebarbarie.org/sopro _____. Aquí América latina. Una especulación. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2010. MOREIRAS, Alberto. Autografía: pensador firmado (Nietzsche y Derrida). In: LOUREIRO, Angel (ed.). Anthropos. Suplementos. Monografías temáticas, 29. Barcelona, diciembre 1991. NIETZSCHE, Friedrich. Ecce homo: como alguém se torna o que é. Trad. Paulo Cesar Souza. Rio de Janeiro: Max Limonad, 1985. PREMAT, Julio. Héroes sin atributos. Figuras de autor en la literatura argentina. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009.