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Anécdotas de vida o muerte Condicionar mis ganas Un cuento que quería ser poesía y no pudo

/ ARACELI DI PASCUA /

Teniendo tantos días y tantas noches, elegimos vivirlas juntos, pero te encontré preparando el encuentro a tu gusto, muy convencido de que tenías algún derecho de condicionar mis ganas. Te sentaste como un Poseidón en tu trono, sosteniendo tu tridente de mando entre las rocas espumosas y pretendiendo que yo fuera tu sirena encantada. Querías que tu semen fertilizara la blancura plateada del mar que estallaba contra el acantilado para luego devorar a tus hijos.

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Esperabas obligarme a aceptarte, juzgando el momento solo por tus razones, ignorando mis objeciones, que se interponían entre tu deseo y la realidad, porque te sabían amargas.

Como sirena de tu imaginación gozosa, solamente podía quedar hechizada si me hubiera diluido en la noche marina de tu delirio. Sin embargo, el paisaje me invitaba a abandonarte para, en la arena serena, pintar con óleos brillantes caracoles musicales.

Cerré los ojos, aposté a mi propio deseo esperando que todo cambiara y desafié a la voluntad de la luna sangrante.

Mientras tanto, pudiste oír mi oración y con tu necesidad urgente nadaste a donde las olas se desvanecen, sobre delfines como tablas de surf, para atraparme con tus manipulaciones bizarras.

Pero, antes de que pudiera abrir mis ojos, la maniática luna me convirtió en una loba blanca y me encerró en las montañas.

El agua del mar transmutó su transparencia en oscuridad y cenizas; las rocas se elevaron como muros de un castillo, escondiendo celosos el resplandor; el silencio se convirtió en escalofriantes chirridos y gemidos lastimosos; los peces, en murciélagos; los moluscos, en roedores; las algas, en telarañas.

Escondido en tus disfraces de caricatura, gritaste entre carcajadas diabólicas:

“¡Ojo con lo que deseas!”.

Pero entre tus muchos camuflajes olvidaste tu lema favorito, que “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, y, convertido en halcón, volaste sobre los muros para alcanzarme. Una flecha disparada por nadie atravesó tu corazón y caíste lejos, en la fosa donde, ni por piedad, podría despedirte.

Vos muerto y yo maldecida…

Todo se volvió irreversible y quedé atrapada, gritando aullidos desesperados y buscando una salida imposible de encontrar entre aquellos aterradores pasillos. Arañé los muros hasta lastimar mis patas. Algunas noches el miedo me paralizaba y atraía espectros siniestros.

Una tarde, agotada, trepé la torre más alta para solo ver de lejos el terreno pantanoso que se extendía debajo de un tupido bosque de espinillos que me escondía el mar que aún podía oler.

En estos “19 días y 500 noches” que se repiten en “shuffle”, recuerdo tu voz mentirosa y tu irreverencia que me hacía reír. Algunos días te extraño y me alegro de que ya no estés; otros, pierdo la memoria y no la vuelvo a recuperar.

A veces intento saltar desde la torre y volar convertida en brisa. Otras, mientras los ratones dejan de oler delicioso, espero por horas que las cadenas que sostienen el puente caigan y yo corra por el bosque sin mojarme en el barro ni lastimarme con las espinas.

Por las mañanas, cuando el agua se derrumba furiosa del cielo, resuenan los gritos de tu fantasma: “¡amores que matan nunca mueren!”, y te replico con una sonrisa sarcástica que solo podés adivinar, porque las lobas no pueden reír.

Faltan pocos días para que vuelva a tocar el mar, pintar sobre la arena con los óleos más brillantes, miles de caracoles parlanchines, carismáticas arañas y fotográficas lunas rojas de eclipse. En poco tiempo, convertida en no sé qué, voy a servirme ese vaso de escocés que me trueque la voz a dura y áspera, para discutirle cara a cara al sol que sí existen lunas hechiceras, brujas blancas y sabias orugas, porque me lo contó un mundo que se había vuelto sordo cuando yo, una blanca loba solitaria, en noches de luna plateada, me convertía en mujer y soñaba que, aun sirena, mujer o loba, mis ojos nunca cambiaban.

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