HISTORIAS, CUENTOS, LEYENDAS DE MONTALBANIA
SEGUNDO EL SERENO Jesús Pulido Ruiz
H
oy la noche es estrellada, como tantas noches de esta recién estrenada primavera en que Segundo sigue recorriendo las calles en su deambular nocturno. Segundo es uno de los serenos del pueblo. Y la soledad y el silencio de la noche, cómplices impenitentes, son desde hace tiempo sus más leales y confidentes compañeros. Calado con su gorra de plato reglamentaria, envuelto en su pelliza, pues las madrugadas son frescas todavía, sobre todo cuando cae el relente, y empuñando el chuzo de rigor marcha por las calles empedradas, cuando no terrizas, sumido en sus pensamientos desde la medianoche hasta sentir el saludo del alba. Atrás quedaron ya aquellos tiempos en que el sereno debía cantar la hora y el estado del cielo, lanzando a voz en grito aquellos avisos: “La una y sereno”, “Las tres y lloviendo”, “Las cinco y nevando”…Sabido es que el apelativo de “sereno” se impuso por la costumbre de gritar durante la noche, como rezaba en sus obligaciones, la hora que era y el estado meteorológico en ese momento. Y la mayoría de las veces, debido a las favorables condiciones climáticas de que gozan gran parte de las regiones españolas, el cielo estaba sereno, o sea, despejado de nubes. A estos guardianes del sueño del vecindario se les proveyó entonces de una pica o chuzo, como arma defensiva, y un farolillo para alumbrarse, elemento que desapareció al ser instalado el alumbrado eléctrico en las calles. Con el correr de los años y la difusión del “artilugio” del despertador por todos los hogares, fue extinguiéndose también la obligación de vocear las horas acompañadas del estado atmosférico. Así no tenían que desgañitarse, y podían entregarse exclusivamente a las labores de vigilancia y no a la de “pregonero de la hora y del estado meteorológico en tiempo real”. Segundo, personaje de trato cálido, accesible y cercano para la gente, gente modesta y sencilla de la que él se llamaba amigo, pertenecía a esa otra generación “electrificada” de serenos rurales, fieles guardianes de la noche, que formaron durante largos lustros parte del paisaje nocturno de los pueblos de España. Eran los ángeles custodios del barrio, que velaban por el descanso de los vecinos y protegían la hacienda común y privada; figuras familiares estimadas por el conjunto de miembros de las poblaciones en las que prestaban sus servicios. Aunque, generalmente, solían compaginar esta tarea con otras labores en el concejo. El bueno de Segundo recorre las calles, envuelto en el rebozo de la noche, entre una calma sólo contaminada por 24
la resonancia de sus pasos o el ladrido de algún perro callejero. La noche y la soledad son los componentes idóneos para entregarse a la meditación y adentrarse en una escuela de filosofía sin límites en la que para inscribirse basta con liberar los pensamientos inquisitivos más elementales. Y a Segundo, espíritu abierto a la indagación y las sorpresas, en su deambular, no le faltaba ninguna de las dos. En su mente asoman pensamientos rudimentarios, simples esquemas de observaciones y razonamientos inocentes, asequibles, espontáneos. Dentro de su corto y sencillo entender inquiere sobre la grandeza del universo y el complicado significado del infinito. Ante la contemplación del orbe puesto al alcance de sus ojos quizá se preguntase (pensamientos pascalianos a nivel de aldea) qué pinta el hombre en medio de esa inmensidad, qué es sino una insignificante mota de polvo... Y, ante la falta de respuestas, en medio de la repentina zozobra y el vacío que parecen oprimirle, tal vez se estremezca de espanto, sobrecogido e intimidado por el eterno silencio de los espacios inconmensurables. Segundo, a través de sus cavilaciones podría decirse que era un recalcitrante aprendiz de astrónomo por desidia o por rutinaria costumbre, un perseguido y perseguidor, en medio del silencio, de sus misteriosas conjeturas, conjeturas que revestía de algo semejante a una actitud escapista frente a la realidad a la que plantaba cara día a día en un mundo que para él siempre ha ido dando bandazos en medio de un conjunto de ingenuas convicciones y en el que el hombre, a su modo de ver, es perpetuo lobo de sí mismo. El cielo y su majestuosa armonía se convertían cada noche en objeto de sus devaneos interiores, en un refugio frente a sus profundas y existenciales dudas, dudas que en ocasiones podían abrazar el candor y la simpleza. En medio de la noche sosegada, plagada de infinitas miradas sobre su cabeza, contempla, como ausente, las estrellas y aprende su ubicación en la bóveda celeste, situándolas a ojo de buen cubero. Mira, observa... señala mentalmente... el Camino de Santiago, el Carro, la Osa Menor...y allí la estrella Polar. De pronto, algo más terrenal llama su atención y el eco de otros pasos, acompañados de una voz cuyo timbre parece reconocer, le sacan de su ensimismamiento: –¿Cómo va la cosa, Segundo? –Bien. Aquí andamos de ronda, como ves... ¿Y tú d ande vienes a stas horas, perillán? –Pues mira, de la taberna de Julián, que se han puesto ahí a hablar Mariano y el Eladio, y ya sabes cómo son, que no se callan ni debajo del agua, y con esto y lo otro, que si ponnos otro chato, y entre unas cosas y otras se nos ha
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