Portada
La Testa Sangrienta
Varios Autores
La Testa Sangrienta AUTORES Saúl Nuñez Andrés Díaz Mata Miguel Escamilla Martínez Lamar Augusto Sebastián García Ramírez Alejandro Montero Cabrera Mario Eduardo Ángeles
Dirección editorial: Mario Eduardo Ángeles. Asistente de dirección: Jaqueline Estrada. Portada: “El carnicero de Jerez” por Miguel Escamilla Martínez y Mario Eduardo Ángeles. Textos: Varios autores.
La Testadura, una literatura de paso www.issuu.com/latestadura www.latestadura.wordpress.com latestaduraliteraria@gmail.com México. Abril, 2020.
Los derechos de los textos publicados pertenecen a sus autores. La Testadura, una literatura de paso; echa para olvidarse en lugares pĂşblicos o salas de espera.
Esta obra estĂĄ licenciada bajo la Licencia Creative Commons AtribuciĂłn-NoComercialCompartirIgual 4.0 Internacional. Para ver una copia de esta licencia, visite http://creativecommons.org/licenses/ by-nc-sa/4.0/.
CONTENIDO Mario Eduardo Ángeles Introducción
Saúl Núñez Jhonny Fragmental Padre e hijo Andrés Díaz Mata Deudas y heridas Solo quedaron las cenizas
Miguel Escamilla I
Lamar Noches de amor Augusto Sebastián García Ramírez Marisa Elena Titular en los diarios Alejandro Montero Cabrera Justicia
Mario Eduardo Ángeles El Terry
INTRODUCCIÓN La Testa Sangrienta tienen como objetivo, mediante esta pequeña antología de textos literarios, desnudar una realidad ya conocida por todos, y que es, lo crudo y perverso que puede llegar a ser el ser humano y, aunque trate temas incómodos, no cabe la censura. La literatura, así como el arte en general, entre una de sus tantas cualidades sirve para develar realidades y dependiendo la naturaleza de estas, algunas como las que aquí publicamos, pueden servir de denuncia, para ponernos en estado de alerta, o para mostrar nuestra inconformidad sobre algún aspecto en específico de la vida; aunque para lograrlo se tenga que jugar con la perspectiva de la historia que cuenta. Y sobre el estado de violencia que actualmente se vive en el mundo sería tan equívoco echarle la culpa a la
pintura, al cine, a la escultura, al teatro o a la literatura, como echársela a los mismísimos video juegos, cosa que sucede muy seguido cuando se dan los tiroteos escolares; restando responsabilidad en primera instancia a la falta de valores que viven las sociedades actuales pero, principalmente, negar que la violencia es parte intrínseca de la condición humana.
Saúl Núñez
35 años, padre de Ángel y de Camila, mexicano, Juarence. Escribidor aficionado con demasiado tiempo libre. Mi página de Facebook “El milagro de la sed”.
Jhonny
Caminaba de prisa por la acera, esquivaba a las personas que se topaba en su camino. No iba a ningún lugar en particular, simplemente quería alejarse para controlar el enojo y la furia. Estaba a punto de ser adulto y su madre seguía tratándolo como si no hubiera crecido. Eso ocasionaba que los otros con quienes compartía el patio se burlaran de él. Cruzó calles y callejones, luego las avenidas, se alejó rápido de la colonia. Dejó atrás el supermercado y los baldíos que servían como campos de futbol. Esquivó buzones, personas, autos, postes. Dejó atrás todo obstáculo que se le interpusiera. Todo era gris,
empezó a caminar por calles que desconocía, nunca se había alejado tanto. Sintió el impulso de volver, deshacer el camino y volver a la seguridad de lo ya conocido. Se acordó de los gritos de su madre y la risa de los demás y volvió a sentir la furia, caminó aún más de prisa. Las calles ahora eran de tierra, las casas más pobres y rodeadas de miseria. Los cada vez más ocasionales transeúntes lo miraban amenazantes cada vez que se le cruzaban. Incluso hubo quien le arrojo piedras y palos. El miedo lo hizo correr, algunos callejeros que lo vieron le comenzaron a seguir y le gritaban que regresara de donde vino, que aquel no era su territorio. Corrió lo más rápido que pudo, en este punto ya no se acordaba de su madre ni de la furia. El miedo, el instinto de supervivencia lo obligaba a alejarse sin importar el rumbo. Pronto desaparecieron las casas, las personas, los gritos. Ahora estaba en la orilla de la ciudad, justo donde comenzaban los basureros, había una quietud que lo
ayudo a tranquilizarse, y un olor no del todo desagradable. Vio un par de carroñeros hurgando en la basura, a las ratas chillarle desde los huecos. Un poco más lejos los pepenadores buscaban chatarra removiendo la porquería. El calor, el camino andado, la prisa, el miedo, todo había secado su garganta. Sentía una sed terrible, la lengua rosácea colgaba por un lado de su boca, respiraba con dificultad. Y el cansancio se apoderaba de su cuerpo. Quiso descansar un rato. Buscar una sombra, comer, dormir. Siguió caminando hacia el lado opuesto a donde estaban los pepenadores, se alejó más de la ciudad y los montones de basura fueron siendo menos. Caminó por el lecho de un arroyo seco hasta donde se miraban unos arbustos bajos. Pensó descansar un momento bajo la sombra que proyectaban. Sólo unos minutos que le devolvieran un poco de fuerzas para regresar. Se quedó dormido.
Lo despertaron unos sollozos, creyó que se trataba de un sueño y en un principio no les hizo mucho caso. Quiso seguir durmiendo, los sollozos continuaron. Se levantó y con precaución se acercó al lugar de donde provenían. En un recodo del arroyo, tras un sillón viejo y la basura desechada de alguna fiesta, estaba un hombre con una niña. La niña estaba sucia, llorando y desnuda. El hombre tenía el pantalón a las rodillas, también estaba sucio y le gritaba que se callara. Se quedó observando -con tranquilidad, sin emoción- cómo aquel hombre abusaba de esa niña. Los sollozos se volvieron gritos, el tipo se desesperó y la golpeó con el puño tres veces en el rostro. La niña se desmayó, eso parecía. El tipo sació sus bajos instintos. Levantó su mano cerrada en un puño, algo brillante colgaba de ella. El sol se reflejó en la punta. Dio la impresión de que el tiempo se detenía. La mano bajó y subió una, dos, tres… nueve veces. Y cada vez que subía y bajaba algo salpicaba el rostro de aquel
hombre. La niña se quedó inmóvil, se habían ido para siempre los sollozos y los gritos, dejó de respirar. El hombre acomodó su pantalón, con una blusa azul que había quitado a la niña, se limpió su rostro. Miró en derredor como lo hacen todos los culpables. Se sintió seguro, nadie lo observaba, se alejó de ahí tranquilo, fumando un cigarrillo. Se acercó al cuerpo de la niña, se le quedó viendo un largo rato, algunas moscas volaban sobre ella, algo líquido y espeso cubría su pecho. Era sangre, su nariz estaba llena de su olor, avanzó un poco más y la probó con su lengua. Estaba aún tibia, tenía un sabor metálico y dulce. Le gustó. Probó una vez más. Se sintió contento, ahora podía volver con su madre y decirle que ya era grande. Había probado la sangre y los otros no podrían burlarse más. El cansancio desapareció, corrió con todas sus fuerzas, quería llegar lo antes posible a su patio y contarles a todos. El olor de la sangre era fuerte y penetrante, su nariz se quedó impregnada. La felicidad se adivinaba
en sus ojos. Todo seguĂa siendo gris, pero de un gris diferente. Jhonny meneaba la cola y ladraba de gusto.
Fragmental
Era un día entre semana, aburrido y soso. Un día laborable - eso clarosiempre y cuando tuvieras trabajo. Nada especial para remarcar, excepto el calor; era un día extremadamente caluroso. Un día de mierda, de esos que ni siquiera sirven para morir. Era un martes o un miércoles de esos intrascendentes, de los muchos que hay en el año. Salir no era una opción, la televisión no era un escape. El aburrimiento y la apatía traían como consecuencia la sensación de que se desperdicia el tiempo. Era desesperante, el calor fundía hasta las ideas más primitivas. Sobrevivir era simplemente consecuencia de la monotonía. Una sustancia gelatinosa
cubría las paredes, las calles, los perros y los cuerpos se dejaban abandonados al fastidio. Uno podía llegar a sentirse como un caracol, un enorme caracol arrastrando su caparazón, dejando su baba escurriendo por la hirviente arena de un desierto nada metafórico e infernal. Caliente como el infierno, o quizá más. Hay un tipo dentro de una casa de dos habitaciones, cocina y baño. Lo suficientemente equipada como para dar una sensación de normalidad. El tipo está tranquilo, no hay aire acondicionado y debido a eso, está en calzoncillos, sin camiseta y con un solo calcetín. Tiene una cerveza sujeta con la mano izquierda haciendo presión sobre el parietal del mismo lado. Camina de una habitación a otra, no busca nada, sólo camina. Pretende darse un baño, meterse bajo la ducha y dejar que el agua pueda refrescarlo. Rechaza la idea rápidamente, bajo estas condiciones, el agua seguramente estará hirviendo, y no quiere más calor sobre su cuerpo. Se acerca a una de las
ventanas, recibe un golpe de calor, el sudor empieza a perlar su frente, sus axilas están empapadas, también su entrepierna, huele mal, lo sabe, pero que carajos. No importa. Observa detenidamente hacia la calle vacía y silenciosa. Caliente. El sol, como una enorme bombilla desparrama su calor por todas partes. Destapa su cerveza, bebe la mitad de un trago, su garganta se refresca, momentáneamente se siente bien, el líquido aun frio cae hasta su estómago y luego hierve con los jugos gástricos, y el calor recorre de punta a punta su cuerpo. Sus poros se abren y absorben el aire que lo rodea, es un aire espeso y sofocante, a una temperatura superior de lo normal. Algo pasa allá afuera, el puto sol está creciendo. Su cerebro no puede procesar de mejor manera todo el calor que está sintiendo. No tiene fiebre, no está enfermo. Un auto blanco y reluciente se detiene frente a la casa. Solo se alcanza a ver el perfil del conductor. Nada interesante. Se retira de la ventana, sus
pasos son lentos y dubitativos, a cada paso siente el sudor pegajoso entre sus muslos. Llega a la cocina, abre el refrigerador, de adentro sale una bocanada de aire fresco, se obliga a cerrar los ojos y deja que el aire explote sobre su piel, se reanima. Toma un pedazo de queso, un par de aguacates, sin cerrar la puerta da la vuelta, el aire fresco se disipa antes de alcanzarlo. El refrigerador suelta un murmullo eléctrico, como si fuera una queja. Le da un leve empujón a la puerta y esta se cierra. De una alacena alcanza una bolsa de pan rebanado. Quedan cuatro o cinco piezas, algunas muestran una orilla verdosa, nada grave, las arranca y las deshecha. Consigue un pequeño cuchillo dentado, abre con él un aguacate, raspa la pulpa y embarra una rebanada de pan sin orillas verdosas. Pone sobre él un pedazo de queso, se dispone a embarrar otra rebanada de pan cuando escucha que llaman a la puerta. Con fastidio se acerca de nuevo a la ventana. Observa, el coche esta vació. No se mira nadie, espirales de calor suben desde la acera. Vuelven a
tocar la puerta. Maldición. Mierda. De pronto tiene una erección, sin motivo aparente, su verga esta tiesa. Podría follarse una vaca, una mujer, a un maricón o a un orifico sobre una pared. No importa. De nuevo golpean a la puerta, ahora con insistencia, deja pasar la idea de ponerse algo encima de los calzoncillos, gira la perilla, abre con un gesto de insolencia dibujado sobre su rostro. Se encuentra de frente con un agujero negro, de pronto deja de sentir calor, deja de sentir hambre. Su insolencia, pasa a sorpresa y luego muta a incredulidad. El conductor del auto blanco estaba parado justo frente a él, le apuntaba con un arma equipada con silenciador. Es un tipo de mediana edad, delgado, calvo, extremadamente blanco, largos mechones de cabello canoso cuelgan detrás de sus orejas. Usa gafas de aumento y un traje gris que le va demasiado grande. Todo esto carece de importancia, el tipo en calzoncillos no se percata de nada. Su vista se concentra en el
silenciador, que ahora la parece un gran hueco amenazante. Algo lo alcanza sobre la mejilla derecha, siente el golpe. Luego todo se vuelve negro. Recibe dos disparos más, uno sobre el ojo y otro a mitad de la frente, estos ya no los siente. El conductor cierra la puerta, guarda el arma, se quita sus gafas, saca un pañuelo de su bolsillo. Con movimientos mecánicos, limpia las leves gotas de sangre que hay sobre ellas. Se seca también el sudor. Echa una mirada a la calle, está caliente y vacía. Da media vuelta, vuelve al auto. Antes de entrar observa el cielo, no hay una sola nube en todo ese espacio azul que parece endurecido. Dentro de la casa queda un cuerpo que de a poco se va enfriando. Antes de morir ha manchado los calzoncillos. La sangre cubre gran parte de su rostro. Le cae sobre la barbilla, mancha su cuello, y lentamente gotea sobre el suelo. Afuera, el conductor limpia de nuevo sus gafas. Arranca el motor. Suena bien. El coche se pierde sobre la ola de calor y se desliza.
Padre e hijo
Nunca se lo dije. Durante todo el tiempo me comporté como un tipo posesivo y celoso. Cada vez que íbamos a salir a algún sitio, le recriminaba la forma en la que se vestía, mediante insultos. La llamaba zorra, busca vergas, puta, la hacía llorar. Entonces corría a la recamara, se tiraba boca abajo sobre la cama e intentaba ahogar sus sollozos apretando su rostro contra una almohada. Ella no se daba cuenta, pero me partía el alma verla así, cada insulto que le profería se me clavaba en el corazón como una daga. El alma se me desgarraba, pero yo debía mantener mi papel. Debía seguir siendo rudo; el hombre, como mi padre me había
dicho. Recuerdo perfectamente el día en el que mi madre lo abandonó, mejor dicho, nos abandonó; a mí, a él, a los dos. Yo tenía trece años, mientras estaba en clases y mi padre en el trabajo fue que mi madre agarró su ropa y el dinero que tenían ahorrado para ampliar la casa y se fue. No nos dejó ni una nota, ni supimos con quién. Simplemente la casa estaba llena de su ausencia al volver por la tarde. Llegué de la escuela y me extrañó no encontrarla ni ver la comida hecha. Pensé que tal vez anduviera de compras. Me quité el uniforme y me salí a jugar. Por la noche cuando volví, hallé a mi padre sentado en la cocina bebiendo tequila. Mi madre no estaba y toda la casa lo sabía. —La puta se fue, nos dejó para irse con su amante— Me dijo sin emoción. Me senté junto a él sin decir nada. Tomó la botella y me sirvió un vaso — bebe conmigo— ordenó. Tomé el vaso con mi mano e imitándolo me lo llevé a los labios. Lo bebí de un trago. El alcohol quemó mi esófago, agaché la
cabeza y tosí para escupir aquel fuego. Mi padre rio sin ganas y llenó de nuevo los vasos. Después levantó con una mano mi rostro y viéndome a los ojos me dijo muy serio. —No te olvides de esto que te voy a decir: Todas las mujeres son unas putas. Siempre están pensando a quien van a darle las nalgas. Las modositas son las peores, ahí tienes a tu madre. Se largó con quien sabe quién chingados sin importarle nada. Siempre supe que era una puta. Y aun así me casé con ella, porque no hay de otras— yo aún no entendía muy bien que había pasado con mi madre y no me gustaba que hablara así de ella. Le dije que estaba cansado y me fui a dormir. Al curso de los días, casi sin darnos cuenta nos fuimos dividiendo labores y tareas. Comenzamos una rutina en donde mi madre ya no era necesaria. Mi padre todas las noches me hacía beber con él uno o dos vasos de tequila. Y me hablaba acerca de las mujeres. Todo, todas se resumían, en una palabra, en un adjetivo: putas.
Después de la escena del lloriqueo yo me acercaba a ella, me sentaba a su lado en la cama y comenzaba acariciándole una pantorrilla. Lo hacía lentamente, De arriba abajo. Como si al hacerlo estuviera raspando estrellas en el cielo. Luego llevaba mi boca hasta su pierna, posaba mis labios sobre su media (siempre le pedía que usara medias de red) con ambas manos la acariciaba hasta llegar a su zapato de tacón, siempre tacones. Se lo quitaba y lo llevaba a mi nariz y aspiraba fuertemente, llenaba mis pulmones con ese olor tan de ella, suave, pero a la vez agrio. Le hacía dar la vuelta, quedar de espaldas sobre la cama. Tomaba su pie con delicadeza y besaba sus dedos y su planta. Con una pasión desmedida como si la vida se me fuera en ello. Me ponía de rodillas y lamía sus pies como si fuera un cachorro. La adoraba. Después le pedía perdón, por mi estupidez, por los insultos, por ser como mi Padre. Luego hacíamos el amor y mientras estaba sobre ella, veía sus caras, sus gestos, escuchaba sus gemidos y me convencía de que en su
cabeza estaba alguien más, de que ella prefería pensar que era otro tipo quien la estaba poseyendo. Era una relación llena de fantasmas. Yo empujaba con más fuerza, trataba de hacerle daño, de atravesar su alma, de partirla. Quería ser otro, aquel en el que ella (como suponía) estaba pensado. Entonces mi erección era inmensa y el placer me recorría la espina hasta que alcanzaba el relámpago blanco del orgasmo. Después me dedicaba a besarle los ojos, los hombros, el cuello; a llamarla mi niña, mi amor, mi diosa. Ella se quedaba siempre callada, acariciando mi cabeza. Respirando acompasadamente. Así hasta que el demonio de los celos regresaba a mi cuerpo, entonces le pedía que se levantara, que saldríamos. Y entonces era yo quien le escogía la ropa: faldas cortas y blusas con escote, vestidos vaporosos; medias, tacones, maquillaje excesivo y los labios grotescamente embadurnados de rojo. Me encantaba sacar a bailar a mi mujer, lucirla ante los otros hombres, sentir su envidia,
descubrir sus miradas clavadas en su culo; imaginar que se tocaban bajo la mesa pensando en ella. Que llegaban a su casa y poseían a sus mujeres con la mía en mente. Nunca se lo dije, pero mi mayor placer era saberla participe de los sueños húmedos de otros. La maté antes de confesárselo, no soporté la idea de que ella pudiera dejarme. Así que la ahorqué mientras me la cogía. Era yo quien la mataba, pero no lo era ante sus ojos, ella veía a su amante, a la imagen proyectada de su fantasía, la mataba por infiel después de haberla disfrutado. Al menos eso me gustaba creer. —todas las mujeres son putas, tarde o temprano te abandonan— había dicho mi padre. Así que cuando le conté lo sucedido no me denunció, al contrario, me felicitó y a su vez confesó haber matado a mi madre —Le di dos balazos, está enterrada en el patio, mañana tendrá compañía… bebamos. Y desde entonces antes de dormir brindamos por nuestro secreto; yo en un zapato que pertenecía a mi mujer, mi padre en un caballito de fino cristal cortado —Por las putas— apura el trago
y saca una pantaleta raĂda de su bolsillo para limpiarse los labios.
Andrés Díaz Mata
Santiago de Querétaro, Qro., México. Tengo 23 años. Soy psicólogo clínico egresado de la Universidad Autónoma de Querétaro. Escribo relatos de terror y ficción desde los 12 años. He sido publicado previamente en la revista digital Mundo de Escritores, no. II y en La Testadura, Tenues trazos de memoria, Psicopoesía 2. Además, he
publicado numerosos relatos y poesías en páginas digitales como Inkspired, Wattpad y Sweek desde mediados de 2019. Links a publicaciones previas: Mundo de Escritores, no. II: https://drive.google.com/file/d/1rt_P XWpCgP4bmDFbjJDEsXVHZiP9jKAN/ view?usp=sharing La Testadura, Tenues trazos de memoria, Psicopoesía 2: https://issuu.com/latestadura/docs/t esta_psicolog_a_nov_2019 Redes sociales Facebook: https://m.facebook.com/andres.diazm ata Instagram: https://www.instagram.com/andresdi az623/
Pรกgina web: https://getinkspired.com/es/u/andre s_dm/
Deudas y heridas
—¡Tenemos que irnos de aquí! — gritó desesperado Javier, un obrero de construcción que yacía tirado en una camilla, dentro de una ambulancia, retirándose la mascarilla con oxígeno que había sido colocada sobre su rostro—. ¡Muevan la ambulancia! ¡Ellos ya vienen! Sus ropas estaban manchadas de sangre y cubiertas de polvo, impregnadas de un rancio aroma a sudor que se mezclaba con el olor del yodo y el líquido desinfectante en algunas botellas y contenedores: mientras tanto, la estridente sirena del vehículo resonaba en el exterior, abonando al caos de los constantes
pitidos de bocinas en medio del embotellamiento de la pequeña avenida. Un joven paramédico de nombre Diego, con su uniforme de la Cruz Roja, lo veía, nervioso, tratando de contener la hemorragia causada por un trozo de varilla metálica enterrada en un costado del torso de aquel sujeto. La situación ya era de por sí crítica. El aire se sentía más pesado que otras noches. Era la tercera emergencia de la jornada a la que acudía y, sin dudas, la peor de todas hasta ese momento. —¡David!, ¡¿por qué no nos hemos movido aún?! —gritó, dirigiéndose al conductor de la unidad, mientras usaba más gasas para secar la sangre que fluía escasa pero constante—. ¡Tenemos que llegar al hospital! ¡¿Qué está pasando allá afuera?! —¡Hay demasiado tráfico!, ¡no puedo avanzar! —espetó su compañero, con las manos en el volante—. Hubo un choque a cien metros… ¡concéntrate en ese sujeto!
Fuera, en la atestada ruta de tránsito, decenas de vehículos se hallaban detenidos y sin la menor posibilidad de maniobrar para abrir paso a la ambulancia: a tres calles de distancia una colisión había resultado en algunas lesiones menores y una disputa ensalzada entre dos conductores. Solo uno de los cuatro carriles quedaba libre y el tráfico discurría difícilmente a través de este. —¡Sáquenme de aquí! —clamó Javier, una vez más, agitado y moviéndose entre los arneses que lo sujetaban a la camilla—, ¡hay que darnos prisa! ¡Ya vienen! —Cálmese, señor. Repítame su nombre —pidió el paramédico para distraerlo. —Javier Ramírez —respondió—. Muchacho, sáquenme de aquí, ¡ellos vendrán por mí… y por ustedes! ¡Si no me muero desangrado ellos igual me van a matar! Diego se detuvo mientras intentaba limpiar la sangre: vio un gesto de
preocupación en la cara de ese sujeto, haciéndole titubear; la adrenalina lo mantenía bastante despierto pese la pérdida de sangre, pero esta amenazaba con causarle un desmayo. El obrero estaba consciente del dolor y la situación, pero su urgencia era otra. Javier le miró a los ojos: en su rostro, el cansancio por la hemorragia y el dolor no alcanzaban a ocultar un miedo genuino en sus pupilas oscuras. —Escúchame —dijo, haciendo un esfuerzo casi sobrehumano por contener sus quejidos ante el sufrimiento—, esto no ha sido un accidente… Hay personas siguiéndome y vendrán por mí… Tenemos que darnos prisa para escapar de aquí. —¿Cómo que no fue un accidente? —preguntó el joven—. Nos han indicado en su trabajo que usted tuvo un percance y… —¡No, no, no! ¡Esto no ha sido ningún puto percance! —¿De qué carajos hablando entonces?
está
usted
—¡Alguien me hizo esto! —gritó, frustrado ante el pánico. El tiempo seguía agotándose dentro del vehículo de emergencias—. ¡Les mintieron! ¡Quizá tratan de encubrirlos! ¡Quizá ni los vieron! ¡Ellos ya estén en camino! ¡Hay que darnos prisa! —¿Quiénes? ¿Qué pasó entonces? —preguntó Diego, empezando a alterarse. El tullido obrero tuvo algunos espasmos ante el terrible dolor y su rostro se contrajo en muecas de agonía: en su cara brillaban gotas de sudor. Trató de respirar hondo. —Hace un tiempo acudí a una pelea de perros… —Hizo una pausa mientras intentaba contener las espantosas punzadas que recorrían todo su cuerpo hasta el mareo—. Aposté mucho dinero y todo terminó mal para mí. El cabrón al que le debo es un conocido que también anda en asuntos de drogas. Me dio un plazo para poder pagarle —explicó—, pero el tiempo pasó y yo no pude juntar el
dinero. Me estuve escondiendo de él y de sus guarros… Cambié de empleo… pero me encontraron y… —se detuvo para tomar aire—, ahora deben estar por alcanzarnos. —¡Mierda! —exclamó Diego. El horror en el rostro del herido hombre corroboraban su angustia. No deliraba por el dolor. Ahora él también estaba asustado por su propia seguridad y temía las terribles represalias que se estaban tomando contra ese obrero—. Dígame ya mismo lo que ocurrió antes de que llegáramos a recogerlo. —Estaba a punto de terminar mi turno. Caminé por la segunda planta de la construcción revisando que no hubiese nada fuera de… —¡Vaya al grano, cabrón! — ordenó—. Escúcheme bien: si algo nos pasa a mí o a mi compañero, o a esta ambulancia usted será el puto responsable, ¿me oye? ¡David!, ¡¿ya nos vamos?! ¡Tenemos que largarnos ahora!
—Algunos coches ya están avanzando —respondió el conductor—, creo que en unos minutos podremos... —¡No tenemos unos minutos! ¡Mueve la puta ambulancia! —gritó, dejando a su compañero inquieto por su actitud. Enseguida se dirigió hacia Javier—: Dígame qué pasó, ¿cómo terminó así? —Fueron esos malditos… —respiró difícilmente para continuar—: Recorrí algunas aulas en la construcción para revisar que no hubiese materiales fuera de sitio y, entonces, vi una sombra en una puerta. Era un tipo. Me acerqué. Le indiqué que no debía estar ahí, que era una zona restringida —hizo una pausa y volvió a jalar aire—. Cuando me acerqué, él se dio media vuelta y le vi el rostro. ¡Era ese cabrón al que le debía el dinero! Luego, sentí que me sujetaron de los hombros y me jalaron con fuerza hacia atrás. Eran dos sujetos: salieron de la nada, entre los muros de la
construcción, me agarraron y arrojaron al suelo. Ese hijo de puta me miró, mientras los otros dos me retenían en el piso, y me dijo: “Por fin te encontré… ¿Tienes mi dinero?”. Traía un trozo de varilla en las manos… Yo me quedé helado y traté de explicarle que no había podido juntarlo todo, ¡pero ya tenía la mayor parte! Y entonces… —Entonces le enterró esta varilla en el torso… —adivinó el paramédico. —¡Sí! —gritó Javier, aterrado—, ¡luego me arrojaron de la segunda planta! Caí sobre un montón de escombros y tarimas. Un par de compañeros escucharon el estruendo y corrieron inmediatamente a socorrerme. Estaba congelado por el dolor y… En ese momento, un par de fuertes golpes resonaron entre el caótico pitido de los coches y la estridente sirena. Alguien llamaba desde fuera: «¡Abran la puta puerta!».
—¡Son ellos! —gritó histéricamente—. ¡vámonos! ¡Tenemos que ¡Nos van a matar!, ¡nos van
el obrero ¡Vámonos!, largarnos! a matar!
—¡David!, ¡mueve la ambulancia! — ordenó Diego, al tiempo que el conductor miró por los espejos laterales al escuchar esos golpes y gritos proviniendo de todas partes: entonces vio a tres sujetos con mala pinta acercándose rápidamente hasta la cabina y pisó el acelerador. La ambulancia se abrió paso empujando un par de pequeños autos que estaban frente a ella, en medio de los gritos de miedo y sorpresa de algunos pasajeros. Logró avanzar casi veinte metros antes de estamparse contra una camioneta. Diego y el obrero dieron algunos tumbos al interior de la ambulancia, sacudiéndose por el impacto: los materiales de curación y medicamentos salieron de las gavetas, esparciéndose por todas partes. —¡Puta madre…! —exclamó uno de los tipos, arma en mano, corriendo para alcanzar el vehículo: David trataba de
quitarse el cinturón de seguridad para poder escapar a pie cuando el sujeto se asomó a su puerta y le dio un golpe en la cabeza con la culata del revólver a través de la ventana, dejándolo inconsciente. —¡David!, ¡¿Te encuentras bien?! — llamó Diego, sin obtener respuesta. —¡Abran! —ordenaron desde fuera—. ¡Javier, hijo de puta!, ¡sé que estás ahí! Un par de disparos resonaron contra la puerta trasera de la ambulancia, haciendo añicos los seguros de esta: los tipos tiraron de ella para abrirla. Todos los pitidos de los automóviles se callaron y las personas en los otros coches se apearon aterradas para huir de la escena o se agazaparon dentro de sus autos. La puerta finalmente se abrió y tres sujetos se asomaron al interior de la unidad, apuntando sus armas al par de pasajeros que yacían tirados en el piso: Diego los miraba, horrorizado,
levantando las manos instintivamente, temblando de pánico. —¡Por favor, no me hagan daño! — suplicó nervioso—. ¡Yo no sabía lo que él hizo! —¡Cállate, pendejo! —ordenó uno de ellos—. ¡Bájate de la ambulancia! Diego se levantó y se acercó aún con las manos en alto, tratando de cooperar para evitar que lo lastimaran. Al aproximarse, un tipo lo jaló del antebrazo con brusquedad, haciéndole caer de bruces contra el asfalto. —¡Por favor, no me hagan daño! — pidió, el paramédico adolorido ante el golpe. —¡Que te calles! —gritó el sujeto nuevamente, apuntándole a la cabeza. —¡Yo no diré nada! —continuó el joven, aterrado—. ¡Sé que él les debe dinero…! —¿Dinero? —preguntó otro de ellos, tras abordar la ambulancia, interrumpiéndolo—. ¿Eso te dijo este pedazo de mierda? —dijo, señalando al
malherido que yacía tirado dentro del vehículo gritando de dolor—. ¿Te dijo que todo esto era por puto dinero? —Sí… eso dijo… —respondió. —Pues te mintió, muchacho… ¡Este hijo de perra es un violador! ¡Y se va a morir! —espetó a Javier, reclinándose sobre él, escupiéndole en el rostro. —¡Perdóname, Joaquín!, ¡por favor!, ¡No me mates! —suplicó el perverso obrero, aterrado, llorando, gritando por el horror y el pánico, pero aquel pisó la varilla de metal en su torso, haciéndola moverse dentro de sus entrañas, desgarrando sus órganos internos, mientras chillaba de agonía, con gritos indescriptibles. —¡Violaste a mi hija, malnacido!, ¡muérete! —gruñó el tipo del arma, antes de disparar y atravesarle el cráneo a Javier con una bala que le deshizo la cabeza y salpicó de sangre y sesos el interior de la unidad.
Diego gritó de horror justo antes de ser golpeado en la nuca por uno de los tipos y quedó tumbado sobre el piso, inconsciente. Los sujetos escaparon del lugar a pie hasta perderse en las oscuras calles aledañas, lejos del embotellamiento, sin dejar otro rastro que un grotesco cadáver y un par de paramédicos lesionados. Todo terminó tan rápido como comenzó. (Escrita entre el 12 y 13 de agosto del 2019 y corregida el 29 de marzo de 2020. Publicada previamente en plataformas digitales. © Andrés Díaz M., 2019).
Solo quedaron las cenizas
Alejandro despertó de repente ante ligeras sacudidas, estaba completamente adolorido. Tenía las manos atadas a la espalda con un trozo de soga y yacía tirado sobre una vibrante superficie. Sintió un sabor ferroso en la boca, así como algo de sangre a medio secar sobre su labio superior que había escurrido desde su nariz. Percibió el calor de su respiración encerrándose sobre su rostro al chocar contra una especie de gruesa tela que dificultada ligeramente el paso del aire y entonces se dio cuenta de que tenía la cara cubierta con una capucha. Trató de levantarse pero de inmediato chocó la cabeza contra una superficie
metálica. Estaba encerrado dentro de la cajuela de un auto en movimiento… El joven tuvo una súbita oleada de pánico casi incontrolable al darse cuenta de todo. —¡Ayúdenme! ¡Por favor! — comenzó a gritar desesperado, mientras el vehículo se desplazaba a una velocidad moderada, en medio de las últimas horas de la oscura madrugada en esa solitaria y vieja carretera cercana al desierto de Sonora—. ¡Alguien sáqueme de aquí! Al volante, un maduro sujeto manejaba el viejo automóvil, alumbrando el desgastado y agrietado asfalto con los faros altos. Con las manos en el volante, el tipo trataba de encontrar el sitio adecuado por dónde colarse a la terracería, buscando un punto en el que los agrestes matorrales no le estorbaran ni estropearan su carrocería. —¡Por Dios! ¡Alguien ayúdeme! ¡Auxilio! —clamó nuevamente Alejandro, pataleando y tratando de dar
golpes a la tapa de la cajuela para hacer todo el ruido posible, pero todo aquello era inútil: el ruido del motor y de las llantas ocultaba casi por completo sus gritos y sollozos. Y aunque no fuera así, no había nadie más a decenas de kilómetros a la redonda, salvo las víboras de cascabel y los lagartos cornudos ocultándose bajo las piedras, o los escuetos arbustos y las cactáceas del desierto. El captor de Alejandro, un mercenario, sabía muy bien cómo ejecutar su trabajo. No era ningún novato y esta no era, evidentemente, la primera ocasión en que debía «encargarse de alguien», aunque esta vez había algo personal con el muchacho que lloriqueaba dentro de su maletero. Lo había seguido durante un tiempo y esperado el momento oportuno para ejecutar su plan… Mientras el auto seguía su marcha, en la radio un locutor nocturno reportaba con voz cansada cinco nuevos casos de desapariciones de los que se tenía
noticia en esos primeros días de la semana: «…Es una pena informarle a toda nuestra audiencia sobre los últimos hechos que han acontecido en cuanto a temas de violencia en nuestra ciudad… Estamos casi a mitad de octubre y, lamentablemente estos nuevos reportes no pueden estar más acordes al aura siniestra de estas fechas. Como se ha estado reportando por los medios oficiales de la Secretaría de Seguridad y de la Fiscalía Pública del Estado, en los últimos tres días se han reportado otras cinco personas desaparecidas. Tres de ellas son mujeres. Por si fuera poco, y como si esto fuera una película de terror, también se han encontrado más cuerpos sin vida que presentan grotescas mutilaciones, además de que, ¡escuchen bien esto, porque estoy citando un reporte oficial! Esto lo dijo un médico forense y ha dejado a la gente consternada: el profesional mencionó que “los cuerpos también muestran peculiares marcas de…”»
El conductor subió repentinamente el volumen de su radio y gritó: —¡¿Ya oíste eso, cabrón?! —su voz severa, áspera, y ese acento propio de la región resonaron dentro de la cabina del vehículo—. ¡Están hablando de ti! — En la cajuela, Alejandro escuchó el sonido del radio e identificó la voz que le gritaba—. ¡Pronto tú también vas a ser noticia, hijo de la chingada! —¡Eres un maldito! —respondió el aterrado muchacho con odio y con angustia—. ¡Déjame salir de aquí, hijo de puta! Aquel, por su parte, se rio de la apenas audible voz de su «compañero de viaje». «Ahora menos te voy a dejar ir, güey…», murmuró para sí mismo, al tiempo que cambiaba de estación la radio para poner música y hacer el viaje más ameno. Acto seguido, tomó un cigarro de una cajetilla que guardaba en la guantera, conectó el encendedor en el tablero de su coche y, a los pocos segundos, lo tomó de vuelta: esa pequeña pieza roja como una brasa de
carbón con que encendió su tabaco. Dio una calada y casi enseguida dejó escapar el humo poco a poco por la nariz, dejando que este viciara el aire. Tras varios minutos más, el sujeto viró el volante y se adentró por una vieja vereda marcada en medio de la vegetación del desierto, usada seguramente hacía algunos meses, muy probablemente, para ir a concluir «labores» y «encargos» como el que él estaba por realizar. Pronto se olvidó de su preocupación por la carrocería y empezó a manejar sin cuidado, procurando hacer brincar el coche lo más posible sobre las pequeñas grietas y agujeros del camino, mientras se reía ante los constantes golpes que el muchacho maniatado y encerrado estaría experimentando en el maletero. El cuerpo de Alejandro se sacudía ante las irregularidades del terreno, dando tumbos de un lado a otro de la cajuela, rebotando contra las estrechas paredes que lo contenían. Se llevó varios golpes en la cabeza y sintió que se le torcieron las manos al caer de
espaldas. Apenas un momento después, el coche se detuvo de repente y el maltrecho joven se estampó contra el fondo del compartimento, pero no tuvo tempo siquiera para recuperarse del ajetreo, pues enseguida oyó al conductor apagar el motor del vehículo para después apearse del coche. El brusco eco de la puerta sonó primero, luego resonaron los pasos del desquiciado tipo que se aproximaba a la parte trasera del carro. Alejandro sintió su pulso acelerarse todavía más en cuestión de un par de segundos, en medio de un ataque severo de pánico. La cajuela se abrió y el estremecido joven, aún a oscuras dentro de su capucha, escuchó de nuevo aquella hosca voz dirigirse hacia él, con desdén: —¿Disfrutaste el viaje, güey? — preguntó sarcásticamente el captor—. Ya llegamos. Ahora vamos a dar un paseo a pie —comentó, sujetándolo de los brazos y obligándolo a salir de la cajuela a tirones.
—¡No me hagas daño!, ¡déjame ir, por favor! —suplicó Alejandro, nervioso y con las piernas temblando de miedo, sangrando de la frente por un pequeño corte en su piel causado por los impactos dentro del maletero—. ¡Por favor! ¡No te conozco! ¡No sé qué quieres conmigo! —¡Cállate, cabrón! Camina —le dijo, empujándolo por la espalda—. Si te tratas de escapar te voy a romper los dedos… —al oír esto, Alejandro no tuvo otra opción que comenzar a andar, a ciegas dentro de la bolsa que cubría su cabeza. Ambos tipos caminaron por el árido terreno, en medio de algunos arbustos de plantas espinosas y los altos órganos del desierto. El frío viento apenas se sentía y el cielo comenzaba a aclararse. En el horizonte, una formación montañosa marcaba el punto por el que saldría el sol en unos instantes más. Recorrieron algunos cientos de metros y llegaron al pie de una ligera elevación de la tierra. El muchacho fue obligado a subir, a cuestas, y siendo empujado con
brusquedad hasta caer sobre el arenoso suelo del desierto para luego ser jaloneado de los hombros hasta levantarse nuevamente. Al llegar a la cima del montículo, el captor espetó: —Ya es hora. —No parecía siquiera inmutarse ante el horror del joven que temblaba de miedo y lloraba con angustia absoluta—. ¿Tienes tus últimas palabras? —¡Déjame ir, por favor! —chilló inmediatamente Alejandro, con la voz quebrada por el pánico y la desesperación ante lo que se aproximaba—. ¡No te conozco! ¡No sé qué quieres! ¡¿Por qué mierda estás haciendo esto?! Yo no he hecho nada malo… ¡No he hecho nada malo! El frío mercenario soltó una satírica risa. —No cabe duda de que eres un pinche mentiroso… —dijo serio, con voz firme—. Sé muy bien lo que eres, cabrón… y lo que haces… Sé lo que tú y los de tu tipo hacen.
—¡¿P-pero de qué mierda me estás hablando?! —preguntó Alejandro, furioso y horrorizado simultáneamente. —¡No te hagas pendejo! —contestó el otro, dándole un puntapié a la rodilla del joven que le destrozo la articulación y lo hizo caer al suelo gimiendo de dolor—. ¿Acaso crees que no sabía lo que ibas a hacer en esa casa la noche que te agarré? ¿Crees que no sé lo que planeabas hacerles a las personas que vivían ahí? —preguntó con tono tosco— . ¿Crees que tú y tus demás amigos son los seres más listos, verdad?… ¿Adivina quién te había estado siguiendo? ¡Te descuidaste, y por eso te encontré! —¡No, te equivocas!, ¡déjame ir! — suplicó el joven, con el cuerpo temblando de pánico—. ¡No me mates! ¡No entiendo a lo que te refieres! En la lejanía, en el montañoso horizonte, el sol comenzó a emerger despuntando el alba, filtrando su cálida luz sobre la cordillera y alcanzando lentamente el sitio donde aquellos dos misteriosos sujetos empezaron a recibir
sus cálidos rayos. Alejandro sintió el calor solar rozando su cuerpo, esa luz clara que penetró sobre la tela de sus prendas y comenzó a quemar su pálida piel… haciéndole gritar al percibir el terrible escozor en carne, sacudiendo su cuerpo de dolor. —¡No! ¡Suéltame! ¡Quema! ¡El sol me quema! —clamó con horror, con esa voz que empezó a distorsionarse—. ¡Te voy a matar! ¡Los demás sabrán lo que me hiciste! ¡Ellos vendrán por ti! —El mercenario se mantuvo inmutable, viendo a la criatura retorcerse por la espantosa tortura, con un vapor oscuro emanando de entre sus ropajes. —¡Los demás vendrán por ti! ¡Te van a despedazar! ¡Tú serás el siguiente! —¡Vete a la mierda! —respondió el esbirro, antes de dar un tirón a la capucha, arrancándosela de la cabeza al convulsionante joven… develando así un par de ojos amarillentos y filosos dientes blancos asomando en las mandíbulas de ese rostro blanquecino que empezó a arder instantáneamente, prendiéndose en llamas que hicieron
desprenderse restos de piel quemada, entre alaridos infernales de terror y agonía mientras su carne y huesos se consumían en el fuego. —Mataste a varias personas… — dijo el captor, viendo arder los restos de esa criatura disfrazada de hombre quemándose rápidamente—. Pero por fin de encontré. —Dio una fuerte patada al cadáver envuelto en llamas que yacía en cuclillas frente a él, haciendo que el cráneo carbonizado se desprendiera del cuello y rodara por el suelo del desierto, dejando un rastro negruzco sobre el árido terreno. — Estaré esperando por los demás. Pero tú ya no vas a matar a nadie en mi ciudad. Para cuando el sol se alzó alto en el cielo sobre las llanuras, de aquel asesino solo quedaron las cenizas…
(Escrita a finales de octubre del 2019 y corregida durante marzo del 2020.
Previamente publicado en Inkspired, Sweek y Wattpad. © Andrés Díaz M., 2019).
Miguel Escamilla Martínez
Nací y crecí en Querétaro, México. En cuanto a fotografía comencé desde pequeño jugando con cámaras de plástico que mis papás tenían para los viajes de la familia. En 2001 tuve mi primera exposición gracias mi maestro y amigo el pintor Juan Villagrán. La exposición se llamó Bitácora. Y era una selección de fotos de viaje tomadas con cámaras análogas en película blanco y negro y a color de mas de veinte locaciones en Europa…
En 2006 me mudé a Guadalajara donde conocí a la escritora Patricia Medina, asistí a sus talleres, nos hicimos grandes amigos y fue ella quien me invitó a publicar mi primer libro de poesía y microrrelatos llamado “Escamillos, fraseos y relatos digestivos” bajo su editorial, Literalia. En 2012 obtuve con una beca para estudiar mandarín en China, fue en 2013 que tuve mi primer cámara digital réflex. Para tener un ingreso extra comencé a hacer trabajos de fotografía comercial, incluso video y stopmotion. Del 2013 al 2019 traje conmigo la cámara a todos lados, fotografiando la vida cotidiana de China. En 2014 gané el tercer lugar en el concurso de Universidades de la Provincia de Jiangsu, mi foto fue exhibida en el museo contemporáneo de Nanjing. En 2015 fui invitado a exponer colectivamente con otros extranjeros en Suzhou, el tema fue “Como un
extranjero ve China”. Mis fotos fueron pagodas distorsionadas, y paisajes difuminados por el movimiento de la cámara. En 2016 realicé modestas exposiciones en cafés y librerías. Las fotografías eran en su mayoría personas y situaciones cotidianas de China. En 2017 fui invitado a exponer una selección de mis fotos de la vida de China en el hotel Kempinski. En 2019 realicé una exposición para la campaña del lanzamiento de BMW en Suzhou, China. En 2019 Tuve la exposición “Mujer China” en la Universidad Autónoma de Querétaro, Facultad de Psicología. Publiqué tres números del fanzine de fotografía “China Street”, de la cual soy fundador. Vol. 1, Vol. 2 y Vol. 3
I
La mesa se luce manjares de la cocina del este de China, sopa de pescado, carne de cerdo en salsa agridulce, camarones salteados con especias de Sizhuan, botellas de báijiǔ1, y pequeños vasos donde servirlo, setas negras en vinagre con cebollines, pescado empanizado, arroz frito con trozos de cordero y huevo. Uno a uno los comensales fueron apelmazándose alrededor de la mesa, quien llegó primero fue Yi con su esposa Liang, el señor Yi abrió su empresa de textiles hace un año y sus ventas se dispararon Báijiǔ es un líquido transparente que generalmente se destila del sorgo fermentado, pero se puede destilar de otros granos; arroz o arroz glutinoso, trigo, cebada o mijo. 1
por los cielos, no hay que ser un genio, sólo se trata de trabajar duro todos los días, decía Yi cada vez que se embriagaba. La cena que él ofrecía esta noche en el décimo quinto piso de un edificio de restaurantes se debía al aniversario de su empresa, sus catorce empleados recibieron una caja de cigarrillos, y todos sin excepción debían compartir con Yi sus vasos de báijiǔ y su júbilo por ser un exitoso hombre de negocios. Aún faltaban cinco empleados, pero Yi ya estaba hambriento y ansioso por brindar, ansioso por gritar los logros de su empresa. ¡Ey muchachos! ¡Levanten las copas y brindemos por nuestra gran empresa! ¡Hay que seguir trabajando duro para que el próximo año vendamos más que el anterior! Y todos chocaron sus pequeños vasos de báijiǔ en la mesa giratoria de cristal, la levantaron y vertieron todo el líquido en sus bocas, enseguida mostraron hacia el frente el vaso vacío, y de inmediato las meseras volvieron a llenar los vasos de los comensales. ¡Comamos! Chilló
Yi, y acto seguido la danza de palillos entrando y saliendo de la comida, una baicai, moer, qingcai, fideos, pepinos en vinagre y aceite de ajonjolí, más de uno abrió la cajetilla de cigarros, y el humo salió de sus bocas mientras masticaban. Yi se levantó y fue con cada uno de sus empleados, su esposa a su lado, como un perro faldero no hacía más que esbozar pequeñas sonrisas, como si algo la apenara. Señorita Xue usted ha hecho un gran trabajo, siga así, ¡Brindemos! Y de un trago vació el vaso. Su esposa como un coach experimentado lo siguió alrededor de la mesa llenándole el vaso, XiaoTing hombre usted sí que se merece un brindis, gracias por mantener buenas nuestras finanzas, y ambos vaciaron sus vasos de báijiǔ. Sistemáticamente visitó el lugar de los gerentes o de quienes tenían puestos más altos. Cuando hubo llegado con los empleados de puestos más bajos mandó pedir una caja de báijiǔ, con ustedes beberé dos tragos, ustedes deben tener mayor resistencia,
mientras el señor Yi desplegaba su acto de poder, pavoneándose por la habitación, algunos lo miraban con temor, otros con admiración y decían, mira como toma báijiǔ, lo decían como si fuera un acto heroico y temerario, el caso es que todos se sorprendían por su manera de tomar. Cuando hubo brindado con todos, el rostro enrojecido del señor Yi daba un poco de curiosidad y de repulsión, con los ojos como pequeños globos blancos con protuberancias rojas, la parte debajo de sus ojos parecía que iba a reventársele. Tambaleante se sentó en su lugar y su esposa le susurró algo al oído, algo que hizo cambiar el semblante del señor Yi. Chilló Yi, ¡Mesera traiga más vino! Ahora el semblante de su esposa se ensombreció, como cuando una nube cruza justo sobre nosotros y oscurece unos instantes nuestro ser, los comensales comían y echaban humo por la boca, todos hablaban al mismo tiempo era un concierto cacofónico. Después uno a uno se levantó y rindió pleitesías a Yi, lo visitaron a su lugar y
brindaron con él, otra caja de botellas llegó, los platillos fuertes estaban en la mesa que giraba al capricho de las manos borrachas, de los palillos danzantes de los ceniceros y los cigarros maltrechos que tiritaban una tenue luz con su estela de humo. Una vez más Yi se levantó, pero esta vez con la ayuda de su esposa a quien apartó con un manotazo después que esta le susurró algo al oído. ¡Brindemos por mi nuevo BMW! Por la casa que acabo de comprarle a mi hijo, pero todos sabían que su esposa ni siquiera estaba embarazada, pero Yi ya estaba preparando el futuro. ¡Brindemos por todo el dinero que hago! Lo que necesiten díganme, yo puedo pagarlo, quieren dinero, aquí lo tienen, ¡miserables! Los comensales fueron sentándose uno a uno, y sus sonrisas se les escaparon de los rostros también enrojecidos por el alcohol. Las mujeres cuchicheaban, Liang se llevó las manos al rostro y avergonzada intentó sentar a Yi, pero este, ya convertido en un barril de alcohol la apartó ahora con más
fuerza, casi cae al suelo si no es por una mesera que la detuvo. Una vez más el espectáculo de Yi, desde que abrió la empresa su comportamiento cambió, se volvió envidioso, presumido, indiferente, prepotente, tenía tanto recelo de quienes lo pisotearon cuando no tenía nada, tenía una deuda con el mundo y estaba dispuesto a maldecirlo cada que tuviera la oportunidad y la oportunidad afloraba con la bebida. Se levantó tambaleante y ahora se acercó a las trabajadoras, fue con las más bonitas, y sin importarle que sus novios o esposos estuvieran con ellas, se les abalanzaba y las llenaba de piropos, las hacía brindar con él. Su esposa lo miraba desde los lejos, ahora uno de los empleados lo escoltaba con la botella, y él era quien le servía. Al cabo de casi una hora los empleados fueron abandonando el lugar, ebrios y humillados porque que en la última escena Yi los llamó muertos de hambre y les arrojó billetes de 100 yuanes sobre la mesa. Discutió
con los meseros y con el gerente. Casi comienza una pelea con un grupo de ebrios que esperaban el levador. Su esposa seguía a su lado pero guardando la distancia, los ebrios que insultó Yi optaron por bajar las escaleras, el elevador estaba tardando mucho mientras Yi se tambaleaba violentamente de un lado a otro. Chocando con las paredes, de pronto consumido por la ira se abalanzó a las puertas del elevador y las pateó repetidamente, golpeando con los puños y tratando de abrir la puerta, su esposa lo intentó detener pero de un golpe la tiró al suelo, descargando la ira sobre las puertas Yi poco a poco hizo que las mismas cedieran, alrededor un par de meseros lo miraban con temor y otros cinco tomaban fotos y grababan videos, una pequeña apertura en ambas puertas hizo posible que Yi metiera ambas manos y las empujara para abrir el elevador, pero este no estaba ahí, abrió las puertas y se arrojó al agujero. Los meseros corrieron a mirar y su esposa también, cuando miró a su esposo muerto entre los
fierros oxidados del mecanismo del elevador reculรณ violentamente y se tumbรณ al suelo a llorar.
Lamar
Aprendiz de escritora, originaria de la Ciudad de MĂŠxico, escribe su primer poema en 1991 hablando de la muerte y la desolaciĂłn que sufren los vivos por las ausencias de sus seres queridos, sus primeros poemas presentan ese tema recurrente para despuĂŠs jugar
con temas más prohibidos como violaciones, secuestros, asesinatos, brujería, SIDA y su preferido, psicópatas. Publica algunas de sus obras en su blog personal lachicaenbuscadelarcoiris.blogspot.co m bajo varios seudónimos.
Noche de Amor
La noche cae, La cena terminó La Música suena a lo lejos La luz encendida alumbra su alma oscurecida por la desilusión de la traición no superada Su felicidad está en el sentimiento del dolor…. Solo desde ahí que puede decir amor…. Solo desde ahí puede mirar sin abrir los ojos Y desde ahí puede saborear sin abrir la boca
…Sin palabras es mejor… Sintiendo la sal de sus lágrimas que no llegan reprimidas por la incredulidad de su amado
Provocando su mirada de niño que grita: - “¡ya no más!” Ella con el cuchillo en su mano dispuesta a rebanar el cuello de quien la mira estupefacto se abalanza hacia él, amenazando Y en un movimiento de defensa desesperado él logra detenerle el brazo y con la duda tatuada en su mirada pregunta… - “… ¿serias capaz? …” Y, con lágrimas resbalando por su rostro,
ella responde: - “te voy a matar…” Serie Psicópatas
Augusto Sebastián García Ramírez
Emails: motel.garage@hotmail.com ; augustosebastiangarcia@outlook.com Sociólogo por la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ).
Colaborador de La Testadura, La Charola Literaria y Tribuna Universitaria. Una de las cosas que no me dan miedo son las palabras vulgares. Me deleito ante la naturalidad de la barbarie, la corrupción y el cinismo, reflejo literal de la candente realidad que vive México. Vivo sin sentimientos de culpa. Me cago de la risa como un idiota. Una risa de poca madre. El mezcal nunca ha sido mi bebida predilecta, su sabor es una blasfemia y eso del gusano muerto no es más que una fanfarronada para impresionar a los turistas. Yo soy bebedor de ron. Siempre ron. De preferencia Habana Siete años o Reserva Especial. Vivo en Cuba, entre jineteras, salsa, puros y ron.
Marisa
Camina. Como si nada. Salía de la casa. Luego de dar gracias por un nuevo día. Va abrigada. Afuera la nieve se acumuló, tal como prometió el servicio meteorológico. Movía las cejas e hizo una mueca de sonrisa. Era algo más que una sonrisa. Era algo más cercano de quien a ganado una batalla. Una sonrisa victoriosa. Podía hacer ser y hacer lo que quisiera. Pese a las arrugas que marcaban casi todo su rostro. La vida era suya. El día anterior habían cumplido 50 años de matrimonio. Un matrimonio infernal. Los buenos tiempos ya habían pasado. De un tiempo a la fecha
estaban en una relación rencores que de amor.
más
de
Le dijo que ya no quería verla en su vida. Y ella le sacó los ojos a la primera oportunidad.
Elena
Estaba cansada. Su historia es una puta mentira. El olor a tierra mojada entraba por los resquicios. Eran las nueve de la noche del horario de verano. Porque todo cansa tarde que temprano. Se retiró del baño. Allí lo dejó. Cuarenta años de matrimonio. Habían cenado. Ella no. Solo lo acompañó. Él llegó con el ruido de unos narcocorridos. A todo volumen. El pobre Tsuru Nissan no sentía lo duro si no lo tupido de los gustos musicales de su marido. Venía de la calle. Del bar. De las meseras de moral distraída. En su mano derecha una botella de mezcal. Su bebida predilecta. Un tipo sin
escrúpulos que goteó saliva en los dientes mientras cenaba. Estaba alcoholizado. Ya algo normal. El mezcal le había pegado duro. Se empinó la botella de mezcal. Otro trago nada más. El gusano se atascó en la boquilla de la botella. Porque es un atascado para todo. Se le quedó mirando fijamente y su sonrisa a medio desdentar le pregunta que cuánto lleva con el cabello largo. Ella se quedó en silencio unos segundos y trato de imaginar todos los escenarios posibles de la situación. Menos mal en ninguno se vio apuñalada. Él luego de cenar dijo que se iba a bañar para que se le bajara el alcohol y se largó escaleras arriba. Dio un traspié. Se escuchó cuando entró al baño. Prefiero ahorrar palabras en describir cómo ese cabrón entró a la bañera. Para que se le bajara el pedo. Fiel a su costumbre. Y se quedó dormido. Fue cuando su esposa entró. Había llegado la hora de tener la sangre fría. Eran las once pasadas. Había leído que el agua soluciona todos los
problemas. Que si uno quiere perder peso, debe beber agua, que si se quiere una piel perfecta, bebe agua, y la principal recomendación, ¿cansada de un cabrón?... Ahógalo.
Titular de los diarios
Camina. Con un cuchillo fuerte como un hacha y filoso como un bisturí. Tan voluptuosa como siempre. Cuchillo en mano. Cuchillo ensangrentado. Al primer comentario le degolló. Al comentario de siempre. Aprovechó su posición. Lo tenía a merced. A espalda de ella. Así que no había vuelta. Lo haría como lo había planeado. Como lo había planeado. El cuchillo penetró por el cuello. En el momento en el que una pareja de agentes de la policía municipal le esposaron con parsimonia tratando de no perturbarla, escucha voces que le dicen, diferentes a la de la pareja de policías. Provienen de sus vecinos que
le gritan: “Se lo merecía, hiciste bien hija”. Nunca tuvieron hijos. A petición de él. Cinco años de matrimonio. No quería niños que vinieran a demandar buena parte de su tiempo. “Lo último es un niño gritón que me despierte a media noche para comer o porque quiere jugar”. Su voz y burla llenaban la casa. “Eres una panzona”. Al principio fue solo una idea. Pero a medida que la mofa crecía y crecía más le atraía la idea. De allí a elaborar un plan fue cosa de un paso. No me bajaba de panzona. No me bajaba de panzona. No me bajaba de panzona. Era su alegato en defensa con terca insistencia. Y así quedó plasmado en los titulares de los diarios. Con letras voluptuosas. Los que la conocen comentarían que la víctima no la bajaba de panzona. Que desde que salía el sol hasta que se metía, era víctima de mofa de su marido que físicamente no era un buen partido. Por eso tenía que hacerlo bien. Su plan
era perfecto. Era perfecto para la gorda de pesadas y varicosas piernas.
Alejandro Montero Cabrera
Acapulco, México. Psicólogo y psicoterapeuta. Publicó el poemario La Locura del Poeta. Ha publicado en la revista La Testadura, una literatura de paso y en Cuadernos de taller, medio de difusión del taller literario Desierto, Mar y Letras. alejandro122195@gmail.com
Justicia
Me dirigí decididamente bajo la penumbra del atardecer, empuñando un cuchillo. Mi hija nos platicó acerca de una niña molesta en su escuela. Su madre le sugirió evitar relacionarse con ella. Al transcurrir semanas, mi hija continuaba diciendo no saber cómo defenderse de su compañera. Sentí un arranque de furia contra aquella mocosa, pero la reprimí. La tarde siguiente llegué a casa. Estaba vacía. Supuse que mi hija y su madre estaban por encontrarse en la escuela para regresar juntas. Entré a mi casa. Salí velozmente en dirección al colegio. Al llegar, vi a mi hija saliendo del establecimiento con mi esposa. Me
escondí tras un muro. Las observé alejarse. Vigilé la zona. Ahí estaba la molesta alimaña. La seguí. Llegamos a una calle lejana y solitaria. Saqué un cuchillo de mi bolsillo trasero del pantalón. La niña notó mi presencia. Avanzó más rápido. Mis pasos aumentaron su velocidad. Ella corrió volteando hacia atrás con rostro aterrado. Corrí impaciente. Decidí finalizar la persecución. Alcancé a la mocosa. La detuve del pecho. De un tajo corté su cuello. La alimaña cayó agonizando. La observé por unos segundos. Me fui antes de ser visto. Días después se divulgó la noticia de la niña asesinada. A la difunta le llamaban Juana. La compañera de mi hija se llamaba Alicia. Intenté olvidar mi gran error, sin lograrlo. Tuve pesadillas recurrentes en las cuales, luego de investigar, me encontraban culpable, me arrestaban y me sometían a torturas bestiales. Nunca tuve el valor de comunicar a nadie mi atroz crimen, ni siquiera a un profesional, compartiría la información con los
tribunales. Una tarde, al regresar de la escuela, mi hija y mi esposa encontraron una misteriosa nota. Mi esposa la leyรณ. Sus ojos rebosaron de lรกgrimas. Se arrodillรณ entre sollozos incontrolables. Al abrir mi habitaciรณn descubrieron mi cadรกver ahorcado.
Mario Eduardo Ángeles
(1978, Querétaro) Director y editor de La Testadura, una literatura de paso. Escritor reformado y poeta apático, sin chiste y con pocas esperanzas en el ser; la única fe que profesa es creer en la nada y en el sin sentido.
El Terry
Yo lo conocí cuando éramos pequeños y ya desde entonces tenía mal genio, con facilidad explotaba y se iba a los golpes, y cuando su contrincante era de más edad, o más alto, o más gordo, y se daba cuenta que iba perdiendo, agarraba lo que tuviera a la mano; así fuera una piedra, un ladrillo, un palo o un tubo; y con eso mismo lo golpeaba. Le daba en la cabeza, en el cuerpo, en los brazos y en las piernas; llegaba un momento que se aferraba tanto en masacrar al otro niño que desconocía a quien fuera por lo que mejor preferíamos no meternos; pedíamos a gritos ayuda de los adultos y estos venían enseguida a separarlos, en realidad, lo que hacían, era quitarle
de encima al Terry y lo sostenían hasta que se calmara y se le bajara el coraje, ya cuando veían que respiraba tranquilo lo soltaban. Desde chicos lo apodaron El Terry, haciendo alusión a una raza de perro muy común en el barrio; esa raza la acostumbran a traer mucho los pandilleros como parte de su indumentaria, los perros los hacía verse más malos y más malditos; se trata de aquel perro que se queda trabado cuando se enoja mucho y está en medio de una pelea; al principio le decíamos El Bull Terrier, luego hubo quien le dijo Pit Bull, y al final quedó solo en Terry. De adolescente tuvo pocos problemas con la ley pero todos referentes a la dificultad para controlar la ira, le fallaba esa parte del autocontrol, y sí, como a todos, le gustaba tomar y consumía pocas drogas; aunque ese no era su principal problema, sí contribuía a no poderse dominar y perder fácilmente los estribos.
Dejó de tomar y de drogarse, y comenzó por ponerle distancia a toda situación que lo llevara a desatar su ira sobre los demás. Así fue como llegó a la edad madura, se casó y tuvo tres hijos, dos de ellos varoncitos y una mujercita que, no solo era la más chica, sino también su consentida. La mañana del lunes 03 de febrero de este año, amanecieron los titulares de los periódicos anunciando en su nota roja «Por ensuciar su piso, carnicero mata a cliente en Querétaro», «Carnicero apuñala y mata a sujeto por pasar donde trapeaba», «Carnicero mata a joven en el Mercado Escobedo por ensuciar su piso», etc. Dejé de leer los encabezados porque luego luego se me vino a la cabeza El Terry qué, aunque ya tenía, más o menos un par de años de no verlo, sabía que trabajaba de carnicero justo en ese mercado. Compré el periódico, solo por no dejar, quería confirmar mis suposiciones. Después de una larga reflexión, a pesar de que no dejaba de incomodarme que así se hubiera dado
la noticia: «El homicidio ocurrió cerca de las 19:30 horas de este domingo sobre la calle Allende, cuando un empleado de una carnicería se encontraba trapeando y tres sujetos pasaron por ahí, afectando su labor de limpieza, lo que generó el altercado y con ello, el carnicero repentinamente sacó un cuchillo y apuñaló al joven, provocando la muerte de este… El asesinato se registró luego de que la víctima, un hombre de 20 años de edad, aproximadamente, discutió con el empleado de la carnicería luego de que éste le advirtiera que no pasara sobre el piso que recién acababa de limpiar». Sabía que con tan pocos datos no se les podía exigir mucho a los periodistas, los medios lo señalaban como un asesino sin escrúpulos porque eso era lo que había hecho, había asesinado con un cuchillo a una persona solo por ensuciarle el piso; lo que no podían saber, y tal vez solo yo lo sabía, era que él aunque sí tenía un problema para controlar su ira ya llevaba un poco más de veinte años controlándola, que no tomaba ni se drogaba, que tenía una esposa y tres
hijos a los que no solo quería mucho, sino que los adoraba, y que no tenía ninguna razón ni necesidad de provocar su encierro en una celda por muchos años. Me atrevo a pensar que reaccionó así porque, a pesar de la advertencia de que no pisaran donde estaba recién trapeado, estos tres sujetos lo hicieron sin importarles en lo más mínimo ensuciarlo, por lo que El Terry interpretó esa acción como una enorme falta de respeto a su persona, una provocación y un desafío puesto que ellos eran tres, y aunque los golpes empezaron con el de veinte, él sabía que los otros dos amigos no iban a soportar ver perder a su compañero e iban a querer intervenir, lo que lo llevó a perder el control y agarrar lo primero que tenía a la mano y clavarle el cuchillo con tanta saña que el posible argumento de haber actuado en defensa propia ya no era creíble, lo hizo inservible. Lo demás de la historia, ya lo dijo el periódico, él huyó y no lo hemos encontrado.
Que para qué lo busco yo, de los policías se sobreentiende que lo quieran agarrar para juzgarlo y encerrarlo, ¿pero yo?, yo solo quiero decirle que conmigo tiene un amigo, que si en algo lo puedo ayudar lo hago con todo gusto, que si necesita dinero, yo se lo presto, que si necesita dónde esconderse yo le consigo un lugar; que lo conozco desde niño y qué, por lo mismo, lo comprendo, y que a mí no necesita darme explicaciones. Lo último que supe de él fue a través de un amigo, mi amigo sin querer, cuando fue a Jerez, Zacatecas, vio a un carnicero con su mandil lleno de sangre, y como es fotógrafo, le sacó atinadamente una foto, regresó a Querétaro y cuando me la enseñó ¡oh, sorpresa! era el mismísimo Terry, y sí, tiene una cara de asesino serial que ni como negarlo, de esos que destazan gente.
PRóXIMAMENTE “Encuentro Poético: Paulina Romero Barrientos y Lizeth Rodríguez Gómez”
“La Testadura Erótica, Sucia y Cochinota vol. 2”
CONTRAPORTADA