El camino de los refugiados

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Nabil huye de Siria con sus padres, su abuelo y su hermana pequeña, Hayat. Emprenden, junto a otras familias, un largo viaje en busca de refugio y asilo que por momentos se transforma en una verdadera carrera de obstáculos. Un viaje que la pequeña Hayat no se esperaba y no entiende, y que su hermano Nabil tratará de explicarle desde su propio mundo infantil, suavizando para ella la terrible experiencia del desarraigo.

Irene López Alonso

LAUDE

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LAUDE

EDELVIVES

Irene López Alonso

La narración transmite la dureza de las circunstancias de quienes, huyendo del horror, se encuentran con que Europa les da la espalda; pero la humanidad de los personajes, sus recuerdos, relaciones e historias de vida dejan lugar a la esperanza en medio del desamparo.


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PRESEVO

Los hombres-sin-sonrisa

El tren frenó sin que hubiera alrededor nada parecido a una estación. Papá y otros hombres se levantaron a ver qué sucedía. Las familias empezaron a murmurar. Me asomé por la ventana y observé dónde iban a dejarnos: un páramo embarrado y lleno de charcos. «Parece que ya hemos llegado», dijo papá, meneando al abuelo para que se despertara. Mamá empezó a reunir nuestros bultos, así que aproveché para coger a Hayat, que se había quedado dormida arropada con la manta de leopardo. —Hayat, hemos llegado a los Balcanes. 7

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—¿Volcanes? —preguntó mi hermanita, todavía adormilada. —No, Balcanes. En realidad se parecen a los volcanes, solo que en vez de fuego, desprenden frío. —Tengo mucho frío —dijo la pequeña. —Lo sé, Hayat. En los Balcanes hace mucho frío, tienes que prepararte, ¿vale? Echaremos carreras para entrar en calor —le dije. Bajamos del tren junto a los demás refugiados. El suelo era un lodazal. Mi madre ayudó al abuelo: —Padre, tenga cuidado de no caerse, por favor. El suelo está lleno de barro. Desde que llegamos a Macedonia no había dejado de llover. Yo todavía tenía los bajos de los pantalones mojados, porque en ese tren oxidado y lleno de humedad la ropa no se nos había secado del todo. Ahora, del otro lado de la frontera, ya no llovía, pero hacía un frío más intenso, y los policías eran todavía más corpulentos y ariscos. —Aquí también hay hombres-sin-sonrisa —me dijo Hayat cuando empezamos a enfilar el camino que nos señalaban los policías, siguiendo el curso de la vía del tren. —Sí, y aquí están más tristes todavía, así que recuerda que hay que sonreírles mucho y ser amables con ellos —contesté yo. —¿Por qué son tan grandes? —preguntó Hayat. —Pues... porque se parecen a las montañas donde han nacido. Los Balcanes realmente son unas montañas enormes. Debíamos de estar en un valle, porque nos rodeaban por completo. Las cumbres estaban cubiertas de nieve y el suelo de una escarcha fina, como si fuera hielo rallado. Caminamos unos tres kilómetros y empezamos a ver casas. 8

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—Nabil, deja a tu hermana en el suelo, no vas a poder llevarla en brazos todo el tiempo. Papá dice que hay que atravesar todo el pueblo para llegar al campo —me dijo mamá. Ciertamente yo estaba cansado, me dolían los brazos y la espalda de cargar con Hayat y con la mochila, y las manos se me estaban helando. Pero el suelo estaba tan frío que me parecía criminal dejar que mi hermanita lo pisara. Sin embargo, obedecí: —Venga, Hayat, tienes que acostumbrarte al camino, porque pronto vamos a llegar al terreno de las arenas movedizas. —Las arenas movedizas están en la selva —me dijo enfadada. Lo vi en un capítulo de Masha y el Oso. —Bueno... sí, en la selva hay de esas arenas movedizas que te tragan entero. Las de aquí no son tan peligrosas, pero hay que tener mucho cuidado, ¿vale? Dame la mano y no te caigas. Efectivamente, no me estaba equivocando: según avanzábamos el barro era más espeso y pegajoso, así que nos costaba muchísimo caminar. Los pies se quedaban encallados entre un paso y otro y alguna que otra placa de hielo hacía el suelo peligrosamente resbaladizo. Hayat empezó a llorar: —¡Me hundo, Nabil! ¡No quiero caminar más por estas arenas movedizas! Los lagrimones le regaban la cara, que se le quedaría más fría todavía si seguía mojándose. Así que la sequé con la manga de mi cazadora y apreté su muñeco contra ella: —Venga, Hayat, coge a Yarub. Recuerda que tenemos que ganar la carrera, no podemos ir más lentos que la familia Ammari. ¿Quieres el premio o no lo quieres? —Sí — me dijo entre hipos de llanto. —Pues vamos, un esfuerzo más. Ya verás que cuando lleguemos al campo van a estar los duendes esperándonos. 9

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*** Fueron más de diez kilómetros de penoso caminar. Hayat finalmente se cayó al suelo, así que llegó al campo con toda la ropa embarrada y humedecida. Al abuelo se le despegaron las suelas de las botas y los pies se le encharcaron completamente. Mi madre se había tapado con la manta de leopardo, como si fuera un velo. Mi padre tenía minúsculos copitos de nieve en sus espesas cejas. El campo de refugiados estaba al lado de una estación de tren vacía. «¡Bastardos!» empezó a gritar mi padre. «¿Si las vías del tren llegaban hasta aquí, por qué nos han bajado en ese estercolero? ¡No hay derecho! ¡Que me expliquen por qué nos han hecho venir por un camino de bestias!». «¡Sí, son unos malnacidos!», apoyó un hombre que venía caminando detrás de nosotros, empujando a un chico más o menos de mi edad que iba en silla de ruedas, «¡Si fueran sus hijos y sus ancianos, otro gallo cantaría!...». Mi padre siguió quejándose junto al hombre que empujaba la silla de ruedas, que tenía la nariz rota. —Tranquilo, Mohammed, por favor —le decía mi madre intentando calmarle. —¡Pero tengo razón, Maryam! ¡Esto es una estación de tren! ¿Era necesario hacernos llegar mojados y agotados? Me llené de pena. No soportaba ver a mi padre desbordado por la rabia. El resto de refugiados estaban ya formando una cola a lo largo de un circuito de vallas de seguridad azules con el escudo de la policía serbia. Al fondo había unas cuantas carpas blancas y algunos cabinas de obra que parecían ser los retretes. Yo tenía muchas ganas de hacer pis, no lo hacía desde antes de subir al tren. Pero hacía tanto frío que preferí seguir aguantando. 10

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—¡Papá, papá, no puedes enfadarte! —espetó la pequeña Hayat echando sus bracitos hacia mi padre—. Si los hombressin-sonrisa ven que no sabes sonreír, te quitarán la sonrisa para siempre y te quedarás como ellos: triste y grandullón como los Volcanes. —¿Como los Volcanes? —preguntó mi padre riendo. Cogió a mi hermana en brazos y miró a los policías que vigilaban la cola de refugiados—: Pues yo también soy grandullón, así que solo hace falta que me den el uniforme. Hayat le miró con ojos cariñosos y rio de verdad, no como yo, que me quedaba con cara de lelo de tanto forzar la sonrisa delante de esos guardias pálidos e inexpresivos, con cara de pocos amigos y con las manos siempre cerca del cinturón y del mazo. Estuvimos esperando dos horas, y creo que eso fue peor que toda la travesía anterior. Al estar parados el frío se nos calaba hasta los huesos, lo invadía todo, cortaba como un cuchillo. Cuando estaba a punto de llegar nuestro turno para el registro policial, me acerqué a Hayat y le susurré al oído: —Ahora van a cachearnos para ver si llevamos chucherías, ¿vale? Como hicieron en Lesbos, en Atenas y en Macedonia. Acuérdate de que a los hombres-sin-sonrisa les encantan las chucherías, pero nosotros por suerte no llevamos ninguna, así que no hay nada que temer. —Sí, ya me acuerdo —contestó Hayat—. Les gustan sobre todo las que tienen forma de dentadura. —Y dibujó otra vez una sonrisita bajo su nariz enrojecida. Mi madre lo pasaba fatal durante los cacheos. Se sentía muy humillada cuando esos rudos policías palpaban entre su ropa sin mirarla nunca a los ojos, y le llenaba de cólera que se lo hicieran también a la pequeña Hayat. 11

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—Por Dios, es una niña de tres años, ¿qué creen que puede esconder? —se lamentaba en voz baja. La primera vez, en el campo de Lesbos, se dejó llevar por la rabia y le gritó al policía: «¡Aleja tus sucias manos de mi hija!». Nunca había visto a mi madre tan fuera de sí como aquella vez. Pero con eso solo consiguió que nos pusieran más problemas para darnos los papeles, así que mi padre le rogó que, de entonces en adelante, se resignara: «No lo compliques más, Maryam», le dijo. «Es peor para nosotros». Así que mi madre intentaba contenerse y disimular, pero yo sé que le dolía en lo más profundo que frontera tras frontera, país tras país, funcionarios desagradables y policías toscos sometieran a mi hermanita a un registro de seguridad. —Bueno, ya ha pasado lo peor, canija. Ahora tenemos que encontrar la pista y darnos prisa, porque los Ammari nos han adelantado... —¡¡Los duendes, los duendes!! —me interrumpió Hayat. Los había localizado de inmediato, gracias a los chalecos reflectantes que llevaban en todos los campos. Nos acercamos a la tienda de campaña de donde salían los voluntarios de chaleco naranja y enseguida notamos el olor a sopa. En ese momento me di cuenta del hambre que tenía. —¡Chorba, chorba! —decía en turco uno de los hombres, mientras removía con un cazo la olla gigantesca. —¡Mira, mamá, los duendes naranjas nos han preparado sopita! —dijo Hayat, agitando su muñeco Yarub de la alegría. Nos ofrecieron sopa y té. Mi madre soplaba el caldo para enfriarlo un poco y poder dárselo a Hayat, que debía de estar tan hambrienta como yo. En la tienda de campaña había también bandejas de galletas, mandarinas, plátanos y trozos de un pan 12

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parecido al que comíamos en Siria. Le llevé un trozo de pan al abuelo, me guardé en los bolsillos del abrigo todas las mandarinas que pude y cogí un plátano. —Only for children —me dijo uno de los hombres de chaleco reflectante, señalando la banana. Entonces miré hacia mi hermana: «Ah, ok», dijo al verla, comprendiendo que el plátano era para ella. «¿Milk?», preguntó después. Se me iluminaron los ojos. Llevábamos una semana entera sin tomar una gota de leche. Asentí con la cabeza y fui a buscar a Hayat. El hombre del chaleco naranja le dio un vaso de plástico lleno de leche y se sentó con nosotros en uno de los bancos de madera. Me preguntó mi nombre y el de mi hermana, y me dijo el suyo: Costel. Me hizo gracia, porque Costel podría ser perfectamente el nombre de un duende. De hecho, Costel parecía el típico duende torpe de las películas de Santa Claus, con expresión bonachona y un par de orejas de soplillo asomando por debajo del gorro. No hablaba casi inglés así que nuestra conversación no fue mucho más allá. Solo me dijo que él venía de Rumanía y que podíamos tomar toda la sopa y el té que quisiéramos. Hayat le miraba como miran los niños a un desconocido que les hace un regalo. Se le había quedado un bigotito de leche sobre los labios y seguía sosteniendo su muñeco con una mano. Mi madre la llamó para que se tomara la sopa, así que yo apuré el trago de leche que quedaba en el vaso y le di las gracias a Costel. El hombre sonrió y señaló al fondo del comedor, donde había algunas cajas de cartón con ropa. Se lo dije a mi madre enseguida. Ella se acercó a las mujeres de chaleco reflectante y al rato volvió con un mono rosa para Hayat. Estaba limpio y seco, parecía nuevo. Cambió a mi hermana sobre una de las mesas de madera, pero ella volvió a llorar. Supongo que por el frío. 13

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Mi padre se acercó también al puesto de ropa, pero no encontró calcetines que le sirvieran a mi abuelo. Así que le ayudó a sacarse las botas rajadas, le quitó los calcetines empapados que llevaba puestos, le envolvió los pies en sendas bolsas de plástico y le volvió a poner su calzado destrozado. Se me encogió el corazón al ver así a mi abuelo. Él, que había llegado a tener la mejor fábrica de zapatos de Rif Dimashq, iba ahora prácticamente descalzo sobre la nieve y el barro. Le llamábamos Abuelo Tuga cariñosamente, porque con la vejez se iba pareciendo cada vez más a una tortuga. Siempre fue un hombre silencioso, de movimientos lentos y redondo de contextura. Tenía los labios muy finos y apenas los despegaba para hablar. Yo admiraba mucho su forma de ser, su generosidad. Esa manía que tenía de coger una pieza de fruta y repartirla entre todos los comensales, cacho a cacho, cortándola con su cuchillo y ofreciendo un trozo a cada uno. Y el truco de magia que me hacía a mí de pequeño, y luego también a Hayat, como si nos sacara un caramelo de la oreja. Caramelos de esos que tenían un piñón dentro y que había que chupar mucho rato hasta poder morderlos. Cuando mis padres decidieron que nos iríamos de Siria, el abuelo Tuga quiso quedarse. Tuvieron arduas discusiones con él hasta que lograron convencerle. Y ahora, cuando le veía caminar tan costosamente junto a mi madre, con una manta liada a la espalda, se me parecía más aún a una tortuga, que lleva su casa a cuestas. Todo lo que nos quedaba. Los duendes naranjas, como los llamaba Hayat, nos enseñaron una tienda de campaña donde podríamos hacernos un reconocimiento médico. Mi madre negó con la cabeza: no teníamos tiempo 14

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para eso. Antes de abandonar el comedor, mientras volvía a cargarme la mochila a la espalda, vi a mi padre metiendo puñados de pan en la maleta. Es algo que les pasaba a muchos refugiados, que se guardaban la comida a hurtadillas, como si estuvieran robando. Los del chaleco reflectante normalmente sonreían, repetían que era gratis y ofrecían más víveres, pero creo que mi padre y otros muchos como él no podían evitar sentir cierta vergüenza, y por eso se escondían cuando guardaban provisiones para el camino. Me acordé entonces de las veces que viajábamos a Hasaka a ver a la tía Hannan. Mi padre paraba siempre en el mismo lugar, en una estación de servicio a mitad de camino, y compraba una bolsa de pan. Mi madre lo troceaba con las manos y se lo pasaba a él, que sujetaba el volante con la mano derecha y sacaba la izquierda por la ventanilla, e iba tirando pedazos de pan a lo largo de la carretera. Supongo que tendría más o menos la edad de Hayat cuando le pregunté a mi padre que por qué hacía eso. Me dijo entonces que estábamos cruzando una región desértica, donde a los perros salvajes les cuesta mucho encontrar algo de comer. Yo miraba por la ventana y ciertamente veía a varios perros salir de los matorrales y acercarse a la cuneta, donde iban cayendo los trozos de pan que tiraba mi padre desde el coche. Sin embargo, años más tarde me explicaron en el colegio que la zona que separa nuestra casa de la de la tía Hannan, Deir ez Zor, es precisamente una de las más pobres de Siria. Y supuse que mi padre no solo tiraba el pan para los perros. Me entristecí mucho al acordarme de eso y darme cuenta de que los que ahora necesitábamos un pedazo de pan éramos nosotros. Y pensé que, de alguna manera, mi padre también había sido en Siria un duende como Costel. Un duende benefactor, aunque sin chaleco naranja. 15

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Comenzamos a hacer cola de nuevo, esta vez para el control de pasaportes y el visado. Después de un par de vasos de sopa me encontraba mejor, así que seguí con mi teatro: —Hayat, venga, hay que buscar la pista. Necesitamos saber qué es lo que tenemos que hacer ahora. Los Ammari ya deben de estar llegando al siguiente destino y nosotros ni siquiera sabemos hacia dónde tenemos que ir... Todas las «pistas» eran iguales: carteles plastificados con caracteres árabes, que explicaban dónde coger el autobús o el tren, el precio de cada billete, la dirección de alguna sucursal bancaria para sacar o cambiar dinero y con suerte algún teléfono para emergencias médicas. —¡Ahí está! —gritó Hayat, señalando la cartulina que colgaba de una de las paredes de la tienda. Una sensación amarga me invadía al ver esos carteles. No podía evitar acordarme de los campamentos de verano a los que fui hasta que cumplí doce años. Los juegos que más me gustaban eran los juegos de pistas. Las gymkhanas para las que hacíamos equipos y competíamos entre nosotros a ver quién completaba primero todas las pruebas y conseguía el tesoro. Recuerdo que nos tomábamos muy en serio el juego, corríamos hasta extenuarnos con tal de ser los primeros, de superar todos los retos y de llegar a la meta. Siempre teníamos que buscar pistas, que a veces colgaban de los árboles o se escondían bajo una piedra. Y en la pista siempre ponía cuál era la siguiente prueba. Me acerqué con Hayat al papel de las indicaciones y, aprovechando que ella no sabía leer, repetí la maniobra que había realizado en todos los campos de refugiados por los que habíamos pasado: —Dice que ya estamos muy cerca, que nos queda poco para llegar a la meta y que somos uno de los equipos que tiene más 16

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posibilidades de llevarse el premio. Dice que ahora tenemos que pasar el último examen ante los hombres-sin-sonrisa y conservar muy bien el papel que nos van a dar, y que luego cogeremos un autobús para llegar a Croacia, que es el siguiente país. —¿Cuántos países faltan, Nabil? —preguntó mi hermana, con la misma expresión de cansancio con la que preguntaba «¿cuánto queda?» las veces que viajábamos en coche a casa de la tía Hannan. —Después de Croacia solo tres más. Ya estamos casi, canija. —¡No me llames canija! —protestó. —Es que eres canija. Canija como una canica. ¡Hayat es canija como una canica, Hayat es canija como una canicaaa, Hayat es canija como una canicaaa...! Empecé a chincharla y volví a la cola. Le dije a mi padre que el autobús costaba 35 euros por persona. «Compraremos cuatro billetes. Espero que nos dejen llevar a Hayat encima», le dijo papá a mi madre. —¿Nos van a dar puntos, Nabil? —preguntó mi hermanita. —Claro, cada vez que superamos una etapa nos los dan. Recuerda que hemos vencido a las arenas movedizas, al frío y a los hombres-sin-sonrisa. —Y no nos han encontrado ninguna chuchería. —Ninguna, dije sonriendo. Los «puntos» eran las huellas dactilares, que sorprendentemente a mi hermanita Hayat le encantaba estampar. Supongo que el hecho de mojar la yema del dedo en tinta le hacía recordar las veces que jugábamos con témperas en casa. Yo me embadurnaba toda la planta de la mano con pintura, y la estampaba en un folio. Luego ella hacía lo mismo, con otro color, pero esperaba a que mi mano se hubiera secado un poco antes de estampar la suya. Siempre me llamó la atención que, en vez 17

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de poner su mano al lado de la mía, lo hacía encima de ella. Así que en el dibujo resultante parecía que su manita iba dentro de la mía. Nos tomaron las huellas y nos dieron los visados de tránsito. Papá se los guardó junto a los pasaportes y el dinero, en el bolsillo que mamá le había cosido por dentro de la cazadora. Tuvimos que esperar varias horas más hasta que nos llegó el turno de subir al autobús, así que cuando por fin montamos en él, a la pobre Hayat ya le castañeaban los dientes: «Tengo mucho frío», sollozaba. El abuelo Tuga, que tendría más frío que nadie con sus pies envueltos en plástico, no decía nada. Mi madre volvió a arropar a Hayat con la manta de leopardo y me la dio, para que se sentara conmigo y con el abuelo. Saqué el mapa de Europa que siempre llevaba en el bolsillo y se lo enseñé a mi hermana: —Mira, Hayat, ya nos vamos de Serbia. Taché con un lápiz el país balcánico y dibujé con pequeñas líneas la ruta que haríamos hasta Croacia, de Croacia a Eslovenia y de Eslovenia a Austria: —Este es el camino que nos queda, y luego ya habremos llegado. El autobús arrancó y comenzó a recorrer el pueblo fronterizo donde habíamos pasado el día. Era un lugar bastante desierto, con una mezquita pequeña y unos cuantos cafés. Estaba nevando, y era un alivio ver la nieve a través del cristal. Era un alivio estar por fin sobre cubierto, aunque no hubiera calefacción en el autobús. Me fijé en las casitas bajas con jardín: salía humo de las chimeneas. No pude evitar imaginarme el ambiente cálido que habría dentro de ellas, donde seguramente ya olería a la cena que 18

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pronto iban a tomar las mismas personas que nos dejaban las «pistas» a nosotros en el campo de refugiados, a 500 metros de su casa. Las personas que colgaban el cartel sabiendo que por ese campo íbamos a pasar miles de familias cada día. Las personas que quizá donaban la ropa que luego nos ofrecían los hombres y mujeres del chaleco naranja, pero que nunca se cruzaban con nosotros. Porque nosotros estábamos jugando, ellos no. Como si viviéramos mundos distintos. Mundos paralelos que nunca llegan a chocarse. Ellos esta noche comerían carne o verduras encurtidas al calor de la hoguera mientras nosotros viajábamos en un autobús repleto de refugiados, con prisa por llegar a la siguiente frontera, con la incertidumbre de no saber qué es lo que nos esperaría en el próximo país, qué tocaría luego. Como si realmente fuera un concurso o una gimkana de las que hacía yo en el campamento, a diferencia de que el premio, por más que me esforzara en prometérselo a mi hermana para animarla, era demasiado incierto. Y con la diferencia de que en este juego de pistas las pruebas eran de verdad, y a veces demasiado duras.

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LA SALIDA DE SIRIA

El deseo de la mezquita

Mi padre me dijo que nos íbamos a marchar de Siria con solo dos días de antelación. Yo ya sospechaba algo, porque les había oído discutir con el abuelo y había visto a mi madre encerrándose a hablar por teléfono en la cocina. «Nabil, tú ya no eres un niño», me dijo mi padre aquel día, mirándome muy seriamente. «Sabes lo que está ocurriendo en nuestro país, y sabes que no nos queda otra opción. El tío Hicham nos ha dicho que en Dusseldorf podemos tener una oportunidad. Va a ser duro, pero no nos queda más remedio...». Recuerdo que tenía los puños cerrados sobre la mesa y que me hablaba nervioso, como sintiéndose culpable por haber te21

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Nabil huye de Siria con sus padres, su abuelo y su hermana pequeña, Hayat. Emprenden, junto a otras familias, un largo viaje en busca de refugio y asilo que por momentos se transforma en una verdadera carrera de obstáculos. Un viaje que la pequeña Hayat no se esperaba y no entiende, y que su hermano Nabil tratará de explicarle desde su propio mundo infantil, suavizando para ella la terrible experiencia del desarraigo.

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