CRISÁLIDA DE LUTO
Ana María Labandal
Labandal, Ana María Crisálida de luto / Ana María Labandal. - 1a ed . - Balcarce : Gogol, 2016. ISBN 978-987-1901-39-5 1. Novela. I. Título. CDD A863
—1— Laura apoyó el pulgar sobre el timbre con la seguridad de quien sabe que no hay vuelta atrás. No había mucho que pensar. Cuando algo no va más, no va más. Ya no puede seguir con Julio, o no quiere. Porque no lo soporta, porque se siente presa, como en la celda húmeda de una cárcel miserable a pesar del brillo de los barrotes. Con media vida vivida, una se plantea si quedarse en la resignación de envejecer en esta inercia o si se atreve al cambio. ¿Esto es la vida? Se resistía a que eso fuera todo, ya no quería seguir así. Y optó por el cambio, aunque el cambio significara empezar de nuevo y no por segunda, sino por tercera vez. Todavía es joven, y si bien al principio se había dejado convencer por la comodidad de una relación con Julio, tan mayor y tan fuerte, tan padre para ella cuando la sacó del pozo, es hora de decir basta. Tuvieron buenos momentos pero eso fue al comienzo y es otra historia. Después Julio se puso en el papel de macho dominante, violento, y no perdió oportunidad de aplastarle la voluntad y denigrarla. Qué sabés vos de trabajar, para qué querés volver a los estudios, dejá de buscar complicaciones. Mejor hacé lo que te sale mejor, salí de compras y esperame en casa. En la cama, le faltó decir. No opines de lo que no sabés, dejame a mí. Eso sí, las descalificaciones tenían lugar en la intimidad del hogar. Para las pocas amistades, para ese pequeño círculo elegido por Julio, eran un ejemplo de pareja. Tan lindos, tan cultos, tan esnobs. ¿Por qué esperó tanto para dar el gran salto? Estaba claro, comodidad. Aunque a veces dudaba en el uso de las etiquetas. ¿Comodidad o miedo? La respuesta no la tiene, es un misterio. 5
Tal vez necesitaba un motivo y ese motivo llegó. Tarde si se quiere, pero llegó junto con las armas o herramientas. Ahora, en la piel de la nueva Laura, ella prefiere llamar a las cosas por su nombre: armas. Las armas que obtuvo gracias a Julio, no se discute, le pertenecen. Julio la había ayudado a salir adelante después del divorcio, eso no se discute. Cuando Martín la abandonó dejándola sin un peso y en la depresión más profunda pensó que era el fin, que no podría recuperar las fuerzas ni las ganas de vivir. Martín la internó y se deshizo de ella. Pavada de hijo de puta. No había gente para cuidarla, nadie para hacerse cargo de una posible suicida y Martín, ante la orden del juez, la depositó en una clínica. Los amigos eran de Martín y se esfumaron. Laura no tenía familia, estaba desprotegida. Los médicos, Julio y sus socios, no querían darle el alta y dejarla sola. Entendible, eludían la responsabilidad en caso de que se provocara algún daño. Un mes más, le decían, y cambiaban de tema. Como a los locos. Tranquila, Laura. Ya vas a salir, cuando estés mejor.Se lo decían para convencerla de que debía quedarse un poco más. Julio era el principal, aunque escondía otros motivos. Ella esperaba aquellas visitas diarias, la ronda que se prolongaba más de la cuenta y los encuentros tres veces por semana. Debió parecer sospechoso: el médico psiquiatra que se demoraba con la paciente. Pero quién iba a cuestionarse el accionar de uno de los dueños de la clínica. Nadie. Menos, de Julio Basterrica. Julio el salvador. Verlo era la seguridad y un anclaje a este mundo o a la realidad. Pero eso fue, es pasado. Y si algo Laura aprendió es a no quedarse en el pasado. El presente es lo que importa, y en el presente está sola como antes pero fuerte. En el presente está mirando la pintura blanca de una puerta de entrada que espera que se abra, en el presente está Julio con un Alzheimer en etapa moderada. Mejor dejarlo ahora, antes de que avance y ella quede pegada o, defini-
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tivamente, como la mala de la película. Lo importante es respetar las formas, decía la vecina, cuando vivía en Los Troncos. Por eso está acá, de este lado de la puerta, esperando que la atiendan. Para decirle a alguien, frente a frente, que se va. Alguien que pueda entender lo que dice y retenga una palabra. Lástima que termine así algo que debería haber dado por tierra antes pero no se animó, no tenía los medios. Ya no da para más, lo de Julio. Es el final. Ahora es ella la que se atreve a dejar. Es un avance. Eso le provoca un cosquilleo en el estómago. Es excitación. Reconoce la excitación aunque lleve años sin sentirla. Como pasar ligero una loma en el camino de tierra que llevaba al campo, el que tuvo que vender por insistencia de Martín. Como saltar la valla montada en el alazán, como cuando conoció a Martín. Como aquellos primeros encuentros en la playa. Como cuando Martín la quería y ella era el centro de su universo y él llegaba a casa con una flor o un chocolate, al principio y con desplantes después. Cosquilleo. Como cuando lo encontró con la otra. Se abrió la puerta en cámara lenta, o al menos eso le pareció, que es lo mismo. El mundo está hecho de subjetividades. Siempre lo intuyó y ahora lo sabe, más que nunca lo puede comprobar. Cada individuo registra los hechos y a los demás de un modo relativo y arbitrario, según el momento y las circunstancias. Así, quedan en la memoria distorsiones de lo que hubiera percibido un observador objetivo, si es que existe el observador objetivo. Quién sabe, tal vez toda realidad sea una distorsión y la suma de realidades una suma de distorsiones. Y si no, que le pregunten a quien estuvo internada tres meses en un loquero. No hay chance: es así. Y así se encontraron cara a cara las dos mujeres. Clara la hija y Laura la mujer en fuga. ―¡Laura! ―Una Clara de ojos enormes se alisó las arrugas inexistentes del vestido de algodón turquesa―. ¿Qué hacés acá? ¿Y papá? ―Estiró el cuello pero del taxi blanco con techo verde
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no bajó su padre. La puerta trasera estaba abierta y el asiento vacío―. ¿Dónde está? ¿Qué pasó? ¿Sabe que viniste? ―Tu papá quedó en Cariló. Yo sigo para Pilar. Después, en la semana, tengo un vuelo a Nueva York. No puedo más, te lo dije por teléfono cuando nos instalamos, en diciembre. Hasta acá llegué. Hacete cargo, es tu padre. Te aviso cuando despache alguna ropa de abrigo por las dudas y alguna que otra cosita. Te las mando por expreso para que no pierdas tiempo, estarás muy ocupada con tu casa y tu bebé. Tenés tus cosas, y ahora con tu padre…Lo demás queda en la casa de Miraflores. El alquiler de la casa de Cariló vence a fin de mes y el viejo quedó con la mucama. No te lo iba a dejar solo. ―¡No me podés dejar al viejo! Tengo el bebé y el trabajo, un marido, ¡una vida!, y me la estás arruinando. ¿Para qué te casaste? En las buenas y en las malas, se dice. Parece que ni gatita habías sido: resultaste rata. ―No nos casamos, te hubieras enterado. No sabés nada, Clara. No quiero discutir. Estás equivocada. Te equivocaste en todo. ―¿Qué? No tenés vergüenza, Laura. Me estás diciendo que después de estos años, sin hablarnos y casi sin vernos, me dejás a cargo de un hombre que si bien es mi padre, ya no conozco. Vos te encargaste de alejarlo de nosotros. ―Jamás, querida. No me hagas responsable de la relación con tu padre. Él es así, duro a veces, siempre rencoroso. Y no olvida. O era así, bah, porque ahora es diferente. Olvida. Ya vas a ver. Adiós, chiquita.
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—2— Laura se apresura a subir al auto de alquiler, que la espera frente a la casa de Clara y le indica al conductor que puede arrancar. ―Adelante, Ramón. Listo el trámite. Ya podemos retomar la marcha. El taxista se había presentado cuando la fue a buscar a su casa. Era un viaje largo y pensaba, equivocado, que ella querría conversar. Últimamente le parecía estar en El mundo del revés, rodeada de equivocados. ―¿Sabe, doña? Me alegro. ―La miraba sonriente a través del espejo retrovisor―. La vi nerviosa y después, cuando tardaba en volver al auto, pensé: “Ramón, perdiste el viaje”. Ahora parece aliviada y yo también estoy más tranquilo. Necesito la plata. Queda un largo trayecto hasta Pilar pero Laura ya lo empieza a disfrutar. Se quitó un gran peso de encima: noventa kilos de hombre que ya detestaba y, ahora puede reconocerlo ante sí misma, nunca amó. Lo quiso, sí, el primer tiempo o confundió el amor con una necesidad satisfecha o necesitaba un padre. Julio llegó en el momento justo, como un salvador. Ya está, no fue tan difícil, aunque Clara la insultó tratándolade gata. No, no llegó a gata. Rata, le dijo. Y Laura se vio a sí misma igual que una rata en fuga ¿Cómo se verán las ratas ―cientos, miles de ratas― escapando de un edificio en llamas o después de la explosión de un barco en alta mar?¡Qué impresión! ¿Adónde podrán ir, pobres ratas, siendo animales de tierra? ¿Nadan las ratas? Vaya a saber, problema de las ratas. ―No salga de Valeria del Mar por dentro, Ramón. Tome la ruta Interbalnearia.
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No quiere ver calles angostas de arena suelta, no quiere ver edificaciones, ya no quiere más encierros. Necesita aire puro, la pampa en su extensión, el campo abierto. ―Como diga, señora. ¿Quiere escuchar algo en especial? ¿Luis Miguel? ¿Arjona? ―El chofer se esfuerza en complacerla. Está contento por no haber perdido el viaje, que no peligró en ningún momento. ―Sólo la radio, Ramón. Las noticias o lo que usted quiera, pero por favor: nada de Arjona. Y baje el volumen. Voy a tratar de dormir. Qué distinta se veía la vida con ojos de libertad. No le importa el peinado, abre la ventanilla y el viento provoca unos latigazos de pelo en la cara. Se acomoda los lentes de sol, se mira por el espejo del conductor. ¿Cuáles se había puesto? Los Prada que compró en Italia. Los viajes a Europa fueron lo mejor de la época con Julio. Ya va a volver, tal vez sola. Seguro, sola. Algunos campos van quedando atrás mientras otros aparecen, y al costado de la ruta las matas de plumerillos abiertos. Qué cosa los plumerillos, cumplen su ciclo cada vez más temprano. Antes, cuando era niña e incluso adolescente, florecían en febrero, y eran indicio de la llegada del otoño o de que el verano estaba terminando. Le daban nostalgia, la ponían triste porque eran la imagen inequívoca de un fin de ciclo, de la muerte que se acercaba. Vaya a saber qué muerte y qué finales y de dónde venía aquella nostalgia. Sería una nostalgia innata, visceral, como el miedo, quién sabe. Se lo atribuye a su madre. Su madre había muerto en esa época, siendo Laura muy chica. Tal vez la sensación de pérdida provenía del ciclo del plumerillo en relación a la muerte de la madre. Qué poco recuerda a su mamá, tiene que hacer un esfuerzo mental para reponer cada rasgo y así formar una imagen de lo que fue, de esa cara, y ni así lo logra. Tiene muy presente, sí, el día de su muerte. Se había despertado inquieta aquella mañana del 22 de febrero. No apareció por la cocina para pedir el desayuno, no te10
nía hambre. Por el contrario, estaba descompuesta del estómago. Se sentó en la cama y tomó el libro de cuentos de la mesa de luz. Era una mañana con sol. El cielo desde su cama se veía tan azul, demasiado, y las ramas del pino casi no se movían. Acariciaban apenas el vidrio de la ventana mientras Laura leía La Cenicienta y extrañaba a su madre. Mamá se lo leía cada noche. Laura lo recitaba, sabía de memoria palabra por palabra y con precisión daba vuelta las páginas. Tal vez un presentimiento o el silencio de la casa la obligó a prestar atención a los ruidos de afuera. Miró por la ventana, su padre que llegaba. Estacionó la Chevrolet verde como siempre, a la sombra del tilo, con las dos ruedas derechas sobre el pasto y la otra mitad en la arena de la calle. Tardó en entrar. ¿Por qué se retrasaba? A pesar de la impaciencia, se quedó quieta en la cama. Laura aguzó el oído esperando el tintineo característico del llavero. Al escucharlo, se levantó apuradaal tiempo que se cerraba la puerta de calle y salió corriendo, descalza, para abrazarlo. ―¡Papi, llegaste! ¿Trajiste a mami? ―Laura recuerda que esas fueron las primeras palabras que pronunció el día de la muerte de su madre. El saludo, la bienvenida, y esa pregunta. Recuerda la voz del padre, baja y ronca, que murmuraba algo con la empleada. Luego se volvió hacia Laura para abrazarla más fuerte. Ella estaba acostumbrada a la ausencia, porque durante los meses de enfermedad, él no se apartaba demasiado de la cama de hospital y dejaba a Lauraal cuidado de la mucama y de alguna que otra “tía postiza” que se ofrecía: una vecina, amiga de la madre, que al poco tiempo se mudó del barrio; una conocida del padre, empleada de la veterinaria, solterona y sin hijos con tiempo de sobra para la solidaridad. Quién sabe si vivirán, si se vieran lo más probable es que no se reconocerían. La gente cambia y el olvido hace lo suyo. ―Mamita estaba enferma, Laura. Muy enferma. ¿Viste que yo te pedía que le reces a Diostodas las noches para que se mejore y para que vuelva? ―Su padre la sentó en sus rodillas mien11
tras la empleada en silencio calentaba la leche para el desayuno―.Parece que Dios no la pudo ayudar y para que no sufriera se la llevó con Él. Ahora la está cuidando, en el cielo, Él mismo en persona. La abrazó muy fuerte, llorando. Fue la primera vez que lo vio llorar y para Laura fue extraño, perturbador. Lloraba tanto que la hizo llorar también a ella. Con sus cinco años, no entendía de enfermedades ni de muertes pero entonces comenzó a temer a un Dios que podía dar y quitar sin que importara a quién dejaba sin mamá. Aprendió el significado de dos palabras que no conocía ni tenían sentido hasta entonces. Las había oído en los cuentos de princesas pero no les daba importancia porque esas historias siempre terminaban bien. Muerte. Huérfana. Entonces sí, supo lo que era una huérfana. Ahí sí, supo de muertes y ausencias. Por eso se aferraron, uno al otro, y sólo se soltaron a la muerte de su padre, quince años después. Él se transformó en el centro de su universo, igual que ella fue el suyo. Mi sol, le decía. Y no es una metáfora barata: era la frase que el papá siempre repetía como oración, desde aquel momento y hasta su muerte. Si su padre lo decía, así era. Sos mi sol, ledecía. Ahora, a principios de enero, los plumerillos están en su esplendor. El cambio climático. Una le teme a los cambios. La novedad en materia de modas o de música, lo artístico, es chic. En cuanto al destino, lo nuevo asusta. Trae misterio y si una no está preparada para la lucha, con artillería de calidad, en moneda extranjera, se siente insegura. La inseguridad del desprevenido. Sí, previsión. Seguridad. Un hombro. No tiene un hombro pero la historia de las personas se escribe desde adentro, viviendo. Poner el cuerpo y el alma, de eso se trata. Esas dos cosas ya las puso y las perdió, hay que ir al rescate de lo que era antes, si es que quedó algo. La que era en el pasado pero más Laura.
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Cuando tenía veinte años y se había casado con Martín. Cuánto lo quiso. Él no la quería. Laura traía a su memoria muchos momentos de aquellos años pero había una escena que sintetizaba los sentimientos y el carácter de Martín. Pero en esos tiempos ella estaba ciega o muy enamorada, que es lo mismo, y no se daba cuenta. Como ocurre siempre, las cosas se ven más claras a la distancia. Estaban sentados muy juntos en el sillón, a poco de haber vuelto del viaje de bodas. Era una noche, a comienzos del otoño. Los primeros fríos en Mar del Plata se hacían sentir y la lluvia había comenzado a media tarde. Martín miraba una película. Laura lo miraba a él. ―Te amo, Martín. No me canso de decírtelo. ―Laura lo abrazó y apoyó la mejilla sobre el pecho de Martín. Lanzó su pregunta que era una duda encubierta―. ¿Me querés? ―Por supuesto, linda. Si no te quisiera no me habría casado con vos. Lo quiso tomar desprevenido, tal vez si ella se lo repetía, él bajara la guardia y le confesaba su amor eterno, profundo, incondicional. Siempre tenía que forzar a Martín para que le expresara sus sentimientos. Jamás había salido un “te amo” de su boca en forma natural, por iniciativa propia y él sabía cuánto necesitaba ella esa reafirmación. ―¿Por qué no me lo decís, entonces? No es tan difícil. Ella lo miró pero él seguía mirando la televisión sin inmutarse. ―Dejate de pavadas, Laura. Me casé con vos, ¿no? Andá, traeme una cerveza. ―Le palmeó el trasero cuando Laura se levantó para servirlo―. Mirá que sos tonta. Laura se conformaba, por el momento. Lo justificaba.Martín era así, poco comunicativo, incapaz de expresar lo que sentía, se hacía el duro. La crianza marca a la gente. Los padres eran gente fría, sobre todo la madre, pero ella por ese entonces pensaba que con el tiempo iba a lograr que Martín se abriera, sesoltara. Tenía que ablandarlo, necesitaba que fuera un 13
hombre cariñoso como lo había sido su propio padre. Pobre papá. Qué matrimonio el que tuvo con Martín. Cuerpo y alma, lo puso todo. Ahí se dejó el alma. Al cuerpo lo lleva a cuestas pero lo lleva bastante bien. Para tener seguridad se requiere de algunas armas. Siempre. Se lo repite para reafirmar la idea.Los dólares que fue ahorrando son un salario merecido por los diez años ―o algo más― con Julio. Esos son un vuelto,poca plata comparada con el resto, con la venta de la clínica. Con la venta de la clínica hizo la diferencia. Ahí está su futuro, en el exterior.Una cuenta en Nueva York, esa es su mejor arma. No necesita más que un buen respaldo económico. La seguridad. Desde que Julio empezó con el Alzheimer, Laura tuvo que encargarse de las finanzas. Cada vez más, a medida que la enfermedad avanzaba. No se lleva toda la plata, no. No es tan egoísta. Dejó una buena suma para Julio, lo necesario para pagar un buen lugar, donde lo atiendan como merece, al menos mientras conserve esos pocos momentos de lucidez. Una parte, en la cuenta corriente y lo demás, en un plazo fijo. En dólares, por supuesto. Las regalías como socio mayoritario de la clínica, de años en los que vivió con porcentajes mínimos para poder reinvertir. Los demás retiraban todo el dinero que les correspondía para mantener a tanto hijo. Ese fue otro plus que lograron sacarles los abogados a los dos ex socios, por prorrateo haciendo esos cálculos complicados que sólo entienden los que están en tema o los interesados en comprender. Con eso se pagaron los honorarios de abogados y auditores, y sobró. Julio no retiraba la totalidad de sus ganancias, siempre se había preocupado por dejar una parte importante para mejorar las instalaciones y el servicio del instituto. Así y todo, no les faltaba nada. Todo lo contrario,
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vivieron sobrados y hasta se dieron el lujo de hacerse al menos un viaje por año. Una mina de oro, la clínica. Hace apenas unos meses,los demás socios tuvieron que acceder ―ante la orden del juez― a exponer las costillas frente a terceros. Laura contrató a un grupo de especialistas, abogados y auditores, para que controlaran el movimiento. En los primeros tiempos de la enfermedad de Julio, los socios estaban cómodos.No querían comprar la parte de Julio ante ninguna circunstancia. Hacían y deshacían. A la larga lo tuvieron claro: era cederla tercera parte del capital y otros dividendos o convivir con extraños que les respiraran en la nuca. Era entendible, lo de Laura y Julio. La decisión de vender las acciones y descolgar el diploma. Un hombre enfermo que se olvida de hacer pis y no sabe dónde está parado no puede atender a ningún paciente. Qué cosa, Julio. Cómo terminó. Yo seré tu arco, decía el Julio de los primeros tiempos, cuando la sacó del hospital y se jactaba de ser su protector. Mierda de arco fue Julio. Manipulador, violento. Hasta hoy. Hoy se convirtió en catapulta para lanzarla al futuro, para que con sus cuarenta y tres años al fin pudiera empezar a vivir una vida independiente y ahora sí, que merezca ser vivida.
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—3— Laura piensa en su primera infancia y la ve como a través de una niebla espesa. Son imágenes estáticas en la playa, de un día de campo, de la casa del árbol, que van pasando como diapositivas en blanco y negro. Cualquiera diría que ella quiso borrar los recuerdos de su madre, de los tres viviendo en su casa de Pinamar. Tal vez ese olvido es un mecanismo de defensa que se activó para evitar el dolor. Lo cierto es que los recuerdos más firmes de Laura empiezan aquel día de febrero cuando su madre murió. Su padre no la llevó al velatorio y tampoco al entierro. ―Mejor que te la lleves como era, como el último día que la viste o cuando jugábamos en el parque y nos escondíamos de ella entre los árboles. Mami nos buscaba mientras nos reíamos de ella, cambiábamos de árbol, alejándonos. O en la playa. Corrías hasta el mar para llenar el baldecito y mami te armaba esos castillos de princesa. ―Cuando Laura pidió ver a su madre, él la quiso convencer con aquellas anécdotas que le parecían graciosas pero en la niña acrecentaban las ganas de ir al velorio. ―Hace mucho que no veo a mamá y nunca vi a un muerto. Ahora se pregunta cómo pudo decir eso, ella, a los cinco años. ―No se habla más, Laura. Quedate con las amiguitas y cuando pueda te vengo a buscar para volver a casa. El padre subió al auto que lo esperaba y arrancó. Laura, la niña que era, quedó llorando más por un capricho incumplido que por la madre muerta. De modo que Laura volvió a ver a su madre en la foto de una lápida de mármol. Leyó su nombre en la piedra, María Julia González. Y abajo, una leyenda que no entendió demasiado: 16
Amada esposa y madre adorada: 15 de junio de 1949 – 22 de febrero de1978. ¿Qué significaban esos números? Para ella no tenía un significado valedero al principio. Sólo sabía que a su madre la habían enterrado, que estaba allí, abajo, y habían puesto sobre su madre un pedazo de mármol gris. Iban los sábados a verla y le rezaban el Avemaría y el Padrenuestro. Terminada la ceremonia, beso a la foto y despedida, hasta la semana siguiente. Con el tiempo, las visitas fueron mensuales, cada tanto después y finalmente, nunca más. No volvió a pisar el cementerio desde el entierro de su padre. Para qué, si estaban muertos y en realidad no estaban ahí. Los imaginaba juntos, en un lugar más digno. La vuelta al hogar no fue fácil. La casa estaba oscura y había olor a eucaliptus. Esa noche y durante tantas otras Laura tuvo el privilegio de dormir en la cama grande y ser la dueña del control remoto. Dibujos animados que bailoteaban en el reflejo de las paredes a toda hora. Tuvo una buena vida con su papá. Él vivía para ella y por ella. Un hombre solitario que atendía el campo, una pequeña porción de tierra de trescientas hectáreas a veinte kilómetros de Pinamar, en el horario en que Laura iba a la escuela. Al anochecer ya estaba en la casa para ella, todo para ella. Le ayudaba en las tareas, la llevaba y la traía de inglés y de la casa de sus amigas. No eran muchas, apenas tres compañeras con las que Laura compartió la vida de un Pinamar tan diferente al de hoy. Desolado y tranquilo fuera de temporada, ruidoso con la locura del verano, pero todos se conocían. Le gustaba de las dos maneras, el Pinamar de entonces, aunque en vacaciones llegaban los turistas y con los turistas, los chicos que daban tela para cortar durante el invierno. Hasta que llegaran de nuevo otros veranos y volviera a comenzar el ciclo.
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Tantos recuerdos de los viejos tiempos que Laura creía olvidados, vivencias que ahora se hacen presentes, tal vez por el recorrido del taxi. No los reconoce como nostalgia, simple y llana. No, Laura no se permite sensiblerías. Viene a su mente un momento, apenas una anécdota colorida que pudo haber terminado en tragedia y que unió al grupo en una cofradía altruista. Habían terminado las clases, hacía calor. Primer año del Secundario, aprobado. Los más cercanos, un puñado de chicos y chicas que no se habían llevado materias a diciembre, se pusieron de acuerdo para encontrarse en la playa. Laura siempre fue buena alumna. No era demasiado estudiosa, lo suficiente para aprobar los exámenes regulares y mantener satisfecho a papá. La playa estaba desierta. Ideal. El mar, la arena, todo de ellos. Cuando llegaron los varones, hacía un buen rato que las chicas estaban tomando sol en un despliegue de lonas multicolores. Ellas los escucharon, antes de verlos, por el griterío y posterior chapoteo. Tan predecibles, los chicos. Tan básicos. Llegaban e, invariablemente, la carrera para ver quién ganaba en meterse al mar. Después sí, las saludaron con besos en las mejillas y chistes, mientras las mojaban sacudiendo el cabello empapado sobre la piel de ellas, caliente por el sol. Jugaron el partido infaltable de vóley, mezclados hombres y mujeres porque el saque de los varones tenía más potencia. Luego, todos al mar para sacarse el calor y la arena pegada. Había un banco de arena, por lo que algunas de las chicas se bañaron en la pileta que se había formado entre la orilla y las olas. Los más osados, una decena entre los que se encontraba Laura, pasaron a nado las aguas tibias y quietas, y subieron por el banco de arena para buscar más emoción entre las olas. De pronto, sin que lo advirtieran a tiempo, el banco se deshizo y desapareció la arena debajo de sus pies. Laura sabía nadar, a pesar de ello tragó lo que le parecieron toneladas de agua salada hasta que pudo calmarse, mantenerse a flote y ayudar a los demás. Así, los que nadaban más o menos bien y los que lo hacían sin estilo definido, intuitivamente, por años de zambullidas en 18
ese mar, ayudaron a los demás a llegar adonde hicieran pie. Uno a uno fueron saliendo hasta que estuvieron todos a salvo, en la arena tibia donde descansaron y no se movieron por largo rato. Ninguno podía creer lo cerca que habían estado de protagonizar una tragedia. Más tarde y más tranquilos, en ronda de mate, pudieron revivir en anécdotas la experiencia de aquella situación extrema. Laura, Julieta, Moira y Marcela, las cuatro inseparables, no necesitaron de un salvataje, se habían auxiliado entre ellas. Qué buenos tiempos, los del secundario. Arruinados hacia el final de quinto, ahora no importa por quién, si fue a causa dela misma Laura por dejarse basurear o de las otras chismosas… Qué será de la vida de esas chicas, las que llamaba ex amigas. No las volvió a ver. Las tres fueron a darle el pésame, a la muerte de su padre. Más por chismorrear entre ellas, para ver cómo estaba, que por acompañarla. Si casi no se habían hablado durante meses. Y después, nunca más. Pasaron los años y perdió el rastro de las tres. Cuando su padre murió, se casó con Martín y vendió todo. No. Fue a la inversa. Vendió todo y se casó. Después sí,negó todo contacto con el pasado. No quiso volver a Pinamar.Negación, negación. Como hizo su padre, que se negó a vivir, a luchar contra el cáncer. Negarse a lo aleatorio. Negarse a lo que la distrajera del punto central de su vida, Martín. Error. Cuando una focaliza la energía en un solo punto, si ese punto desaparece, también se termina la vida. O parece que se acaba porque por desgracia hay que seguir. Ahora piensa que su padre murió muy joven aunque no tan joven como su madre. Tenía apenas cincuenta y seis años pero ella lo veía viejo. Más joven que Julio, que tiene sesenta y tres. Otra vez la muerte le arrebataba un pedazo de vida pero esta vez se llevaba lo último que le quedaba.
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Sólo que esto no lo sabía. Recién tomó verdadera dimensión de la pérdida cuando empezaron los problemas con Martín y se sintió sola en el mundo. La soledad total, el desamparo. Esos son los problemas de las familias reducidas. Sus padres se habían casado en Buenos Aires pero se mudaron a Pinamar para poder atender el campo, herencia de una tía. Su padre nunca hablaba del barrio ni de los familiares que habían dejado atrás. Laura no supo qué pasó, si es que pasó algo, por qué esa negación de sus orígenes. De niña veía a sus amigas que tenían abuelos, tíos y primos. Ellos, los tres, estaban muy solos. Y Laura había extrañado las raíces que no tenía. ―Papi, nunca hablás de los parientes. Si ninguno de los dos tuvo hermanos, al menos deben quedar primos. Amigos de la infancia ¿No hay nadie vivo? ¿Están todos muertos? ―No tenemos familia. Ni tu madre ni yo. Familias muy acotadas, del gran Buenos Aires, de las que no quedó ninguno. La última fue la tía Rosa, hermana de mi padre, que no tuvo hijos y me heredó el campo. ―¿Y amigos de la infancia? No puedo creer que hayas perdido contacto con todos los que significaron algo en tu adolescencia o en tu niñez. Como si no hubieras tenido infancia. O acaso naciste de treinta… ―Nadie que valga la pena, Laura. Cuando nos casamos vinimos a Pinamar y perdimos contacto con los pocos amigos. Será que no fueron importantes. ―Me cuesta mucho creer que hayas borrado el pasado. Laura se resistía a creerlo, aunque mirando su propia vida estaba repitiendo la historia.Preguntaba una que otra vez a su padre pero él respondía vagamente, con evasivas y ella finalmente respetó su negativa, el silencio. Varias veces, en los momentos de encierro a los que se vio sometida para cuidar a Julio, Laura deseó encontrar a alguien, cualquiera que pudiera considerar familia. Aunque no tuvieran recuerdos en común, aunque nada los uniera, aunque tan sólo 20
compartieran unos cuantos genes. Buscó en internet ―por curiosidad, a veces y otras por necesidad― pero no encontró esos posibles familiares. Estaba lleno de Fernández, de González. Tampoco se dedicó de lleno, tal vez en el fondo no los necesita. Su padre no hablaba del tema y Laura siempre respetó los silencios ajenos. Respetar los silencios. Tal vez ese fue su primer gran error con Martín. El primero, no el último. Martín llegaba a la casa y no hablaba de sus asuntos, de los negocios, de las finanzas, de los ahorros. Ella nunca sabía en qué andaba Martín. A la muerte de su padre quedó sola en el mundo. Sin abuelos, sin tíos ni primos, sin hermanos. Sólo Martín. Por eso se aferró tanto al vínculo en una relación que estaba comenzando. Se casaron ahí no más, al poco tiempo, y transformó a Martín en el centro de su vida. Otro sol alrededor del que giraba Laura, en cada momento y cada decisión. Pero éste, lejos de iluminarla, la fulminó como a Ícaro borrándola del universo y de su propia conciencia.
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—4— El taxi transita la ruta. Ya se puede ver la rotonda de Pinamar. Allí, en ese pueblo costero, estaba su antiguo barrio, su antigua vida. Allíhabía estado su casa de paredes verdes y tejas rojas. El alero con tablas blancas, que parecía más cerca a medida que Laura iba creciendo y llegaba a tocarlo, después, de un solo salto. Laura casi puede ver su casa, en la memoria que todo lo distorsiona según pasan los años. Mientras el auto entra en la rotonda y toma la ruta 74, se dibuja en su mente aquel chalet como era en su infancia. Tiene la visión del lugar donde se crió, los pinos alrededor del terreno alomado cubierto de pinochas y piñas desparramadas que juntaban en otoño y tendrían que alcanzar para encender la chimenea durante todo el invierno y más. A veces, su padre encendía el fogón en pleno verano, en tiempos de sudestada que duraba al menos tres días. Durante años no había visitado su barrio en Pinamar. No quería volver, le dolía la nostalgia. Eso, hasta hace unos pocos días, a principio de enero. Julio se había recostado en el sillón del living, después del almuerzo. Por fin parecía dormido. Laura se sentó al sol, en una de las reposeras junto a la pileta, aliviada por disponer de unos momentos para sí. Sola. ¡Cómo necesitaba un poco de soledad! No había pasado más de media hora, cuando apareció Julio desde la puerta lateral. ―Laura, ¿comemos? ¿Por qué no están preparando el almuerzo? ―La voz sonó imperante, como cuando le ordenaba que se sometiera a cualquiera de sus caprichos insufribles, en el pasado.
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―Ya se sirvió el almuerzo, querido. Comiste salmón a la plancha, como te gusta, con ensalada de hojas verdes. ―Procurótenerle paciencia, hablarle con voz suave. Si ella se exasperaba él se ponía malo. ―¿Decís que ya comimos? Tengo hambre. ―Dijo Julio y la miró con desconfianza―. No me estarás queriendo matar, vos. Cada vez se hacían más frecuentes sus desvaríos. Cuanto más perdido, más demandante. Se puso el vestido de playa sobre la bikini, buscó la cartera y las llaves y, para entretenerlo o sacarlo del tema, lo sentó en el auto.Encendió la radio. Sonaba Cerati, Prófugos. Subió la música para no escucharlo ni tener que hablar, y condujo sin rumbo fijo. Atravesó las calles desparejas de Cariló, desiertas al calor del sol en horario de la siesta, y el instinto o el recuerdo o las ganas de huir la llevaron a Pinamar. Llegó al lugar donde debería estar su antiguo hogar. Ya no estaba. Habían construido un edificio, el entorno le resultó extraño.No quedaba ninguna casa ni negocio conocido y no habían pasado más que veintitantos años. Desde la venta de su casa y el campo, no había querido volver. ¿Culpa? ¿Tristeza? Nada la une con nada ni con nadie en esa ciudad. Es al revés: todo la separa. No tiene amigas allí pero ahora puede reconocerlo ante sí misma. Lamenta haber vendido la casa donde nació y creció junto a su padre. Por eso evitaba volver. Otro mecanismo de defensa. Últimamente está reconociendo tantos que se ve a sí misma desde afuera y desde arriba como un cuerpo acorazado con forma de Laura. ―Volvamos, Laura. Tengo sueño y ganas de hacer pis. ―La voz de Julio le sacudió el pensamiento. ―¿Querés bajar al baño de la estación de servicio? ―Preguntó Laura, no fuera que Julio ensuciara el asiento. ―¿Para qué? ―La miró, confundido. Laura le devolvió la mirada pero no respondió, no tenía caso contestar. Encendió el coche y dobló en redondo para desandar el camino.
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En el trayecto no vio a ningún conocido. Tal vez sí, tal vez se cruzó con alguna de sus antiguas amigas y no se reconocieron. Quién sabe cuán cambiadas estarían, más viejas seguro. Gordas con hijos, arrugadas por el exceso de sol y de mar. Ella no, ella conservaba la línea.Cuando terminó la secundaria, no las volvió a ver. Hasta el entierro de su padre, unos cinco minutos, y después nunca más. Las cuatro inseparables, al final se separaron. Al menos, Laura se apartó.Después del episodio de Balcarce. Casi al final de quinto año fueron invitadas por el novio de Marcela a pasar un fin de semana en Balcarce porque había una fiesta en el campo. Hasta que llegó el gran día, no se hablaba de otra cosa: “la joda de agronomía”. Después de la fiesta no se tocó el tema. Laura no tocó el tema. Las demás hablaron más de la cuenta y ninguna se olvidó. Tampoco Laura. Por eso la amistad se acabó y finalmente se alejaron. Maldad y vergüenza. Se resume así. Todos los años en primavera los estudiantes de agronomía organizaban una fiesta que duraba el día entero y seguía por la noche hasta el día siguiente. Tres de las cuatro lograronconvencer a sus padres para que las dejaran ir. Julieta quedó con cara larga desde la negativa de sus padres hasta que volvieron y pudo resarcirse con los cuentos que trajeron Marcela y Moira. Fue la que después sembró más cizaña, tal vez por despecho o envidia. Siempre hubo competencia entre las cuatro pero más competían con Laura. Celos. Su padre la mimaba más de la cuenta, según las otras. Mujeres de mierda. Ese viernes antes del viaje Laura faltó al colegio, aunque había organizado la valija tres días atrás. Se levantó temprano, se dio una ducha, se arregló el pelo y se pintó las uñas. Estaba lista una hora antes de que saliera el colectivo.
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―Papá, ¿me llevás a la casa de Moira? ―El bolso pesaba demasiado y Laura era una niña mimada. ―Vamos, Laurita. Subí a la camioneta. Decime, ¿te esperan? ―El padre siempre prudente, temía ser inoportuno. ―Obvio, viejo, tenemos que organizarnos. ―Laura revoleó los ojos y se apresuró a tirar el bolso de viaje en la caja de la Ford blanca, mientras trepaba hasta el asiento del acompañante. La camioneta se bamboleaba entre las calles de tierra y arena, desparejaspor la lluvia de los días anteriores. Laura se despidió con un abrazo rápido, entusiasmada ante la primera gran aventura de su vida. La casa de Moira quedaba más cerca de la terminal y era el punto de reunión. Desde allí fueron caminando las tres a tomar el micro que llegó después del mediodía a Mar del Plata. Se subieron a otro y llegaron a Balcarce con el tiempo justo. El novio de Marcela las esperaba en una esquina y las llevó a una casa con sillones a cuadros y olor a humedad. Les dejó la casa que alquilaba con otros estudiantes, toda para ellas. Eligieron cama y se maquillaron una a la otra mientras tomaban mate. Laura estrenó una blusa blanca con flores verdes, demasiado liviana para el atardecer del campo a principios de primavera. Pero es mujer y las mujeres se aguantan el frío con tal de sentirse hermosas. Laura no se sentía hermosa en ese entonces pero se aguantaba el frío. Le castañeteaban los dientes de frío y de nervios pero después de las primeras copas se empezó a sentir mejor. Mezcló cerveza, gin tonic y vaya a saber qué más hasta que se sintió mareada y floja y después… después se sintió peor. No recuerda demasiado de aquella noche. Mucho alcohol y mucha risa, chicos agradables, inteligentes, que reían y la rondaban. Le decían cosas lindas, que era muy simpática y además hermosa, cosa difícil de encontrar en las pocas mujeres que estudiaban agronomía. Bailaron y bebieron hasta que no pudo mantenerse en pie. ―Vamos, vení a descansar un poco hasta que se te pase. ―La convenció uno de los pibes. 25
La llevaron entre tres chicos, fue fácil caminar casi sin tocar el piso. De lo que pasó entre ellos quedaron flashes, imágenes que iban y venían y ahora ni van ni vienen porque no quiere pensar. Ella en una camioneta de asientos de cuero negro, ella siempre abajo y arriba un tipo distinto cada vez. Olor a alcohol, aliento a ajo, un gusto a menta. Uno muy callado acabó con los ojos cerrados y con un grito demasiado agudo. Laura no sintió placer, tampoco le dolió. Después vino otro, que se excitaba insultándola. ―Callate, putita, qué te quejás si te gusta. ―De la boca le caía un hilo de saliva y a Laura le dio asco cuando se le metió en el ojo. Lo tuvo que cerrar―.¿Te gusta fuerte? Tomá un poco más. Le dolieron los pezones. Los dos que miraban desde la puerta abierta lo arrancaron de la camioneta. Laura se sintió aliviada cuando se lo sacaron de encima. ―Pará, loco, la vas a lastimar a la minita. La estábamos pasando bien. Andate, pelotudo y no vuelvas.―Lo echaron, quedaron solos, los tres o se acercó algún rezagado. Laura perdió el sentido por algunos minutos o se quedó dormida. Siempre le quedó la duda. Lo reemplazó otra cara, carita de bueno el pibe, casi pidiendo disculpas. Después, Laura no sabe si vino algún otro, porque tenía sueño, ganas de dormir o perdió el sentido. Tal vez se desmayó. Porque en realidad, al principio quería pero con uno solo, a lo sumo dos y la verdad, no sabe bien por qué quiso. Parece que las más memoriosas fueron sus amigas. Y el novio de Marcela fue memorioso y los amigos del novio. Cuando se despertó estaba vestida aunque la blusa había quedado mal abrochada. Marcela y Moira la sacudían con bronca porque les había arruinado la noche. Llegaron a la casa húmeda, entre insultos y reproches y Laura sólo quería dormir, con la cabeza debajo de la almohada hasta que el mundo se olvidara de lo que había sucedido en el campo de Agronomía. 26
Lo cierto es que aquella fiesta la marcó como una perdida, una putita más. Cómo podía ser una prostituta si antes de aquella noche apenas se había acostado con uno solo, y eso para no quedar rezagada: las otras venían con mejor hándicap. Hasta aquella noche, claro, pero no se acordaba demasiado. Sintió mucha vergüenza, eso sí recuerda. Mirando atrás y con la experiencia actual, se ve más como víctima que como la puta que etiquetaron pero las etiquetas, una vez que están escritas con marcador indeleble, son imposibles de borrar. Capaz que ahora la siguen recordando como la pendeja que se enfiestó con los amigos del novio de Marcela. Estaba borracha y no tenía conciencia. Si aquello hubiera ocurrido en la actualidad, hasta habría tenido un motivo para denunciar a esos tipos y acusarlos de violación. O lo habría disfrutado. Sí. Pensándolo bien, debería haber tomado un poco menos y disfrutado mucho más. Qué fiesta, si ocurriera ahora. El hecho es que eran varios y se aprovecharon de una pendeja borracha que andaba con ganas de aventura. Pero no fue para tanto y ocurrió en el pasado y el pasado no tiene remedio.
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—5— Laura terminó la secundaria en noviembre. Agradecida porque no tuvo que aguantar demasiado tiempo a esas traidoras, a las demás compañeras y a los que se sumaron después, sólo hasta el baile de egresados. Y fue al baile para no tener que dar explicaciones que no la hubieran favorecido.Mientras tanto, los varones se peleaban por “bajar” con ella. “Bajar”, así llamaban en esos tiempos a la ceremonia del baile de egresados. Quién sabe cómo la llamarán ahora, muchas cosas han cambiado. Lo cierto es que los varones pensarían que por acompañarla de la mano para atravesar el escenario, ofrecerle una rosa y bailar el vals, obtendrían los favores sexuales de Laura. La mayor parte de ellos no había debutado y se habrán enloquecido por hacerlo con Laura. Nada más lejos. Ella eligió a Franco, el galancito de turno, por lo que aumentó el odio ante el género femenino. Ante el vacío que le hicieron las mujeres que habían sido sus amigas y para desalentar a los calentones, casi no bailó y se volvió temprano. Su padre quiso saber por qué se negó a ir a Bariloche, al viaje de fin de curso. También quiso saber a qué se debió el posterior aislamiento. ―Laura, estuviste todo el año hablando del viaje y ahora no querés ir. ¿Qué pasa? ―Palabras más, palabras menos, así empezó la perorata unos días antes del viaje para ver si la encontraba con la guardia baja y Laura se dignaba contarle. ―Nada, papi. Estaba envalentonada con ese viaje porque parecía algo inalcanzable, faltaba mucho. Ahora que llegó el momento, no quiero ir. Me cuesta dejarte solo. ―¿Dejarme solo? ¿De qué estás hablando, Laura? Por Dios, hija, necesito que seas independiente. No es bueno que sigamos tan aferrados. No soy eterno. Tenés toda una vida que te espera. Quiero que seas feliz. 28
En ese momento Laura debió tener el primer atisbo de que algo en la salud de su padre no andaba bien pero era muy egoísta o demasiado joven para darse cuenta. ―Hasta ahora nunca nos separamos más que dos o tres días y en febrero me tengo que mudar a Mar del Plata. Es eso. Quiero estar en casa y preparar el ingreso no quiero ir al viaje ―mintió Laura. No podía decirle que estaba peleada con sus amigas, sería confesar el mal paso. ―Yo también, mi vida, te voy a extrañar. Sólo que es necesario que te acostumbres. No soy eterno. ―Su padre desvió la vista (más tarde lo vio claro, demasiado tarde) como cuando le dijo que Pupi, el cachorro de Collie que le había traído en Navidad, se había escapado. Nunca lo encontraron. Estaba muerto pero se lo confesó a los quince años, y porque Laura preguntó. Por aquellos días insistía en lo mismo. Eso de la eternidad, el “no soy eterno” repetido. Recuerda ese diálogo como si fuera hoy y lamenta no haber advertido el problema en toda su dimensión. Otra edad, otra época. A los dieciocho años una se miraba el ombligo. De saberlo, jamás lo hubiera dejado tan solo. O sí, pero no le perdona que no le haya contado. Debió darle al menos la posibilidad de elegir. Fue un indicio pero Laura sólo advertiría más tarde, casi tres años después, la gravedad del asunto. En aquel momento ella sólo pensaba en sí misma y su calamidad. Sentía mucha vergüenza por las miradas de reprobación de su entorno, la gente de aquel pueblo chico que era el Pinamar de entonces. Pero sobre todo, un enojo asesino hacia las traidoras que ahora venían a hacerse las mosquitas muertas. Antes de aquel viaje eran tan liberales y evolucionadas que Laura pensaba que nunca estaría a la altura de ellas. El acontecimiento de la fiesta las transformó, como si hubieran necesitado de un chivo expiatorio para que ocurriera su metamorfosis. Se volvieron pueblerinas chismosas, hipócritas que le dieron la espalda y la sepultaron.
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Habían vuelto los amigos del verano, esos que volvían año tras año. Los infaltables y algunos más que se sumaban. Iban todos a la misma playa, “Los pinos”. Se formaba un grupo grande de chicos y chicas que compartían mates y facturas o la torta de manzanas que mandaba la madre de Alfredito, se quedaban hasta el atardecer. Tomaban sol, nadaban juntos, se armaban campeonatos de vóley o de fútbol en los que intervenían varones y mujeres. Los compañeros de curso, entre los que se encontraban las amigas, no estaban en Pinamar. Al finalizar las clases habían emprendido el viaje de egresados y pasaron hasta el Año Nuevo en Bariloche. Laura, que se había quedado, estudiaba por la mañana para el curso de ingreso a la facultad y a la tarde iba a la playa. Esa tarde, cuando bajó por el médano para cortar camino como siempre, los vio. Los compañeros de curso habían llegado. Se acercó, saludó a todos con un beso y por cortesía preguntó por el viaje. ―¿Qué tal el viaje? ¿Estuvo bueno? ¿Lo pasaron lindo? ―No miraba a las amigas, fue una pregunta en general, al grupo, para quedar bien. ―¡Muy bueno, Laura! Lo pasamos genial. Tendrías que haber ido.―Le dijo una descolgada que tal vez desconocía los pormenores, aunque era dudoso. ―Me alegro, en serio. ―Le respondió a ella, expresamente―. A último momento surgió algo y no pude… ―Lástima. Te lo perdiste. Laura no había terminado de decir su excusa que claramente sonó a mentira, cuando estallaron las carcajadas de Moira y Julieta, mientras Marcela cuchicheaba. No alcanzó a escuchar lo que había dicho, el diálogo completo; sólo palabras sueltas. Algo así como “arrastrada”, “vergüenza” y “turra”. Partes de algún comentario, copia de otros similares que estarían desparramando entre ellas. Laura se puso colorada, no preguntó, se hizo la tonta. Ahora se arrepiente. Podría haber dicho “vení, 30
decímelo en la cara”, “ustedes dan asco” o un insulto para sacarse el veneno o simplemente agarrarlas de las mechas, darles unas trompadas, revolcarse en la arena y las cosas hubieran quedado aclaradas entre ellas. Tal vez habría terminado la historia, o al menos hubiera dado rienda suelta a la violencia que le provocaban. No dijo nada, dio media vuelta y extendió la lona, alejada, a unos metros. No volvió a dirigirles la palabra. Recuerda la culpa y la vergüenza. No soportaba la idea de que llegara a oídos de su padre lo que había ocurrido en Balcarce. Si no hubiese sido por él, habría sido diferente la cosa. Hubieran pagado todos, uno por uno. Laura pasó ese verano preparando el ingreso a Abogacía y las preguntas de su padre sobre por qué se había alejado del grupo de amigas ya no eran el tema central. Será que algo más lo preocupaba. Tal vez él también quería escapar de la realidad. No hablaba, como si negar un problema lo hiciera desaparecer. Era así. Terco. Tomó una decisión, la de mantenerla al margen de la enfermedad, y la sostuvo mientras pudo. Casi hasta el final. En febrero él la llevó a Mar del Plata y la instaló en un departamento de dos ambientes, luminoso y con calefacción. Recuerda el día en que fueron a elegir el departamento, donde su padre pensaba que seguramente iba a vivir durante toda la carrera de abogacía. Vieron tantos que Laura estaba mareada y confundía unos con otros. Había cada porquería. Suerte que el viejo anotaba en su libreta aquellos que les iban gustando. Siempre tan organizado, el viejo.Se quedaron con uno sobre la Avenida Colón, dos ambientes a la calle. El dueño estaba contento, le habrán caído bien. Era una pequeña mudanza que se repetiría entre Pinamar y Mar del Plata, Mar del Plata y Pinamar todos los meses de diciembre y los marzos. Ida y vuelta cada año, por tres años. Hasta que aquel último diciembre Laura dejó el departamento y después no volvió. En la última mudanza la ayudó Martín y fue para llevarla a la casa que habían comprado juntos en el barrio Los Troncos. Con la plata de Laura o de su padre muerto, que es lo mismo. 31
Dejó la facultad para convertirse en esposa, la señora del Dr. López Mauri y se dedicó a esperarlo y a quererlo. Poca cosa. Conoció a Martín en la facultad y fue natural que empezaran a salir. Ella era bonita y él, todo un galán al que deseaban las demás chicas. Pero Martín no se fijó en las demás, se había fijado en ella y Laura, encantada, se enamoró en el acto. Estaba sola en una ciudad nueva y todavía desconocida para ella, con él se sentía protegida y cuidada. Y lo amaba. Nunca podrá olvidar su primera vez con Martín. No porque hubiera sido fantástico ―de hecho, ahora que lo piensa, Martín tuvo una actuación mediocre― sino porque fue la concreción de algo muy ansiado. Él le había hecho el juego del gato y el ratón, sólo que ella había sido el gato y en ese entonces estaba mal visto el avance femenino, al menos ella no sabía cómo hacerlo. Era la primera salida, al fin los dos solos, sin compañeras de facultad o algún amigo de él. Fueron al cine a ver “Danza con lobos”, recuerda bien a Kevin Costner. Ella reponía la cara de Martín en la cara del actor. Un valiente solitario que libró batallas propias y ajenas pero eligió el amor y el honor. Martín era su propio héroe. Después del cine fueron a comer pizza. Cuando la acompañó al departamento, no fue necesaria ninguna invitación a subir. En un acuerdo no pronunciado, Martín tomó las llaves de la mano de Laura y abrió la puerta de abajo. En el ascensor se besaron y por la mano que se atrevió a rozarle un pecho, Laura supo que esa noche, por fin, se iban a acostar. La excitaba sólo la idea de conocerlo en la intimidad, sin ropas y sólo para ella. Había esperado ese momento desde el primer día, cuando empezaron a salir, pero no quedaba bien que fuera ella la que tomara la iniciativa. Él se había hecho desear, por dos semanas completas. Nunca supo si había sido por timidez o falta de deseo. Ahora que lo piensa, Martín siempre fue poco sexual. 32
Ya en el departamento, esa noche, Laura se puso tímida. De pronto tuvo miedo de no gustarle, no llegar a satisfacerlo o simplemente no ser lo que él esperaba. Fueron directo a la habitación y sin retirar la colcha se acostaron en la cama de Laura, cerca de la puerta. Martín estaba demasiado excitado para extender el juego previo y Laura ya estaba húmeda, caliente. Fue rápido pero bueno. No se sacaron la ropa, sino hasta después de terminar y lavarse, para meterse bajo las sábanas. Laura se conformó, él fue más tierno que sensual y ella lo había esperado tanto que no se detuvo en calificarlo. Antes de dormir, lo hicieron nuevamente. Esta vez, más pausado y Laura tuvo el primer atisbo de lo que sería tener un orgasmo. Ella era más sexual que Martín. Laura siempre quería, siempre estaba dispuesta. Casi no iba a Pinamar por no perder un solo día de amor, una noche con Martín. Su padre la visitaba esporádicamente, algún fin de semana que otro. Padre e hija hablaban por teléfono; al principio día por medio, luego al menos dos veces por semana. No era que ella no lo extrañara. Entre las cursadas, los trabajos prácticos, la biblioteca, preparar las materias y verlo a Martín se le pasaban los días. Por eso no se enteraba de los malestares del viejo. Eran las excusas que se repetía para aliviar la culpa, desde la muerte de su padre. El último verano antes de morir, su padre la preparó para el momento. La había ido a buscar a mediados de diciembre, como siempre, y el aire festivo inundaba Pinamar. Los negocios rebasaban de gente y apenas llegaron a la casa ella se puso a ordenar la ropa mientras su padre salió a comprar la cena. Esa noche, instalados en el comedor, Laura recién pudo detenerse en él. Lo miró y lo vio demacrado, más flaco que de costumbre. ―Viejo, ¿no estás comiendo? Estás piel y hueso. ―Una vez que esas palabras impensadas salieron de su boca el padre se
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puso muy serio y ella se arrepintió de la forma en que lo había dicho. ―Comé, Laura. ―Respondió su padre. Sólo eso―. Después hablamos. Laura entendió que la cosa no andaba bien y quiso haberse tragado las palabras pero era tarde. Los bocados del pollo a la portuguesa daban vueltas en su boca y tampoco lograba tragarlos. Ese día, como nunca antes, el silencio se hizo incómodo entre los dos. Padre e hija esquivaban las miradas y él se demoró en terminar la botella de vino tinto, a pesar de que no acostumbraba a tomar. Laura levantó las sobras del mantel y dejó los platos casi intactos en la pileta de la cocina. Frente a frente, tuvo lugar la primera y última charla sobre la enfermedad del padre y su desenlace inminente. Le hizo jurar a su hija que no se iba a tocar el tema después de aquella noche. ―Es mi deseo ―le dijo― y espero que me respetes. Las palabras suelen ser la antesala de los hechos y acá no se va a hablar más de enfermedad ni de muerte. Quiero que me recuerdes sano. Cuando llegue el momento los médicos saben qué hacer. ―Entonces, ¿cuánto tiempo hace que lo sabés? ―Laura lloraba sin poder evitarlo aunque lo que quería era mostrarse fuerte para su padre. ―Bastante. El principio fue una simple tos que no se iba. Si no hubiera sido por la caída del caballo, nunca me hubiera hecho aquellas radiografías. ¿Te acordás cuando me caí del caballo y me disloqué el hombro? ―Laura asintió, eso había sido dos años atrás―. Ahí vieron las manchas. Me negué a la operación, fui por la quimio. Los médicos dijeron que tal vez el cáncer remitiría. ―¿Por qué decís esto, viejo? Estás a tiempo. Nunca está todo dicho. No entiendo por qué te vas a dejar vencer, así no más. ¿Vas a dejarme sola vos también y sin luchar? ―¿Qué podés saber, Laurita? ¿Te parece que no he luchado? Estoy cansado. Y perdoname si te causo dolor pero ya hice bastante. Te quiero mucho pero… 34
Los ojos de su padre eran los de un hombre viejo, sin serlo. Laura vio que lo que lo estaba matando no era el cáncer y sintió que en verdad su padre estuvo demasiado solo. No en ese momento, siempre. Ella fue egoísta al no prestarle la atención suficiente. Debió haber estado más con él, debió haberle preguntado más veces cómo estaba, debió acompañarlo en su tratamiento. Culpa y enojo. Él debió avisarle. ¿Cómo pudieron hablar de trivialidades y hacer a un lado lo que importaba? ―¿Por qué no confiaste en mí, papá? Pudimos hacer otras consultas, los dos juntos. Te pude haber acompañado a Buenos Aires. Incluso ahora, podemos ver los mejores médicos. ―¿Y qué, que dejes la facultad? Lo que quiero es que te recibas. Prometeme acá y ahora que te vas a recibir. Es lo que hubiera querido tu madre. Con lo que te dejo, que no será una gran fortuna pero es más que suficiente, vas a poder seguir estudiando y abrirte camino una vez recibida. ―Prometo, papá, que voy a recibirme y que me vas a ver convertida en abogada. ―No voy a estar, querida. A veces lo que esperamos es que venga la muerte pero viene lento. No podemos imaginar su lentitud. ―El cansancio estaba en los dedos que temblaron cuando se aferró a la copa para el último sorbo, el del final. ―Y lo tenés a Martín, que es abogado aunque no ejerza. ―agregó―. Quién te dice. Tal vez deje de perder el tiempo en el negocio de su padre y cuando te recibas abran juntos su propio estudio jurídico. Es abogado, la familia tiene buenas relaciones en Mar del Plata, ¿qué hace en esa inmobiliaria de mierda? Tal como su padre planteó las cosas, no se volvió a tocar el tema de la enfermedad. Al año siguiente llevó a Laura a Mar del Plata. En marzo la instaló y un mes después de Semana Santa había muerto. Dos cosas no se cumplieron. Laura se hace responsable de una: no se recibió de abogada. De la herencia, lo culpa a Martín.
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—6— Su padre murió en mayo, en Pinamar. El día del entierro, cuando volvió a entrar en su casa, huérfana de padre y madre, comprendió que su vida había cambiado para siempre. Ella no era la misma. Metió la llave y supo que estaba sola. Todo dependía de ella, ahora. Sola, de no ser por Martín. La casa estaba oscura y vacía. No abrió las persianas, necesitaba descansar, lo único que quería era juntar sus cosas, irse de esa casa y dormir. Lo haría en el auto, en el viaje iba a poder dormir. Martín había ido a acompañarla y la llevaría de vuelta a Mar del Plata pero sobre la marcha, él decidió otra cosa. ―Es tarde para viajar. ¿Qué te parece si nos quedamos en Pinamar el fin de semana? ―Le acarició la mejilla, con la yema de los dedos. Era viernes y hasta el lunes no tenía que volver a la facultad. No había ningún compromiso que apresurara el regreso. ―Como digas, Martín. Lo que quieras me parece bien. ―Le sonrió. A ella siempre le parecía bien cualquier idea que emanara de Martín pero ésta la alegró. Pasar un fin de semana juntos de repente le entusiasmaba―. Me voy a dar una ducha y me quiero acostar, entonces. Estoy muy cansada. Al salir del baño, envuelta en su bata de toalla, Martín la esperaba con un té caliente y tostadas con manteca. Con el último bocado, se acostó en la habitación de su padre que ahora, irremediablemente, era suya. Antes de quedarse dormida le vino a la mente un pensamiento inquietante: ¿Tendrá frío, papá? Se asustó ante la idea de su padre en un cajón para siempre. A la mañana siguiente se despertó al amanecer. Los rayos de un sol otoñal se filtraban a través de la cortina mal cerrada y Martín dormía a su lado. No lo quiso molestar. Se vistió sin hacer ruido y mientras calentaba el agua para el desayuno levantó 36
las persianas de toda la casa, corrió las cortinas y permitió que el sol entibiara los ambientes. Desayunó en el escritorio de su padre, demorándose en cada recuerdo. Sus papeles, los libros contables, la máquina sumadora a manija. Cuántas veces había jugado con esa máquina en el pasado, cuántas veces lo había acompañado a su padre en aquel estudio. Mientras él hacía la contabilidad, ella sus deberes. Los dos juntos, cómplices, amándose. Nunca más. Lo definitivo de esa frase la paralizaba. Antes de mediodía llamaron a la puerta. Las tres, parecían trillizas más que amigas. Vestían jeans y sweaters gris, como si se hubieran puesto de acuerdo. De distintos tonos, eso sí, tuvieron criterio o no consiguieron tres sweaters iguales. Marcela, Julieta y Moira, las traidoras. Laura las recibió en la puerta y aceptó las condolencias como si fueran sinceras. ―Laura, nos enteramos de la muerte de tu papá. ―Empezó Moira, la mandaron al frente. Habrán tirado la moneda o se volvió corajuda. En patota cualquiera es valiente. Las tres le dieron un beso, repitiendo el verso aprendido: “Lo siento mucho” aunque no lo sintieran, en absoluto. Cómo esas tres tilingas pudieron ser sus amigas alguna vez. Y no hacía tanto, habían pasado apenas tres años. ―Gracias, chicas. No hacía falta. Vayan tranquilas que ya cumplieron. Apareció Martín en la puerta, con el pelo revuelto pero vestido. Laura agradeció que no estuviera desnudo. Igualmente, las miradas de las tres lo recorrieron y pudo leer en esos ojos asombro, admiración, luego la envidia. Tan predecibles. ―Martín, te presento… Moira, Marcela, Julieta. Amigas de la infancia. Martín, mi novio. Les puso la tapa. Después de los saludos formales dieron media vuelta y se fueron por donde habían llegado. Se casaron antes del verano, el 15 de diciembre. Habían pasado casi siete meses de la muerte de su padre. Cómo se ex37
trañaba el viejo. Pocos invitados y todos del novio. Hicieron algo íntimo, un almuerzo para treinta personas en la casa de los LM. Los López Mauri, infumables. LM los llamaba para sus adentros. Por los cigarrillos. Ella se los tenía que fumar. Por eso, LM. El civil fue un jueves, el sábado a la mañana la ceremonia religiosa. Amaneció soleado y Laura pensó que era buen augurio. Un almuerzo tranquilo, bastante formal y al atardecer los novios se despidieron de los invitados para ir a pasar la noche al Sheraton, recién inaugurado. La noche de hotel fue el regalo de la madrina de Martín. Si la habrán criticado los LM, por amarreta. Esperaban que la mujer de un juez federal soltara algo más queunos pocos billetes por la boda de su único ahijado. A Laura le pareció bien, estaba chocha con el regalo. El domingo por la mañana tomaron un taxi hasta el aeropuerto, volaron a Buenos Aires y de allí a Río. Fueron días hermosos. Martín era un ser adorable, cariñoso, pendiente de ella y de hacerla feliz. Laura pensó, equivocada, que así iban a ser los días del resto de su vida. A la vuelta, terminada la luna de miel y con ella los mejores momentos de aquel matrimonio, Laura dejó el departamento que alquilara hasta la boda y se instalaron en la casa de la calle Viamonte. La habían comprado poco después de la muerte de su padre. Había entrado en escena el primer aporte económico de Laura, y fue sólo el comienzo. Varios retoques, muchos muebles nuevos y una decoración exquisita. Cada detalle, estudiado. Ella había puesto toda su capacidad creativa, además de comprarse las mejores revistas de decoración del momento y consultar cada decisión importante en el estudio de arquitectura que contrató para la remodelación de los baños y la cocina.Ese año no aprobó ninguna materia, tampoco llegó ni al cincuenta por ciento de la asistencia a clases. Sus intereses habían trasmutado. Redirigir la energía hacia la belleza, el arte y lo placentero fue de gran ayuda para atravesar el duelo en los meses posteriores a la muerte de su padre y previos al casamiento. 38
El chalet era una casona de piedra construida en dos plantas, emplazada en medio de un jardín con muchos árboles y pocas flores. Estaba rodeado de diferentes coníferas, mayoría de pinos, un par de cedros, algunos cipreses, dos robles infiltrados para demostrar que en la variedad va el gusto.En el frente, una gran arcada daba lugar al porche, con una puerta principal de doble hoja y ventanas de vidrio repartido. La carpintería, toda de nogal. Ahí, Laura se sintió más que cómoda desde el principio. Cómo no sentirse en la gloria. Tenía veinte años, estaba casada con el hombre que amaba en una casa que se parecía a la mansión de sus sueños. ―Además de ser una buena casa, es un excelente negocio ―le había asegurado su suegro, que de eso sabía bastante, aunque no tanto: quebró a los pocos años. Le gustaba esa casa en toda época del año pero en invierno tenía un encanto especial. El calor de la chimenea la conducía al hogar de los cuentos infantiles, esos cuentos de fantasía que su padre le contaba antes de dormir. Se dibujaba en su mente un cuadro acogedor de fuego encendido, con dos padres cariñosos ―que serían ella y Martín― rodeados de hijos. Imaginaba que juntos iban a lograr esa familia. Quería cinco hijos, como mínimo. Entonces, jamás volvería a estar sola. La vida con Martín no fue fácil. Era un hombre introvertido. Laura dejó por completo la facultad para dedicarse a la casa y atenderlo. Se había propuesto ser la mujer ideal, la esposa perfecta. Lo único que quería era una familia completa. Los hijos no llegaban pero Martín le aseguraba que era por su propia ansiedad. Hay que tener paciencia y no pensar demasiado. Eso puede resumir la vida de entonces, lo que representó el matrimonio con Martín. Paciencia y no pensar demasiado. No. No fue fácil, nada fácil. Alejada de las pocas compañeras de la facultad, alejada de su pasado, salía poco. El gimnasio y alguna que otra reunión con conocidos, todos amigos de Martín. Evitaba el contacto con los LM. Podrían haber llenado el vacío de familia de Laura pero era gente egoísta y fría. Tampoco esta39
ba cómoda con las mujeres de los amigos de Martín. Se aburría en esas conversaciones. Los temas eran la mucama y los chicos, las compras y la farándula. Pasado el primer tiempo, Laura quería volver a la facultad pero en cada intento Martín desestimaba el asunto. ―¿Para qué querés un título que no vas a usar? Colgado de la pared ni siquiera es estético. ―Se lo prometí a papá, sé que si no lo hago me lo voy a reprochar toda la vida. ―Dejate de pavadas, Laura. Vivís como reina, con qué necesidad te vas a romper la cabeza estudiando si no vas a ejercer. Así la convencía. Cierto, para qué quería un título que no iba a usar. No le faltaba nada y ella quería criar a los hijos. Pero cada mes esperaba el embarazo y con cada frustración se instalaba de nuevo la idea de ocupar el tiempo y la mente. Entonces, vacía, dudaba de las decisiones tomadas. En las horas de soledad, mientras esperaba a Martín, pensaba. Pensaba mucho y se cuestionaba, dudaba. ¿No se habría apresurado, al liquidar todo? Hubiera podido administrar el campo y conservar la casa familiar. Alquilarla, así cada tanto hubiera tenido la oportunidad de visitarla y ocuparse del mantenimiento. Incluso, podría haber arrendado el campo. Pero eso hubiera significado dividirse entre dos lugares y dos mundos y Laura apostaba a la familia. Se imaginaba madre de cinco, seis hijos. Hubiera tenido que viajar muy seguido, al menos una vez por mes. Estaba José, el encargado de toda la vida, acostumbrado a manejar las cosas. Laura pensaba que era de confianza, lo consideraba casi como un tío lejano. Con buena voluntad y un poco de asesoramiento tal vez habría llevado adelante el negocio. Pero nunca se había interesado en el manejo del campo y no sabía cómo hacerlo. Martín sembró la duda, la peor de todas. ―Laura, este tipo te está estafando. No puede ser que se hayan muerto tantos terneros al nacer. ―Martín aprovechó los números estampados en la planilla de resumen de existencias de hacienda y las labores realizadas que mensualmente le mandaba 40
el encargado.No tenía por qué mostrarla, al fin yal cabo eran sólo novios pero la recogió de la mesa de comedor. Nadie toma más atribuciones que las que se le otorgan y ella fue floja, muy débil con Martín. ―Martín, siempre sucede. Cinco no son tantos. ―Laura intentaba defender a José, a quien conocía desde siempre―. José es buena gente. ―Para vos, todos son buenos. Así te va. Si no es un sinvergüenza, será haragán. Nadie lo controla. Cuando quieras acordar, no te van a quedar ni los palos del alambrado en pie. La venta se llevó a cabo enseguida. Y porque Martín consiguió un comprador interesado en invertir. Laura indemnizó a José y se deshizo de todo. Era mucho dinero, Laura no se imaginaba cuánto era esa plata toda junta. Quinientos mil dólares. Los guardaron en una caja de seguridad, en el Banco Nación, junto al reloj de oro de su padre y unas pocas alhajas que le habían quedado de su madre. Los hijos no llegaban. Pasaron dos años y cada mes se preparaba para la gran noticia pero terminaba en llanto. No había nada concreto que le impidiera engendrar, no encontraron las causas. Lo devastador, lo fatal, lo definitivo, era que no podían tener chicos. Hicieron consultas con varios médicos pero los tratamientos resultaron infructuosos. Martín no quiso saber nada de someterse a los análisis más específicos. De adoptar, menos. Después, el acuerdo tácito y el conformismo. El crédito a la propia mentira. Los niños interfieren en la pareja. Requieren de toda la atención y a veces son motivo de alejamiento o de divorcio. Laura dejó de esperarlos y miró para otro lado. Se dedicaron a viajar. Durante aquellos diez años de matrimonio hicieron muchos viajes y entre cada viaje no perdían el tiempo. Siempre estaban planificando el próximo. Cuando la relación flaqueaba por los cambios de humor de Martín ―cada vez más frecuentes― Laura sabía que era la manera de romper la tirantez. Esos largos silencios de Martín, a veces sin motivo aparente, la mortificaban. 41
Se sentía culpable de algo aunque no sabía de qué. Si ella era toda para él. Pero ella lo comprendía, y lo perdonaba. Sabía que la inmobiliaria estaba pasando por un momento difícil. Entonces, iba a la caja de seguridad, sacaba algo de los ahorros ―poca cosa porque era para una causa justa― y aparecía con la sorpresa. Una semana a París o una escapada de tres días a Uruguay o un mes por el sudeste asiático, según el ánimo. Si él no se podía alejar de la inmobiliaria, un buen regalo le hacía cambiar la expresión de enojo, lo ablandaba. Un detalle, cualquiera, para limar asperezas y valorizar lo esencial. El amor y la pareja. Los detalles, en aquellas situaciones, importaban. Pero siempre venían de Laura. Se habían agudizado los problemas en la inmobiliaria, cada vez más seguido los abogados se reunían en casa de los LM con Martín y su padre. Indefectiblemente, Martín llegaba tarde y malhumorado, sin ganas de hablar y con voluntad de pelear. No importaba la causa, Martín la llenaba de reproches y se iban a la cama enemistados. Laura cedía, siempre, después de días sometida a esos silencios sofocantes y encontraba un motivo para que la perdonara por algún pecado que no entendía. Aquel día se levantó temprano, luego de que oyera la puerta cerrarse detrás de Martín. Sin desayunar, no sacó el auto. Tomó un taxi en la esquina y en pocos minutos estaba en el centro. Entró a la bóveda del banco donde estaba una de las cajas de seguridad. La otra llave de la caja más grandela guardaba Martín. Él decía que era más seguro que ella dispusiera de la caja chica, más manuable. Sacó diez mil dólares y saldó con ellos lo que le faltaba para comprarle un Rolex Presidente. Laura sabía que el regalo lo ablandaría. El resto del viernes lo invirtió en arreglo personal y la cocina. Cuando llegó Martín, Laura lo esperaba con un lomo a la pimienta y un nuevo corte de pelo. Sobre el plato de Martín, el estuche con un moño dorado. El regalo la habilitó con un mes de buenos tratos, palabras dulces y algún que otro gesto de cariño.
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—7— Esta ruta le recuerda a Martín. Por el color del cielo o los campos sembrados o el aroma a mar, quién sabe. Fueron diez años de matrimonio y tantas cicatrices. Mejor no pensar en los malos momentos y menos, pensar en los buenos. Los buenos recuerdos se fueron con cada peso que se llevó Martín o con la sangre que se iba de sus muñecas, diluyéndose en el agua de la bañera. Aunque a veces los recuerdos volvían, sin aviso, y la inundaban como un veneno que se derrama. Por dónde andará Martín. Supo que aquella mujer, la rubia del diván, se fue con otro y que él no tuvo hijos. Un día, poco más de un año atrás, Laura se encontró con la empleada doméstica de sus ex suegros. Había acompañado a Julio a un congreso de psiquiatría en Mar del Plata. Se habían hospedado en el Sheraton y mientras Julio quedaba en la sala de conferencias, con sus colegas, Laura salía sola. Esa semana la tomó como unas vacaciones de Julio, una liberación. Iba de compras, al cine, a tomar un café o simplemente se calzaba las zapatillas y caminaba por la costa. Mientras hacía su caminata, se cruzó con una cara conocida. Marta, quien hacía la limpieza en casa de los LM cuando ella estaba casada con Martín. La reconoció enseguida, cómo olvidarse de algo, cualquier detalle que se relacionara con aquellos tiempos. Pensó en seguir su camino, no detenerse a conversar. Tal vez tuviera suerte y esa mujer no la recordara. Al pasado no hay que ir a buscarlo. Menos, recibirlo con brazos abiertos. La que abrió los brazos y la apretó contra su pecho hasta dejarla sin aire fue la otra, la empleada de tantos años. Marta. Hizo tanto aspaviento que a Laura le dio vergüenza. Miró para todos lados, a ver si había alguien más que la reconociera. 43
―¡Señora Laura! Qué casualidad, hace dos o tres días me estaba acordando de usted. Me preguntaba qué será de la vida… y ahora la encuentro. Cuánto lamenté lo que le pasó. No se lo merecía. ¡No, señor! Yo me enteré de todo. Fue terrible. Los señores hablaban todo el día del escándalo. Al principio. Después se olvidaron y los invitaban a comer y todo. Y bueno, es el único hijo. ―Hola, Marta. Se la ve muy bien. ―Fueron las únicas palabras que Laura pudo pronunciar. La verborragia de la mujer llenó la charla. ―Usted está igual, más linda. Qué tonto, este Martín. Al fin y al cabo, la fulana aquella le duró poco. Lo dejó por otro, parece. Vio que una, cuando trabaja en una casa se entera de todo. Se volvió a casar. La nueva señora López Mauri no vale nada pero tiene plata, parece. Se casaron hace dos años. No tienen hijos. Parece que ella no sirve, tampoco. Perdón… La mujer siguió hablando de su vida, de sus propios hijos, pero Laura observaba el movimientode esos labios, asentía o negaba y quería que desapareciera. Quién sabe, tal vez el del problema era él. Sí, Laura ya sabía que era él. Para qué quería corroborarlo. Ella sí podía. No tuvo hijos, según dijo Marta. Pero ya no importa. Que Dios lo ayude. Es pasado y el pasado está muerto y enterrado. Quién sabe. Esa noche, en Mar del Plata, volvió a soñar con aquel día. Años que no soñaba con ese momento, creyó que había superado el trauma. Volvió a vivirlo, como si estuviera sucediendo de nuevo. Como le pasó tantas noches, después de que lo encontrara con la otra. Si algo agradece a aquella clínica, la de Julio, donde la internó Martín, es que allí no soñaba. Pudo descansar de los recuerdos, de verlo a Martín sobre el cuerpo de alguien que debió ser ella pero que no era ella. ¿Así se habrían visto, desde lejos, ella y Martín cuando hacían el amor? No. Laura era morocha.
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Aquella tarde, años atrás, Laura había terminado de hacer unas compras por Alem, pasaba por la puerta de la inmobiliaria y se le ocurrió subir. Compró un budín de limón en la panadería de al lado. Era buena hora para tomar un café, juntos. La noche anterior se habían reconciliado de otra de sus peleas y Martín se había despedido por la mañana con un beso en la boca. Raro en él, que ya no era tan apasionado. Al salir del ascensor, la recepcionista le abrió la puerta, al mismo tiempo tomó el teléfono pero antes de que pudiera anunciarla, Laura ya había entrado a la oficina. La imagen de Martín con su secretaria quedó grabada para siempre. ―¡Laura! ―Todavía estaba sobre la amante. Cuando se dio cuenta, pegó el salto y se paró mientras se subía los pantalones y se abrochaba la bragueta―. ¿Qué hacés acá? La mujer quedó casi desnuda y sola, quieta. El cuero negro del sillón era un buen marco para el cabello rubio en abanico, la camisa blanca abierta, la pollera levantada hasta la cintura y la burla en la mirada. Por fin, esos ojos burlones se desviaron. Había entrado la recepcionista. Al minuto, toda la inmobiliaria supo del bochorno. ―¿Qué hacés, boluda? ¡Vestite y andate! ―Martín despachó a la rubia. Laura no habló. Como si hubiera quedado sin palabras. Muda. ¿Qué se dice en estos casos? No encontraba palabras. No habló en ese momento, cuando debía haber gritado pero salió corriendo. No habló cuando se encontraron frente a frente esa noche, en la casa, y él buscaba el perdón a cualquier precio. No habló durante muchos días. No habló hasta que le pidió el divorcio. Martín tenía que pagar por esos largos silencios a los que la había condenado, por aquellas rabietas sin motivo, sus enojos infundados. Ella sí, que tenía motivos. Ahora sí. Y los iba a hacer valer. Los padres de Martín intentaron hacerla cambiar de opinión, querían calmarla, hacerle ver que un desliz se puede perdonar. Que el matrimonio es cosa seria y está más allá de una 45
aventura. No lo iba a perdonar. Se iba a cobrar cada uno de esos momentos de injusticia que había pasado, cuando se creía que él tenía razón en enojarse, por no ser la mujer perfecta. Algo se había roto en su interior y era definitivo. No tenía arreglo. Martín juró que la secretaria estaba despedida. Como si lo que Laura necesitara fuera sólo que la despidiese. Necesitaba que aquella mujer desapareciera del mundo, del planeta. ¿Qué es eso? Esfumarse, hacerse humo, evaporarse. No haber existido. La primera entrevista con el abogado fue al cumplirse un mes del incidente, a un mes de dormir sola, de haberlo mandado a la habitación del fondo y sentirse poco más que una cucaracha. El ego, por el piso y del orgullo, ni noticias. La peor decisión: consultar al abogado de la familia, un amigo de los LM. La segunda, en realidad. La primera: no haber corrido a la bóveda del banco para llevarse el dinero que después iba a desaparecer de la mano del cretino de su marido.
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—8— Laura no recuerda cómo llegó a su casa de la calle Viamonte, olvidó todo lo ocurrido inmediatamente después de la escena del sillón. Sí estaba claro que llegó a la casa en auto. Tenían dos. Ella andaba en el Clío, mientras que Martín usaba el Laguna azul. Para dar buena impresión a los clientes, decía, “dime en qué auto andas y te diré quién eres”. Tanto uno como el otro, eran de ella. Los había comprado con el dinero de la herencia. Pero Laura nunca había reparado en esas cosas. Todo era de los dos. En realidad se había comprado un marido, aunque la compañía dejara mucho que desear. Mal negocio. Recuerda que llegó ella e inmediatamente llegó Martín. Apenas había tenido el tiempo justo para abrir el garaje, guardar el auto y volver a cerrarlo, dejar las llaves en el dressoir de la entrada y servirse un poco de agua de la heladera. Tenía que deshacer aquel nudo que le cerraba la garganta. Tal vez con un poco de agua lograra abrirla. Cuando oyó que llegaba Martín, Laura se encerró en su cuarto y sacó la llave de la cerradura. Se desnudó y se metió en la cama. No le abrió. Él golpeaba la puerta, hablaba bajo, pedía perdón. Primero fue suave, casi delicado. Suplicaba. Luego imperioso, pedía que le abriera. Se impacientó, pateó la puerta y se fue. Esa noche Laura tomó tres pastillas. Quería dormir, a ver si amanecía y todo resultaba ser una pesadilla. No era un sueño. Cuando se despertó la realidad la aplastó de nuevo. Era mediodía y la casa estaba en silencio. No podía seguir en ese cuarto, no había forma de escapar ni siquiera para adentro. Era una mujer engañada. Otra de tantas pero no cualquiera. Era ella.
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Cuando se atrevió a salir comprobó que Martín había dormido en la habitación del fondo. Se habría ido a trabajar con la misma ropa del día anterior, la que estaría arrugada y sucia, impregnada con el perfume de la otra. Estiró las sábanas para que Teresa no advirtiera que las cosas entre los señores andaban mal. Venía dos o tres horas por la mañana. Poco iba a demorar en enterarse de la situación pero ese día Laura no estaba de ánimo para explicaciones ni comentarios. Mudó la ropa y las cosas personales de Martín desde la habitación principal hacia la que sería, de allí en más, la habitación de su marido. Lo exilió de su cama. Simuló que todo estaba bien. Se duchó y cambió el almuerzo por un té. El estómago no admitía nada más que agua. Hizo las compras como de costumbre y dejó en la heladera lo necesario para que cuando él llegara pudiera prepararse algo por sí solo. Fue al gimnasio al atardecer, como si nada. ¿Era cosa de ella o la miraban distinto? Todas sabían. La bola había echado a correr. Cuando regresó a la casa ya estaba Martín. Esta vez no pudo huir ni esconderse, fue el primer encuentro cara a cara y no le quedó alternativa. Tuvo que mirar esos ojos, sacar coraje y poner el pecho a una conversación. ―Tenemos que hablar. No tiene sentido que sigas negándote al diálogo. ―Acá sobran las palabras. ¿Qué me vas a decir? ¿Que hubo un malentendido, que no eras vos el que estaba arriba de esa mujer? ¿Ahora querés hablar? ¿Ahora porque te conviene? ¿Ahora, cuando me condenaste por años a esos silencios tuyos sin sentido, de nene caprichoso? ―Estás cambiando las cosas, Laura. ¿De qué hablás? ―De vos, de mí y de todo. De esa mujer. ―Sos mi mujer, Laura. Lo que viste es algo sin importancia, algo del momento que no significa nada. Fui un estúpido, tenés que perdonarme.
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―Hace mucho tiempo que es lo nuestro lo que no significa nada pero no lo quise ver. Yo te quiero, Martín. ¿Vos me querés? ¿Alguna vez me quisiste? ―No sé qué tiene que ver el amor en todo esto. Estás mezclando las cosas. Por supuesto que te quiero. Llevo diez años casado con vos. Cierto, nunca se mencionaba el amor. Ni en ese momento ni antes. Buscando en la memoria, Laura no recordaba haber escuchado esa palabra de labios de Martín. La semana que siguió a la tarde de su tragedia fue de completa agonía. Empezó ella, por primera vez, la guerra fría. Implementó la técnica instaurada por Martín. Los silencios. Sólo que ella, a diferencia de él, tenía razones valederas. Fueron tiempos duros. Tuvo conciencia, por primera vez en su vida, de que estaba realmente sola. Sin familia, sin amigos verdaderos, echó de menos a su papá más que nunca y extrañó a aquella madre que se fue tan joven. Cuánta falta le hubiera hecho alguien que la amara, así ella hubiera podido llorar en paz, sobre el pecho de un ser confiable. Relajarse y que alguien la defendiera. Ah, si sus padres hubieran vivido. Ahí sí, habría sido más cuidadoso ese hombre ante el engaño y la estafa. O no se hubieran casado. Tal vez Martín sólo se había casado con ella por el potencial que significaba Laura con su billetera. Tal vez Martín se casó con el dinero. Los LM intentaron por todos los medios que olvidara lo que había pasado. El padre de Martín la llamaba casi todos los días, hasta que Laura dejó de atenderlo. Entonces, la madre se apareció de visita. Al abrir la puerta de entrada, Laura no lo podía creer. La señora López Mauri en persona. Rara vez iba a casa de Laura, tal vez para algún cumpleaños de Martín, y siempre la trató con frialdad. Cuánto había deseado encontrar en ella una madre. Eso era antes y no pudo ser. Ya era tarde. La ofrenda de paz fueron masitas finas y rosas.
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―Esto no es un velorio. A qué viene. ―Laura sabía que esa vieja seca no venía por iniciativa propia. Vaya a saber lo que el marido habrá tenido que insistir para convencerla. ―Laura, no es para tanto. ―Le dio un beso rápido y las ofrendas cambiaron de manos. ―Pase. ―Laura se hizo a un lado y cerró la puerta detrás de la suegra―. No, no es para tanto… ―La voz de Laura fue apenas audible. La hizo entrar y Laura sirvió el té en el living. Puso las masas finas en una fuente de plata y el ramo esperaba una decisión en la mesada de mármol de la cocina. Tomaron el té en silencio. Por intervalos se miraban, para luego desviar la vista. No se dijeron demasiado, nadie iba a declarar cuán convincente o no había querido ser la intermediaria. Después de una media hora prudencial la señora LM se retiró. Había cumplido con el mandato, la presencia. Las flores pasaron a un florero de cristal y terminaron en la habitación de Laura sobre la cómoda. Laura no pudo renunciar a disfrutar de semejante arreglo floral. Ella amaba las rosas, Martín jamás le traía rosas. La madre de Martín, a fin de cuentas, había cumplido. Fue por obligación, porque era lo que se esperaba de ella. Al igual que Martín, que al principio hasta pareció que iba a llegar a humillarse para que Laura lo perdonara. Al principio. Después, él tampoco habló más. Fueron semanas de soledad, tristeza, desamparo. Cada noche tomaba pastillas para poder dormir. De a tres, tomaba. Pasado un tiempo fue a ver a Jaime Urdaondo, el abogado de la familia y amigo de los LM. Gran error. Pensó que lo mejor era manejar la separación como gente civilizada. En ese momento a Laura le importaba mantener una cierta postura social. O impostura. Guardar las formas, por decoro. Conservar la dignidad. Resabios de la contaminación, de los diez años compartidos con aquella familia, que vivía para “el afuera” y el “qué dirán”. O, ahora piensa, la verdadera razón por la que fue a ver a Jaime era para que intercediera y Martín volviese a ella y com50
pungido, le rogara que lo admitiera de nuevo en la cama y en su vida, que quería que todo volviera a ser como antes, que le permitiera amarla. Aquello no ocurrió. No. Martín ya había hecho pública la relación con su ex empleada. La tenía en un departamento en el centro pero no convivían porque él esperaba el divorcio. Y ella, que había querido mantener la dignidad. Pasó un mes más entre reuniones. Reuniones entre ella y el abogado, ella con el abogado y Martín, ella con el abogado y el padre de Martín. Había que decidir la mejor forma de separarse sin levantar mucha polvareda. Fue la oportunidad para Martín. Y así Laura le dejó la fuente llena para que se sirviera. Y Martín se sirvió, la desplumó. Una mañana fue al banco, tal vez por intuición tardía. Al bajar las escaleras y pedir acceso a sus cajas de seguridad la empleada le comunicó que habían sido cerradas por su marido, el Dr. Martín López Mauri. Tuvo que sentarse unos minutos para recomponerse, ordenar las ideas. Pensó en las prioridades: serenarse, ir al estudio Urdaondo. Ir a la policía y después al juzgado. Al juzgado primero y después a la comisaría. ¿Al juzgado? ¿Quién la iba a recibir? ¿A la policía? Ni le iban a tomar la denuncia. Además, entre cónyuges no hay robo. Él tenía acceso a las cajas de seguridad, al igual que ella. No, la única opción era el abogado, su propio abogado, el amigo de los LM,¡Urdaondo!Serenarse, primero. No recordaba dónde había dejado el auto ni la hora que era ni la dirección del abogado. ―No hay nada que hacer, Laura. ¿Cómo probamos cuánto dinero había en aquellas cajas? ¿Había dinero? Laura supo, por esas palabras, que de no haber tenido Martín la iniciativa del robo, el mismo Urdaondo le habría aconsejado que se apresure a tomar el dinero. Urdaondo era cómplice de Martín. Eran amigos, a Martín le debía lealtad. No hay lealtad ni amistad entre delincuentes. Cómplices, más bien. Cuando llegaron a la instancia judicial, Laura se encontró sin nada. Los dos autos y la casa, que se había escriturado después de la boda, eran bienes gananciales. Poco significaban la 51
mitad de la casa y un auto, sin dinero para mantenerse. Por otra parte, si los vendía, tendría dinero para comprar un departamento chico, aunque cambiara el nivel de vida. No sería la primera ni la última mujer divorciada en adaptarse a una nueva condición. Pensó que conseguiría un trabajo. Podría trabajar de cualquier cosa, tenía dos manos y dos piernas, un buen cerebro. Se iba a ofrecer como empleada de algún negocio, como secretaria en algún estudio de contadores, arquitectos... de abogados no, por favor. O sí, la necesidad no tiene prejuicios. De cualquier modo, era joven y apta para ganarse la vida. Algo iba a conseguir. Fue a una inmobiliaria del centro, la competencia de los LM. Puso la casa en venta. Llovieron interesados para comprarla y la mostró tres veces. Faltaba poco para el cambio de vida. Aunque sería duro, iba a salir adelante. Se había hecho a esa idea, hasta que se pidieron los certificados de “libre deuda” al registro de propiedad. La casa estaba hipotecada. Martín debía ese dinero y más. Estaba por salir la orden de remate. Perdió la casa y los autos al poco tiempo.
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—9— La salvaron por casualidad o porque dejó la puerta sin llave. Tal vez a propósito, queriéndolo o sin querer. No recuerda exactamente qué la llevó a cortarse las muñecas. Aquella noche abrió una botella de champagne de la heladera y se tomó tres pastillas de Valium. Su intención había sido dormir bien, sólo eso, al menos por esa noche. Preparó un baño de espumas, se llevó la botella dentro del balde con hielo y una copa. Lloraba escuchando los lentos de Rod Stewart, que se burlaba desde el equipo de música de su habitación. Es lo único que recuerda. Martín llegó a la casa, tarde y todavía de noche. La puerta de la habitación principal estaba abierta, la luz encendida y la música seguía sonando. Desde que Laura lo había descubierto con la secretaria, mantenía la puerta cerrada, como símbolo de exclusión. Aquel cuarto era una fortaleza que lo marginaba, dejándolo sin posibilidades para ofrecer o pedir una tregua. El último bastión, propiedad sólo de Laura. Él se atrevió a franquear la entrada y llegó hasta el cuarto de baño. Entre el agua rojo–sangre, la piel de Laura estaba tan blanca como el enlozado de la bañera. Casi desangrada. Martín le aplicó dos vendajes fuertes y llamó a emergencias. Laura se despertó sola, en una habitación de la clínica Colón, cuando un rayo de sol se coló por la ranura de la cortina y le dio de lleno en los párpados. Sobresaltada, pensó en un incendio o lo estaba soñando. Gritó y se incorporó en una cama que no era la suya. El ardor en sus muñecas vendadas le recordó el episodio de la bañera, así pudo deducir dónde se encontraba y por qué.
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Amanecía. Inmediatamente apareció por la puerta entornada una enfermera y no por su grito, si es que gritó. Cambio de guardia y reconocimiento de terreno. Poco más de las seis de la mañana, le dijo cuando Laura quiso saber la hora. Después la regañó. Cómo una chica tan bonita iba a querer cortarse las venas. Y sí, mirando un poco a la enfermera Laura le dio sentido al razonamiento de aquella mujer. Qué puede saber. Nadie sabe nada, ni tienen remota idea. A media mañana vino a su habitación un psiquiatra, quiso establecer un primer contacto. Seguro que estaba en el protocolo de la clínica y los protocolos no deben obviarse. Lo habrán mandado para evaluar su grado de locura. Qué le importaba. Ni a él ni a nadie. Todos podían irse al diablo. Ella no quería hablar, sólo quería saber por qué no estaba Martín. Constantemente miraba hacia la puerta esperando verlo llegar con su traje impecable, el de las rayas grises sería el adecuado para la situación. Ceremonioso, con un ramo de flores y su media sonrisa, pidiéndole que todo volviera a ser como era antes. Antes de la secretaria o antes de haberse convertido en el extraño de los últimos tiempos ¿Por qué no viene? Tiene que venir, ya tendría que estar acá. Esos pensamientos y la esperanza de un Martínarrepentido ocupaban toda su cabeza, la invadían, no quedaba espacio para una conversación con el psiquiatra ni con las enfermeras. La cabeza retumbaba de necesidad, le rebasaban las ganas de verlo deshecho en disculpas. Martín no llegó sino hasta la tarde. Con la boca apretada en una línea furiosa y los ojos fríos le dijo que el psiquiatra lo había hecho responsable por la integridad de ella en el futuro. Porque era su mujer. Que no podía dejarla sin la asistencia correspondiente, a la buena de Dios. La creía capaz de volver a intentar “otra locura”. Enojado la llevó a casa y le indicó que al día siguiente, a las nueve en punto, tenía turno con el Dr. Tempone. Él mismo la llevaría hasta la puerta del consultorio. Ella conocía bien a Tempone, un psiquiatra que se movía en el ambiente de los LM. Laura se había tratado una o dos veces des54
pués de la muerte de su padre. Era un hombre cordial, a quien encontraba cada tanto en alguna que otra reunión en casa sus suegros. Siempre la trataba con afecto, le daba muestras de cariño. Después de los saludos de cortesía le dedicaba una mirada cálida, de aprobación, como indicando que todo estaba en orden y eso era lo que Laura necesitaba por esos días. Cariño, más que un psiquiatra pero rara vez una recibe lo que necesita y ésta no sería la excepción. A las nueve menos cuarto Martín la estaba esperando, de mal talante porque estaba perdiendo el tiempo y encima tenía el peso de una responsabilidad impuesta por el psiquiatra de la clínica y un juez. Él, que detestaba asumir compromisos y encima digitados por terceros, había dejado de lado cosas importantes por ella. Un cliente, una escrituración, pilas de contratos. La amante. Quién sabe. Ella se había dejado la vida por él y no se lo echaba en cara, ¡qué tanto! ―Te volvés en taxi―sentenció Martín, y la dejó en la sala de espera del consultorio. El Dr. Tempone la recibió con una sonrisa casi paternal, o con lástima, quién sabe. Fueron dos o tres sesiones de silencios a lo largo de aquella semana, en las que invariablemente se sentaban uno frente al otro con el escritorio de caoba entre los dos. Al principio Tempone indagaba, quería saber. Luego hacía comentarios sobre la situación del país, la inflación y los políticos, intercalando con comentarios de la humedad en Mar del Plata y del próximo viaje que estaba programando para darle el gusto a su mujer. También se interesaba por Laura. Quería sacarle una palabra. ―Sos tan joven, Laura. Tenés todo el tiempo del mundo para hacer con tu vida algo bueno, para empezar de nuevo. ―La quería conformar, Tempone y Laura callaba. ―Te gustaba Derecho, ¿Por qué no retomás los estudios? Nada, Laura seguía muda. Después, entre tanto silencio, se daba por vencido y ocupaba el tiempo en otras cosas. La segunda media hora, que esta55
ba paga y había que justificar el gasto o al menos no dejarla ir, hablaba por teléfono y miraba la agenda. Cancelaba citas, organizaba una cena, saludaba a un amigo. Se reía. Cómo pudo alguien reírse por aquellos días. Sólo se ponía serio cuando volvía su mirada sobre Laura, al cumplirse el tiempo de consulta, y la despedía, solemne, hasta la siguiente sesión. Después de aquellas dos o tres visitas a Tempone, éste le dijo a Martín que ella no estaba cooperando, que no podía hacer más, que no tenía caso seguir perdiendo el tiempo. Que no volviera por el consultorio. Laura sintió alivio, quería estar sola y se refugió en la casa, su guarida, para resolver sola la maraña de dudas que era su mente. Por entonces no buscaba ayuda, le gustaba pensar y repensar sus desgracias. Lamentarse de sí misma, alimentar el morbo enroscada en la oscuridad. Capaz que la iban a dejar tranquila en su casa de la calle Viamonte. Pero, ¿no se la iban a rematar? Eso le había dicho el abogado, no se podía frenar el remate judicial ¿Dónde iba a vivir? ¿Alguien le daría un trabajo, como secretaria tal vez? Los LM tenían contactos, podrían ayudarla a encontrar empleo. Les daría vergüenza ponerla a trabajar con sus conocidos. Entonces, ¿la iba a mantener Martín? Debería. Se lo debía. En lugar de eso, Martín consiguió una orden judicial y la internó en una clínica psiquiátrica al Norte de la Capital. La clínica de Julio Basterrica.
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—10— Laura mira el horizonte, el final de la ruta. Los charcos imaginarios no son espejismos, son la buena noticia, el augurio de una vida sin lazos, sin ataduras. De ahora en adelante, es libre. Cada acto va a ser la consecuencia de su propia decisión. Un futuro de independencia, un camino tapizado por sumas y restas en su cosecha. ―Señora, tengo que cargar combustible, por si quiere refrescarse. En diez minutos estamos en Dolores. ―El conductor la mira por el espejo. Habrá visto algún destello de rebeldía, la revancha del postinconformismo. ―Gracias, está bien que cargue en Dolores. Tengo que ir al baño y de paso lo invito con un café. Mientras Ramón se ocupa del auto, Laura se dirige al baño de damas. El olor a desinfectante la lleva de nuevo a otro viaje, hace más de diez años. ¿Por qué no se puede despegar del pasado? Sacude la cabeza. Mientras se enjuaga las manos admira su imagen actual. Se gusta. La última aplicación de botox estuvo mejor, le tensa en forma natural el entrecejo y los párpados. Nada artificial. No como aquellas que piden más para espaciar las aplicaciones y al final lo único que logran es acentuar la parálisis provocada mientras esperan la reabsorción. Ahí llega el mejor momento, que pasa pronto para volver a aplicar. Todo pasa. También el efecto del botox. Bueno, este centro de estética es caro pero lo mejor de Buenos Aires. La cara en el espejo. Se recuerda enotro viaje, en el mismo espejo, con ojeras y el cutis tirando más al amarillo verdoso que al tostado. A su lado, en contraste, la cara redonda de su mucama. Teresa, su propia empleada, traidora, que le sonreía mientras Martín las esperaba afuera. Nada queda de aquella Laura 57
anestesiada, confundida por la medicación, que años atrás se miraba sin saber adónde la llevaban. Llegaron a media tarde. Era un viernes. Se abrió el portón y el Laguna continuó la marcha. Un camino empedrado serpenteaba entre los álamos y al final, un gran parque con el césped bien verde, demasiado, tanto que encandilaba. Macizos con flores y arbustos, mucha arboleda y bancos de plaza diseminados bajo la sombra de aquellos árboles. Al final, una casona inmensa de dos plantas, recién pintada de rosa viejo, rodeada por una galería cubierta donde había varios juegos de mesas con sillas de jardín. ―¿Qué es esto? ―Preguntó Laura, presintiendo que no era la clínica para hacerle otros estudios, donde le habían dicho que la llevarían.―Esto no se parece a una clínica para los análisis que me dijiste, Martín. ―¡Qué buen lugar! ¡Qué lujo! Me encanta el jardín. Me imagino las caminatas, ahora que se viene la primavera, señora Laura. Va a disfrutar mucho acá.―Teresa quería convencerla de que eso no era la cárcel. No, claro que no. Era una prisión de lujo que iba a ser pagada con los últimos pesos de Laura, hasta que se acabaran. ¿Qué hubiera pasado si no hubiera conocido a Julio? ¿Hubiera terminado en otro internado, pero de medio pelo? Quién sabe. ―Muy lindo, sí. Para que se queden ustedes. Esto es un loquero. Hijo de puta. ―Le lanzó el insulto en voz muy baja. Todavía no se acostumbraba a llamar a las cosas por su nombre. No había internos afuera, era la hora del té y estaban todos en el salón comedor. Salió a recibirlos el administrador con una enfermera y un guardia, que abrió la puerta del auto para ayudar a bajar a Laura. O para detenerla si le daba por salir corriendo. Pero ella ni siquiera atinó a dar un paso en contra del destino que le habían impuesto. Estaba dopada y resignada y entró. No miró a su acompañante y fue la última vez que vio a la mucama que ella había contratado, que ella pagaba todos los meses. Trai-
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dora. No se despidió de Martín. Lo hubiera escupido aunque pensándolo mejor, tendría que agradecerle. Nunca más lo vio.Personalmente. Supo de él por Internet. En estos años lo googleó miles de veces. No vio fotos pero leyó su nombre. Letra por letra, su nombre. Mil veces. Número a número, el documento nacional de identidad. La llevaron hacia la planta alta por una escalera de madera maciza y barandas torneadas. La escalera continuaba pero ella era paciente del primero. El segundo piso, después lo supo, tenía habitaciones con características diferentes para internos diferentes. Allí también había castas, a manera de un psiquiátrico. Eso sí, para ricos. La diferencia radicaba en las normas de seguridad, según el grado de locura. Pero eso lo supo después. A través del pasillo, mientras caminaba del brazo de la enfermera ―en realidad era la enfermera quien la llevaba―, contó cuatro puertas hasta que se abrió la quinta a la derecha. ―Este es su cuarto, Laura. Mire qué buena vista, es una de las mejores con vista al parque y al arroyo dela chacra del vecino. ―Le dijo la jefa de enfermería. Muy lindo, el parque. Podía acceder en cualquier momento del día. Muy linda la clínica, rodeada por un muro disimulado con hojas de hiedra y otras trepadoras para dar la ilusión de libertad y naturaleza sin fin. Cárcel de lujo. Todo estaba estudiado. Habían invertido en paisajismo, sin dudas. Era, también sin dudas, el lugar que elegirían los locos ricos si les dieran a elegir entre eso o paredes grises manchadas de humedad. Si se puede elegir, se elige siempre lo que nos acerca a la idea del Paraíso. No importa si existe el Paraíso o si es un lugar inventado como meta, amenaza o correctivo. Por lo menos, la clínica era linda. Mejor, si se quiere, que la casa que los acreedores de Martín le iban a rematar pero ésta no era suya y había que compartirla con los locos. Entraron a la habitación dos mujeres del personal de servicio. Dejaron el equipaje al costado de la cama y le llevaron un té. Su mucama ―ex mucama― había preparado sus pertenencias en 59
una valija grande. Demasiado grande para unos pocos días, ahora que lo pensaba. Qué ilusa había sido. Tendría que haber prestado atención al volumen de su equipaje, además del bolso de mano ―el más grande, para contener los cepillos, el secador de cabello, las cosas de tocador, cremas y maquillajes―. Se hubiera dado cuenta de que estaban planeando para ella una larga estadía fuera de su casa. Pero cuando aquella mañana de viernes subió al coche, Laura no pensaba. Estaba en su propio mundo y ajena a los bultos que llenaban el baúl del Laguna. También esa fue la última vez que vio su Laguna azul. Desgraciado, Martín. Flor de hijo de puta. Se lo tendría que haber dicho muchas veces, más de una vez. Como una letanía. Hijo de una gran puta. Hijo de puta. Hijo de puta. ―Tome esta pastilla, señora Laura. La va a ayudar a relajarse. Mientras tanto, disfruteel té de hierbas. Se va a sentir mejor si duerme un poco antes de la cena. ―La conformó una de las mucamas. Esa noche le subieron la bandeja con la cena. No la habrán creído capaz de reponerse a la impresión de ver a todos los locos juntos comiendo en un mismo salón comedor. Al menos, el primer día, el de la llegada. Demasiados golpes, todos juntos. Recién el sábado pudo compartir todas las comidas con el resto de los internos. No era comida típica de hospital, había una carta donde podía elegir entre cuatro menúes, incluso hacer algunas variaciones. Entre las lasañas, la carne y la ensalada, aquella noche eligió las pastas. Contaban con un chef cocinero y no había más de veinte pacientes, por aquel entonces. Al otro día, sábado, pudo bajar y estuvo lista para compartir algunas actividades generales. Desayunó en comunidad. El salón comedor no distaba mucho del que pudiera pertenecer a cualquier hotel de varias estrellas, que ella tanto conocía. Al fondo del salón se había dispuesto una mesa larga con manteles blancos y bandejas con tostadas, tortas y medialunas, con lo necesario para el que deseara servirse. No obstante, las mucamas se paseaban entre las mesas ayudando a los que no se levan60
taban de sus asientos. Había mesas cuadradas, dos ocupadas por una persona, otra de dos, otra de cuatro. Dos mesas redondas que estaban llenas, donde varios locos compartían sus monólogos. Bullicio, justo lo que Laura evitaba por las mañanas al levantarse. Nunca le gustó hablar hasta después del desayuno. Costumbre. Los manteles blancos llegaban hasta el suelo y acompañaban silloncitos tapizados de azul pastel. Laura escogió una mesa cuadrada, donde desayunaba una mujer elegante, quería estar sola pero estaban todas ocupadas. Pidió permiso y se sentó, la mujer le sonreía. Era una mujer bien arreglada, unos diez años mayor que ella. Luego, Laura se levantó y miró lo que había en la mesa larga. Puso en un plato dos medialunas para acompañar el café con leche, que también se sirvió ella misma. No necesitaba de las mucamas, todavía. Aunque sabía que de tener que estar en este loquero, pronto tendrían que enchalecarla y lo iba a tener que tomar con pajita. No, antes encontraría la forma de convencerlos de que no era su lugar. No estaba loca. ―Probá el jugo de naranja, querida, hoy exprimieron naranjas frescas. A veces usan ese jugo artificial con hollejos plásticos. ―Le aconsejó la señora―. Marta, me llamo Marta. Hace seis meses que estoy acá. Esquizofrenia. Mis hijos dicen que no me pueden tener y no confían en una acompañante. Pagan fortunas por deshacerse de la madre loca. Ando mejor, no te asustes. Tranquila, que acá se vive bien. Pudo hablar escasamente con Marta pero le pareció normal y decidió que compartiría con ella las comidas. Se iba a encargar de caerle en gracia. Marta había terminado su desayuno y la vinieron a buscar para asistir a consulta. Después del desayuno se dedicó a recorrer la planta baja. Salió del comedor, a la derecha estaba la oficina de administración y más allá la puerta de entrada que daba al parque. Por tanto, se dirigió hacia la izquierda por el pasillo. Atravesó la primera puerta. Había un gran living con cuatro grupos de sillones de cuero beige con sus respectivas mesas ratonas, cuadradas, 61
de roble. No había alfombras. Le hubieran gustado alfombras peludas y mullidas, de un color beige claro o naturaldebajo de cada uno de los espacios de living. Pero claro, mucha gente y mucho pisoteo. Los pisos, como todos en la clínica, salvo los de los baños y la cocina, eran de pinotea en excelente estado de conservación y bien lustrados o plastificados. Al otro lado, contra el enorme ventanal, una mesa larga de madera dura laqueada, con juegos de salón. Desde el inocente Ludo hasta un Ajedrez, pasando por mazos de naipes, el Estanciero, el Backgammon y una ruleta. Por esas horas no había mucha gente, estarían en el patio o en el gimnasio o en terapia. Sólo un trío de señoras mayores, dos en sillas de ruedas, parecían entusiasmadas en campeonato de rompecabezas. Salió rápido de allí. No fuera que la descubrieran y se viera obligada a rechazar una invitación para sumarse al juego. No estaba para rompecabezas. La puerta contigua era la de la biblioteca. Dos de las paredes estaban tapizadas con paneles de caoba y la tercera, frente al ventanal, con estantes repletos de libros. Se acercó con curiosidad, ¿qué le daban de leer a los locos? ¿Acaso habría libros vetados, autores prohibidos, como en los setenta? Libros de aventura, los de su niñez. Miró algunos lomos y le bastó para darse cuenta. Robin Hood, La isla del tesoro, Mujercitas… Se aburrió antes de empezar. La clínica tenía una buena biblioteca para lectores juveniles, de diez o doce años. Nutrida con los clásicos juveniles de todos los tiempos pero el público pide más. Habría que actualizar esta biblioteca, pensó. Aunque no venía mal la relectura o el descubrimiento de alguno olvidado. Tampoco es que había leído a todos… Esos dos días durmió mucho, demasiado. No caminó en todo el fin de semana, en contra de las predicciones de Teresa. Salía al jardín después del almuerzo y leía sentada en el banco más alejado y solitario. Eligió “Una excursión a los indios ranqueles”, de Mansilla. Tanto el sábado como ese domingo, se esforzó por mantener la atención pero leía unas pocas páginas y se quedaba dormida. Las pastillas… ahora lo sabe. Al bajar un 62
poco el sol la despertaba el frío de septiembre y se iba a la habitación para dormir, al amparo del edredón y el murmullo de la tele. No vio a ningún médico y la dejaron tranquila. Así, tuvo tiempo de sobra para conocer y familiarizarse con todo el lugar. Miró de lejos a los internos. Los viejos se juntaban como si compartieran la misma resignación. No parecía un manicomio, lo que sí era en realidad y no estaba dispuesta a olvidarlo. No fuera que se acostumbrara. Al menos una vez al día pensaba lo primero y se respondía lo segundo, para no confundir las cosas. Unos hombres caminaban por el parque y hablaban entre ellos; parecían unos simples jubilados. Cuatro señoras mayores jugaban a las cartas. Canasta o escoba de quince,seguro. No se acercó para no ser vista y tener que saludar. Dos de ellas estaban en sillas de ruedas pero lucían normales. La mayoría de los pacientes, como ella misma, se mantenían en soledad diseminados por el parque como si fueran manchas en la gramilla. En ese entorno tuvo mucho tiempo para pensar. Se planteó por primera vez, y no por última, la relatividad de la demencia y la cordura. La delgada línea, el umbral mínimo, que las desdibuja. ¿Dónde habita la locura? ¿Habría alguien realmente loco en esa clínica? ¿Cuántos de los que estaban afuera deberían estar encerrados en lugar de ese puñado de excluidos? Ella sabía que su paso por ese lugar era transitorio, debía serlo. Tenía que serlo. Estaba en el sitio equivocado y confiaba en su capacidad para convencer a cualquiera de que la ayude a salir de allí. Mientras ella estudiaba el panorama, el personal también la habrá analizado pero fueron discretos. Las enfermeras y los guardias de seguridad andaban cerca y desviaban la vista cuando Laura veía que la miraban. Eran respetuosos y mantenían la distancia mientras cuidaban que se portara bien. El domingo por la noche se desató una tormenta. Típica tormenta de primavera, con truenos y rayos. Se durmió inquieta con el televisor encendido para que el reflejo se confundiera con el resplandor que iluminaba el cuarto a través de las cortinas de 63
lino. Cuando se despertó, en la mañana del lunes, el televisor estaba apagado. ¿En qué momento lo apagó? ¿Acaso controlaban todo desde alguna sala de monitoreo o habrían entrado a su cuarto en medio de la noche? Miró a su alrededor y pensó en cámaras de seguridad. Se levantó de un salto y revisó la habitación. En los apliques luz, adosados a la pared, el cuadro de las flores, el perfil del televisor, la araña que colgaba del techo, la lámpara sobre el escritorio. Nada. Se sentía Mata Hari a punto de ser descubierta y condenada pero ella no tenía nada que ocultar y hasta donde sabía, estaba limpia. Salvo que le plantaran algo para inculparla de drogadicta. No. ¿Para qué querrían hacerlo? Entró la enfermera. ―Buenos días, Laura. Tome su pastilla, querida. ―Le alcanzó un vaso con agua y esperó. No se iba, sino hasta que la tragara―. A las diez la espera el doctor Basterrica, para su primera entrevista. Tiene tiempo, son las ocho. Puede darse una ducha, arreglarse y desayunar tranquila. Se levantó, hizo lo que la enfermera le había sugerido y a las diez la misma enfermera en jefe la encontró en la biblioteca y la acompañó hasta la oficina de Julio Basterrica. Fue la primera vez que lo vio. Alto, con esos ojos que le llegaron al alma. Desde ese momento sus vidas quedarían unidas para siempre. Hasta hoy.
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—11— Laura había esperado compartir las comidas con Marta y pasar algunos momentos con ella. Eso. Al menos pasar el tiempo, distraerse. Comieron juntas unas cuantas veces pero a medida que Marta tomaba confianza y se iba soltando, Laura se sentía más incómoda, aburrida, atormentada. La mujer insistía en contar sus dramas y lloraba. Así, habló del dolor por un hijo muerto por un accidente en la calle, del marido que no estaba nunca para contenerla pero que después cuando enfermó de cáncer, lo tuvo mucho consigo, demasiado, para cuidarlo día y noche hasta que finalmente murió. A la muerte de su esposo, la soledad del departamento con las paredes que la asfixiaban, sus huidas al balcón. Lloraba, seguía llorando. ―¡Ah!, las conversaciones con las plantas, querida. Las extraño. ―Mientras le contaba la historia, Marta le apretó la mano a Laura hasta hacerle doler―. Estas plantas no hablan mi idioma. En una de esas charlas interesantísimas con la begonia, Marta descubrió el origen del olor que cada vez más intenso inundaba el departamento. El chorro de pis le dio de lleno en la cabeza y el olor le provocó arcadas, casi la hizo vomitar. Se apartó y observó el panorama. Desde arriba alguien estaba tirando un líquido amarillentoque salpicaba los sillones de plástico, las plantas, las barandas de hierro forjado, donde colgaban, en soportes de acero inoxidable, algunas macetas con flores. El perro del tercero. Gritó, insultó, tocó el timbre a la vecina que se le rió en la cara, se quejó ante el administrador pero no tuvo suerte. Las plantas se secaron. Una a una las fue tirando por la baranda hasta que le quedó un balcón vacío sin plantas con las que hablar. 65
Marta sostenía que fue la impotencia lo que la enfermó, el odio contenido. Las peleas con los vecinos de arriba por el perro que le orinaba encima. Y los de al lado, una pareja que hacía el amor a los gritos. Y los jóvenes que por las madrugadas se agolpaban en la vereda, bajo su ventana, tomando cerveza y drogas a la salida del boliche de la esquina. Y los hijos que no la ayudaron, no la acompañaron en dar batalla a tanto enemigo. Después, los dolores de cabeza. Insoportables. Y los nervios. Y las patadas a la heladera, al televisor, a lo que encontrara cerca cuando el enemigo la molestaba. La rotura de la puerta de entrada apenas se notaba, no era para tanto escándalo. La tapó enseguida con un panel de medio metro de terciado que compró ella misma en la ferretería del barrio. Después de todo, el agujero no era tan grande y estaba bajo, no estaba a nivel de la vista. Quién lo iba a notar. Unos clavos desde adentro y del lado de afuera, el poster de “Bienvenidos” del cumpleaños de los chicos cuando eran chicos. Y acá no pasó nada. Pero para los hijos y los médicos parece que los últimos hechos fueron relevantes. Marta había tenido que provocar unos pequeños desastres para llamar la atención, para que repararan en ella, aunque el efecto no resultó el esperado. ―¿Tanto lío por una puerta rota? Era mía, la puerta. ―Marta no contuvo el llanto―. Me internaron por un agujero en mi puerta, Laura. No es justo. Y así fue. Al final, por los brotes de Marta, por comodidad de los hijos, decidieron la internación. Escuchar aquellas desventuras fue demasiado para Laura, la deprimía. Marta se convirtió en una pesadilla. No quiso alimentar ni sostener la incipiente amistad. Marta, a pesar de ser una mujer elegante y de rancio abolengo, demostró ser como el resto de la raza humana. Era de carne y hueso y por dentro estaba alienada. No se podía mantener una conversación coherente, cualquier tema derivaba en queja. Con Marta, Laura caía en un pozo ciego. Más profundo todavía, como si eso fuera posible. Después de los primeros días de encierro, no quiso saber 66
más nada con ella. Cuando Marta se acercaba, Laura no le contestaba. Huía, esquivándola. Prefirió la biblioteca, el jardín, la soledad del cuarto. En poco tiempo, Marta desistió. Ese día, el día clave, el día que conoció a Julio, va a quedar para siempre en la memoria de Laura. La enfermera escoltó a Laura hasta la puerta del consultorio del doctor Julio Basterrica y se sentaron a esperar en la antesala, en los sillones de cuero negro. Laura estaba impecable. Cuando se miró en el espejo, antes de salir de la habitación, le dio un “aprobado” al aspecto y un “felicitado” a su voluntad. Había invertido un buen rato en el peinado y el maquillaje. Le llevó más de la cuenta, no por necesitarlo ―era una mujer hermosa a pesar de la delgadez y las ojeras― sino porque la nueva medicación enlentecía sus movimientos. Se le cansaban los brazos mientras sostenía el cepillo y el secador de cabellos, por lo que descansaba para luego volver al intento. Sin prisa y sin pausa, se repetía como en trance. Tenía claro el objetivo y, si bien no conocía al tal Basterrica, no podía permitir que el profesional que iba a evaluar su estado la viera devastada. Se puso un vestido sin mangas con flores, colorido y no demasiado corto, arriba de la rodilla. Su mirada, clavada en esa puerta. La placa con el nombre del psiquiatra ―a quien ella veía, aún antes de conocerlo, con esperanzas de salvación― se convirtió en la nueva estrella de Belén.Aquel primer día y los subsiguientes, la placa dorada fue su faro desde el brillo intenso adosado a la madera oscura. Salió un paciente. El hombre de la pipa, el que les ganaba a todos al ajedrez en el salón de juegos, pasó a su lado sin saludar. Laura se puso de pie, se alisó la falda y atravesó el umbral precediendo a la enfermera. Fue la primera vez que lo vio. Julio Basterrica era un hombre de unos cincuenta y cinco años. La luz amarilla y tenue de la lámpara de mesa destacaba el cabello castaño y una barba bien recortada sobre su tez oliva. Estaba sentado detrás del escritorio de caoba leyendo, seguro que sería alguno de sus libros de filosofía moderna. Se puso de pie al momento en que se sacaba las gafas y se acercó a Laura. Le ex67
tendió su mano y el contacto, lejos de incomodarla, la tranquilizó. Era una mano cálida, segura, fuerte. ―Bienvenida, Laura. Espero que haya disfrutado de nuestras instalaciones durante estos días. ¿Qué le pareció el parque? Es como un spa rural, un descanso de fin de semana ¿no le parece? ―Su mano derecha apretaba la de Laura, mientras que la izquierda le cubría el dorso en un gesto que a Laura se le antojó protector―. Siéntese. ―Buenos días, doctor. Realmente, una casona acogedora, con clase. El decorador, un gusto exquisito. Fue un halago premeditado. Le había bastado verlo para saber que sólo ese hombre podría ser el autor ―intelectual, al menos― de la ambientación de aquel lugar. Tenía estampada la personalidad de Julio Basterrica en todos los rincones. Debía ser el dueño. No estaba errada, después lo supo, eran tres socios. Le gustó el doctor. ―Gracias. Cierto, tuve mucho que ver en todo esto y me siento orgulloso con los resultados. Mis socios están en otra cosa, no les interesa la arquitectura ni la decoración pero disfrutan trabajando acá. ¿A quién no le gusta lo bueno? ―La risa de él renovó el aire―. Cuando compramos la chacra dejaron los arreglos en mis manos. ―Julio sonrió con falsa modestia y a Laura le pareció que se ponía colorado. No podía creerlo. No en un hombre de más de cincuenta y con su experiencia. Buena señal. ―Lo felicito, doctor, de verdad. ―Remató Laura para ver si con ese cumplido daba por finalizado el tema de lo fantástico del loquero. ―Bueno, pero vayamos a lo nuestro ―continuó el doctor―. El viernes, mientras se instalaba en su habitación, tuve oportunidad de conversar con su esposo. Están con algunos problemas de convivencia. El señor López Mauri me había adelantado algo por teléfono, cuando arreglamos el tema de su estadía y tratamiento aquí.
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―Si tenemos en cuenta lo de la secretaria y lo de la quiebra, sumado al robo de mis ahorros de la caja de seguridad, podemos decir que sí. Estamos con algunos problemas. El rostro del doctor se mostró inmutable para alguien poco observador pero Laura estaba ávida por estudiar las reacciones y notó un débil movimiento en la comisura de su boca, un rictus de disgusto. Fue esperanzador. Era un buen comienzo. En principio, suficiente para sentir que estaba en el bando correcto. Sintió que su suerte estaba cambiando. ―Está enojada, Laura. Luego vamos a ahondar más en esos detalles, quiero que me cuente todo desde su óptica. Pero ahora vayamos al tema de sus muñecas… ―Enojada. Sí. ¿Cómo estaría usted si hubiera encontrado a su mujer con otro hombre en este despacho? Y no conversando. ―Laura apoyó las dos manos sobre el escritorio y a medida que hablaba su tono de voz se hacía más fuerte y su cuerpo se inclinaba―. ¿Cómo se sentiría si de pronto se entera, además, que se quedó sin nada? ¿Qué le pasaría si descubre, de pronto, que no le queda un peso de sus ahorros? La traición en todas sus facetas. Sí, por supuesto que estoy enojada. ―Se descontroló. Inmediatamente, se arrepintió de su arrebato. Cayó en la cuenta de que debía calmarse, así no lograría un aliado. Retiró las manos pero quedaron estampadas, en forma de grabado húmedo sobre la madera. Le dio vergüenza, siempre le disgustó la transpiración. Le daba asco besar una mejilla transpirada o dar la mano a alguien que la tuviese sudada. Buscaba la forma de limpiarse disimuladamente para no parecer asqueada y poner en evidencia su fobia hacia la desgracia de los hiperhidrósicos. Secó la madera con uno de los pañuelos de papel que extrajo del dispenser que descansaba sobre el escritorio, siempre al alcance del paciente, y bajó las manos hasta su falda para secarlas sin ser vista. ―Bien. La entiendo, Laura. Vamos a trabajar ese enojo. Mientras tanto, hay que mantener la medicación.
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―Como diga, doctor. Quiero estar bien. Nadie más que yo misma… quiero poder superar esto y seguir con mi vida. Me gusta leer, ¿sabe? Ustedes tienen una biblioteca imponente en este lugar. Me quedo dormida a las dos páginas. Tal vez podría bajar la dosis del día… ―Mmmm… déjeme pensarlo. Veremos cómo sigue. La voy a ver dos veces por semana, en privado. Aquí, en el consultorio. Pero puede contar conmigo todos los días. Vivo cerca y tengo por costumbre visitar la clínica diariamente. Me gusta este lugar, para mí es más que un trabajo. Es un remanso. De ese modo, tampoco pierdo contacto con los pacientes y estoy siempre al tanto de sus necesidades. Laura se sorprendió ante la diligencia de su nuevo médico psiquiatra y le gustó la idea de verlo más seguido, más allá de los días de consulta. Iba a hacerle entender que no estaba loca. Vio que él la miraba con admiración. Supo que le gustó como mujer, a pesar del impedimento de involucrarse con una paciente. O precisamente por eso: transgredir una regla, lo prohibido. Era mujer, y conocía esa mirada. Tenía que sacar provecho. ―Ahora, cuénteme lo de la bañera. ¿Qué sintió aquella noche? ―Volvía al tema del intento de suicidio. Ojo, Laura, se dijo: de esta respuesta depende tu condición en este lugar y tu futuro. ―¿Toma, Laura? ―Quiso saber si era alcohólica. ―No, doctor. No soy alcohólica. No tomo sola. Sí me gusta algún champagne en reuniones, con amigos, algo de buen vino en una cena. En fiestas, en compañía de mi marido… mi ex marido. Esa noche, la de la bañera, fue una excepción. ―Bien, entiendo. Cuénteme. Laura supo que era fundamental ese relato para sentar las bases de su partida. En realidad la intención no había sido matarse, pasar para el otro lado tan pronto. Por eso le resultó fácil relatar los hechos tal y como habían sucedido. Tiempo después, ya cuando fueron amantes, Julio le confesó que se excitó ante la imagen de ella en la bañera, desnuda entre la espuma, con velas, la música y el champagne. Hasta lo 70
de la sangre. No la sangre. Sus pensamientos, según dijo, paraban en el momento anterior al corte. Así, tuvo su primera erección por Laura. Por aquellos tiempos, cuando recién se conocieron, pensaba en ella recordando la escena y volvía a experimentar esas tremendaserecciones.
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—12— Laura esperaba a Julio y Julio no fallaba. Nunca. Iba todos los días, sin falta, a su clínica para locos. Ella elegía cuidadosamente qué ponerse, se maquillaba, se arreglaba el pelo, no dejaba ningún detalle sin atender. Quería gustarle siempre, en todo momento. Habían tenido aquel primer encuentro en el consultorio y ella tuvo un atisbo de lo que podría lograr si se lo proponía. El plan estaba en marcha. El día de la segunda cita, Laura se había despertado a las seis y media, impaciente. Eligió un pantalón blanco, sandalias de dos tiras con taco aguja y se decidió por una blusa negra sin mangas. Sencilla, pero sensual. Sabía que le iba a gustar. Estaba entre el brushing y el delineado de ojos cuando sintió el alboroto. El estómago, vacío, se le anudó y se elevó para después dejarse caer. Corrió a la ventana y abrió apenas con un dedo la cortina de voile. Había llegado. Impecable, bajó de su auto azul derrochando simpatía y saludos entre los trabajadores y los internos que estaban en el parque. Ella lo espiaba desde el primer piso, testigo de las muestras de afecto. No se había equivocado, además de ser un hombre apuesto era egocéntrico; le gustaban los halagos. Sabría cómo tratarlo. Más tarde, cuando él desapareció de la vista, bajó a desayunar. Necesitaba que el primer encuentro del día fuera en el consultorio. Tenía que impresionarlo en cada oportunidad, ser la frutilla del postre. Así fue. Cuando atravesó la puerta de la oficina se sintió admirada. Él la recorrió con los ojos, de arriba abajo y ella percibió su admiración. ―Adelante, Laura. ¿Cómo está hoy? ¿Más tranquila? ―Ya no la saludaba formalmente, la recibió con un beso mientras una mano, cálida, se detuvo en su espalda. 72
―Adaptándome, doctor. ¿Qué le parece? Como usted me dijo, lo tomo como un relax, unos días de spa. ―Siéntese, Laura. Se la ve muy bien, vamos a bajar la dosis de la mañana ―indicó Julio. Como si supiera: ella misma había decidido suspender el antidepresivo. Se las ingeniaba para burlar a la enfermera de la mañana y lo escupía en el inodoro. ―Gracias, doctor. Ahora voy a poder leer en el horario de la siesta y caminar al sol. Le habrá dicho la enfermera en jefe que… ―Sí, me hizo saber que la ve mejor. ―Un amor, esa mujer. ―Nadie es incorruptible, a la enfermera le gustó el anillo con la turquesa. Una chuchería que Laura se había traído de uno de sus viajes a Cancún y no le dolió sacrificar. Era por una buena causa y en comparación con lo que había perdido, un anillo más o menos no hacía la diferencia. ―Es una buena mujer. Puede llamarme Julio, Laura. Nos va a ayudar sentirnos en confianza. Y eso de “usted” lo abolimos, ¿te parece? ―Me encanta la idea, Julio. El respeto entre los dos pasa por otro lado. Las primeras consultas fueron para medir fuerzas, buscar el flanco por donde se pudiera entrar. Era un hombre fácil, Julio. Una jalea en cubierta de chocolate. Había que derretir la envoltura, lamerla, y el arma era la seducción. Laura iba a terapia día por medio pero le entusiasmaba que los otros días, él se acercara a ella, al terminar su trabajo en el consultorio y antes de la ronda por las habitaciones del segundo piso. La encontraba en la biblioteca o leyendo en el parque o en la sala de juegos. Compartían unos comentarios o él le acercaba un café o simplemente la saludaba e intercambiaban unas palabras. Cualquier tema servía: Le preguntaba sobre la película que se había proyectado en el salón la noche anterior, hablaban sobre la lectura de algún libro que él le acercaba, anécdotas de viajes. Eran unos pocos minutos que servían para alimentar la ten73
sión sexual entre los dos. Laura sabía que él no sólo disfrutaba de esos momentos en su compañía sino que estaba ansioso por verla. Tan ansioso como ella, aunque por motivos distintos. Los sábados no tenía consultorio pero igual iba a verla. Julio siempre estaba cerca. Cada tanto, Laura tenía sus entrevistas con los otros psiquiatras. Era regla de la clínica, un seguimiento de los pacientes y a su vez una forma de colaborar entre colegas para evaluar el estado de los internos. Entre los tres socios controlaban la evolución de todos. El doctor Martínez era un tipo serio y de pocas palabras cuando éstas se referían a los demás pero suelto de lengua para hablar de sus cosas. A diferencia de los demás psiquiatras, le gustaba hablar de sus experiencias cotidianas, temas intrascendentes comparados con los dramas que lo rodeaban. En los primeros minutos se limitaba a escucharla cuando le hacía las preguntas de rigor para comprobar si estaba ubicada en tiempo y espacio. Entonces, cortaba las respuestas para repreguntar. No se tomaba muy a pecho la tarea de médico auditor. Lo que quería era apurar el trámite y terminar rápido para ventilar sus experiencias conyugales: con cinco hijos, en la casa era el último orejón del tarro y necesitaba ser escuchado. ―Mi mujer quiere aprender a manejar. ¿Para qué quiere, si a la mañana no sale y a la tarde la llevo yo donde ella quiera? No tengo paciencia para enseñarle. Además, no hay mujer que maneje bien. Me va a hacer pelota el auto. ―Laura lo miraba asintiendo con una sonrisa dibujada. ―Se le puso en la cabeza que le enseñe o le pague la academia. Está loca. En vez de perder el tiempo en boludeces, mejor que se ocupe los chicos. ¿No le parece? ―Tiene razón, doctor. Su esposa debería disfrutar más de lo que tiene: un hombre que la mima y una familia hermosa. ―Laura consentía, como siempre. Así, estudiando actitudes, aprendió a no contradecir a los que tenían el futuro en sus manos. 74
Otras veces le tocaba con el doctor Wiñasky, el otro socio, con su cabello teñido y su dentadura postiza demasiado holgada. Por unos momentos fatales no sincronizaba el gesto con los movimientos de la mandíbula. Entonces la dentadura cobraba vida, quedaba suspendida una décima de segundo para luego acoplarse al vaivén normal. Laura seguía con fascinación esos avatares como cuando admiraba de niña a los equilibristas del circo. Los dos médicos confiaban en el diagnóstico de Julio, lo tenían en el mejor de los conceptos y cuando Laura, intentando no dejar entrever su impaciencia, preguntaba si consideraban darle el alta, le decían lo mismo. ―Cuando el doctor Basterrica lo crea conveniente, querida. Estás en sus manos. Y sí, en sus manos. En aquella época y después, siempre en sus manos. Hasta hoy.
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—13— En cada sesión con Julio, Laura volvía sobre lo mismo. Se quería ir. No encajaba allí, no se trataba con los internos porque estaba en otra frecuencia. Ella estaba cuerda. Su mente funcionaba a dos mil revoluciones por minuto buscando estrategias para convencerlo de que firme el alta. No podía presionarlo. Él no era de los tipos que se dejaran influenciar, de manera consciente al menos. Odiaba saberse manipulado y Laura lo intuyó cuando, una vez, lo llamó la secretaria en medio de una de sus sesiones, exaltadísima. Se escuchó su voz chillona a través del conmutador. ―¡Doctor Basterrica! Tengo a la chica Soria al teléfono. La que se fue el mes pasado. Dice que si no la atiende se va a matar. ¡Tiene un arma esta vez! ―Que se mate. No me interrumpa, Elba. ―Contestó Julio. Cortó y la consulta siguió como si nada. Laura se impresionó, en un primer momento. Alarmada, casi no pensaba en el diálogo que tenía que sostener con su terapeuta. Pronto se dio cuenta, no era un profesional irresponsable, seguramente sabía que la chica no iba a cometer suicidio. Esa actitud le dio otro indicio fundamental. No tenía que sentirse manipulado. Por eso, la resolución debía partir de él. Era una tarea de alta complejidad. La insistencia encubierta de Laura giraba en torno a su liberación. Ya no pensaba en términos de un alta médico, se sentía como quien planea una huida. Su meta era obtener la libertad que le habían arrebatado y seguir con su vida como pudiera, de la manera más digna. Ella no debía estar encerrada. Tenía salir de allí a toda costa. Era consciente de la fortuna que estaría pagando Martín por cada semana de internación. El dinero de la venta de la casa y los autos, menos 76
deudas y costes de abogados. Estaba dilapidando lo último que le quedaba. El dinero de Laura, su dinero. Lo que le había dejado su padre. No sabía cuánto había, era la peor de las incertidumbres. Lo que sí sabía era que cuando se terminara, cuando no quedara un centavo, o antes, iría a parar a un lugar público. Con lo que eso significaba. Era necesario lograr la libertad y el único que tenía ese poder era Julio. ―Paciencia, Laura. Vamos bien con el tratamiento. ―Le decía Julio―. Yo voy a decidir cuándo será el momento. Veremos. ―Doctor, los dos sabemos que estoy acá porque afuera soy un estorbo para los planes de mi marido. Cuando se acabe el dinero me van a llevar a un sitio… ―Laura, no te preocupes. Este complejo de persecución no te ayuda. No hay ninguna confabulación en tu contra. Quedó bien claro, desde el comienzo, quién tenía la última palabra. Laura aprendió a medir el alcance de sus expresiones y dejó de quejarse. Se mordía la lengua y pensaba bien antes de hablar. No iba más eso de “lo que me hicieron” o “me van a dejar encerrada” o “por culpa de Martín”. Como en un libro barato de autoayuda, aprendió a intercalar frases que daban cuenta de un aplomo que reinventaba. Así, “dejar fluir”, “el valor de la autodependencia”y “todo va a ir bien, yo quiero que vaya bien” formaron parte de su discurso cotidiano. ¿A ella le iban a contar el lenguaje de los libros de autoayuda? Los últimos años se los había leído todos. Las sesiones con Julio se extendían más de la cuenta. Nunca duraban los sesenta minutos estipulados, por lo que él las acomodó al final de la mañana. En el último tiempo de Laura en la clínica, al menos tres veces por semana terminaban compartiendo un almuerzo tardío en el jardín de invierno que daba al consultorio de Julio. Se accedía al patio interior por una puerta– ventana ubicada detrás del escritorio de Julio, que a su vez le otorgaba luz natural. Había sido diseñado por él mismo. De esa forma, con su techo corredizo de vidrio, Julio tenía un lugar 77
agradable para tomar un té entre consulta y consulta, leer los diarios o simplemente meditar disfrutando de la naturaleza. Era un patio de no más de dos metros cuadrados con piso de piedra, rodeado de plantas y arbustos combinando diversos tonos de verde. En el centro, un juego de jardín. La mesa de hierro blanco con tapa de vidrio y cuatro sillones blancos con almohadones azules rayados. Las paredes estaban cubiertas por enredaderas. La luz que emanaba ese pequeño oasis era cálida, casi mágica. El primer día que almorzaron juntos Julio llamó a su secretaria. ―Elba, dígale al chef que vamos a comer acá, con la señora. Que los ayudantes de cocina dispongan el servicio para que esté listo en media hora. ―Sí, doctor ―se apuró a responder la secretaria―. ¿Algo especial o lo de siempre, doctor? Julio la miró a Laura y le preguntó si le gustaba el vino blanco. Ella no contestó, sólo le sonrió. ―Lo de siempre, liviano. Cambie el agua por vino blanco. Que Hugo saque uno de mi cava, del sótano. Él ya sabe. Gracias, Elba. ―Cuando la mujer dio la vuelta, Julio le guiñó un ojo a Laura. Argumentó que se había hecho tarde, que para cuando terminaran la sesión ya se habría levantado el servicio de comedor y se perderían el almuerzo. Laura no necesitaba justificaciones, las cosas se iban dando como ella quería. La secretaria salió casi corriendo para concretar la orden. Elba se encargaba de los detalles y de los chismes, que corrían entre el personal. Después de ese día, la miraron diferente: con admiración y respeto. Alguna, con envidia. La atendían como a una señora, no como interna. Los locos no se daban cuenta, cada uno en la suya y con eso tenían suficiente. A la media hora golpearon a la puerta. Entraron en grupo, dos hombres empujaban sendos carros con el servicio y dos mujeres los secundaban. Saludaron con un “buenos días” discreto y se dirigieron directamente al jardín de invierno. Una de las mujeres repasó la mesa, la otra dispuso el mantel y las copas, las 78
servilletas. Entre los cuatro no tardaron más de tres minutos. Completaron la acción con la frapera de cristal y el cuello de la botella de vino asomando desde un paño blanco. Cuando se fueron, Julio la escoltó fuera del consultorio, hasta su silla y la ayudó a sentarse para comer y seguir la charla, que se tornó diferente. Más íntima. ―Hermoso lugar, éste. ―A Laura no le costaba adularlo, estaba encantada con las circunstancias, con el giro favorable e inesperadamente oportuno―. Supiste capturar la luz de una manera inmejorable, sin encandilar. Es tan cálido, comprendo por qué te gusta tanto. Tu lugar. ―Me alegro que te guste, es mi remanso en este rincón de la clínica. Sólo mío. ―Se le iluminaron los ojos y Laura no supo si era por el reflejo pero le parecieron unos ojos abrumadores. Definitivamente, le gustaba Julio. No iba a ser ningún sacrificio. Más allá de las conversaciones terapéuticas, en las que Laura estudiaba cada palabra y ordenaba las ideas en compartimentos coherentes, sin emitir juicios negativos para dar lugar al perdón y la gracia eterna, él le contaba su vida. En sesiones posteriores, después de tratar el drama de Laura, él se confesaba con ella. Le habló de sus soledades, la pasión por el trabajo, la jardinería y la decoración, su matrimonio trunco ―un día la mujer lo plantó llevándose a su hija― y lo único que lo trastornaba: la tristeza por su hija que vivía lejos. Lejos no significaba otro país ni otro mundo. Lejos se mide, siempre, en el esfuerzo que uno hace para llegar al otro. Julio, al principio, se esforzó en reconquistar a su hija. ―Mi hija me detesta, Laura. Es educada, me trata con cortesía cuando la llamo pero me doy cuenta. ―Era el dolor de un padre. Dolor, en su estado más llano. ―No digas eso, Julio. Clara es apenas una adolescente. Egoísta como todas a esa edad. ―Laura lo quería consolar.
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―No, es más que eso. Vaya a saber qué le metieron en la cabeza. No me quiere. Me odia. Y era así, Julio quería acercarse a su hija. Brazada tras brazada intentaba alcanzarla pero encontraba invariablemente un muro que le impedía seguir avanzando. Clara se resistía, lo ignoraba, no lo dejaba entrar de nuevo a su vida. Influencia de la madre, decía Julio. Pero a los pocos años de la separación la madre había muertode cáncer y Clara siguió indiferente, dura, fría. Quedó en su casa de Valeria del Mar, la que había convertido en su hogar junto a la madre y lo seguía siendo aunque la madre estuviera muerta. Lejos del padre, en todos los sentidos, acompañada por una tía vieja. Psiquiatra. Era psiquiatra, Julio. A pesar de tener las llaves para entrar en la mente de las personas, nunca pudo encontrar un hueco donde meterse en la de Clara. Eso quería. Atravesar la piel y el cerebro de Clara, otra vez, como cuando era una nena y él era su ídolo. Julio sufría por el rechazo de su hija y decía que no podía hacer más, que había tratado por todos los medios de conquistarla de nuevo. Que ya nunca iba a ser lo mismo entre ellos. Que la había perdido. ―¡Julio, tiempo al tiempo, como vos decís! El tiempo va a poner las cosas en su lugar ―Laura intentaba consolarlo usando las palabras que él le repetía cuando ella se impacientaba por saber cuándo podría irse de aquel manicomio de lujo. ―Así debe ser, Laura. Mientras tanto, esto me hace mal. No vivo tranquilo, sabiendo que tengo una hija y que no la tengo. Es lo único que me falta para ser feliz. ―Sos un buen hombre, Julio. Te separaste de su madre, como tantos otros padres, como tantos matrimonios. Y Clara es una adolescente. Ya va a crecer. Se va a dar cuenta… Todo pasa, Julio. ―Así es, Laura. ¡Ja! La primera vez que un médico psiquiatra se confiesa con una paciente. ―Julio le tomó la mano, a través del escritorio, y le dio un leve apretón que duró unos segundos. 80
Cuando volvían al tema Laura se entristecía junto con él, lo escuchaba, decía palabras de aliento que ni ella creía. Fue la contención de Julio, su refugio y fue más allá. Lo hizo sentir un rey. La adulación era un terreno conocido, por practicarlo tantos años con Martín. Tenía experiencia como geisha. En esos momentos intercambiaban roles y era ella la que conducía y moldeaba la estructura mental del médico, la que encauzaba sus pensamientos para calmar el dolor. Así, ella, que sabía de desamores, se ocupó de suturar la herida y llenar el vacío que había dejado Clara.
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—14— El taxi sigue su camino por la Ruta 2 y Laura permanece en una duermevela donde se mezclan los recuerdos, con el viaje; los planes del futuro, con el sol que ya no está. ¿Dónde está el sol? Se escondió ¿qué es esto? No puede ser de noche todavía si recién van por Chascomús. Laura mira el reloj. Son apenas las cinco de la tarde, ya le parecía. Se aproxima una tormenta. Basta de dormir, es suficiente. Ya habrá tiempo para descansar, cuando esté en vuelo directo a Nueva York, el próximo lunes, con el asunto de la mudanza resuelto. Primero hay que llegar. Una vez en la casa, separar sus pertenencias de las de Julio. Establecer prioridades. Organización. Preparar el equipaje. Meter todo lo demás en valijas, cajas y eventualmente en bolsas de consorcio. Repasa con la mente. Ropa, ojo que hay que revisar todos los placares. Zapatos, sólo en el vestidor. Carteras, puede haber dejado algunas en el cuarto de servicio. Nunca alcanza el espacio. Las cremas y maquillaje, alhajas y bijouterie, en el cuarto de baño de su habitación. La caja fuerte. Son muchas cosas. Fueron diez años de acumular porquerías y obras de arte pero no va a dejar nada que dé cuenta de su paso por esa casa.La casa está a nombre de Julio pero le queda el piso de Palermo, totalmente amueblado. Ahí va a llevar todo, ella es la única que tiene llave. Cuando Julio lo compró, lo puso a nombre de Laura. Por si me pasa algo, dijo. Que Clara no te lo toque cuando me muera. Un solo viaje en el auto no va a ser suficiente pero es viernes. Tiene lo que queda del día y mañana, sábado, para embalar. El domingo la ciudad va a estar desierta. Se viaja fácil de Pilar al centro y a la inversa, siendo temprano. Al atardecer la cosa
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cambia pero para ese entonces ella va a estar instalada en Palermo. Sólo hasta el lunes. El vuelo a Nueva York sale a la noche. Empezaron a caer las primeras gotas. Laura abre la ventanilla para sentir el viento en la cara y despejar su mente. El aroma de la tierra mojada se eleva en forma de vapor, y cierra los ojos. No duerme. Recuerda. Se había desatado una tormenta de primavera, era finales de noviembre y la mañana se había puesto oscura. Laura entró a terapia de buen ánimo. Julio la esperaba de pie, con una taza de café negro. ―Buenos días, Laura. Te esperaba. Hay algo que tenés que saber. ―Julio tenía esa cara de semblante adusto que con el tiempo ella llegó a conocer bien, cuando algo le molestaba o interfería con sus planes. Cuando las noticias no eran las mejores. ―¿Qué pasa, Julio? ―No lo llamó “doctor”, como acostumbraba. Había sobrada confianza y hasta un cierto grado de intimidad entre ellos pero lo seguía llamando “doctor”: le parecía sensual. Como decir un “Doctor, qué guapo estás”, no dicho. Dejó la actuación de lado ante la solemnidad del momento, ahora era “Julio”. Él la miró sin responder. ―No me asustes. ―Respondió ella, en lo mínimo asustada pero fingiendo preocupación. ¿Qué podía ser peor que eso? Estar encerrada en un manicomio. ―Laura, querida. Llegó una notificación del juzgado. Salió el divorcio. ―El semblante de Julio se mantenía serio. A Laura le pareció una noticia fantástica. Era libre. Estaba exultante pero no quería demostrarlo. Había que andar con pies de plomo. ―Bien, qué se puede hacer. Logró lo que quería. Libertad para… ―Eso no es todo. ―Julio se acercó y le puso una mano en el hombro. No fue una caricia, más bien fueron sus condolen83
cias―. Llegó una nota de Martín, junto con el cheque. Es el último pago, dice que no se va a hacer cargo del tratamiento. Te queda un mes. ―Yo sabía. Te lo dije, hasta que se termine la plata. Se le habrá acabado mi dinero. Le duró poco, ¿no? ―Estaba haciendo tiempo. La mente de Laura buscaba la mejor forma de salir intacta. Necesitaba el alta. No tenía un peso. ―Justamente, te estaba esperando… Quiero consultarte… nuestros abogados se pueden ocupar, hay que conseguir que el juez ordene a Martín que se siga haciendo cargo del costo del tratamiento. ―Mejor me dan el alta, y todos contentos. ―Laura no pudo soportar la explosión que se desataba ante la idea de seguir encerrada pero de golpe dudaba. Salir a la calle. Volver a Pinamar, o a Mar del Plata, o quedarse en Buenos Aires. ¿Hacer qué, para sobrevivir? ―No, Laura. Nosotros somos responsables de vos. Yo. Yo me siento responsable. No estás preparada, todavía. ―Se apresuró a responder Julio. A Laura se le nubló la visión. Tuvo que aferrarse a la silla y sentarse. No podía creer lo que estaba oyendo. Pasaba de depender de uno para estar en las manos del otro, efectivamente. Estaba ante sus ojos, ese hombre quería retenerla. Prisionera de Julio. ―Vos no me podés hacer esto. ¿Entendés? Me quiero ir. ―¿Irte? ¿Adónde, Laura? ¿A Mar del Plata sin un peso ni lugar donde vivir? ¿A Pinamar, donde te desvinculaste de todos? Igual o peor. No tenés trabajo. Quién va a contratar a… ―Julio cerró la boca a tiempo. Hoy no sabe qué iba a decir, nunca se lo preguntó pero es fácil imaginarlo. Quién iba a contratar a alguien que no tenía un título ni experiencia en ningún trabajo, sólo buena presencia. ¿Oficinista? ¿Mucama? Y encima, una mujer que venía de un loquero porque había tenido un intento de suicidio. Quién necesitaba echarse encima un problema. Nadie sería tan necio. Laura 84
recuerda ese momento y todavía se estremece ante un panorama que no había conjeturado. Sólo le había obsesionado la libertad, no se había planteado qué hacer con ella. En ese silencio de Julio se le presentó un destino amargo, incierto. Recuerda que pasó frente a sus ojos la imagen de su padre: “Laurita, prometeme que te vas a recibir”. Laura se echó a llorar y Julio se apresuró a consolarla. Se agachó para llegar a ella. La abrazó y le dijo que no tuviera miedo, que confiara en él, que no iba a dejarla sola. ―Me importás, Laura. ―Julio la ayudó a levantarse de la silla, le acercó un vaso de agua y sacó su pañuelo blanco del bolsillo interno del saco. Le secó las lágrimas―. Dejame ayudarte, no estás sola. ―Gracias. ―Era un gracias por el agua, el pañuelo, un gracias por el “me importás”. También era un gracias anticipando lo que vendría. En ese instante, Laura había virado el plan,cambió el rumbo para hacerlo más conveniente. ―No, no me agradezcas nada. Confiemos en los abogados. Vos, tranquila. ―Intentó consolarla. ―¡No puedo! ¡No puedo estar tranquila! ―Laura rompió en llanto, esta vez, y se aferró a Julio mientras se acercaba con todo su cuerpo. Se apoyó en él. Sintió la excitación. ―Tranquila. Calma. ―Le pedía calma y tranquilidad, algo que él no tenía, gracias a ella, que se frotaba contra su cuerpo. Laura se mostraba desesperada, perdida. Él perdió la compostura y el juicio. Enloquecido, se apartó. Cerró la puerta de su oficina con llave. Volvió y la besó. Abarcó con su boca toda la boca de Laura, como si hubiera querido tragarla. Hicieron el amor allí, sobre el escritorio. Fue su primera vez con Julio. ¿Cómo olvidarla? Las manos de Julio la recorrieron con urgencia, como si no quisiera dejar una porción de cuerpo sin explorar mientras la besaba en la boca, en el cuello, le lamía la cara y los hombros. Le desprendió la blusa y le besó los pechos. Los pezones agradecieron el impacto 85
de esos dientes, se endurecieron, se inflamaron dentro de aquella boca. Sintió que se humedecía. No supo si fue en respuesta a las caricias o por la necesidad de satisfacer al hombre que tenía el destino en sus manos. ―Me volvés loco, Laura. ―Le dijo, mirándola a los ojos, mientras le acariciaba las nalgas y la entrepierna por debajo de la falda―. No aguanto más, te juro. La sostuvo por la cintura, la apoyó contra el borde del escritorio y bajó, para besarle el vientre, los muslos, para sacarle la minúscula bombacha de encaje mientras seguía besándola donde cayera la boca. Después sí, la boca buscó acercarse donde quería. Mientras lasmanos sujetaban las nalgas degustó la humedad de Laura. Subió por su cuerpo, le levantó el vestido hasta dejarlo enroscado en la cintura. Apartó el tintero de bronce y la acostó a medias sobre el escritorio, ella quedó con las piernas colgando hasta que le dolieron los tríceps. Los tacones de las sandalias doradas apenas tocaban el suelo. Laura descansó los hombros y la cabeza sobre la cubierta de cuero verde y levantó apenas las rodillas para aflojar la tensión de los muslos. Se miraron a los ojos mientras él se abría el cinturón y el cierre de los pantalones. Ella lo ayudó. Elevó las piernas y las enroscó alrededor de la cintura de Julio. Lo abrazó con ellas, anudándolas por detrás. Él la penetró, con firmeza, de un solo envión. Laura se abrió, se dejó llenar, gimió suave al principio, ajustó la respiración al ritmo de Julio, después jadeó como si ella también hubiera acabado. No estuvo mal, supo que eran compatibles, iba a funcionar.
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—15— ―Le cambió la cara, doña.―El taxista la miraba con los ojos agrandados, a través del espejo―. Se estabariendo. ―… ―¿No se dio cuenta? El que se ríe solo… Un dicho… Le queda lindo. Sonreír, digo. Le queda lindo. Laura seguía sin hablar. Como si hubiera estado ausente y de pronto cayera ahí, justo, en el asiento trasero de un taxi con el conductor que le hablaba incoherencias. ―Vamos a brindar. ―El hombre bromeaba o Laura seguía descolocada. Ramón se agachó y abrió la heladera portátil que llevaba en el piso del auto, del lado del acompañante. Le alcanzó una lata de gaseosa, que ella no quiso aceptar. Lo miró con desconfianza. ―Tome. Vamos a brindar. Con Coca, gentileza del conductor. Por su sonrisa. Todo un caballero este Ramón. ¿No querrá levantarla? Lo único que le faltaba, tener que poner en su lugar a un taxista. Se imaginó caminando por la ruta con todo el equipaje a cuestas. Pronto desechó la idea. El tipo necesitaba el dinero, lo había dicho al comienzo del viaje. No será tan tonto como para perderse una pasajera con más de la mitad del trayecto recorrido. Y encima, exponerse a que lo denuncie por acoso sexual. Aceptó la oferta. Después de todo, era sólo una Coca y ella iba a pagar una fortuna por ese viaje.
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―Gracias, Ramón. Sí, recuerdos. Algunoque otro. ―Le dedicó una sonrisa mientras abría la lata e hizo la señal de brindis―. Por los recuerdos. ―Por los recuerdos, señora. ―Repitió el gesto, levantando levemente su lata de Coca―. ¿Tiene hijos, doña? El taxista quería hablar. Era eso. Sin dudas no le importaba la vida de ella, tampoco si se reía o si lloraba. Quería desembuchar algo de la suya y pagaba con una lata de gaseosa la sesión de psicoanálisis. ―No. No tengo hijos. ―Yo cuatro. ―Lo dijo sin que Laura le preguntase. ¿Qué le importaba la vida del taxista? Y siguió. Sí, quería hablar y a Laura le molestaba soberanamente―. Son divinos los pibes… Empezó a contarle sobre los hijos, la mujer, la casa nueva que se estaba construyendo con ayuda del Estado, la suegra que vivía con ellos. O ellos en casa de la suegra, lo que es peor. Era una máquina de hablar. Hasta el momento venían bien, callados en un respetuoso silencio pero de pronto este hombre abrió las compuertas de un dique de palabras. Anécdotas que no le importarían a nadie, sólo a él. Lo que menos necesitaba era un hombre, un extraño encima, con ganas de hablar. Laura asentía o hacía alguna exclamación o decía frases hechas en señal de que estaba siguiendo el hilo de la conversación. Apuró el último trago y tosió. Le devolvió la lata vacía, agradeciendo la bebida. Desvió la vista, ya no detuvo su mirada en el espejo retrovisor donde la había hecho coincidir con la del conductor, durante la charla. Poco a poco fue espaciando las respuestas y cuando abrió un libro que no leía, el taxista entendió. Después de que Julio y Laura empezaron con sus relaciones más íntimas nada fue como antes. Las sesiones terapéuticas mutaron a un tratamiento bipersonal que, por la locación, cualquiera denominaría “terapia de pareja” sin terceros que analizaran palabras, gestos y actitudes. No había nada que analizar, 88
eran dos amantes en su mejor momento. Ahí, en la oficina cerrada con llave, se desataba un huracán que nadie se animaba a interrumpir. La secretaria estaría conminada, quién sabe. La consigna de “no molestar”, eso seguro. No había llamados ni consultas a la puerta. Pasado el vendaval, unas palabras amorosas y luego de arreglarse la ropa había terminado la sesión. Habitualmente siguieron compartiendo los almuerzos en el jardín de invierno. La comida venía después del sexo y Laura lo sentía casi como una recompensa por los servicios prestados. Ahora sabe que fue injusta por haberlo juzgado. No era intención de Julio tratarla como prostituta, sólo quería agasajarla a su manera. Las maneras de Julio, cuando Julio era Julio, podían ser cuestionables. A pesar del contacto íntimo, la tensión sexual se mantenía y Laura fue avanzando sobre el terreno ganado. Una mañana, Julio la mandó llamar a su oficina. No era día de consulta. ―Amor, te mandé llamar porque recibí noticias del doctor Zabalía. ―¿…? ―Mi abogado. ―¿Y? ―Preguntó Laura, esperando buenas noticias. ―Sentate, tomalo con calma. Tengo todo pensado. ―No me asustes. ¿Qué pasó? ―Laura no estaba asustada, en lo más mínimo. De hecho, pensaba que de un momento a otro las cosas debían cambiar. No se podrían mantener así por mucho tiempo. Era difícil ocultar los encierros, esos encuentros de amantes en el consultorio de Julio, sin que dieran lugar a más habladurías entre el personal y se produjera un verdadero escándalo. La situación tenía que desencadenar en algo, de una vez por todas. Y esperaba, también, que la balanza de la suerte esta vez se inclinara para su lado. Además, conocía a Martín. ―Tu ex marido se declaró insolvente. Ya no va a pagar tu tratamiento.
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―Por Dios, Julio. ¿Qué voy a hacer? ―Laura se había sentado y temblaba. Buena actuación, como si hubiera estudiado arte dramático.Laura esperaba justamente esa respuesta, estaba claro que Martín no iba a solventar la internación y la terapia. Se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar. ―No llores, Laura. Te dije, lo estuve pensando. Quiero que vengas a mi casa. Yo te voy a cuidar. ―Julio se arrodilló a su lado, le tomó las dos manos y fue casi una declaración de amor. ―¿Qué van a decir los demás? ¿Van a consentir el alta? ―Laura dejaba que las lágrimas corrieran por sus mejillas. ―Mis socios van a aceptar, van a hacer lo que yo les diga. ―Julio le acarició un pecho y le sonrió cuando sintió que el pezón se hinchaba. Era su manera de tranquilizarla. Tranquilizarla. Como si hiciera falta. No había necesidad de expresarlo, ella siempre lo supo. En cualquier momento, anterior a ése, Julio hubiera podido decretar que estaba apta para salir de ahí y seguir con su vida. Nada se lo impedía, más que su egoísmo, aquellas ganas de tenerla en un puño. Era así, como ella lo había pensado. ―¿Vas a llevarme a vivir con vos, sólo para que no me metan en un manicomio de mala muerte? Nopuedo permitir que te sacrifiques. ―¿Qué sacrificio, Laura? Te estoy pidiendo que seas mi mujer. ―Julio le sonreía. La tomó por los hombros, la ayudó a ponerse de pie y la besó. Sellaron de esa manera el acta de matrimonio, sin civil, iglesia ni padrinos. Una boda sin boda, un concubinato por conveniencia. Así, tan fácil, Laura pasó a ser la mujer de Julio Basterrica. Como un trofeo. Julio la mostraba como el premio mayor, estaba orgulloso de ser su dueño. Qué mujer se había conseguido el médico solitario, abandonado por su esposa y despreciado por una hija adolescente. El hombre depresivo que aparentaba solidez y en el fondo era pura jalea, había atrapado una buena presa. 90
Laura siempre supo la verdad, quién era el cazador y quién el cazado. Ella, una loca declarada, fue la única que pudo apresar al galán maduro de buena posición, codiciado por las mujeres casadas y descasadas de la clínica y los alrededores. Considerando el presente, a pesar del pasado, Laura mira el futuro y reafirma: el trofeo fue suyo.
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—16— Los abogados de Julio se ocuparon de recuperar lo que pudieron. Julio no quiso que Laura viajara a Mar del Plata para reconocer sus pertenencias. ―El doctor Zabalía va a ir en persona. Confiá en mí y confiá en él. Tiene orden de defender lo tuyo como si fuera mío. Lleva el poder que firmaste y ya habló con el escribano en Mar del Plata, que es de su confianza. No pudieron rescatar los muebles ni los cuadros, que estaban embargados por el Banco. El espejo tallado con marco dorado a la hoja, que le había costado una fortuna, los sillones victorianos de pana blanco tiza, el juego de dormitorio de Robert´s. Y tantos recuerdos. También se los había sacado el Banco. Cuánto había sentido, Laura, la pérdida de sus cosas. Tampoco pudieron recuperar los adornos, la platería, la porcelana, los cristales que ella había elegido tan especialmente. Todo lo que había comprado cuando remodeló aquella casa tenía una historia; los muebles, la blanquería, los adornos. Laura había pensado cada uno de los detalles con dedicación, buen gusto y más. Tanto amor. Claro, pero también eran costosos, con buen valor de reventa. No se lo iban a perder, a quién le importaba que con cada objeto se llevaran una parte de Laura. Otra enseñanza que Laura tuvo que aprender a golpes. Nada te pertenece. No te encariñes con las cosas porque son sólo eso. Cosas. ¿Las personas son cosas? No siempre pero no te encariñes. Con una orden judicial y acompañados por un funcionario pudieron entrar en la casa y manos indiferentes de una empresa de mudanzas, en pocas horas, juntaron ropa, zapatos, carteras y otras chucherías personales que pudieran pertenecer a una mu92
jer. Mientras tanto, el doctor Zabalía accedió con un escribano al sector del banco donde estaban las cajas de seguridad para dejar constancia de la fecha de cierre y argumentar así que se había llevado a cabo la estafa. Aunque es sabido: entre cónyuges no hay estafa que valga. Martín se había llevado todo, no había respetado ni los anillos de casamiento de los padres de Laura. Mientras tanto, Laura y Julio empezaron su vida juntos en el Country Miraflores, por Pilar, donde él tenía su residencia. Una verdadera mansión en aquel solar verde y coqueto. Julio se la llevó a la casa el sábado siguiente al día en que le trajo la noticia sobre el futuro incierto que le esperaba sin la protección debida. Protección, que por otra parte, le ofreció caballerosa y desinteresadamente. Allí no más, en aquel consultorio donde había empezado todo, sellaron su futuro con besos y caricias, seguidos poruna sesión de buen sexo, mejorado con dos condimentos esenciales, que anticiparon el sabor de su convivencia. Un toque de posesión, con sello Basterrica y una pizca de agradecimiento. Laura siempre agradecida. Prostitución, pensaba Laura pero no le importó. Laura no podía creer su suerte, pasó de ser una mujer pobre a convertirse en el objeto de las atenciones de un hombre rico y poderoso, que además le gustaba. Tenían buena cama y era un hombre con clase. Qué más podía pedir. Pocos meses atrás, temblaba ante la idea de la soledad y la bancarrota en cualquiera de los lugares adonde hubiera decidido volver, y de pronto se encontraba siendo la señora del doctor Julio Basterrica. Ese sábado, pasado el mediodía, el Mercedes azul entró por el pórtico de entrada del barrio cerrado, recorrió las calles entre aquellos terrenos alomados desde donde se desprendían senderos que llevaban a distintas mansiones, a cuál más espectacular. Esa gente se las ingeniaba para no pasar inadvertida. Una le llamó la atención, tal vez la más ostentosa; formidable por lo extendida, sin segundos pisos, alta por sí misma y en forma de U, rodeada de galerías con columnas y pintada de rosa. Le re93
cordó el color de la clínica. Seguramente Julio había tomado la idea de esa especie de castillo sin almenas para pintar su casona, como él llamaba al loquero. ―Me recuerda a la casona de la clínica, Julio. ¿Es casualidad? ―Nada es casual, querida. ―Deslizó la mano entre las piernas de Laura, corrió un poco la bombacha y le acarició el clítoris mientras la besaba sin despegar los ojos del sendero―. Es la casa del fundador del country. El dueño de las tierras. Después de algunos minutos y unas vueltas de curvas y contra curvas se detuvo frente a una casa moderna, austera en sus formas cuadradas, doble planta y ventanales inmensos sin postigos ni cortinas de enrollar. Pintada en colores claros, beige y toques de tostados, se destacaba en medio de un jardín verde, más verde si se puede, que los terrenos antes recorridos. Entre los verdes se destacaban arbustos con flores en toda la gama del azul y los violetas, lilas y celestes. La casa lucía brillante, como una joya entre el follaje y el tinte índigo que los paisajistas contratados y la mente del dueño habrían imaginado y dispuesto sin dejar ni una rama librada al azar. Al bajar del auto salieron a recibirlos dos mujeres con uniforme azul. Julio las presentó. ―Laura, ellas son Carmen y Nora. Los sábados al mediodía se van para regresar los lunes. Se quedaron para conocerte. Y dirigiéndose hacia las mujeres: ―Les presento a Laura, mi mujer, como ya les dije. Desde ahora, la casa tiene señora. Espero que se conozcan, la quieran y la cuiden. Las dos mujeres le tendieron las manos. Laura, además de tomar esas manos, dio dos besos a cada mejilla. Le llevaron el equipaje, apuradas y solícitas, mientras Laura atravesaba la puerta de la mano de Julio y admiraba su nuevo hogar. Ambientes grandes, paredes blancas, mobiliario minimalista. ―¿Te gusta, Laura? Ahora es tu casa.
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―No me alcanzan los ojos, quiero verlo todo a la vez. Llevame a recorrerla, amor. Él la tomó de la mano, hizo lo que ella le pedía. Junto a la entrada, en el espacio del recibidor, dos butacones de cuero color habano y una mesa redonda entre ambos, con la escultura de una mujer estilizada en ébano. Laura se detuvo para acariciarla y Julio besó los senos de su nueva mujer mientras bromeaba sobre la conveniencia de la carne humana. Más allá, flanqueando la pared del recibidor, a la derecha, una mesa cuadrada con tapa de vidrio, rodeada por ocho sillones para recibir la misma cantidad de comensales y una lámpara de techo justo al medio, casi cayendo sobre el centro de mesa, de cristal transparente y bordes de plata. Julio la abrazó y empujó a Laura hacia la mesa con su cuerpo hasta que las nalgas de Laura dieron contra el borde frío. Laura sintió la excitación de Julio. No era momento. ―Basta, Julio. Las mujeres… ―Están arriba, en la planta alta. Tranquila. Lo apartó y se acomodó la pollera medio levantada. Ahora ella fue la que lo tomó del brazo para seguir caminando juntos por la que consideraba su nueva casa. Al fondo del salón, en el sector de los ventanales, a través de los cuales se veía la piscina rodeada con su deck de lapacho y más plantas dispuestas con el mejor gusto, estaba el sector del living. Laura lo tironeó del brazo, se acercó para admirar aquel jardín de invierno detrás de los cristales y la tonalidad le trajo a la memoria los primeros momentos con Julio. Cómo olvidar el clima de intimidad y los almuerzos románticos que iniciaron la relación. Seguramente, cuando Julio diseñó el espacio verde del despacho de la clínica, quiso llevarse una porción de su Cielo en la Tierra. Antes Laura había juzgado fabuloso el jardín detrás del consultorio y ahora, en comparación, lo recordaba diminuto. Sin dejar de valorar que había logrado mantener la calidez, el clima. ―Hermoso, el Paraíso. Es eso, el Paraíso. Ahora entiendo mejor tu refugio en la clínica. ―Laura le apretó el brazo que seguía cautivo y él la besó de nuevo. 95
―Sabés entenderme, Laura. Como yo te interpreto a vos… La abrazó. Laura rió satisfecha. Ella lo entendía, lo leía como a un libro abierto. Él, de ella, no sabía nada… El living estaba delimitado por una alfombra mullida color natural, sobre ésta dos sillones de cuatro cuerpos, enfrentados, de gamuza beige, apenas un tono más oscuro que la alfombra. En el medio, una mesa de caoba cuadrada, sobre ella la escultura de petit bronce, un caballo criollo de cuarto metro de porte, y una pila de revistas de decoración. ―El caballo es una antigüedad de principios del siglo veinte, lo conseguí en el remate de la mansión Guerrico. Una familia tradicional venida a menos. Les quedó sólo el apellido. ―Impresionante, una escultura genial. Y las revistas fueron tu inspiración… ―Vos, vos sos mi inspiración. ―La tomó por los brazos y la volvió a besar. Estaba frenético, la besó hasta hacerle doler la boca. Laura argumentó otra vez que las empleadas estaban cerca y se separó rápidamente. ―Van a bajar, Julio. No me avergüences. ―Giró y ponderó las lámparas. Dispuestas por toda la estancia, lámparas de pie cromadas con luz dirigida hacia arriba. Laura imaginó el efecto sobrio y a la vez íntimo que darían al ambiente por las noches, cuando se dieran la oportunidad de relajarse después delos largos días de trabajo de Julio. Carmen y Nora bajaron, después de haber dejado las valijas y los bolsos de Laura en la habitación principal. ―No se moleste en desarmar el equipaje, señora. El lunes la puedo ayudar, vengo temprano ―se apuró a decir Nora, la más joven―. Ahora, si no me necesitan, me voy. A la vez que Laura agradecía, Julio la despidió con un “Buen fin de semana, Nora”. ―La cena está en la heladera, lo que usted ordenó. Hasta el lunes, señor. Hasta el lunes, señora. ―Se despidió Carmen, la mujer mayor. 96
Las dos mujeres se fueron. Con la perspectiva del fin de semana para ellos solos, comenzó el idilio de los primeros días. Julio la llevó hacia la cocina, amplia y luminosa, con desayunador, mesada en isla de mármol negro y alrededor de tres de las paredes, muebles blancos laqueados dispuestos sobre y bajo mesada. Por lo demás, el acero inoxidable brillaba en los artefactos propios de una cocina moderna. Él caminó hasta la mesada donde estaba la máquina de café y la encendió. ―Por ser el primer día, te voy a servir un café. No te confundas, querida, sabés quién es la que me tiene que atender desde ahora. El baño, entre el recibidor y la cocina, pequeño y coqueto en los tonos de beige con un gran espejo biselado tenía la apariencia de no haber sido estrenado. Hacia el lado opuesto, cruzando la estancia, el escritorio de Julio. Si le había impactado la biblioteca del Psiquiátrico, el estudio era la réplica, con el agregado de detalles de distinción: las paredes revestidas con boisserie de madera, una biblioteca sin las restricciones del loquero, las dos poltronas de cuero marrón sobre la alfombra de piel y la chimenea de piedra. El gran ventanal, hacia el oeste, para recibir hasta el último rayo de sol del día. Más lámparas de pie, al estilo de las anteriores. ―Me encanta la elección de las lámparas de pie. Todas iguales, son muchas pero están colocadas en lugares estratégicos. Sos un mago de la ambientación, Julio. ―Cuando algo me gusta, puedo abusar sin cansarme. Y sí, le da buen efecto de luces y sombras a los ambientes, justo en los lugares indicados. Vení, te muestro el piso de arriba. En la planta alta, tres dormitorios. El principal, inmenso, no menos de veinte metros cuadrados; al lado otro similar, de las mismas dimensiones, pero que parecía su mellizo desposeído, por la diferencia en la decoración. El de huéspedes, más chico pero no tanto. Los tres con baño en suite, dispuestos alrededor del hall, adonde desembocaba la escalera. Las mucamas habían dejado sus cosas en la habitación principal, la que hasta 97
ese momento había pertenecido a Julio y desde entonces iban a compartir. La cama de dos metros, con colcha de piel de zorro, cómoda extra grande y dos mesas de luz de buena madera. El vestidor, repleto con la ropa de Julio. ―Si no te molesta, Laura, podrás acomodar tus cosas en la habitación de al lado. ¿No te molesta, cierto? Es que yo me levanto muy temprano y con el tiempo justo. Por comodidad, no más. ―Claro que no, llevemos las valijas para el otro cuarto y después ordeno la ropa y el resto de mis cosas. ¿Qué más daba? Después de todo, ella llegó cuando él tenía su vida organizada. ―Sólo la ropa, ¿eh? Te quiero toda para mí, en mi cama y al alcance de la mano. ―Bromeó Julio sin bromear. Era en serio y la verdad, toda la verdad. No molestes y no te atrevas a pensar. Tal vez, de a poco, Laura debería ir pensando en redecorar aquella habitación, la melliza, a su gusto. Y lo haría. De eso, estaba segura.
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—17— El sábado siguiente tuvo lugar la cena oficial, la presentación de Laura como señora de Julio Basterrica. Carmen y Nora, incluida Laura, estuvieron pendientes de las órdenes de Julio. Si bien los invitados serían los socios de la clínica con sus respectivas mujeres y el abogado Zabalía y señora, Julio se mostraba exigente hasta en los mínimos detalles. Definido el menú y las bebidas, le pidió a Laura que prestara especial atención al atuendo. Formal, nada austero, clásico pero moderno y sensual sin ser provocativo. ―Julio, querido, algo voy a encontrar entre mi ropa para no desentonar. No te preocupes. ―Nada de eso, te traje una extensión de mi tarjeta de crédito para que la uses. ―Le dio la credencial plateada―. Andá al centro y comprate algo adecuado, un vestido de noche. Tenemos que impresionar a esas brujas, quiero que envidien a mi mujer. Laura ya conocía a los tres hombres y, a menos que tuvieran atributos escondidos, demasiado ocultos, no creía que sus mujeres fueran algo descomunal como para querer impresionarlas. Pero bueno, si él consideraba importante el hecho de estrenar mujer con ropa nueva, ella no lo iba a contradecir. Siempre le había gustado salir de compras, aunque no le quedó claro si él quería que esas mujeres la envidien a ella o a él pero no le preguntó. ―Si es tan importante, a la tarde voy a ver qué consigo ―cedió Laura mientras lo acompañaba al auto. ―Un vestido negro de corte clásico, entallado y a la rodilla. Escotado por la espalda o con algún tajo atrás. Sin brillos. Tenés el collar de perlas que te regalé. Te va a sentar perfecto. 99
Dicho esto, una caricia en la mejilla y un beso rápido en la comisura de los labios. Dio media vuelta y se apresuró a subir al coche. ―Ya voy atrasado ―dijo sin mirarla. Laura abrió la boca pero el Mercedes se había alejado cincuenta metros y la volvió a cerrar. Entró a la casa y se quedó mirando a la mujer de ébano, que se destacaba erguida sobre la mesa del recibidor. Carmen le habló, la sacó del trance. ―Señora Laura, el señor pidió que no la molestara con lo del menú porque dijo que usted tendría el día ocupado. ―Dígame, Carmen. Tengo tiempo, es temprano. ―Mañana es jueves, tengo la lista de las compras para empezar con la cocina. Si pudiéramos encargar que los proveedores nos acerquen lo necesario, podría ir preparando los postres y adelantar trabajo. Por los lomos no hay apuro, los necesito el viernes y los langostinos, elmismo sábado a la mañana. Perdone, sólo si a usted le parece. ―Me parece fantástico, Carmen. Yo misma me ocupo. Deme la lista. Cuando vaya al centro, paso por la proveeduría del country y personalmente les marco lo que usted me dijo. ―Gracias, señora. Me ahorra mucho tiempo y trabajo. Qué suerte que está con nosotros. Laura se olvidó de la escena con Julio. Hacía mucho tiempo que no se daba un gusto. De pronto la entusiasmaba comprarse algo bonito. Subió las escaleras que llevaban al hall y entró en la habitación donde guardaba su ropa. Tenía que buscar lo necesario para volver al otro cuarto, bañarse y vestirse para salir al centro. Lo pensó mejor, en términos de practicidad, y eligió ducharse en ese baño. ¿Para qué trasladarse, con la comodidad que se le ofrecía allí mismo? El baño estaba impecable y era igual al del cuarto de Julio. Fue la primera vez que conscientemente pensó en la otra habitación como la de Julio. Era la suya también. O como si lo fuera.
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Sin dudarlo, acomodó en los anaqueles sus cosas de tocador, maquillajes y cremas. Había buen lugar, todo para ella. Excelente luz para maquillarse. En adelante, ese sería su baño. A las seis de la tarde ya estaba de vuelta en la casa. El taxi la dejó en la puerta, se habían encendido los faroles de la entrada y las luces del jardín. Además del vestido compró un gran broche para sujetarse el cabello, un tocado con perlas dispuestas en forma de azucena. Era una terminación elegante para dejar al descubierto la espalda y lucir el escote del vestido negro. Llegó a la casa de modas, donde Julio la había mandado, y la empleada que la atendió le mostró exactamente el modelo que él le había sugerido ¿o impuesto? ―Como si el vestido la hubiera estado esperando, señora ―le sonrió la empleada mientras el vestido negro colgaba de la percha ante los ojos de Laura. Se lo probó y le quedaba perfecto, como hecho a medida. Lo pagó, sin dudarlo, y tuvo tiempo para pasear un poco y ver vidrieras, compró algunas chucherías, entre ellas el tocado para el cabello, un labial dorado y un libro de Murakami. Tomó el té, al sol, en el jardín de invierno de la confitería Galais, leyendo el primer capítulo, y cuando decidió volver sólo tuvo que buscar el número telefónico entre sus contactos, en el celular. Pidió un taxi al operador de la compañía que Julio le había agendado, recomendándole especialmente no tomar un taxi de otra empresa. Sólo tenía que decir quién era. La señora Basterrica. Cuando llegó Julio, Laura lo estaba esperando con la cena y el vestido negro enfundado en plástico transparente que colgaba de la araña de la habitación. ―Exactamente como el que imaginé para vos. No me defraudaste. ―La tiró sobre la colcha de pieles, entre risas y mimos y le hizo el amor. El sábado Julio llegó más temprano que lo habitual. Luego de supervisar el comedor, dio su aprobación. La mesa principal 101
ya estaba dispuesta para la noche. Esa mañana, mientras Carmen terminaba con el cóctel de paltas y langostinos y daba los últimos toques a los lomos marinados y las guarniciones, Laura y Nora se abocaron a la mesa. Sacaron a relucir el mantel de hilo y la porcelana blanca, la cristalería y los cubiertos de plata. El centro de mesa de cristal, hasta entonces vacío, lucía un arreglo floral que Laura en persona había elegido en la florería frente al country, cerca de la entrada principal. Lirios color miel y rosas blancas, en un lecho de follaje verde. Almorzaron juntos en el jardín. Era un día ideal, cálido con una suave brisa y estuvieron juntos allí, en la paz de la tarde, cada uno disfrutando su lectura. A las ocho llegaron los dos socios de Julio, en el mismo momento que Laura terminaba de aplicar su toque Dior detrás de las orejas y en las cicatrices apenas visibles de las muñecas. El peinado le había quedado fantástico, le daba un aire distinguido y a la vez sensual. Cuando Julio la vio, al coincidir en lo alto de la escalera luego de salir de las respectivas habitaciones, le dedicó una inclinación de cabeza y un gesto con la mano a la altura de su propia cabeza, a modo de chapeau, mademoiselle. Aprobada, otra vez. El doctor Martínez y su señora Francisca, él con el mismo traje que llevaba a consulta, salvo que tuviera otro de igual color e idénticas arrugas en las sisas, y ella con un trajecito beige demasiado apretado, como si hubiera reflotado un atuendo que le habría quedado perfecto antes de los cuatro hijos y los diez kilos de sobrepeso. Por su parte, el doctor Wiñasky, más delgado, como si eso fuese posible, parecía emergerdetrás de los vaivenes del vestido de gasa de la mujer enérgica que lo precedía. Alta y delgada, la señora Wiñasky la miró desde arriba. Con el tiempo Laura descubrió que era así como miraba el mundo. Conociéndola, Laura se explicó la delgadez y la dentadura holgada del marido. Con semejante vendaval al lado, no habría quién resistiera el encogimiento. Cada uno tiene su cruz, es así.
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―Francisca, Nina, bienvenidas. Ella es Laura ―las presentó Julio. Luego se dirigió a los amigos―.No hace falta que los presente, señores. Ya se conocen. Todos rieron y se descomprimió la situación. Pasaron al living, se sentaron los seis en los amplios sillones. Mientras esperaban al abogado y la mujer, en medio de la charla, una Nora impecable con uniforme nuevo sirvió el champán y los canapés de caviar. Inmediatamente sonó el timbre y Nora corrió a recibir al matrimonio que faltaba. El abogado y su esposa se acercaron al grupo, al tiempo que los Basterrica se ponían de pie para recibirlos. Así, Laura conoció a quien luego se convertiría en su única amiga inseparable: Miriam, la señora de Zabalía. Miriam era una mujer sencilla, enfundada en un pantalón negro y blusa holgada de raso blanco, le trajo bombones de regalo y le sonrió con mirada cálida. Laura tuvo una visión. Así se vio. Así hubiera entrado ella misma, hace diez años, tal vez menos, a una cena formal. Así entraría ella, de seguir siendo la mujer de Martín López Mauri. Confiada, algo tímida, enamorada. Desechó la idea y le agradeció los bombones, que iba a servir después de la cena, al momento del café. Pasaron al comedor y Nora sirvió cada plato que Carmen, desde la cocina, se esmeraba en decorar. La cena fue un éxito, ponderaron la carne fresca de los langostinos y el postre tibio de manzanas. Los hombres tocaron temas diversos que rondaban la política y la economía, había que volver al uno a uno y restablecer las relaciones con los Estados Unidos. Todos de acuerdo, incluidas las mujeres; tenían buen pasar y viajaban dos veces por año. No los había afectado la devaluación ni el corralito. No tenían los dólares en plazos fijos ni en bancos del país. Laura no abrió la boca. Se limitaba a mantener una sonrisa congelada en el rostro. Eso era lo que se esperaba de ella aunque se le acalambrara la mandíbula.
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—18— Era bien entrado el mes de marzo cuando se concedieron una tregua, la primera. Estaban en problemas. Él no, ella tenía problemas. Era ella quien no le hablaba, recurrió a los silencios pero había decidido cambiar la estrategia. Por las malas no iba a conseguir nada de Julio; por las buenas, quién sabe. Necesitaba comenzar a estudiar, quería ir a la Facultad de Derecho pero no tenía ni los medios económicos ni el poder de decisión. Apenas sintió que Julio cerraba la puerta del estudio, metió el pollo en el microondas. A él no le gustaba esperar, se enfurecía. Habían pasado apenas seis meses desde que se vieran por primera vez en aquel consultorio. Ella recordó la primera impresión. Alto y bronceado, avasallador. Después de conocerlo mejor se le antojaba menos alto pero siempre bronceado, a fuerza de las tardes de verano en la pileta. Ese año Julio no había querido alquilar la casa que tomaba habitualmente en Cariló. A Laura le hubiera gustado pensar que había sido porla novedad de la convivencia y las ganas de estar con ella, los dos solos, pero tal vez la verdad fuera otra: para no tener que blanquear su nueva situación ante Clara. No le había dicho que tenía mujer nueva. Cada vez que hablaban por teléfono, en esas cortas charlas de padre a hija, no se mencionaba lo importante. El cómo estás era el disparador obligatorio para tocar el tema del tiempo o del exceso de trabajo para luego despedirse con el clásico te quiero, hija, cuidate. ―No me llama. Si no fuera por mí… Hablamos por obligación, es tan cortante. No tenemos tema, no sé qué decirle―se justificaba Julio y no daba más explicaciones.
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“¿Y yo? ¿No existo? ¿Qué soy? ¿Un mueble? ¿La estatua de ébano? ¿Por qué no le hablás de mí?”, hubiera querido gritar Laura cada vez pero se callaba. Se limitaba a sonreírle y acariciarle el brazo. Pasaron varios meses antes de que él se atreviera a presentarlas y eso porque no le había quedado más remedio. Clara apareció en la casa, sin aviso pero esa es otra historia. ¿Avasallador? ¿Lo había pensado avasallador cuando lo conoció? Esa actitud de hombre seguro le había atraído de Julio, al comienzo y era lo que necesitaba. Un salvador, un hombre que se hiciera cargo de tomar las decisiones que había que tomar. Ella podría descansar sobre un pecho fuerte y dejarse querer ¿Un héroe, un guerrero, un conquistador? Tirano. Pensarlo tirano hubiera sido más adecuado. Julio, que ya tenía mucama y cocinera, se había conseguido la jefa de personal. La misma mujer que llevaba a la cama, le solucionaba los problemas domésticos. Era más sencillo tratar con una sola persona, que ella misma ejecutara las órdenes del patrón o que se encargara de que se cumplieran. Y mejor para todos que se cumplieran. Si algo no salía como él lo esperaba, las consecuencias eran para Laura. Cómo olvidar el primer día que Julio mostró su carácter y de lo que era capaz. Había salido con Miriam, caminaron por el centro comercial y tomaron café. Le gustaba estar con Miriam, se sentía cómoda. Podía ser ella misma, sin necesidad de pensar en las palabras o en los gestos. Mientras que en el reducido núcleo de las amistades de Julio, Laura se cuidaba de mostrarse en su totalidad. Con Miriam no hacía falta. Al llegar a la casa, vio el auto de Julio estacionado ante el portón del garaje. Problemas: a Julio le gustaba que ella estuviera en casa, al pie del cañón, lista para él. ―¡Laura! ¿Dónde estabas? Te necesitaba para que retires el traje de la tintorería y no atendiste el teléfono ―Julio abrió la puerta de entrada, cuando ella se bajó del taxi.
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―No escuché el teléfono. Buenas tardes, Julio. ―Iba a besarlo, cuando la tomó de un brazo y la metió a la casa. Cerró con un portazo. ―¡Qué vas a escuchar el teléfono! Lo apagaste a propósito. ¡No molesten a la señora cuando sale de shopping! ―No fue premeditado, te juro, no lo pensé. ―¡Como todo en tu vida! Sin pensarlo ―el golpe en el oído la aturdió y fue la primera vez aunque no la última. Gritaba. Ella no, él gritaba. Muda, aprendió a quedarse muda. Laura no entendía palabra. Julio era un animal que rugía y ella sólo necesitaba mantenerse parada y aparentar dignidad. Luego, Julio se encerró en su estudio y ella en su nueva habitación sin redecorar todavía. Fue la primera noche que durmió sola. Los gritos tal vez se escucharon desde la entrada del country aunque la casa estaba en la calle Avellano, una de las más alejadas. Desde ese momento, Laura se sintió avergonzada ante los vecinos y el personal de guardia. Los habitantes hacían largas caminatas, ejercicios aeróbicos o paseos en bicicletas y los guardias, los recorridos pautados. Era habitual ver pasar a unos y otros frente a la casa o por las cercanías. No dudarían, estaba claro, en dilucidar quién era el enojado y quién la depositaria de los gritos con los que se descargaba el doctor. El doctor está enojado, pobre señora. Se lamentarían las mujeres, por una cuestión de género. ¿Qué habrá hecho la señora? Lo cansó. Los hombres, justificando al hombre, en santa cofradía. O al revés, nunca se tiene certeza de los aliados. Eso sí, el título de señora no se lo quitaba nadie. Aunque no podía quejarse. Venía de vivir a la sombra de otro hombre y éste, el de ahora, no se portaba mejor pero le convenía. Laura tendría que estar agradecida, cómoda y desahogada en la casa de Pilar aunque respirase al ritmo que marcaba Julio. Se conformaba, después de todo. Aprendió a complacerlo y evitó contrariarlo. Estaba con el hombre que la había rescata106
do del infierno. Aunque a veces se sintiera poca cosa, como cuando él no quiso saber nada de que ella retomara sus estudios de abogacía, en la Universidad de Pilar. ―Estaba pensando en ir a averiguar para matricularme en la facultad ―le había dicho a Julio, en una sobremesa de finales de febrero, cuando lo vio relajado después del café. Laura sabía que con este hombre había que buscar el momento para conseguir algo. ―¿Querés estudiar? ¿Para qué, Laura? Si apenas te alcanza el tiempo para llevar adelante la casa. Y eso que no soy exigente, me conformo con cualquier cosa. Dejate de pavadas. Él, que la había escuchado lamentarse, que conocía la culpa de Laura por no haber cumplido el mandato paterno. Él, que había condenado la actitud de un Martín que le negó la oportunidad de terminar la carrera, actuaba del mismo modo. Laura no dijo nada, puso su mejor cara y levantó las tazas de café, que dejó en la pileta de la cocina arriba de los platos sucios. Aquella vez se resignó. Ella era de la casa y de Julio, que la controlaba y quería saber los detalles de sus actos, de cada día. ¿Adónde fuiste? ¿Qué te compraste? ¿Qué tal la película? ¿Fuiste sola? Sí, sola o con Miriam. No tenía a nadie más. Como si ella tuviera a alguien, más allá de Julio. Como si ella tuviera algo, además de lo que Julio se dignaba darle. Pero esa noche de marzo, mientras el pollo se calentaba y Laura condimentaba la ensalada de endibias que Carmen había dejado en la heladera, iba a volver al ruedo con el tema del estudio. No podía darse por vencida. Julio se acercó y le dio un beso en el hueco descubierto del cuello, lo que le erizó el vello de la nuca y un escalofrío le recorrió los brazos. No estaba preparada para el gesto cariñoso. La envolvió desde atrás. ―Querida, en abril tengo un congreso en Santiago. Son tres días en el Hotel Las Condes. Van colegas de todo el mundo
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y organizan actividades para las mujeres. Lo vas a pasar bien ―le dijo Julio. ―Bien ―respondió usando la última palabra que había pronunciado Julio, sintiendo por anticipado el aburrimiento de excursiones programadas, con viejas desconocidas. Además, venían de una mala racha. ―Me encantaría, Julio. Y también me haría muy feliz, al regreso, poder inscribirme en la Facultad. ―¿Otra vez con ese tema? Ya te dije, Laura. ―Julio endureció el cuerpo y las manos apretaron como garras. Al día siguiente iban a quedar las huellas en los brazos de Laura. ―Sí, pero tal vez si pudieras pensarlo mejor… ―No tengo nada que pensar. Antes estabas con el estafador de tu ex marido. Ahora estoy yo, que te doy todo. No hay necesidad. Julio no iba a ceder, por el momento. Laura no quiso enojarlo, volvió a resignarse y aflojó la tensión de su cuerpo. Llevó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra el hombro de él. ―¿No estás entusiasmada? Bueno, falta lo mejor ―la obligó a dar la vuelta. Quedaron frente a frente, encerrados entre los brazos de él―. Nuestro primer viaje. Después del congreso seguimos para Los Ángeles. Te debo una luna, la Luna de miel―acompañó la palabra miel apretándole una nalga. Laura lo abrazó y olvidó el malestar en la boca del estómago. Volvía el seductor de los comienzos. Se sintió una desconsiderada. Cómo no estar agradecida frente al hombre que le estaba ofreciendo todo. Se besaron y ella desechó los malos pensamientos del último tiempo. Así empezó el raid turístico más interesante que Laura pudo haber imaginado. Al menos una vez al año dedicaban un mes a recorrer el mundo, además de aprovechar cada oportunidad para hacerse una escapada aquí o allá, combinando el placer con los congresos de psiquiatría. Viajaron por los cinco continentes, a Laura se le achicó el mundo. Comparaba los viajes de su vida anterior y su razonamiento le sonó como una premisa de Lógi108
ca, de sus años de la secundaria: Los viajes con Julio son a los viajes con Martín, lo que los juegos olímpicos al torneo juvenil del Miraflores.
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—19— Laura abrió los ojos. No dormía, repasaba su vida como quien relee el libro de cabecera, el favorito que descansa en la mesa de luz. Miraba los autos que corrían a su alrededor. Otros coches, otra gente, cada uno con su historia. Diferentes colores sobrepasan al taxi por la izquierda. Finalmente, Ramón había entendido y mantuvo la boca cerrada. No habló más. Falta poco, ya van por la General Paz, rumbo al Norte. La lluvia, que había amenazado con tirar el cielo abajo, se convirtió en una suave garúa. Al fin y al cabo, el viaje desde la costa se le hizo corto. Para las cuatro de la tarde, calcula que llegará a Pilar y podrá empezar a empacar. Un fastidio, hay mucho por hacer. Antes, queda un último tramo de tranquilidad para pensar, para recorrer su historia. Recuerda otro viaje, aquel viaje iniciático con Julio, cuando lo acompañó al congreso de psiquiatría en Chile, previo a la “luna de miel” prometida. Llegaron a Santiago el jueves al mediodía. Un chofer los esperaba en el aeropuerto y los llevó al hotel Las Condes. Firmaron como Señor y Señora Basterrica. Fue la primera vez que Laura estampaba su firma insegura al lado de la otra, con la letra B agigantada, aparatosa, encerrando el nombre de pila y el resto del apellido, en sentido ascendente. Fue reconfortante ver su letra chica en contraste con la rúbrica firme y segura de Julio. Como refugiarse bajo las ramas de un roble, aferrarse a la seguridad mientras alrededor se había desatado un temporal. Era simplemente resistir para no salir volando al viento y a la lluvia, a las calamidades del exterior. Al abrigo de ese nombre encontróprotección. Dejaron el equipaje en la suite. Laura miró por la ventana del quinto piso las mansiones vecinas que embellecían el barrio. 110
Jardines enormes con piscinas de agua turquesa mientras Julio colgaba sus trajes y le indicaba que hiciera lo propio. Ella colgó su vestido negro. No lo había vuelto a usar y en esa reunión entre desconocidos sería como un estreno. ―Nos encontramos a la noche. No des la nota. ―El comentario le sonó a amenaza y Laura asintió. En silencio bajaron al lobby, Julio le dio un beso de despedida en la frente. La nota la iba a dar él, en el sentido literal de la palabra. Desapareció y no lo volvió a ver hasta la noche. Fue secuestrado por dos cronistas de la revista Psiquiatría y salud mental. Después publicaron la entrevista, un reportaje en tres carillas a todo color, con fotos de Julio en primer plano medio perfil, Julio sentado en un sillón con taza de café en mano y Julio disertando detrás del atril. Contaba un poco sobre su trayectoria profesional y sobre trastornos bipolares, tema de su último trabajo de investigación y que dio lugar a la ponencia en el encuentro. Laura recuerda que de regreso en Buenos Aires compraron diez ejemplares de la revista para llevar a la clínica, regalar a conocidos y guardar en la biblioteca de la casa, junto a otras notas del pasado. Fue una de las mejores entrevistas de Julio en pleno uso de sus facultades mentales, completamente lúcido. Tampoco era tan famoso como para que requirieran sus declaraciones. Mientras tanto, los organizadores del congreso habían preparado actividades para los acompañantes, una veintena de mujeres y dos hombres que Laura ignoró la mayor parte del tiempo. No le interesaba socializar con esos desconocidos. Hubiera preferido que no le dirigieran la palabra. Todos latinoamericanos, a juzgar por el acento. Laura contó siete argentinas o uruguayas, que a los efectos de la pronunciación es lo mismo, mientras que a los dos hombres mudos los imaginó peruanos o colombianos. Compartieron un almuerzo liviano en el salón comedor del hotel. Las mujeres se pusieron al día, en maratón que pudo haberse titulado “Cuente su año en cinco minutos y sorprenda aunque no sea cierto”. Laura miraba a una y a otra con la 111
expresión de muñeca contenta que había impostado tantas veces. Los músculos acostumbrados ya no le acalambraban la mandíbula. A media tarde subieron a un mini bus para emprender una carrera en forma de city tour. Laura se dejó llevar como si le interesara. Recorrieron la ciudad mientras una guía mencionaba datos y números que jamás serán refutados ni corroborados, menos retenidos. Pasearon por el casco histórico, el cerro Santa Lucía, la Biblioteca Nacional, el Palacio de gobierno, la Estación Central y el Museo de Arte. Laura ya conocía Santiago pero no se lo mencionó a nadie, ni a la compañera de asiento. Habló poco y nada con ella y con los demás. Hizo un esfuerzo para no quedarse dormida, por miedo de que Julio se enterara. No le iba a gustar que su mujer despreciara el paseo. Ya lo conocía enojado. Además, lo había aprendido de memoria: la mujer de Basterrica tenía que ser graciosa y amable, dar buena impresión. Julio lo puso en actas la noche anterior y Laura no se atrevió a contradecirlo. Se aburrió entre los dos hombres callados y esas desconocidas que hablaban entre sí mientras desesperaban por saber quién era la nueva del grupo, la que había pescado al buenmozo Basterrica. Una mujer atractiva, algo misteriosa, reservada. Poca cosa. Se encontraron por la noche en la habitación. Julio estaba en su salsa, anudando la corbata frente al espejo, satisfecho por el reportaje, por los resultados de su disertación sobre bipolaridad y por mostrar mujer nueva. ―¿Cómo te fue con las otras? ―Le clavó la mirada a través del espejo. ―Bien, Julio. Todo bien. ―No iba a desilusionar a Julio con quejas. ―Sabía que se iban a entender. Las mujeres de los psiquiatras son gente simple. Para complicados estamos nosotros. Bajemos para la cena. ―Le dio un beso en la frente y tres palmaditas en la mejilla que la estremecieron. Laura se puso tiesa, temió 112
que viniera el golpe. Pero eso porque no lo pensó. Julio no iba a dejarle una marca en la cara justo antes de asistir a una reunión. Además, no estaba enojado. No le había dado motivos. La presentó a sus colegas como si mostrara un pura sangre. Faltó que Julio le abriera la boca para que esos tipos le contaran los dientes. Miren qué buena adquisición. No lo dijo pero Laura sabía que lo pensó. Ella sonrió a cada uno y aceptó los halagos sin hacer ningún esfuerzo por retener caras o nombres. No le importaba. Se sentaron mezclados, hombres y mujeres. Ella quedó afuera de la conversación, no porque los mensajes estuvieran encriptados o el vocabulario fuese inaccesible sino porque no le interesaba. Aprendió a mantenerse al margen, ajena, sin demostrarlo. Aprendió a bajar la cortina al entorno detrás de una máscara de interés fingido, como si estuviera en medio de una charla interesantísima. Laura se levantó para ir al baño. La siguió una de las mujeres, de la que no recuerda el nombre. ―Lindo peinado, querida. ¿Tuviste tiempo para ir a la peluquería del hotel? ―La mujer la miraba a través del espejo. Era joven todavía, de unos sesenta años y con varias cirugías. Demasiado maquillada. ―No, me peiné yo misma. Un recogido simple. Parece más elaborado de lo que es, impacta por el broche pero es sencillo. ―Tendrías que enseñarme, soy inútil con las manos.―Guiñó un ojo mientras se retocaba el color de los labios con un rojo intenso―. Por lo demás, me arreglo bien. Mi marido no se puede quejar. Se rieron juntas. Laura fingió compartir la grosería y volvieron a la reunión como las mejores amigas. Julio se puso de pie para retirarle la silla y antes de volver a sentarse le besó la frente. Estaba satisfecho, su mujer había caído en gracia. El regreso a la habitación fue en un completo silencio. Solos en el ascensor, no se tocaron ni se hablaron. Los dos estaban exhaustos después del día de estrés por diferentes motivos, además del exceso de champagne. Se desnudaron y se metieron 113
en la cama. Se dieron las buenas noches sin hacer el amor. Julio amoldó su cuerpo al de Laura, le pasó un brazo hacia adelante y se durmió con el puño, pesado, entre los senos. Laura agradeció no haber enojado a Julio y que tuviera sueño. Que la dejara tranquila esa noche. Partieron hacia Los Ángeles la tarde del sábado, después del almuerzo de clausura que daba por finalizado el congreso, donde se brindó por la nueva pareja. Fueron ocho días maravillosos en el agradable microclima de esa zona de los Estados Unidos. Julio se mostró encantador, fue el hombre divertido que Laura hubiera deseado llevarse de regreso. Y generoso. Un día entero por las tiendas de Rodeo Drive bastó para llenar con bolsas de compras el baúl del auto de alquiler. Lo mismo que cuando fueron a Nueva York, París o Roma, entre algunas de las grandes ciudades que visitaron juntos en viajes posteriores. Cuando estaban lejos de la casa, la mimaba. Recorrer y comprar, caminar y reír, tomados de la mano. Era un hombre diferente cuando regresaban a Buenos Aires, pero así es la cosa. No se puede vivir de viaje.
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—20— Laura no salió en todo el día. A pesar de no haber cumplido el año de convivencia, se había habituado a la rutina de ser la señora Basterrica. Conducir la casa, resolver temas menores, mediar en trifulcas de empleadas, salir a distraerse. Tarde de invierno, viernes de junio. El frío se había hecho esperar pero cuando se instaló, de repente, lo hizo con la ferocidad de una bestia. Se aferró a los días y las noches, voraz clavó las garras, como para llevarse a los desprevenidos. Laura no encontró un motivo para abandonar la calidez del hogar, quería estar sola y ser ella misma, la auténtica. Dejar de fingir, distenderse. Despidió a Carmen temprano. ―Vaya, Carmen. Es un buen día para estar con los suyos. ―Laura entró en la cocina cuando Carmen terminaba de lavar las espinacas. ―Señora, son las dos de la tarde, es demasiado temprano. Iba a preparar la cena. ―Yo me ocupo. Hoy me dio por cocinar, voy a preparar esos muslitos rellenos siguiendo su receta. ―Pero el señor… ―La mujer se secaba las manos. ―Vaya, no más, Carmen. ―Como diga, señora. Hasta mañana, entonces. Gracias, señora. Tenga cuidado con el horno, el máximo es muy fuerte. Laura agradeció la preocupación de Carmen, era una buena mujer. Robusta de brazos gruesos y algo baja, con ojos de abuela. Calculó que Carmen estaría lejos de la casa, en la calle de salida. Laura cerró las cortinas y trajo la noche, dejó la casa sumida en la más profunda oscuridad. Dio luz a la cocina, encendió la dicroica del recibidor y las lámparas gemelas del living que derramaron sobre el juego de sillones una tonalidad cálida. Atibo115
rró la chimenea de leña y corrió, escaleras arriba, a su habitación. Mientras llenaba la bañera de agua caliente y espuma, se desnudó y dobló la ropa. Cepilló el cabello, lo sujetó con un broche en lo alto de la cabeza. Se limpió la cara. Dejó entornada la puerta de comunicación entre el baño y el vestidor y se acostó entre la espuma. Descansó con los ojos cerrados, el agua caliente la acariciaba, mimándola. Abrió los ojos. Miró sus muñecas, miró a su alrededor. Se rió, primero una risa suave. Subió de tono y la risa retumbó en las paredes del baño. De vez en cuando, a Laura le gustaba cocinar, aunque no tenía mucha experiencia. Tampoco en las demás tareas de la casa, ya que mientras duró su matrimonio con Martín tenía personal para la limpieza y la cocina. Con Julio, estaban Carmen y Nora. Preparar algunos manjares era una manera de abstraerse de la realidad y crear, dar rienda suelta a su costado artístico. Esa tarde la pasó deambulando entre la cocina y la mítica Santa María. Descalza y echada sobre los sillones de cuero, envuelta en la bata blanca de felpa con sus iniciales en hilo de seda negro. Café y Onetti. Miles Davies sonaba en el minicomponente. Esa era la felicidad, no había más. A eso de las ocho llegó Julio. Laura lo esperaba frente a la chimenea con leños ardientes y una copa de malbec. Vestida y maquillada, había puesto la mesa para dos. La comida lista, el centro de mesa con las tres rosas púrpuras de tela, las velas encendidas. Todo en orden. Corrió a besarlo, él reparó en su perfume y se demoró, con la nariz enterrada detrás de la oreja, besándole el cuello. ―¿Qué festejamos? ―Julio estaba de buen ánimo. Definitivamente, todo en orden. ―La vida, que estamos juntos, que tenemos la casa tibia en esta noche de invierno. Preparé comida. ―Bueno, te pusiste filosófica. Lo de la comida, eso sí que es para festejar. 116
La besó otra vez, en la boca. La condujo por la cintura hasta el sillón, todavía sonaba Davies. Birds of Paradise. En efecto, ella era un ave del paraíso, caído y encerrado en una jaula de Pilar. Custodiado por Julio, quien guardaba la llave. Mientras sonaba el saxo él contaba detalles de su día. Laura poco escuchaba del relato, lo miraba como si las historias de los otros locos fueran lo más interesante que hubiera escuchado en años y él se lo creyó. Julio bebió un último sorbo de vino y se fue a cambiar para la cena mientras ella calentaba la comida. Una noche soñada. Ella era perfecta y él, esa noche, un hombre maravilloso. El galán que convivía en él no lo abandonó ni un segundo y la colmó de atenciones. ―Exquisita comida, querida ―dijo Julio al terminar el último bocado―. Qué lindo gesto, me gusta que me atiendas. ―Extendió una mano y tomó la mano femenina. La besó en la palma, con la boca abierta, y le sirvió más vino. ―Basta de vino, ya estoy mareada. ―Quiero marearte, llevarte a la cama borracha para que te ablandes de una vez. Te quiero floja, que te entregues por completo. ―No hace falta. Estoy en tus manos. ―Cada uno le dio a esas palabras un sentido diferente. ―Lo sé, amor, era un decir. Vamos a la cama. Ella lo besó en la mejilla y se levantó para dejar los platos sucios en la cocina. Él la ayudó y tomados de la mano subieron para pasar juntos lo que quedaba de la noche de viernes. Amanecieron los dos en la habitación de Julio. Se levantaron tarde. Nora se había retirado y dejó una nota: Carmen avisó que está enferma. Era casi el mediodía de un sábado igualmente gélido, cuando se disponían a desayunar en la cocina.Ella estaba feliz, aunque tuviera que hacer la cama y ocuparse de la comida. Laura con la bata blanca sobre el camisolín de raso, él con el cabello húmedo y la camisa a cuadros que ella le había regalado. Un portazo, se miraron interrogantes y de pronto apareció. Allí, frente a ellos, entre ellos y el desayunador de la cocina. Clara. 117
―¡Clara! ―Julio no atinó a nada, no se levantó ni la abrazó, como se hubiera esperado de un padre que hacía meses que no veía a su hija. Paralizado, con los ojos bien abiertos. Miró a Clara. Miró a Laura. Ya no podía seguir negando, era hora de enfrentar la verdad. ―Papá, no sabía que tenías compañía. Vuelvo más tarde. ―La hija, de unos veinte años, delgada y con ojos de Julio, dio media vuelta para retirarse. ―No, Clarita. Quedate. Te presento a Laura. Ella es… Ella está viviendo acá conmigo. Laura, te presento a Clara. Mi hija. El silencio fue mortal, el clima se volvió tenso. Laura se acercó a Clara, sujetando la bata como si dudara de que cinturón y escote estuviesen en su lugar. ¿Estaría desnuda? Tuvo que mirarse, se convenció de que estaba cubierta. Avanzó y besó a Clara, que se mantuvo rígida y no devolvió el beso. ―Hola, Clara. Tu papá siempre habla de vos. Es como si te conociera. ―Qué suerte, señora. Está mejor posicionada que yo. ―Miró al padre, de frente―. No tenía idea de que tuvieras una mina viviendo en la casa. ―Vení, Clarita. Seguime. ―Julio la tomó del brazo y la llevó al escritorio. Laura dejó el desayuno que se enfrió olvidado en la cocina. Subió las escaleras lentamente intentando oír lo que estaba ocurriendo en el despacho de Julio. Nada, en la casa reinaba el silencio. Ya frente a la puerta de su habitación, se aflojó. Corrió al baño y se duchó. Se apresuró a cambiarse. Puso algo de color a las mejillas y los labios, se delineó los ojos. Quería estar presentable, quería gustarle a esa chica. Se vio a sí misma, en el pasado, cuando eran sólo ella y su propio padre. De alguna manera, aunque doliera, entendía a la hija de Julio. Ella también fue egoísta y caprichosa, tampoco hubiera aceptado la misma situación fácilmente. Pero tenía todo el fin de semana para conquistarla, para demostrarle que podían ser amigas, que Clara podría 118
recomponer la relación con el padre y contar con el cariño de Laura. Le entusiasmaba la idea. No pretendía reemplazar a la madre muerta. Sólo querer a alguien con forma de hija. Cuando bajó, Clara se había ido. Nunca supo lo que se habló en aquel escritorio. Parece que Clara había ido a Pilar a pasar el fin de semana con su padre y a llorar una de las rupturas con su novio, el que terminó siendo, posteriormente, su marido y el padre de su hijo. Laura asumió que al enterarse de la nueva relación del padre, habría decidido volver a la costa. Julio no quiso hablar del asunto, se metió en la cama y durmió todo el sábado. No quiso comer, le ordenó que lo dejara solo. En paz, dijo. El domingo, repuesto, se levantó como si nada hubiera pasado. Clara no volvió a pisar la casa de Pilar, aunque todos los veranos se veían en la costa durante algún almuerzo o una cena, por obligación, cuando Julio alquilaba la casa de Cariló.
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—21— Laura se encontraba esporádicamente y por compromiso, con las mujeres de los socios de Julio pero con Miriam Escobar tenía una sincera amistad. Desde que la había visto en la cena de presentación, se había sentido identificada con la mujer del abogado, el que la ayudó a terminar con los temas del divorcio con Martín. Se hicieron muy amigas. Las salidas con Miriam rompían la rutina, le daban color a los días iguales de Laura. Las noches eran de Julio. Monocromáticas, negras. Silenciosas. Salvo cuando él estaba de buen humor y le daba por conversar o mirar una película, juntos, tirados en el sillón después de la cena. Laura se encontraba con Miriam al menos una vez a la semana. Almorzaban juntas, generalmente en Torres del Sol o Las Palmas. Luego iban al cine o de compras o simplemente caminaban juntas. Siempre terminaban la tarde en una cafetería con una porción de torta, que compartían, o en un bar tomando unos Margaritas. Miriam era la compañera ideal. Tuvieron largas charlas y momentos agradables en los últimos años. Retazos de una libertad robada. Laura, lejos de las cadenas de Julio y Miriam, de las demandas de Juan Zabalía. Sin hijos para criar, compartieron la vida durante los diez años que Laura estuvo con Julio. Aquel día, un jueves de noviembre, estaban comiendo en Salad´s Bar. Fue Laura la que convocó al encuentro, necesitaba hablar con ella, desahogarse. Tenía que compartir con alguien su desesperación. Miriam no se había dado cuenta del desasosiego de Laura y no paraba de quejarse. Necesitaba viajar a su pueblo,
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en Entre Ríos. Su madre cumplía años pero Juan no quería llevarla ni que se fuese sola. Laura la interrumpió. ―Creo que estoy embarazada, Miriam. ―Lo largó así, sin anestesia, tal vez para escucharlo de su propia boca. Bebió un trago de agua. ―¿Embarazada? ¿Cómo que creo? ¿No estás segura? Sería fantástico, Laura ―dijo Miriam, tomándole la mano―. Pensé que no podías… ¿Ya se lo dijiste a Julio? ―Todavía no, tengo miedo. Además, no estoy segura. Es muy pronto. ―No te creo, ¿qué esperás para asegurarte? Ya mismo vamos a la farmacia y te comprás el Evatest. ―Estaba esperando unos días más. Que pase un tiempo para ir a un médico, para que se pueda hacer el análisis. ―Desvió los ojos, recorrió el salón comedor, los posó en Miriam, que la miraba por el rabillo del ojo―. La verdad es que no me animo, no sé cómo lo va a tomar Julio. ―¿Cómo lo va a tomar? ¿Estás loca? ¡Un hijo! Pero vamos, asegurémonos. Miriam insistió en pagar la cuenta, se levantaron y volaron a la farmacia. Entraron al baño público del shopping. Las dos líneas confirmaron la sospecha. Se abrazaron. Miriam, reía y gritaba. Laura, callada, temblaba. Esa noche no pudo, no le dijo nada a Julio. Lo vio llegar de la clínica, serio, cansado. No era el momento. Esperó el sábado para dar la noticia. Terminaron de almorzar en el jardín, al lado de la pileta. Se fue Carmen, Nora ya se había ido más temprano. Laura se secó las manos empapadas en transpiración y le pidió a Julio que dejara el diario. ―¿Qué pasa, ahora? ―Preguntó, sin doblar el diario La Nación que lo tapaba por entero. Lo bajó apenas para mirarla de costado―. ¿Algún problema? ―Estoy embarazada. ―Tragó saliva y esperó la reacción. Silencio mortal. Julio la miró. Desvió la vista. Cerró el diario y lo dejó, olvidado, sobre la mesa. Las otras noticias no te121
nían nada que hacer frente a esta otra, la nueva, que amenazaba con modificarlos para siempre. ―No puede ser, Laura. No podías. Dijiste que no podías. ―Parece que sí. Que puedo. ―Lo miró fijo, él también con la vista sobre ella. El silencio que siguió fue devastador, peor que el trueno. La aturdía. ―No podés. ―Fue categórico, definitivo. Era un duelo de palabras, de frases cortas y miradas eternas. Los ojos de Laura se inundaron, los de Julio echaban chispas. ―¿Estás segura o es una idea que se te puso? ¿Te hiciste un análisis? ―Quiso saber Julio―. ¿Fuiste al médico? ―Me hice el test. ―Laura sacó la caja de la cartera y mostró la evidencia. ―No quiero otro hijo. ―Julio partió al medio la varilla con las dos rayas y la tiró al pasto del jardín. Él, que no podía ver una migaja sobre la gramilla, la contaminó con una prueba de embarazo. La prueba de su propio bebé. Mala espina. ―Yo ya tengo una hija. Ella sola. Se lo prometí. Laura buscó en su cerebro, quiso encontrar las palabras adecuadas para convencerlo de su inocencia. Ella no era culpable de su estado. Quería defenderse, aquella mirada la juzgaba, la acusaba. Como si lo hubiera traicionado. Ella no era una traidora, en verdad no había buscado el embarazo. Aquel hijo se había plantado por su cuenta, sin buscarlo, y ella ya lo quería. ―Julio, no lo busqué. Este hijo vino por algo, es una señal. Es la bendición que me da la vida, sabés que no fue fácil para mí. Nada fácil. Tengo casi cuarenta años, no puedo ni quiero darme el lujo de dejar pasar esta oportunidad. Al fin voy a tener algo realmente mío. Algo bueno. Algo que valga la pena. Un hijo, Julio. Julio se acercó a ella y la levantó por los brazos, que le temblaban. La zamarreó pero no le pegó. Tal vez por el hijo que llevaba adentro. 122
―No se habla más. Si querés tenerlo te vas ahora mismo de esta casa. Acá no hay chico. No hubo forma de convencerlo, no iba a dar marcha atrás en su decisión. La conciencia de ser madre, el saber que un hijo se estaba gestando en su interior, le duró un fin de semana. El lunes a primera hora Julio la llevó a la clínica de un colega, un compañero de facultadque se dedicaba a solucionar esta clase de“problemas” de la gente rica. Le sacaron el hijo. No hubo bebé para amar, un bebé que la hubiera amado. Un hijo le habría llenado la vida, le hubiera dado sentido. Ese hijo la hubiera completado. Muchas veces había escuchado esa frase trillada pero sólo en aquel momento entendió el alcance, su verdadero significado. El taxi va por la Panamericana, a Laura se le cae una lágrima. No la seca, que el aire haga lo propio. Fue débil, se dejó llevar, se dejó convencer. No. La obligó. Y ella, cómoda tal vez, o miedosa, lo dejó hacer. Hoy no se hubiera dejado avasallar pero hoy era otra Laura y él, por supuesto, otro Julio.
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—22— Unos días después de la interrupción del embarazo, Julio entró al cuarto de Laura y se metió en la cama. De costado, apretó el cuerpo femenino y la mantuvo inmovilizada. No le preguntó si todavía estaba menstruando, si estaba dolorida o simplemente si tenía ganas.La besó por toda la cara dejándole un reguero de saliva hasta llegar a los labios mientras que con su mano libre le abría las piernas y jugueteaba con ella. Laura seguía seca y miraba un punto fijo en el techo, allá donde se proyectaba la sombra del velador. Le introdujo un dedo y ella no cambió la expresión ni la dirección de su mirada. Él se detuvo, la miró con el ceño fruncido y se fue disgustado. Así, una y otra vez durante un tiempo, hasta que perdió la paciencia y no le importó más el desinterés sexual de Laura. Hasta que un día se quedó en la cama y la tomó igual, sin preámbulos. Se metió en ella y empujó hasta vaciarse sin importar si le provocaba dolor o asco. Sabría que no era placer, de eso estaría seguro porque Laura se encargó de hacerlo evidente. Permaneció más que quieta. Rígida como un muerto. ―¡Bruja! ¿Hasta cuándo me vas a castigar? ―Sudado y colérico, rojo de rabia, se retiró del cuerpo de Laura. ―No sé de qué estás hablando, Julio. Acá estoy. Mirá. ―Laura volvió a abrir las piernas―. Dale, vení si querés. Otra vez, si podés… Julio le dio una bofetada y se fue a su propia habitación, dando un portazo que estremeció los caireles de la araña del cuarto. Laura se levantó tambaleante, fue al baño y se lavó entre las piernas. Abrió el botiquín y se encremó la mancha roja siguiendo la estampa de una mano perfecta, con cuatro dedos.
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El aborto obligado había dejado una herida. No había perdón, mucho menos olvido. Los siguientes cinco años de convivencia estuvieron marcados por el silencio y el rencor, con algunos momentos buenos. Laura detestaba los encuentros sexuales con ese hombre. No volvió a buscar intimidad con Julio, no existió ninguno más por iniciativa propia. Las relaciones fueron porque Julio lo quiso y en la habitación de Laura. Ella no retornó a la habitación de él por su propia voluntad. A veces, él la obligaba y ella a cambio no le entregó sus orgasmos. Se transformó en una autómata en la cama, en cualquiera de las camas, daba igual. Al principio él se enfurecía y la castigaba por eso. No le hablaba durante días, y si lo hacía era sólo para degradarla. Le quitaba acceso al dinero y a las tarjetas de crédito, para devolvérselos a los pocos días. La mujer de Basterrica tenía que disponer de dinero. No podía hacerlo quedar como un tacaño a ojos de las empleadas domésticas ni de los empleados de la proveeduría o de los negocios del centro ni de la única amiga, con la que se veía casi diariamente. Con el tiempo, Julio dejó de querer cambiar la conducta de Laura, dejó de buscar el placer de la mujer y se conformó con descargarse sobre ella, cada tanto. Con el tiempo, también, ella cambió su actitud. No lo desafió más, para qué buscarse más golpes. Si tenía que quedarse en esa relación, lo más inteligente era pasarla del mejor modo que fuera posible. Así, aceptaba los avances con una sonrisa, como si le gustaran, incluso fingía para dejarlo contento y que se fuera rápido. Que hiciera lo que quisiera.
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—23— El vínculo entre Laura y Miriam se hizo más estrecho. No pasaba un día sin que hablasen por teléfono, aunque salían, como antes, una vez a la semana. Si la casa se mantenía en un clima hostil, la cuota de risa y humor se desplegaba con Miriam. Aquel día salieron del cine muertas de risa, a pesar del final trágico. Habían elegido el Majestic, un cine de barrio donde proyectaban películas viejas. “Thelma y Louise”. Para drama, la vida, había dicho Miriam, que conocía el final pero disfrutaba de los daños que las dos mujeres provocaron a los hombres. Sobre todo, al camionero. Ya eran las siete de la tarde, tenían que ocuparse de la casa y sus maridos pero se negaban a despedirse. ―A ver si terminamos así, ¿cómo te ves? ―Laura codeó a su amiga, en tono de broma y señaló el cartel con el nombre del bar desconocido―. ¿Nos tomamos un trago en Sortilegio? No fuimos nunca, hay que conocerlo. Miriam dudó. ―Vamos, pago yo. Sólo uno. ―Insistió Laura. ―Uno, nada más. Ya es tarde y a Juan le gusta encontrarme cuando llega. Basta de líos, no quiero que se enoje. ―Miriam se lo había dicho incontables veces y Laura la entendía, a ella le pasaba lo mismo. ―Hecho. Ya sabemos, es el precio que tenemos que pagar por estar con dos tiranos. Cortados por la misma tijera. ¡Vivan las mujeres! ―Chocaron las manos y entraron al pub. Se sentaron en la barra. Laura pidió una botella de champagne.
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―¿De festejo, chicas? ―El barman puso ante ellas la botella dentro de una frapera con hielo,tapada con una servilleta púrpura, y las dos copas. Las dos estaban exultantes pero negaron un festejo. No había nada que festejar y eran conscientes de eso. Tal vez, la compañía. Saberse comprendidas. Dos mujeres atrapadas en un laberinto similar. Comentaron la película, que cada una había visto en el pasado, y estuvieron de acuerdo en las interpretaciones estupendas de Susan Sarandon y Geena Davis. De regreso, cada una en su casa, tuvieron que enfrentar el mal humor de sus hombres pero sin saberlo, también eso compartieron. No les importó. Esa noche estaban más allá del bien y del mal. Julio y Laura estaban en Bruselas. Después del congreso en Barcelona recorrieron la Costa Azul y subieron a los Países Bajos, con escala de tres días en Bélgica. Los silencios se le hacían eternos, por lo que Laura sacaba temas de la galera. Había tomado una costumbre: investigaba curiosidades de los lugares a visitar, como un trabajo más, una labor meramente intelectual. De esa forma, tenía temas de conversación. Por si acaso el clima se ponía tenso. Siempre había mirado con compasión a las parejas de las mesas vecinas que se evitaban, comían en silencio. Pura incomodidad, para qué salir. ―¿Sabías que Bélgica es el único país que nunca ha impuesto la censura en las películas para adultos? ―Laura rompió el silencio. Buena manera de iniciar conversación, hablando de cine porno. ―¡Ja! No lo sabía, no sé de dónde sacás esas informaciones, siempre me sorprendés con cosas raras. ―Julio se rió, divertido, y le tocó una mano. Al menos logró que Julio se divirtiera, con poca cosa logró cambiar el clima de la cena. ―Leyendo, querido. Antes de los viajes me gusta informarme sobre los lugares que voy a visitar. 127
―Perfecto, Laura. Hacés bien, y lo hacés también para mí porque me informás. Contame alguna otra curiosidad, algo interesante o divertido. ―¿Más interesante que una película porno? ―Laura le siguió el tren y le guiñó un ojo―. Bueno, acá va otra: ¿Cuál es el monumento más famoso de Bruselas? ―Mmm, dejame ver, ¿alguna iglesia? ¿La catedral? ¿Un puente? ―Julio ensayaba posibles respuestas ante los movimientos de cabeza negativos de Laura―. Decime, me doy por vencido. No te sigas burlando. ―El Mannequen Pis, la estatua del chico haciendo pis. ―Laura le señaló la pequeña escultura, que se veía a través de la ventana del restaurante. Ella misma había reservado la mesa mientras Julio estaba en el congreso. ―¡Qué loquita! ¡No tenés desperdicio! ―Julio cambió el tono, recordó algo―. A propósito, me comuniqué con Juan Zabalía por el asunto de la escrituración de tu departamento.Está en Entre Ríos, parece que murió la madre de Miriam. Laura sabía que la señora Escobar estaba enferma. Antes del viaje Miriam la había llamado por teléfono, quejándose porque Zabalía no la dejaba viajar a Entre Ríos para cuidar a su madre pero no creyó que fuera tan grave, con peligro de muerte. Apenas un problema renal, le había dicho Miriam. Julio aclaró la cuestión: ―Lo que había empezado como una infección en los riñones terminó en septicemia. Fulminante. Cuestión de días. Laura no lo podía creer, su amiga en tan triste situación y ella bromeando sobre banalidades, tanta estupidez. El ambiente festivo dio lugar a la tristeza. Terminaron de comer en silencio, a pesar de los intentos de Julio por atraparla con nuevas ocurrencias. Ella hubiera querido estar en Argentina, acompañar a su amiga, abrazarla. Pero ya estaba acostumbrada, los deseos y la realidad casi siempre corren por carriles distintos.
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—24— Julio fue dejando pistas de su enfermedad que poco a poco alertaron a Laura. Había algunos cortocircuitos en la cabeza de Julio. Hoy Laura se ríe del calzoncillo en la heladera, aunque en aquel momento no le causó gracia. Tal vez no haya sido el primer indicio, pero sin duda fue el más impactante. Julio era, hasta entonces un hombre prolijo, además de pudoroso. Puede ser que antes hubiera habido otra señal pero si ese fue el caso, cualquier señal anterior pasó inadvertida. Quién sabe. Ella no se dio cuenta de nada hasta ese momento. Lo del calzoncillo la impresionó pero no dijo nada. Tomó nota mental del episodio como un evento curioso y después lo borró como negándose a lo inevitable. A los pocos días,Laura iba a su propio cuarto y antes de acostarse pasó por el de Julio. Primero el ruido del agua, luego el vapor que salía a través de la puerta del baño entreabierta. Corrió al baño. La ducha estaba abierta y entre la nube de vapor apenas encontró la canilla para cortar el agua hirviendo. Se quemó los brazos y se mojó la blusa y el pelo. Con mal presentimiento, se acercó a la cama de Julio. Estaba despierto, ignorando el ruido y la humedad creciente, con un libro del revés entre las manos. ―¿Qué pasa? ¿Necesitás algo?―Julio la miró sin verla. ―Nada, Julio. Hasta mañana. ―Se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Al incorporarse, le enderezó el libro―. Estaba del revés. Dormí que es tarde. Después de esos dos episodios la situación fue empeorando. Julio olvidaba cosas cotidianas, tenía ausencias que no duraban demasiado pero que no eran lo habitual en él. Él no era así. Laura empezó a preocuparse. Julio también. Se daba cuenta. 129
El día que marcó la diferencia, que hizo que no pudiera dilatarse la consulta con un neurólogo, fue cuando desparramó el dinero. Esa ocasión los desbordó. A los dos. Laura estaba en la cocina, preparando un té. Escuchó que Julio había llegado de la clínica. Miró el reloj de pared, eran las siete y media. Más temprano que de costumbre. No la saludó en seguida, fue directamente al estudio. Minutos después, Laura sintió los pasos del hombre, que subía la escalera hacia la planta alta. Irá a ducharse, pensó, y se llevó el té al living. Encendió el televisor y a los pocos minutos bajó Julio con la bata puesta. ―Hola, Laura. ―Se sentó a su lado y la saludó con unas palmadas en la rodilla―. ¿Qué mirás? ―Nada, recién lo enciendo. ¿Cómo te fue? ―Bien. ―Tomó un sorbo de la taza del té verde de Laura, que estaba enfriándose sobre la mesa ratona. ―¿Querés un té? Está el agua caliente ―ofreció Laura. ―No, sabés que no me gusta el té, es que tenía la boca seca. Voy al escritorio a revisar unas cuentas, antes de la cena. Se levantó del sillón y caminó despacio hacia su estudio. ―¡Laura! ―La llamó a los gritos. Parecía grave. Laura corrió, pensando en ratones o algún murciélago. Era común en esa zona de countries. Ojalá hubiera sido alguna alimaña. Julio estaba sentado detrás de su escritorio de caoba, frente a un desparramo de billetes de todos los colores mientras la caja fuerte estaba abierta de par en par. Se tomaba la cabeza entre las manos. ―¡Laura! ¿Qué es todo esto? ―¡Julio! No sé ¿Qué pasó? ―Decime vos ¿Qué hiciste? ¿Para qué vaciaste la caja? Con la inseguridad que hay, y vos haciendo alarde de plata. ¿Estás loca? ―Julio la increpó, como si ella hubiera sacado ese dinero. ―No toqué la caja y nadie entró. Estuve en casa toda la tarde. Hace un rato acomodé unos libros.Estaba ordenado, Julio. 130
Laura veía todo claro. Él había entrado al escritorio un momento antes, al llegar de la clínica. Era el único que había estado allí y si hubiera notado la presencia de ladrones o movimientos extraños, lo habría manifestado en aquel momento. Sin dudas, había sido él quien provocara semejante revoltijo. Esto último era inadmisible en un Julio ordenado y meticuloso, un Julio en su sano juicio. Ella no hubiera osado tocar jamás su dinero y él lo sabía. Era muy celoso de sus cosas, desconfiado y siempre había dejado en claro quién manejaba las finanzas. Quién manejaba todo, en realidad. Laura había logrado, a duras penas y a fuerza de insistir, que le diera la combinación de la caja para anotarla en una libreta. Por las dudas. “No sea cosa que te pase algo o no estés y tenga que romperla”, le había dicho Laura un día. Él lo pensó y al poco tiempo le trajo un papel con la combinación de la caja fuerte y una llave extra. En ese punto había cedido, por sentido común, no más pero Laura nunca la había abierto. ―No toqué nada, Julio. ―Repitió Laura con tristeza genuina, mirándolo de cerca a los ojos, con las manos sobre los hombros de Julio. Él sabía que ella no podía haber sido, y no era tan necio como para no darse cuenta de lo que le venía pasando desde hacía un tiempo. La abrazó y lloró. Ella también lloró. Lloraron juntos. Al día siguiente fueron a consultar a un neurólogo, amigo y compañero de facultad de Julio. El doctor Vidal Campos. Los exámenes de rutina, y la confirmación con pésimo pronóstico. Julio era un paciente joven y le quedaba mucha vida por delante. Mucha vida y mala calidad para él y el entorno. El entorno era sólo Laura, la hija no contaba. Y los socios de la clínica, además de unos pocos amigos que en esos momentos te acompañan y se lamentan. Después, poco a poco, se abren. Nadie quiere ver que les pasó cerca la enfermedad, el deterioro que hoy es de un amigo y mañana puede ser el suyo. Como la ruleta. 131
Fueron días difíciles. A medida que la enfermedad avanzaba,Julio iba manifestando el deterioro en la clínica. En definitiva, Julio pasaba gran parte de su vida trabajando allí, era su pasión.Se transformó en un inconveniente para sus socios, que veían peligrar el prestigio de un centro psiquiátrico que era modelo de excelencia para el país y la región. Así, de a poco lo fueron corriendo y finalmente Julio tuvo prohibida la entrada a la clínica. Triste. Lo alejaron de su gran pasión, de su obra. Triste pero necesario. Y una misma escena se repetía, aunque a Laura se le viene a la mente una en especial. ―¿Adónde vas, Julio? ―preguntó asustada el día que Julio tomó las llaves del auto, vestido con los pantalones del pijama y sin calzado, con pantuflas. Despeinado y sin afeitar, quiso manejar solo hasta la clínica. ―¿Adónde voy a ir? ―la miró como si ella estuviera loca―. A la clínica. Se me hizo tarde. ―Pero querido, ya avisamos que hoy no ibas, estás con gripe. ―Laura encontró esa excusa y al funcionar la mentira, fue la que usó de allí en más. Una de tantas. Un día inventaba gripe, otro día una infección urinaria, o que la clínica estaba cerrada por reparación. El problema no era cuando estaba lúcido, pero cuando se perdía, se violentaba y quería volver a la clínica. Ella lo disuadía y al verlo furioso o deprimido lo convencía de uno u otro modo para que se tranquilizara. Él meneaba la cabeza y se apoltronaba de nuevo en su sillón frente al televisor, con un libro que no entendía. Había que estar pendiente de cada uno de sus movimientos. Recordaba quién era, y otra vez, se lanzaba a cumplir con sus deberes de médico y dueño de la clínica psiquiátrica. Laura vivió pendiente de él, se encargaba de dominarlo. Se transformó en una enfermera experta, con la necesidad de tejer estrategias para convencer a un tipo que no estaba acostumbrado a ser dominado.
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También se hizo cargo de las cuentas, luego de las finanzas en general y más tarde se quiso meter en la conducción de la clínica. Que no se creyeran esos perdedores que iban a tomar la manija de una sartén con tres mangos. El tercer mango era de Julio y Laura no permitiría que lo excluyeran ni ignorasen.
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—25— Laura repasa los hechos desde el comienzo de la enfermedad, paso a paso. Por un tiempo habían podido ocultarla y negar la gravedad del asunto. Luego, los socios no tardaron en aparecer en escena. Al principio atribuyeron los cambios de conducta de Julio a una situación de estrés, pero a medida que la enfermedad se fue evidenciando tomaron cartas en el asunto. Laura lo esperaba. Más tarde o más temprano había que enfrentar la realidad. Si ella veía con extrañeza cómo actuaba Julio en la casa, en el trabajo no tenía por qué ser diferente. Había un médico demente atendiendo pacientes psiquiátricos. Una paradoja. Preocupados por el peligro que representaba para la empresa, le pidieron a Julio que se tomara unos días de licencia. “Tomate unas vacaciones, Julio, te las merecés ―le dijeron―. En quince días vas a estar como nuevo”. Laura regresaba con la ropa de la tintorería y vio el Mercedes. Algo no andaba bien.El auto azul mal estacionado, con las dos ruedas delanteras sobre el césped, fuera del camino de asfalto. Pagó rápidamente al taxista y se apresuró a entrar. El descuido no era el estilo de Julio, jamás hubiera pisado la gramilla después de tanta lluvia, cuando el suelo estaba tan blando que dejaría profundas huellas marcadas. Y demasiado temprano, apenas era media tarde. Encontró a Julio sentado en una banqueta, con los codos apoyados sobre la barra del desayunador, frente a su taza de café y unas tostadas con manteca. ―Llegaste temprano, Julio. ―Simuló sorpresa mientras apoyaba sobre la mesada el traje enfundado en la bolsa negra y se acercó a darle un beso―. Estás con apetito. ―Me quieren hacer a un lado, Laura. Estoy acabado. 134
Estaba completamente lúcido. Le contó que casi lo habían obligado a tomarse quince días, pero que él ya conocía a los socios. Era una manera de alejarlo de a poco, correrlo de la clínica y pergeñar estrategias para declararlo insano, incapaz de seguir como socio activo. Lloró como un chico, en los brazos de Laura. Por aquellos tiempos lloraba mucho, pedía ayuda y se refugiaba en ella. Había desaparecido el Julio violento de otros tiempos. Laura le ofrecía consuelo y lo calmaba. De todas formas, no olvidó en ningún momento el pasado, los malos tratos y el hijo muerto. Ahora ella era la mano fuerte que llevaría el timón pero tenía claras sus prioridades: proteger los intereses de Julio era sinónimo de proteger los propios intereses. ―Ayudame, Laura. Sólo puedo confiar en vos. Me van a dejar afuera de la clínica. Esa clínica es mi obra. Laura le tomó la cara entre sus manos y lo calmó, más en papel de madre protectora que de mujer. Le aseguró que ella se iba a fortalecer para él; no iba a permitir que sucediera lo que él tanto temía. A la mañana siguiente fueron al estudio del doctor Zabalía pero éste les dijo que no se preocuparan, que tanto Wiñasky como Martínez sólo querían el bien de Julio y que disfrutaran de las vacaciones. Evidentemente, el abogado estaba al tanto de la situación y se los quería sacar de encima. Laura y Julio supieron entonces dónde estaba la fidelidad de Juan Zabalía. Buscaron otro abogado. Fueron a la competencia, el estudio jurídico más importante de Pilar. Blaquier y Asociados. Allí los atendieron como era debido, quedaron en manos del mismísimo Blaquier, y en dos díasJulio había firmado un poder de administración y disposición a favor de Laura. Un escribano dio fe y dos testigos lo acreditaron: Julio estaba en pleno uso de sus facultades mentales, ubicado en tiempo y espacio, al momento de la cesión de esas potestades. Al fin tenían un documento para tranquilidad de los dos y para que ella lo usara cuando fuera necesario. Después sí, se tomaron unas vacaciones. Pasaron diez de los quince días en Mar del Plata y se reencontraron como pareja. Parecían recién casados. Ella había con135
seguido que Julio cediera algo más que un poder de representación: el volante del Mercedes. Julio ya no manejaba nada. Al regreso, Julio volvió al trabajo pero más relajado y con un horario bastante flexible. Iba a la clínica por la mañana, y aunque casi no le habían dejado pacientes a cargo atendía a dos o tres de los más viejos en aquel consultorio, donde había sido todo un mito. Hacía una ronda, hablaba con los internos, saludaba al personal y volvían a almorzar a casa. Laura lo llevaba y lo iba a buscar. A veces, ella se quedaba en los jardines y lo esperaba leyendo o tomando un café en el buffet. Antes, jamás se la veía a Laura por la clínica. Después de las breves vacaciones, figurita repetida y conduciendo al ex temible Basterrica. La habían citado un viernes al mediodía. Los socios habían programado una reunión ficticia en el estudio de arquitectura con los paisajistas para que Julio estuviera ocupado en un supuesto proyecto de redecoración de los jardines. De esa manera, Julio iba a estar entretenido al menos por dos horas. Lo mandaron en un auto con chofer. El catering fue en otro vehículo, y al solo efecto de compensar a los decoradores por el tiempo perdido. Un viernes distinto, pintoresco, con almuerzo incluido. Además, Martínez y Wiñasky descontaban que los arquitectos y decoradores lo harían sin chistar. Estaban en deuda. Los tres médicos habían dejado en aquel estudio de arquitectura el valor de un departamento, como mínimo, con los precios exorbitantes que cobraron por los servicios prestados. Qué tanto paisajismo, decían. Si no hubiera sido por Julio, los otros dos hubieran arreglado el paisaje con una docena de pinos y un jardinero para mantener el césped. Cuando Laura llegó se dirigió directamente a la sala de reuniones. Los dos psiquiatras la esperaban, uno en cada cabecera de la mesa de caoba que Julio había elegido personalmente, al igual que cada mueble y objeto. Todo allí hablaba de Julio. Martínez ocupaba el lugar de Julio, la cabecera que siempre elegía. De espaldas al ventanal que daba al jardín.
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―Laura, queríamos hablar con vos sobre el estado de Julio, por eso te pedimos que vinieras. Martínez rompió el silencio demostrando ser el vocero del dúo, mientras Wiñasky, colorado desde la coronilla hasta el cuello de la camisa hacía bailar los dientes postizos y se secaba la frente con su pañuelo azul. ―Entiendo. Estarán preocupados. Hicimos consulta con el doctor Vidal… ―Ya hablamos con Vidal Campos. ―Se miraron entre ellos―. Nos ratificó el diagnóstico. Como verá, Laura, Julio no puede seguir tratando a los pacientes. ―Comprendo, Martínez. Bueno, ya lo saben. Pero Julio está en una etapa inicial. Todavía… ―Bueno, veo que nos entendemos. ―Martínez se dirigió a Wiñasky―. Laura es una mujer sensata. A fin de cuentas, no era tan difícil tratar el asunto con ella. ―El caso es, querida, que esperamos que nos ayudes. ―Wiñasky se relajó e intervino en la charla―. Tenés que convencerlo. Que no aparezca más por acá. Así, sin anestesia. Laura se endureció. Para eso la habían llamado. Querían que fuera ella, que le dijera a Julio que ya no era útil, que se retirara a cuarteles de invierno. No les iba a seguir el juego. Par de imbéciles. ―¿Cómo dice? Así, no más ¿Qué se creen? Me sirve, lo uso. No me sirve, lo desecho. Señores, estamos hablando de Julio. ―Momento, Wiñasky. Veníamos bien. Momento.―Martínez lo detuvo y se dirigió de nuevo a Laura―. No es así, Laurita. De a poco, lo tenés que ir convenciendo… ―No me pidan eso. Me parece poco ético. Convengamos que si bien ustedes son socios igualitarios, le deben mucho. Yo creo que le deben a él el prestigio de la clínica. Martínez le aseguró que aunque Julio no concurriera a la clínica, aunque no se desempeñara en sus funciones, le iban a
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asignar una buena mensualidad para que no tuvieran que preocuparse por el dinero. ―Contá con eso, Laura. Julio va a recibir el mismo porcentaje de la ganancia que retiramos nosotros. Le dijo que la cosa se iba a poner difícil y que ellos querían que Julio viviera su vida de la mejor manera posible. Que también se iban a hacer cargo de la internación, llegado el momento. ―Eventualmente, Laurita, vas a tener que ir pensando en eso. Falta mucho, hay un largo camino por recorrer y va a ser penoso. El final, sin duda tendrá que ser en un centro especializado. Wiñasky no tuvo mejor idea que recomendar algunos, dos o tres de los mejores de Buenos Aires, a su criterio. Laura miraba a uno y a otro con la boca abierta sin poder contener las lágrimas, con la sensación de estar cayendo en espiral. La forma en la que esos tipos planeaban el final del hombre que los había elevado hasta el punto de tener un prestigio que individualmente jamás hubieran soñado. Apretó sobre su pecho la cartera donde aguardaba el sobre con el poder pero decidió que no era el momento. ―Desagradecidos. Ustedes no serían nadie sin Julio. Les dejó el circo montado y ahora se quieren deshacer de él. No lo voy a permitir. ―Usted no es quién para entrometerse en la sociedad. Sólo somos tres. ―Volvió a hablar Wiñasky, elevando el tono. ―Veremos. Bien, señores. Pronto tendrán noticias. Laura se puso de pie con la dignidad que le daba representar a la persona que había levantado un imperio en materia de salud mental. Salió de la clínica manejando el Mercedes, secándose las lágrimas que le impedían ver el camino. Había que actuar pronto. En ese momento, en el corto plazo, mientras Julio fuera Julio. No quedaba demasiado tiempo. De las decisiones próximas y un buen asesoramiento del Estudio Blaquier dependía el futuro. 138
—26— Laura arregló los horarios de las dos mucamas de manera que le dieran libertad de acción durante el día. Carmen entraba a las ocho de la mañana y se encargaba de la comida y de Julio, que a pesar de su enfermedad, conservaba el paladar impecable y no toleraba una mesa mal servida ni el salmón recocido. Nora llegaba a las once. Hacía la limpieza y a las dos de la tarde quedaba al cuidado de Julio, hasta la llegada de Laura. Las dos empleadas, que habían acompañado a Julio desde hacía tantos años, lo controlaban a las mil maravillas. Él las reconocía, obedecía y respetaba. Ellas eran incondicionales, fieles a “los señores”, como los llamaban cuando se referían a ella y a Julio. Él dormía largas siestas después del almuerzo gracias al efecto de los tranquilizantes que le había recetado el médico y algún que otro “agregado” de vez en cuando. Cuando Laura volvía no quería extraños en casa, se quedaban solos; si Julio se ponía pesado o violento le ponía en el té unas cuantas gotas de somnífero, el Rivotril que a ella misma la ayudaba a dormir. Así, disfrutaba de la soledad nocturna, lejos del estrés de la clínica y la pelea jurídica. Se relajaba con música, leía, o si estaba muy cansada simplemente miraba la televisión, con la mente en blanco y esperando el sueño. La primera vez que Laurale administró el clonazepán por su cuenta fue una cuestión de fuerza mayor y no sintió culpas. Antes no había querido darle la droga sin la orden del neurólogo pero aquella noche, Julio no dejaba de quejarse. Decía estar aburrido y la obligaba a mirar uno de esos programas donde dos equipos de adolescentes vestidos de diferentes colores competían por el viaje a Bariloche. ¿Cuándo, en el pasado, Julio iba a interesarse en semejante cursilería? Antes, miraban sólo buenas 139
películas o algún noticiero. No era Julio, definitivamente. Ella intentó dejarlo solo pero él le apretó el brazo y la tiró otra vez en el sillón. ―Quedate, te digo.―Le gritó Julio, y ella supo que la había marcado. En efecto, durante una semana Laura tuvo que abstenerse de las mangas cortas. ―Calmate, querido. Sólo quería hacerte un té. Laura se levantó del sillón y le trajo el té con las diez gotas diluidas. Estaba cansada, si le hacía mal para el Alzheimer que Dios la perdonara. ―Tomalo, te va a ayudar con la digestión. Agradecido, Julio le aceptó el té y le besó la mano. Laura le hizo unos masajes en el cuero cabelludo, con lo que siempre lograba relajarlo, mientras él tomaba la infusión sorbo a sorbo. Ya lo tenía a punto y lo convenció de seguir mirando televisión en la cama. Se recostó a su lado y en unos cuantos minutos lo durmió con otros masajes, en la frente, las sienes y los párpados. Apagó el televisor y se fue a su cuarto. Se desnudó, tiró la ropa sucia a un costado y se quitó el maquillaje mientras llenaba la bañera. Encendió las tres velas aromáticas, bajó las luces yse hizo un baño de inmersión con aceite de camomille. Había encontrado la solución. Desde aquel momento, ella decidiría qué hacer con sus noches. Fueron días ajetreados, hasta la venta de la clínica. Laura hizo valer su poder y un juez de instrucción indicó la auditoría. De lunes a sábados permanecía en la clínica en su nuevo rol de administradora de los bienes de Julio. Por primera vez en su vida era dueña de una situación. Ejercía el mando y lo hacía en grande, con la seguridad que dan el dinero y un buen abogado. El manejo económico le había dado la oportunidad de contratar al Estudio Blaquier, que disponía de un equipo de abogados, contadores, especialistas en auditorías. Justo lo que Laura necesitaba. Caro, pero el éxito estaba garantizado. Ahora sentía que 140
los vientos eran favorables, que la suerte había cambiado. Le gustaba pararse ante los empleados de la clínica y que la respetasen. Disfrutaba de su nueva posición, la divertían las miradas desconcertadas primero y de terror después, de los socios de Julio. Se nutría de la magia del poder. Al principio ni ella lo podía creer y día a día se afianzaba en su nuevo papel, convencida de que estaba hecho a su medida. Cómo olvidar la primera mañana en que se presentó en la clínica. Estacionó el Mercedes en el lugar reservado para Julio y bajó del auto con su maletín de cuero negro y el trajecito Armani que había comprado en la Quinta Avenida. Entró con paso seguro, haciendo resonar los tacos altos, flanqueada por los dos contadores. A su derecha el de traje barato, seguramente comprado en una feria americana y a la izquierda el buen mozo de bigotes, con más clase y cara de vago. Los dos auditores que iban a cumplir con el trabajo asignado. Contabilizar, controlar. Obstruir. Enloquecer. Saludó a la recepcionista y a las mucamas que limpiaban el hall de entrada con un “buenos días” y una inclinación de cabeza, como si el nuevo trabajo de jefa hubiera sido su rutina. Y así fue. Después de aquella irrupción, repitió la entrada triunfal hasta que se hizo moneda corriente. Cualquiera hubiera dicho que Laura era la verdadera dueña de la clínica. De hecho, lo era en representación de Julio. Se dirigieron los tres a Contaduría. Laura presentó a los auditores en la administraciónjunto con la orden del juez que ordenaba la revisión de cuentas, presencia permanente y entera cooperación por parte de los empleados administrativos del lugar. El contador quedó mudo. Revisó el documento y no tuvo más remedio que aceptar a sus nuevos compañeros de trabajo. Laura llamó a Mantenimiento y pidió dos escritorios con sillas para que se acomodaran. A pesar de las dudas de Laura, el del traje barato resultó ser el mejor plantado. Después de presentarse y unas breves palabras que sonaron a fórmulas de cortesía, sacó el listado de los documentos y libros contables requeridos. 141
―Vaya consiguiendo esta documentación, para empezar ―le ordenó al contador de la clínica mientras el otro, el que se daba aires de dandy, admiraba el paisaje por la ventana. Laura dejó a los tres inmediatamente, debía llamar por teléfono a Blaquier, tal como habían acordado. Él mismo y un escribano la acompañarían al banco para cambiar la titularidad de Julio por la de ella, en la cuenta de la sociedad. Entró en el consultorio y cerró la puerta, apoyando la espalda unos instantes mientras miraba las paredes tapizadas de libros, el escritorio donde había hecho el amor con Julio, el sillón de cuero que fue testigo de tantas miserias y horas desesperadas. Apoyó las dos manos sobre la madera de caoba y quedaron estampadas sus palmas como aquella vez, la primera, cuando era una mujer herida que estaba a merced del sinvergüenza de su ex marido. Se sacudió el pasado y no se permitió más dudas. Se sentó como si ese sillón le hubiera pertenecido desde siempre y pidió un café por el intercomunicador. Llamó a la secretaria de Julio, ahora su secretaria, cuando irrumpieron los dos médicos psiquiatras. ―Laura, ¿qué es esto? ―Martínez estaba rojo, le latía visiblemente la vena de la sien y Laura pensó que si él hubiera podido la habría ahorcado ahí mismo. ―¿Con qué derecho te metés acá con extraños? ―Wiñasky tartamudeaba como ella nunca lo había escuchado, al borde de un ataque cardíaco. ―Buenos días, señores. Acostúmbrense porque me van a ver por aquí todos los días. Les dije que iban a tener pronto noticias mías. ―Es una locura, Laura. Lejos de solucionar las cosas, vas a lograr perjudicar a Julio y a vos misma con tu actitud. ―Amenazó Martínez, mientras Wiñasky miraba a uno y a otra con la boca abierta. ―¿Se creyeron que se iban a sacar tan fácil a Julio de encima? No. Están en un error. Julio me tiene a mí para hacer valer sus derechos sobre el negocio. 142
―¿Negocio? Es nuestra clínica, no es una verdulería ni una de esas boutiques donde te comprás la ropa. Es un centro de salud, tenemos pacientes. De nosotros dependen muchas familias… ―Negocios, señores. Para mí, esto se traduce en una palabra: Negocios. ―Laura lo interrumpió―. Y no tenemos nada más de qué hablar. Mi abogado llega en una hora, a más tardar. Mientras tanto, si quieren, llamen al suyo. Y ahora, si me permiten, tengo algunas llamadas pendientes… Había nacido otra Laura, la que nunca antes había dejado aflorar, la que tomó las riendas definitivas de sí misma, de Julio, de la clínica, de toda la situación y, definitivamente, estaba a la altura de las circunstancias. Desde ese momento, en lo que se refiere a la parte legal, se entendieron entre abogados. Los doctores Blaquier y Zabalía llevaron adelante las negociaciones pero estaba cantado de quién sería el triunfo.Zabalía, comparado con Blaquier, era apenas un aprendiz. Un papagayo frente a un halcón. Laura hablaba todos los días con sus nuevos empleados, requería informes sobre el avance del trabajo y daba siempre la misma orden: los quiero a mis pies, los quiero destruidos y pidiendo clemencia. No dan los números, hay evasión fiscal, cuentas en negro y no van a querer ir presos. Que paguen. Durante dos meses los auditores permanecieron en la clínica, controlaron entradas y salidas, libros de actas, estado de cuentas. Laura se instaló en el consultorio de Julio y desde allí vigilaba el trabajo del abogado y los auditores. Iba todos los días a la clínica y no se movía hasta las seis o siete de la tarde. Acto de presencia. Era indispensable aquella actitud para demostrar que ella estaba a cargo de la situación. Desde los empleados hasta los médicos supieron quién ocupaba el lugar de Julio. Mejor que Julio, ella no se distraía con los pacientes. Mientras tanto, los profesionales contratados hicieron bailar a los dos carcamanes. Los volvieron locos con requerimientos legales, presentaciones, escritos, trabas. Mellaron la voluntad. No se podía re143
solver nada en lo concerniente a la sociedad sin que antes pasara por el juzgado y la aceptación de Laura. Y ella, por supuesto, no se las hizo fácil. Rechazó petitorios, presupuestos, cambios de proveedores, entradas o salidas de personal. Se convirtió en una espina clavada en las nalgas de los socios. Cuando llegó el momento, entraron solitos. Así, bastante rápido, los socios se dieron cuenta de la necesidad de comprar la parte de Julio. Estaban preparados y ansiosos por cerrar el negocio. Les costó bastante aceptar el precio. Laura y su abogado demostraron fácilmente el valor de las acciones de Julio. El capital no estaba dado únicamente por lo que se facturaba en aquel loquero donde se atendían pacientes de la alta sociedad, sino por el valor del inmueble. Dos hectáreas con su mansión al medio, construida en plena zona de countries. Laura pidió tres millones de dólares, para empezar las negociaciones. Después, habría tiempo para bajar la puntería. Lograr el acuerdo. Eso llevó más tiempo… Mientras tanto, Juan Zabalía le había prohibido a Miriam todo contacto con Laura. Las amigas no se vieron durante dos meses pero Miriam la llamaba por teléfono, a escondidas del marido. Por un lado Laura estaba demasiado ocupada como para extrañar las salidas que habían sido tan frecuentes en el pasado y no insistía a Miriam para verse. Pero por su parte, una Miriampreocupada, la llamaba a escondidas y después borraba los registros de llamadas del celular. No quería traicionar a la amiga y le temía al marido. Era una sometida, como lo había sido Laura. Ya lo iría a resolver. El sometimiento tiene un precio para ambas partes, sólo había que esperar para saber cómo iban a pagarlo.
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—27— Ese sábado Laura había llegado de la clínica más tarde de lo habitual. Era un día soleado, con la temperatura justa para comer afuera. La primavera se estaba portando bien. ―Hola, Nora. Por favor sirva el almuerzo en el jardín. ―Sí, señora. Carmen se fue más temprano, me dijo que usted sabía… ―Sí, me avisó. Voy a buscar a Julio. ―Está sentado en el sillón del living. Está tranquilo, señora… Efectivamente, estaba manso. Comieron una ensalada tibia de vegetales y después del café bautizado acompañó a Julio al cuarto para que hiciera una de sus siestas eternas, que ella tanto agradecía. Despidió a Nora hasta el lunes, deseando quedarse con la casa a su disposición, para ella sola. A pesar de los veinticuatro grados, a pesar del sol y del aroma a tilos, no quiso caminar ni quedarse al aire libre. Prefirió bajar un poco las cortinas, quedarse en la penumbra del living. Ese día quería no hacer nada. Demasiadas demandas en la clínica, en la casa, con Julio. Estaba harta de los socios, los empleados y los auditores. Iba a dedicar el fin de semana a descansar. Tomar más café y tirarse en el sillón a mirar una película o a lo sumo leer uno de los libros que tenía en lista de espera. Estaba en la cocina, llenando la cafetera, cuando la sobresaltó el sonido de la central telefónica. ―Seguridad, señora. ―Del otro lado de la línea, la voz del guardia de turno―. Está la señora Zabalía. ¿Le digo que pase? ―Sí, que pase. ―Le extrañó la visita, hacía mucho que no veía a Miriam. Laura salió al porche a esperarla. Vio venir el taxi, zigzagueando, por la calle “De los colibríes”. El coche negro con 145
techo amarillo aparecía y desaparecía entre los olmos como si jugara a las escondidas o buscara la salida de un laberinto, hasta que se dejó ver por completo y estacionó frente al portal. Laura se acercó al taxi para recibir a su amiga, que había estado ausente por orden del marido, mientras Miriam pagaba el viaje. La que se bajó del auto era una Miriam desencajada que la abrazó con fuerza y se largó a llorar en los brazos de Laura. ―Miriam, ¿qué pasó? ―Laura la tomó por los hombros y la separó de su cuerpo. Su vista se clavó en el pómulo hinchado. ―Juan. Juan me engaña. ―La cara de Miriam empapada en llanto, las lágrimas corrían por el pómulo que había tomado una tonalidad rojiza―. Lo encontré con la socia, en el Estudio. Igual quevos, Laura. ―Te pegó. Encima, el desgraciado te pegó. Vení, contame. Entraron a la casa y hablaron durante el tiempo que tardó en vaciarse una jarra de café negro. Miriam le contó que había pasado por el estudio del marido. Andaba por el centro y se le antojó ver a Juan, almorzar con él. ¿Por qué no? Un sábado diferente, una sorpresa. La secretaria la había saludado al entrar, como tantas veces. Le dijo que el doctor Zabalía estaba solo, trabajando en su oficina. Miriam había caminado por el pasillo alfombrado y al llegar frente a la puerta de Juan entró sin golpear, como otras tantas veces. Mientras escuchaba el relato, Laura se vio a sí misma, aquella otra tarde frente a Martín y la amante sobre el sillón de cuero negro. Laura lo había presentido, Miriam era una segunda Laura. Cuando conoció a Miriam se había visto a sí misma, reflejada en esa mujer cándida, indefensa. En aquel momento la había visto a Miriam en su situación, a diez años de casada. Como una revelación. Y así fue, pasaron casi diez años. Miriam estaba devastada, aturdida, como lo había estado Laura. La misma historia, repetida. Al borde de un abismo desde el que no podía haber retorno. Pero sí, lo había. Esta vez estaba Laura para acompañar a su amiga. Y era una oportunidad única
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para sacar ventaja. No hay enemigo más peligroso que una mujer herida y despechada. ―Miriam, tranquila. Ordenemos las ideas. Primero, lo primero. Vamos a denunciar los golpes. ―Laura miró de cerca el moretón en el pómulo izquierdo―. Haceme caso, Miriam. Hay que sufrir un poco más para que este hombre pague por lo que te hizo. ¿Crees en mí? ―Sí, amiga. Creo en vos. No tengo a nadie, sólo a vos. ¿Qué hago? ―No me gusta hacerte sufrir, pero hay que aplicar la fuerza. No te voy a dar en la cara. Dicho esto, y con el consentimiento de Miriam, Laura tomó uno de los palos de golf y la golpeó dos veces en la espalda, a la altura de los omóplatos, en el brazo derecho, en las nalgas y en la parte posterior las piernas, cruzando muslos y pantorrillas. Miriam no gritó, tal vez el dolor físico no fuera tan intenso como el dolor espiritual que le había dejado el reciente descubrimiento. La intención no era quebrar ningún hueso y Laura no lo hizo. Quedaron hinchazones y marcas, en ese momento de un rojo intenso. Después iban a pasar por el violeta y el verde hasta llegar al amarillo para luego desaparecer. Pero primero, lo primero. Laura llamó a Nora, que vivía cerca, y le pidió que volviera a Miraflores para cuidar de Julio. No sabía cuánto iban a demorar con las diligencias y Julio se podía despertar. No lo quería dejar solo. Las dos amigas fueron a hacer la denuncia a la Comisaría de la Mujer de Pilar. Tuvieron suerte, estaba todo el personal, de buen ánimo y no las tuvieron a las vueltas. Vino la asistente social y el trámite fue rápido. Un médico corroboró los golpes. Hubieron fotos, certificados, declaraciones y firmas pero la cosa quedó ahí. Miriam y Laura pidieron que no se diera intervención judicial, por el momento. Miriam quedaría al cuidado de los Basterrica, al menos por el fin de semana. Quedó constancia de ello en Asistencia Social y les dieron el número de una línea directa 147
para comunicarse, por las dudas de que Juan Zabalía se acercara a la casa del country. Volvieron al country, previo paso por lo de Miriam, quien improvisó un bolso con ropa para pasar el fin de semana en Miraflores. Juan no estaba en casa, la suerte las acompañó. A las siete de la tarde ya estaban tomando el té con Julio, que escuchaba horrorizado porque entendía lo que pasaba. Tan luego él, horrorizado. ¿O acaso la enfermedad había borrado el recuerdo de los golpes? Algunos de sus consejos fueron útiles para Miriam. Pergalen y hielo en la cara, calmantes para desinflamar los demás golpes. Habló el médico. El golpeador no vuelve atrás, aunque llore y te lo prometa. Olvidate de él, querida.Laura lo miraba fijamente, hablaba el golpeador que había sido. Julio creyó que todos los golpes habían sido producidos por el infame de Juan y estaba espantado. Se habría olvidado de los episodios con Laura o aplicó para sí mismo el fenómeno de la negación y se creía que había sido un santo, que él mismo no había sido un sádico. No terminó de decir que sería mejor que se olvide de Juan, cuando sonó el teléfono. Era Juan, para preguntar por Miriam. Laura le dijo que no sabía nada de su amiga, queno estaba allí y Miriam volvió a llorar. Esa noche, mientras Julio dormía, Laura pergeñó el plan y lo expuso, mientras tomaban una copa de vino. Miriam tendría que cumplir las órdenes al pie de la letra. ―El lunes vas a volver a tu casa y vas a aceptar las disculpas de Juan, no sin antes hacerte la difícil. No le muestres los golpes, si tienen sexo que sea a oscuras. Vas a fingir que lo perdonás, mientras te transformás en espía… Laura le dio dos pendrives. “… Acá vas a copiar toda la información que encuentres en la notebook de Juan sobre el caso de la Clínica con Julio. Copiás todos los archivos que mencionen a Julio, a los socios, a la Clínica. Mientras tanto, voy a hablar con los Blaquier. Yo te voy a conectar con el Estudio Blaquier para que tomen tu futuro divorcio, para que sean tus asesores. Primero, hay que sacar 148
información. La información es dinero, y dinero es lo que Juan te va a ocultar para dejarte sin un peso, cuando aparezcas con las denuncias y le pidas el divorcio. Los abogados van a investigar los juicios en los que Juan tiene intervención, además de los datos que vas a extraer vos misma de los casos que no han llegado a juicio. Eso, lo vas a copiar en el otro pendrive… … Cuando tengas toda la información vas a tener el poder. No te descubras, que no sospeche nada. Nunca antes de tener los datos. Cuando llegue el momento, lo desenmascaramos. Nos vamos a ayudar mutuamente, Miriam, y cuando pase esta tormenta te vas a reír de la situación actual. Te lo prometo, las dos nos vamos a reír. Es fundamental que tengas la mente fría y estés alerta. No dejes que Juan te lea las intenciones. No dejes que tus sentimientos te dominen. No hay rabia, no hay odio. Mente fría. Al final, me lo vas a agradecer.” ―Gracias, Laura. No sé cómo agradecerte esto… ―Haciendo todo lo que te dije, y cuando tengas dudas, me llamás. Ahora, vamos a hacer algo con esos golpes… Laura le alcanzó un vaso de agua y un tranquilizante para que durmiera bien esa noche. Luego tomó el bolso de Miriam y la condujo de la mano. Juntas subieron las escaleras, muy despacio, hasta la habitación de Laura. Dejaron atrás la semioscuridad de la casa. Mientras se llenaba la bañera y Miriam se sacaba la ropa arrugada, sucia después de la odisea, Laura buscó el ungüento sanador, toallas limpias y una bata de seda para su amiga. Agregó aceite de fresias al agua, bajó las luces del cuarto de baño y la tomó del brazo para ayudarla a recostarse dentro del agua perfumada. Le recogió el cabello y colocó una toalla seca detrás de la nuca de su amiga para que apoyara la cabeza y estuviera confortable. ―Ya sufriste mucho por hoy, querida. Dejame a mí. Cerrá los ojos.
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Laura la bañó con suavidad, pasando una esponja suave por el cuerpo de Miriam, con especial cuidado hacia las zonas donde se veían las marcas dolorosas. ―Te voy a sacar el maquillaje. ¡Bah!, lo que quedó. Laura le pasó un algodón con leche desmaquillante por los ojos, rostro y cuello como si fuera una experta en belleza. Tal vez lo fuera. Después, otro algodón embebido en el tónico y terminó con un toque de crema de ojos, en masaje suave alrededor de los párpados. Para el resto de la cara, usó crema de noche. ―Conque éste es tu secreto de belleza, Laura. Me pusiste toda tu artillería en cremas. Con razón tenés esa piel. ―Shhh, no hables, Miriam. Vos sos hermosa, querida. Ya se enfrió el agua. Vení, levantate que te ayudo. Miriam dejó que Laura la ayudara, estaba algo mareada por el vino o el medicamento y agradeció no tener que esforzarse por mantener el equilibrio. Se apoyó en Laura, que la hizo pisar la alfombra y la envolvió en el toallón blanco. Una vez que la dejó completamente seca, dejaron caer el toallón al piso, Laura le cubrió los hematomas con Pergalen y la vistió con la bata de seda negra. La llevó hasta su propia cama y le encendió el televisor para que se distrajera mientras ella se bañaba. Se dio una ducha rápida. Al salir del baño, su amiga dormía. Un día agotador, merecido descanso. Pobre Miriam. La miró largamente. A fin de cuentas, el destino seguía conspirando a favor de Laura. Esa situación, como todas, tenía dos caras y a Laura le había tocado el lado bueno. Iba a sacar provecho de la desgracia ajena. Esta vez, al igual que en los últimos tiempos, la suerte la acompañaba. Se acostó al lado de Miriam, miró el cuerpo maltratado una vez más. La arropó y apagó el televisor.
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—28— Miriam consiguió superar las expectativas que Laura había puesto en el plan. Supo cómo ser la mujer sumisa de otros tiempos y entonces fue Juan el engañado. Extrajeron información que les sirvió a los Blaquier para sacar ventaja sobre el litigio con los socios de la clínica. Con los archivos recibidos obtuvieron los números que manejaban los otros, anticiparon las maniobras y se facilitó la operación de venta. Por otro lado, la situación de Miriam también fue beneficiosa. Los datos concretos y precisos sobre los movimientos de Juan Zabalía, juicios y clientes, cuentas personales y deudas judiciales, echaron luz sobre la división de bienes entre el matrimonio Zabalía, ayudando a Miriam en su propia causa. A los pocos meses, Miriam estaba divorciada y había conseguido un departamento en Belgrano, auto nuevo y una cuenta abultada en el Galicia. Casi al mismo tiempo, la clínica se vendió en dos millones ochocientos mil dólares aunque en los documentos hicieron figurar que la transacción se había efectuado por el diez por ciento del valor real. Laura fue a ver a un broker del microcentro, que había conocido en la época que estaba casada con Martín. Recordaba la dirección en el edificio Paladium II, donde tantas veces lo había acompañado. Se presentó en la guardia como “La señora Laura López Mauri”. A quién le importaba que no lo fuera desde hacía diez años. Era un detalle, nada más. Permitieron el acceso y él la reconoció inmediatamente. El hombre estaba algo más viejo pero conservaba la misma cara de ardilla. ―Qué gusto verla, señora López Mauri. Hace mucho tiempo que no los veía por acá. ¿Cómo está su esposo? ―El apretón de manos fue más prolongado que de costumbre, la mirada se clavó en los pechos. Tan predecibles, los hombres… 151
―Estamos divorciados, señor Iglesias. ―El hombre apretó con más fuerza, palmeó el dorso de la mano femenina con toques húmedos y mostró unos dientes amarillos y gastados―. Vengo a verlo porque esta vez soy yo la que necesita de sus servicios. ―Para lo que necesite, Laura. Tome asiento, por favor. ―Tengo un dinero para invertir, cómo olvidarme de usted y sus contactos. Laura le refirió la cantidad y juntos se abocaron a planificar el destino más provechoso para salvaguardar la dote, asegurar esta vez su futuro económico. Sacaron la plata a través de una sucursal de Transcamfer y la colocaron a nombre de Laura en el Bank of America, de Nueva York. Dos millones. La cartera, muy interesante. Un porcentaje cash, otro en acciones de empresas calificadas con triple A y algunos bonos del gobierno de los Estados Unidos. Algo en Yuanes, también. Los chinos vienen pisando fuerte. El Estudio Blaquier se quedó con una buena porción, en calidad de honorarios.Laura decidió ser generosa con Julio, no podía dejarlo afuera. Le abrió un plazo fijo por trescientos mil dólares en el Santander Río de Pilar, a nombre de Julio y Clara Basterrica, orden recíproca. En poco tiempo iba a ser Clara quien tendría que manejar la cuenta y los intereses de Julio. Con semejante suma, Julio tendría de sobra para vivir más que dignamente lo que le quedara de vida. Podría pagarse un buen lugar, donde lo atenderían a las mil maravillas. Uno de esos centros de los que le había hablado Wiñasky en su momento y que después de varios meses trabajando en la administración, Laura conocía bien. Desde la Clínica Basterrica habían derivado a algunos pacientes con trastornos neurológicos. Era buen dinero, si lo usaban con decoro… y el gobierno no se quedaba con los ahorros del pueblo como había ocurrido en otras épocas. 152
A la muerte de Julio hasta le iba a quedar un resto a Clara, ademรกs de la casa del country. Demasiado.
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—29— Había pasado la tormenta. Desde los primeros días de agosto y hasta fines de octubre había sido un período de transición para las dos mujeres, en el que se ayudaron mutuamente. Habían estado siempre juntas, al menos, comunicadas. Laura la quería cerca. No fuera que Miriam flaqueara en sus decisiones, con ese carácter blando que tenía, e hiciera fracasar los planes, incumpliendo su tarea detectivesca. Tal vez por el control ejercido, o por decisión de Miriam, eso no ocurrió. La mujer se desempeñó como un Sherlock Holmes femenino. Gracias a la información obtenida, sin desmerecer la capacidad de los abogados, se beneficiaron todos. Con idas y vueltas, dirigidas por la gente del Estudio Jurídico y en especial del Doctor Blaquier, las negociaciones se habían dado satisfactoriamente hasta llegar al divorcio de Miriam, la venta de la clínica y las inversiones de Laura en los Estados Unidos. Una vez solucionados los temas urgentes, se habían sumergido en una calma chicha. Se podía afirmar que “la casa estaba en orden”, como dijo aquel presidente en los ochenta. Estaban tranquilas, las dos en equilibrio por el momento. Pasaban las tardes con Julio en la casa de Miraflores y muchas noches la amiga se quedaba a dormir. Miriam se convirtió en una compañera inseparable. Ayudaba en el cuidado de Julio, le leía, le daba conversación, lo entretenía cuando Laura estaba ocupada con los papeles o revisaba las cuentas. Julio se acostumbró a la compañía de las dos y hasta parecía disfrutarlo. Cuando estaba consciente. Cuando se perdía, vaya uno a saber. Le daría lo mismo una que otra. Por esos días, Laura tenía dos proyectos en vista: comprarse un auto más chico, menos ostentoso que el Mercedes y el 154
tema del alquiler en Cariló, donde pasaría otro verano con Julio. El último, juntos. Era el mes de noviembre y habían disfrutado los tres de una tarde en la piscina. Julio estuvo encantador. Callado pero cada tanto le afloraban esos chispazos entre humorísticos y ácidos que las divertían. Se hizo de noche y pidieron Sushi por teléfono. Comieron con Julio, en el living, alrededor de la mesa ratona y después del té con limón y las gotas mágicas Laura lo acompañó a su cuarto y lo dejó acostado. Ya era tarde para volver al centro, Miriam decidió quedarse también esa noche. ―Te voy a extrañar, Laura. ―Le dijo Miriam―. No tengo a nadie y Buenos Aires se me hace triste en verano. Solitario. ―Van a ser tres meses, Miriam. Te voy a llamar todos los días, vamos a hablar por Skype. Tal vez, algún fin de semana te invite a la costa. Mientras tanto, ¿por qué no perfeccionás tu inglés? Te vendría bien un curso acelerado. ―¿Te parece, Laura? Hace mucho que no ejercito el cerebro; mis neuronas estarán enmohecidas. ―Por eso te digo, Miriam. ―Laura le alcanzó una taza de café y se sentó a su lado en el sillón del living, frente al televisor―. Y basta de pavadas. Sos inteligente. Y libre.Empieza tu mejor etapa. Para las dos, vas a ver. ―Pobre, Laura. Me quejo pero vos tenés que lidiar con esto de Julio… ―No te preocupes por nada, para eso estoy yo. Laura le tomó la mano libre a su amiga y se la palmeó. Miriam la miró a los ojos, agradeciendo la fuerza que Laura le transmitía. Le brillaron los dientes blanquísimos y besó la mano de Laura. Ésta retiró la mano para llenar con el café humeante su propia taza y miró al frente, hacia el resplandor. Tomó su café en silencio, con sorbos breves, mientras buscaba una película en el televisor y evaluaba qué auto sería el más conveniente. En eso estaba cuando retumbó un golpe, provenía del piso de arriba. ―¡Julio! ―Gritó Laura y ambas corrieron escaleras arriba. 155
Cuando llegaron a la habitación de Julio, Laura encendió la luz de la araña y allí estaba. Caído, entre la cama y la mesa de luz con el velador atravesado sobre su hombro. Sin perder tiempo se acercaron. Laura le hablaba para tranquilizarlo mientras Miriam intentaba abrirle el puño derecho, con el que apretaba fuertemente el cable de la lámpara. Era probable que, dormido, intentara encender la luz o sólo aferrarse a algo antes de caer. Cuando logró rescatar el cable, Miriam acomodó el velador en su sitio, sobre la mesa de luz y se retiró un poco. Julio se encontraba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la cama. ―¿Qué hacen ustedes en mi cuarto? ¡Clara! ¡Clarita! ―Dirigió su voz hacia el hueco de la puerta, como si más allá estuviera su hija―. ¿Quiénes son estas mujeres? ¡Fuera! ¡Clara! ¡Vení, te digo, Clara! ―Julio, tranquilo. Clarita no está, está en Valeria del Mar, con su marido y su hija. ―Explicó Laura. Miriam retrocedió, se alejó más, se apoyó contra el marco de la puerta abierta. ―¿De qué me está hablando? Clarita es una nena. ¡Váyanse! ¡Clara! ¡Clara! ―Julio tiraba trompadas al aire, manazas desarticuladas que Laura amortiguaba gracias a los almohadones que habían estado desparramados por el piso. ―Julio, mirame. Soy Laura. Mirame, por favor. ―Laura estaba tirada sobre Julio, con su peso frenaba los movimientos del hombre. Julio la miró y reconoció en esa mujer a la mujer con la que había compartido los últimos diez años de su vida. Pareció calmarse. ―Laura, ¿qué me pasó? ―Te caíste, Julio. Seguramente estabas soñando. Alguna pesadilla. Vení, volvamos a la cama. ―Lo ayudó a levantarse y miró hacia atrás, dirigiéndose a Miriam, que seguía inmóvil―. Traé un vaso con agua y otra pastilla, Miriam. ¡Vamos, movete! Se acostó al lado de Julio, masajeándole la cabeza como antes, cuando había que hacer de geisha para apaciguar sus enojos. Ahora, lo hacía como quien acaricia al perro para cal156
marlo. Cuando Miriam llegó con lo requerido Laura la despidió con un gesto de la mano. Le hablaba suavemente a Julio y le acariciaba la cara, la cabeza, la nuca, entre el cuero cabelludo. Esos masajes, que antes lo calmaban, siguieron dando resultado. Se ve que Julio tenía un tema con los masajes en la cabeza. En media hora, después de la medicación, se había vuelto a dormir. Bien temprano por la mañana, Laura llamó al neurólogo y le contó lo sucedido. Necesitaba que viniera urgentemente a verlo. El doctor Vidal Campos llegó a Miraflores al mediodía. Miriam se había ido después del desayuno. Laura y Julio estaban por almorzar, cuando sonó el teléfono y desde vigilancia anunciaron su llegada. Lo esperaron en la puerta. Julio estaba repuesto, relajado y se alegró al ver a su amigo. No fue una visita médica, Vidal Campos aceptó sentarse a la mesa y más bien fue una conversación entre amigos. No se habló del episodio de la noche anterior. Julio lo había olvidado. ―Te espero por la clínica la semana próxima. El lunes a la mañana. Quiero hacerte unos estudios. ―El neurólogo abrazó a Julio y Laura lo acompañó hasta la puerta. ―Doctor, hay que hacer algo. Este hombre empeora. ―Tranquila, Laura. No está tan mal, todavía. Es manejable. Tranquila. Laura cerró la puerta, cerró los ojos y suspiró. No había esperado tanta indiferencia, tal inoperancia. Quería soluciones. Ya. Algo de magia. Este hombre no le dio ninguna, y magia no podía hacer. Tomó una decisión, sin importar cómo podría influir en Julio doblar la dosis del Rivotril. El Rivotril era de Laura, a Julio no se lo habían recetado. Le habían dado otra cosa pero no le importó. Por suerte para Laura, la semana siguiente llegó sin mayores novedades. El Rivotril frenó las deambulaciones de Julio por la casa, le daba sueño. Laura le pidió a Miriam que los acompañara, para poder hablar a solas después de la consulta con el doctor Vidal Campos. Llegaron con tiempo a la clínica. Se le hicieron los estudios de rutina y luego, con los resultados, entra157
ron en el consultorio. El doctor recibió a Julio afectuosamente, con verdadero cariño lo abrazó como a un hermano. Lo revisó y hasta pudieron entablar una charla coherente sobre conocidos en común y algunas actividades que habían realizado juntos mientras Julio ejerció su profesión. Le reforzó la medicación y lo encontró estable, dentro de lo esperado. ―Muy bien, Julio. Te veo muy bien. Vamos, los invito a tomar un café en el buffet de la clínica. Adelántense ustedes dos, mientras tanto le hago unas recetas a Laurita. Miriam y Julio fueron hacia el buffet y Laura se quedó un tiempo más en el consultorio, mientras tanto expuso sus quejas sobre el comportamiento de Julio y requirió agilidad en el tratamiento. ―Lo que me contás, Laura, es típico de la enfermedad. Ya lo conversamos. Vení, mientras tanto me contás bien. Salieron del consultorio y continuaron la conversación, camino al buffet. ―Sí, doctor. Entiendo. Pero es duro verlo perdido, que no me reconozca. ―Es así, Laura. Tenés que acostumbrarte a las regresiones, esto va a empeorar. Las pérdidas de memoria se van a ir intensificando. Por ahora está bien. A medida que pase el tiempo, va a ser más duro. Hay que acompañarlo y hacerse fuerte. Cualquier cosa me llamás, tenés mi teléfono. Sabés cuánto aprecio a Julio. ―Gracias, doctor. Alquilé la casa de Cariló para el verano, como todos los años. ¿Se acuerda? Usted la conoce. El doctor asintió, dijo que a Julio le haría bien cambiar de aire. La playa y la naturaleza les haría bien a los dos. ―Hermosa casa, Laura. Qué bien la pasamos aquel fin de semana, cuando fui a visitarlos. Estará altísimo el alquiler… ―Pedía por Clara, doctor. Usted sabe que casi no tienen relación. ―¿Clara está al tanto? ―Quiso saber el doctor Vidal Campos.
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―Sí, la llamé. Clara lo sabe pero no creo que tome dimensión de lo que significa la enfermedad de Julio. Me dijo que me ocupe yo. ―Bueno, así estamos. Esta enfermedad es terrible para todos. Mientras tanto, sólo te tiene a vos. Dale cariño, acompañalo. Tené en cuenta que en su consciencia el tiempo es relativo. Le va a costar diferenciar el presente del pasado. Por ahí se va al pasado, por ahí vuelve. Va a llegar un momento en el que se va a anclar. Su mente no va a volver. Llegaron a la mesa que ocupaban Julio y Miriam. La conversación sobre el Alzheimer había finalizado. Pasaron unos treinta minutos agradables entre café, risas y anécdotas. Después, el médico volvió a su tarea y los tres a la realidad y al country. Laura era consciente del estado de Julio. Todavía lo manejaba, no estaba frente a un hombre totalmente perdido. Pero no había demasiado tiempo. Además, no se olvidaba del episodio de la otra noche. Con que regresaba al pasado. No la reconocía y cuando ocurría aquello, pedía por Clara. Hay que cuidarse de lo que uno pide.
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—30— El taxi disminuye la marcha, dobla en curva cerrada y se detiene en la entrada del country. Ramón espera, ante el portal de Miraflores, que el personal de seguridad levante la barrera y dé la orden. Sebastián está de guardia, sale de la casilla y al ver a Laura sentada en el asiento trasero saluda con la mano. Se acerca al taxi y apoya los codos en la ventanilla abierta de la puerta del conductor. ―Hola, señora Laura. ¿Qué tal el viaje, le tocó lluvia? ¿El señor Basterrica quedó en la costa? ―Sebastián no puede con su genio, siempre fue chismoso hasta el hartazgo. ―Sí. Por favor, retírese. Voy apurada. Laura lo detesta y ya no hay necesidad de disimularlo. En las rondas, al silencio de la noche, Sebastián escuchaba. Sebastián sabía. Las veces que habrá pasado por la casa, las veces que habrá oído los gritos de Laura por los golpes o el vozarrón de Julio recriminando vaya a saber qué injurias imaginadas. Mientras tanto, él y los otros guardias, como era de esperarse, no se metían en los asuntos de los señores. No interrumpían los recorridos para ir en auxilio de una mujer golpeada. Sebastián sordo y mudo, como ella ahora. La mira serio, parece no entender. Se aleja de la ventanilla y se queda mirando. Ramón arranca. El taxi recorre las calles interiores con sus trazados caprichosos, a izquierda y a derecha, a veces en forma de caracol, rodeando las mejores mansiones, las tradicionales del country. Las que fueron construidas cuando el barrio era un páramo, para las casas fundacionales. Las calles conducen a admirarlas. Como si el objeto de esas calles no fuera conducir a otro destino. Como si en el fondo las callejas buscaran la exhibición de las casas, mostrar el lujo. Laura reconoce cada una, con 160
sus jardines y piscinas. Sabe las historias de sus dueños y algunos de sus herederos. Las mira casi con devoción, para que queden grabadas en la retina. Ésta va a ser una de las últimas veces que las vea y siempre es bueno recordar la belleza, lo exquisito, lo que se compra con plata. El poder del dinero. Llegan frente a la casa de Julio ―ya no la piensa como propia, no lo es― y Ramón le abre la puerta del taxi. Todo un caballero este Ramón. Laura abre su cartera, le paga los tres mil pesos acordados y le agrega otros quinientos para limpiar la conciencia por el silencio impuesto en los últimos kilómetros, cuando hablaba hasta por los codos y ella prácticamente lo hizo callar. Ramón había confundido cortesía por imprudencia, quería mantenerla entretenida con una charla no deseada y ella lo tuvo que ubicar. Ahora, al despedirse, ella no puede creer que este sujeto al que apenas conoce le hubiera generado culpa. A ella, tan luego. Mientras Laura se dedica a las cerraduras de la puerta blindada, logra entrar apenas y encender la luz del recibidor, Ramón baja el equipaje. Le pregunta si quiere que le ayude a entrarlo pero ante la negativa de Laura se lo deja en el porche. Se despiden con un apretón de manos y ella queda mirando la cola del taxi hasta que se pierde en la primera curva, hacia la salida. Está sola y tiene que hacer lo que vino a hacer. Sin perder el tiempo. Dejó de llover, los últimos rayos de sol calientan el césped siempre verde y prolijo. En definitiva, el jardinero fue una buena inversión, un hombre honesto que se gana la mensualidad en buena ley. Laura aspira el vaho que se eleva desde el suelo, el olor de la tierra mojada. Entra a la casa y deja el equipaje intacto, al costado de la puerta de entrada. Así, como está. No hace falta acarrearlo hasta arriba. Mañana se va para el nuevo hogar. Abre los cortinados y enciende las luces de la planta baja. Son las siete de la tarde y hay mucho trabajo por delante. Busca en la agenda de direcciones. Llama por teléfono a Sonia, la amiga de Nora, que antes había hecho algunas suplencias y está sobre aviso de la tarea que le espera. Sabe por Nora que está 161
contratada para dos días de trabajo en casa de los Basterrica. Laura le comunica que está en casa, que ya puede venir a ayudarla. Sonia responde que está cerca y que va a venir con una de sus hermanas. Laura la conoce, también es de confianza. Son necesarias varias manos, van a tener que trabajar casi toda la noche y el día siguiente para juntar las pertenencias de Laura. También hay que preparar más ropa para Julio. A Cariló sólo habían llevado ropa de verano y si le envía el resto de la ropa de Julio es una manera de facilitarle las cosas a Clara. Una manera de evitarle el viaje hasta Pilar, tan sólo para buscar más ropa para el padre. Una también tiene alma. Mientras tanto Laura saca el coche del garaje, el Honda Fit color plata que se había comprado dos meses atrás. ―¿Para qué necesitamos otro auto? Tenemos el Mercedes. ―Había protestado Julio cuando Laura apareció con el auto pero ella lo desactivó en un momento. ―Es más manuable, Julio. El Mercedes está bien para viajar. ―Somos dos, yo no manejo… ―Basta, Julio. Es para mí. Después de todo, ¿te parece que no me lo gané, que no tengo derecho? ―Está bien, Laura. ―Julio se resignó y se subió a su lado para que Laura lo llevara a dar una vuelta por el country―. Lindo autito. Se conformó enseguida. Así debería haberlo tratado siempre pero una aprende tarde. Y sí, Laura está contenta de haberlo comprado. Le dejó el auto grande a Julio, allá en Cariló. Lo van a necesitar. La hija de Julio no tiene auto y tiene que tener un vehículo para trasladar al padre entre médicos y clínicas hasta que se convenzan de lo inevitable y decidan internarlo. Por otra parte, el Mercedes es de Julio. El Honda es más cómodo para entrar y salir del garaje del piso de Libertador. La caja automática es preferible para el tránsito insufrible de Buenos Aires. Es un auto cómodo, chico, po-
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co pretensioso. No es bueno llamar la atención en los días que corren. Laura cierra el garaje y se apresura a hacer unos trámites antes de que lleguen las empleadas. Va al House y consigue cajas vacías de un tamaño adecuado para embalar lo que se tiene que llevar. Pasa por la proveeduría del country. Allí compra más bolsas negras de consorcio y comida para alimentar a las dos mujeres que van a pasar la noche y gran parte del día siguiente ayudándole. Una tarta de verduras bastante aceptable, leche y tostadas para acompañar un café que les quite el sueño. Al regresar ya están las dos esperando en la puerta de la casa. Son jóvenes y fuertes. Es lo que necesita. ―Hola, señora Laura. ¿Cómo viajó? La esperábamos más temprano. ―La más robusta, Sonia, la recibió con un beso. La hermana, más joven y delgada, apenas con una inclinación de cabeza. ―Hola, chicas. A trabajar. ¿Quieren algo fresco? Hay agua en la heladera. Juntar y embalar las pertenencias de Laura les lleva unas cuantas horas. A las once de la noche, Laura las manda a comer algo mientras ella se dirige al estudio de Julio. Abre la caja de seguridad, retira sus joyas junto con el dinero en efectivo que había dejado antes de irse de vacaciones. Guarda los alhajeros debajo de la ropa en las valijas más grandes que están completas y las cierra, asegurándolas con candados. Mete el manojo de llaves en la cartera. Intentabajar las valijas de la cama. ―Señora, deje, acá estamos. No haga fuerza. ―Aparece Sonia con su hermana por detrás y se ocupan de las valijas, que junto con otros bultos son acarreadasescaleras abajo, hasta el vestíbulo. A las tres de la mañana están demasiado cansadas. Laura manda a las dos mujeres a la habitación de servicio. Era preferible dormir unas horas para seguir más tarde. Se da una ducha rápida, se mete en la cama de Julio junto con la cartera donde
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antes había guardado las llaves de las cajas y los candados, enciende el televisor y se queda dormida al instante. Para el mediodía la casa parece no tener memoria de que una mujer la hubiera habitado durante diez años. Estaba como aquel día en que Julio la llevó a vivir con él. Despojada pero elegante, sin rastros femeninos. Laura dejó su habitación como estaba antes de ser ocupada por ella. Colocó sobre la cama aquella colcha beige, sencilla, y embaló la ropa de cama que había comprado para la redecoración del cuarto, cuando se fue a dormir sola. Había pensado, equivocadamente, que no iba a necesitar los servicios de un transporte. Que con varios viajes en su auto podría llevarse todo. Pero a medida que la casa iba quedando vacía de sus cosas, fue dando cuenta de algunos muebles y otros objetos de los que no quería prescindir. Decidió llevarse los dos silloncitos que había comprado para colocar bajo la ventana, a los pies de la cama. Le iban a venir bien para entrada del departamento. Y el espejo de marco dorado a la hoja que consiguió en San Telmo era una joya. Le dio lástima dejarlo. Algunos cuadros que ella misma había elegido, también. Los consideraba propios y aunque no los colgara ahora mismo, los mandaría a la baulera. Y la estatua de ébano. Estaba antes que ella en esa casa, pero se la iba a llevar. Tantas veces se había mirado a sí misma en aquella estatua, era como ella misma. Laura había sido como la estatua de ébano. Se la lleva. Para no olvidar. Eran muchos bultos, ocupaban todo el living. Las mujeres llamaron a un transportista conocido que vino en un camión pequeño. En un solo viaje logró acarrear cajas, bolsas, valijas, muebles, cuadros. Laura se sorprendió de cuántas cosas había acumulado en esos diez años. Las mujeres fueron en el transporte con el fletero. Laura, detrás de ellos, en el auto. Para el anochecer del domingo, con ayuda de las mismas chicas, Laura se había instalado en su nuevo hogar.
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—31— Laura se despierta temprano, cinco minutos antes de tener que escuchar la melodía de alarma de su celular y la desactiva. Odia los despertadores. Abre los ojos y se pone en movimiento en forma instantánea, a pesar del sueño. El trajín de la mudanza del día anterior la había dejado tan cansada que por la noche le costó relajarse. De dormir, ni hablar. Tuvo que levantarse de la cama dos veces, a la madrugada, para tomar una aspirina y otro Rivotril. Cuando logró conciliar el primer sueño eran pasadas las cinco de la mañana. Lo último que recuerda antes de dormirse son los tres compases del Carrillón retumbando en la sala y en su cabeza. Para qué lo habrá comprado. Es que el coleccionista había insistido tanto que no se pudo negar, qué hombre perseverante. La había llamado todos los días y cada vez rebajaba el precio, de a doscientos dólares. Por ser usted, señora Basterrica, le decía. Necesitaba el dinero, era evidente. Laura había terminado las negociaciones con los socios de Julio y le gustó dejarse convencer, que la adulara. Le gustaba mucho ese reloj pero más le gustaba el juego del regateo, los ruegos del vendedor. Lo que había empezado en cinco mil dólares lo compró por dos mil. Fue una oportunidad, una pieza fina de relojería alemana. Un Junghans auténtico. Lo hizo revisar por el dueño de la galería de arte que anteriormente le había vendido los cuadros. Un buen negocio, no lo niega. Después de la mala noche, evalúa la posibilidad de frenar el péndulo. De ese modo, tendría un reloj que no daría ni la hora. Un adorno. Un reloj con máquina alemana y melodía Westminster sólo como adorno, sin ninguna otra utilidad. Un chiste. Como el Rolex, encerrado en un estuche al lado de los anillos y 165
el collar de perlas, dentro de la caja de seguridad. Adornos que no pueden adornar. Ahora, se suma al chiste el reloj de pared. Un chiste inútil. Inútil como una matriz vacía. Como tener voz y no poder gritar. Laura supo de vaciar el útero a la fuerza y de forzar mudeces. Un reloj parado, siendo su función la de marcar el tiempo es otro chiste inútil. Inútil como fue tener un cuerpo que sólo sirviera para latir y respirar. Ya no más. Después del viaje se verá, tal vez llegue a acostumbrarse a las campanadas o deje de importarle la inutilidad de un reloj sin tiempo. Todavía tenía la cabeza embotada. Claro, no durmió nada bien la noche anterior, la primera en la nueva casa. Fue raro. Ambiente extraño, cama nueva, ruido de ascensores y el maldito reloj de pared. Son las siete de la mañana, no acostumbra levantarse tan temprano pero ya habrá tiempo para dormir. Le quedan doce horas para prepararse y llegar temprano al aeropuerto. A las siete, a más tardar. El avión sale a la diez de la noche, todavía hay algunos trámites pendientes y mucho por hacer. Quince días de vacaciones, las tiene bien merecidas. Una semana en Nueva York y la otra en Punta Cana. Frío y calor. Hay que llevar ropa para los dos climas aunque, como siempre, poco equipaje y comprar allá. Se da una ducha, la primera en su nuevo baño. Cuántas primeras veces va a tener en su nueva vida. Se viste rápido con la ropa que había dejado preparada sobre el sillón del vestidor. Un jean y una blusa blanca, la de batista. Se da un toque de maquillaje, se cuelga la cartera y baja a desayunar. No tiene nada en la alacena ni en la heladera. Sólo agua. Camina unos metros hasta el Café Martínez de la otra cuadra. En el corto trayecto repasa el paisaje, va estudiando el barrio. Elegante, de edificios modernos. Puro lujo. Desde su propio departamento se ve el río. Cuando Julio se lo regaló, lo eligió por ese motivo. A falta de mar, bienvenido el río. Hoy no miró el río a través de las puertas ventanas del balcón. Había otras prioridades, los trámites que
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faltaban antes del viaje eran más importantes que una buena vista. Ya habrá tiempo, a la vuelta, para mirar el río. ―Hermosa, qué bien se la ve… ―Un hombre canoso, apoyado en la entrada del maxiquiosco de la esquina, le dice un piropo. Laura hace de cuenta que no lo escucha, está acostumbrada a la admiración de los hombres, cuando anda sola por la calle. Los ignora pero le gusta. Éste estuvo suave. Entra en el café, pide un jugo de naranjas y un café con leche, con tostadas y queso crema. Se levanta y toma el diario de otra mesa. No lo mira, espera el desayuno. Mientras tanto saca su teléfono celular de la cartera y llama. ―… ―Hola, buenos días. ¿Dormías? ―… ―Sí, ya estoy instalada. Anoche dormí allí. Todo bien. ―… ―Ahora voy a la agencia y te hago mandar el tuyo por mail. Llevá poco equipaje. ¡Ah! Oíme, no olvides el pasaporte. ―… ―Ok, hasta luego. Después de desayunar, Laura sale a la calle. Ya es media mañana, hace calor pero era de esperar. Enero en Buenos Aires. Al día siguiente, por el contrario, el frío se va a hacer sentir. La diferencia de temperatura, menos de treinta grados. Hemisferio Norte. Y después del frío y la semana en el Caribe, de vuelta en Buenos Aires. A la vida cotidiana y a su vida futura, como la imaginó. Febrero, justo a tiempo para inscribirse en la UADE. Va a ser abogada. Aunque ya está grande, se lo debe. Hay tiempo. Aunque no se reciba en cinco, aunque se reciba en siete, diez años. Pasados los cincuenta. ¿Y qué? No piensa ejercer, el título no es para ella. Es para él. Él va a ser el motor cada vez que sienta que no puede, cada vez que tenga ganas de abandonar. Ya se ve, con el título en mano. Lo da por hecho. 167
Laura llegando a la tumba de sus padres, un ramo de flores en una mano y el diploma en la otra. Mientras el enterrador ―a quien le habrá pagado una buena suma por la tarea y el silencio― cava en la tumba del padre, ella regala a su madre las flores y un Santo Rosario. Por todos los años que no vino y por todos los años que no vendrá. La tapa del féretro, cediendo a la intrusión. La madera podrida después de más de veinte años bajo la tierra. La cara de su padre, a través del rectángulo de vidrio opacado de la caja metálica. Descarnada y gris, la piel arrugada y seca pegada al cráneo. Laura no queriendo mirar, resistiendo a la impresión. Pero la ve, como debe estar su aspecto después de tantos años muerto. Laura desplegando el título ante las órbitas de unos ojos vacíos. Que descanses, papá. Acá tenés, es tuyo. Soy abogada. No pude conservar lo que me dejaste pero en cierta medida lo recuperé. Y más. Laura dejando la ofrenda, el diploma abierto, sobre un retazo de vidrio que permite entrever apenas a quien fue su padre. Finalmente, Laura ordenando al enterrador que termine su tarea, que devuelva la tapa al cajón, que lo baje, lo cubra con tierra y termine de amurar la tumba. Cerrado y vuelto a enterrar. Así va a ser. Está escrito. Laura llega a destino, paga el viaje y baja del taxi. Santa Fe y Libertad. Camina hasta la puerta del edificio donde funciona la agencia de viajes y el guardia de siempre la reconoce inmediatamente. ―Buenos días, señora Basterrica. ¿Calor? ―Le acerca el libro de registros para que firme su entrada y Laura contesta con una mueca de disgusto. Para qué va a explicar que ella no es la señora Basterrica. Arriba la espera el agente de viajes y ella sólo quiere volver a su casa para prepararse. Laura llega con tiempo a Ezeiza, es la primera persona en la fila frente al mostrador de Emirates. Hace un trámite corto, despacha el equipaje y luego sube al pre embarque. Recorre el 168
free shop pero nada la tienta. Viaja a Nueva York, ¿quién necesita hacer compras en Ezeiza? Toma una cerveza mientras espera la compañía que no llega. Siempre tarde. No le preocupa, en lo más mínimo. Y si no llega, ¿qué? Y si tiene que estar sola en su viaje, ¿qué? Es tiempo de disfrutar de sí misma, de la vida y de la soledad. Al primer llamado por los altavoces se alista para subir al avión. Toma su lugar, en primera clase. Mientras desfilan los pasajeros de clase turista, revisa la documentación y pone el celular en modo avión. Ya empezó su viaje. Se relaja, elige un canal de música donde suena Roger Waters y mira las ofertas de compras en la revista de vuelo. El avión enciende los motores. Cuando Laura casi se había olvidado de su amiga, aparece Miriam. Un torbellino, acompañada por una de las azafatas. ―¡Laura! ¡Qué embotellamiento! Pensé que no llegaba. Apenas tuve tiempo de hacer el check in. ¿Te preocupaste? ―Para nada, Miriam. Sabía que tarde o temprano ibas a llegar. No sos tan estúpida como para perderte este viaje. Miriam se acomoda mientras Laura pasa las hojas de la revista, sin sacarse los auriculares de las orejas. Finalmente, el avión despega. En primera clase están ellas solas. La azafata se acerca. ―¿Algo para tomar, señoras? ¿Qué se les ofrece? ¿Algo fresco? ―Champagne, estamos de festejo. ―Contesta Laura. Las dos amigas ríen de algún viejo chiste, se codean mientras la azafata vuelve cargando una bandeja plateada. Les sirve un espumante de marca desconocida en dos copas de plástico duro, labradas, que un improvisado confundiría con cristal de Baccarat. ―Felicidades, señoras. Disfruten su viaje. Agradecen y aceptan sendas copas con el vino espumante. ―Por la nueva vida, Laura. ―Propone Miriam y le acerca la copa.
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―Por mi nueva vida, Miriam. Mi vida. ―Laura toca la copa de Miriam con la suya y bebe un sorbo de champagne. Laura se reclina en su asiento y disfruta del champagne bien helado. Está bueno, con cuerpo, sabor intenso y frutado, de finas burbujas carnosas que forman un mousse como de avellanas en la boca. En otro tiempo no distinguía la diferencia. Con Julio aprendió a apreciar la calidad. De todo, no sólo de los vinos. ―Estás pensativa, Laura. ¿Estás bien? ―¿Qué decís? ¿Si estoy bien? Nunca estuve mejor. Se miran de soslayo y rompen otra vez el silencio con sus carcajadas. Pasados los cuarenta, las dos mujeres parecen adolescentes. Cómplices. Traviesas. Laura toma otro sorbo de champagne. Acerca la boca a la de su amiga, la toma del mentón y entre sus dos lenguas explotan las burbujas.
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