Metamorfosis Urbana

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Metamorfosis urbana

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AntologĂ­a 2004

Metamorfosis urbana

ColecciĂłn De La Palabra 3


Colección De La Palabra

Ilustracion de tapa: Néstor Trajtemberg "Metamorfosis Urbana/Vegetal " acrílico Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio o método, sin autorización previa de los autores.

IMPRESO EN ARGENTINA – 2004 EDITORIAL MARTIN

© Colección De la Palabra delapalabra@hotmail.com ISBN: 987-543-091-9 Se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Multicopy sitos en calle Catamarca 3002 de la ciudad de Mar del Plata, en noviembre de 2004

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PRESENTACIÓN Lo esencial de un acto artístico es generar el movimiento que convierte la acción de un pensamiento en un hecho real. En esta antología dicha acción está justificada por dieciocho voluntades que han plasmado el arte de la palabra en una secuencia de cuentos y relatos en los cuales sus autores logran interesar al lector con su oficio de escritores. Como dice Marcela Predieri “no existe nada más cercano a lo místico que la creación”. El escritor crea a pesar de sí mismo y en ese acto abandona su propia piel para unirse a “ese” personaje que lo desvela. Creo que aquellos que participan en esta “Metamorfosis Urbana” promovida a través de la Colección De La Palabra, han sentido, al enlazar sus historias, que buena parte de ellas transitarían aunadas en la memoria de sus lectores. Ellos compartirán que, la emoción de arbitrar sensaciones y el sentimiento de intervenir en la vida de alguien desconocido a través de la creación, es irremplazable, como también es irremplazable el hecho de compartir con prosistas de Mar del Plata y Miramar la concreción de una obra literaria. Al decidir realizar esta antología hubo premisas importantes, pero la principal fue que se tratase de un movimiento artístico literario; nada podía entonces, quedar al margen de los temas a tratar. Por eso se puede destacar la diversidad de historias abordadas en sus cuentos: la vida, la muerte, el amor y el odio; fundamentos esenciales que son tratados con pluralidad de estilos. Las temáticas son abordadas con la pasión necesaria como para interesar al lector y no escapa en su lectura que un hilo conductor se estira a través de cada una de ellas enhebrándolas en una hegemonía amorosa de la obra. El libro contiene muchos de los mejores cuentos de cada uno de los autores, y se puede ver en ellos las diferentes paletas ilustrativas de su manera de narrar y sus diversos repertorios literarios; algunos son monotemáticos, otros recorren la galaxia fantástica en busca de su propia naturaleza, pero cada uno tiene algo importante que contar y tengan fe, que aquí lo harán.

Alejandro Gómez

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Susana Trajtemberg

NacĂ­ en Remedios de Escalada, en la cama de mi madre. Ahora escribo para reencontrarme con las puertas de mi infancia 7


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Susana Trajtemberg

Metáfora del envase vacío y el candado

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l hombre llenó y vació el recipiente. Vacío o lleno no cambió su concepto de envase. Lo nombró de distintas formas, en distintos idiomas. El vacío definía el contorno. Lo apretó en el interior de su bolsillo. Éste se transformó en recipiente del recipiente. Entró al tren de la tarde, el de la gente que vuelve con el cansancio en las manos y la sangre desmayada. El tren fue absorbido por las sombras del túnel. La estación recibió al frasco vacío dentro del bolsillo caliente. El hombre abrió el candado para liberar a Funes y a su memoria en el cuarto atestado de señales y vías que no iban hacia ninguna parte, que sólo reflejaban un idioma vacío de palabras. Los frenos chirreando despertaron al griterío. La turba avanzó fuera del envase abriendo los candados de la memoria

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Conjugación del tiempo

PARTIR - PAR 2 – TI - A TI - IR VERBO PARTIRÉ – IDEM - MÁS NOTA MUSICAL RE PARTIRÁS – IDEM - MÁS RAS - AL RAS Parto un huevo en el borde de la sartén, parte la yema desde su coraza, se derrama en el aceite caliente. ¿A dónde parto yo? ¡Se me cayó el rulero en la comida! ¡Chicos, basta de pelear! Ya parto con los huevos, quédense quietitos, mamá va para allí el rulero se está derritiendo, azul con amarillo ¿qué tipo de verde quedará? ¡mamá tenemos hambre! ¡Ya voy, ya voy! Hace diez años no necesitaba usar este rulero, las canas no me dominaban ¡Mierda! Se pegó en la sartén. Él gustaba de mi pelo, enredaba sus largos dedos, me acariciaba... ¿adónde estará ahora? ¡Qué pegote! Tendré que tirar la sartén. Esto huele a fábrica quemada. Partiré me dijo. Qué otra piel recorrerá ahora... PARTIERON - PARTIDA - LEJANOS - TORRE - REY - CARTA NIEBLA - OLVIDONO EXISTE DIRECCION

¿Quién será la vieja que sujetándose un rulero azul, me mira desde el espejo?

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Susana Trajtemberg

The End, infancia

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ecuerdo los ojos turquesa del dragón en la pintura descascarada del techo y cómo pensaba pintar un perro que se convirtiera en tigre de bengala. Salí de la plaza por la puerta equivocada y me tragaron las calles desconocidas. El miedo le sacaba cemento a los adoquines, entonces yo miraba al sol con los ojos cerrados para ver colores que me consolaran. Un señor que sostenía sus tiradores como si remontara un barrilete, parecía flotar en la tarde calurosa de enero. La solterona del pueblo, con sus medias gruesas color siempre, salía en la hora más agobiante a dar vueltas sin miradas que la atropellaran. Me acerqué para preguntarle si me conocía pero ella huyó de mis lágrimas como de la coquetería. Sentí el olor agrio de su ropa marchitada de amores y supe que aquello era lo malo, que era la muerte. Extrañaba los aromas de mi casa. Los pechos de la tía cuando me rodeaban, aunque no la perdoné por haber elegido el abrazo de las vías, en esa inhóspita encrucijada de metales. Caminé por los techos, hasta encontrar la claraboya rajada y supe que volvía al hogar. Desde adentro un ojo inmenso, azul y frío me echó para siempre. Recuerdo mis soquetes blancos, manchados de sangre, sorprendidos por la mujer perfumada.

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Elba Tesoriero

Nacida en 1940. A los 64 años confiesa, con pudor, no tener antecedentes literarios ni policiales. Escritora inédita que en su madurez intenta desarrollarse en la materia pendiente: Narrativa, a la que dedica en la actualidad todo su esfuerzo. Fue ganadora con su cuento “Final de Duelo”, del Primer concurso “Manos Solidarias”, que organizara en el año 2003 el Rotary Mar del Plata Sur. Es colaboradora de algunas publicaciones literarias como La Avispa, editada por la Señora Marcela Predieri, responsable del Taller “ De la Palabra”, al que pertenece. Es miembro de la S.A.D.E (Soc. Arg. De Escritores) participando en las actividades para las que es convocada. e-mail de Elba Tesoriero: marthel@copetel.com.ar 13


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Elba Tesoriero

Después de la Anunciación.

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i única hija, María de Nazareth, como usted bién sabe, educada por las monjas del Santo Sacramento, contenida y mimada tanto por mi mujer Ana, como por mí,(que cedí a todos sus caprichos), que formó y forma parte de la más selecta aristocracia, que nunca faltó a misa mientras de nosotros dependió, que la criamos para ser una señora de sociedad, con todas las reglas que dicta la etiqueta, está embarazada, como le digo sí. Em ba ra za da y soltera. ¡Y me hicieron esto a mí!, bueno a mí en realidad no pero cuando el médico dijo que el desmayo era debido a su estado, tuve que enfrentar la realidad, porque seré gallego pero no todo lo que se dice de nosotros aquí, es cierto. No señor, no soy un bruto. Hablé con ella y ella, con el mayor desparpajo me dijo que era cierto. Si. A mi mujer, la está tratando un psiquiatra y a mi hija, claro, a ella el tío coño éste que se comerá mi chequera para cuidar su embarazo sin gritarlo a los cuatro vientos (él), porque lo que es a ella, la sociedad le importa poco. Para qué se lo digo, si ya usted lo habrá notado. Pero a mí, a mí sí que me importa. Vivo de ellos que pagan fortunas por los muebles. Me los compran por catálogo, porque aparecen fotografiados en las casas de los famosos.Y todo lo hice yo, bien solo, que empecé la cadena de mueblerías con nada, pero ahora tengo sucursales aquí. en Brasil, en Chile y hasta en Miami. Con todo eso ¿A usted le parece que ella puede parir soltera?. No señor, de ninguna manera. Sé de quien es el hijo, pero ella dice que fue una noche zafada y que con él no hay ninguna continuidad. Que si tiene que casarse con alguien prefiere a José. ¿Pero sabe quien es José? ¡Un carpintero raso! Un pobre diablo. Cuando le pregunté qué le había visto me dijo: -el lomo- ¿A ése? Nada más que el lomo, papá. Yo lo cité a mi oficina y le prometí que si se casaba con mi hija lo nombraría jefe de sección. El me contestó que el precio que le tocaba pagar era muy alto y que no aceptaba. ¿Pero se fijó que desfachatez? ¿Sabe lo que yo hubiera dado a su edad por algo así? Además no es porque sea mi hija, pero es una 15


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mujer de puta madre y ¡llena de plata! Luego cité al verdadero padre, para saber hacia dónde disparaba, insinuándole su posible paternidad y el cabrón, ¿sabe lo que me dijo?, -Que no era cierto porque él había tenido una papera mal curada y no podía engendrar y además, que por la vida de mi hija habían pasado muchos gerentes de sucursal. ¿Se da cuenta lo que le digo? Sí, claro que se da cuenta. Que mi mujer está loca de arriba y mi hija... bueno coño, si parece que el único que no sabía era yo. ¡Y sí!, para no sufrir el escarnio, tuve que cederle acciones al “Tío lomo” y al fin con eso y la promesa de vivir un año en Suiza aceptó. Pero eso sí, con la condición de que le firme un nombramiento de gerente, dure ó no, el matrimonio. En el medio de todo, mi fortuna cambiando de mano, mi mujer llorando por los consultorios y yo atado. Atado a la soga que le dí a María de Nazareth.

Hoy vinieron de las revistas especializadas, sacaron fotos de mi casa, del parque, de todo. Eso sí, mi hija en la piscina para esconder lo que aún no se nota (pero que alguien pudiera imaginarse) y mister lomo, en una reposera tomando sol. Ya contraté el servicio, la misa de esponsales, el hotel de luna de miel y una clínica de las más caras del mundo en Gtad, a la que llegará ella casi a punto de parir en un refugio campestre, de la alta montaña, donde el aire no está contaminado, en fin que será lo único puro... ¡Como si fuera a recibir al salvador de la humanidad! Pero yo me dí el gusto de citar al desfachatado del padre del crío, para comunicarle que lo trasladé a una pequeña sucursal de Brasil, casi enclavada en la selva amazónica, donde se tala madera en bruto y le aconsejé que tomara precauciones, que no se confiara, que últimamente, hasta las paperas vienen falladas.

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Final de duelo

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a muerte de Horacio me deja con 25 años de casada, maduramente joven, enamorada y sin marido. No obstante, no lo vivo como una tragedia, más bién es un duelo que se prolonga en el tiempo, más allá del luto estipulado por la costumbre. Es imprescindible pensar y repensar mi vida. Cierro voluntariamente las puertas de las relaciones de pareja. La viudez resguardada, cobijada, abrigada por el dolor, no necesita explicarse. Poco a poco retomo mi existencia fértil en el plano laboral, social, afectivo, salvo en lo que se refiere a relaciones personales, ya que no tengo inquietud ni vibración que indique, que ésa parte de mí, pueda ser recuperada. Es viernes, por lo tanto al salir de trabajar, estaciono el auto en las cocheras del supermercado, tomo el ascensor para acceder al nivel de compras, retiro un carrito y empiezo a recorrer las góndolas buscando lo que quiero. Me parece a mí, ó está muy fuerte la refrigeración? No, soy yo. Siento un escalofrío que me recorre la espalda y sube hasta la nuca. Instintivamente me doy vuelta y una mirada gris y prepotente, se clava en mis ojos. Desvío la vista, pero el estómago, acusa el encuentro. Es la primera vez que me ocurre. Que es esto? Soy una señora viuda, me digo. Hace siete años que la partida de Horacio cerró ése capítulo. Pero que me pasa? Levanto la vista sabiendo y ojos grises está al lado mío. Nos volvemos a mirar intensamente, sin decir palabra. Mi torre fortificada se está desmoronando, él se acerca seguro, arrasando mis intenciones, intuyendo lo que pasa conmigo. Camino sin pensar en la compra. No se que más necesito ó sí y no me quiero enterar. Me dirijo a las cajas para poner distancia. El camina también y se para al lado mío. Pago y me voy hacia el ascensor. Guardo las pocas cosas que compré en el baúl y lo cierro. En ése momento se abre la puerta del acompañante en el auto de al lado y yo, yo.! la viuda, la del dolor eterno, la que no atiende, subo como una autómata, envuelta en ésa mirada de acero que me arde como un 17


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bisturí penetrando en mi entrañas. En el auto, su conductor y yo, entregada sumisamente, nos dirigimos hacia la calle que sale a la ruta. Entra en un parque muy arbolado, hasta una construcción lujosa con revestimiento de piedra. Franquea la entrada, frena suavemente ante un vidrio tratado, donde una voz femenina pregunta algo que no alcanzo a entender, él contesta: —Lo mejor. Ahí escucho por primera vez su voz, profunda y segura. Paga, sigue despacio, rodea el edificio y se detiene ante una puerta hermética que se levanta y entramos con el auto. Unos pocos escalones y pasamos de la cochera a una sala con sillones, luego una bañera con hidromasaje grande, una cama inmensa y luz ténue, se oye música suave, mas allá, semi abierta, la puerta de un espacioso cuarto de baño. Estoy temblando y no es de frío, ni de miedo. Ambos nos aferramos uno al otro sin hablar. Explorando con las manos, los labios, las piernas. Siete años es mucho tiempo. Sin embargo, se volaron. Se fueron con mi braga y la entrega es tan buena como el disfrute. El parece satisfecho, pero yo beso su cuello y voy bajando con los labios como una sedienta que va derecho al bebedero y vuelvo a empezar. Una vez tranquilizada, miro el torso desnudo y bronceado de ojos grises y sin decir palabra nos vestimos. Al subir al auto miro el reloj. Este tiempo está diluído como la sombra de una nube al terminar de cruzar por el sol. Creo que pasaron dos horas. —Donde te dejo.? —En el supermercado —No puedo prometer llamarte pero por las dudas, querés darme tu número.? —No, creo que no quiero. El resto del trayecto es en silencio. Bajo del auto y subo al mío, sin Al llegar a casa me desvisto, abro la ducha para refrescarme pero sobre todo dejando que el agua, como a través de los siglos, lave, arrastre, axpulse de mi cuerpo todo vestigio de “ojos grises”. Luego de rasparme con la toalla para borrarlo como se quita lo escrito de una hoja de papel, camino hasta la mesa de luz. Tiro tra18


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bajosamente de la alianza que hace treinta y dos años que está en mi dedo anular y con movimiento no premeditado abro el cajón y dejo caer el anillo, para siempre.

(Cuento ganador del concurso “Manos Solidarias”, Rotary Club Mar del Plata Sud. Año 2003 )

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Claudia Samter Escribir es pintar con palabras. Comencé haciendo garabatos en 1999 integrando NARRACIONES, CUENTOS Y POESÍAS, una antología del 1º taller literario de Miramar. En el año 2000 intenté mis primeros dibujos en otra antología, DEL PAPELERO junto a mis compañeros del taller De La Palabra de Mar del Plata. Luego logré plasmar imágenes íntimas en mi libro SENTIRES que presenté en el 2001. Obtuve un reconocimiento, con la mención del jurado, en el Concurso Nacional de Venado Tuerto con mi cuento "Compañía Inesperada". Más osada intenté escribir en blanco y negro. Así nacieron mis cuentos y poesías para la colección De La Palabra (2003). Con el cuento "El Loco" que tiene algo de blanco y mucho de negro obtuve un primer premio en el Concurso Nacional de Miramar (2004). Esta vez quise intentar con colores, para atrapar los distintos matices de la vida. 21


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Seducción

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isfrutaba de un café a media tarde cómodamente sentado en un bar de la calle Güemes. El tráfico pasaba tranquilo, mientras el sol asomaba tímido, confirmación de una primavera que se instalaba en la ciudad. Observé la calle, Frente a la confitería una obra en construcción y junto a ella los negocios. Los papeles que cubrían sus vidrieras caían lentamente, como piel vieja, para comenzar a vestirse de verano. Desvié la vista. Enfoqué más cerca. Junto a la vidriera dos mujeres jóvenes compartían charla y café. Una hablaba con ademanes graciosos, mientras la otra sonreía divertida. La que llevaba la conversación era una morocha melena enrulada. La otra, una rubia de unos 35 años como su interlocutora, jugueteaba con su cabello lacio, imitando los movimientos que muestran las modelos en la tele. Ambas de cuerpos esbeltos estaban vestidas a la moda. La morocha llevaba un jogging, cuyo pantalón acentuaba largas piernas. La otra tenía una polera al cuerpo clara, que le marcaba unas buenas tetas y un pantalón negro ajustado. De repente la rubia me miró. Debió de haberse dado cuenta que yo las observaba. Simulé buscar algo en un bolsillo de mi campera. Rulitos llevó el jarrito de café a los labios, pero no paraba de mirar a la compañera. Reían y movían seductoras sus cabelleras que brillaban iluminadas por el reflejo del sol. De a ratos me llegaban trozos de su conversación. Oí temas como hijos, colegio, reunión de padres y por supuesto también hubo una crítica para la madre de alguno de los compañeros de la hija de una. La morocha voz cantante, explicaba con énfasis su postura al respecto. Llamé al mozo y aboné mi cuenta. Cuando volví a levantar la vista, las dos mujeres estaban mirando la hora y parecían apuradas. Pelitos dorados comenzó a juntar sus cosas, se puso un par de anteojos negros mientras la morocha se levantó a pagar. Cuando pasó junto a mí, me rozó con una mirada entre distraída y seductora. Me tenté, salí atrás de ellas que subieron rápidas a un Ford Escord, color bordeaux. Al volante la morocha. Sus cabelleras flotaban ante mis ojos. Subí rápido a mi auto y comencé a seguirlas. A las tres 23


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cuadras se detuvieron. Paré a una distancia prudencial. Los ratones ronroneaban. Esas hijas de puta me habían calentado. De repente la bofetada. Fui testigo de un largo y profundo beso. Segundos después la rubia bajó del auto meneándose con celeridad rumbo a su casa.

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Cavilaciones

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esnúdese, por favor. Póngase esta camisola. El ruido del pestillo que enganchó la puerta, la sobresaltó. María José se contempló en el espejo intentando afianzarse. Este le devolvió la imagen de un cuerpo esbelto y perfecto, envuelto en elegante y sobria vestimenta que ella sabía lucir siempre con tanta prestancia, pero el rictus de su rostro, no permitía disimular su estado de ánimo. Las facciones eran rígidas. "¿Desnudarme, para hacer una consulta médica sobre dificultades con el orgasmo?". Nuevamente ese temor, y si este consultorio no era más que una trampa para atrapar mujeres desdichadas? No le había dicho a nadie de su intención de visitar a este sexólogo. De hecho había tomado la dirección del diario. Muchas veces se había sentido tentada de averiguar, si esos avisos realmente podrían traerle algún tipo de solución. Recordaba los comentarios irónicos de sus amigas, jamás osó contar que no lograba tener una vida sexual plena. Observó la decoración de aquel cuarto; delante del ventanal se hallaba un sofá de cuero con varios almohadones al tono, color verde musgo y junto a él se hallaba una mesa con una espectacular lámpara panzona. Un televisor y una video completaban ese rincón transmitiendo una gran calidez. En otro sector, tapado discretamente por un bonito biombo de esterilla se adivinaba la camilla. Comenzó a desabrocharse la blusa, la seda crujía suavemente, mientras sus manos abrían nerviosas los delicados botones que hoy parecían no querer pasar por los ojales. Luego le tocó el turno a la pollera de gamuza marrón. Se sacó las medias de nylon, que cayeron al suelo. Las levantó resoplando. Se calzó la bata lila. Dudó si poner la parte abierta hacia atrás, pero se llamó al orden y puso la abertura hacia delante, abrochándose pudorosa unas pequeñas cintas. "Cómo tarda este médico, me estarán observando por algún lugar. Comenzó a recorrer la habitación con la mirada. Le voy a exigir que la enfermera se quede... mejor le pregunto si sería posible". Despedía un suave aroma a transpiración y desodorante. Buscó rápidamente en su cartera un pañuelito de papel secándose con delicadeza. Perfumó sus 25


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axilas. Miró el reloj, le parecía una eternidad que la enfermera había dejado el consultorio. Se acercó con sigilo a la puerta y espió el pasillo. No divisó a nadie. Solo escuchó voces apagadas desde otro consultorio. Afinó el oído, quería ver si oía algo para adelantarse a cualquier situación extraña. Avergonzada por su desconfianza cerró le puerta y se encaminó al sofá. Observó sus delgadas piernas. Se había vuelto a calzar sus sandalias que hacían juego con su falda. "Mejor me las saco, pueden resultar provocativas". Se descalzó casi con desesperación, temiendo que justo en ese momento, entrara el médico. Sería una imagen desastrosa. Se sentó rápidamente como escondiendo su acción. Sus ojos recorrieron las paredes, para detenerse en el diploma. Dr. Pedro Nicolás del Valle, recibido... –Buenos días señora –una vez más se sobresaltó, sus mejillas se tiñeron ruborosas. Irguió su cuerpo y adoptando una posición desde donde manejar la culpa de su desconfianza, saludó al Dr. más apuesto que había visto en su vida.

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Compañía inesperada

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rente a mí tenía todo lo que necesitaba para sentirme confortable. Una rica comida, mi rincón preferido, el agradable calor de mi cocina soñada. Había llegado el momento de disfrutar. Elegí mi individual preferido, una bonita copa y los cubiertos del juego, que había comprado en aquel negocio de antigüedades de San Telmo.. Dispuesta a cenar cómodamente, encendí el televisor. Justo comenzaba mi programa favorito. Me zambullí en la trama. Después de unos minutos una entrometida y molesta tanda comercial me sacó de mi ensueño. Mis pensamientos comenzaron a vagar. ¿Qué estaría haciendo él?, ¿tal vez cenando con Alejandro, que ya había vuelto de la facultad? Buenos Aires se había transformado en la sucursal de una parte de nuestra familia durante la semana. Justo hoy Candela se había quedado a estudiar con sus compañeros. Silencio de voces comenzó a oprimir el pecho. La mesa que suele rebalsar de platos, botellas y fuentes, crecía resaltando sobre la lustrosa madera un solo lugar ocupado. Añoré nuestras bulliciosas comidas y un sollozo acompañó unas lágrimas que desde hoy apretaban la garganta. Me escuchó. Levantó la cabeza y casi con sigilo se acercó. Suavemente se sentó a mi lado. Permaneció allí quieta. Con delicadeza puso su cabeza sobre mi hombro. Sentí su mirada. La abracé, amalgamé mi cuerpo al suyo. Permanecimos cálidamente cerca. Parecía no querer moverse, para no interrumpir mis cavilaciones. Ya no había soledad. Su presencia se transformó en consuelo. Mi respiración se volvió más calma. Su mirada verde clara me escudriñó curiosa. Puso su cabeza graciosamente hacia un costado con gesto serio. Así arrancó mi primer sonrisa y le hablé bajito al oído conmovida de tanta ternura. Inmediatamente se instaló sobre mi pierna como agarrándome. Sus largas uñas le conferían la elegancia de una mano femenina. 27


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Incliné mi cabeza sobre la suya. Aspiré su aroma. Siempre me gustó. Conmovida estampé un beso en el suave hocico de Wanda.

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María y José

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omenzó a preparar el bolso con mucha anticipación. Ya no podía contener su ansiedad. Demasiado tiempo desflecando esperas en silencioso llanto. Ahora la cercanía de aquel parto tan deseado ya era palpable. Un nido pintado de amarillo vida la contenía mientras elegía amorosa las batitas que tantas veces había tenido que guardar de nuevo. Los pañales, el talco, la colonia, el toallón bordado de la abuela... Poco después José la rescató de las telarañas que tejen esperanzas y temores. Se abrazó a él con esa preocupación de toda madre: –Ojalá que todo vaya bien, a veces pienso que a último momento..... –María, donde está tu fe – ­ la reconvino. Una llamada telefónica echó andar su historia más hermosa. Había llegado el día de reconciliarse para siempre con las voces agrietadas del dolor. Con aire de fiesta eligió colores luminosos para su vestimenta. Etérea voló por la casa observando una vez más sin ver, que todo estuviera impecable. En realidad su mirada interna ya abrazaba a ese hijo que se anunciaba. En el camino a la clínica descubrió lugares que nunca había fijado en su memoria, hoy desfilaban ante ella en su viaje triunfal. Duraban un instante en su retina, Palermo, las plazas, los mateos, gente apacible paseando. ¿Por qué nunca les había prestado atención? Cambió nuevamente el paisaje: calle, adoquines, ¡cómo golpeaba el auto...! Sus ojos se posaron en diez letras: Maternidad. Con una calma engañosa estacionaron el vehículo. Del asiento trasero emergió un moisés, pesebre moderno con cintas al tono. Tomados de la mano volaron por los pasillos, en la frente de María se instalaron gotitas de cristal. Se detuvo, su respiración se había agitado demasiado. José se adelantó unos metros hasta el mostrador: –Somos la familia Fernández, nos están esperando –anunció nervioso. Varias puertas se abrieron rumbo a su pequeño paraíso; finalmente 29


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la definitiva les franqueó el camino a la sala de partos. Les pusieron guardapolvos verdes, sus cabellos quedaron atrapados bajo las gorras y el barbijo terminó de completar su atuendo. Mientras entraban divisaron a Margarita, su fiel empleada, que ya estaba en la camilla de parto. Con ojos espantados se aferró a su patroncita, como solía llamar cariñosa a María. Ya viene, ya viene, informó fatigada intentando simular una seguridad que no tenía. Jadearon juntos, contaron las contracciones y lloraron en un abrazo magnífico cuando el médico anunció: ¡Es un varón!

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Mariana

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ijó su mirada en la ventana. En realidad no le importaba el paisaje. Simplemente era un recurso para no pensar. De a ratos observaba alguna nube, la veía correr, desprovista de la capacidad de medir el tiempo. ¿Hace cuántas horas estaba en aquella cama? Intentó pensar en otra cosa .....sus amigas, el colegio, las clases de equitación, las fiestas. Todo eso parecía tan lejano ahora. ¿Por qué no entraba su medico?, ya no soportaba esta agonía. –No aguanto más, llamá a Morello –pidió. –Tranquila, ya viene –susurró Rodri. Su respiración se agitó, se estremeció su cuerpo, nuevamente esa puntada que la partía, ¿hasta cuándo? ¿Por qué no la liberaban? Sus manos húmedas aferraban la sábana descargando tanto dolor. Con los ojos cerrados echó atrás su cabeza buscando la almohada. Golpearon, se asomó el guardapolvo blanco del Dr. Morello. Rodri respiró aliviado, ya no soportaba verla así, mejor que el médico se hiciera cargo. Se alejó de su lado exhausto. –¿Bueno mi hija, estás preparada? –preguntó el doctor que la había visto crecer. –Qué otra cosa me queda –susurró Mariana mientras la pasaban a una camilla. Una sábana ondeó sobre su cuerpo. Comenzó su periplo: el pasillo, los pasos eficientes del camillero y la enfermera, que hablaban bajito......el ascensor, otro pasillo, ventanas que se reproducían, paredes blancas..... más paredes, la puerta del quirófano. Sintió ganas de huir. Mientras giraba la camilla, su vista se topó con las luces que la encandilaban. Se estremeció. –Espere Dr. por favor un momento, tengo miedo. Manos que ya estaban prácticas la apoyaron segundos después sobre la mesa de operaciones. –Contá hasta diez y respirá profundo –la voz mecánica le llegó como en trance. La aguja hipodérmica buscó su cauce. El pinchazo le anunció que ya no había retorno. Su mirada se encontró con la de Morello. Esté le palmeó la mano. 31


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–Vamos chiquita, necesito que seas valiente. En ese preciso instante estalló su cuerpo. Con los ojos llenos de lágrimas partía para siempre la niña despreocupada. Una joven madre nacía a la vida.

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Rosario G. L.

Escribe desde chica. Los primeros concursos en los que participó fueron los que organizaba el colegio. En los años 2001, 2002 y 2003 obtuvo menciones por su participación en ellos y comenzó a entusiasmarse por la escritura. Este año recibió dos premios, uno fue en el Concurso Literario organizado por la Asociación Amigos Villa Victoria en el mes de abril, y el segundo en el Concurso Literario Manos Solidarias del Rotary Club Mar del Plata Sud en el mes de junio. Tiene diecisiete años. 33


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Rosario

La pareja

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lla caminaba intranquila por aquel interminable pasillo esperando una respuesta de su parte. Él seguía encerrado en la habitación y no deseaba contestarle, había perdido toda su voz en gritos en vano. Estaban solos, aturdidos por el silencio que minutos antes había sido interrumpido por un chillido constante y ensordecedor. Ambos con sus ojos cerrados ya no hablaban, ya no pensaban, solo se concentraban en no perder el aire. Ella durmió en la habitación de enfrente, él no decidió abrir la puerta. La luz del día los despertó con pura tranquilidad, pero en las paredes todavía retumbaban los bombardeos de la noche anterior, se oía el eco de los portazos, llantos y gritos. Con un “Buen día” encantador los dos se saludaron, ella le sirvió su café con mazas y él agarró el diario como habituaba cada mañana. El tema ya no se tocaba, parecía que la noche anterior había sido parte de una película vista por ambos que ya había tenido su fin y no tenía sentido verla nuevamente, quedaba como algo olvidado, o como algo guardado bajo una llave tragada por el vacío. Ellos llegaron al rato. Saludaron a sus padres, quienes los inspeccionaron antes que subieran. Los dos comentaron lo bien que la habían pasado en la fiesta y lo cansados que estaban, mientras se alejaban de la cocina yendo hacia sus cuartos. La casa en aquella calma, de tan tranquila se tornaba incómoda. Los chicos dormían. Ambos continuaban disfrutando de su desayuno de domingo. Ella se dispuso a levantar las tazas, él no apartó un segundo la mirada del diario y prestando atención a cada artículo no se distrajo ni un instante. Aquella mañana hablaron del tiempo, de los quehaceres, del pago al jardinero, del arreglo del televisor. El medio día les llegó; ella ordenó la casa, él lavó su auto. Ellos seguían descansando pero el almuerzo estaba por ser servido y ella los despertó. Los cuatro comieron en la mesa. Ellos estaban muy cansados y no emitían ninguna palabra, a lo sumo algún sonido; los otros intercambiaban leves conversaciones. Todo estaba en calma. Esta paz fue quebrada con el grito de ella. Estaba susceptible, sensible, le siguió su llanto. Él tenía su rostro colorado. Volvieron a gritar, 35


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transpirar, y exhaustos los dos de hacer lo mismo cada día se pararon. Ella limpió la mesa, él se fue a dormir. Ellos estaban más cansados que sus padres, ya no toleraban la tensión que se vivía en la casa, terminaron de comer y regresaron a sus habitaciones. En el profundo silencio del atardecer se seguía oyendo el eco. Ellos continuaron durmiendo, cómo él, mientras ella terminó su libro de quinientas páginas. En el último mes, su biblioteca había sido releída un par de veces. A la noche los hijos finalmente lo supieron. Ya lo sospechaban, sabían de qué se trataba aquella reunión. No les sorprendió escuchar de la voz desilusionada de ella que se divorciarían. Separada la familia, ellos vivían con ella y él los visitaba de vez en cuando. Nunca habían esperado aquella reacción, pensaban que su padre iba a estar siempre presente, como lo había hecho hasta aquel momento. Eran adolescentes, mucho no se preocupaban. Al año siguiente finalmente lo supieron. No lo sospechaban, ni sabían de qué se trataba aquella reunión en la que desilusionados él lo presentó como su pareja.

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Ana María Rodriguez

Los cuentos y yo somos marplatenses. Costó parirlos, pero valió la pena. Educarlos, también. Ahora crecieron y andan por la calle, con los demás. Les deseo mucha suerte. Ana. 37


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Ana María Rodriguez

Amistad La multitud esperaba el discurso en silencio de misa. Y él ,uno más entre tanta gente. Nadie de los que estaban a su alrededor podía saber que había planificado ese momento paso a paso para que el otro lograra el éxito y fuera el aclamado, el elegido. -Con partes de mi vida- pensó, y deseos y ambiciones... Eran amigos desde la infancia. Diferentes. El otro la impetuosidad en los juegos, la audacia con las chicas, los felicitados en la escuela, los mejores chistes, la cantidad de amigos, las invitaciones a las fiestas. Fabricado para seducir y ser el centro de atención, el amado por todos. Terminada la adolescencia dificíl para él, brillante en el otro, tomaron caminos paralelos. Una ruta manejada con inteligencia tímida . Una autovía para ganar y llegar primero. A medida que los niveles de lucha y presión eran más altos, el otro le reclamaba el apoyo que sabía no contaminado por la competencia. Buscaba su lucidez para diseñar una estrategia, su equilibrio para tomar una decisión importante. Su amistad se fue transformando en trabajo, el apoyo en necesidad permanente, el consejo en asesoramiento y él dejó su propia carrera para ser el planificador de la ajena, participando de un cierto éxito, de segunda mano. como cuando eran chicos. La gente que lo conocía admiraba su actitud de entregar sus mejores esfuerzos para el brillo del otro, renunciando a sus ambiciones y de ser fiel y leal en su amistad. Se sabía la sombra en el juego de luces. El reflejo opacado por residuos de amores que el otro le dejaba compartir.. -Es más capaz ­les decía. -Pero vos tenés lo tuyo. -Su éxito es el mío -y sonreía buenamente. Los esfuerzos en común dieron buenos resultados. El otro llegó al punto más alto de la carrera emprendida. La gente lo admiraba como antes lo hicieran las mujeres, los amigos. Le gustaba recibir el amor incondicional de la multitud, como droga aspiraba las doradas formas del éxito, los aplausos, las sonrisas. 39


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.Su figura se recortó en lo más alto de la masa que esperaba en silencio, él uno más entre la gente. Cuando se escuchó el trueno del disparo y el otro fue el blanco perfecto para la violencia, cuando la multitud abatida por la muerte se dispersó, él sintió que la rabia, la tristeza, la envidia, el rencor y el odio, y el odio, y. el odio....el odio que había acumulado durante tanto tiempo se disolvía con la gente. Y sonriendo buenamente, agradeció a quien sin querer lo liberaba..

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Ana María Rodriguez

El halagador

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sí que fui a buscarlo. Un amigo había arreglado el encuentro que terminaría con mis horas de angustias. Yo, no tenía nada que perder. –Sabrá reconocerte –dijo.. Y ahí estaba. Alto, joven, pelo largo y castaño con una cinta naranja sobre la frente y los ojos quietos. Vino sonriente y desde ese momento ocupó parte de mi vida. Un cuarto de mi casa y el parque fueron suyos. Paseaba entre las flores y venía cuando yo necesitaba aclarar mis pensamientos. -No sé si es buena idea, sabes... A vos ¿qué te parece? ¿Estará bien...? . -Esa idea suya es muy buena, usted es muy inteligente, señorame decía con su voz cálida pero sin afecto. Hacía su trabajo. Era el halagador. Sus palabras aquietaban mis dudas, disipaban mis temores y podía emprender con cierta tranquilidad la tarea pensada. Cuando algo dolía en mi corazón, nos sentábamos entre las rosas y le preguntaba – ¿Estuvo bien lo que le dije? Siento algo de culpa ¿qué te parece...? -Usted hizo lo correcto, señora. Usted siempre tiene razónEsa era toda la relación entre nosotros. Vivía en mi casa, paseaba por mi jardín, aspiraba el aroma de las flores y me halagaba. Yo hacía de nuevo las paces con la vida. Desde adentro mío una cierta calma, sostenida con palabras escuchadas por primera vez. Si los espejos no me devolvían una anterior belleza iba a buscarlo. -Usted es hermosa, señora. Sigue siendo hermosaY de nuevo estaba todo bien. Cuando los amores eran tristezas, las malas pasiones peleaban adentro de mi alma, entre los lirios me escuchaba. -No tiene porque ser así...yo creo que está todo mal -Usted se merece lo mejor, señora-. Fue esa frase que se instaló en el aire del jardín y sin dejarme en paz flotaba alrededor. La que hizo que el sonido cálido de su voz, me 41


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pareciera falso y sus ojos quietos antes mar amigo, muros de piedra. Yo era hermosa, siempre tenía razón, me merecía lo mejor pero mis inseguridades no desaparecían .Ocupaba un lugar en mi casa, disfrutaba mi jardín. Pero no había amor en sus palabras. No había amor. Comprendí que era el fin de lo nuestro. Estaba segura. Sin dudas. Ni angustia. Y debía solucionarlo sin él. Sola. Hacía tanto tiempo que no resolvía algo sin sus buenas palabras. Al menos, intentar. Esa noche no pude dormir. –¿Cómo se lo digo? No tiene la culpa. Soy yo la incorregible. La que pretende siempre más. No puedo devolverlo al lugar donde nos encontramos. No lo aguanto. No tiene obligación de quererme. El amor no entra en el pacto. No me va a entender. Ocupa mi casa, mi jardín. Me tiene harta. A la mañana siguiente me llamó Gabriela, mi vieja amiga, de vuelta después de años lejos, y mientras escuchaba sus dudas y problemas –Quiero hacerlo pero no sé, ¿qué te parece? Me cuesta decidirlo, pero recién llego y no te quiero cansar con mis problemas –vi los ojos quietos, el pelo largo y castaño y la cinta naranja sobre la frente. –Decime Gaby... ¿no tenés un lindo jardín y un cuarto libre?

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Ana María Rodriguez

La máquina

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os dedos cargados de anillos. Los exhibe para su placer como muestra de poderío. La voluntad caprichosa oculta sus ansias de posesión. Como los cuervos lleva a su nido todo lo que impacta como brillante en la retina fría y vertical de sus ojos. Sujetos y objetos son poseídos. Caza con una lengua larga y filosa que sale rápida de su boca voraz, envolviendo lo elegido con una baba invisible y pegajosa que endurece en un minuto. Después las pinzas lo arrastran. Se desliza ruidosamente entre sus tesoros sin permitir que su presencia pase desapercibida y bajo una máscara obsesivamente maquillada en su rostro con ojos dibujados en azul, mira para que la miren. Cuando está quieta, en silencio es porque acecha y las uñas rojas se transforman en pinzas color hueso de inexorable sujeción. Se excita con su éxito y planea el próximo. El tema preferido, sus posesiones: gente, botas, collares, muebles, plantas, gente. Casas tiene dos y en las dos vive. La verdad también es suya y sus pensamientos como aullidos de látigo pasan sin filtro a la boca. Si se excede en los golpes, la perdonan. “Vos sabés cómo es” dicen. Tiene distintas estrategias para doblegar voluntades: regalos, consejos, comprensión, regalos. “Queréme que te quiero” Cuando pierde alguna batalla, el rencor toma formas oscuras y el aire desaparecido se carga de electricidad. Durante un momento la calma de sus ojos tapa el sol, después el viento aterroriza las ventana verdes. Es una máquina de poseer y como tal su mecanismo es eficaz. Solamente yo veo la estrategia cazadora a través de gestos, maquillaje, risas, mimos, elogios. -¿Quién querría tener mis visiones?- Yo, tampoco. Ella lo sabe y de tanto en tanto intenta atraparme. “No me importa que lo sepas, algún día no vas a poder escapar” y sonríen los ojos pintados moviendo los anillos y las uñas curvas. Juega conmigo, 43


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mi resistencia es su entretenimiento, espera encontrarme con la guardia baja, se prepara para después. La pelea es imparable y viene con violencia de siglos, como juego de muerte. Las pinzas moviéndose en todas direcciones, me esperan. El dolor blanco y profundo de su lengua afilada y los latigazos y el golpe de los anillos y las navajas rojas marcan mi piel y mi alma. Resisto en odio púrpura me crean ó no, me quieran ó no. Es perfecta, tengo pocas posibilidades de destruirla. Los demás miran. “Tenés que ponerle fin. Matala. No vas a poder. Es perfecta. Matala.” Me golpea. La odio. Duele. La quiero matar cortar en pedazos quemar en la chimenea tirar las cenizas al pozo llenarlo de tierra cubrir con rocas. Lo hice. Pude. Lloro. Los demás siguen su vida. Junto mis pedazos.

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Marcela Predieri

Publicó Sangre de Amarras, Invierta un Hijo, La Pancarta y Los andamiajes del Miedo. Desde 1991 coordina los grupos de Estudio y Creación Literaria DELAPALABRA. Es directora de la revista La Avispa. El presente relato pertenece a la novela en preparación Los Que No Quisimos Crecer y ha sido adaptado especialmente para su publicación como texto autónomo en la presente antología 45


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Marcela Predieri

Los amigos de Nacho –Van a venir unos amigos –comentó el chico como al pasar. Ella no dijo nada. A la madre le gustaba recibirlos. Eran buenos chicos y aunque el marido protestara siempre, era mejor tenerlos en casa a que anduvieran por ahí quién sabe dónde. Esa tarde no tenían gimnasia y tampoco habría clases el día siguiente. Jornada de perfeccionamiento decía la nota que acababa de rubricar con trazo firme y lapicera negra en el cuaderno de comunicaciones ¿Qué iba a decir ella? –¡Una masa! –decía el chico– Así que nos vamos a juntar para hacer algo. El primero en llegar fue El Colo. –¿Qué hacés, Colo? –Todo bien. ¿Está Nacho? La madre no había alcanzado a responder cuando sintió las zancadas trepando la escalera hacia el cuarto de su hijo. Y el portazo. Apenas unos segundos tardaron Los Redondos en invadir todo el espacio. Ella calló. Eran jóvenes. Cuando empiezan a molestarte el ruido y los pendejos –solía decir su marido– es que ya estás pasado. Y la verdad es que ya no les resultaba tan fácil encontrar un buen lugar para tomarse unas cervezas y conversar con amigos durante la clásica salida de los sábados a la noche; así que optaban por una cena show, mirarse las caras sin cruzar palabra y aplaudir. La madre se encerró en la cocina a lavar los platos del mediodía. "Para que no haya tanto desorden" se dijo. En realidad era para que no le sacaran también las copas de la alacena cuando llegaran los demás. "Porque no te lavan un vaso ni en broma" comentaba a sus amigas de bridge. Cuando terminó, salió al jardín a tender el repasador recién blanqueado con lavandina y encontró al hijo acompañado por cinco más. Con la música tan fuerte no había escuchado el timbre. –¿Cerraron la puerta? –No, má... porque hay tres más afuera. Pero está todo bien, después la cierro. 47


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Su hijo y otros tres reposaban contra la pared blanca de la casa que daba al oeste. El sol estaba lindo, la vista hacia el parque, inmejorable: las azaleas en flor, a la derecha, estaban magníficas; hacia el fondo, el cedro azul cobijaba a los otros dos chicos; el césped parecía un green. El chico tenía las piernas recogidas y los discman abrazados al cuello. A su izquierda, en el piso, había una botella de cerveza, sólo dos vasos. Eso la tranquilizó. Sabía que los mocosos tomaban pero qué les iba a decir; más de una vez lo había visto llegar en condiciones "non sanctas" pero aunque ninguna de las dos ocasiones le había dicho nada, no permitiría que lo hiciera deliberadamente en su casa. Eso no. La tarde era realmente espectacular; los tres que estaban afuera ya entraban con otro grandote a quien no conocía, y tras un corto ¿Qué tal? empezaron a hacerse pases con la pelota. Los miró unos instantes ¿cómo se llamaban esos pases? No preguntó. Tras el segundo o tercer pase, uno de los chicos ya quitó la remera. Al volverse, medio sonrojada, vio por la puerta ventana que daba al living entrar a cinco o seis más. A esos tampoco los conocía. Eran altos, parecían más grandes que su hijo. No quiso averiguar. –Pasen chicos. –Gracias. Buenas tardes, señora. –¿Qué hacés, Fran? –se escuchó desde el fondo. Al volver sobre sus pasos ya habían sacado la mesa al jardín y dos nuevos solícitos adolescentes que habían entrado por el garaje vaciaban sus mochilas. Por lo menos media docena de cervezas cada uno. El que parecía la mascota del grupo, un rubiecito con cara de nene, porque no era otra cosa, intentaba arrastrar un sillón hacia fuera. –¿Qué estás haciendo? Por favor, poné ese mueble a su lugar. El mocoso se rió y continuó arrastrándolo como si tal cosa. –Te dije que lo dejaras ahí –afirmó la madre mientras señalaba su lugar en el living. Con él sí podía ejercer cierta autoridad. Al fin y al cabo lo había visto crecer, hasta sostenido en brazos. Ahora era un guachito rebelde y querible. Él siguió riendo. –Dame una mano –le pidió la madre al grandote y bueno de Esteban aunque no supiera cuándo ni cómo había entrado con otros tres. –Dale, enano –dijo palmeando al amigo hacia afuera mientras 48


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ayudaba a la la señora a comodar el sillón en su sitio. Desde afuera creyó percibir el olor agridulce de la marihuana. Amagó a salir para decirles algo pero se detuvo. Sin saber qué hacer, calló y fue hacia la planta alta para refrescarse en el baño y poder pensar más claramente antes de encarar la situación. ¿Sería realmente marihuana? No iba a permitir eso en su casa pero cómo salir, cómo decírselos... Hacia el final de la escalera escuchó risas en el cuarto de la hija. Cinco flacos que no había visto en su vida estaban ahí mirando un video. ¿Quién les había dado acceso a esa parte? Podía sacarlos, que respetaran su casa, pero... en realidad no están haciendo nada malo, se rectificó para adentro. –Chicos, no toquen nada del escritorio de la nena ¿sí? –Los muchachos asintieron con la cabeza sin dejar de leer el subtitulado –¡Ah! Y por favor no pongan los pies sobre el acolchado. Uno de ellos levantó la mano en señal de está bien, pero la señora lo interpretó como si fuera un parte de retirada y así lo hizo. En el cuarto del chico, estallaban ahora Los Piojos; la puerta estaba cerrada pero por las risotadas y zapateos intuyó que eran varios. Ahora estaba segura: ahí también estaban fumando. Tenía que hacer algo y pronto. Bajó dispuesta a encarar a su hijo. Los jóvenes seguían entrando, ya no reconocía casi a ninguno. En la vereda, tres motos, dos autos y una 4X4. Sintió golpes en el garaje. ¿Qué era eso? Allí se dirigió. Al verla entrar, un par de manos negras de grasa se adelantaron con una sonrisa. –¿Cómo está, señora? Tenemos algunos problemas con la Kawa. No le importa si desordenamos un poco ¿no? –No, no. Está bien, sigan. El pibe morochito que lo acompañaba, con un gorro de lana que le llegaba casi hasta la nariz, siguió sentado en el banquito frente a la moto con cara de preocupación mientras ajustaba no sabía qué cosa. Como si no me hubiera visto, pensó, pero no dijo nada y los dejó solos. No le gustaba la idea pero no existía otra posibilidad que no fuera llamar a su marido. El ambiente se estaba enrareciendo. Le vino a la mente lo del ecosistema y las especies exóticas porque la casa estaba ahora infectada 49


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de remeras negras, Los Redondos, Methálica, La Renga, Curt Kobain, Marilyn Manson, cinturones con tachas y tatuajes que asomaban por debajo de las mangas cortas. Parecía una selva. Marcó a la oficina de su esposo. “Está en reunión de directorio” le respondió la secretaria, “y tiene para rato, señora. ¿Le digo que la llame cuando se desocupe?". Colgó. Como una criatura perdida en la playa comenzó a deambular y bambolearse con pasos cortos e indefensos. Gorros, aritos en las cejas; un piercing la insultó desde una lengua que escapaba a las carcajadas. El dueño de la lengua estaba sentado sobre el marco de la ventana con los pies coligando hacia el comedor. –Sacá los pies de la pared –se oyó decir como una idiota. Adónde estaba su hijo. ¿Qué significaba todo esto? –¡Juan Ignacio! –gritó por primera vez dirigiéndose al jardín, pero la música estaba cada vez más fuerte. –¡Nacho! ¡Te llama tu vieja! –resonó como un eco. Un Juan Ignacio vení un minuto, se le congeló en la boca. Dos espaldas largas y flacas se recortaban en escorzo contra el sol enorme de la tarde. Ya basta, esto se acabó, se dijo, pero las palabras se negaron a pronunciarse. Los pibes estaban meando, sí meando a risotadas contra el cedro azul del fondo. Se dieron vuelta. –Disculpe, señora, la cerveza... La señora cambió su expresión para buscar los ojos de su hijo. El chico seguía sentado contra la pared blanca, las piernas recogidas. Dio vuelta la cabeza hacia donde estaba su madre. Al verla sonrió y por un instante, la madre creyó volver a ver aquellos dientes de leche blanquísimos. Pero era otra la sonrisa, una sonrisa de perdón y ¿viste, má? No podía levantarse. Ella sintió un palo en la garganta, el rostro se le fue para atrás, la piel de la mandíbula se le erizó y quiso detenerla con la mano. Se le agujaron los ojos de lágrimas; sin embargo lo que veía no era fruto de la vista nublada. Las pupilas de su hijo, enormes, estaban invadidas de sol y de nada. Literalmente corrió a encerrarse en su habitación en la planta alta. Ahí podría descargarse y llamar a su marido. Era imperioso ubicar a su marido. Aun antes de entrar al cuarto se percató del olor a quemado. Desde la puerta vio el motivo. Sobre el piso del balcón había algo encendido. Se acercó, humeaba. Era la madera del respaldo de una silla del 50


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quincho. Son unas bestias, sollozó. Lo levantó, por suerte sólo se había ennegrecido una de las puntas. La miró sin saber qué hacer ni qué pensar, mucho menos por qué no prorrumpía en gritos, cuando escuchó ruidos sobre el tejado. Más que bestias, son como ratas, están en todas partes... Se asomó al balcón. Habían colocado una sillita con las patas hacia arriba trabadas entre la canaleta y la pared medianera. “Estaban” en el techo. Sacó la sillita y la puso del lado interno del balcón; se paró sobre ella para hacer pie en la baranda y poder mirar hacia arriba. Quiso agarrarse del espacio entre la viga del alero y las tejas pero retiró la mano como tironeada por un resorte. Estaba lleno de telarañas. Se bajó para desprender la traba del postigo y poder afirmarse de la parte superior. Con extrema precaución volvió a trepar a la baranda mientras trataba de detener con una contracción forzada del codo, las oscilaciones del postigo. Un joven le tendió la mano. La mano estaba suave y tibia. Detrás de la mano apareció un rostro conocido. Era un rostro bueno, con ojos mansos, húmedos y marrones como los de una vaca. Ayudada, no tuvo que hacer mayor esfuerzo para alcanzar la superficie del tejado que ahora se le antojaba incomprensiblemente segura. La madre se sentó abrazada a las rodillas, la cabeza en medio, demolida. Sobre la nuca se apoyó la mano tibia y le acarició el cabello. La madre se largó a llorar mientras el joven se sentaba a su lado. Esperó. Cuando se hubo descargado giró la cabeza hacia sus ojos. El cabello del muchacho era negro, ondeado y brillante; la miró compasivamente con una sonrisa entre tímida y perdida y siguió con lo que estaba haciendo: respirar en forma profunda y completa. La mujer lo vio soltarse la goma del brazo derecho, dejar la jeringa y recostarse sobre las tejas para permitir al inseparable el sol entrar por sus pupilas. Todas las sensaciones de horror y abandono pronto fueron una. También se dejó caer para atrás, pero con los ojos cerrados, vencida. De abajo llegaban la música y las risas; había ruido a motos, las puertas golpeaban. De pronto sintió cómo el chico le arremangaba la manga de la blusa. Ella se dejó hacer. Sentada ofreció sin pudor la parte blanca del antebrazo. Pero no era entrega. Temblaba, virgen a la aguja que se le ofrecía. La goma arrugó su brazo, la presión le dio fuerza y ajustó el puño. Súbitamente iluminada y sin dar tiempo a reacción alguna, arrancó 51


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la goma y se bajó la manga. Era ella todo llanto y decisión. Con cuidado se tomó del postigo y regresó al ventanal. El joven no intentó detenerla. La mujer miró hacia la calle. Un rubio alto vomitaba contra el cordón de la vereda; casi al instante las arcadas la hicieron vomitar también. Salpicó, porque desde abajo se escucharon voces de ¡cuidado! Al darse vuelta y con la cabeza echada hacia atrás se limpió la boca con el revés de la mano. Estaba sucia, No importaba. Alguien debió avisarle al hijo porque enseguida se escucharon gritos: ¡Mamá! Entonces sonrió, sonrió con una sonrisa todo ángel y ofrenda a los ojos de vaca que se asomaba en ese momento a ver qué sucedía. ¡Mamá! En un destello alcanzó a ver otra vez aquellos dientes de leche. ¡Mamá! escuchó, pero ya estaba sentada en la baranda del balcón. Buen viaje –susurró ojos húmedos. Y la madre se dejó caer de espaldas. Un instante. E instantáneo fue cómo rajaron las motos de la vereda, y los gritos y los borregos que asomaban desde todos los rincones como si hubieran pateado un hormiguero, ratas que huían como ratas... Los amigos, no. Los amigos limpiaron y acomodaron todo mientras El Colo trataba de arrancar al chico de su madre. Dale flaco –decía y lo abrazaba– Vos no tenés la culpa, flaco. Vamos, parate... Y... pobre mujer –dijeron durante semanas los vecinos que jamás pudieron comprender por qué tardó tanto en llegar la ambulancia. Los chicos sí lo saben, pero callan. –Pobre Nacho... Nunca más ¿no? –comentan ahora. –Ni una seca –asegura El Colo– ya no puede. –¡Qué mal lo de la vieja! ¿no? Mirá que nunca decía una palabra. Macanuda... –¿Y las fiestas en lo del flaco? ¿Te acordás? Eran re voladas... –Volada fue la de la vieja... –acota un tercero –Dale, no seas pelotudo –lo para el bueno y grandote de Esteban que los acompaña siempre. –Sí, che... Cortala. Pobre Nacho. Pero de eso tampoco hablan muy seguido.

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Gustavo Ortiz

Nace y sigue por inercia, considerado siempre la oveja negra entre todos sus inexistentes hermanos. Su relación con la pluma se remonta hasta fines de los ’60; en los ’70 deja La Avícola y se dedica a escribir. Sostiene que publicará sus memorias si logra recordarlas. e-mail: elorni65@hotmail.com 53


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Gustavo Ortiz

El vehículo más frío del mundo

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uando volvió, su mujer estaba con otro. A la semana la llamó y le dijo -con los límites de una conversación telefónica- que sería importante al menos, tener una última charla en algún bar. Ella se quedó dubitativa un instante, y luego aceptó. Con una cerveza de tres cuartos enfrente, supo que el otro tenía treinta -veinte menos que èl- que siempre quería saber más de ella y no le bastaba su verborrágica lengua, ni su verborrágica pelvis. Supo que el otro se mataba trabajando pero no moría, a causa de un amor que jamás había sentido por ninguna otra mujer. Supo que planeaban comprarse una casita un poco lejos del centro, pero qué importaba eso, si era su casita. También se enteró, mientras llegaba la segunda cerveza, que estaba embarazada del otro, y más aún, que ya tenían pensado el nombre del bebé -porque iba a ser varónParecían muchas desventajas como para intentar una última jugada. Arriesgó la clásica presión, si era que ya no lo amaba, dónde quedaron esos años, si acaso todo fue una mentira. Lo último que supo fue que esos años estaban vivos y a salvo, que nada de lo que hubo fue mentira, sino un amor lo mejor logrado que se pudo, y que por eso ella prefería conservar al otro, al que él había sido dos décadas atrás. Antes de un mullido beso en la mejilla le preguntó para qué lado iba. Ella señaló al sur, él dio la vuelta, se acomodó el bolso sobre el hombro, y se prendió un cigarrillo a modo de caño de escape. Del vehículo más frío del mundo.

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Consumir preferentemente

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e preguntó qué era lo primero que miraba al ver una mujer. Le contestó la fecha de vencimiento. El otro sonrió mirando la mesa para procesar la respuesta, y volvió a preguntar ¿y si no está vencida? Le contestó que la abría y la guardaba en lugar fresco y seco hasta terminarla. ¿y vos qué mirás primero? le preguntó a su vez. -las tetas-ah- Después de decir ah, le preguntó qué era lo primero que miraba de él al ver una mujer. Esta vez el otro miró la mesa un poco más para encontrar las palabras. Primero le dijo nada, pero lo pensó mejor y agregó los ruidos de su cabeza, los nervios, y la lista de posibles primeras frases a decirle. -ah. Pasaron unos minutos, y ninguno de los dos decía nada. ¿cuándo vence ésa, por ejemplo? le preguntó de repente. Le dijo que ya estaba vencida. Le preguntó cómo sabía. Le dijo que por el olor. Le preguntó olor a qué. Le dijo que olor a haber amado tanto. Agregó que otras todavía llevan el precinto de seguridad intacto, que ninguna tiene fecha de elaboración porque nunca terminan de hacerse; sin embargo sí tienen fecha de vencimiento, como los hombres, que por eso se dicen tantos te amo sin tener una experiencia real del amor: para que una vez abiertos, no se echen a perder al rayo del sol. -lo que no te niego es que tiene lindos pechos- -ah-

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Gustavo Ortiz

Salita Roja

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arlitos está formando el cordón policial de la brigada antimotines junto a sus compañeros en una manifestación. Casco con visor, escudo de acrílico reforzado, chaleco antibalas, bastón de madera, tonfa, borceguíes, pistola reglamentaria, esposas, bolsita a cuadrillé con vaso extensible de plástico y paquete de galletitas para el recreo de la salita roja. Debajo del uniforme azul marino cuya espalda tiene impresa la sigla P.F.A., el guardapolvo amarillo, y a la altura del pecho, la inscripción “Carlos Vallejo – turno mañana” bordado a mano e hilo negro por su mamá. Carlitos observa cómo se acercan los manifestantes con los bombos y pancartas a las vallas metálicas detrás de él y sus amiguitos. O son ellos o nosotros, se repiten todos pegados cuerpo a cuerpo como les enseñó la señorita Noemí la semana pasada. Ellos son malos, me quieren lastimar, ¿no má? ¡má! ¿dónde estás? ¿por qué me dejás solito a mí? ¿por qué no? si te traigo problemas yo, puros problemas, ¿no pá? ¡ay! ¿por qué me pegás? ¿qué hice ahora? Si vos también le decís que te tiene podrido, todos nos tenemos podridos en casa, vos también me tenés podrido con tus callate, hacé esto, no, así no pelotudo, maricón, ustedes me tienen podrido a mí, y yo los quiero, y quisiera que se mueran así puedo ir a jugar aunque llueva y me ensucie las rodillas y si no quiero comer todo lo que hay en el plato como nada más que lo que quiero, y no tengo papás que siempre se están peleando, sí, no sé por qué siempre a la hora de comer. Carlitos tiene palpitaciones y masca chicle Adam’s. El motor del miedo y las manos que transpiran, y esa percusión y esas cientos de voces también de huerfanitos sin respuestas pero qué me importa, ¡qué lindo el motor del miedo má! ¡qué lindo el olor a chivo y la sensación de que me voy a cagar encima pá! me gusta mirar cómo se caen en la calle, darles con todo en las piernas y en los brazos, sí, en la cara también, y si sangran mejor, y ya no me para nadie, jódanse, ahora yo no los escucho a ustedes, ahora yo les digo hagan esto, no, así no pelotudos, maricones, ¿ya se olvidaron cómo me daban con el cinto, 57


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cómo me dejaban la boca y los bazos y las piernas? A mí todavía me sigue doliendo. A Carlitos le rebotan pedazos de ladrillos en el caso y el escudo. Sin necesidad de pensarlo cambia de posición como le enseñó la señorita Noemí. Está esperando con ansiedad la orden de avanzar con sus compañeritos, está esperando con ansiedad que algún cascote le dé en el cuerpo, el hambre cáustico del abuso, un desesperado sé que estás ahí Carlitos, sé que sos vos, estamos acá, no te preocupes. ¿Qué sería de mí sin ellos? menos mal que están. El doctor me dijo que la semana que viene me voy a poder ir del Churruca. Ojalá que me cure antes porque los extaño un montón. Lo que todavía no sé, es por qué siempre a la hora de comer.

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Gustavo Olaiz

Escribe desde primer grado. Tiene una gata llamada Corrupta. Su familia se compone o descompone en madre, hermano, hermana, cuĂąada y cuatro sobrinos. 59


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Gustavo Olaiz

Pilo

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ncontrándome este verano en Mar del Plata creí encontrar al Colorado. Cuando le hablé del pueblo, el Pehuajó de los ’70, el me miró como a un ornitorrinco con hidrofobia. Su respuesta: un “¿Perdón?” y su gesto de extrañeza me hicieron volver a la tierra. No, no era el colo. Pero, ¿cómo se reconoce a un amigo de la niñez después de tres décadas de no verlo cuando sólo tenía diez años la última vez que lo ví? Se puede adivinar la fisonomía del rostro adulto interpolándola desde su cara de chico pero pequé de optimista. Fue bueno ese incidente para contarle a mi familia actual cosas de la niñez. La vez que con el colorado fuimos los primeros en enterarnos. Los primeros en saber cosas de Pilo. En una esquina de mi barrio vivía Pilo. En Zanni y Godoy. El primero era un aviador local y el otro no recuerdo, debía ser un escritor. Labardén, Hernández, Zuviría, Echeverría, las calles del barrio tenían nombres de escritores, como otras del pueblo como Ascasubi, Del Campo, Chassaing, Gorriti, Gutiérrez, del Valle, Sastre. Siempre decíamos calles de hombres del siglo XIX con manos manchadas de tinta en vez de las consabidas calles con nombres de generales, caudillos o políticos con manos manchadas de sangre. Seguro idea de Dardo Rocha un siglo antes de salir en el patacón1 . Y puso como nombre al poblado el de una batalla en la que vio caer a compañeros en la guerra con el Paraguay2 . Pero el pueblo es más conocido por una ficticia tortuga de una canción infantil. La casita no era grande pero el terreno sí. Era una casa antigua de puertas y ventanas muy altas, más todavía para nosotros que teníamos nueve o diez años. Pilo estaba muy solo, era bajito, esmirriado, de edad incalculable, vestía simplemente, con aspecto de campo, de alpargatas y boina.  1 El Patacón fue un bono-billete de la provincia de Buenos Aires en el año 2001.  2 El 3 de julio de 1883 Dardo Rocha funda el pueblo (meses después de fundar la ciudad de La Plata), el mismo día nace en Praga el primer gran escritor del siglo XX Franz Kafka.

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El Cucharita nos había dicho que tenía o había tenido campos. Que tenía plata en el banco o mejor en el colchón. Pero no le creíamos mucho al Cucharita. Cuando dijo que la bomba atómica exploto dos cuadras arriba de Hiroshima nos burlamos de él. El arma más sofisticada y creíamos que reventaba en el choque con el suelo. ¡Qué animales! Siempre jugábamos a la pelota en el baldío de la casa abandonada frente a lo de Pilo. La casa se caía a pedazos. El tapial, o lo que quedaba de él, estaba destruido, en algunas partes nos llegaba a la rodilla. Al contrario de la casa de Pilo, que conservaba tapiales altos, intactos y detrás un terreno que no conocíamos. Adivinábamos las plantas desde fuera o de otros techos lejanos. Ése día practicando sobre la casa abandonada se nos cayó la pelota enfrente, dentro del terreno de Pilo. Ni había empezado el picado. Le tocamos suavemente la puerta: -Se nos cayó una pelota Pilo –recuerdo que dijo el Colorado tímidamente. -Nos alcanza la pelota Pilo –gritó después alguien más fuerte. Pero nadie contestó. Le tocó al Colorado ir a buscarla, después de todo había sido culpa de él. No sé por qué, curiosidad o hacerme el valiente, lo acompañaba. Trepamos y allí estábamos callados (sin sentirnos seguros de que Pilo no estuviera en la casa). Un patio rodeado de paredes de ladrillo desnudo. Con frutales y quintas prolijas entre senderos angostos de tierra. Ese aprovechamiento de los patios que hace la gente de campo. Le avisé por señas que no buscara más, que había encontrado la pelota. Y el con una seña me dijo que esperara y señalo una pequeña construcción de ladrillos. Era simple y de reducido tamaño. Un pequeño techito de chapa a dos aguas. Un poco al costado del galponcito donde guardaba las herramientas, en lo más profundo del patio. Algo grande y bien trabajada para ser cucha de un perro. Era una construcción de material de sencilla dignidad. Y baja. Dentro, en unos estantes vimos algunas cajas, toscos cofres, rústicos pero prolijos. Algunos del tamaño de una caja de zapatos, otros bastante mayores. El Colorado tomó una y recuerdo que la abrió lentamente. Fue desenganchando los ganchitos que la cerraban... la guita del viejo ese Cucharita qué va a estallar tan alto la bomba ¿estará durmiendo el viejo? si nos encuentra acá revisando Cuchara bolacero plata debajo del colchón viejo amarrete 62


Gustavo Olaiz

Contemplábamos en silencio el cofre abierto. Había unos huesitos. Y un cráneo. Seguramente un cusquito de esos que sabía tener Pilo. Luego abrió otra, le sudaba la frente. Esta vez los huesitos eran más frágiles y pequeños, el cráneo era diferente, creímos que era de un gato. Mi mirada se había posado en los cofres más grandes y de reojo veo que él también tenía los ojos clavados allí. Hacía el gesto con la boca que le conocía cuando estaba nervioso. Un respetuoso temor nos impedía hacer ningún movimiento. Y de esos segundos mágicos una voz nos asustó y sobresaltó terriblemente: - ¡¡Rajen por este tapial que por la otra calle vuelve Piloooo!! -nos apuró uno de los amigos que hacían de campana y esperaban afuera. Habían visto que por Godoy volvía el viejo. Y fue salir tropezando, arrojar la pelota por sobre el muro y saltar a todo trapo. Nos miraron con asombro. Nos encontraron muy excitados, sudados y con un indefinible orgullo de saber más cosas de Pilo que la gente del barrio. Esa noche soñé que me cruzaba con Pilo. Me pedía que lo acompañara a la casa, yo aterrorizado porque Pilo le contaría a todos nuestra invasión a su patio. Y caminaba como la momia en las películas. Me rogó que cuando muera, espere tres años y luego coloque su cadáver en cal por unos meses y lo coloque en uno de los cofres. Y luego me veía con el Colorado saltando el tapial del cementerio que a la vez era el patio de Pilo. Y había quinta y árboles entre las tumbas y panteones. Y muertos desnudos se escondían para que no los veamos. Y el perro malo de a la vuelta, que me había mordido, nos retaba y nos decía que Dios nos iba a castigar por esto. Y su voz era la de Narciso Ibáñez Menta de las series de terror de la TV. Y con ayuda de una palita de playa desenterrábamos la tumba de Pilo en la arena. Y vamos corriendo, lanzamos el ataúd de Pilo por sobre el muro. A tiempo ya que el perro nos corría para mordernos. Encontramos el ataúd de Pilo abierto y el muerto despedía un olor intenso a zorrino. Y justo en ése momento la laguna invadía al pueblo como se temía. Y nos veíamos empujando el cajón sobre el agua. De noche y con el agua a las rodillas. Y luego es de día y pasábamos entre la gente que caminaba en el agua y desde una casa escuchábamos ese programa de la radio local “fulanito le dedica 63


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un tema a fulanita” pero era un mensaje de Pilo el que se leía. Que nos recordaba que pusiéramos su cuerpo en cal. Y pasamos cerca de la terminal y hacían estallar la bomba. Esa bomba que aumentaría la profundidad de la laguna y nos salvaría a todos. Y como se decía que iba a ocurrir el edificio de doce pisos se derrumbó sobre nosotros y el cajón. Sepultándonos bajo una montaña de escombros para siempre. Entonces le conté el sueño al Colorado. Lo vi ansioso por saber más y allí se me ocurrió tirar de nuevo la pelota a lo de Pilo para investigar de nuevo. Elegimos un día que estábamos solos, los demás no sabían nada de esto. El plan era simple, fingiríamos que se nos cayó la pelota otra vez. Para no despertar sospechas, eso lo habíamos aprendido de las series de TV. Arrojamos la pelota y preguntamos si estaba Pilo, si nos podía alcanzar el fulbo como bien mal decíamos. Y como no hubo respuesta saltamos. Ni bien entré localicé la pelota, mejor así si había que rajar ya la teníamos en la mano. Al encaminarme hacia el fondo vi algo sobre el caminito de tierra. Era una alpargata. Y luego un pie. Mis pasos se fueron haciendo más lentos y vi en su totalidad a Pilo echado hacia adelante sobre la quinta. Mi amigo me vio parado inmóvil con cara de pánico mirando hacía Pilo. La boca del viejo en una mueca, el olor, las moscas… El cielo me pareció más bajo, amenazador, oprimiéndonos. Sin ningún acuerdo previo estábamos corriendo hacia los tapiales. Saltábamos con angustia, la pelota era la excusa que nos protegía. Nadie nos veía. Volvíamos cada uno a su casa sin hablarnos casi. Luego me enteré que el también, como yo, se había “sentido mal” y se fue a la cama en esa siesta. Yo traté de dormir. Luego escuché una conversación en la cocina, se comentaba que algo pasaba en lo de Pilo. Una ambulancia estaba afuera. Como antes, fuimos los primeros en saberlo.

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Composición tema: la vaca

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u acompañante le preguntó que hacía por esos pagos. Él apoyó sus dos manos sobre el baúl del auto mientras buscaba el gato, hizo un gesto y le dice que quiere contarle algo. Esto le relató: Cipriano era un peón de campo. Y le había llamado la atención una vaca. Parece que había venido en un lote desde otro puesto del patrón. O por lo menos eso se le dijo. Eso unos días antes de que la fuera a buscar. Pero un día la vio desde el rancho del puesto. Entraba por el guardaganado de la estancia como si tal cosa. Le sorprendió mucho que se ganara pa’ dentro por el guardaganado según nos dijo. Y como no había alambres caídos si entró es que antes había salido y también por el guardaganado. Él supo enseguida de qué vaca se trataba, la negra rara. Allí ató cabos con lo que él sabía de dicho bovino tan especial. Recordó que nunca la vio en los corrales, ni en los bebederos, ningún toro la pretendía en esos días, no recordaba haberla visto rumiando siquiera. Luego su relato se dispersa un poco, recordó lo que le había contado el patrón de la zanja de Alsina, era una larguísima zanja de tres metros de ancho y un par de profundidad. Pero era suficiente para hacer muy lento el cruce por la enorme cantidad de hacienda que robaba el malón. La zanja los retardaba lo suficiente para darles tiempo a los soldados de alcanzarlos. Y lograban recuperar cautivas y hacienda. Por eso los indios no robaban ovejas que son lentas. La zanja, le había dicho el patrón, era un guardaganado a lo bestia, un guardaganado de tamaño descomunal. Esto parecía contarlo Cipriano para dar énfasis en que una vaca común no cruza un guardaganado con tanta seguridad como lo que vio. Luego de ese hecho insólito Cipriano se preparó para investigar a la vaca más de cerca. Para satisfacer su curiosidad de peón nomás. Se tomó su tiempo, ensilló su caballo y fue a buscarla. La encontró entre un grupo de ellas. Cuando la localizó la vaca lo estaba mirando, le pareció a Cipriano que lo estaba esperando (según nos dijo). Creía 65


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que la vaca no tenía esa mirada bobalicona de todo bovino sino un mirar con la chispa y la malicia de la inteligencia. Cuando la quiso rodear la vaca adivinó sus movimientos e hizo todo lo posible por alejarse. Cipriano entre sorprendido y ansioso la quiso correr y aquí sucedió algo sorprendente. La vaca a su vez empezó a huir del jinete, cuando éste pasaba de un trote a un trote más rápido la vaca aceleró también y cuando se lanzó al galope Cipriano la vaca consiguió una velocidad que dejó con los ojos abiertos al peón. Con un envión de liebre se perdió en una polvareda y luego en un montecito. No la volvió a ver, seguramente cruzó alambrados, y se perdió para siempre. Pero eso no fue todo. Cipriano volvía al rancho muy confuso y descubrió a los colibríes. Tardó un tiempo en descubrir que lo seguían, uno a cada lado. Dijo que quedaron en el montecito del rancho vigilándolo noche y día. Salía y los colibríes lo registraban, lo acompañaban en todos sus quehaceres camperos. Sentía que lo filmaban más que mirarlo. Imagínese, un peón atemorizado por un par de picaflores. No es algo que a los patrones les guste mucho oír. Según Cipriano los colibríes (les decía colibrises) no se le animaban a ninguna flor, se encargaban de perseguirlo a todas partes a una cierta distancia. Si iba hacia ellos se alejaban como lo había hecho la vaca. Una vez, cuando pasó un rato arreglando los alambres y una tranquera notó que los colibríes suspen-didos en el aire a cierta distancia habían logrado que los girasoles del cuadro detrás del alambre se habían dado vuelta hacia su colibrí más cercano. De la legión interminable de girasoles los que tenían cerca un colibrí se volvieron hacia ellos. Pidió prestado a los Gauna una escopeta. Los picaflores lo acompañaron pero se alejaron cuando llegó al puesto de los vecinos. No contó para qué usaría el arma. Volvía con la escopeta, iba cargándola y esperaba la vuelta de los colibríes. Cuando se acercaron y le apuntó a uno el animal hizo una serie de piruetas alejándose y erró el tiro. El animal adivinó sus intenciones justo a tiempo. El peón tenía miedo. Más por vivir solo en ese puesto. Y ningún otro peón le dijo que le faltara una vaca. La vaca en cuestión jamás fue reclamada. El patrón se enteró de lo que andaba contando el Cipriano en fogones, yerras o en rueda de mates con otros peones y lo fueron a buscar. La doctora Geller dijo que era esquizofrenia y me pidió una 66


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segunda opinión. Por eso viajé hoy a visitarla. Y me contó esto que decía el paciente Cipriano en sus charlas. Yo también lo he entrevistado este fin de semana. La doctora opina que lo inventó su imaginación descon-trolada cuando el caso de las vacas mutiladas salió a la luz en todos los medios de prensa. La acompañante del doctor Gutiérrez, que hace un rato encontró haciendo dedo en la ruta, maestra rural de provincia, lo miraba cambiar esa rueda al Peugeot y le dijo: –Doctor, perdone que interrumpa. Usted me va a decir que es sugestión nomás. ¿Pero no cree que esa vaca que nos mira detrás del alambrado no tiene una mirada especial? ¿Una curiosidad loca? ¿O enfermiza? –Es sugestión nomás –repuso jocosamente el médico. La maestra quedó pensativa un momento. No sólo tenía transporte, había un buen relato para amenizar el viaje. Luego le preguntó: –¿Y si fuera lo de Cipriano anterior al tema de las vacas mutiladas? ¿Y si fuera verdad? –mirando hacia arriba siguió diciendo–. Una civilización extraterrestre construye una vaca, Cipriano la descubre y le ponen unos colibríes-robot para vigilarlo. O bien, para volverlo paranoico. ¿Paranoico es el que se siente perseguido? –Usted ve muchas películas –el psiquiatra le dijo sonriendo–. Entraron al auto y continuaron viaje.

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Espejitos Voy a ciento treinta kilómetros por hora. Acompañado sólo por mis pensamientos. A los costados de la ruta se encuentran gran cantidad de plantitas de manzanilla, con sus flores blancas y amarillas, y me indican que estoy llegando al pueblo. Al notar que no tengo el cinturón puesto me vienen a la memoria Alfonsín y Rodrigo. Recuerdo esos accidentes y lucho con el cinturón que no se quiere abrochar. En eso al apoyarme en el volante con dirección asistida (tan suave) el auto se cruza al otro carril. Veo como el micro da un volantazo para esquivarme y escucho un tremendo ruido mientras paso por la banquina contraria. Retomo el carril. Veo por el espejo que el colectivo se ha incrustado en el camión tanque que me seguía. Ese espejo no está bien a mi altura, aprovecho el enorme fuego que consume a micro y camión para regular bien los espejitos, que es otra buena medida de seguridad que la gente no valora para nada. Por suerte el fuego no se extingue y me da tiempo para una buena alineación de espejos mientras me alejo rápidamente.

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Paula Marrafini

Paula Marrafini se graduò de mèdica en la Universidad Nacional de La Plata, estudiò teatro en la escuela de actores Escena Abierta, participò de la Antología “Cuentos de la Palabra” 2003 y en la novela sinfónica “Puzzle”. 69


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Paula Marrafini

El eclipse de Juan

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uan es un hombre cualquiera que encuentra una nota debajo de la puerta. Una nota cualquiera, para otro día cualquiera. El remitente es claro, la letra conocida, no quedan dudas. Carta de Gaby. Las primeras letras dicen los motivos, y se convence al avanzar por las curvas de la hoja, trata inevitablemente del amor. Justo en el momento en que ambos se habían renunciado. Juan odia Mar del Plata, a pesar de que estamos en Agosto, lo que implica que tres meses pasaron desde el exilio interno, pero ni la distancia ni el tiempo lograron que su odio se consuma en la metamorfosis del olvido. Odia Mar del Plata, puedo asegurarlo, y su mar habitado de hielo, y sus 23hs de viento y sobre todo esos días de Verano de sol obediente, días que no se acaban en la noche como debe ser sino que tienen una claridad nocturna que opaca la luna. Tengo la certeza que uno de los orígenes de su odio son los días eternos sin Luna. En otra geografía, abrigado por la oscuridad, vecino a sus libros y a mi casa, se percibe más tranquilo. El sobre tiene la consistencia del papel mojado, la habitación se llena de olor a encierro y se vuelve cada vez más extraña. Como las palabras. Como Juan. Como su fracaso en el reiterado intento de estar solo. Pasaron dos horas desde que llegó la carta, tiene los ojos despegados por el rumor a sirenas apuradas y automóviles insomnes. Abre y cierra los ojos; abre y cierra la carta. Sin pensar en la fragilidad del papel humedecido, sin pensar en la letra deformada. Aumenta la velocidad entre cada parpadeo hasta volverlo imperceptible. La silla en la que descarga la espalda es de piedra. A pesar de los intentos de comodidad, de buscar con la cintura el equilibrio en el acolchado de la silla vieja, por más que estire y mida la distancia hasta la carta para lograr una visión más clara como si nada más fuera un problema de miopía. La silla es de piedra, de gris y piedra, la carta está abierta, apunta directo a los ojos, atravesándolos, espejándose en las pupilas 71


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calientes. Sirve un café tibio, liviano a expensas del uso y de cafeteras rotas. Lo toma acostado en el sillón, atragantándose, con las cejas en la punta de las zapatillas. Que no corren. Nike runner. Pero no corren. Se quedan espantadas por la carta. No van detrás de ella. Ni siquiera suspiran o se quejan de taquicardia. Esperan en el sillón, amontonadas, enredadas en los cordones. En los pensamientos. ¿Será cierto? ¿Será Gaby? ¿Será cierto?. No puede moverse. Tiene la sensación de flotar entre las letras, de navegar dentro. Nunca la soledad se puso tan íntima. Y sueña con agua. Juan es un hombre cualquiera con un sueño cualquiera en una ciudad blanca. Sueña con agua, con las mañanas de papeles biodegradables y lapiceras destintadas. Con viajar en el traje de oficinista con los zapatos entrenados para ser la plataforma de despegue, sobrevolar desde la parada del 202 un Buenos Aires en inglés y un Nueva York en italiano. Tomar en la sopa el ingrediente fundamental de un hemograma de hiv semipositivo. Que la luz excesiva se resuma en un punto luminoso como un faro en una playa ciega. Se despertó a las nueve, todavía las dicroicas secan el sueño inundado sin dejarle lugar a la noche. Encandilan la sed, apagan el agua turbia que lo mueve en círculos hasta evaporarla. Le parece volver a los días perseverantes, diurnos. La carta sobre el pecho, su mano izquierda la arruga como si quisiera revivirla o amamantarla. Lo único que queda de Gaby es un papel inexplicable.

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Paula Marrafini

Plagio

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i son las cinco y veinte definitivamente es tarde. Sobrecarga de gente por los pasillos, esperanzas desorientadas. Yo tengo a cargo la limpieza de secretaría de sala. Lugar estratégico, ahí se guardan las historias clínicas y estudios por imágenes. A partir de las cinco es mi territorio. Además de desempañar los vidrios de la mugre cotidiana espantar las cucarachas y devolver a las baldosas el color original, me tomo a diario otro trabajo. Ordeno las historias clínicas por nombre y las divido por género hombre –mujer. Un trabajo simple pero que nadie hace. Al contrario, el último médico que trabaja en la secretaría termina de desordenarlas. Se llama Juan, un poco más alto que yo, se abrocha solamente el tercer botón del guardapolvo, el resto desprendido. Los labios pegoteados por la humedad. Cuando habla y se despegan suena un chasquido como al separar cinta adhesiva. Los hombros pegados al cuello, la punta de los dedos mucho más grande que su continuidad hacia la muñeca, las uñas redondeadas olfateando su propia letra; entre las hojas de exámenes y protocolos las manos arden. De cuatro y diez a cinco se amontona junto a las historias en el punto más oscuro de la habitación También es el punto más caliente. El radiador tira ráfagas de aire dulzón y espeso. El se queda ahí, quieto, envuelto por el aire lento, como intoxicado. Lee las historias. Las lee y relee. Todos los días. Creo que en ese espacio de tiempo decide las altas, porque en las últimas que revisa completa las epicrisis. Aproximadamente tres a cinco epicrisis por día quedan listas. Tres a cinco historias para mi trabajo extra. No puedo evitar espiarlas. Al principio me pareció incorrecto, trabajo sucio para alguien de maestranza. Esperando detrás de los baldes, observando desde el enrejado del trapo de piso. Pero es inevitable, me intrigan las páginas salpicadas de diagnósticos codificados en siglas y el cartón celeste que las envuelve y las uniforma y las numera. Mientras las escaleras se ensucian de quejidos. Mientras las salas y los baños destilan olores ácidos y las enfermeras transpiran en sueños de ambo blanco y 73


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seis horas por día 400 pesos. Juan lee y relee. Y escribe. Yo limpio, ordeno, divido por género hombre –mujer. Y después leo. Mientras las urgencias no llegan a tiempo A mí también se me hace tarde. Al principio me costó entender, ahora estoy entrenado. Casi las seis y no termino. Concretar la idea sin espantarse, sin desertar en el último momento, sin fugarse. Éste, el último, es el mejor momento. Un proyecto elegido de otro, una especie de plagio. Cada uno aprovecha lo desaprovechado. Juan tuvo la idea, a mí me tocó adivinarla. Estoy seguro, es lo que espera cada mañana cuando vuelve y tiene que conseguir las altas previstas entre las cuatro y las cinco de la tarde. Burocracia nacional. Altas que se frustran y se prolongan en palabras y evoluciones interminables. Pacientes que no se van. Nuevas tardes olorosas pegado al radiador. No se van. Prefieren las camas en fila, el agua salada de los baxters, el ronquido azul de los viejos, el olor a sopa en los ascensores. Hacinados de hospital público, aguantadero de soledades. Hoy se acaba, aunque como cualquier tarea nueva lleva más tiempo de lo pensado. Al lado de la cortina, junto al tercer paciente y la historia 11237 se queman los segundos y las manos. El reloj del pasillo marca las siete y media. Una cucaracha se escapa desde el vértice de la almohada hacia el murmullo subterráneo de la guardia. En la bolsa para material punzante descarto la tercer aguja con la jeringa vacía de potasio. Es mi tercer alta.

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Tres puertas

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asa sin llaves entre los cuartos excepto los fines de semana. Hoy Lunes de mirada postiza, anochecer cansado de compromisos. Y piernas largas .Y blusas gastadas de escritorio. Y por fin en casa. No hay rutina mejor que la mía. Las diez, las diez, ùltima mamadera. Por las huellas de la cama las sombras de los juguetes se confunden con la noche. El autito en el tercer cajón y se ordena el silencio. Las paredes están casi desaparecidas. Un enjambre de luces ajenas se anima entre la persiana. El paisaje urbano se sospecha porque ya no se ve nada. No existe ningún otro ruido que las manos sobre las manos. Afuera la alarma del despertador de alguien que niega las horas. No hay forma de medir el tiempo después del arroz y el vino, ni problemas, ni otro movimiento más importante que el roce de las pestañas. El cuadro que alguna vez fue espejo no tiene bordes, apenas cuatro líneas mezcladas con la imagen central. Parece reflejarnos. Queda en el vidrio algo de magia, algo de nostalgia de ser siempre el otro reflejado. Pero solamente parece. Ahora es un cuadro largo y profundo, y en el centro, una puerta sin llave. Las sábanas suenan. Es un murmullo insoportable que agota las líneas superpuestas, que mata las diferencias. No existe ningún otro ruido. No vale la pena pensar, el aire es muy poco y se mete de golpe en cada palabra para que no se pronuncie. La pasión nos deja indefensos. Las líneas que custodian el cuadro se ondulan con tus brazos. Parece que llueve pero no se escucha Te zumba el corazón sobre mi espalda. Parecen pasos pero no se escucha. Un libro tiembla en la biblioteca. La casa tiene tres puertas y medio metro más hasta tu boca .El cuadro se quiebra con mi abrazo. Alguien llega. El cuadro estalla. Con el último beso. Después del tercer picaporte alguien nos mira entre lágrimas.

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Historia común de asesinato

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o tuve tantos cómplices, que era irresistible la idea de matarte. Probablemente ni siquiera sepan que participaron en tu muerte (tu asesinato). Si hubiera alguna clasificación de las formas de la muerte, podríamos dividirlas en ordenadas y desordenadas. En las ordenadas las programadas de antemano (suicidas, diagnósticos obligados y los que vuelan en la dimensión lenta de la demencia). Las otras, las súbitas, las que no se ocupan de cartas y despedidas, ni de papeles y escribanos, las que no dejan pensarse. Y la tuya. Que es una mezcla de planes previos y sorpresa. Extrañarte no me suena más que a palabra hecha y ajena. Son las madrugadas largas y saladas, son los días que pasan como un tren a cada lado de los oídos y sobran placares, postales de viajes inconclusos, palabras que se quedaron en el bolsillo de la camisa. Ahora, mientras los cables de la compu te rozan los pies helados blancos vecinos a los míos ocupando el espacio estrecho entre el sillón y la mesa, a mi lado como esperando turno en el cyber, como si pensaran que los voy a dejar ahí con el resto del cuerpo hasta quién sabe qué día. Ahora, conmovida por tus pies desnudos pienso que esta noche es una buena oportunidad para el entierro. No es tan fácil sacar un cuerpo del séptimo piso. No es fácil sacar un cuerpo de ningún lado y menos el tuyo y menos si la cadenita de plata me refleja la cara, y cuando tiro de los brazos me acuerdo que la mancha roja sobre el hombro es la gelatina de frambuesa que todavía está en la heladera. Hablar de cosas cotidianas trae pensamientos viejos y vuelve la sombra de tu particular estilo de vida, después de estos veinte y tantos años. Cuando te acomodo las rodillas en el ascensor me acuerdo de tu familia. Es incómodo el ascensor, después de muchos cálculos, de nuevo al séptimo y probemos en planta baja que la puerta es más grande y hay que hacer menos fuerza. Tu hermano mayor se enfermó de cáncer cuando eras chiquito y a pesar de que se curó sin problemas tu inquietud por las enfermedades ha sido una constante. Asma, úlcera, psoriasis, médicos hartos de atenderte; yo harta de tu insomnio diario, de pensar que si te dormías ibas a morirte y finalmente para cerrar la historia (clínica) ataques de pánico. Intensos, lentos, 76


imposible diferenciar final o principio porque eran un continuo instante insoportable. No cedían con ninguna medicación y no dejaban alejarte de la casa más que doce cuadras. Una avenida marcaba el límite. Ningún trabajo más allá de esa esquina. Ni vacaciones, ni salidas. La distancia con respecto a la casa era el patrón de medida, y las paredes se estiraban hasta doce cuadras. Tu familia siempre cerca. Padres en el piso de abajo. Un hermano a tres cuadras, el otro enfrente. Nuestra casa como una extensión de la casa primitiva. Tu primera esposa, una vecina divorciada por haber querido vivir en otro lado. Con ella un hijo y nada de saludos por más que el barrio los cruzara varias veces al día. Y el miedo a las tormentas, otra costumbre familiar, todos reunidos, dando quorum para que te calmes. Pienso en el alivio del disparo y en la claridad de tu mirada. No sé si fue el destello del arma o si entre el ruido y el metal tus ojos me parecieron más brillantes. Planta baja, hay mucha gente. Todavía me queda el cuerpo. Y que casualidad que llueve, y que sea la última vez que te abrazo.

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Nancy Lucotti

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Nancy Lucotti

Lenguaje de velo y sombra

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on ojos de creador mira mi torso cubierto por el velo. Envuelta en aires de intimidad veo la proyección de su imagena mis pies. La sombra se acerca o se aleja según los designios del pincel impregnado de arte. Hora tras hora modelo el interés de su creatividad, mientras una y otra pincelada dejan oír el sonido oleoso del color en el lienzo, única perturbación del entorno que trasciende a mi ser, se desliza por el cuello, brazos, recorre la espalda, resbala por la columna, cosquillea, insinúa. Soy portal sin cerrojos, emoción expuesta al viento. Cansado de silencios el velo desnuda mi perfil. Miro la sombra. Intuyo complicidad en la actitud para desvanecer a la indiferencia, cuando por la excitación de los trazos tiembla la tela. El velo enredado entre pisadas despide a la sombra y la mano abandona el pincel para recrear palmo a palmo en mi cuerpo, los contornos concebidos en el lienzo.

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Testigo de una historia

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l árbol se envuelve con ramas de legendario llanto. La corteza está herida por dos nombres como los cuerpos vírgenes de Zulema y Julián. Al abrigo del sauce que disimula su presencia en diálogo con los pájaros, Julián destrenza los cabellos que rozan las enaguas de Zulema. Vestidos de aroma, sorpresa y aventura descubren la pasión de los años adolescentes. Uno y otro atardecer saborean instantes salpicados de río pero temores y dudas acallan risas en los nuevos encuentros. Ahora el árbol contempla la soledad de su alcoba. Se suceden las espera hasta que percibe la proximidad de los pasos: ella apretuja flores mientras murmura silencios; él voltea piedritas como pateando rebeldía. Bañada de pesadumbre, la raíz capta las quejas de vacío en el vientre femenino, latencia de conjuros. Enterado el sauce se estremece e incapaz de mitigar el daño reacciona, reclama la ayuda del aires y los abraza.

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LucĂ­a Lorenzo

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Lucía Lorenzo

Llorando al charco

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iempre he dicho que mi madre y yo somos las dos partes de un mismo charco. Una simple mirada en él y allí estaría ella. Pero ese día, lo que era un reflejo se había convertido en un opuesto. Mientras una cara se hundía en el sillón muy cómodo y placentero, la otra reposaba enferma y, como quien dice, vomitosa. El charco, que alguna vez nos había unido entre semejanzas y parecidos, hoy mostraba dos caras distintas: una pálida y otra con color, una con vida y otra sin ella. Cada tanto miraba en él para asegurarme que ese reflejo inmóvil, pero lleno de inquietudes, estaba allí. Entonces se movió. Buscaba la puerta del baño. La palpó con la mirada y la abrió levemente. Miré inquieta la blanca puerta con olor a silencio. Fue como mirar, más que un charco, un oscuro e infinito hueco, sin obtener más que ecos permanentes, miradas que no sabían a que mirar. Un débil sonido perturbó mi oído, como si una pequeña piedra hubiera hecho pálidas ondas en aquel charco sólido. Abrí la puerta esperando encontrarla a salvo. Ella estaba ahí. Pálida todavía. Más inmóvil que antes. Más inactiva que antes. Su cuerpo yacía en el piso, ese cuerpo tan diferente ahora del mío. Su rostro dormido, ahora tan diferente ahora del mío. Era como mirarse en un espejo y solo ver una mueca sólida, un rostro de mármol blanco. En el charco solo quedaban pocas gotas, ya nada nos unía. Una estampida agitó mi cuerpo. Hice lo posible por reanimarla. Su respiración era pasiva. Y ni en eso nos parecíamos, ya que la mía era agitada y chorreaba de pulsaciones. Pude sentir como el temor se trincaba de mi pecho y se movía de lado a lado, sentía como iba cortando la carne y clavaba sus encías en los huesos, que ya no eran huesos sino parte de un atril vacío, inútil. El miedo, la incertidumbre, la búsqueda del “yo”, del “yo soy”. Borrosamente vi sus ojos, las únicas dos gotas que me aún nos unían mutuamente, el único contacto entre los opuestos, el agujero del muro por donde pasa la luz. 85


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Se paró y me dijo que todo estaba bien. Sequé mis lágrimas y sentí como el miedo había llegado a mi corazón. Pensé por un segundo que tal vez no era ella, que la búsqueda sería inútil. Caminó unos pasos torpes y arrepentidos. Me detuve a observarla detenidamente, recorrí su figura centímetro por centímetro, reanimando recuerdos, risas, enojos, gritos, frases en alguna parte de mi subconsciente. Sonidos que tal vez no volvería a sentir entrar en el lecho de mis oídos, hasta aterrizar en la débil colcha de mi tímpano. Pensamientos, pensamientos, y más pensamientos, un lago de pensamientos y un instante...un estruendo. Un sonido corto y sólido me trajo de vuelta a una realidad nada complaciente. Ella, cual palo borracho, cual roble robusto, cual quebracho colorado, cual sauce llorón, se desmoronó contra la débil puerta de mi guarida. Se hundió en el cuarto, frío y abandonado hace tiempo. Por momentos no la vi. La oscuridad pareció tragársela de un solo bocado. NO sabia que destino le había deparado. El temor volvió a agitarse, para recordarme que aún estaba allí. Hice unos pasos, asomé mi rostro crudo y tieso en aquel perdido pasaje a ese mundo desconocido. Yo no quería avanzar, pero mis pies no respondían y se seguían moviendo. Así nada más, entra aquel tumulto de cosas, objetos no identificados, entre sombras y montes oscuros...estaba ella. Solo se veía la mitad de su cuerpo, el resto, supongo, estaba debajo de la cama. Mi débil y afónica voz tarareaba palabras en el silencio. “Estoy bien”, se sintió. Me acerqué y abrasé fuertemente. Mis pensamientos y recuerdos volvieron, pero sin ese tinte oscuro que alguna vez los había cubierto. Ambas caras se miraron otra vez. Se encontraron una a la otra. Se sonrieron. Lloraron. El charco recobró vida, renaciendo entre lágrimas y lamentos. Obtuvo un fin distinto, un nuevo sentido, el de hacer ver a las dos caras que el ser iguales no es para verse, sino para encontrarse en la otra y amar al otro como uno mismo.

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Alejandro Gómez “Si lograra bajarme de mi tiempo, lo haría ahora mismo, aceptaría mis males y mis bienes con tal de no seguir hacía un destino obvio”.

En 2002 presenta en el Centro Cultural “Villa Victoria” su libro de teatro breve “Escenas Mínimas”. Editorial Martín Durante el año 2003 forma parte de dos experiencias literarias junto al Grupo de la Palabra en la edición de “Cuentos de la Palabra” y la novela “Puzzle” En 2004 presenta “El Encanto de los Límites” – Relatos Eróticos Editorial Martín. Como dramaturgo, las obras “La Gorda Berta (y el Héctor)” - “Un río llamado Lola” - “Ser o no hacer... Esa es la cuestión de...” - “Industria Argentina” y “Los adoradores de Onán” han sido presentadas y exhibidas por diferentes elencos. 87


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Alejandro Gómez

Sopa de ajo “En realidad la receta no es difícil y dice que apuntala la suerte...”

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esde que mi padre me corrió alrededor del pino recuerdo todo lo que se pueda recordar de una infancia con bastantes altibajos. Mis viajes en bicicleta al colegio, los amigos de esa época, el “negro” Tercia, Molinari y el petiso Salcedo. El pasillo encolumnado que rodeaba el patio, los duelos de vaqueros, el hoyo pelota, la gomera. Las preguntas a mi madre por mi padre, su silencio y el dolor por la ausencia. Hermosa visión la de mi viejo; piel cetrina, pucho en la boca y pelo negro bien engominado. Era sastre, ella mucama. “... ayuda al corazón y combate los gérmenes malos del estómago” En casa podía faltar cualquier cosa menos ajo. Con una ristra bien trenzada en cinta roja el diablo jamás osaría penetrar en nuestro hogar. Un ajo “macho” era garantía de suerte con su único diente y bien enterrado en el patio nos proveería de dinero. Obviamente en nuestra mesa todos los días se comía sopa de ajo. Un día, el diablo que no sabía de estas historias, entró en casa y se llevó a mi viejo, acabó con nuestro hogar y mi vieja y yo quedamos mustios y enfermos. “Otra mujer...” Fue la acotada explicación que ella me dio. En quinto grado me hice la primera “rata”. Era inteligente pero mi mente había partido tras los pasos de él. Mamá lloraba y... ¡Ella lo había echado! “Se toma una cabeza de ajo y se pela diente por diente...” A los trece recuerdo haber vendido globos en un carnaval. Con dos cajones cubiertos de pitos, matracas y serpentinas, soñé con llevar el primer peso a mi casa. Cuándo de madrugada terminó de pasar el último borracho, había vendido casi todo. Lloré de emoción o tal vez por el olor ácido de los dos ajos que había puesto debajo de los cajones. Me tomé dos ginebras en el Opera y caminé hacía el lado de mi barrio. Las pocas cosas que sobraron y mi puta suerte quedaron desparramadas por la Avenida Independencia. Encima cuando llegué, mi vieja asustada por la hora, me dio soberana paliza sin mirar los pocos pesos que dejé sobre la mesa. “Luego cada diente se corta en pequeñas rebanadas...” 89


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A los dieciséis me tome el “buque” cuando mamá se acollaró con Don Pedro, un vecino de la cuadra. Era buen hombre y eso me tranquilizó. La vieja me hizo la sopa como despedida y en la mesa mencioné algo así como... “Que dos hombres en una casa, eran demasiado” El recuerdo de mi viejo todavía era inmenso. Salí a buscarlo y lo encontré. Creo que nunca lo alcancé a conocer. No me dio cabida en su vida pero me llenó de consejos y buenas intenciones. Mientras me hablaba desde la puerta, no pude evitar ver a sus hijos jugando en el patio. No eran mucho más chicos que yo. Recuerdo que me causó bronca cuando me puso un par de pesos y un ajo en la mano. - ¡Para la suerte! - me dijo. - ¡Te podés ir a la puta madre que te parió! - le contesté y tiré la plata al suelo. Lloré hasta llegar a la Terminal de Ómnibus, seguro por el ajo de mierda. Cuando me avivé que lo llevaba en la mano, lo destrocé bajo mis zapatos. Creo que allí comencé a tomarle antipatía. “...y estas se fríen en aceite de oliva con una pizca de sal” En esos años menos afanar hice de todo. Había heredado el don de convencer a la gente y fui pasando por los distintos rubros que otorga la “yeca” a sus desamparados. Rifas, flores e infinidad de artículos pasaron de mis manos a las de mis clientes. A los veinte me tocó la colimba. Un “zumbo” me aconsejó que no me ofreciera para nada; Así lo hice. Se repartieron puestos hasta que me llegó el turno. Un cabito oscuro, enano y prepotente decidió que “No servía ni para soldado”. Terminé como peón de cocina. En los quince meses que me comí allí adentro, pelé toneladas de papas, cebolla y ajo. Solo zafé durante cuarenta días por pegarle dos trompadas a aquel cabito de mierda. Estuve encerrado en solitario. “Mientras tanto se ha hervido agua en una olla echando dentro fideos Cabellos de Ángel...” Me volví carnívoro y no sé bien porque motivo, cada vez que veía en algún lugar un ajo, se me movía algo muy adentro. Pasaron años de desencuentros con la vida hasta que un amigo me hizo entrar a trabajar en un Hospital. Contar las anécdotas de esos pasillos junto a mis compañeros sería interminable, pero lo importante es que allí conocí a Marisa y ella... merece un párrafo aparte. “Se sacan los restos de ajo antes de que se quemen y se funde el sabroso aceite entre la sopa de fideos, luego se le agregan daditos 90


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de pan quemado” Marisa era médica y había ganado su residencia en el hospital, el flechazo fue mutuo. Los dos éramos jóvenes, pero para mí, ella era inalcanzable. Mis años de calle me habían hecho audaz y a poco de conocerla comencé a acosarla en el buen sentido de la palabra. Fue un trabajo arduo y de todos los días... el de ella. Me enseñó tantas cosas que sería largo enumerar y era tanto el orgullo y el miedo a perderla que comencé a crecer a su lado con un diente de ajo en el bolsillo... ¡Por las dudas! “Y si el hígado lo permite, sazonar con un trozo de ají y un toque de pimienta” Una aseguradora me habilitó en su empresa como vendedor, apoyado en mi familia y con una cabeza de ajo “macho” dentro de los portafolios me hice un lugar en ese mundo. Marisa se dedicó a la pediatría y a veces me toca hacer la cena y en eso, admito que soy un exquisito. Y lo bueno... ¡Es que a mi señora y a los chicos les encanta la mano que tengo para la cocina! “En honor a la verdad, la sopa es exquisita”

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El último juego

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acía mucho tiempo que aspiraba a llegar a segunda catego-ría. Me había preparado con intensidad y creí llegado el momento de demostrar que la conjunción de teoría y práctica podían dar como resultado figurar entre los primeros puestos en aquel torneo. No era fácil. Varios de los participantes nos encontrábamos a diario en la Casa del Ajedrez y durante horas nos demolíamos en múltiples partidas en donde sumábamos o restábamos, de acuerdo al resultado de las mismas: cafés, cigarrillos y hasta algún sándwich, que eran los premios habituales por tres o cuatro horas de intensa práctica. Como buen ajedrecista me gustaba jugar con los de mi nivel y a través del tiempo un grupo de seis o siete habíamos construido una competitiva amistad donde esta manifestación de la agresividad por medio de los trebejos nos había unido en forma misteriosa. Los de categorías menores no se nos acercaban por razones obvias, sus recursos teóricos les daban un bajo handicap y a pesar de la ventaja otorgada en el reloj, el mejorar su juego les infligía ciertos gastos monetarios y alguno que otro desmoronamiento del ego. Los de primera por su parte, se encerraban en intrincados estudios, mientras soñaban con la oportunidad de ascender a alguna norma de Maestro, título que les daría la posibilidad de viajar y vivir en forma penosa del ajedrez. A veces, en alguna partida se nos acercaban y hacían fácil lo difícil, explicándonos en forma sencilla alguno de los secretos de la teoría. Conociendo un gran porcentaje de mis posibles rivales, mi umbral de expectativas se había elevado al observar que en la lista de inscriptos no figuraban ni Prometeo, ni el “Turquito” Abraham (jugadores muy parejos que ya militaban en segunda) y una secreta alegría se apoderó de mí. Guiado por mi vanidad me sentía ubicado en un sitial de preferencia entre los posibles candidatos, la no participación de estos jugadores y el apellido casi desconocido de los otros me daba una total confianza. El sorteo me puso como rival en la primera partida a “Lopecito”, buen jugador pero demasiado apresurado. El punto logrado fue la primera satisfacción. Luego de recibir el saludo de mi contrincante, hicimos un pequeño 92


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análisis donde examinamos las diferentes posibilidades de haber jugado otras variantes. Satisfecha la curiosidad me dedique a observar las otras mesas donde se jugaban el resto de las partidas. Allí lo vi. Decir que no había reparado en él, es faltar a la verdad, en realidad no lo tenía en cuenta. No sumaba más de nueve o diez años y su físico esmirriado apenas sobresalía sobre el tablero, aferraba su cabeza con ambas manos y la concentración parecía absoluta. Por simpatía me acerqué a observar su partida y me quede atrapado en ella. El “Loco” Acevedo no tenía nada que hacer, a pesar de su veteranía, el “Ruso chico” o “Rusito” (así se lo llamaría a Pablito en adelante) había destruido su flanco Dama y amenazaba en forma impecable a un Rey desvalido que no encontraba salida. Su madre, una señora entrada en años, obesa, de piel colorada y cabellos rubios lo observaba desde la puerta de entrada y entre jugada y jugada él levantaba la vista como calmándola. Terminada la partida una pequeña sonrisa pareció ser el premio esperado por ambos. Acevedo me miró con ojos de no comprender y esa misma mirada la fui encontrando en los sucesivos rivales del “Rusito”. Jugándose a un promedio de tres fechas por semana el torneo fue pasando rápido y luego de siete partidas compartíamos la punta con cinco puntos y medio, el “Vasco” Inzua Paz, el “Rusito” Jorge Palermo y yo y atrás venía el resto de la jauría. Debido al liderazgo, por reglamento nuestras mesas habían quedado separadas del resto y Pablo por su corta edad (y también por la calidad de su juego) se había ganado la simpatía del público que lo rodeaba en cada una de sus partidas. En la anteúltima fecha a él le tocó con el “Vasco” Inzua y yo jugué con Palermo, experimentado jugador del club. Un poco por la tenue resistencia que me opuso y otro por conocer su juego, le llevaba ventaja de material. Fue entonces cuando un murmullo de admiración me sacó de la partida. Al levantar la mirada lo vi. al “Vasco” Inzua que movía la cabeza con resignación, Pablo le estrechaba la mano y a la vez cruzaba una sonrisa con su madre que permanecía inmóvil al otro lado de la puerta, como de costumbre, fuera del salón. Perdí concentración y Palermo sacó provecho emparejando el juego. Luego de varios movimientos estipulados por reglamento, acordamos suspender para el día siguiente. Después de un breve análisis con mis compañeros y aparentando 93


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una calma que no sentía me aproxime al tablero donde se exhibía la partida de la mesa uno. Me ganó el asombro al ver la limpieza de su juego y lo impecable del final. Obviamente Inzua había sido sorprendido por una técnica excelente. Aquella noche, preocupado, revisé todas sus partidas que había anotado junto a las de otros posibles rivales. Era indudable que sus resultados no eran casuales. Al adentrarme en su juego noté lo intensivo de sus estudios y la claridad de sus conceptos. De madrugada y embargado de cierto temor, pude concentrarme en la partida suspendida con Palermo, encontrando una pequeña fisura en su defensa. Aquella tarde rasguñe el punto, gracias al respeto de mi rival, que en ningún momento arriesgó una movida ganadora y luego de sesenta jugadas inclino su Rey ante lo inminente del final. Analizamos el juego y llegamos a la conclusión de que ambos podríamos haber ganado... o perdido. Lo habíamos hecho horrible. Sabía que el “Rusito” estudiaría aquella partida me retiré con una fea sensación de fracaso. Angustiado por anteriores naufragios, aquel enfrentamiento con el pibe comenzó a molestarme. Había apostado a ganador e íntimamente sentía que no lograría ni arrimar. Siempre había sido así, no tenía porque cambiar ahora. Pero con un pibe... El viernes fue la fecha que los organizadores programaron para la final y hasta el tiempo me pareció exiguo. Por sorteo me tocaron piezas negras, las blancas le otorgaban una pequeña ventaja en la apertura. Había analizado sus partidas y tenía la certeza que era un experto en la Ruiz López, obviamente emplearía aquella línea. Retiré de la biblioteca todo el material que pudiera ayudarme y durante días desaparecí del club, enfrascado en imaginarias partidas. La noche del jueves prácticamente no dormí. Junto a mi computadora repasé variante tras variante las defensas de su cruel ataque, lo imaginé al “Rusito” sentado frente a mí, refutando todas mis defensas y llevándome inevitablemente a la derrota. Me dormí de madrugada y en sueños me vi. jugando con él, perdiendo una y otra vez, malogrado, enfermo de ganas de ganar. El “Rusito” se encargaba de mostrarme una y otra vez, el camino de la derrota. Aquellas fueron mis últimas partidas Obviamente no concurrí a la final. Luego del tiempo reglamentario y apenas caída la aguja del reloj, todo había concluido. Ante mi ausen94


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cia y de acuerdo al reglamento, los responsables del torneo ponĂ­an el trofeo en manos de su incuestionable ganador.

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Juan y el tren

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ómo nació en Juan aquella afición por los trenes no es un misterio: Teníamos en el barrio una vía (hoy abandonada) que se extiende a la par de la calle Vertiz desde el puerto hasta la estación ferroviaria y que de alguna manera, era lo único que nos unía a la parte más poblada de la ciudad. La mayoría de nosotros vivíamos donde la calle Dolores se cortaba dividida por los rieles. El pueblo terminaba contra aquella calle de tierra que se convertía en laguna a la primera lluvia, contenidas sus aguas por el alto terraplén. En esa especie de pantano aprovechábamos para jugar encontrando en aquel barrial la única utilidad de ese ramal ferroviario. Del otro lado prácticamente era campo, salvo dos o tres ranchitos desparramados y la presencia de “la chancha colorada” con la cual nos asustaban para que no invadiéramos aquellas tierras. De todas formas recuerdo haber hecho innumerables incursiones por las quintas y haberme descompuesto mientras comía cerezas de aquel páramo prohibido... pero esa es otra historia. Para nosotros cualquier época del año era una fiesta. En invierno si la laguna estaba llena, chapoteábamos y nos deslizábamos sobre la escarcha como si estuviéramos en el Central Park. Llegada la primavera improvisábamos los arcos y “La Bombonera” nos parecía chica al lado de nuestro campo de juego. Juan era la excepción. De carácter callado y muy respetado por todos, no gozaba de una personalidad amigable y salvo los seis o siete que conformábamos la barra nunca le conocí otras amistades. De observar no se cansaba nunca. Podíamos estar enredados en el mejor de los picados o en la peor de las peleas, que él se limitaba a mirar como si todo pasara en otra dimensión. A veces nos enojábamos con él pero era imposible no perdonarlo, nos dábamos cuenta de que nos quería, pero alguna razón le impedía participar de lleno en nuestras correrías. Con el tiempo nos acostumbramos a contar con sus silencios y pasó a ser parte de nuestras posesiones y hasta bravuconeábamos con la amenaza “que nadie se meta con Juan.” Existía algo que le llamaba la atención: el tren. Ese tren que pasaba dos veces por día; por la mañana rumbo al puerto y a las cinco de la tarde, cargado con harina de pescado volvía lento hacía la estación. 96


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Era una fiesta para él y un fastidio para nosotros ya que interrumpía nuestro juego con su pesado paso. Juan notaba antes que nadie su cercanía y por su actitud sabíamos que en minutos pasaría aquel gusano de madera y humo. El estrépito de la máquina a vapor cambiaba su mirada, las manos le temblaban ante cada golpe de biela y se quedaba observando hasta que la última voluta de humo se perdía en la distancia. Si de pronto el tren volvía a pitar, se quedaba inmóvil hasta que se convencía de que no iba a volver. Con el tiempo fue tomando confianza y se animó a subir a las vías. Sentado en los durmientes observaba nuestros juegos atento a la llegada del tren. Ante cualquier indicio, bajaba corriendo y cruzaba al otro lado de la laguna, estuviera seca o mojada (en esos casos salía lleno de barro y agua). Entre risas y bromas tratábamos de explicarle que no debía asustarse tanto. Pero continuó comportándose así hasta que un día el “Indio Suárez”, engañándolo, le acondicionó unos tapones en los oídos y se ató junto a él en un poste de luz cerca del alambrado. Pensamos que iba a enloquecer, sus aullidos tapaban el estruendo de la locomotora y nos apresuramos a desatarlo. Juan gritaba, gesticulaba y corría de un lado a otro riendo a carcajadas, jamás había estado tan cerca del tren y aquella máquina lo maravillaba. Cuando el tren hacía su pasada, bufaba y pitaba imitando a la máquina y trotaba a su lado hasta que exhausto se tiraba entre los pastos. Los maquinistas ya lo conocían y al llegar a la zona disminuían la velocidad sabiendo que aquel admirador los estaría esperando. Teníamos doce años más o menos cuando nos convencimos de que Juan era distinto. Podíamos ver que se sentía más allá del bien o del mal y que de los lugares que su mente transitaba, nada lograría regresarlo. Nunca supimos muy bien qué hacer con él. Era para nosotros muy importante para abandonarlo y demasiado libre para protegerlo. Algunos de los muchachos de la barra comenzamos a ceder la canchita de fútbol o la laguna por los ojos de alguna compañera de colegio, a la que intentábamos hacerle alguna gambeta. Entre su aislamiento y nuestras diarias búsquedas, Juan se fue quedando solo. Al tiempo nos dimos cuenta de que a medida que nos íbamos perdiendo de su vida, él nos reemplazaba por cajones vacíos que enganchaba uno a uno a modo de vagones. Era indudable que cada cajón era uno de nosotros y aceptamos con cierto grado de alivio en nuestra conciencia que se sintiera acompañado en aquella fantasía. 97


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Nosotros cada vez éramos menos testigos de aquello. La vida nos puso excusas para comenzar a volar: el trabajo, la novia, el estudio. Sin darnos cuenta nos fuimos ausentando. Unos vecinos nos contaron que Juan subía con los cajones por el terraplén y con unas rueditas de rulemanes que le habían provisto, se las ingeniaba para hacer rodar su tren por las vías logrando desplazarse algunos metros para uno y otro lado. Por mucho de afecto y un poco de culpa, un día nos juntamos con los muchachos y lo fuimos a ver. No puedo explicar si fue la figura quijotesca de aquel tren, la entrega total de Juan al desplazarlo o el sol rojo cayendo sobre las vías, lo que convirtió aquella imagen en algo mágico. Yo lo miré al Indio, al Pocho, a los otros muchachos. Todos estábamos llorando. -Bien Juan -gritó “Cachila” -Dale campeón -me brotó desde muy adentro y en medio de una gritería infernal fuimos a su encuentro. Él saltaba y bufaba mientras desplazaba el ingenioso armatoste haciéndonos cómplices de su dicha. Corrimos un rato a su lado dejándonos caer uno a uno entre los pastos del terraplén y riendo ante su alegría de sentirse el mejor tren del mundo. Luego desaparecimos y lo dejamos disfrutar de su destino. Me casé, me fui del barrio, inclusive del país. Algunos años después volví a reencontrarme con mis afectos. Los primeros días y confundido por los acontecimientos no reparé en su falta, pero en cuanto me asenté, un antiguo sentimiento me llevó a preguntar por él. Una vecina me contó que una tarde jugaba en los rieles y como siempre apareció el tren del lado del puerto. Que el maquinista le pitó varias veces. Que Juan lo ignoró. Que chillaron los frenos del tren tratando de parar. Que Juan lo encaró como reclamando su lugar en las vías. El maquinista detuvo el tren doscientos o trescientos metros después del accidente, mientras se trataba de explicar algo que no podía comprender; siempre ante la presencia de la máquina Juan había bajado al terraplén. Aquella vez, Juan no bajó.

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¡Brilla...!

“Shine, You Crazy Diamond” (Pink Floyd)

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lla. Viváz, alegre y luminosa. Siempre fresca y radiante, de sempiterna magia y renovado encanto, su presencia, insolente y magnifica, lo invade todo en absoluto silencio. En la pequeña habitación, se renueva el combate primigenio del bien contra el mal. La ciencia y la fe. La belleza y el horror. Ella, y el oscuro y ciego universo. Poco a poco, ella va rescatando, como del lodo, las tazas, los cuadros, la guitarra aun dormida. Una silla. Devolviéndoles la forma y el color. Dándoles vida. Resucitándolas una y otra vez, hasta su muerte definitiva. La Oscuridad se corrompe y huye, maldiciendo una venganza que cumplirá sin duda. Ella lo sabe. Ahora escupe sobre el sueño dormido y lo patea. Lastima sin piedad las retinas desprevenidas, y no es que goce con hacerlo, pero su naturaleza es voluble e irritable, y en realidad, le fastidia que la ignoren. Él abre los ojos y la ve. El sol ya está muy alto. Julián escribe. Escribe por que le gusta. Escribe para enamorar. Para recordar. Para olvidar. Escribe poemas, relatos y cuentos. Escribe muchas veces sin saber por qué. Cautivado por palabras paganas que, olvidando de donde vienen, se arrojan, temerarias, sobre versos raídos y desprovistos de gracia. Buscando la gloria, o el escarnio. Desestimando la vida cómoda del que calla. Julián dibuja. Dibuja y pinta, claro. El mismo construye los bastidores, dispone 101


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las telas y prepara los oleos con trementina y aceite. Dibuja espacios ingrávidos, donde flotan objetos imaginados de furiosos colores. Heroicos Azules. Sanguinarios Rojos. Verdes Suicidas. Nunca un asmático rosa ni un gris desmayado. Odia el ocre. Pasa largas horas los días de lluvia, pincelando Arias, Fugas y Gavotas, Persiguiendo un blues tan azul y asfixiado como Él. Julián hace música. Toca la guitarra y el piano. Guitarra eléctrica y española. Rock, clásico y sinfónico. Barroco, jazz y blues. (Ni tango ni folclore). También experimenta con la música electrónica, el tecno, el hip hop y el Grove. Le gusta hacer animaciones con la compu, sacar fotos, el cine y leer. Leer mucho. Cualquier cosa. Julián trabaja. Trabaja de 8h a 18hs atendiendo una panadería, su actual trabajo (porque tuvo varios), luego visita a sus tres hijos (dos de madres distintas) los trae del colegio y los lleva a la peluquería, a guitarra, al cine. A casa de los primos o de los abuelos. Les compra figuritas y juega a las cartas. Hacen las tareas juntos y toman la leche. Luego se va. Julián vive solo. En su habitación la luz rebota. Se expande y se contrae. Estalla los relojes. Acosa las sombras que se esconden bajo la cama. Lubrica los sentidos. Juega y danza. Se golpea contra vidrios y espejos. Destella. Se refriega contra Él. Lo excita. Lo acaricia, lo envuelve. Lo seduce. Lo ama. Julián la respira, inhalando profundamente, y Ella lo recorre jubilosa. Llena de vida. Plena de gracia. Lúdica… Lo inunda. Lo abarca. Lo embriaga… Brilla. …Brilla, y en ese instante, Julián cierra los ojos y la atrapa, sublimándola en fantástica comunión de delirio y éxtasis… Julián sonríe. Sonríe y mientras se alisa la estática de los cabellos, piensa… ”No solo de pan vive el hombre”. FIN … Afuera, la noche, comienza su venganza. 102


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El pasillo —La dirección es esta, seguro. Que fulero se ve. Dos vueltas de llave y el frío aliento del pasillo me reciben penumbras. Enciendo la luz. Nadie. Un pasil lo nada más. Realmente hace frío en este edificio. Sigo hasta el fondo y otro pasillo más, largo y sinuoso, enroscado en las viseras de este edificio con menos calor de hogar que un perro muerto. En ningún momento me cruzó con persona alguna. Sigo caminando, muerto de frío, <parece como si acá no viviera nadie> Lejos, al final del pasillo, la última puerta, enchapada en nogal, la mirilla del 7mo “H”, una luz roja, y un botoncito que toca … ¡Ding! ¡Dong! ¡Ding! ¡Dong! —¡Hola Gus! ¡Que sorpresa! Pasá, pasá, no te quedés parado, así conocés el departamento. Es chiquito, y algo oscuro, pero queda a mano de todos lados y me muevo a pata sin gastar un mango. Lo enchastré con una manito de pintura y me mudé con lo puesto, el resto de las cosas las dejé en lo de mi vieja. Con esto me arreglo. Poné la pava que nos tomamos unos mates mientras ordeno… La cocina es tan pequeña que las cucarachas se pelean por un poco de espacio. Busco con que encender la hornalla mientras observo lo flaco que está Mario. Parece enfermo. —¿Este chispero anda? –pregunto —Debería, si no fijate, que en el cajón de arriba están los fósforos —¿En el primero?... no hay nada. ¿No tenés un encendedor encima? —No fumo más. Casa nueva, vida nueva. Ya no tengo más vicios, pero fijate bien, que por ahí tiene que haber. —No Mario, te digo que no. Lo que hay es un despelote bárbaro pero fósforos no veo por ningún lado. —¡Bueno! ¡Habló el ordenado! Salí, dejáme a mí, que vos no encontrás un burro aunque te esté soplando la oreja… ¿Y este chispero que tiene, no anda? — Lo que NO TIENE es el problema. Chispa no tiene… ¿No hay un kiosco cerca, que voy a comprar fósforos? — En la esquina está el poli rubro de Norma. Está abierto hasta tarde. Si vas, traéte de paso unas galletitas, algo. — OK, contesto, y salgo al fresco de la noche. Que bien un poco 103


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de aire, me dolía la cabeza. No sé como sobrevive Mario en el quilombo, y ese departamento tan encerrado. Parece un ataúd. Me estaba ahogando. ¡Ah, cierto… los fósforos! En la esquina se ve luz, espero que esté abierto. — Hola, buenas noches. Dame un encendedor y biscochitos de grasa. ¿Cuánto es? No, cambio no tengo. No, nada ¿Y donde puedo conseguir? ...la Y.P.F. a dos cuadras, ok. Gracias, ya vengo. ¡Que los parió y el cambio también! Y yo ni la campera agarré. ¡Que oscuro! Por acá no anda un alma a esta hora, espero que el chabón de la estación me cambie, si no... Allá está la estación, y un auto cargando, que bien… ¡Y que buena está la rubia! Lo que se levanta con un buen auto. Mirá como ficha sin drama ¿Será el marido el morocho? No creo, tiene pinta de “gato” la rubia, para mí que está laburando. >> — Disculpa, que tal, ¿no tendrás cambio? Digo, encarando a la Rubia que no me quita los ojos de encima. —¿Cambio de cuanto, corazón? — De cien. << ¡Que gato! >> —¡Charly!.. El pibe tiene cien, ¿Te sirven? Levanté la vista y me cayó la ficha. Lentes espejados en dorado, campera de Jean, cuellito levantado, remera de Los Redondos, muñequera con tachas, anillo en el dedo meñique y un 32 corto apuntando a mi cabeza. —¡Buenísimo! dice Charly, Dame pibe, dale que nos vamos, dale, larga el billete y mové... En eso, las luces azules que vienen dando vueltas. -¡Charly! Rápido ¡La cana! < Dice la rubia > y abrió la puerta del auto en marcha. —¡Dale boludo!, ¡Subí, subí que nos vamos! Dice Charly, me empuja adentro del auto y salimos matando. Se escucha la sirena de la policía y la rubia que no se que carajo busca en la cartera y el Puto este que dobla como viene. ¡La concha de la lora! ¡Que no empiecen a los tiros, por favor! Las calles van pasando a mil y yo no me entero de nada, zampado de cabeza en el piso de atrás, me parece escuchar cada vez más lejos la sirena de la policía. Creo que los perdimos. Diez minutos después, vamos por una calle de tierra, pasando las vías afuera de la ciudad. Charly apaga las luces y detiene el auto. 104


Silencio. Afuera se alcanza a ver las siluetas de algunos árboles y una heladera tirada entre los pastos que refleja la luz de la luna como una osamenta. La Rubia baja la ventanilla, prende un pucho y dice como al descuido, mientras sigue buscando vaya a saber que mierda en la cartera. —¿Y con este qu´r hacemos? —Se queda acá, dice Charly. —¿Pero estás seguro amor? ¿No valdrá algo? Ya lo tenemos acá, es una lástima dejarlo. No sé ¿Vos que decís flaco, nos darán algún mango por vos? Tus viejos, tu tía ¿alguien? Dale pibe, dame el número que llamo a tu vieja. Vas a ver como le sacamos unos pesos… Pero parece que Charly no opina igual. Menea la cabeza en evidente desacuerdo. —No Rusita. No quiero más quilombos, dice, recién zafamos de pedo. Que se baje y nos vamos a la mierda. —¡Que cagón sos, loco! No salgo más con vos. Me hubiera quedado laburando en la esquina, hacía mas guita, a la final… ¿Y vos que mirás, boludo? Bajáte dale. Bajáte -El auto se pierde entre el chaperío y ahí quedo, parado en medio de un charco barroso, los perros ladrando asustados y una luna que nada sabe de Sabina, pero que amablemente, derrama algo de claridad sobre un paisaje por demás oscuro. A lo lejos se escucha un disparo y el frío muerde como un perro más. En fin, no queda otra cosa que caminar hacia algún lado, < Al menos para salir de aquí > -De modo que elijo el camino que los perros me dejan libre, y aprieto el paso. Al rato el barro se transforma en engranzado y la cosa comienza a mejorar. En el medio de una bocacalle, oscilante y hasta diría un tanto intrépida, una lamparita pregona intermitente, su solitario y evangélico mensaje — ¡Dios existe! ¡Quien crea en mí no andará en tinieblas!..."¿Premonición?" Después de 20 minutos encuentro asfalto y una parada de colectivos. ¡Gracias Dios! Ya estoy muerto, no doy más. Cansado, me siento en el refugio a esperar que algo pase. Y algo pasó. Aún hoy me pregunto si no habré estado alucinando a causa del susto y el cansancio. Lo cierto es, que lo que ví, me dejó maravillado. Primero fue la luz. Una luz fortísima y tornasolada que se acercaba directamente hacia mí, encegueciéndome casi por completo. Luego fue el RUIDO. 105


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Un silbido largo y quejumbroso, que oxidaba la sangre y aturdía el pensamiento, alojándose directamente en la boca del estomago… y por ultimo, El Milagro. Allí mismo, enorme y majestuoso como un Dragón chino, se detenía ante mí el 512”B” de la Peralta Ramos. Disculpen. Cada vez que me acuerdo se me hace un nudo acá, en la garganta. Ya repuesto de tamaña impresión, me subo al colectivo dispuesto a pagar el boleto, y caigo en la cuenta que justamente estoy aquí por que no tengo ni una moneda. El chofer me mira y dice, — Sentate, esta noche no cobro…< Increíble >. El colectivo viene vacío. Me siento adelante, cerca de la puerta, al lado del chofer. Comienzo a relajarme. Está haciendo frío y me acurruco en el asiento. Me duermo. Realmente estoy cansado. No se cuanto tiempo estuve dormido, pero aquí no cambió nada, el colectivo sigue vacío. Intento ver por la ventanilla en donde estamos, pero afuera no se distingue nada, está absolutamente oscuro. Noche cerrada. Además, noto que va bastante rápido. Demasiado diría. Y el frío es mucho mas intenso <alguna ventanilla abierta>, pienso, pero miro alrededor y todas parecen bien cerradas, inclusive las puertas. Que extraño, ya debería estar en algún lugar de la ciudad donde se pueda tomar un taxi. Decido bajarme. Apenas soy capaz de ponerme en pie de lo cansado que estoy. Parado y temblando de frío, espero que se detenga, pero nada, sigue su marcha. El chofer parece no verme. Dejo pasar unos minutos, <no tengo idea de donde pueda estar la parada> y esta vez pretendo gritarle al conductor que se detenga, pero apenas me sale un susurro. Levanto la vista y leo sobre mí el letrero que dice “Descienda por atrás” << Maldición >>. Cierro los ojos y trato de controlarme. Me falta el aire y la puerta de salida me parece tan distante…Estoy agotado. Tomo asiento a cada paso, para recobrar el aliento, y vuelvo a vagar por el pasillo. Siento náuseas y todo me da vueltas. La luz mortecina, los dedos se pegan en los pasamanos congelados. Camino con el D’ejavú de haber pasado por esto anteriormente. Al fondo del pasillo alcanzo a ver la puerta, con su enchapado de nogal, la ventanilla, la luz roja y el botoncito que toca… ¡Ding, Dong! ¡Ding, Dong! 106


El policía.

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arado en la vereda de la Farmacia Nueva Lasserre, cumpliendo con su deber, (o algo así), está Martín. No sé nada de rangos, pero esta todo enfundado en azul y chapa. Se nota que la ropa es nuevecita, todo recién estrenado, como él. Planchadito, afeitado y sonriente. –¿Querés un café? ¿Un té?... vos decime, que te preparo algo –Bueno déle, algo caliente no me vendría nada mal, un cafecito, por ejemplo –dice el policía, un muchacho apenas, con la gorra en la mano y el clásico rapado a maquina de seccional. En realidad ya está fuera de servicio, pero aceptó unas horas extras, (adicionales dicen) de 14hs a 22hs vigilando la cuadra, que están robando mucho y mal y los empleados se asustan y no quieren laburar. Atrás, los comerciantes se quejan de que ellos pagan los impuestos y que la inseguridad y así no se puede y luego el comisario que ya tiene bastantes quejas en su casa, que acá no quiero vagos ni chorros molestando y quiero ver un agente en cada esquina, que se vienen las elecciones y no me voy a quedar a vivir acá con usted... Gutiérrez, que sale de la oficina, a ver quién le cubre las horas adicionales, y el pibe se adelanta, porque está alquilando y además hay que hacer buena letra. Caer bien y no esquivarle la nada… Derecho de piso, que le dicen. Como en todos lados. La tarde está fulera, llovizna y corre un chiflete jodido, que no da para estar en la vereda, de modo que el muchacho se instala dentro, charlando con las empleadas del mostrador, o mirando entre las góndolas los precios de champúes y colonias para después de afeitar… se aburre como un sapo, eso es evidente. –¿Puedo usar el teléfono para una llamada local? –¡Claro!, dale nomás –y el pibe llama, es alguien muy familiar, se nota, quizás un hermano, le dice que le faltan un par de horitas y ya termina su horario, que a más tardar 22:15hs anda por ahí... que si, que lo esperen, y corta dando las gracias. Muy educadito el poli, como adiestrado. Será que los sacan así, tan respetuosos ¿o es que todavía 107


Gustavo Fogel

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no entra en confianza? –El chabón no esta nada mal –dice Silvana, apurándola a Verito, en clara evidencia de la pelota que le pasa, de como este se arrima al mostrador y le saca tema... –Que si estas estudiando ¿saliste anoche? –¿Tranqui la tarde hoy, no? –y cosas así, que ella responde con una sonrisa de cuadro, calladita pero atenta. Lindos los pibes, claro que ella tiene novio, un carlitos grandote, pero que está lejos... y aparte nada que ver dice, si nomás le esta siguiendo el juego, nada, a ver hasta donde da. En fin… Un par de personas de más, y se llena el mostrador de recetas. Es la hora de salida del colegio, y siempre se pone hasta las manos de gente. Claro, todos aprovechan que están en la calle y tratan de hacer la mayor cantidad de trámites posibles. Y la farmacia es un trámite más, sin duda, como dice la Señora… –Siempre le encuentran algo mal a la receta, estos pibes, ¡si parece que lo hicieran a propósito!, pucha, por cualquier boludés te mandan para atrás, a rehacer la receta, por que le falta un sello, o le sobra una coma. ¡Cómo se ve que no son ellos los que necesitan el remedio –dice la señora–…por que son jóvenes y sanos… Ya los quisiera ver, cuando sean viejos y los pateen de acá para allá Andrea se sonríe, –y es bonita la guacha–, no hay caso. –Che, esos dos que entraron ahí, no me gustan nada –dice Alicia– ¿dónde está el cana? –No sé. Recién estaba dando vueltas por acá, pero ahora no lo veo, ¡será de Dios!... Los dos que entraron se quedan quietos, como relojeando, uno parado cerca de la caja, y el otro, al lado de la puerta. Las manos en los bolsillos de la campera, –negra para colmo–, la cabeza gacha, engorrados hasta las orejas. –¿Que necesitas? –pregunta Alicia. –Un geniol, dice el flaco, sin sacar las manos de los bolsillos. Alicia lo atiende rápido, apurándolo. El de la puerta se nota que esta inquieto, mira para todos lados y “La Gaby” ya se esta poniendo pálida. Pobre, siempre liga la peor parte el que esta en la caja. –¡Será posible!... ¿Pero dónde se metió el milico este? –¡Y estos teléfonos de mierda que no paran de sonar! ¡La reputí108


sima madre! –Alicia ya se la ve venir. Verito, paradita en su lugar, ni levanta la cabeza. Todos esperan la reacción, el choque de adrenalina, el golpe de la caja al abrirse, las monedas que caen al piso, el grito de “¡Quietos! ¡Nadie se mueve!. Es que estamos condicionados. Uno no puede evitar que se hiele la sangre y la piel se ponga de gallina. Te quedas duro, ni querés mirar, querés que se vayan, nada más... que se vayan rápido. Gaby va del blanco pálido al amarillo cagado hasta las patas, más cuando ve que él flaco se adelanta sacando las manos de los bolsillos, el corazón se le quiere escapar por cualquier lado y el mareo le afloja las piernas. Fuiste, lo último que alcanza a escuchar es un grito sordo que le llega de lejos… –¡Rubén!, ¿como andas...?, te adelantaste. ¿Viniste solo? –No, te vinimos a buscar con el Luis, así de paso le compro algo, lo esta matando el dolor de muelas. Vos metéle, anda a cambiarte, ¿no pensarás en ir a jugar al pool, vestido de policía?

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Gustavo Fogel

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Across the Universe ¡Son dulces! Dice él, y me toma con firmeza, y tira de mí, hasta arrancarme los brazos. Y ya no me sostengo. Viajo en sus manos, a través del universo. Veo apenarse de rubor la sombra, y aliento apenas un suspiro; semillas del tiempo entre las hojas. Y escucho al sol, que ríe con ganas. Y no puedo evitar estar temblando. Mí femenina piel rompe entre sus dedos, y la carne, que besa ya a mordiscos, de urgente savia y almíbar se despoja, confundiendo en sudores disipados, el sutil perfume de mi espanto. Soy cobarde, lo sé, mí cuerpo es débil. La Muerte, joven y tímida en sus manos. Veo que callan sus ojos, cuando muerde, y es bello morir, sumisa y en sus labios. Y más me besa, y más, lamento y duelo, a mí corazón, desnudo y aún con vida, caído y quieto en la pereza de la hierba, donde reposan, el niño y el durazno.

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Graciela Fernรกndez

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Graciela Fernández

Carnaval

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l coliseo ruge, mientras yo, Ismael el sobreviviente me uno a la fiesta. Danzas macabras desaparecen en esta noche gloriosa. Libros quemados, ceniceros del alma, sólo cuentan los laureles. Estoy vivo. ¡Corran, vamos!. En la piel, azotes de vientos traen llantos lejanos. La fiesta continua, todos ven fulgores, yo oscuridad. Ya no siento, mi corazón con aromas putrefactos no miente. A mi lado, el desopilante carnaval gambetea la vida como puede. El circo, ríe y sufre con cada hombre convertido en gladiador. Los brazos levantados del salvador, gracias a él tienen la gloria y la paz. Que queda de mi juventud, de mi lucha, de mi fe. Yo sólo perdido en esta multitud, hombros caídos, tibieza de recuerdos, intento encontrar el atajo que me devuelva la vida. Fiesta general, mi general. Lo logramos, somos los mejores. Papeles coloridos tiñen de carnaval la jornada, así se rebelan, tirando “papelitos”. Brazos en alto, orden de festejo, obnubilados habitantes sienten la felicidad. Virgencita, te prometí once velas, y te las prendo hoy para cumplir, prometió mi tía Elisa que es muy creyente, hace promesas por esto, nunca las hizo por mí. Te lo digo hermano, vas a ver que nadie te va a querer escuchar, le dijo Tomás el último día. La puta, tenía razón, mira como festejan, que boludo me siento, vencido, sólo, ¿quién soy?. Ruge la multitud, Ave César. El joven sale del estadio, 25 de Junio de 1978. Ganamos el mundial, somos derechos y humanos. Al otro día, rumbo a Ezeiza mira por última vez los lugares familiares, soñando el regreso, algún día se sabrá la verdad y me creerán, dejaremos de ser la plebe del circo romano, habremos crecido, abriremos los ojos. Quizás, en ese momento pueda perdonar.

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Reacción en cadena

“Cuando no se rebela a tiempo, la más sumisa de las mujeres, puede sorprender en un único acto de liberación”.

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l despertador sonó a las 7.00 en punto. Caminó hasta la coci-na, preparó el café, leyó el diario. Sumergida en la lectura, el cuarto desaparece, los aromas saben a nada, y el reloj mudo, marca las horas. Se vistió. El traje gris estaba bien para la ocasión, total a ellos sólo les importa que vaya, pensó. Alisó su pelo a gusto de su hermana, rocío su piel con el Paloma Picasso que tanto le gusta a su papá, y decidió completar el uniforme con los zapatos negros y la cartera al tono, regalo de tía Etelvina. Ahora sale. Camina por la misma calle del barrio donde de niña, sentada en el escalón de su casa, veía a los otros jugar. Se sabe que el peligro acecha, y que las nenas buenas, no discuten jamás una orden de su mamá. Casa de por medio su hermana impaciente, espera. ¡Por fin llegás!, siempre sos la última Beatriz. Acomodate el saco, parate derecha. ¡Con razón no te casaste!, con lo desprolija que sos, quien te iba a querer. La cincuentona la recibe con su simpático rezo, dogmas recitados año tras año, mes tras mes, día tras día. Beatriz entra. Todos la saludan, su padre ordena dirigirse al comedor. Beatriz, dejá la cartera en la habitación. No mamá, prefiero tenerla conmigo. Pero che, está bien que te hayamos precavido de los robos, pero nosotros somos familia, acota tío Alfredo. A la mesa que ya es tarde, el padre insiste. Domingo, ravioles seguro pensó Beatriz, mientras los observa. El humo ondea desde la fuente, aroma conocido el de la pasta. Beatriz se pierde en el ondular del humo. Su mente comienza a viajar lejos,...lejos,...Beatriz dame el plato, ordena la madre. Ella obedece, siente una opresión en la cabeza, después del encuentro con su pasado, los mira. Beatriz comé, la voz del padre resuena en el comedor. Ella siente dentro del cuerpo como un eco, el estómago se le retuerce, la ira golpea fuerte en cada latido del corazón. Toma el tenedor con la mano derecha y lleva el primer raviol a la boca, mientras su mano izquierda acaricia el revólver. 114


Edith Ruz de Colombo

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Amnesia Mariana llegó a su casa después de dos meses de internación. Había contraído un virus que, alojado en el cerebro hizo que su vida corriera serio peligro. Ya parcialmente recuperada, los médicos decidieron que podía continuar en la casa el tratamiento instituido. Aparentemente gozaba de excelente salud. Lo que preocupaba y mucho era una amnesia pertinaz que la hacía volver a la realidad sólo por unos momentos. La familia trataba de estimular con conversaciones, fotografías y visitas a esa memoria tan maltrecha. Las sesiones con el psicólogo la fatigaban, pero seguía yendo de buen grado. Cuando recobraba la lucidez, al reconocer a alguien daba muestras de alegría y se emocionaba hasta las lágrimas. Pero esas imágenes que de pronto aparecían se esfumaban rápidamente. Era como si estuviera dentro de una burbuja de aire que al pincharse no dejara nada. –¡Qué amable que es usted conmigo señorita! Gracias por todo. –Mamá, soy Estela, tu hija. Mirame bien y tratá de recordar. Sos mi mamá. Te voy a mostrar unas fotografías. –Bueno. –Mirá, acá estás vos con papá. En esta otra estamos Ignacio y yo, tus hijos. –No me acuerdo, no me acuerdo. –¿De qué te acordás? –De un jardín muy grande que tenía junquillos contra la pared. –¿De qué más te acordás? –Del altillo del abuelo. Allí había una balanza vieja de dos platillos, unas cañas de pescar y paquetes de diarios atados. De eso me acuerdo bien. –Ahora descansá, después te traigo más fotos. –Bueno, gracias. ¿Cómo dijo que se llamaba señorita? Sus hermanas también trataban de colaborar –Marina, en esta foto se ve el jardín de casa ¿Te acordás cuando jugábamos allí? –Sí, pero no recuerdo nombres. Vos sos... 117


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–Hilda y la otra hermana es Delia –Claro y Mamá nos daba tostadas con manteca y miel. De pronto se pinchaba la burbuja del recuerdo y quedaba su mente en blanco, con sólo algunas pinceladas difusas. Luego de estas charlas quedaba muy fatigada, por lo que no insistían hasta después de algunas horas Paulatinamente fue reconociendo lugares de la casa y a algunas personas. Como gozaba de buena salud física, los cuidados se limitaron a estimular la memoria y a atender sus necesidades. La antigua mucama pasó a ser su dama de compañía. Las ligaba un fuerte lazo afectivo luego de estar juntas por más de quince años. Si la notaba fatigada, con suma discreción les hacía notar a las visitas que la señora debía descansar. Así transcurrían los días de Mariana con leves adelantos. Ya podía reconocer en Estela a su hija, aunque sin recordar hechos pasados. A Ignacio todavía lo confundía con su marido. –¿Cuánto hace que entró a trabajar acá? –Hace quince años señora. Fue el día que Estela empezó quinto grado. ¿Recuerda mi nombre? –Sí, María. Me acuerdo bien. Y también cómo se llama el gato: Biyú. ¿Está bien? –Muy bien. Cada día recuerda más nombres y cosas que han pasado. Se despertó achuchada. La ventana estaba abierta y el aire era más que fresco. –Vení abrazame que tengo mucho frío. Vení. El, cerró la ventana, se metió en la cama y se abrazaron. Por un instante recordó las noches de amor pasadas y se sintió feliz. El deseo la envolvió y se entregó con desenfreno, casi sin palabras. Quedó agotada y volvió a dormirse con una sonrisa que saltaba en su boca, a pesar de no haber recordado el nombre de su marido. María lloraba desconsoladamente, mientras Ignacio y Estela trataban de calmarla. –Ya pasó María, ya pasó. Calmate que Mamá va a despertarse 118


y no queremos que se entere. Dejá de llorar. Nosotros vamos a ocuparnos de todo. –Es la primera vez que me alegro de que el señor esté muerto. Así no puede ver a la señora enferma y este saqueo de las cosas que tanto quería. ¡La colección de armas y los cubiertos de plata! Se llevaron todo. ¿Por dónde entraron?

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Sergio LuisColantonio Loitey

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Sergio Luis Colantonio

Perpetuidades “... Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes y se sentía que todo estaba decidido desde siempre.”

Julio Cortázar (Continuidad de los parques)

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a luz de la calle refulgía en esos rayos que entraban por la persiana entreabierta, pero él no había notado, siquiera intuído, el amanecer que ahora descubre las sombras de la ciudad dormida. Sintió cansancio. El teclado no le devolvía el bienestar del fruto logrado, ni sensación alguna de pureza, esa devenida bendición de la página culminada o la obra completa. Sin releer lo escrito, apagó la máquina en el mismo momento que su mujer se levantaba a prepararle el desayuno a los chicos. Con un temblor de duda, conducido extasiado por el agobio y sin vacilar, decide irse a la cama (tibia de ausencias piensa -) a hundirse no sin pereza, apresuradamente en las sábanas que prometen descanso. Lejos aún del sueño, pero obnubilado por las evocaciones a la hora de replantearse, y antes de estar allí tirado en la cama mirando cómo el humo del cigarrillo se expandía por el techo, tuvo el coraje de pensar en su frustrada condición que como escritor le había deparado el destino. No reparó en el talento, pero una inquietud algo axiomática, le daba la rara certidumbre de carencia, de escasez de palabras que lo privaba del gozo y manifestación del pensamiento. El sueño lo venció al tiempo que comenzaba a atormentarse por la mediocridad despojándose su alma de despiadadas indulgencias; y se dejó llevar, creyendo que el descanso lo ayudaría a encontrar su hado benigno. Sin saber si sucedió ese mismo día o los siguientes, como al desenterrar un cofre perdido en la arena, fue encontrando paulatinamente el fluir de la historia que siempre quiso narrar. Había pensado el cuento durante cierto tiempo, pero al momento de afrontarlo, todo se volvía un caos en su mente. Con tristeza y larga obsesión, vio escapar confusas las imágenes que azuzaban su cabeza, sin poder retenerlas, ni plasmar la pasión de esos sentimientos en palabras que trasciendan y reflejen. Cuando el abandono de ocasionales fantasmas y aparecidos lo iluminaron, la historia cobró vida, devolviendo la tranquilidad de sentirse respetado. Las sensaciones comenzaron a correr por el teclado 123


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y disparaban flechas de un amor quimérico encerrado en un perfecto tiempo y espacio. Los nombres fluían por sí solos, respondiendo a un dictado verbal ineludible, y en una dialéctica viciada componían la trama de felonías y lealtades. Agotado por la veloz facilidad discurrente de la narración y, a lo mejor pensando evitar las extensiones novelescas, decidió terminar la obra redondeando un final sorpresivo. Los personajes, otrora enamorados, ya conformando una familia, revistieron odios e infidelidades. Sin atonía comenzó el último párrafo en forma deliberada. Todo respondió a un tiempo justo que habría de ser olvidado. El personaje, aquel hombre harto de monótonas rencillas y desprecio, menoscabando actitudes loables y desesperado por su vida frustrante, comienza a caminar, maza en mano, rumbo a la habitación donde duermen sus hijos. La torpeza de ese final no impide suponer que nadie escucha ruido alguno. Con la visión de la maza ensombrecida en su mano derecha, atenuado el cansancio por la vehemencia y sin percibir los rayos del amanecer que traspasan la persiana entreabierta, apaga la máquina en el mismo momento que escucha los pasos de su mujer, que se levanta a prepararle el desayuno a los chicos. Un ruido seco y luego decidirá irse a la cama, tibia de ausencias, a hundirse no sin pereza en las sábanas que prometen descanso.

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De la tierra al Cielo Querido y entrañable Julio: En primer lugar deseo de corazón que Ud. se encuentre bien, y que más allá de la distancia y del tiempo, tan empeñado en separarnos; la amistad sea el vínculo que nos conecte en todo momento, aunque no podamos chocar nuestros vasos en este brindis, que le regalo del mí más cerca, al Ud. tan lejos. Yo entiendo y le pido disculpas, por molestarlo con mis modestas preguntas y mis interminables dudas e interrogantes, pero sucede que ayer se me ocurrió una idea, en realidad mucho más que eso: Se me ocurrió un cuento. Sí señor, tuve la visión de un cuento, pero la verdad no tengo a quién contárselo. ¿Suena ridículo no?. Los cuentos nacen para contarse, pero además siento una obligación moral de decírselo a Usted. ¿A quién si nó? Con todo el respeto que merece, ¿me entiende no?. Me molesta molestarlo, se lo digo así, francamente para que no quede duda alguna y me comprenda. Es visceral, sin exagerar, siento el ansia de su respuesta. Además imagino que le llega esta carta a esta hora de la noche, irremediablemente debo pedirle disculpas. Pero sea sincero: con unos años menos, ¿le importaría a Usted la hora? Seguro que no, mire que lo conozco bastante... Sí, tenía años menos, pero cuántos esproemios del merpasmo en tantas noches, ¿no?. Ud. sí que la vivió Julito. Por eso se lo digo a usted - lo del cuento -, digo, si no se ofende, necesito que lo escuche, su opinión es muy importante para mí. A quién si no, es que usted “ es grande, puro sentimiento gaucho”, (de perlas vienen sus palabras para halagarlo). Y no crea que es un elogio, con plena convicción siento que usted traspasa los límites de ser un gaucho grande con sentimiento puro... Pero fuera de todo, admiro su rigidez en la exigencia. Siempre observé su sinceridad implacable a la hora de la crítica. Y tiene razón, si no le parece bueno no lo escribo, así deben ser las cosas. Ud. siempre supo qué es bueno, regular o pésimo, yo lo conozco y también sé que va a ser sincero conmigo. ¿Y qué quiere que le diga? Este cuento no nace si usted lo de125


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cide... Y mire lo que son las cosas, no encontraba lápiz, ni lapicera, nada. Busqué por todos los rincones de la casa y no había rastros de cosa alguna para escribir, y de pronto, cuando pensé en usted, apareció ésta debajo del papel, allí en la mesita de luz. Y esa fibra en el cajón, donde guardo su Biblia, la que me regaló, ¿ se acuerda?. La fibra como señalador en la página 285 “música, melancólico alimento para los que vivimos de amor...” La verdad no me acuerdo que haya marcado esa página, seguro que no fui yo, pero la fibra estaba allí, un poco seca pero aún así, lista para escribir. ¿ No es una premonición, una incitación a escribir estas ideas?. ¿Nunca le pasó a Usted Julito? Dígame si no es una coincidencia, una suerte de pálpito... Con todo respeto le digo esto; bueno, no lo quiero aburrir, le cuento el cuento, el que se me ocurrió, creo que le va a gustar. Resulta que hay un tipo con buena posición, económica claro, vivía bien y no le faltaba nada, bueno sí; siempre falta algo, pero eso son detalles, yo me refiero a las cosas materiales: A este tipo no le faltaba nada. Era un buen tipo, honesto. A Ud. que le parece, ¿qué no?... y... No sé; tengo muchas dudas de eso. Quien dice que un tipo bueno y honesto no pueda tener una solvente posición económica. ¿Usted lo dice? Bueno... quizá pueda tener razón. No quiero catalogarlo de escéptico, Julito, pero no debería ser así, porque en definitiva se hace mucho mal usted mismo. ¿No es cierto?. Las personas que mantienen vivas las esperanzas, son las que viven felices. Y no crea que son unos ilusos, porque la ilusión se manifiesta siempre en el espíritu, en cambio la esperanza tiene algo de verdad concreta, es más tangible, como una aproximación al bien que tanto anhelamos, inclusive comenzamos a disfrutarlo antes de palparlo, porque está ahí, al alcance de la mano, y aunque sea por un momento muchos se olvidan que son mancos. Pero... ¿ dónde iba?, ¡Ah! el tipo vivía bien y trabajaba de su profesión. ¿Sabe qué era?. Bioquímico. Tenía un laboratorio. Déjeme adivinar lo que está pensando, me dirijo a Ud. Julito: el tipo tiene un título; no es un título, usted es muy exigente de las palabras, yo sé muy bien que el ser nada tiene que ver con el tener. En la relación sujeto-objeto, la diferenciación está en que el sujeto tiene existencia en sí mismo; en cambio el objeto es una posesión de aquel, es un ente que carece de valor, de vida, si no es poseído por alguien [verdad pregonada por los machistas en cuanto al sexo 126


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opuesto]. El título tiene vida por el sujeto, éste le da la existencia. El tipo es bioquímico porque hace de bioquímico, cómo quiere que se lo diga, pero “es” porque el título lo dice, aunque usted piense que no es esencial. De todos modos. estas cosas no son importantes para él, tampoco en el relato... Créame que si a Ud. no le gusta, no hay cuento, con todo respeto se lo digo. Se lo vuelvo a repetir: Este cuento no nace si usted lo decide. Además, no quiero poner en la primera página que el tipo es bioquímico, eso lo guardo para el final, o para un título sugestivo. No necesito ser metódico, esa clave de la instalación de los personajes es una porquería y se lo digo con respeto; lo voy a decir al final del cuento y quizá fuera del registro. ¿O acaso Ud. no inventa nuevas modalidades de escritura? Bueno, entonces no sea riguroso conmigo. No se puede ir del cielo a la tierra, pero en cambio, parece que Ud. sí, bueno Julio, disiento en creer que una realidad imaginaria pueda ser absurda o coherente, blanco o negro. Pero si le parece, quizá lo escriba de esa forma, yo acepto sus consejos aunque no piense igual ni comparta su idea. El tipo se llama JEREMY BRADFORD. ¿Le gusta el nombre?. Lo elegí por la biblia, (me refiero al de Jeremy, por supuesto); y Brad- Ford (se escribe todo junto), porque había pensado... mejor dicho: Jeremy tiene un aire a héroe de Hollywood y me acordé de esa película “Enemigo Intimo”, ¿se acuerda? Qué película!!! Pero quise imputarle algo más bíblico, por la fe, sabe; yo tengo bastante fe y siempre que abro la biblia, la otra, la bilingue (inglés-español, me olvido que ud. también habla francés); encuentro siempre la misma página que dice JEREMIAS, en negrita y bien grande, y la verdad sea dicha, me gusta ese nombre. Claro que no necesito ser un erudito para darme cuenta de que Jeremy queda mejor que Jeremias Bradford, por lo del registro, vio, siempre hay que cuidarlo. Aunque la globalización de la pobreza ultimamente esté mezclando a los Jonhattan con los Perez o a las Jennifer con las López. Igualmente creo que hay que cuidar el registro. Pero no quiero distraerlo, le sigo contando: Jeremy Bradford era bioquímico y su laboratorio se especializaba en todo tipo de medicamentos, pero lo que le había dado fortuna eran las anfetaminas prolijamente desarrolladas. Los logros en algunas pastillas euforizantes le otorgaron réditos profesionales y económicos. No me malentienda; no eran drogas. Bueno, sí, eran drogas; pero 127


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para el bien , no para el mal; y mire que ya sé lo que está pensando: que el bien y el mal está en las personas. Por eso mismo le digo que Jeremy es un buen tipo; él a las pastillas las hizo para que la gente no se deprima y viva feliz. Quién le dijo a Ud. que todo debe ser tan oscuro, tan miserable, depresivo, tan sórdido; si con una pastilla puede cambiar su ánimo, porqué no. Y vea señor mío que no soy adicto, en todo caso amo la felicidad, y Jeremy también buscó eso. No es un mal tipo, los que comerciaron su producto fueron los que lo mandaron a la ruina. ¿No se lo dije?. Sí, se fue a la ruina porque lo acusaron de vender drogas peligrosas; pero él no era culpable, de ello estoy seguro. Además tenía mujer, hijos; una familia ejemplar como quien dice. ¿Ud. piensa que no importa?. Yo creo que sí importa, no me imagino a un narcotraficante haciendo de Santa Claus para la navidad. ¿Ud. piensa que sí?, y bueno Julio, en mi cuento, el personaje es un buen tipo, usted parece verle cosas malas, pero creo que su soberbia le impide saber con claridad sobre la bondad de Jeremy... Y la familia es importante, se lo digo con todo respeto, sé que Ud. está solo pero déjeme ser sincero a mí también: Ud. siempre está monologando y no acepta otro discurso que no sea el suyo . Una buena mujer, hijos ejemplares y en la ruina; porqué no puede suceder, porqué no puede ocurrir. Dígame: En realidad, ¿no le gusta, o quiere escribirlo usted Julio?. Con todo respeto, parece que mal interpreta mi cuento; y personalmente me parece una buena idea, un cuento para escribir, un modelo para armar, como dicen muchos; pero por favor, déjeme contarle el resto. A Jeremy lo denunciaron otros laboratorios que competían comercialmente con los mismos productos, y hasta llegaron a infiltrarse como supuestos vendedores y distribuidores de Laboratorios Bradford. En menos de un año Jeremy perdió todo, y aquí viene lo importante del relato porque perdió todo en cuanto a familia, casa, dinero, posición social; pero no perdió lo esencial Julio, Ud. me lo dijo una vez: que lo esencial es la inteligencia. Bueno, y también el alma, sí, pero me parece que Ud. está cambiado Julio. Cómo que no es entonces, la inteligencia el grado superior en la escala de valores humanos últimos. ¿Ud. cree que es el alma?. ¿No se estará dejando influenciar por esos libros baratos de filosofía occidental, olvidándose lo que pregonó por mucho tiempo?. Igualmente no es relevante una 128


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discusión de esta magnitud en mi cuento, y como le dije, Jeremy Bradford perdió todo, menos su inteligencia, y eso es lo valioso. Después de estar un año preso (si señor, en la cárcel), sale con libertad vigilada, sin un peso, ni tener dónde dormir, y así comienza a girar por las calles, primero pidiendo trabajo, luego juntando botellas y cartón; subsistiendo gracias a un carrito tracción a sangre en el cual la bestia era él. Ahora es común ver personas tirando carros. ¿No lo notó Ud. Julio?. Y claro; que va a pasar allá... allí viven todos felices, no hay cirujas ni linyeras, ni vagabundos o borrachos errantes. Acá parecemos de otra época, pero retrógrados, y los carros son cinchados por personas, aunque a mí me queda una certeza; las bestias son los que miran con desprecio o peor aún los que ni siquiera miran con asombro a esos pobres infelices que cayeron en desgracia. ¿Dónde iba? Bueno, Jeremy recorría la ciudad cirujeándole a la vida algo de lo que había perdido, extrañando la felicidad que le daba su profesión, que era el ansia de practicar la alquimia sea donde fuere. Así fue que recaló en la casa desocupada de la calle Camusso; bueno, si no quiere decir dónde era, en realidad es una opinión suya, nada más. Yo quiero escribirlo así: la casa desocupada de la calle Camusso. Me parece que logra llegar, que es verosímil y pega. Hasta de título queda bien. La casa desocupada; así, sólo, no queda lindo, parece muy cursi, pero no importa, le sigo contando. Jeremy se instaló en ese lugar y al tiempo y con mucho esfuerzo armó su propio laboratorio en el sótano, con pocos elementos pero los suficientes para desarrollar su magia preferida: la de la química. Disculpe si lo aburro. ¿Qué le parece, no es genial?. Yo creo que sí, estoy seguro que sí, después de todo veo en libros publicados, errores gravísimos o repeticiones cacofónicas, palabras inventadas antojadizamente y adverbios o participios fuera de tono, -rabiosamente-, por ejemplo, qué bronca le tengo a esa palabra, pero esto es personal, mire, no me haga caso y siga atendiendo que me halaga su cortesía. Quedamos en que Jeremy instaló en el sótano un laboratorio, y fue allí que descubrió algo sustancial y necesario en la vida de todos los cirujas que pasaban por la casa. La veo convertida en una pensión, pero de cirujanos que van a comer y cobijarse de paso. No se confunda, no son cirujanos, es una forma de decir nomás, es lunfardo 129


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o algo por el estilo, acá siempre se habla así, ¿se olvidó o está en otro nivel Ud.?. “Cómo andamio; bien-to, de este, no sé- a cuerda ¿no?”. ¿Ve que tengo razón?. Ud. descubrió muchas cosas y se olvida del bajo mundo ahora, con todo respeto se lo digo, acá la gente habla así. Bueno no lo demoro más: Los cirujanos comían y descansaban en la casa de Jeremy, éste preparaba la comida, y así, pareció transformarse en hotel y restaurant la casa tomada de la calle Camusso. Jeremy ya no tuvo necesidad de salir a buscar chatarra, y se quedaba allí todo el día. Si Ud. me permite, puedo decirle que un borrachín solitario lo ayudaba. Qué me dice: ¿Exagerado?. Puede ser, pero quiero afirmar que las cosas iban más que bien, con ayudante o no, esto es un detalle nada más. Además, creo que Jeremy trata de escindirse de su autor, y al ayudante - seguramente -, lo buscará él por su cuenta. A veces siento que me frena la mano y tergiversa la historia. ¿Sigo? La comida que Jeremy preparaba era equilibrada en calorías y proteínas y los cirujanos tenían resto para patear las calles, así es como se fue dando un círculo que devolvía mas de lo que se gastaba, como en las grandes corporaciones, sólo que Jeremy invertía robusteciendo a los linyeras, - insisto Julio -, él era una buena persona, y esto no lo hizo para ganar más plata, sino, por la salud de todos los olvidados. Además comenzó a cuidarlos en la bebida, les incautaba el alcohol y solo les servía un vaso, era el equilibrio en la dieta de los cartoneros, los que juntaban metal; medio vaso por comida y vigorizante para caballos, (decía que debían estar más fuertes para un mayor rédito). Pero esto es aleatorio en el cuento, si no le gusta o le aburre, dígamelo; de alguna manera se puede cambiar, creo que vale la pena, no es cierto?. Seguro que sí, de alguna forma lo voy a escribir. Como le decía, con tanto alcohol en el sótano su alquimia giró siempre en torno a la bebida y así fue que logró su mayor invento en su profesión de bioquímico. Los alcoholes saturados en el sótano rompían las estructuras y las botellas (como Ud. en sus cuentos), el vino ya no era vino y la ginebra se apagaba. Una noche, agregándole alcohol fino a una botella con vino, puso el excedente en un recipiente de plástico un poco sucio, que era el del jugo concentrado, de esos baratos y para nada liviano, que simulan ser de naranja. El líquido tomó un color ámbar que le llamó la atención; lo probó, y el suave olor frutado y la persistencia del sabor 130


Sergio Luis Colantonio

en la boca, lo dejó asombrado. Una bebida moderada, sensual al paladar; había quedado de aquella combinación. Sin dudar un instante, Jeremy tomó una botella vacía, mitad alcohol, mitad soda, un poco de jugo; y el elixir de los dioses pasó a ser ese champán frutado, perfumado, que hoy consumen las señoras, haciendo gala de su “moderada” cuota de alcohol, de ese dulce aroma que incita en las noches de ensueño y amor. ¿Qué le parece, lindo no?. Lo voy a escribir y se lo mando bien prolijo, si quiere como final del juego, digo que Jeremy otra vez no pudo disfrutar su hallazgo... que no gana económicamente, porque la felicidad de la creación está fuera de discusión, y creo que él muere, pobre, de cirrosis al año siguiente y la verdad no sé que más decirle. El invento se lo habrá robado el ayudante, o algún cirujano vivo, - sí Julio, avivado -, no sea exigente con las palabras que eso le hace mucho mal a Ud. ¿No le gusta el cuento? Bueno, cuando se lo mande publicado va a cambiar de opinión. Ya le va a gustar. FEDERICO P.D. Disculpe Ud. las partes remarcadas, es que la lapicera se empeñaba en escribir sólo de a ratos. Cordialmente, su colega y eterno admirador.

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Colecciรณn De La Palabra

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LidiaCastro

a Blanca Castro Hernando

A los 6 años escribió su primer relato: “Mamá me ama”. A los 12 su primer cuento brevísimo: “Mis padres me amaban hasta que los maté”. Sigue creando con prisa aunque con muchas pausas y afirma que no morirá sin obtener el Cervantes o el Nobel. De próxima aparición su novela: “Karma de una escritora”. La fecha es incierta pues su hijo comenzó hace poco a escribir sus propios cuentos brevísimos. 133


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Lidia Castro

Eros y Tanatos

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ecuerdo que cuando ella se lo encontró la primera vez, vi cómo temblaba. No puedo afirmar si fue miedo o ese escalofrío que recorre la médula espinal cuando una reconoce a la persona con la que siempre soñó. Ahora que lo pienso, puede que haya sido por las dos cosas. Yo sí descubrí mi miedo cuando crucé los brazos dentro de las mangas del pulóver y toqué piel de pollo desnudo. Ahí supe lo que era un mal presentimiento. ¿Cómo sabía yo que era el hombre que ella esperaba? Con tantas noches mateando y charlando entre tema y tema de examen, ya tenía hecho un identikit, al que sólo le faltaban las palabras BUSCADO y RECOMPENSA DE…Concordaba. No eran sus palabras por supuesto, pero resultaba el mismo dibujo: altísimo, interminable para todos lados, bastante amorfo, barba larga y amarillenta, ojos oblicuos sin color discernible, anteojos culo de botella, labios y boca inhallables bajo el bigote. ¿Qué más? Gestos rudimentarios en unas manos huesudas que no parecían pertenecerle. Mal vestido aún para un falso hippón. Puedo agregar sucio, sin exagerar. Mirada trastornada y onda a recién recibido de chamán urbano. Todo en él llamaba a mirarlo. Cuando entró en La Paz, no hubo ojo despierto que rehusara clavarse en esa irregularidad de la naturaleza. Por alguna razón incomprensible para mí, a muchos aún les parecía “un masculino”. Después del temblor, vino la respiración alterada, las gotas que le recorrieron la nuca y el cuello. El se acercó pomposo hacia la mesa. Otro compañero se levantó y se saludaron con un abrazo. Ella emitió un débil sonido a globo que se desinfla y cayó inconsciente. Ella y yo no estudiamos juntas nunca más, yo aprobé todas las materias que faltaban. Ella no. Yo seguí sola. Ella no. Pero no hablo por celos o envidia. Siempre creí que hombres y mujeres fueron creados para estar de a dos. Y éstos parecían conocerse desde el Paraíso. Fue mirarse y re-enamorarse Lo demás entró en una nebulosa. Para ellos no existieron más conflictos políticos, ni sentadas en la calle, ni compañeros escondidos o irremediablemente atrapados. Todo pasó a ser contexto difuso para 135


Colección De La Palabra

ese amor que los unía. No comían, no estudiaban, no trabajaban. Nadie sabía de qué vivían. Sólo hacían el amor y conversaban. Protegidos por el silencio cómplice de aquellos años, olvidaron su promesa de ser refugio para otros y se abandonaron juntos a la inmunidad de un departamento-isla. Dos meses después nadie supo más. No hay derecho, pensé. Por el ‘bendito’ amor se olvidó de la lucha. Hoy, no puedo saber si es de día o de noche, metida en este pozo inmundo. Me reconozco en las heridas. Todo me duele. Me rompieron los dientes y las costillas, me arrancaron las uñas y no sé si estoy ciega por los golpes o porque hace mucho tiempo que no veo luz. Me quemaron con cigarrillos y me violaron. Soporté todo, como lo juré. No sé nada de los demás. Pero lo que sí sé es que al entrar en el Centro al primero que vi fue al amorfo vestido de milico.

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Lidia Castro

Polirrubro

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AGNUM POWER & SOFT: La etiqueta negra y roja de la lata me llamaba como timbre pegado. Al lado, una de color naranja me enganchaba con un ADELGACE CON UN BODY SALUDABLE y la de abajo a la izquierda, verde limón con rayas color uva negra, me pedía la mano con un VITAMINAS PARA STRESSADOS. El viejo me miraba con sospecha mientras vendía cigarrillos a otro pibe. Claro, yo estaba encandilado por las palabras y no me movía. El polirrubro ofrecía un auténtico muestrario de soluciones para algunos marginales: gordos, debiluchos y cansados a morir. Como yo. El viejo no aguantó más: -Y a la final, ¿vas a llevar algo, pibe? Me despertó. Tímidamente le dije: -Un peso de Sugus, por favor.

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Obsesión estética

S

ilvia se mira en el espejo durante mucho tiempo durante la tarde. No sólo recorre pausadamente su rostro con las manos tratando de detectar alguna imperfección subcutánea imperceptible a la vista; también ejercita sus músculos para retrasar la aparición de arrugas. Sabe bien cómo se hace. Lo enseña a otras mujeres en su programa por cable. Después coloca lociones y cremas para mantener el cutis sano. Y por último, prueba los últimos maquillajes en salir a la venta. Tiene el cabello fuerte, brillante y dócil, y esto le permite cambiar el peinado varias veces y quedarse con el que mejor le sienta. En el cuarto se detiene unos minutos en su cuerpo, de frente, de perfil, de espaldas (de paso aprovecha para ejercitar los músculos del cuello), se toma las medidas para controlar que su eterna dieta continúe dando buenos resultados, y pasa a probarse la ropa que se pondrá esta noche, o mañana por la mañana. Conecta la plancha y deja impecable la pollera, el pantalón, la camisa o el suéter. Elige la bijouterie que se acomodará mejor al estilo que usará. Termina justo a tiempo para tomar su baño de inmersión con espuma de baño y aceites. En la bañera practica ejercicios modeladores y reafirmantes y al final se ducha rápidamente con agua fría para estimular sus capilares. Su madre, modelo profesional, le enseñó desde la niñez todo lo que se precisa para ser eternamente joven y bella. Silvio (nombre que le habían puesto al nacer) nunca consiguió que su padre la considerara una verdadera mujer, como todos lo hacían.

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Lidia Castro

Intercambio

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on dificultad metí la llave. Era la correcta. Abrí la puerta y tanteé en la pared, buscando el contacto de la luz, que no pude encontrar. Todo me daba vueltas. Cerré la puerta y di unos cuantos pasos, inseguro. Tropecé con una mesa y encontré una lámpara. Rastreando por el cable llegué a la perilla. Una luz azulada atravesaba el vidrio. No era mi departamento. Sentía vértigo y ganas de vomitar. Abrí la primera puerta a mi izquierda, el baño. Largué una mezcla de vodka, naranja, menta y gin. Borrosa, vi. una cara con barba rala en el espejo. Era yo. El cerebro me rebotaba. Me arrastré por la sala buscando la puerta del dormitorio. Lo único que quería era acostarme. La penumbra me guió, me quité los zapatos y casi sin equilibrio, los pantalones, abrí las sábanas y me tiré sobre el colchón. Un brazo me cubrió. Al rato, caricias desconocidas me despertaron. Me gustó. Pero no me interesaba conocer la cara de ese hombre que dormía a mi lado. Me pregunté qué estaría sintiendo ahora mi mujer, en nuestra cama, en nuestro departamento, recorrida por manos femeninas, las mismas con las que en la barra de aquel bar de mala muerte intercambiamos llaves y direcciones.

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Penelope

E

lena sabe que estuvo mal, que gritó, que se puso fuera de sí. Pero es que cuando Joaquín le dijo que no estaba dispuesto a pasar otro fin de año con sus suegros (y aguantar su rechazo, las miradas despectivas que siempre le dirigen, las burlas que le hacen todos por no ser el príncipe azul que esperaban para ella) no pudo sino reaccionar. Ella sabe que es cierto. Nunca lo quisieron. Pero a él, le dijo, todo lo que tiene que importarle es que ella lo ama, que lo eligió para ser su esposo y que nada ni nadie podría cambiar eso. Que le parecía tonto darles el gusto. Que hiciera como que estaban solos y la reunión pasaría pronto. Después de todo, era una vez al año. Le gritó otra vez: -“¡No entendiendo cómo podés mostrarte tan débil frente a ellos! Y eso es lo que dirán si no vas…que sos un débil. No voy a ir sola, ¡eso te lo puedo asegurar!”. El siguió gruñendo que no iba a pasar la fiesta allí, y aunque Elena no se acercó a calmarlo, vociferó, otra vez, que era importante que estuvieran juntos como siempre. Un esfuerzo. Tanto no le pedía. Ahora, sentada en el sillón del living, mientras teje un centro de mesa amarillo al crochet, se siente más tranquila y sabe que seguramente él, después de dar ese portazo, recapacitará. Pasaron por esta discusión muchas veces. Cada mediados de diciembre. Y como antes, él regresará después de un tiempo de pasear y cavilar, se abrazarán, se besarán y todo volverá a la normalidad. Siempre había sido así. Ella sigue tejiendo. Penélope, la llama él, cuando al entrar la ve así, sentada con las piernas recogidas sobre el sillón, el televisor prendido y esa cara de culposa tristeza con la que le expresa su arrepentimiento por haberle levantado la voz. Piensa que él salió sólo con una remera y está haciendo frío y llueve. Por la ventana ve cómo caen a montones las hojas marrones de los árboles. Joaquín se mojará y vendrá empapado. Cuando entre, le preparará un te caliente y una rica cena y todo se dará por terminado. Mira a su alrededor y le parece que ya está tardando demasiado: las cortinas, la alfombra, los almohadones, el mantel, la funda del sofá, un tapiz, sus medias, los asientos de las sillas… todo tejido en crochet amarillo.

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ErnestaCampos

Quiero decir libremente para acercarme a los otros. Escribir es dar una imagen de la propia realidad. 141


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Ernesta Campos

Hermana

S

é que has recibido el paquete, que no lo has abierto porque procede de mí. Lo guardaste muy bien. No podés dormir. Das vueltas y vueltas en la cama deshecha. Levantate. Buscá en el bagaje de los recuerdos. Hoy después de tantos años… Me encontraste. Te sacudo con mi imagen. Amiga. La de mis mejores años. Crecimos distanciadas en el tiempo, cada una en su lugar. Eras mi opuesto. Cada verano que iba a tu casa, yo renacía. Te sentía mi par. Eras el espejo en me comparaba. Te veía feliz, me hacía bien, olvidaba lo malo pasado. Aquí estoy, con mi delantal blanco impecable. Mi mirada quiere encontrar la tuya. Puedo reprocharte el no haber estado conmigo, ignorar esta faceta de mí. ¿Te acordás cómo me gustaba el mar? Me atraía, cuanto más bravo, mejor. Vos, en cambio, le tenías miedo. Yo te decía. ¡Vamos, vamos, animate! Caminemos por la orilla, vas a ver que el agua tibia, te llevará con sus olas suavemente hacia adentro. A veces te convencía… ¿Y los novios que teníamos? ¿Volviste a ver a los chicos que vivían enfrente? Sabíamos que ellos nos espiaban con larga vistas, nosotras simulábamos desnudarnos y en lo mejor cerrábamos la ventana, ¡cómo nos divertíamos! Este delantal me signó para mandar, ser jefe de toda esa gente que ves ahora. Mi responsabilidad de joven tuvo mucho que ver en el cambio, me obligó a nuevas relaciones, a una vida demasiado madura. Afronté peligros que hicieron más áspero mi carácter, tomé partido por una ideología diferente a la tuya. Otra imagen te muestra un hombre a mi lado, al que sonrío. Relación adquirida en el cargo, que llegó a ser íntima por mi maldita debilidad. Mi situación familiar era diferente, era fiel a los tíos, me habían formado desde chica. Todo lo que hacía estaba bien. Según ellos era brillante, creo que muchas veces esa estimación de mi personalidad te habrá fastidiado. Eso me llevó a creer que mi invulnerabilidad me escudaba contra el resto, no fue así, encontré a alguien que destruyó mi mun143


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do. Este hombre que ahí ves, aunque parece amable, fue déspota e hiriente. Recordarlo me produce una sensación desagradable. Me rebelo contra esa naturaleza despreciable, que se sumó a la mía. ¿Me desconocés? Apartá la mirada ¡no lo soportes! LLegá al patio de mi casa, a un rincón familiar que conociste. La mesa tendida. En el centro, yo, rodeada de mis compañeros de trabajo. Es un festejo. Una fiesta de fin de año. ¿Vos?, ajena, totalmente ajena. No era como las que pasamos juntas en la casa grande. Yo no me daba cuenta cómo extrañaba todo eso. Alejada de nuestros padres no valoré la ternura de esa madre que sé me amó al punto de renunciar a mí. ¿Quién se equivocó? No te hablé más, no me llamaste. Ese hueco profundo creció y nos separó. Yo sabía que ya no podía ser tu amiga. ¿Estás sintiendo lo mismo? Recuperar lo que se ha perdido… Los ojos de la culpa se empañan. La mirada se pierde en lo que yo no es. Los puños se cierran para atrapar lo inasible. ¡Qué impotencia! Desde este lugar en donde estoy nada se transforma. Yo permanezco aquí donde no cabe la impureza ni el remordimiento, donde no existen las pasiones. Mi delantal borra el camino equivocado. Soy tu hermana, la misma de siempre. Ahora, lo que fue toda mi vida son sólo secuencias del pasado. ¡Vos podés cambiarlo! Agrandá esta imagen, destruí las otras.

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Ernesta Campos

La foto

E

n la muestra me encontré con mucha gente. Si bien fui sola pude comentar con otros la buena organización y gusto con que estaba montada. Recorrí todo. Sin duda la fotografía primera era la elegida. Otra vez me dirigí a ella, no dejaba de mirar sus detalles. Era la foto. Quién ve las cosas desde arriba, con esa magnitud puede considerarse un dios…, pensé. Todo se unía en ella. Cielo y mar. Las nubes apuntaban a lo lejos, tenues e inseguras. La coloración de lo lejano las confundía con las alas de las aves. Abajo estallaba el mar delirante ante el rostro pálido de las rocas, inmensas moles que atajaban la mirada. Tan vívida era la impresión que cayendo por ellas me sumergí en ese mar. Escuché a mi lado una voz. –Veo que está muy interesada ¿Qué le parece? Cómo decir que envidiaba la amplia mirada del creador. La primicia salvaje de poseer esa inmensidad… –No puedo menos que admirar a quien extrajo esta maravilla de la naturaleza. Estoy sorprendida. Generalmente la fotografía no me atrae, debo reconocer que esta me ha fascinado. El hombre que estaba junto a mí se presentó y me dijo que era el autor. –Me halaga Ud. Esta foto la saqué un día feliz, por casualidad. –Lo felicito, es un hallazgo. Me agradaría tener una copia. –Sí como no, para mí es un gusto. Cuente con ella. –Observo que todos los que integran la muestra ofrecen la misma calidad, ¿trabajan en conjunto? –No lo hacemos en forma individual, nos reunimos para exponer las obras. A veces salimos en grupo, pero el trabajo creativo lo hace cada uno por su cuenta, lo mismo pasa en el laboratorio. Como verá cada uno tiene su personalidad, que se revela en el tema buscado y manera del enfoque. A mí me apasiona reflejar la inmensidad cuando se presenta en el mar, en el campo. Lo que abarca toda la mirada y luego se plasma en una imagen. 145


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–¿Le interesa amalgamar las superficies o contrastarlas? –Según, la luz, para mí, es el personaje más importante. –Muchos fotógrafos se dedican a la plástica. –No es mi caso. Me hallo bien en este campo, lo considero muy completo. Me agradaría volverla a ver. ¿Tiene algo que hacer el martes a las cuatro de la tarde? –Voy a ver mi agenda– dije bromeando – soy una mujer con muchos compromisos pero si viene a mi casa, lo espero con un café. Le di la dirección y teléfono, quedamos en reunirnos. Al despedirnos pensé que no lo volvería a ver. Me fui esperando que cumpliera la promesa. ¿Y si no?, no importaba. No me hice ilusiones estaba acostumbrada a que pocas cosas se concretaran. Fui al bar de la esquina, allí me encontraría con una amiga. Teníamos mucho que contarnos, pasaron varias horas. De pronto lo vi. Un hombre imposible de olvidar. Era el fotógrafo. Ocupó mi atención. Estaba sentado en una mesa cercana a la nuestra. Sus manos eran delgadas, finas. Observé su accionar cuando daba vuelta las páginas del periódico que leía con atención. No miraba a su alrededor. No reparó en mi presencia. Varios amigos, sus compañeros de muestra, se sentaron a su mesa. El apoyó el diario y pude ver su rostro. Me distraje charlando con mi acompañante y cuando dirigí la vista, él ya se marchaba. Me hizo un saludo en la mano y al pasar a mi lado me dijo…hasta el martes. Deseaba intensamente que llegara ese día. El martes a la mañana sonó el teléfono. –Hola, ¿Eva? –Sí, lo reconozco, Andrés, ¿el fotógrafo, verdad? –Como verá, sé cumplir con lo prometido. No olvido los compromisos. Puede contar con la fotografía. Hay un obstáculo. La cita era a las cuatro pero voy a llegar media hora más tarde ¿puede ser? –Igual será bien recibido, el café espera. Perdone la molestia que le ocasiono, me avergüenzo de ser tan pedigüeña –Al contrario, para mí es un placer que alguien admire lo que hago. Vino puntualmente a las cuatro treinta. ¿Cómo describirlo? Era para enamorarse… No sólo trajo la copia prometida, con brillo en los ojos oscuros y una sonrisa cómplice me acercó un ramo de flores. 146


Ernesta Campos

–Ud. Es un conquistador, sabe que a las mujeres nos gustan las flores. –A mí tambié –se sentó cómodamente–. Espero que me ofrezca un buen café, me lo he ganado ¿no? –Es la norma de la casa, así incentivo a los visitantes. Me dijo que estaba exquisito. Habló de sus viajes. Detallista al máximo, describía el paisaje, las ciudades, la gente como si los viera en el momento. Era agradable oírlo. Su voz era cálida y ponía mucha pasión en su relato. Seguimos charlando amablemente. Yo nos tratábamos como viejos conocidos. –¿Te gusta Mahler? –puse una de sus sinfonías. –Sí es uno de mis músicos preferidos, cuando no tengo inspiración o estoy en una pausa, me motiva. –Considero que va bien con tu concepto del paisaje, es grandioso, profundamente dramático. –Sos muy observadora. En poco tiempo me has captado. ¿Qué te puedo decir? Me siento muy bien en tu compañía, pero lamentablemente tengo que irme. Debo preparar un trabajo urgente ¿me disculpás? Se fue. Nos veríamos en cualquier momento. Varias veces nos encontramos. Nos transformamos en amigos y algo más…Me enseñó a manejar la cámara fotográfica con precisión, a revelar fotos. No hablábamos de mi obra. Él permanecía intrigado. Me sentía dueña de la situación. Quedamos en que vendría a mi taller. Preparé ansiosamente el encuentro. Llegó el día. Vino con una sonrisa como siempre. Fumaba nervioso, intrigado. Yo reía y gozaba con la incógnita que había despertado en él. Le mostré mis últimos trabajos. Se interesó por mis dibujos, los miró detenidamente. Le gustaba el lugar. Era una galería rectangular donde lucían las obras de gran tamaño. Comentaba con admiración. Prefería los temas figurativos, la expresión de los rostros. Coincidía en la aplicación del color y en el tratamiento de la luz que hacían resaltar las figuras. Se deshizo en elogios. Buscaba con afán alguna señal de su foto. Refiriéndose a su obsequio me preguntó por él. Con la foto en la mano, aclaré que la ampliaría para elaborar sobre ella un proyecto plástico. 147


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Sus ojos se desorbitaron, agrandó su cuerpo, estiró sus brazos, se abalanzó sobre mí, arrancó el papel de mis manos, voló en el aire, lo arrebató al vuelo. Yo me hice chiquitita. –Es mi obra– dijo–No la valoraste. Yo creí… ¡Qué tonto! Nunca fui tu par Era una simple muleta para construir un andamiaje, para lograr tus propósitos. Una obra no se desmedra así. Eso es robar. No tolero esa infamia. Un artista no copia. Eso es falsedad. ¿Toda tu obra es así? ¡Despreciable! Provocar tu admiración me costó noches de insomnio. Prefiero destruirla. Sólo dejaré pedazos, espero que te sirvan para conseguir lo que no sos capaz de crear. ¡Hipócrita!. – No te enojes – deslicé el lienzo que tapaba la espectacular ampliación enmarcada.– Siempre me sorprendías con tu serenidad, quería comprobar cómo eras cuando perdías el control. Se desplomó en una silla, la cabeza entre las manos. –Me hiciste caer. Maldita… Cruel… Desapareció furioso, dando un portazo y detrás de él perdí más que mi fuente inspiradora… Estoy sola. Prevalece la imagen de la foto, allí se sumergió nuestra estima y yo me perdí en ese mar

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Gustavo J . Araujo He pasado por la vida queriendo ser escritor, y solo yo lo creo. He deseado en la gesta ser un gran mentiroso, y nadie lo cree. Pero sigo intentando. A mis hijos Gabriela, Marcos, Lucía y Manuel y para y por Ale LOS AMO

Nació en Mendoza en 1965. Estudió por allí y por allá y ahora anda por aquí con la saludable intención de terminar de arruinarse. Principales logros comprobados: Primer Premio en Redacción Esc. Nac. Antonio Torres (1977) tema La Vaca. Campeón Provincial en sesenta metros llanos, Subcampeón en salto en largo (1978). Primer Premio Promoción 1982 “Discurso de acto de entrega de Diplomas” Esc. Normal Domingo F. Sarmiento, San Juan (afortunadamente el autor no guarda copia). Simpatizante de Huracán a pesar de los descensos (1973 a la fecha). Mención Honorífica del Concurso de Leyendas sobre Mar del Plata (1985) organizado por la Municipalidad de Gral. Pueyrredón. No estando prevista tal mención nunca se la dieron. Tampoco estaba previsto que la escribiera. 149


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Todo bien ¿no?

Y

se nos fue al carajo. Juanita Pérez López Puigrós nació acostumbrada. La costumbre persigue su destino. Costumbres de niña bian, bian nacida y bian predispuesta al uso y abuso desde el chupete que lo quiero limpito y calentito ¡Maríííía! no te olvides que la nena no agarra el tete ni la mema si no te ocupás vos misma, no sé que pasa con esta princesita si no siente el olor de la mucama no se queda tranquila ni un minuto igual todo bian ¿no?¡Marííííía! pasame los zapatos de Zarcany no esos no los que tienen el taco dorado dale burra lenta que llego tarde a la gala del Rotary y no te olvides de cambiar a Juanita yo no lo hago porque me arruino las uñas no vas a imaginar que me faltan ganas de hacerlo el pediatra me dijo es muy importante que se ocupe personalmente y desde la última visita que le hice a ese bombón ya la cambié como tres veces todo bian ¿no? Juanita debe saber que su madre no se sube a sus apellidos la gente como una tiene como compromiso moral dar el ejemplo nuestros hijos son el futuro de este enorme país lleno de energúmenos que no quieren trabajar papá no consigue obreros dispuestos para la fábrica no puede ser que vengan a joder con las leyes laborales y el convenio colectivo hace falta gente que trabaje y no se queje pobre papucho se hace tanta malasangre y no se da cuenta que aunque los ponga en blanco y pague los aportes en fecha esta gente nunca está contenta les subió el sueldo cinco por ciento hace un año y todo bian pero igual se quejan pobre papucho no hay forma de poner contenta a la plebe además exigen ropa de trabajo y que pague la A.R.T. porque papucho tiene un arreglo con el sindicato y por unos billetes el delegado no molesta todo bian ¿no? no saben que difícil es invertir en este país no entienden los esfuerzos de papucho para darnos lo que sencillamente merecemos vacaciones en Europa este año porque el año pasado estuvimos modestos y solo fuimos a Saint Bart igual todo bian con mi Juanita y el personal y mamita y papucho llegó unos días tarde después de reunirse con el intendente para arreglar algún asunto por los desechos de la fábrica ahora se les ocurrió a los negros del barrio de atrás que no eche la basura en el playón que 151


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da al arroyito para que joden si es un asco lleno de cosas que gente como una no quiere ni sospechar ¿no te digo que en este país no se puede? papá les da trabajo y vienen a joder con la ecología y la contaminación ¿cómo vamos a salir adelante? vamos siempre para atrás igual todo bian ¡Marííía! torpe vení para acá y abrochame el corpiño y traeme un vaso con agua ¡Marííía! y una aspirina ¡como llora Juanita! la malacostumbraste la tenés siempre en brazos ¡despertate zombie! pasame los aros no esos no los de perlas cultivadas que me regaló el hijo de puta del padre de la princesita que tenés alzada llamá un remisse de los que hacen descuento voy a llegar tarde si no te apurás no me hagás enojar sos imposible estás todo el día sin hacer nada y te ordeno algo y hacés cualquier cosa sos una desagradecida como todas las que mandaron de la agencia esa te tengo en una casa como esta con gente como una te doy de comer te doy una cama te di un uniforme nuevo porque la bruta que estuvo antes se llevó el bordado con las iniciales de la familia y cuando te pido que hagás algo tardás como mil horas y no te quejés y no me digás una palabra me duele la cabeza y estoy harta de escucharte todo el día hablando y hablando y no te queda tiempo para cuidar a mi Juanita pobrecita es una niña bian a cargo de una inútil como vos ¡aterrizá dormida! tenés el futuro del país en tus brazos torpes de hipopótamo dormido. Es un honor cuidar a una López Puigrós y acostumbrarla a la vida que merece y espera y ¿encima te quejás?. –Hola ¿agencia? habla Mechi López Puigrós, si, la misma. ¿Si tengo algún problema con la mucama? ¿La que mandaron hace veinte días? ¿Qué les parece? Es una sinvergüenza. Discutió conmigo y se nos fue al carajo. Luego de disfrutar el privilegio de trabajar en una casa de familia como esta, algo que agradecerá toda la vida, abusó de nuestra generosidad. Y nos ofendió con reclamos. Además nos exige que le paguemos sueldo. ¡Qué insolencia! ¿No le digo? Por eso este país no va para adelante.

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La culpa

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ra una tarde confusa. Había discutido con su hija mayor por algo que ya ni recordaba, estaba inquieto, molesto, como cuando hace calor y humedad y no hay lugar ni posición en la que sentirse más o menos cómodo. No sabía qué hacer con su cuerpo, las manos le sudaban sin razón, la cabeza parecía presa en un casco pesado y negro, la maldita sensación de sentirse fuera de lugar por una estúpida pelotera con una adolescente, que no tenía en cuenta otro mundo que el suyo. Esto era demasiado para él, padre en cierto modo obsesivo, sí, obsesivo con sus propias exigencias, y con los demás. No podía aceptar la naciente necesidad de su niña por marcar territorio aún a costa de los deseos de sus padres, de sus miradas suplicantes, como si de pronto hubieran pasado sin escala ni motivo, de héroes omnipresentes a molestos adornos hogareños. Algo debía hacer con su odiosa incomodidad. Algo que lo sacara de allí. Algo que lo dejara respirar, perder ese ahogo insoportable. Concluyó que salir a trotar, correr hasta extenuarse, le permitiría vaciar la cabeza de tanta boludez que lo acuciaba sin sentido. Subió a su habitación, buscó a tientas la ropa en los cajones, calzas, pantalones cortos, medias, ropa desahuciada que pudiera transpirar sin remordimientos. Se vistió rápido. Ató sus zapatillas bien ajustadas. Los pies delgados y largos no le permitían otra sensación que la de el calzado asfixiando la piel para estar cómodo. Buscó los anteojos, el cronómetro de su hijo. Tomó un sorbo de agua, el estómago revuelto no le aceptó más. Abrió la puerta de la casa, y sin decir una palabra, salió. Llegó a la esquina, puso el crono en marcha, y comenzó su rutina. Correr a un ritmo, no olvidarse, no apurarse al principio. Había comenzado frío, podía lesionarse( también ahogarse). Por suerte lo acompañaba el buen tiempo, la tarde estaba templada, no había mucho viento. Enfiló hacia la costa. Tenía un circuito prefijado donde había marcado los kilómetros. Llevaba buen paso, casi seis minutos por cada mil metros, nada mal por tratarse de un cuarentón mas o menos bien conservado pero no muy atento a los detalles que el médico le había 153


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sugerido. El sonido monótono de los pasos comenzó a surtir efecto. La respiración agitada lo obligó a concentrarse en el aire áspero que lograba recorrer sus pulmones angustiados. El ritmo era parejo, mantuvo los tiempos. Seis minutos y algo en el segundo parcial. Trotaba por calles asfaltadas. Algunos baches provocaron un par de sutiles puteadas al intendente de turno, –Y la puta que lo parió, ¿qué carajo hace con la plata que pagamos de impuestos? Hace diez años que corro por el mismo lugar y los baches ya tienen nietos. Este turro maldito solo sirve para sacarse fotos y aparecer en las noticias cortando cintas de alguna obra al pedo lo suficientemente grande como para que vayan unos cuantos periodistas lameculos a preguntarle lo que ya saben. Ya me embalé , y quería despejarme. Respiró hondo. Siguió trotando. Había pocos autos, los niños de las casas vecinas jugaban en la calle a la pelota, a la paleta, andaban en bicicleta despreocupados del mundo de los mayores, se reían. Para eso son los niños, pensó ,para recordarnos todo lo bueno que perdimos cuando comenzamos a darnos cuenta de las cosas. Ya se reía un poco. La vista de los chicos lo había distraído de su malhumor. Las piernas no dolían. Llevaba tres kilómetros y medio y todo marchaba perfecto. Siguió despreocupado. Buena idea la suya. Atosigarse con un poco de adrenalina y sudor, sintiendo como se hinchaban los músculos de las piernas ante la exigencia, le daba un placer morboso, hasta masoquista, se confesó sin vergüenza. Ese pequeño dolor, éxtasis masculino propio del ego maltratado. Cuatro kilómetros. Miró el crono y vio que iba más rápido. Mejor, se dijo, estoy hecho un pendejo, qué bien me vendría que me lo dijera alguna fémina piadosa. Esquivó un profundo bache con nombre y apellido, y siguió con más fuerza. Levantá las pantorrillas, arriba las rodillas. Los cuádriceps cansados comenzaron a decir basta. Los talones rozaban peligrosamente el asfalto. Cinco kilómetros y todo bien. Disminuyó la velocidad para esquivar un chiquito de no mas de tres años que jugaba en el medio de la calle con una raquetita de plástico. Siguió su monólogo. ¡Qué padres pelotudos! ¡Cómo lo dejan jugar acá!, solito en el paso de los autos. 154


Lo escuchó llamarlo. –Señor, eh, ¿me pasás la pelota?. Pendejo de mierda, ya no doy más y vos me pedís que pare por una pelotita. –Bueno bebé ,se oyó decir ¿dónde está? –Allá, en el jardín. Cruzó la calle trabajosamente, tomó la gastada pelota de tenis ,se acercó al chico y le puso la bola en la manito. Le dio un beso tímido. Miró buscando a los padres. Mirá vos, si yo fuera un pervertido hijo de puta, me podría ir con el pendejo y nadie se daría cuenta. Con un caramelo me lo llevo. De pronto comprendió lo que estaba pensando y dejó al chico con el beso colgado. Siguió su camino. Una basura. Miró hacia atrás para ver si lo seguían. Solo veía al nene saludándolo con su manita. Corría más rápido, el crono le importaba un carajo. Le dolían hasta las uñas, sintió que los pulmones estallaban. No importa, tengo que alejarme de allí, escapar ¿Cómo pude pensar en eso? Yo, que amo a mis hijos, y sería capaz de asesinar sin la menor culpa a quien solo pensara en hacerles daño. Sin embargo, la imagen del niño siguió atormentándolo. Cuanto mas hacía por no pensar, mas presente lo tenía. Llegó a su casa. Agotado. La cabeza explotando. –No puede ser, no puede ser. Tengo que hacer algo Tranquilizarme. Entró. Sus hijos miraban TV en la cocina. Verlos y sentirse una inmundicia fue una sola cosa. Corrió al baño y metió la cabeza en el agua fría. No pensar, Dios, no pensar, ayudame por favor. Se sentó en el inodoro apretándose las sienes, arrancándose el pelo. Atormentado. –¿Qué hago? ¿qué hago?, deliró buscando una respuesta en el damero del piso. Su conocida inflexibilidad siempre le había acarreado disgustos. Sus sentencias eran célebres entre los amigos: “a los chorros hay que cortarles una mano”, o, “si la agarro a mi mujer con otro la devuelvo”, o, “si tengo un hijo trolo lo echo a patadas de mi casa”. Ahora no se perdonaría. Debía ser inflexible consigo mismo. Algo comenzó a farfullar en su mente. Todo esto es por salir a trotar, la culpa la tiene mi maldita manía salir a correr, y cruzarme con esos pendejitos. Algo voy a hacer y será para siempre. Arrancarme estos pensamientos de mierda. Nunca más, si quiero mirar a mis hijos a la 155


Colección De La Palabra

cara. El médico saludó. –¿Cómo está, señor González? ¿cómo anda ese muñón? Si mis cálculos no me fallan, debe tener el callo lo suficientemente firme como para que comencemos a trabajar con la prótesis. Seguro que va a andar bien. Se va a sentir un pibe otra vez. Con un poco de paciencia y mucho de sangre ,sudor y lágrimas va a poder caminar perfectamente. Igual, usted ya sabe de esos esfuerzos. Según me contaron, salía a trotar hasta quedar extenuado varias veces por semana. Acá solo tendrá que aplicar la misma tozudez y saldrá caminando cuanto antes. Volver a trotar solo le va a llevar un tiempito mas. González miró al médico aterrado. Tendría que amputarse la otra pierna.

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Índice PRESENTACIÓN �������������������������������������������������������   Página  5

Susana Trajtemberg

Metáfora del envase vacío y el candado ��������������������   Página  9 Conjugación del tiempo �������������������������������������������   Página  10 The End, infancia �����������������������������������������������������   Página  11

Elba Tesoriero

Después de la Anunciación. �������������������������������������   Página  15 Final de duelo ����������������������������������������������������������   Página  17

Claudia Samter

Seducción �����������������������������������������������������������������   Página  23 Cavilaciones �������������������������������������������������������������   Página  25 Compañía inesperada ����������������������������������������������   Página  27 María y José �������������������������������������������������������������   Página  29 Mariana �����������������������������������������������������������������   Página  31

Rosario G. L.

La pareja ������������������������������������������������������������������   Página  35

Ana María Rodriguez

Amistad ��������������������������������������������������������������������   Página  39 El halagador ������������������������������������������������������������   Página  41 La máquina ��������������������������������������������������������������   Página  43

Marcela Predieri

Los amigos de Nacho �����������������������������������������������   Página  47 157


Colección De La Palabra

Gustavo Ortiz

El vehículo más frío del mundo �������������������������������   Página  55 Consumir preferentemente ���������������������������������������   Página  56 Salita Roja ����������������������������������������������������������������   Página  57

Gustavo Olaiz

Pilo ���������������������������������������������������������������������������   Página  61 Composición tema: la vaca ��������������������������������������   Página  65 Espejitos �������������������������������������������������������������������   Página  68

Paula Marrafini

El eclipse de Juan ����������������������������������������������������   Página  71 Plagio �����������������������������������������������������������������������   Página  73 Tres puertas ��������������������������������������������������������������   Página  75 Historia común de asesinato ������������������������������������   Página  76

Nancy Lucotti

Lenguaje de velo y sombra ��������������������������������������   Página  81 Testigo de una historia ���������������������������������������������   Página  82

Lucía Lorenzo

Llorando al charco ���������������������������������������������������   Página  85

Alejandro Gómez

Sopa de ajo ���������������������������������������������������������������   Página  89 El último juego ���������������������������������������������������������   Página  92 Juan y el tren ������������������������������������������������������������   Página  96

Gustavo Fogel 158


¡Brilla...! ���������������������������������������������������������   Página  101 El pasillo ����������������������������������������������������������������   Página  103 El policía. ��������������������������������������������������������������   Página  107 Across the Universe �����������������������������������������������   Página  110

Graciela Fernández

Carnaval ����������������������������������������������������������������   Página  113 Reacción en cadena �����������������������������������������������   Página  114

Edith Ruz de Colombo

Amnesia ������������������������������������������������������������������   Página  117

Sergio LuisColantonio Loitey

Perpetuidades ��������������������������������������������������������   Página  123 De la tierra al Cielo �����������������������������������������������   Página  125

LidiaCastro

Eros y Tanatos �������������������������������������������������������   Página  135 Polirrubro ��������������������������������������������������������������   Página  137 Obsesión estética ���������������������������������������������������   Página  138 Intercambio ������������������������������������������������������������   Página  139 Penelope �����������������������������������������������������������������   Página  140

ErnestaCampos

Hermana ����������������������������������������������������������������   Página  143 La foto ��������������������������������������������������������������������   Página  145

Gustavo J . Araujo

Todo bien ¿no? �������������������������������������������������������   Página  151 La culpa ������������������������������������������������������������   Página  153 159


Participan en esta antologfa los siguientes escritores: Susana Trajtemberg Elba Tesoriero Claudia Samter Rosario Garriga Lacaze Ana Maria Rodriguez Marcela Predieri Gustavo Ortiz Gustavo Olaiz Paula Marrafini Nancy Lucotti Lucia Lorenzo Alejandro Gรณmez Gustavo Fogel Graciela Fernandez Sergio Luis Colantonio Loitey Lidia Blanca Castro Hernando Ernesta Campos Gustavo J. Araujo


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