Ilustración de tapa: María Sandoval e−mail: lineasandoval@yahoo.com.ar Facebook: caprichos de autor WEB : www.ar.geocities.com/lineasandoval/
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual. Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización de los autores. IMPRESO EN ARGENTINA EDITORIAL MARTIN - 2012 Colección DELAPALABRA - Dirigida por Marcela Predieri Contacto: delapalabra@hotmail.com ISBN: 978-987-543-583-4 Se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Editorial Martin, sitos en Catamarca 3002 de la ciudad de Mar del Plata, en diciembre de 2012.
Lea y punto
EDITORIAL MARTIN
Colecciรณn DELAPALABRA
PRÓLOGO Escribir es para Raymundo Mier un regreso sin origen a las palabras, es siempre una reescritura, una revocación de lo escrito. A lo que Maurice Blanchot agrega que escribir puede tener al menos este sentido: gastar los errores. Hablar los propaga, los disemina haciendo creer en una verdad. Y es esa verdad inverosímil la que nos presentan los escritores del grupo DELAPALABRA en la Antología Lea y Punto Si la realidad supera la ficción, Lea y punto reúne lo mejor de ambos mundos. Exhortación que invita a sumergirse en las páginas de intenciones intensas, sin relojes, como si el tiempo no existiera. Sexo y humor en La carne es débil, dicen o Crónica andina, melodía de amor en Alas de tango, melodía y alcohol en Lastima bandoneón. Ambientes de juego, tango y mujeres en Detrás del vidrio o Historias de bar, encuentros con personajes singulares como Justo Carmona, José Baigorria, Fernando y la pelota o la Muñeca de trapo; dejarse atrapar por el enigma de los borcegos, la dependencia a los anteojos o al juego de Casa de piedra; sentir la desazón de Las primeras palabras o la nostalgia de Amados recuerdos. Heterogeneidad de autores y temáticas contemporáneas. Historias diferentes se dan cita para conformar una o múltiples tramas, el borde confuso que separa de la locura, el crimen, fantasmas, la guerra histórica frente a la guerra interna del sujeto; la vida colectiva, lo irracional enfrentando al hombre con los límites de la razón. Lea…para convertirse, de acuerdo con el decir de Jorge Luis Borges en buenos lectores, cisnes más tenebrosos y singulares que los buenos autores y punto. Graciela N. Barbero Diciembre/2012
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Ana María Rodríguez Arbizu
Narradora marplatense, con publicaciones en antologías de la colección de la Palabra y Dunken, Mención de Honor en Junin País 2011. Contacto: anamr2001@hotmail.com 7
La carne es débil, dicen
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e lo tenía que sacar de encima. Era rubio y confianzudo, una cosa lo habilitaba para la otra. Y joven. No se imaginó lo que vendría, cuando la primera vez él le eligió las manzanas poco machucadas, casi las mejores, ni cuando le preguntó: ¿Le gustan así las bananas, señora?, mirándola bien adentro. Ni cuando la siguió al auto con las bolsas. No pesan mucho, yo puedo, dice ella para evitar algo inevitable. Por favor, es un placer. La voz envuelta en una energía caliente llega de muy cerca y le sonríe cuando baja la puerta del baúl y muestra los brazos y las manos posiblemente atrevidas. Ese día, los hombres la miraban. Estarán todos calientes por algo, pensó, quizá el bailando de Tinelli y el caño, tal vez un partido de River– Boca, tal vez el calor. Este pibe también esta caliente, dictaminó, y le dejó dos indiferentes pesos antes de subir al auto. Y empezó a ir muy seguido a la verdulería: que pepinos, tomates, zanahorias, huevos. Se lo tenía que sacar de encima pero no pudo. Y fueron a la cama. Entonces fue comprando impulsos contenidos, olvidadas calenturas, antiguos placeres. Hay que comer sano, decía, cuando le preguntaban por tanto fanatismo verde y después, se reía sola. Porque estaba cada día más contenta, la sonrisa de oreja a oreja, y más flaca. Los compañeros de oficina la veían cada vez más pálida y ojerosa: Che, vos estás bien, no te faltarán proteínas? Era cierto. A su edad, tanta cama y tanta vegetalidad la llevaron a una anemia. Entonces el pibe aprovechó y se tomó el buque, estaba harto de la rutina del sexo y las bolsas. No era cuestión que alguien le echara la culpa. Después de un tiempo y recuperada de los vaivenes del destino, ella va a la carnicería, saluda, espera su turno y pide nalga para milanesas, y el hombre de delantal blanco, cuchilla en mano, ojos de lobo mirando a Caperucita pregunta: ¿Le golpeo la nalga? De las milanesas, digo. Si, está bien, gracias. Y ahí mismo, sobre el mármol y el asado se vuelve definitivamente carnívora. 8
La voz de él
C
ada vez que hablaban la voz de él le llegaba sin dificultad ni tropiezos, se enroscaba en sus latidos, seguía más abajo, al centro del poder y allí se expandía al resto del cuerpo. No me gusta, te digo que no me gusta, no es mi tipo y además es casado, le contaba a su amiga. Eso no le importa a nadie, todos son casados, en pareja, concubinos, juntados, argumentaba su amiga, rápida para acomodar las circunstancias adversas a su favor y eufórica por las confidencias. Cualquier cosa me llamás al celular, le había dicho él, una vez. Entonces cuando el mar de dudas la ahogaba o el barco se iba a pique lo llamaba pidiendo ayuda y esa voz la unía a la tierra. Si no te gusta entonces qué querés, decía su amiga, cansada de empujarla a dar el mal paso. Me escucha, yo le cuento mis problemas y alguien me escucha. En ese punto su amiga se ofendía: ¿Y yo qué hago? No es lo mismo, vos me entendés. Su amiga la entendía, pero poco; en su lugar con la ropa más ajustada, perfume y tacos altos saldría a buscarlo. Por algo estaba tan dispuesto a escucharla, eso lo había aprendido de su abuela: los hombres ayudan a las mujeres sólo cuando les adivinan la ropa interior. Lo de la ropa interior es antiguo, lo otro no. Cualquier cosa me llamás, no importa la hora, le había dicho él, una vez. A las doce de la noche no, dice su amiga, es de locas, hacelo con clase, que no crea que estás regalada. A cualquier hora, se repite ella. Esas palabras la enroscan cada vez más y trepan por sus piernas aunque no le guste, no sea su tipo y sea casado. Total qué puede pasar, si no querés un amor para toda la vida, dice su amiga, a vos te hace falta otra cosa, y se ríen. Tiene razón, lo llamo con cualquier excusa y que me contenga, me tranquilice. Tiene que ser ahora. Está casi temblando, qué calor, la temperatura en su punto más alto, siente el cuerpo flojo, tendría que acostarse, justo se le aparece la imagen de la cama, le duele la cabeza. Está casi afónica, mejor lo llamo otro día ¿Y qué le digo? Que sí, que sí, diría su amiga. Ahora o nunca. Espera la voz de él para ahuyentar a los demonios 9
y tener paz. Atiende una voz de mujer. Y no me confundí de número. La contención, la cama y la paz se diluyen mientras una voz que no es la de él y no va a ser, le dice que su marido no está en la casa, que se olvidó el celular, es tan despistado, vuelve en seguida, fue a comprar empanadas. ¿Quiere dejarle algún mensaje?
Avisos clasificados
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n medio de la noche indiferente, se prenden todas las luces. Aparecen mensajes rojo intermitente, ajustar los cinturones. Llega la voz del capitán, fría y serena, con información para los señores pasajeros. Esas palabras relampaguean de cerebro en cerebro, algunas quedan en unos, otras en otros: Desviarse, buscar aeropuerto alternativo, aviso de huracán. Nadie les dirá cuánto combustible queda en la máquina, ni un posible aterrizaje de emergencia. No al pánico. Los ojos sin sonrisas de las azafatas controlan los cinturones de seguridad y se alejan, dejándolos a merced del destino. El corazón se fusiona con el estómago. Suben y bajan por la montaña rusa. Las bocas apresan el miedo. Una señora mueve los labios como si rezara. Está hablando sola: Para qué me metí en esto, para qué les hice caso: “Dale, sí, animate, te va a hacer bien”. Bien sería estar con los pies en la tierra en un crucero por Brasil, y no acá a los saltos con el huracán. Qué joda, los mayas y la serpiente emplumada que lo parió, mi Dios, que baile y encima, Carlos esperándome en el aeropuerto, veinte años pasaron, no me va a reconocer. Necesito otra pastilla, ¿Cuántas tomé? ¿Cuándo termina esto? Te reconocería en la multitud, me dijo, con esa sonrisa, y caí muerta. Encima voy a llegar vieja, fea y empastillada. Si llego. Con los pelos parados y cara de loca como esa chica, pobre. La chica está abrazada al bolso como a un salvavidas. Apenas puede esbozar algún pensamiento: Si salgo de ésta, se lo tengo que decir. No te quiero. Casarme no es la solución, él no se lo merece. Voy a buscar trabajo, nadie me tiene que mantener. Soy joven. 10
Tengo miedo. Se lo voy a decir, lo prometo. Debo tener la misma cara de loca que esa señora y ese hombre, tan grandote y parece un nene perdido. Todos estamos perdidos. Me siento perdido. Si salgo de esta no la voy a ver más. Basta de mentiras. Basta de viajes de negocios inventados. Me vuelve loco pero no la voy a ver más. Primero están los chicos y la flaca, pobre, cómo le miento, me quiere y me banca todo. Si salgo de ésta la termino, empiezo de cero con la familia. Basta de juegos. De pronto, un alerta de silencio y paz conecta los nervios de todos. Pasó el susto, salieron de la montaña rusa. Les informan que comienza el aterrizaje en las condiciones previstas. Estómagos y corazones en su lugar. Los pasajeros aplauden, ríen, respiran, se mueven. Dejan ir los pensamientos del miedo. Preparan los bolsos y la vuelta al mundo real. Esta fue una señal, me quiero ir a mi casa. Me vuelvo, nada de serpientes emplumadas. Veinte años es mucho. Tengo que activar los preparativos del casamiento, no falta tanto. El vestido de novia ¿Me quedaría mejor blanco o color natural? Que ganas tengo de verla, me puede, me vuelve loco. Por suerte se inventaron los viajes de negocios.
Historia de pescadores
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as olas castigan esa isla, apenas unida a la tierra por una línea de arena, destinada a desaparecer cuando la marea lo disponga. Los pescadores ni se acercan, nunca trasponen el límite de las aguas malas, que sólo ellos conocen. Vé, allá es, le dicen al turista, señalando con los ojos. Y se adivinan rocas negras y algo de verde sobre el brillo turquesa del agua. No debe vivir nadie ahí, se anima a decir el turista. No crea, está el perdido, dicen los pescadores y se hacen rápido la señal de la cruz. El turista percibe algo raro en el tono de la voz, el aire se espesa, mientras uno de ellos comienza a contar la historia de tiempo atrás: Cuando el perdido era uno más de nosotros, le dice. Antes de conocer a Endora. Rubia y joven. Con olor a sexo y a traición. 11
Y el pobre empezó a morir por sus besos, por su cintura. Ella, a cambio de sus favores, lo había obligado a nacer de nuevo, a borrar su pasado y sus recuerdos. Lo ayudaba con mezclas de yuyos, y así le quedó para ella un ser de viento y sombra, ni el mar es el mismo. Viven solos, no quieren a nadie. Y se hacen de nuevo la señal de la cruz. De pronto, un pescador gira la lancha para volver a puerto rápido, sin dejarse tocar por las olas grises. Después, a la noche, en la fiesta del pueblo golpearán con fuerza tambores y cascabeles, para espantar por las dudas a los malos sueños.
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Andrew Macsad
Nacido en el Reino Unido y criado en la Patagonia argentina, el autor reside en Mar del Plata desde 1996. Cursó estudios universitarios, recibiéndose de Contador Público y Licenciado en Administración en 2005, Posgrado en Tributación en el año 2008 y Abogado en 2010. Actualmente trabaja para el Estado y en su tiempo libre se dedica a su vocación literaria, que cultiva desde su juventud. Email: andrewmacsad@gmail.com 13
Un viaje en colectivo
S
iento tu piel que roza mi piel. La temperatura de tu piel, algo más caliente. Su superficie, tanto más suave, tanto más tersa; que invita a resbalarse hasta tus tobillos, y a descansar en tus pies. Siento los músculos debajo de esa piel, que se tensan en tu pierna, para aferrarte mejor al piso; que se mueve. La forma de esos músculos, que definen tus curvas, solo interrumpidas por una superficie rocosa, tu cordillera, una rodilla como línea divisoria de aguas. Siento la humedad de tu piel, el calor del ambiente. Su mutación en gotas al tocar tu piel. Cada gota, que nace de cada poro. Y se mantiene allí, latente, creciendo, vibrando; para luego fusionarse con otras gotas y otras superficies. Gente. Gente de cada lado. Gente atrás, de pie, junto a vos y a mí, gente adelante, sentada. Gente hablando, riendo, tocándose las caras, las manos, las espaldas. Voces que se suman y se confunden, olas de voces, que solo se rompen y estallan al chocar con algún ruido del exterior, más grande, más fuerte. Tu pierna y mi pierna, y el cosquilleo leve en el vello de mi piel. Vos, que te acercás y te alejás, cuando el colectivo dobla, cuando el colectivo frena. Vos, y tu pierna, y nuestra piel. Siento tu perfume, o imagino que lo siento. Cierro los ojos e imagino como debería sentirse el perfume de tu piel. Imagino mi cabeza, mi cara, sobre esa parte de tu pierna, ahora –de pronto– apoyada en otro lugar, lejos de motores y concreto, lejos de los ecos de esta ciudad; mi nariz respirándote. Imagino el mes de septiembre y tus pies descalzos en el pasto, algún pasto, del color y suavidad que elijamos. Los dedos de mi mano, filtrándose en los espacios que separan los dedos de tus pies. Mi dedo índice explorando los límites de la sensibilidad, en la planta de tu pie. Tu empeine que se extiende y se contrae, a veces arrugando la superficie inferior de tu pie y aguantando una breve risa, que sentís te erupciona desde el pecho. Puedo elegir no pensar, que solo fue el azar el que te trajo a mi lado. Puedo elegir pensar que, entre todos los transportes y los 14
días y las horas del universo, optaste por éste. Puedo elegir pensar que, durante esos breves segundos, en que tu piel es arrojada a la mía, cuando el colectivo frena en una esquina o ante un peatón imprudente, tu pierna decide permanecer aún allí, luego de recuperar el equilibrio. Permanecer, cobijada, a salvo de intemperies y tormentas de verano. Hablándonos, sintiendo las pulsaciones de tu piel y mi piel. La voz suave de nuestros cuerpos. Podría ser, que tu parada ya hubiera quedado atrás y que no te has podido bajar, porque una fuerza gravitacional irresistible ancla tus pies a este lugar nuestro. Podría ser, que el chofer nos ordena movernos al fondo, para hacer lugar a los nuevos pasajeros. Y que fingimos no escucharlo, o que no nos habla a nosotros. Y miro tu oreja. La forma de tu oreja. Cada contorsión de la piel, cada nervadura que se hunde, más y más, en lo profundo de vos. Como un caracol. Un caracol donde dicen, puede escucharse el sonido del mar. Entonces te acercás vos, te acercás y te alejás, una espuma que sube por la arena caliente y vuelve al mar, cambiando su color, dejándole su humedad. Y el sol que se refleja en las partículas de sal, que brillan, como brillan los pelitos casi transparentes, aquí y allá, poblando los bordes de tu oreja. Tu mano. Tu mano rosada que se agarra con fuerza al respaldo del asiento. Un anillo de plata que has elegido colocar en tu pulgar. Y yo que imagino conocer las razones de tu elección, y eso tal vez me acerca a vos. Eso que podemos compartir, esas pequeñas elecciones que nos definen y nos apartan de los demás. El esmalte transparente de tus uñas, que nacen de tu piel rosada y del semicírculo pálido que se entierra en tu piel, tu uña que nace de ese sol lechoso y lejano. Yo, que casi como una excusa, me tomo del mismo asiento, como si mi deseo hubiera plantado un agujero en el asfalto, y el colectivo –que vibra y se sacude– me dejara sin opciones. Y ahora sí, tan cerca, tu mano y mi mano pueden adquirir las mil formas de una caricia. Tu dedo más pequeño, que marca el límite de tu mano, puede reposar sobre el mío. Casi como una casualidad, pero siempre como una sentencia. Y así olvidarnos de todo tiempo pasado, 15
que solo existió para el aquí, para el ahora. Porque un dedo y otro dedo, son una línea que separa los tiempos, y que une las carnes. Son un puente, un punto de partida. Y el colectivo que vuelve a frenar. Y la masa de gente que entra y sale. Voces que nacen, y otras que se apagan. Una risa que se propaga en muchas risas. Una queja, un lamento, una arenga. Los movimientos que terminan. La gente que se reubica en su fugaz espacio, en su pedazo de universo. Una mano nueva que se agarra del respaldo del asiento (nuestro asiento, nuestro respaldo). Una mano gris, agrietada, áspera. Y un aire frío a mi lado. La ausencia de tu perfume. Vos, que ya no estás. Te busco entre los cuerpos que se dispersan en la calle. En tu paso lento, en el lugar que has escogido sobre el cordón, para detenerte. En el movimiento que el viento imparte a tu cabello. En tu cabello y en un pájaro, que se mueven sincronizados, con las ondas del aire. Imagino tu cabeza que gira hacia mí, en la punta de tu nariz que se asoma. Imagino que crees ver una mano mía que te saluda. Y yo, una sonrisa tuya, que me identifica entre todas las caras que pueblan este lado del vidrio. Te veo achicarte, tu figura empequeñecer a medida que el colectivo recupera velocidad y continúa con su ciclo infinito de paradas, de calles y barrios. Y pienso que cada persona que me rodea, volverá a este mismo sitio en otro tiempo, en otro día o tal vez en este mismo. Es lo que debería suceder, me convenzo. Es parte de la sustancia casi inmodificable con que se forman nuestras rutinas. Te veo alejarte, pero soy yo el que se aleja, en realidad. Y en la forma de los cuerpos y los objetos, que tienden a fusionarse en los paisajes lejanos, creo ver un brazo tuyo que se levanta, tu cabeza que se inclina levemente. Creo ver tu mano, y el dedo primero y el último que se extienden, para transformar esa mano en un teléfono. ¿Por qué estoy aquí? Miro hacia abajo, a lo que me sujeta a este colectivo y a este mundo. Mis pies entre muchos otros pies, cada uno envuelto en un zapato, una zapatilla, una sandalia. Cada uno mostrándoles a los demás quienes somos, o quienes queremos ser. 16
La forma como quiero que me miren, que me hablen. Y mi cordón suelto que me lleva al pequeño monedero que te has olvidado junto a mi zapatilla. Un monedero de lana, tejido con tres colores diferentes, tal vez por una abuela a la que ibas a visitar. Un monedero donde solo hay lugar para la mitad de mi dedo, una moneda conmemorativa –¿una señal?–, un lápiz labial y un papelito arrugado, que solía envolver en un pasado no muy lejano, un chocolate “marroc”. Y en el reverso de ese papelito, una puerta que se abre: un número de teléfono, anotado por un pulso nervioso. Tu caligrafía invadida por el movimiento del colectivo. Y vuelvo a mirar por la ventana, hacia donde vi tu figura achicarse y desaparecer en la distancia. Y pienso que hoy será tal vez uno de esos días, en que la memoria se prepara para recordar. Un color, un aroma, que penetra más profundo y se agarra a un momento, como esas melodías que escuchamos y nos llevan de vuelta a un pasado en que creímos ser felices. Un pasado que vuelve a resurgir, que no sabíamos que aún conservábamos en algún rincón. Un leve movimiento de tus labios. Dos arcos que decoran tu cara, que envuelven tu boca, que te fabrican una sonrisa; y que se gravan en mi retina. Creo que hoy tal vez será uno de esos días, en que la noche tarda en llegar. En que los minutos se estiran y se llenan de todo lo que fue y en todo lo que pudo ser. En los acontecimientos del día y sus infinitas ramificaciones y posibilidades. Como si ese día estuviera formado por muchos otros. Y luego, a la distancia, pudiéramos tejer una historia con los hilos invisibles que los unen. Y yo, pudiera colocar cada uno de esos momentos uno al lado del otro, sobre un estante o en una vitrina. Para mostrarle quizás a alguno, a cualquiera que pregunte, y decirle: “fue así como nos conocimos”.
*El presente relato fue publicado en la edición dominical del Diario La Capital del 07/10/12.
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Oscar R. Ruiz
Nací el 01 de noviembre de 1956, en Mar del Plata, Provincia de Buenos Aires, ciudad que amo y en la cual crecí, me desarrollé, formé mi familia, vivo y moriré algún día. Comencé a escribir mis primeros relatos en la adolescencia. Luego la facultad, el trabajo y las obligaciones cotidianas provocaron que, por un largo período de casi 35 años, mi contacto con las letras fuera solo a través de la lectura. La vida, en el año 2011, a través de un amigo, me acercó a un taller literario. Desde ese momento, el hermoso oficio de escribir, ahora sí, se convirtió en un vicio y una necesidad absoluta. Imposible de abandonar. contacto: oscarricardoruiz@gmai.com oscarruiz–letras.blogspot.com www.oscarruiz.com.ar 19
Balada para Astor
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e despierto sobresaltada, tarde muy tarde, serán las tres o las cuatro, no lo sé a ciencia cierta. Giro mi brazo derecho instintivamente para tocarte y encuentro el abismo de las sábanas vacías. Tomo conciencia de que te fuiste. Desde la cocina, el zumbido apagado de la heladera interrumpe de a ratos el silencio de la casa. Otra noche más sin poder dormir. El incendio en el estómago me hace retorcer de dolor. Me levantoMe paroBajo las escalerasVoy a la cocinaTomo aguaMiro por la ventanaVoy al bañoCamino hasta el livingPrendo la teleLa apagoAgarro un puchoTomo antiácidoEl incendio no paraVoy y vengo de la nada al vacío. Fuuu. Respiro hondo. Una, dos, tres veces. El reloj canta las tres. Abro la ventana y la noche me pega fuerte en la cara. Tranquilidad. Silencio. Solo se ve la luz de la esquina, es la hora que me gusta, prendo la hornalla, pongo la pava para hacerme unos mates –a pesar de la acidez– ya resignada a no dormir más, mientras tanto pienso en nada, en vos, en mí, en mi vida, la familia, los amigos, lo que quiero, lo que no pudo ser. “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento”. –Qué Impresionante este tipo Expósito, dieciséis años y escribiendo así, qué impresionante. Sus versos me dan vuelta en la cabeza. No me los puedo sacar. Tarareo bajito. Me dan unas ganas tremendas de escuchar un tango tuyo, –el último tango tuyo en Italia– pero es muy tarde y los vecinos se van a cabrear. Me las aguanto, hoy no estoy para peleas. Desde la ventana veo la Piazza Navona y el obelisco egipcio de la Fontana dei Quattro Fiumi y otra vez –como siempre– me hago la ilusión de que estoy mirando desde lejos la avenida Corrientes y mi amado Obelisco, pero es tan distinto. La acidez me ataca en oleadas. ––¡Má sí, yo lo escucho, que se jodan los vecinos, total no me ven más! –suelto en un alarde de egoísmo vecinal poco común en mí. Tomo un disco de la pila y lo pongo en el tocadiscos. Los primeros acordes de bandoneón de Amelitango suenan con toda su potencia. Es tu regalo, es mi despedida. 20
El teléfono me asusta: –¡Hola! –¡Amalita!...querida, ¿cómo estás? –me contesta una voz que reconozco inmediatamente. –¡Ferrer!... ¿qué hacés llamándome a esta hora? –A esta hora ¿qué? –me dice como si fuera lo más natural del mundo– si son las siete de la matina y me estoy yendo a apoliyar. –¡Ah sí, mirá qué bien! Para que sepas Horacio en Bs. As. serán las siete, pero acá en Roma son las tres, pedazo de gil. –Y…viste piba “ya sé que estoy piantao, piantao, piantao” –me canta, sacándome una sonrisa. Inmediatamente se pone serio. – Bueno, ya está, ¿cómo estás? –Llevándola, me imagino que te enteraste y por eso me llamás. –Y sí, vos sabés que con Astor no tenemos secretos. ¿Necesitás algo? –No, nada, tiempo solamente, en unas horas sale mi vuelo. Acá ya no tengo nada que hacer, además Italia en Setiembre es triste, muy triste y la primavera está en Bs. As. –digo como si quisiera convencerme a mí misma de que allá voy a estar mejor. –Me alegro de que vuelvas, cuando estés ubicada llamame que hay un montón de presentaciones para hacer. Balada para un loco sigue pegando mucho, cada vez más –Bueno. ¿Hablaste con Astor?, ¿cómo está? –pregunto ansiosa. –Bien, bien, dentro de lo que da la situación. Quedate tranquila. Metió todas las pilas en la grabación de “Summit” con Gerry Mulligan y el éxito de “Libertango” lo levantó un poco. Ya va a salir, necesita tiempo. –Los dos sabíamos antes de venir a Italia que la cosa no iba a funcionar. No pude dejarlo solo después del infarto. Pero ya no va más. –Ya lo sé. No tenés nada que explicar ni justificar. A veces con el amor solo no alcanza. Cuidate, los quiero mucho a los dos –se despide –Chau. Cuelgo. Inevitablemente te pienso, mientras los primeros acordes de “Tristango” empiezan a sonar. Nunca hubo ni habrá, para este momento un tango tuyo mejor. 21
Alas de Tango
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“Alas de tango llenaban de luna la penumbra y en un brindis de champagne la sala fue quedando a oscuras el día que se baile tango en las calles del amor cara a cara, ojos cerrados, corazón a corazón” Alas de Tango M.Gurevich y Scherman n día te animaste. Tomaste valor y le pediste al Padre de todos, como si fuera lo más común del mundo.
–¡Padre!, quiero bajar a Buenos Aires. Quiero aprender a bailar tango. Y Él, ante tu asombro dijo que sí. Con su generosidad no había otra respuesta posible. A pesar del dolor por dejarte ir, a vos; uno de sus ángeles predilectos. Llegaste una madrugada a Buenos Aires para recalar en cualquier barrio porteño, donde salones de baile hay de a dos por cuadra, y empezaste a aprender. Tímidos los primeros pasos como palotes. Después las figuras vinieron y se vio a lo lejos que habías nacido para el tango. En las clases las mujeres se peleaban en voz baja para bailar con vos. Decían que tus pies se movían como si estuvieran separados del piso y tu marca era tan varonil, pero tan suave al mismo tiempo, que segundos antes de indicarles el giro, ellas sabían dónde tenían que ir, o cuando detenerse y flotar en un compás de violín que se les hacia interminable. Al tiempo llegó la noche de tu primera milonga. Nervioso como si fueras cualquier mortal, te pusiste la mejor colonia que encontraste –aunque no la necesitabas– y lustraste los zapatos de baile por cuarta vez. Entraste al salón sintiendo las miradas de todos sobre tu espalda. La música inundaba el ambiente y en la penumbra de la pista se veían algunas parejas bailar, mientras Pugliese y “Yuyo Verde” se juntaban magistralmente. No esperaste mucho, la ansiedad te devoraba, cabeceaste a la primera mujer que viste y al dar los dos primeros pasos en la pista, 22
se acabó tu miedo. Sentías que las notas y acordes de ese tango que bailabas construían una alfombra donde te deslizabas con placer y alegría, mientras la música entraba en tu cuerpo angelical poro a poro. Al rato, como si estuvieras en la escuela de tango, las mujeres hacían cola para bailar con vos, y los hombres, ¡los hombres! con envidia oculta y en silencio te miraban de reojo, admirando tu apostura, tu elegancia y garbo. Hasta que ella llegó a tu lado. Frágil, menuda, pelo negro, piel pálida. Simplemente te estremeciste al poner tu mano en su espalda, mirarte en sus ojos y percibir su leve temblor, en una sensación que hasta ese momento era desconocida por vos. Las primeras notas sonaron. Se congeló el tiempo, los cuerpos se tensaron y en un acorde inesperado de bandoneón diste la orden inclinándote hacia adelante para dar el primer paso, y a partir de ése surgieron un torbellino de giros, cadenas, sacadas, ganchos, ochos, boleos y molinetes que se sucedían uno tras otro en una sintonía perfecta. Era como si siempre hubiesen sido uno y nacidos para bailar. Estabas bailando tango. La emoción te embargó de tal manera que sin control alguno de vos mismo te entregaste a la música, la sensualidad del momento y a esa mujer desconocida y terrena que tenías entre tus brazos. Tus alas, entonces, se liberaron de los elásticos que las sujetaban y rompiendo la ropa se desplegaron blancas, inmensas, magníficas, buscando aire y cielo, para dejar a la vista de todos tu verdad de ángel. A los pocos minutos, -como las flores del cardón, efímeras y hermosas- se despegaron de tu espalda para caer al piso, dejándote aún aferrado a la cintura de esa mujer, de la cual te enamoraste. Absolutamente desamparado. Como si fueras el primer hombre de la tierra.
Nota: Alas de Tango, obtuvo la 2da. Mención de Honor en cuento 1er. Certamen del Consejo Municipal de Cultura General Pueyrredón – Mutual de Trabajadores Municipales. Partido de Gral. Pueyrredón año 2012
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Domingo Bajo el ala inspiradora de Paula Ithurbide
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adrugón de ganas. Limpieza apurada. Astillas, descendientes de nobles cajones. Bollitos de diarios. Quebracho y piquillín. Lenguas que queman, hipnotismo del fuego, brasas con humo amistoso. Corridas de ropa colgada. Griterío. Encuentros. Abrazos. Besos en las mejillas. Cinco platos de madera. Descansan los cuchillos obreros a la sombra del cajón: Hoy trabajan los facones pitucos. Rúcula, con parmesano fresco en hebras. Zanahoria rayada. Huevos duros. Mástiles de grisines y montañitas de mignones. Una panera nueva. Dos caballetes. Un tablón laqueado con más esfuerzo que oficio. Una guarda de hojas secas pegadas a la madera, otoño de cuatro estaciones. Paleta de pintor, la parrilla colmada. Amarillo, verde, rojo, blanco. Banderas inmigrantes en los morrones asados y las bruschetas tibias. Tomate. Albahaca. Chorizos. Morcillas, Ying y Yang, tan criollo como una zamba. Delantal para “el aplauso al mejor asador del mundo”. Las copas grandes siempre llenas. Abundante malbec Lujan de Cuyo. Rojas cerezas oscuras. Canela. Vainilla. Redondos taninos. Aristocráticos. La risa franca por las alegrías intimas. Algunas veces viene de visita la Negra Sosa, otras el chango Spasiuk, Louis Amstrong, Ray Charles o Esteban Morgado. Un libro abierto, siempre a medio leer, abandonado hasta la noche. ¡Llegan los invitados!. Dos postres caseros. La campana llama a comer. Olor a domingo. Sabor de domingo.
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Marcelo Parra
Porteño de nacimiento, me vine a Mar del Plata de grandecito. Escribo desde siempre, pero por hacer las cosas despacio, me tomé 56 años para publicar algo. Estos dos cuentos, formarán parte de mi ópera prima (sic), “Hojas de Parra”, de próxima lanzamiento al mercado mundial, pero como ya les dije, voy lento, así que dudo que alguno de ustedes llegue a leer mi libro. Contacto: parramar@ciudad.com.ar 25
Detrás del vidrio
A
la hora de sacarle lustre al piso, nadie camina el tango como yo, dicen por ahí. Por eso esta noche me voy a la milonga. De movida me pido una ginebra en el mostrador. Al que está de vuelta, le gusta hacer las cosas despacio, como dios manda. Junar el clima del boliche. Si alguna quiere que le de bola, sabe que a mí, hay que esperarme. Así que tomo mi trago despacio. Levanto la vista del vaso cuando unos ojos me cabecean. Sentada sola, la morocha me relojea lindo. Larga la melena, grandes faroles negros, la falda cortona. Me gusta la hembra. Pero me dejo vichar, que espere, después la atiendo. Le guiño un ojo al tano y le pido la segunda. Las minas son como los pescados, de entrada es bueno darles soga, y cuando se quieren acordar, tienen el anzuelo clavado entre las piernas. Se pasa la mano por el pelo, revolea los ojos, cruza las gambas. Suficiente para quién sabe de mujeres, y yo de eso, de eso algo entiendo. Me acerco a su mesa, señalo la silla: ¿Puedo? Puedo, por supuesto. Después del segundo trago las cosas van bien. El pececito nada en mi pecera. La noche se hizo fácil, como la morocha. Con el primer tangazo me la llevo a la pista. Me mando de entrada con la mano bien firme en la cintura: el varón es el que manda en estos entreveros. Después de marearla con dos remolinos, va un ocho y sobre el pucho un revoleo. La cachorra no se lo esperaba, me responde la caricia de su rodilla en mi cintura. Hay algo de hembra insolente en los ojazos de fuego. En los ochos la dejo ir, y de vuelta me la traigo. Ya se apartan algunos para vernos bailar, no les doy bola, yo atiendo lo mío, como debe ser. Hasta que la veo. En el cuello, cerca del hombro, una verruga marrón, con pelos negros. Incrustada en esa piel tan blanca, como una mosca en la leche. El molinete me la saca de la cara, pero sigo las vueltas del punto negro en el aire, porque el coso ese tiene vida propia, se mueve por su cuenta, baila otra música. La vuelvo a estrechar, pero ya no estoy bailando con la mina, bailo con una mancha que va y viene, como van y vienen mis ojos que la siguen y la siguen y ya me estoy mareando. La pista es como un ring, la mancha como un negro gigante que me tiene contra las cuerdas. 26
Me salva la campana cuando de golpe la música se detiene. Apurado, me voy para la mesa, pero la verruga me alcanza, se sienta a mi lado. Me chamuya algo de sus vacaciones en Córdoba, así que la miro medio atontado. Serán las ginebras, me digo, pero sé que la cosa está ahí, tapada por el pelo. –Todavía me queda algo de bronceado –se baja un poco el escote, se inclina para mostrarme. Veo las lindas tetas, veo la mancha. Me vuelvo hacia la barra, el tano se ríe, como si supiera. La orquesta ataca con furia otro tango. Ahí nomás me agarra del brazo, me arrastra al centro del ring. La mina ahora me marca las sacadas, me mira, lengüita en los labios. Vuelve, me abraza, hunde mi cabeza en su cuello, aplasta la verruga húmeda contra mi cara. Los pelos se pegotean a mi piel. Aprieta su cuerpo contra el mío, yo aprieto las mandíbulas, cierro los ojos. Me separo disculpándome. La mina se queda mirándome parada en el medio de la pista. El siguiente cuadro es mi rostro en el espejo sucio del baño, como una máscara de goma. Más allá, en la penumbra, la mujer manchada espera para llevarme. Me lavo con furia, una y otra vez me friego las manos hasta que los nudillos blancos marcan la piel. Cuando vuelvo a la mesa medio boleado, la mina se pone el abrigo, me dice: –Venite conmigo, vivo a dos cuadras. Pero es al pedo, la mancha está ahí, tan cerca que me quema. –Dos cuadras es demasiado lejos piba, este lugar donde estamos parados es demasiado lejos –le digo canchero mientras me agarro de la mesa para no caerme. Detrás del vidrio, la veo irse. De este lado una botella y dos vasos vacíos, del otro una mina que se va corcoveando por el empedrado. Todo ocurre detrás del vidrio, todo es como siempre. Y se ve que no aguanto más porque agarro la botella y la revoleo con furia. El tiempo se paraliza, pasa como en cámara lenta cuando la botella rebota contra el cristal y vuelve rodando hasta mis pies. Los músicos dejan de tocar, todos me miran. Miro la botella, miro a través del vidrio la silueta de la hembra que se va. –¿Qué carajo pasó? –me pregunta el tano. –Tenía una mancha, me quería llevar –le digo. Pago y me voy despacio, fumando un pucho. 27
Alternativas mínimas
E
s tarde, apurado se pone el abrigo. Última inspección frente al espejo. Cierra la puerta del departamento. Ya en la calle, corre media cuadra para alcanzar el colectivo, levanta la mano para pararlo. Cuando va a asir el estribo, lo que tiene en sus manos es el picaporte de la puerta de su departamento. Entra, y el olor le advierte que dejó la llave de gas abierta, sin llama. Las luces apagadas evitan la explosión. De pie frente a la cocina, no puede apartar los ojos de la perilla blanca. Absorto, camina las seis cuadras hasta su trabajo. En el ascensor vidriado encuentra a la espléndida morocha del décimo, toda minifalda y bucles. La mira un instante, va a hablarle, su timidez lo vence, calla. Noveno piso, mientras se lamenta por su cobardía se dirige por el pasillo hacia su despacho, pero se encuentra nuevamente con la puerta del ascensor, que se abre. Toca el botón, tiene dos minutos. La mira directo a los ojos. –Hola, cada día más bonita vos. ¿A que hora salís? –Mmm, no sé. De la facultad a las diez. ¿Por qué? –Porque te voy a pasar a buscar, exactamente a las diez. Miradas cómplices sellan la cita. Llega a la oficina con cuarenta minutos de retraso. En su escritorio, enciende la computadora: simulacro de trabajo, el jefe acecha. Abre la puerta su compañero. –Tenés suerte vos, guachín. El chancho no está. Cuidate boludo, la próxima te raja. Frente a la ventana, observa la ciudad. No entiende la trama que conspira a su favor. Parece que sólo hay que dejar que las cosas sucedan, todo se repite, ofrece dos alternativas, salva el error. Empieza a dudarlo cuando no se encuentra en su despacho, sino parado nuevamente frente a la puerta del ascensor que se cierra tras la sonrisa cómplice de la bombona. Ahora desconfiado, camina otra vez por el pasillo hasta su oficina. Quien abre la puerta ahora no es su compañero, es la secretaria del gerente. – El jefe quiere verte –sentencia. 28
Quince minutos después, mientras vacía los cajones de su escritorio, se pregunta en qué clase de juego aleatorio está atrapado. En la plaza, se sienta en el pasto recién cortado, verde como una mesa de billar. La carambola sale como sale, el juego es peligroso, o no. El juego... La frase rebota en su cabeza. El pasto es verde, como las mesas del casino. El avatar debe contener alguna clase de simetría. A las once de la mañana aprieta unas fichas frente a la mesa de ruleta. Es simple, colorado o negro. Pero el destino le ofrecerá una alternativa sólo si apuesta. De todas maneras ya está jugado. Cubre el rojo con una ficha. Negro, pierde. Cubre el rojo con diez fichas. Rojo, gana. Cuatro horas después, sus bolsillos están repletos. En el bar, observa la sala a través de un vaso de whisky, lo gira; la realidad cambia, se deforma, siempre es otra. Levanta el cuello de su abrigo, el viento corre helado en la plaza. Junto a la fuente le salta encima un tipo. –Dame la guita o sos boleta chabón. – El arma en la mano no aconseja resistencia. –Hermano, no. ¡No entendes que si té llevás la guita, no te la llevás! – explica en extraña solidaridad con el ladrón. El chorro lo mira raro, mezcla de odio y compasión, motivo más que suficiente para pegarle un tiro. En cambio se da vuelta al ver una luz que se acerca. Puteando desaparece entre los arbustos. Llegan dos canas, buscan con las linternas, el hombre se esfumó. –¿Estás bien, flaco? – le pregunta uno de ellos. –No, para nada. –¿Te robó? –No, ésa es la cagada. –¿Cómo que la cagada es que no te robó? –Es que ahora me va a afanar en serio. – explica a los sujetos que se miran sin entender. Como advertirles que la rosca va a dar otra vuelta, que en un momento van a desaparecer, que el chorro esta vez lo va a chorear. Que no hay escapatoria para este círculo que comienza a asfixiarlo. Colorado o negro, ganas o perdés, vivís o morís, alternativas mínimas. Entonces son las diez y la morocha. Sin embargo el que llega no 29
es un tipo agradable dispuesto a pasarla bien. Es un animal furioso y hambriento, dispuesto a devorar su presa antes de que se la quiten. –Tu departamento o el mío. –El mío está más cerca – susurra ella. Van por la calle juntos. En la esquina de Olavarría y Gascón escuchan una sirena. Un auto negro dobla. Alguien arroja una valija. Los fajos de dólares se desparraman por la vereda. La mujer grita en el instante en que un patrullero pasa de largo por Gascón. Él guarda los billetes, se esconde con la maleta en un portal oscuro. El auto negro frena, un sujeto se baja corriendo, una escopeta en la mano. Desesperada la mujer trata de huir. El hombre dispara. El tiro la alcanza en la espalda. Cae envuelta en sangre. Pasa otro patrullero, el hombre huye, el auto arranca velozmente. En su mano, la valija con la plata; en el suelo, un cadáver. Corre con la valija, es suya. Pero lentamente se detiene hasta quedar parado mirando fríamente el cuerpo de la mujer. Es inútil, la rueda volverá a girar. Por eso cuando escucha la misma sirena, sabe que si deja los billetes en el suelo, sujeta a la mujer, le tapa la boca y se esconden, el hombre recogerá la plata y se irá. No lo hace. Se encuentra a sí mismo dejando que todo suceda de la misma forma. En sus manos, otra vez la valija con los dólares, la chica muerta en el piso, el hombre que escapa. Algo ha cambiado, no sabe cómo, no sabe por qué. Pero quizás sea lo mismo. No por que exista ninguna clase de justicia inherente a los fenómenos, ninguna ley universal de retaliación. Solo alternativas mínimas que deben ordenarse, que buscan su equilibrio. Por eso regresa a su departamento con la valija sucia en las manos, abre la puerta, y es un solo acto encender la luz, ver abierta la perilla blanca, el fuerte olor a gas, la explosión. Colorado o negro, el círculo se cierra.
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Ana María Labandal
Nació en General Madariaga, provincia de Buenos Aires. Colaboradora de la revista “La avispa”, publicó en la sección Cultura del diario “La Capital” de Mar del Plata, “Antología XI” de Editorial Dunken, “Mar del Plata en boca de todos”, antología 2011 del grupo “Delapalabra” y la saga del Círculo de Escritores Marplatenses: “Memorias en una botella” y “La isla”. Últimos trabajos: “Retazos”, libro de cuentos, y “El enviado del mar, una travesía en el tiempo”, novela épica multiautoral. Para contactar: anamarial_1@hotmail.com
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Otra miseria
A
na está casi lista, faltan algunos detalles. Salió temprano del trabajo para empacar sus recuerdos en la valija nueva. Desde que la trajeron al Hogar supo que a los veinte se iría. Las primeras veces, cuando veía partir a las mayores, pensaba en este momento como algo ajeno y remoto. Mañana se va de la casa después de siete años. Poca cosa, el equipaje. Allí le dieron cariño prestado, ropa de su talla. Encontró paz por las noches y comida caliente a horarios regulares. Algunas heridas sanaron mientras cursaba la escuela. Para los voluntarios es el canto de la victoria: otra vez le ganaban al horror y parían una mujer de bien. Hace un tiempo, con la intervención de uno de ellos, encontró un lugar en la oficina del ministerio. La semana pasada, otro avaló el alquiler de un departamento barato donde hacer nido. Dicen que ya puede salir a la vida caminando fuerte. Todo está en el equipaje. Sólo una cosa más antes de irse, un trámite pendiente para completar el círculo. Ana sale a la noche oscura, camina hasta la estación del tren y baja en el caserío, a esta hora desierto. Desanda el trayecto que ha seguido tantas veces. Cuenta las viviendas, como cuando era niña. Los mismos olores otoñales, impregnados de sopa rancia y coliflor hervido. Una discusión violenta, llanto de mujer, maldición de hombre. Susurro de voces, gemidos, blasfemias. Torpe insulto, música villera. A través de los vidrios opacos baila el reflejo de los televisores. Otro grito se descuelga detrás de las paredes de adobe. La seguridad es un candado de hierro. Al doblar por el pasillo central, la primera casa a la izquierda. La misma puerta desvencijada. La madera viene podrida desde abajo. Desde que murió la madre no se arregla. Prueba su suerte, esta vez la acompaña. La entrada, con el mismo 6 pintado que supo ser rojo, sin llave. Abre despacio para ahogar el quejido, faltan algunos muebles, sobra el olor a letrina. Antes ella lo mantenía a raya. Si habrá acarreado agua en el balde, la única canilla a cien metros. Lo vaciaba en el pozo una y otra vez mientras fregaba con lavandina pero el olor era terco. Como quien mira una película en sepia, vie32
jos desconocidos juegan su papel, cansados de estar tristes. Había olvidado la pobreza pero la miseria vive intacta, se agiganta y se derrama en su mente de niña. Obliga al cuerpo a caminar y toma lo que necesita. Seis pasos más y llega. Se asoma al cuarto, el de la cama grande. Su pesadilla. Está igual, nada ha cambiado, es la imagen grabada en su pensamiento: el cuerpo semidesnudo de piel lechosa, la barriga es un saco de ginebra que se expande en ronquidos con la boca abierta. El pelo grasiento, largo, ahora más ralo. Las mismas náuseas. Seis puntazos para terminar la historia. Primero el cuello, no sea que despierte. Dos en la panza que tantas veces presionó contra su cuerpo flaco. Uno en cada brazo, los que la habían sujetado. El último, donde supone un corazón que el padrastro nunca tuvo. Antes de llegar a la última estación, Ana tira el par de guantes por la ventanilla. Que se lo coman los caranchos. Vuelve al Hogar bien entrada la noche pero no llama la atención de nadie, ya no controlan sus movimientos. Es la obra terminada, la tarea cumplida. Se ducha en el baño de azulejos rígidos y se ovilla en la cama para espantar el frío. Mañana hay mucho por hacer, un nuevo día.
Como aquella vez
L
a joven se pasea por el departamento en penumbras. Estruja sus manos, vuelven sus ojos una y otra vez desde la puerta hasta el reloj de pared. Son las dos de la mañana. Se oye el sonido del ascensor. Es él, que llega. Los pies descalzos vuelan hasta la habitación y se mete en la cama. Se hace la dormida. Reza. Dios mío que se acueste tranquilo y no se acuerde que existo. Tras varios intentos la llave logra su cometido, se abre la puerta. El hombre tambalea, maldice y tropieza con la pata de una silla. Insulta. Perra, ni una luz me deja encendida. Lo hace a propósito para joderme, como si no tuviera demasiado con lo que tengo que aguantar en la oficina. La heladera abierta ilumina al hombre que busca algo en su interior. La camisa por fuera del pantalón y una corbata haciendo de vincha. Saca un plato con comida y lo estrella 33
contra el piso de granito. Siempre la misma mierda ¿Para qué me pide plata si no sirve ni para cocinar? ¡Vení para acá, guacha! Aparece la mujer y enciende una luz en el living. –Por favor, Roberto. Calmate, es tarde. Los vecinos se van a quejar. Te preparo unos huevos y nos vamos a dormir que mañana tenemos que levantarnos temprano. Se agacha para recoger la suciedad del suelo. –¡Qué huevos, inútil! Y no me trates como si estuviera loco. ¿Qué te preocupás tanto por los vecinos? No me importa esa manga de mamarrachos, se creen mejor que yo y son unos mediocres, inservibles. Como si no supiera que hablan a mis espaldas y me miran por sobre el hombro. Un puntapié la empuja sobre los trozos rotos y los restos del guiso, que manchan de rojo intenso la pechera del camisón. –El otro día te pesqué hablando con el del quinto. Te gusta ese maricón ¿Pensás que no me doy cuenta? Yo te voy a enseñar a burlarte de mí. ¡Puta como tu madre! Con razón tu padre se tuvo que suicidar, para no seguir envenenándose con ustedes. El hombre la levanta del piso por el cabello, los dos frente a frente y una bofetada deja la huella de cuatro dedos. Ella se abalanza contra su marido, lo aferra por la cintura como para evitar más golpes. –¡Basta, por favor! Estás borracho. –¿Borracho? ¡Perra! Sí, estoy borracho. ¿Y qué? ¿No tengo derecho a un poco de diversión? Para olvidarme de este trabajo de mierda. Para olvidarme de esta vida de mierda. Para olvidarme que estoy casado con una inútil que no sirve para nada. Querés que te faje, me estás buscando. ¿Te gusta cobrar? ¡Tomá ésta! Otra paliza, esta vez en la cabeza, con el puño cerrado. –¡Basta, Roberto! La joven corre hacia el baño y se encierra. El marido la sigue de cerca pero se estrella contra la puerta trabada. El rugido masculino ahoga el llanto y los gritos de la mujer. –¿Pensás quedarte a vivir en el baño? Ya vas a salir, acá te espero. El hombre llega como puede hasta el aparador, agarrándose de las paredes, busca dentro y grita: –¿Qué pasó con mi whisky? Que34
daba una botella llena y no está. ¡Hablá! ¿Dónde la metiste? –La vacié, se fue por el inodoro. ¿Por qué no te morís y te llevan a vos también, como la basura que sos? Estoy harta de tus borracheras. Sos un fracaso de hombre, un perdedor. –¡Ah! Envalentonada porque estás dentro del baño. Te ganaste otra paliza por eso. Te espero, mi amor. La voz del hombre, suave, promete nuevos tormentos. La joven tiembla dentro del baño mientras él, tambaleante, regresa a custodiar la salida del baño. Se sienta, apoya la espalda contra la puerta cerrada. Cabecea una y otra vez. Silencio total. Luego de algunos minutos suelta otro insulto inentendible y se pone de pie. Llega al cuarto con dificultad. Cada paso un rebote en la pared, que lo impulsa hacia el destino final. Se saca los zapatos y se desploma en la cama. Media hora más tarde ella gira la llave despacio y sin hacer ruido, abre la puerta, se asoma y se atreve a salir. Lleva una bata blanca de toalla que le cubre las rodillas. Va hasta la cocina, recoge los restos del plato roto y comida. Aplasta una cucaracha, la misma cara de asco con que había mirado al marido. Echa todo a la basura. Limpia el piso con agua tibia y un poco de lavandina. Se seca las manos y toma un trago de leche. Antes de irse a la cama revisa las cuentas y apaga las luces. Llega al cuarto donde el marido duerme su borrachera. Se dirige hacia el placard y se viste apresurada, un jean azul, un sweater negro. Botas de cuero. Un abrigo gris y bufanda a cuadros. Después de mirar la hora en su reloj de pulsera se dice que hoy irá al trabajo caminando para hacer tiempo y desayunará en el buffet con los demás profesores. Todavía es demasiado temprano. Al salir del cuarto toma su bolso del colegio y la cartera negra. Apaga la calefacción. Pasa por la cocina, abre la manivela del gas, gira todas las hornallas hasta el máximo. Se oye un siseo bajo y constante. Antes de salir asegura todas las ventanas. Cierra la vida a sus espaldas y da dos vueltas de llave a la puerta de entrada. –Hace frío. Como aquella vez, murmura por lo bajo.
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Instrumentos de uso
J
usto Carmona da el primer paso hacia la libertad. En el bolsillo, cinco mil pesos, saldo de los veinte años en la biblioteca de Sinunjuez menos los vicios y algún que otro favor extra que tuvo que pagar. Al principio se resistía pero al final transó con el guardia, por necesidad no más. Los cigarros están caros adentro, su antojo de whisky y un gustito cada tanto. Otro paso y está afuera. Los zapatos dejan huellas en el polvo del camino, hasta el cruce donde tiene que esperar el bus. El director le dio una carta de recomendación y dos o tres pistas de empleo. Muchos años sin pisar la ciudad. Voy a extrañar los libros, se dice. Esta costumbre de hablar solo, una de las tantas manías que le dejaron la prisión y el olvido. Los compañeros de lucha no vinieron. Al principio los odió, luego les tuvo lástima. Cobardes. El miedo a quedar prendidos. Oyó que no hay militantes, que los gobiernos se suceden sin pausa. Saquean el país, compiten entre ellos para superar la corrupción anterior. Y lo logran. Siempre lo logran. Habría podido terminar con eso, salvar a la Patria con su pequeño ejército. El movimiento, tantos ideales al cuete. El movimiento nació con Justo y murió aquel día de revolución frustrada. Los vendieron. Quién habrá sido el traidor, carajo. Ahora, con la vejez a cuestas, no importa. Baja en la esquina de Roca y Martín Fierro, en las afueras, a las puertas del barrio. Necesita este último momento para respirar las calles, tranquilo y solo, antes de ser descubierto por amigos o detractores. Quién sabe cuántos quedan de cada bando, en quién se podrá confiar. Busca el hotel Progreso, del Chino Méndez, y en su lugar encuentra un gimnasio. Pregunta al diariero, un joven con pelo verde. Éste le indica una fonda modesta y limpia. En la habitación tiene lo necesario, por el momento. Se da el primer baño sin público, que hace durar como un placer postergado; ducha eterna que barre el polvo de los libros y la celda fría. Renovado, sale de compras: algunas cosas de tocador, zapatos negros, una camisa azul y unos jeans. Como la vida, la moda cambia y debo lucir adecuado para encontrar un trabajo digno. Hay que camuflarse, 36
parecer normal. Hace un mes que limpio baños en la estación. Me siento ajeno, de otro planeta. La gente está rara o me parece a mí. Ningún conocido a la vista. No me reconocen, no tengo un saludo ni una palabra. Entran y salen, les hablo pero no me escuchan. Van y vienen por el andén, la mirada perdida, auriculares en la cabeza y celular en la mano. No se hablan, balbucean solos. Se ignoran, se chocan, casi se rozan. Se alejan, se acercan y vuelven a pasar. Esta gente no está bien. Es como que no existen, como si yo tampoco existiera. Están sordos, poseídos. Creo que no son normales. Es un amontonamiento de seres, no interactúan, operan desde la individualidad y el anonimato. Será que ellos, como yo, tampoco confían entre sí. Dudan para preservarse, no saben dónde está el traidor. Tengo que averiguar qué pasó con mis semejantes. Es mi designio irrevocable, mandato divino para los elegidos. No puedo mantenerme al margen, indiferente al problema. Como antes, cuando nadie se daba cuenta de la necesidad de lucha y tuve que tomar la posta. Hoy, con más experiencia, sé cuáles son los pasos. Primero, tarea de inteligencia: distinguir al enemigo, encontrar aliados en los seres que no hayan perdido los rasgos de humanidad, formar soldados que se jueguen la vida por rescatar a los demás de este estado cataléptico, reclutarlos para la Resistencia y juntos esperar el momento del ataque. Gestar la Revolución definitiva. Esta indiferencia, seguramente inducida por el Poder, tiene algún propósito macabro. Quién sabe si será permanente o de efecto pasajero. Tal vez si encontrara el antídoto podría ayudarlos a volver en sí. Pero antes, lo primordial es descubrir la causa de esta patología. A través de la observación infiero que la anormalidad es general. No distingue género ni edades. Es el arma de los opresores, alguna forma de virus. Una vez que penetra en el torrente sanguíneo el resultado parece irreversible. Creo que a los chicos se los somete a un tratamiento especial. Hay lugares que funcionan como clínicas donde se los deja internados durante algunas horas. Allí los sientan frente a pantallas que despiden destellos y sonidos hipnóticos. No ocultan el tratamiento, grandes vidrieras lo muestran a quien quiera ver. No sé si esta gente ve, nadie hace nada. Están todos meti37
dos en el mismo plan, eso está claro. De lo contrario los mayores lucharían por rescatar a los niños y rescatarse entre ellos. No se puede descartar que estén usando otros métodos de infestación. Puede ser por contagio, tal vez usaron vía oral, aérea o por contacto. Puede que les hayan inyectado algunos agentes extraños en forma de vacuna, tal vez contaminaron la comida o el agua. Pueden haber infectado el agua, eso sería lo más probable. Un hipnótico colocado en la dosis justa y la humanidad se transforma en una masa maleable. Quién haría semejante cosa con sus congéneres, no pueden ser de este mundo. Todavía no tuve forma de contactarme con el exterior, no sé qué pasará en el resto de las ciudades, en los demás países. Apenas llevo un mes afuera y se hace lo que se puede. Tengo la mejor de las armas, que es la conciencia de saber que algo está mal. Es un comienzo. Sé que tengo que luchar, cosa que los demás ignoran. Falta encontrar los qué, los quién, por qué y cómo. Muchos interrogantes, pocas respuestas. Lo cierto es que han logrado transformar a la gente en autómatas. Más de dos meses y no encuentro la forma de advertir al resto. Sólo yo sé la verdad. Por momentos siento una gran impotencia pero dura poco. Tengo la obligación de luchar, debo revertir ese estado de cuasi muerte, salvar a la humanidad. Lo peor es que la clase dominante parece invisible o no se manifiesta, estará dirigiendo la operación con algún tipo de control a distancia de alta tecnología que no alcanzo a entender. Sí es seguro que el objetivo es usar a la sociedad para algún fin mezquino. Han formado un ejército robotizado, sin raciocinio aparente. Tal vez refugiados en algún rincón del súper yo, aún tengan conciencia y algo de voluntad les quede. Puede que sufran en silencio la incapacidad de rebelarse. Me desespera el estado de los hombres, mis iguales tan lejanos. Los sacudo para ver si se desconectan. Les hablo suave, les explico lo que hicieron de ellos despacio y pausado. Me miran sin ver, inmutables, mientras en el fondo de su alma no encuentro un rasgo de humanidad. Les grito para que despierten, siguen adormecidos. Uso código Morse y el lenguaje de señas que aprendí en mis años de militante pero no reaccionan. Creo que me han descubierto, siento que me están siguiendo. 38
Si alguien encuentra estas líneas significa que me atraparon. Queda este estudio incompleto. No es mucho pero es un comienzo. Al menos una punta en la maraña del plan macabro, para seguir la investigación. Será su ineludible responsabilidad desentrañar el misterio que aún no alcanzo a develar. En sus manos dejo el Movimiento y el liderazgo para la salvación de la especie. Justo Carmona, el antiguo terrorista de estado, volvió a la prisión de alta seguridad de Sinunjuez, de donde había salido hace apenas tres meses, luego de cumplir una condena de veinte años. El ex convicto fue el líder de la organización que fracasó en el intento de revolución para derrocar al gobierno de Smith. Había obtenido la libertad por buena conducta y se encontraba desempeñando tareas de limpieza en la Estación Terminal de la ciudad. Los cargos actuales son: alteración del orden público, acoso sicológico y diversos actos de violencia contra la sociedad. Fuentes oficiales afirman que Carmona sufre graves desórdenes mentales. El anciano, de setenta años de edad, fue subido al móvil policial mientras advertía sobre la “necesidad de salvar a la sociedad de una manipulación genética o viral, para beneficio de grupos opresores”. Según sus propias declaraciones, el objetivo sería minar la voluntad del hombre para convertirlo en instrumento de uso con fines económicos. Psicólogos del Área de SS (Servicios Sanitarios) afirman que el señor Justo Carmona es un inadaptado, incapaz de vivir en libertad. Ha nacido para permanecer aislado y a la sombra, por el bien de la sociedad.
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Lulú
E
ntraste por la puerta violeta con las calzas ajustadas y vi el desafío en tus ojos de acero. Las otras se hicieron a un lado, en el silencio de La Pluma Roja. Era temprano todavía para el ruido, el aire viciado, los perfumes empalagosos. Me dieron la tarea de mostrarte el lugar y aclararte los tantos: las nuevas atrás y afuera, saliendo por el corredor a la derecha. “Pero eso cambia cada semana, las mujeres no se quedan mucho, pronto vas a estar en el salón”, te expliqué. Tan orgullosa, altanera, me reconocí en vos y por eso te apañé de movida. Ganaste un par de enemigas, todas hembras. Qué importaba, los hombres te elegían y yo te adopté como hermana. Este tiempo juntas fue lo mejor que me pasó en años, aprendí a confiar, a querer, a cuidarte. Los demás no entendían, pensaban que éramos amantes; mirá si serán giles. Nos reímos y les seguimos el tren, para joder no más. La verdad, más que hermanas, madre e hija. Como buena idiota, no me diste bola; te creías invencible. “Fija que el Manco tiene la bicha”, te dije. Pero lo que pagaba el Manco y tu soberbia de inmortal te convencieron. Eras tan ambiciosa, de gustos caros. La buena ropa y los perfumes te perdían. Encima mandabas guita a tu gente. Todo lo que sacabas era poco y te mataste laburando. La gota cae sin pausa, hipnotiza. La imagino taladrando inútil la vena seca; es el fin. Ya no te leo, te gustaba escucharme. Pero no tengo ganas, y es tarde, y me tiembla la garganta. Qué lástima Lulú, tan joven y bonita, no hay futuro. Qué lástima yo, sola de nuevo. Tal vez hubiera sido más piadoso un final anticipado como el tuyo que esta vida eterna sin motivo, el último eras vos y te estás yendo.
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Gustavo Olaiz
Nació en Pehuajó a principios de la década del ’60. Escribe narrativa desde hace unos diez años. Mantiene las páginas www.agendaliterariamdp.com.ar y www.delapalabra.com.ar Pertenece la grupo que publica la revista La Avispa y al blog www.lacocuzza.blogspot.com.ar junto con Víctor Clementi y Gabriel Cabrejas. e–mail: gsolaiz@gmail.com 41
Fernando y el muñeco
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asta esa noche creía en Dios. La noche que terminó mi infancia. Al atardecer habíamos ido hasta el parquecito de diversiones que recorría ciudad por ciudad hasta agotar el interés de los chicos o el bolsillo de sus padres. Un relator de fútbol diría: trayendo la alegría, el parque de diversiones se apiadó del pueblo azotado por el flagelo de la inundación. Los juegos mecánicos no eran gran cosa, ni daban miedo, pero había un sector de juegos con premios. Lo que más nos llamaba la atención –nosotros que jugábamos a la pelota todos los días– era un muñeco de goma con peso en sus piernas que había que voltear con una pelota de fútbol. El arquerito medía unos sesenta o setenta centímetros. De piernas abiertas y brazos a los costados ligeramente hacia arriba, como esperando un penal. Atrás la red que frenaba el ímpetu del balón. Cada pateador tenía tres oportunidades. Las técnicas variaban, algunos le daban fuerte como con odio, otros suave con intención de colocar. Si era rozado el arquero de goma daba unos vaivenes frenéticos pero siempre se mantenía en pie. El porcentaje de fracasos era alto y hacía crecer la soberbia del muñeco. Cuando estábamos en la cola un afortunado lo bajó. Daba pena verlo acostado sin vida, sin movimiento alguno, derrotado, vegetal. Resucitaba en un tiempo corto, mientras le daban el premio al héroe. El encargado lo levantó y volvió a su postura bien erguida, como todos los petisos, como Maradona, a su aspecto burlón y desafiante. Muñeco gallardo, guapo, orgulloso de su estabilidad. ¡El cambio era tan notable, parecía tener vida! El Cucharita, la voz más sensata, nos decía en voz baja y con tono de verdad revelada: “Hay que apuntarle a los huevos”. Así pasaron el Colo, Fernando y el Cucharita sin poder bajar al muñeco. Recordé que de puntín la pelota salía bien derechito. Además, al contrario que en cada picado ahora usaba los anteojos. Me tenía fe. Le di en los brazos las dos primeras oportunidades, no fueron problema para el arquerito de goma. Fernando, flequillo azabache 42
como Carlitos Balá, me brindaba una sonrisa que me daba confianza. El tercer puntinazo le dio de lleno. Por un instante el muñeco estuvo inclinado como un pingüino empollando el balón entre sus piernas. Luego mostró las suelas de sus pies pesados, razón de su éxito. Vencido, de espaldas, de cara al cielo. Era marcado el contraste entre el muñeco paralizado, inválido y nuestra euforia. El premio, una botella de vino blanco berreta, de marca olvidable. Las ganas de ir a tomarse el vino por allí nos convenció de no esperar otra vez la cola cada vez más nutrida. Es que en ese tiempo el pueblo estaba lleno de militares, colimbas y militantes de la Juventud Peronista. Lo llamaban pomposamente Operativo Dorrego pero los del pueblo le decíamos operativo borrego por tanto adolescente. Habían llegado para hacer obras en la zona muy afectada por las inundaciones. Militares y jóvenes de la política acampaban en la Sociedad Rural, en uno de los accesos. Algunos de esos militantes de la JP estaban en el parquecito y su mejor juego era el muñeco. Al salir del parque el Colorado propuso ir a lo del abuelo a enfriar el vino caliente y de paso escuchar algunas de las buenas anécdotas del viejo “¡La vez que el vasco Urruti peleó con el oso!” prometió el Colo como una historia entretenida. Así llegamos los cuatro a la casa del abuelo. Mientras azuzaban al viejo para que contase alguna de sus historias el Colo puso el vino en el congelador. El viejo chocho con su flamante público no se hizo rogar y se largó a narrar la historia del negro, un perro que vivía en la cancha de San Martín. El negro alguna utilidad tendría para manejar al par de ovejas que mantenían corto el pasto de la cancha, nos decía el abuelo. Se usaba un método ecológico. En una época que desconocía la palabra ecología. El perro pasaba los partidos entre la pequeña hinchada donde alentaban casi exclusivamente las mujeres. Sus gritos chillones y monótonos eran los únicos de la liga según el abuelo. Sobre un lateral de la cancha los vestuarios, del lado de enfrente la entrada a los autos, para los que deseaban ver el partido dentro 43
del coche, como un autocine (o un autofútbol). O podían subirse al techo de una camioneta o a su caja. Casi todo este preámbulo eran datos que conocíamos pero el viejo tenía el relato estructurado para todo público, incluso los que no eran del pueblo. El perro se excitaba con el griterío. Y así ocurrió su primera entrada a la cancha con consecuencias. El equipo local buscaba el gol que le diera el triunfo. El negro iba de aquí para allá, el nerviosismo del público lo contagiaba. Un disparo al arco que se iba a afuera encontró las ancas del negro, provocó su huida a los alaridos con la cola baja y un manso desplazarse del balón dentro del arco junto a un palo. El viejo relataba las discusiones posteriores al gol mientras la cara del Cucharita lo decía todo, “viejo bolacero” parecía decir. Yo pensaba: el relato interesante, el vino se enfría… esto debe ser la felicidad. ¡El abuelo narraba muy bien pero estábamos tan acelerados! Apremiados por esa botella en el congelador. Ahora, el abuelo del Colo contaba que cuando empezó la radio transmitía los partidos de San Martín de local –que navegaba siempre de la mitad de la tabla para abajo– porque estaba a escasas dos cuadras y le llegaba el cablerío. Recuerdo ahora la cabina de chapa con un ventanuco, construida en un chango. ¡El relator le daba un dinamismo al partido! Más movido y vibrante en sus relatos que en la cancha misma. El viejo se envalentonó y pasó a relatar la segunda hazaña del negro, la que le valió el destierro en una estancia. Ahora, graficaba todo con gestos ampulosos, decía que el negro conocía por el olfato al aceite verde que usaban los jugadores del club, que incluso distinguía perfectamente a muchos porque iban entre semana a entrenar a la cancha. Era un partido decisivo para llegar a la liguilla final: el local San Martín de colores rojos y verdes inspirados en la bandera italiana, aunque predominaba el rojo. El visitante, el club Calaveras, camiseta negra con una “V” blanca en el pecho como el Vélez porteño. El nombre Calaveras se debía seguramente a los cráneos vacunos del frigorífico. El negro apoyado contra el tapial que impedía la visión del par44
tido, a escasos metros de la cancha (el viejo abría los brazos para indicar una distancia de pocos metros). En otras partes, la misma función la cumplían bolsas de arpillera cosidas entre sí. Cerca del final, un córner para el equipo local que va en masa a definir este partido importante. Algo sale mal, una serie de rebotes y un delantero visitante muy rápido se viene corriendo con el balón al arco local (el viejo movía los brazos teatralizando al jugador en carrera). La gente que rodea al negro empieza a alentar queriendo alejar el peligro. El negro percibe como amenaza al delantero que se viene y su instinto guardián lo lleva a una decidida carrera desde el arco. El atacante debe ahora controlar la pelota, mantener a distancia a los marcadores locales que lo siguen, decidir la definición frente al arquero y encima esquivar al perro que le garronea los tobillos. Se enredó y cayó de forma penosa, mientras el negro continuaba acosándolo (el viejo marcaba con las manos la posición de cada personaje). El árbitro se defendía del capitán visitante que lo increpaba y andaba a los manotazos. Uno de ellos, a quien le decían el turco, gritó: “–Negros de mieeerrrrda ¿cómo van a tener un perro adentroelacancha? Mecagoendió.” (el abuelo giraba la cabeza desafiando a un público inexistente). El Cucharita hacía gestos por detrás del viejo, movía el dorso de la mano de abajo a arriba señal universal para que nos fuéramos. Alguien se hizo secretamente de la botella. Pasó con el vino a espaldas del viejo que comentaba la batahola que armó el negro. En un baldío cercano ejecutamos el vino. No se veía a nadie, ellos seguían comentando las anécdotas del perro y del muñeco. El contenido de la botella disminuía, el brillo de nuestros ojos aumentaba, las chanzas y teatralizaciones también. Hacían burlas y pantomimas de cómo había bajado al arquerito. O como había parado el negro el contragolpe en la cancha de San Martín. El Colo se echaba al piso, se hacía el atacado por un perro imaginario. El Cucharita decía que eran inventos del viejo arterioesclerótico. Tal vez, quería presumir que sabía esa palabra para nosotros 45
desconocida. El Colo y yo defendíamos la credibilidad del abuelo. Fernando se mantenía al margen, no nos conocía lo suficiente, apenas había compartido un par de picados en la canchita. Era el nuevo de la barra. Fernando se puso a decir que con el vino jugaría mejor. Porfiaba y pedía que le trajeran una pelota. El Cucharita le retrucaba algo sobre el equilibrio. Por eso con el Colorado nos pusimos a hacer el cuatro, pero nos costaba. Luego, Fernando trató de convencernos de volver al parquecito. Aseguraba que luego del vino tendría más puntería. El tiempo enlentecía cuando el alcohol nos inundaba por dentro. Fue cuando Fernando fue hacia el medio de la calle algo alterado, lanzaba puntapiés o hacía burla. Se balanceaba como el arquero de goma (el vino consumido antes más los largos treinta años de distancia confunden mis recuerdos). Fernando, la pelota, el muñeco y el auto. De la nada apareció un Falcon doblando a gran velocidad. Lo encontró a Fernando con sus vaivenes de muñeco. El auto se detuvo. Un solo foco posterior encendido y las plantas de los pies de Fernando asomaron debajo del baúl verde oscuro. El auto lentamente descubría a nuestro amigo por debajo, sus doce años acostados de espaldas, de cara al cielo. El conductor lo pensó largos segundos, volvió a arrancar y se perdió en la noche. El pelo oscuro de Fernando brillaba más por causa de la sangre. Fernando, inmóvil, sin vida, como el muñeco.
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Silvia B. Politano
Nació en San Vicente, provincia de Santa Fe y reside en Mar del Plata desde el año 2007. Publicó cuentos en diversas Antologías. Es colaboradora de la Revista “La Avispa”. Contacto: silviabpolitano@gmail.com 47
Manto de neblina
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omo uno de mis hobbies consiste en la elaboración de dulces caseros y sé que en esos comercios suele haber interesantes ofertas en cacerolas de cobre, recorté el anuncio y lo sostuve con un imán en la puerta de la heladera. El aviso ofrecía Rezagos Militares, Borcegos, Zapatos, Ollas y otros artículos que ya no recuerdo. Ahí permaneció olvidado durante varios días, hasta que un martes a las doce y media, buscando deliverys de pizza o empanadas, me encontré con el papelito y me asaltó un fuerte deseo de visitar el lugar. Calculé que yendo a las cinco de la tarde lo encontraría abierto, ya fuera que funcionara en horario corrido o discontinuo. Esa misma tarde salí, dispuesta a gastar los últimos pesos de mis anoréxicos haberes. Soy compradora compulsiva, me atrae todo, si pudiera compraría hasta los cucharones de bronce, ni hablar de la variedad de ollas y similares. Pero no sé qué me ocurrió. De repente, mientras sostenía una pesada cacerola estimando cuántos quilos de ciruelas y azúcar podría contener, vi de reojo unos borcegos gastados, sin lustrar, nada atractivos y casi ocultos al final de una repisa. Mi corazón se sacudió como solo me suele ocurrir frente a una vidriera de marroquinería; me asaltaron unas ansias de posesión inexplicables, fue inexplicable sobre todo porque jamás usé zapatones cerrados estilo masculino y esos eran definitivamente de hombre. Sin probármelos noté que eran dos números más grandes que mi medida; mi yo comprador me susurró que podría ponerme tres pares de medias, como había hecho con las botitas para patinar que usé varios años seguidos en la edad del crecimiento. Lo extraño es que ni siquiera lo dudé, como si me dijeran: Llevame. En ese momento no entendí qué podría motivar esa cara de alivio del vendedor al guardar en la caja mi dinero. No parecía tan necesitado. Como todo comerciante en la actualidad solicitó mi mail y teléfono, para comunicarme novedades. Me fui sin volver a pensar en las ollas. Al llegar a casa no tuve interés en probármelos. Los guardé en el placard. Lo importante era tenerlos. 48
Algo me despertó al día siguiente a hora no acostumbrada, tal vez una bocina, un grito, o el golpe seco del skate de un vecinito madrugador. Raro, porque mi reloj biológico es tan exacto que nada me arranca del sueño hasta cumplido el ciclo. En lugar de entrar al baño fui directamente hacia el placard, saqué mi nueva adquisición y la puse sobre un diario en la mesada del lavadero. Pomada y franela, largos minutos a la tarea y los borcegos se veían relucientes, pero el brillo se esfumó con lentitud hasta quedar igual que antes. Claro, no hay cuero que resista tantas fajinas sin gastarse, hay que nutrirlos, pensé, y volví a pasar pomada pero obtuve el mismo resultado. Me los puse y al dar los primeros pasos los sentí tan grandes como el aro que rodeaba mi cintura en aquella época del hula hula en que resultaba tan difícil moverse con gracia y evitar que cayera. Sentada frente al desayuno comencé el ritual matutino. El placer de untar una tostada es como un símbolo de calor hogareño, de paz, da la sensación de que todo está bien, en calma. Por qué me invadía entonces, de forma sutil pero firme esa inquietud: otra vez la ansiedad pero ahora no dirigida a un deseo, sino a una señal de peligro. Traté de esfumar los malos pensamientos comiendo. Siempre me da resultado. Lo asombroso es que después de la sexta tostada con manteca y dulce no aparecía ni una pizca de saciedad. Dos más y el hambre persistía. Tanta hambre como nunca pude imaginar que existiera. Cuando tuve la inaceptable certeza de que nada aplacaría esa obscenidad me levanté y salí a respirar el aire reconfortante del jardín. El aroma de las retamas, suave a esa hora, se llevó la negrura del momento anterior. Tres pares de medias bastaron, como había supuesto, para calzar con comodidad mis nuevos, no tan nuevos, zapatos. Salí a andar por la costa cuando el sol se veía a medio metro sobre el horizonte marino. Y de repente, sin ningún aviso, la angustia volvió a atacar, pero esta vez con un desamparo total, como puede ocurrirle a un ser que ha perdido por completo la esperanza. No sé qué extraño viraje llevó a mi memoria en ese instante una vieja anécdota repetida en conmemoraciones: el caso de aquel soldado que en la trinchera al oír la despreocupada transmisión de un partido de 49
mundial de fútbol, tuvo la certeza de estar completamente solo. En el continente la vida seguía con normalidad como si la guerra no existiera. Cuando la congoja llegó al extremo de dificultarme la respiración me senté sobre una roca al pie de la escollera y traté de relajarme. Lo logré casi de inmediato. Me sentí en condiciones y volví a casa. Me pregunté si habría estado influenciada por el calzado militar, la sugestión puede producir desasosiego. Guardé los zapatos en una caja y emprendí mi rutina diaria. La primavera fue atropellada por el verano. Un mediodía candente sentí la necesidad de caminar por la orilla del mar, respirar la frescura oxigenada de la espuma, desechar pensamientos negativos. Sin aprensiones tomé los borcegos y los calcé confiada. Al caminar por la arena húmeda los zapatos adquirían mayor peso. El sol calentaba bastante a esa hora y se veían grupos de jóvenes intentando broncearse. Un contingente de jubilados recorría la playa a paso lento con brazos desnudos que lucían la blancura fláccida de pieles escamadas. Al comienzo fue un cosquilleo que se tornó en un frío intenso como jamás había sentido. Ni aquel invierno en Bariloche cuando decidí realizar una excursión con dieciocho bajo cero. Este era un frío que lastimaba la carne y la mente. Una necesidad inexplicable y apremiante de ver a mi madre. Nunca, en los veinte años que llevaba muerta, había sentido un deseo tan desesperado de estar con ella, en casa, abrigada, a salvo. Una necesidad casi infantil de protección. Tiritando atravesé la rambla en minutos que parecieron horas; los estampidos de los skates sobre la pista retumbaban en mi cerebro. Recuerdo la forma en que me miraba la gente que vi transitar la recova. El frío era tan intenso que el temblor se convirtió en pequeños sacudones, el viento me dificultaba la respiración. Agujas heladas hirieron mis mejillas. Cuando varias personas se acercaron a ayudarme la niebla me cegó y caí. Brazos atentos trataban de reanimarme, logré oír frases similares en distintos tonos de voz, hombres y mujeres solidarios. No me había desvanecido, solo perdí las fuerzas y se me nublaron los ojos. 50
Un tirón en los pies me arrancó el calzado con destreza, sin mover un centímetro las medias, quizá para permitir una mejor circulación. Después supuse que algún oportunista me lo habría robado, con rapidez profesional. En ese instante me repuse. La gente se dispersó igual que la niebla. Ya podía ver. Los cristales de la arena producían destellos. La calidez del sol era relajante y sanadora. Volví a casa descalza por el borde de la vereda. No volví a sentir angustia, o ansiedad. Ni cuerpo ni espíritu volvieron a padecer nada semejante a lo sufrido entonces. Esa noche, en sueños, oí aviones que rugían, vi cajas de chocolate que no llegaban a destino, un barco hundiéndose. Y un cóndor que desde arriba vigilaba, poderoso. También lo vi caer, cegado por una luz intensa. Al día siguiente el teléfono chilló demasiado pronto. Extendí la mano sin sacar la cabeza de la almohada y me sobresaltó una voz que al principio no reconocí. El dueño del local de rezagos militares con voz quebrada me preguntaba –¿Usted trajo de vuelta los borcegos? Contesté con un no rotundo. La pregunta me hizo saltar de la cama. Luché por concentrarme. Mis pensamientos se superponían. Qué difícil es razonar ante lo inverosímil. A punto de pedirle que se explicara, oí unas palabras con voz temerosa y asomo de resignación. Hoy me cuestiono si de verdad las oí. Un sonido débil, como la plegaria de un moribundo, me llegó lloroso.
La hora del torero
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esde muy chica consideraste natural que las cosas que te producían placer no te pertenecieran. El aroma de las rosas de la anciana de la otra cuadra. La frescura de una vereda barrida con agua de manguera, mucha agua y olor a desinfectante, a varias cuadras del lugar donde habitabas con un padre buenazo pero inútil. Una madre paciente cargada con un cansancio de manos ajadas, uñas rotas, ilusiones molidas. Era normal poseer a medias. Un pedazo, solo un pedazo de pan que te obsequiaba con mirada de lástima el señor rengo, que todos los días llevaba un cesto con olorosas facturas al Café de la esquina. Una muñeca con un solo 51
brazo que tu hermano encontró en una zanja. Las zapatillas que siempre llegaban con la forma de otros pies y las suelas tan gastadas que a la semana, si tenías la mala suerte de que lloviera, el agua hacía plop plop bajo tus plantas. No conociste el entusiasmo de estrenar una blusita o un jean. La ropa que te daban era muy grande o demasiado justa, siempre. Estabas tan resignada a tu destino que jamás se te ocurrió desear una situación que te permitiera adquirir una prenda, disfrutarla recién salida de la bolsita, oler su perfume, como veías hacer a través de las vidrieras. Solo pedías que existiera una niña con tus medidas, para poder lucir su ropa desechada. Te comprendo. Intento imaginar cómo habrá sido toda tu vida, hora tras hora, año tras año, esa etapa tan difícil de adolescencia ¿Tuviste adolescencia? Pienso que la madurez te llegó a los trece, al huir apretando el botín, en tus primeras correrías. No podías imaginar que al rateo seguiría algo mayor. Los malos siempre encuentran súbditos. Tuviste suerte, no impidieron salirte. Lo difícil fue escapar de la adicción. Lo estabas logrando. De golpe se te vino encima el recuerdo de las privaciones, el cansancio, el dolor de no ser dueña de nada. Una montaña sobre tus hombros paralizando la lucha. Y te decidiste, total, estabas jugada, ya tu vida no tenía importancia ¿qué podía importar la de los demás? Conocías la rutina del anciano. No tenías arma, improvisaste: una cuchilla de cocina, suficiente para atacarlo. No imaginabas la fuerza del viejo, no todos son frágiles y los más astutos viven en estado de alerta. Se defendió como pudo y con lo que pudo. Una pequeña maceta bien dirigida puede hacer mucho daño. Lloró al verte en el suelo. Él mismo hizo la llamada. No llegaste al hospital. A las 17 en punto de una tarde lluviosa tu alma se escapó, ruego que al encuentro de algo mejor. Un periodista, haciendo alarde de cultura aprovechó el dato sobre la hora de tu partida y te unió en absurda comparación al torero Ignacio Sánchez Mejías. Una forma distinta de anunciar un hecho que se repite casi a diario. Y acá estás. Son solo tuyas estas flores, todo su aroma te pertenece, lo mismo que la luz de las velas y las lágrimas de los que te contemplan. Pocas pero absolutamente tuyas. 52
Marcela Predieri
Coordina desde 1991 los Grupos De Estudio y Creación Literaria “DELAPALABRA” en la Biblioteca Depositaria de Naciones Unidas; tiene a su cargo la colección del mismo nombre para poetas, narradores y dramaturgos marplatenses y, desde el año 2000, la revista de Arte y cultura La Avispa. Libros publicados: Sangre de Amarras, Invierta Un Hijo, La Pancarta, Los Andamiajes del Miedo y Ébano. Contacto: delapalabra@hotmail.com
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Casta de Hembras
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uando cargó con la hermana y su vientre todavía chato creyó que la primera noche en Retiro sería la peor. Pero no, lo peor vino después, con el invierno, los vómitos y esos hijos de puta que no dejaban de robarles lo poco que juntaban en las esquinas entre las flores y los clavas. Como la necesidad tiene cara de hereje, ella no cree en Dios, y porque Dios es macho. Así se lo enseñó a la hermana; de modo que aprendieron pronto sin ningún santo que las cobije, las mañas de la calle: a pedir con los ojos dulces y enormes de las vacas, a acostarse sobre sus pocas pertenencias, y que no hay hombres con códigos, que todos son la misma mierda. Como el Hugo que al principio, cuando no llegaban para el paco, les compartía unas secas a cambio de nada. Pero eso fue sólo por un tiempo. Porque fue también el Hugo el que le puso el fierro en la mano. Es una pistola Beretta 9 mm, le explicó. Para vos. Tu hermana ni la toca ¿estamos? Todavía es muy pendeja. Claro, pero a la tuya bien que se la dejaste agarrar. Y ahora le gusta. Lo hago porque me gusta y encima traigo plata. Sí, hasta que te puedan preñar o te pegues la papa, pelotuda. Vos no sos mi madre. Ella también era una pendeja cuando encontró a su viejo al costado de la madre muerta y la obligó a decirle a la cana que la habían encontrado juntos cuando volvían de la escuela. Pero yo volví y vos… Volvimos, dije. Juntos. Fueron los de la otra cuadra, vos los viste. Después empezó todo aquello, pero de eso no quiere ni acordarse. De lo que sí se acuerda es que al chumbo primero lo llevaba descargado, para asustar no más; pero como la gente anda con poca plata en el bolsillo y tampoco vale la pena jugársela por monedas, el Hugo le fue metiendo en la cabeza que tenían que entrar a darle a las casas. Que él se quedaría afuera de campana, que al fin y al cabo la otra ya no era tan chica y que nadie desconfiaría de dos minas, mucho menos de ella embarazada. Eso sí: Tenés que cargarlo, no hay que ser boludos. Si alguna vez estamos en el horno, va a ser 54
a matar o morir; me entendés ¿no? Y ella lo cargó, pero no por lo que le había dicho el Hugo. La cosa daba, venía fácil. Entonces, ¿por qué ahora se la están viendo tan fiera? Por qué la hermana la sacude del brazo. Largalo, grita, ¿Qué te pasa? Ella no contesta. No para de golpear y de escupir al anciano que, de rodillas alza las manos y se agarra a los costados de su cadera. Pará viejo ¿qué carajo hacés? Por piedad, ya te di todo… Tengo dos hijas. Ella lo mira con asco. ¿Vos también te las cojés? El viejo está aferrado a su jogging y cuando trata de empujarlo hacia atrás, casi se lo arranca. ¿Qué te pasa Nena? grita la hermana ¿Qué mierda está pasando? Por favor, suplica el anciano. Por favor papá, suplica ella. ¡Cortala Nena! Dejate de joder, rajemos. Pero ella no puede moverse. La tiene otra vez parada sobre el inodoro, ya le sacó la camiseta. No, papá, no… Porque es al viejo, a su viejo, a quien ve arrodillado con la cara sudorosa entre sus piernas. Al viejo de mierda, que con una mano le desliza el pantalón del jogging desteñido hacia abajo y con la otra le acaricia la carita mojada. Ella no entendía entonces, pero aquella tarde entendió. Por eso cuando vuelve a sentir esa lengua áspera contra su pubis aun sin vello, gime: por favor papá, basta… La hermana grita que lo suelte. ¡Soltalo Nena! El viejo sólo quiere que lo sueltes. Yo quiero que lo sueltes. ¡Ahora! Pero ahora ella ve la sangre en su pantalón. El anciano está llorando. Ella no. Como aprendió a dejar de hacerlo cuando el vello le creció y él dejo de besarla. Puta, tenés sangre ¡puta! Cuando por primera vez la dio vuelta, el brazo retorcido hacia atrás mientras la tironeaba del pelo para empujarla contra el catre. Siente el mismo tufo, siente esa baba, el ardor cuando le arranca la bombacha, su cara contra el colchón, el peso que no la deja respirar… ese dolor. ¡Puta! Ella se resiste. Ya no resiste. Traé a tu hermana, carajo, la abofetea, que la traigás te digo. Ella quedó a un costado de la cama, deshecha; fue cuando escuchó los gritos, cuando no pudo hacer nada o sí pudo, poco antes de llorar juntitas, abrazadas, mientras se limpiaban la sangre entre las piernas. Entonces supo que tenían que irse de la casilla. Que a su hermana no iba a volver a tocarla. Y se fueron. Esa noche en Retiro 55
una monjita le puso el primer pan sobre la palma sucia. Agarralo, es tuyo, le dijo, y ella lo apretó fuerte, como ahora al chumbo. Al mes siguiente no hubo sangre, tampoco al otro, ni el que vino después. Que no sea nena, por favor que no sea nena. No puede soportar que tenga que sufrir así, como ella, como su madre, como su hermana. Que no sea nena… Te digo que no, de una que es machito, vaticinaban las amigas. Esto no falla: si el anillo gira para de la derecha, es varón; y mirá, gira como loco. ¡Basta! Tampoco voy a parir otro animal. Quiero sacármelo. Por eso cargó la Beretta, por eso está entrando a las casas; después del sexto mes es más difícil. Ahora patea al viejo con furia, con la misma con la que trataba de sacarse al suyo de encima; entonces no podía, ahora sí. ¡Viejo de mierda, largame, mal parido! Entonces las sirenas, el viejo que se le abalanza, el culatazo en pleno rostro, dos disparos… Y las puteadas del Hugo afuera, que se raja mientras ella cae sobre las piso de baldosas y se asfixia con el peso del otro sobre su cuerpo; y la necesidad urgente de sacárselo de encima, de pujar… Ella que no aguanta, que se ovilla entre la sangre, que desgarra la placenta, que quiere creer que Dios existe: Que no sea una nena, Dios, que no sea nena… Su mueca entre estertores se parece mucho a una sonrisa.
La selva libre
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omo vos, como aquél o cualquier otro, podemos levantamos juntos sin saber, o para saber −por qué no−, que cualquier mono que se precie no es más que un mono. Que el pellejo tira pero aunque no queramos, vamos a terminar sacándonos los piojos con dedicación casi absoluta. Es así, para qué más, vas a decirme, o si querés otro día volvemos a encontrarnos... Pero no, flaco, conozco bien ese juego, mejor no. Es como querer arrancarse la piel; y con una basta. Una vez, digo, no piel. Aunque la piel a veces se arquee y repte entre las sábanas que invaden esos huelgos que dejamos a la vergüenza. Sí, conozco ese juego: darse entero pero no, clavar las uñas hasta 56
ahí, abandonarse al tacto siempre y cuando no descubran ese hilo invisible con el que imaginamos precintada la cintura, para que en todo momento el rollito quede sostenido y al volvernos, la panza no se vaya de costado. Vos me entendés. Las sábanas, decía, que terminan arrugadas, que se enredan a los dedos de los pies, a las rodillas… para recordarte que están ahí y que estás vos o yo… porque al fin y al cabo un poco de rebeldía adolescente no está mal. Como este regalo que me doy, te das, que me diste aunque la sábana quedara manchada como mi nombre, y a esa sábana ahora yo la agarre y la estruje y la muerda, porque ya vas a ver, que esto de andar sintiendo no es así de fácil. El que las hace las paga. ¡Habrase visto! Andar gozando así hija de mil… Y yo tan burguesa.
Todo es cuestión de cuidarse Cuidado con esos muertos que vos matáis, pueden gozar de muy buen salud Padre Alejandro
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on las lolas recién hechas y catorce kilos menos acudí a la cita. −Está usted espléndida −me dijo el Dr. Filkenstein− pero tiene que empezar a darse algunos permisos. Hay muchas maneras de endulzar la vida, no sólo con aspartamo. ¿Por qué no se da una vueltita por Youtube, investiga los daños que le puede causar y analiza otras alternativas? Y sí, ahí estaba la causa de todos mis síntomas: El aspartamo produce cáncer, apatía sexual, dolores de pecho, insomnio, depresión, contracturas musculares, trastornos digestivos, herpes, jaquecas, hasta ¡puede llegar a causar muerte súbita! El Doc tenía razón, así que de inmediato lo agregué a mi lista de los “Ya no” y a la semana volví al consultorio. −¿Y? ¿Cómo se siente? ¿Mejor? −Sí. Todo está claro, ahora. Ya no más aspartamo ni ningún tipo de endulzante artificial. Nada de yogures light ni chiclets sin azúcar. Pero tampoco azúcar. 57
Ya no galletitas oreo ni merengadas ni pan con manteca. Ya no Mac Donald. Ya no salchichas. Ya no panceta ahumada. Ya no más chocolates, bocaditos Cabsha ni alfajores de dulce de leche. Ya no asado con grasa los domingos. Mucho menos chorizos o pechito de cerdo. Ya no fiambres ni papas fritas. Nada de salamín picado grueso. Ya no más maní con la cerveza. −Muy bien, muy bien… ¿Y los permisos? −Míreme usted. Me siento bárbaro. Medito, corro, bailo todos los días… Ya no fumo. Ya no bebo. Ya no me drogo. Ya no estoy enamorada de ese hombre. Ya no me creo.
Ora pronobis
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l volcar, el Ford se incendió de inmediato; llevaba kerosene, ahora lo sé. Las llamas llegaban hasta el cableado de luz así que corrimos a disfrutar del espectáculo. Al ratito no más la patente delantera voló por la explosión y casi me arranca la jeta. Quedó a mis pies, a unos veinte metros del cuerpo. Leí las tres letras, los tres números. Fue como un knock out. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que ese cuerpo podía ser el Pepe. Lo malo es que me habían mandado a avisarle que lo andaban buscando unos zorros pero ¿qué quiere que le diga, Padre? Jamás pensé que… Además yo no ando con cuentos. Le juro que recién al verlo ahí, tirado, reaccioné y tuve que entrar corriendo a la casa para no vomitar. Él le había pagado al Turco como siempre, yo lo sé bien porque hago la recaudación y se la llevo. La cuadra estaba llena de canas ¿Cómo pueden ser tan hijos de puta y quedarse, fumando a un costado del mercadito como si tal cosa? Y pongale que hubiera quedado debiendo… ¿Por cuatro cajones de vino tinto, Pepe se estaba yendo en sangre entre la mugre? No creo que haya sido por lo del kerosene, eso lo sabíamos sólo unos pocos. ¿Y quién lo iba a batir? No se puede pagar por todo. Qué muerte de mierda., Padre, y ellos, y nosotros ahí… mirando. 58
Yo traté entonces de no acercarme demasiado para que los de la cana no me reconocieran y dijeran que yo también andaba con él y que sabía. No es que no quisiera involucrarme, no, es que la yuta, que al ratito ya estaba limpiando todo, tenía un ojo en cada cortina, y yo tengo familia, ¿sabe? La que lo vio de cerca es doña Elisa. Antes de que viniera la ambulancia, ella les había alcanzado una frazada para cubrirlo, total el hijo suyo se le había ido hace meses, dijo. Y con la esposa del verdulero, eso lo sabemos todos, pero se lo calló. Fue ella la que aseguró que cuando se lo llevaron no estaba muerto; que movía un poco la ceja que daba para este lado y que le temblaban los dedos. Eran como las once y media de la noche; Pepe había cenado con unos amigos; pobre, que en paz descanse, fue la última la del jueves. Apenas dejaron de oírse las sirenas, todo el vecindario salió a la calle. Los chicos fueron los primeros en correr hasta el auto y entraron a echar palos y diarios y neumáticos para avivar el fuego. No les dijimos nada porque con esto de los piquetes siempre se junta basura. Las viejas hablaban bajito y se llevaban los pañuelos a la boca, la mujer de la tienda lloraba tanto que, la verdad, dio que hablar… Porque una no es tonta, decían, ¿vio? Aunque la verdad es que entre ellas había un par que de jóvenes han sido más putas que las gallinas Y ¿qué quiere que le cuente yo? Después no supimos más. El viernes temprano vino la cana y vio que lo hecho, hecho estaba y eso no era bueno. Se la pasó dando vueltas, preguntando cosas. Todos dijimos que no lo conocíamos bien o que lo veíamos muy poco, que no éramos de esa gente así que la cana descansó. Ellos no se hacen mucho problema y seguro que apenas pase esta semana los vamos a volver a ver pidiendo pizza en lo de Los Narigones. Ese día casi nadie almorzó en el barrio. Tomamos mate alrededor del auto. Que no había sido por la coima, decían algunos, que andaba levantando gente con ideas raras, que lo había entregado no sé quien y encima por monedas… Todas conjeturas, la cuestión es nadie se jugó, nadie reconoció que sabía lo del kerosene, mucho menos ir con el cuento de que no estaba pagando por eso; al final 59
todos se lavaron las manos. En lo que sí coincidimos fue que lo de la mujer de la tienda era cantado. No sé para qué le cuento, usted seguro ya lo sabía, ella viene a misa todos los domingos, ¿no? O sea: que como al final se deschavó todo porque la mina lloraba como una Magdalena que le devolvieran al Pepe, que le devolvieran al Pepe, el marido la molió a palos y la rajó de la casa; a mí me dio lástima y me quedé con ella a pasar la noche. No hicimos ni comimos nada, Padre, por respeto. A la mañana nos organizamos unos cuantos para salir de dos en dos a preguntar a las salitas, los cuarteles, las comisarías, los hospitales... en definitiva para rastrear el cuerpo. Y fue como yo había dicho: estaba en la morgue. Esto nos llevó todo el sábado. Yo seguía en ayunas porque fui uno de los que tuvo que entrar para reconocerlo. Y dije que sí, que era Pepe González, de a la vuelta de mi casa, aunque bien me podrían haber mostrado otro fiambre; con tal de salir pronto yo hubiera firmado cualquier bosta. Hoy temprano fuimos a hacer los trámites para el entierro, pero no me va a creer, Padre… Como no saben si es la familia o la obra social la que tiene que pagar nos dijeron que no, que además es domingo, que es una muerte dudosa, que tenemos que esperar. ¿Esperar qué? ¿Qué muerte dudosa? Ya pasaron tres días, Padre, ¡tres días! ¡El Pepe está bien muerto y no va a resucitar! Le juro que si para mañana mismo no tienen todo arreglado, me agarro tres o cuatro chabones y los que van a ir a parar al cementerio son ellos: los de la funeraria, la obra social, la familia, la yuta y de paso el marido de la mujer de la tienda. Sí, Padre, no se preocupe, ya estoy más calmado pero se lo comento porque ya lo conté en el bar, así que vine a pedirle dos cositas. Una: Si después de la misa de once se viene con nosotros a rezar por las pobrecitas almas del purgatorio. Y la otra, qué sé yo, una bendición, por si las moscas mañana. En este barrio, y esto de una que no es obra del Espíritu Santo, hay gente a la que se le ha soltado la lengua.
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Lidia Castro Hernando
Psicóloga, Lic. en Filosofía, periodista, escritora de narrativa y dramaturga, actriz de teatro independiente. Participó de dieciocho Antologías cooperativas y cuatro no cooperativas de la Ed. Dunken, por selección; tiene varios premios nacionales y uno de España. 2º premio de cuento de la Biblioteca Municipal Leopoldo Marechal, en el año 2007. Correctora y colaboradora de las revistas: La Avispa (Mar del Plata) y Paradigma (de Costa Rica). LA CAJA NEGRA: selección de cuentos en colaboración con Gustavo Ortiz. Está preparando una novela y otro libro de cuentos sólo de su autoría. Contacto: castrohernando@gmail.com - http: www.escritorsdemiuniverso.blogspot.com
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Los unos y los otros
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o siempre, pero a veces amanecen a mi lado. Con la persiana baja, el dormitorio a oscuras, mis piernas mareadas entre las sábanas y frazadas, mi cabeza aparecida no sé cómo a los pies de la cama, siento una punzada en el omóplato. Me asusto. Estoy fumando demasiado. Hoy dejo. Y en cámara lenta voy estirándome. Soy un oso que sale de invernar. Cómo me duele. Voy a tener que ir al médico. Amo la oscuridad. Mi casa siempre en penumbras, cueva protectora, donde no llegan las malas influencias ni los trabajos secretos ni las creencias ajenas. Me incorporo y ciega, busco con los pies las chinelas, oigo el salto de mi gata que se prepara a seguirme como todos los días al baño. Mientras me lavo la cara y me cepillo los dientes juega con la cadenita que cuelga del bidet. Salgo y camino hasta la cocina, busco a tientas los fósforos y prendo la hornalla. La primera luz. Los ojos perezosos se me abren como ante el fogonazo de un arma. Me encandila y los vuelvo a cerrar. Lleno la pava y preparo la taza, las tostadas que saco de la lata y apoyo en el plato siempre esperándolas en el mismo lugar de la mesada, saco el queso blanco y la leche de la heladera, un cuchillo para untar, la cucharita con la que sirvo el café instantáneo. Todo está siempre en su lugar para mis manos antenas. No quiero ver la luz. La luz me molesta, me lastima, me ciega; siempre, en casa, en la calle, de día, de noche. Después del desayuno voy al living y ya no hay caso; a pesar de las cortinas bajas, las pupilas ven párpados grises con pintitas amarillas y rojas. Ahí no tengo más remedio que despertarme bien. Y sin embargo, todavía no los abro. No quiero. Voy al dormitorio a arreglar la cama y ahí, tanteando, los encuentro filosos, impecables, en el lugar donde media hora antes dormía mi espalda. Acostumbrándome sin querer a la luz del día subo la persiana al tiempo que como en un rito doloroso de iniciación, voy abriendo los párpados. Alta en el cielo. Ahora sé que el dolor eran ellos, los malditos anteojos que quedaron nadando entre las sábanas cuando me dormí. 62
Son impredecibles, parecen animados por un afán demoníaco a esconderse haciéndome la vida insoportable. Nunca están donde los dejé. Se escapan, me burlan, me hostigan. Les grito, los insulto y maldigo la hora en que los adopté hace más de cincuenta años. Y no son ellos, los de ver televisión a la noche, los únicos. La casa está poblada. Somos yo, mi gata y nueve pares de esos condenados subversivos: los de lejos para todos los días, los bifocales para salir a la calle, bien oscuros; los de cerca para diario, los bifocales para estar en casa, los de lejos de color azul, los verdes (según la ropa que use), los de cerca pitucos para ocasiones especiales, los de media distancia para la compu; algunos más de sol sin recetar que no cuento, y que uso cuando no me interesa lo que hay para ver; sólo protegerme. Supuestamente, tendrían que estar bien quietitos en una caja que les compré, al lado del sillón del living, siempre listos como boy–scouts. Pero todos y cada uno, a su estilo, se empeñan en hacerme la vida imposible. Miento, los que tengo para tocar el piano, o son obedientes o les gusta estar sobre las teclas. Me obligo a pensar que no son malos, y como si hubiese estado contando hasta cincuenta con el brazo apoyado en el árbol de la vereda salgo a cazar. Para eso sí la mayoría de las veces tengo que abrir los ojos, aunque los encuentro más rápido si recorro de memoria los pasos que di en las últimas horas. A algunos los atrapo entre papeles o adentro del lavarropas, a otros menos rápidos les corto la retirada con mis zapatos, y los más tontos aparecen cuando me siento en el sofá, cansada del juego, y los aplasto con mi humanidad. Los agarré, digo, y trato de enderezarlos. Hay que poner mano dura con los rebeldes. Me doy cuenta de que no los cuido lo suficiente. Cada tanto los dejo olvidados en mi mesa del bar, pero sé que me quieren. Y aunque no les dé el gusto de decírselos, yo también. Tito siempre me los guarda y vuelven a casa conmigo. Lo cierto es que con los años les di mucho poder. Tengo que cortar la dependencia mutua, dejarnos libres. Puedo hacer casi todo con los ojos cerrados, por eso prefiero andar así la mayor parte del día. Salgo poco. Pero nadie es imprescindible, ni ellos ni yo. 63
Tácitos
T
e miro. Tus ojos arena mojada se apartan de mí ni bien nombro a papá. Qué recuerdos o sensaciones libera la palabra no lo sé. O sí. Tu mirada se pierde a través del vidrio, la mano se detiene en una de las vueltas de la cucharita mezclando el azúcar en el té con leche, y casi no percibo el movimiento de tu pecho al respirar. Todo se congela detrás del sonido de mi voz. Y recuerdo tus únicos recuerdos de él: un oso blanco más grande que vos entrando a tu cuarto en sus brazos cuando el quinto cumpleaños estaba por terminar, las diez vueltas en la calesita del parque el único domingo que pasó en casa cuando teníamos seis, el Taunus verde partiendo sin regreso un lunes a la mañana y vos, en la puerta con tu mano hamacándose en un adiós eterno, ese día. Sé que son los únicos tres recuerdos que tenés. Y que te llevó el mismo tiempo que a mí evocarlos. Ahora volvés a mirarme, seguís dando vuelta la cucharita y respirás. Me preguntás en qué estábamos y cambiando de tema, te digo que estás linda, que el matrimonio te sienta bien, y que estoy contento de verte. Tendrías que casarte vos, decís. Sí, sí, cuando cumplamos los cuarenta te prometo hermanita que vas a tener sobrinos, no sé si cuñada, pero sobrinos para que jueguen con los míos, eso sí. Sos loco, che. No quiero irme en recuerdos. Quiero seguir charlando. Los mellizos se conocen bien. Y cuando me dice loco, gatilla otras memorias que me resisto a dejar venir. Ella sabe. Entonces me cuenta que en España se vive bien, que es como estar en casa, pero mejor, que están contentos, que hicieron bien en irse, que, que, y mientras le agarro la mano se larga a llorar y le digo yo también te extraño. Me hacés mucha falta. Me disparo sin querer hacia delante en los planes que teníamos: vamos a hacer un viaje a la India, nos vamos a quedar un año en un monasterio budista, después nos vamos a ir a vivir a Londres y vamos a poner un instituto de yoga y de meditación. Y…sé que nada de eso va a ser posible. Me agarra la mano. También lloro.
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Lastima bandoneón
B
ajo un cielo noctámbulo sin estrellas, se recuesta solitario en el único banco ileso de la plaza. Tomó hace horas unas ginebras. No hay nada más en su estómago mendicante. Piensa, algo confuso, en el día que quedó atrás como todo quedaba siempre atrás, nunca un adelante que le abriera un sendero, aunque fuera de piedritas nomás, por donde caminar confiado. Su bandoneón destartalado había estado gimiendo penas de autores anónimos, tan cercanas a su alma pedigüeña de afecto; los sonidos venían y se iban por las yemas callosas, desde su corazón. La latita oxidada por el aire de mar terminó una jornada, que a él se le hizo eterna, con sólo cinco lastimosos pesos. Como otras incontables veces había dudado en qué gastar la dádiva ajena y como las mismas incontables veces, eligió la bebida que entibiaba su pecho de huérfano. Se incorpora. Con debilidad alcohólica abraza a su leal instrumento, desgarra en el centro de la plaza un acorde final de despedida, grita como un desaforado: ¡HASTA MAÑANA! y se va silbando bajito a la pensión.
Códigos
L
e sirvió un mate dulce y espumoso. El gaucho Méndez no dijo nada y miró pa’rriba, como desentendiéndose. Sabía, como buen pampeano sureño el significado que tenía: la Rosario estaba muerta de amor por él y le era fiel. Pero el corazón del hombre pertenecía a otra desde ya no sabía cuándo. Mateó él y se quedó oteando las nubes negras que corrían hacia ellos como zaino desbocado. –Se viene la lluvia -dijo, y le alcanzó el mate frío. La paisana supo que la rechazaba. −Ahora déme un amargo y váyase pa’dentro; no se me vaya a mojar ni de arriba ni de abajo… Yo ya me voy pa’l rancho; se está haciendo tarde y su hermano no llega. 65
La paisana no era tonta y pa’rematar la conversación, le dio un mate vacío, (con yerba pero sin agua) dándole a entender que daba por terminada la relación amorosa -que en verdad nunca había empezado-.
Secretos
T
odos lo saben, incluso yo. Una y otra vez se escucharán las mismas palabras, se verán los idénticos gestos sin compromiso, las miradas hipócritas, los siempre repetidos y eternos tiempos de silencio. Ahora entrará Silvia y se sentará a la cabecera de la mesa. Detrás Jorge y Ana María –los hijos mayores– que se ubicarán a un costado. Miguel Ángel –el tío– frente a ellos, y Roberto en la otra punta. Las acciones, el cambio, las carreras de caballos, la Ferrari nueva. Y por debajo, un miedo abrasador que no dirán, no revelarán para que se quede unos días más adentro. Hasta que aparezca la policía a llevarse a Roberto por estafa. Todos saben. Todos tiemblan. Pero hoy como siempre, hablarán de cosas sin importancia.
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Ana Cristina Pocorena
Nacida en Mar del Plata en agosto de 1967, siempre le gustó escribir. Es maestra en una escuela primaria y participó del taller Delapalabra. contacto: ana–cristina@live.com.ar
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Media culpa
C
olgado de la traba del ventiluz de la cocina, y sobre la hornalla prendida, el zoquete del nieto. También, habérsele ocurrido jugar con barquitos de papel cuando en media hora, tenía que llevarlo al club. Era ya y con un agujero. Le sacó la zapatilla, que fue directo arriba del termotanque, boca abajo. Y a zoquete mojado, zoquete colgado. –¿Vos te das cuenta? Encima tu madre, que nunca te pone ropa de más en la mochila. Dale, quedate ahí. El chico, con un pie descalzo y sentado en la silla de la cocina, miraba al perro en el patio, que masticaba papel. Desde adentro lo miraba, como una filmadora estática que copia y copia andá a saber para cuándo. Un pibe ahí, encadenado a la libertad del perro que mastica papel en barco naufragado. Anclas, cadenas, muros, puertas, rejas construidas en la cabeza. Tal vez hay que ser un perro, o un muy pequeño ser humano descubriendo la vida. Son los que menos fronteras tienen porque al mundo lo tienen adentro, al alcance de la mano. Suena el teléfono – Hola –seco como el agujero en el zoquete–. Sí, por salir. ¿Qué cómo se porta? Otra vez mal. Se merece que no vaya. Te aviso, va a llegar tarde. Decime, ¿vos no te diste cuenta que el nene tiene las medias rotas? La abuela de espaldas, como si así se oyera mejor, con una mano en la cintura y la otra en el teléfono inalámbrico. El perro jugando, el pibe con la cara torcida para la ventana del patio. Seguramente un ¡Vení que te ato los cordones!, que habrá escuchado tantas veces, también fue freno, pero es que en el juego no vale darse cuenta si están atados o no. O el ¡Atate los cordones que te vas a caer! Que es ese cordón maldito que ata y no permite, que es lucha desigual entre dos mundos, que adivina, juzga, sentencia, advierte una caída inventada para el resto de la vida. Y el cordón que vuelve a desatarse, y que así no se atan, que tenés que atarlos 68
como te dije. Calentito el agujero sobre la hornalla, y la abuela, y la madre, y el pibe. El perro movía la cola. Abanicaba humito, ya. El zoquete, desde antes de la hornalla que no era blanco, y ahora en rebeldía, zoquete y fuego se hicieron cómplices. Sobre la cocina empezaba una fiesta de colores y olores chamuscados. –¡Abuela! –el pibe, desde su lado adiestrado en el instinto. El pequeño incendio baila por naturaleza, porque los objetos tampoco tienen fronteras. El mundo se desborda hasta que se traza una línea, hasta que se dice un no, hasta que se poda una planta, hasta que alguien piensa que puede. –Pará un poquito. Después te llamo. La abuela aprieta TALK. El pibe corre hasta el termotanque, y mientras ella engancha con la espumadera el zoquete y lo mete en la pileta de la cocina, él se sube a la banqueta, baja la zapatilla que quizás estuviera muy mojada todavía, se la pone, ata los cordones de cualquier manera, a su manera, y con un moño diferente en cada pie, dice: –Abuela, ya fue. ¿Me llevás al club? Ella cierra canillas, da un vistazo entre humareda. Cambia teléfono inalámbrico por monedero marrón, atrapa el llavero de un manotazo sobre la mesada y en culpa enmascarada, dice un: –Así no se atan los cordones. Con trancos largos, los dos, dejan la casa por la vereda.
Las primeras palabras
E
n la niñez del campo corría a las ovejas con los hermanos. Se les trepaban, y aferrándose a la lana con las manos, la carrera se hacía por donde el animal eligiera: a los saltos, entre las gallinas sueltas, hasta los charcos de barro, con el calor en la cara. Y después el tazón de leche con pan y manteca. Los sábados y desde la tranquera papá a caballo era sombra de un rey mago cargado de caramelos, harina y azúcar para la semana. 69
También traía el diario. A Sarita le gustaban los caramelos, como a sus hermanos. Pero ya sabía leer, entonces, sentada en una sillita de paja, veía a su papá dar vuelta cada hoja, haciendo bailotear las piernas que todavía no llegaban al suelo, abriendo lo que pudiera sus ojos, intentando romper hechizo para que fuera su turno de leer. Hasta que ‘ Tomá, acá tenés’. Y a mamá, ‘Esta chica me pone los pelos de punta con el ruido que hace con la silla’. Sarita ni escuchaba, y ya parada, como de costumbre, de un empujón llevó la silla hasta la mesa, abrió el diario gigante, dio vuelta las páginas buscando sumergirse ahí con todo el cuerpo. Siempre buscaba en el ángulo derecho, abajo, el título “Nuestra poesía”. Con la sonrisa muda un dedo acarició cientos de letras miles de días. En suspiros los labios soplaron versos ajenos, los atrapaba, intentaba adueñárselos abrazándolos como si la corriente de aire que venía desde la ventana pudiera desparramar por el campo semejante tesoro. Siempre volvía a leer todo. Y saboreaba las palabras en un canto rodado hasta la sonrisa. Un día leyó la letra chica de abajo: “Publique aquí su poema. En un sobre con su nombre, con el título “Nuestra poesía”, presentar en la redacción, en mesa de entrada.” Una noche se le salieron palabras sobre el cielo y las estrellas, y se las guardó. Un mediodía nacieron del vapor del puchero desde la cocina, y también se las guardó. Hasta que llevó el lápiz a la mamá y dijo ‘¿me lo afilás con la cuchilla?’, y escribió. Se animó: ‘¿Me llevás esto al diario?’ Y vio que papá leyó su poesía desde casi el techo, y que se rió de costado: ‘Mirá, vieja.’, y que sonriendo ‘Bueno, te lo llevo’, y que la guardó en el bolsillo del pantalón. Después de eso, la espera. ‘Poesías mejores’, pensaba al ver que nunca aparecían publicadas las de ella, ‘no deben estar bien’. Entonces se empecinó en mejorar y envió poemas nuevos, o alguno que creía haber mejorado. De a poco disfrutaba sólo desde afuera, mirando cómo los más 70
chicos se subían a las ovejas, y ahí fue cuando escribió sobre risas, polvo escurridizo y caminos de trabajo. No importaba la situación, las palabras se le aparecían siempre llenas de música, profundas, esenciales, y la respuesta siempre vacía del diario se le hacía motor y carga: ‘Tengo que encontrar las palabras. Palabras mejores’. Había que ayudar a mamita con la vianda para los peones, juntar huevos, shh…shh…a las gallinas con el maíz partido, lo que sobre y no se comen los animales al barril que, oxidado y enorme, lo habían parado cerca del cañaveral, allá, en el fondo. Ella hubiera querido que todas las sobras fueran para los perros porque el olor cuando tenía que destapar el barril era insoportable, y eso era hasta que se llenara lo suficiente como para hacerlo rodar un poco, tirarlo en donde ya no crecía el pasto y quemar todo, dejar que se vaya al fin, ver escaparse lo que no sirve en naves de humo hasta la tardecita y los grillos, hasta que a la tierra no le quedasen ganas de chamuscarse. Pero aún entre tareas, en Sarita la rutina eran seguidillas de sonidos equilibrados, de sinónimos silabeados, un crucigrama de aromas y asperezas para una incógnita que fuera irreprochable. ‘Tengo que encontrar las palabras’, se exigía. Leía sus poemas a la chica de Fernández, cuando a la tarde venía con la madre de visita. Se los leyó un día a la Coca, la modista, que siempre andaba con los Corín Tellado en la bolsa. Mamá siempre le ponía la oreja y decía qué lindo de espaldas, mientras mojaba el piso de tierra. ‘Éstos son mejores, seguro’. Y releía las nuevas palabras cada sábado en los diarios. ‘Tengo que encontrar las palabras’. Y otros maíces partidos, otros huevos del gallinero, otras sobras al tacho, otros fuegos. Un día se levantó viento. ‘Vayan a vigilar el fuego, a ver si se viene para la casa’. Ese mediodía les había pedido ayuda a los hermanos para tirar la basura y empezar a quemar después de tirar las cáscaras de papa al barril evitando ver y oler. Corrieron en juego después que los mandara mamá. Con los palos largos estuvieron déle aporrear a los pastos calientes. Los más chicos se divertían y distraían con las 71
formas que las cosas iban tomando. Hasta jugaban a los indios dando vueltas alrededor de la fogata, decían ‘¡Uuu!’ golpeándose la boca abierta, se peleaban por el palo más grande, se refregaban los ojos llorosos, atrapaban luciérnagas de mentira. Era lindo sentarse a ver cómo quedaba todo. Más porque era verano. Y todos se pusieron a cantar la del balde en el fondo de la mar, y cuando no se les ocurrió qué otra cosa hundir en el mar, empezaron a pavear con cualquier cosa quemada que encontraron. Se reían a carcajadas. Sarita pensó en palabras, que bailaron con el fuego y en sus ojos. Le tocó a José, el primo que venía para las vacaciones, decir qué más había en el fondo de la mar. Así que propuso: ‘¡Hay muchas poesías en el fondo de la mar...!’ A Sarita se le detuvo el mundo al ver que esas hojas amarillentas y arrugadas quemándose eran ésas, las de sus palabras cada vez mejores, las dedicadas a los diarios del sábado. Por esa noche, pero sólo por esa noche, un silencio primero y oscuro la pisoteó hasta aplastarla.
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Juan Miguel Idiazabal
Marplatense (26/05/1984). Traductor público y docente de inglés, poeta, soñador utópico–surrealista, cantante de ducha, nowhere man, pacifista, delirante (Groucho Marx + Goofy), feliz. Me publican mi poema Símbolos en el anuario del Instituto Albert Einstein en el 2001; 4 poemas en la antología Letras de Oro 2008 (Ed Nuevo Ser); e–libro 4 Estaciones de haikeu auto–publicado en 2008; poemas diversos publicados en Revista La Avispa nº 46, 49, 51, 53, 54, 55; desde 2008 tengo 2 blogs de poesía kratosdelaslenguas.blogspot.com (español) y southerncrosspoetry.blogspot.com (inglés). 73
Cuerpos sudados
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afael fumaba tranquilamente. Desnuda junto a él se encontraba Jazmín, hermosa sureña de tez blanca como la nieve que cubre los picos de su ciudad natal casi todo el año y frondoso cabello negro como la noche que los escudaba. Se sentía tranquilo. Pensaba que ojos que no ven, corazón que no siente. Sabía que la había traicionado, pero estaba seguro que Romina tampoco podría haber aplacado sus ansias. Ojo por ojo, pensó una vez más y se regodeó exhalando el aroma de su sudada acompañante. La noche había empezado bien. Había tenido una vídeo–conferencia de dos horas con Romina por Messenger. Se habían dicho tantas veces que se amaban y que se esperarían unos días más hasta que él regresara. Ella se emocionó cuando él le prometió llevarla a algún lugar especial unos días para celebrar los tres años que llevaban saliendo como compensación por no poder estar con ella esa noche. Ella le había dicho que no pasaba nada, que estaba bien, que sólo trabajara y volviera a ella lo antes posible. Rafael inundó el chat de caritas, corazones, rosas y demás emoticones, sabía que la volverían loca. A ella le encantaban esas cursilerías modernas de la era digital. Por otro lado, estaba el detalle de las dos docenas de rosas que le habían entregado de su parte esa mañana. Pensó en lo magistral que había sido esa movida mientras daba otra pitada y contemplaba el cuerpo sudado de la diosa de marfil que tenía a su lado. Ella le había dicho que era un romántico, un divino y un tierno. Romina le había asegurado antes de irse él que ella no saldría ni una noche para esperarlo inmaculada, llena de vigor, energía y ganas. Rafael prometió hacer lo mismo para poder pasar una noche inolvidable junto a ella que tanto lo amaba. Listo el pollo, desplumada la gallina, pensó en ese momento y largo lentamente el humo que había inhalado. Luego de terminar su cortina de humo en el chat, Rafael salió a cenar a un bar que había visto esa misma tarde. Cenó una porción de jabalí con papas fritas y una botella de vino patagónico. Al recordar el sabor del jabalí, acarició suavemente el cuerpo de Jazmín y 74
recordó lo bien que supo el primer beso que él le robó esa noche. En el bar preguntó dónde podía ir a bailar, le indicaron que Genux seguro estaba abierto. Genux, recordó Rafael, fue el boliche en el cual había conocido a Romina hacía tan sólo tres años. Ella le había parecido un ángel caído del cielo bailando como una cobra hipnótica. Romina le pareció la chica más linda de todas las que había conocido en los cinco días que llevaba en Bariloche. Su piel eternamente bronceada como el cobre, sus ojos verdes como las laderas del cerro Catedral en primavera, sus fantásticas curvas que se movían al son de la música y su pelo ondulado del color de las espigas de trigo. Rafael miró a la mujer de las nieves que yacía a su lado, tan distinta a su Romina pero tan parecida. La misma energía electrizante, el mismo bamboleo al caminar y las mismas voluptuosas curvas que lo volvían loco. Dio otra pitada a su cigarrillo y pensó que esa noche de pasión ardiente con Jazmín era sólo eso, una noche de sexo y nada más. Entró a Genux y como hiciera la primera vez que pasara sus puertas en su viaje de egresados se pidió un güisqui en las rocas. Observó el panorama mientras, güisqui en mano jugaba hacía girar los peces de hielo dentro del dorado líquido liberador. Luego de unos minutos visualizó a Jazmín bailando frenéticamente un reggaetón como lo hacían las latinas de los videoclips. Se abrió paso entre los cuerpos sudados de la gente, y recordó que algo similar había ocurrido el día en que conociera a Romina. Se puso a bailar con Jazmín quien lo miró fijo a sus ojos negros y sonrió. Luego de unos minutos de frenética energía, franeleo y perreo, Rafael la invitó a tomar algo. Un trago llevó a otro y un baile a otro más. Al cabo de una hora sus cuerpos parecían uno en la oscuridad protectora de una esquina en el VIP del boliche. Rafael la invitó a pasar la noche con él, Jazmín no se rehusó. Cuando llegaron al hotel, el conserje de la noche lo felicitó por la buena pesca del día mientras le daba las llaves. Rafael se sentía el pibe ganador de ese viaje de egresados que ahora parecía estar tan lejos. Sus cuerpos volvieron a hacerse uno como en la pista, pero esta vez la intensidad de sus movimientos durante el baile sexual 75
los hizo sudar mucho más. Rafael terminó su cigarrillo al mismo tiempo en que Jazmín acercaba su sudado cuerpo para volver a sentir los labios de su amante. Rafael pensó ojos que no ven, corazón que no siente y comenzó el baile nuevamente.
Ducha fría
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omina volvió a su casa sudada. Estaba enojada consigo misma por no haber cumplido la promesa que se hizo el día que Rafael se fue a trabajar por unas semanas al sur. Se preguntaba cómo podía haber sido tan egoísta y tonta; por qué le había hecho caso a su amiga Roxana y había salido justo esa noche. Romina abrió la canilla de agua fría de la ducha y comenzó a desvestirse. Entró de un salto, pensó que así sería mejor. La noche había empezado bien. Había tenido una vídeo–conferencia de dos horas con Rafael por Messenger. Se habían dicho tantas veces que se amaban y que se esperarían unos días más hasta el regreso de él. Romina se emocionó cuando él le prometió llevarla a algún lugar especial unos días para celebrar los tres años que llevaban saliendo para compensarla por no poder estar con ella esa noche. Ella le había dicho que no pasaba nada, que estaba bien, que sólo trabajara y volviera a ella lo antes posible. Caritas, corazones, rosas y demás emoticones la volvieron loca. Rafael sabía lo que a ella le gustaba. Por otro lado, estaba el detalle de las dos docenas de rosas que le habían entregado de parte de él esa mañana. Era un romántico, un divino y un tierno. Romina le había asegurado antes de irse él que ella no saldría ni una noche para esperarlo inmaculada, llena de vigor, energía y ganas. Rafael prometió hacer lo mismo para poder pasar una noche inolvidable junto a ella que tanto lo amaba. Mientras chateaba con Rafael, una amiga le preguntó si quería salir por otro canal. Ella respondió que no, cerró el canal y siguió concentrada con su amor. Romina abrió más la canilla y sus lágrimas se mezclaron con el agua helada. Ya había apagado la computadora y su celular. Romina se había 76
desvestido cuando alguien tocó timbre. Atendió por el portero de mala gana, ¿quién podría ser a esa hora? ¿Habría pasado algo? Era Roxana, su amiga de toda la vida. La dejó pasar. Roxana estaba vestida para matar, botas altas, mini, topcito, los labios rojos pasión y el pelo planchadito. Cuando Romina le preguntó que hacía en su casa a esa hora y vestida así, Roxana se rió de su actitud y le dijo que venía a sacarla porque no podía ver como su mejor amiga el día de su aniversario de novios se quedaba en su depto. sin siquiera salir a tomar algo con su amiga del alma. Después de discutir con Roxana por media hora, finalmente accedió salir a tomarse una cerveza con ella. Romina se cambió rápidamente. Un vestido hasta la rodilla que dejaba mucho a la imaginación y unos zapatos fueron su vestuario. Una cerveza y a la cama, nada más, pensó mientras el agua fría corría por su espalda. Cuando llegaron al bar, Roxana se apeó a la barra y pidió una cerveza para las dos. Pronto a esa cerveza la siguió otra y otra y otra. Después de un rato de tomar ancladas en la barra, a Romina le dieron ganas de bailar, ya no sentía culpa por estar saliendo mientras Rafael dormía en un hotel en Bariloche. Pronto su hipnótico baile con Roxana atrajo la atención de dos hombres que les invitaron unos tragos de nombre raro. Bailaron un par de reggaetones y Roxana se perdió de vista con su acompañante masculino. Seguro están chapando en algún rincón, pensó Romina. Afortunada ella que estaba soltera pero a la vez desafortunada de no tener a nadie como Rafael que la amaba tanto, recordaba haber pensado ella mientras su acompañante le robaba un beso en medio de la pista de baile. Mientras más piensa sobre la situación bajo el helado chorro que baña su fina piel más llora Romina. Ese beso que pareció durar una eternidad, fue seguido por otros y por caricias mutuas. Se encontraba en medio de un mar de hormonas sin barreras cuando Roxana la devolvió a la realidad. Al principio Romina no entendió que estaba pasando, como todavía no podía entenderlo mientras el agua fría a sus pies se arremolinaba y se perdía por la cañería como hizo ella en los brazos de ese tipo esa noche. Al chabón no le gustó nada que le sacaran a su chica justo cuando todo iba viento en popa, se quejó, gritó y pataleó pero Roxana alejó apresuradamente 77
a una confundida y hormonal Romina de los buitres. Cuando Romina se percató de lo que había pasado y de lo que estuvo a punto de hacer se largó a llorar y salió corriendo a tomarse un taxi a su casa. Y la lluvia que caía por sus mejillas y le mojaba los pechos era tan fría como la que recorría el resto de su cuerpo. Romina se lamentaba haber no sólo incumplido su promesa, sino el haberse dejado manipular en un principio por Roxana y después por ese tipo en el bar. Aunque tenía que admitir que si Roxana no hubiera llegado a tiempo quizás ahora en vez de estar lamentándose bajo el agua helada estaría mojada en la transpiración de dos cuerpos danzantes. Romina siguió llorando mientras los recuerdos de su relación y de esa noche se mezclaban para atormentarla. Romina siguió llorando y aplacando sus ansías de caricias y amor físico bajo el agua fría de su ducha.
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Juan Marcelo Gonzรกlez
Contacto: marceloma3x@yahoo.com.ar
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Alberto y el diablo 1 –¿Qué quiere? ¿Por qué me sigue? –Quería decirle que si sigue por este camino va a terminar en el Infierno. –¿Sí? ¡No me diga! –Sí, sí. Créame, el Infierno queda por ahí. –Y dígame: ¿usted cómo sabe? –Bueno mire, es que... yo soy el Diablo. –¡Ja! ¡No me haga reír, quiere! –Quédese tranquilo, ya le dije que soy el Diablo. –Dígame entonces, si es que es usted el Diablo realmente ¿por qué no quiere que vaya al Infierno? –Porque todavía no es momento. Aún tiene que engañar a su mujer, estafar a su socio, matar el perro de su hijo; debe destruir la casa de trabajadores para construir su rascacielos. Debe embarazar a su secretaria, robar el patrimonio de la ciudad después de ser nombrado intendente... En fin, tiene aún muchas cosas por hacer antes de morir y bajar al infierno. –¿Todo eso voy a hacer? –Sí, sí. Todo, y más. –Escúcheme: usted parece estar más informado que yo acerca de mi propia vida. Le propongo algo. Por qué no es usted el que hace todo eso que acaba de decir, mientras yo le cuido el Infierno por un ratito. –Cómo no, trato hecho. Alberto por propia cuenta, y sin saberlo, ha hecho un trato con el Diablo que en estos momentos habita su cuerpo en la Tierra. Con su lustroso traje de Diablo, y por un ratito, es el Rey de las Tinieblas. Por un ratito...
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2 –¡Oiga! Yo a usted lo conozco. –¿Sí? Puede ser, pero ¿de dónde? –No lo sé, su cara me resulta familiar, creo que hemos hablado en alguna oportunidad. –Ahora que lo menciona creo que lo recuerdo. Usted es Alberto, tuvimos una charla hace un año justo. –Es cierto. Entonces usted tiene que ser el Diablo. –Así es. ¿Y cómo le están yendo las cosas en el Infierno? Recuerde que tiene que devolvérmelo cuando yo termine su trabajo aquí. –No sé de qué habla. –No se haga el vivo. Sabe perfectamente de qué hablo. Usted es yo, y yo soy usted hasta que yo, o sea usted, termine mi trabajo aquí. Ese fue el trato. Alberto muy lentamente comienza a darse vuelta, y una sonrisa se dibuja en su rostro. –No sé de qué habla –repite por sobre su hombro y comienza a alejarse hacia el borde del espejo. El Diablo, aún con el rostro a medio afeitar, se aferra al marco del espejo del baño gritando. –¡Ese fue el trato! Alberto ya desapareció. Y el Diablo se queda frente a un espejo que, en cuanto a él respecta, ya no posee reflexión. Con gran esfuerzo termina de afeitarse como el más pobre de los mortales. 3 –¡Aha! Así que ahí está. –¿...Perdón? –¡No se haga el distraído! Llevo tiempo buscándolo y esta vez no se me va ha escapar. –Perdóneme, pero no entiendo de qué me está hablando. –¡Usted sabe perfectamente de lo que le estoy hablando! No 81
crea que llegué a esta posición por casualidad. Así que haga las cosas más fáciles y pásese para este lado. –¡Ah! Ya comprendo. Mire... usted está cometiendo un error, ha pasado tantas veces a través del espejo que ya no puede distinguir de qué lado está, ni siquiera puede distinguir quién es usted en realidad. –No intente confundirme otra vez, ya lo hizo en el pasado pero no podrá volverlo a hacer. –No, espere que le explique. Usted cree que yo soy yo, pero en realidad yo soy usted, o dicho de otra manera: usted no es usted sino yo. En uno de tantos cruces ha cometido un error y se ha equivocado de lado y de persona. De hecho, yo soy el que lo buscaba a usted, y ahora que lo tengo aquí no se me va a escapar... El Diablo se abalanzó, con los brazos extendidos, y Alberto, por reflejo (¿?), tuvo que hacer lo mismo. Sus dedos se juntaron en la superficie, y fueron engullidos por el cristal sin alcanzar a tocarse. Lentamente los cuerpos fueron desapareciendo a ambos lados del espejo, hasta que sólo se vio sobre su superficie el reflejo de los dos cuartos de baño vacíos. Por un tiempo el Infierno tuvo un jefe sustituto. Ahora no tiene ni siquiera eso, y por si fuera poco, la canilla del baño quedó abierta. 4 –Disculpe. ¿Quiere fuego? –No gracias, no fumo. –Está bien, de todos modos no tengo. –Entonces, ¿por qué me ofreció? –Supongo que por costumbre, ¿sabe? En una época, acá donde me ve, yo fui el Príncipe de las Tinieblas. –¿No me diga? ¡Yo también! –¡Ah, sí! Bueno, entonces me comprenderá. Tantos años repartiendo fuego a lo largo del Infierno se vuelve una costumbre difícil de evitar. –Es cierto, a mi me pasa lo mismo ¡y eso que yo sólo estuve por 82
un ratito! Me pregunto quién estará en estos momentos ahí. –No lo sé, es difícil saberlo. No llegan muchas noticias hasta este lugar. A decir verdad, nada pasa aquí. ¿No le parece raro? –Ahora que lo menciona, sí. Es extraño, no consigo recordar cómo llegue aquí. ¿Y usted? –No lo sé. Lo último que recuerdo es que me lancé contra un espejo, y luego me encontré aquí. Creo que estamos atrapados dentro de un espejo. –Hmm. Puede ser. Sí. –Si hiciéramos palanca el uno con el otro podríamos salir de aquí, ¿no le parece? –Sí, puede ser. De todas maneras no tenemos nada que perder. Ambos se pusieron espalda con espalda, y a la cuenta de tres saltaron fuera del espejo, utilizando el empuje del otro, con tanta mala suerte que se dieron de narices con el marco del espejo. En el segundo intento comprobaron mejor la dirección y pudieron saltar fuera del espejo. ¿Pero de qué lado...? 5 –¿Sabe una cosa?, aún no alcanzo a comprender qué relación existe entre los espejos y el Infierno. –Bueno. Si lo piensa bien no es tan extraño. Piense que lo peor que le puede pasar a un hombre es que lo enfrenten con su propia imagen. –Sí. Puede ser. Todos tienen cosas que ocultar de los demás e incluso de sí mismos. Todos tenemos algo que nos atormenta. Y usted, ¿a qué le teme? –¿Temer? ¿Yo? No. Recuerde: yo soy el Diablo, yo no temo a nada. Yo soy el que hace temer, y el que convierte los temores de la gente en realidad; yo escribo y dirijo las pesadillas de los hombres. No señor, yo no temo a nada. –¿Y no tiene miedo de no ser realmente usted? ¿No tiene miedo de ser algún otro? ¿No tiene miedo de ser, realmente yo, y que yo 83
sea usted? –¡Ahí está de nuevo! Ya me la veía venir, esta conversación ya la tuvimos en otra ocasión. –En varias. –Sí, en varias… Durante un tiempo ninguno supo qué decir, y cada vez fue más difícil salir de ese silencio. Un viento frío se levantó y las hojas remolinearon entre las piernas de los hombres que, sentados en un banco, veían cómo el atardecer se esparcía por los rincones de la plaza, mientras que las débiles luces de los faroles iban tomando fuerza lentamente produciendo sombras confusas entre los árboles que se retorcían sobre sí mismos en un movimiento congelado que presagiaba el desenlace de una macabra obra de teatro sin escenario ni platea; y mientras una ráfaga de viento arrastraba una botella vacía produciendo extraños sonidos, un farol se apagó devolviendo otro pedazo de plaza a la noche… Alberto y el Diablo se pegaron el uno al otro en el banco y cerraron los puños con fuerza sobre sus rodillas tratando de no temblar. (¡Qué vergüenza!) 6 –OK ¡Ya está! –¿Ya está qué? –Ya está lo que yo tenía que hacer. ¡Mi trabajo terminó! –¿Y con eso…? –Y con eso le quiero decir que es momento de terminar con esto. –¿De terminar con qué? –De terminar con este jueguito de “usted es yo y yo soy usted”. –¿ Y yo quién soy? –Usted es y será usted por más vueltas que le dé al asunto. Y tiene que pagar. –Pagar… Pagar significa que usted tiene que morir. ¿No le preocupa eso? ¿Está dispuesto a dejar esta vida? 84
–¡Por supuesto que sí! Ahora volveré a ser el Príncipe de las Tinieblas, y usted será un condenado. –¿Y cuál es la diferencia? Recuerde que usted también está condenado. –Sí, pero es distinto; allá yo soy el jefe. –Sí, pero tiene que volver allá, después de haber probado la libertad. No puede negarme que no es lo mismo. –Está bien, tiene razón. Usted gana de nuevo. Pero si la cosa es así entonces voy a quedarme un tiempo más aquí. –Es lo que tenía en mente. Alberto (o el Diablo, o el que sea que esté de ese lado) continúa con su vida de obstinación en el pecado, que lo conducirá sin ninguna duda, al infierno más profundo, en donde se encontrará con quien sea que esté allí, y comenzarán una nueva partida de dados que decidirá quién volverá a la superficie a continuar con el trabajo de Alberto… (O del Diablo. Después de todo cuál es la diferencia).
Despertar
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espertar no era la palabra precisa, tampoco nacer, pero poco importaba eso. Sabía qué sentía, y que ésa era una nueva sensación. ¿Qué sentía? Se sentía a sí mismo. ¿Qué era? Era él, no podía decir más. Sabía que era él, y que estaba ahí. La presencia de su ser lo desconcertaba. Si él estaba “ahí”, tendría que haber un “allí”, pero sólo podía percibir este “aquí” que se extendía desde él hacia el exterior. El espacio circundante era una prolongación de sí mismo que se internaba en la oscuridad. Una oscuridad que no era producto de la falta de luz, sino de la falta de significado de lo que lo envolvía; pero también causada por una carencia de sentidos para poder vivir ese espacio en el que se encontraba. No perdió la calma. Pensó que si estaba ahí era por una razón y que tarde o temprano la comprendería, al fin y al cabo recién había 85
despertado. No pudiendo comprender el espacio en el que estaba, trató de comprenderse a sí mismo. Tampoco le fue fácil. No tenía memoria de su pasado, no estaba seguro de haber tenido pasado. Se sentía ingrávido, falto de cuerpo, y se liberó al placer de dejarse llevar por un momento en esa cálida percepción del universo circundante. Lentamente la claridad sensorial fue disipándose, dando lugar a una oscuridad visual, palpable, que lo rodeaba. El cambio lo tomó por sorpresa debido a que fue muy lento. Tan lento que se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que despertara. Su alegría se tornó preocupación. Ahora que tenía conciencia de su cuerpo y de su entorno, empezó a comprender que estaba encerrado. Sus sentidos le permitían sondear todo aquello que se extendía desde él; le permitían ir más allá, pero mientras más contemplaba, más pequeño se hacía ese universo. Tenía la impresión de que si se estiraba podría tocar la pared de la celda en la que estaba. Al no tener punto de comparación no podía saber si era que él crecía, o si era la celda la que se encogía. La oscuridad empezó a tomar un tinte rojizo muy débil que al principio atribuyó a un estado de agotamiento de sus sentidos. La presión que el entorno ejercía sobre él estaba empezando a inquietarlo, y por primera vez tuvo la idea de huir de allí, pero sus movimientos eran torpes y sólo lograban agotarlo más. Quiso darse vuelta y notó que algo lo retenía en su posición, algo lo tomaba y le impedía moverse. Se asustó: no recordaba cómo había pasado eso. Creía haber estado siempre consciente desde que despertara (¿cuánto tiempo había pasado?) Quizás haya tenido momentos de desvanecimiento, o quizás esa ligadura siempre estuvo ahí. La presión se hacía insostenible. Su cuerpo, cada vez más presente, le dolía debido al largo tiempo pasado sin poder moverse. Ahora que sentía su cuerpo y podía moverlo a voluntad, no tenía espacio para hacerlo. Su mente no soportaba más el encierro, se agitaba dentro de su cuerpo buscando una salida, y la oscuridad ya estaba sobre él comprimiendo cada partícula de su cuerpo. Empezó a creer que su fin estaba llegando y se preparó para afrontar 86
su muerte, el momento en que su alma y su cuerpo se separasen. Su alma, esa alma que seguiría en viaje eterno. Se detuvo en este pensamiento que sería el último. En ese instante observó un resplandor sobre su cabeza, la negra noche se tiñó con un relámpago rojo–plateado, y un túnel de luz cayó sobre él. Lo contempló con esos ojos preparados para la luz que en toda su vida no habían visto más que una impenetrable noche teñida por una pálida y casi imaginaria claridad rojiza. Con la llegada de la luz sintió que el espacio sobre su cabeza fluía libremente, y junto con el espacio su vida se alejaba hacia la luz. El universo se convulsionaba y lo empujaba hacia arriba. Vio, recortadas contra la luz, unas sombras que volaban sobre él y lo acariciaban suavemente. Se dejó llevar sin resistirse y decidió entregarse al olvido. El espacio se abría, lo liberaba. Tenía frío. La luz lo invadió todo. En una fracción de segundo que duró una eternidad comprendió su pasado y su futuro, y mientras se esfumaba en la nada escuchó el llanto de ese ser que se escindía de él, y con el que se encontraría más tarde. Antes de perder la conciencia definitivamente, miró hacia abajo y vio el lazo que lo había tenido sujeto, y observó el momento justo en que un cirujano le cortaba el cordón umbilical.
De izquierda a derecha
B
orro todo lo que escribo, de haber dejado todo ya estaría por el quinto volumen de lo que sin duda sería una pésima obra.
Lo anterior no lo borré por pereza, o quizás para poder borrarlo luego de otra lectura. Dicen que los comienzos son prescindibles, pero qué hay con el resto? Quizás debería empezar por el final e ir poniendo palabras de derecha hacia izquierda. Tal como hacen en algunos pueblos, o como hace ese vecino mío que veo en la ventada. Tal vez el de la ventana sea árabe. O simplemente, como yo, 87
no sabe que escribir y me está robando la idea. Trato de espiar lo que pone, pero parece que siempre me adivina la intención y me muestra lo que yo escribí. Le voy a invitar una copa para ver si se marea y me deja ver. El tipo no parece muy resistente así que no me va a costar mucho. Ya pasaron dos días, no consigo espiar, tampoco consigo salir de la casa. Las botellas tiradas en el piso parecen peces en el fondo de un barco, con la boca abierta buscando aire. Mi vecino parece hambriento y falto de sueño. Creo que ya le queda poco, no es mucho lo que ha escrito pero tengo el presentimiento de que me va a servir. Hoy no pude escribir nada. La resaca me aturde, pero él no está mejor. Lo veo tirado en su silla frente al escritorio, con la ropa arrugada y sucia. Nos miramos durante horas esperando que alguno comience una línea. Acabo de despertar con la marca del pulóver en la cara y he visto cómo se desperezaba y frotaba el rostro con cansancio. Creo que está desesperado. Los ojos hundidos y negros por el humo y el alcohol son clara señal de que está en las últimas. Hoy mientras almorzaba lo vi comiendo algo que por el color que tenia no estaba en buenas condiciones. Una noche más. Solo una noche es lo que necesito. Para mañana ya estará acabado y podré hacerme con su cuaderno. Abro otra botella y lo invito a tomar.
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Enriqueta Noemí Borrello
Docente. Profesora de Lengua y Literatura Italiana.Técnica Universitaria en Gestión Cultural. Recibió cinco primeros premios literarios, un 2do y dos 3eros. premios y varias menciones en certámenes locales y nacionales. Sus cuentos figuran en 16 antologías. Recibió la distinción “Mujer Protagonista 2012”. Contacto: noekechy@yahoo.com.ar mujeryprotaenryblogspot.com.ar
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Juana en la hoguera “Y sin embargo estabas para el amor formada hecha para el suspiro, el mimo y el desmayo”. Federico García Lorca
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egreso con la última claridad del día. Nunca lo hago a esta hora, siempre llego más tarde, cuando la mesa está puesta para la cena. La empresa absorbe todas mis energías y mucho tiempo. Además me estoy convirtiendo, a mis cuarenta años, en un odioso rutinario. Hago el mismo recorrido para llegar a los mismos lugares, en casa ocupo el mismo sillón para leer, para mirar alguna película y cuando paseamos nunca elijo algo novedoso. También soy aburrido para hacer el amor con Juana, ella con sus treinta y cinco años debe necesitar otras cosas. Dejé de lado aquellas fiestitas que preparábamos con pasión: champagne, velas y sexo. Ella no cambió, sigue siendo sumamente ordenada y prolija y también excelente cocinera, pero dejó de sorprenderme con ropa interior sugerente, tal vez le hice perder el entusiasmo. Pero es la Juana de mi historia. Cuando la conocí me dediqué a leer sobre las Juanas, la Loca, la Azurduy, la Gorriti, la de Arco, la Sor de la Cruz. La mía, casi siempre está en casa, con su tarea de correctora para la editorial en la que trabaja desde que nos casamos. Recibe cada tanto a dos amigas que vivían cerca de su casa cuando era soltera. Parecía no ambicionar nada más, hasta hace un año cuando me dijo que quería ir al gimnasio. Comenzó con dos veces por semana y luego agregó dos más para hacer musculación y pesas, según me dijo. Su cuerpo fue cambiando, desarrolló los brazos y espalda. Perdió un poco de femineidad. Me asombro de encontrar la casa a oscuras sólo veo el resplandor del televisor en el living, entro, no hay nadie y la pantalla me muestra escenas de una película porno. Oigo voces ahogadas en la cocina, me acerco y ahí está Juana desnuda haciendo el amor sobre la mesa. Gemidos ahogados, aullidos. Miembros entrelazados y contorsiones. Ella sobre su amante mueve los brazos con una ar90
monía que delata los estudios de danza clásica de cuando era adolescente. No dicen las cursis obviedades de las parejas cuando de las bocas baja la humedad a la entrepierna. Yo estoy ahí, mirando, sin moverme como si hubiera echado raíces en el piso. Parece un chiste. Un chiste viejo y malo. Veo la espalda brillante por la transpiración, las nalgas redondeadas que se agitan. Podría caminar unos pasos, tomar la cuchilla y clavársela. Las piernas del otro son de un joven delicado, veo parte de la cabeza. Debe ser el compañero del gimnasio, el rubiecito de pelo largo que vi alguna vez cuando la fui a buscar. Recuerdo poco de mi lectura de La Divina Comedia pero creo que al Infierno se entra de a poco y se va poniendo peor a medida que el camino va hacia abajo. Así me siento. Escucho un gimoteo con algunas palabras que no distingo hasta que escucho: “Juana, estamos en la hoguera”. Todo lo agradable y profundo que tiene la voz de mi mujer, lo tiene de sosa, nasal, de caricatura, que no sabe de resonancia, la que pronuncia su nombre. Y entonces la reconozco, es Silvia, su amiga de la infancia. La escena ha conseguido excitarme. Sigilosamente salgo, subo al auto y parto sin rumbo. Mañana volveré a la rutina. Haré lo posible para olvidar este episodio. Vienen a mi mente las escenas eróticas de la novela de Gioconda Belli, “El pergamino de la seducción” sobre la historia de Juana de Castilla. Deberé quemarla junto a la “Elegía a Doña Juana la Loca” de Federico García Lorca, a “La doncella de Orleans” de Voltaire y a “Juana de Arco” de Mark Twain. Imagino que no podré olvidar la película de Rossellini ni la frase: “Juana, estamos en la hoguera”.
Juana de los espíritus
E
s una casa pequeña y austera, en una zona muy arbolada, boscosa, diría. El pueblo más cercano se encuentra a diez kilómetros. Estaba en venta desde hacía mucho tiempo. De ese sitio se contaron siempre historias extrañas. Acaso sería por eso que no se vendía pero un día apareció una mujer y la compró. Hace tres meses, Juana, se mudó. Después de un tiempo de si91
lencio escribió en su twitter: “El aire sorprende con su levedad. Parece suspendido como un parapente, se balancea, se acerca, se aleja. Encontré a los que había perdido.” Algunos seguidores le contestaron cosas intrascendentes. Nadie entendió demasiado. Otro día agregó: “Me provoca con su levedad, lo respiro, roza mi piel, me estremece. Juega entre las hojas. Su música es suave como la charla de los ángeles.” Un compañero de trabajo puso: “Parece que es un aire un poco especial o te estás dedicando al trago” ¡Qué lindo que viniste a visitarme! Quería saber qué te había traído a este lugar, mientras manejaba por entre el bosque me lo preguntaba, a todos nos sorprendió tu decisión. Creo que si te quedás unos días lo vas a entender, es muy hermoso todo lo que me sucede. Laura observa a su alrededor. Hay demasiado orden y prolijidad, es una casa que, a pesar de eso, intranquiliza, piensa. Busca su cartera que hace unos minutos apoyó en el sillón, no la encuentra. No la busques ya va a aparecer, ellos te están dando una señal. ¿Qué señal? ¿Quiénes son ellos? No te inquietes, vas a comprender. Charlaron animadamente mientras almorzaban. Por un rato a Laura le pareció la Juana de siempre, pero sentía algo que no se podía explicar. ¡Qué variedad de árboles, de noche debe dar un poco de miedo! No tengo ningún temor, los ángeles y los espíritus me acompañan. Me podés contar qué te pasa, nunca hablaste así, te pasaron muchas cosas en estos últimos años, perdiste a tus padres, un hermano y a Sergio, sé que mi experiencia en estas cosas no te sirve de mucho, mamá murió cuando yo tenía nueve años, la muerte se le apresuró, a los demás los tengo vivos. No los perdí, los he vuelto a encontrar pero no quiero hablar más de eso, sola te vas a dar cuenta. Creo que no me podría habituar a esta soledad. No, estoy siempre acompañada. Laura había pensado quedarse hasta el día siguiente pero duda. Se acomodan en los sillones para tomar el café. Juana tiene razón, el aire es misterioso. Siento agobio y algo me impulsa a salir. Camino bordeando los álamos, respiro hondo, mientras avanzo pruebo una sensación de paz. Me sorprende una 92
figura que viene caminando hacia mí. Se acerca. No puede ser. ¡No! Sí, sí, es ella. En ese rostro reconozco la sonrisa inconfundible de mi madre. Giro la cabeza y veo a Juana que nos contempla desde la ventana.
Celular
V
iento. Nubes. Percudido cielo gris. De a ratos, el sol que parece una moneda, insiste en espiar. Desde la terraza del café se ven mejor las olas encrespadas con bordes blancos y burbujeantes, las banderas agitadas y las lonas inquietas y coloridas de las carpas. El rumor del mar se fusiona con los gritos de chicos, los pasos, las voces y una música de blues que escapa por una ventana. La muchacha vestida de negro sostiene un teléfono celular con su mano izquierda. Con la otra, lleva un cigarrillo a sus labios, luego lo apoya y levanta el pocillo. No bebe, la mirada fija en la pequeña pantalla de su móvil. Toda ella es actitud de desconcierto, de duda. De pronto parece que se decide y, con el dedo pulgar izquierdo, pulsa números o letras. Ha enviado un mensaje, no habla. Cada tanto observa el horizonte y gira la cabeza para ver los edificios altos. Más allá las casas bajas y, al fondo, la cúpula. El cielo se cubre de nubarrones. De nuevo sus ojos obsesivos sobre el teléfono. Inclina la cabeza y sacude sus cabellos. Alguien corre. Un alarido. Me distraigo. Cuando vuelvo a mirarla me paralizo. Unos apéndices viscosos como tentáculos, salen del pequeño aparato, se encaraman por el brazo de la joven, se estiran, se alargan, aprisionan su cuerpo todo que se diluye poco a poco. La imagen se vuelve difusa, desaparece, escapa de este sitio y de este tiempo. No sé qué hacer. Contemplo la silla vacía. Sobre la mesa, sólo la taza y el cenicero. Oigo un bibibip de aviso de mensaje de texto. Hay un teléfono celular debajo de mi mesa. No puedo moverme. Siento algo que trepa por mis piernas.
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Azul 23
V
erano otoño. Enero frescura. No calor. Azul mar. Playa arena. Balneario 23. El hombre ojos azules, azul remera, lee el diario. Noticias economía. Noticias deportes. Noticias tragedia. La carpa se estremece, el viento agita las lonas azules y también las verdes. El hombre lectura se detiene en la página 23. Un titular despierta su atención. No puede creer. Lee y relee aunque no querría saber. Contiene la respiración. Baja sus párpados persiana. Fuga hacia adentro. Cuando la noche llega sigilosamente, el hombre es sólo dos manchas azules sobre el papel estrujado, papel espanto, papel final.
Agua y silencio
C
ierro los ojos. La casa es toda quietud. Un silencio lila y dulzón me adormece los sentidos. La pausa se prolonga por unos instantes. Desde otro lugar, el tic, gluic, tic, tic, de las gotas que caen de una canilla mal cerrada dice que no hay totalidad. No hay un siempre como no hay un nunca. Silencio y goteo. Goteo y silencio. Me dejo ir por el túnel de los pensamientos. La respiración se hace lenta. Me siento laxa, casi incorpórea. Ya no oigo el tic, tic, del agua. Siento frío. Algo sube por mi cuerpo. Adopto una posición fetal. Estoy inmersa en un líquido. Otros cuerpos me rozan. Siento un extraño estremecimiento. Mi piel se parte formando innumerables escamas. Un mar me ha tapado.
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Martha Conti
Martha Conti (Martha Teresa Conti) nació en Capital Federal hace 80 años. Vive en Mar del Plata desde 1947. Profesora de Ciencias de la Educación. Lectora
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¿A mí también me estará mirando?
Y
la Voz le ordenó: “Traelo, pero no lo interrumpas si está trabajando; que termine lo que empezó”. –” ¿y si le falta mucho?”. ”Igual, igual; movete y no des más vueltas”. La Muerte vistió su túnica con capucha y tomó la guadaña. De esa manera se hacía invisible. Sin tiempo y sin espacio llegó a destino. Allí estaba el Tito, eligiendo junco para trenzar unos sillones, de los que sólo aparecían las estructuras de cañas brillantes. “¡Uf! Tiene para rato”, dijo la Muerte y recorrió el lugar con sus cuencas vacías buscando un sitio cómodo donde esperar. Eligió entonces la horqueta de un duraznero viejo; desde allí dominaba todos los movimientos del isleño y su familia. Ese día el Tito preparó los juncos, hasta que la penumbra invadió el cobertizo donde trabajaba. Los chicos correteaban descalzos sobre el pasto tierno. Los llamó la madre desde la galería alta y el Tito subió con ellos. No había peligro de crecida, así que juguetes, herramientas y trabajo empezado, quedaron bajo el cobertizo junto a la casa de madera, bien afirmada sobre sus pilastras. De a poco se fueron iluminando las ventanas: ojos cuadrados mirando la noche boscosa poblada de zumbidos, cantos nocturnos, roces de élitros y hojas, chapoteo de río manso en las orillas y el relente con olor a limo. La muerte los miraba. A la mañana siguiente, junco arriba, junco abajo, quedaron los respaldos terminados. Pero el Tito hacía también otras cosas: tendía espineles que después debía recoger; cortaba las malezas que crecían de un día para otro; ponía trampas para las nutrias y remando en el bote iba hasta el boliche para hacer las compras. Por un tiempo no volvió a sus sillones. La vida seguía corriendo. Los chicos comentaban a gritos cómo una flor de tasi se engullía una mariposa, cómo progresaba el nido del boyero o quién se acercaba más al avispero del camuatí. La mujer traqueteaba la escalera; en la bomba lavaba la ropa que tendía entre los naranjos. A veces, en el embarcadero se sentaba un rato a ver pasar las lanchas... Pocas, porque vivían sobre un arroyito secundario. La muerte los miraba. 96
El día que llovió a cántaros desde las siete de la mañana hasta el atardecer, el Tito terminó los asientos. Los chicos no bajaron, y la mujer apenas, cubierta con un hule viejo. La Muerte no se mojaba, sin embargo buscó refugio bajo la galería. Espió a su gusto por las ventanas a través de la tela metálica: jugaban los chicos, tejía la mujer. Después fue hasta el cobertizo y se sentó en uno de los sillones, mientras el Tito guardaba las herramientas. Allí pasó la noche habitada por la fosforescencia de los tucus, que estallaron en enjambres después de la tormenta. Y se puso muy, muy triste, porque en poco tiempo más el Tito terminaría los sillones. No era que le importara mucho tener que llevarse al señalado y dejar una viuda y dos huérfanos. Estaba acostumbrada; eran gajes del oficio. Es que aquel lugar le gustaba... No quería abandonar perfumes, sonidos, colores y esa paz fluvial que sedaba sus huesos, así que se las ingenió para retrasar el trabajo. Una madrugada soltó el bote. El Tito perdió casi un día rastreándolo con el bote del vecino. Lo encontró río abajo, amarrado al embarcadero del compadre que lo había reconocido, que si no, vaya uno a saber dónde lo hubiera llevado la correntada. Apenas empezados los apoya brazos, la Muerte descompuso la bomba. El Tito no podía entender cómo había pasado aquello. Entre bajar hasta el Tigre a comprar el repuesto y arreglar el estropicio, se le fueron dos días. Camino al cobertizo para seguir con sus juncos, oyó la gritería del menor de los chicos: se había cortado un pie con vidrios que nadie supo quién había tirado allí. La Muerte los miraba. Pero la Voz se hartó: Con un trueno feroz en medio de un día soleado (la gente se asombró mucho con el fenómeno) llamó a la Muerte que entendía esos lenguajes. Dejó la túnica con capucha y guadaña y se presentó con la cola entre las piernas. El castigo debería ser terrible para poner en caja a la descocada... A ver si se iba a creer ella, que podía manejar los plazos a su antojo. Y el castigo fue terrible; la Muerte quedó confinada al Departamento de Estadística y Censo. Ella odiaba ese escritorio polvoriento, húmedo y oscuro. Lloró gruesas lágrimas sobre los formularios 97
que de cualquier manera no se mojaron. La Voz sabía que la tarea suspendida en la isla, debía terminarse. Entonces, a cada una por su nombre (sólo Ella los conocía) comenzó a llamar a las otras Muertes, para enviarlas al cobertizo de los juncos... pero de momento estaban todas ocupadas.
La Feliz
F
ueron los últimos en bajar. Querían disfrutar el lujo que para ellos significaba la clase turista de un tren chirriante, falto de aceite, sucio y desvencijado. Primero bajó el hombre. La mujer desde arriba le fue alcanzando paquetes envueltos en papel de diario, cajas atadas con sisal y algunos bolsos descoloridos. Finalmente, como un bolso más, entregó un bebé y un chico como de tres años. La nena bajó sola después de la mujer. Arrastraron todo hasta un banco del andén ya casi vacío. El hombre y la mujer hablaron un rato; ella sentada entre los bultos. El de pie, un poco inclinado, metió la mano en el bolsillo de la campera que un día fuera azul y le: entregó algo. Ella lo apretó fuerte y lo puso en el bolsillo de su propia campera. El hombre se fue. Los empleados del ferrocarril subían y bajaban, entraban y salían; de tanto en tano echaban una mirada al acopio de bultos y chicos. El tren vacío arrancó y quedó en vía muerta. Los empleados desaparecieron. Los perros volvieron a sus lugares, mustios, callados, enroscados. Sin la barrera de los vagones, el viento sopló rastrero, levantando remolinos de tierra. Los papeles sucios respiraban un instante suspendidos en el aire y después eran arrastrados a rincones malolientes. Los chicos empezaron a desplazarse. Al rato no más, habían establecido hermandad con los perros. El bebé lloraba; la mujer lo amamantó y se quedó dormido. Después se lo pasó a la nena y ella caminó por el andén. La nena debía cuidar al bebé, al otro chico y a los bultos. La mujer volvió con pan y facturas. Comieron. Fueron al baño a tomar agua. El sol de las doce ondulaba el aire, y los pastizales altos, más allá de las vías se veían brillantes y temblorosos. 98
El bebé lloraba otra vez. La mujer lo cambió y tiró los pañales sucios en un tacho de basura. La Ilegada del tren de las trece treinta les sacudió la modorra, pero cuando después del ritual ferroviario, el andén volvió a quedar solo, se durmieron los cuatro. La mujer con un sueño a medias, cabeceando, moviendo las manos en un constante tanteo de bultos y chicos. La nena dormía profundamente. Cuando se despertó, quedó al cuidado de todo y la mujer volvió con pan y mortadela. Comieron de prisa. La noche empezaba a venirse encima. Entonces la mujer habló con la nena; la chica tomó la guardia. La mujer se acurrucó; durmió; esta vez durmió con sueño de verdad; durmió como dos horas. La nena vigilaba. En la estación se prendieron las luces. Antes de la llegada del último tren, la mujer se movió de nuevo y volvió con dos naranjas que repartieron. Los perros lamieron las cáscaras. Cuando se escurrió el tumulto del último tren, la estación quedó como arrasada. El empleado cerró las oficinas y los miró. Mañana, el Jefe los echaría porque no era un espectáculo para la estación de una ciudad turística a donde la gente venía a olvidar, por unos días aunque sea, problemas y tristezas. Hasta los perros desaparecieron; seguramente tenían un rincón donde dormir. El silencio los rodeó corpóreo y concreto. Bocinas y motores se oían, pero eran de otro mundo. Y a pesar del verano, el frío empezó a morder. La mujer sacó ropa de uno de los bolsos con la que improvisó unas camitas en el banco. Acostó a los chicos y los cubrió con una manta. Ella quedó de pie, caminando trechos cortos por el andén, para vigilar, para no dormirse, para no enfriarse, El viento le arremolinaba la pollerita floreada de algodón, escasa, desolada. Los ojos ardiendo de sueño miraban hacia los pastizales oscuros del frente, hacia las puntas del andén. A media mañana del día siguiente, apareció el hombre arrastrando un carrito: la carcaza de una heladera desmantelada, dos ruedas de bicicleta y unas varas. Apenas hablaron. Cargaron los trastos y en un rincón acomodaron al bebé. Se fueron caminando.
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El laberinto
E
l chico era un demonio. El menor de cuatro hermanos serios y trabajadores. Pero él era un bagual. Vivían en el puesto más cercano a la casa grande, el casco de “El laberinto”. La madre trajinaba todo el día; la ayudaba la única hija mujer. Los varones desaparecían por el campo, de sol a sol, apoyando al padre en las tareas propias del puestero. Braulio era la oveja negra. Ni pialándolo se quedaba quieto en un lugar. Con diez años, todavía no era una ayuda para los hombres ni para las mujeres. A esa edad, sus hermanos hacía rato que tenían algunas responsabilidades: juntar leña, bombear, alcanzar el mate, llevar recados. Había dejado la escuela, y la familia cansada de zurrarlo, lo dejó estar. Vivía trepado a los árboles, pescando en el arroyo o merodeando la casa grande a pesar de los retos. Trataba de adivinar cómo sería la vida adentro; nunca había pasado de la cocina. Al atardecer los hombres volvían del campo. Traían del almacén, donde se detenían para hacer las compras, las últimas noticias que comentaban en la comida de la noche: que había renunciado el presidente Sáenz Peña. ¿Y a quién tenemos ahora de presidente? Quién va a ser, mujer. José Uriburu, el que era vice. Y también se comentaba lo que pasaba en la casa grande: que si Don Rodrigo iba o venía, que si Doña Leonor hizo esto o aquello, que si la niña había roto o no su compromiso... ¿Y dónde pasarán el invierno? ¿En la estancia, en Buenos Aires o en París?.. Las mujeres aprovechaban el momento para recitar los estropicios del día: a la bomba le hace falta aceite, hay que reparar el techo de la cocina, nos estamos quedando sin leña, tengo poca sal, no te olvides mirá que es yeta. Braulio también ponía lo suyo: –Hay un nido de cardenales. –Tas loco, viste mal, por aquí no hay. –Te digo que son cardenales. –No bolaciés... ¿a ver? ¿Dónde los viste? –En la manolia grande. Los cinco pares de ojos lo atravesaron como alfileres que quie100
ren dejar quieta para siempre a la mariposa en el cartón. –¿Qué hacías Braulio por ahí? Ya te dije... –Nada –Píor todavía: nada es andar espiando. –Yo no íspeo, miro no más. –Es lo mesmo. iCaracho con el mocoso! –iCardenales en la manolia...! Una siesta en la que hasta las lagartijas buscaban sombra, Braulio reptó hasta la magnolia grande y después serpenteó por el tronco y las ramas para llegar al nido. El pájaro voló asustado: se mantuvo cerca, preocupado por los tres huevos pecosos. –¡La pucha, cardenal no era! ¿Cómo lo vi cardenal? La magnolia grande era una catedral de hojas brillantes. Tenía más de 100 años. Aquí y allá, los nidos nacarados de las flores acidulaban la atmósfera quieta. Dominaba un recodo oscuro de uno de los patios traseros del casco: por ahí rara vez andaba alguien. Unas ramas cubrían el aljibe viejo, cegado hacía años. Otras daban al balcón de una torrecita cubierta de hiedra. Antes de bajar con su desilusión a cuestas, Braulio no perdió la oportunidad de espiar balcón adentro. Con el deslumbre del sol afuera, el interior era sólo un rectángulo oscuro en el que nada veía. Pero oyó...algo hacía gárgaras desarticuladas e inconexas que terminaban en un grito apagado. Se dejó caer del árbol como un higo maduro y sin importarle mucho que lo vieran, voló por el campo a ocultar su miedo en el catre del puesto. Pero la curiosidad pudo más. Empezó a portarse mejor para que lo controlaran menos. Y con astucia y temor al mismo tiempo, trepaba a la magnolia para ver qué podía ser aquello. Un atardecer lo vio: estaba atado a un sillón. Unos lazos fuertes le pasaban por la cintura y por el pecho; las muñecas sujetas a los posa brazos. Movía la cabeza y las piernas incordinadamente. No se quedaba quieto ni un instante y de su garganta, salían aquellos ruidos extraños. Braulio, como el científico que controla con rigor sus experimentos, estableció los horarios en que Catalina (desde chica había servido en la casa) entraba a la torrecita para atenderlo. Veía cuando le daba de comer. Otras cosas no podía ver porque desplazaba el 101
sillón hacia un costado donde seguramente habría una cama. Un día se animó. Pasó de la rama al balcón. Lo miraba solamente. Después, del balcón al cuarto. Repetía las visitas todas las veces que podía tratando de no despertar sospechas. Braulio se daba cuenta de que él también lo miraba. No le hablaba por miedo a ser oído. Una vez estiró la mano y le tocó las rodillas y vio cómo las piernas se apaciguaban. Con sus manos toscas le acarició el pelo y la cabeza se asentó entre los hombros como buscando reposo. Cerraba los ojos y en medio de las gárgaras entrecortadas se le escapaba algo parecido a un suspiro de alivio. –¿Y la sabandija? –Jué al almacén... Me estaba quedando sin velas. –¡Por fin haciendo algo útil! –Yo te dije que iba a sentar cabeza! –Era hora. Tampoco es pa tanto. Sus hermanos a esta edad... –Bueno hombre, siempre comparando, cada cual es cada cual. –Ta bien mujer, fa bien. –Catalina . –Sí Doña Leonor. –¿Comió? –Sí comió. –¿No te dio baile? –No Doña Leonor, se porta bien. Y sabe una cosa... a mí me parece que está mejor. –iMirá que sos bruta Catalina! Eso no mejora. Es así. –Se mueve menos ¿por qué no va y lo ve usted misma? –¿Quién yo? ¿Para qué? Han de ser cosas tuyas. –Han de ser no más, si usted lo dice.
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Carlos Morteo
Carlos Morteo naciรณ en Mar del Plata. Es miembro activo del grupo literario Delapalabra y colaborador de la revista literaria La Avispa. Su direcciรณn: cmorteo@gmail.com
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La batahola de los corchos –Así es, mi querida Genoveva, estamos en un momento extraño de la República. Genoveva llevaba cuatro años trabajando como cocinera en lo de Francisco Octavio Gurrucuceaga Alvarez. Su abuela, mucho tiempo atrás, había hecho lo mismo. Su madre, hace años, también. Don Francisco Octavio III, IV, V, o vaya uno a saber, tomaba su té sentado a la mesa de trabajo de la enorme cocina, en aquella centenaria mansión, propiedad de los Gurrucuceaga Alvarez desde la época del virreinato. Su sobriedad espartana era sólo comparable a sus blasones, aunque el ponía acento en la primera sin darle ningún tipo de aspaviento a la alcurnia. Le gustaba la cocina más que la sala para tomar el té porque siempre el fuego del gran hogar, fogón, se mantenía encendido. Era una delicia ver todas las especias colgadas de hilos, los cucharones, las enormes ollas, sartenes, frascos, las heladeras de varias puertas de madera con la promesa de ventilar cualquier conato de hambre. Toda la parafernalia requerida para cocinar en grandes eventos de otra época. –Le voy a hacer una confesión Genoveva, que sentado a la mesa con la familia a diario, no puedo ni se me ocurriría hacer. Escuche bien: Hay una nueva aristocracia. Al decirlo se quedó observando la reacción del rostro de la cocinera, que espantada contestó. –¿Otra más? –La única, hoy día. Desde que tuve la sospecha de esto, en mis caminatas por el barrio, paré la oreja. Los miércoles escucho cosas. –Ah, con razón va usted al mercado y no yo ese día. Va a espiar, de pasada. –Bah, lo que se dice espiar espiar; yo diría escuchar, porque no ando disfrazado ni escondido. No me tapo la cara, saben quien soy, saludo a todos pero escucho. –Está muy misterioso Don Francisco. –Es que me he enterado de algo muy particular. Sólo pude llegar a una conclusión luego de mucho preguntar y prestar atención, cosa que usted va a hacer ahora, en vez de pelar papas ya que va a 104
necesitar no distraerse ni por un instante. Parece ser que el pueblo desea vivir como la nueva aristocracia y resulta que el deseo suele ser un motor para la esperanza. El pueblo es el medio al que se aferra la esperanza para poder ser. Y por supuesto (sin quitarle la vista ni por un instante) la nueva aristocracia usa al pueblo para poder ser, cosa que hace que aparezca la esperanza aunque la nueva aristocracia crea que no la necesita ¿me sigue Genoveva? –Lo sigo pero no entiendo. –Va a ver que sí. Escuche: el pueblo quiere ser aristócrata y la nueva aristocracia quiere ser popular. A la esperanza esto no le importa ya que ella es buena y va con todos. Oí que cada bando emite proclamas de autoidentificación mientras hace conjeturas sobre el otro. Y la esperanza aguarda mientras el pueblo es pueblo y la nueva aristocracia es aristocracia. –Pero Don, ¿por qué aparece la esperanza en todo esto?¿De dónde salió? –Genoveva, la esperanza no se pierde. Está siempre. Pero se conoce que está confundida ¿Dar esperanza a alguien para ser más de lo que no es? ¿Cómo hace? Y sabe qué: algunos dicen que la esperanza debería tener el control de todo ¡Ja! Pero yo no soy el único que escucha. –No diga –comentó Genoveva mientras seguía pelando papas. –Usted habrá visto que acá cerca está la catedral principal, llena de curas. Allí funciona un convento que las familias le donaron a la curia. –¿A quién? –preguntó la cocinera al captar una palabra desconocida, mientras ponía a hervir agua en un antiguo puchero. –La curia –explicó paciente Don Francisco– es el gobierno de las iglesias. Es la reunión de los que mandan, cardenales, etc. La cuestión es que ellos también escuchan. Lo sé bien porque a la vieja aristocracia siempre le gustó tener el mando pero no ostentarlo; esa es una de las grandes diferencias con la nueva aristocracia a la que le gusta mandar y que se sepa, hacer alarde. Los curas, en muchas de sus opiniones, hablan con los conceptos de la aristocracia, ya que ésta aprendió de ellos. Cuando se enteraron de que la esperanza quería tener el control, enseguida hicieron un conciliábulo 105
sobre el asunto; llegaron a la conclusión que sería un desastre ya que la esperanza llenaría de ella misma los corazones y cerebros del pueblo y de la nueva aristocracia. El pueblo dejaría de ser un medio para la nueva aristocracia pues casi llegaría a ser aristócrata con tanta esperanza. La nueva aristocracia sería finalmente popular. El pueblo no podría copiar el modelo de vida al que aspiraran llegar y la nueva aristocracia se quedaría sin pueblo para poder ser ¿Me explico? Genoveva que ya había puesto las papas en el agua hirviendo y seguía a continuación con el preparado de otras verduras, hizo un gesto neutro. Don Francisco prosiguió con su descubrimiento. –Ambos dejarían de ser lo que no son y la esperanza, como le dije antes, no sabría qué hacer. –También estos curas. Meten la nariz en todo, los tipos. No me diga: a veces la complican. –Humm, no sé. Me parece que acá va a tomar cartas en el asunto el Papa. Tal vez exponga el tema en la próxima Bula. Mientras tanto, los monjes le ofrecerán asilo a la esperanza. En la panadería comentaban que la esperanza se dio cuenta de que no podría dirigir, que lo suyo es alentar, empujar. Se da cuenta Genoveva: en la panadería la gente también escucha. Todos están al tanto de lo que pasa. –Quiere otra taza de té, Don; otra tostada le doy. Si yo fuera la esperanza, que de pasada digo: tengo bastante, me refugiaría un tiempo en el monasterio ese –dijo la cocinera por lo bajo. Pero Don Francisco la oyó. –Eso sería una locura. Nomás supieran los monjes que la esperanza se tomaría unos días por ahí, se imagina… –La verdá que no –contesto Genoveva. –Y, al verla llegar, los curas con una sonrisita de tenía que pasar harían furiosos ejercicios para incrementar su fe, arreglarían los jardines, darían otra mano de pintura al altar y los claustros, además de reforzar las rejas con más antióxido. En sí, estarían chochos de tener a la esperanza con ellos. –Bueno, no está nada mal que hagan un poco de orden, después 106
de todo –siguió la doméstica al tiempo que agregaba sal al agua que había puesto en una olla de cobre. –No exagere con los condimentos. A todos no les gusta la mucha sazón. El acicalamiento no es el problema. Cuando fui a buscar la receta para los remedios de Doña Mica, el médico le decía al chofer de la ambulancia que la esperanza no confía mucho en los curas y que se andaría preguntando qué es lo que quieren a cambio los sacerdotes, por dejarla pasar unos días en el convento. Genoveva que estaba descuartizando dos gallinas, se quedó mirando a su patrón. Detuvo la cuchilla. –Lo único que pueden querer es trasmitirla, a la esperanza, digo… –Puede ser; qué bueno está el dulce de ciruela remolacha –dijo él. –Lo hace la Dominga en el campo; usted sabe, una olla de cobre grande, 5 kilos de ciruela, 4 de azúcar y antes que nada, mojar con agua la olla y dejarle un poco; cuando ya se está haciendo, alguito de glucosa; le da brillo. –Bueno, bueno, me gusta comerlo, no hacerlo. Don Francisco se preparó otra tostada, la mojó en el té y le dio un tarascón memorable.”Total estoy en la cocina”, pensó. –Para darle el punto –continuó Genoveva– hay que mojar el cucharón en el dulce, sacarlo despacio, ponerlo horizontal y observar que la gota que cae forme una película transparente del largo del… –Basta, por favor; me distrae de lo que le quiero contar, de lo que puede suceder. Escuche: mientras que la esperanza se refugia en el convento podría ocurrir que el pueblo se pusiera como loco, la buscara por todos lados y finalmente le echara la culpa a la nueva aristocracia por su desaparición: “Ustedes se afanaron la esperanza”, dirían. –Y qué otro iba a ser. Nuevos o viejos, los aristócratas son de agarrar lo ajeno. –Ubíquese Genoveva, cuidado con lo que dice; no olvide quién soy. –Bueno, bueno, no todos… –Otra vez el timbre. Suena fuerte con ese sonido. Me gustaba 107
más antes, las campanitas o simplemente el toctoc de la aldaba. Ahora timbre, teléfono, alarma, todo junto y a la par. No sé a qué se quiere llegar con tanto apuro. Genoveva lo miró como quién mira alguna obra en un museo. Casi seguro que Gonzalo, el mayordomo, iría a atender la puerta. El puchero de gallina le daba trabajo pero era agradable hacerlo. Además, se lo ponderaba mucho toda la familia siendo los comentarios sobre éste casi el único trato que recibía de ésta. Excepto don Francisco. –La sigo: la nueva aristocracia podría suponer que el pueblo debe andar en algo raro porque puede vivir igual sin la esperanza aunque menos alegre. Y esto si que es inaudito: un pueblo que vive sin esperanza puede ser aristócrata. Yo –dijo la cocinera– entonces nunca. Hervir los chorizos sin que revienten requiere cuidado. El puchero es fantástico: se cocina todo por separado, luego se junta todo y se come. Y pueblo y aristócratas lo comen igual ¿Igual? –Gutierrez, el jardinero del club, comentó el martes pasado algo increíble. –Y desde cuando Usted habla con un jardinero. –Pero ¿quien se cree que soy?¿Un qué? Hablar no hablé; yo estaba jugando al bridge, ubicado junto a la ventana ligeramente abierta y escuché lo que él hablaba con el pintor, mientras arreglaba el cantero de flores. Ya ve. Decía el jardinero que la nueva aristocracia se armaría con los corchos de las botellas de champán que toman y le iría a pedir explicaciones al pueblo, que a su vez se sentiría agraviado y burlado y se armaría con corchos de damajuana, creo que de vino tinto. El pintor que sabía de estas lides dijo que los corchos de damajuana no tiran tan fuerte como los de las botellas de champán (tienen gas a favor) pero son muchos y más gorditos. El sobrino del pintor que es arquitecto, estuvo en una de estas bataholas; contó que el pueblo en su afán de no desperdiciar nada, siempre termina desmayado. La cuestión es que la nueva aristocracia tira con corchos de botellas de champán cargadas, en una muestra de poderío e insensatez. El pueblo, ágil y alerta al principio, esquiva los corchazos y se toma los chorros de esa rara bebida que cosquillea en sus 108
gargantas y confunde sus ideas. Se da cuenta Genoveva: el pueblo si no es, parece borracho. Cuando todos quedan entregados por el alcohol, la nueva aristocracia se roba las damajuanas y los corchos. Es viejo… Ahora el resto de las verduras porque las gallinas tienen para largo. Las morcillas quedan como infladas pero estarán exquisitas. –Dígame una cosa, Donfran ¿qué pasó con la esperanza, a todo esto? –Yo soy Don Francisco o señor Francisco, usted ya lo sabe. Supongo que la esperanza estaría furiosa. Dicen que cuando esto sucede llama de inmediato a una de sus primas, la justicia. –Ahora sí se pone bueno; viene la justicia. ¿Justicia? Eso no existe, dice la nueva aristocracia ¿Injusticia? Tampoco existe. Sólo es lo que sucede desde el punto de vista de la nueva aristocracia. Se usa al pueblo para poder ser. ¡Déjenla venir! Total es ciega… –Es casi la hora de ir a ducharme pero antes le voy a decir una última noticia: la nueva aristocracia tiene planeado seguir con las conversaciones y el pueblo en su afán de lucha, tiene un plan que no recuerda. Genoveva, mareada por lo extenso del casi monólogo e intrigada, bajó a su habitación. Abrió el placard y de un estante sobre la cajonera tomó el diccionario. Esperanza: estado de ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos. Pueblo: conjunto de personas de un lugar, región o país. Aristocracia: en ciertas épocas, ejercicio del poder por una clase privilegiada.
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El circo de nadie
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a gente, aunque finge no mirar, queda perpleja. El espectáculo refugia los rostros del hambre. Los artistas, a pesar de la delgadez, muestran su fuerza, tiran clavas por el aire, crean acrobacias dignas del mejor entretenimiento. Una hermosa muchacha usa un diábolo como un hechizo. Una mujer y un hombre, vestidos con chalecos fosforescentes señalan, ordenan, y mientras miran hipnóticos, entre acto y acto, sueño y sueño, esperan para ejercer su necesaria y triste autoridad. El vendedor de golosinas y encendedores, velas y pelotas, se pasea como un matón entre los presentes tapando la vista; cree que todos tienen la obligación de comprarle. El público mira hacia delante; no quiere el contacto de las miradas de los artistas pero ve, y no lo demuestra. Al frente, dos payasos se dan mamporros sin más ingenio que mostrar la violencia cotidiana. Cuando el tiempo indica que ya no van a detenerse, suena una bocina. Los motores rugen y llevan al público hasta la próxima función, seis cuadras adelante. El próximo semáforo también está en rojo.
Asaltos y conquistas
T
oda la región sería dominada. El plan, algo muy simple: escaso reparto pero que parezca mucho. Eliminar pensamientos no alineados a la conveniencia. Debía ejecutarse con precisión y rápido. Mujeres cortesanas, hombres que aparentaran ser inteligentes empresarios. Niños con hambre para que se dañen sus mentes. Para qué tanto pensar: primero Kamchatka-Alaska; el TEG depende sólo de los dados. Nosotros no sólo de ellos, también de quién los tira.
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Lilian Orlandi
Nació en 9 de julio prov. Bs As. Marplatense por adopción se dedica a Minoridad desde 1978. Ésta es su primera publicación. Contacto: leila50mdp@hotmail.com
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Amados encuentros A mi hermana
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amino a este encuentro forzado y esperado que dejó de ser diario, diluyéndose en el tiempo de vidas diferentes y en comunicaciones telefónica cortas e intranscendentes. En minutos te veré radiante, alegre, ser el centro de la reunión, escondiendo tus miedos, mientras permaneceré callada observándote, sin saber bien que contar o de que hablar. Tu vestido será traído de Europa, de fina y elegante tela negra, el cual tardaste para elegir cinco horas como mínimo, mientras que el mío es floreado de intensos colores, comprado a la vendedora que paso por casa, en 10 minutos y una prueba. Me darás un distante beso en la mejilla, para apartarme a un rincón a contarme por décima vez que tu hijo se saco un ocho en vez de un diez. Que debo escribirle a la tía que ya no me acuerdo cómo se llama, que lo pasaste terrible en España, porque estuviste dos horas esperando el avión para ir Francia. Pero que a pesar de eso, todo allá es mejor, que tu trabajo es el peor del mundo, aunque sea el más redituable que yo conozca. Que hay que tener cuidado con todo el mundo, que desde el plomero hasta las acciones privadas de tus amigos tienen algún interés , que no debo contar a nadie que me voy de viaje o voy a retirar plata al banco, porque me pueden robar, mientras yo pensaré, “jamás viaje”; no me gusta y la verdad que en el banco no tengo nada y me reiré para adentro, para no herirte y consentiré con la cabeza deseando que alguien me salve de este primer encuentro. Y por el medio día siguiente, yo más distendida y en mi territorio, sin el bullicio de la gente que tanto quiero, empezaré a ponerme firme en mis respuestas, y largas discusiones comenzaran a surgir derivando en otras, sin lograr ponernos de acuerdo. Evitarás hablar de sentimientos cuando yo te lleve al recuerdo de la infancia o te cuente de esa amiga que no vez hace mucho tiempo. Me dirás cómo cuidar a mi hijo, y yo tratare de que entiendas que el tuyo se está haciendo grande, y pronto tendrá su vida. Me negarás que 112
en Europa se vean pobres o droga, repetirás que mi trabajo es inútil que no debiera dedicarme a esto. Entonces responderé con el máximo de mi fanatismo que esto es lo que me gusta, que elegí mi vida, que no me gusta ahorrar para viajar, prefiero vivir el día a día a full , a veces malgastando el dinero en comidas casuales con amigos hambrientos y carcajadas al sol, o en obsequios que pondrán una sonrisa a alguien de mis afectos o solo me regalaré ropa que nunca me pondré, otras veces arañaré la cartera para encontrar las monedas para el regreso, que antes de preparar una valija para irme lejos, me encerraré en mi casa a pensar, o sólo miraré fotos viejas o la película que alguien me recomendó , o sólo me sentaré ante la maquina a jugar un solitario, dejando volar mi mente hacia el vacío donde se confunden los recuerdos mezclados con las utopías y realidades que haré mañana o sólo escribiré esto. Cuando se haya escondido el sol marcando el momento y nuestros ojos se llenen de lágrimas disimuladas, nos abrazaremos por unos minutos en silencio, recuperando el aliento para prometernos que nos hablaremos mañana por teléfono, volveremos a sentir que a pesar de la distancia este día rondará en nuestras mentes haciéndonos reír en silencio, asegurándonos que nos extrañaremos.
Carlitos
C
aminaba por el gran patio. Baldosas de cemento y de indiferencia. No habían llegado aún los otros. Hacía frío. Un bollo de papel a sus pies hacía de pelota y en la mano apretada la “bolsita salvadora”… “Buscaré un refugio allá atrás de esas maderas, estos ‘ranchos’ no van a venir, se dijo, si vienen saben dónde encontrarme” Abandonó la pelota, subió la bolsita a la nariz y aspiró el único alimento del día. Levantó los ojos. Los colores de los nuevos carteles brillaron mucho más y balbuceando leyó: “La noche no tiene por qué quemarte”…”El alcohol y la droga te queman”…”La noche no es para los chicos”...”La diversión es un derecho, ejercélo sin violencia”...”Si se portan mal conmigo, lo digo” ¿A quién? −se 113
preguntó. Subió de nuevo la bolsa. Desde otro cartel un hombre sonriente prometía:”Salud, Educación y Trabajo”. Había pensado ingenuamente que el padre encontraría trabajo. Arrancó el papel que decía “Divertirse es un derecho”…y entró por el agujero que se abría entre las maderas. Buscó un lugar donde la corriente no llegaba y se acurrucó “jalando” el resto. Se quedó adormecido, hasta que su padre lo despertó con un beso y le dio permiso para ir a la plaza del barrio con la pelota que le trajeron los reyes porque había pasado de grado.
Para Siempre Domingo 1
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nvuelta en murmullos que creían saberlo todo y miradas justicieras, avancé por la sala con mi secreto público. Frente a mí, del otro lado del cajón, los ojos azules y fríos de la mujer me agitaron. En defensa del daño que podría estar haciendo, y protegiendo el dolor que era solo de ella y mío, me sumergí en un túnel de silencio hasta sentir que estamos sólo El y yo. Como todos los días a las cinco, menos los domingos. Sentí en mis labios el frío mortal de la ausencia eterna, y tan erguida como pude, salí. El sol me estalló en la cara y como un puñado de piedras golpearon los recuerdos ¿Adónde iría? , Nadie me llamaría, nadie remplazaría las rosas el lunes siguiente. La mirada azul volvió para atizar mi conciencia. A ella nunca la había sentido mi enemiga, tal vez yo si lo fui cuando me resigné a compartir. Para ella la razón de la viudez, para mí, siempre domingo.
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Una historia de todos los días
¿
Dónde dormir?.. No sé bien por cuánto tiempo puedo pagar… Debo serenarme… Por favor: debo serenarme. Las calles huérfanas: tenés, me das, ándate, este lugar es mío… Un desposeído ¡Qué palabra rebuscada para ponérsela a un pobre sin casa, borracho y débil de no comer. Compromete más el hambre, el alcohol es voluntario. INÚTIL CARGO DE CONCIENCIA. El agujero por donde entra la humedad no me deja pensar, sólo deja salir el ruego, no se cierra, se expande cada vez más Hoy sentí que un pájaro depositaba semillas. Tardes de soledad, acciones indeseadas, pecados capitales… Extendí las manos para ahuyentarlo y me las picoteó. En mis manos agujeradas se desvanece la limosna. ¡Tlin! ¡Tlin! Sobre el sombrero. Alerta… Una luz prendida en La Perla ¡Por favor! ¡Que abran la puerta, por favor!.. La cara del encargado me dirá: “No hay lugar”. La puerta se abre. ¿Tendría una habitación barata? Si, tengo una arriba sin mucha calefacción, si la quiere es con desayuno. Sí. Me acomodo para disimular el agujero, pero él parece obsesionado, sólo mira mi sombrero. Viene el interrogatorio, pienso, viene el interrogatorio, pero no, sólo dice: ¿Antes de tomar la habitación, quiere un café caliente? El agujero se cerró un poco y acepto. Me extiende la taza cargada y, sin dejar de mirarme, busca las sábanas y una frazada. A las diez debe dejar la habitación. Gracias, ¿Cuánto le debo? Cincuenta pesos. Cuento las limosnas chiquitas y llego, las deposito rápidamente sobre el mostrador. Tengo miedo de que se arrepienta, va a decir algo, va a decir algo… Si logra venir muchos días a este lugar seguro que no tendrá que usar el sombrero tal vez se cierre ese agujero, yo solo pienso: por lo menos esta noche no germinarán las semillas. Ha llegado al lugar indicado. Qué iluso creer que no se me nota el agujero Por la mañana, despertar de ruidos caseros. Plim! Plaf! Glup!... Ja Ja Ja… No siento el agujero. Me miro al espejo, ahí está, adormecido. 115
Bajo, acunándolo con el ruido metálico del ascensor, por miedo a que se despierte. En el comedor todos responden a mi saludo, como si ya me conocieran. El hombre ya no está, en su lugar una señora entrada en años me recibe la llave: ¿Volverá o ya se retira?.. Trataré de volver. Le hablo mirando la calle y vuelvo a sentir el agujero. Salgo. Camino unas cuadras. Otra vez el trapo amarillo. Otra vez el desposeído y otras vez los pájaros. Mis manos enrojecidas de sangre y de frío los espantan. Lo lograré, lo lograré sí, lo lograré… Dame fuerzas. ¡Tlin Tlin!… Música sagrada. EL SOL SE DERRUMBA. El agujero no se ha agrandado y vuelvo a ver la luz sobre La Perla.
Deseo cumplido
V
io la luz en la ventana, miró el reloj, se había quedado dormido, acompañado por hijos tiranos, cama con sábanas frías, amigos desmaterializados que todavía trasnochaban en la computadora, trabajo demasiado viejo como su jefe, compañeros que no quería, facturas desparramadas sobre la mesa amenazando su deseo de libertad. Miró por la ventana, la calle estaba sola, callada, volvió a mirar el reloj, las 9 de la mañana. El café amargo, la ducha caliente lo pusieron en marcha. Bajó, todo seguía igual, ni bocinas, ni motores, las veredas sin barrer, los árboles deshabitados. El silencio absoluto comenzó a tener música, caminó varias cuadras, los edificios públicos estaban cerrados, nada se movía, solo las hojas acompañaban a una suave brisa. Se sacó la ropa, se puso el sombrero, comenzó caminar hacia la playa, no se cerró ni se abrió ninguna persiana, estaba ¡solo! ¡Solo! Se habían cumplido sus ruegos.
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El juego
D
esde aquellas tardecitas de verano, desde las calles polvorientas de mi pueblo, me reconozco como una experta en jugar a las escondidas. Mis escondites eran perfectos hasta que la voz de mi madre interrumpía el juego y todos quedábamos al descubierto. Debí aprender entonces, que nada se esconde para siempre. Por mucho tiempo escondí la nostalgia pero una tarde de lluvia y orden me sorprendió saltando desde el sobre amarillento de cartas y fotos viejas. Intenté disimular la ambición, pero se asomó gritando: “piedra libre” cuando perdí el ascenso. La venganza salió de su escondite cuando no acompañé al amigo traidor en su día más importante También pensé que era posible esconder el amor para que no interrumpiera el juego de mi libertad. Y hoy cuando te vi de la mano de ese niño, se descubrió dentro de mi cuerpo, enfrentándome. Detrás corrieron el dolor, la frustración y la soledad. Temo, que ya no encontrarán dónde esconderse.
La soga
E
ra una soga que me apretaba hasta asfixiarme. A veces abandonaba mi garganta y me ataba los pies dejándome días paralizado. No desaparecía nunca. La gente me miraba a pesar de intentar disimularla con elegante ropa, pero de alguna manera se dejaba ver. De tanto de tanto noté que apretaba mi frente, marcándome un gesto profundo. Una tarde logré llegar al parque. La sentía más débil en mi estomago. Un niño se me acercó preguntándome. −Me presta su soga para saltar señor, mientras usted descansa −No −respondí asustado ´−Déle, un rato parece tan fuerte, se la devolveré enseguida 117
Por un momento, se me atravesó la idea de que debía regalársela. Liberarme de ella, pero era tan pequeño, no estaría bien, podría hacerle daño. Como no volví a contestarle el niño se alejó enojado. Entonces supe que habría una represalia por mi pensamiento osado y sentí que amarraba mis muñecas al banco y no me pude mover hasta que el parque quedó vacío. La noche me liberó, pero en esa soledad tome una decisión. Llegué a mi casa con la soga apretándome el estómago y el cuello. Tomé una cuchilla dispuesto a liberarme. Me saqué la ropa hasta quedar totalmente desnudo y de un certero tajo la corté. Ella se elevó como una serpiente y una de su punta entraron por mi ombligo subió por el esófago y se incrusto en mi cerebro haciéndolo estallar. Mi pasado escapo como un viento huracanado arrastrando el resto de la soga por la ventana y me quedé con las pocas fuerzas que me dejó tapando los agujeros con el presente para que no volviera a entrar.
La visita
A
brió la ventana, el cuarto se alumbró de luna. Apagó el cigarro y salió para entrar en la cocina. Con una copa en la mano buscó el vino. Abrió la heladera… no había nada. –No importa… Fue hacia la puerta de entrada, dio vuelta la llave. La dejó sin cerrojo. Volvió al cuarto. Frente al espejo, alisó sus cabellos, coloreó los labios y delineó sus ojos, puso más rojo sobre las mejillas pálidas, se miró largamente hasta reconocerse. Prendió otro cigarrillo. Buscó sin apuro el vestido rosa, los zapatos negros, dejó en un costado la cartera. Esta noche no la necesitaría. Se vistió. Vació sobre la palma de su mano el contenido del frasco, se lo llevó a la boca, tomó unos sorbos de agua y volvió a preguntarse: ¿Vendrá? Cerró los ojos. La luna siguió su camino y dejo la habitación a oscuras. 118
María Fabiana Copes
Marplatense, de 45 años de edad. Fecha de nacimiento, 18 de octubre de 1967. Perito Mercantil, e instrumentadora quirúrgica. Correo electrónico : fabicopes@hotmail.com 119
Andrea Foster “Basta de limousine con alfombra de piel de cordero”, se decía mientras intentaba dormirse otra vez. No sabía qué cosas se venderían primero: su colección de autos antiguos, su finca en Wyoming, quizá el penthouse que ocupaba ahora en América, su casa italiana, sus viñedos, o su yate. Andrea Foster quería todo rápido. El éxito esquivo, la compañía de su bonita novia, y las vacaciones en Italia, donde había comprado una gran casa en el Lago de Como. Había recibido una herencia que bien invertida le había dado el mayor poder que tenía un hombre: disponer de su tiempo. Pero sus negocios lo arruinaron en el último año, y no sabía por dónde recomenzar. Más aún, pensaba en no ser un perdedor. Arriesgaba perder su fortuna mientras amanecía cada día allí, en su bunker. Si salía de su depresión aprendería a vivir sin sábanas de seda, mucama ni chofer, pensaba. Sólo para probarse a sí mismo que podía, había dado el día libre a ambos, y ya comenzaba a arrepentirse de la idea. Desorientado, Andrea Foster no dormía, se incorporó en la cama para escribir un mail a la sección italiana del diario. Quería explicar lo que era un hombre rico, lo escribiría mientras pudiera recordar bien la riqueza. Debajo adjuntó la foto del sector de Milano que le parecía atractivo: el monte con unos pioppi vecinos al río, que antecedían al murallón del cementerio. La foto fue conseguida un día en que se apeó de su Corvette V12, para hacer pasear a su perro. Dijo adjuntarla “llevado por sentimientos contradictorios”. Para sí mismo pensó: “claro, es el cementerio más grande de Milano”. Luego continuó dando vueltas y más vueltas entre las sábanas de seda, sin sueño, y preocupado. No desayunó, pero no tenía hambre, continuaba mortalmente deprimido jugando con su notebook. Escuchó canciones de Frank Sinatra y algunas otras de Jovanotti, y se consoló con “Quieres ser americano”, que tarareaba abatido por su maldita depresión. Sofia Loren bailaba con una pollerita violeta hecha pedacitos, que volaba sobre el verde de su malla con brillos. “Whisky, soda, and rock 120
and roll”, y la Loren lanzaba un chorro de soda sobre el guitarrista ,divertida. Ya no existían esos sifones de soda y le agradaban. Aún no dejaba su cama. Quiso ducharse, pero en su creencia de que el agua le arrancaría la piel en jirones, continuó envuelto en aquellas sábanas impecables. Difícil era también soportar apenas –pensaba para sí– los rayos de sol que inundaban todo de luz, y contrastante brillo su día. El mensaje del contestador se accionó, y escuchó hablar a Rosella: “Sé que estás ahí, por favor contestame”. Para sacarlo de su cama hacía falta una razón saludable, o muy poderosa. Luego se oyó un “tiiiiiii” y Andrea no decidió a tiempo qué hacer primero. Recordó que su celular permanecía apagado, y que había quedado en reencontrarse con su novia en Italia en el próximo fin de semana. Se deslizó de nuevo, para apoyar la cabeza en la gran almohada, dejando la notebook a un costado. El vaso de agua con el que tomaba sus pastillas ya estaba vacío y pensó que por su bien era necesario tomar otra píldora. Despeinado, y malhumorado no hallaba posición cómoda. Contó las pastillas que quedaban en el envase, eran treinta y dos. La idea de una sobredosis ensombreció su mente, no soportaba las dificultades que llegarían ahora. Giorgio, su administrador, también había telefoneado a la mañana. Nada se había resuelto. Desde la ventana miró hacia abajo y prestó atención a un no vidente que pasaba por la acera . Caminaba con seguridad, y él por su parte, reflexionó, no podía caminar sin incertidumbre, ni para buscar un agua mineral en su heladera. Con esfuerzo sobrehumano lo hizo, y tomó una pastilla más. “Pobre de ti ”, se dijo a sí mismo, “qué ciego estás”, se repetía. Pasaba de la euforia, a la apatía. Se revolvía en la cama como en el torbellino de una pesadilla, pero no dormía desde hacía mil horas. Volvió a sonar el teléfono mucho más tarde. Era otra vez Rosella, su novia. Convencido afirmó que estaría en Italia el fin de semana. Al atardecer comprobó que las píldoras en efecto no hacían ninguna maravilla. Continuó deprimidísimo y con poco alimento en 121
el estómago. Sentía que las neuronas estaban inactivas, y que la mente estaba en blanco. Al borde de la locura agotó su fuerza buscando una opción coherente a su difícil momento económico. Como el aburrimiento lo vencía visitó una vez más el fórum italiano donde dejara su mail. Había recibido más de ciento ochenta respuestas. El ánimo le volvió al cuerpo. Qué efímero momento de gloria, pensó. Se dedicó a leer las respuestas en italiano que dejaban a su explicación de la riqueza. Algunos lo alababan y defendían, pero otros no le creían y lo mandaban a los cristos infiernos. Eran muchos los que dudaban de todo lo escrito, lo consideraban un pobre don nadie, que escribiría desde quién sabe cuál inimaginable realidad. Estos a su vez eran respondidos por otros que encontraban pintoresco el nombre de “Andrea Foster”, los había también quienes creían se trataba de un seudónimo, y una broma de dudoso gusto. Andrea Foster reía y lloraba con ganas, según la ocasión. Con verdadera pesadumbre recibía las críticas, a su preferencia por su finca de Wyoming – donde se burlaban algunos imaginándolo montar su caballo. La idea de su cabellera al viento, lo hizo sonreír. Sonreía aún cuando para esa gente él ni siquiera existía. Luego se sorprendió con las mujeres que, en cambio, se solidarizaban con los lectores protectores de animales –en referencia a la piel de cordero de la alfombra. Los rulos de piel de cordero de su limousine, se mencionaban en al menos treinta cartas. “ ¡Qué diablos! A quién le interesaban los corderos” –pensó. Pero allí estaban las pruebas. Algunos dialogaban entre sí, y como la opción estaba dada, decidió responder un par de comentarios, pensando de donde saldría ese montón de amas de casa. “Los hombres ricos también tenemos sentimientos. Y ayudamos a los necesitados…” –se defendió Andrea pensando en el ciego que había visto pasar por la acera, y en sus colaboraciones con la parroquia vecina. Debajo de la foto adjuntada a su mail, un hombre comentaba con ironía: “Andrea, usted dice que admira la naturaleza, ¡y después se cae en una Corvette v12!” 122
“¿A ver? ¿Solamente en una Vespa (abeja) se puede admirar la naturaleza? “ –respondió Andrea. Se desahogaba con rebeldía en palabras escritas, y su alma sanó. Había otro comentario educado, le decía: “los árboles mueren de pie”. Hacía referencia a esos pioppi que Andrea Foster adoraba y después de estar un tiempo alejado, le hacían sentir nostalgia de su Italia. Andrea Foster caminó hacia el bar y puso whisky y soda en un gran vaso. Sonriéndose hizo además un café, y los pioppi se le antojaron más bellos.”Morir de pie”, se repitió. “Morir de pie…”. Por unos minutos no supo comprender la idea de “Morir de pie”. Necesitaba ese trago, y lamentó haber agregado la soda. Llamó a Giorgio, como se lo había prometido en la mañana. “Hola Giorgio. Ya me siento mucho mejor. ¿Te veo mañana por la mañana?” “Me alegro. ¿Qué fue lo qué te levantó el ánimo?” “No lo sé. Fueron unos árboles, quizás. Unos pioppi, que fotografié una vez. “
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Maximiliano Costa Martínez
En Ensenada nació en plena dictadura militar, fue gestado en pleno alboroto mundialista, hoy vive en Mar Del Plata. Hace pocas semanas se presentó en la Marathónica de Poesía y Narrativa de la Fundación de Poetas Rene Villar realizada en la ciudad de Mar de Ajó, Argentina y en la XVIII Feria de la Cultura Iberoamericana realizada en la ciudad de Holguín, Cuba. Publicaciones en: http://lalinternarevistasemanal. blogspot.com.ar http://columnaextraviada.blogspot.com.ar/ revista LA AVISPA http://mispoetascontemporaneos2.blogspot.com.ar/ que nuclea a más de 300 poetas a nivel internacional; trípticos y cuadernillos. Contacto: maxcosta333@gmail.com 125
El día que el hombre invadió la tierra
A
ño 21 Después del Sol, La Tierra ya es un lugar extraño e inhóspito para las formas de vida orgánicas que antes la dominaron y se nutrieron de ella como si fuera una ubre, ahora seca. Las ciudades sin mantenimiento cayeron rápidamente y se cubrieron de naturaleza, una nueva naturaleza que parecía remplazar definitivamente a la perpetua que otrora tiñera de verdor el azulado paisaje. La sucesión de batallas que hubo en los primeros años de la era estimuló el desinterés de los pueblos en reunirse, multiplicándose las versiones del conflicto. Estas gentes aisladas en búnkeres son conocidos como hombres nuevos, ignorantes de la historia estricta, sobreviven a base de la subjetividad tribal. Algunas versiones, algo exageradas, hablan de que seres del espacio usaron la orbita del planeta para conducirlo y encerrarlo en una caja verde, para reclamarlo. Otras dicen que los Mecas cultivaron este mundo desde un comienzo y la humanidad evolucionó hasta llegar al pensamiento, produciéndose una disputa aun no resuelta. Una tercera opción dice que ambos bandos llegaron a la vez al planeta pero la colonización simultánea no prospero como se esperaba y estalló una guerra que barrió con ambas culturas. Alguna de estas posibilidades ocasionó el estado presente. A menudo los humanos antiguos, nacidos antes de este apocalipsis, son buscados por los Meca, seres mal llamados así por su apariencia mecánica. Los cazan por considerarlos rebeldes a sus fines o los contratan como guías por las buenas o las malas. También son visitados por los hombres nuevos para educarse y poder sortear los campos minados o para reconocer cualquier objeto anterior a su era, que les son ajenos, exóticos pero útiles. Julia camina unos metros atrás de La Pájara, quien es una talla más delgada que ella y aparenta rozar los cincuenta, apenas supera los veinte, hoy la expectativa de vida ha vuelto a los cincuenta años y parece dirigirse al original veintiocho. −¡Hija de puta ¿qué me mirás? la concha de tu hermana, te dije que camines, vos! −¡Miré si no te había caído algo encima, trola! –suelta bajo su 126
nariz aguileña y los ojos hundidos negros en un pequeño cráneo poblado por mechones de cabello fino. Sus piernas se mueven lento, el camino serpentea entre enredaderas fucsia y azul anémico que lo esconden todo, menos la huella .–¡Falta muy poco, puedo ver un techo a dos aguas! –grita desde lo alto de una loma Renzo, mientras agita su muñón y sonríe con las encías desnudas. Media docena de cicatrices se desenroscan en su cara como ciempiés muy pálidos que buscan regresar a su boca mientras evitan las orejas. La Pájara se da vuelta para sonreír la noticia en Julia, quien pasa junto a ella sin mirarla para llegar a Renzo. De atónita salta a estar atontada cuando reconoce el modo íntimo con que lo toca aunque sabe de lo serio de sus sentimientos hacia él. Al llegar a la loma el marco de su mirada se ensancha y ve desde sus ojos de lechuza como la gran naturaleza termina, no hay casa de dos aguas, el suelo muestra un árido gris–amarillo resquebrajado. Entiende la voz que cantó un poeta antiguo “la libertad salió desde las tripas de la tierra para qué…”. Dos columnas sostienen una plataforma de piedra falsa, esa que supo hacer el hombre anterior. Detrás hay cuatro edificios con sus ventanales tapiados por el deterioro, a la izquierda tres figuras de hierro esqueléticas son la imagen muerta de la nostalgia oída en canciones que hablan de ciudades míticas en un pasado mejor y ya ficticio. −Loca ¿que te pasa conmigo? –dice mientras Julia la desayuna con una cachetada que la despabila y cree entender cosas que la interrupción de Renzo disipa. −¡Pónganse las pilas que no vinimos acá para cagarnos a trompadas, sino para… Entonces abraza las rodillas de La Pájara con el muñón y la carga al hombro, a Julia la toma del cabello y la arrastra cuesta abajo en silencio. Todo está mudo menos el murmullo de sus pies que envueltos en botas de cuero remueven piedras sueltas. Antes que las piernas de Julia se marquen Renzo distingue alguien que los mira sentado en el brazo de una enredadera seca; es viejísimo. El tipo se pone de pie con ayuda de una muleta de hierro negra, apoya su axila derecha en la base de madera. Trata de hablar pero falla producto de no haber recibido visita durante semanas, luego de 127
toser escupe un moco verdoso y al fin grita –¡Basta de violencia! ¿A que vienen? −¡Queremos saber dónde están los campos con bombas! –dijo mientras liberaba a las mujeres, solo Julia se aparta. La otra es una bolsa abrazada por el viento a su pierna. −¡No es simple, no tengo un mapa! –El gesto del viejo es terminante, las arrugas de su cara apenas visible lo denuncian como un Antiguo. No hace falta preguntar. −¡Pero conozco los números, sé qué es leer! −Eso lo facilita… −¿Qué lo qué? –Julia no oyó esa palabra antes, no ha conversado con un extraño a su tribu. −¡Lo hace fácil, la Be es un Ocho y la O es un Cero, la Eme es un Tres acostado, luego viene… −¡No sé qué dibujá viejo! –dice Renzo a la vez que el ermitaño dibuja letras y números con un pedazo de ladrillo en una piedra plana. −¡No podes pibe, tendrían que haber mandado a otro! −¡No me manda nadie! –dice La Pájara mientras lagrimones le caen desde el medio de los ojos. El viejo camina lento y la abraza, eso sí es algo que ella reconoce y se siente parte suya. Mueve unas lajas y una puerta se deja ver, tomado de los dedos de La Pájara desciende con cuidado a unos escalones de piedra negra con pintitas blancas; al concluir hay un pasillo con tres puertas de madera y la leyenda “PISO 3”. −¡Esto es una vivienda, le llamábamos de–par–ta–men–to! ¡Esa es la letra “A” de “asado” y es mío, esa es la letra “Be” de “bifes”, esa es la letra “Ce” de “chorizo” y es suyo! –suelta el viejo con una mueca extraña. −¡Y el... –intenta Julia −¡Después de la siesta! –concluye mientras cierra la puerta y llavea tres cerraduras. El departamento “C” tiene dos habitaciones y un pasillo de izquierda a derecha. Encuentran dos ruedas de pan, legumbres, almohadones, sábanas, ropas de abrigo muy suaves, de ningún animal conocido, fras128
cos de olores florales muy fuertes e irritantes a los ojos, tampoco es comida. Los descartan junto con los libros que no pueden cargar. −¿Quién molestaría con tanta letra si sirven para encender fuego? – ríe Julia. Su compañera decide ocultar la verdad en que cree, prefiere enfrentar los conjuros que de ellos salgan a cambio de no tiritar de frio. Antes que puedan entender de qué se trata todo, un sonido gana atención. Tres golpes. Renzo que tiene una cuchilla en la mano inspecciona el departamento enterrado de Pe a Pa con desesperación. Otra vez los golpes que retumban con un dejo férreo. Entonces el viejo empuja la puerta “C” con su muleta negra acariciando los adornos de esta. Los estridentes tintineos de los amuletos que le cuelgan del cuello tranquiliza a todos. −¡Pronto vendrán más aprendices así que aprovechen, porque al ser más van a aprender menos de mí! –Los tres asienten y guardan trozos de pan entre las cobijas que se llevan. El hambre de saber será primero. −¡Quiero dejar algo en claro: Vamos, los mecas no saben leer, ni nuestro lenguaje, por eso los campos minados están marcados o bien con la palabra “BOMBA” o con carteles que incluyan la letra Eme! –el viejo dibuja en la puerta “B” con una tiza, mientras los alumnos fruncen el ceño– ¡Si el cartel es verde el campo minado estará detrás! −¡No conocemos los colores! –dice La Pájara con vergüenza y los ojos con una capa gruesa de lágrimas. −¡Tiene razón, discúlpela, no puede dejar de llorar porque es pelotuda! –suelta Renzo con la intención de calmarla, solo él lo sabe. Caminan fuera del departamento donde el viejo distingue las zonas azules del cielo y las verdosas de la caja que el Meca construyó alrededor de La Tierra para separarla del Sol. Ahora una franja anaranjada ilumina el planeta desde un lado de la caja que está al oeste, cerca del vértice superior. −¡No entiendo, si ellos son inmortales para qué ponen bombas ustedes los rebeldes! –dice Julia que quiere evitar que siga hablando el viejo, sus palabras le resultan pesadas, como si saber dónde está le fuera a causar algún daño. −¡No creo que sean inmortales, aun así tardan mucho en re129
generar sus cuerpos, más que nosotros aunque lo hacen y así es como las bombas funcionan, los retrasan! –el viejo toma sus amuletos con una mano temblorosa y el manojo de chucherías cae en un ruido metálico seco y se pierde entre las piedras. Oculta la mano en un bolsillo del vaquero, espera apoyado en su muleta con la mirada clavada al silencioso mecanizado que se acerca desde la loma. La Pájara sube una ceja y sonríe nerviosa, Renzo y Julia aprietan los puños. Dos bandas verdes de humo salen de lo que puede ser la espalda del meca. Entonces logran distinguir su rostro calado en un contraluz confuso, la oscuridad está repartida a sesenta por ciento para la diminuta cabeza y cuarenta para el gran caudal de contaminación. −No hay escape posible, mi nombre es Elislote –dice el viejo. Un supuesto pecho de incierto material pesado con anchos poros contiene una materia negra que apenas puede diferenciarse de la sombra que la rodea. Continúa en un torso de unos dos metros para culminar en una pirámide invertida; un trompo cuadrangular que gira lento lo sostiene en una levitación constante a veinte centímetros. −¡Nn–dove–quiu! –pronuncia el ser. −¡Quiere que lo sigamos! –dice Elislote con una de sus muecas, ya desafortunada. −¿Es necesario? Después de todo no hay quien nos diga que sea peligroso –sonríe La Pájara– ¡No tiene brazos! −¡Si vivimos te voy a contar una historia! –El antiguo hace una sonrisa deforme y camina hacia el meca que retrocede muy lento. Sus ojos vacíos parecen mirarlo fijo, pero el viejo sabe que no son siquiera cartón pintado. Entre el confuso trazo de la naturaleza y los vapores espesos del meca, caminan a ciegas hasta llegar a un claro donde los encuentran tres docenas de enemigos. Tienen formas diversas, algunos provistos de las más ocurrentes extremidades otros apenas tienen relieve. −Davardén–itzo–numini–at–bato–ni–ka–kla–so–gun –dice un meca estiradísimo que está en medio del semicírculo formado por el supuesto ejército y hace referencia a la ubicación de los 130
campos minados y la resistencia. Entonces Elislote se mueve más lento que de costumbre, todo su cuerpo parece temblar, la muleta se le traba en raíces superficiales, trastabilla y cae con los miembros abiertos. Torpemente intenta alcanzar su muleta que queda entre su cabeza y el meca que esboza una carcajada solo para humillarlo, ya que no ríen. Se inclina como si mirara a un bicho. Con sus dedos que asemejan cuchillas y hoces arrima el soporte hasta la mano humana. Renzo mira atento como el viejo toma la muleta desde sus adornos calados y dirige la parte negra y delgada al pecho del enemigo. Se oye un estruendo y tras un chispazo la criatura cae a un lado con el pecho abierto y humeante. ¡Se llama escopeta moustruos e idiotas! –grita Elislote entre carcajadas sinceras. Su pecho está minado por rayos rojos.
Jugarse
E
l manto de la noche había caído, el mundo era un conjunto de lejanos susurros. La Muñeca de Trapo despertó y, los botoncitos cosidos a su cabeza, se transformaron en ojos rosados. Miró las oleadas de sábana, en la que estaba sumergida hasta su cuello de corderoy, aplastada contra un vientre lleno de gatitos que ronronean toda la noche. Ella solo recuerda unos murmullos en su oreja, como un eco constante desde el ombligo. Ahora se pregunta cómo seria despierta esa niña de piel tan fina que ronca sin alterarse. Las costuras se le ajustaron y los hilos quedaron tensos hasta que al fin bajó los bracitos con puño de arpillera. Se deslizó por debajo de los dedos de la enorme humana que la tenía cautiva y se dejó caer por toboganes de cobijas. Caminó hacia la puerta, que estaba levemente entreabierta. Otros juguetes ya animados hacían lo mismo, perros, conejos y osos de felpa salían de cajas; muñecas plásticas y bebotes de goma, levantándose del piso; resortes, ranas a cuerda y mariposas mecánicas saltaban de los estantes. La horda de construcciones se dirigía al pasillo, La Muñeca de Trapo no era una más, todos miraban el gran bulto que llevaba, esa bocha colgante atada a un palo. Pero siguió pasito a pasito sin que 131
nadie se atreviera a preguntar si… Los rezagados, quienes se arrastraban, pronto iban encontrando sus extremidades faltantes y las reunían consigo mismos. Su mirada rosada vio a La Flor que Baila con Música –estará entristecida– pensó, pues en el mundo de los juguetes el silencio es sagrado y ya que en el día duermen, era víctima de su identidad, la dejo atrás, como todas las noches. Se detuvo a esperar en su esquina del pasillo, donde los autitos doblaban hacia la sala de estar, algunos abrían sus puertitas para llamarle la atención, otros más tecnificados poseían luces que parpadeaban. −¿Que pasaría si supieran mi secreto? –pensaba, mientras sonreía mirando a otro lado. Uno de los autitos se salió del camino y se detuvo frente a ella, era su amigo, una réplica de un taxi neoyorquino, Taxi–Boy. −¿Espelo mucho señolita? –dijo el Taxi dándole un acento japonés al silencioso idioma de los juguetes. −Pasaron muchas horas desde ayer, estaba creyendo que el niño te había roto. −Nos tienen en una vitrina. Por lo menos hasta completar la colección, no nos usan. –dijo con un alivio manchado de piedad, pensando en los maltratos que se evidenciaban en ella. La Muñeca de Trapo se quedó pensativa, con mirada extraña dirigida a un zócalo, ella no era de colección y tenía defectos de fábrica. −Tengo un buen lugar donde ir –agregó, despabilándola– chau vitrinas, chau maltrato, hola libertad y garabatos. Canturreó mientras ella le cambiaba el ánimo. La Muñeca de Trapo miró a ambos lados y al notar que estaban solos, puso su bulto en el asiento trasero de Taxi–Boy y luego se fueron rodando hacia la puerta de salida.
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Susana Enrique
Participé de los talleres Delapalabra y Grupo Proyecto Aguacero. Intervine en el 2006 en la Muestra Interdisciplinaria de Casa de Madera y en las Antologías: “Mar del Plata tiene palabra”,Antología SADE 2007 Antología”Contame oto verso Mar del Plata” 2007, Antología SADE 2008 Antología Luces en la Noche 2008, Antología “ Mar del Plata en boca de todos” 2011. Obtuvo 3ª premio en el Concurso de Narrativa y Poesía 2007 organizado por la Sociedad de Escritores de Gral.Alvarado y Mención Concurso Narrativa 2008 del programa radial ªLuces en la nocheª. Contacto: lohagoporquemegusta@hotmail.com 133
Entre escombros
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o esperaron que llegara. Cuando regresé al país, ya lo habían hecho. –Fue la mejor decisión según el médico –dijo Clara revolviendo el café. –Nosotros no podíamos atenderla –acotó Atilio–. Los chicos, el trabajo y las obligaciones, no nos dejaban tiempo. No podíamos… no podíamos –repitió justificándose. El geriátrico era una casaquinta. Encontré a mamá sumida en una silla de ruedas, junto a una enfermera. Al acercarme, sus ojos me miraron con ternura y extendiendo sus manos exclamó mi nombre como nunca antes. Nos abrazamos como la hiedra al árbol y permanecí con mi cabeza apoyada en su regazo hasta que las palabras cortaron el aire. –Señora, lléveme a mi casa –dijo mirándome. –Es difícil -expresó la enfermera- pero tiene que acostumbrarse. Un día reconoce y al siguiente no. No todos están preparados. Pero es bueno para ella que la visiten. Es fundamental el afecto. La cercanía del vínculo –concluyó. Regreso a la vieja casa buscando en mi memoria un indicio de cuando empezó todo. Desde el portón el abandono se trepa por el césped, invadiendo las paredes y desde lo alto del techo, la enredadera aúlla al cielo. Busco en mi cartera la única llave, en un llavero que de llamativo no tiene nada y la introduzco en el cerrojo que cruje perezoso, hasta abrirse. Una luz de girasoles brilla sobre las partículas de polvo que la habitan. Pisa, pizzuela color de ciruela… Estaba la paloma blanca, sentada en el verde limón. Ahí está mi madre, hacendosa. El piso reluciente, las cortinas tejidas, la estufa de leños ardientes, las manos en alza devanando colores. Las risas vienen de… ¡quién sabe dónde! Un olor a tomate fundido recorre el aire, y saboreo el recuerdo del dulce recién hecho. ¿Cuándo empezó todo? No me acuerdo, pero sé que fue acá. La 134
casa tiene la piel ajada de desidia y los años de cansancio redujeron su corazón a polvo. Los árboles frutales del parque, ahora son esqueletos en un campo desvastado. Creo escuchar voces que llegan desde la planta alta y subo uno tras otro los escalones corroídos. No sé cuánto hace que dejé de quererte. Ni por las nenas aguanto más esto. El golpe de un postigo, castiga como una cachetada y las lágrimas destripan a su paso la imagen de mi madre. Tal vez haya empezado ese día, que papá salió abandonando todo y mamá quedó en llanto por horas, días o años. Fue entonces, que las palabras de afecto escaparon de la casa junto con las risas y los abrazos permanecen lacrados en algún lugar del inconsciente. Debo reconocer que yo también sufro Alzheimer de afectos, porque de a poco me fui olvidando de sentir, hasta que se me hizo costumbre.
Polvos mágicos
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icen que todas las suegras son iguales, pero les aseguro que Berta destila vinagre. Es una mezcla química de ácidos y alcanfor. Implacable con ella y con los suyos, sin manifestar nunca el mínimo gesto de cariño. Será por eso que cuando quedó viuda, todos aseveraban que Tobías, su esposo, no sufriría más. Sólo a ella se le ocurría venir de visita un domingo a las ocho de la mañana, cargando bolsas y paquetes, con tortas y masitas que preparaba especialmente para Jorge. –No te ofendas Clarita. Lo hago porque la cocina no es tu fuerte – decía con sorna. Durante años intenté elaborar las comidas a su usanza, pero debo aceptar que después de muchos intentos desistí. Llegué a pensar que la elaboración de las comidas es una preferencia de acuerdo a las razas u orígenes. Cansada de abordar la pastelería para competir con mi ¨querida suegra¨ y segura que el próximo domingo nos visitaría, me propu135
se homenajearla con un menú especial, en franca demostración de habilidades culinarias adquiridas a través de recetas de mi madre y cacerolas quemadas. Hice las compras poniendo más énfasis que habitualmente. Todo debía salir perfecto y no estaba permitido el más mínimo error. Seleccioné el pollo más grande, los mejores champiñones y los tomates más frescos. Con una botella de Merlot estacionado regresaba a casa, cuando la encontré. Sobre una manta multicolor, rodeada de aromáticas, la chola parecía escapada de un tapiz. Su figura pequeña de manos de labranza ataba aromas, como araña tejedora. Imposible no detenerse al sentir el intenso olor de la menta, la sequedad del romero y la cosquilla de la salvia. Rojos, amarillos, verdes y naranjas en paleta de color sobre la manta. Esencias de colores en franco ascenso jugando a ser semáforo. –¿Para quien va a cocinar? –preguntó al entregarme el ramito de menta que le había pedido. –Para mi suegra –respondí –Entonces lleve esto –me dijo entregándome una bolsita con un polvo de intenso dorado. –¿Qué es? –pregunté curiosa –En mi pueblo lo llamamos ¨Polvos Mágicos¨. Un poco entre los dedos, espolvoreando la cocción y me lo agradecerás toda la vida –dijo cerrando su mano sobre la mía. Caminé a casa, recordando las palabras de la vieja. Cual imprecación divina. ¿Sería tan evidente mi sentimiento que en tácita comunicación nos entendimos? Al día siguiente, Berta llegó temprano como de costumbre y luego de un té sin azúcar de hierbas orgánicas, para ella y unos mates para mí, empecé a preparar el almuerzo. Elegí la cuchilla de hoja más filosa, y sin temblar la corté a Berta en rodajas finitas que soltaron su vinagre sobre la tabla de picar. Un olor ácido de manzanas purulentas, de odios muy guardados. Vinagre de vida no vivida, de sueños que no fueron, de palabras con dispepsia. Decía, perdón, corté la cebolla en fina juliana y la rehogué en un fondo mantecoso a fuego lento. La tomé a Berta del cogote y con un corte seco y preciso le seccioné las patas y las alas. 136
Tomé con firmeza la pechuga carnosa, y punzé la cuchilla sobre el cartílago hiriendo el centro, fracturándolo. La despellejé con fuerza, descoritando su piel grasienta. Introduje la carne en el fondo de cocción junto a los tomates concassé, la menta y los champiñones frescos. La carne se fundió en el líquido desprendiendo un aroma que coloreó mis sentidos. Mis ojos chapotearon en el líquido humeante, y mi piel reconoció la menta en la siesta junto al arroyo. Sentí paz. Un gozo dentro del cuerpo. Un placer intenso como nunca. Tomé el frasco de cerámica sobre la alacena, y abrí el sobrecito que había guardado en forma celosa. Mis dedos se inundaron en el polvo y por arte de magia los vapores desprendían gotas de luces que flotaban alucinadas por la cocina. Preparé la mesa con el mantel del primer aniversario. Todo disponía al festejo. Nos sentamos a la mesa y serví a los comensales. –Te pasaste, chiquita – dijo Jorge empalagando su boca de placer. Berta en pausada ceremonia desplegó la servilleta sobre su falda. Tomó los cubiertos que atesoraban sabores y degustó uno tras otro los bocados embuchando en sus fauces desdentadas, para caer al vacío de la ciénaga de su estómago. No hablaba. Jorge y yo esperábamos un comentario. Permanecía inmóvil. Con los ojos cerrados, ingiriendo. Como en trance. La piel escamosa supuraba. Un color verdoso acentuó su rostro. De a poco la cansina expresión iba desapareciendo y un leve color rosado cubría su cuello y sus mejillas. Parecía humana. Solo un poco, recordé me había dicho la chola. Me debo haber excedido. Sí, ¿fueron dos o tres veces que introduje los dedos en la mezcla? Parecía que la respiración se le había detenido. –¿Estás bien, mamá? –preguntó Jorge tomándole la mano. No quise mirarla, pero fue más fuerte. Abrió los ojos lentamente y una sonrisa giacondina, se dibujó en su cara. Respiré. Por un momento creí que… –¡Clarita! –exclamó estilizando su espalda y su cabeza sostenida sobre las cuerdas gruesas y tensas de su cuello –Tengo que reconocer tu disposición en la preparación de este 137
plato. He olfateado durante toda la mañana buena parte de los olores que han invadido la cocina y que seguramente se impregnaron en tu ropa, tu piel y tu cabello…–decía, mientras con disimulo yo recogía un mechón de mi pelo olfateándolo. –Pero querida Clarita, veo el esfuerzo que haces para tener bien a ¨mi Jorge¨, aunque resulta muy desagradable el aspecto que tenés ahora, con ese delantal manchado y ese tufo que te invade. Pero brindemos por una hermosa relación suegra– nuera. No pude contestarle. Lo miré a Jorge y con una sonrisa y un guiño cómplice me susurró un ¨te quiero¨, haciendo caso omiso a la enemistad entre ambas. Mientras mi ¨querida suegra¨ hacía sobremesa mondando sus garras de bestia, fui hasta la cocina y preparé la bandeja con las tazas, la miel y el azúcar. Estuve tentada de tomar el sobrecito y agregar tan solo unas pizcas al té, pero decidí tomar el otro sobre, el de la clínica. Recordé a la chola y sonreí. Cuando Berta vio la bandeja, su mirada se depositó en el membrete de la carta. Sus ojos brillantes contrastaban con el color alterado de su piel. Con la rapidez del mago en sacar el conejo de la galera, así Berta se recompuso. –Espero le pongan mi nombre –dijo en un tono quebrado mientras con disimulo enjugaba un rezago de lágrima que escurría por su rostro.
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Graciela N. Barbero
Docente de Letras radicada en Mar del Plata desde 1997. Publicaciones en AntologĂas nacionales e internacionales, en revistas on– line y en blogs. Colaboradora de la revista La Avispa. Libro publicado: Singular y Plural poemas. Contacto: gracnobar@gmail.com y gracielanoemibarbero@yahoo.com 139
Historias de bar
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arece mentira, ya pasaron dos años y como todos los viernes nos reuniríamos en el bar de la muchacha, lo único que recibiera como herencia, al que acudían solitarios en busca de placer y azar, mujeres y jugadores ocasionales. Ese lugar le causaba desagrado, de modo que pasaba las horas, hasta el cierre, en su mundo. Una tarde la realidad la superó. El personaje malvado de la ficción tomó forma, dejó de ser juego y astilló la inocencia. Su tranquilidad dejó salir a un león que mostraba los dientes cuando apareció un tal Magrelli o Madrelli, usurero de profesión que le reclamaba una suma de dinero. Según el testimonio del desconocido, se lo había prestado a su padre. El hombre mostró un papel amarillento y arrugado en el que decía la cantidad, “o en su defecto, el bar”. Sin otra palabra se alejó con la promesa de volver en poco tiempo. La joven sintió en ese instante que había crecido de golpe, las piernas flacuchas le temblaban, los ojos oscuros a punto de estallar. El padre había pedido el dinero para pagar la operación de su esposa quebrantada de padecer dolores interminables en sus huesos. Era la última carta que le quedaba. Pensó que juntaría lo suficiente para devolverlo lo antes posible, pero el corazón trastabilló. Su madre tampoco resistió la jugada. La muchacha por primera vez, dejaría de trasladarse con su mente a esos mundos irreales y poner los pies sobre la tierra para salvar su pellejo y el bar. Acudió a los hombres y mujeres que habitualmente frecuentaban el boliche, invitó con ginebra y café. Les contó el apriete que sufría. Tal vez podrían ayudarla. Ese viernes como todos, estaban Cipriano López, viejo amigo de su padre, el Chino Valdés y el Negro Lucerna. Conocían al usurero, era un calabrés que residía en Uruguay con el abuelo, del mismo oficio, quien lo había enviado tiempo atrás para abrir fronteras económicas. El detalle les sirvió a los jugadores expertos de loba de catorce y tute cabrero. Organizaron el juego. Ya estaban acomodados cuando vieron que entraba con cara inquisidora el italiano. Una de las “minusas”, rubia decolorada con sonrisa desfa140
chatada le acercó una copa. El Negro Lucerna no tardó en invitarlo a jugar. Quiso excusarse, dijo tener prisa, de viaje en un par de horas, pero la tentación por el envite y la rubia lo convencieron. La primera apuesta fue baja. La suerte cayó sobre el Chino Valdés quien apenas hizo un gesto y pidió otra ginebra. En la segunda se dobló la postura. Las mujeres se acercaron con un guiño cómplice, les darían la ventaja a los lugareños en contra del prestamista. Las copas y el dinero corrían de una mano a la otra hasta que en un momento se levantó como si un rayo lo hubiese despedido de la silla y les gritó: ¡Tramposos! No tardó Cipriano López en sacar su cuchillo y en tono amenazante respondió al insulto, casi un duelo en el que se jugaba no sólo su vida sino también el pedido de la muchacha. Magrelli levantó la mesa pero los otros le dieron unas trompadas que lo dejaron inconsciente. Cuando recobró el sentido estaba atado de pies y manos, sin el bolso ni el papel que acreditaba el préstamo. El comisario, quien se llegó al lugar alertado por un llamado, según se cuenta, del Chino Valdés, que dijo haber visto un sospechoso de robo. La muchacha agradecida dejó a Cipriano como encargado del bar. Y sí, parece mentira, ya pasaron dos años y como todos los viernes nos reuniríamos con los muchachos en el bar. El camino desde casa era solitario, por una calle empedrada, pocas luces pero lo transitaba casi sin darme cuenta; el reto por una apuesta ganadora superaba el cansancio y el fastidio de esta vida miserable. La noche se presentaba premonitoria. En el trayecto me encontré con el Negro Lucerna. Llegamos juntos, pedimos lo de siempre: ginebra y café. No vimos a Cipriano, probablemente estaba ocupado con alguna damisela. Desde que se hizo cargo tenía otras prioridades. El dinero de juego y mujeres lo repartía, un porcentaje para la muchacha, dueña del local, bebidas para el negocio y el resto, en placeres propios. Nada se había invertido para reformas. En el sótano, un cuartucho con una mesa redonda, una lámpara que desde el techo iluminaba el centro de juego, sillas y piso de madera; el ambiente perfecto para la reunión, en realidad, para dejar el dinero, porque las apuestas crecían pero el ganador siempre era el viejo Cipriano. Para alegrarnos la velada traía a veces un par de mujeres que nos 141
convidaban unas copas, que terminábamos pagando nosotros hasta dejarnos totalmente desplumados. Laurencio Valdez y Juan Saldías en sus lugares; Aníbal Gómez, algo así como el pagador de Cipriano, tenía la caja y las cartas. No había llegado aún Hugo Medina. Esperamos un rato y comenzamos la partida. Como siempre, la primera apuesta fue baja, para ir entrando en ambiente. La suerte cayó en el Negro Lucerna: esbozó una sonrisa, se empinó el trago y estaba por pedir otra ronda cuando vio que bajaban gritando la rubia Malena, Paloma y Juana Ortiz: ¡Está muerto!, ¡lo acuchillaron! Al principio pensamos que era un truco para distraernos pero cuando vi la cara de Juana, que hasta había roto un taco del zapato por las zancadas, nos levantamos para averiguar quién estaba muerto y no era otro que Cipriano López. Muerto por una puñalada. Raro, el viejo era muy hábil con el cuchillo. Tal vez una trampa bien armada. Subimos desconcertados, Aníbal Gómez sugirió llamar al Comisario, Juan Saldías se opuso de plano; tenía una deuda pendiente con la justicia por unos gallos de riña por los que no pagó la comisión; el Chino, sin decir palabra, salió rumbo al pueblo. Prendí un negro y me quedé en el rincón, como en guardia. Apareció la muchacha con esa mirada lejana, la misma que tenía cuando murió su padre. Cuando Cipriano se hizo cargo del bar, creyó tener todo resuelto; ella no interfería, la palabra del hombre era sagrada, pero ahora, sigue tan confundida como entonces y con un asesinato a cuestas. El comisario entró con cara de pocos amigos, nunca le había gustado ese lugar pero como allí comía gratis y mandaba a los cabos a cobrar la comisión, se hizo el “sota”. Fue directo a ver al muerto, no dijo otra cosa que lo que habíamos visto nosotros: lo acuchillaron, hay que investigar. Me increpó de entrada: y vos, ¿qué estás haciendo por acá? Nada más que tomar un trago y jugar un truco. ¿No escuchaste o viste algún desconocido? Los de siempre. Y ese tal Saldías, el de los gallos, no está, ¿no tendrá algo que ver? Se fue temprano, no andaba bien el hombre. Bueno, ahora vendrán a buscar al “fiambre”, si te enterás de algo andá por la Comisaría. El viejo Cipriano muerto. No lo podía creer. El Chino y él eran 142
mis amigos de ley, a pesar de que al viejo en este último tiempo se le había subido la plata a la cabeza, pero sin enemigos, quién querría matarlo. Ya era muy tarde, enfilé para mi casa, pasé por lo de Medina, me extrañaba que no hubiera aparecido por el bar. Todo oscuro, ni alma a la vista. El sol apenas asomaba cuando apareció el Chino con una galleta para el mate y la noticia de que el comisario había detenido a Saldías, era evidente que lo tenía entre ojos. Tampoco pudo ver a Medina. Estábamos cerrando el portón cuando se acercó Juana Ortiz. La mañana a veces es cruel, muestra las miserias que la noche oculta; la joven lleva en su rostro las injusticias de la vida, pero esa mañana se sumaba el temor: Hace un par de días apareció el calabrés, el prestamista, se llevó a Paloma, le dio mucha plata, pero ella no soltó palabra. Rumbeamos para la Comisaría. El encargado nos llevó a la celda de Saldías, quien estaba duro de frío, le cebamos unos mates hasta que llegara el comisario. El detenido también había visto en el pueblo a Magrelli, el calabrés usurero, caminando con Medina. Anoche le conté al jefe, no hizo comentario, pero hoy salió acompañado. Llegó a la casa de Medina, como no respondían, entró; la mujer y el hijo estaban atados y con mordaza. Un desconocido se había llevado al marido amenazándolos con matarlos si no obedecían El Chino se quedó, yo fui al bar, quería encontrarme con Paloma. No estaba allí ni en su casa. Se fue a lo de la madre, se despidió y tomó el micro muy temprano; Malena hablaba bajo. Ahí nomás crucé por el monte para volver más rápido sin imaginar que junto al ombú encontraría a un hombre tirado boca abajo. Parecía muerto. Lo giré, era Medina, moribundo con una puñalada en la espalda. Fuerte el hombre, respiraba entrecortado. Lo cargué como pude hasta llegar al hospital. Regresé al bar, la muchacha con el Chino me esperaban con queso y salame. La jornada demasiado larga y embrollada. Un muerto, un moribundo y una desaparecida. Dos días después, Medina se recuperaba de a poco pero no tuvo más remedio que declarar cuando apareció el comisario. Una semana atrás, el calabrés había visitado a Paloma, para ofrecerle otra vida a cambio de un favor, distraer a Cipriano. El calabrés fue a buscarlo, amenazó con matar a su familia si no eliminaba al viejo, 143
no tuvo opción. Conocía los viernes de juego y todas las entradas del bar. Mientras la “minusa” lo acaramelaba, él lo ensartó. Casi temblando, sacó el cuchillo y corrió para el monte, pero cerca del ombú estaba el usurero, con una sonrisita socarrona. Grazie, ese porco non me code mai. Un golpe lo volteó y no recuerda lo sucedido hasta que yo lo traje. Ciertamente Paloma escapó al Uruguay con ese tipo. El silencio se apoderó de todos. Masticando angustia encaminé para el bar. Sólo una ginebra podría amainar tanta bronca.
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Elena NuĂąez
Con veleidades de escritora. Contacto: elenanoes@live.com.ar 145
En la celda
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l patrullero me trasladaba a Tribunales. Llevaba la cabeza gacha, recorría con la mente las calles que me habían visto pasar desde la infancia. Escuchaba los ruidos de un mundo convulsionado donde se tejen las historias de miles de transeúntes, mujeres y hombres ocultando tras sus rostros sus desventuras, que caminaban apurados envueltos en sus miserias o sus riquezas. Un José Baigorria joven, de ensortijados cabellos, delgado y nervioso. Mi vida trascurría con altibajos; había nacido en la villa y no pude cambiar mi destino. Apareció en mi mente, nítida, esplendorosa, Julieta, mi mujer. Olía a limpio su pelo negro; lo cuidaba con esmero, usaba pilchas que las otras del barrio no tenían. ¡Qué entupido no darme cuenta! Dentro del vehículo custodios y reo íbamos silenciosos, cada uno con su calvario a cuestas. Al arribar el coche, los fotógrafos arremolinados disparaban sus flashes; otros, micrófono en mano, disparaban mil preguntas. No ocultaba mi rostro, no me importaba, ya estaba jugado. Nada cambiaría lo que había hecho y fui tapa de diarios. En el recinto todo estaba dispuesto, me quitaron las esposas y me sentaron en el banquillo de los acusados. Escuché taciturno la sentencia que impartieron los jueces. –Cadena perpetua –dijo el vocero. No se me movió ni un músculo. La familia de Julieta estaba allí: la madre y los hermanos junto al abogado de los padres de Javier, que me miraban con odio. No estaba arrepentido, me había cobrado con creces el adulterio. Sentado en ese tribunal, me asaltaron los recuerdos. Desfilaron por mi mente los días previos a la tragedia. Ella era lo más hermoso de la tierra. Aún percibía el calor de su cuerpo, el aliento de esa boca. Me había habituado a su voz y los gestos naturales de aquella cara morena que me recibía con una sonrisa al volver, luego de recorrer las calles con el carro de changarín. Le había prometido mil veces salir de la miseria, sólo por ella, pero costaba y me ganaba la bronca. Me acorraló la adversidad. Mañana, me decía. Mañana dejaré de ser un marginado. Pero no 146
lograba desprenderme del calvario. No quería transar con la venta de drogas. Me acosaban los “pesados” de la villa y me costó más de un disgusto negarme. Con el tiempo me venció la rutina. Llegaba cansado y me tumbaba en la cama. ¿Cuándo fue el día que ella se cansó? Llevábamos tres años de estar juntos, ella tenía diecisiete y yo veintiuno cuando decidimos convivir. Hacía varios meses que los días jueves despertaba tarde en la noche y ella no estaba a mi lado. Preguntaba casi dormido: ¿Dónde estuviste? Fui al cine con Martha, me contestaba. Un día volví temprano con dolor de cintura. Vi un coche en la calle de casa. Nada sospeché. Ella estaba bañándose, salió del baño y preparó la cama. ¿Era imaginación o las sábanas estaban tibias? Todo se olvidó cuando ella, con el cuerpo húmedo aún, se acostó a mi lado; tuve preguntas que quedaron sepultadas entre los pechos de Juli. Deseaba un hijo, continuidad de nuestras vidas. Me frenaba el no poder ofrecerle una mejor vida a ese bebé soñado, no quería que creciera en la Villa. En esos días ella cumpliría veinte años. Con algunos ahorros pude comprarle un anillo y un ramo de rosas. Solía ver pequeños ramos que ponía en la mesa desde… ¿cuándo? Llegué sin previo aviso y allí estaba el auto, pero esta vez en la puerta de la casa. Entré como una tromba, arrojé las flores al piso y en la pieza; sobre la cama, que era su nido, estaban los dos fundidos en un abrazo feroz. El odio me cegó. ¿Cómo llegó el cuchillo a mis manos? No lo sabía, pero con rabia sembré de sangre la cama. No podría olvidar jamás los ojos desorbitados de Juli, a él sólo le vi la espalda, blanca, tersa, y una nuca que me invitaba a clavar no una, sino varias veces el cuchillo. A ella le atravesé el corazón, lo hundí profundo; luego la abracé muy fuerte y lloré. Cuando llegó la calma, horrorizado salí huyendo. Enfilé por las calles del barrio que me conocían bien, el barro me cubría sin piedad. Me refugié en una isla del Tigre, me escondí en una cabaña abandonada en el corazón isleño. Sabía que no sólo la madre de Julieta y sus hermanos moverían cielo y tierra para encontrarme, también la familia del maldito. Pa147
saron algunos meses y al fin me atraparon. Allí en el tribunal se escuchó el nombre: Javier. Nombre de rico, pensé, y no me equivoqué. Era gente “Bien”, como se les suele llamar a los que no padecen penurias por falta de dinero. El padre era la viva personificación del poderoso, el perfecto hombre avasallador que mueve influencias y logra lo que se propone; nada le costó mandarme de cabeza a la cárcel. Dos servidores públicos me subieron esposado al camión, entregándome a las autoridades de la cárcel de Devoto. Nada dije a partir de ese momento, nada cuando me desnudaron, nada cuando me pusieron de rodillas y recibí el peor tormento. Me quedé tieso y pensé en la isla cuando encontré a otro como yo, peleado con la humanidad. Y allí estaba, tras las rejas, en una celda fría y húmeda, con un camastro y un mingitorio. Aterida el alma, por la angustia de no tenerla. El primer día de encierro en el comedor vi rostros bravos, ocultos tras las risas nerviosas. Miradas torvas, miradas maliciosas, tatuajes en torsos, brazos y cuellos, los había de toda clase. Agaché la cabeza y me senté a una mesa con otros tres presos, callado y serio. No quería tener ninguna amistad, me dediqué a comer sin mirar a nadie. Seríamos compañeros de infortunio por muchos años. En solitario recuerdo aquellos días. Pedí más papel y un lápiz y seguí escribiendo; ese es mi refugio para no enloquecer. Era el cumpleaños de Juli, aún dormía y el sólo pensar en ella me iluminaba el día. Me levanté temprano sin ganas de afeitarme; fui al patio en busca de unas hojas de menta para el mate, único desayuno antes de salir con el carro, herencia de Don Hugo. Lo había pintado de verde, como mi esperanza, esa que me hacía poner de pie y enfrentar el día. En la cocina el agua de la pava estaba a punto. Preparé el mate, saqué de la bolsa un pedazo de pan algo húmedo. Era del día anterior, pero “a falta de pan, buenas son las tortas”, solía decir mi madre ¡Pobre vieja! Me parece verla, la espalda encorvada en la pileta donde lavaba la ropa de la “Señora”. Luego la almidonaba y planchaba. Algún día dejarás de trabajar; cuando yo tenga un trabajo estable, solía decirle. Y me daba los dientes contra 148
las piedras. ¡Cuántas veces deseé ponerme la camisa blanca del hijo de la “Señora”! Pero quedaba con el deseo por respeto a mamá. Siento una opresión en el corazón al recorrer retazos de mi vida. Sacudo la cabeza para alejar los fantasmas, me siento prisionero del destino, entre la cordura y la locura. Acumulando un montón de sentimientos en la celda, me pierdo tras un rayo de luna que entra por la pequeña ventana. Y sigo escribiendo con pulso tembloroso. La luz reflejaba a Juli que recogía su largo cabello negro y lo anudaba en lo alto de la cabeza, debía borrar todo vestigio de lo vivido con su amante. Mientras yo recorría la calle Maipú y enfilaba para Corrientes, quería ser uno de los primeros en cargar todo lo que entrara en el carro. No quería sacrificar el caballo, así que tiraba de él, silbando. No me pesaba la tarea, esperaba un buen día. Los comerciantes sacaban la basura cuando cerraban sus negocios. Cartoneros como yo las recogíamos cada día, aunque las sombras oscurecieran las calles y nos costara ver. Cuando llegué a Corrientes vi a Jacinta con sus chicos revolviendo la basura. Juanito, el más chico de los seis, con sus zapatillas rotas, temblando de frío, ¿tal vez de hambre? Al verlo comer las sobras que encontraban en los tachos del restaurante, se me partía el alma. Sentía lástima, pero apretaba por dentro el pecho, saludaba y apresuraba el paso, recogiendo los cartones más grandes y sanos; pagaban unas monedas más por la mercancía en buen estado. Despuntaba el día y el sol pintaba de rojo los edificios más altos. El movimiento de la ciudad que no duerme comenzaba a desperezarse y volvía a casa. Regresaba por el barrio de Flores, el que más me gustaba por sus casas antiguas de patios floridos y portones de rejas. Y soñaba con el día que pudiera tener una igual. Llevaba cincuenta pesos en el bolsillo. Hoy podremos poner en la mesa un par de milanesas y un helado de frutillas, que es el preferido de Juli, pensé. 149
Una cucaracha baja por la pared descascarada. ¿La mato o la atrapo para entretenerme? “La cucaracha, la cucaracha, ya no puede caminar, porque le faltan, porque no tiene, las dos patitas de atrás”. Ir a la cancha a ver a mi equipo me taladra la “capocha”. No, hijo, tu padre aún no vuelve y hay que terminar la cerca. Ufa, cuándo será el día en que te des cuenta del marido que tenés, que nos vayamos los dos, lejos, bien lejos. Miráte la cara, toda amoratada. No hijo, tu padre es bueno, es que no consigue trabajo y… Bueno, bueno, ya no lo defiendas más, no es posible que no te des cuenta. Doña Martina dice que tenés 40 años y sos una vieja vencida. “La cucaracha, la cucaracha…” Eh, che. Dejá de cantar esa porquería. Queremos dormir, infeliz. Los demás presos interrumpieron el recuerdo. La guardo en un pedazo de papel de diario. Mañana te construiré una casita cuando consiga una cajita de fósforos, le digo, feliz de tener algo en qué pensar, fuera de mis recuerdos. ¡Fósforos! Papá prendiendo la leña del fondo uno de esos día que estaba sobrio. El bidón de kerosene cerca y la basura acumulada hizo el resto. El ulular de las sirenas rompió la mañana, casi medio día, autos patrulleros, bomberos, vecinos, mamá enloquecida gritando, yo tapándome los oídos, Julieta, poniendo su mano en mi espalda, el corazón saltando dentro del pecho golpeando, tum – tum, ni triste ni alegre. Al fin terminaba la época de golpes, insultos y borracheras. De la casa, quedó el galponcito y la miseria extrema. Lo forramos con cartón y papel de diario. ¡Qué fríos los inviernos! Del techo de chapas viejas, cada vez que llegaban las lluvias, conteníamos el agua con tarros en cada gotera. En verano nos calcinábamos; por suerte el árbol paraíso, que resurgió de las cenizas, nos cobijó de las inclemencias del tiempo. Por todo adorno mamá colgó en la pared una foto en la que aparecíamos felices y yo puse la de mi club favorito. A los dieciséis empecé a vagabundear por las calles, juntaba lo que pudiera servirnos, y por las noches llegaba a la trastienda de la pizzería esperando que Juancho saliera con las sobras, porque siempre traía una porción de alguien que no había terminado de 150
comer, envuelta en papel. Corría a casa para que mi vieja la degustara y le calmara el ruido de las tripas. Sabía que el mate cocido estaba humeando en la hornalla. Los ojos mansos de mi madre agradecían por tan rico manjar, lo llevaba a su boca desdentada. Y sonreía. Otro día, y van … Perdí la cuenta. Otro día en esta mugrienta cárcel. La celda está en el ala izquierda del pabellón. Iluminada con un foco que se apaga a las diez de la noche y se vuelve a prender a las cinco de la mañana. Todo el mundo a levantarse, al patio. Nos cuentan para saber si falta alguno, nos hacen lavar con agua helada, nos dan una taza de mate cocido con un trozo de pan y volvemos a la celda. Miro pasar la vida por la pequeña ventana enrejada, donde entra un poco de luz pero nunca el sol. Juli está en el aire que respiro. Un gorrión se posa en el pedacito de pared. Por suerte pude ir a la escuela hasta quinto grado y con mis errores puedo decir lo que pasa por mi cabeza. Ella pagó por su ambición de tener una pilcha más moderna, y el otro, por seducir a una chica simple de una villa miseria. Cuando murió mi madre, Juli me consoló como nadie. Me tenés a mí, dijo bajito ese día de luto. Durante el año en el que mamá comenzó con fuertes dolores abdominales, entró la parca a tallar. Se atendía en la salita de primeros auxilios del barrio más cercano. En la villa no teníamos asistencia médica. Le recetaron unas pastillas y le dieron turno para luego de tres meses. Cada día la veía decaer más y más, perdió veinte kilos, caminaba más encorvada que nunca y durante el día estaba en cama. Por suerte las vecinas le preparaban un caldo pero no retenía más que algunas cucharadas en el estómago. El helado era lo único que soportaba. Cuando fue el día del turno en la salita, había una nueva médica que estaba haciendo su pasantía. La cola de pacientes era interminable, la superó en paciencia. Cuando le tocó pasar a mamá, la médica estaba agotada y nerviosa. Sin medir las consecuencias le dijo que volviera otro día, que siguiera tomando lo que le había re151
cetado el médico anterior. Pero el cáncer de estómago no espera, ni se cura por milagro. Dos meses después entregaba el alma a su Dios, a quien nunca dejó de rezar, y del que yo había perdido la fe. Qué importa estar encerrado de por vida, no me afecta. Todos los demonios se han hecho dueños de mí. La sociedad me marginó y estoy tirado en esta celda de porquería. No hay perdón, ni lo quiero, viviré por siempre así. Sin Dios, el que perdí en la villa junto con mi madre. Cada vez que lo reclamé no estuvo presente. Mi madre solía decirme: Hijo, Dios está muy ocupado, ya verás que un día lo vas a encontrar. Pero no lo espero ni me importa, seguiré cabalgando en los mismos infiernos, en esta celda que es mi mortaja. Hoy se cumplen 30 años de encierro. Cargo en mi mochila todas las penas que un corazón pueda albergar. Evoco los recuerdos y surgen las historias, tantas veces pensadas. En la isla viví días de alivio. Cuando la recorría juntando leña o pescando para el sustento me parecía todo muy lejano. Por las noches, la más amarga de las penas se unía a los recuerdos. Nos consolábamos con Don Pancho, un viejo ciruja que también escapaba, no de la policía, sino de sentirse ahogado por la sociedad. Un marginado como yo. En estos años he leído cuanto libro llegó a interesarme, escritores de largas trayectorias y autores desconocidos. Siento la mordida del miedo que cambió mi destino. Las noches se hacen largas y la marea del naufragio en esta nave que me lleva y me envuelve en su cauce, me reanima. La línea del horizonte partió en dos mitades mi mundo. José Baigorria se dejó morir a los 57 años de edad. El Director de la cárcel leyó los manuscritos y los entregó a esta editorial.
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Giselda Benedetto
Contacto: giseldabenedetto@hotmail.com
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Fragmento de una sobre mesa –¡Qué no me voy a acordar! ¡Una inflación de la gran puta! Subía y subía y métele que son pasteles. Algunos la pegaron y se fueron para arriba como pedo de buzo, también se fundieron unos cuantos… –El Rolo perdió todo. Nosotros cobramos con seis ceros, no sé un disparate un millón de Australes y más también. –¡Ja! Pásame el vino. –Sí. Mira en abril del noventa y uno cobré unos novecientos mil Australes ponele. Recuerdo que el dueño del hotel me pagó a la nochecita, no se si todo el sueldo o una parte. Resulta que ese día salí más tarde, porque mi compañero no sé qué tenía que hacer. Lo mismo de siempre, esperé que llegue mi compañero, fui a la parte de atrás, me saqué el moñito del “disfraz“ de conserje, me cambié los zapatos, puse las cosas en el bolso y salí caminando a la parada del 31 o 32. Las paradas que están en frente del casino. En ese momento vivíamos en 3 de febrero y Don Bosco, con los chicos y mi mujer. Eran las tres de la mañana. Llegó el bondí, después de esperar. Me bajé en Libertad y Francia, caminé por Libertad hasta Don Bosco y por Don Bosco hasta 3 de febrero. Siempre hacía el mismo recorrido. No andaba nadie, ni el loro. Yo y mi bolso nada más. Cuando voy llegando a la esquina de 3 de febrero, veo en la esquina, pero haciendo cruz por donde yo iba caminando, viste yo iba por la mano derecha, en la otra mano, en frente un tipo parado. ¡La puta!, me dije, ¿qué hace este tipo acá a esta hora? No importa, pensé, capaz que viene de trabajar como yo. Pero no era extraño el tipo, estaba bien vestido, parado justo en la esquina, con las manos en los bolsillos. Estaba vestido con unos jeans y una campera de cuero negra. Las manos en los bolsillos y parado con las piernas un poco abiertas y los pies como las agujas en diez y diez en un reloj. Yo lo veía porque el foco lo alumbraba medio de frente. Pensé en seguir caminado. A media cuadra de donde estaba el tipo era casa. Pero que sé yo, capaz me seguía y se metía conmigo y en casa estaban mi mujer y los chicos. Resolví seguir caminado, hacerme el choto. Para no pasar por donde estaba el tipo doblé por 3 de febrero, de 154
nuevo ir para Jara, total él qué sabía de donde yo venía o a donde iba. La cuestión es que cuando estoy por doblar la esquina, el tipo me chista. ¡La puta madre! Pensé. Levanté la vista y veo a mitad de cuadra un bulto. El tipo me seguía chistando y yo me hacía el boludo. El chistaba y yo me hacía el boludo y relojeaba el bulto. Hice unos pasos haciéndome bien el sordo y en eso escucho la voz del tipo que me dice: “hombre…hombre me da una mano” Pensé: ¡la puta madre! ¿Qué mierda quiere? Y el bulto a media cuadra. ¿Qué pasa amigo?, le dije, para que no se me noté mucho la desconfianza y me di vuelta hacia el tipo. Y dijo: “¿Me ayuda a levantar a ese hombre que esta tirado ahí? Lo va a pisar un auto si lo dejamos ahí. Mire como esta en el medio de la calle” De donde yo estaba no alcanzaba a ver si realmente era un hombre, sólo veía un bulto. El tipo seguía con las manos en los bolsillos. Inmóviles él, el bulto y yo. Pero estaba jugado entre el bulto y el tipo. La dudé. Resolví y le contesté: bueno lo ayudo. Ahí se me frunció el orto. Y cagado como palo de gallinero caminé derechito como cola de peludo por el medio de la calle hacía el bulto. El tipo, con las manos en los bolsillos, panza adelante y pies en diez y diez, por la vereda. Sin dejar de mirarnos, en todo el trayecto de media cuadra, no dejamos de mirarnos, la sensación de que eran los últimos minutos que nos íbamos a ver antes de batirnos a duelo. Cuando me voy acercando al bulto, efectivamente era un hombre, estaba borracho. Me paré a los pies del borracho. El otro, ronda al borracho, sin dejar de mirarme. Y se detiene a la altura de la cabeza para poder tomarlo de las muñecas. El borracho, se había orinado, estaba hecho mierda el hombre, tenía un sobretodo, color cremita, desprendido, un pantalón roto y un gorro de lana. El tipo me dice: “cuando le diga ahora hacemos fuerza y lo subimos al cordón”. Yo le conteste que si con la cabeza. Lo raro era que el tipo estaba medio agachado como para hacer fuerza pero con las manos en los bolsillos. Pensé: listo, sos un boludo estos están arreglados y ahora te roban el sueldo. Estos esperaban a un gil y caí yo. Jugadísimo estaba. En eso el tipo me da la orden “Ahora”. Y veo que lo levanta con una sola mano, con la izquierda. Listo en la otra tiene el chumbo pensé. No. En eso, haber hecho fuerza, hizo que se le caiga la manga del bolsillo, 155
la manga sin brazo. Al borracho lo apoyamos en una planta de tilo. Nos despedimos y cada cual tomo su rumbo. Al tipo no lo vi nunca más, no era del barrio creo yo. Cuando llegué a casa le conté a mi mujer y me dijo: “Con razón te pidió una mano”
Seis M –Me voy –¿A dónde te vas? –cierra el puño de la mano derecha y ensancha los orificios nasales como un caballo cansado. –A caminar con Marta –dice mientras baja y sube el cierre de la campera deportiva. Él apoya la mano en la mesa de la cocina, un cementerio de migas, mayonesa, carne, lunares de tuco y escarbadientes como escobitas. Esa misma mano que hace un rato pintó de gris el pan de jabón blanco. En la pileta del patio, destrozó el jabón hasta convertirlo en un bollo con la forma de sus dedos. Una hora. El tiempo que transcurre entre que llega, se lava las manos y vuelve a comenzar el ciclo, escena recurrente. –¿A caminar con Marta? ¡Martita carajo! ¿No tiene que lavar los platos Martita en su casa o los lava el cornudo de Marcelito?–Los agujeros de la nariz se mueven a mayor velocidad, se asemejan a las branquias de un pez que agoniza unos minutos después de ser retirado del anzuelo. Mirta camina de espaldas. Sube y baja el cierre de la campera. Esconde la cabeza entre los hombros. Mimetismo con una tortuga, que se esconde en un gran caparazón. Él avanza. Es un puma ciego. Apoya su nariz en la nariz de ella. Ella reconoce ese aliento embravecido y ese olor medicamentoso. Casi sin mover los labios le dice: –¡Gorda puta! –cierra el puño de la mano derecha. Se escucha la cabeza de Mirta rebotar en la humedad de la pared. En la pileta de Pórtland el jabón llora una baba gris. La gota incesante de la canilla grita a su lado. 156
Gonzalo Colantonio
http://pulsosalvaje.wordpress.com/ Contacto: ghon90@live.com.ar 157
Leslie
S
i usted es de los que caminan por la playa un día cualquiera, un martes de agosto o un domingo de enero, puede que la haya cruzado alguna vez. Casi todos los días Leslie camina sobre la arena. A veces el sol le da en la cara y a veces es de noche: su costumbre no sabe de horarios. Deambula sin dirección hasta sentarse a contemplar la pared de agua y cielo, dejando que las inagotables astillas de la costa se le prendan a la ropa y las suelas. Perdida en ese absoluto de agua–arena–aire, le ocurre algo que tiene mucho que ver con el tiempo. Siempre es así: un paso y pasa una eternidad; después se sienta, el mar se filtra entre sus pestañas y las eternidades se suceden una tras otra. Leslie tiene veinticinco o tal vez cien años. Si usted la mira a la cara –o mejor, la ve–, no sabrá nada de su edad. Su rostro –o mejor, su expresión– de piel tersa y delicada se funde en algo de sus ojos –o mejor, su mirada– que parece acariciar la médula de lo que apunta, dándole un aire de edad a sus rasgos juveniles. Si usted es de los que se acercan a la orilla y hasta juegan con las olas, es posible que alguna vez una imprevista jugada del mar le haya arrebatado algo que, después, el mismo mar le devolvió en la orilla para su sorpresa. Leslie entiende esa conducta de las aguas. Observa las olas arrimarse y abraza el deseo o quizá la creencia de recompensa. A veces ve algo. Entonces el corazón la apresura, los sentidos se le ponen de punta y el labio superior se le arruga en una sonrisa de ilusión que le resalta cada comisura de la boca. A pasos largos va hacia las olas y el frío punzante del agua le eriza la piel. De pronto queda inmóvil. Apagando cualquier vestigio de euforia, vuelve a percatarse del perpetuo rugir del mar que en un momento parecía ausente, del viento enrarecido que la despeina. Perdida en ese absoluto de agua–arena–aire, le ocurre algo que tiene mucho que ver con el tiempo. Así usted, si perdió algo, puede consultarle al mar como Leslie y ver si, con suerte, alguna ola se lo devuelve. Pero si esto no ocurre, intente controlar sus emociones. No haga como Leslie que salta 158
de la escollera. A ella la encuentran días después, en la orilla donde las olas la acercan. Pasa apenas un tiempo y parece que nadie recuerda que Leslie existió. Aunque a lo mejor alguien escribe su historia, o la transforma en un cuento del que se presume autor. Y así quizá usted lo lee y, quizá también, en algún momento se ve frente al mar, deja que las inagotables astillas de la costa se le prendan a la ropa y las suelas y mira, al menos un momento, como Leslie lo haría.
El derrumbe
U
na multitud de luces y bocinas desfila por Colón en dirección a la loma. Levanto la vista: el casino iluminado, un pedazo de mar, el cielo con pocas estrellas. Más acá, en la plaza, cientos de personas se amontonan entre las palmeras y la fuente –esa manía de la gente por el agua– para presenciar la cremá de la falla valenciana –esa manía de la gente por el fuego. Ah ¿hoy queman la falla? me dice la vieja, desde adentro. Sí ¿Querés verla? No. El monumento que van a quemar es un faro, o una torre, no sé –mi vista no da para tanto. Tiro el pucho, carraspeo y cierro la puerta del balcón. Vuelvo hacia la cama al tiempo que el juez de línea anuncia los tres minutos de tiempo de descuento. A mi lado, la vieja que –como yo– ya pasó el minuto treinta del segundo tiempo, teje la funda de un almohadón. Ah ¿hoy juega Boca? No contesto. La miro, vuelvo a mirar el televisor y puteo al árbitro. El nueve se revuelca en el pasto exageradamente. No falta alguno que proteste ni tribuna que abuchee. La barrera se prepara para un tiro libre que al final no cambia nada. El partido está aburridísimo. Sobre el acolchado ruedan los ovillos de lana verde y blanca. Nos acostamos sin cenar, así dormimos mejor y más temprano. Al final el partido termina cero a cero. Son unos maricones, unos pechofríos. El nueve que se revolcaba dice que el partido fue difícil, que no se pudo ganar pero que el equipo jugó con actitud ¿Qué será jugar con actitud? 159
Desde acá se escucha el bullicio de la plaza; está cantando un coro o algo así. En el televisor empieza el noticiero de la noche. Los títulos hablan de accidentes en la ruta, cambios en la economía y truculentos casos policiales. Ahora el conductor cede la palabra a su colega del móvil que está en la plaza, acá enfrente, donde se está por dar fuego a la falla. Ah ¿hoy queman la falla? pregunta la vieja, que recién termina la funda verde y blanca del almohadón. El del móvil está con el intendente, que habla de la importancia del evento para nuestra querida ciudad y del significado simbólico del acto. Dice que en la falla se queman los males del pasado, que lleva los deseos de un futuro próspero y qué sé yo. Apago el televisor. Voy por un vaso de agua. Me tomo la pastilla para la presión, la pastilla para el glaucoma, una aspirineta para prevenir infartos; le recuerdo a la vieja que tome las suyas y salgo al balcón a fumar el último pucho del día. La falla –el faro o la torre o lo que sea– es ahora un gigante de fuego que se erige entre la postal costera y mi edificio. Un gigante que comienza a bailar para el deleite del público, con el pelo al viento y el humo al cielo; pero está borracho y no se va a mantener en pie por mucho tiempo. Como es de esperarse, como cualquier cosa en este mundo que no sea una montaña de roca cristalina, se derrumba. Doy la última pitada mientras todo el conglomerado de gente observa un espacio vacío donde había una gran estructura que se derrumbó. Aplausos. La persiana baja eclipsando los fuegos artificiales. Adentro todo es tranquilidad; la vieja duerme. Me dirijo hacia la cama, pero me detengo en el almohadón que yace a sus pies, luciendo su funda nueva. Lo tomo entre mis manos y lo contemplo un momento. La vieja duerme y ronca. El almohadón es mullido, suave, de cuarenta por cuarenta más o menos, y tiene una funda de lana verde y blanca. La vieja duerme como dormimos los viejos. Empiezo a caminar a paso lento, almohadón en mano, bordeando la cama. La vieja duerme boca arriba y por entre sus labios escapan continuos estertores. Sujeto el almohadón firmemente, con los brazos extendidos, cuando se oye una fuerte explosión. Ay ¿qué pasa? ¿Qué 160
hacés, viejo? Hay unos segundos de silencio. Te quedó lindo le digo y me acuesto a su lado, mientras continúan oyéndose las explosiones de los fuegos artificiales.
El ataque
T
odo lo que pasara o dejara de pasar, incluso algo que no fuera el simple andar sin rumbo de un domingo evidente, entre todas esas toneladas de cemento caldeado por el sol, era ajeno a él. En su quinto B el aire acondicionado estaba encendido y las ventanas cerradas. La Quilmes se hallaba al alcance de su mano, sobre la mesa ratona, junto al sillón donde permanecía entumecido y absorto a mitad de un libro grueso y de páginas amarillentas. Ante el primer zumbido no reaccionó. Al segundo respondió con algún manotazo en vano. La invasora tuvo que dar varias vueltas para ganarse su atención ¿Cómo había llegado esa mosca ahí? Irritado por la interrupción pero aún paciente, respiró hondo y con ojo de cazador interceptó a la mosca en pleno vuelo, usando el libro como arma. No la vio caer, aunque estaba seguro de haberla golpeado. El cuerpo habría caído con los segundos contados, hasta encontrar el piso sólo para un aliento de vencido, sin ninguna posibilidad de resistencia. Entonces él, con ilusión de victoria, le dio un bajón a la Quilmes antes de retomar la lectura. No le costó mucho volver a la comodidad y el abstracto; rápidamente toda su atención se derramó sobre las páginas amarillentas. La siguiente ofensiva lo tomó por sorpresa. Esta vez el zumbido acabó en un aleteo insoportable casi en el interior de su oído. Todos sus sentidos despertaron de golpe y, en un grito de furia, repartió menciones a la mosca y a todas las hembras de su familia. Exasperado, con algo de frustración, encaró hacia el insecto a golpes de libro y de palma abierta. No dudó, además, en abrir de par en par la ventana, dándole al enemigo la oportunidad de huir y salvar su vida. Transcurrida otra batalla sin vencedores ni vencidos y tras perder de vista a la mosca, comenzó a sospechar una retirada. Después de repetidas observaciones y una espera prudente, aunque con ciertas dudas, pensó en cerrar la ventana y el asunto. 161
Entonces otra vez: ¡al oído! Las puteadas volvieron a agotar tanto su creatividad como sus cuerdas vocales. Finalizado este descargo, con una mueca de odio y libro–arma en mano, se preparó para iniciar la contraofensiva Ahí estaba la mosca maldita, en un rincón de la pared. El hecho de que sea apenas un punto negro y de tal manera se burlara de él y sus inútiles esfuerzos por destruirla, era algo tan insólito como inaceptable. El hombre marchó contra el insecto, preso de ira aunque forzado al sigilo, casi sin respirar, y al llegar donde la mosca se parapetaba soltó un golpe que fue esquivado a último momento. Rápidamente giró para volver a atacar, pero la torpeza de este movimiento le costó un rodillazo contra un extremo de la mesa ratona. Ya sin siquiera voz para gritar, desde el piso tomó la Quilmes y la hizo mutar a proyectil, igualmente en vano. Tras levantarse como le fue posible, a pasos rengos lanzó manos, juramentos afónicos y cualquier cosa fácil de lanzar que se le cruzó. A esta altura las bajas no eran pocas: tres portarretratos, un florero, un espejo. Él tenía heridas en las manos, por los vidrios rotos; pero la mosca, la maldita mosca, seguía ahí. Detenida sobre el respaldo del sillón, con total impunidad, continuaba burlándose ¿Qué clase de poder maligno encarnaba ese insecto? A menos de metro y medio se plantaba él, con el rostro inyectado de odio y la respiración agitada por el movimiento y el nerviosismo exacerbado. Escuchaba su risa, le indignaba su burla, la intolerable impronta con que un ser diminuto pretendía dirigirse a un hombre de su altura. Sus brazos levantaron por encima de su cabeza un televisor de treinta pulgadas que, con más furia que fuerza, fue arrojado hacia la invasora. A la explosión le siguió un silencio que se sentía como un anhelado descanso y a la vez, por un lado más endeble, como la calma que antecede a la tormenta La figura de la mosca, tan insignificante y tan terrible, emergió entre humo y olor a quemado. Antes de lanzarse por la ventana, él todavía escuchaba las risas y los cantos de victoria. El cuerpo habría caído con los segundos contados, hasta encontrar el piso sólo para un aliento de vencido, sin ninguna posibilidad de resistencia. 162
Santos Smith Estrada
Marplatense de sangre salada, 22 aĂąos, Se debate entre su poesĂa ulcerosa y su narrativa decadente. Siempre saltando la vacĂo desde cada letra. Ante todo es persona y le gusta lo que hace. Contacto: smithestradasantos@gmail.com 163
Crónica andina
T
omamos el colectivo a las siete de la tarde. Lalo no tardó en descartar la cuestión y nos echamos a dormir. Estaba más nervioso que yo, era de esperarse. Siempre arrancaba con demasiada confianza pero yo sabía que al momento de ejecutar dudaba mucho. Nuestra primera preocupación era una parada a mitad de camino. Viajamos de noche y sin luces en el interior, pero de todos modos alguien pudo haber visto la maniobra de descarte sobre aquel asiento vacío, y eso también nos preocupaba. Al rato de andar hacía el sur de la provincia llegó el momento de frenar y someternos al control. Lalo, de tanta inquietud, dormía sin consuelo. Yo, simulaba, esas cervezas y las dos melatonina no surtieron ni un poco de efecto. Los oficiales subieron, hicieron su tarea correspondiente y bajaron sin altercado alguno. Anduvimos unas horas más y arrimamos a la terminal de Cipolletti. El viaje había comenzado doce horas antes, con esos envases marrones de etiqueta celestial burbujeando en el estomago. Tomamos nuestros bolsos y la cuestión (más tarde apodada como “el enano en mi pantalón”) que viajaba privilegiadamente en un asiento vacío. Nos había ido a buscar el hermano de Lalo. No lo conocía, pero se lo veía amable, sin mucha vuelta, era algo pelado y retacón. Subimos al auto. Un puente separaba una provincia de la otra, y hacía allá íbamos. La primera impresión de ese pueblo de narices anchas y cueros lampiños fue una tremenda rubia manejando un VolksWagen. Sólo se la podía ver de auto a auto, pero la excitación que me generó fue tal, como para bajarse, subirse a su coche acondicionado y secuestrarla. Nadar por lo más profundo de sus orgasmos y mamar de sus pechos como un niño en su periodo de lactancia. Pero no fue más que una impresión. Puso la luz de giro, dobló y se perdió entre las calle de ese pueblo pacato, árido… Cruzamos el puente. Entre idas y venidas de recién llegados encontramos un almacén. Compramos algunas cervezas, algo para picar y salimos a caminar por la cuidad. Estábamos en Neuquén. Ni 164
Lalo ni yo habíamos ido antes, sí su hermano morrudito que vivía ahí hacía unos meses. Él era el encargado de llevarnos hacía el otro lado. El gordito retacón era una especie de GPS, nosotros dos NN en una cuidad por explorar, dos niños en Disneylandia. Pero el enano en el pantalón seguía siendo un problema y también era la principal causa por la que nos encontrábamos ahí. Era demasiado como para estar solo en un bolsillo, era como dormir con el diablo. Pero estábamos tranquilos, no teníamos una causa penal, ni un problema con la ley, y ya las cervezas se iban almacenando en el cráneo. Estábamos relajados. Compramos unas botellas más y fuimos al departamento del gordito. En la puerta de entrada, la creación divina. Ni muy flaca, ni un poco rellena. Un culo perfecto. No era ni una manzanita, ni tampoco desbordaba esas calzas entalladas a la perfección. Tenía una carita tan hermosa que sólo se podía pensar en dormir a su lado, levantarse, contemplar y volver a dormir. Sin duda mis ojos no podían lidiar con lo que estaban viendo. Pero volvió a ser sólo una impresión. Tomó el ascensor y desapareció. Subimos dos pisos por escaleras y entramos. Había algo que me hablaba, no si salía de mi bolsillo o qué, pero algo me decía que me iba a volver a topar con esa maravilla humana, esa carne con hueso, piel y sensación. Antes de cruzar hacia el otro lado lo más conveniente era renovar la VTV para no tener problemas en la ruta con los polizontes andinos. Encontramos el lugar, no había mucha cola, aparentaba ser un trámite rápido y sencillo. Pero hacía demasiado calor, parecía que en esa cuidad el sol rebotaba sobre el asfalto y te bofeteaba constantemente. Para suerte o desgracia nuestra, había una especie de restaurante al lado. Era muy grande, pero vacío y sin empleados a la vista. El lugar era patético, deprimente. Todo pintado de un color naranja tristeza, un color, que ni yo ni nadie, había visto antes. Había un mozo de alrededor unos sesenta y pico de años. Lalo se asomó y alcanzó a ver que sólo tenían cuatro botellas de cerveza fría. Entre amable y consumido por la temperatura agobiante, le robamos una sonrisa. Tomamos una, tomamos las cuatro cervezas. Entre vasos, y con sigilo de serpiente en el desierto, se nos acercó 165
a hablar el dueño del bolichito. Nos contó sobre tooodos sus negocios, acá y allá…. Entre sus jeans clásicos, sus zapatos de charol rojos combinados con la camisa y cinturón, nos preguntamos con Lalo: ¿Hasta dónde llega la credibilidad de una persona? Con su color naranja tristeza y sus sesenta y pico años de aburrimiento “La taba” nos dio la primera señal de que algo estaba por despertar. La incertidumbre floraba en el aire, rebotaba como el calor en el asfalto. Volvimos al departamento. No me podía sacar a esa maravilla humana de mi cabeza. Al día siguiente debíamos partir hacia el otro lado y entregar el enano que ya se había fundido en mi pantalón. Lalo figuraba en otro plano, en offside, estaba más cerca del tango que del punk–rock. Cuando entramos por primera vez yo ya estaba borracho, pero me acordaba… Había apretado el botón número siete, así que esa diosa terrícola debía estar posando su estimulante anatomía en algún departamento del séptimo piso. Tomé el ascensor y me aventuré cinco pisos más arriba. Se escuchaba una música, había un olor muy particular. Olía a la receta perfecta con el ingrediente ideal. Simplemente era ella y estaba detrás de una puerta con una estúpida B colgando en el medio. Toqué timbre y me abrió. – “Hola, te te te vi cuando entrabamos y la verdad que que….” –“Sí, yo también te vi, con el chico del segundo!! Vení pasá.” –“¿Querés tomar algo? Tengo buen vino.” Por supuesto, y aunque ya estaba borracho, contesté que sí. Tomamos varias copas, hablamos de nuestras historias de vida, aunque poco me interesaban. Sentía que el enano en mi pantalón ya se había transformado en demonio, me quemaba. Yo me estaba debatiendo entre vomitar o cojerla desenfrenadamente, me excitaba demasiado. Nos servimos una copa más, y después otra y después otra y después... Al rato me desperté con un par de cachetazos y una luz en la cara. Había policías adentro del departamento. No recuerdo nada, solo que caí muerto sobre el sillón. La resaca se me había pegado al cerebro y el cerebro se me había pegado al cráneo. No podía ni pensar. Ella lagrimeaba en estado de shock y les relataba a los ofi166
ciales todo lo que había pasado: Que yo me había emborrachado y quedé tendido sobre el sillón. Que de repente salió un enano enfurecido de mi pantalón, una personita de solo algunos centímetros. Que apuntó directo a su vagina, se metió y se movió vigorosamente hasta hacerla llorar. Tomó el último trago de vino, vomitó antes de subir al ascensor y se fue. Ella se disputaba entre su cara de trance panicoso y su cuerpo en pleno estado de éxtasis. Yo terminé en la seccional Nº9 de Neuquén. El enano de mi pantalón nunca llegó al otro lado de la frontera. Tampoco esa maravilla humana levantó cargos contra mí, sostuvo que una personita se metió en lo más profundo de su vagina, que vomitó y se fue. En cuanto a mí, me mandaron de vuelta a la costa. Esta vez sin ningún enano y manteniendo mis antecedentes penales totalmente limpios.
Papel
E
n la sobre mesa entre humo y café le enseñe mí cuento. No tardo en exclamar: -¡Trata sobre una violación! ¿No tenes nada más alegre para contar? Con total desgano le contesté: -No me gusta escribir cosas alegres, creo que la felicidad se vive y ya, no se canalizan ni se digieren sobre el papel. Agarró la hoja y se dirigió (directo) al baño.
Cumpleaños feliz
L
a luz apagada, las velitas prendidas y el feliz cumpleaños sonaba al unísono familiar. Mamá me miró y me dijo: - “Antes de soplar, no pidas solo tres deseos, pedí todos los que tu corazón quiera.” 167
Tome aire, cerré los ojos y pensé en todo lo que deseaba concebir. Sople fuerte y los abrí. Todos se habían volado, ya no quedaba nadie, la torta desapareció y me encontraba de vuelta solo en casa.
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Felipe Issa
Nací en 1945 en Lomas de Zamora. Desde los sesenta entre cineclubs, teatro independiente, foros literarios, siempre armado de la poesía, lenguaje imprescindible,compañera de ruta y noches sagradas. Buenos Aires, Neuquén, San Bernardo, Santiago de Chile, Mar del Plata, tras las imágenes en cada línea escrita y en las que no. contacto: fisapel@gmail.com 169
El puente
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asi tan espesa como la niebla misma que la envolvía, la máquina pasó. Su terrible ojo de luz horadó la oscuridad y desnudó toda la enormidad de aquel puente. Sí, aquel viejo puente de la breve estación cercana a su casa. Juan Veiga estaba esa noche sobre esa estructura de metal semiderruida, la misma que conociera todos sus desengaños y emociones. Se sentía cobarde, más decidido a morir, bajo ese puente debía ser, abrazado a este amigo endeble que como él, esperara siempre la luz esperanzadora que nunca se detendría. Su rostro estaba cubierto de un sudor frío, los ojos eran su existencia misma que se iba en las pesadas lágrimas que corrían por lasmejillas, hasta hacerle saber de su gusto amargo. Una sensación de angustia invadía su mente, esa mente antes ágil, siempre alerta, dispuesta al juego incansable con los hijos que ahora están ante sus ojos ausentes, esperando las caricias de amor, junto a su mujer, esperando ternura. En atroz soledad busca razones, hurga en su historia, intenta descifrar las difusas imágenes que lo asaltaron durante años y que ahora lo poseen con más fuerza, lo ahogan, lo nublan, lo llevan en un viaje interminable allá, desde donde él sabe que no regresará. En vuelo eterno hacia la locura lo acompañan los fantasmas en su blanca nave, donde se mecen sus sueños inalcanzables, proa al cercano e irremediable vacío de esta noche. Sin saber porqué, sí sabe que debe saltar; esas voces que lo aturden le dicen que está llegando al encuentro. Faltan pocos minutos para cumplir el riguroso intervalo, repetido mil veces en su trepidar. Nuevamente las viejas imágenes lo poseen, mas él resiste y busca en sus recuerdos el aliento vital, el impulso que lo devuelva a la vida; y en lucha desigual finalmente cae ante el reto del destino. Vencido, salvó la breve baranda, una luz asomó en la noche, su rostro se tornó sereno, una sonrisa triste se dibujó en sus labios. Estaba a solo cinco metros de la puerta salvadora, para abrirla en busca de paz a sus tormentos. El puente se estremece una vez más 170
en su antiguo ritual, el cíclope avanza en loca carrera, los pájaros de la noche vuelan ante el ruido ensordecedor que llega amenazante, implacable. Juan Veiga salta en vuelo magistral, lo acompañan sus ángeles y su ninfa. Un grito desgarrador quiebra el repentino silencio de la última noche.
El farol de la esquina
S
ervime otra caña –Vea Don Manuel, ya van tres y usté sabe que la cosa se va a poner fulera. –Fulero es el destino, amigo, solo que no hay que hacerle asco. Se fue caminando, cansino y resuelto, por esas cosas del presagio. La fina garúa ponía el acento necesario, los adoquines le devolvían el brillo en sus ojos, adivinando la esquina que se acerca, esa esquina que lo vio tantas veces doblando apurado para ir a buscarla. Y ahora quiere sentirla en la tenaza de sus brazos, en las brasas de sus cuerpos, en los ojos que se cierran, en las músicas que bailaron en patios alegres, y en las promesas y los sueños que no fueron. La luz se mece, blanda y morosa, como para ver apenas esas gotas y su pálido reflejo en el empedrado. Habrá visto tantas veces, mudo testigo, pasar por allí las vidas del barrio que ya sabe de sus historias, de esas que no se cuentan en las casas, solo se comparten allí, en la complicidad y el oído que se prestan los compadres en las noches y también donde se ajustan las cuentas, esas que se contraen sin saber, y a veces sin querer. Y hoy es esa noche. Espera paciente el encuentro, certero de saber que ahí llegarán, porque no hay deudas que no se paguen, ni cuentas que no se cobren. Y ellos no renuncian a la cita. Siempre supieron que la cosa tenía un fin y esta noche le pondrán el sello. Desde el zaguán que lo vió crecer, se asoma el patio con la hi171
guera y el rosal, el alero con sus baldosas rojas enceradas. Y en la puerta, cuando entrevé en las sombras la figura, Juan se prepara. Espera hace tiempo esta noche, desde que lo supo esperó, como demorando el destino, queriendo no saber. Y ahora también él quiere sentirla, ver su sonrisa conversando esos mates de la mañana en ese patio verde y soleado, paseando del brazo las tardes de domingo contándose la semana, esas noches de manos presurosas, bocas que se buscan, lecho que los espera. Y ahora va Juan al encuentro de Manuel, en esa esquina de barrio que los vio correr bajo el sol cuando el futuro estaba lejos, más hoy, precisamente esta noche, el futuro estaba allí, bajo esa luz amarillenta que también los vio llegar, quizás sabiendo que de todas formas volverían allí. Caminan lento, queriendo no llegar, solo empujados por el mandato de su ley. Esa que transgredieron y ahora, resueltos a pagar, se medirán en un diálogo de solos, de palabras mudas bajo el manto de la luz precaria. Cada uno dirá lo suyo, en cada amague y retirada, en cada lance y esquive. La garúa que los acompaña con sus destellos nubla aún más la imagen, sombras que bailan una danza ritual. Esa de los malevos y los buenos, quién es quién, con los ojos fieros y el corazón triste, ninguno quiere apurar el reto, pensando en ella que hoy los une en este duelo. La noche se detiene, el farol observa, la garúa no moja, los perros callan, las ventanas se cierran y el silencio escucha qué dicen ellos sin hablar. Los dos, quietos, se estudian, saben que no pueden fallar; en una mano la faca, en la otra el poncho enrollado y en la mirada se nota que están pagando el mandato del jurado que los quiso juzgar. Se mueven lento a la espera del otro, quieren decirse todo lo que no pudieron y no supieron, quieren perdonarse el amor que tuvieron que compartir, quieren decirle a ella que los espere, que van a regresar, todo eso quisieran decir, hasta que de pronto, ciegos de dolor, se confunden en un abrazo buscando el acero en sus entrañas la respuesta que la vida no les quiso dar. Yacen dos figuras dolientes bajo la tenue luz de la esquina, esa que los vio nacer, que los vio morir. 172
Se apaga la luz del bar, se enciende la luz del zaguán y María comienza a caminar, en busca de aquello que sabe no ha de encontrar. Sus pies lentos la llevan adonde no quiere ir, pasa sin mirar lo que no quiere ver, se hunde en esa calle oscura, la luz y el dolor a su espalda, la noche y el dolor al frente. Camina junto a dos almas en busca del destino, de esa muerte anunciada que las ha de esperar. La calle se empina antes de bajar hacia el barranco, donde llega sin premura, como esperando el momento de mirar hacia atrás, cuando la vida alegró su alma y estrujó su corazón, que apenas late antes de bajar. Quisiera volver mas no puede, sabía de este camino donde el río no mueve sus aguas, donde tres lentos círculos dibujan la figura que no pudieron evitar. Todo esto ocurrió esa noche, bajo la pálida luz del farol de la esquina.
Más al sur
S
erá que llueva, Rosendo? –Qué importa que llueva, apurá nomás, que de seguro cae Don Riquelme. –Puta, se me enredaron las riendas, carajo. –Así te van a coser como matambre si no montás. Ni se dieron vuelta apurando la noche cerrada sin luna en esos campos, allá en el sur, que supieron ser de los Urquía, después se los compró un tal Riquelme -el chileno que le decían- de tanto traer el ganado para las veranadas le había echado el ojo al campo, sabedor el hombre de las buenas pasturas. El alazán y el tordillo eran su orgullo, los dos de crina corta y cola recortada, parecían brillar en la noche oscura. Al alazán moro, Rosendo le puso Estrella porque era moro estrellado con las pintas blancas como estrellas; al tordillo dorado con las crines rojizas Ramón lo llamó Soleado, porque parecía un sol al galope. –Salgamos de la huella y cortemos p’al monte– gritó Rosendo en173
tre el golpear de los cascos en la tierra seca, y al galope y sin aflojar doblaron el recodo del ombú y ahora entre los pastizales buscan rumbear donde tantas veces se guarecieron. Pero esta noche era distinto, la cosa se puso fea allá en el almacén cuando ya entre copas Ramón dijo que el Soleado era mejor monta que el más pintado de todos los que estamos acá. –Pará carajo que estamos entre amigos– iba a decirle Rosendo cuando se viene el Julián, que tenía un tobiano azulejo más lindo que un paisaje del sur, y lo encara al Ramón, listo para cobrarle la ofensa. Porque si de algo estaban orgullosos los capataces de esos campos, era de sus caballos, su mejor pertenencia y alarde, compañero sabedor de sus amores y desventuras tanto como las noches de trago alegre y pendenciero después, como aquella noche en el almacén de los Riquelme, donde compraban los vicios con los vales que le pagaban mensual y los pocos pesos para que se los gasten en vino, ginebra y sus caballos. Ramón se ladea y lo deja seco en un lance a fondo, los peones sujetan a Julián antes que caiga con las piernas temblando de alcohol, cuando Rosendo facón en mano se le planta al Mauro que viene a salvar el honor, y lo deja mudo, con los ojos turbios buscando la luz antes de caer lento, como esperando a su pingo para que en su sueño lo lleve a casa. Los peones quietos que no se atreven, saben que no es de ellos la cosa; el cantinero, conocedor de afrentas; los finados pagando por su hombría, la luz esquiva del farol que todo lo ensombrece, los perros bajo el alero, los caballos al palenque, la historia de una y mil veces de los hombres solos que se vinieron p’al sur, que sembraron los campos, que parieron todas las reses, que aguacharon los potros, que cortaron la leña, que capearon las nieves, que los acompaña un perro y se olvidaron del amor y sin embargo lo extrañan, que cayeron donde los Riquelme y tantos otros que nada saben de ellos, de esos hombres que cobran vida en los arreos y cobran muerte en las noches de almacén. –Se está poniendo rosado allá arriba, p’al este. –...y ... 174
–No te acordás del abuelo “rosa di matina tormenta s’avicina”, pobre viejo pensar que se vinieron de la Sicilia, de Trápani en realidad, con la abuela. –Y el viejo...era pibe cuando llegaron. –Allá, hasta raíces comían...puta con la guerra. –La guerra nunca termina. –¿Y ahora? –Ahora despacio al tranco, los caballos descansaron y comieron, no como nosotros que puro tomamos y nos jugamos el pellejo y ahora estamos más cansados que la cresta... –Sabés Ramón, a veces pienso que nosotros no tenemos más que al Soleado y el Estrella... –Entonces antes que llueva nos vamos p’al rancho de don Catriel, buena gente, esos que viven más al sur
El muerto
L
ágrimas no, pero sí las flores, como ese hermoso clavel que Felicita intentara dejar sobre el ataúd; tan etéreo y delicado que no osó posarse, decidió flotar, leve, como buscando a quién pertenecer, porque el muerto...el muerto allí no estaba. Con clara sonrisa ese señor que lo tomó parecía distinto de todos los demás, grave negro absoluto sus manos lo sostenían de manera tal que parecía se enamoraban para siempre. Ese clavel seguro de no marchitar le regalaba toda la vida que quisiera, lo invitaba a recorrer descalzos el hermoso prado rojo encendido en eterno viaje. Ya lejos se oían los rezos cuando él y Felicita buscando su clavel se confunden en un vuelo celeste mas alto cada vez y cuanto mas alto, mas ceremonioso buscaba el ataúd acomodarse allá abajo, definitivo. Hasta que nadie quedó en el parque, solo ellos allá arriba y ebrios de luz acunados por las estrellas volvieron lentamente al frío infinito del lugar. Buscó en vano a ella y su clavel...en qué vuelta se quedaron, o 175
acaso van en búsqueda de un nuevo amanecer...? Solo, entre piedras grises planas con sus números exactos busca la suya, aquella que lo vio nacer y ahora decidido a morir la encuentra. Mas, azar olvido gracia, allí no hay fecha y loco de alegría sin fecha de muerte corre en busca de ella y su clavel...vano intento. El sol ya ocupa todos los espacios y él, que solo puede habitar los enigmas de las sombras busca refugio allá donde el bosque es impenetrable, donde sus troncos dibujan tortuosos caminos en penumbra, noble amigo de las almas solas devastadas por las penas que como bravos guerreros se resistieron a morir tan grande fue su amor. Cuando las luces del ocaso viajan hacia nuevos horizontes el bosque se confunde con la sagrada noche que cae gruesa sólida y él, en tensa espera de este momento, debe salir a buscar su alma que atrapada para siempre custodia Felicita sin saber que él, muerto de amor pero muerto al fin no halla paz ni morada y solo, muy solo a la búsqueda de su único clavel entre tanta flor...deambula errante entre lápidas y fechas ajenas.
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María Susana Padilla
Nació el 25 de marzo de 1966 en la ciudad de San Miguel de Tucumán. En el año 1988 por razones personales se traslada a la cuidad de Mar del Plata donde reside hasta la actualidad. Su vida profesional se divide entre la docencia en el área de matemática y la investigación en física alcanzando el título de Dra. en el año 2008. A partir de entonces decide volver a uno de sus placeres postergados, la escritura. En el año 2010 ingresa al taller literario a cargo de la escritora Marcela Predieri y da sus primeros pasos publicando un relato en la Antología de los Talleres. Sin un género que la caracterice, María ha ensayado la poesía, el relato y el cuento en forma indistinta. Contacto: mpadilla18@ hotmail.com 177
Escritos entre sábanas
M
e gustan las historias que se escriben bajo las sábanas. Húmedas, pasionales y temblorosas se escabullen entre sedas y reaparecen como una prenda cautiva. Entonces sonrió sin saber exactamente por qué. Cada palabra se bucea y balbucea, intentando llegar a un acuerdo tácito sobre su permisividad. De hecho el exceso o el uso inapropiado de alguna de ellas, hace de la crónica un precipitado final inconcluso, cuando no, una biografía de mal gusto. El lápiz y el papel se miran, seducen y esquivan como quienes danzan con inusitada gracia una zamba carpera. Retroceden. Inventan un café. De nuevo las palabras son perfectamente cuidadas y el humo se filtra estratégicamente para tapar el miedo y traslucir el deseo, que inicia el acto. El sudor humedece el papel. El lápiz se arremolina sobre la página bajo un conjuro de promesas que presionan firmemente la hoja tallando su escritura y sin respetar los márgenes. De tanto en tanto, el papel se resiste a su personaje inmóvil y frena el ritmo de la avasalladora madera. El erecto se detiene, y relee entre líneas a su amante. Cómplices una vez más se enredan el uno contra el otro en un intento desesperado, casi agónico por alcanzar el final. Entonces el punto, será la última presencia del lápiz sobre la historia. A pesar de mi oficio de escritor a menudo escapo a la seducción de no respetar las normas, me niego al final anunciado en un signo, o a la muerte de una historia en el punto. Más bien tomo el lápiz, escribo una historia, la penetro, la disfruto, la amo con dos palabras y las destruyo en una línea. La retomo, nuevamente la quiero, ella se esconde en el lienzo suave que la contiene, la atrapo, la retengo un segundo, luego la suelto, ella es siempre la que decide qué hacer conmigo. En el peor de los casos, retomo mi lápiz y comienzo otra historia entre las sábanas.
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La santísima entrega
N
o fue casualidad este encuentro, de eso estoy seguro. Ya tenía en mi cabeza su recuerdo. Mirá que hace como treinta años que no la nombro. Pero no sé, será ese puto inconsciente que me traicionó e hizo que justo la viera, porque seguramente me la debo haber cruzado en otro momento, pero no la vi. Y no la vi, porque no pude. Pero la encontré, y el pasado emanaba a borbotones con fotos, fechas y un nudo entripado en mi estómago hacía imposible mantener una postura digna, que no fuera fingida. Ahí frente a mí, con esa sonrisita disimulada mordiéndose los labios, como si yo no pudiera reconocerla bajo esa piel ahora arrugada, áspera pero cuyo veneno circula intacto por sus venas. Por un momento pensé: “ya hasta sus ojos embolsados la delatan como serpiente”. Pero seguramente mirarla como si se tratara de una fiera era sólo una forma de desmitificar su personalidad diabólica. Ella en sí mismo encarnaba el mal, todos los males. Los horrores de la humillación sin castigo, la impotencia que te grita de adentro pero no se deja escuchar porque sabe que nadie te va a escuchar. Y las tripas se te retuercen de impotencia y te mordés los labios porque no podés gritar toda la mierda que hay adentro que con tanta presión estalla en un par de lágrimas de bronca, que ni alivian ni te dan consuelo. Encontrarla acá, qué ironía, en el mejor de mis refugios. En la cima de este cerro donde la conciencia de mi pequeñez me devuelve esa cálida sensación de cobijo. Como si todo este cielo fuera mío y yo pudiese volar, sin alas pero volar, sumergido en un silencio azul profundo hasta inmaterializarme y fundirme en un Dios que abraza y eleva aún más. Justo acá donde cada recuerdo parece ser la suma de todas mis felicidades, mi primer beso, las escapadas a los yuyos y los fogones con la luna mezclada entre nosotros, como si también ella cantara esa zamba y se fumara un pucho en mi nombre. 179
La puta, acá la tengo que ver como anciana inmaculada. Semejante arpía, si no fuera por mi inocencia y la de cientos de chicos como yo, vos estarías presa. ¡Maldita! Maldita hija de puta por qué no te mataste como lo hizo el otro, por lo menos imaginar que lo atormentó la culpa me da cierto consuelo. Pero vos no tenés ni eso. Seguramente debes guardar ese repasador inmundo con el que nos limpiabas las piernas y la cara antes de tener una visita privada con el padre Carlos y cuando salíamos de la habitación te asegurabas de nuevo que estuviéramos prolijos, sin lágrimas y sin pecados. Antes: “escúchame nene, sabes que sos un chico especial, por eso Dios te quiere tanto”. Después, una palmadita en la espalda y andá a jugar a la pelota.
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Eduardo Santamaría
edu_st28@hotmail.com
Paseo Nocturno
E
s una noche negra. Pero el frío hace que ninguno de los que camina por esta vereda se percate de ello. Me gusta pasear por las calles de noche; la ciudad es una bestia calmada, dócil que deja acariciar su pelaje sin que se erice y busque desesperadamente hacerte pedazos, como ocurre durante el día. Más aún me gustan las noches de intenso frío, ésas en las que se observa la ciudad desde dos ojos apenas sobresalientes del abrigo; la bestia está más adormecida aún. Sin embargo, esta noche la bestia no está tan calmada, no puede; ha sido un autentico día de furia. El colapso político y social la ha pinchado hondo. La historia es conocida: los problemas nacen en 181
el norte del mundo y rebotan por todo el globo como pelotas, hasta que llegan a nuestro suelo pantanoso del cual ya nunca se van; nosotros acá, solo podemos mirar cómo quedan atrapadas. Por eso las veo reflejarse en las pupilas marrones que me cruzan por esta avenida sin percibirme, fijas en algo que parece estar por debajo del nivel del suelo. Mis pupilas también reflejan esa pelota, en las pupilas de todo el país se reflejan. Mientras camino, pienso. Pienso en cómo voy a hacer, sin empleo y con dos bocas que alimentar, una mensualidad a la cual hacer frente. Ando por las calles, ya es la vuelta del paseo pero sigo en busca de respuestas; transito las que rodean el centro, camino por la Juramento desde la avenida Independencia hasta la avenida Libertad, con la secreta ilusión de acercarlas y hacerlas más estrechas. Me detengo en la esquina, en la intersección de Juramento con una avenida. El semáforo está en rojo, la poca cantidad de autos que pasa me permitiría cruzar, pero no tengo apuro y aguardo. A la par mío, una combi blanca también espera –o más bien desespera- el cambio del semáforo. Es larga, con el lateral vidriado y cortinas azules que no dejan ver el interior. Regula sobre el cruce peatonal con parte de la carrocería abordando ya la esquina, por lo que sospecho que cuando el semáforo cambie, tendré que dejarla doblar hecha una furia, antes de poder cruzar yo. Pero cuando tenemos el paso, no lo hace. Parece extraño, tan apresurada que la había imaginado. Está ahí parada, con el semáforo en verde. Decido cruzar, sin dejar de mirarla, no sea cosa que arranque arrebatada y me empuje hacia donde no quiero ir. Estaré a unas veinte cuadras de casa. Paso por una iglesia evangelista, hay gente dentro y fuera de ella, mucha para esta hora. Recuerdo las iglesias católicas, donde pocas veces veo personas fuera de los horarios de misa, excepto la gente de la calle, que se cubre del cielo con su estructura y no la utiliza para conectarse con él. Continúo mi camino, veo pasar a la combi, muy rápido; está apurada, en eso no me equivoqué. Pasan colectivos, algunos pocos autos particulares; no me sorprende no ver taxis, no hay plata para tomarlos ni para que éstos derrochen nafta girando en busca de clientes. Hay quien pueda sentir soledad caminando sólo por las calles, 182
de noche, con frio y sin rumbo preciso. Pero siempre hay algún perro callejero que se siente igual y le hace a uno compañía. Esta noche es uno rubio, pelaje corto y brillante, me hace acordar a la bestia con la cual trazaba el paralelo con la ciudad, unas cuadras atrás. Es increíble que sea de la calle, parece cuidado por una mano humana. De hecho, busco con la vista entre las arrugas del cogote la existencia de algún collar, pero no lo hay. El ‘rubio’ y yo somos testigos de cómo, por la mano de enfrente, la combi pasa aún más rápido que antes pero en sentido contrario. Sin darme cuenta apuro el ritmo, lo noto recién cuando el rubio también lo hace, para seguirme el paso. Miro al rubio, imagino cómo habrá llegado a la calle cuando podría estar en cualquier casa, mascota de tantas familias. Tal vez él mismo haya elegido la calle, ser libre para poder acompañar a algún amigo ocasional, jugar con cualquier perra, defender su territorio o visitar la costa. Aunque lo pague con frío, escasez de comida y maltratos. Nuevamente la combi me saca de mis pensamientos. Pasa junto a mí, en la misma dirección que la primera vez, igual de rápido. Unos metros delante de mí frena bruscamente. Me detengo, el rubio me mira. Dos hombres bajan corriendo y entran en un local que no tiene una iluminación que la destaque ni ninguna característica especial. Salen de inmediato con paquetes. Uno cae al suelo, contundente. No se percatan, o no les importa, o no tienen tiempo para detenerse a buscarlo. Seguro ha sido un robo. Siento algo de temor; sólo espero que no giren en ‘U’ y vengan hacia mí, tal vez ellos también se hayan percatado de mi presencia y eso difícilmente sea bueno. Por suerte no lo hacen. Siguen camino y varias cuadras después doblan, se pierden de mi vista. Apuro el paso. El entorno se ha vuelto hostil, hasta el perro siento que puede atacarme. Seguramente percibe mi cambio de actitud, porque comienza a oler algo en la pared, ya ajeno a mí. Lo dejo un poco atrás; cuando me doy vuelta, el rubio se está alejando. Nuevamente, él ha actuado como reflejo de mis acciones. Primero observaré el panorama y decidiré si llamo a la policía. Al acercarme, reconozco el bulto en el suelo. Es una bolsa de plástico duro, con manijas también de plástico, como las de zapatos; sea lo que sea que haya dentro, esta bolsa parece quedarle chica. 183
El local es angosto, los vidrios tapados desde el lado interno por afiches blancos, la puerta no parece estar forzada. Alzo la bolsa. Dentro, el bulto está envuelto en papel madera. Lo rasgo un poco para ver su contenido. No estoy preparado para ver lo que veo. El contundente bulto está formado por un fangote de billetes, que emanan un resplandor violeta en la oscuridad. Perplejo, calculo unos mil billetes. No quiero hacer cuentas pero 1000 x 100 son… No, no tiene sentido hacer cuentas. Tampoco meter la mano, llamar la atención, no sé de quién, pero siempre hay alguien observando. Cierro la bolsa, me siento duro, hace mucho que estoy parado, tengo que seguir. ¿Cuánto es mil por cien? No hago la cuenta, pero sé cuánto es sin pensar en el número. Sé también que significa mi vida resuelta. Resuelta no, me desdigo, pero… ¡a ver qué pasa con esta cantidad de billetes! Lo próximo es irme YA. Debería correr, aunque así voy a llamar la atención, tal vez de algún patrullero… No, mejor caminar despacio. Estoy pensando rápido, contradiciéndome solo, camino como si me hubiesen pegado un martillazo en una rodilla…. Quiero llegar a mi casa. ¿Cuánto falta? ¿Ocho, diez cuadras? No lo sé, no puedo pensar bien, sólo quiero llegar a casa. Un taxi es lo que necesito ¿Dónde hay un taxi? No hay nadie en las calles y eso dejó de ser romántico, aunque no distingo si es peligroso o si acaso es lo más conveniente. Llego a una esquina, hago memoria a la vez que busco con la vista donde hay una parada de taxis. Alguien aparece en la bocacalle. Me altero, como reflejo mi cuerpo realiza un movimiento brusco. Es una chica, se asusta, mira hacia abajo y se aleja lo más aprisa que puede. Suspiro y sigo caminando. Llevo la bolsa cerrada, aferrada bajo la axila. Desearía no haberla encontrado nunca, pero luego recuerdo que son sólo unas cuadras más hasta mi casa, tal vez halle un taxi y se acabe la agonía. Alguien camina delante de mí a unos cincuenta metros, en la misma dirección y sentido que yo ¿Cómo es que no lo vi antes? Se lo ve sucio y tiene una bandera nacional atada al cuello como si fuera una capa. Camina zigzagueante, está borracho. Ya lo estoy alcanzando, cuando frena y da media vuelta. No llega a ponerse frente a mí, se detiene frente a una vidriera y comienza a masturbarse. Decido cruzar; mi casa queda de este lado de Juramento, pero no tiene caso pasar al lado de este tipo, no 184
me siento en estado de resistir que pose su mirada en mí. Llego al otro lado de la avenida. Necesito calmarme. Me siento en la parada de colectivos en busca de aire. De a poco lo encuentro, empiezo a relajarme, en unos instantes estaré en condiciones de seguir. Estoy apenas a tres cuadras de mi casa. Dejo caer la cabeza hacia atrás y cierro los ojos. Escucho el viento, mi mente encuentra un remanso, siento viejas sensaciones, momentos mejores ya partes del pasado, me vuelven ecos de risas que se hacen cada vez más lejanas, que parecían olvidadas, que se mezclan con el ladrido de algún perro, algún auto, un motor que se acerca… la realidad vuelve a mí súbitamente y abro los ojos. Es la combi que frena desde su enorme velocidad a cero exactamente frente a mí. Me tiro al suelo y quedo de espaldas, en cuclillas, contra la pared de la garita. Viene por mí. Tal vez así, de espaldas, no me vean. Ruego que no lo hagan. Cierro los ojos, no sé para qué. Nada. Juraría que el tiempo se ha detenido si no fuese que el motor regulando me dice lo contrario. Motor a altas revoluciones, evidentemente es la primera; ahí va la segunda, el motor suena lejos. Yo sigo en cuclillas. Me animo a levantar un poco la cabeza, luego el torso… lentamente me incorporo y me doy vuelta: la combi no está. Me largo a correr. Corro una, dos cuadras, cruzo otra vez Juramento. Llego a la calle de mi casa, media cuadra antes está el estacionamiento. Afuera, el sereno, con quien suelo charlar. No quiero cruzarlo, ni saludar, ni nada. Dejo de correr para seguir caminando, no quiero levantar sospechas, ni que se alarme. Hasta un ‘adiós’, sin más, me parece una tarea imposible. Llego a donde está sentado, es evidente que está deseoso de charlar. –Che ¡qué cara que tenés! ¿todo en orden? –Sí, todo bien- esa respuesta automática –Vení, sentáte a charlar un rato que la noche no se pasa más- no podría estar más de acuerdo, para mí es eterna –No puedo… -no llego a terminar la frase –¿Alguna novedad de tu laburo? ¿Te van a pagar lo que te deben? –No tengo idea…- irritados, mis pies quieren seguir sus pasos, pero mi boca intenta terminar con la serie de comentarios, que no llegan a ser charla, de la forma más común posible -¡Cómo nos han cagado estos hijos de puta eh! –Así es… tengo que irme, hasta luego. Llego al portón de entrada. Llave y cerradura, entre adrenalina 185
y ansiedad cuesta como nunca. Entro, camino hasta mi casa, la del fondo, llave, cuesta aún más, abro, entro a mi casa. Dejo el paquete en el piso, me siento a su lado y cierro los ojos. Si antes el tiempo se había detenido, ahora pasan miles de años mientras mantengo cerrados los ojos. Me incorporo, tomo un vaso, lo lleno con agua de la canilla, la bebo de un sorbo. Agarro la bolsa, la pongo sobre la mesa. 1000 x 100. Abro la bolsa, tomo el paquete, siento los billetes. Saco el paquete. Observo los billetes. Los quedo viendo. Sonrío. Comienzo a reírme hasta entrar en un incontenible ataque de risa que me hace doler el estómago. Me dejo caer al suelo, la risa se va transformando en leve llanto y al fin en llanto pelado. De a poco, consigo calmarme. Me levanto y tomo un billete, unos de esos billetes violetas con el número 100 y miro fijo a los ojos de la figura que sobre el papel me devuelve la mirada como si preguntase: ‘¿qué esperabas?’; veo fijo a la cara de nuestro ‘querido’ presidente y leo, donde debiera decir: ‘Banco de la República’ la leyenda ‘Otra traición a la República’. Sonrío. Mañana la bestia amanecerá vistiendo estos billetes de protesta, hechos por gente cansada de no tener billetes de verdad, de soñar con encontrárselos tirados en la calle. Tomo las llaves y salgo. No voy a caminar, ya anduve suficiente por hoy. Voy a charlar con el sereno, después de todo, este país da tanto de qué hablar…
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Lidia Kabalin
Estoy atrasada con las máquinas del tiempo… No tengo correo electrónico
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Hombre desocupado
N
o voy a hablar del hombre al cual le erigieron un monumento o se lo homenajeó en su día. Voy a hablar del hombre de hoy, aquel que perdió su trabajo. Que se cansó de golpear puertas y de hablar ante oídos sordos. Ése al cual miramos con desconfianza cuando extiende la mano pidiendo una moneda. Livianamente a veces murmuramos: Pero este negro de m…, borracho, ladrón, por qué no se busca un trabajo en vez de pedir. No pensamos que si hubo alguno, ya se agotó y que son muchos en su misma condición. Pienso cómo se sentirá cuando regresa a su casa y debe enfrentar las miradas esperanzadas de sus pequeños, sentados frente al plato vacío donde no humea ni siquiera un poco de caldo. Y volverá mañana, a salir nuevamente con la esperanza de encontrar algo o tal vez se una a gritar su desaliento junto a las marchas cotidianas o imite al joven que observo desde mi ventana en la esquina de mi casa desde hace unos días. Es pálido y delgado. Lleva un sobretodo que casi le llega al piso dejando ver sus zapatos en ayunas (como decimos en mi pueblo de Córdoba, cuando no llevan medias y son varios números mayores a sus pies), hace gestos chaplinescos para atraer la atención, en su mano sostiene una latita, de tanto en tanto una moneda cae, como aplauso a su actuación, ¿De dónde habrá salido este personaje?, me pregunto. ¿Será un desocupado más? Quizás del pescado o del tejido, grandes industrias que brillaron en nuestro medio en no tan lejano tiempo. Así como se fueron acallando poco a poco el ir y venir de las máquinas, las bobinas llenas de lanas de colores, se fueron opacando y las cubrió un manto de silencio y oscuridad. Toda esta manufactura la tapó la industria extranjera. Cosa igual ocurrió en las pesqueras, se dejó de oír el paso frenético de las botas en el piso humedecido del andar de los fileteros… Seguramente, al igual que al hombre que describo al principio, intentó en diversas actividades, y recaló en esta esquina y sin proponérselo demasiado, logró encajar en la atención del renovado 188
público. Desapareció unos días, sin duda estuvo en otra esquina en busca de otros espectadores. Ese mediodía gris, al mirar la calle, lo vi nuevamente. Nada había cambiado en él. Seguía con su amplio sobretodo y sus zapatos en ayunas. Volvió a acaparar la atención con sus gestos. Se sorprendió cuando el niño que envié puso un par de medias en su tarrito, la tomó y a manera de guantes vistió sus manos. Siguió su rutina sin perder la sonrisa. Lo esperé al día siguiente, pero ante mi sorpresa sus viejos zapatos seguían en ayunas. Indudablemente el frío no estaba en sus pies, sino en su alma.
Antonito
L
o tengo en mi memoria al Antonito, casi a diario en carrera por el medio de la calle sin hacer sentir su pesada ligereza como a saltitos al igual que los pájaros. Sosteniendo su escuálida figura el sobretodo raído al que el sol había robado el color, los pantalones llegando apenas al desnudo tobillo. Nadie se explicaba qué prisa lo llevaba, siempre ligero, casi volando, mirando un punto fijo hacia delante en la calle ardiente, invadido por el sudor que se perdía a gotones en su cuerpo. No faltó quien le colgara un pito al cuello, a la vez que socarronamente le indicaba que lo hiciera sonar en las esquinas (eran tiempos de escaso tránsito). Cuando algún desprevenido caminante preguntaba la hora, enseguida alguien respondía, serán las 10 y 30, ahí viene Antonito. En esta esquina sin fallar a esa zona está. Él seguramente ignoraba que alguien cronometrara sus pasadas. Era de suponer que alguna enfermedad era la causal de su ligero andar. Sólo una meta fija en su inconsciencia lo hacía feliz, en la premura por llegar a ninguna parte. Sólo las mañanas fueron testigos de su andar apenas rozando sus pies en la calle ardiente. Los memoriosos del lugar dicen que solía vender escobas que armaba con Jarilla (planta medicinal) para barrer los patios de ladrillo, otros lo ubican como jardinero. Así se nos fue un día en silencio, tal vez sus pies se alaron y voló al infinito. 189
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Índice de autores Ana Cristina Pocorena...............................................................67 Ana María Labandal...................................................................31 Ana María Rodríguez Arbizu.......................................................7 Andrew Macsad.........................................................................13 Carlos Morteo..........................................................................103 Eduardo Santamaría.................................................................181 Elena Nuñez.............................................................................145 Enriqueta Noemí Borrello.........................................................89 Felipe Issa.................................................................................169 Giselda Benedetto....................................................................153 Gonzalo Colantonio.................................................................157 Graciela N. Barbero.................................................................139 Gustavo Olaiz............................................................................41 Juan Marcelo González..............................................................79 Juan Miguel Idiazabal..................................................................73 Lidia Castro Hernando..............................................................61 Lidia Kabalin..............................................................................187 Lilian Orlandi............................................................................111 Marcela Predieri........................................................................53 Marcelo Parra............................................................................25 María Fabiana Copes................................................................119 María Susana Padilla..................................................................177 Martha Conti.............................................................................95 Maximiliano Costa Martínez.....................................................125 Oscar R. Ruiz.............................................................................19 Santos Smith Estrada................................................................163 Silvia B. Politano........................................................................47 Susana Enrique.........................................................................133
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Índice de contenido Prólogo................................................................................... 5 La carne es débil, dicen.......................................................... 8 La voz de él............................................................................ 9 Avisos clasificados.................................................................. 10 Historia de pescadores.......................................................... 11 Un viaje en colectivo............................................................. 14 Balada para Astor.................................................................. 20 Alas de Tango........................................................................ 22 Domingo................................................................................ 24 Detrás del vidrio.................................................................... 26 Alternativas mínimas.............................................................. 28 Otra miseria.......................................................................... 32 Como aquella vez.................................................................. 33 Instrumentos de uso.............................................................. 36 Lulú........................................................................................ 40 Fernando y el muñeco........................................................... 42 Manto de neblina................................................................... 48 La hora del torero................................................................. 51 Casta de Hembras ................................................................ 54 La selva libre ................................................................................ 56 Todo es cuestión de cuidarse................................................ 57 Ora pronobis......................................................................... 58 Los unos y los otros............................................................... 62 Tácitos................................................................................... 64 Lastima bandoneón............................................................... 65 Códigos................................................................................. 65 Secretos................................................................................. 66 Media culpa........................................................................... 68 Las primeras palabras............................................................ 69 Cuerpos sudados................................................................... 74 193
Ducha fría...............................................................................76 Alberto y el diablo..................................................................80 Despertar...............................................................................85 De izquierda a derecha..........................................................87 Juana en la hoguera.................................................................90 Juana de los espíritus..............................................................91 Celular....................................................................................93 Azul 23...................................................................................94 Agua y silencio........................................................................94 ¿A mí también me estará mirando? ........................................96 La Feliz ..................................................................................98 El laberinto ...........................................................................100 La batahola de los corchos....................................................104 El circo de nadie....................................................................110 Asaltos y conquistas...............................................................110 Amados encuentros...............................................................112 Carlitos..................................................................................113 Para Siempre Domingo 1......................................................114 Una historia de todos los días ...............................................115 Deseo cumplido....................................................................116 El juego .................................................................................117 La soga...................................................................................117 La visita ....................................................................................... 118 Andrea Foster........................................................................120 El día que el hombre invadió la tierra ...................................126 Jugarse...................................................................................131 Entre escombros...................................................................134 Polvos mágicos .....................................................................135 Historias de bar.....................................................................140 En la celda .............................................................................146 Fragmento de una sobre mesa..............................................154 Seis M....................................................................................156 Leslie.....................................................................................158 194
El derrumbe.......................................................................... 159 El ataque................................................................................ 161 Crónica andina....................................................................... 164 Papel...................................................................................... 167 Cumpleaños feliz................................................................... 167 El puente............................................................................... 170 El farol de la esquina.............................................................. 171 Más al sur............................................................................... 173 Escritos entre sábanas........................................................... 178 La santísima entrega.............................................................. 179 Paseo Nocturno.................................................................... 182 Hombre desocupado............................................................. 188 Antonito................................................................................ 189
195
9 789875 435834