TROYA ESTÁ AFUERA Y EL SOL ESTÁ ADENTRO

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TROYA ESTÁ AFUERA Y EL SOL ESTÁ ADENTRO


Aramendi, Monica Troya está afuera y el sol está adentro / Monica Aramendi. 1a ed . - Miramar : Editorial M.B., 2018. 100 p. ; 21 x 14 cm. ISBN 978-987-42-9771-6 1. Antología de Cuentos. I. Título. CDD A863

Copyright. Derecho de Autor. Todos los derechos reservados. Está prohibido reproducir total o parcialmente, de cualquier forma o con cualquier medio electrónico, incluso con el sistema de fotocopiado sin el permiso del autor. Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 de Propiedad Intelectual. Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización del autor. Diseño de portada: Daniel Boh Maqueta de edición: Mariana Boh

editorialmb@gmail.com Se terminó de imprimir en Editorial M.B., Miramar, en el mes de septiembre de 2018.


Mónica Aramendi

TROYA ESTÁ AFUERA Y EL SOL ESTÁ ADENTRO


“Es como en las grandes historias, Señor Frodo, las que realmente importan, llenas de oscuridad y de constantes peligros. Ésas de las que no quieres saber el final… Porque ¿cómo van a acabar bien? ¿Cómo volverá el mundo a ser lo que era después de tanta maldad como ha sufrido? Pero al final, todo es pasajero. Como esta sombra, incluso la oscuridad se acaba, para dar paso a un nuevo día. Y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún.”

J. R. R. Tolkien.



DEDICATORIA A mis padres y Granny. A mis amadas mascotas A mi amigo Alberto que está detrás de la Puerta de la Eternidad. A Mariana Boh . . A cada una de mis QQ . . HH . . A Dios, siempre.

AGRADECIMIENTOS A Nora Burllaire, Maby Rogríguez Korol, Daniel Boh, Tomás Ponce de León, Wally Kairus, Liliana Quevedo y a mi hermano del alma Ignacio Matías Muslera (Nacho)



PRÓLOGO “Jamás existió otro comienzo que este de ahora, ni más juventud ni vejez que la de hoy; y jamás existirá otra perfección que la de ahora ni otro paraíso ni otro infierno que este de hoy.” Walt Whitman Hojas de hierba

¿Qué es el tiempo? ¿Acaso, existe fuera del individuo humano? ¿Es realmente posible mensurarlo? O sólo acontece un eterno presente que fenece en el mismo momento en que se actualiza, inasible, inabarcable. Un presente que se vuelve una paradoja de sí mismo por cuanto se convierte en algo ido al mismo segundo de nombrarlo. El tiempo, la búsqueda del tiempo, del lugar-no lugar, la luz y su inseparable compañera oscuridad y las díadas que signan el mundo humano y que nos posibilitan comprender y objetivarlo sobrevuelan las páginas de este viaje vital de Mónica Aramendi en este Troya está afuera y el sol está adentro . Sus cuentos nos invitan a navegar en las sinuosas aguas del fondo de la conciencia humana. Emprender la lectura es sumergirse en los diferentes estadios de la búsqueda existencial del individuo. 9


Búsqueda signada por el desconocimiento, por la mudanza, por el cambio de forma, por sendas que aparecen y desaparecen. Búsqueda impulsada por la voluntad de una consciencia que no cesa de batallar, que no se detiene y que trabaja laboriosamente su propio e intimo jardín interior, procurando los mejores frutos. El camino del autoconocimiento, su labor es tan antigua como la misma existencia humana, ese anhelo por contemplar esa chispa vital que da sentido al devenir, que convierte todos los presentes en perpetua eternidad. La referencia más antigua relacionada con esta búsqueda, -que es sin duda el camino que emprende la autora-, la encontramos en la sentencia escrita en el pronaos del templo de Delfos, que según testimonios antiguos, procede de un conjunto de sentencias que los Siete Sabios1 ofrecieron en el siglo VI a.C. y reza “conócete a ti mismo.” Se consideraba que el individuo debía asumir el compromiso de hallar su propia sabiduría. Ese peregrinar, esa lucha por encontrar la senda invaden el libro. Por ejemplo en El grito nos dice: “ porque era uno junto a la luz que no muere”

1.- Los Siete Sabios eran Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Bías de Priene, Solón de Atenas, Creóbulo de Lindos, Misón de Quene y Quilón de Esparta. Ellos vivieron en el período 650-550 a.C. y fueron reconocidos por su sabiduría práctica, expresada en aforismos y sentencias breves y cargadas de sentido orientador para los hombres.

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y allí la idea de eternidad, de infinitud, en tanto que en La vieja casona es la mudanza, -en un sentido profundoaquello que cambia para adquirir su verdadera forma, y el reconocimiento del ser que se ha desvanecido en el camino que transitamos. Espejos que poseen realidades propias, como portales a otros mundos, a otras dimensiones, a otros estados de consciencia y un lugar que se reitera, el centro del alma humana, que hace posible que todas las otras realidades devengan a la existencia. Y el cuestionamiento por el tiempo que se reitera en Parálisis, Sin tiempo y se describe magistralmente en Un cuento largo: “Parada en medio de la sala siempre antigua, para no quebrar la oquedad del tiempo, comienzo a leer en voz alta, de una hoja en blanco, un cuento largo. Un cuento que nunca se acabe para que el reloj siga detenido, para que sea noche y día congregados y para que el fin del tiempo sea esa simple eternidad.” Aramendi, que en esta ocasión nos regala cuentos de una profundidad que anidan en el alma del lector, no puede dejar de ser la poeta que la habita y con sus ojos plagados de metáforas describe un mundo que se embellece al ser reconstruido bajo su escritura. Se atreve a ofrecernos sus propias versiones de obras de Poe en el caso de Re visión y de Cortazar en Tomados. Dice en las últimas oraciones del primero:

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“desde la muerte, desde el tiempo eterno donde ella duerme, volverá para no irse.” En tanto que en el segundo, resuelve una situación tensa con un hilarante recurso creativo que es un sello registrado de su trabajo. Creatividad desbordante encauzada bajo su magistral manejo de las palabras. Palabras que se transforman en ladrillos que construyen puentes. Puentes que acercan mundos posibles y crean dimensiones donde todo es verosímil, donde el único límite lo establece aquello que nos atrevamos a pensar. Puentes que nos allanan un viaje interior. Viaje interior que se convierte en eterno y que mientras más “caminamos” en la búsqueda de aquello que nos moviliza, más nos aliviana y permite que nuestro espíritu despliegue sus alas. Aprender a desaprender, ver más allá de los sentidos, atreverse a adentrarse en la contemplación de las formas que nos habitan, de las luces y las sombras, y asumir que el todo se compone de las pequeñas partes que le dan sentido. Y la última estación del viaje Troya está afuera y el sol está adentro, una senda que se traza a sí misma, cuadernos que se escriben y signan un viaje o un viaje que acontece y que se narra, en definitiva un mundo de posibilidades. Una invitación a soltar amarras y a enfrentar los múltiples temores que anidan en el escenario de nuestro mundo interior, temores gigantescos que muchas veces no existen más que en nuestra imaginación. 12


José Ortega y Gasset refería que el individuo humano es él y su circunstancia. Es decir, el ser va haciéndose, apareciéndose, fabricándose a sí mismo a lo largo del tiempo, siempre condicionado por la circunstancia, por el contexto en que se encuentra inmerso. El autoconocimiento implica comprender esa circunstancia a medida que se avanza en la comprensión individual. Otrora constructora de muros, levantados con sus mismas palabras, palabras que eran ladrillos. Ladrillos que marcaban distancias. Distancias que señalaban lejanías, esta autora, elige hoy, moldearse nuevamente -con el arduo trabajo que ello significa- y darse en estas páginas plagadas de esperanza, de búsqueda, de sentido vital, sabiendo que las batallas más difíciles son las que se libran hacia el interior de la consciencia, pero, escudándose en la infinita luz protectora del sol que alumbra la más oscura de la noches interiores. Sol que anida en nuestro corazón al otro lado del miedo.

Mariana Boh

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EL GRITO

El niño sordo no pudo escuchar la explosión. El

niño mudo no podría haber preguntado. Su mirada soltaba espuma. La espuma del mar que era su espejo. Al caer la tarde giró su cabeza. Vio la destrucción. No supo cuándo había sucedido. Vio a nadie. Sólo una centena de caracoles se alejaban del lugar. Atónito, los siguió. Sus pies descalzos pisaban la baba como camino de toda la incógnita. Siguió la estela de los últimos habitantes: asqueado, valiente y lleno de turbación. No existía paisaje posible, solamente un adelante de saliva. Horas y horas y horas de días caminando. Bucólico, los siguió hasta la línea posible del mundo. En el mismo límite del universo, en lo alto de la barranca galáctica, se detuvo. Los caracoles decidieron seguir el destino desesperanzador de los hombres arrojándose al vacío. Sintió el fin de los tiempos y al tiempo sin detenerse. 15


Comprendió la desesperación de los hombres por desaparecer antes que sufrir, antes que luchar. Los vio flotando entre galaxias, perdidos. Giró su cabeza y vio el estallido destructor de lo que fuera su hogar. Con la mirada replegada asistió al exterminio de la esperanza. Gritó. Su alarido inaudible retumbó en el caos de un universo que tiene la forma de la nada, el fondo del todo. Su grito mudo recorrió las estaciones y estribó los espacios desconocidos. Huérfano, sin remedio para los que se habían ido, regresó sobre sus pasos lentos, sobre la sombra de la baba hasta llegar, con los años, al lugar de su casa ancestral. Ya hombre, se sentó frente a la costa, igual que antes. Más sordo y más mudo que nunca. La saliva le supo a sal y sus ojos se hicieron de mar. No existían otros intersticios en el panorama de sus pensamientos. Un bermejo sol se acostaba en el horizonte. Se despedía lento. Acosado por la criticada desesperanza hurgó en sus adentros mendigando alguna respuesta para quebrantarla. Así, sin más, se lanzó al mar. Nadó. Nadó por años apurado por un sol que se atrevía a desaparecer. 16


Con el gris del cansancio pudo arribar, en el instante justo, al umbral. Un límite que comenzaba. Una brazada más y se incrustó en el fuego. Todo el ardor se le grabó en la mirada. Junto al astro, se hundió en el horizonte. Se hizo la noche total, la noche que no alcanzó a ver porque era uno junto a la luz que no muere. Con él, una mínima esperanza navega por el universo.

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LA VIEJA CASONA

Decidí visitar

la casa a la que me había mudado el día que cumplí cinco años. Estaba abandonada. Atravesé un jardín descuidado y, simplemente, abrí la puerta. Me vi obligada a retener el aliento frente a ese inmenso salón absolutamente vacío. Cada una de las estancias también estaban desnudas. Despojadas de cualquier toque humano, de todo olor. Sólo paredes de un color indefinido. Recorrí cada rincón bajo la luz mortecina de escasas bombitas de luz. Ya anochecía. Me sentí desolada, debo reconocer que quizás la ilusión había sido exagerada. No volví a sentir ni los olores, ni los colores, ni las palabras; nada de lo que mi memoria parecía atesorar. Me acomodé en una de las habitaciones para pasar la noche. Era como una pequeña y transitoria mudanza, una mudanza de un día. Desde el interior veía un inmenso espejo ubicado en el pasillo de distribución. Podía ver reflejadas las entradas a las demás habitacio18


nes. Eso me tranquilizó. Después de todo estaba sola en la casona. Recostada sobre la única cama y un viejo colchón, me arropé con dos frazadas que había llevado e intenté dormir. No pude. Las horas pasaban y el insomnio, que olía a soledad, permanecía conmigo. En un instante fugaz, vi deslizarse una figura por delante del espejo. El sobresalto fue tal que pegué un grito. Nadie respondió ni escuché otro ruido, supuse entonces que había sido una visión fruto de pensamientos confusos y del sueño que no llegaba. Intenté tranquilizarme. Sin embargo, minutos después, comenzaron a reflejarse viejas figuras que iban y venían, entrando y saliendo de los cuartos. Me levanté descompuesta del horror y me paré bajo el dintel de la puerta. Las figuras seguían yendo y viniendo a su antojo. Pero sólo en el espejo. No aparecían en otro lado. Miré, con el atrevimiento de la desesperación, cada una de las otras estancias. Nada. Nadie. Volví para esconderme en la mía y al pasar frente a aquel azogue macabro, con un esfuerzo sobrehumano y temiendo volver a ver esas viejas y grotescas figuras, lo desafié. Me detuve frente a él y un alarido conmovió mi íntegra existencia. Yo no me veía. El espejo no me reflejaba. Los otros existían en el cristal, no en la realidad. Yo no existía en el espejo. 19


Quise correr hacia la puerta de salida, pero no tuve el coraje suficiente. No podía saber qué había en el resto de la casa. Me acurruqué en posición fetal en un rincón del dormitorio y lloré. Lloré el resto de la noche mientras las figuras seguían paseándose en el reflejo. Ésta no podía haber sido mi casa. Hielo y pavor. Cerré los ojos y, con la lentitud de lo deseado, comenzó a amanecer. La habitación tenía una ventana, que en la noche no había notado. La abrí y, de pronto, apareció ante mí un enorme jardín. Allí estaban mis padres, mis tíos, mis hermanos y todos jugaban y todos hablaban y corrían. Sonreí. Sonreí con lágrimas de la noche que continuaban descendiendo por las mejillas. De pronto escuché la voz de mi madre diciendo: Carmencitaaa! Carmen, soy yo. Carmencita. Giré rápido para reunirme con ellos en el jardín. Unos pasos decididos y de nuevo la parálisis. Al salir de la habitación me enfrenté al espejo. En él, los veía reír y disfrutar. Allí estaban. Pero, yo no. Otra vez el espejo me negaba de la realidad. Un nuevo grito, esta vez desgarrador, atravesó mi garganta y el cristal se quebró en mil pedazos. Ellos también desaparecieron. Los testigos habían dicho que todo fue muy abrupto, que se escuchó un grito requiriendo a alguien de 20


nombre Carmencita, que una niña de unos cinco años salió corriendo de la casa y que el camión de mudanzas retrocedió sin verla, sin tiempo de frenar. Fatal.

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PARÁLISIS

La mujer se levantó muy temprano. Con una lenti-

tud y esmero imposibles ordenó la casa. Desempolvó los lugares más recónditos, lustró los muebles, puso flores en los floreros, sacudió las cortinas, aromatizó los ambientes, se bañó y se sentó en un sillón cerca del fuego que ardía potente. Aún faltaba mucho para el mediodía. Desde las paredes los relojes la vieron abrir sobre sus faldas un libro que tenía a mano. Lo abrió en la primera página. Comenzó a leer y no lo dejó sino hasta las nueve de la noche. Olvidó o quiso olvidar el almuerzo, el té de la tarde y alimentar el fuego que, lentamente, se había extinguido para ese momento. Quizás fuera el frío o un desliz en la lectura, pero a esa hora, intempestivamente, dejó de leer. Puso el tomo sobre la mesita que estaba a su lado y plegó el vértice de la hoja hasta donde había llegado. Había llegado hasta la última página. Allí quedo abierto. Abierto y abandonado. A partir de ese momento la atrapó una ansiedad guardada. 22


Recorrió una y mil veces la habitación. Salió para buscar leña y luego volvió a retocar cada detalle de la casa. Él le había dicho que regresaría ese día. Ése y no otro. Ése o nunca. Cuando los relojes dieron las diez de la noche comenzó a impacientarse. Recién allí se percató de la oscuridad que había caído, como un puñal, sobre la casa. Todos los climas habían pasado a lo largo de las horas: hubo sol, luego una leve llovizna, soplaron ráfagas de viento arrancando hojas de los árboles del parque y, en ese instante, un cielo estrellado y una luna inmensa la saludaron a través de la ventana. Sólo ella podría explicar el motivo de su fuga en el tiempo, de la ausencia de ansiedad hasta ese minuto. Pero lo cierto es que, de pronto, todo se atoró en su memoria, todo latió en un galope arrebatador. Cada vez se hicieron más ligeros sus movimientos, sus atisbos hacia el horizonte oscuro, cada vez fueron más seguidas sus miradas hacia los relojes. Suele decirse que cuando uno espera, el tiempo pasa más lentamente, pero en este caso fue decididamente lo contrario. Las últimas horas del día se iban rápido, demasiado rápido. A las 23.45 ella acercó una silla a la ventana y ya 23


no se movió de allí. Sólo le quedaban quince minutos para regocijarse o despedir la esperanza. Su corazón estaba en el afuera y sus oídos en el tic-tac de los relojes, que pronto darían las doce campanadas. Tañido de encuentro o de adiós. Sus manos sobre la falda se pusieron en oración, los ojos se perdieron en otro tiempo y fue allí, justo a las 23.59, cuando un soplo de tiempo atravesó la sala. Ese soplo dio vuelta la última página del libro que había estado leyendo. Los relojes se detuvieron. Ella no lo supo. Ella nunca sabrá que el tiempo dejó de existir. Con el libro cerrado, ella jamás se enterará del final de la novela, del final de la historia. Ella, esperará por siempre.

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SIN TIEMPO

Todo sucedió en un día de otoño, a pleno sol. La

brisa apenas movía las hojas más altas de los árboles. Perfecto para dar un paseo. Así la mujer salió de su casa, sin rumbo cierto y sin tiempo prefijado. Se encontró en un barrio de casas con frentes blancos y jardines aún floridos, como si otoño se hubiera demorado en ese lugar. Casas sin rejas, casas alegres, casas con patios y árboles en sus veredas; jardines donde los malvones y las margaritas se mezclan con los espinillos y los rosales, conviviendo en un mundo posible. En algún momento de esa caminata, a la hora de la siesta de domingo, tuvo la sensación de que no avanzaba en el recorrido. Todas esas casas blancas se parecían demasiado. Algo se movió en las entrañas. Dudó. Su cabeza iba de derecha a izquierda oteando todo. Lo que más llamo su atención, además de esa exacerbada semejanza, fue la ausencia de personas en la calle; la ausencia de chicos jugando a la pelota o andando en bicicleta, de hombres lavando sus autos, de mujeres arreglando jardines. 25


Cruzó una y otra bocacalle, adentrándose en un lugar que parecía no tener fin. No dobló en ninguna esquina, siempre derecho, siempre hacia delante. El adelante seguía y seguía. Las horas pasaron. El sol ya daba de frente cegando un poco su visión. Unas cuadras más y regresaría, se dijo. Siguió. Siguió, pero algo llamó su atención. Creyó vislumbrar en la cuadra siguiente un trazo de oscuridad, como una mancha de tinta sobre un papel virgen. Debía ser la última cuadra. Así lo supuso porque más allá no podía distinguir nada. Sólo luz sobre un horizonte que apenas podía imaginar. Aprovechó esa diferencia y apuró el paso, un poco, sólo un poco. Sobre el final de la hilera de casas idénticas, blancas, hermosas, se encontró frente a una edificación desagradable que representaba un escándalo en medio de tanta albura y prolijidad. La casa vieja, despintada, forrada de moho, sin flores, sin verdes. Una enredadera subía por los muros, aferrada a un tiempo que parecía habérsele escapado. No comprendió su existencia en ese lugar ni vislumbró nada que le diera sentido. Sin embargo percibió el movimiento de unas cortinas en la mínima ventana del frente, junto a una puerta vieja y ajada.

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Resultaba una paradoja el hecho de que en todo el recorrido, ésa, justo ésa, fuera la única casa en la que asomara algo de vida. Un dejo vital en un lugar que la lógica decía que no podía existir. Sin embargo allí estaba. La casa y ella. Ella frente a esa perversa intromisión en el barrio blanco. Una hendidura en el paisaje. La puerta no hubiera resistido el más mínimo empujón; sin embargo y a pesar del temor, extranjera arriesgada, quiso entrar. Tocó el picaporte y, sorpresivamente, una fuerza débil, pero fuerza al fin, siguió su movimiento desde adentro y la abrió. Paralizada, su miedo cobró aristas filosas. Ya no era sólo por atreverse, sino por lo que pudiera asomar de ese monumento al abandono. Su cara se enfrentó a la de otra mujer. Una mujer vieja. Sus pies no querían moverse. Pero se movió y entró. Sentado en una poltrona, un hombre también viejo. Las dos figuras pasaron a un segundo plano. La aspereza de todo lo que había en la estancia llamó poderosamente su atención. Era otro mundo, otro tiempo. Un olor nauseabundo manaba de cada rincón. Los muebles tapados, un sillón, una mesa, un enorme espejo de luna amarilla y un deslucido aparador. Sobre ese mueble la foto de una joven pareja, con 27


traje de bodas. Ambos hermosos y de rostros felices. Él, ojos claros y un bigote disimulando el labio leporino. Ella, de mirada extravagante, difícilmente olvidable. En ese momento volvió su cabeza y los vio sentados, juntos, en el pequeño sillón. Tan pequeño y deteriorado como sus cuerpos. Los de la fotografía eran ellos, jóvenes. Nadie dijo una sola palabra. A esa altura, no supo qué hacia allí y, menos aún, qué hacer. La tarde se enfriaba, señal de que el tiempo transcurría y debía regresar. Nada había en ese lugar añoso que justificara tanta aprehensión y la retuviera allí. Nada encontró para justificar su pánico ante la visión exterior de la casona. El sol comenzaba a desteñirse sobre ese horizonte extraño pero sólo un haz de luz, en ese treinta de abril, se filtraba en la casa en sombras. Ese único rayo se detuvo en una puerta interior. Una puerta que no recordaba haber visto. Ya que los ancianos no reparaban en ella, recorrió la sala y se acercó lentamente. A su paso: cortinados atestados de tierra, pisos de color irreconocible, paredes ennegrecidas por el tiempo y, aquí y allá, algún sonido que revelaba el trabajo de postergados insectos. Superado el temor decidió abrirla. 28


El cuarto era exactamente igual al otro. Pero éste olía a limpio, a flores; los cortinados blancos con diminutas pintas celestes dejaban entrar un sol que parecía de plena primavera. Sobre el aparador lustrado, un espejo nuevo y una foto. Una foto con la imagen de dos ancianos tomados del hombro. Él, ojos claros, hermosa sonrisa y un bigote adusto disimulando el labio leporino; ella, de mirada extravagante, difícilmente olvidable. Mantuvo la puerta abierta por un instante mínimo y, entonces, todo se amalgamó. Se confundieron la tierra con la limpieza, la náusea con el perfume. Todo iba y venía de una habitación a la otra. Olores viejos mezclados con los nuevos, tornando el aire indefinible. La mujer corrió. Atravesó urgente la vieja sala sin mirar nada más que la puerta de salida, con el único y urgente objetivo de huir del lugar. Con el sol de la tarde ante sus ojos, de una tarde que creyó haber extraviado, salió. Cerró tras de sí la puerta de calle. Caminó tropezando hacia su casa con la única intención de aliviar la memoria y olvidar el encuentro. Antes de llegar al fin de la cuadra volvió, instintivamente, la mirada. 29


Por la puerta trasera asomó la joven pareja. Comenzaron a plantar macizos de flores primaverales. Por la puerta delantera aparecieron, lentos, los ancianos. Con manos temblorosas recogían las hojas ocres del otoño. Avanzaban de derecha a izquierda unos; de izquierda a derecha los otros. En la mitad del recorrido, exactamente en la mitad, los cuatro cuerpos se atravesaron. No se veían. No se sabían. Simplemente se atravesaron en un tiempo eterno que parecía contenerlos ajenos a todo espacio. Los jóvenes siguieron plantando donde los viejos habían recogido y los mayores recogieron donde los otros sembraron. La mujer corrió. Corrió con el sol a sus espaldas y una larga sombra la precedía. Corrió rumbo a su casa. Necesitaba saber si alguna vez había salido de ella.

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RE VISIÓN Inspirado en la obra “El Cuervo” de Edgar Alan Poe

El hombre tendido sobre la cama se cubrió con

una manta pesada y antigua para luchar con la noche fría, mortal. Un náufrago en la habitación despoblada. Su cama y él. Su cama, él y una puerta siempre cerrada. Los ojos recorrieron las paredes sombrías. De pronto se detuvo en una mancha que hasta ese momento había ignorado. No pensó en nada; asomaron sentimientos contradictorios y se desorientó. Vio formas que deambulaban, figuras atroces. Desvió la mirada, pero aquella forma indefinida se desprendió de la pared posándose en su almohada. La sombra de la figura volaba, volaba siempre ante sus ojos. El terror era su prisión. Solamente atina a cerrar sus párpados. El hombre se despierta con el mismo pavor del sueño. Toma una hoja de papel y escribe. Escribe acerca 31


de una figura con forma de cuervo delineada sobre el dintel de la puerta siempre cerrada. Entre el espanto y el deslumbramiento, sentado en su cama, vuelve a cerrar los ojos, vuelve a querer dormirse. Pero no se dormirá. Un ruido en la puerta y otro en la ventana lo paralizarán hasta quedar sin ojos que reflejen algo distinto al cuervo sobre el dintel de la puerta de entrada. Tapará sus oídos para alejar los golpes. Sin embargo no cesarán, se harán más duros, más fuertes, más insoportables. Un viento imposible moverá las cortinas interiores. La desesperación lo empujará a descorrerlas y cerrar una ventana que estaba cerrada. Un ala golpeará el vidrio. Esa revelación le traerá algo de calma; podrá pensar que ha sido un pájaro el causante de tan escalofriantes ruidos. Sin embargo, al levantar la ventana, el cuervo saldrá volando hacia ningún lugar. El viento helado le pegará en la cara y en las manos apuradas en clausurar los vidrios. Volverá a su cama para recuperarse del miedo, del desasosiego y de su antigua tristeza. No tendrá tiempo de dormir. Una palabra se colará en su habitación, como antes la informe figura. La palabra “jamás”. 32


Su alma enlutada se incorporará con desesperación. Frente a sus ojos, sobre el dintel de la puerta siempre cerrada, su amada, Leonora. Desde la muerte, desde el tiempo eterno donde ella duerme, volverá para no irse. Como en los recuerdos, se unirán en un tiempo que aún no llegó.

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UN CUENTO LARGO El reloj marca las 12 en punto. Apoltronado en el sofá, mi padre lee la primera página de un libro. Los leños iluminan su cara concentrada, impenetrable. Se detiene en algún lugar del texto. La lámpara a kerosene, bien cerca del rostro en la noche cerrada, es la única luz posible para sus ojos cansados. Mi madre descorre las cortinas del ventanal. Mira el paisaje que se despliega hasta el horizonte. Como cada vez, le canta a los canteros en flor, susurra deseos para que el viento se los lleve lejos, acomoda sus ojos en la luz de la tarde soleada y agita una mano al paso raudo de una bandada de golondrinas. Con destellos plenos en sus manos, mi hermano juega interminables partidas de truco con el rey, la sota y el caballo. A él no le gustan los solitarios. El reloj marca las 12 en punto. No sé si alguna vez habrá hecho sonar campanadas o si acaso las tiene. Sólo sé de ese abrazo de dos agujas que nunca quieren separarse.

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El reloj marca las 12 en punto. Parada en medio de la sala siempre antigua, para no quebrar la oquedad del tiempo, comienzo a leer, en voz alta, de una hoja en blanco, un cuento largo. Un cuento que nunca se acabe para que el reloj siga detenido, para que sea noche y dĂ­a congregados y para que el fin del tiempo sea esta simple eternidad.  

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TOMADOS Una atrevida, posible, continuación a la obra “Casa Tomada”, de Julio Cortázar

Cuando Irene y yo dejamos la casa, decidimos ir

a vivir a un viejo departamento en la calle Corrientes. Habíamos llegado con lo puesto. El lugar era pequeño; en realidad lo elegimos así ya que aún nos duraba el temor y el desasosiego que la toma de la gran casona familiar nos había provocado. Las paredes blancas, los ventanales en cada habitación y el living daban a la calle. Eso lo hacía parecer un poco más grande. Sólo tenía una puerta; la de servicio, clausurada desde mucho tiempo atrás. Esa puerta de entrada también podía ser de salida y fue nuestra mayor preocupación durante los primeros días. Siempre cerrada. Así nos asegurábamos de que nadie quisiera entrar o asomar a la vivienda. Como siempre, los días pasaban lentos como siempre los habíamos vivido y como siempre los seguíamos deseando. El primer año transcurrió en un clima de descanso y desintoxicación de los sucesos padecidos, casi vacacional. Intentamos continuar con el ritmo que 36


había marcado, desde siempre, nuestras vidas. Pocas palabras; ella tejía y tejía, cocinábamos y limpiábamos alternadamente; algún que otro comentario sobre un mueble extrañado o los retratos de nuestros padres que habían quedado allá. Sin embargo a pesar de nuestra buena voluntad y esa comunión que nos había trasformado desde hacía demasiados años en un matrimonio de hermanos, se hizo difícil sostener el tiempo. Era escaso el espacio con que contábamos en el nuevo hogar. Yo solía enredarme con las hebras de lana, pateaba sus ovillos. Y ella tropezaba con mis libros; libros que una vez al mes salía a comprar, ya que toda la colección familiar había quedado en la casa tomada. Teníamos que entrar por turnos a la cocina dadas sus escasas dimensiones; de noche yo la molestaba con mis resoplidos y ella con el roce de las agujas. Eso pasa porque los departamentos tienen paredes más finas que las viejas casas. Poco a poco fue quedando menos espacio para colocar mis libros y sus tejidos. Durante el segundo año habíamos cerrado las persianas para apoyar estantes. Nos redujimos al living. De hecho, las habitaciones dejaron de ser un lugar de reparo o intimidad en cualquier momento del día, para convertirse, solamente, en el refugio de las horas de sueño nocturno. Cambiamos la mesa grande por una pequeña y dejamos dos sillas. Las habitaciones no alcanzaban y la 37


cocina dejó de serlo. En lo que habían sido alacenas yo guardaba los libros que iban acrecentando mi colección y la heladera se convirtió en el armario donde Irene guardaba sus ovillos de lana. Hasta entonces, yo solía salir, como dije, una vez al mes. Compraba mis libros, traía mercadería y comestibles para ese tiempo y muchos kilos de lana para mi hermana. Pero, con el problema de no poder usar la cocina, tuvimos la idea de utilizar un delivery. Desde entonces las llaves de la puerta de entrada y de salida estuvieron a mano de cualquiera de los dos. Aunque era yo quien me ocupaba de ese menester. Cuando Irene tenía que destejer algún pulóver porque las mangas me iban muy cortas o alguna cuestión por el estilo, yo debía refugiarme en el baño porque el despliegue de lana era mayor que cuando sólo estaba tejiendo. Cuando ella concluía, daba tres golpecitos a la puerta como señal para que yo pudiera regresar a la estancia. Teníamos lo necesario y no habíamos llevado más que lo puesto, pero lentamente mi literatura ocupó la mitad del departamento y las prendas tejidas por Irene, la otra mitad. Cuando nos bañábamos cuidábamos no salpicar las cajas apiladas en el piso del baño; aunque debidamente protegidas no podían humedecerse. Tanto la ropa como el papel sufren mucho por causa del agua. 38


Poco o nada hablábamos; mucho menos que en la vieja casa. Quizás algún “¿A qué hora te vas a bañar? ¿Querés que pida la comida ahora? ¿Dónde te parece que ponga estas bufandas nuevas? ¿Necesitás más lana?” Cosas así. Por supuesto, los consabidos: “Hola” por la mañana, después de levantarnos del sillón que compartíamos en el comedor, “que duermas bien” o “ya es invierno, creo que voy a tejer un poco más rápido” El tercer año fue el más complicado. Además de vernos reducidos a un ínfimo espacio, yo ya no lograba encontrar el libro que buscaba y no podía llegar hasta las habitaciones o a la cocina e Irene se desconcertaba al tener a la vista tanta diversidad de prendas y colores. Esto de los colores era lo preocupante ya que no podía decidir cuál nuevo tono mandar a comprar, parecía haberlos usado todos y en todas las combinaciones. Esta situación nos provocó un desconocido malhumor. Sin necesidad de palabras, como siempre, reconocimos nuestras mutuas molestias. Y allí asomaron palabras que resultaron fatales: “¿Te acordás? ¡Qué cómodos vivíamos allá! ¿Seguirá estando? ¿Qué nos pasó, Julio?” Una mañana, luego de que el mensajero nos trajera el desayuno, Irene me miró profundamente. Yo, simplemente, asentí. 39


Abrimos la puerta y salimos al pasillo. Vi la palidez en el rostro de ella cuando tiré la llave por la ranura del buzón luego de haberme cerciorado de que estuviera bien cerrada. Luego el ascensor y la calle. Una calle que se nos hizo desconocida. Le pasé mi brazo por sobre su hombro y caminamos. Caminamos lentos rumbo a la casa. Reconocimos el barrio aunque había casas nuevas y otras remodeladas. La nuestra estaba igual, exactamente igual. Como si el tiempo no hubiera podido asustarla. Ambos pensamos que quizás ya no estuviera tomada. Escuché los latidos urgentes de Irene y su voz quieta diciéndome: “Julio, buscá las llaves” Mis ojos se incrustaron en el justo lugar donde la alcantarilla había abierto su boca para tragarla el día que nos fuimos. Pero la alcantarilla no estaba. El viejo empedrado era una cinta de asfalto, liso y flamante. Ella también notó la ausencia. Resignados, nos acercamos a vieja puerta, a la puerta que yo mismo había cerrado. Mientras una caricia de real despedida la recorría con nuestros ojos, descubrimos una hebra de lana asomando por debajo. Hebra que ella había abandonado en la carrera de la huida. 40


Como si fuera el hilo de Ariadna creímos podía llevarnos a su interior. Tiramos de ella, horas, días, meses, años. Ovillos de lana se acumularon en la calle. Primero cientos, luego miles, después ya no pude contarlos. Lentamente, la casa fue destejiéndose hasta desaparecer.

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FIESTA

La casa, en medio del bosque, estaba totalmente

cerrada. Las ventanas con rejas y tapiada con maderas por dentro. La puerta hermética, con tablas de refuerzo por dentro y por fuera. Los invitados partieron de a poco, y cuando se retiró el último, dos horas antes de la caía del sol, él quitó una tabla de una de las ventanas, sólo una, para que entrara un poco de claridad. Lentamente, él y ella, comenzaron a limpiar toda la estancia: lavaron y guardaron minuciosamente la enorme cantidad de platos, copas, bandejas; vaciaron las botellas y las ordenaron en el lavadero, así poco a poco la cocina comenzó a relucir. Barrieron los pisos. Las mesas arrinconadas, tumbadas, con restos de comida en sus manteles quedaron limpias y puestas en su lugar; las trece sillas, apiladas en una de las piezas de huéspedes. Las alfombras barridas, el piso y los muebles lustrados, los sillones cepillados y cubiertos con fundas. Carpetas nuevas, floreros y adornos, en su lugar. Hasta repasaron las paredes y plumerearon los techos, las lámparas, luces y cuadros. 42


En fin, no quedó rincón alguno sin ser meticulosamente aseado y puesto en orden. Tardaron en hacer el trabajo el tiempo justo, justo antes de que el sol desapareciera tras el horizonte. En ese momento, él volvió a colocar la tabla que retirara de la ventana. La clavó, asegurándola fuertemente. La noche regresó al interior de todas y cada una de las habitaciones. No hubo un resquicio por el que la luz pudiera penetrar. Ellos se tomaron de la mano y se sentaron en uno de los sillones de dos cuerpos. Sus ojos, en la oscuridad, comenzaron a escudriñar cada rincón y vieron. Vieron cómo, tan parsimoniosamente como ellos habían limpiado, la casa comenzó a oler a humedad. Los pisos, las alfombras y los muebles se fueron llenando de polvillo, los floreros se cayeron, algunos destrozándose, la canilla de la cocina goteó hasta dejar una mancha de sarro en el recorrido de la pileta. Una araña comenzó su labor de tejido sobre lámparas, rincones, cuadros, patas de muebles. Los sillones y los manteles recién cambiados se llenaron de moho; el techo despidió aserrín que se depositó sobre cada lugar de la casa. Las cucarachas hicieron su nido y tuvieron sus crías. No quedó rincón alguno sin aparecer sucio nuevamente. Sucio de vejez y abandono. 43


Fue en ese momento en que la pareja se levantรณ del sillรณn. Tomados de las manos se dirigieron a la puerta y, simplemente, la atravesaron. Juntos, se perdieron entre el ramaje del bosque oscuro apurando sus pasos para que el alba no los apagara.

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AUNQUE LOS RELOJES DIGAN LO CONTRARIO

Un viejo árbol sin hojas, y toda la frialdad del in-

vierno a la hora de las sombras, miran a dos niños jugando a la Rayuela pintada sobre el gris de la calle adoquinada. Se acelera el juego contra la lentitud del tiempo.

Mañana será otro día. Un día de primavera donde los brotes explotan el amanecer de otro juego y las veredas se visten de otros niños jugando y otra gente en la que se vislumbra el rostro sonriente. La Rayuela tarda un poco más. La luz permite ver el justo lugar donde cae la piedra y el cordón de la vereda es, apenas, una simple línea que divide dos paisajes. Un hombre mira a tres niños jugando. El verano cae rojo sobre el empedrado y quema las manos de los cuatro niños alborotados por el juego contra la tarde simple. 45


Un joven sentado en el umbral marmóreo de la vieja casona, los mira. Sonríe a la par y les pega un grito cuando la trampa se acomoda en alguno o ríe a carcajadas cuando la piedra termina en el intersticio de dos adoquines, en otros, en cualquiera, menos dentro de la Rayuela. Las tardes de otoño se pintan de sepia mientras los pibes saltan alternando los pies en cada cuadro, levantando la piedra, sosteniendo la risa y carcajeando las caídas. Remeras sucias de asombro, ajenos al tiempo que gira a su alrededor buscando sentido a las cosas. El ritmo arbitrario del juego se hace paisaje en la calle vacía de gente. Nadie los mira. El mundo y el tiempo les pertenece, como les pertenece la tierra donde inician la carrera y el deseo ardiente de ver morir el día al llegar al paraíso. Cinco chicos desafiantes de este tiempo que muda, que gira, que pierde la partida. Cinco chicos que fueron.

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MUJER DE DOS MUNDOS

La joven, con sus pies despojados, toca el agua fría del mar. Un cosquilleo le recorre el cuerpo. Está desnuda frente a esa inmensidad casi sobrenatural. Una inmensidad absolutamente azul abrazada a otra grandeza igualmente azul. El viento despeina su cabello negro, largo, y estremece su piel blanca. Definitivamente blanca. El ocaso se refleja en ese cuerpo al son del baile de las nubes que corren inquietas para salir de la escena y no turbar el paisaje. La joven se sienta en la arena. La toca, la desmenuza entre sus dedos. Mira con extrañeza ese mundo áspero y el otro, suave y líquido. Las conchillas se adhieren a las partes del cuerpo posadas sobre la orilla mientras las olas bañan la piel que enamora la blanca y espesa espuma. Las manos juegan con el agua que se escurre entre ellas y entre las piernas que descansan en ese lugar entre seco y húmedo: el límite, la orilla. 47


El murmullo del mar, monocorde y desigual; el chasquido suena suave, como notas recién escritas sobre un pentagrama; la despedida del agua sobre las caracolas, un sonajero. En un instante se pone de pie. Abre sus brazos como alas y camina unos pasos, adentrándose en el mar. Atrás, la arena seca acariciada por el viento en surcos como trigal. Un sólo instante, íntimo, de duda se perfila en el imperceptible movimiento de las arterias y, en ellas, toda la sangre. Así, simplemente así, toma la decisión. Gira sobre sí misma, sin bajar los brazos. Más aún, la dama desnuda arrasa el aire y lo voltea. No se mueve del lugar, sus pies firmes en la arena y, en sus ojos, todo, absolutamente todo el mar. El sol arde sobre el mediodía del desierto sin gente y sin pájaros. Todos cobijados en las casa cuadradas con una sola ventana, sin árboles que las protejan, sin más que sus soledades y el profundo silencio entre las enormes dunas que el viento muda, peina y despeina como un campo sembrado. Sólo las huellas de viento. La mujer de ojos de mar, sentada allá, muy lejos, tras las lomadas de arena que la esconden desde hace 48


una eternidad, escucha solamente el latido de su corazón. Palpa la arena fina y ardiente. La mujer desnuda bajo un sol insoslayable. Una mujer sin tiempo. La mirada se pierde tras el horizonte absolutamente amarillo, un horizonte desteñido por el reflejo del calor, un horizonte indefinido, sin límite. La aridez seca sus ojos. Ojos detenidos en ningún lugar. Mueve sus manos para asir la arena y dejarla escurrir entre sus dedos. Dedos en eterno movimiento. Hurga, cava lentamente y descubre que todo es igual. Una monotonía que sólo existe en el desierto más cruel. Vuelve a su quietud y una lágrima asoma a los ojos. Llora por primera vez con sus ojos de mar. Acaba el llanto, todo el llanto. Llora el agua guardada, atrevidamente, en alguna otra eternidad. Lo ha desahogado todo. La mujer se levanta, desnuda, y eleva sus brazos como alas mientras el agua del mar baña sus pies de espuma.

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TROYA ESTÁ AFUERA Y EL SOL ESTÁ ADENTRO

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TROYANOS Son los esfuerzos nuestros, de los desventurados, son los esfuerzos nuestros como los de los troyanos. Algo conseguimos; nos reponemos un poco; y empezamos a tener coraje y buenas esperanzas. Pero siempre algo surge y nos detiene. Aquiles en el foso enfrente a nosotros sale y con grandes voces nos espanta. Son los esfuerzos nuestros como los de los troyanos. Creemos que con decisión y audacia cambiaremos la animosidad de la suerte, y nos quedamos afuera para combatir. ………….” Constantino Petrou Cavafis,

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INICIO

Lo único cierto es que ese día era un aniversario muy

triste y que abuela me había dicho algo que no podía recordar. De todos los acontecimientos restantes no estaba segura. No estaba segura porque no los recordaba o, quizás, porque no me importaron o peor aún porque no habían sucedido. De todas maneras la situación me puso tensa y la cabeza y el estómago dieron señales de ello. Hacía un tiempo que me sentía desorientada, desasosegada, con los pensamientos sombríos y no podía entender la razón, pero todo me daba temor, tristeza. Fue ese el motivo por el cual, un año atrás, me había ido a vivir a esa casa frente al mar, sola. A Horacio le pedí el clásico tiempo y aunque él me visitaba de tanto en tanto, en un viaje agotador, solamente para saber cómo estaba, yo no tenía respuestas. La habitación se había achicado lo suficiente como para que la noche, la de afuera, no me alcanzara. Compulsivamente salí a la terraza y una bocanada de nada calmó mi ánimo extraviado. Bajé la escalera de madera 53


hasta que mis pies desnudos palparon la arena fría, la arena densa. El sonido del mar, como siempre, me atrajo. Pulsé los tiempos de las olas con los mismos pies; los perdí en el petróleo del agua. El estómago y la cabeza ya no estaban. Sólo la noche y mis pies. Lenta, regresé a la casa. La escalera de madera se sentía tibia. Cerré las ventanas, inútilmente, ya que no había habitantes en varios kilómetros; otro motivo para estar allí. Un cielo encapotado y denso, por lógica sin luna ni estrellas. Cerré todo y tomé la decisión de partir sin pensar, sin preguntarme, sin responderme y sin rumbo prefijado. Necesitaba escapar de toda la inercia y los pensamientos recurrentes y sinsentido. Nada tenía sentido en esos momentos de mi vida. Las valijas hechas en poco tiempo, poca ropa ya que no tenía idea del camino que iba a tomar, mis tres libros preferidos: La invención de Morel, La Piedra Lunar y las Obras Completas de Alejandra, libros que siempre habían dormido a mi lado, y cuatro cuadernos en blanco. La notebook se abrió con el sólo fin de informarme el vuelo más próximo con cualquier destino. Cumplida la misión la guardé como desde tiempo atrás no hacía y me senté a esperar al remis para llegar a tiempo al aeropuerto. En mi sillón preferido orientado hacia el gran ventanal que da al mar, miré las cortinas corridas que tapa54


ban las ventanas cerradas que a su vez escondían una noche demasiado oscura. Intempestivamente mudé de ánimo y decidí quedarme. Por el cansancio del día o de días o de vaya a saber cuántas cosas y los ojos cerrados, la inevitable somnolencia atrapó la conciencia y el cuerpo. Dormité un rato y de pronto, en esos momentos en que la cabeza da un golpe de gracia al sueño al caerse sobre el pecho, desperté con un sobresalto en la casa apagada. Extendí la mano para encender la lámpara que descansaba sobre una mesita llena de libros, caracoles y piedras extravagantes que suelo recoger en la playa. La luz filtró mis ojos. Una luz cálida, serena como el crepitar de los leños en un fogón junto al mar. Me levanté lenta. Un baño tibio era mi acostumbrada solución para casos similares, situaciones en las que no encontraba sentido alguno a las cosas y menos aún a mis pensamientos. Salí de la ducha y me apoyé en el lavabo mirándome al espejo, contracara de lo que se ve, el cristal que se burla cuando uno quiere hablar consigo y le responde nadie, sólo es una la voz que se escucha; el espejo donde, se supone, la imagen está invertida, pero yo movía mi brazo derecho y en el espejo el brazo que se movía estaba a la derecha, lo mismo que mi ojo y mis piernas. ¿Cuál es la inversión? pensé. Nada de lo que 55


se suele decir es tan así, nada es completo ni nada se percibe como la verdad total. Me tiré sobre la cama, tan mojada y tan desnuda como había salido de la ducha. Cuando vislumbré ese mágico reflejo de un sol que aún no asomaba, me vestí, tomé la valija, tapié las ventanas con los postigos y, antes de cerrar la puerta, subí al techo de la casa para quitar la veleta. Cada vez que partía la retiraba y guardaba adentro. Así, era una casa sin orientación y los vientos podrían venir de cualquier parte, rodearla de arena y sal. Una casa sola. Nada más que eso. En el momento en que llegó el remis yo ya estaba lista. Solamente me faltaba cerrar con llave la puerta y asegurarme de ello con varias pruebas en el picaporte. Una compulsión inmanejable, necesidad imperiosa de cerciorarme que nadie podía entrar en ella cuando yo no estaba. Si estaba adentro no me importaba en absoluto que estuviera con llave o no, no me importaba que alguien pudiera entrar. Algo había en esa casa que me pertenecía y ninguna otra persona más que yo podía conocerlo. El problema es que nunca había sabido qué era.

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LA CEGUERA Era el mes de noviembre y Felicity fue mi primer destino elegido al azar. Supongo que al azar porque también era un lugar de playa, salvaje, agreste, apenas un poco más poblado que el lugar donde vivía. Me hospedé en un hotel muy moderno frente al mar. Al conserje le extrañó que pidiera una habitación en el primer piso ya que la mayoría de los pasajeros eligen pisos altos para mirar el paisaje, según me dijo. A mí nunca me gustó mirar las cosas desde muy arriba, ver techos, cabezas de alfiler caminado por las calles, lomos de animales o banderines ondulando; mirar así es como ver la tapa de un envase y no tener la más elemental idea del contenido, de la marca, de las características. El balcón terraza era muy cómodo y daba derecho al este. Me encantan los amaneceres y mis ojos podrían estar a la altura de las olas, de la misma boya luminosa que despierta cada día. Sin embargo, en ese tiempo, no pude ver ningún amanecer. Los primeros días me dediqué a descansar. El desayuno no se servía muy temprano y eso me permitía remolonear en la habitación, preparar tranquilamente el bolso de playa y luego bajar al comedor donde me encontré durante tres días, absolutamente sola. Silen57


cio apacible y gente muy atenta que me indicó algunos sitios que podía visitar, parejes no muy exóticos pero que para el lugar eran todo un atractivo. Sin embargo, los primeros días fueron de sosiego, desayuno y playa, tirada en la arena tibia y un sol que no lastimaba. Por la tarde repetía la rutina hasta que la luz decidía partir y esconderse en un lugar que no llegaba a ver. Una ducha, cena frugal y un sueño temprano. Ese bienestar me resultaba ajeno pero suele suceder los primeros días en que cambiamos de aire, de ambiente; nos desconectamos de todo conflicto y disfrutamos con tanta vehemencia que al fin y al cabo nos cansamos. Al despertar del cuarto día decidí cambiar la rutina y empezar a conocer los alrededores de esa villa balnearia, pero debo decir que nunca pude despertarme lo suficientemente temprano como para ver el amanecer. Me asombró ver el comedor con bastante gente. Quizás era un día especial, un fin de semana largo o algo por el estilo pero, de hecho, había seis mesas ocupadas: dos con parejas, tres de ellas con lo que supuse eran familia, y en la otra, un hombre. Saludé al entrar pero solamente me respondió el hombre. Su cara me resultó familiar, sin embargo no me esforcé en recordar. Ése era uno de mis problemas en los últimos tiempos. Recordar me causaba vértigo, aunque no sé 58


si por el riesgo de llegar a alcanzar lo que la memoria había borrado o el no poder hacerlo. Los restantes pasajeros, ocupados charlando, quizás no oyeron mi saludo que por otra parte había sido tímido. El hombre dijo sus buenos días con una sonrisa muy amable, lo que me quitó la duda inicial que como un chispazo había cruzado por mi mente: que este hombre de unos sesenta años había llegado, triste, a sanar alguna pena de amor en este lugar alejado. Pero la cara afable y el tono de su voz me lo desmintieron, o eso creí. Me ubiqué en una mesa de espaldas a él, mirando hacia la playa. Esta vez habían cambiado los manteles, colocado flores en las mesas. Todo lo sentí más alegre pero no estoy segura de si esa alegría transitoria se debía a los cambios en el ambiente, a la presencia de esas personas que llenaban de voces el lugar o por la sonrisa gentil de aquel hombre. Tomé café con leche, pan de miel, manteca y dulces caseros y bebí un gran vaso de jugo. Otro era el disfrute. Cuando me levanté, giré la cabeza hacia su mesa. No me vio. Parecía leer en la taza la borra inexistente del café. Solamente vi el cabello entrecano y sus manos abrazándola. Me fui a la playa. Caminé la orilla del mar una y otra vez dejando surcos en la arena, dibujos informes y piedritas pateadas al azar. Fue allí cuando vi por primera vez a la mujer oscura. Una rara sensación en mi estómago y en mis piernas 59


hizo que me detuviera. Ella venía en sentido contrario, venía hacia mí por la misma orilla. Ella y un perro a su lado. Por alguna razón que no pude comprender las sensaciones pacíficas se transformaron en temor y, abruptamente, me alejé de la orilla rumbo a la reposera que había dejado en la arena tibia. Desde allí la vi pasar con un paso de marcha, lento, acompasado y firme. El cielo despejado no permitía desperdiciar los momentos así que retomé la idea que había tenido al despertar, la idea de alejarme un poco. En realidad quería alejarme de la esa mujer. Dejé bolso, reposera y uno de mis libros y me dirigí hacia el sur, hacia unas dunas levemente sinuosas pero donde los pasos se endurecen para desafiar la densidad de la arena; pastos a cada tramo donde las lagartijas jugaban a esconderse. Respiré hondo tras el esfuerzo desacostumbrado y me sentí como una caminante en el desierto; abracé la brisa del norte y, al girar mi cabeza ella estaba allí, sentada, con el perro junto a ella. ¿Cómo había llegado? ¿Cómo antes que yo? ¿Cómo con su edad? ¿Cómo esa negrura contrastado con un paisaje bello? Descendí con la ligereza con que todo cae, con la que todo se desmorona, con la que un meteorito juega con la gravedad. Recogí mis cosas y regresé al hotel. 60


No sabía quién era, no supe qué desconocida sordidez se había instalado en mí, pero se había quedado allí, en mi estómago, en mis piernas. La sordidez y la negrura. Amaneció con nubes bajas, y una lejana bruma allí, donde debía estar el horizonte, promesa de que, una vez más, no vería la salida del sol. Las arenas de la playa sólo mostraban pisadas de gaviotas grabadas en el atardecer del día anterior. La zona de los acantilados era propicia para un día sin sol. Caminé hasta ellos con el plomo del clima y la humedad de un viento norte que hizo me arrepintiera de no haber llevado mi traje de baño y hacer escapadas hasta el mar pero, por alguna razón, el recuerdo de la mujer oscura hizo que me alejara de la orilla. No eran rocas firmes sino tosca, más blanda, más débil. En el ascenso raspé mis rodillas como en las aventuras de la infancia, rompí una alpargata, perdí la otra; vi un atajo para llegar hasta lo más alto. Un atajo que era ni más ni menos que una abertura que permitía hacer un trayecto más largo pero más fácil. Dentro del hoyo me encontré con palomas y murciélagos que allí tenían sus nidos, huecos perfectos en los peñascos. Por ese camino avisté el mar gris bajo mis ojos. Desde lo alto se ve hermoso, pensé, sin embargo siempre me había gustado mirar la vida y las cosas desde la altura de mi mirada – creo que ya he contado eso. Sereno reflejo del cielo me quedé admirándolo. 61


En determinadas situaciones sólo basta un instante para que lo blanco se torne negro, lo hermoso en feo y la paz en el movimiento convulso del miedo. Desde el oeste vi moverse una sombra, una sombra dónde no había nada que pudiera proyectarla, y la sombra se sentó en lo más alto del barranco. Más alto de lo que yo había llegado. Era la mujer, la mujer oscura que el día anterior había sofocado mi momento de placidez. Ahora también lo hacía. Se sentó con el rostro hacia el este y con el perro junto a ella. Desanduve el camino a la carrera y me dirigí sin ninguna distracción hacia el hotel. Una vez más no lograba entender cómo esa mujer mayor, toda vestida de negro en un día de agobio había podido llegar hasta ese lugar. Una vez más provocó en mí todo el silencio que supongo deben sentir aquellos cuya vida se desarma en un instante, cuando todo lo ansiado desaparece y queda un abismo en las entrañas. Terror, parálisis, tribulación. Eso sentí, no tanto por los interrogantes y la extrañeza, sino por lo que podía ser una posible respuesta; su presencia oscura como una sombra, una sombra que no era la mía. El resto de la tarde y todo el siguiente día lo pasé en la habitación pensando y no pensando, sintiendo y no sintiendo. La lluvia anunciada por el cielo color acero y la insoportable humedad de la mañana se desplomó en forma de vendaval. Por la ventana solamente podía 62


ver la cascada de agua cayendo recta desde un arriba inconmensurable. Ni una gota de viento, ningún otro sonido que no fuera el repiqueteo de las gotas. Me quedé dormida con el sonido de la lluvia y desperté con un grito atorado en la garganta. Esta vez recordé, recordé el sueño espantoso que había tenido, algo que había enterrado allá, demasiado lejos y, entonces, me aterroricé. Tenía cinco años y una muñeca negra. La dejaba arrumbada entre mis otros juguetes para no darle importancia pero, de alguna manera, siempre asomaba, supongo que por el color diferente a los otros y, desde algún fondo, me saludaba. No me gustaban las muñecas negras. Un día me canse de verla, de que ella me encontrara y con su inmovilidad y sus ojos clavados en los míos, me paralizara. Eran ojos inmóviles, como los de toda muñeca de goma, y muy azules. Me cansé de tener miedo a su color y a esos ojos que me buscaban y, con la impunidad de los niños, la tiré a la basura no sin antes borrarle los ojos. A la noche de ese día mi madre la encontró. Me dio un gran reto pero, al fin y al cabo, los chicos solemos romper y tirar juguetes que no nos gustan. Cuando me preguntó el motivo no supe qué decirle; las chicas negras no me gustaban. La muñeca no estaba rota, solamente no la quería y menos con ojos azules. Nada más. Me mando a la cama pero no pude dormir. 63


A partir de ese día soñé con la muñeca por largo tiempo. Eran pesadillas y gritaba. Gritaba porque ella seguía estando en mi pieza, aparecía en cualquier lado, en cualquier costado escondido de mis sueños y los ojos azules no eran de muñera, eran los de mi madre acusándome, acosándome, persiguiéndome. Nunca conté mis sueños, me sentía culpable pero no sabía de qué. Había hecho lo que quería. Nunca había entendido qué me disgustaba ni qué me acosaba, antes y después de tirar la muñeca, antes de privarle que sus ojos me miraran y ahora yo miraba en sueños los ojos nuevos con espanto. Esto duró un largo y tenebroso tiempo. Pasaron años en los que otras actividades propias del crecimiento, los estudios y las salidas y los noviecitos y todo lo que iba sucediendo en mi vida, como en la de cualquiera que va pasando en el tiempo, para que olvidara aquel momento. Pasó demasiado. Tanto que la visión de la mujer oscura despertó el recuerdo con brutal nitidez. El recuerdo no vino solo sino acompañado de otros destellos de tantos miedos y lo que consideré hasta este momento como costumbres, obsesiones y hasta mañas que me acompañaron en la vida. Temor a las sombras, a la soledad, a los gatos negros, cortes de luz, hasta la necesidad imperiosa de ver los amaneceres y escapar de la gente pero no saber qué hacer con 64


esa libertad que me pertenecía. Momentos en que no podía escribir una sola palabra si la idea que asomaba, por más original que fuera, tenía que ver con retazos de mis recuerdos, ya que al fin y al cabo los personajes de ficción siempre iban a tener algo de mí y de mi vida. Así, en ese lugar, entendí. Entendí mis miedos. La mujer oscura de la playa asomó como la antigua muñeca perdida en el arcón de los juguetes o presencia en mis sueños. Un temblor en todo mi cuerpo fue la revelación y lamenté haber recordado y sentí bronca por la mujer que me había hecho recordar. Me tomé dos pastillas para los nervios y volví a dormirme. Bajé a desayunar y pedí la cuenta. Ya no quería permanecer más tiempo en Felicity. En el salón comedor no estaba más que yo, tal como los primeros días. Ya no estaban las familias, las parejas ni el hombre que había llamado mi atención. Comí rápido y, al acercarme a pagar mi estadía y recibir la gentileza del conserje por haber elegido el hotel, el lugar y todas las palabras que suelen decirles a los clientes con el deseo de que vuelvan o se vayan conformes, unas palabras salieron de mi boca sin que mi mente atinara a callarlas. -Ah, ¿usted se refiere a la señorita Lola? 65


No recuerdo haber dicho nada más pero algo en mi rostro lo habrá hecho ya que el hombre siguió hablando. -Llegó al pueblo hace aproximadamente unos cuarenta años, nunca se le conoció familiar ni pareja alguna. De muy joven y por muchos años trabajó en un bar de la zona sur muy frecuentado por los turistas, era la encargada de dar la bienvenida a todos los que entraban. No sabemos cómo pero su trabajo era impecable, la gente la apreciaba mucho y su gentileza se destacaba. Nunca nadie entendió cómo lo hacía. -Siguió diciendo el conserje como si tuviera necesidad de hablar de ella. - Vio…digo… por su ceguera. No dudo que habrá visto mi cara desencajada por el asombro ya que se acodó en el mostrador como si lo hubiera invitado a ahondar en la historia. -¿Sabe lo que es aún más extraño? -Me preguntó o quizás se preguntó contestándose al mismo tiempo. -Lo más extraño es que con sol o sin sol, ella sale a caminar todas las mañanas y los atardeceres y su rostro siempre se endereza hacia el justo lugar donde está o debería estar. No importa que nadie logre verlo vió … como en días como hoy… ella sabe el lugar exacto y aunque cambie su posición por el paso de las estaciones, ella lo sabe o qué se yo ... En ese momento atiné a una frase que pretendía ex66


humar todo mi pánico, como si fuese una explicación a tanto desconcierto. -Lleva un perro lazarillo. -Dije. -¡El perro! -Exclamó el hombre con una sonrisa que le iluminó el rostro. -El perro se acopló a su ella. Era un perro callejero, jugaba con todos y corría las sombras de las nubes sobre la arena. Una vez tuvo una pelea muy, muy fea con otro perro, ella lo curó y lo cuidó con un amor infinito. Desde entonces… sí desde entonces, se han hecho más compañeros que nunca, le diría que inseparables. Es extraño y grandioso verlos juntos haciendo lo que pocos se animarían a hacer, especialmente desde aquella pelea que le conté en la que el perrito se salvó pero quedó ciego, como ella. Cosas del destino, vio –dijo con dulzura. Creí estar adentro de otra pesadilla atroz y huí del lugar para despertarme.

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CAMPANAS Cuando partí hacia Glastowsun me calmé un poco, miré el paisaje pero tardé horas en despegarme de aquella experiencia. Este viaje había sido emprendido sin objetivo ni demasiado entusiasmo. Una escapada hacia lugares impensados. No elegía zonas para ir, sólo elegía nombres que me llamaban la atención sacados de algún diccionario de geografía. En todas las oportunidades vi la cara de extrañeza de quien me estaba vendiendo el boleto, pero mi rostro no debía dejar pasar ningún asomo de duda y nunca trataron de explicarme o acotar nada. Después de la experiencia en Felicity cualquier lugar iba a ser mejor y me haría olvidar los indeseables recuerdos que habían asomado. La ventanilla reflejaba mi cara, mi cansancio y mi expresión ambigua. Noche cerrada. El viaje, esta vez, había sido en micro, supongo que porque el destino no tenía aeropuerto o simplemente porque quedaba no demasiado lejos. Tampoco puedo saber si fue por la distancia o era mi percepción de eso llamado tiempo y un espacio 68


exterior que no se lograba ver. Sólo supongo porque el viaje fue eterno. No sé cuánto. Desde hace demasiados años no uso reloj. Eso de mirar una aguja girando en derredor de un círculo con números me parece un absurdo. El chofer tuvo la gentileza de subir los faros para acercarme al único lugar abierto a esa hora de la madrugada cuando me avisó que había llegado a destino. Única pasajera en este viaje, entré al lugar con la intención de esperar el amanecer y buscar hospedaje en ese lugar en el que había decidido permanecer solamente dos días, contado el de llegada y el de partida. Un penetrante olor a cebo acompañaba la noche y la total falta de luz eléctrica. Es feo arribar a un lugar desconocido justo el día en que se corta la luz en todo el pueblo, pensé. El olor de las velas sobre la mesa y en los candelabros colgantes se mezcló con el del café con leche. No me apetecía nada más. A medida que mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra y mis oídos a la inexistencia de sonidos conocidos, percibí uno, rumoroso, lento, salpicado de otros silencios y leves golpes inconstantes. La luminosidad del alba dio la orden de apagar las velas; fue allí cuando me asomé a la calle con la modorra del sueño acumulado, el aburrimiento y el olor a cera. 69


Ese olor mortuorio lo recuerdo con placer comparado con el que me abrazó apenas quise dar una bocanada fresca fuera del local. Un paredón salpicado de humedad, una decena de barcazas golpeándose entre sí y un líquido que no podría definir, mostraron sus dientes en un idioma desconocido pero que reconocí decía: Puerto. La exhalación que había tragado con asco era una mezcla de agua estancada, óxido ancestral de los cascos detenidos, olor a pescados viejos, algas que aprisionaban maderas, velámenes y el paradojal aroma de pescado fresco que en nada se compadecía con ese estanque de aguas detenidas que, sin embargo, se empecinaban en demostrar algo vital moviendo levemente todo lo que cayera en sus entrañas. Decir que todo era lúgubre no alcanza a definirlo pero, a la vez, la curiosidad y la extravagancia del lugar hizo que no huyera despavorida el primer día. Me alojé en un cuarto ya que no había ningún tipo de hospedaje en el lugar. El encargado del bar, con una gentileza que no emanaba de su rostro ni de su tono de voz, me dio la dirección de una casa pequeña que estaba disponible ya que su morador había fallecido, Un hombre demasiado viejo, demasiado blanco, no sólo por el color de sus canas y su barba sino por su piel harta de escuchar el latido de la sangre en su cuerpo, dijo. -Demasiado viejo. 70


Llegué a la casa, alguien abrió la puerta, expliqué cómo había llegado hasta esa dirección y sin más pero con menos simpatía y menos entusiasmo del que se pueda suponer, me entregaron las llaves. Aboné el precio por una sola noche. Luego de ducharme, mientras me vestía, observé el total despojo del lugar: una cama, un pequeño armario, dos sillas y, en el baño, la blancura que me hizo recordar la descripción que del anterior morador me diera el hombre del bar. Al cerrar la pueda detrás de mí, no sentí la compulsión de realizar varias pruebas en el picaporte para asegurarme que nadie podía entrar en ella. Ello sucedía en mi hogar, solamente allí. Pretendí sentirme parte de ese pueblo al que mi loca idea de elegir nombres de destinos me había llevado. Las calles empedradas parecían ser lo más nuevo. Veredas angostas que obligan a acariciar las paredes. Vislumbré extrañas construcciones en forma de pilares, unas tres por cuadra, parecidas a los postes de luz. Sólo parecidas. En cada uno de esos pilares, al anochecer, una caravana de hombres colocaban un cirio y lo encendían. Igual recorrido hacían a la medianoche para apagarlos cuando ya todo el pueblo estaba en sus casas. Fue ese el motivo por el cual no había visto luz alguna al llegar y fueron esas sombras que se proyectaban mínimas las que me daban miedo. Las imágenes religiosas dormían a cada tramo, los 71


huecos en las paredes no eran ruinosos sino adaptados para colocar estampas, flores o alguna vela encendida aún en pleno día. Gárgolas y calaveras en cualquier lugar y en todo lugar. Mirara hacia donde mirara, templos y capillas. Luego comprendí que la gente que vi en las calles se dirigía hacia ellas y como estaban ubicadas en todas direcciones no había podido darme cuenta de ello. Mi lógica es la de aquellos que nos creemos medianamente normales ,así que supuse cada uno iba a una tarea y destino diferente. Claro que, como los que nos creemos medianamente normales y rutinarios no percibí ningún comercio, oficina o establecimiento público. Sólo casas de idéntico color sufrido y los templos acoplados a ellas. Pasaron las horas y, por puro instinto o pura necesidad de hallar algo diferente, caminé todas calles que se anteponían. Lo más cansador era subir y bajar, constantemente, las escaleras que las poblaban. No sé si cada construcción estaba más arriba o más abajo que las otras. Un laberinto hubiera sido más lógico que ese derrotero. No lo sabré nunca. Con una botella de agua y un par de sándwiches, que había comprado en el bar de la terminal, pasé el día. Una bandeja de plata se sostenía sobre la cabeza del lugar pero no parecía amenazar lluvia, apenas una repetición del lugar, una compañía necesaria al sentir de una ciudad en simulacro de duelo perpetuo. 72


Comenzó a oscurecer y las nubes acompañaron. En ese momento, instantes antes de dar vuelta sobre mis pasos para regresar a la habitación, un repiqueteo lento de las campanas del templo más alto, llamaron a unción. De todas partes apareció gente en dirección a él. Aguardé unos minutos para asegurarme que ése era el motivo y seguirlos de lejos. Era una forma de no sentir más la insolencia de la falta de luz y el escrúpulo o acostarme en la cama de alguien que ya no estaba entre los vivos. Algo sucedía allá arriba. Todos se habían detenido en la puerta y del interior de la iglesia salió otra cantidad de gente. Subí a trancos o mejor dicho a la carrera la escalera, enorme como enorme la construcción, peldaños angostos y resbaladizos. Llegué a tiempo para confundirme con todos, con los que habían llegado para ver a los que salían llorando a mares ante un féretro. El resto los imitaba. Muchos años, demasiados, habían pasado desde que algún lugareño falleciera, lo que significaba todo un acontecimiento. La mayoría nunca había presenciado una Misa de Cuerpo Presente ni tenido la oportunidad de ver un cortejo fúnebre o, más aún, saber acera de un muerto. Para la mayoría la muerte era una novedad. Esto lo supe porque el encargado del bar me lo dijo antes de partir y también antes de partir me confesó 73


que si no hubiera sido por este acontecimiento yo no hubiera podido tener un lugar donde quedarme. Nunca sabré el motivo pero, de hecho, fue la única persona con la que me atreví a cruzar algunas palabras más que un buen día, gracias o hasta luego y él a confesar detalles. Quizás supuso que había elegido ese destino con el fin con que tantos lo habían elegido demasiados años atrás. Pero tampoco descifré cuál podría ser. Me sentí el personaje de una película de terror en las entrañas de la roca perdida, entre hollín y oscuridad, como quién vive con el ombligo doblado sobre el ombligo mirando el polvo en sus ojos. Sólo polvo de ayer. Casi nadie había conocido la muerte hasta esa tarde. Me acosté temprano, antes de que encendieran y luego apagaron los cirios en las calles. No quería ver ese espectáculo, no quería sentir lo que realmente sentía. Dos pastillas para dormir hasta que asomara la luminosidad del amanecer, nunca el sol. Desperté con el sobresalto de una pesadilla que no recordé pero tengo la certeza de qué se trató. No cabía otro tema posible en ese lugar. Antes de hacer mi valija y dirigirme a la terminal tuve una imperiosa necesidad que no sé si tenía relación con el lugar o con un viejo dicho que repetía mi bisabuelo “Una persona que ama la vida debe, por lo menos una vez en ella, visitar un cementerio” 74


Preparé mis piernas para un trayecto con leves sinuosidades de piedra dura y despareja, preparé mi espíritu para visitar a los que ya nada podían contarme, a los que nada podría preguntarles. Sobre el único desnivel bien empinado, se abrió un paisaje de cielo y tumbas, amplio, con algunos arbustos desperdigados entre ellos. No podría decir si muchas o pocas. Una cruz torcida, un ángel caído o la más atroz imagen de una loza tragada a medias por la tierra, era lo único visible. Medida de años, de siglos. Imposible desentrañar. Sin flores ni floreros, la maleza y el tiempo cubrían nombres y hombres que fueron. Casi al final, casi escondida, casi sin historia, aún un montículo de tierra, me recordó que recientemente había muerto alguien, un hombre demasiado viejo, demasiado blanco y quizás el único que alguna vez había conocido este camposanto. Partí en el micro de la tarde. Única pasajera. Pensé que en esta zona nadie llegaba ni nadie partía, solamente permanecía. Circunvaló el pueblo con la lentitud del desgano que yo también sentía, no por irme sino por haber llegado. Desde la ventanilla, desde una posición distante y ajena al paraje, con el corazón aliviado, pude ver todo Glastowsun. Una vez más me contradije con la idea obsesiva de querer observar el mundo y las cosas a la misma altura de los ojos. 75


El cementerio, en la meseta, abarcaba todo el pueblo. El cementerio estaba arriba del pueblo. El cementerio por encima de todos los habitantes, de las casas, los cirios y las iglesias; el cementerio era el cielo del lugar. Siempre había creído que los muertos dormían debajo de la tierra que los hombres caminamos pero allí me habían demostrado que hay mil formas de morir antes de morir, de morir de alma y no de cuerpo, de morir de desesperanza, de falta de deseos, de ignorancia y desconsuelo, en el grito de los muertos tallados como insignias. Una vez más una impresión que desquiciaba mi espíritu me ganó en la batalla interna que se había gestado en mis vísceras desde hacía un tiempo atrás cuando empecé a sentir que no tenía sentido la vida, cuando sólo escribir me acurrucaba en las entrañas de los que habían partido, en los sepulcros que cargaba en las espaldas, en el tiempo que no se iba ni venía. En lo ignorado que buscaba y no amanecía. Seguí mi viaje. No tenía motivos para volver, menos en ese fugaz tiempo en que los temores escondidos flameaban en mi mente. Maldecí recordar más que cuando maldecía por no recordar.

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LA BRÚJULA Calchaquí era un nombre muy simpático y conocido. Un nombre familiar y hacia allí me dirigí. Antes que el avión tocara tierra y en el sobrevuelo que debió hacer para que le dieran pista, me había sosegado por las malas elecciones de los destinos anteriores. Después de todo podían ser meras casualidades. Yo no elegía. Desde las alturas –una vez más la altura– se veían bosques y llanos y pequeñas casas enclavadas en los mismos. Mi instinto me dijo que allí pasaría unos días tranquilos, alejada de las experiencias vividas y, quizás, amansaría mi espíritu y mi cabeza de los tantos engendros que había resucitado, de los fantasmas que había guardado en algún lugar de mí durante demasiados años. La pequeña cabaña tenía todas las comodidades, por lo menos las que yo prendo siempre; sencillez, limpieza, buen servicio. Pero a ésta se le sumaban otras que en ningún otro lado hubiera pretendido. La ventana de la habitación y la del comedor daban al sur, de manera que si el calor del viento norte apretaba, en la cabaña no lo sentiría. El living daba al oeste ya que, según me explicaron también, era majestuoso ver caer el sol entre las enramadas. Si bien debían vender sus 77


servicios, debo reconocer que al fin y al cabo estas cosas así sucedieron. Las hojas de los árboles saludaban al son del canto de la brisa, se enojaban con el aire que las sacudía y, en cada atardecer, los penachos más altos semejaban faros. Faros de retazos de sol. Una Secuoya, árbol de California que no nace naturalmente en otra parte del mundo. Podría haber una explicación a esa primera intriga pero no intenté buscarla. Bien o mal hecho no lo hice y esa fue la primera de las tantas sorpresas que el lugar me deparó. No recuerdo haber contado que una de las cosas que jamás dejo de llevar conmigo, vaya a donde vaya, es una brújula. Me la regaló mi padre cuando era chica y, a pesar de los años, la mantengo impecable, protegida entre dos capas de algodones dentro de su cajita original. Una de mis fascinaciones es mirar el cielo, el horizonte, las nubes de altura y de superficie, observarlas para determinar los vientos, las diferentes formas, colores y estados de amaneceres y ocasos. Amo el cielo, ese lugar de la naturaleza que está más allá de las bellezas cercanas. Miro hacia arriba y lejos. ¿Será por eso la manía de no querer estar yo a más altura de lo que amo? Aunque en este viaje ya había trasgredido en dos oportunidades esa ridiculez. Tan así me perdía entre las sensaciones de lo agres78


te que, con el tiempo, entendí eso que dicen algunos acerca de la realidad. Dicen que no existe, que cada uno la percibe de una forma diferente, que todo nos dice algo de una manera que solamente cada cual puede entender, que los símbolos son símbolos de una verdad oculta a nuestros sentidos limitados. Tal vez yo ya había incorporado a mi vida una lógica de lo real que no se compadecía con otras. Tal vez por ello este viaje extraño que había decidido emprender y no emprender.. Tal vez este lugar tenía algo que decirme. Y así fue. Fue el lugar, la brújula y el sol. No había abierto la caja desde mi partida. No la había necesitado. Pero mañana la abriré, me dije instantes antes de dormirme. Internarme en uno de los sectores del bosque, lo ameritaba. Había descubierto y preguntado acerca de una zona donde las ramas, los troncos, hasta la tierra parecían una masa uniforme, parecían uno, desde lejos. Un monte donde la palabra frondosidad resulta pequeña para definirlo. Así comencé a recorrer la reserva, así mis pies lentos se atrevieron a adentrarse en un lugar donde la sombra no lo hacía tenebroso. A cada paso, sobre el único sendero a la vista, me asombré ante los árboles y arbustos inmensos, las aves que se cruzaban a mi paso sin demostrar temor a mi presencia, donde la tierra 79


era plácida. Caminé un tiempo indefinido hasta que el sendero me mostró una curva importante. Allí me detuve, saqué la brújula de mi mochila para verificar la ubicación y orientarme ya que, por lógica, luego debía regresar. La brújula marcó el norte. Me dirigí al norte. La guardé y seguí por ese camino que sentía virgen a pesar de saber que cada día era recorrido por muchas personas. Otro viro en el camino, más cerrado que el anterior. La desorientación me atrapó ya que no esperaba tantas vueltas. Volví a consultar mi brújula. Por extraño que parezca marcó nuevamente el norte. Era imposible, estaba dando un giro y seguía diciéndome que el norte quedaba hacia donde yo me dirigía y, antes, había hecho lo mismo, yendo en otra notoria dirección. La sacudí, limpié y volví a colocarla en la palma de mi mano. El norte seguía fijo, adelante. Decidí guardarla. No tenía sentido, me desorientaba más, me confundía más. Seguiría el sendero y regresaría sobre mis pasos. Tampoco quedaba demasiado tiempo. Me había internado lo suficiente como para notar que la umbra era aviso de que el sol estaba partiendo de ese mundo fantástico, de naturaleza plena, sofisticada vegetación, y animales sin acechanza. En un instante me encontré parada entre dos inmensas Acacias, sus ramas entrelazadas dejaron ver un haz de luz jamás imaginado que se mostró un sol reful80


gente en algún punto único, al final de un camino. Absorta, incrédula y temerosa me paré entre los dos troncos, mirando hacia lo que parecía ser el final de ese sendero. Allí parada, me vi. Me vi desnuda recogiendo aromas en un mundo desconocido. El sendero era de una virginidad cierta. Me vi transitando un espacio de frutos nuevos, aves y trinos azules, pequeños pájaros entre las ramas, con manos de savia y sed de vuelo. Sentí el aliento de la brisa y de las nubes. Sin dolor, mis pies descalzos. Un sendero sin atajos. Una ventana abierta que me aguardaba. Despojada de todo, como un recién nacido, me vestía de luz. Caminaba hacia algún lugar, todo olía a libertad dentro de ese espacio en que otra yo, otra persona idéntica y absolutamente diferente a mí, se movía y se me mostraba de espaldas. El espejo más invertido en el que jamás me había contemplado. No entendí. No atiné, solo me contemplé en un lugar que no habitaba. Palpé mi ropa, la mochila, miré mis pies calzados y quise gritarme, llamarme, preguntarme hacia a dónde iba, en dónde estaba. De mi boca no salió sonido alguno. Cualquier palabra que pensara se transformaba en silencio. Intenté una vez más explotar la palabra que no podía. Intempestivamente, como un grito, de mi boca asomó una sola palabra. Una palabra desconocida. No era la palabra que intentaba decir, sino un sonido soberano. El temor se convirtió en terror. Corrí lo más ligero 81


que pude por el sendero que me había llevado hasta allí, un espacio ignoto donde me había contemplado en un secreto no construido y en el espejo transformado de mi ser. Cuando llegué a la salida de la reserva era noche cerrada. Nada podía calmar mi angustia, ¿Quién no hubiera sentido angustia al verse imaginada o soñada o deseada y absolutamente desconocida? Me acosté, dormí y al amanecer con dudas y certezas, con temor y esperanzas, con la incertidumbre que nadie más que uno mismo puede develar, me dirigí hasta el poblado para que algún relojero revisara mi brújula y partiría lo antes posible. No cabía en mí la idea de tanta experiencia extraña. Una sensación de bronca trepó desde mis pies hasta mi cabeza y al pasar por el estómago un sabor agrio amenazó con descomponer aún más mi vida y este viaje. Apenas un instante para entregarle mi brújula y comentarle que andaba mal. -¿Cómo lo sabe? -Interrogo displicente. Le conté el desajuste que había tenido en la reserva casi como al descuido, presuponiendo que era un desperfecto fácil de solucionar, quizás algún material magnético en la zona, o vaya a saber qué cosa que ni se me cruzo por la cabeza. 82


Toda mi explicación tuvo por objeto provocar en el hombre otra pregunta. - ¿Estuvo en la reserva? ¿Qué le pareció, disfrutó? Aunque eran preguntas inocentes de un lugareño a una turista, lo que menos deseaba era contar mi experiencia, lo que menos quería era recordar, conversar. Solamente arreglar mi brújula, hacer las valijas e irme a la terminal. La mirada del hombre entre dulce y dubitativa me incitó a responder algo. Algunas palabras sencillas acerca de la belleza del lugar. No más que eso pensé en decirle. Sin embrago al querer expresarlas la sensación de impotencia volvió a instalarse en mí. Ninguna palabra asomó a mis labios sólo y nuevamente aquella palabra ininteligibles como la que me había escuchado decir frente a la visión incierta que aún me conmovía. Sentí vergüenza o algo peor. La mirada hasta entonces dubitativa del relojero se convirtió en sonrisa abierta. -Nadie puede decirla. Bienvenida. Has encontrado tu camino. -Dijo con placidez. Me extendió la brújula, la tome en mis manos, la mire y sin guardarla di media vuelta y me retiré apurada. Mi espalda escuchó sus últimas palabras. -Ya nunca más la necesitaras. Has hallado tu norte.

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El barro “Mientras que todas las otras guerras han sido peleadas por la conquista de bienes o territorios, la de Troya se libró en pos de lo inmaterial: fue la belleza el botín que valió la sangre de los guerreros.” Claudio Kairus

Creí que mi viaje había terminado, que la última experiencia era el final de un aprendizaje que no había soñado, que no había entendido más que superficialmente. Sin embargo un impulso de esos que suelen arrebatarme hizo que mi estómago me dijera que debía hacer una última parada. Esta vez no busque nombre alguno hacia a dónde dirigirme. Me acerqué a la ventanilla y pedí un pasaje al norte. -¿Al norte de dónde? -De acá, lo más al norte que tenga. -Pero…hay muchos destinos al norte. -Busque, por favor, el que quede más cerca del justo norte. -Pero….es… -No importa qué sea o dónde sea…por favor… -casi rogué. 84


La mirada de asombro del hombre la presintieron mis espaldas mientras me alejaba a paso ligero para alcanzar el trasporte que estaba a punto de salir. Arribé a un lugar como tantos, en nada diferente a los que había conocido en todos mis viajes, en los otro viajes, los que programaba y buscaba destinos y tours para recorrer. No quería estar allí. Adentro y afuera de la terminal comercios, gente corriendo un apuro incomprensible, vidrieras y adornos y luces de neón. En un instante de desilusión estuve a punto de regresar y me recriminé por haberme dejado llevar por impulsos. Sin embargo estaba allí y yo lo había decidido. Tome un taxi y le pedí que me llevara al norte. Con el taxista se repitió la conversación que había tenido en la terminal al comprar el pasaje. Pero de igual manera y vaya a saber por qué terminan accediendo a mis extravagancias. Tomó calles, rotondas, una ruta larga. Al final de la cinta de asfalto apareció un camino de tierra. Tomamos por él y todo lo que había visto desapareció ante una planicie de campos verdes. El camino terminaba abruptamente, cerrado por una gran extensión de girasoles a mirada pura hacia el sol. -Es acá. –Me dijo –Amunet. -Amunet. –Repetí. Bajé, le pagué y sin más comencé a caminar. 85


Asomándose por la ventanilla me gritó: -Al anochecer vendré a buscarla. No respondí y la polvareda lo desdibujó en el regreso. Era pleno mediodía, sol abrasador y viento tibio del norte. Solo vi un caserío. Pequeñas construcciones prefabricadas, dispersas, cultivos en los fondos, perros jugando por las calles de tierra. A esa hora no vi más que a una o dos personas haciendo alguna labor fuera de las casas. A nadie parecía llamarle la atención mi presencia. Así seguí caminando con el cansancio del día, con el pudor de una invasora. Caminé y dos cusquitos me siguieron gran parte del camino, Mis zapatillas estaban llevas de polvo y mi cara seca. Seguí con destino a lo que parecía un monte para sentarme a descansar. Parece que los árboles siempre me esperan, me dije, pesando en el viaje anterior. Al llegar me di cuenta que eran más que un pequeño montículo verde, resultó más profundo, más frondoso y fresco de lo que pensaba. Me alegre por ello y seguí internándome mientras escuchaba un rumor lejano de agua que alentó mis pasos. En algún lugar, en algún momento, la arboleda desapareció y asomó un gran espacio, rodeado de árboles, pero como si algo o alguien hubiera quitado los troncos adrede. Un círculo perfecto y un silencio de brisa.

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Allá, cerca de un riacho, una casita humilde y un hombre de espaldas a mí. Nuevamente me sentí una usurpadora pero necesitaba beber agua y descansar un poco. Caminé lento hacia él. Cerca, escuche que canturreaba una canción que no reconocí pero sonaba suave y cálida, serena como todo ese lugar. A punto de decir algo para no causar una incomodidad o un sobresalto, ese hombre me ganó de mano de una manera indecible. Miré la voz que veía del lugar donde estaba. Se levantó y una sonrisa sobre el rostro con tez de bronce me serenó. -Es aquí – Me dijo. Tantas cosas habían pasado en este extraño viaje que por un instante creí saber que nada debía buscar y entregarme a lo que estaba sintiendo, ir hacia donde los pasos me llevaban por una vez en toda mi vida, aunque no supiera hacia dónde iba, qué buscaba, si acaso era algo. Me presenté como pude, balbuceando disculpas por entrar al lugar y con la rigidez en los labios que querían llorar y gritar. Me dio la mano, dijo llamarse Arquímedes, que era alfarero y vivía en ese lugar desde hacía muchos años, fabricaba todo tipo de artesanías pero lo que más amaba era fabricar vasijas. La tierra tan seca del lugar 87


no era obstáculo, tenía un gran pozo de agua y la naturaleza le brindaba lo necesario para hacer su trabajo. Mientras contaba estas cosas no dejó de acariciar la tierra húmeda en sus manos y, lentamente, le daba forma. Esos movimientos suaves -todo allí era suaveme conmovieron, rozaron algún lugar dentro. Cada vez que acariciaba torneando lo que sería una vasija, mi corazón latía a su ritmo: lento, tranquilo, sedante. Fue en ese momento en que me atreví a pedirle me enseñara a hacerlas, que le pagaría por ello. -Compartir no tiene precio, no porque no pueda valuarse, sino porque no debe tenerlo. Así comencé a aprender. En los cuatro días que estuve en el lugar me dediqué a hacer vasija tras vasija, recogiendo tierra del vado del arroyo. Trabaje de sol a sol feliz. Por la noches dormía en un deposito donde el guardaba todos sus instrumentos de trabajo y que acomodo dándome un colchón y una lámpara. Eran noches plácidas. Cenábamos en su casilla y luego me iba a descansar comprometida con mi aprendizaje. La última noche no pude conciliar el sueño y toqué a la puerta de la casa. Me abrió desconcertado ya que nunca lo había hecho. Entré con una sonrisa y le extendí una vasija que había hecho ese día, la que considere más linda, mejor hecha. 88


Él sonrió y la colocó en un lugar preferencial de su casilla. Se dio vuelta y me dijo: -Vamos a ver tus otras obras. Sentí vergüenza pero accedí. En un rincón de mi guarida, como yo la llamaba, estaban todas las que había hecho desde el primer día, desde la más informe y ridícula hasta la que no había llegado siquiera a decorar. Él me hizo acercar a ellas y asomarme adentro de cada una. -¿Qué ves? -¿Adentro? …nada. -respondí. -¿Y en la nueva y la que consideras más perfecta que viste adentro? - No miré, pero ... supongo que nada tampoco. Me tomó del hombro y fuimos a sentarnos en el escalón de la entrada bajo un cielo repleto de estrellas como sólo se ve en los lugares aislados de las luces. Con voz pausada, como en susurros, dijo: Pensarás que estoy loco al preguntarte qué viste adentro de las vasijas. Pero el alfarero sólo construye un continente para que cada uno vea en él lo que es. Adentro están los recuerdos, la búsqueda, los deseos, esperanzas, la falta, el todo. La vasija sos vos. Como sos la roca, esa que los escultores le dan forma y sentido a la materia informe. Te estuviste construyendo estuviste aprendiendo a construirte y esa es la mejor misión en la vida. 89


Me miró como esperando una respuesta pero no la tenía, sólo pensé en aquella visión en el bosque, desnuda ante mí y dentro de una luz. -¿Si debo vivir hincada buscando la huella, el polvo que fui, la sombra que adelanta el tiempo por vivir, si es tan profundo el hoyo donde guardo el atisbo de luz y el lugar donde me sumerjo para ser? ¿Cómo es eso de morir de pie? No respondió, me besó con dulzura y me dio las buenas noches. -Supongo que ahora yo debo buscar las respuestas a esas preguntas que encandilan mis sentidos…Es tiempo de partir. El último día me desperté temprano y lo pasé disfrutando cada rincón del paisaje con la certeza de que nunca volvería a estar allí. Me bañé en el río como cada día, miré mi reflejo en el agua mansa pero nunca igual, aplaudí cuando las hojas de los árboles se entrenían con el viento y toqué las rocas vírgenes bajo el arrullo de los pájaros y ladridos de perros. El sol siempre abrasador, envolvente. Abandonada a la frágil balsa, caminé sobre los rayos del lugar donde se concentra el todo, hacia el centro cambiante que muda ayeres y consagra presentes. Arrebaté la belleza que aplaude en el corazón del universo. Al atardecer me acompañó hasta el lugar desde donde 90


regresaría. Caminamos el poblado que ya comenzaba a dormirse. Miré las sombras de los cuerpos que se nos adelantaban mientras el sol se ponía a nuestras espaldas. -La hora de la sombras largas – Dije con voz de tristeza -la hora donde se van destiñendo los colores del día ... -Estás triste… ¿Por qué?. - El sol ya se va –y una lágrima corrió por mi mejilla. Él puso la mano sobre mi hombro y me acurrucó junto a si. -Siempre hay cosas raras en el mundo, cosas que quitan la paz, que tapan el sol… - El sol nunca se va. No te preocupes, te lo digo de verdad. Siempre hay escondido algo que no podrás ver en ese afuera, un algo oculto en algún lugar y ese algo atravesará todas las murallas que se interpongan en tu vida. Ya sabes que las hay sino…no hubieras pensado en eso, pero confía en que siempre hay sol, hay luz, hay claridad más allá de la umbra, más allá de los claroscuros, siempre adentro del todo hay alguna luz, sólo tenes que buscarla y el resto de las sombras se derribarán. Pero…la luz más importante es la que vos llevas, la que enciende tus mañanas y camina delante para guiarte. Nadie más que vos puede encontrarla. Ahora el sol se duerme un tiempo pero, por ley, vuelve a sonreír en el oriente cada día. En tus noches 91


y tus días, en el tiempo que dure cada uno. Está en tu alma. -Fueron sus últimas palabras y también las mías. En el comienzo del camino de tierra por el que había llegado, le di un abrazo y subí al taxi. El auto arrancó, giró y regresó por el mismo camino sobre el que me había llevado. Por la ventanilla lo vi desdibujarse con una mano alzada despidiéndome. El taxista no dijo nada. Mi reacción fue de extrañeza pero sentía tanta calma que sólo atiné a preguntar: -¿Cómo estaba usted allí? - Le dije que estaría esperándola al atardecer… No hubo necesidad de más palabras. Hubieran sido en vano. Me dejó en la terminal y, por primera vez en este recorrido, pedí un boleto de regreso a mi pueblo. Ahora tenía un destino. Ya no me sentía una pasajera en el ocaso.

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INICIO Encendí las luces, desarmé las valijas, dejé las prendas sobre la cama, acomodé los libros sobre la mesa de luz y los cuadernos al lado de mi sillón, junto a un vaso de whisky. Nada había leído en todo el viaje, nada había escrito. Todo había sido demasiado insólito, como la revelación detrás de una obscena conciencia oscurecida. Me di una ducha caliente y, arropada, volví al sillón, no sin antes apagar todas las luces. Pensé, cómo se pueden pensar en las cosas extravagantes y diversas, tratando de encontrar un sentido a esa experiencia. Recordé como el día en que partiera: que ese día era un aniversario muy triste y que abuela me había dicho algo que no podía recordar. El resto, un vidrio esmerilado. Sólo relámpagos, destellos, imágenes, frases sueltas. Quizás el cansancio, quizás. En ese instante, que es ahora, afloran: la mujer oscura que siempre miraba, sin ver, al sol, los que no conocían a la muerte pero vivían sucumbidos, mi imagen desnuda frente a mí como en un espejo imaginario y, la voz de Melquíades hablando de vasijas forjadas, de la nada y el todo, del cincel que golpea el mármol para darle forma y las sombras y el sol que daba vueltas a 93


mi alrededor y me poseía, y la brújula y el norte y el sol y el oriente. Tres golpes a la puerta me sobresaltaron. La casa seguía oscura pero por algunas ranuras se filtraba una luz. Entre dormida me levanté y la abrí. Una figura se recortaba a contraluz y esa luz me encandiló. El sol asomaba pleno sobre el horizonte bordando surcos de plata en el mar. -Helena…¿Qué pasa? Tardé unos minutos en darme cuenta que era Horacio, por un instante pensé que era el hombre que había visto en el comedor del hotel en mi primera parada del viaje. -¿Estás bien? -Si, ¿por qué? - No sé…me pareció raro ver puestos los postigos y vos somnolienta a esta hora, somnolienta y encerrada. -Es que …debo haberme quedado dormida en el sillón. Llegué muy tarde y muy cansada del viaje. -¿De qué viaje? - Esperá que ahora te cuento, es tanta mi contrariedad mezclada con dudas y respuestas …todo fue tan extraño. Me abrazó con la ternura acostumbrada y sus besos dulces olieron a frutos salvajes y gotas de mar. Cuando salí del baño ya más recompuesta y luego de 94


una taza de café, ante su mirada extraña y mi extrañeza por la suya, comenzó a observar las valijas abiertas y la ropa sobre la cama. -¿A dónde te vas? ¿No pensabas decirme nada? ¿Qué pasa? - No, no me voy a ningún lado…vengo. Te dije que me fui de viaje. Sé que fue algo intempestivo y no te avisé pero necesité escapar …aunque…. Me interrumpió alterado. -¿Escapar de qué? ¿A dónde te fuiste? No. No te fuiste, te vas… - No me voy a ningún lado y por un buen tiempo te lo aseguro. - Tenes la ropa lista para meter en las valijas… - No, las saqué apenas llegué y no tuve tiempo de guardarla…fundida. Un viaje muy extraño. -No puedo entenderte …si antes… hace…. -¿Hace cuánto...qué?...no empecés con los reclamos. Él bajó a cabeza y aferró la taza con las dos manos. Igual que aquel hombre. A ambos se les veía solamente el cabello entrecano y adivinaba una mirada en la hondura del negro café. -¿Por qué me miras así? Debí haber disimulado por lo menos hasta que le contara todo el viaje y pudiera entender y, a lo mejor, yo también podría entender. 95


-No seas tan ansioso, demasiada incertidumbre y mucho en qué pensar …dame tiempo. Aguantame que me pongo un abrigo y vamos a caminar por la playa…la extraño ¿sabes?...y te cuento…bueno si es que puedo. Mientras yo decía y pensaba estas cosas, mientras iba a buscar mi campera preferida para las caminatas, él se había sentado en mi sillón, como tantas veces y estaba hojeando los cuadernos. -No pude escribir nada. Ni una línea… En ese momento se levantó de golpe, miró los postigos aún sin sacar, las cortinas cerradas y se dio vuelta hacia mí con dos cuadernos abiertos. Caminó lento y me fue mostrando el resto. Estaban todos escritos. Cada página, cada una de ellas y de cada uno de ellos. Parado frente a mí comenzó a leer párrafos sueltos de una historia, de un viaje. Eran mis vivencias, era algo así como mi diario. Pero yo no había escrito una sola palabra y de eso también se dio cuenta porque no era ni mi letra ni mi estilo de escritura. -Esto es rarísimo y muy…jugoso… pero…¿de quién es? - No lo sé, yo no lo escribí te digo pero…pero es lo que me pasó en el viaje que hice en este tiempo. -¿Qué tiempo, qué viaje?…si… 96


-Me fui de viaje te digo, un viaje raro, movilizador hasta te diría revelador….me fui…no ves que recién llego… La discusión y las contradicciones llegaron a un punto sin retorno. Le dije que era mejor seguir hablando afuera mientras caminábamos y el sol se levantaba hacia el cielo. -Hace mucho que no lo veo sobre el mar. Callado, me siguió. Cerré la puerta y bajé los escalones de madera hasta tocar la arena. Se detuvo como esperando algo y yo lo miré con los ojos llenos de más interrogantes. -La puerta -Me dijo con un temblor en la voz. -Ya la cerré. -Si, ya sé pero…no tocaste el picaporte para asegurarte. Desde que te conozco jamás, jamás dejas de hacerlo…es tu manía. En ese instante me di cuenta que era cierto lo que me decía. En ese instante y como una ráfaga de memoria inconclusa sentí que aquello que supuestamente mucho atesoraba y, por tanto tiempo, creí se encontraba en algún lugar de la casa, lo llevaba conmigo. -El sol está adentro de mí. -Respondí con una sonrisa suave. La luz amanecida se esquinaba en mi antigua oscuridad, en algún bolsillo del sol, en la sombra de la vida desaprovechada, en el límite del destino y en cualquier 97


esperanza. Con un suspiro de alivio sonreí y murmuré a su oído mientras lo tomaba del brazo. El resto es pura anécdota. Eso solemos decir los que no sabemos cómo contar cosas que son pantallazos de existencia, recortes de tiempo y sucesos que marcan nuestra vida. Una vida llena de intrigas que adornaban la historia de un sol que me había prohibido en vano . Creo que le conté una historia mientras mi rostro se iluminaba con el sol del oriente. Nos alejamos lentos. La veleta giraba en todas direcciones. Esa veleta colocada en el techo de mi casa y que había sacado antes de partir, como siempre, pero que no había colocado al regresar.

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Indice

PRÓLOGO..............................................................................9 EL GRITO..............................................................................15 LA VIEJA CASONA.............................................................18 PARÁLISIS..............................................................................22 SIN TIEMPO..........................................................................25 RE VISIÓN.............................................................................31 UN CUENTO LARGO........................................................34 TOMADOS.............................................................................36 FIESTA....................................................................................42 AUNQUE LOS RELOJES ..................................................45 DIGAN LO CONTRARIO.................................................45 MUJER DE DOS MUNDOS..............................................47 TROYA ESTÁ AFUERA Y EL SOL ESTÁ ADENTRO.................................................51

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