漏 De la selecci贸n y la nota preliminar: Leopoldo Cervantes-Ortiz, 2012
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Contenido Nota preliminar
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Pórtico: Patmos esquina con el Eje Central (1987)
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I. Protestantismo, laicidad y liberalismo 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.
¿A poco no le da gusto estar excluido? (las marginalidades por decreto) (2002) Del miedo o el amor a la modernidad (2007) Notas sobre el destino (a fin de cuentas venturoso) del laicismo en México (2006) Danos hoy nuestra teología cotidiana (2008) De las variedades de la experiencia protestante (2010) En el bicentenario del nacimiento de Benito Juárez (2006) Los días de nuestra edad (2008) Luis Vázquez Buenfil, ―El protestantismo ha hecho progresos, pero todavía tiene zonas conservadoras…‖ (Entrevista) (1994) 9. Rodrigo Vera, ―Monsiváis, protestante de raíz familiar‖ (Entrevista) (1996) 10. Elena Poniatowska, ―Los pecados de Carlos Monsiváis‖ (Entrevista) (1997) 11. ―La fe de Monsiváis‖ (Entrevista) (2009)
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II. Lecturas y autores 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.
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Lectura y globalización. Elogio (innecesario) de la lectura Luis Cernuda (1902-1963) (1979, 2002) Yáñez: Pueblo de mujeres enlutadas (1904-1980) (2004) ―Adonde yo soy tú somos nosotros‖ (1998) Jaime Sabines: ―Encerrados ahora en el ataúd del aire‖ (2009) Carlos Fuentes: estampas de medio siglo (2008) Sergio Pitol: el autor y su biógrafo improbable (2000) José Emilio Pacheco: ―Aprendimos que no se escribe en el vacío‖ (2009)
III. Política y fantasmas populares 173 179
1. Tan cerca, tan lejos, las ilusiones de la vecindad (2003) 2. Duración de la eternidad (1992) 3. No es que esté feo, sino que estoy mal envuelto, je-je (notas sobre la estética de la naquiza) (1976) 4. Octavio Paz y la izquierda (1999) 5. Me fui de Comala porque mi padre vivía en Houston (2007) 6. De las fechas rituales y sus enemigos (2003) 7. Lecciones de Semana Santa (2004) 8. Las dos Navidades (2003)
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Nota preliminar
A dos años de la muerte de Carlos Monsiváis su espectro sigue agobiando el imaginario colectivo de los lectores, pues la capacidad crítica y descriptiva con que siempre se deslizó en las páginas de cuanto texto y libro publicó sigue siendo un enorme desafío. La ausencia en donde hoy se encuentra agazapado no lo exime de la culpa de propiciar que quienes lo lean enfrenten y evoquen un enorme caudal de alusiones que a veces los rebasan.
La presente antología es apenas un tímido acercamiento al océano escritural monsivaíta pero que refleja algunas de las preocupaciones del cronista protestante de la colonia Portales. Los ejes enunciados: identidad, literatura y cultura son sólo tres aspectos entre otra decena de posibilidades. No obstante, la filiación religiosa, la pasión literaria y sus abordajes constantes a la cultura popular aparecen como referentes indudables de su labor. En el primer caso, su obsesión por los esfuerzos para establecer la laicidad como algo legal y permanente en México lo llevó a escribir textos verdaderamente memorables y útiles para la discusión. Al ensayar análisis de autores muy cercanos a él, su maestría interpretativa salta a la vista, incluso para tratar autores con los que tuvo una relación difícil, como sucedió con Octavio Paz. Y acerca de la cultura popular, aquí sólo se incluyen textos que, tomados casi al azar, manifiestan también el celo hermenéutico con que gozaba al describir y cronicar algunos sucesos o realidades que mucha gente consideró de bajo o nulo interés. El texto colocado como ―pórtico‖ muestra de cuerpo entero la dimensión lúdica, intertextual y antisolemne que siempre lo caracterizó y que, para regocijo de cualquier tipo de lectores/as bien puede abrir el apetito para avanzar en el contenido de esta recopilación. Ciertamente, los textos que brotaron de la imaginación de Monsiváis seguirán muy presentes en el ámbito de la literatura en español.
El mejor homenaje que puede recibir un escritor, se ha dicho hasta el cansancio, es la lectura atenta y creativa. Eso esperó siempre Monsiváis: un diálogo fecundo, constante e interminable. Ojalá estas páginas consigan un poco de ese propósito. 5
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Pórtico PATMOS ESQUINA CON EL EJE CENTRAL Nexos, diciembre 1987 www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=73199 Bienaventurado el que lee, y más bienaventurado el que no se estremece ante la espada aguda de la economía, que veda la entrada al dudoso paraíso de libros y revistas, en estos años de ira, de monstruos que ascienden desde el mar, de blasfemias, y de dragones a quienes seres caritativos filman el día entero para que nadie se llame a pánico y se les considere criaturas mecánicas y no anticipos de la feroz desolación. Y digo lo que miré en el primer día del milenio tercero de nuestra era. El que tiene oído, oiga, y el que no que se ahogue en lascivias, en concupiscencias, en embriagueces, en glotonerías, en banquetes, y en otros abominables placeres deleitosos. Y vi una puerta abierta, y entré, y escuché sonidos arcangélicos, como los que manaron del equipo muzak el día del anuncio del Juicio Final, y vi la ciudad de México (que ya llegaba por un costado a Guadalajara, y por otro a Oaxaca), y no estaba alumbrada de gloria y de pavor, y sí era distinta desde luego, más populosa, con legiones columpiándose en el abismo de cada metro cuadrado, y reconvenciones a modo de video-clips para las parejas que renunciasen a la bendición demográfica de la esterilidad y al paraíso de los unigénitos, y un litro de agua costaba 10 mil marcos, y se pagaba por meter la cabeza unos segundos en un tanque de oxígeno, y en las puertas de las estaciones del metro se efectuaban sorteos para decidir quiénes habrían de viajar ese día (―No más de 10 millones de personas por jornada‖, decía el letrero que era cáliz de los incontinentes). Y había retratos de la Bestia y de la Ramera, y el número era 666, pero comprendí que no estaban allí para espantar, sino con tal de promover series especiales (―Salude al nuevo siglo con sonrisa milenarista‖), y busqué en vano las señales, los arcos celestes, los tronos que emitían relámpagos, los mares de vidrio, los animales tan poblados de ojos que parecían sala de monitores, los libros de siete sellos... Sólo encontré los signos de plagas, muerte, llanto y hambre, pero no eran muy distintos a los anteriores, a los por mí vividos, más ampliados porque recaían sobre más gente, pero hasta allí. Y había más protestas y más promesas, territorios liberados y territorios ocupados, más hartazgo y más resignación, pero hasta allí. 7
Y me alarmé y pregunté: ¿qué ha sucedido con profecías y prospectivas? ¿Dónde almacenáis el lloro y el crujir de dientes, y los leones con voz de trueno que esparcen víctimas como si fueran volantes, y el sol negro como un saco de cilicio, y la luna toda como de sangre, y las estrellas caídas sobre la tierra? ¿Dónde se encuentran? ¡No pretendáis escamotearme el apocalipsis, he vivido en valle de sombra de agonía sólo para esa revancha suprema de los justos, hice minuciosamente el bien con tal de ver a los fazedores del mal reprendidos a fuerza de fuego y tridentes y cesación del rostro de Dios! Y quienes me oyeron, porque de oídos no carecían, se extrañaron de mi rencorosa verbosidad. Y 24 ancianos, ya mayores de treinta años todos, debatieron entre sí, y uno se acercó y con voz de confidencia del trueno me advirtió: ―¡Hombre de demasiada fe! ¿Qué aguardas del futuro que no hayas vivido? La esencia de los vaticinios es la consolación por el fraude: el envío a la tierra sin fondo del tiempo distante de los problemas del momento. Observa con detenimiento al porvenir: es tu presente sin las intermediaciones del autoengaño‖. —¡Pero eso no es posible!, grité. Si el gran mérito de las épocas que vienen es su falta de misericordia. Gracias a eso Uno se consuela de no vivirlas. —Has descrito sin proponértelo otra estrategia de la piedad infinita y cuantificada de Dios, me respondió el patriarca de la tribu que bien podría tener 32 años. Habría una sublevación terrible de los mortales, si no creyésemos en el fondo que lo venidero es siempre peor, y quizás lo es desde las perspectivas actuales, pero cada uno que alcanza el futuro, comprende que esto no es lo más horrible, que lo verdaderamente intolerable es lo que habrá de llegar. Y así hasta el exterminio de los tiempos. Y en ese instante vi al apocalipsis cara a cara. Y comprendí que el santo temor al Juicio Final radica en que ya no se estará para presenciarlo. Y vi de reojo a la Bestia con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cuernos diez diademas, y sobre las cabezas de ella nombre de blasfemia. Y la gente le aplaudía y le tomaba fotos, y grababa sus declaraciones exclusivas, y supe con claridad que de inmediato se hizo bruma dolorosa, que la pesadilla más atroz es la que nos excluye definitivamente.
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I. PROTESTANTISMO, LAICIDAD Y LIBERALISMO ¿A POCO NO LE DA GUSTO ESTAR EXCLUIDO? (LAS MARGINALIDADES POR DECRETO) Este País, 2002. http://estepais.com/inicio/historicos/133/11_ensayo8_A%20poco%20no%20le%20da%20gus to_Monsivais.pdf Si Dios nos hubiera querido diferentes, no nacemos en la misma vecindad De la mayoría marginada, ya se dice y se sabe bastante, por lo menos en cifras, así se desdibujan sus formas de sobrevivencia. Nadie objeta seriamente la descripción de México, ―país fundado sobre la desigualdad‖, y ningún gobierno, tampoco más allá hasta de las tibias medidas ―de urgencia‖ que acompañan a la grandilocuencia patética de los gobernantes. ―A los desposeídos les pido perdón‖, exclama el primero de diciembre de 1976 José López Portillo al tomar posesión de la Presidencia, desplegando el gesto operático que los siguientes mandatarios evitarán. (Al cansancio de la demagogia lo envuelven los harapos tecnocráticos.) A los habitantes de la miseria y la pobreza, 40 o 60 por ciento de la población, cómo dar con los datos aproximados, se les reserva la dureza o la indiferencia tan propias de la historia, y no mucho más. Los que ni siquiera han sido objeto de la atención escénica son los integrantes de las minorías marginadas, por razones donde intervienen el racismo, el sexismo, la homofobia y la intolerancia religiosa. En este caso, a los criterios de inclusión y exclusión los exacerba un motivo simple: la exigencia de uniformidad. Hasta épocas muy recientes, la diversidad no es término usual en México y, sólo en 1982, durante la campaña de Miguel de la Madrid, y a modo de cortesía hacia los científicos sociales, se menciona la condición plural del país. Todavía entonces se define a México como un todo homogéneo: nación católica a la hora de fiestas, peregrinaciones y censos, sociedad profundamente mestiza y heterosexual. No se conciben lo legítimamente alternativo, el derecho a ejercer y las libertades en materia de moral y vida cotidiana. Pese al derecho a la diferencia (la tolerancia de cultos de la Reforma liberal del siglo xix, la lucha de los revolucionarios ―jacobinos‖ en la Constitución de 1917, y las sucesivas demandas igualitarias), a la pluralidad se llega con lentitud pasmosa. Las guerras de Reforma y la Revolución impulsan el desarrollo secular, pero en la implantación de la tolerancia interviene más el desarrollo internacional que la creación de los gobiernos o la amplitud de criterio de la sociedad. Casi hasta hoy, a la uniformidad se le rinde culto a nombre de los poderes terrenales y celestiales. Acátese y cúmplase: el monopolio de las creencias y el monopolio del poder político y el monopolio del poder económico y el monopolio de la conducta admisible se integran en un haz de voluntades tiránicas. Se margina a las mayorías y las minorías y se considera natural o normal su destino atroz. A los excluidos de la Nación (la mayoría), se les condena al infierno de la falta de oportunidades complementada por la ausencia de respetabilidad. En los espacios marginales de las minorías se congregan los disidentes religiosos, los disidentes políticos, los minusválidos, los alcohólicos, los gays y lesbianas y, muy especialmente, los indígenas. No obstante sus diferencias extraordinarias, estos sectores comparten rasgos primordiales: el costo psíquico y físico por asumir y transformar la identidad diseñada desde fuera, las dificultades para construir su propia historia (el esfuerzo continuo de adaptación a medios hostiles), y las repercusiones interminables del ―pecado original‖, la culpa de no ajustarse a la norma. 9
Los indígenas: las herencias de la desigualdad Si algo aclara la rebelión de los indios de Chiapas, es la evidencia del racismo en México, una de las grandes aportaciones del EZLN. Ser indio —es decir, pertenecer a comunidades que así se identifican a partir de prácticas endogámicas, idioma minoritario y costumbres ―premodernas‖— es participar de la perpetua desventaja, en una segregación iniciada desde el aspecto. Los que niegan el racismo nacional suelen alegar el éxito de personas con rasgos indígenas muy acusados, pero ninguno de estos indios-asimple vista es hoy secretario de Estado, gobernador, político destacado, empresario de primera, o simplemente celebridad. Esto, para ya no hablar de las mujeres. En su novela Invisible Man, Ralph Ellison describe cómo, a ojos del sector dominante, el color de la piel borra la humanidad y la singularidad de las personas. Un negro es indistinguible de otro negro, porque los iguala el desprecio que se les profesa. Algo semejante todavía por sus consecuencias extremas, más cruel todavía, sucede con los indios de México, circundados desde la Conquista por el rechazo múltiple: ¿por qué no? Son primitivos, desconocen la maravilla de los libros (al igual que la mayoría de los racistas), son paganos aunque finjan catolicidad, y resultan para siempre menores de edad, como lo ratifica el Instituto Nacional Indigenista. De acuerdo con este criterio, no se les margina: han nacido fuera y su actitud pasiva sólo confirma su lejanía orgánica del centro. Pertenecer a ―la raza vencida‖ anula en los indígenas ―la posibilidad de desarrollo‖, lo que en el catálogo racista inicia la lista de otras prisiones: la lengua ―extraña‖ que sólo una minoría comparte, la inermidad educativa, el arrinconamiento en zonas de la depredación ecológica, el alcoholismo, el caciquismo, las inevitables riñas internas, el aislamiento cultural profundo. Si desde la Conquista, el sometimiento de los indígenas persiste no obstante las rebeliones esporádicas y sus aplastamientos, el régimen de la Revolución mexicana sacraliza la fatalidad. En 1948, Alfonso Caso, fundador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y del Instituto Nacional Indigenista (INI), define con ligereza tautológica el sujeto de sus encomiendas: ―Es indio todo individuo que se siente pertenecer a una comunidad indígena, y es una comunidad indígena aquella en que predominan elementos somáticos no europeos, que habla preferentemente una lengua indígena, que posee en su cultura material y espiritual elementos indígenas en fuerte proporción y que, por último, tiene un sentido social de comunidad aislada dentro de las otras comunidades que la rodean, que la hace distinguirse asimismo de los pueblos de blancos y mestizos.‖ Indio es el que vive en el mundo indígena, así de preciso es don Alfonso. El mestizo tiene en proporción definida ―elementos somáticos europeos‖, lo que, de acuerdo con esta argumentación, en algo lo redime. ―Todavía se les nota lo indio, pero ya hablan un español reconocible.‖ Y en el universo de los indios, a la miseria económica la complementa la degradación moral o como se le llame a la incesante bruma, la violencia orgánica de las etnias, y la brutalización de las mujeres en ámbitos cercanos al apartheid. Esta opresión deshumaniza, así los ladinos la califiquen de muy voluntaria y emitan su dictamen: ―Los indios están así porque quieren.‖ Históricamente, los saqueadores y los opresores se divierten ridiculizando a sus víctimas. Además del clima social, el racismo dispone de la caricatura política del siglo xix, de los estereotipos en la poesía y la narrativa, del choteo de los titubeantes en el uso de el castilla, y, más tarde, de las parodias del teatro frívolo, la radio, el cine y la televisión. El indio es el ser sin vínculos suficientes o mínimos con la civilización, alguien apartado de la Nación, trágico o patético, y divertido sólo en ocasiones y a pesar suyo. Para quienes lo contemplan sin verlo, sus tradiciones son mero pintoresquismo, y su apego a usos y costumbres permite apuntar con 10
sorna o preocupación al ―primitivismo‖. La iglesia católica los infantiliza, el guadalupanismo les ofrece el refugio de la fe, el Estado los protege de modo lejano y a los ―huérfanos de la civilización‖, se les ―adopta‖ con desgano y sin responsabilidad. El Instituto Nacional Indigenista, ―orfanatorio‖ o ―casa de cuna cultural‖, aporta algunos beneficios y garantiza el desinterés extremo del gobierno que ya piensa cumplido su deber si algo cede de su presupuesto. Y la vida de los indígenas suele desenvolverse en condiciones infrahumanas y en medio del desinterés de los medios informativos, alejados las más de las veces del registro de los asesinatos, las violaciones de mujeres, el saqueo constante de tierras y bosques. Son indios, viven fuera de la nación. Como ha demostrado Enrique Florescano, se quiere justificar el despojo con razones históricas, con la mitología opresiva que inicia Lucas Alamán. Según Alamán y sus descendientes, México no le debe nada al pasado indígena, y la sociedad mexicana ni siquiera registra sus valores. Se elimina del recuento, observa Florescano, ―la participación decisiva de los indígenas y campesinos en los tres movimientos que cambiaron la historia moderna y contemporánea de la nación: Independencia, Reforma y Revolución‖. La Nación, argumenta Florescano, se ha opuesto por sistema a las reivindicaciones indígenas, pretendiendo imponerles leyes que violan sus derechos más entrañables: el racismo les ha exigido renegar de sus lenguas, deponer su autonomía y, en suma, dejar de ser indios, al obstruírseles el derecho a la propia identidad. La marginalidad no se elimina por decreto, y a los indios se les hace a un lado, y se les castiga por su condición marginal. En Guerrero, Puebla, Hidalgo, el Estado de México, Chiapas, Oaxaca, la ciudad de México, Yucatán, los indígenas viven en condiciones de extrema penuria y ya para 2002 su número debe oscilar entre los 11 y los 12 millones de personas. En su caso, sin ambages, el Estado de derecho no existe, y no es infrecuente la semiesclavitud. Hasta 1995 el robo de ganado se penaliza en Chiapas más que el asesinato, y todavía en 1960 se utiliza la frase ―gente de razón‖ para distinguir entre los mestizos y criollos y los indígenas. El desprecio es orgánico y, para volver al caso del EZLN, en 1994 el oficial mayor del gobierno de Chiapas, asegura que los enmascarados no pueden ser indígenas, porque estos no usan armas modernas sino arcos y flechas. Otros, como el abogado Ignacio Burgoa, se azoran al enterarse de la condición humana de los indios. Antes del EZLN, ya se acrecienta en los sectores indígenas la resistencia a la marginalidad. La migración laboral a Estados Unidos impone una corriente modernizadora empeñada en el uso de la tecnología. Las numerosas conversiones al protestantismo expresan la necesidad de nuevos comportamientos y otro modo de pertenencia a la religión. Y las jóvenes indígenas se enfrentan al machismo interno y externo pero ya esta vez con algunas posibilidades y en medio de la movilización política, cultural y psicológica iniciada en 1994 en Chiapas. Los protestantes: “A Dios sólo se le adora de un modo” Como a los miembros de las otras minorías, los protestantes o evangélicos también son excluidos múltiples. En este caso, de la identidad nacional, del respeto y la comprensión de los vecinos, de la solidaridad. No se reconoce su integración al país en lo cultural, lo político y lo social, y lo mismo a fines del siglo xix que a fines del siglo xx la intolerancia ejercida en su contra no desata mayores protestas. En las postrimerías del siglo xix se inicia en México la presencia del protestantismo, y los primeros conversos viven el alborozo de la fe que les cambia literalmente la vida, les da acceso al libre examen y los aparta de lo que, a su juicio, es 11
fanatismo. Se les mira con enorme recelo y se les persigue, obligándolos a concentrarse en las grandes ciudades. Ya en las primeras décadas del siglo xx se han instalado en México las principales denominaciones de Norteamérica, y comienzan los grupos nativos, de raigambre pentecostal. Son presbiterianos, metodistas, bautistas, nazarenos, congregacionales. Ya para 1930 se afirma la ola pentecostal con su énfasis en la experiencia religiosa directa y en la emotividad del creyente. Siempre, a las reacciones espontáneas de tolerancia las encauza el criterio de los obispos católicos alarmados por el crecimiento del protestantismo. En 1951 se desata una campaña de proporciones amplias, orquestada por el arzobispo Luis María Martínez, que ordena frenar ―el avance del protestantismo‖ y contempla impávido la represión desatada. Don Luis María parece moderno, cuenta chistes levemente audaces, bendice todos los edificios nuevos y es miembro de la Academia de la Lengua. También es un cruzado de la fe a la antigua, y sin remordimiento alguno preside la cacería de herejes. No hay entonces hábito de enfrentarse a la intolerancia. Si los persiguen es porque se la buscaron. Una excepción: el gran escritor Martín Luis Guzmán, director del semanario Tiempo. En una portada de 1952, Tiempo declara: ―Contra el Evangelio, la iglesia católica practica el genocidio‖. Nadie más protesta, y es considerable la lista de crímenes y agravios: congregaciones expulsadas de sus pueblos, templos apedreados o quemados, pastores asesinados a machetazos o arrastrados a cabeza de silla, marginación social de los ―heréticos‖. Los jerarcas católicos sonríen. En la ciudad de México no se castiga tanto la marginalidad religiosa; en los pueblos es una provocación. Los más pobres son los más vejados, y los pentecostales sobre todo la pasan muy mal, por ser ―aleluyas‖, gritones del falso Señor. No hay hábito de respetar y entender la diferencia. La sociedad cerrada de una nación aislacionista no conoce de matices, y el rechazo va del humor de exterminio a la desconfianza imborrable. Así, un chiste típico: el padre se entera de la profesión non sancta de la hija, y se enfurece amenazándola con expulsarla de la casa. ―¡Hija maldita! Dime otra vez lo que eres para que maldiga a mi destino/ Papá, soy prostituta‖. Suspiro de alivio y dulcificación del rostro paterno. ―¿Prostituta? Ah, bueno, yo creía que habías dicho protestante.‖ Y el choteo infaltable: ―¡Aleluya, aleluya, que cada quien agarre la suya!‖. A los protestantes los rodea el clima de incomprensión y señalamiento. ―Es muy buena persona pero.../ Sí, hijo, ve a su casa a comer pero que no traten de quitarte tu fe.‖ Los letreros expulsan de antemano. ―En esta casa somos católicos y no aceptamos propaganda protestante.‖ Lo más inadmisible es el fenómeno de la conversión. Eso es tanto como aceptar el salto de mentalidad de Saulo de Tarso en el camino a Damasco cuando lo habitual es el elogio de la incondicionalidad de Juan Diego. Y las condenas se aglomeran. Los protestantes son ―antimexicanos, agentes de la codicia de almas de Norteamérica, destructores de la unidad nacional‖. En el ultraje coinciden la furia del fundamentalismo católico y el homenaje de funcionarios del gobierno a su pasado parroquial. La marginalidad religiosa sigue siendo un continente inexplorado. Así por ejemplo, para convertir a México en el país abrumadoramente católico de la publicidad los obispos se han desentendido de la gran carga de ―idolatría‖ (la recurrencia de los ritos indígenas prehispánicos), y de los cientos de miles de adeptos del Espiritualismo Trinitario Mariano, del espiritismo, de las variedades esotéricas. Y hasta hace unos años tenía éxito la presión por la uniformidad, tanto que en un momento dado el protestantismo parece condenado al estancamiento, a ser tan sólo la minoría sintomática de una etapa de la americanización del 12
país. A mediados del siglo xx, en la capital y en las ciudades grandes, los protestantes pasan de amenaza a pintoresquismo, las familias que los domingos se movilizan con sus himnarios y Biblias, la gente piadosa y por lo general confiable y excéntrica. ¿A quién se le ocurre tener otra religión si ya ni siquiera la fe de nuestros padres es muy practicable? La vida social asimila a los deseosos de oportunidades de ascenso, que prefieren casarse por el rito católico, y ya en la década de 1970, la intolerancia triunfa y se prohíben las actividades del Instituto Lingüístico de Verano, organismo responsable de la traducción de porciones de la Biblia a lenguas indígenas. Para deshacerse del ilv se alían los obispos y los antropólogos marxistas que, sin prueba alguna, lo califican de ―avanzada de la cia‖, ―instrumento de la desunión de los mexicanos‖, etcétera. Nadie se lo esperaba: por esas mismas fechas sobreviene la fiebre de la conversión masiva al protestantismo. Al éxodo de ritos y conversiones lo motivan la necesidad de integrarse a una comunidad genuina, las revelaciones individuales del libre examen de la Biblia, el deseo de cambio personal y la urgencia de las mujeres indígenas, ansiosas de que sus maridos abandonen el alcoholismo y la violencia doméstica. Sobre todo en el sureste del país se masifica la conversión, y en correspondencia los obispos católicos lanzan una campaña de odio contra las ―sectas‖, calificadas noblemente por el nuncio papal Prigione de ―moscas‖. En Chiapas se expulsa a los protestantes de varias comunidades, en especial de San Juan Chamula (35 mil desplazados). A las campañas antiprotestantes se unen las diatribas contra el New Age, ―doctrina diabólica‖. Pero el avance del protestantismo no se detiene, ni tampoco el de los grupos paraprotestantes (mormones o Santos de los Últimos Días, Testigos de Jehová). En todo el país se expanden los grupos pentecostales y lo que parecía inmovilizado anima con fuerza a la diversificación. A lo largo de un siglo, la propaganda católica insistió en su gran argumento contra el protestantismo: ―Varías, luego mientes‖, pero en un país plural esta razón ya no es suficiente, y tal vez de cinco a diez millones de personas participan de estos credos. Los gays: de lo indecible a lo argumentativo Desde la adaptación del Código Napoleónico, las leyes de México nunca han prohibido la homosexualidad consensuada entre adultos. (Algo muy distinto sucede con la paidofilia, altamente penada para heterosexuales y homosexuales.) Sin embargo, contra los gays se ha dado una aplicación monstruosa de la justicia, y se han permitido, por comisión o por omisión, las persecuciones de ―anormales‖. El parapeto de las cacerías homofóbicas es la tradición judeo-cristiana y una expresión siempre indefinida: ―Faltas a la moral y las buenas costumbres‖, que auspicia y legitima multas, arrestos por quince días o varios años, despidos, maltratos policiacos, chantajes, secuestros por parte de la ley, incluso envíos al penal de las Islas Marías. En la historia de México a los homosexuales se les ha quemado vivos, se les ha linchado moral o físicamente, se les ha expulsado de sus familias, de sus comunidades y (con frecuencia) de sus empleos, se les ha encarcelado por el solo delito de su orientación sexual, se les exhibe sin conmiseración alguna, se les excomulga, se les asesina con saña. Nada más ―por ser lo que son y como son‖, el siglo XX les depara, además del vandalismo judicial, una dosis generosa de razzias, extorsiones, golpizas, muertes a puñaladas o por estrangulamiento, choteos rituales; en síntesis, el trato inmisericorde de la deshumanización. No hay respeto ni tolerancia para los jotos, o -los términos se unifican por el desprecio- los maricones, los putos, los afeminados, los lilos, los larailos, los raritos, los invertidos, los sodomitas, los tú-la-trais, los piripitipis, los puñales, los mariposones, los mujercitos. Al tanto del descrédito religioso y 13
moral de ―las locas‖, la sociedad los repudia de modo absoluto hasta fechas muy recientes, y aún hoy mantiene el énfasis de la filantropía. ―Que hagan lo que quieran mientras no lo hagan en público y no se metan conmigo.‖ El espacio de los homosexuales es El Ambiente (el ghetto constituido desde fuera, sin otras reglas que el ligue constante y la creación de ―familias gay‖ o núcleos amistosos), y la táctica defensiva ha sido el clóset, la protección de la identidad a través del ocultamiento. Por un tiempo, y en algunas regiones y sectores todavía hoy, la conclusión de los gays es evidente: ―Si saben lo que hoy soy, me tratan como si fuera todavía menos de lo que soy.‖ Si el repudio social afecta a todos los homosexuales, las injusticias serenísimas sí admiten las excepciones. Por más que sufran también la chacota y los hostigamientos, los que tienen posibilidades adquisitivas se las arreglan para atenuar el maltrato. Tal posibilidad decrece entre la gente de clases medias (los más numerosos), y se anula en la tribu de los muy obvios, los afeminados pobres, los travestis, los ―jotos de tortería y burdel‖. Pero todos los subgrupos del mundo homosexual comparten el acoso y la duda inmensa: ―¿Cómo me verán realmente los que no son como yo, así se trate de mis padres, mis hermanos, mis amigos cercanos? ¿Cómo me juzgan los que no aceptan mi manera de ser?‖. El dinero, siempre, construye sus ―territorios libres‖. En la primera mitad del siglo xx, por ejemplo, los homosexuales de posibilidades son rentistas, modistos, decoradores de interiores, funcionarios, técnicos, dueños de restaurantes y bares, profesionistas distinguidos, anticuarios, arquitectos, artistas. Se mueven en ámbitos reducidos, atenidos a las convenciones del ghetto, entre ellas el habla ridiculizadora del semejante y la crisis permanente de aceptación. También, el afeminamiento es un requisito de sobrevivencia. ―Que se note con claridad lo que somos para que nunca se llamen a sorpresa.‖ Por lo común viven en la ciudad de México y viajan, regularmente a Europa y Nueva York. Algunos de esta elite no verbalizan jamás su predilección. Les resulta muy alto el costo de ser calificados de ―traidores a la masculinidad‖. El vendaval del chismerío desciende sobre los gays pobres, aunque si no los delatan la voz y los modales no la pasan tan mal, marginados que se asilan en los rincones de la aceptación. Y el infierno se desata sobre los habitantes de pueblos y ciudades pequeñas, casi inevitablemente de orientación sexual muy obvia. Por eso, los homosexuales huyen a la ciudad de México para escapar del asedio cotidiano. ―Estoy harto de que digan: nos vemos a la vuelta de la casa del rarito‖. En provincia se exacerban el humor fácil y la hostilidad hacia los imposibilitados de fingimiento, y a quienes los tratan o los ven, un desviado les resulta la oportunidad de sentirse superior al instante. ¿Quién les manda renunciar al temple viril? La visibilidad a su alcance sólo se da a través del escándalo, que todo lo destruye, excepción hecha de quienes por su talento y su movilidad social (artistas, escritores, algunos funcionarios ―solterones‖) se dan el lujo de sobrellevar el halo de las murmuraciones. El estigma es triturador, y para asimilarlo o, más concretamente, para conservar en algo la salud mental, se requiere durante la mayor parte del siglo xx, de la interiorización del cerco de odio, manifiesta en el acatamiento a las reglas de juego impuestas por el prejuicio. Un homosexual debe ser afeminado, un homosexual debe odiarse a sí mismo y a todos los que son como él, un homosexual debe ser y debe parecer frágil, un homosexual debe aficionarse a todo lo no viril, para empezar las artes (el ejemplo de los Opera Queens, y los fans de las divas de Hollywood). Por su cuenta, los homosexuales aportan el ingenio (arma defensiva) y la rapidez para crear y captar la moda. 14
No importan la posición, el talento, la honorabilidad. Ante la policía o ante la maledicencia, el homosexual pierde su identidad personal y se vuelve el ser repugnante. De allí la necesidad del clóset, y el alto número de los que se casan, de los que se psicoanalizan en pos de ―la cura‖, de los que extreman su religiosidad para implorar ―el fin de la maldición‖. Como en la frase de Sartre, el infierno son los demás, pero, también, el infierno está dentro del marginal. Así, la ausencia de derechos civiles y humanos multiplica la sensación de inexistencia. ―No somos nada, salvo cuando se ignora o se olvida lo que somos‖. Por eso, la ausencia de reacciones ante hechos de la trascendencia del Informe Kinsey (1948) tan reorientador internacionalmente de la idea de homosexualidad. Si uno de cada veinte es homosexual, o ha tenido estas experiencias, el volumen demográfico puede disminuir la carga del pecado y la minusvalía. México es un país formalmente laico, y el poder del Estado arrincona las pretensiones teocráticas. Pero los gobernantes, con escasas excepciones, aceptan el tradicionalismo en asuntos de vida cotidiana, y al unísono liberales, conservadores e izquierdistas se indignan ante la ―traición a la Naturaleza‖. En las agencias del Ministerio Público también rigen las prohibiciones de la cultura judeo-cristiana. Y a todos les resulta normal -nadie los defiende, nadie protesta- el envío de los homosexuales a la cárcel por su voz y sus gestos, y la victimación con saña (―Es un crimen típico de homosexuales‖, afirma la prensa y las autoridades policiacas en vez de señalar ―Es un crimen típico contra homosexuales‖.) Tras cada homosexual asesinado, suceden los arrestos de sus amigos y la impunidad del criminal. Las redadas ―defienden la moral y las buenas costumbres‖ así destruyan vidas y provoquen crisis familiares. El vejamen intenso da por resultado psicologías torturadas, y tal vez por eso, se declara a las psicologías torturadas la responsabilidad exclusiva del deseo homosexual. Hasta antes de la rebelión de Stonewell en Nueva York, nadie sale del clóset si puede evitarlo, porque tal martirio no conduce a beatificación alguna. Los Chicos de la Banda En junio de 1969, en Nueva York, la resistencia a una redada en el bar ―Stonewall‖ de un grupo de gays, da por resultado la aparición en el mundo entero del movimiento pro derechos homosexuales. En México no hay al principio reacción alguna, pero ya para 1971, la dramaturga y directora de teatro Nancy Cárdenas convoca a las primeras reuniones de concientización. En ese año, dos jóvenes cesados en ―Sears Roebuck‖ por ―pervertidos‖ demandan a la empresa. En 1974 se publica el primer manifiesto en contra de las redadas de homosexuales, firmado por intelectuales y artistas. En 1978, en la marcha que conmemora los diez años de la matanza de Tlatelolco, participa por vez primera un contingente homosexual de cerca de doscientas personas. La recepción, si no estrictamente amable, no es hostil. Surgen dos grupos: el fhar (Frente Homosexual de Acción Revolucionaria) y Lambda. En 1979 se inician, en consonancia con un movimiento internacional, las marchas del Orgullo Homosexual, y en la de 1980 participan cerca de cinco mil asistentes, comparativamente más que los treinta o cuarenta mil del año 2000. Son notables los efectos de un cambio semántico. Ser gay es asunto muy distinto no sólo a ser joto y maricón, sino a la condición homosexual, término de connotaciones médicas y judiciales. La palabra gay introduce criterios de moda, modernidad y tolerancia, es seña de la comunidad internacional, se desentiende de los siglos de aborrecimiento y prejuicio, admite la adaptación al desarrollo de la tolerancia en Norteamérica. También, cuenta la capacidad adquisitiva, y los ―lugares de ambiente‖ dejan de ser por fuerza ocasión de redada. Y lo más 15
furiosamente marginal es el travestismo, abunda en los campos de la prostitución y el espectáculo. Pese a los avances, es muy lento el proceso de incorporación a los derechos políticos. Quienes se saben poseedores de un tan conspicuo ―talón de Aquiles‖, optan por no distinguirse en la protesta. Buena parte de la frivolidad y la indiferencia política del medio gay se debe a la certeza de la inexistencia de derechos. Pero ya en la década de 1990 la ―salida del clóset‖ en las ciudades es inevitable: la demografía revela y oculta a la vez millones de gays. Los ataques persisten pero en menor escala y ya sin siquiera la gracia del humor involuntario. En 2001 el sacerdote Alfonso Navarro publica en El Universal un artículo maravillosamente titulado ―En defensa de la homofobia‖. El 16 de marzo de 2002, en la concentración de mujeres del PAN, una panista pregunta sobre las formas en que las mujeres pueden acceder a puestos públicos o cargos legislativos, y la posibilidad de que se establezcan cuotas para los géneros. El líder máximo del PAN, el senador Diego Fernández de Cevallos, responde: ―Francamente no. Si empezamos con cuotas, tendríamos también que buscar —a lo mejor— las cuotas para jotos‖(Milenio, 17 de marzo de 2002). La visibilidad de la tragedia Ya en 1985 se transparentan en México las dimensiones de la pandemia. Antes, todo ha constituido en alarmismo y terrores a propósito del ―cáncer rosa‖. Rock Hudson se declara enfermo y muere poco después, y la pandemia resulta inocultable. El miedo centuplica el prejuicio, los rechazos y la incomprensión y, por ejemplo, en el Centro Médico, se ahorca un joven harto de vejámenes. A los gays, los más afectados, se le sataniza sin tregua. ―No coma cerca de un homosexual. Puede contagiarse‖, reza un anuncio pegado en las calles. El nuncio papal Girolamo Prigione califica al sida de ―castigo de Dios‖, en varias empresas se hacen pruebas obligatorias de detección del sida, y a los seropositivos se les da media hora para abandonar definitivamente su puesto. La Secretaría de Salud se niega a las campañas dirigidas específicamente a los gays, porque, es de suponerse, el Estado ni puede ni debe reconocer la existencia de la perversión. Apenas a fines de 1997 tiene lugar la primera campaña de prevención con los gays como destinatarios y es semiclandestina. Todavía hoy no hay campañas masivas de prevención. No se vayan a enojar los obispos. Son años de tensión, de tragedias, de familias que expulsan al enfermo, de infecciones masivas por descuido en los bancos de sangre, de maltrato en hospitales. A los motivos de los crímenes de odio contra los homosexuales se añade el pánico ante el sida. Un adolescente en Ciudad Neza asesina a un cura porque ―trató de contagiarme el sida‖. Muchísimos se infectan por falta de información y en la televisión privada y pública los anuncios de condones desaparecen o se reducen al mínimo, mientras se silencian los datos de la enfermedad. La iglesia católica y sus grupúsculos se oponen a las campañas preventivas y acometen el ―linchamiento moral‖ del condón llamado temblorosamente ―preservativo‖, palabra menos ―perturbadora‖ para los no informados de la genitalia. Nunca antes un ―adminículo‖ (expresión del arzobispo Norberto Rivera) había concentrado tanta inquina. El nuncio Prigione lo llama ―instrumento que arrastra a los jóvenes por el lodo‖, y en rigor se abomina de la existencia misma del sexo y se exalta la abstinencia forzada. ―La única respuesta al sida es la castidad‖, se insiste. En Monterrey, el gobernador de Nuevo León Jorge Treviño, retira un gran anuncio de condones ―porque puede lastimar las mentes de los niños pequeños‖. No es infrecuente que los vecinos expulsen de sus departamentos a los enfermos de sida. Fallan una y otra vez los diagnósticos y es muy irregular el respeto por los enfermos. En las regiones el problema se agudiza por la adecuación 16
perfecta entre prejuicios y desinformación médica. Y se expande la infección entre las mujeres de los trabajadores migratorios. Hay respuestas, insuficientes pero generosas. Persisten los grupos de activistas antisida en la ciudad de México y en Oaxaca, Aguascalientes, Monterrey, Guadalajara, Querétaro, etc. Los escollos son inmensos pero la tolerancia avanza. Con la información planetaria sobre el sida y la otra sexualidad, con las abundantes películas, series televisivas, obras de teatro y novelas sobre el tema, con las grandes marchas en Washington, Nueva York, San Francisco, Londres y Sidney, la homofobia pierde su posibilidad de aterrar con su show de sombras perversas. Al sentirse en grave riesgo, los enfermos se desentienden del qué dirán. Y la liberación psicológica es muy significativa. La marginalidad persiste, pero ya aprovechada industrialmente, con una red de bares y restaurantes y comercios. La triterapia aumenta grandemente las posibilidades de vida, y el Estado decide el suministro gratuito de un medicamento en el imss y el issste, aunque el desabasto es continuo. La pandemia, se admita o no, ocupa el centro de la vida gay. Marginal respecto a qué El México de fines de siglo es, en relación con el de sus principios, una entidad irreconocible y un heredero fiel. Hay pluralidad, las tesis del feminismo han penetrado en la sociedad, la libertad de expresión redefine las causas al normalizar su presencia, lo ―aberrante‖ pasa con frecuencia a ser ―lo minoritario‖ (lo aberrante que permanece lo define el Código Penal, no las costumbres), y la derecha política acepta ya en algunas regiones lo inaplicable del término ―faltas a la moral y las buenas costumbres‖ (¿quién, fuera de las leyes, define a la moral, y cuáles son hoy las buenas costumbres?). También, la derecha y el clero católico, en su lucha obcecada contra toda diversidad, insisten en reprobar las libertades corporales (incluido el uso de la ropa ―provocativa‖), se oponen con rencor a la despenalización del aborto, se obstinan en las campañas de desprestigio contra ―las sectas‖, reafirman la idea de La Sociedad que desprecia a los exiliados de la norma. La pandemia del sida convoca a lo mejor y lo peor de las actitudes sociales, y lo mismo pone de relieve a jóvenes altruistas, seropositivos y enfermos muchos de ellos, empeñados en difundir las medidas preventivas y apoyar a los enfermos, que a clérigos enemigos del condón y a cruzados de la Contrarreforma. La batalla cultural contra la intolerancia es uno de los hechos fundamentales del proceso civilizatorio del país. En este proceso, las mujeres, las marginadas dentro de la marginalidad, avanzan de modo desigual. No es lo mismo la situación de las indígenas, sojuzgadas bajo el peso idolátrico de los usos y costumbres, que de las universitarias, convencidas de su derecho al empleo, a la equidad de género, a la crítica implacable del machismo. Y por eso es distinta la resistencia a la marginalidad de las jóvenes zapotecas que se niegan a usar a diario sus trajes típicos y retan a los hombres exigiéndoles que si eso quieren ellos también lo lleven, y de las jóvenes de las colonias populares que se organizan para detener a los violadores y entregarlos a las autoridades. En el orden cultural el concepto de marginalidad se modifica a diario, y los nuevos vocablos traen consigo otros paisajes mentales, por ejemplo violencia intrafamiliar, homofobia, sexismo, gay. Se avanza, pero el desempleo y la marginalidad salarial mutilan la vida de las generaciones despojadas de sus derechos a los indispensables y lo económicamente digno. En lo tocante a los derechos indígenas y los Acuerdos de San Andrés Larráinzar, es muy ilustrativo, para captar la densidad del racismo, advertir la resistencia del gobierno de Fox, del 17
pan, de una parte del PRI y del grupo del perredista Jesús Ortega en el Senado. Quienes se benefician de diversas maneras de la cuantía de la marginalidad, se rehúsan a su desaparición. De allí la importancia extrema de la lucha contra la desigualdad y la intolerancia. Hoy la única marginalidad exigible es la de los corruptos, los delincuentes, los intolerantes y los alojados en la riqueza siempre inexplicable.
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DEL MIEDO O EL AMOR A LA MODERNIDAD El Universal, 13 de mayo de 2007. www.eluniversal.com.mx/editoriales/37561.html ¿Qué consecuencias tiene la teología, una disciplina las más de las veces inaccesible a los mortales que no quisieran serlo? ¿Ha perdido fuerza o la ha reconcentrado? Las preguntas que no admiten respuestas fáciles o respuestas a secas, distan de ser gratuitas en Latinoamérica, la vasta zona geográfica que alberga a la mitad de los católicos del mundo. De allí el interés que suscitan libros como Twentieth Century Catholic Theologians (2006), del dominico escocés Fergus Kerr, un acercamiento a la obra de 10 teólogos anteriores y posteriores al Concilio Vaticano II. Entre los más conocidos (para mí, un lego no católico) se encuentran Karl Rahner, Edward Schillebeeckx, Hans Urs von Balthasar, Hans Küng, Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger. El exégeta de Kerr, R. R., Reno (en la revista First Things , mayo de 2007), desdeña a dos de los elegidos, Schillebeeckx y Küng, que le parecen más representativos que originales, y de ningún modo pensadores importantes, pero Kerr reivindica a la decena que ―ha modificado el modo de pensar de la Iglesia‖. * Una cita de Kerr me llama la atención: una de las conclusiones del teólogo Walter Kasper: ―No hay duda; el acontecimiento fundamental de la teología católica de nuestro siglo es el haber trascendido la neoescolástica‖. La relevancia de tal hazaña se aclara si se toma en cuenta hasta qué punto, en la vida cotidiana de los religiosos de varias generaciones, la neoescolástica, la derivación del sistema de Tomás de Aquino, ha sido la gran armazón teórica en el enfrentamiento a ―la modernidad‖, ese peligro de un millón de disfraces, hasta hace unas décadas el sinónimo del mundo que el demonio patrocinaba y cuyo ofrecimiento mayor era la dispensa de culpas en relación a la carne, y que ahora es el poder conjunto del hedonismo y la tecnología, vencedora a diario de las censuras y las inhibiciones. ¿Quién recuerda ahora Humani Generis (1950) del papa Pío XII, encíclica que fue en su momento ―la reafirmación inequívoca de la tradición escolástica que había denominado las respuestas católicas a la modernidad a fines del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX‖? Esta tradición ya ha desaparecido pero en el libro de Kerr no queda claro que la sustituyó antes del regreso oficial en el siglo XXI a la ortodoxia rígida, con todo y misas en latín. ¿Qué fue o cómo se desarrolló y cómo se extinguió la teología popular o de la liberación? ¿Por qué la adhesión de las multitudes no se significa la comprensión mayor del dogma? (A veces, ante las formulaciones recientes, llego a sospechar que teología que se entiende es herejía). * El rasgo definitorio del pensamiento católico de 1850 a 1950, según Kerr, es un argumento elaborado con eficacia, que declara el fracaso de todas las soluciones modernas, de Descartes a Locke, de Kant a Comte, de Rosseau a Stuart Mill, de Scheleiermacher a Hegel, y, arguye en cambio la ―solución perdurable‖ que viene de la estructura básica de la teoría tomista del conocimiento, y del recuento tomista de la naturaleza y la gracia. 19
Al llegar a este punto me detengo y vislumbro la historia de la teología en México. El tomismo, o lo que así se consideraba, y que muy sucintamente es la supremacía de la fe sobre la razón, y es también la interpretación de la Biblia sobre el significado espiritual, sojuzgó los seminarios y amplió casi por completo los debates, a solicitud de una jerarquía política y de la formación integrista de los que pasaban por eminencias. Se caracteriza esta etapa por ―el miedo a la modernidad‖ y por la sucesión de estrategias que culminan con el Syllabus de los errores (1864), la encíclica de Pío Nono con su lista de ―ismos perversos‖: el racionalismo, el liberalismo, el protestantismo, el socialismo y el comunismo. ¡Ah, y la masonería! Kerr niega que el Syllabus expresa el ―miedo a la modernidad‖, pero Pío Nono se desatiende de la acusación y sostiene: ―Cuando en la sociedad civil es desterrada la religión e imperan la libertad de conciencia, de cultos y de expresión, se pierde la verdadera idea de la justicia y el derecho‖. El Syllabus avasalla en América Latina por un tiempo largo, y no obstante la presencia de los liberales, su influjo aún no se disipa y sus consecuencias son funestas al hacer del pensamiento y la crítica enemigos heréticos de las sociedades. Desde los seminarios, la creencia sin fisuras enarbola la tesis: sin la unidad religiosa no hay nación, y, si es genuina, la nación es un capítulo de la religiosidad que los símbolos concentran. Y la meta está a la vista: una vez exterminada la disidencia de modo real y simbólico, la obediencia por sí misma producirá ideas. Pero no hay circulación de argumentos teológicos y de modo muy perceptible, el tomismo, el estudio de la Suma Teológica, es un ritual apenas perceptible en atmósferas dominadas por el Concilio de Trento. No se oye el ―Creo porque es absurdo‖, atribuido a santo Tomás, sino el simple ―Creo porque así debe ser‖. * Si se revisa algo del material ya cuantioso de la historia de la religión católica en América Latina, se verá cómo sin confrontación teológica alguna, el neotomismo se adueña de los seminarios y allí se traduce en rutina y llamados a la supresión de libertades. Luego, ya a partir de 1920 ó 1930, sin perder su sitio de honor, el neotomismo se diluye y lo sustituye la memorización estricta de la fe, sin Aristóteles de por medio; una reverencia mnemotécnica iniciada en los seminarios que se extiende en la sociedad y que, en varias regiones, afecta a círculos amplios y obliga a memorizar lo incomprensible: ―Si se entiende no es verdad‖. * Según Kerr el fracaso mayor de ―la Generación Heroica‖, la de los 10 teólogos a las que examina y consagra, no es un error o una serie de errores teológicos; su fracaso es cultural y hasta cierto punto inevitable, y radica en su soberbia o su impaciencia de pensamiento. Al interpretar así la fe, alega Kerr, perpetúan el mito según el cual el pensamiento católico del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX es ―un desierto muy vasto de teología seca y polvosa, sin significado espiritual‖. No es tal cosa, sostiene el dominico, estos pensadores olvidan que la teología ´seca y polvosa´ ha formado a la sociedad en el rechazo de las herejías. Es una lástima, concluye, que gente tan eminente no haya entendido ―la fe del carbonero‖ (la simpleza de espíritu que entiende de las razones del corazón), por centrarse en el matiz y reinventar la complejidad. 20
No tanto. En la encíclica Fides et ratio (1995), el papa Juan Pablo II prepara el camino para su ataque continuo a ―la abominación del laicismo‖. En Fides y Ratio Woytila es categórico: ―Con su carácter específico de disciplina encargada de dar testimonio de la fe, la preocupación de la teología fundamental debe ser justificar y exponer la relación entre la fe y el pensamiento filosófico‖. Nada a la deriva, todo bajo control. La modernidad (lo que esta sea, como a esta se le defina) queda situada como el enemigo, por las razones que la Iglesia católica juzga convenientes y que, teológicamente, son asuntos estrictos de los creyentes, pero cuya resonancia, al afectar a la sociedad en muy diversos asuntos, lleva a los enfrentamientos actuales porque la laicidad reivindica sus derechos, y la modernidad admite definiciones muy positivas.
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NOTAS SOBRE EL DESTINO (A FIN DE CUENTAS VENTUROSO) DEL LAICISMO EN MÉXICO www.fractal.com.mx/F26monsivais.html En 1837, Ignacio Ramírez, un joven de 19 años de edad, solicita el ingreso a la Academia de Letras, un grupo de discusión literaria y filosófica integrado por jóvenes intelectuales de la Ciudad de México, formados en la única cultura disponible entonces, la eclesiástica. En su imprescindible Memorias de mis tiempos, su amigo Guillermo Prieto relata el episodio: Ramírez sacó del bolsillo del costado un puño de papeles de todos tamaños y colores, algunos impresos por un lado, otros en tiras como recortes del molde de vestido, y avisos de toros o de teatro. Arregló aquella baraja y leyó con voz segura e insolente el título que decía: No hay Dios. El estallido inesperado de una bomba, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo, no hubieran producido mayor conmoción. Se levantó un clamor rabioso que se disolvió en altercados y disputas. Ramírez veía todo aquello con despreciativa inmovilidad, el señor Iturralde, Rector del Colegio, dijo: Yo no puedo permitir que aquí se lea esto; es un establecimiento de educación. Que se sepa, esta afirmación inaugura el ateísmo en la República Mexicana, y es a tal punto insólita, que podría entenderse como la provocación de un adolescente muy talentoso y muy protagónico. Sin embargo, la excepcionalidad del acto trasciende su apariencia teatral y demanda otra lectura: cuando Ramírez habla ya se ha dado un quebrantamiento del control perfecto de las conciencias, no muy amplio pero irreversible. Un ateo que hace pública su falta de fe es un ciudadano en pos del uso estricto de las libertades. En su gran libro sobre Rabelais y las mentalidades del siglo XVI, Lucien Febvre analiza la impensabilidad del ateísmo en Francia, ya que el orden de la naturaleza social se finca en la ostentación del dogma que sobredetermina las creencias privadas. (La función de un te deum es ahuyentar con los rezos más solemnes la incredulidad.) Por eso, durante el periodo de la reforma liberal, al darse los debates álgidos sobre la tolerancia, algunos obispos disculpan la ausencia de fe siempre y cuando no se manifieste. Lo básico es la unanimidad ya que esto sostiene la coherencia de la nación y de la familia. Lo contrario es la tolerancia, que los conservadores del siglo XIX juzgan el equivalente de la profanación. Al respecto, entre otros ejemplos, véase el de Juan Bautista Morales, más tarde uno de los liberales más lúcidos que usará el seudónimo de El Gallo Pitagórico. En su frase conservadora, Morales escribe en El año cristiano (1848) contra la tolerancia y exige se le ponga en ―cuarentena‖. No digo que éste [el miedo a la ruina del alma] es un temor infundado, porque en su apoyo vemos todos los días una prueba en el orden moral. Un ciudadano, por bien educado que esté, por mucha confianza que tenga en su virtud, por muy buenos hábitos que haya contraído, rehúsa y con razón, la compañía de hombres malvados, de mujeres corrompidas y aun de hombres puramente groseros y toscos. Y ¿por qué? ¿No se podía hacer a éstos en materia de costumbres el mismo argumento que se hace a los católicos en materia de religión? Si estás cierto, seguro de tus principios, ¿qué temes? Sin duda que sí, pero ellos responderían que la experiencia ha enseñado que el contacto con esas gentes, no sólo es capaz de minar con el tiempo la virtud más sólida, sino aun de variar del todo la educación y los hábitos más firmes y mejor cultivados; pues otro tanto responderán los católicos en su caso respectivo. Pero supongamos que un católico no teme por su persona, ¿dejará de temer por la de sus allegados, amigos y principalmente de sus hijos? ¡Qué desconsuelo será para un padre sentarse a la mesa rodeado de sus hijos, a quienes ve seguir otras religiones, y que por consiguiente los 23
cuenta por perdidos! ¿Podrán todas las comodidades temporales que le haya ocasionado la tolerancia endulzar la amargura del corazón? Antes de 1857, los conservadores pugnan por la intolerancia porque, alegan, así se salvan la unidad familiar y, de igual importancia, la salud mental de los mexicanos, que enloquecerían de disponer de alternativas. En la Constitución de Apatzingán del 22 de octubre de 1814 se establece: ―Artículo 1. La religión católica apostólica, romana, es la única que se debe profesar en el Estado.‖ En el Plan de Iguala del 24 de febrero de 1821 se afirma: ―1. La religión católica apostólica, romana, sin tolerancia de otra alguna.‖ En el Acta Constitutiva de la Federación (Decreto del 31 de enero de 1824) se establece: ―Artículo 4: La religión de la Nación Mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier otra.‖De allí la importancia del Ensayo sobre tolerancia religiosa(1831), de Vicente Rocafuerte, inspirado en John Locke, suscitador de la polémica que desemboca en la afirmación de ateísmo de Ramírez. Según Rocafuerte, discípulo obligado de Voltaire, el porvenir le pertenece a la razón y por eso aboga por la mejora intelectual y religiosa de los ministros del altar: Los ministros ignorantes son conducidos casi por necesidad al fanatismo. Incapaces de interesar a sus oyentes ocupando sus entendimientos con afectuosas, claras y juiciosas descripciones de la religión, ellos sólo pueden adquirir y conservar el ascendiente a que aspiran, inflamando las pasiones, excitando una sensibilidad desordenada y perpetuando las ignorancia y el error. Todo hombre observador debe haber visto tristes ejemplos de esta verdad, y ¿qué terrible argumento no presta esto a favor de la ilustración del clero? Y Rocafuerte termina citando al orientalista Pau: ―Que un pueblo que perfecciona sus leyes y sus artes es bien desgraciado y digno de compasión, cuando no puede perfeccionar su religión.‖ La respuesta es inmediata y severísima. El presbítero licenciado José María Guerrero, consultor de la Junta de Censura Religiosa, produce en mayo de 1831 un dictamen teológico de inicio memorable: Me había parecido locura imaginar que en una república católica, cuya primera base inmutable en todo tiempo es la religión católica, apostólica, romana, viese la luz algún escrito que nos excitase a abjurar nuestra divina religión, cubriéndose la puerta al detestable deísmo. El ensayo publicado, y que la bondad de v.s. se sirvió someter a mi censura, es un verdadero parto del protestantismo más refinado, que según la confesión de Isaac Papinio, antes ministro de la iglesia anglicana y después católico, nos conduce hasta el ateísmo. Entonces como ahora defender el monopolio religioso es –se dice– evitar la desintegración nacional. Así, el 3 de julio de 1856, Lázaro, Ilustrísimo Señor Arzobispo de México, le pide al Congreso Constituyente desechar el Artículo 15 del proyecto de Constitución, que le niega a la autoridad prohibir el ejercicio de cultos religiosos distintos al católico. Arguye don Lázaro: Mas por un beneficio del cielo mi patria no se halla en el caso que he supuesto (un individuo que pregunta de buena fe qué religión debería abrazar), sino que de siglos atrás ha profesado la Religión católica, apostólica, romana, con exclusión de otra cualquiera. ¿Qué justicia puede 24
haber para introducir en ella religiones o cultos que nunca ha consentido y que la Religión que profesa reprueba y condena? No son separables los intereses públicos y sociales de los intereses de la verdadera Religión: el Autor de ésta lo es también de la sociedad, y este mismo autor de la Sociedad dijo: que no habría sino un solo aprisco y un solo Pastor. “Ser liberal en la Edad Media” Para los conservadores, una de las desgracias de México es su abandono de la tradición hispánica sustentada en la religión y la monarquía. Sus adversarios localizan el desastre nacional en la permanencia de los valores virreinales. De manera inevitable la lucha por la secularización se concentra en el modelo de sociedad. Cómo debemos ser se traduce enqué tanto debemos permitir. El virreinato divulga una alucinación doctrinaria, el ideal de la pureza perfecta de una sociedad ceñida por lo sagrado. En el siglo XVII, para situar el clímax del fervor, todo es religioso y los hombres y las mujeres transcurren agobiados por la omnipresencia del pecado. La vida espiritual a la disposición se consume en el arrepentimiento y la imploración de perdones del Cielo. Si las atmósferas religiosas son todavía muy poderosas en el siglo XIX mexicano, ya no disponen de la alianza del Rey de España y el Papa, y de lo irrefutable de la autoridad del clero. Dios aún existe, y poderosamente, pero los sacerdotes dejan de ser partículas divinas, mientras la secularización se nutre de las transformaciones en la política, la cultura y el comportamiento. En lo político, los liberales de la Reforma le oponen la República laica al fanatismo (la teocracia); en lo cultural, el pensamiento monolítico de la Contrarreforma se va diluyendo en el sector intelectual gracias a la cultura francesa, los textos socialistas, la literatura liberal o libertaria; en el orden de los comportamientos, resulta primordial la disminución de los sentimientos de culpa en lo tocante a la sexualidad. Por supuesto, el proceso anterior es desigual y combinado. Para evitar la secularización, los conservadores no aceptan la Constitución de 1857. En su Historia de la Iglesia, el sacerdote Mariano Cuevas, vocero del conservadurismo del siglo XX, ve con horror las Leyes de Reforma: el Artículo Tercero implanta la libertad de enseñanza; el Quinto suprime los votos religiosos; el Séptimo establece la libertad de imprenta sin restricciones a favor de la Iglesia; el 13 declara abolido el fuero eclesiástico; el 27 formaliza la Ley Lerdo sobre desamortización de bienes eclesiásticos y comunales, y el 123 regala al poder federal el derecho de intervenir en asuntos de culto y la disciplina externa de la Iglesia. Según Montes de Oca, un obispo famoso en su momento por la cultura humanista que se le atribuye, una sociedad no dirigida por la religión católica no puede subsistir ―porque lo político y lo católico son ideas paralelas y han de marchar siempre unidas, quiérase o no, porque el movimiento de las ideas y la fuerza expansiva de las cosas son independientes de la voluntad‖ (1856). “Cangrejos al compás” La incorporación al Siglo (los cambios ―terrenales‖), al independizar de las imposiciones eclesiásticas el tiempo de la sociedad, conduce a confrontaciones violentas entre conservadores y liberales. No obstante las inmensas dificultades, el liberal gana la batalla porque su hora ha llegado, en el sentido del vencimiento de las instituciones reaccionarias. Cada anécdota de la etapa de la Reforma explica cómo el laicismo se vuelve inevitable. Un 25
ejemplo de 1858. El gobernador de la Ciudad de México, Juan José Baz, quiere derrumbar una parte de un convento para facilitar el nuevo trazo urbano. El obispo de la capital se opone. Al presentarse las cuadrillas de la demolición, un grupo de curas desde las azoteas del convento enseñan las cruces y amenazan con excomulgar al que se atreva con las piquetas. Las cuadrillas se inmovilizan, y Baz manda por una charanga que toda la noche interpreta Los cangrejos, el himno liberal contra los mochos. Animados, los obreros proceden. También la secularización se expresa por las modificaciones del comportamiento religioso. Si México sigue siendo profundamente católico, lo católico varía en las ciudades. En los panteones de la capital, el Día de Muertos es el del hábito de la borrachera, que destruye la antigua solemnidad en honor de los Fieles Difuntos. Y entre los pobres, la sexualidad estalla acompañada de lejos por las reconvenciones periódicas de los párrocos. Sólo en el Cinturón del Rosario (el Bajío) el control es todavía absoluto, como prueba Al filo del agua, la extraordinaria novela de Agustín Yáñez, situada en 1909, en vísperas de la Revolución. En las grandes ciudades de México, el siglo XIX inaugura la incorporación secular al mundo. Las aduanas de toda índole del virreinato desvinculan a la Nueva España de los avances de las metrópolis y gracias a eso la Ilustración no sucede en México. Para los escritores y los intelectuales del siglo XIX, ponerse al día es garantía de perdurabilidad, y la actualización cultural se le encomienda a la lectura de (entre otros) Voltaire, Rousseau, Víctor Hugo, los folletinistas (Eugenio Sue, Alejandro Dumas), los poetas románticos… A la secularización la substancian el conocimiento científico que va llegando, y la variedad de lecturas y conductas no regidas desde el confesionario. Para los liberales es básico separar la moral cristiana de la política eclesiástica, y por ello califican a su anticlericalismo de cristianismo genuino. ¿No ya, ante la excomunión, del obispo Abad y Queipo, el sacerdote Miguel Hidalgo exclama, refiriéndose a sus enemigos del clero: ―Ellos no son católicos más que por política‖? Fuera de Ignacio Ramírez, los demás liberales se consideran creyentes y con frecuencia guadalupanos, y su laicismo se sustenta en la separación de poderes amparada en el versículo de los Evangelios: Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. “Si porque me ves borracho, mañana ya no me ves. Si porque tomo tequila, mañana tomo jerez.” (Del corrido La Valentina) La intensidad de los enfrenamientos de ejércitos y facciones (lo que se conoce como Revolución Mexicana), es un curso intensivo de secularización. La violencia engendra un ―relativismo moral‖ que se expresa entre otras cosas con cambios drásticos en las costumbres sexuales. A la pudibundez tan irreal y artificiosa de la dictadura le sucede la barbarie popular que imita a la barbarie burguesa, mientras la secularización se desprende de múltiples instancias: la movilidad de los ejércitos campesinos, la toma de las ciudades, las lecciones de los cientos de miles de muertos, las legiones de madres solteras, los anticlericales que entran en las iglesias a caballo y queman tallas de santos y vírgenes para calentarse. A la ―desmiraculización‖ se llega por la razón, el instinto y la urgencia del proceso civilizatorio, todo a la vez. Sin que nadie lo advierta seriamente, la ―descristianización‖ se va extendiendo, definida en última instancia por el nuevo sitio de la fe en la vida cotidiana y en la vida pública. Se sigue creyendo pero el centro de la vida social ya no lo constituyen los administradores de las creencias. Y si las campañas de la ―desfanatización‖ de Obregón, Calles y Cárdenas fracasan, otro tanto sucede con las de la ―refanatización‖, del clero. En Tabasco, el gobernador Tomás Garrido Canabal persigue a los sacerdotes; en el Bajío las huestes cristeras con igual saña a los maestros rurales, y en el proceso de paz ambas fuerzas estorban. El momento es 26
lúgubre, pero las consecuencias no afectan a la fe que prosigue, sino a la centralidad de sus representantes tradicionales. A la tragedia del conflicto religioso la matiza el sentido del humor involuntario. Los cristeros portan escapularios con la consigna: ―Bala detente‖; según la leyenda, el político del PNR Arnulfo Pérez H. manda imprimir en sus tarjetas su ocupación: Enemigo personal de Dios, y en la Cámara de Diputados sube a la tribuna y declara: ―Dios no existe y si no, lo reto a que envíe un rayo que me pulverice en este instante.‖ De acuerdo con la crónica, ―por prudencia‖, los asistentes se alejan del blasfemo. A los liberales del siglo XIX y a los revolucionarios de la primera mitad del siglo XX, les importa la disminución del fanatismo y, lo que no es lo mismo, la preparación de los ciudadanos mediante la enseñanza. No otro es el sentido de los artículos sobre educación en las constituciones de 1857 y 1917. Implantar la tolerancia requiere obligadamente de la educación laica (la garantía del saber moderno), y de la separación de Iglesia (entonces sólo concebible en singular) y Estado, con la ley del divorcio, la libertad de cultos y de conciencia, etc. Liberales y revolucionarios se expresan con claridad: si se usan las leyes y se vigila su cumplimiento (hasta donde es posible), se crean las condiciones del progreso, y se eliminan de la conciencia nacional el fanatismo, la intolerancia y, muy destacadamente, la obstinación teocrática. Su proyecto se cumple a mediano y largo plazo. Así no se acaten las disposiciones constitucionales, se genera un clima político y cultural que interioriza el sentidode la ley en grandes sectores. Y si luego de las Leyes de Reforma y de la Constitución de 1917 los conservadores todavía retienen un poder enorme, ya no son la única referencia. Y tras la guerra cristera, la lucha por el ―dominio de las almas‖ entre el Estado de la Revolución y la Iglesia se resuelve a favor del Estado, que en la década de 1920, incurre también en el fanatismo represivo, con el plan que va de la quema de imágenes al cierre de templos. Esto oscurece el proceso secularizador por más de una década. En el proyecto de educación laica, importa mucho mantener la división entre lo privado (las creencias) y lo público (la formación de los ciudadanos). En el trayecto, el laicismo tiene fallas notables (el programa de educación socialista) y aciertos extraordinarios. Los avances se comprenden paulatinamente y lo que llama la atención es el drama político. En 1940, el presidente electo Manuel Ávila Camacho, ansioso de concluir el enfrentamiento con la Iglesia, afirma en la entrevista con José C. Valdés: ―Soy creyente‖, y con esa sola frase construye el concordato extraoficial. (En rigor, dice: ―Soy católico‖, pero el Estado Mayor presidencial busca esa noche a Valadés para mitigar la expresión.) Con todo, la educación laica es un hecho irreversible y benéfico y, se quiera o no, el dogma ―prácticamente único‖ va aceptando la existencia de otros credos, aunque la persecución de los protestantes continúa y los gobiernos se despreocupan de la suerte de las minorías religiosas, étnicas y sexuales, sujetas al abuso despiadado. “Si los santos votaran, votarían por...” Todavía en las primeras décadas del siglo XX la ultraderecha retiene grandes zonas del país y se opone a la libertad de creencias con ira a veces armada, y con frecuencia linchadora. Amparada en la Moral (nunca definida), la derecha niega las realidades del instinto, y a nombre de la ―Identidad Nacional‖ rechaza la libertad de creencias. Si han perdido la capital de la República, aún le queda el sojuzgamiento de muchísimos pueblos y ciudades, y el encargo de educar a la clase en el poder. 27
A lo largo del siglo XX, la cultura patriarcal se unifica no obstante las diferencias ideológicas, y en su unidad es primordial la perseverancia del machismo. No sin motivo, los clérigos se jactan de su influencia sobre las mujeres, persuadidas de su rol de vestales de la tradición, y de su responsabilidad en la transmisión de la fe (vigilar, mimar, regañar y castigar). El Estado o, mejor, los gobernantes, no aceptan la existencia de mujeres concretas y –si están o pueden estar en contra suya– sólo ven en ellas a las esclavas de la voluntad eclesiástica, las mochas, las solteronas, o, si se trata de una visión positiva, los fieles complementos de la voluntad masculina. El voto a las mujeres se retarda hasta 1953, cuando el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines se persuade: los curas ya no decidirán mecánicamente el voto de las mujeres y, además, los curas ya no son los enemigos. Al cambio perceptible a favor de los derechos de las mujeres lo impulsan la industria, la ciencia, la educación y el movimiento feminista. Se acelera la feminización de la economía, se incrementa el número de mujeres en la enseñanza media y superior, van cediendo las fortalezas del machismo exclusivista y, last but not least, el cine difunde de modo convincente, otras versiones del comportamiento femenino, donde las mujeres son ya seres independientes o en vías de lograrlo. Y la explosión demográfica trastoca la vida en familia, incluso en sociedades tan ―familiaristas‖ como la mexicana. La sociedad de masas, sin paradoja alguna, desvanece una porción considerable de los sentimientos y las prácticas comunitarios, y en el horizonte urbano (hoy más del setenta por ciento de la población) y crecientemente en el rural, viene rápidamente a menos una encomienda de la religión organizada, el sitio de honor del moralismo que le había dado sentido a las representaciones de la vida cotidiana. El control del patriarcado persiste en buena medida y le adjudica a las mujeres ―por su temperamento y su tiempo disponible‖ la tarea de hacer de la fe la práctica compulsiva (la ―beatería‖) que, desde el hogar, protege la Moral y las Buenas Costumbres. “A una mujer adúltera se le conoce porque clava la mirada en el piso” Entre 1911 y 1940 el catolicismo integrista batalla contra la secularización y, como lo prueba Jean Meyer en sus acercamientos a la Cristiada y al sinarquismo, el sentimiento religioso se vierte en la defensa acérrima de una cultura (las tradiciones, la obediencia al poder eclesiástico, la negativa a la educación laica, la protección del patrimonio agrario). No reduzco el universo católico de México a la Cristiada y al sinarquismo, pero en el odio al laicismo estos movimientos definen la actitud última, tanto en su apasionamiento sacrificial (su abundancia de mártires) como en su intolerancia ardiente (su abundancia de verdugos). El ser católico no ablanda al presidente Ávila Camacho, que ordena ―contener a la derecha‖, lo que desemboca en la matanza de un grupo de sinarquistas en León (en 1942), otro de esos crímenes desaparecidos oficialmente. Ya instalado en la resistencia simbólica en lo que a la capital de la República se refiere, el tradicionalismo emerge de vez en cuando. En provincia hay campañas de exterminio contra los protestantes, en la capital se le encarga al escándalo frenar la amplitud de criterio. Un caso notorio: en 1948, Diego Rivera en su mural Un domingo en la Alameda, una síntesis histórica y legendaria de México, incluye al gran liberal Ignacio Ramírez con un cartel: ―Dios no existe‖, (una frase de un texto de 1837: ―Dios no existe. Los seres de la Naturaleza se sostienen por sí solos‖). De inmediato y como si la frase fuese un hechizo diabólico, se desata la ira fundamentalista, y al Hotel del Prado, sede del mural, llegan unos estudiantes a borrar la frase, no vaya a deprimir al Altísimo. Al cabo de agresiones incontables, Rivera cede y manda 28
suprimirla. Para la derecha, a mitades del siglo XX, un ateo es todavía el equivalente de un hombre con un ojo en la frente. En la primera mitad del siglo XX, se mantienen como datos de la creencia absoluta los ritos: bautizo, confirmación, bodas, ceremonias de acción de gracias, extremaunción. Como de costumbre, estos actos, además de la carga de fe individual, ratifican las redes sociales. ―El habla del paraíso‖ es también, y de modo predominante, el habla de la visión grandilocuente de la sociedad. Se pertenece al grupo, al sector, acatando los procedimientos eclesiásticos. La teocracia y el medievalismo dependieron por entero de un hecho: cada persona sabía su lugar en la sociedad, y el centro lo compartían el poder clerical y el político. La pérdida de fe en los milagros, la desmiraculización de que habla Max Weber, es un avance de la sección secular. El deseo de inmovilizar las creencias en el tiempo se escinde en los anhelos de construir el Reino de Dios sobre la tierra, y en las maniobras para perpetuar el poder económico y político. En el primer caso, cada día más escaso, el ejemplo más notable es un pueblo de Michoacán que a partir de 1970 o 1971 deviene la Nueva Jerusalem, experimento milenarista de Papá Nabor y Mamá María de Jesús, guías –en la vida cotidiana y en los templos– de las prácticas devocionales y de los deseos de la Virgen del Rosario. A esta movilización ―contra el mundo‖ corresponden las persecuciones de protestantes y el episodio criminal de agosto de 1968, en San Miguel Canoa, Puebla, cuando el cura Enrique Meza Pérez (jamás detenido o llevado a declarar) exhorta a los feligreses a proteger su fe contra la invasión de ―comunistas, violadores de mujeres que vienen a incendiar las cosechas‖. El pueblo lincha a cuatro excursionistas de la Universidad Autónoma de Puebla, y al campesino que les daba alojamiento. Entre 1980 y 1999, para ponerle fechas a un proceso incesante, las relaciones cordiales entre política y religión se acentúan. Se acaba el ―nicodemismo‖ (de Nicodemos, un personaje de los Evangelios que se veía clandestinamente con los apóstoles al comienzo de la era cristiana). Los políticos advierten la fuerza del clero, la izquierda no quiere ser acusada de ―jacobina‖ y las grandes corporaciones religiosas (el Opus Dei y los Legionarios de Cristo en primer lugar) no alcanzan a la mayoría de la población, pero sí uniforman las declaraciones de fe de las élites y se vuelven muy poderosas en lo económico y lo político. Crecen sin medida las universidades particulares, se acentúa la influencia clerical sobre las esposas de empresarios y políticos, se desdeña por anticuado el anticlericalismo y se glorifica el poderío de un clericalismo en nada distinto al del siglo XIX. Bueno, sí en algo: ahora cree en las inversiones. Las guerras de religión son ya cosa del pasado, pero las ―guerrillas de religión‖ siguen muy vivas. Y los fundamentalistas de la derecha se niegan a aceptar a la diversidad, el equivalente mexicano del multiculturalismo; para ellos lo diverso atenta contra la Esencia de la Patria, la Religión y la Identidad Nacional. Pensar y actuar de modo distinto, aunque perfectamente legal, resulta perversión moral, acción de ―moscas‖ y ―lobos rapaces‖, según comenta Girolamo Prigione, embajador del Vaticano en México. A su vez, el cardenal de Guadalajara, Juan Sandoval Íñiguez afirma: ―Se necesita no tener madre para ser protestante.‖ Durante la era del PRI, se mantiene el apego formal a la libertad de conciencia sin defenderla verdaderamente en los casos de agresiones y linchamientos. Al iniciar el Partido Acción Nacional sus triunfos en la década de 1990, y al derechizarse un gran sector, los panistas y sus aliados ven llegado su momento: quieren ―adecentar‖ el arte, prohibir las minifaldas, censurar películas y obras de teatro, prohibir la programación televisiva que ―atente contra la Familia‖. Fracasan en casi todo pero sus éxitos parciales se advierten en riesgos y conquistas que se creían irreversibles. 29
“Yo sé que mis bisabuelos no esperarían de mí el cambio de creencias” ¿Qué robustece o que inspira estas campañas? Entre otros factores, la política del Vaticano, opuesta a cualquier liberalización; el triunfalismo de la derecha; la intolerancia de un sector cuantioso de las élites, y, last but not least, el fenómeno omnipresente en América Latina: la ola de conversiones, otra de las características de los vínculos actuales entre religión y cultura, si por religión entendemos el eje espiritual de los modos de vida, y por cultura la visión del mundo. La conversión masiva se da en ámbitos donde ya no rigen la idea del pecado y las intimidaciones del infierno y en la vida cotidiana prevalece más bien el ―ateísmo funcional‖ (dominante, según expresan los obispos católicos que insisten en evangelizar el país). El muy complejo fenómeno del estallido de conversiones no admite ser descrito en unas líneas, pero tiene que ver, sin duda, con lo que las personas resienten como ―ausencia de un sentido profundo de la vida‖. Para demasiados, el de seguir atenidos a la fe de los padres les resulta argumento insuficiente. ¿A qué se convierten? A las variantes del cristianismo (en su mayoría al pentecostalismo), a las confesiones paraprotestantes (en especial, los Testigos de Jehová y los Santos de los Últimos Días o Mormones), al infinito del esoterismo (de los cursos por correspondencia de los Rosacruces a las creencias aztequistas), al Espiritualismo Trinitario Mariano, a los credos del New Age (la Nueva Era) con su búsqueda de armonías cósmicas. En el fondo de las conversiones, profundas o emanaciones de la moda, maniáticamente urbanas como la astrología computarizada, o de inmersión en la moral comunitaria, se halla el ―reciclamiento‖ de las sensaciones de trascendencia, el horror del vacío vital, la certidumbre íntima de la miseria moral, las ganas de redimir la culpa, la nostalgia de los lazos comuniatrios, la ansiedad de paz interior (algo que cada quien determina), la experiencia del cambio en un momento dado, el camino a Damasco inesperado (―Saulo, Saulo, ¿por qué hasta el día de hoy no sabías siquiera de mi existencia?‖). La existencia se justifica de nuevo al reorientarse su sentido profundo. En materia de variedades de la experiencia religiosa, cada persona es la autoridad. Pero el nuevo mapa de las convicciones normaliza algo básico: la vivencia de lo distinto, indispensable en el acomodo de la diversidad. Se piense lo que sea de la fe del vecino, no se tiene la mayor parte de las veces ocasión de expresar en actos la discrepancia (si la hay), y tal aprendizaje de la tolerancia aún dificultosa en pueblos o regiones, es un gran adelanto cultural. A cada persona, le resultan muy valiosas sus verdades o su verdad, pero las verdades absolutas de uno y de otro ya admiten la coexistencia pacífica de los dogmas, la expresión más clara del laicismo. Acúsome, Padre, de fomentar la tolerancia A lo largo del siglo XX se vive internacionalmente el enfrentamiento de dos sistemas valorativos que se oponen y (a su manera) se complementan: la moral laica, surgida para reemplazar la teología opresiva y dependiente de una moral pública, construida al mismo tiempo por las leyes y por los sedimentos de la cultura cristiana, y la moral de las jerarquías religiosas, encauzada con frecuencia por la rigidez. Estas dos formas de la moral se interrelacionan, influyen sin quererlo o sin saberlo una sobre la otra, y crean espacios comunes en donde se determinan las ideas de la mayoría. Hoy, a una sociedad básicamente honesta por razones vinculadas al instinto comunitario y a lo difícil de ser deshonesto sin garantías de impunidad, le ponen sitio el capitalismo salvaje, el arrasamiento de la ética impuesto por la 30
sobrevivencia, y el desgaste mismo del término moral, sometido a la manipulación de los ―representantes directos y únicos de Dios, la Familia o la República‖. La emergencia de la ―post-moral‖, ligada a la falta de credibilidad en los castigos ultraterrenos, y con la constancia del triunfo público del ―mal‖ (si actúa a gran escala), es el tema central del debate. La permanencia del laicismo El 26 de enero de 1999, el líder del PAN Felipe Calderón Hinojosa resume lo que significó para su partido la visita de Juan Pablo II: ―Confío en que los reclamos emitidos por el Papa de manera pública o privada sean atendidos por el gobierno, particularmente para lograr el cese a la hostilidad en contra de los creyentes católicos en Chiapas, y también para avanzar en mayores espacios de educación religiosa, que siguen haciendo falta en México.‖ Tales exigencias no se hallan en ninguno de los pronunciamientos de Karol Wojtyla, ni hay noticias entonces y ahora de la persecución a los católicos en Chiapas. La exhortación del senador panista Juan Antonio García Villa es previsible: ―Debe impartirse educación religiosa en las escuelas oficiales, pues en la actualidad sólo los hijos de padres millonarios tienen el privilegio de recibir este tipo de enseñanza en colegios particulares‖ (La Jornada, 25 de enero de 1999). Es decir, el cobro panista del despliegue masivo de la fe es la rendición del Estado laico. El 27 de enero el subsecretario de Educación Pública Olac Fuentes Molinar, responde categórico: El Artículo Tercero constitucional es muy claro al establecer la educación laica. El laicismo en la educación básica es una conquista nacional. Está presente en la estabilidad y en la paz en las últimas décadas y es un precepto constitucional. Somos respetuosos de las distintas expresiones [de fe]. Pero una cosa es la libertad religiosa que está establecida en la Constitución y otra es la presencia de religiones en la educación. Debemos ser cuidadosos del pluralismo de ideas y creencias, pero en el ámbito de la educación básica no nos conviene confundir esos espacios. Por lo demás, luego de la visita papal el ritmo de la secularización es el de siempre. La Carta Pastoral En un documento pronto convertido en almacén de consignas militantes (Carta Pastoral. Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos), del 25 de marzo de 2000, la Conferencia del Episcopado Mexicano anuncia su programa de rectificaciones de la Nación y fija los términos del inmovilismo: ―Por ello, la Nación no es una realidad por inventarsino una herencia que es preciso continuar y acrecentar sin perder nunca todo lo que de bueno ya hemos adquirido.‖ Queda claro: Patria, te doy de tu dicha la clave. Sé igual y fiel..., fiel a tu espejo diario, pero sin el lenguaje de López Velarde. Los obispos aquietan a los convencidos del cambio incesante: ―Con esta premisa, más que de un proyecto de Nación lo que nuestro país necesita es un proyecto al servicio de la nación.‖ De modo casi goethiano, podrían exclamar: ―Detente oh quietud, eres tan bella.‖ Más tarde, la puntualizan: Asimismo, un auténtico Estado de Derecho no puede ser indiferente o neutral cuando los valores fundamentales de la persona, la familia y la cultura son cuestionados en la vida pública. Si bien es cierto que un elemento esencial de una sociedad libre y plural es la tolerancia, también es cierto que la tolerancia que acepta acríticamente cualquier cosa se vuelve en contra de ella misma. 31
De manera que la tolerancia debe actuar selectivamente y no aceptar cualquier cosa, es decir, debe echar por la borda las doctrinas y prácticas no conocidas previamente por Dios y su guardián de las llaves. Algo se les olvida: la tolerancia es también un concepto legal, que sólo ampara lo previamente admitido por la ley, y nadie jamás ha pedido a nombre de la tolerancia la condonación de actos fuera de la ley. Ergo, lo que demandan los obispos es que la tolerancia no tolere lo que llaman ―cualquier cosa‖, actos y situaciones legales que el clero califica –así nomás– de cuestionadoras de la persona, la familia y la cultura, por ejemplo películas, obras de teatro, confesiones religiosas que ganan adeptos, comportamientos legales y legítimos pero enemigos de la visión de la familia en el siglo XIV, etc. Ya entrados en la remodelación del Estado, los obispos siguen: Entendemos y aceptamos la ‗laicidad del Estado‘ como la confesionalidad basada en el respeto y promoción de la dignidad humana y por tanto en el reconocimiento explícito de los derechos humanos, particularmente del derecho a la libertad religiosa. Muy bien, pero esta definición de libertad religiosa es solamente suya, y los obispos lo aclaran de inmediato, no vaya a ser que se les pase la mano de sutiles y dejen pasar por astutos las interpretaciones abiertas. Continúa el texto: Asimismo, el reconocimiento auténtico del derecho a la libertad religiosa implica necesariamente que los habitantes del país puedan ejercerlo en sus actividades privadas y públicas. Por ello, es contrario a la dignidad humana restringirlo al culto o impedir su ejercicio en campos como la educación pública y la participación cívico-política. Dos en una: el catecismo en todas las primarias y secundarias, la búsqueda del poder de partidos políticos y grupos católicos. Sigue el documento: El respeto que el Estado debe a las iglesias, a las asociaciones religiosas y a cada uno de los miembros excluye la promoción tácita o explícita de la irreligiosidad o de la indiferencia como si al pueblo le fuera totalmente ajena la dimensión religiosa de su existencia. Más bien, es una obligación del Estado proveer los mecanismos necesarios y justos para que, quienes deseen para sus hijos educación religiosa, la puedan obtener con libertad en las escuelas públicas y privadas. La pueden obtener con mucho mayor libertad en los cursos parroquiales y en todas las horas libres de los padres de familia, seguramente ansiosos de transmitir pedagógicamente su fe. Y ¿qué entienden los obispos por ―irreligiosidad‖ o ―indiferencia‖? De hecho, proponen la adscripción gubernamental a las clases parroquiales de Doctrina, porque el Estado no podría conceder a los hijos de confesiones no católicas la educación religiosa que, por otra parte, no exigen. Y acto seguido el Episcopado Mexicano lo recuerda con dureza: hay creencias más iguales que otras: El respeto que el Estado debe a las Iglesias y a las asociaciones religiosas implica el reconocimiento igualitario de todas en cuanto instituciones. Sin embargo, es legítimo precisar que no todas poseen la misma representatividad y, por lo tanto, que no todas colaboran de la misma manera y grado al bien común. El derecho exige que la diferente aportación a la Nación sea también reconocida con justicia. El criterio cuantitativo debe imponerse. ¿Cuántas oraciones por el bien de la Patria produce la Iglesia católica y cuántas los pentecostales? Y algo más importante: ¿a quién escucha el Verdadero Señor de la Verdadera Fe? El oído divino para todos es una blasfemia y el Señor no querrá que lo acusen de proteger a los herejes.
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DANOS HOY NUESTRA TEOLOGÍA COTIDIANA Revista de la Universidad de México, núm. 62, abril de 2009. www.revistadelauniversidad.unam.mx/6209/6209/pdfs/62monsivais.pdf. Recorrido por la historia de la teología, este texto de Carlos Monsiváis explora las formas en que la religión católica ha impregnado nuestra cultura merced a un poderoso arsenal de imágenes, fábulas y dogmas. Pleno de argumentos, nunca exentos de ironía, Monsiváis continúa la impostergable defensa del laicismo en nuestro país. La teología según los usuarios La teología de la vida cotidiana: las visiones y las divulgaciones de la religión que cada creyente adopta. Además de la Biblia, escasa y dificultosamente leída en los países de habla hispana, es La Divina Comedia de Dante Alighieri, el libro que establece ―el mapa de la geografía del Más Allá‖, con ejemplos de premios (escasos) y de castigos (una legión). Luego, se difunde la legión de Catecismos, el más famoso y más vilipendiado de los cuales es el del padre Ripalda. Ya en el siglo XIX la fuerza de Dante se acrecienta gracias a los maravillosos grabados del francés Gustavo Doré. Mediante la Comedia y Doré se diseminan las convicciones sobre la diafanidad del Paraíso, la eterna agonía del tedio en el Purgatorio, y el deambular entre las llamas de los nuevos círculos del infierno. ―Abandona toda esperanza, tú que entras‖. De la lectura de imágenes y de la contundencia de las repeticiones, desprende en lo básico la religión católica su dominio del espíritu o, si se quiere, su sojuzgamiento de los reflejos condicionados de los creyentes. Así lo veían: atadas a los peñascos de la infamia, convencidas de lo justo de su castigo, las almas en pena se vuelven amonestaciones que el creyente toma muy en cuenta. A lo largo del tiempo en que la religión es parte indesligable de la vida diaria, las imágenes devocionales son la primera teología, la que exige escenificaciones y nutre el ímpetu de la oratoria sagrada. El creyente o la creyente, que han memorizado las imágenes, tiembla ante el peso del pecado que todo lo invade, que traspasa las resistencias débiles o fuertes, que se adueña de los secretos de la conciencia. En la interiorización de la teología popular es fundamental la noción del pecado, la plaga de la que casi nadie se exime, la pesadilla que se legitima en el confesionario y atraviesa el anhelo de la vida en estado de pureza. La sociedad latinoamericana: teológicamente analfabeta por así decirlo, atenida a la fe entrañable y la reiteración mecánica de unos cuantos dogmas, se abstiene de leer la Biblia por las prohibiciones (el miedo a las consecuencias sociales y religiosas de la interpretación libre), por las limitaciones de su analfabetismo total o funcional (las más de las veces) y por la complejidad o, más exactamente, por lo incomprensible de los sermones evangelizadores. A la sociedad novohispana la guía la falta de alternativas y las presiones de la censura. En la Nueva España, a partir de 1558, las imprentas y las librerías se someten a la revisión severa de arzobispos y obispos en busca de erasmistas. Un editor de 1572 recuerda la prohibición de introducir en la Nueva España libros contrarios a la religión católica, y las instrucciones a los funcionarios del Santo Oficio para que revisen bien las naves llegadas a Veracruz. Deben interrogar a los viajeros, abrir las cajas, baúles y cajones sospechosos ―porque el estilo originario de los herejes es poner escondidos los libros entre ropas y mercaderes y embarcándoles en navíos que vienen a estas costas‖. Esto, para no mencionar las quemas de herejes. (Jean Pierre Bastian, Protestantismo y sociedad en México). 33
*** La ―privatización de la teología‖ queda a cargo de los especialistas. ¿Cuántos están al tanto de lo que quiere decir ―ataraxia‖, el ideal supremo de felicidad que alcanza el alma después de calibrarse por la moderación en los placeres del cuerpo y el espíritu? ¿Cuántos entienden el latín mientras dura como lenguaje de las misas? ¿Cuántos saben de la dulía y la hiperdulía, las formas de culto por encima de todo? ¿Cuántos lograrían definir el monofisismo, la doctrina según la cual todos los seres humanos provienen del matrimonio de Adán y Eva? Pero la teología muy especializada nada puede contra un grabado de Doré. En el siglo XVIII surge un concepto cuyos efectos —si bien ya en forma debilitada— se extienden hasta hoy: el tolerantismo, que en 1773 hace explícita la condena ―de la Iglesia y el Evangelio‖ a la tolerancia, inadmisible en la Nueva España, por ajena a la sociedad formada en la fe única. Todavía en 1857, en el debate sobre libertad de creencias, con vistas a la Constitución de la República, sólo un diputado defiende la tolerancia, porque la verdadera fe no admite competencia. *** Los conquistadores y los eclesiásticos exigen la adhesión absoluta y el aborrecimiento del libre albedrío. Que se exalten los dogmas (en su memorización puntual), y ya se entenderán las Escrituras, si eso le interesa a alguien. De la teología, en el fondo, sólo se espera la reproducción de consignas. Porque, ¿qué consecuencias extraen las masas de indígenas y mestizos novohispanos de las palabras de Santo Tomás: ―La fe nos entrega un pregusto de aquel conocimiento que en el futuro nos hará bienaventurados, un comienzo de la visión beatífica‖? Por supuesto, entre misas en latín y abstracciones incomprensibles incluso para sus autores, todos ellos doctores en teología, no se intenta siquiera descifrar lo que sólo admite la obediencia incondicional. De allí la importancia de la Virgen de Guadalupe o de cualquiera de las vírgenes de la región latinoamericana, porque introducen en la teología popular el valor de los sentimientos. No sólo son vírgenes nativas sino son oportunidades para la plegaria directa y el llanto, dos complementos teológicos. A esto se opone la ―privatización‖ de la teología en los siglos XVIII y XIX. Véase un libro de 1880 editado en México, el Compendio de Catecismos de perseverancia o exposición histórica, dogmática, moral, litúrgica, apologética, filosófica y social de la religión desde el principio del mundo hasta nuestros días. El autor monseñor J. Gaume, Pronotario Apostólico, sabe todo con detalle, incluidos los propósitos de Nuestro Señor: P: ¿ Cuál es la más excelente de las oraciones participantes? R: El Padre n u e s t ro, u oración dominical, porque su autor es el mismísimo Jesucristo, y encierra todo lo que debemos pedir. P: ¿Por qué la hizo tan corta Nuestro Señor? R: Para que podamos aprenderla fácilmente y rezarla con frecuencia.
Si es que entendí, desde el principio de la humanidad, el hombre debió adelantarse en palabra y acto al Redentor para que éste, al aceptarlo como uno de sus precursores, lo salve. Teología perfecta a la que sólo le falta hablar y explicaciones deslumbrantes como la siguiente: P: La misa del domingo, ¿de qué ceremonia va precedida? 34
R: De la bendición del agua bendita y de la aspersión. P: ¿Por qué pone el sacerdote sal en el agua bendita? R: Para indicar que el agua bendita impide el que nuestras almas se corrompan por el pecado. P: ¿Cuáles son los efectos del agua bendita? R: Primero, lanzar a los demonios; segundo, curar a los enfermos; tercero, atraernos el auxilio de Dios, y cuarto, borrar los pecados veniales.
La teología que se difunde es, por así decirlo, pintoresca, la fe del carbonero en una kermés perpetua y alejada de la Biblia. Si un axioma es ―Sin Iglesia no hay Biblia‖, también puede decirse ―Sin Biblia no hay Iglesia‖, porque, como pasa en México, el desconocimiento casi total de lo bíblico sujeta la verificación del pensamiento cristiano a las ocurrencias fideístas, que abominan de cualquier forma de la razón. Vuelvo al catecismo de Gaume: P: ¿Por qué emplea el latín la Iglesia en sus oficios? R: Para conseguir la unidad de la fe, pues como las lenguas vivas cambian constantemente, se introducirían en breve alteraciones en la liturgia y en las fórmulas de los Sacramentos. P: ¿Y por qué más? R: Para conservar el catolicismo de la fe, para que en parte alguna seamos extranjeros los unos a los otros, y finalmente para hacer más respetables nuestros misterios.
El latín, el idioma que prestigia los secretos. Ego te absolvo, oh tú curiosidad, pecado mortal que intenta hacerse pasar por venial. La teología que circula se ciñe a los dogmas que exigen reverencia y que de allí extraen las formas del entendimiento, es decir, de circulación incesante de las vidas de los santos y reiteración de dogmas y rezos: ―Por la señal de la Santa Cruz…‖. Así, en fechas recientes, el teólogo Betz explica (digo, es un decir) una consecuencia del Concilio de Trento o del Concilio Lateranense: ―Transustanciación quiere decir que unas sustancias terrenas son convertidas de forma instantánea en una sustancia superior previamente existente. Lo que el Concilio quiere expresar con estas palabras es el hecho de la mutación óntica‖. Que muy pocos discurran sobre teología para que los demás acaten su saber más allá de las palabras. En la práctica, los misioneros explican los dogmas a través de las narraciones. En lo fundamental, la teología viene a ser una antología de anécdotas hagiográficas, algo que en los siglos siguientes se extiende en la explosión demográfica de las apariciones. Y podría verse esta etapa como la resistencia múltiple a pensar teológicamente. Como lo explica Norma Durán en su ensayo ―La construcción de la subjetividad en las hagiografías y toma el caso de Sebastián de Aparicio‖ (en Camino a la santidad. Siglos XVI a XX, Condumex, 2003). El discurso cristiano contiene ―el misterio‖ y esto no está contenido solamente en el nivel literario, por eso la Verdad no puede ser expresada en argumentos lógicos, sino por medio de ―pruebas‖ que pueden ser signos, símbolos religiosos, imágenes o milagros. La retórica que elaboró el cristianismo se fundamentó en el misterio, la profecía, la parábola (siguiendo al judaísmo). Dios mismo se había dado a conocer por estas vías del lenguaje figurativo (parábolas y metáforas); por eso el misterio era la garantía o el signo de la verdad real se subsume a lo imaginario, entendiendo como imaginario las formas ―míticas‖ y literarias con que se expresan los acontecimientos reales.
La teología popular, término muy favorecido por la izquierda religiosa, era hasta hace poco una colección de relatos del asombro, mezclada con ventas de reliquias, exhibición de los rosarios del turismo religioso bendecidos por el Papa, o incluso empuñados con propósitos milagrosos ante la televisión en cualquiera de las visitas papales. Lo otro, la teología para 35
deleite exclusivo de los teólogos, por lo menos de unos cuantos, pasa inadvertida, no hay libros de teología que aporten ideas y visiones filosóficas, no hay diálogo con la comunidad de los creyentes. Véanse los libros más leídos de un largo periodo: El Catecismo del padre Jerónimo de Ripalda, Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, hasta llegar a la Historia de la Iglesia del padre Bravo Ugarte, y el enjambre de opúsculos, en especial los folletos todavía hoy repartidos por la Jerarquía católica, que corresponden a la colección E.V.C. (El Verdadero Católico), escrita en su totalidad por Pedro Vázquez Cisneros, con el seudónimo de Pedro Sembrador. Estos opúsculos son a su modo apasionantes: A mi hija en edad de contraer matrimonio (―Mil veces muerta antes que casada con un divorciado; diez mil veces muerta antes que casada con un masón‖) o Las mentiras del protestantismo, que repite la frase de Bossuet: ―Varías, luego mientes‖. “Relatos de ultratumba” La investigadora del INAH María Concepción Lugo Olguín ha publicado un libro sobre prácticas devocionales a las que el tiempo volvió amenas y elocuentes a pesar suyo. En Relatos de ultratumba. Antología de ejemplos del purgatorio, Lugo Olguín selecciona casos sobre medios de salvación para los fieles vivos, la infracción a la norma, medios para luchar por la salvación de los otros o ánimas del purgatorio, los sufragios, gratitud de las almas, el más allá y sus moradores, el purgatorio: pruebas de su existencia… Lugo Olguín explica: ―Con el propósito de reforzar la ortodoxia cristiana, sobre todo cuando los enemigos de la fe ponían en peligro la hegemonía eclesiástica, la Iglesia, desde los primeros años de la época medieval hasta bien entrado el siglo XIX e incluso parte del XX, ha utilizado diversos medios para restablecer su poderío. Se cuentan entre éstos numerosos y sencillos relatos de corta extensión a los que se les dio el nombre de exempla o exemplum, relatos sobre los modelos de virtud que se proponían como un ejemplo a seguir‖. A continuación, algunos aleccionamientos del muy interesante Relatos de ultratumba. El rosario que actuó por su cuenta El padre Nuremberg acostumbraba a rezar todos los días un rosario enriquecido con indulgencias, las cuales ofrecía por las ánimas en la forma en que enseñó después en un precioso tratado que hizo imprimir para instrucción de los fieles. Perdióse este rosario, no sin grande dolor suyo por el perjuicio que en esto sufrían los fieles difuntos. Para indemnizarlos, procuraba pedir prestado a alguno que tuviese las mismas indulgencias y, una vez rezado, lo restituía. Una noche, al hacer examen de conciencia, se acordó de que no había rezado su rosario porque, muy ocupado durante el día, ni había tenido tiempo para ello, ni se le ocurrió procurarse el rosario para hacerlo en tiempo oportuno y, lo que era peor, que ni aun en aquella hora podía verificarlo por no parecerle prudente incomodar al amigo que se lo prestaba. Afligido, pues, se dirigió humildemente a las ánimas, suplicando le perdonasen aquella falta y ofreciéndoles otros sufragios, con la buena voluntad de rezar su rosario, si lo tuviera. Así oraba cuando sintió cierto ruido en el techo de su celda y, volviendo la vista hacia aquella parte, vio caer su rosario del techo al suelo. ¿Quién puede traerlo sino las ánimas, tan interesadas en que volviese a poder de su dueño? Muy alegre entonces, no sólo por el hallazgo de su rosario, sino muy principalmente por la manera en que volvía a adquirirle, se puso a rezarle, rebozando de santo gozo, ya que 36
semejante amabilidad era una prueba bien clara de ser aquella devoción tan provechosa a las ánimas como agradable a la majestad de Dios. Del dragón que se disfrazó de rey de Francia Carlos Martelo, rey de Francia, después de usurpar las cosas de la Iglesia, murió. Siéndole revelado a San Eucherio cómo se había condenado, abrieron su sepulcro y salió de allí un dragón muy horrible y espantoso, y no hallaron al rey en el sepulcro. Después se apareció y estaba todo quemado y abrasado. Del difunto que informaba de su estado judicial Un letrado de París murió con fama de gran santidad, por lo que en su entierro se juntó toda la ciudad. Cuando estaban haciendo los oficios al primer nocturno se levantó encima de las andas y dijo, con una voz espantable y temerosa: Al juicio voy. Y volvióse a caer. Fue lo sucedido causa de grande espanto y confusión para los circunstantes, por lo cual cesó el oficio de aquel día. El siguiente, diciendo el segundo nocturno, se volvió a levantar y con voz espantosa dijo: En juicio estoy. Y cesó el oficio, con grande admiración de todos. Prosiguiendo el tercer día, y cantando el tercer nocturno, con voz más llena de espanto y confusión, dijo: Condenado soy. Viendo el miserable suceso del difunto, le echaron de la iglesia y no le dieron sepultura. Del religioso que confió demasiado en sus virtudes Cuentan las crónicas franciscanas que en un convento de la orden había un religioso de tan santas costumbres que parecía su vida más de ángel que de hombre, y después de muerto dijéronle los frailes las misas que tenían de obligación. Uno, que era lector en el convento, no las dijo, creyendo que no las había menester. Apareciósele el alma del difunto y díjole cómo estaba en el purgatorio, que dijese por él las tres misas que tenía orden de decir por los difuntos y que con ellas saldría del purgatorio. Excusóse el lector diciendo que no las había dicho por pensar que no tendría necesidad de ellas, a lo que el difunto respondió: Ninguno piensa cuán estrecho es el juicio de Dios y cuán rigurosamente se castigan los pecados. Del difunto que no sabía explicarse Cierto religioso que en vida era tenido en buena reputación, después de su muerte se apareció a un amigo suyo y, entre otras cosas, le dijo: Yo soy diputado a las penas del purgatorio hasta el día del juicio y las padeceré infatigablemente si no fuese socorrido con sufragios y oraciones. Preguntándole el amigo la causa, respondió: Todos mis pecados confesé, pero porque los explicaba mal y cumplía las penitencias con mucha remisión y flojedad, soy condenado al purgatorio hasta el fin del mundo. De cómo Dios desvió los recursos espirituales En las crónicas de nuestra seráfica religión se lee de un religioso que en vida fue negligente y descuidado de hacer las oraciones y sufragios acostumbrados por los difuntos, el cual, después de su muerte, se apareció a otro religioso, amigo suyo, y le dijo cómo estaba en camino de 37
salvación pero que padecía terribles penas y tormentos. ¡Pues cómo! Dijo el amigo, ¿las misas y oficios que por ti hicimos no te aprovecharon? El difunto respondió que no, porque todos los sufragios que se hicieron por él cuando murió los aplicó nuestro Señor a otras almas y no a la suya, en castigo del descuido que había tenido de rezar lo que tenía obligación por los otros frailes difuntos, más que de allí en adelante las oraciones que hiciesen por él los demás religiosos le aprovecharían. Dicho esto desapareció. Del olvido que llevó al Purgatorio En cierto convento había un religioso que tenía la devoción de alabar a la Virgen. Al subir las escaleras del claustro bajo al alto, la saludaba diciendo: Ave María. Un día, entendiendo que le quería el prior mandar una cosa que no era muy de su gusto, viéndole de lejos venir, por excusarse de la obediencia, subió muy aprisa sin decir aquella salutación en cada escalón como acostumbraba. Murió el religioso poco después, y de allí a algún tiempo se le apareció en la misma escalera al prior que bajaba por ella y le dijo que venía a deshacer lo hecho y a volver a subir diciendo Ave María y encontrarlo allí, porque dejó de hacer aquella devoción huyendo de la obediencia. Hecha o deshecha su imperfección, desapareció. El mitin de la gratitud Un religioso de la orden seráfica, devotísimo de las almas, refiere que siempre que pasaba por el claustro o cementerio donde estaban enterrados los muertos, hacía devota oración por ellos. Una noche, pasando por allí y haciendo lo mismo, se levantaron grande multitud de difuntos dándole las gracias por las oraciones que por ellos ofrecía al Señor; le hacían reverencias con profundas y devotas inclinaciones, con lo cual el siervo de Dios quedó más aficionado y devoto a las benditas almas. *** El olor de santidad Las religiones cambian y a sus transformaciones se les suele llamar tradición (aquello que se respeta porque cada generación la modifica y porque todas veneran su improbable inmovilidad). Tómese el caso de los huesos santos. Si hoy esto parece ridículo debe recordarse, afirma Iván Illich, que así comenzó la cristiandad, celebrando el triunfo glorioso de la gente que aceptó voluntariamente el castigo final. ―¡Llámenlo una locura! Esto es exactamente lo que era‖. Continúa Illich: en el siglo X se intensifica en toda Europa el comercio de reliquias y es probable que una tercera parte de los objetos de valor transportados a través de los Alpes consistiese en reliquias. Por supuesto, el valor estaba bien asegurado como se diría ahora, porque si alguien te robaba tus reliquias —por supuesto, nadie podría hacerlo— tú podías acudir al cementerio más próximo y allí desenterrar algunos huesos y proclamar que en efecto éstos eran los huesos que se traían de las Catacumbas romanas. Pero lo fundamental era que la gente olía literalmente la santidad de una reliquia, y el olor de santidad se percibía a tal punto a principios del siglo X, que cuando un obispo de Milán aseguró que él no lo sentía, la gente se preguntaba: ―¿Por qué Dios lo castiga, o qué pecado cometió que no logra sentir el aroma de las reliquias?‖. A fines del siglo X, un grupo especializado, que se convertiría en el Santo 38
Oficio, identifica los huesos que pertenecían a determinados santos, por el método de perforarlos y manejarlos en nombre de la Santa Sede. A partir de ese momento ya no se percibió el olor a la santidad. *** En lo básico, formar a las personas en el espacio de las represiones es la pedagogía que viene del Concilio de Trento, de la Contrarreforma, y del manejo del Decálogo, las diez órdenes y prohibiciones más famosas y, por lo común, menos cumplidas de Occidente. El Decálogo se inicia en el capítulo 20 del libro del Éxodo, con la voz que anula el silencio de los abismos: —No tendrás dioses ajenos delante de mí. —No te harás imagen ni alguna semejanza de cosa que esté arriba en el cielo, ni debajo de la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. —No te inclinarás a ellas ni las honrarás, porque soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visita la maldad de los padres sobre los hijos, sobre los terceros y sobre los cuartos, los que me aborrecen. —Y que hago misericordia en millares a los que me aman, y guardan mis mandamientos. Esta comunidad del Dios de los ejércitos se interpreta en la cultura hispánica como la afirmación más incontrovertible del monoteísmo. Establecido el monopolio de los cielos y ya suprimida la competencia de los dioses paganos, se prescinde y se olvida del resto del primer mandamiento (―No te harás imagen ni alguna semejanza, etcétera‖), lo que tal vez resulta una decisión encomiable porque de lo contrario no dispondríamos —entre otras maravillas— del arte medieval, el Renacimiento, la Capilla Sixtina, las vírgenes de Leonardo y Raphael, las representaciones infinitas del Calvario, el arte virreinal, la Pietá, las tarjetas postales con la representación de los Cristos de Dalí, muchísima de la poesía barroca, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, y las comparaciones entre el Cristo de Mantegna y la foto del Che Guevara, para no mencionar el filme de Mel Gibson sobre el Rabí de Galilea tratado como preso político de la Santa Inquisición. Habríamos perdido todo esto y muchísimo más, si se obedece el texto completo del primer mandamiento. *** Me concentro ahora en un clásico del catolicismo del siglo XIX, El genio del cristianismo, de Chateaubriand. ¿Dónde radica su fuerza? El libro es una interminable parrafada lírica que nunca abandona la prosa poética, y quiere deslumbrar más que convencer. Se interroga Chateaubriand (p. 10): No preguntemos a nuestro entendimiento, sino a nuestro corazón, pues somos débiles y culpables, cómo un Dios puede morir. Si este perfecto modelo del buen hijo; si este ejemplo de fiel amistad; si ese retiro al monte de los Olivos, ese cáliz amargo, ese sudor de sangre, esa mansedumbre de alma, esa sublimidad de espíritu, esa cruz, ese velo rasgado, ese peñasco hendido y esas tinieblas de la Naturaleza; si, por último, ese Dios que expira por los hombres no puede conmover nuestro corazón ni inflamar nuestros pensamientos, es de temer que nunca se hallan en nuestras obras, como en las del poeta, ―brillantes milagros‖, speciosa miracula.
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El libro, estructuralmente, se constituye por el aluvión de fragmentaciones, derivadas de un género de gran moda en los siglos XVIII y XIX: la oratoria sagrada, la elocuencia desde el púlpito. Sin duda, los primeros, ávidos lectores de Chateaubriand son los sacerdotes, los novicios, los estudiantes de los seminarios, los obispos, los laicos felices al leer en la voz alta de su engolamiento espiritual. El genio del cristianismo es varias cosas, pero su gran atractivo es el advenimiento del espíritu romántico a la oratoria sagrada, que en la Nueva España y en la República apenas inaugurada no vivía ciertamente su época de oro. ¿En qué se concentraban los predicadores? Muy fundamentalmente: —En la celebración litúrgica de Santa Catalina de Siena, la conversión de San Pablo, San Pedro, San Pedro de Alcántara, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, Santo Domingo de Guzmán, San José, San Felipe Neri, San Felipe de Jesús (el primer mártir de Japón), San Antonio de Padua, San Agustín, San Bartolomé, San Joaquín y Santa Ana, San Jerónimo, Santa Gertrudis, San Pedro Mártir (patrono de la Inquisición), San Francisco de Borja, San Elías, San Juan de Dios, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, Santa Rosa de Lima, Santa Teresa de Jesús, San Fernando, el Arcángel San Miguel. —En las celebraciones de los misterios marianos (Inmaculada, Asunción, Visitación, Purificación), de algunas devociones marianas (el Santo Rosario, la Salve), o en torno a diversas advocaciones (Guadalupe, el Pilar, Aránzazu, predicada a vascos, o Covadonga, predicada a los asturianos). —En las celebraciones en menos número, de la Trinidad, la fiesta del Eterno Padre, la Humanidad del Señor, la devoción al Corazón de Jesús, la muerte de Cristo en la Cruz y la adoración a la Eucaristía. —En los sermones políticos, es decir, en el homenaje a los reyes, en especial los Borbones. Hay por ejemplo numerosos sermones sobre el nacimiento de Luis I o la entronización y el fallecimiento de Carlos III. —En el hilar finísimo de la retórica y la teología conceptista (no sé cómo llamar a estos prodigios de la sutileza fantástica). Cito un ejemplo de fines del siglo XVII, el sermón del franciscano Juan de Castro que considera mayor milagro la Concepción Inmaculada de la Virgen que la de Cristo. He aquí su razonamiento: Que Dios en la Concepción de Cristo hace una obra pura de materia pura, porque la carne de la Virgen es pura y en la Concepción de María hace una obra purísima de materia impura, porque la hizo de la carne de Santa Ana, que era impura; luego mayor milagro es la Concepción de la Virgen, que la Concepción de Cristo. Cristo la concibe por obra del Espíritu Santo. María por obra de varón, Cristo recibe carne de Madre Virgen, María de Madre no Virgen. Cristo es hijo natural de Dios, María es criatura y no es Dios. Mayor poder es hacer una criatura pura y purísima de madre no Virgen, de Padre concebido en culpa, por obra natural, que no hacer un hombre sin padre, purísima, y de Madre Virgen por obra de Dios, y sin obra de varón; luego en cuanto a milagro, mayor obra es la Concepción purísima, que Encarnar Dios y sacramentarse Cristo.
Carmen José Alejos Grou, la investigadora, concluye: ―Como se puede apreciar, el predicador es aquí deudor de las tesis agustinianas, según las cuales el pecado original se transmitía por la convulsión desatada por el apetito libidinoso en el acto matrimonial. El alma, pues, se contaminaría por su contacto con la materia impura, al ser infundida en el cuerpo. Así sea‖. 40
Tales peripecias teológicas, engendradoras del Sueño de los Justos con los Ojos Abiertos que, es de suponerse, resulta otra categoría de la misa, hallan en Chateaubriand un antídoto formidable, porque en primer lugar rescata el valor del entretenimiento. Escribe Chateaubriand: Los modernos deben a la religión católica este arte de la palabra, que, si hubiese faltado a nuestra literatura, hubiese dado al genio antiguo una decidida superioridad sobre el nuestro. Éste es uno de los más brillantes triunfos de nuestro culto; y a pesar de todo cuanto se diga en elogio de Cicerón y Demóstenes, Masillon y Bossuet pueden sin temor competir con ellos.
Chateaubriand llama la atención sobre un genio teatral, aunque así no se presentara, sobre Bossuet y su oración fúnebre de Teresa de Austria: ―¡Fiestas sagradas, fausto himeneo, velo nupcial, bendición, sacrificios; ojalá mezcle yo hoy vuestras ceremonias y vuestra suntuosidad con estas pompas fúnebres, y el colmo de las grandezas con el colmo de sus ruinas!‖. La teología se desplaza a favor del histrionismo. En su sermón de bienvenida a la eternidad de la princesa de Austria, Bossuet le da lecciones a los reyes por si se pensaban inmortales: ―...¡Madama se muere, Madama ha muerto!... ¡Ved ahí, a pesar de su gran corazón, a esa princesita admirable y tan querida! ¡Vedla ahí, tal como la muerte nos la ha hecho!‖. Que tiemblen de dicha los catafalcos. No vendrá aquí la disquisición de un discípulo de Santo Tomás de Aquino a profundizar su letargo. Chateaubriand, en esa colección de sermones encendidos e incendiarios, El genio del cristianismo, no reconoce error alguno en la Iglesia cuya inmaculada perfección propaga, y adula a sus primeros lectores, los que habrán de agradecerle la posibilidad de una homilética distinta. Así, en su descripción un tanto idealizada del clero bajo, se lanza en ardores que debían oírse de pie, para hacerles justicia: Se ha culpado a los curas de ciertas preocupaciones de Estado e ignorancia; pero la sencillez del corazón, la santidad de la vida, la pobreza evangélica y la caridad de Jesucristo les constituían en una de las clases más respetables de la nación. Viéronse muchos que, más que hombres, parecían espíritus benéficos bajados del cielo para bien de los desvalidos. ¿Cuántas veces se privaron del sustento para darlo a los necesitados, y se despojaron de sus vestidos para cubrir al desnudo? ¿Y habrá quien se atreva a denostar a estos hombres, por alguna severidad en su opinión? ¿Quién de nuestros soberbios filántropos querría que en el rigor del invierno se le despertase a media noche, para administrar los Sacramentos en lo más distante de los campos, al moribundo que expira sobre la paja? ¿Quién de nosotros querría tener sin cesar el corazón lacerado frente al espectáculo de una miseria que no puede socorrer, verse rodeado de una familia cuyas demacradas mejillas y hundidos ojos revelan el ardor del hambre y de todas las necesidades? ¿Nos sería grato acompañar a los curas de París, esos ángeles de humanidad, a la mansión del crimen y del dolor, para consolar el vicio bajo las formas más repugnantes, para derramar el bálsamo de la esperanza en un corazón desesperado? ¿Accederíamos a separarnos del mundo de los dichosos, para vivir eternamente entre los sufrimientos y no recibir a la hora de la muerte, por tantos beneficios, sino la gratitud del pobre y la calumnia del rico?
Chateaubriand es un ejemplo nítido de la prosa (y la oratoria) cuyo primer entusiasta es el escritor que es también el orador. Y esa cualidad ―de publicista infectado por su mercadotecnia‖ le ayuda a conquistar la devoción del aparato eclesiástico y las beatitudes contiguas. En el siglo XIX, entre el fragor de guerras y cambios, el manierismo teológico pierde adeptos a gran velocidad y, en un mundo de analfabetas y de analfabetas funcionales, el culto a la Palabra se extiende. Chateaubriand no es sólo hijo de Bossuet, también, y a su pesar, 41
viene de la Revolución Francesa y su decisión de construir la Historia con discursos. Y en América Latina esto se propaga con celeridad. En 1820 o 1824 se traduce El genio del cristianismo pero su lectura masiva, o mejor, la gran influencia producida por su lectura entre los lectores posibles, se da en la segunda mitad del siglo XIX. Si se quiere vislumbrar el deslumbramiento ante la retórica a fin de cuentas accesible de Chateaubriand, hágase el cotejo con un libro impreso en Nueva Granada en 1677, y muy determinante en México, Arte de sermones para saber hacerlos y predicarlos, de fray Martín de Velasco. Este buen fraile define el sermón como ―un todo artificioso, que la Retórica cristiana dispone‖ y que busca ―persuadir al Auditorio el amor a las virtudes, y aborrecimiento a los vicios; pena y gloria con brevedad de palabras‖. Según Velasco, la confección de un sermón perfecto es un arte que consiste en tres cosas. La primera es definir la materia o narrar el asunto. La segunda, dividir la misma materia y asunto en puntos particulares. La tercera, confirmar los puntos con pruebas y argumentos artificiosos. Y aún añade tres cualidades para que el sermón sea cabal y perfecto: que esté fundado en una verdad, que sea lúcido el modo de exponerlo y que sea provechoso para quien lo oiga. Y en el caso de que no puedan hacerse compatibles estas dos cosas es preferible hacer el sermón ―fundado, cuando no puede salir muy lúcido; que no, hacerlo lúcido sin que vaya bien fundado‖. A Chateaubriand no le interesa el razonamiento anterior. Lo suyo es el capítulo (la incitación al sermón) muy exhibicionista, porque lo que cuenta es la sensibilidad al servicio de las palabras, no la piedad cristiana, convencida de antemano y, por tanto, poco dispuesta a la emoción rápida. Y esto lo toman en cuenta sus lectores en especial los profesionales del llamado a la Grey, muy al tanto de la gran lección del virreinato, tal vez enunciable del siguiente modo: los españoles redescubren la Cruz a través de los sermones; los indios descubren los sermones a través de la cruz. Es decir, los símbolos llegan primero que los mensajes que los sustentan, pero en tratándose de hábitos antiguos los mensajes, a veces y en ocasiones, admiten el vislumbre de los símbolos. Todos se arrodillan al paso del Santo Viático, unos para hallar y otros para demostrar la fe. El propósito explícito de El genio del cristianismo es detener la secularización, el mal del siglo para los tradicionalistas. Chateaubriand, en su argumentación es anacrónico, se atiene a las explicaciones eclesiásticas más burdas y se aterra ante el ateísmo. Sin demasiada coherencia pero convencido de su poder de persuasión (pocos libros se han escrito con tal confianza en sus resultados inmediatos), Chateaubriand generaliza el fenómeno que odia (la Revolución Francesa) y le atribuye influencia perdurable. Por eso, ante el coro de sarcasmos y negaciones al parecer instalado por siempre en su mente, él defiende lo que en México sería impensable imaginar. Por ejemplo: —El celibato. Pasa sin disimulo sobre las pruebas de un milenio sin celibato (―Lo cierto es que el sínodo del segundo Concilio de Letrán en el año 1139, fija, sin ningún género de duda, el celibato del clero católico‖). No importa. Ya entrado en gastos, dice lo que se le ocurre: ―La virginidad era mirada como el estado más perfecto para un cristiano, desde los tiempos de San Pablo‖. No toma en cuenta que San Pablo, enemigo profesional de la carne que es pecado, escribe en la Primera Epístola a los Corintios, capítulo 7: 1. Cuanto a las cosas que me escribisteis, bien es al hombre no tocar mujer. 2. Mas a causa de las fornicaciones, cada uno tenga su mujer, y cada una tenga su marido... 8. Digo pues a los solteros y a las viudas, que bueno les es si se quedaran como yo.
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9. Y si no tienen don de continencia, cásense; que mejor es casarse que quemarse.
Quién quita y sí, pero Chateaubriand se enfrenta a las reclamaciones del siglo, y se olvida del sagrado mandamiento (―Creced y multiplicaos‖) y pondera más bien las aportaciones de los célibes a las naciones: Por último, parece casi demostrado que en un gran Estado son necesarios algunos hombres que, separados del resto del mundo, e investidos de un carácter augusto, puedan trabajar en los progresos de las luces, en la perfección de la moral y en el alivio de los desgraciados, sin hijos, sin esposa y sin las preocupaciones propias del siglo. ¡Cuántos milagros no han operado desde estos tres puntos de vista en la sociedad, nuestros clérigos y religiosos! Déseles una familia, y esos estudios y esa caridad, que consagraban a su patria, los utilizarán en pro de sus parientes, y ¡felices si no convierten en vicios las virtudes!
Si algún personaje es afín al Chateaubriand de El genio del cristianismo, es el Tartufo de Molière, el coreógrafo de la hipocresía. Al tanto de la fuerza de lo que viene, ya experimentada con los jacobinos, y ganoso de vencer al Siglo (el Mundo) acude a los argumentos seculares, al sentir anticuadas o demolidas las tesis tradicionales. Por eso, centra su alegato en la eternidad de la moral. Si la moral precede a las sociedades, el imperio de la Iglesia es incontestable y todo es inmanente. ―Que no hay moral si no hay una vida ulterior‖, es decir, no hay moral si no se acatan puntualmente las reglas de los que fiscalizan y reparten los beneficios de la vida eterna. Chateaubriand se lanza contra el elemento que juzga más nocivo de la secularización, las leyes, con su elogio implícito al materialismo: La moral es la base de la sociedad, pero si en nosotros todo es materia, no hay realmente vicios ni virtudes, y, por consiguiente, no hay moral. Nuestras leyes, siempre relativas y mudables, no pueden servir de punto de apoyo a la moral, siempre absoluta e invariable; es forzoso, por lo tanto, que tenga un origen en un mundo más estable que el nuestro y garantías más sólidas que unas recompensas precarias o unos castigos pasajeros. Algunos filósofos han creído que la religión había sido inventada para sostenerla, pero no conocieron que tomaban el efecto por la causa. La religión no se deriva de la moral, sino la moral de la religión, pues es cierto, como acabamos de decir, que la moral no puede tener su principio en el hombre físico o en la simple materia; y es igualmente cierto que cuando los hombres pierden la idea de Dios, se precipitan en todos los crímenes, a pesar de las leyes y de los verdugos.
La moral, entonces, es sólo asunto del espíritu. “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?” La tradición, tan reverenciada como lo es o como lo puede ser, expresa siempre el cambio incesante. Una prueba: la distancia entre el origen y la forma actual de las grandes religiones, con todo y la diversificación de burocracias, rituales, sermones a modo de ponencias, encíclicas, y costumbres más bien recientes adjudicadas a ―la luz de los tiempos‖. Así por ejemplo, en el cristianismo de hoy es muy vigoroso el componente mediático, que en buena medida ha normado la respuesta sentimental y devocional a la muerte del papa Juan Pablo II. La sensación de pérdida de los creyentes es innegable, pero la repetición de imágenes y comentarios (esa ―nueva versión‖ del rosario, aún más pertinaz y obsesiva) notifica el debilitamiento de la experiencia religiosa que iba de templo en templo y de peregrinación en peregrinación, y que ya, por razones de la masificación, y las megalópolis, necesita navegar por la Red o, con modestia de recursos, acudir al zapping. Si no se presenta ante el home computer o la pantalla chica, la experiencia de la fe se vuelve un tanto anacrónica. 43
*** El futuro de la religión varía geográficamente. En 2025, de acuerdo con diversas estimativas, las comunidades cristianas más grandes se hallarán en Norteamérica, Brasil, México, Filipinas, Nigeria, Zaire y Etiopía (en ese orden). En este siglo, las masas serán la substancia de la realidad, y la demografía el criterio básico en el manejo del ritual. Por motivos al parecer contradictorios, se marca el descenso de la asistencia a los templos y de las vocaciones religiosas, sobre todo en los casos donde la obligación del celibato o aleja de la Iglesia o lleva a la hipocresía y, con alguna frecuencia, a los juicios penales. Pero en la burocracia de las religiones —ocho millones de personas en el caso de la Iglesia católica, las ―divisiones‖ del Papa que tan mal calculó Stalin—, la demografía y la política resultan fundamentales. Con nada más doce apóstoles un credo de nuestros días tendría escasas o nulas posibilidades de triunfar, porque ya la noción de milagros se disuelve en la de efectos especiales. (Lo milagroso de los milagros es que ocurrieron antes del auge tecnológico). *** Ahora la santidad se quiere entender de modo más amplio, ya que de ser los santos asunto exclusivo de la Iglesia católica, a ésta se le adjudica la titularidad formal del Más Allá (no que no se reclame). Por eso cunden los nuevos títulos: ―santo laico‖, ―de vida ejemplar‖. Y el olvido, que padecen la inmensa mayoría de santos y santas, de beatos y beatas, marca el fin de la hagiografía (el tratado de la santidad) que ya no es un deber primordial de los fieles, sino un lujo de la trivia de los sacerdotes memoriosos. *** No hay Mensajero de Dios insustituible, o las religiones no tendrían continuidad, pero hay representantes del Altísimo o de los Poderes Extraterrenos menos sustituibles que otros. Y si una figura auspicia el tipo de Iglesia cerrada o sometida en extremo, pone de relieve el papel de la autoridad por sobre las vivencias religiosas. *** Hasta ahora, las religiones reconocidas, si así se les quiere llamar, se oponen con gran disgusto a las minorías (a las que se expanden; a las que no avanzan se les ignora). A estas minorías Juan Pablo II las calificó de ―manada de lobos rapaces‖. Y se les dedica, y con acritud, el término sectas, algo inaceptable en materia religiosa por el prejuicio que exhibe, aunque, por ejemplo los Legionarios de Cristo y el Opus Dei se ajusten sociológicamente a la descripción. El mayor problema al hablar de sectas es el uso siempre despreciativo del término, que denota el menosprecio anterior a cualquier análisis y distribuye la certeza de conjuros y conjuras enderezados en contra de la verdadera religión. *** Se habla del descenso de la fe y se menciona la contabilidad de almas. ¿Cómo se evalúan estas alzas y bajas? Si se atiende a un fenómeno internacional, la conversión de la Semana Santa en 44
época vacacional, entonces la fe disminuye, pero si se observa a las muchedumbres musulmanas o guadalupanas, la religión sigue a la alza. Y la efervescencia de religiones — cerca de tres mil cultos registrados en México— indica la persistencia del ánimo devocional. También, y entre miles de ejemplos, el fin o la agonía de la censura eclesiástica ratifica algo drástico: la tecnología evade todas las prohibiciones y la efervescencia religiosa se mueve siempre en ámbitos seculares. *** El clero en México. O más específicamente, la presencia del sacerdote en la vida política, social, económica, cultural de México. El cura en México lo ha sido todo en una etapa, casi todo en la siguiente y algo importante pero de significación ya sectorial desde hace medio siglo. Enlístense algunas de las funciones que cubre históricamente el cura: pastor de almas, representante a escala de la autoridad divina, gestor ante las otras autoridades de las necesidades de los fieles, intérprete autorizado de las potestades, censor, maestro, erudito en materia de historia y literatura, árbitro de las comunidades, intérprete autorizado de la voluntad divina en tiempos de crisis, enemigo de todo aquel César que no acate la voluntad de Dios definido por la Santa Madre Iglesia, movilizador de los creyentes en contra de los actos anticlericales del reino de este mundo, centro donde es tirano, financiero o comerciante, inevitable de las colectividades pequeñas, líder revolucionario, dirigente contrarrevolucionario, profeta, al modo bíblico, explotador, ejemplo de la rectitud, ―piedra de escándalo‖, ejemplo de la disolución hipócrita de las costumbres, héroe de la resistencia popular (o antihéroe, depende de quién juzgue), místico, frívolo, político radical o concertador, o acomodaticio. A lo largo de cerca de cinco siglos, el sacerdote católico encauza por senderos catequísticos a los conquistadores, destruye con furia la presencia de las civilizaciones que llama ―paganas‖, se compadece de los indios y de la inocencia de sus almas, ejemplifica la cultura humanista, hace gala de crueldad e intolerancia al implantar la obediencia al Rey y al Papa, cultiva el arte, encarna la represión, dirige al pueblo en su lucha por la independencia, condena con las severas penas del más acá y el más allá a los curas insurgentes y a los liberales y revolucionarios, tramita la Reforma liberal con sus lecturas de la Ilustración (Voltaire, el otro seminario), sirve a las causas de las invasiones extranjeras, defiende el ideario liberal, avasalla pueblos y pueblitos, distingue entre el cristianismo y la Iglesia, lucha contra los liberales, pacta con el dictador Porfirio Díaz, se opone a la Revolución, intenta su movilización de la derecha agraria y combate al lado de los campesinos cristeros, sostiene en la provincia a la cultura humanista y la erudición… *** Es inabarcable el catálogo de acciones y funciones del clero y de los curas. Es sector formativo por excelencia Catecismo de doctrina cristiana en jeroglífico para la enseñanza de los indios maçahuas de fray Pedro de Gante que encauza por siglos el uso del idioma público, transmite y conforma la visión del mundo sólo quebrantada en fechas recientes, prueba los múltiples comportamientos ante el poder local, el poder nacional, la tolerancia, la comprensión y la incomprensión históricas. Un jesuita del siglo XVIII, consagrado al estudio y la producción intelectual, ¿qué tiene en común con un sacerdote de pueblo abandonado, dedicado 45
a expiar, con su amante y madre de ―hijos sin padres‖, a clasificar los pecados de la carne, y a controlar la economía del pueblo? Los arquetipos varían así la psicología social que los complementa con lentitud. A resultas de lo llamado por facilidades descriptivas ―las paradojas de la Historia‖, el clero católico, vencido en las guerras de la Reforma y ansioso de negociar tras la probada inutilidad de la Cristiada, preserva grandes espacios de poder y esa magnífica inversión a corto, mediano y largo plazo que es la educación de la niñez de los privilegiados y de la perpetua ―niñez espiritual‖ de las mujeres de los poderosos, se impone largo tiempo como factor de la censura social (de las lecturas edificantes en el siglo XIX, a las películas aptas para todo público en las décadas de 1940 y 1950). *** ¿Quién produce ahora teología y cuál es su alcance social? En la mayoría de los casos la teología se vuelve la actividad burocrática que, como dirían los expertos de antaño, se puebla de escollos disteológicos, ―que no sirven ni para la edificación, ni para el esclarecimiento de los santos‖, a lo que se añade la notoria escasez de público para las doxologías enredadísimas. Y en este ámbito de crisis, ¿cuáles son las interpretaciones que cunden? Por lo común, las dispuestas por la inercia, y conste que no hablo ya de clásicos como el teólogo Kempis (13791471) y su Imitación de Cristo, cuya oscuridad oscurantista lleva al poeta Amado Nervo (a principios del siglo XX) a reconvenirlo: ¡Ah, Kempis, Kempis, asceta yermo qué mal hiciste! Ha muchos años que estoy enfermo, ha muchos años que vivo triste, ha muchos años que busco el yermo y es por el libro que tú escribiste.
El panorama de la teología actual no es dramático en la medida en que los libros que movilizan las conciencias, antes que salvíficos, deben ser best-sellers, y en que, luego de la Teología de la Liberación, no se distinguen libros o corrientes teológicas que afecten vidas y provoquen polémicas (El Código Da Vinci no afecta vidas pero vaya que estimuló discusiones sobre la Primera Familia de la Cristiandad y su fundador). *** En un ensayo sobre los nuevos paradigmas en el estudio de la religión, Stephen Warner ha sugerido lo siguiente: para examinar lo nuevo, debemos situar nuestras creencias y verlas a la luz de la religión como ―un logro‖. Con esto indica lo evidente: en la modernidad tardía la religión no se ha desvanecido pero su naturaleza se ha modificado. No puede ya definirse únicamente en términos de atributos históricos, estructurales o doctrinarios. La religión — como institución— vive un declive o, por lo menos, padece tensiones considerables. Por eso, Warner pide ver a la religión como algo generado en la experiencia, la práctica y las aspiraciones de ―vidas vividas‖. En el sentido devocional jamás he visto una imagen, y por eso mismo a los Cristos fílmicos les adjudiqué desde niño un contenido irreal, de una religión curiosa. ¿Cómo 46
otorgarles un nivel representativo a los cristificados en pantalla, a por ejemplo, José Cibrián, Luis Alcoriza, H.B. Warner y Jeffrey Hunter? La costumbre fílmica anterior a El Evangelio según San Mateo, de Pier Paolo Pasolini es mostrar un Cristo kitsch, de semblante arrobado más bien propio de quien nació en una estampita y de allí no se ha movido. Los modelos sacerdotales ¿Hay un arquetipo? El liberal Ignacio Manuel Altamirano describe uno: el sacerdote de La Navidad en las montañas, el idealista que estimula grandemente a la comunidad, y Leopoldo Alas, Clarín, crea a don Fermín de Paz, el canónigo que auspicia linchamientos en La Regenta. El paradigma represivo, don Fermín, se atormenta al ver los pies desnudos de Ana de Ozores, la Regenta. Y en la lucha entre arquetipos y estereotipos ganan los segundos, los curitas buenos, los lascivos, los bonachones, los pecaminosos, los sabios. *** La teología popular y los enemigos de Dios. En el siglo XIX el clero persigue las obras de Voltaire, Rousseau, Diderot, Eugenio Sue, Víctor Hugo, y esto forma parte de la guerra preventiva. ―Ataquemos antes del envenenamiento de las conciencias, no le demos oportunidades de seducción al Maligno‖. *** Es siempre difícil aproximarse al hecho pasmoso del profeta judío al que ya, por la fuerza de la costumbre, supongo que todos imaginamos naciendo puntualmente en el año uno de nuestra era. (A veces creo oír voces de entonces: ―¿Qué edad tiene aquí el hijo de José y María? ¿Cómo no sabes? Si va con el siglo, hombre‖). En tanto símbolo, Cristo expresa amor ilimitado, sabiduría más allá de las edades, interioridad, ensimismamiento que nunca nos será dado comprender, misterio teológico, dolor, generosidad cósmica, reparación y esperanza. ¿Pe ro qué le dice vivencialmente a quien no ha cursado devotamente el camino de las imágenes y conoció a Cristo por la hermenéutica y no por la iconografía? Y aquí enumero citas de mi ateología, de poetas cuyos vislumbramientos son, para citar a la Biblia, como ―relámpago que sale de Oriente y se muestra a Occidente‖. Evoco a dos poetas mexicanos. El primero, un cura de pueblo de principios del siglo XX, Alfredo R. Placencia, que escribe: Así te ves, mejor, crucificado. Bien quisieras herir pero no puedes. Quien acertó a ponerte en ese estado no hizo cosa mejor, que así te quedes.
El segundo es el gran poeta Carlos Pellicer: Haz que tenga piedad de ti, Dios mío. Huérfano de mi amor, callas y esperas. En cautas y andrajosas primaveras me viste arder, buscando un atavío.
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¿Cuál es la relación de la lógica con la vida cotidiana, es decir, cuál es la conversión de lo irracional en la razón de ser de la obediencia? La lectura acrítica de la ley de Moisés, ese favor o esa indiferencia ante lo que es ya, en efecto, un paisaje verbal de lo que uno, por lo común, no extrae conclusiones sobre la conducta, sino recuerdos de infancia a la hora de la Doctrina. El Decálogo suscita la memorización, no la puesta en escena, y su condición inapelable obliga al sarcasmo, la repetición solemne y la seguridad de que nada es para tanto. ¿Cómo dejar que durante dos mil siglos afecte tan a fondo un puñado de dictámenes válido para un pueblo de pastores requerido de la unidad política que un solo Dios concedería? *** ¿Se estructura una sociedad a través de las prohibiciones? En Moisés y la religión monoteísta (1937-1939), Sigmund Freud enumera planteamientos básicos: —Moisés era egipcio. —El pueblo judío de Moisés era tan incapaz, como los egipcios de la dinastía XVIII, de soportar una religión tan espiritualizada que concentraba en la doctrina la satisfacción de sus anhelos. En ambos casos sucedió lo mismo: los tutelados y oprimidos se levantaron y arrojaron de sí la carga de la religión que se les había impuesto. —Las prohibiciones sagradas tienen un acento afectivo muy fuerte, pero en realidad carecen de fundamento racional. —La religión mosaica (esencializada en los Diez Mandamientos) fue una religión de autoestima que: 1) permitió al pueblo participar de la grandeza que ostentaba su nueva representación de Dios; 2) afirmó que este pueblo sería el elegido de ese Dios excelso, que lo habría destinado a recibir las pruebas de su particular favor; 3) impuso al pueblo un progreso en la espiritualidad que, harto importante de por sí, le abrió además el camino hacia la valoración del trabajo intelectual y a nuevas renuncias instintuales. —El pueblo (el judío primero y, más tarde, la cristiandad) halló su camino sembrado de afanes: las esperanzas puestas en el favor de Dios tardaban en realizarse y no era fácil aferrarse a la ilusión de ser el pueblo elegido de Dios (la unión de pueblos elegidos por la Cruz, agrego). Si no querían renunciar a tal felicidad, entonces la conciencia de culpa por la propia pecaminosidad ofrecía la explicación oportuna de la dureza de Dios. Al no observar sus mandamientos, nada mejor que ser castigados por Él; así se satisfacía el sentimiento de culpabilidad —un sentimiento insaciable, alimentado por fuentes muy profundas— que obligaba a darle a esos mandamientos una forma cada vez más estricta, más rigurosa y, también, más mezquina. *** Otra vez el problema surge de la vigencia o el anacronismo de la ley mosaica y se extiende a las atmósferas de la secularización en la etapa calificada por muchos obispos de ―predominio del analfabetismo funcional‖. ¿Hasta qué punto el Dios que se conoce es el de la Biblia, o es el Dios de las tradiciones, o es el Dios del recuerdo del peso de las tradiciones en el desenvolvimiento familiar? ¿Es la blasfemia la exhibición última de anacronismo? ―Si se injuria a Dios es porque se le piensa por allí merodeando‖, sería una premisa. Dos mandamientos parecen irrefutables: ―Honra a tu padre y a tu madre porque tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da‖, y ―No matarás‖. El primero tiene la 48
desventaja del canje: a cambio del tributo filial se obtiene la longevidad, y, también, el mandamiento padece del oprobio de la indefinición. ¿Qué significa en culturas del más atroz patriarcado ―honrar al padre‖? ¿Someterse a él sin remedio? ¿Aceptar sus vejaciones y su creencia de los hijos como criaturas condenadas para siempre a padecer la condición subordinada? En la primera mitad del siglo XX mexicano prevalece una leyenda: ―No le levantes la mano a tus padres porque se te seca‖. La versión contemporánea del ―Honrarás a tu padre y a tu madre‖ habría resultado hace tres generaciones una profanación. *** Un muestrario de los sacerdotes que abundan antes de la Revolución lo proporciona Agustín Yáñez en Al filo del agua (1947). Allí el ejemplo extremo del odio al mundo es el padre Islas: El padre Islas no gusta que lo busquen allí; pero en casos muy apurados, cuando se le ha de dar un recado urgente del curato, cuando se le requiere para alguna confesión, las gentes tocan a la ventana de junto al zaguán, y sin que se abra, responde por dentro, se transmite el mensaje y se obtiene la respuesta... Asiste por lo regular a la pequeña sacristía de la capilla de las Hijas de María, que ha tomado por despacho. Semejante al señor cura; pero más radical, sólo va a las casas para administrar los sacramentos en circunstancias extremas y siempre que se trate de alguna hija de confesión. Jamás habla con una mujer a solas; en tratándose de cuestiones reservadas, o bien las remite al confesionario (y nunca confiesa mujeres si no hay luz de día) o bien sitúa un testigo a prudente distancia. Todo interlocutor —del sexo, edad o condición que sea— debe colocarse mesa de por medio para hablar con el escrupuloso ministro, quien durante las horas que permanece en su despacho casi nunca se halla solo. ¿Pero qué hace durante las horas en que se encierra dentro de su casa? Que reza, que medita, que se sumerge en éxtasis y en ello departe familiarmente con Dios y con los Santos, que se le aparecen con suplicaciones las Ánimas del Purgatorio.
*** Mira que te mira Dios, / mira que te está mirando; /Mira que te has de morir, / mira que no sabes cuándo... al final de Al filo del agua, el padre Islas, encerrado en su manía de pureza, vinculado a sus pulsiones por la única vía de la represión interna, se enloquece: ―prorrumpió en alaridos espantosos, casi entre convulsiones y fue imposible sujetarlo...‖. Y el cura Reyes se extingue en la autocrítica al ver cómo la Historia o los malos tiempos destruyen su comunidad: ―¡Miserable pastor que se ha dejado robar las ovejas! ¡Miserable pastor que ha dejado rodar las canicas y no ha podido enderezarles el camino!‖. Y en Pedro Páramo (1955) el rezo del padre Rentería es igualmente autocrítico y autocompasivo: Todo esto que sucede es por mi culpa —se dijo—. El temor de ofender a quienes me sostienen. Porque ésta es la verdad; ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no consigo nada; las oraciones no llenan el estómago. Así ha sido hasta ahora. Y éstas son las consecuencias. Mi culpa. He traicionado a aquéllos que me quieren y que me han dado su fe y me buscan para que yo interceda por ellos para con Dios. ¿Pero qué han logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? Y para qué purifican su alma, si en el último momento...
De las variedades de la conversión Desde la década de 1920 los conversos al protestantismo vienen de la ausencia de teología, o de la defensa de dogmas santificadores de la ignorancia, ni siquiera provienen del Credo quia absurdum tomista. Creo porque es absurdo, porque la perspectiva lógica nunca se toma en 49
cuenta a favor de los votos de gratitud: ―Creo porque creyeron mis padres. / Creo porque eso me concede la identidad religiosa que es mi seguro contra la incertidumbre‖. Los protestantes leen la Biblia en la versión admirable de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, memorizan versículos y le dan carácter de apólogos o de relatos de enseñanza profunda a lo que pasaba como anecdotario, p e ro no se especializan en la teología porque lo urgente es consolidar la fe a través de la Palabra y su reverberación en la memoria, y a través de la experiencia emocional, y esto no sólo en el caso de los pentecostales. Ser protestante es asumir la disidencia y vivir el rechazo, y esto sólo se capta a fondo desde el manejo de las emociones. Y la experiencia personal que consolidan los fragmentos bíblicos hace las voces del tratado de teología. Además hay que tomar en cuenta los niveles diversos de información cultural, y las dificultades de una ―teología para las masas‖. Aún hoy, en el medio del protestantismo evangélico, no se comprueba con rapidez lo afirmado por el escritor ultracatólico francés Charles Péguy: ―Toda religión comienza en la mística y termina en la política‖. En el caso del protestantismo, la mística pierde fuerza en un sector, la política no gana el espacio porque los creyentes, socialmente, son las exclusiones. Si se quiere se burocratiza la fe en varios movimientos protestantes, pero no se politiza, a menos que por ese término se entiendan tácticas de la indefensión. La teología, dice Tomás de Aquino, es una forma de plegaria. Si ésta es así, el acto mismo de la conversión, la raíz del protestantismo evangélico en México, es la cima de su educación teológica, porque toda conversión se envuelve en el diálogo con la Otredad, en la búsqueda de nuevos significados, en el nombrar de nuevo el mundo, a partir de un desconocimiento de la persona que se ha sido. Convertirse es vivir otra cultura donde las vivencias sustituyen a los rituales. (Luego, éstos suelen ocupar su territorio antiguo, y al decir esto, no rechazo las interpretaciones de William James sobre la conversión en Las variedades de la experiencia religiosa, me limito a señalar que al proceso espiritual no lo agotan las indagaciones sobre su origen). La familiaridad con Dios En el siglo XX, si bien se mantiene la distancia muy respetuosa con Cristo y con la Virgen, empieza una familiaridad con Dios a fin de cuentas muy comprensible, que tiene que ver con la necesidad de una teología al gusto del creyente o del ateo cristiano. Así por ejemplo, en su gran libro Los heraldos negros (1918), el peruano César Vallejo apostrofa y, a la vez, intima con la noción que incluye al Ser Supremo y a la entidad teológica cercana: Dios mío, estoy llorando al ser que vivo; me pesa haber tomádote tu pan; pero este pobre barro pensativo no es costra fermentada en tu costado: ¡tú no tienes Marías que se van! Dios mío, si tú hubieras sido hombre, hoy supieras ser Dios; pero tú, que estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación. Y el hombre sí te sufre: ¡el Dios es él!
José Revueltas, en su extraordinario libro de cuentos Dios en la tierra (1944), presenta al Dios terrible del Antiguo Testamento convertido en un ente vengativo, dispuesto al 50
aplastamiento de un hereje: ―Era el odio de Dios, Dios mismo estaba ahí apretando en su puño la vida, agarrando la tierra entre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de enojo y rabia. Hasta un descreído no puede dejar de pensar en Dios…‖. Podría invertirse el versículo bíblico: ―Si Dios contra nosotros, ¿quién con nosotros?‖. De nuevo, el Dios de la Santa Inquisición, de todas las persecuciones religiosas, del combate contra el impío y su descendencia: ―…Todas las puertas cerradas en nombre de Dios. Dios de los ejércitos; Dios de los dientes apretados; Dios fuerte y temible, hostil y sordo, de piedra ardiendo, de sangre helada‖. Otro Señor del universo o de las formas para llamar a lo trascendente es el invocado por Jaime Sabines en ―Me encanta Dios‖, el último poema que publica: Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega. Y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna y nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe de las manos… Dios siempre está de buen humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer más amada, el perrito y la pulga, la piedra más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy. A mí me gusta, a mí me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios.
El Dios de Vallejo, Revueltas y Sabines es también, y desde luego, teología popular.
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DE LAS VARIEDADES DE LA EXPERIENCIA PROTESTANTE Carlos Monsiváis Roberto Blancarte, coord., Los grandes problemas de México. XVI. Culturas e identidades. México, El Colegio de México, 2010, pp. 65-85, http://2010.colmex.mx/16tomos/XVI.pdf.
―A Dios sólo se le adora de un modo‖. Introducción A fines del siglo XIX, así sea en unas cuantas ciudades, ya hay en México comunidades protestantes. Los pastores suelen ser estadounidenses y si no lo son, en Estados Unidos se han convertido a cualquiera de las denominaciones, sobre todo presbiterianas, metodistas, bautistas, congregacionales. Como es previsible, a los primeros conversos les entusiasma su cambio de vida, y el libre examen de la Biblia los hace confiar en el criterio propio que los aparta, a su juicio, del fanatismo. No hace falta decirlo, estos grupos pequeños se arriesgan en distintos niveles con tal de ejercer su fe. Sobre el protestantismo latinoamericano y mexicano hay estudios de primer orden, entre ellos los de Hans-Jürgen Prien, Jean-Pierre Bastian y José Míguez Bonino, así como los varios trabajos de Carlos Mondragón y de Carlos Martínez García (en especial sus colaboraciones semanales en La Jornada). En los textos de Bastian y Bonino suele concedérsele un lugar primordial al influjo de la modernización. Es evidente que esto desatiende otros fenómenos primordiales en el desarrollo del protestantismo latinoamericano: las experiencias profundas del cristianismo como ―saber de salvación‖, el enfrentamiento al prejuicio, la pasión proselitista. Los tímidos avances de los primeros tiempos padecen la furia de los hostigamientos feroces promovidos por el clero católico, los conservadores y la intolerancia de una sociedad que no admite públicamente lo diverso. Las comunidades viven en el aislamiento porque no queda de otra y se concentran en las grandes ciudades donde la seguridad es mayor y se multiplican las denominaciones. Luego, con la llegada del pentecostalismo se afirman las formas emocionales del segundo ―nacimiento espiritual‖. Durante un periodo que culmina en la década de 1940, el protestantismo, lo ha demostrado Jean-Pierre Bastian, es opción religiosa y una muy clara elección política y moral. Por razones históricas, una tendencia dominante entre los protestantes opta por el liberalismo juarista y es partidaria de la libertad de conciencia y de la tolerancia (ejemplifico con mi familia: mi bisabuelo, Porfirio Monsiváis, soldado liberal, se convierte al protestantismo en Zacatecas a fines del siglo XIX, y mis abuelos, a causa de la cerrazón social a los diferentes, emigran a la capital en 1908). En la ciudad de México y en Monterrey, las comunidades evangélicas responden al esquema clásico (o weberiano): son gente industriosa, adelanten o no en la escala social; en su visión ética interviene la ejemplaridad y le ofrecen a la sociedad la variedad de sus virtudes públicas y privadas. Poquísimos se dan cuenta de ello, porque lo común es ignorar su presencia, y el avance no es en modo alguno espectacular, las comunidades son reducidas y soportan un cúmulo de dificultades, entre ellas la incomprensión y el rechazo del medio que les niega la posibilidad de edificar templos, con frecuencia los rechaza socialmente y los considera de un modo u otro freaks. Esto en las grandes ciudades.
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“El estrago que causan o podrían causar los herejes” En el periodo 1847-1860 le indigna al clero y a la sociedad la mera idea de la pluralidad religiosa. Juan Bautista Morales, que será un anticlerical enconado con el seudónimo de ―El Gallo Pitagórico‖, escribe durante varios números de La Voz de la Religión, una publicación muy militante, un ensayo en el que refuta el Tratado de la tolerancia de John Locke y los escritos del liberal Vicente Rocafuerte. Según alega, la religión católica es esencialmente intolerante por causas teológicas que se extienden a lo civil. Hay que combatir la tolerancia porque la salvación de un católico está por encima de todo: Pero, ¿qué conexión tiene esto [la salvación sobre todas las cosas] con la tolerancia civil? ¿Por ventura importa algo a la salvación de un católico el que en la ciudad en que vive habite otro u otros muchos hombres que no se salven? El mal será para éstos, sin que el bien de aquél reciba el más ligero menoscabo. Responderé a esta objeción, haciendo ver la estrecha conexión que tiene la salvación con la intolerancia. No me valdré para esto de los textos del Evangelio que pudiera usar, sino únicamente del principio de utilidad que es todo el objeto de la civilización moderna. La experiencia ha enseñado a los católicos que ni los idólatras ni los judíos ni los turcos hacen tanto estrago en la Religión como los herejes. Su dulzura, su insinuación, sus modales, su ejemplo, sus caudales, todo contribuye a hacer casi irresistible la seducción. ―El rigor de los tiranos, dice un autor, sólo ha producido santos a la Religión; pero la astucia de los herejes, apóstatas‖. ¿Quién es el que prudentemente no teme contaminarse? Volvamos los ojos a esta misma ciudad de México. En ella los extranjeros no practican sus religiones, únicamente se abstienen cuando pueden de nuestras ceremonias y ritos. Algunos moderados, como los ingleses británicos, no se mezclan en cuestiones religiosas. Sin embargo, ese mal ejemplo negativo, la lectura de los libros irreligiosos y las conversaciones de algunos libertinos dentro y fuera del país, ¡qué daño no han causado a la Religión!
Me extiendo en la cita porque contiene muchísimo de la psicología y la política militante de la intolerancia de entonces y la algo resignada intolerancia de hoy. A la comunidad nacional unida por la fe intentan seducirla (esto es, precipitar en el infierno) los fabricantes de apostasías. México, firme en la fe pero siempre débil ante las acechanzas del mal, debe cerrarse al contagio, imponer como cuarentena el odio a los pervertidores de las costumbres. El paisaje infernal trazado por Morales continuará, bien que con fuerza decreciente, durante siglo y medio: Ni se diga que éste [el miedo a la ruina del alma] es un temor infundado, porque en su apoyo vemos todos los días una prueba en el orden moral. Un ciudadano, por bien educado que esté, por mucha confianza que tenga en su virtud, por más buenos hábitos que haya contraído, rehúsa, y con razón, la compañía de hombres malvados, de mujeres corrompidas, y aun de hombres puramente groseros y toscos. Y ¿por qué? ¿No se podía hacer a éstos en materia de costumbres el mismo argumento que se hace a los católicos en asunto de religión? Si estás cierto y seguro de tus principios, ¿qué temes? Sin duda que sí; pero ellos responderían que la experiencia ha enseñado que el contacto con esas gentes no sólo es capaz de minar con el tiempo la virtud más sólida, sino aun de variar del todo la educación y los hábitos más finos y mejor cultivados; pues otro tanto responderán los católicos en su caso respectivo. Pero supongamos que un católico no tema por su persona, ¿dejará de temer por la de sus allegados, amigos y principalmente de sus hijos? ¡Qué desconsuelo será para un padre sentase a la mesa, rodeado de sus hijos a quienes ve seguir otras religiones, y que de consiguiente los 54
cuenta por perdidos! ¿Podrán todas las comodidades temporales que le haya ocasionado la tolerancia endulzar la amargura de su corazón?
En La Voz de la Religión, el 14 de marzo de 1849, Tomás Luis G. Falco da una explicación formidable a su manera y, de nuevo, todavía actual, del sentido de la intolerancia. ―Porque no tememos las sectas, sino la ignorancia de nuestro pueblo‖. Se cita a Montesquieu: ―El principio fundamental de las leyes políticas en materia de religión [es que] cuando se es árbitro de admitir o no admitir en un Estado una religión nueva, lo mejor es no admitirla‖. Y concluye: si se admite la tolerancia de cultos no habrá ni tranquilidad ni seguridad; la meta es el Código Penal 1803 de Perú, que castiga a todos aquellos que intenten abolir o modificar el papel de la religión católica y penaliza a quienes realicen actos públicos no católicos. Y el señor Falco encuentra la solución: ―No se obliga [a los herejes] a que abjuren la idolatría, ni a que abracen el cristianismo, empero sí a que respeten y reciban lo que encarnizadamente han aborrecido‖. El camino está trazado y la argumentación se afianza en los tiempos siguientes, aunque las guerras de Reforma, la Constitución de 1857 y el triunfo de los liberales sobre el Imperio de Maximiliano (un liberal a su manera) implantan la promulgación de la tolerancia de cultos. Pero el cambio de mentalidad, a pesar de las leyes, lleva tiempo, y considerable. “Estoy de acuerdo en que crea lo que le dé la gana, pero que no lo manifieste” La tolerancia avanza dificultosamente y lo que se obtiene depende en gran medida de la certeza de los liberales: sin libertad de expresión y pluralidad de credos no hay una sociedad civilizada. Los dirigentes protestantes y un sector de las congregaciones son liberales a fondo, entre otras cosas por ser prerrequisito de su existencia la defensa de las libertades; de allí el juarismo militante y, luego, ya en la Revolución, el apego a las causas de Madero y de la Constitución de la República de 1917. Los protestantes de principios del siglo XX luchan por una meta triple: garantizar el respeto de la ley a la disidencia religiosa; establecer las tradiciones que vertebren internamente a sus comunidades; convencer a los demás y convencerse a sí mismos del carácter respetable de sus creencias. Lo indispensable es garantizar, al tiempo que la legalidad, la legitimidad de una minoría calificada de ―inconcebible‖, es decir, fuera de la historia nacional. El crédito que alcanza la participación de protestantes en la Revolución mexicana se hace trizas en 1929 por el impacto de un hecho: el Partido Nacional Revolucionario, recién fundado, elige a Pascual Ortiz Rubio como candidato a la Presidencia de la República, en lugar de Aarón Sáenz, un día antes considerado el triunfador. La causa: el protestantismo de Sáenz que, en la leyenda muy verosímil, lleva a los obispos católicos de Estados Unidos al ultimátum: ―Si el gobierno mexicano quiere el arreglo del conflicto religioso, Sáenz no puede ser Presidente‖. Sea o no ésta la causa de su derrota, son muy vastas las repercusiones en el imaginario protestante, de allí en adelante poblado de recelos sobre sus derechos civiles y políticos, y con la perspectiva del martirio como la nacionalización disponible. De allí la prédica de la resignación: ―Jehová dio, Jehová quitó, bendito sea el nombre de Jehová‖. Al protestantismo se le califica de enemigo de la cultura hispánica, de esa América ―que aún reza a Jesucristo y aún habla en español‖. En junio de 1929, el secretario de Educación Pública, Ezequiel Padilla, en la Cámara de Diputados, al promover la autonomía universitaria, explica: ―Lentamente desaparecieron los ensueños opuestos a la autonomía de la Casa de Estu55
dios, por evitar que ésta cayera en manos enemigas, o en las de los protestantes, como temía el licenciado Luis Cabrera‖ (citado en Taracena, 1964). En 1928, el obispo de las Asambleas de Dios, David G. Ruesga, da su testimonio en una carta dirigida a la Secretaría de Gobernación: Sólo quiero manifestar que nuestro hermano Antonio Pérez de San Lorenzo Achiotepec fue amenazado y asesinado por elementos católicos insinuados por el cura de ese lugar, y el que escribe [David G. Ruesga] fue balaceado en el pueblo de Santa Cruz Cuatenanco, Estado de México, donde se me tiraron más de doscientos balazos también por insinuación del cura del citado pueblo, no habiendo logrado hacerme nada por un verdadero milagro de Dios […] pero sí tememos que hagan un daño a nuestro Templo que con tanto sacrificio hemos levantado, ahora si Ud. cree conveniente poner esto en conocimiento de la Inspección de Policía para que vele por darnos seguridad.
Al protestantismo histórico lo fortalecen las denominaciones más conocidas: episcopales, presbiterianos, metodistas, bautistas, nazarenos, congregacionales. Ya en la década de 1920 aparecen los grupos pentecostales, producto en lo básico de las iluminaciones o llamados divinos a personas con dones organizativos, que juntan adeptos y siguen el camino que va de reuniones en casas a la compra de terrenos para la edificación de pequeños templos (en este caso es mucho menor el apoyo de las misiones estadounidenses y se depende del énfasis en la experiencia directa y la emoción y la cooperación de las comunidades). En todas las denominaciones se va a los templos a refrendar la fe (absolutamente personal) y la seguridad de no estar solos ante la intolerancia que mezcla las instrucciones de curas, obispos y ―creyentes elocuentes‖ con las reacciones tradicionales del odio a la diversidad. A los protestantes, y casi por decreto, se les excluye de la ―Identidad Nacional‖, del respeto y la comprensión de sus semejantes, y se les hace pagar el abandono de las costumbres católicas con los costos altísimos de la segregación. Mal vistos en lo político, discriminados en lo social, su trayectoria desemboca en un doble juego: se les excluye y ellos mismos, convencidos de que así va a ser, se excluyen. Décadas arduas, sobre todo en provincia, para ya no hablar de los sectores indígenas, de crecimiento mínimo, de marginalidad asumida. Los protestantes están al tanto: ―Una iglesia es simplemente una asociación de gente con una necesidad común, comprometida en una tarea común‖. No sólo son distintos, también se eximen de los rituales que integran a la sociedad en sus distintos niveles: bautizos de niños, confirmaciones, primeras comuniones, amonestaciones, bendiciones tan rumbosas como se puede de casas, residencias, oficinas y comercios, bodas que son el centro de la crónica de sociales impresa o verbalizada, bodas de plata, bodas de oro, las muy ocasionales bodas de diamante, participación en las congregaciones de penitentes o de Caballeros de Colón… Simplemente no son de aquí y de varios modos se les hace saber: ―Si de cualquier modo se van a ir al infierno, para qué los invito a mi casa‖. Éste es quizá el rasgo definitorio de una larguísima etapa de los protestantes en México: el alejamiento de casi todos los ritos de la sociedad nacional, la actitud que mezcla la conversión, la disciplina de la fe y el manejo variado del rechazo circundante. Son ya distintos en algo muy básico: no quieren integrarse y, de acuerdo con el clero católico y la sociedad, no deben hacerlo o no tendría caso que lo hicieran. ―Anomalía extirpable‖ en las regiones del integrismo, a los protestantes les corresponden los márgenes que no alcanzan siquiera el nivel 56
de la ―nación alternativa‖. Esto, forzosamente, define estrictamente lo nacional, lo propio del país guadalupano y, ustedes los herejes, quédense con el Lábaro Patrio en la vitrina de los templos, el Himno Nacional en algunas ceremonias y, a partir del régimen de Manuel Ávila Camacho, quien declara: ―Soy creyente‖, el miedo a expresarse políticamente, lo que conduce a la búsqueda del apoyo del PRI. Ya ―desnacionalizados‖, los protestantes aceptan la sentencia y de varias maneras se consideran mexicanos de tercera. (Por lo demás, no hay en lo general, hasta fechas recientes, ideas y prácticas reales de ciudadanía). Su ―lejanía cismática‖ de la nación es a tal punto extrema que en buena medida aún perdura. Sin jamás decirlo o conceptualizarlo, en lo tocante al ejercicio de sus derechos de libertad de cultos, los protestantes mexicanos se sienten ―extranjeros en su tierra‖ o, si se quiere, sólo arraigados en su credo, y la sensación de extrañamiento se fortalece cuando, además, en un número de casos que disminuye a partir de la década de 1960, los pastores son misioneros estadounidenses. “No se les admite ni cantando en silencio sus himnos” En el periodo 1940-1960 se decide detener brutalmente al protestantismo en México, no porque signifique un ―peligro demográfico‖, ya que, de acuerdo con los censos siempre amañados, pero en algo descriptivos, los protestantes en el país representan 0.91% de la población nacional. El gobierno atiende el llamado de los obispos católicos y, en canje de su lealtad política, les entrega la impunidad que, luego de la guerra cristera, es patente de corso de la ―guerra santa‖. El Estado es laico, pero bastante distraído, y no se fija en los métodos que suprimen las herejías. Se perfecciona el rechazo hasta el punto de los avisos de hojalata en las ventanas: ―En esta casa somos católicos y no admitimos propaganda protestante‖. ¡Satán detente! Son los años del arzobispo primado Luis María Martínez, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, bautizador de todos los edificios nuevos, infaltable en inauguraciones y cocteles. Su Ilustrísima don Luis María declara al protestantismo ―serpiente infernal‖ (Tiempo, 27 de octubre de 1944) y se da tiempo para contar chistes levemente ―verdes‖ y sentar fama de santamente mundano. Mientras, en provincia se queman los templos de la herejía o se apedrea a sus fieles a diario como regalo al espíritu lúdico de los niños, se mata a los pastores a pedradas o se les arrastra a cabeza de silla o se les ―venadea‖; en los pueblos se lincha física y moralmente a los evangélicos, se les expulsa de sus propiedades, se les impide volver. La prédica de la pureza nacionalista se intensifica y se describe con saña al protestantismo: ―estrategia de los gringos para debilitar a los pueblos de raíz hispánica‖. Sólo la revista Tiempo, dirigida por Martín Luis Guzmán, da noticia en esos años de asesinatos y vandalismo en nombre de la fe católica. En 1951 un título en portada informa: ―Contra el Evangelio, la Iglesia católica practica el genocidio‖. En ―El movimiento pentecostal en México. El caso de la Iglesia de Dios, 1926-1948‖ (2008), Deyssy Jael de la Luz García ofrece testimonios valiosos de lo que, en octubre de 1944, al iniciarse el Año Jubilar Guadalupano, el arzobispo Martínez llama oficialmente a la ―Cruzada en Defensa de la Fe‖. En una carta pastoral, don Luis María emite su denuncia: ―El protestantismo es una creencia extranjera y extraña que tiene como objetivo arrebatar a los mexicanos su más rico tesoro, la fe católica, que hace cuatro siglos nos trajo la Santísima Virgen de Guadalupe […] Por tanto, debe ser erradicado de raíz por los métodos que fueran necesarios‖ (De la Luz, 2008: 162). La autora narra aspectos de la Cruzada en Defensa de la Fe: ―La campaña escrita fue una de las respuestas al llamado de la cruzada, pues a través de la prensa confesional, boletines, facsímiles y hojas sueltas se agredían los principios doctrinales del protestantismo y se 57
atacaban a los que habían abandonado el catolicismo para hacerles saber —según los redactores anónimos— que estaban en un error al haber dejado ‗los sagrados sacramentos del culto sobrenatural que rendían en la Iglesia católica‘, y que el protestantismo los había liberado, pero para ir al infierno‖ (De la Luz, 2008: 162). Las palabras no se quedaron sólo en argumentos doctrinales sino que, haciendo uso del derecho de libertad de expresión, se publicaron algunas condenaciones: Que la más vil de las muertes venga sobre ellos [los protestantes] y que desciendan vivos al abismo. Que su descendencia sea destruida de la tierra y que perezcan por hambre, sed, desnudez y toda aflicción. Que tengan toda miseria y pestilencia y tormento […] Que su entierro sea con los lobos y asnos. Que perros hambrientos devoren sus cadáveres. Que el diablo y sus ángeles sean sus compañeros para siempre. Amén, amén, así que sea, que así sea (información aparecida en Nuevo Día y transcrita en Tiempo, 1945).
A principios de la década de 1950 comienza el Comité Nacional Evangélico de Defensa, organizado por varias denominaciones en el afán de documentar los agravios criminales, pero el comité no dialoga en lo más mínimo con la opinión pública (para empezar, porque ésta nunca se entera de su existencia) y se limita a denuncias (ignoradas) y a pequeñas marchas cada 21 de marzo ante el Hemiciclo a Juárez. “Le dije pinche aleluya y no se rió” Además de hostigamientos y persecuciones muy comprobables, aunque las autoridades se desinteresen, hasta hace poco y hoy todavía en demasiados lugares, el choteo de las creencias minoritarias conduce a los niños de estos credos a una posición defensiva que nunca termina. Lo normal es el uso del criterio estadístico como la ley del comportamiento: ―Somos la gran mayoría. Lo que queda afuera es falso y grotesco‖. Y lo normal, también, requiere la crueldad. Pertenecer a un credo ―ajeno‖ en América Latina ha sido, sin poder evitarlo, asumir la identificación entre creencia heterodoxa y traición a la mayoría; entre creencia ―herética‖ y ―ridiculez‖. Sólo recientemente se atenúa la andanada contra ―los que con tal de no aceptar la verdadera religión creen en sandeces y se aprenden la Biblia de memoria‖. Ante esto, los niños protestantes no se explican la singularidad de sus familias ni el método didáctico de su Escuela Dominical. A diferencia del fundamentalismo dominante, hecho de arrogancia y menosprecio de los credos falsos, el fundamentalismo de las minorías suele provenir no sólo de la relación con lo trascendente, sino de todo lo que el medio circundante les niega. Por años, en los templos evangélicos, sobre todo de provincia, se repiten versículos y fragmentos. Por ejemplo: ―Mucho me han angustiado desde mi juventud; mas no prevalecieron contra mí‖ (Salmo 129, versículo 2); ―Escucha mi clamor, porque estoy muy afligido. Líbrame de los que me persiguen, porque son más fuertes que yo‖ (Salmo 142, versículo 6); ―Líbrame de mis enemigos, oh Dios mío; ponme a salvo de los que se levantan contra mí / Líbrame de los que cometen iniquidad y sálvame de hombres sanguinarios‖ (Salmo 59, versículos 1 y 2); ―De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo / Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica‖ (Salmo 130, versículos 1 y 2). Para situar mejor estos versículos hay que reconstruir la vida de comunidades acosadas, de pastores amenazados de muerte, de mujeres violadas entre risotadas contra los ―aleluyas‖, de alcaldes que se burlan de la denuncia de esos crímenes. Esto dura sin modificaciones por lo menos un siglo y el desarrollo doctrinario de los protestantismos depende en gran medida de 58
las luchas, un tanto aletargadas, por obtener el reconocimiento de las creencias. Y al no fijarse con claridad esta historia, las comunidades protestantes no verifican las tragedias que han vivido y la necesidad de profundizar en el tema de las libertades. No se le ve caso a la idea y a las prácticas de tolerancia. Ya en la década de 1950 los jerarcas católicos no invitan directamente al exterminio, pero jamás lo condenan, y en las zonas rurales los curas sí patrocinan o encabezan la cacería de herejes. (Un caso típico: los linchamientos en el pueblo de San Miguel Canoa, Puebla, de cuatro excursionistas y el campesino que los hospedaba, acusado de ser comunistas que iban a violar a las mujeres. El que azuzó directamente a la turba fue el sacerdote Enrique Meza Pérez.) Ante los crímenes de odio por la fe distinta, los gobiernos no dicen una palabra y sólo, y por un rato, las sociedades locales se enteran. (Véase el excelente cuento de Sergio Pitol, ―Semejante a los dioses‖). Deshumanizados a fondo los disidentes, su persecución no ocurre en la conciencia pública y una suerte de convenio invisibiliza a los marginales de toda índole ¿Derechos humanos? El concepto ni siquiera circula y resultaría inconcebible darle categoría de asunto nacional. “Aquí no pasan cosas de mayor trascendencia que las fosas” Con asaltos y crímenes se frena el desenvolvimiento del protestantismo para que la Identidad Nacional no se vea perjudicada. Al gobierno federal el asunto no le importa y en los gobiernos estatales las autoridades evitan comprometerse o levantan actas sin siquiera valor documental. En la prensa ningún articulista o reportero se interesa por el tema. A esto las comunidades protestantes responden con movilizaciones más bien tranquilas, sin sentido de urgencia y con las frases de resignación: ―Son las pruebas que Dios nos envía‖. Sin igualar los derechos religiosos con los derechos civiles, todo se vuelca en la estrategia de la disculpa. Y hasta la década de 1980, cada tres o seis años, un grupo de pastores y laicos organiza una ceremonia (poco concurrida) en la que, desmayadamente, se le entrega el apoyo de los evangélicos a un partido (el PRI, el 1 000% de las veces). En rigor, se sabe poquísimo del comportamiento electoral de la disidencia religiosa. Y el arrinconamiento no se debe sólo a la gran diversidad teológica y a la falta de acciones unitarias sino, desde fuera y básicamente, a la noción aún prevaleciente que identifica las ―herejías‖ con la ―ajenidad‖. La inculpación de ―extranjería‖ afecta a los grupos protestantes en lo externo y en lo interno. Los protestantes o evangélicos están al tanto del tamaño de la calumnia, pero no tienen manera de contestar, los medios están cerrados y sus publicaciones apenas circulan en su radio de acción. Son devastadores los efectos de esta muy cruenta etapa, que sólo varía al cundir la noción de las prácticas públicas de la diversidad. Acosados a diario en muy distintos niveles, los protestantes resienten la indiferencia social, no son noticia ni podrían serlo. Con cinismo, los dirigentes de la institución que hoy exige más libertades religiosas no conceden ninguna y la izquierda nacionalista no considera asunto suyo esta catástrofe de los derechos humanos. Y sucede lo quizá previsible: expulsados de la historia nacional o ni siquiera incorporados a una nota de pie de página, los protestantes no le hacen caso a su historia propia. La fragmentación es ignorancia, se conoce poco o nada del conjunto de sus esfuerzos, de los seres admirables en sus comunidades, de los alcances de la persecución, de los ejemplos de conductas responsables. Luego, las nuevas generaciones de protestantes se desentienden por lo común del alto costo de sus libertades religiosas y el conservadurismo es una tendencia muy sólida: ―Para que se me respete, debo ser como los que no respetan la diversidad‖. Insisto: al protestantismo lo ―nacionaliza‖, por así decirlo, el número desproporcionado de víctimas. El hostigamiento que alcanza reiteradamente un nivel de barbarie vuelve a los 59
perseguidos ―muy mexicanos‖ (sea esto lo que sea), aunque, por otra parte, y si queremos decirlo así, sólo han pretendido ejercer sus derechos constitucionales. “El cielo nada más escucha plegarias autorizadas” ¿Cómo unificar estas ciudadelas también llamadas ―denominaciones‖? ¿Qué tienen en común los bautistas, los presbiterianos, los episcopales, los luteranos, los metodistas, los menonitas, los nazarenos, los Discípulos de Cristo, la Iglesia Bíblica Bautista, el Movimiento Manantial de Vida, la Iglesia Alfa y Omega, la Iglesia Cristiana Interdenominacional, la Iglesia del Evangelio Completo, el Alcance Latinoamericano, las Asambleas de Dios, la Iglesia Evangélica Pentecostés? (cito sólo algunas). ¿Y cuál es la relación de estos grupos, de un modo u otro derivados del protestantismo histórico de Lutero, Calvino, Zwinglio, John Wesley y los anabaptistas, con quienes ya no toman la Biblia como la única fuente de doctrina, así por ejemplo, los mormones o Iglesia de los Santos de los Últimos Días y los Testigos de Jehová? Antes de la fiebre de conversiones que se desata en la década de 1970, la Iglesia católica supone al protestantismo confinado en la ciudad de México y en unas cuantas ciudades (Monterrey, la más destacada). Sin que se comente por escrito, se percibe el fenómeno como asunto de credos importados y ridículo asumido. ―No tienen imágenes y no conciben la belleza‖, ―Son antinacionales y sólo merecen la atención que se le concede al ridículo‖, ―Lanzan en sus ceremonias gritos traducidos‖. Y la maniobra de aniquilamiento se resume en un término: sectas. Las sectas —de acuerdo con el Episcopado y sus numerosos aliados— son la oscuridad en las tinieblas (así de reiterativo), de ritos casi demoniacos que apenas disfrazan la puerilidad, de los servicios religiosos que a los Verdaderos Creyentes les resultan indignantes y risibles, de la compra de la fe de los indecisos y los ignorantes. La noción de las sectas autoriza a los Creyentes Auténticos para hacer con los sectarios lo que su fe autoriza. Y el disgusto ante lo distinto legitima los ejercicios del odio. Desde siempre, es muy difícil y riesgoso establecer misiones rurales. En la ciudad de México es común que sólo los vecinos adviertan la existencia de los otros templos, pero en los pueblos y las pequeñas ciudades los protestantes constituyen una provocación. Los más pobres son los más vejados, y los pentecostales la pasan especialmente mal, por su condición de ―aleluyas‖, gritones del falso Señor, saltarines del extravío. El respeto a lo diferente es inconcebible y si a los herejes se les persigue es porque se la buscaron. La sociedad enemiga de lo diverso ignora los matices y el rechazo va del exterminio a la desconfianza imborrable, aunque las clases medias suelan confinarse en el chiste. Uno típico y clásico: el padre se entera de la profesión non sancta de la hija, se enfurece y la amenaza con la expulsión: ―¡Hija maldita! ¡Vergüenza de mi hogar! Dime otra vez lo que eres para que maldiga mi destino‖. Se hace un silencio y la hija murmura: ―Papá, soy prostituta‖. Suspiro de alivio y el rostro paterno se dulcifica: ―¿Prostituta? ¡Ah, bueno!, yo creía que habías dicho protestante‖. Y la burla infaltable: ―¡Aleluya, aleluya, que cada quien agarre la suya!‖. (El chiste, si se repite un millón de veces, se vuelve tradición hogareña y hay el rumor de que el primero que lo dijo fue san Pedro). A los protestantes los rodean la incomprensión y el señalamiento. ―Es muy buena persona, pero…‖, ―Sí, hijo, puedes ir a casa de tu amigo, pero que no traten de quitarte tu fe‖. Esto, especialmente en los niños, se interioriza como mensaje implacable: tú eres nadie por ser protestante, un enemigo de Dios, un disparate de la religión. ¿Cómo se atreven a desertar de la Fe de Nuestros Mayores? Éste es el axioma: el desleal a sus orígenes religiosos, ya no pertenece a la nación y, también, como a los miembros de otras minorías, a los protestantes o 60
evangélicos todavía hoy no se les reconoce su integración al país en lo cultural, lo político y lo social. Las experiencias de la conversión Son numerosas las consecuencias del aislamiento. Si bien la vida espiritual es, por así decirlo, autosuficiente, la represión afecta grandemente. No sólo se impone en la sociedad la idea, sin estas palabras, de que el credo protestante es una forma deleznable del pecado; también, el desarrollo teológico del protestantismo en México se concentra en el afianzamiento de la sobrevivencia doctrinaria y en la relación entre la vida de las comunidades y la visión del mundo. Esto, durante un tiempo, depende en gran medida del lenguaje y de la lectura constante de los textos bíblicos. Hasta 1960 un elemento unificador es la versión de la Biblia de Reina-Valera, que lleva a Antonio Alatorre en un magnífico ensayo de 1989 a esta conclusión: ―La lectura de la Biblia quedó prohibida en el imperio español desde el siglo XVI. Si hubiera sido ‗autorizada‘ la hermosa traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, protestantes españoles del siglo XVI, la historia de nuestra lengua sería sin duda distinta de lo que es‖ (Alatorre, 1989: 189). A partir de la década de 1970, la situación se modifica. Las inercias burocráticas del catolicismo y el aletargamiento en demasiadas de sus parroquias del espíritu comunitario enfrentan a decenas de miles con la necesidad de profundizar en la experiencia colectiva de la fe y en parte eso explica el alto número de conversiones al protestantismo y a credos paraprotestantes. Al éxodo de creencias, además de los motivos personales y familiares, siempre intransferibles, lo impulsan: • la búsqueda de una comunidad en la cual integrarse de manera personal y contribuir al espíritu colectivo; • la memorización de versículos bíblicos como guía de la memoria espiritual; • las consecuencias del libre examen de la Biblia; • el uso de la música como religiosidad paralela, la himnología como un resumen bíblico; • el deseo y el ejercicio del comportamiento que renueve la personalidad o que de hecho la haga aparecer; • la urgencia de las mujeres indígenas de la transformación de sus esposos o compañeros sometidos al alcoholismo y sus vértigos de improductividad y violencia; • la desaparición del temor al ―qué dirán‖; • la fuerza del espíritu proselitista y la terquedad ante los rechazos; • en el caso del pentecostalismo, la aceptación a fondo del ejercicio de las emociones. Y, sobre todo, las vivencias de la conversión, que suele darse al asistir el futuro converso a un culto protestante invitado por amigos o familiares, o que se produce al leer fragmentos de la Biblia o al querer diversificar la vida. La conversión es el eje de las religiones minoritarias y es la fuerza que obliga a mostrar los cambios de vida, hasta donde, clásica o típicamente, lo permite la condición humana, a la que se pueden quitar o poner comillas, pero que siempre actúa en contra de las utopías de la perfección.
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De las variedades del rechazo Durante décadas, sin que esto se advierta, en el afán de obstaculizar la marejada de conversiones, el catolicismo se consigue un aliado: los marxistas, casi todos antropólogos, que califican a las ―sectas‖ de ―enemigas de México y aliadas objetivas del imperialismo yanqui‖ y que, sobre todo, las acusan de oponerse malévolamente a los Usos y Costumbres de las etnias. Es prejuiciosa en extremo la campaña contra el Instituto Lingüístico de Verano, acusado de ―espionaje para la CIA‖, que termina con su expulsión de México. Los últimos momentos de la hegemonía marxista en el medio académico se impregnan de intolerancia. Por lo demás, el Instituto Lingüístico de Verano se ha distinguido por verter a los idiomas indígenas varios libros de la Biblia, en especial los Evangelios y los Salmos. La marginalidad religiosa es todavía un continente inexplorado. Así, por ejemplo, con tal de hacer de México el país abrumadoramente católico de la publicidad, los obispos se desentienden de la gran carga ―pagana‖ (la recurrencia de los ritos indígenas prehispánicos) y de los cientos de miles de adeptos del Espiritualismo Trinitario Mariano, del espiritismo, de las variedades esotéricas. En un momento dado, parece imponerse la uniformidad y se ve al protestantismo condenado al estancamiento, síntoma de una etapa primeriza de la americanización del país. A mediados del siglo XX, en la capital y en las ciudades grandes, los protestantes pasan de amenaza a pintoresquismo: las familias que los domingos se movilizan con sus himnarios y biblias, la gente piadosa y por lo general confiable y excéntrica. ¿A quién se le ocurre tener otra religión si ya ni siquiera la fe de nuestros padres es muy practicable? La vida social asimila a los protestantes deseosos de oportunidades de ascenso, que prefieren casarse por el rito católico. La sociedad de masas introduce dos factores: la mayor tolerancia y el soslayarse de la conciencia de derechos y deberes. Y el agudo espíritu cívico de los protestantes de las primeras décadas del siglo XX se diluye y suele asumir formas conservadoras. Son rituales los tratos institucionales —sigilosos o públicos— con los gobernantes y se evitan los pronunciamientos críticos respecto de la política (y si se hacen, es excepcional que alguien los registre y, además, cuando ocurren, el tratamiento noticioso es mínimo). Hay minorías religiosas pero, ¿a quién le importan? Y la izquierda nacionalista explica sin cesar, y como si fuera adjunta del Episcopado católico, que el protestantismo es un invento yanqui, una táctica para despojarnos de nuestra identidad nacional, una trampa para incautos. “Dividen a las comunidades” En el fondo, a veces disfrazada, la vieja tesis: son ―ilegítimas‖ las creencias no mayoritarias. Antropólogos, sociólogos y curas insisten con frecuencia, sin mayores explicaciones (tal vez por suponer que el asunto es tan obvio que no las amerita), en el ―delito‖ o la ―traición‖ que cometen los indígenas que, por cualquier razón, desisten del catolicismo. ―Dividen a las comunidades‖ o ―Se abstienen del tequio‖, se dice, pero no se extrae la consecuencia lógica de la acusación: para que las comunidades no se dividan prohíbase por ley la renuncia a la fe católica (a los ateos se les suplica que finjan). Varias preguntas: ¿cómo respetar la libertad de cultos si no se le permite ninguna a quien pertenece a las ―ancestrales culturas‖? ¿Es inmóvil y eterna la ―identidad cultural‖ de nuestro pueblo? ¿Sobre qué base se demanda la expulsión del país de ―sectas‖ integradas por ciudadanos mexicanos? Con su aporte a la prohibición de creencias, esta izquierda ―marxista‖ autoriza persecuciones, censura, violación de los derechos humanos. Por ejemplo, el 15 de mayo de 1989 Unomásuno da cuenta de un hecho: ―En este momento, aproximadamente 35 62
000 indígenas de Los Altos de Chiapas han sido expulsados de sus comunidades por adoptar las enseñanzas del Instituto Lingüístico de Verano‖. Entonces, no incomoda el hecho monstruoso, porque se descarga contra ―fanáticos‖. (Moraleja: sólo es condenable el fanatismo dirigido contra organizadores del Cambio de Sistema.) La arbitrariedad deviene ideología chusca, pero dañina. En 1990, en un programa del Canal 13, la locutora se mostró indignada: en la frontera norte hay una ciudad con más templos de ―sectas‖ que cantinas. ―¿Por qué es esto tan nocivo?‖, le pregunté, y respondió con presteza: ―Por lo menos en las cantinas no se pierde la identidad nacional‖. “¿Cómo le hacen tantos para creer en algo distinto a mis creencias?” ¿Cuál es el contexto de lo anterior? Al amparo de la explosión demográfica crece orgánicamente la tolerancia, porque la secularización va a fondo, la religión se aparta de la vida cotidiana de casi todos, las creencias ajenas son respetables ―pero no tengo tiempo de enterarme en qué consisten‖ y el pluralismo se adentra, consecuencia de los medios electrónicos, de los niveles de instrucción e información, de la internacionalización cultural y de la densidad social. Al volverse notorio el auge de la disidencia religiosa, la reacción varía, pero la intolerancia unifica. Según el obispo auxiliar de Guadalajara, don Ramón Godínez Flores, ―cinco millones de mexicanos son miembros de las sectas‖, lo que se debe a los ―vacíos de atención‖ de la Iglesia católica y a la escasa preparación evangelizadora ―de numerosos sacerdotes que salen formados al vapor‖ en seminarios y colegios religiosos (El Nacional, 21 de septiembre de 1989). Y el sociólogo Gilberto Giménez, un ex jesuita adversario de ―las sectas‖ anota: ―Así, por ejemplo, entre 1970 y 1980 la población protestante se duplica en Tabasco y se triplica en Chiapas […] Por lo demás, estos dos estados son los que exhiben mayor densidad de población protestante (12.21 y 11.46%, respectivamente) y, considerados conjuntamente, concentran por sí solos las tres cuartas partes (72.26%) del total de la población protestante en toda la región […] Finalmente, cabe notar que los cinco estados del Sureste concentran por sí solos 22.56% del total de la población protestante en todo el país‖. (El Nacional, 21 de septiembre de 1989). “Bienaventurados los que sufren, porque ellos también se dividen” En Chiapas, a partir de 1994, a la división entre confesiones religiosas se agregan las divisiones políticas. Católicos y protestantes se escinden y, en Chenalhó, por ejemplo, hay presbiterianos priistas y presbiterianos filozapatistas. Entre los obispos católicos hay posiciones muy opuestas y las hay también entre los protestantes. Quien puede hace declaraciones y dirigentes de membrete andan a la búsqueda de micrófonos que les permitan hablar a nombre de todos los protestantes y condenar al EZLN. Las comunidades evangélicas padecen la violencia de los paramilitares, de los priistas y de los filozapatistas. Pero, de nuevo, sus demandas y denuncias carecen de volumen, porque rige la consigna no dicha, pero acatada: los protestantes son ciudadanos de tercera y eso, si acaso. Pongo un ejemplo —uno entre tantos— del 21 de diciembre de 1997: en el pueblo de Pochiquil, Chiapas, se reúne un grupo evangélico. Al terminar el culto, advierten la presencia de hombres armados en la comunidad. Algunos huyen; 12 familias eligen pasar la noche en oración en el templo. Los hombres armados cercan el recinto durante tres días, sin permitir la entrada de agua y comida. Un joven se arriesga y va en busca de provisiones. Dos semanas más tarde, su cuerpo aparece a un lado del camino, golpeado y rematado a machetazos. Días más tarde, cuatro asesinatos más y el incendio deliberado de 45 hogares de evangélicos. Después de Navidad, los agresores 63
queman las cosechas y otros 80 hogares de los protestantes y un templo evangélico (Noticiero Milamex, 30 de abril de 1998). El 12 de noviembre de 1996 son asesinados dos dirigentes de la Organización de Pueblos Indígenas de Los Altos de Chiapas (Opeach), por motivos religiosos, que una parte de la prensa matiza de inmediato: ―por motivos supuestamente religiosos‖, para favorecer el desgaste del tema. A los asesinados (Salvador Collazo Gómez y Marcelino Gómez López) se les embosca en el monte con armas de alto poder. Otro dirigente de la Opeach, Manuel Collazo, hermano de Salvador, responsabiliza de los hechos a los caciques de Chamula y al diputado local priista, Manuel Hernández Gómez. Los crímenes, para nada excepcionales, corresponden al clima de intolerancia ya histórico en la zona. ¿Quién protesta por estos hechos? En Chiapas se acrecienta el número de los desplazados, siguen impunes los asesinatos de pastores y feligreses y, por ejemplo, el 2 de abril de 1998 un grupo de católicos incendia dos templos protestantes. Por lo visto, esto todavía no le concierne a la opinión pública ni a la sociedad civil de izquierda. A los disidentes religiosos los persiguen, torturan y matan los paramilitares, los priistas, los filozapatistas. Esto, mientras la jerarquía católica niega la existencia de una ―guerra santa‖. Y hace falta un examen minucioso de Acteal, un crimen de Estado que, sin embargo, lleva a la cárcel a inocentes y culpables por igual, paramilitares y simples miembros de las comunidades. En la ingobernabilidad, y casi por inercia, los poderes locales aspiran al totalitarismo a su alcance. Si los enfrentamientos religiosos son desdichadamente reales, la derecha los utiliza para añadirle al todo de la intolerancia en Chiapas el matiz de las creencias, y a gran parte de la izquierda le parece bien en el fondo. En demasiados lugares los agravios son muy reales, tanto como el deseo de eliminar a los contendientes en la lucha por las almas. El 22 de abril de 2001, en Villa Hidalgo Yalalag, Oaxaca, el pastor pentecostés Gilberto Tomas Piza, de 48 años de edad, es asesinado a las 7 de la mañana, cuando se dirigía al templo a su cargo. El pastor recibe varios impactos de bala y, según Tomás Martínez, reportero de Noticias de Oaxaca, las autoridades muestran muy poco interés en resolver el caso. Tomás Piza, quien deja a su mujer y cinco hijos, había sido expulsado de Yalalag y debido a eso construyó con láminas un templo en un cerro a las afueras del pueblo. Los enviados del Comité Evangélico de Derechos Humanos de Oaxaca no pudieron acercarse al lugar (Noticiero Milamex, 31 de mayo de 2001). El 4 de abril de 2001, la asamblea del pueblo de San Lorenzo, en la sierra de Choapam, Oaxaca, levanta el acta correspondiente. [Se requiere] resolver el problema existente con unos de los ciudadanos de la comunidad, quienes pretenden dividir el pueblo con su creencia de la religión evangélica, cosa que esta población rechaza por completo, ya que por los años 79 existió el mismo problema en este pueblo, donde fueron expulsados un grupo de individuos que profesaban esa religión evangélica, por tal motivo se ha conservado la unidad el pueblo.
El acta es un testimonio preciso de la intolerancia que se ve a sí misma salvando a la comunidad y a la nación: Después de una larga discusión de lo relativo con este problema de dos compañeros que profesan la religión ajena a la católica, donde el pueblo solicitó que se cortaran los derechos de dichos señores, ya que se dio tiempo para que se arrepintieran, mas sin embargo, ante la 64
asamblea siguieron diciendo que no podían dejar la religión que se habían ingresado. Mientras tanto, uno de los presentes dijo que esas personas que profesan la religión evangélica son varias y mencionaron los nombres de otra pareja que según se murmura que también están metidos en el mismo problema de la secta.
El 4 de marzo anterior, la pareja evangélica formada por Simón Antonio Manzano y Cristina Martínez Sánchez es detenida durante 30 horas por la única razón de sus convicciones. Luego, se les suspende el suministro de agua potable y se les cobra una multa de 2 500 pesos. El nuncio papal Girolamo Prigione, tan conciliador En 1985, el nuncio afirmó: ―Las sectas son como las moscas y hay que matarlas a periodicazos‖. En 1989, el líder empresarial Jorge Ocejo exige la desaparición ―de las sectas, los narcosatánicos y otros grupos evangélicos‖. El cardenal de Guadalajara, José Sandoval Íñiguez, se enardece: ―Se necesita no tener madre para ser protestante‖. Y las campañas antiprotestantes se vinculan con las vociferaciones contra el New Age, ―doctrina diabólica‖. El 10 de octubre de 2004, al inaugurar el XLVIII Congreso Eucarístico Internacional en nombre del papa, el cardenal Josef Tomko condena ―la proliferación mundial de las manifestaciones de una religiosidad sectaria y fanática con tendencias fundamentalistas‖. Pero las conversiones no se detienen. La persecución y la marginalidad unifican sólo hasta cierto punto. En el ámbito de la disidencia religiosa hay ―muchas moradas‖ y posiciones políticas muy diversas. Asimismo, hay expresiones sectarias que por momentos rondan la locura, y hay ―predicadores‖ que, a semejanza del Elmer Gantry de Sinclair Lewis, medran con la buena fe y el candor que es ignorancia. Se registran casos de comportamiento delictuoso o de reaccionarismo militante. Pero las alianzas tienen un límite. El protestante Humberto Rice ingresa al Partido Acción Nacional y, luego de un tiempo, sale de él por la intolerancia sustancial de esa organización, cuya parte dogmática le es irrenunciable. Y también, en 2006, un grupo ansioso de espacio político se arregla con Acción Nacional y le lleva su apoyo al candidato Felipe Calderón. La experiencia es desastrosa. Si varía drásticamente el comportamiento de grupos o personas, lo que se mantiene como principio es lo evidente: el derecho que tienen las personas de profesar el credo que les resulta pertinente. Esto, de manera tardía pero firme, ya forma parte de los saberes de la nación. REFERENCIAS Alatorre, A., 1989. Los 1001 años de la lengua española. México, Fondo de Cultura Económica. Bastian, J.-P., 1990. Historia del protestantismo en América Latina. México, Casa Unida de Publicaciones. Luz García, D.J. de la, 2008. El movimiento pentecostal en México. El caso de la Iglesia de Dios, 1926-1948. Tesis de licenciatura. México, Facultad de Estudios Superiores Acatlán, UNAM. El Nacional, 1989. Política, suplemento, 21 de septiembre. Prien, H.-J., 1985. La historia del cristianismo en América Latina. Salamanca, Sígueme. 65
Martínez García, C., y C. Monsiváis, 2002. Protestantismo, diversidad y tolerancia. México, Comisión Nacional de Derechos Humanos. Míguez Bonino, J., 1995. Rostros del protestantismo latinoamericano. Buenos Aires, Nueva Creación-Instituto Superior Evangélico de Estudios Teológicos. Mondragón, C., 2005. Leudar la masa. El pensamiento social de los protestantes en América Latina: 1920-1950. Buenos Aires, Fraternidad Teológica Latinoamericana-Kairós Ediciones. Taracena, A., 1964. La verdadera Revolución mexicana. Decimoquinta etapa 1929-1930. México, Editorial Jus. Tiempo, 1945. VI (144), 2 de febrero.
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EN EL BICENTENARIO DEL NACIMIENTO DE BENITO JUÁREZ La Jornada, 24 de enero de 2006 www.jornada.unam.mx/2006/01/24/index.php?section=politica&article=008a1pol Señor Andrés Manuel López Obrador, señoras y señores, amigas y amigos, espíritus de la Reforma liberal, ánimas de la reacción: Me siento profundamente honrado al hablar aquí, en el pueblo de San Pablo Guelatao, habitado hace dos siglos por veinte familias y hoy el centro de un vasto homenaje nacional. No necesito decirles a los habitantes de Guelatao lo que saben considerablemente mejor que yo, la manera de acudir a la carga simbólica de este lugar para olvidar de inmediato los problemas de sus habitantes. En este lugar por más de un siglo las promesas han hecho las veces de tarjetas devisita. Juárez, el paisano de paisanos, ha sido demasiadas veces el pretexto del turismo políticoelectoral. De todos nosotros, y muy especialmente de ustedes, depende que se interrumpa para siempre la celebración del ritual con sus características fatales: rutina, indiferencia, derroche provisional, demagogia. A casi dos siglos de su nacimiento, Juárez, los habitantes de Guelatao y el país entero merecen el homenaje más preciso: el análisis de su herencia y de su significado histórico. Juárez, uno de los grandes creadores de la nación, no es un mártir ni un prisionero de su tiempo. Al cabo de tantos hechos trágicos y épicos, y de las conjuras y las traiciones, él es un vencedor insólito, mucho más un contemporáneo de vanguardia que un precursor. Vence al racismo ancestral, a las imposibilidades y dificultades de la educación en un país y una región asfixiados por el aislamiento, a los problemas de su carácter tímido y cerrado, a las divisiones de su partido, a la ira y las maniobras del clero integrista y los conservadores, a la intervención francesa, a las peripecias de su gobierno nómada, al imperio de Maximiliano, a la oposición interna de varios de los liberales más extraordinarios, a sus terquedades en el mando. Se le persigue, encarcela, destierra, calumnia, veja y ridiculiza; y sus enemigos quieren hacer de su encono el sinónimo de la adversidad; no obstante todo esto, permanece por la congruencia de su ideario y vida, y por defender con razón y pasión las ideas cuyo tiempo ha llegado. A Juárez, el conservadurismo le dedica la campaña de linchamiento moral más feroz de la historia de México. Los ejemplos son interminables, y entre ellos se cuentan los cuentos de fantasmas que la derecha confesional quiere ofrecer como Historia de México. Allí Juárez resulta literalmente ―la Bestia Apocalíptica‖, ―el esbirro de los norteamericanos‖, ―el Anticristo‖. En la colección de ―Últimos Momentos de los Réprobos‖ debe incluirse un relato predilecto de las parroquias: Juárez en su agonía dice al demonio: ―No me lleves antes de que me convierta a la verdadera fe‖. Hasta hace unas décadas se calificaba a Juárez de enemigo personal de Dios, y las señoras decentes, al extremar su pudor y desdén, en vez de advertir ―voy al baño‖, musitaban: ―Voy a ver a Juárez‖. En los colegios particulares, durante casi un siglo, se entonan cancioncitas pueriles: ―Muera Juárez que fue sinvergüenza‖, y en las reuniones se le satiriza: ―Benito Juárez/ vendía tamales/ en los portales/ de La Merced‖. Antes de la revolución de 1910, en los pueblos manejados por los conservadores y sus confesores de planta, lo primero que se exige a los presidentes municipales es tirar el retrato de Juárez a la basura o ponerlo de cabeza. Y en 1948, por ejemplo, la Unión Nacional Sinarquista, organismo inspirado en la Falange franquista, convoca a un mitin en el Hemiciclo a Juárez, que consiste en una larga cauda de insultos a don Benito. (La derecha sí que se toma en serio las estatuas.) En la histeria, 67
un orador le dice al Benemérito: ―No eres digno de ver las caras de hombres honrados‖, y le escupe al producto marmóreo, al que se venda de inmediato con tal de cancelar la mirada deshonesta. Todavía en 1993 unos obispos, al rechazar la posibilidad del pago de impuestos de su iglesia, argumentan: ―No nos toca pagar. Que nos abonen algo de lo que nos quitó Juárez‖. Eso para no mencionar las andanadas de la derecha del siglo XXI, que ha pretendido un tanto vanamente hacer a un lado a Juárez para remplazarlo con las ambicioncitas de Iturbide. Como le dijo a unos diputados al parecer sarcásticamente un político encumbrado a principios de este sexenio: ―Sí, sí, sí, jóvenes, Juárez, Juárez, Juárez, Juárez‖. Y con esta muestra de memoria onomástica creyó clausurar un mito y promover la revancha histórica. Me lo imagino cantando: ―Juárez sí debió de morir‖. ¿A quién extraña en América Latina y en el mundo entero, a propósito de los héroes tutelares de cada país, la sobreabundancia de recordatorios de su fama? Esto ha sido la norma, no lo deseable, sino lo inevitable. En el siglo XIX, en el proyecto de secularizar a la sociedad y de puntualizar las exigencias de la nación soberana, se requiere el canje de lealtades. Donde había santos, hay héroes; a las peregrinaciones se añaden los días de fiesta cívica, y a los patriotas culminantes ―de primero, segundo y tercer nivel‖ se les otorga la titularidad de los nombres de ciudades, avenidas, calles, plazas, instituciones, medallas, premios, películas, alegorías, consignación en murales y cuadros, en grabados y portadas de libros. Y el resultado de la ubicuidad de Juárez ha sido la implantación muy eficaz de un patriota excepcional y el olvido o el relegamiento de lo específico de una lucha y del sentido de su liberalismo radical, de su intransigencia, de su anticlericalismo tan cristiano. Homenaje mata mensaje, podría decirse, y algo así podría ocurrir en esta celebración del bicentenario. Por eso conviene agradecer a la derecha en sus diferentes tamaños el que se abstenga de estos actos y el que mantenga su encono, su desprecio y su visión fantasmal de Juárez: es uno de sus mayores certificados de la vigencia del Benemérito de las Américas, el epíteto que fue muy probablemente su nombre de pila. En la era de Santa Anna, Juárez se forma profesional y políticamente contra la corriente, desde la humildad, el estudio, el silencio, la forja del carácter, todas las virtudes personales anteriores a la Auto-ayuda. Santa Anna, que lo odia y lo destierra, lo recuerda con desprecio escénico: ―Nunca me perdonó (Juárez) haberme servido la mesa en Oaxaca, en diciembre de 1829, con su pie en el suelo, camisa y calzón de manta, en la casa del licenciado Manuel Embides... Asombraba que un indígena de tan baja esfera hubiera figurado en México como todos saben‖. Este autorretrato del racismo se origina en el desconocimiento del temple del ser menospreciado. A Juárez ni lo humilla ni lo ensombrece su origen. El racismo insiste en considerarlo inferior, y él convierte en estímulos las cargas del desprecio. Si Juárez no apoya explícitamente la causa indígena y es a momentos muy severo con los suyos, su mero arribo a la Presidencia exhibe la abyección de los prejuicios. Un indígena Presidente de la República envía a todos los racistas a dar vueltas como presos dantescos en los círculos de la incomprensión y la rabia. Panorama sumario de las condiciones del país hasta 1857, un tanto telegráfico: Ingobernabilidad. Escasas nociones de lo nacional. Patriotismo intenso en algunos sectores, casi inexistente en otros. Miseria y pobreza intolerables. Erario sin fondos. Comunicaciones muy escasas. Corrupción extrema en el sistema judicial. Ejércitos muy precarios. Minorías que luchan por imponer a las masas el proyecto nacional. Analfabetismo generalizado. Gran influencia del pensamiento de la Revolución Francesa y del federalismo norteamericano. Clero 68
y conservadores que insisten: Si se permite la existencia de otra fe religiosa, la nación se condena al oprobio. El Congreso Constituyente de 1857 funda la nación moderna en el orden teórico y revela la presencia de la mentalidad moderna (todavía masculina, la dictadura de género no se deja actualizar). Entonces la Ley Juárez es primordial, ―piedra de toque, se ha elevado a la categoría de dogma entre los verdaderos republicanos, y sin ella la democracia sería imposible‖, se declara entonces. Pero la democracia es aspiración remota y lo concreto es la lucha por el fin de la teocracia y del sometimiento estatal a la Religión Unica. Hay que conseguirlo todo a la vez: implantar la tolerancia, proclamar los derechos del hombre, el derecho a la educación, las libertades de expresión y de reunión, el derecho al trabajo. El liberalismo, al principio, es más que nada una obstinación jurídica y una certeza ideológica y cultural. En el Congreso de 1857 se pierde la batalla por la libertad de cultos, pero en tres años se avanza con rapidez en la tarea de hacer pensable, y por tanto en muy buena medida necesaria, la tolerancia de cultos. El proceso lo indica con gran sagacidad Ignacio Ramírez, el más lúcido de los liberales de la Reforma: ―Miguel Hidalgo, con sólo declarar la independencia de la patria, proclama, acaso sin saberlo, la República, la Federación, la tolerancia de cultos y de todas nuestras leyes de reforma‖. Ramírez tiene razón: Hay acciones que en sí mismas contienen detalladamente el porvenir según la lógica implacable del desarrollo de la comunidad nacional. Las Leyes de Reforma ya avizoran el ejercicio de los derechos humanos, la decisión de crear la ética republicana sin sobornos o amenazas del Más Allá, la defensa de los derechos de las minorías y, muy especialmente, la fuerza de convertir lo inimaginable en lo concebible por exigencias de la razón, que inicia uno de sus enfrentamientos con la desigualdad. Juárez, gobernador de Oaxaca. Desconocido por el clero, no se inmuta, toma posesión y prosigue con su vida republicana. En Apuntes para mis hijos recapitula: A propósito de malas costumbres, había otras que sólo serían para satisfacer la vanidad y la ostentación de los gobernadores, como la de tener guardias de fuerzas armadas en sus casas y la de llevar en las funciones públicas sombreros de una forma especial. Desde que tuve el carácter de gobernador, abolí esta costumbre, usando de sombrero y traje del común de los ciudadanos y viviendo en mi casa sin guardias de soldados y sin aparato de ninguna especie, porque tengo la persuasión de que la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y de un recto proceder, y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para los reyes de teatro. Tengo el gusto de que los gobernadores de Oaxaca han seguido mi ejemplo. Del 12 de julio al 11 de agosto de 1859 se promulgan las Leyes de Reforma, se nacionalizan los bienes del clero, hay separación de la Iglesia y el Estado, se exclaustra a monjas y frailes, se extinguen las corporaciones eclesiásticas, se concede el registro civil a las actas de nacimiento, matrimonio y defunción, se secularizan los cementerios y las fiestas públicas y, lo esencial, se promulga la libertad de cultos. Al desplegar su libre albedrío, los liberales de la Reforma localizan lo que Ignacio Ramírez considera la única significación racional de este término: ―Excluir la intervención de la autoridad en los asuntos fundamentales personales‖. En suma, se declara concluida la etapa feudal del país y se sientan las bases del pensamiento crítico. Se necesitarán más tiempo y numerosas batallas políticas, militares y culturales para implantar con efectividad la sociedad laica, pero desde el momento en que se le declara justa y posible crece y va arraigando, y tan sólo eso, el avance irreversible de la 69
secularización modifica a pausas y cambia con sistema el sentido público y privado de la nación. Lo irreversible siempre es destino. Maximiliano acepta la corona el 3 de octubre de 1863, y le envía una carta a Juárez invitándolo a reunirse con él en la ciudad de México para buscar un entendimiento amistoso. Don Benito le contesta tajante: ―Se trata de poner en peligro nuestra nacionalidad, y yo, que por mis principios y mis juramentos, soy el llamado a mantener la integridad nacional, la soberanía y la independencia ... Me dice usted que, abandonando la sucesión de un trono de Europa, abandonando a su familia, sus amigos, y sus bienes, y lo más caro para el hombre, su patria, se han venido usted y su esposa, doña Carlota, a tierras lejanas y desconocidas, sólo por corresponder al llamamiento espontáneo que le hace un pueblo que cifra en usted la felicidad de su porvenir. Admiro positivamente, por una parte, toda su generosidad y, por la otra parte, ha sido verdaderamente grande mi sorpresa al encontrar en su carta la frase llamamiento espontáneo porque yo había visto antes que, cuando los traidores de mi patria se presentaron en comisión por sí mismos en Miramar, ofreciendo a usted la corona de México, con varias cartas de nueve o 10 poblaciones de la nación, usted no vio en todo eso más que una farsa ridícula... Tengo la necesidad de concluir, por falta de tiempo, y agregaré sólo una observación. Es dado al hombre, señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de los bienes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia. Ella nos juzgará. Soy de usted, S.S., Benito Juárez.‖ ¿Cuál es la tradición ideológica de la izquierda mexicana en el orden del pensamiento frente al Estado? Todavía a principios del siglo XX al liberalismo radical se le combate pero se le estudia. Luego sobreviene el error histórico: la izquierda se somete a los esquemas de la URSS y sus versiones del marxismo, se desprende de sus raíces del siglo XIX. En México, y con sinceridad flamígera, la izquierda no duda: Surge a partir de instantes poderosos de la Revolución Mexicana (antes de su conversión al capitalismo) y se afirma y delinea con la Revolución Soviética. En tanto influencias mesiánicas, conceptos y vocabulario esto es innegable, pero el señalamiento se oculta el proceso fundacional en el que participan Fernández de Lizardi, Fray Servando Teresa de Mier, José María Luis Mora, Valentín Gómez Farías, y la deslumbrante generación de la Reforma, Ramírez, Otero, Ocampo, Prieto, Altamirano, Juan Bautista Morales, y, sobre todo, Benito Juárez. Por razones de fe súbita y de inmersión en los nuevos libros sagrados, por lo común mal traducidos, la izquierda mexicana renuncia a su gran herencia del liberalismo radical y, sin haber leído a estos intelectuales, nunca se considera juarista, porque, arguyen, el liberalismo económico es obstáculo y la Reforma representa básicamente la lógica del capitalismo. Cómo le habría beneficiado a la izquierda leer a los clásicos liberales ahora recuperados en su integridad por Boris Rossen, Nicole Giron, José Ortiz Monasterio y Enrique Márquez. Es mala o inexistente la lectura ideológica o política de la Reforma liberal, y en rigor, a quien dibujan con sus ataques es al grupo en torno de Porfirio Díaz. Los liberales no son -me sumerjo en la obviedad- marxistas, pero sí captan con clarividencia su momento histórico y su legado debe juzgarse a partir de este hecho múltiple. Hacer caso omiso del pensamiento y la acción de los liberales radicales ha sido una de las causas de la eterna fundación de la izquierda mexicana. Se repite hasta el hartazgo: ―El respeto al derecho ajeno es la paz‖. Esto es irrefutable, pero sí requiere precisiones. Hasta el momento lo usual es depositar el énfasis de respeto tal y 70
como lo proyecta la clase gobernante. Para ellos el respeto ha consistido en una noción desdeñosa: No hay tal cosa como ―el derecho ajeno‖, y a lo más a que pueden aspirar las mayorías es a que se tome nota de su existencia. Así, y por ejemplo, ¿cuál es el ―derecho ajeno‖ en materia salarial? Si algún sentido tiene la celebración del bicentenario de Juárez, es examinar los significados del respeto y verificar el contenido de los derechos ajenos, los de la población ante el gobierno y los empresarios, los de las mujeres ante el machismo y el patriarcado, los de los indígenas ante la ilegalidad a nombre de la ley y la explotación, los de las minorías religiosas ante la interpretación exterminadora de los usos y las costumbres, los de las minorías sexuales ante la homofobia. Si no se precisan en cada caso el derecho ajeno y el respeto, el apotegma y la paz que traiga consigo quedan a la disposición del vacío, así esté muy cubierto por las letras de oro en el Senado. A 200 años del nacimiento de don Benito Juárez, o 100 como quiso el presidente Fox para regalarle juventud al pasado de la nación, lo más profundo de su legado es la certidumbre del laicismo, iniciado con las Leyes de Reforma y proseguido con la Constitución de 1917. El laicismo garantiza la actualización permanente del conocimiento, la certidumbre de una enseñanza no afligida por los prejuicios y la exigencia de sometimiento a un solo credo, el respeto del Estado a las formas distintas de profesar una fe o abstenerse de hacerlo, la discusión libre de los avances científicos, las libertades artísticas. Por tolerancia se entendió en el siglo XIX el aceptar las extravagancias o los disparates incomprensibles de las minorías; hoy tolerancia, y eso proviene del ideario juarista, es el intercambio de aceptaciones, la convicción de que hay más cosas en el cielo y la tierra de las que sueña la filosofía de cada persona. Juárez, el impasible, sigue siendo uno de los rostros más vitales y generosos de la nación en la globalidad. No obstante ser una legión de bustos y estatuas sigue siendo el ejemplo más vivo. Concluyo mi intervención con sus palabras: ―Mi fe no vacila nunca. A veces, cuando me rodeaba la defección en consecuencias de aplastantes reveses, mi espíritu se sentía profundamente abatido. Pero inmediatamente reaccionaba. Recordando aquel verso inmortal del más grande de los poetas, ninguno ha caído si uno solo permanece en pie, más que nunca me resolvía entonces a llevar hasta el fin la lucha despiadada, inmisericorde para la expulsión del intruso‖. Si Juárez, en San Pablo Guelatao y en la ciudad de México y en Tijuana y en León, no es nuestro contemporáneo, no lo es de nadie. * Texto leído en San Pablo Guelatao, Oaxaca, en el acto de campaña de Andrés Manuel López Obrador, el sábado 21 de enero de 2006.
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LOS DÍAS DE NUESTRA EDAD La Jornada, 4 de mayo de 2008 www.jornada.unam.mx/2008/05/04/index.php?section=cultura&article=a03a1cul El escritor y el ciudadano cumple hoy 70 años de vida. Asediado durante los días previos por los medios de comunicación, el autor de Días de guardar y de Escenas de pudor y liviandad arribó a una saturación tal que, en lugar de las respuestas a las diez preguntas que La Jornada propuso para una entrevista, prefirió enviar a esta redacción, “en cambalache”, el “texto que escribí para esta triste fecha (para mí)”. Así, en ”Los días de nuestra edad”, Monsiváis, el personaje y la persona, entrecruza los días que le sucedieron en lo individual con los días que le sucedieron al país y al mundo, lo que, al final de cuentas, era el tono de la decena de interrogantes que se le enviaron. Y en ese entrecruce es que Monsiváis, el felizmente celebrado por todos, menciona situaciones personales de las que nunca había escrito, como la muerte de su madre, y acontecimientos generales, pero vividos de manera subjetiva, como el movimiento estudiantil de 1968, los sismos de 1985 o la pandemia del sida. En todo caso, feliz cumpleaños a Carlos Monsiváis, el individuo. Los días de nuestra edad son setenta años Salmo 90:10
De las fechas que me han marcado guardo la memoria que corresponde, casi siempre legendaria. Debido a limitaciones de Natura, carezco de recuerdos de mi nacimiento o de mi muerte y –tal vez menos significativos o menos fuera de mi control que el nacer y el morir– los otros acontecimientos relevantes de mi vida han quedado a cargo de una combinación desigual de lo objetivo y lo subjetivo, es decir y por lo general de la invención y del olvido. En lo íntimo, recuerdo la hora y las circunstancias del fallecimiento de mi madre, y en un nivel distinto pero también de consecuencias interminables, la muerte de algunos parientes y de varios amigos. No suelo hablar de estos asuntos y no me refiero a ellos por escrito, al no sentirme capaz de narrar la agonía de un ser querido, los gestos y los sonidos de la vida que se extingue, o de referir mis reacciones al enterarme de los sucesos. Al asimilarse como hechos de la vida personal, los grandes acontecimientos políticos y sociales se prestan siempre a la evocación mitológica. Así y por ejemplo, las preguntas que sitúan en un mapa anímico inexorable, tipo: ―¿Cómo te enteraste del asesinato de John Kennedy?‖ o ―¿Cuál fue tu reacción al oír de la muerte de Luis Donaldo Colosio?‖, que son al fin y al cabo retórica de las encuestas, porque implican la sacralización de un hecho, y por minimizar y agrandar a la vez al sujeto del interrogatorio. Todos nos ubicamos ante los grandes acontecimientos de la nación y del mundo, llamados llana o confianzudamente la Historia; todos inventamos un perfil cívico al expresar nuestra respuesta; todos memorizamos nuestras reacciones. En mi caso, habitante de la ciudad de México, tengo muy presente el 2 de octubre de 1968, evidente parteaguas histórico. En mi repertorio de datos, incluyo los telefonemas que hice en la mañana de ese día, y recuerdo mis comentarios sobre el desgaste del Movimiento y el cerco en su derredor (esto no es hazaña mnemotécnica alguna, no se hablaba de otra cosa). También, en la tarde, una conversación muy prolongada con un amigo que retrasó mi arribo a Tlatelolco, donde atestigüé en el Paseo de la Reforma el momento de la fuga colectiva, de las denuncias a gritos y el pavor que se impregnaba, el recorrido veloz por las calles, la búsqueda 73
de transporte, el viaje aciago a la Ciudad Universitaria casi desierta. Tengo muy presentes los rumores y el clima de agravio y alarma. Luego, ya en mi casa, la contemplación febril de los noticieros, el telefonema de Leonardo Femat que me hace oír los treinta minutos de grabación del fuego cruzado, y más tarde los testimonios alucinantes de Nancy Cárdenas, Beatriz Bueno y Luis Prieto, que salieron justo a tiempo de la Plaza... Y las reuniones del 2 de octubre de 1969 y 1970 en casa de Selma Beraud para conmemorar el dolor y la rabia ante la impunidad. Los hechos figuran en mis recuerdos, pero he elaborado y reelaborado mi estado de ánimo de ese día a lo largo de 35 años, y mi recuerdo actual está bastante más cerca de la efeméride que de la vivencia. Otro tanto me sucede al evocar el 19 de septiembre de 1985. Supongo que en el tiempo sicológico ese día duró demasiado al ir del miedo y el estupor a la combinación de alivios y tristezas. En tumulto, se añadieron rumores y detalles, las caminatas despiadadas, las llamadas perdidas, la impresión de habitar una ciudad paralizada y a la vez renovada por un espíritu distinto, la solidaridad nueva... No, esto último es un añadido, las presiones y las desolaciones del 19 de septiembre no admitían el juego de las moralejas sociológicas. Sólo al día siguiente, luego del segundo temblor, advertí lo obvio, el surgimiento casi formal de la sociedad civil (démosle ese nombre) y su toma de poderes, al no hablarse todavía de empoderamiento. Y así, al cabo de incontables repeticiones, el 19 de septiembre se ajusta al debut formal de una especie inesperada y ya imprescindible. Esto unifica mi experiencia pero modifica a fondo mis recuerdos, al encuadrar en un solo molde el coro de impresiones y voces y temores y valentías. Tampoco me fío de mis notas mentales sobre las fechas que anuncian etapas emotivas, por lo común los hechos que convierten a cada persona en institución de sí misma. Quedan esos días como las fábulas requeridas de placas conmemorativas, como aquel augurio que no supe leer con agudeza, o la premonición póstuma por así decir. ―Quién hubiera dicho que alguien así me importara tanto por tanto tiempo...‖ Y como todos, mezclo en cada etapa la costumbre de entonces con la idea actual de mí mismo. Las tabulaciones personales también cumplen sus bodas de oro. ¿Qué hacer con las fechas? En materia de evocaciones, su función principal es exorcizar la anarquía de los recuentos. Al existir en efecto el Star System de los días relevantes, y al exceptuarme de bautismos, primeras comuniones y bodas con la familia reunida alrededor de un solo chiste y una sola felicidad mientras más actuada más genuina, advierto en el calendario un conjunto más bien huidizo, con muy escasos deberes cronológicos. Y lo más fastidioso y lo mejor de los días culminantes en mi vida es su condición irretornable. No es sólo lo que hice entonces (reconstruido) sino, como suele suceder, el atender en demasía a lo negociable con el olvido. Al no existir para mi desdicha los Museos de las Emociones Límite, nunca recupero las fechas determinantes en su diafanidad sino, de modo clásico, las localizo en el sitio donde las recordé la última vez, por supuesto en algo o en mucho diferente del lugar de la penúltima. Se vuelven proteicos la furia y la desesperación, la esperanza y el júbilo comunitarios, el deseo y el placer de asir como se pueda las experiencias. Detente oh momento, eres tan bello por tan imposible de evocar con justeza. ¿Y qué es lo determinante entonces? Aquello en donde –por así decirlo– uno ya no distingue entre sentimientos y razonamientos. Entre las emociones del día de la boda, supongo, se encuentra en primer término la institucionalidad del acto. Y esto se instala en la foto del matrimonio y la inauguración formal de una dinastía. Y lo sojuzga todo la indistinción entre lo que se vive y lo que se debería vivir, desde la publicación del primer libro a cualquier acto donde se establezca 74
la alternativa dogmática: o uno memoriza sus reacciones y al hacerlo las fabrica, o se renuncia al punto de vista fijo, lo cual también es una falsificación. Desde 1985, la pandemia del sida me resulta una sola fecha aterradora, poblada de episodios que se repiten inexorablemente, y que varían con los grados diversos del afecto y la importancia que le atribuyo a la persona y la calidad de la atención médica. He perdido amigos muy cercanos, y, también, amigos que me importaban sin yo saberlo con precisión. Los fallecimientos sucesivos se unifican, no tanto por el poder nivelador de la muerte, sino por ese vislumbre que abarca a unos cuantos y, con el fulgor abstracto de la estadística, a decenas de millones de personas, el holocausto al que impulsan la desinformación, el prejuicio aterrador, la homofobia, y las políticas genocidas de los que continúan penalizando moralmente la enfermedad y se oponen con histeria a la distribución e inclusive a la mención de los condones. (Aquí destaco el papel del clero católico). La pandemia como una sola fecha incesante. El ―santoral privado‖ señala una parte del proceso de fijación de la vida a través de capítulos de la memoria. Y por lo común los días ya rituales de cada uno participan ampliamente de la mezcla de nostalgia y narrativa algo tramposa. De esto, por supuesto, no me exceptúo.
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EL PROTESTANTISMO HA HECHO PROGRESOS, PERO TODAVÍA TIENE ZONAS CONSERVADORAS, SOSTIENE EL ESCRITOR CARLOS MONSIVÁIS Luis Vázquez Buenfil El Faro, mayo-junio de 1994, pp. 81-83. Luego de dos ocasiones frustradas para hablar con Carlos Monsiváis sobre el protestantismo en México, la tercera sí se consumó. Mosniváis estuvo en la Sultana del Norte con el fin de presentar el número 5 de la revista Ser Positivo y, en las oficinas de la dirección del Museo de Historia de Nuevo León (el antiguo Palacio Municipal de Monterrey), sostuvimos esta breve charla. En ella, el autor de Amor perdido dice que recibió una formación dentro del protestantismo histórico, dato que pocos escritores religiosos y militantes protestantes conocen. Que se siente seguidor de un ―cristianismo marginal‖ porque nunca ha militado activamente en iglesia alguna; pero que, culturalmente, se considera cristiano. Al preguntarle sobre su diagnóstico de las iglesias protestantes en México, dijo: ―Del protestantismo que yo viví de los años cuarentas y cincuentas, al de ahora, hay un progreso: es mucho menos prejuicioso, ha recuperado la vocación teológica, es mucho más participativo — allí vuelve a la tradición de fines del siglo XIX y principios del siglo XX—, es mucho más crítico, pero todavía tiene zonas de una densidad conservadora, para mi gusto inaguantable‖. Enumera de la mis a manera los puntos débiles: ―La cerrazón fanática, el olvido del mundo por un criterio mesiánico, el conservadurismo en materia de costumbres y, algo que también me importa mucho, considerar que no pueden intervenir en la vida pública porque el protestantismo es una limitación‖. Éste es el texto íntegro de la apresurada entrevista sostenida con el autor, uno de los escritores más brillantes y prolíficos de los últimos cuarenta años, cuyas Obras completas serán publicadas próximamente por la prestigiosa editorial Aguilar. Carlos Monsiváis nació en el Distrito federal en 1938. Es periodista y escritor. Realizó estudios en la Escuela Nacional de Economía (1955-1958) y en la Facultad de Filosofía y Letras (1955-1960) de la UNAM. Fue becario del Centro mexicano de Escritores (1962-1963, 1967-1968) y del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Harvard (1965). Imparte cursos y conferencias en universidades estadounidenses. Fue secretario de redacción de las revistas Medio Siglo (1956-1958) y Estaciones (19571959). Ha hecho programas para Radio UNAM, como ―El cine y la crítica‖, que se transmitió durante más de diez años. Fue director de la colección de discos ―Voz viva de México‖ de la UNAM. Ha escrito para ―México en la Cultura‖ y suplemento de Novedades (1955-1961); Futuro, ―El Gallo Ilustrado‖, suplemento de El Día (1963-1972), Sucesos para todos, Política, Excélsior (1973-1976). Fue cofundador y colaborador de Proceso (1976- ), Unomásuno (1977- ), Nexos (1978- ) y La Jornada (1984- ). Cofundador (1962) y director (1972-1987) de ―La Cultura en México‖, suplemento de la revista Siempre! Escribió los ensayos ―En torno a la cultura nacional‖ para la Historia General de México (1976) y ―De la santa doctrina al espíritu público sobre las funciones de la crónica en México‖ aparecido como separata de la Nueva Revista de Filología Hispánica, t. XXXV, núm. 2. Coautor de El desafío mexicano (Océano, 1982) y México 1983. A mitad del túnel (Océano, 1983). Es autor de la selección y prólogo de las antologías La poesía mexicana del siglo XX (1966), Los narradores ante el público (1969), A ustedes les consta (1980) y Jorge Cuesta (1986), Amor perdido (1976), Entrada libre. Crónicas de la sociedad que se organiza (1987). 77
Ha recibido los Premios Nacionales de Periodismo (1977), Jorge Cuesta (1986), Manuel Buendía (1988) y Mazatlán de Literatura (1989). En la Enciclopedia de México se dice que usted perteneció a una iglesia protestante, al parecer adventista o pentecostal. ¿Es cierto? Adventista, no. Yo tuve una formación cuáquera. Una formación dentro del protestantismo histórico. Muy de una teología más bien libertaria. ¿Milita actualmente en alguna iglesia? No. Yo soy cultural y musicalmente cristiano pero no tengo una relación activa con el credo. ¿Cómo fue que recibió esta formación? Mi familia sí es muy protestante. Son muy militantes todos. Pero yo tuve más bien una enorme inclinación por la Biblia como literatura —que sigo teniendo—, y por la historia de las iglesias reformadas. Pero no tanto por la práctica cotidiana. Soy, al respecto, de un ―cristianismo marginal‖, no sé si así se pueda decir. ¿Esa herencia teológica, cultural, judeocristiana, le ayudó a descubrir la vovación como escritor? No sé. Lo que es cierto es que, si tengo alguna influencia imperceptible en mi prosa, y si tengo prosa —las dos cosas—, es la Biblia de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera que fue, para mí, el libro más formativo. Después vinieron muchos otros, pero creo que ninguno me marcó tan categóricamente como la traducción de la Biblia de Reina y Cipriano de Valera. Por eso lamenté tanto la versión de 1960 que me parece, literariamente, muy inferior. Si en este momento alguien le invita a incorporarse a alguna iglesia como militante, ¿usted aceptaría? Tendría que ver. Uno siempre tiene nostalgia de sus años formativos, pero luego me encuentro con pastores tan llenos de prejuicios, tan conservadores, que no me alientan para nada. Mi idea de una comunidad es la cuáquera, que en México casi no existe, o los unitarios de Nueva Inglaterra en el siglo XIX, que eran enormemente progresistas, liberales, etcétera. Yo sería muy rápidamente cuáquero y unitario. Pero otras confesiones protestantes, muy sometidas al molde del derechismo, no me atraen. ¿Para integrarse a ellas tendría que haber una reconversión de la institución? Bueno. No puedo pedirle a la institución que se reconvierta por mi causa. Lo que tiene que haber es… mi idea de comunidad es una comunidad pequeña y enormemente liberal. ¿Liberal en qué sentido? Liberal en el sentido de las ideas, de la política, de la vida cotidiana. ¿No en el sentido económico? No. En el sentido económico sigo creyendo que algún día tenemos que llegar a sun socialismo democrático, aunque ya la palabra socialismo está tan deteriorada que no sabría cómo usarla. Puntos fuertes y débiles del protestantismo 78
¿Cuál sería el diagnóstico que usted haría de las iglesias protestantes en México? Ha habido un progreso innegable. Del protestantismo que yo viví de los años cuarenta y cincuenta, al de ahora, hay un progreso: es mucho menos prejuicioso, ha recuperado la fines del, siglo XIX y principios del siglo XX, es mucho más crítico, pero todavía tiene zonas de una densidad conservadora, para mi gusto, inaguantable. Esa tendencia evolutiva y de apertura de espíritu ¿podrá ser, algún día, mayoritaria? Ha avanzado con muchísima rapidez. Te puedo decir que en los últimos cinco años los avances han sido formidables. Y yo creo que mucho tiene que ver la intolerancia ejercida contra el protestantismo y la persecución religiosa, sobre todo en el sureste. Eso ha despertado un espíritu de unidad y, sobre todo, una visión mucho más racional de lo que es la relación con el mundo. La condición de minoría del protestantismo ¿le da una cierta ventaja o es más bien una desventaja? Depende. Si no hay información, si no hay lecturas, se vuelve desventaja. Si hay información, si hay lecturas, si hay una solidificación cultural de la fe, es una gran ventaja. Pero desde la ignorancia, el fanatismo prende con rapidez y el fanatismo es una actitud muy desarmada. En sus palabras, ¿en qué ha contribuido el protestantismo a México? Bueno, ha contribuido en el aumento de la tolerancia, nada más por el hecho de su mera existencia. Si hay gente que persiste en ser distinto, eso contribuye a la diversificación, a la pluralidad y a una idea de diversidad respetuosa. Ha contribuido enormemente en el campo de la lectura. Esto ahora es menos visible, pero en la primera mitad del siglo, lo que fue la difusión de la Biblia, fue extraordinario desde el punto de vista de la lectura. Y ha contribuido con seres humanos excepcionales, desconocidos, anónimos, pero con una muy recia actitud moral. Ésas han sido, creo yo, básicamente sus contribuciones. ¿Sus debilidades? La cerrazón fanática. El olvido del mundo por un criterio mesiánico. El conservadurismo es materia de costumbres y, algo que también me importa mucho, considerar que no pueden intervenir en la vida pública porque el protestantismo es una limitación. Ésas, para mí, son sus debilidades básicas. ¿Tiene futuro el protestantismo en México? ¿Cómo se lo ve? Yo no sé. La jerarquía católica si se lo ve. Lo dice cada tercer día. Así es que me tengo que fiar de ellos. Se lo ve y lo considera no sólo como un futuro, sino como una amenaza. Por lo cual hay que estar prevenidos para acciones de intolerancia. ¿Qué quiere decir eso? ¿Qué se va a arreciar la persecución? No. Que quieren arreciarla. Que se vaya a arreciar dependerá de la sociedad civil. Es decir, esos ataques, esas condenas, pueden ser frenados… ¿por quién? 79
Puede ser frenado por el respeto a las leyes y por la defensa que la sociedad haga de sus derechos fundamentales. ¿Qué le parecen los trabajos de Jean-Pierre Bastian? Bien. Me gustan. Ha sido muy importante lo que él ha hecho. Ha sido uno de los factores de este renacimiento crítico del protestantismo. ¿Existen algunos intelectuales protestantes que destaquen en las letras mexicanas actuales? Bueno. Hay un grupo joven que todavía no destaca pero que es muy bueno. Carlos Martínez García, Carlos Mondragón. Todos estos que están trabajando en Compañerismo Estudiantil, etcétera. Me parecen de primera. ¿De ellos se puede esperar algo? ¡Muchísimo! ¿Y la figura de Báez-Camargo? Yo tengo un ex feeling con Báez-Camargo. Fue mi maestro de Escuela Dominical. También fue un personaje que luego se derechizó muchísimo y en el 68 tuvo una conducta terrible. Pero finalmente lo respeto y le debo, intelectualmente, muchísimo. Eso lo puedes agregar.
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MONSIVÁIS, PROTESTANTE DE RAÍZ FAMILIAR: “SERLO ES YA UNA OPCIÓN SOCIAL LEGÍTIMA, SALVO EN ZONAS CON CACICAZGOS EXTERMINADORES O CLERO CATÓLICO MUY INTOLERANTE” Rodrigo Vera Proceso, núm. 1018, 6 de mayo de 1996, pp. 24-25. Miembro de la cuarta generación protestante de su familia, el escritor y periodista Carlos Monsiváis aceptó dar —por escrito— su opinión sobre la expansión de los nuevos movimientos evangélicos, y sobre el tránsito a la aceptación de quienes, como él, padecieron la ―aguda‖ intolerancia religiosa de los años cuarenta y cincuenta, auspiciada sobre todo por la jerarquía católica. ¿A qué atribuye la expansión de las iglesias evangélicas en México? ¿Qué factores influyen? No tengo respuestas precisas, por ser tan complejo el fenómeno de la conversión. ¿Por qué una persona halla respuestas espirituales en algo que contradice a su tradición? ¿Por qué, alguien, de pronto, se siente ―renacido‖, incorporado al mundo de otra manera y obligado a nuevas costumbres? Puedo atrever explicaciones generales: el distanciamiento psicológico ante el ritualismo de la Iglesia católica (pero eso no se aplica a las comunidades eclesiales de base); la búsqueda dentro de las comunidades indígenas de una moral que contradiga el alcoholismo; el autoritarismo feroz de la jerarquía (pero eso nunca ha sido criterio para dejar de ser católico); el vacío de la vida moderna; la necesidad de intervenir en la comunidad religiosa, etcétera. Pero ninguna de esas respuestas explica por entero la deserción de cientos de miles que en las iglesias desprendidas de la Reforma luterana logran activar su religiosidad inerte. En última instancia, sin embargo, y sin entrar al tema de los encuentros de cada persona con su idea de Dios, lo más convincente, no en materia de explicar conversiones, sino de adscripciones religiosa, me resulta el deseo de integrarse a comunidades pequeñas, donde cada uno cumple una función, y la experiencia emocional es intensa y constante. Sólo una nota aclaratoria por si hace falta: la expansión no es sólo del protestantismo, sino de lo que podrían llamarse denominaciones para-protestantes: testigos de Jehová, Adventistas del Séptimo Día, mormones, cuyas interpretaciones de la Biblia se alejan del protestantismo histórico. Y una observación casi estadística: dentro del horizonte protestante lo que ha crecido con más ímpetu en México y en el mundo es el pentecostalismo. Al respecto, ¿cuál es su formación? Doctrinariamente, me formé en el más estricto protestantismo histórico, y por eso uno de mis primeros héroes fue el almirante Gaspar de Coligny, asesinado en la Noche de San Bartolomé, episodio que fue sin duda mi encuentro inaugural con el significado de la intolerancia. En materia de lecturas iniciáticas, además de la Biblia en la admirable versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, me acerqué a libros como El progreso del peregrino, de John Bunyan, o a biografías de John Wesley y William Penn. A eso le añadí un conocimiento muy directo del pentecostalismo. Pero lo anterior son datos privados, por así decirlo; mi formación genuina como protestante se la debo en gran medida a las percepciones externas, que situaban a las minorías religiosas en el espacio de lo ajeno, lo choteable, lo amenazante. Durante la primaria y la secundaria, no conseguí olvidar mi condición protestante porque los demás nunca lo hicieron y una de mis tareas importantes (aunque esto se me aclaró mucho después) 81
fue rechazar la identidad que se me atribuía. Los integrantes de una minoría cultural se saben distintos, no sólo por sus creencias o conductas específicas, sino por el registro externo de esas creencias que, en el caso del protestantismo, describían una fe antinacional, ridiculizable y de mal gusto. En los años cuarenta y en los cincuenta ni existía ni se concebía la pluralidad. México era un país católico, guadalupano, priísta, mestizo, machista y formalmente laico. ¿Cuál fue su experiencia directa con la intolerancia religiosa? Una muy aguda pero, por fortuna para mí, básicamente verbal y con agresiones mínimas. Por supuesto, en más de una ocasión no se me invitó a casas de compañeros porque el padre o la madre no auspiciaban el trato con heréticos y, también, me desconcertaba un tanto al llegar a casa de un compañero y ver el letrerito en la ventana: ―En esta casa somos católicos y no aceptamos propaganda protestante‖, lo que, aunque no existiese, me obligaba a cancelar mi proselitismo. Me acuerdo, una vez, en la secundaria, cuando la madre de un compañero, muy católica según me habían dicho, me preguntó: ―¿Y qué hace tu familia los domingos?‖. Intimidado, repliqué eludiendo la mención de los himnos y la Biblia: ―Fíjese que nos dedicamos a la lectura y la vocalización‖. Pero fuera de la Ciudad de México desaparecía esta tolerancia-por-abulia. Entre 1945 y 1953 o 54 aproximadamente, la jerarquía auspicia, y no muy discretamente, campañas de odio y persecución contra los protestantes, los proyanquis que traicionan a la nación que es apéndice sentimental de la Basílica. El hereje (el aleluya) era el descastado, el payaso… Todavía recuerdo una portada de Tiempo, el semanario de Martín Luis Guzmán, en 1952: ―Contra el Evangelio, la Iglesia católica practica el genocidio‖. ¿Y cuál fue la reacción de los protestantes? En la década de los cincuenta no se concebía siquiera la noción de derechos humanos y menos aplicada a las libertades religiosas. Existían en la Constitución, pero el asunto no le concernía a la izquierda por considerar a los protestantes ―avanzada del imperialismo‖, y el PRI era terriblemente prejuicioso. También, y esto es definitivo, la información era escasa o nula; un protestante lazado y arrastrado a cabeza de silla no era noticia, y sólo Tiempo, gracias al liberalismo consecuente de Guzmán, le dedicaba espacio al tema. Y fue muy débil la respuesta de los protestantes. Había una Comisión Nacional en Defensa del Evangelio (sic), que organizaba cada 21 de marzo una marcha y un mitin en el Hemiciclo a Juárez, pero no mucho más. Y lo que imperó, muy negativamente según creo, fue el amor por el martirologio, no al modo cristero, porque el pacifismo evangélico era a ultranza, pero sí con la fe en las potencias del suplicio propias del cristianismo primitivo. Y el resultado fue inequívoco: la Iglesia católica frenó el desarrollo del protestantismo persiguiéndolo y marginándolo a fondo. A esto luego se agregó, muy eficazmente, y con la ayuda de antropólogos marxistas, la imposición del término sectas, con su carga implícita y explícita de oscuridad, conjura, creencias satánicas. La campaña de exterminio borró mucho de lo obtenido en las primeras décadas del siglo, la incorporación de los protestantes a la vida pública (los ejemplos van de Pascual Orozco a Moisés Sáenz y Rubén Jaramillo), y por eso, en su mayoría los protestantes se consideraron sin así decirlo, expulsados de la nación, ciudadanos de tercera sin voz ni voto. Era devastadora la sensación de ajenidad y muchos, por comodidad, al casarse con gente católica mudaron de fe para integrarse socialmente. Otros renunciaron a sus convicciones porque un puesto público bien valía una misa. Y en cuanto a la ideología, los protestantes solían llegar hasta el juarismo, y no más. Esto hasta los años setenta, cuando inesperadamente 82
para mí, comienza la expansión, sobre todo en el Sureste, del protestantismo y las confesiones para-protestantes. El crecimiento demográfico sobre todo derribó los muros de contención. El crecimiento de estas iglesias, ¿tiene relación con la reciente proliferación de las organizaciones de la sociedad civil? ¿Puede hablarse de una democratización confesional? ¿Cuáles son sus ventajas y sus desventajas? No asocio en lo mínimo el estallido de credos distintos al católico con la emergencia de la sociedad civil. Una cosa es el ansia de experiencias religiosas convincentes y otra el hartazgo ante el autoritarismo. No creo que haya algo equivalente a ―la democratización confesional‖ y le tengo miedo a la manipulación política de la religiosidad, por las consecuencias lamentables tan a la vista. Ahora, sin ganas de contradecirme, veo muy positiva y en momentos incluso admirable la participación de los cristianos en la medida en que no quieran imponer dogmas ni eliminar las grandes conquistas de la pluralidad y la secularización. No creo, en las circunstancias actuales de México, en las ventajas de un partido católico o de uno protestante, pero estoy convencido de los beneficios de la intervención de los cristianos en la lucha democrática, aunque, en este orden de cosas, deploro la ausencia de críticas de las comunidades eclesiales de base a la intolerancia religiosa en Oaxaca, Chiapas y Nayarit, por ejemplo, y su timidez, por decir lo menos, en las cuestiones de bioética y asuntos tan urgentes como la despenalización del aborto y la difusión de medidas preventivas contra el sida. El fundamentalismo católico y el protestante son, por distintas vías, muy antidemocráticos, aunque el poder y sus consecuencias letales son asunto del fundamentalismo católico. ¿En qué medida el Estado y la Iglesia católica han auspiciado la expansión protestante? Lo que auspicia el arraigo de la pluralidad es, por un lado, la Constitución de la República y su reconocimiento de la libertad de cultos y, por otro, la vida contemporánea y su rechazo de las exclusiones. Al Estado no le ha importado nunca la persecución a la disidencia religiosa, y si hoy, excepcionalmente se ocupa un tanto de las expulsiones en San Juan Chamula, es porque el fenómeno se da a la luz del EZLN y Chiapas, y porque, como sea, la tolerancia es un logro social. En cuanto a la contribución (involuntaria, desde luego) de la Iglesia católica, me interesaría saber por qué, luego de cinco siglos de conversión de un país, lanza audazmente la consigna de la nueva evangelización. ¿Percibe cambios en la religiosidad del pueblo de México? ¿La Iglesia católica perdió ya el monopolio de las “almas”? ¿Podría inclusive ser desplazado el guadalupanismo? Sí percibo cambios, y enormes, en la religiosidad del pueblo de México. La mera coexistencia de credos es un hecho extraordinario, y la aceptación creciente o irreversible de la diversidad, también. ¿Quién ubica hoy seriamente a los protestantes como ―herejes‖, con todo y la carga de leña acarreada para la hoguera? ¿Quién, en rigor, describiría a un no-católico como ―hijo de Satanás‖? Y observo también el fenómeno, denunciado por los obispos católicos, del ―ateísmo funcional‖ de 90% de los mexicanos. En materia religiosa, la tendencia es ser sinceros con las creencias, aunque en las clases adineradas declararse católico, y contribuir con poderosos donativos al Vaticano, es una compra del cielo de la respetabilidad y, si se puede, del cielo strictu sensu. Nadie dispone ya del ―monopolio de las almas‖. Hay, sí, un catolicismo mayoritario, y un guadalupanismo profundo que no será desplazado. Pero este guadalupanismo, aun en las zonas de máxima intolerancia, se ve obligado a convivir con otros credos. Ya hoy, lo 83
guadalupano no se sinónimo forzoso de lo mexicano, aunque sin lo guadalupano no se explica lo mexicano, sea esto lo que sea. ¿Puede decirse que en México hay un protestantismo de raigambre popular? ¿Cuáles son sus expresiones? Para empezar, recuérdense los más de cien años del protestantismo en México y el proceso de ―nacionalización‖ mediante persecuciones y desplazamientos forzosos. Se ha pagado con creces la cuota de sangre y sufrimientos. Y también, el protestantismo mexicano ha sido desde siempre popular, con todo y zonas amplias de clases medias. (El protestantismo de la gran burguesía simplemente no existe.) La mayoría de los protestantes pertenecen a comunidades que buscan equilibrar la escasez de recursos con el enriquecimiento espiritual. (En este orden de las compensaciones, el guadalupanismo tiene mecanismos muy similares.) ¿Cuáles son las señas distintivas de este protestantismo popular? Entre otras, la proclamación de la fe (―porque no me avergüenzo del Evangelio...‖), el afán proselitista, el intento de congruencia entre lo que se cree y lo que se vive, el desconocimiento de la tradición del protestantismo histórico y, hasta fechas muy recientes, el abandono del mundo, la ignorancia de la política, el santo temor a la autoridad, la impresión de vivir en el ghetto. Y algo básico: la pérdida del miedo al ridículo, uno de los grandes instrumentos de control. ¿Cuáles son los principales obstáculos para crear una verdadera cultura de la tolerancia religiosa? El peso histórico de la intolerancia, la certidumbre de la extrema derecha —hoy en auge relativo— de que salvar a México es aislarlo de la disidencia de cualquier tipo, el fastidio ante las opiniones distintas, las campañas del clero católico contras las ―sectas‖ (los ―mosquitos‖ de que habla Prigione). Todavía se acude a la estrategia que demoniza o ridiculiza, para mejor asimilarlos, a los credos minoritarios. Y todavía se habla de ―traición a la Identidad Nacional‖. Pero el obstáculo central es el rechazo a la idea y las prácticas de un país en verdad heterogéneo. ¿Cuáles son las diferencias más considerables entre el protestantismo de su infancia y el actual? La fundamental: se ha normalizado, por así decirlo, la presencia del protestantismo mexicano que ya sólo en una porción mínima de casos depende del dinero estadunidense. No obstante los esfuerzos de la jerarquía católica y de los antropólogos marxistas especializados en la pureza de la Identidad Nacional, desapareció entre los protestantes, por lo menos perceptiblemente, ese sentimiento de culpa de no ser como la mayoría. En el universo plural que vivimos, el protestantismo es ya socialmente hablando opción legítima, salvo en las zonas con cacicazgos exterminadores o clero católico muy intolerante. Y en el protestantismo, también, se han reabierto espacios intelectuales cerrados por más de 40 años; hay historiadores de la calidad de Jean-Pierre Bastian y, algo decisivo, se canjea la gloria del martirologio por la defensa de los derechos humanos, y se exploran las posibilidades de intervención cívica. (Esto, no sin las típicas presunciones demagógicas de quienes se declaran representantes del conjunto.) La intolerancia persiste, pero ya, salvo casos muy específicos, el de San Juan Chamula sobre todo, no deja las profundas huellas psíquicas de antaño. Y los avances en materia de normalización de creencias son numerosos, y sólo falta desvanecer el ridículo que siempre se le endosa a las creencias ajenas. 84
LOS PECADOS DE CARLOS MONSIVÁIS Elena Poniatowska La Jornada Semanal, 23 de febrero de 1997 www.jornada.unam.mx/1997/02/23/sem-monsivais.html Elena Poniatowska ha reunido sus entrevistas en varios volúmenes que, con justicia, llevan el título de Todo México. Ahora, encara a un evangelista de la ficción, Carlos Monsiváis, autor de Nuevo catecismo para indios remisos, crónicas del virreinato light y fábulas profanoreligiosas que logran la feliz paradoja de ser “ferozmente anacrónicas, como todo lo reciente”. Para la Santa Curia, Carlos Monsiváis debe ser algo así como la encarnación del demonio. “¡Vade retro Satanás!”, exclaman ante la sola mención de su nombre y los creyentes se acusan en el confesionario de la lectura de Por mi madre, bohemios como pecado mortal. También a los políticos se les aparece el diablo cuando Alejandro Brito los pesca in fraganti para que “la R.” los cite, despiadada. Por si las dudas, me santiguo antes de preguntarle a Monsiváis: ¿Crees en el diablo? Carlos me mira con asombro. Bueno, ¿crees en el bien y el mal? Al tiempo que esconde un tridente entre sus ropas, contesta: En el diablo nunca he creído, el diablo además no forma parte de la convicción protestante. No hay El Diablo, no hay El Infierno; son referencias bíblicas pero no, en la práctica de los creyentes, categorías doctrinarias o visiones cotidianas. ¿Jamás se te ocurrió que el diablo te diera un susto? No crecí pensando en la existencia del Diablo, algo, por lo demás, ya no causante de estremecimiento alguno en ámbitos distintos a The Omen o Rosemary’s baby. No conozco a ningún amigo mío, aun de la más estricta formación católica, que efectivamente crea en el Diablo, institución maligna monopolizada por curanderos, productores de cine y novelistas de tercera. El Diablo es un tema del gore film, no de la creencia. Mi mamá sí cree en el Diablo, bueno, cree en el bien y el mal. El bien y el mal sí me resultan hechos terribles y en los que creo de una manera específica. Desde luego, sea o no postcristiana la era en que vivimos, en el fondo aún nos rigen las separaciones drásticas entre el bien y el mal, y el pensamiento del derecho es, como se afirma con frecuencia, un pensamiento sobre el mal, aunque no abunden las reflexiones al respecto, y aunque, también, en países como el nuestro el mal suele regir en la aplicación de la justicia. Lo común es el espectáculo de los delincuentes juzgando a las víctimas, de los saqueadores explicando por qué aplican con rigor la ley. Hace unos días visité a los trabajadores de limpia de Tabasco en huelga de hambre, y ante su perseverancia, su terquedad, su creencia en la justicia, pensé en quienes rechazaban esas demandas justas, en quienes se burlan de ellos, en quienes pagan para que algunos seudoperiodistas los critiquen y los ridiculicen. No proclamo ni mucho menos la conveniencia de las huelgas de hambre como técnica infalible, pero creo que el aplastamiento de los derechos de esa gente, revalidado por el poder judicial, es una forma, menor pero efectiva, del mal. Quien se burla así de la indefensión y de la pobreza, y ejerce al mismo tiempo el derroche 85
y el saqueo, podrá estar dentro de la ley que se nos impone, pero desde el punto de vista de la ética representa el mal. La tortura ejercida contra esos seres humanos o contra animales, sea en los separos policiacos o en los rastros y las corridas de toros, me resulta también una manifestación maligna y de las más abominables. Para mí el demonio mayor es el de la guerra... Sin duda, como recientemente hemos visto en Ruanda, Sarajevo, Chechenia. También el nazismo fue desde luego una versión tremolante del mal, y nada supera en este sentido a los campos de concentración. Y el estalinismo no se queda atrás, ni en número de víctimas ni en campos de concentración. Con un agregado: el estalinismo convenció a muchísimos de que encarnaba el bien en estado puro. Hay que ver las justificaciones de Stalin de tantos militantes, entre ellos Vicente Lombardo Toledano, ahora en letras de oro en el Congreso de la Unión. ¿Ya lo ves, Carlos? Sí crees en la existencia del mal. No es fácil hablar del bien y el mal. Puedes apegarte a un esquema de categorías que se vuelven formas de la intolerancia y la represión. Sí creo que existe el bien, sí creo que existe el mal, pero sé que los consagrados profesionalmente a decir cada semana ―esto es el bien y esto es el mal‖ terminan por ser radicales de la opresión. Hablo con Carlos de Dios, del Diablo y de su forma de practicar la religión a raíz de su más reciente novedad literaria. El Nuevo catecismo para indios remisos apareció en las librerías un poco antes de la Navidad de 1996 y muchos lo compraron para llevárselo a misa de gallo, pero luego, tan sólo con abrirlo en las páginas centrales, se dieron cuenta de que era más apropiado para misas negras, aquelarres y halloweens en que el invitado de honor es el macho cabrío, la damas presentes Cruela de Vil, Morticia, la madrastra de Blancanieves, Hermelinda Linda y La Paca, y los caballeros son Frankenstein, Drácula, El Tío Cosa y Roberto Madrazo Pintado, que es el que más espanta y a quien Jesusa Rodríguez llama de cariño “El Moretón”. La primera edición del Nuevo catecismo para indios remisos, con láminas de Francisco Toledo, la hizo Siglo XXI en 1982; la segunda fue la Galería Arvil, y esta tercera, ilustrada y revisada, es una obra maestra al cuidado de Vicente Rojo que publica Era. Niño catedrático, niño sabelotodo, Monsiváis, antes que ratón de biblioteca (de la suya propia, que es vastísima) fue un niño marcado profundamente por Martín Lutero y Juan Huss. La religión que le inculcó su madre, doña Esther Monsiváis —a quien quise muchísimo, fue el protestantismo. Aunque nadie como él está más lejos de ser un fanático religioso. ¿Cuál fue tu catecismo de niño? ―De niño no tuve catecismo por no ser católica mi formación. En todo caso, habré leído alguno de esos catecismos de la Historia Patria que abundaban en las librerías de viejo. Seguramente leí resúmenes de Guillermo Prieto, y en la secundaria intenté leer el de Roa Bárcena y fracasé. Ya en preparatoria leí, no sin morbo, el del Padre Ripalda. ¿Por qué fracasaste en ese aprendizaje de los catecismos? Porque disponía de un gran equivalente, que rehúye la idea misma de catecismo, La Biblia, leída con cierta perseverancia desde que me acuerdo. Y porque había leído novelas de la formación ejemplar, The Pilgrim’s Progress (El progreso del peregrino), de John Bunyan, 86
muy importante para mí. Pero exagero. Resumiendo, la Biblia fue la madre de todos los catecismos para mí, y el antídoto. ¿Es cierto que para ti saberte los versículos de la Biblia de memoria y recitarlos era un deporte? No sé si exactamente un deporte, pero sí desde luego un gimnasio de la memoria. Me acuerdo perfectamente del terror cósmico que me invadió al leer en Tom Sawyer —estaría en quinto o sexto de primaria—, el episodio donde uno de los niños de la Sunday School se queda idiota luego de aprenderse cinco mil versículos de la Biblia. ¿No te hizo mucha gracia? Sí, pero al mismo tiempo me resultaba admonitorio. ¿Era entonces tu único deporte? No, nadaba y practicaba el atletismo por motivos seguramente derivados de las mÁximas de Benjamin Franklin. Pero la memorización me divertía, al ser un entrenamiento trasladable al plano escolar. Aún retengo muchísimos versículos de memoria y eso, en mi caso, es parte de la formación literaria; una parte estricta, porque la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera es soberbia. El Nuevo catecismo viene de allí directamente, toda proporción guardada. Bueno, ¿cuál consideras el mejor catecismo? No se necesita mucha audacia para descreer de los catecismos, Elena. Por eso nunca leí Categorías del Materialismo Dialéctico de Martha Harnecker; por eso la idea de ―No hay más ruta que la nuestra‖ siempre me pareció alucinante; por eso mi noción del ridículo se concreta en panfletos tipo Carlos Cuauhtémoc Sánchez o en las defensas a ultranza del mercado libre. Háblame de tu libro. Francisco Toledo, hombre de curiosidad inagotable, descubrió en Oaxaca un Catecismo para indios remisos, es decir, para indios renuentes a ―la verdadera religión‖, como se decía entonces. Armando Colina y Víctor Acuña compraron un juego de grabados del siglo XVIII y se lo dieron, y Toledo decidió trabajar estos temas religiosos, uniéndolos a su mitología juchiteca y poniéndole como título Nuevo catecismo para indios remisos. Me pidió nueve textos y acercándome a lo que creí el espíritu de los grabados, los hice, pero luego ya absolutamente contaminado añadí tres textos, y en una siguiente edición agregué otros diez. Y luego reescribí. Oye Carlos, ¿y tú crees en los milagros? De una manera sentimental, sí. Desde luego, me conmueven El milagro de Milán, la película de Vittorio de Sica, o El milagro en la calle 34, sobre la gran tienda y el verdadero Santa Claus que trabaja allí de ―Santaclós‖. Me conmueve de modo distinto Teorema de Pasolini, en última instancia el relato de un milagro libidinoso con todo y levitación. En el orden de la ficción sí creo en los milagros, y extiendo esa convicción a las creaciones del espíritu colectivo, que parecen milagrosas‖.
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¿Te consideras un hombre religioso? ¿Qué te digo? Ni doctrinaria ni programáticamente religioso, pero en mis vínculos con la idea de justicia social, en mi apreciación de la música y de la literatura, y en mis reacciones ante la intolerancia, supongo que hay un fondo religioso. Ahora, tampoco me gusta describirme como una persona religiosa, porque la mayor parte de las veces se asocia lo religioso con el cumplimiento de una doctrina muy específica y no es mi caso, pero si lo religioso se extiende y tiene que ver con una visión del mundo, con los deberes sociales, con el sentido de trascendencia, pues sí sería religioso... Ahora que te lo dije me sentí en falta, porque ya lo que sigue es mi autocandidatura a la canonización y allí sí me detengo. ¿Nuevo catecismo para indios remisos es un libro de ficción? Sí. Es un intento de glosar, de llevar a su consecuencia extrema la lógica de las supersticiones. En la Nueva España, por el modo en que se implantó la fe y por esa lenta asimilación de una creencia nueva en un medio tan salvajemente sometido, se produjo una cantidad enorme de supercherías, en sí mismas manicomiales. Y me atrajo la idea de llevar a sus consecuencias a fin de cuentas previsibles lo ya concebido desde la más vigorosa fantasía. Sé que es imposible contender con la fantasía desprendida de las creencias religiosas o equipararse a ella, pero el intento me absorbió un tiempo. ¿Será este tu único libro de ficción? No tengo idea. Apenas ahora estoy aprendiendo a domesticar mis fervores pararreligiosos. ¿Tú piensas que México es un país de remisos? No sólo yo lo pienso, con otro énfasis también lo piensan los obispos, que consideran a México un país de analfabetismo religioso y ateísmo funcional. Pero en lo tocante a remiso, en el sentido de renuente... hay una renuencia a considerar ―humanizable‖ la política, hay una renuencia gubernamental a aceptar la democracia, hay renuencia de muchos sectores a aceptar formas de convivencia civilizada. Es un país que se ha ido armando en el juego de las renuencias y en los enfrentamientos entre lo impune y lo civilizado. ¿Qué opinas de las demandas cada vez más agresivas de la Iglesia católica, que ahora participa abiertamente en política? Es importante que los sacerdotes, los obispos, los cardenales, den su punto de vista sobre lo que está pasando. Diversifica, matiza el panorama y están en su pleno derecho. Ahora bien, lo que dicen la mayor parte de las veces me resulta triste por los conocimientos políticos que exhiben, y por el proyecto de avasallamiento. No acepto, desde luego, la pretensión de la educación religiosa en las escuelas públicas, somos una sociedad laica y debemos seguir siéndolo. No acepto su oposición tajante, cada vez más vigorosa, al control natal que ahora llaman ―supresión natal‖, porque entre los requisitos de la sobrevivencia nacional incluyo al control demográfico, y oponerse a éste en nombre de una justicia inmanente que le dará de comer a todos los niños que nazcan y les permitirá educación, desarrollo y posibilidades de empleo, es simplemente un disparate. No acepto los sojuzgamientos del cuerpo y apoyo la despenalización del aborto y las grandes campañas preventivas en el caso del SIDA y del uso del condón, y también estoy a favor de eliminar las presiones psicológicas, culturales y moraloides en contra de las minorías que legítimamente ejercen su derecho. 88
Carlos, tu Catecismo critica a la religión católica, ¿harías lo mismo con el protestantismo? No critica a la religión católica. No pasa por la fe, pasa por el lado de la locura extendida en algunas creencias. En lo tocante a la religión, el pasmo es tan inmenso que me impide pronunciamientos, pero los desafueros a nombre de esas creencias me han resultado desde niño muy divertidos, y me propuse atender ese mundo no tan marginal, pero nunca central, de las creencias católicas en México y examinarlo a la luz de la sátira. En cuanto al protestantismo, el tipo de supersticiones que ha provocado es distinto al católico, pero no por ello deja de parecerme divertido. Lo que pasa es que me llevaría más tiempo, y no sé si hay el conocimiento suficiente de estos prejuicios para que el resultado no fuese una querella de gueto. Tú tienes bases suficientes para hacer un ensayo muy extenso sobre la religión, pero hasta hoy siempre has tocado el tema con humor, ¿por qué? Porque no soy teólogo. Hasta ahora mi registro de la religión ha sido a través de la literatura y del rechazo a la intolerancia. ¿Cómo recibe México, un país tan tradicionalista, tu Catecismo? México, ese concepto tan amplio, no ha recibido casi ningún libro. Son muy contados los libros de alcance nacional, entre ellos El laberinto de la soledad, Pedro Páramo, El llano en llamas, Los de abajo, La sombra del caudillo, La muerte de Artemio Cruz, Recuento de poemas, La noche de Tlatelolco, Como agua para chocolate. En general México no recibe libros. Hay sectores del país que leen y ya. En cuanto al Nuevo Catecismo, entre los pocos que lo vieron la primera vez, el libro hasta cierto punto desconcertó y hubo críticas fulminantes. Ahora no sé, es un libro que me interesa pero si alcanza a un público no será por la vía del bestseller. ¿Por qué no? ―No me hagas preguntas que fomenten mi tendencia autocrítica. No tiene las virtudes de una novela, es una propuesta literaria de otro orden‖. ¿Tú sientes que en este Catecismo has trabajado más que en ninguna otra ocasión, sobre todo en la escritura? Sí, desde luego. Ahora, si me dejas aislada una fase como ―el pánico lo envolvió como las yerbas al rocío‖, delatas mi cursilería pavorosa. Debe situarse en un contexto satírico para allí localizar el juego verbal, porque no soy yo el que dice esa frase o el que la concibe, sino un personaje dominado por la retórica. En el Nuevo catecismo la retórica viene a ser el equivalente de las fuerzas malignas. No hay posesión satánica, hay posesión retórica. Éste es el juego, si no sería yo simplemente un cursi y la idea me aterra como si se tratase del infierno textual.
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LA FE DE MONSIVÁIS http://navegandoporlafe.blogspot.com/2009/12/la-fe-de-monsivais.html. Carlos Monsiváis es uno de los intelectuales más importantes del México contemporáneo. Ha sido lo mismo escritor, periodista, crítico literario y defensor de derechos humanos de minorías. Entre su obra literaria destacan libros de crónicas con alta influencia en el medio periodístico de México y Latinoamérica: Entrada libre, Amor perdido, Los rituales del caos. Otro de los libros clave para entender su visión política, social y religiosa es el Nuevo catecismo para indios remisos, una obra compuesta de fábulas donde el autor hace diatriba de la superstición y la desinformación alentada por el clericalismo. Monsiváis accedió a platicar con nosotros en vísperas de un proyecto que no se materializó como tal, pero que ahora resurge llamándose, ―Navegando por la Fe‖ y que ahora el lector tiene frente a sus ojos. Esta entrevista fue concedida hace seis años. Situándonos en contexto: México era gobernado por Vicente Fox, el llamado gobierno ―de transición‖ llevaba 3 años. En algunos lugares del país había tensión social por motivos religiosos (como ahora), algunas denominaciones evangélicas tradicionales vivían (o viven) pugnas en su interior por motivos de liturgia. Era otro México, aunque no tanto; eran otros evangélicos, aunque no tanto. Carlos Monsiváis mostró su lado religioso y abordamos otros temas orbitantes como intolerancia religiosa, actitud cívica de los creyentes, la intolerancia religiosa dentro del neozapatismo liderado por el Subcomandante Marcos y la reivindicación de Benito Juárez, entre otras . Sin más, dejamos la conversación a consideración del lector. Háblenos de sus orígenes evangélicos, como su experiencia en las clases infantiles. Yo vengo a ser un caso —ya a estas alturas— un tanto infrecuente porque yo ya soy cuarta generación de protestantes. Mi bisabuelo se convierte en Zacatecas al protestantismo, se hace presbiteriano, y eso obliga a la familia a salir de Zacatecas por la hostilidad. Llegan a la Ciudad de México, mi bisabuelo y mi abuelo. Mi bisabuelo es soldado liberal, y ahí como soldado por una razón que nunca me fue explicada, se convierte al protestantismo. Mi abuelo posiblemente intentó ser pastor o algo así, pero no supe yo con exactitud. Cuando nací ya quedaba viuda mi abuela. Mi abuela daba clase de escuela dominical. Con mi familia paterna no tuve tratos, el divorcio fue por cuestiones religiosas; realmente no tuve el menor trato. Ahora ya hay una sexta generación en mi familia. Eso sí es extraño. ¿Y prevalece la fe? ¿Ha perdurado el protestantismo? Sí. Entonces no fue el descubrimiento de la fe, ya tenía una implantación. Entonces para mí, como niño, el libro básico fue la Biblia y la historia de la reforma, otra cosa que no era muy común. Leía en la primaria de Lutero, de Zwinglio, de Calvino, del Almirante Coligny. La noche de San Bartolomé es un acontecimiento para mí muy significativo. Crecí en una atmósfera bíblica, por un lado; por otro de anticlericalismo católico muy fuerte. Que ha ido cambiando, desde luego, ahora es más fuerte. Y mi experiencia. Mi familia se escindió religiosamente; un tío se hizo cuáquero, yo fui algunas veces a la Fraternidad de Reconciliación y Paz, la escuela dominical a partir de quince o 16 años la tomé en Gante con Gonzalo Báez- Camargo. Fue una experiencia, digamos, multidenominacional. Me interesaba más que todo la Biblia, la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, y me leí, 91
aunque de plano ahorita no recuerdo una palabra, La Institución de la vida [religión] cristiana, en la traducción de Cipriano de Valera. Sigo considerando que la presencia literaria más fuerte en mi vida es la Biblia en la versión Reina-Valera. La inquietud intelectual y su formación bíblica, protestante, ¿están ligadas? ¿Si no hubiera sido protestante no sería lo que es ahora? Es imposible saberlo. No tengo respuesta. Lo que yo te digo es que mi idea del idioma no existiría sin la Biblia en esa versión. A los 7 u 8 años, poder decir ―los cielos cuentan la gloria de Dios, y la expansión denuncia la obra de sus manos; el un día emite palabra al otro día, y la una noche a la otra noche declara sabiduría, no es dicho ni palabra ni es siempre oída su voz‖, ya eso te marca y aquí la memorización de versículos tuvo una influencia absolutamente determinante en mi vida. Ha habido eso que los pastores llaman el enfriamiento, el distanciamiento del creyente con la grey, con “el fogón”, ¿cómo se siente en ese sentido? Con la institución. Mi frecuentación de la música y de la lectura bíblica no ha variado en lo mínimo, ni ha variado mi interés por la defensa de los derechos humanos. Lo que sucede es que los sermones pueden llegar a ser tan pavorosamente aburridos y pueriles que... más bien me enfrío con los sermones. De la misma manera en que evoluciona la sociedad, los cambios al interior de las iglesias evangélicas se están dando en cuanto a la doctrina y la liturgia ¿cree que estos cambios son para bien? Bueno el protestantismo ha sido libre en materia de liturgia. Cada denominación elige la que le parece que reproduce el sentido bíblico. Desde ahí hay la flexibilidad de lo múltiple. Y en la flexibilidad de lo múltiple yo creo que esos cambios son para bien. Yo puedo lamentar personalmente la renuncia de un himnario en el que crecí, pero entiendo perfectamente la necesidad de los cambios. A mí me tocaron todavía las traducciones que hacía don Vicente Mendoza de los himnos clásicos, ―On the Garden‖ que era ―A solas al huerto yo voy / cuando duerme aún la floresta / y en quietud y paz con Jesús estoy‖, o el gran himno con la música de Alfred Sullivan... ―Firmes y adelante huestes de la fe / sin temor alguno que Jesús nos ve.‖ Y ahora vemos la presencia muy fuerte del gospel, y de un gospel chicano que a mí particularmente no me hace muy feliz. Estos cambios crean pugna sobre todo por quienes piensan que esos himnos tienen una gran riqueza lírica, y musical también... ...y además una carga que te liga con muchas generaciones. Ahí si es la tradición... condensaron la manera que otros abordaron esos himnos y los convirtieron en parte de su vida, y es un lazo de continuidad que sería absurdo perder. Pero hay quien los quiere perder o no les está dejando el lugar que les corresponde. Bueno eso es generacional. Yo no hago querella al respecto, pero pienso, por ejemplo en la himnología navideña, ¿cómo perderla? ―Oh Santísimo Felicísimo‖...
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...venid fieles todos. Que ese es el único de tradición católica incorporado, ―Adeste fideles‖. ―Siempre pueden las zorras sus cuevas tener y las aves sus nidos también...‖ “Greensleves... ¿qué niño es este dormido aquí?” ―What Child is this?‖. Esto crea disensos... está el llamado carismatismo Pero lo carismático es el setenta por ciento. Dices carismático, y dices pentecostal, y dices ¡las multitudes! Toda la renovación protestante viene de los carismáticos. Y los carismáticos si han conservado parte del himnario. No lo han perdido. Lo han ido perdiendo las congregaciones en la frontera por la extraordinaria influencia de las comunidades protestantes chicanas, y lo han perdido también en los lugares donde se improvisan los pastores e improvisan un himnario. No sé si todavía se canta ―Ando con cristo‖, ―En sombras o en luz, yo estoy con Jesús‖. El problema de la liturgia entre ortodoxos y heterodoxos —por así decirlo— es el lugar que le da el carismatismo al emocionalismo. Eso no es nada nuevo. Las primeras congregaciones pentecostales empiezan en la década de 1920, entonces no estás hablando de novedad alguna. Aun con ese carácter emocional, las Asambleas de Dios, por ejemplo, han conservado el himnario, las versiones de Vicente Mendoza, y cantan Firmes y Adelante. Yo creo que el punto a debatir es melódico más que otra cosa. Si esas melodías, Noche de paz es siglo 18, por ejemplo; o Amazing Grace, ―Maravillosa Gracia‖ es mitades del siglo 19... ...o más para atrás, “Castillo Fuerte es nuestro Dios” que es de Lutero... ...sí, o lo que se atribuye a Lutero, ―Escucha mi niño te voy a contar / la historia más dulce que hubiera jamás / quisiera en tu almita esta historia grabar / la historia que el tiempo dará más y más...‖ Pero constituye la piedra de toque de la emoción perdurable que es la emoción familiar. Esto no es un sentimiento conservador, sino una idea de las generaciones que han perseverado en la disidencia. Hay pugna ente quien lo conserva, le apuesta al piano y al órgano estrictamente, y entre quien busca nuevas formas de expresión... Ahí si cada quien. Yo creo que renunciar al órgano es renunciar a la solemnidad en su mejor expresión, pero si no hay órgano, con lo que haya. ¿Esta pugna distrae al evangélico de proveer de las respuestas esenciales a la sociedad? No, yo creo que si los distrae es que realmente están sustentados en la nada. Además piensa que en este momento el 70 por ciento de los protestantes mexicanos son inconversos. Esa es otra situación. Yo dudo que haya gente que como en mi caso pertenezca a una cuarta generación. No hay muchos ¿no? En los sectores evangélicos tradicionales; denominaciones como la metodista, la bautista, presbiteriana, aquí en Monterrey -y tal vez en otros lugares de la república- hay arraigo, todavía liberal, juarista, e incluso priísta. ¿Esto ahora tiene algún sentido? 93
Lo priísta no. Liberal y juarista mucho. Si están resucitando a Miramón, si están resucitando a Iturbide, a Pelagio Labastida y Dávalos, ¿Por qué no creer que Juárez tuvo razón y permitió un país moderno, y que creó una conciencia de las libertades, y permitió que el país evolucionara como no sucedió en otros de América Latina? Por ejemplo Argentina donde todavía lo diverso es cuestión de debate, o Colombia que sigue dedicado a cómo nació en el Sagrado Corazón de Jesús. Me parece que lo que se le debe a Juárez es inmenso; reivindicarlo es tarea de primer orden. Ahora, el priísmo es simplemente una aberración. Todavía hubo bautistas y presbiterianos que le apostaron a Labastida, pero porque todavía confiaban en ese PRI que alguna vez fue juarista... Y porque el PRI de cualquier modo era un escudo contra lo que representaba el clericalismo del PAN, pero no es aceptable el PRI. ¿Qué opción política se adapta a las necesidades cívicas del evangélico? La que cada quien decida. Yo creo que al respecto lo más terrible es indicar. Lo que llaman ―tirar línea‖ es simplemente destructivo. Cada quien hace su propia opción y la consigue. Creo que la primera opción política de los evangélicos, esa sí irrenunciable, es la defensa de los derechos humanos. En eso yo soy obsesivo. Si no se defienden los derechos humanos no tiene sentido tampoco continuar con las congregaciones. Así de simple. Un cristianismo que excluye la defensa de los derechos humanos se vuelve únicamente ritual. Eso lo demostró mejor que nadie Martin Luther King. ¿Cuál es la vía del evangélico contra la intolerancia? Los mormones intentaron construir un templo en San Pedro y se los impidieron. Los mormones, por evitarse problemas, decidieron construirlo en la carretera. Resurge el caso; una editorialista de Monterrey, Rosaura Barahona, mencionó el rumor de que los mormones “se la cobraron” contra la ultraderecha de aquí. Según referencias, Alfonso Romo fue el principal promotor de la cruzada en contra de ese templo. Los mormones en E.U. boicotearon la semilla de su grupo industrial, porque ellos controlan los gremios granjeros de ese país... Tampoco es tan así. Hasta donde sé, arguyeron que no cumplían las reglas, y que tenían problemas, por los transgénicos. Eso fue por muchos de los grupos ecológicos. Más que todo fue DuPont y Monsanto. He visto documentos. Seguramente los mormones tuvieron algo que ver, pero fundamentalmente fueron Monsanto y DuPont; y que yo sepa no son mormones. ¿Cuál sería la vía? Creo que la defensa de los derechos humanos y civiles, es tan importante que subordina a todo; y una defensa de los derechos humanos y civiles que se acompaña de la revancha ya está perdida. El ejemplo es Martin Luther King, Gandhi... Bueno, Gandhi es el ejemplo supremo. Ha mencionado un reclamo contra Marcos sobre la ausencia de la cuestión religiosa en su agenda... Yo le dije —y lo he escrito dos veces— que en sus catálogos el protestante no existe, y que la persecución religiosa en Chiapas no le ha merecido una línea, y de él no he obtenido respuesta 94
en ese sentido. Me parece que el que haya llegado por primera vez un protestante al gobierno de un estado, Pablo Salazar, que es presbiteriano, es un buen indicio. ¿A qué atribuye el que Marcos omita en su agenda la persecución religiosa? Al número muy importante de catequistas en el EZLN, al sector intolerante que tiene. ¿Vislumbra a mediano, o largo plazo un presidente protestante en México? A mediano plazo; a corto plazo, imposible. Porque tiene que vencerse la intolerancia que es lo que está rigiendo al país en este momento, en que sienten que han ganado para siempre, y es la oportunidad de vengarse de Juárez. Por eso no considero que la revancha no tiene ningún sentido político al ver cómo los jerarcas católicos y el Partido Acción Nacional insisten en vengarse de Juárez como si esto fuera posible. Ellos creerían por fin en la resurrección si pudieran sacar a Juárez, y meterlo a Almoloya. Hay evangélicos como funcionarios públicos en el PAN... ¿Hay cabida en la derecha para el evangélico? Yo pienso que no, y soy un tanto categórico. Rice que fue diputado del PAN y alcalde de Mazatlán, renunció al PAN cuando Fox enarboló la Virgen de Guadalupe. Me parece que es un ejemplo contundente. El otro ejemplo es el que era candidato a alcalde de Tlalnepantla, protestante, que en cuanto se enteró la jerarquía bloqueó la iniciativa, y el PAN le retiró la candidatura. Hace seis años. ¿Entonces el PAN su naturaleza es antiprotestante? ¿Qué dicen estos ejemplos? El PAN es homogéneo en el sentido católico, homogéneo en cuanto a la intolerancia, y homogéneo en la idea de devolvernos a un México que nunca existió. ¿A qué se atribuye el “voto suicida” de muchos evangélicos por la derecha y por Vicente Fox el 2 de julio de 2000? Sentían que no había otra opción. No me parece tampoco suicida, yo creo que si debía salir el PRI, que siguieran votando por el PAN me parecería autodestructivo a unos niveles inconcebibles, pero hay que construir o pensar en opciones, porque sin alternativas a lo que se lleva es a la anulación del voto. Yo prefiero que anulen mi voto a votar por el PAN, eso desde luego. ¿Quiénes son los responsables del liderazgo disidente en el pueblo evangélico mexicano? ¿Los pastores? En cierta parte, pero no hay el grado de compromiso que tenían los pastores del Sur. No hay un Martin Luther King visible, aunque para mi sorpresa han empezado a interesarse en los derechos humanos. Yo vengo insistiendo –no sólo yo, sino varios-, hemos venido insistiendo en eso desde hace años, y por primera vez estoy leyendo respuestas. Me parece que si no hay un compromiso con los derechos humanos se abandona a comunidades perseguidas del modo más vil y abyecto. Como creyente, ¿cree válida la opción de un partido político evangélico en México, como se da en ciertas partes de Centroamérica?
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No. Hay un grupo que me parece gente moralmente solvente, agradable, digna de estima, que está intentándolo. Me da mucho gusto ese despertar político pero no creo en un partido. Creo que además es contraproducente y termina siendo autodestructivo. ¿Por qué? Porque me parece que tiene mucho sentido defender los derechos humanos, trabajar en ONG‘s, pero buscar el poder desde una posición religiosa es viciar la posición religiosa, y viciar las relaciones con el poder. A eso me opongo. Respetando mucho a estos compañeros, y teniendo de ellos muy buena idea; pero se los he planteado. ¿”Mi reino no es de este mundo”; parafraseado, “no me usen como excusa para llegar al poder, porque luego se desvirtúa todo lo demás”? A la transición a la democracia lo que es a la transición a la democracia. Contestó a Proceso en una entrevista de hace aproximadamente 5 años, que no asociaba en lo mínimo la apertura democrática, con la apertura religiosa. ¿Hoy piensa igual? Creo que la apertura democrática es también apertura a todas las posibilidades religiosas. No recuerdo en qué sentido lo dije pero desde luego yo creo que una apertura democrática es un enlace con la diversidad que es necesariamente un reconocimiento de la validez de todas las opciones religiosas en la medida en que la gente las adopta porque es su convicción y porque es su derecho. Si bien el ecumenismo incubó en el pensamiento protestante europeo, y arrancó como movimiento interreligioso tras el Concilio Vaticano II con Juan XXIII, el pensamiento lo traían teólogos protestantes. ¿Tiene sentido bíblico el ecumenismo como tal? ¿Tiene sentido práctico aquí en México dadas las condiciones de intolerancia? No le veo el menor sentido al ecumenismo. Se planteó, sobre todo, bajo el influjo de la teología de la liberación como una manera de un grupo de pastores radicalizados hacia la izquierda de encontrar el enlace con las Comunidades Eclesiales de Base. Me parece que fue un disparate. Porque el catolicismo mexicano tal y como lo predican y ejercen sus líderes es intolerante, se niega al ecumenismo, y sólo habla de las iglesias históricas en la medida en que se convencen de que no tienen aumento demográfico. Es feroz su oposición a los protestantes que no están clasificados como incapaces de gran desarrollo demográfico. El que el señor nuncio Prigione haya dicho que las sectas son como las moscas que hay que matarlas a periodicazos, es una prueba de una intolerancia llevada al extremo. Eso no ha cambiado. El señor Cardenal de Guadalajara, Juan Sandoval Iñiguez dijo, textualmente, ―Se necesita no tener madre para ser protestante‖ ¿De qué ecumenismo se nos está hablando? Creo que lo que importa es el respeto a la diversidad, el multiculturalismo al que tenemos acceso. Y mientras haya esa intransigencia tal y como lo ejemplifica mejor que nadie el Papa Juan Pablo II, hablar del ecumenismo es hablar de una rendición que, por otra parte, sólo merece de la mayoría católica puntapiés. Pensar en el ecumenismo cuando hay una burocracia de seis millones de personas, que es la que maneja la iglesia católica, es suponer que esa burocracia está dispuesta a alianzas o a entendimientos o a actitudes de tolerancia, cuando una burocracia no tiene esos respiraderos; una burocracia procede implacablemente porque está en su naturaleza actuar así. Yo no sé de que me hablan cuando me dicen ecumenismo. Por otra parte es un término que ya no he oído. Me parece que la actitud de los jerarcas católicos ha sido suficientemente 96
elocuente, para que a nadie se le ocurra ir a buscarlos. Los judíos han hecho críticas muy pertinentes; los ortodoxos griegos también, desde luego. Ya no veo más que de pronto un obispo anglicano que va a desayunar con Monseñor Norberto Rivera. Pero reducir el ecumenismo a desayunar con Norberto Rivera es dejarlo quizá en su justo nivel. Hay quien habla, no expresa sino tácitamente, de un “estado ecuménico”, no de un estado laico. ¿Los jerarcas pretenden que todas las religiones “entren al pastel” tal vez para predominar en su calidad de mayoría...? ¡No, no, no! ¡Los estás juzgando muy benévolamente! Porque de modo explícito en el encuentro de los obispos católicos dicen, ―no todas las religiones merecen un mismo trato‖; eso es explícito, no es hipócrita. Dicen, ―lo laico tiene que ser definido en función de las necesidades religiosas del pueblo; el pueblo es católico, por tanto lo laico tiene que ser definido en función del catolicismo que es mayoritario, y por lo mismo, el estado no puede tratar a todas las religiones como si fueran iguales, ignorando...‖, no estoy citando de memoria, pero es el sentido, ―...la densidad demográfica, el grado de arraigo histórico, y el papel en la tradición‖. Es como decir ―váyanse...‖ no hay otra manera de interpretarlo. Lo que están diciendo es, ―laico sí; pero laico en nuestros términos: con educación religiosa en las escuelas públicas, y con nulo reconocimiento del estado a todas las religiones que no sean católicas‖. Me parece de un ambicioso, y de un intolerante absolutamente primordial. ¿Cómo interpretar la confesionalidad tan manifiesta del Presidente Fox, luego su matrimonio civil dando una relativa cachetada, al menos a sectores conservadores que creyeron en él? ¿Esto es sintomático de qué? Sintomático de que el presidente no tiene una cultura teológica, de que el presidente no cree en la tolerancia, de que el presidente está convencido de ser un cruzado de la fe, y sobretodo que el presidente no es un pragmático, tanto se ha insistido en que es un pragmático que a lo mejor algunos lo creen; estoy convencido de que no: es un dogmático, y como dogmático le parece que lo único que prevalece es aquello que lo llevó al poder, que es el catolicismo intransigente. Ése que considera que él es un producto de la relación entre la mercadotecnia y la fe; entre la mercadología, y la Virgen de Guadalupe. Así ha procedido; y en este sentido no se le puede dar el beneficio de la duda, porque es un dogmático. Mi crítica a él, que al parecer le molestó especialmente porque en su campaña la destacó: salí como un villano creyendo que él quiere que volvamos a la teocracia. Mi crítica a él es que si creo que tenga una mentalidad en el fondo teocrática, pero cuando digo teocrática tengo que, de alguna manera, contradecirme porque no creo que él maneje bien los conceptos, localice muy bien lo que es la teocracia, y tenga una fundamentación teológica mínimamente admisible para sus términos. Lo que sí creo es que él piensa que sólo hay una fe, una concepción de la nacionalidad, una manera de ejercerse en la vida, y ese dogmatismo unívoco a lo que lleva necesariamente es a favorecer, queriéndolo o no, las formas de intolerancia. La resistencia civil de Gandhi y de Martin Luther King, fueron el mejor ejemplo de lucha de derechos humanos, ¿es la opción ahora para el pueblo evangélico de México? Por lo menos, yo diría que la opción inmediata es informarse y apoyar. No hay resistencia civil sin la capacidad de informarse. Lo de Ixmiquilpan y lo de todos los lugares en Oaxaca, en Chiapas, en el Estado de México, en el Estado de Hidalgo, de intolerancia religiosa, ni siquiera han merecido de la comunidad evangélica que se entere. Eso no puede ser. La desinformación 97
es una manera —aquí si tengo que usar la palabra— de impiedad, de falta de solidaridad; alguien que no se informa, no se solidariza con sus semejantes, y tiene entonces de la fe, una noción lejana y a veces muy banal. ¿Valdría una práctica “ecuménica” con las otras religiones que ha mencionado como “paraprotestantes” en aras de los derechos humanos? Si, estoy convencido que sí. Ahí no puedes discriminar. La mera pregunta me parece de más. Lo que tienes que hacer es defender los derechos humanos con quien sea... ...¿con los mormones y con los Testigos? ¿Si hay necesidad de marchar con ellos de aquí al Zócalo de la Ciudad de México? Marcho. Yo no tengo una muy alta idea de los Testigos de Jehová, tengo que ser sincero. Su dogmatismo me escalofría, y algunas prácticas suyas no las concibo por premodernas, en relación a la sanidad divina, etcétera. Pero en materia de defender sus derechos estoy convencido: hay que hacerlo. Ellos no quieren participar en defensa de los derechos humanos. Los mormones es otra cosa. Los Testigos de Jehová son de un aislacionismo ideológico y religioso muy manifiesto, pero yo llevo tiempo defendiendo los derechos de los niños de los Testigos a estar en las escuelas primarias, y creo que es nuestra obligación. ¿El México de Los disidentes, de Jean Pierre Bastian es el mismo México de los disidentes que pretendamos ser ahora? No. Tiene que ver con mi tradición, pero no con la tradición de la mayoría. El México de ahora es ideológico sin saberlo. Sigue siendo ideológico, pero ya no hay la conciencia de lo ideológico; y el registro involuntario de lo ideológico aun siéndolo, permite todas las debilidades y contradicciones concebibles.
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II. LECTURAS Y AUTORES LECTURA Y GLOBALIZACIÓN: ELOGIO (INNECESARIO) DE LOS LIBROS Número, núm. 41. http://revistanumero.com/41/41lect.htm Uno de los más importantes intelectuales mexicanos, el escritor Carlos Monsiváis, regresa a las páginas de Número con este texto sobre los libros y la lectura que leyó en la instalación del 6º Congreso Nacional de Lectura, dedicado este año al tema “Lectura para construir nación”, organizado por Fundalectura. Se publica con autorización de Fundalectura y del autor. En relación con la lectura en el siglo XXI latinoamericano, los agoreros podrían fallar y acertar a la vez. En conjunto se lee menos, y la lectura dista de ocupar el sitio real y mitológico de otro tiempo, donde las resonancias de los libros eran inmensas, así sólo la minoría leyera de modo regular. Ahora el costo de los libros los aleja con frecuencia de los estudiantes de la enseñanza pública (en el ámbito de la enseñanza privada, lo inaccesible suele provenir del desinterés, pues allí la posesión se valora muy por encima del conocimiento). Así mismo, no se dispone de un sistema de información bibliográfica que oriente y ahorre esfuerzos (más del 90% de los libros carecen de una recepción mínimamente adecuada); disminuye, por razones de la cultura de masas, el valor atribuido a la lectura; no procede, con la rapidez debida, la actualización tecnológica, y así sucesivamente. ¿Cómo afecta la globalización los procesos de lectura? Es muy pronto para decirlo y el asunto es de tal vastedad que sólo un insensato titularía una ponencia ―Lectura y globalización‖. Sin embargo, aventuro un bosquejo del tema:
Se perfeccionan o, si se quiere, se vuelven casi inapelables procesos ya advertibles desde hace décadas; el primero, el avasallamiento de las industrias culturales de Norteamérica, que en materia de lectura imponen (proponer sería un verbo de enorme modestia) dos grandes zonas del consumo: los best-sellers (a tal punto identificados con los viajes, que si uno está en casa de cualquier modo se abrocha el cinturón de seguridad) y la literatura de autoayuda o superación personal. Internet obliga a un mucho mayor ejercicio de la lectura, así sea fragmentaria y opuesta a las prácticas antiguas de concentración, y también distribuye un cúmulo informativo desconocido y abrumador. Por ejemplo, lo que hoy los interesados en el mundo entero conocen sobre Leonardo da Vinci, el Opus Dei, los templarios, las sectas católicas, etcétera, se debe al éxito de El código Da Vinci, que remite a internet. El lector se considera cada vez más representante de los lectores, debido al proceso que a todos, en algún nivel, nos vuelve emblemáticos de lo global. Falta poco para escuchar en las reuniones: ―¡Qué global te viste!‖ o ―De veras, no tenía idea de que fueras tan local‖. Las industrias editoriales, por fuerza, tienden a integrarse a grandes holdings, y el gran mérito de las editoriales pequeñas es y será convertir su resistencia en una alternativa institucional. Se unifican de modo constante las visiones educativas y se globaliza el proceso de la enseñanza superior. Eso no elimina las distancias históricas entre metrópolis y tercer 99
mundo, pero sí las aclara y, por así decirlo, quebranta las nociones deterministas. Las carencias científicas y tecnológicas no describen mentalidad alguna, sino procesos del imperio, y la falta de proyectos y de posibilidades en las naciones sujetas a su hegemonía o, mejor, dependientes de sus ritos de pobreza. El universo de la imagen, la iconosfera, desplaza en la vida colectiva al universo del libro. Y a esta pérdida de centralidad me refiero en las notas siguientes. * Gracias a la lectura, cada persona se multiplica a lo largo del día. El impulso del personaje de un relato, de una atmósfera literaria, de un poema, renueva y vigoriza las opiniones morales y políticas, vuelve por una hora un poeta o un narrador al que complementa con imaginación lo leído, ayuda a situarse ante el horizonte científico o social, vigoriza el sentido idiomático. Así sea a contracorriente de algunos textos, la lectura es el ingreso a la racionalidad, la fantasía, la grandeza de los idiomas, el don de extraer universos de la combinación de las palabras. Lo afirma Borges, que ya lo dijo todo con tal de volvernos su sistema de ecos: «No vivo para leer, leo para vivir». * ¿Ha disminuido el hábito de la lectura? Tal vez sí, y uso el tal vez porque según mi experiencia, antes tampoco se leía mucho. Y el analfabetismo funcional se expande por razones diversas, que incluyen la falta de hábito social y familiar de la lectura, el desinterés de los gobiernos, la ausencia en la educación básica de la recomendación de libros, la decisión (involuntaria) de considerar bibliotecas y librerías espacios hostiles y extraños (en México, en 2001, el director del Instituto Nacional de la Juventud declaró que el aumento del 15% del IVA a los libros serviría, ya reconvertido ese dinero en bibliotecas, «¡para que ningún joven tenga que entrar a una librería!»). Y la causa mayor es la competencia abrumadora de la iconosfera, del universo de imágenes. Con todo, se sigue leyendo porque sin el aprendizaje del lenguaje y sus recursos en distintos niveles, no existe la articulación social. * Muy poco se consigue si se quiere obligar a la lectura a las personas o a las comunidades. Sí hay tal cosa, como la vocación lectora y los estímulos, y las incitaciones al libro algo consiguen, pero no milagros, en el estilo de ―Una mañana Gregorio Samsa despertó y comprobó que había leído de principio a fin la Encyclopedia Britannica”. Se pueden multiplicar las ofertas y el acceso a los libros, pero los grandes lectores, los lectores profesionales, por así decirlo, seguirán siendo minoría. Por lo demás, se modifica el acercamiento a la lectura. El libro ya no es un signo irrestricto de autoridad, no en Latinoamérica, desde luego, donde si alguien quería leer la Biblia requería hasta hace medio siglo los ―intérpretes calificados‖, que evitaban los ―extravíos‖. La cultura fílmica es hoy otra ruta formativa y lo visual se propone como la vía mayoritaria. Sin embargo, nada remplaza ni puede remplazar a la lectura en lo tocante a la comprensión de la historia, la sociedad y los seres humanos, a la estructuración lógica del conocimiento y al simple hecho de la comunicación inteligible. 100
* A la pregunta del aporte de los libros a los niños y los jóvenes, la respuesta obligada debe ser: «Que cada uno responda». No conozco otra mejor. La persona que se entusiasma ante un libro está al tanto de uno de los aportes de la lectura y no necesita más explicaciones. Por unas horas, esas páginas le modificaron la vida y lo hicieron distinto. ¿Qué más se quiere que la pérdida legítima de identidad durante un tiempo de hechizamiento? Si uno al leer no es otro y no es otros, no es nadie. * ¿Humaniza la lectura? La pregunta es una trampa heredada del tiempo de la superioridad indiscutible de los letrados y, de manera más enfática, del clasismo de las élites, que se burlan de los analfabetos porque éstos no logran, como sí lo consiguen quienes los desprecian, renunciar al placer de la lectura. Y si los que se abstienen no se deshumanizan, los lectores tampoco se humanizan por el mero hecho de serlo, porque la ventaja de frecuentar lo impreso no consiste en la superioridad sobre los demás (imposible de obtener por un mero ejercicio óptico), sino en el cambio interno; en la certeza de que uno ha sido mejor que de costumbre mientras lee, y volverá a remontar algunas de sus limitaciones cuando recuerde lo leído. Así por ejemplo, en materia de clásicos —de El Quijote a Cien años de soledad, de la Divina Comedia a Residencia en la tierra— sólo sus frecuentadores están al tanto de lo que se habrían perdido de no hacerlo. Y allí radica su gran ventaja: en la celebración del tiempo ganado. Ejemplifico de mala manera las maniobras de la superioridad instantánea de quienes dicen leer sobre quienes manifiestamente no lo hacen. En 2001 el presidente de México, Vicente Fox, fue al Segundo Congreso de la Lengua en Valladolid, España. Al leer su discurso habló del gran escritor José Luis Borgues. El mundo ilustrado le cayó encima y aún persiste la burla, originada en un 99% entre personas que jamás han leído a Borges, ni tal desmesura se proponen. Algo parecido a ser moderno a costa de la edad media. Y don Vicente Fox coronó el episodio meses después. Al preguntársele por las críticas recibidas, comentó: ―Bueno, me atacaron muchísimo porque no supe decir el nombre de un escritor. Pero cualquiera puede cometer un lapsus bilingüe‖. * ¿Cómo se impulsa la lectura? Desde la fundación de las repúblicas, los gobernantes de Latinoamérica ensalzan los libros en ceremonias escolares, se olvidan de los tímidos privilegios fiscales, editan joyas o joyitas de la prosa y la poesía nativas (que se eternizan en las bodegas, esos panteones de la identidad nacional), y les rinden homenaje a los grandes escritores, en veladas donde los asistentes, con celo policial, alivian su aburrimiento contabilizando los signos del tedio del gobernante. ¡Qué tipazo es el presidente! ¿Usté cómo domeñó sus bostezos? ¡Ah! Y de vez en cuando se lanzan campañas de animación, como la del PRI en la década de los años setenta, que mandó imprimir miles de pósters: ―Hidalgo, un mexicano que aprendió a leer a tiempo / Juárez, un mexicano que aprendió a leer a tiempo / Zapata, un 101
mexicano que aprendió a leer a tiempo‖... A tiempo de entrar a la historia, uno supone, para descifrar la escritura en la pared, y no mucho más. ¿Qué han leído los gobernantes? En principio, casi nada, porque no disponen de tiempo. Si acaso, leyeron o ya leerán, lo que comprueba la calidad de sus improvisaciones. Antes, se recordaba lo leído durante la etapa estudiantil, y eso con el fin de asombrarse a sí mismos. ¿A qué hora se lee y para qué? Doy un ejemplo, para mí, relevante. A un político del Partido Acción Nacional (de la derecha mexicana), Carlos Medina Plascencia, un periodista le pregunta: ―¿Qué lee ahora, senador?‖. Responde: ―Nada, porque me cambié de casa y tuve que meter mis libros en cajas‖. Nuevo interrogante: ―¿Y hace cuánto se cambió de casa?‖. Contestación elocuente: ―Hace como ocho años‖. Además, es notoria en todos los dirigentes de la vida pública, eclesiásticos y empresarios entre ellos, la ausencia del vocabulario proveniente de la lectura; Ludwig Wittgenstein lo definió en forma memorable: ―Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo‖. Digo la frase y visualizo a la clase dirigente latinoamericana, y no sólo a ella, encerrada, previo ángel exterminador, en el aula de aquel distante y cercano sexto año de educación privada. A los políticos, los mercadólogos (los nuevos poderes tras el trono) y los asesores de imagen (el nuevo trono) les aconsejan: ―No se alejen de su electorado,/ eviten las palabras domingueras,/ no envíen a sus oyentes al lugar más alejado del mundo, el diccionario‖. Y el consejo culminante: ―Hablen como la gente de la calle‖, como si pudiesen hablar de otra manera. Sin embargo, el problema central de la capacidad tan menguante de la comprensión se halla también, y muy primordialmente, en varios temas. * Afirma George Steiner: ―Leer bien es arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos [...] Quien haya leído La metamorfosis, de Kafka, y pueda mirarse impávido al espejo será capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta‖. Escribió Alfonso Reyes: ―Estamos tejidos en la sustancia de los libros mucho más de lo que a simple vista parece. Aun los rasgos más espontáneos de nuestra conducta y aun nuestras más humildes palabras tienen detrás, sepámoslo o no, una larga tradición literaria que viene empujándonos y gobernándonos‖. Lo dicho por Reyes es innegable hasta cierto momento; luego un círculo de fenómenos (la desaparición gracias a la telenovela del antiguo lenguaje del melodrama, tan armado en la retórica de las crispaciones; la preeminencia de los cómics, el gran instrumento de la alfabetización de masas; el desvanecimiento del sitio central de la poesía; la erosión de la lógica en el sistema universitario y en la formación del conocimiento y, sobre todo, el culto a los fragmentos y el relegamiento de las visiones de conjunto) garantizan lo que en un primer momento podía calificarse de «actitud distraída», que es, en rigor, la incapacidad de concentrarse culturalmente por el abandono o el desconocimiento del pensamiento abstracto y de los referentes culturales. * El plurilingüismo no va a la par de la democracia. Si las élites latinoamericanas reciben el siglo XX hablando francés, lo despiden «en inglés», por lo común con el vocabulario mínimo, el que les hace leer a saltos The New York Times, Time Magazine, Newsweek, los servicios 102
indispensables de internet, algún best-seller de Stephen King o de Tom Clancy (o los relevos en la lista de The Top Ten) y los libros de su especialidad, nunca demasiados. Y lo usual, en todas las clases sociales, es detenerse en el inglés comercial, laboral y técnico. Y, ni modo, en el spanglish de la clase dirigente, el único idioma del que algo se percibe es el español. * En la parte cercana a los seminarios y a la erudición, la derecha latinoamericana dispuso de un pasado bibliófilo; ahora la modernidad les reduce el espacio de credibilidad y, además, no les deja tiempo para leer, sólo para inmovilizarse ante la televisión. En la izquierda partidaria el antiintelectualismo se expresa por la devoción a la praxis, o, lo más común, por la burocratización de la idea de la praxis. Lo que no es acción es traición, y hay que enviar la invitación a la toma de conciencia con copia para las autoridades. Y la derecha, por otra parte, se especializa en su aversión a las audacias artísticas, lo que los lleva a censurar exposiciones, obras de teatro y películas. Por lo común, la secularización de las sociedades los obliga a retroceder, pero jamás desisten. Resultan un tanto desalentadoras las campañas gubernamentales «en favor de la lectura» (frase usada hasta el cansancio en México). Desde hace medio siglo en el mundo son excepciones los dirigentes de toda índole formados en la lectura. Recuerdo ahora la campaña del candidato Vicente Fox. En un encuentro en el Polyforum con intelectuales y artistas, Fox se sinceró: ―A diferencia de ustedes, que se formaron leyendo libros, yo me formé viendo las nubes‖. ¿Cuántos altos dirigentes podrían decir lo mismo? El presidente Bush tal vez no. Él se formó invadiendo las nubes. El alejamiento orgánico de la lectura de parte de la clase gobernante ha tenido, entre otros, un costo: la ausencia de medidas de protección. A diferencia de los gobiernos de España, al tanto de las ventajas de una política fiscal que aliente a las editoriales, los gobiernos en América Latina suelen presionar por más impuestos a libros y editoriales, sin la mínima visión de conjunto del asunto. Mi chovinismo me lleva al ejemplo del secretario de Hacienda de México, Francisco Gil Díaz, que al defender sus cargas impositivas acusa a los intelectuales de no haber conseguido que el pueblo lea, y concluye heroicamente: ―Lo único que se lee en México son cómics semipornográficos‖. Y sus acciones no le acarrean costos políticos porque en materia de lecturas cada quien se conforma con reiterar sus promesas íntimas: ―El año que viene sí termino de leer este soneto‖. Educación y lectura La masificación de la enseñanza tiene consecuencias positivas en lo cultural. En América Latina hay cientos de millones de estudiantes, de educación primaria a posgrado, y si en relación con otros países es aún insuficiente el número de inscritos en la enseñanza superior (o postsecundaria, como sugería Octavio Paz, no sé si malévolamente), las cifras son altísimas de cualquier modo. ¿De qué se habla cuando se anuncia la ―catástrofe educativa‖? De varios procesos simultáneos:
La incapacidad de las escuelas públicas y privadas de actualizar los métodos de enseñanza (y la falta de recursos para implantar adecuadamente la informática en la enseñanza pública). 103
La distorsión de las dificultades de la literatura. «No entiendo poesía, se me hace muy difícil». La identificación entre lectura y compromisos de adquisición del título universitario. La deserción sistemática de los obligados a trabajar o, seré más específico, a buscar empleo; el crecimiento de la población escolar y la disminución constante de recursos del Estado en el caso de escuelas públicas. El fin de la creencia en las bondades providenciales del título universitario (ya no es cierto el dicho antiguo: «Cada abogado trae su pan»). La falta de previsión en lo tocante a la relación entre universidades y mercado de empleos. La conversión de la globalidad en religión civil, adorada en abstracto.
La absoluta falta de planeación. Así por ejemplo, la carrera de más acelerado desenvolvimiento en América Latina es ciencias de la comunicación o de la información, poblada de ansiosos de aparecer en televisión, o de ―manipular a las masas‖ (de seguir así la explosión demográfica de esta carrera, se verá el caso insólito de las masas manipulando a las masas). Y la mercadotecnia es la nueva carrera universitaria de crecimiento veloz. En la educación pública la burocracia se expande, son lamentables los salarios de los profesores, las instalaciones son ruinosas y los planes de estudios se improvisan cada tres años. La educación privada no está mejor, instalaciones aparte en algunos casos, pero sus egresados sí disponen de más seguridades, o de alguna; por eso en México a la carrera de administración de empresas se le dice ―administración de herencias‖. Así, no obstante la masificación de la enseñanza, los sistemas educativos no han variado en lo básico porque la tecnología deja muy atrás a la pedagogía y no hay suficiente dinero para la actualización tecnológica. De la lectura como privilegio óptico El deterioro del proceso educativo amengua considerablemente la puesta al día cultural. En la década de los años setenta se creyó posible o se quiso creer que en América Latina había cientos o miles de millones de estudiantes en la lectura. No hay tal por razones diversas, entre ellas la inexorable: en cualquier sociedad sólo una minoría lee, y su proporción jamás crece al ritmo exacto de la demografía. Lo usual es el consumo de unos cuantos libros (por lo común entendido como cumplimiento de tareas de clase) y abundan las copias xerox. El grado xerox de la lectura. Sí, es muy importante el volumen de ediciones del Estado y las universidades (absolutamente desinteresadas en los asuntos de la distribución), pero tampoco son menospreciables la desidia y la hipocresía. ¡Ah, esas quejas a gritos de lo caro del libro de quienes jamás protestarían por el costo de las bebidas! El acercamiento a la lectura sólo por obligación desemboca en las ―generaciones fechadas‖ de profesionistas, de los que es posible saber, con exactitud pasmosa, sus años de universidad y de posgrado por las referencias bibliográficas en su conversación. Y el fenómeno se agrava con la inexistencia de un sistema de bibliotecas digno de tal nombre. Son varias las bibliotecas de Estados Unidos y Europa que tienen más volúmenes que todas las de México juntas (lo anterior no me convierte en fetichista de las bibliotecas). Pudo y puede ser de otro modo, pero en América Latina nunca se le ha reconocido provecho alguno al acto de leer, calificado de ―obsesión de grupos‖; algo semejante a la Marca 104
de Caín, el mismo que no acompaña a Abel por estar ante un libro. Leer ―está bien‖ si se viaja en avión, si se está enfermo, si se convalece o si se requieren temas de sobremesa. Hasta allí. Y con esto pierde la sociedad, al abandonar una de sus ventajas primordiales: la lectura como estructura personal del conocimiento. El que no lee se acerca a las ideas con miedo, rechazo previo, encono o veneración parroquial; el que lee puede hacer eso mismo, pero es menor el número de probabilidades. Desde los años setenta, y el fenómeno es internacional, se renunció en la enseñanza elemental de América Latina a la memorización de fechas, poemas, procesos, y sólo se ha conseguido potenciar la amnesia de lo jamás aprendido. Y no se impulsa la lectura desde las instituciones educativas, ya que, en el fondo, no creen posible animar a los estudiantes a hacer lo que los funcionarios desdeñan. Este es el mensaje, no tan oculto: ―Lee este libro en memoria de lo que nunca hojearás o vislumbrarás siquiera‖. La mayoría abandona su proceso educativo en el sexto año de primaria y otro porcentaje importante lo hace en el ciclo secundario; quienes prosiguen no suelen ver en la lectura un instrumento del desarrollo personal, sino un rito de tránsito. El proceso es más o menos el siguiente: Los profesores de primaria y secundaria leen poco porque el salario no les alcanza y, por eso, no transmiten lo que no poseen: el placer de la lectura. Los maestros de enseñanza media y, con frecuencia, de educación superior, no leen porque sus sueldos no lo permiten, y muy pocas veces las bibliotecas de sus instituciones tienen el acervo conveniente. Ergo, los maestros transmiten su moraleja de múltiples formas: el libro es prescindible, ya que a mí, el maestro, no me impulsó en la vida, y a ustedes, los alumnos, los llevará, si no se cuidan, a ser profesores. Sé que generalizo, sé que no generalizo. Al tema, siempre que aparece, lo acompaña la solución: formar a los lectores desde la niñez. Pero, en la práctica, la apatía es notoria y es la minoría previsible la que lee desde siempre. “Me gusta leer de noche para combatir el insomnio” El analfabetismo funcional es sin duda la relación dominante con la lectura. Hay una impresión dominante: leer es dejar de ver lo interesante, leer es renunciar al ejercicio de la vista. Las madres exclaman al ver al hijo o a la hija leyendo: ―¿Qué haces allí sentadote? Ponte a hacer algo útil‖. Por lo común, se leen los textos que nada más exigen la atención distraída y fragmentaria, o el apego devocional a falsos catecismos (la literatura de «autoayuda»). En América Latina, los prestigios literarios suelen darse por fe y no por demostración. El atractivo hipnótico de la tecnología auspicia generaciones de lectores que no se reconocerían como tales. La literatura del self help o de autoayuda pertenece al territorio de las generaciones, ya sin el menor sentido de culpa respecto a sus deberes hacia los libros. Los libros de superación personal son el mejor ejemplo de lo que se lee contradiciendo las tradiciones de la lectura, y son también un regreso al ámbito del Catecismo del padre Ripalda en su versión triunfalista. Un ejemplo: P.: ¿Qué es el éxito? R.: La única meta digna de obtener en la vida. P.: ¿Dónde está el éxito? 105
R.: Al alcance de la voluntad de la persona y de su capacidad para conseguirlo en diez lecciones fáciles. P.: ¿Dónde se inicia la búsqueda del éxito? R.: Ante el espejo, asegurando que el rostro tiene una expresión decidida. La lectura de los alejados de los libros. Pero éstos, ¿qué leen en rigor? Además de lo evidente (cómics, periódicos deportivos, libros de autoayuda o de superación personal, textos religiosos, divulgaciones de historia nacional e internacional, manuales de la especialidad), leen a través de los diálogos del cine y la televisión (donde el sustrato literario se desvanece), de los mensajes religiosos (amenazados cada vez más por la mercadotecnia), de la publicidad, del habla de los cómicos televisivos. Del Mercado del Libro ¿Cómo se forman, se amplían o, de ser el caso, se reducen las generaciones de lectores, las hoy llamadas escuetamente el Mercado del Libro? La pregunta surge de un proceso marcado por la crisis de la industria gráfica y la industria editorial, la captura creciente de los puntos de venta por libros que sólo lo son en apariencia (esoterismo, consejos para obtener éxito instantáneo, etcétera), las inmensas dificultades de distribución y la carencia (histórica) de proyecto cultural de las instituciones gubernamentales, carencia que los programas más ostentosos no resuelven. Que el problema es grave lo exhiben las declaraciones extremistas. En 1992, Jaime Labastida, director de Siglo XXI, fue categórico: ―Lo que hace falta no son campañas de promoción de la lectura, ni que los libros tengan mejores precios, ni tampoco que existan más bibliotecas y librerías. No necesitamos este tipo de estímulos porque los estímulos son mentales. Cuando hay verdadero interés, la actividad de la lectura se desarrolla por sí misma‖ (El Universal, 28 de diciembre de 1992). En su énfasis, Labastida se acerca un tanto a la tesis macluhaniana del fin de la era de Gutenberg: ―La palabra escrita para efectos de diversión, como la novela y el relato, ha cedido mucho espacio a otras formas de entretenimiento, como el cine y la televisión; incluso el cine destruyó de manera completa la actividad teatral y ahora la televisión está destruyendo el cine (industria que ahora también se encuentra en crisis) y a la palabra escrita‖. La noción un tanto vaga de «estímulos mentales» y la síntesis del panorama, desoladora o defoliada, requieren explicación y matices. Ni el cine destruyó ―de manera completa» la actividad teatral, que continúa incesante, aunque en graves dificultades económicas, ni la televisión está destruyendo (modificando sí) al cine, ni la palabra escrita ha perdido lo esencial de su impulso extraordinario. Y en cuanto a «los estímulos mentales‖, de ser éstos los que imagino, surgen de factores muy variados: las tradiciones de familia y comunidad, la vida estudiantil, las redes amistosas, las modas, las tendencias místicas y paramísticas, los deseos de superación, los descubrimientos personales que, como sea, en ese azar que nunca lo es tanto, necesitan bibliotecas, precios accesibles que persuadan a los lectores de mínimos recursos, campañas permanentes de incitación a la lectura, sistemas eficaces de distribución de la vasta y nunca muy distribuida producción estatal, etcétera. Los métodos —si se quiere convencionales— de acercamiento al libro distan de haberse agotado, entre otras cosas porque nunca se han intentado de manera rigurosa y sistemática, pese a la abundancia relativa de ediciones de libros de calidad que no contrarrestan la falta de proyectos nacionales, la abundancia burocrática y la sujeción de todos los planes a los relevos de gobierno. 106
Es notorio el sitio ínfimo que el Estado y la sociedad le conceden a la lectura. Al respecto, Octavio Paz declaró: ―Los escritores mexicanos trabajamos en condiciones particularmente desventajosas: nuestra industria editorial es raquítica, las ediciones son ridículas por lo que se refiere al número de ejemplares, y aun así penetran muy difícilmente en un público que no lee. Y no lee porque no se ha inculcado en los hogares, ni en las escuelas, el amor a la lectura. La indiferencia ante el libro, general en los pueblos hispánicos, se convierte entre nosotros en una suerte de horror. Para la mayoría de nuestros compatriotas leer un libro es una excentricidad, una curiosidad psicológica que colinda con la patología. Esto ha sido el resultado de años y años de ruidosas campañas de alfabetización‖ (La Jornada, 16 de enero de 1993). La descripción de Paz no es justa. Las campañas de alfabetización han sido importantísimas y el desbordamiento de la enseñanza media y superior ha disminuido el antiintelectualismo en la sociedad (hoy, el libro es objeto de reconocimiento, en actitudes que van del respeto al fetichismo). La nueva generación de lectores aprovecha los resquicios de las oportunidades, y se hace presente en bibliotecas estatales, municipales y universitarias, cadenas de préstamos, fotocopias, búsquedas de saldos. El libro ha llegado errática pero significativamente a sectores que antes lo ignoraban, que si se inhiben ante los precios es por la ausencia del hábito social que considere productivo el gasto económico en un objeto de conocimiento. Los gobiernos, en Saturno, les atribuyen (si algo reconocen) a los rezagos del pasado y la economía mundial la falta de lectura, o la ven como el pago del presente por el bienestar de las generaciones futuras: ―Tus nietos gozarán, viajarán, dispondrán de ocios creativos y leerán gracias a tus sacrificios‖. * En materia literaria, está desapareciendo la provincia, en el sentido peyorativo del término. La sigue habiendo en materia de producción y distribución de libros, pero el nivel es semejante, y el conocimiento instalado de los escritores ya no difiere sensiblemente. El criterio de ventas no es de modo alguno sinónimo de calidad, pero tampoco, como lo han probado Rulfo y García Márquez, de falta de calidad. Y se han desvanecido las viejas oposiciones: nacionalismo / cosmopolitismo; alta cultura / cultura popular; tradición / modernidad, antinomias que se reformulan muy de otra manera. ¿Cuántos lectores quedan? ¿Qué significa la escasez de lectores y cuáles son sus causas? Entre ellas están: El peso, tan señalado, de las rutinas televisivas. En la primera mitad del siglo, al menos en las clases medias, aunque también en sectores obreros, el periódico forma parte de los hábitos hogareños, y el civismo de los niños se inicia al oír a sus familiares discutir interpretaciones y noticias como parte de su vida cotidiana. Esto ahora sólo ocurre excepcionalmente durante los noticieros televisivos, y en lo tocante a la prensa, se confina a los escándalos. El morbo sí es pasión genuina de los lectores y los divulgadores de lo leído a medias. Se busca complacer de modo primordial al ―lector real o posible‖, superficial en extremo, descuidado, atravesado por el rencor social, que satisface sus demandas noticiosas al revisar las cabezas de los periódicos. Y los periódicos latinoamericanos, pese a su genuina vocación internacional, se desentienden del lector ideal, que es, en 107
síntesis, el que de verdad lee los periódicos, y responde de manera crítica y desde posiciones comunitarias a la noticia y sus interpretaciones. Las dificultades adquisitivas se acrecientan. La lectura se encarece y se «privatiza», y el problema se acentúa por la escasez de bibliotecas públicas. Falta hablar de las tecnologías que hoy se proponen como remplazo del libro. Su potencialidad es asombrosa, y muy probablemente determinarán los procesos de la enseñanza. Pero en la medida en que un niño o un joven o una persona adulta se encuentre con objetos poblados de signos descifrables, de los que extrae conocimientos sobre el ser humano, información, deleite, sentido del humor, gozo y cultivo del idioma, en esa medida la resurrección se garantiza. La desconfianza casi instintiva ante lo afirmado en diarios y revistas, lo que se complementa con la credulidad casi instintiva ante los frutos del sensacionalismo. No se cree en la manipulación gubernamental, que usa las ocho columnas como cripta a perpetuidad del presidencialismo; se cree con fervor en las noticias que tienen la apariencia de rumor (―¿Ya leíste eso? Parece como si te lo estuvieran diciendo‖). Así, los lectores sistemáticos se reducen en cada ciudad a la minoría que lee dos o tres diarios (la excepción serían aquellos dedicados al deporte y los que satisfacen una idea antigua de pueblo: ―Colectividad que sólo cree en el crimen, el deporte y el espectáculo‖). Según Piso, una valoración internacional de niveles de entendimiento, la capacidad de captar lo esencial de los textos no es lo más notable de América Latina. Se lee, pero se han perdido muchísimos niveles o asideros de comprensión. Derechos de los lectores Los derechos de los lectores distan de estar garantizados en la mayor parte de las publicaciones que, por lo demás, ni siquiera los consideran. Esto se debe, entre otros motivos, a: El criterio cortesano que jerarquiza las noticias (primero, lo que le interesa al gobierno; ya después, si hay espacio, lo que le interesa a la sociedad). El desinterés ante el seguimiento de noticias de importancia. Al principio, son hechos excepcionales; luego, son situaciones anticlimáticas. Gracias a tal estrategia, a casi todas las publicaciones sólo les interesan las noticias que surgen porque sí y desaparecen acto seguido.La idea dominante, no por jamás verbalizada menos actuante, del rango secundario de lo escrito, relegado por lo televisivo.La lectura sigue siendo un acto profundamente personal. Y al Estado y la sociedad les corresponde crear las condiciones para que quien lo desee tenga a su alcance las facilidades o las oportunidades para ejercer como lector, rango nada menospreciable de los placeres de la subjetividad. ¿Una conclusión? Tiré mi corazón al azar y me lo ganó la lectura.
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LUIS CERNUDA (1902-1963) Letras Libres, abril de 2002. www.letraslibres.com/revista/entrevista/luis-cernuda-1902-1963. En el año del centenario de Luis Cernuda hemos convocado a tres autores, con los itinerarios intelectuales más diversos, a que hagan el retrato de algunas de las muchas facetas del poeta sevillano, autor de una obra cimera de la poesía en español del siglo XX y cuya vida transcurrió por los extremos de la doble marginalidad: la del exiliado político y la del exiliado de la norma social establecida. I. ―Un poema, afirmó Cernuda, es casi siempre un fantasma.‖ No en su caso. A quince años de su muerte, su obra sigue actuando poderosamente entre críticos y lectores, tan contemporánea como irreductible a la moda, expresión de una perfecta alianza de maestría técnica y sinceridad poética y personal. Desde los poemas, Cernuda se defendió, se explicó, actuó sus emociones y maldijo, con apasionada sequedad, a sus imposibilidades. Desde su marginalidad, resguardó a su obra y fue fiel a una intensidad que unificó y fundió vida, poesía y proceso cultural. En él todo es autobiografía y, al mismo tiempo, todo es literatura: un poema extiende y subraya —sin regateo ni autocomplacencia— la experiencia personal, y su visión tajante de las relaciones humanas parte de una poética de la desolación. Una biografía vasta y reducida a la vez: libros, amores efímeros, escasas amistades literarias, clase de literatura. En Sevilla, su ciudad natal, es discípulo de Pedro Salinas: ―Apenas hubiera podido yo, en cuanto poeta, sin su ayuda, haber encontrado mi camino.‖ El aprendizaje literario es sucesión de predilecciones entrañables: el amor a la tradición que vivifica el contacto de la novedad: ―Tradición... no conozco palabra tan hermosa como ésta‖; el estudio de los clásicos españoles: Garcilaso, Fray Luis de León, Góngora, Lope, Quevedo, Calderón: ―Si me preguntara quién es para mí el primer escritor español, yo respondería Góngora‖; la frecuentación de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé; el descubrimiento y la exploración de la poesía inglesa, de Blake a Browning a Eliot: ―No me buscarías si no me hubieras encontrado‖. Una lectura definitiva: André Gide. ―Los extremos me tocan‖, dice Gide, y Cernuda, guiado por esta ―embriaguez lúcida‖, se reconcilia consigo mismo, con una naturaleza profunda hecha de la verdad de su amor verdadero y del desprecio por cualquier hipocresía, sexual o literaria o política. En 1924, Cernuda llega a Madrid y participa del impulso de la generación del 25 o el 27: García Lorca, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Emilio Prados, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Vicente Aleixandre. Comparten el cultivo especial de la metáfora, la reacción contra el esteticismo (modernismo) y un entusiasmo lírico que, en Cernuda, conducirá según Pedro Salinas al ―cernido más fino, el último posible grado de reducción a su pura esencia del lirismo poético español‖. Su primer libro, Perfil del aire(1927), muestra, dice Lorca, una ―efusividad lírica gemela de Bécquer‖. (Con sus diferencias: Cernuda llama ―imaginación‖ y ―lógica poética‖ a lo que en Bécquer fueron ―inspiración‖ y ―razón‖.) Perfil del aire es recibido de modo hostil o frío, lo que Cernuda resentirá hasta el final. ―Anacronismo y contemporaneidad‖, señala Jaime Gil de Biedma, son los polos dialécticos de Cernuda, quien, en una misma etapa, escribe influido por Garcilaso, Rimbaud y Reverdy. En 1929 termina Un río, un amor. En 1931 inicia Los placeres prohibidos, que integrará en La realidad y el deseo (1936). Al estallar la Guerra Civil sale de España y da clases de literatura en Glasgow, Cambridge, Londres, Mount Holyoke y México, donde se 109
enamora, donde reúne casi toda su poesía en La realidad y el deseo (1958) y donde permanece desde 1952 hasta su muerte. El exilio le resulta un orbe circular de trabajos oscuros, soledad, existencia vicaria, estado ilusorio que no es ni vigilia ni sueño: ―La conciencia de ese vivir es que nada se interpone entre nosotros y la muerte: desnudo el horizonte vital, nada percibía delante sino la muerte. Afortunadamente, el amor me salvó, como otras veces, con su ocupación absorbente y tiránica, de tal situación.‖ II El amor, iluminación privilegiada del ser humano, lo que se opone y define al mundo. Para Cernuda, la capacidad de enamorarse es raíz estética que le permite al poeta, ―aun en las peores horas, cuando todo parece confabularse contra él, que siempre le quede, cuando menos, la embriaguez dramática de la derrota‖. Por eso él califica —con satisfacción apenas disimulada— de ―excesiva hasta el ridículo‖ su capacidad de apasionarse y por eso, en su exaltación lírica, la mezcla de orgullo y melancolía, de contentamiento y desesperanza. Todo es pasajero y contemplar la vida es ―asistir a una desagradable comedia policiaca‖. Para Cernuda el amor es plena y exclusivamente homosexual. A partir de Los placeres prohibidos, Cernuda renuncia a cualquier subterfugio y desafía a un medio, la España de los treinta, en donde asumirse como homosexual, fuera o dentro del poema, es un suicidio social. Sin tregua, Cernuda lucha por los derechos civiles de una minoría con el método más sencillo: ejercerlos ampliamente. Al no ocultar ni causa ni predilecciones es aplicable lo que él mismo, a propósito de Corydon, dice de la obra de Gide: ―Descansando en su propia vida, teniendo como materia principal la sustancia misma de que se nutre ésta, requería tal rara sinceridad, venciendo pudor o complacencia, si dicha obra había de ser entendida en toda su singular individualidad compleja‖. En el poema ―Diré cómo nacisteis‖ se transparenta la utopía subversiva de Cernuda, su creencia en el poder formidable del placer prohibido: ―Su fulgor puede destruir vuestro mundo‖. A Cernuda, su homosexualidad le sirve de punto de partida de una ética y de una estética. La ética se inspira en una idea: ―Carácter (o sea elección sexual) es destino‖, y de allí se desprenden tanto personajes poéticos como conducta personal: ―Así, frente a la turbamulta que se precipita a recoger los dones del mundo, ventajas, fortuna, posición, me quedé siempre a un lado, no para esperar, como decía mi hermana, a que acabaran, porque sé que nunca acaban o si acaban, que nada dejan, sino por respeto a la dignidad del hombre y por necesidad de mantenerla.‖ A su vez, la estética nace de la contemplación de un cuerpo joven (lo que puede ser también ética de la sinceridad: hay que revelar públicamente los deseos para despojarlos de cualquier sordidez). Para Stendhal la hermosura es promesa de dicha; según Cernuda, la poesía se nutre y le da permanencia a la belleza efímera: ―La hermosura física juvenil ha sido siempre para mí cualidad decisiva, capital en mi estimación como resorte primero del mundo, cuyo poder o encanto a todo lo antepongo.‖ (De allí la dedicatoria de La realidad y el deseo: ―A Mon Seul Désir‖.) Pero tal estética desemboca en una limitación personal. Desde muy joven, Cernuda, a fuerza de adorar a los objetos de su deseo, se sitúa en el filo de la navaja entre la lucidez y la autocompasión. Al principio, es la cauda de símbolos clásicos: el marinero, el cuerpo joven recortado sobre la playa, el pastorcito. Después Cernuda se abandona al tono patético de la vejez que es, en sí misma, degradación:
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Mano de viejo mancha El cuerpo juvenil si intenta acariciarlo. Con solitaria dignidad el viejo debe Pasar de largo junto a la tentación tardía.
III Según Gil de Biedma, Cernuda define su identidad en relación a dos hechos: su condición de poeta y su condición de homosexual. Él se siente siervo de la poesía, alguien tan fatalmente destinado a ese ámbito que no espera más recompensas ajenas a su trabajo: Gracias por la rosa del mundo. Para el poeta hallarla es lo bastante, E inútil el renombre u olvido de su obra, Cuando en ella un momento se unifican, Tal uno son amante, amor y amado, Los tres complementarios luego y antes dispersos: El deseo la rosa y la mirada.
Los libros se suceden: Donde habita el olvido (1932-1933), Invocaciones (1934-1935), Las nubes (1937-1940), Como quien espera el alba (1941-1944), Vivir sin estar viviendo (1944-1949), Con las horas contadas (1950-1956) y Desolación de la Quimera (1956-1962). En su obra se nota una progresión, no de perfección ni de madurez del personaje (y eso lo probará la edición de La realidad y el deseo que engloba a todos sus libros), sino de sinceridad decantada, la sinceridad como el extremo en que se concilian dudas y seguridades. De allí la extrema importancia de Desolación de la Quimera, resumen eficaz de la obra donde Cernuda elude su devoción incondicional por la imagen y se dedica a contar lisa y llanamente su odio a España y a sus paisanos, sus obsesiones, sus querellas, su amor desafiante y verdadero. [1979]
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YÁÑEZ: PUEBLO DE MUJERES ENLUTADAS (1904-1980) Letras Libres, agosto de 2004. www.letraslibres.com/revista/convivio/yanez-pueblo-de-mujeres-enlutadas-1904-1980 I. Caras de ayuno y manos de abstinencia En ―Acto propiciatorio‖, el prólogo de Al filo del agua, Agustín Yáñez fija los criterios de la novela: el tono retórico, el ritmo, el paisaje físico y humano, la división del orbe en justos y pecadores, la irrealidad que arraiga en ―la moral y las buenas costumbres‖, la furia de los impulsos soterrados, el ir y venir entre lo espiritual y lo social. En el mejor sentido del término, Al filo... es un libro programático, y Yáñez analiza la miseria del universo de creencias, inevitable en las condiciones de la región y la época, y la condición perdurable de los temperamentos. En función de esta ―realidad programada‖, se eliminan las sorpresas y se despliega el suspense de la carencia desuspense. Con minucia, al lector se le notifican las condiciones de un pueblo al filo del agua, es decir en las vísperas de la tormenta revolucionaria. Allí los habitantes sólo en apariencia están inmóviles; en rigor son falsas estatuas, las víctimas de la opresión ávidas siempre de libertades, de orgasmos (con otro nombre), de la continuidad a la fuerza de lo transmitido de generación en generación (―Que nadie viva distinto a mí‖). Luego de ―Acto propiciatorio‖, la novela se escinde en, por lo menos, dos órdenes narrativos: el previsible, el relato de la provincia retrógrada en vísperas del movimiento armado de 1910, y el que considero esencial: la mecánica de aplastamiento de las voluntades, la disolución del albedrío en el marco de una dictadura parroquial, cuyo vocero es el idioma litúrgico, fastuoso y circular. No importa tanto la agonía del régimen de Porfirio Díaz (aunque su fin próximo desempeñe un papel determinante), sino los resultados de la batalla entre los que se afanan en extirpar toda vitalidad, y los que resisten sorda y desesperadamente. El pueblo de Al filo del agua carece de nombre, se acoge al ánimo funeral, odia las fiestas, es conspiración de sombras, de escabullidas, de puertas cerradas. Aquí cualquier mudanza de costumbres es herética o, si se quiere, demoníaca. La conducta se ciñe al modelo único de padres y abuelos, en años y días determinados por la doble función de las campanas (el sonido de la autoridad) y el péndulo (el sentido del paso del tiempo). Sólo se admite lo que refuerza el control eclesiástico: la zona de la fantasía proterva y el humor acanallado, la del runrun, los chismes que legislan sobre la vida ajena: ―machuca que has de machucar... Las voraces glosas de hombres y mujeres alimentándose de rencor. (p. 383)‖.1 Vivir es conocer lo que hace cada uno de los demás en este mismo instante. Únicamente la falta de secretos explica el desvelo tiránico, la abolición de los secretos. Lo que no saben todos no existe: ―Los pasos, las voces, las miradas... tejen redes, taladran muros, persiguen sombras en campo de oro, en paño de oro...‖ (p. 105). En 1909, una comunidad arquetípica de la provincia se cierra a piedra y lodo, hostil a los cambios que la aniquilarán. Y ―Acto propiciatorio‖, texto a modo de un rezo hipnótico y feroz, surge, para mejor calificarla, de las entrañas de la represión. Esto exige una prosa donde se concentren la fatiga, el oprobio, la impresión constante de hallarse frente al límite: ―En esta novela —afirma el propio Yáñez— se presenta la vida en una circunstancia en la que las posibilidades de acción de los personajes son muy raquíticas: en ese pueblo todo es monotonía.‖ Y el autor se aproxima, con un ritmo angustioso, al tedio y la esterilidad de un pueblo cuyo mayor sentido es nomás irla pasando: ―Entienden la existencia como un puente transitorio, a cuyo cabo todo se deja. Esto y la natural resequedad cubren de vejez al pueblo, a 113
sus casas y gentes; flota un aire de desencanto, un sutil aire seco, al modo del paisaje, de las canteras rechupadas, de las palabras tajantes. Uno y mismo el paisaje y las almas‖. (p. 12) Son varios los niveles de Al filo...: melodrama, repaso de los seres normados por el absoluto de la creencia compartida, sermón apocalíptico, examen de las razones psicológicas de la revolución en la provincia aislada, elogio y vituperio de la obediencia al dogma. Todo está predeterminado, y el autor es honesto: ―se trata de vidas —canicas las llama uno de los protagonistas— que ruedan, que son dejadas rodar en estrecho límite de tiempo y espacio, en un lugar del Arzobispado, cuyo nombre no importa recordar.‖ La parroquia, gran plano inclinado, es el centro del poder, que se nutre de las rendiciones obtenidas por el confesionario y el púlpito. Y el dominio literal de vidas y almas ve en la elección de conductas lo más aborrecible. Aquí la vida pública es intimidad doblegada y nadie elige. II. Ceremonias de madurez: del melodrama a la tragedia La generación novelística de Yáñez hereda de sus antecesores directos, los narradores de la Revolución Mexicana (Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz, Nellie Campobello) la idea de la novela como el espacio esencialmente trágico que, en su dimensión alucinada, describe el país donde se produce. Ser novelista, entonces, es indagar en la seriedad profunda de los temas. Y es poseer un ―sentimiento trágico de la vida‖. Y estos narradores de la Revolución disponen del arma inmejorable: la ―épica degradada‖ que el ánimo de sus lectores engrandece, el axioma luctuoso, tantas veces expuesto, del ―si me han de matar mañana, que me maten de una vez‖. En el empeño de una ―literatura de madurez‖, sus creadores aceptan la doble certidumbre: la épica, degradada o no, nada más sobrevive en la pintura mural, en unas cuantas películas, canciones y sinfonías, y la tragedia es el fracaso de la épica tal y como se expresa en la suma de existencias desgarradas. La imposibilidad de la épica se reparte en las atmósferas de José Revueltas, que ve en la militancia otra forma de la desolación (Los muros de agua, Dios en la tierra, Los días terrenales); en la identificación que hace Juan Rulfo de pueblo perdido y vida después de la muerte o antes de la vida (El llano en llamas, Pedro Páramo), y en el clima perennemente represivo de Al filo del agua, donde, a modo de símil del triunfo del prejuicio sobre el instinto, el ejército de beatas se alza para impedir la liberación. Al filo... combina la técnica coral (cada persona aporta una frase o verbaliza una actitud que se incorporan a la marejada informativa) y el río de los desnudamientos psíquicos, donde el lector hace las veces del confesor del pueblo entero, al tanto de lo que piensa cada uno de los aprisionados por tres o cuatro moldes mentales. El libro relata el viacrucis —término insustituible en un orbe lingüístico atado al vocabulario cristiano— de una comunidad que lo es de modo estricto por el impulso de las vidas deshechas (la frustración es el eje comunitario). En el pueblo de Yáñez se reparten equitativamente las funciones simbólicas y los atributos irrenunciables. Por ejemplo, el viejo Lucas Macías es la memoria del eterno retorno de los seres y las situaciones, el monopolista de las palabras de la tribu; Gabriel, el campanero, es el artista al que le es dada la salvación de la huida; el cura don Dionisio es el señor de horca y cuchillo de los espíritus; Luis Gonzaga Pérez es la confusión entre demencia y excentricidad, entre mística y represión sexual; Damián Limón es el que vuelve al pueblo dotado de esa mínima y máxima información: el conocimiento de la existencia de alternativas. El programa de Yañez fija el paisaje histórico. En el centro de la alegoría, el modo en que el pueblo representa la alianza entre la teocracia y el gobierno de Porfirio Díaz. Hasta donde le es posible, y con barbarie, la dictadura cierra el país al mundo, y esto, exacerbado en 114
provincia, reanima en sectores de la Iglesia Católica el sueño virreinal: gobernar ciudades de Dios sobre la tierra. A ello contribuye la demolición en la práctica de las Leyes de Reforma, que consigue el pacto semisecreto y semipúblico entre Díaz y la jerarquía eclesiástica. Garantizada la obediencia a la autoridad suprema, ésta, en grandes zonas del país, no se inmuta mientras los curas acorralan a las autoridades municipales y se creen literalmente a salvo de las leyes. A la cesión ―territorial‖ se añade el peso del aislamiento. En sitios alejados de carreteras y vías férreas, la burocracia no depende del poder central, tal y como lo ejemplifica el jefe político don Román Capistrán, que reconoce el poder del clero, abandona la irreverencia y el jacobinismo, tan conflictivos, acude a misa, admite los actos de culto externo, y observa pasivamente a los curas combatir la enseñanza liberal de la historia. Con la anuencia de don Román, se quita de la Presidencia Municipal el retrato de don Benito Juárez, y en su incendio, Luis Gonzaga provoca ―la reunión en el infierno‖ de Juárez, Lutero, Enrique viii, Nerón, Pilatos. ―Judas es la cara de Juárez.‖ Y, para mejor ubicar los pensamientos, el padre Reyes examina en el correo los periódicos que reciben los vecinos. Ante esta situación omnipresente en la provincia, el gobierno central se resigna y envía de tarde en tarde tropas que durante un fin de semana vigilan el cumplimiento de las Leyes de Reforma, impiden las procesiones y se retiran. En 1909 ya se saben muchas cosas, y Yáñez utiliza con habilidad el ―noticiero histórico‖ a cargo del viejo Lucas Macías, un compendio de las informaciones del exterior: los ires y venires de don Panchito Madero, el proceso antirreeleccionista, la agitación en el país. Otros personajes hablan de la pobreza, la esclavitud, el resentimiento. En la última parte de la novela, el descontento es patente y abarca al propio don Dionisio que, Yáñez mediante, se pregunta: ―¿Por qué no ha de ser la revolución el instrumento de que se sirva la Providencia para realizar el ideal de justicia y pureza, inútilmente perseguido por este decrépito cura?‖ (p. 386) Al borde de la Revolución, se presenta la tecnología: ―con esta luz que es como si a uno lo encueraran.‖ La llegada de la energía eléctrica provoca ―el descubierto placer de reunirse y hallar sin sentir el peso del tiempo ni los toques de ánima y queda‖. En este contexto, la superstición es el pesimismo inevitable, y el anuncio del fin del régimen no viene de criterios racionales sino del sentimiento apocalíptico, el temor de las postrimerías, el cometa Halley. El apocalipsis, por así decirlo, se sobreactúa; anuncia en demasía el fin del mundo, de ese mundo cuyos signos desde Patmos, la isla de los rumores, son el reyismo (el movimiento a favor de la candidatura presidencial del general Bernardo Reyes) y las huelgas: ―Quién sabe si ustedes vayan a reírse, dice Lucas, pero se me figura que ya nació el Anticristo, sí, no puede ser otra cosa.‖ El apocalipsis es el exterminio del control absoluto. Por eso Yáñez, que en tanto autor también niega explícitamente las libertades de sus personajes, hace que en su discurso agónico Lucas Macías le profetice a don Dionisio su desastre inminente, y el torbellino en donde ya viene Francisco I. Madero: ―—Estamos en el filo del agua! Usted cuídese: pase lo que pase no se aflija, Señor Cura; será una buena tormenta y a usted le darán los primeros granizazos: ¡hágase fuerte! —y luego, como en sueños, como en delirios—: un blanco, chaparro él dizque loco... muchachos y locos dicen verdades... hágase fuerte‖. (p. 376)
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III. De la genealogia de Yáñez: cuaresmas opacas y aromas de madrugada De manera consistente Al filo... es un alegato anticlerical. (No es sólo eso, desde luego, pero es también eso.) ¿Cómo se explica tal actitud en un autor creyente, en cuya formación, evidenciada en sus primeros libros, interviene lo que Al filo... no admite: la idealización de los pequeños pueblos y de la noción misma de Provincia? ¿Cómo situar el rechazo y la admisión simultáneas del movimiento armado? ―Que la revolución no transforme la belleza de nuestras costumbres y nuestra liturgia‖, sería la consigna implícita de la tendencia evocativa, cuyo logro más notable (y permanente) es la poesía de Ramón López Velarde (18881921), Alfredo R. Placencia (18751930) y Francisco González León (18621945), en libros intitulados clásicamente La sangre devota, El son del corazón, Campanas de la tarde, De mi libro de horas, El paso del dolor, Del cuartel y del claustro y El libro de Dios. Ellos, y el término es de López Velarde, proponen la ―novedad de la patria‖, es decir, la exaltación del gran logro estético del pasado, ya sin sus elementos ―materiales‖ (la política, la economía), y, transparentado como un haz de impresiones, el fenómeno de belleza íntima que la religión ilumina. Poetas admirables, López Velarde, Placencia y González León se acercan a la provincia con optimismo de catecúmenos, y lo por ellos vivido —el reino de los sentidos tal y como lo ornamenta la memoria— se vuelve visión radiante, la pureza floral de las hijas de María, las manos con aroma del lápiz acabado de tajar, la humedad de los patios conventuales, las vibraciones de la madrugada, las calles como espejo en donde se vacía el santo olor de la panadería. Suave Patria, el gran poema de López Velarde, es la cumbre de este designio, que se expresa también en pintura, artes populares, canciones y relatos agridulces (parte de la narrativa de José Rubén Romero, por ejemplo). López Velarde, Placencia y González León alaban el cristianismo de la inocencia y los pensamientos níveos. En su épica de los sentidos, la misa es la cima del arte de todos los días, y en sus recuerdos muy selectivos el método de la transfiguración es incesante. ―Donde dice tarde debe decir hora del ángelus‖, podría ser una de sus consignas. Todo se revela a la luz de la mística, que no es sino el don de aclarar lo inmortal que hay en los mortales. De adolescente, Yáñez sigue con devoción a estos poetas, cuya estética traiciona y afirma en Al filo..., donde a la visión ennoblecedora se le opone el otro haz de impresiones y realidades, la inhibición provocada, la sujeción que demanda semblantes radiantes, el candor que resplandece unas horas y se convierte en totalismo acto seguido. Entre otras cosas, Al filo... se acerca a la densidad estética del tradicionalismo, y refiere en su continua forma indirecta cómo un número significativo de las virtudes que la poesía pregona (la inocencia, el aislamiento, la melancolía) integran también el aplastamiento de la voluntad. Antes de Al filo..., nada en la biografía de Yáñez avisa de su necesidad de entender la fe a la luz del oscurantismo clerical. En muchos sentidos, Yáñez corresponde ideológica y vitalmente a las creencias de su región y los hábitos de su pueblo, Yahualica, en Jalisco. El crítico Emmanuel Carballo le pregunta (en Protagonistas de la literatura mexicana): —Permítame una conjetura. ¿Su hogar, ampliando sus contornos, no será el pueblo opresivo y asfixiante en que se desarrolla Al filo del agua? —Es probable. En mi casa dominaba siempre el ambiente, las gentes y las tradiciones de Yahualica. Episodios de Al filo del agua y de Yahualica son relatos familiares de tradición oral. Una oración que se reza en Al filo del agua el día de la Santa Cruz (con consonantes en ―as‖) la oí de niño muchas veces en mi casa.
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Yáñez nace en 1904 en Guadalajara, estudia Leyes en la Universidad de Guadalajara, y pertenece al grupo católico que halla su líder carismático en Anacleto González Flores, el mártir más conocido y reconocido de los cristeros. Yáñez es precoz y en 1923 sustituye a González Flores en la dirección del periódico El Obrero, órgano de la Confederación de Obreros Católicos de Jalisco. En 1925 publica Llama de amor vivo, colección de relatos: ―Púsoles atrio el poeta Alfonso Junco. Lo ornaron los poetas Alfredo R. Placencia y Francisco González León, y el artista Alberto Cueva los ilustró.‖ Se trata de un ensayo de catolicismo militante, tal y como lo explica Yáñez: Y de aquí que para el artista cristiano la fuente primordial de inspiración es la eucaristía, foco de indeficiente luz, abismo insondable de bondad y belleza, Llama de amor viva, que cantaba célico San Juan de la Cruz. Desde un lenguaje hoy calificable de kitsch, Llama de amor viva es alegato procristero, la loa al Congreso Eucarístico (―Ojalá que la idea del Congreso que llegó a todas partes como luz, como brisa, como lluvia, despierte la bondad de muchas madres para que dispongan el cáliz de la flor de sus pimpollos, hasta donde llegue, luminoso y benéfico, el rocío de la Comunión. La Hostia es el secreto de la fuerza, la fuente de toda inspiración...‖). Y el personaje (sin duda autobiográfico) se eleva en éxtasis: Al entrar en Huisquilco cierro mi soliloquio: ¡Jesucristo, Llama de Amor viva, Sol de eterna justicia, inflama a nuestra patria, abrásala, para que al fuego de tu caridad se purifique. Ven a reinar y si no a nosotros, concede a tus pequeños cruzados de hoy, los gladiadores de mañana, que canten tu triunfo, y claven tus banderas en toda eminencia. Enamora a los niños, que si los hombres no pueden hacerte reinar, doblegados por el peso de sus faltas, los pequeñuelos, con su inocencia, atraerán tu reinado! ¡Jesucristo, Llama de Amor viva, ven a reinar! ―Viva Cristo Rey.‖ Los jerarcas católicos y los cristeros pierden la guerra, y en 1928 negocian en secreto. El país profundiza su laicismo, y Yáñez pasa de la militancia eucarística al costumbrismo (Yahualica,Flor de juegos antiguos) y, dos décadas más tarde, a su obra maestra. IV. La técnica: las solemnes campanas En las entrevistas, Yáñez localiza un tanto vagamente los antecedentes literarios de su obra primera: Juan Ramón Jiménez, Gabriel Miró, Azorín, Tagore. (A esto habría que añadir elementos de la cultura regional del tiempo de su juventud: la prosa y la poesía de los modernistas, Rubén Darío especialmente, el ―buen decir‖ de los abogados, el deslumbramiento ante la meta de la ―página perfecta‖ y la oratoria sagrada.) Yáñez explica su plan narrativo en Al filo...: ―Me propuse aplicar a un pueblo pequeño la técnica que Dos Passos emplea en Manhattan Transfer para describir la gran ciudad.‖ Respeto la afirmación, pero no encuentro en la novela mayor indicio de las estructuras de Dos Passos. Más bien, creo que en última instancia el libro es un sermón y es una alegoría (el ―barco de locos‖ de un pueblo remoto), aderezados con recursos narrativos en boga en la década de 1940, muy notoriamente aquellos derivados de Joyce y de Proust. Pero la influencia resonante es a fin de cuentas externa. No hay en la novela la introspección que es preámbulo de la sensibilidad contemporánea, ni la fragmentación de la conciencia, sino su opuesto: el reordenamiento de la sensibilidad sitiada por el deseo, y las reflexiones que no son propiamente monólogos interiores sino la renuncia pública a la vida íntima, la confesión sin necesidad de sacerdotes, el idioma escrupuloso y humillado por donde se encauzan agravios, 117
desvaríos, dones proféticos. Y al stream of conciousness se opone, vigilante, severo, monotemático, el coro de los pecadores que relata la vida del pueblo. Al filo... aprovecha al máximo la acumulación verbal del catolicismo mexicano. En el español tenso y reiterativo de los seminarios, las homilías disminuyen la bienaventuranza de los justos y elevan las llamas del fuego eterno, mientras la comunidad, en el templo o en la sala del difunto, entona el rosario con ritmo hipnótico. Y la retórica de sermones, cartas pastorales, poemas de circunstancias para la Virgen del lugar, alabanzas al Señor Obispo en su cumpleaños, reconvenciones y consejos a los fieles, se distribuye igualmente en exhortos de la piedad cristiana, sacudimientos verbales del fin de los tiempos y consolación administrativa. Y si persiste el lenguaje imperial de casi cuatro siglos, es por ser simultáneamente la voz de la autoridad, la cosmovisión que no admite heréticos y el espacio de salvación. En un libro ceñido por el idioma litúrgico, las citas en latín aportan el énfasis sacralizado y el toque de fantasía que es señal del poder legitimado por instancias ultraterrenas. El latín se filtra en el habla y lo ajusta, es el sonido incomprensible que los pecadores traducen como la voz de lo alto, la melodía verbal que el cielo admitirá en primera instancia: Pecavi, Domine, miserere mei. Y el furor bíblico sostiene el rigor de la prosa. En momentos, el idioma linda con la cursilería, como en la reacción de la señora Victoria ante las melodías del campanario: ―Desde la mañana del Jueves Santo, la mañana del Lunes de Pascua culminó en Victoria la sorpresa por el tañido prodigioso de las campanas. Emoción inédita. Revolución profunda del ánimo. Como si en el mismo concierto —triunfal y macabro— la elevasen al cielo y la sepultasen bajo tierra, en el purgatorio, en el infierno, en la eternidad. Eternidad celeste y trágica...‖ (p. 182). El tono va subiendo, despiadado: ―Como si al golpe de las campanas fúnebres, musicales, hubiérase comenzado a caer, a caer, a caer sin término, en el doloroso vacío. A través de la Muerte. Solemnes campanas. Como un órgano —a través de la Muerte— tocado por los vientos vacíos, por los vientos grávidos de la eternidad. Un órgano tocado por la Muerte misma. Voz no imaginada: presente aquella mañana en el interminable doblar de las campanas lugareñas, tocadas por la Muerte, desde la eternidad. Campanas eternas...‖ (p. 183). Y si el idioma no es cursi, es por atenerse a la psicología de sus personajes, que sólo concebirían tales términos y tal relación con las cosas. Victoria, la fuereña, experimenta la revolución profunda del ánimo gracias al elemento musical que es el clímax del sacudimiento piadoso. La metafísica es, entonces, de acuerdo a la versión de Yáñez, el lenguaje de la normalidad beatífica. V. El autor como personaje y pastor de almas Yáñez es el traductor culto de las confusiones de los personajes. Imposible, por ejemplo, imaginarse a un cura de 1909 pensando en ―la descristianización del universo‖. Pero Yáñez se acerca a la mentalidad lejana y aprovisiona al lector con explicaciones. Dueño de sus personajes, interrumpe el relato y los interroga o amonesta, como si hiciera un aparte teatral: ―(Marta del buen consejo, ¿dónde has aprendido la sabiduría de la vida?, ¿cuál fue la escuela de tu prudencia, Marta, sagaz, doncella zahorí?)‖ (p. 85). A veces no se distingue entre la voz del pueblo y la del autor: ―…católica voz, ecuménica voz de la liturgia rota, y del pasado: un pretérito perfecto de tradiciones y fervor; magnífica voz, inconfundible, de los mayores días del año: Jueves y Viernes de la Semana Santa. (¡Nunca sonarán ya las campanas, voz de rutina, y así nos conserváramos en el hechizo del pasado y en el presente de los solemnes días!)‖ (p. 97) 118
Yáñez actúa a modo del novelista demiurgo del siglo XIX, que en vano previene a los personajes (que no lo oyen por estar en la novela) e informa a los lectores desde el melodrama: Los planes de Micaela, infaustamente, horriblemente, habían de acabar como los de la lechera que llevaba el cántaro al mercado. Nefasto día ese dos de mayo en cuya noche Micaela Rodríguez inició relaciones formales con Damián Limón. ¡Desgraciada noche! (p. 174) Esto desemboca en la iracundia teatral del propio autor. Subyugado por la atmósfera verbal, Yáñez —nuevo padre Coloma, el olvidado autor de Pequeñeces— lanza su indignación: ¿Por qué un rayo, en esos momentos, no abatió a cualquiera de los dos desgraciados? ¿Por qué a esa hora no se abrió la tierra y se tragó a Damián? La noche aciaga hubiese abortado. La vergüenza no hubiese mandado para siempre al pueblo. ¿Quién vendó a Micaela los ojos para dejar de ver tantos augurios funestos? ¿Cómo pudieron estar dormidos hasta los perros de la casa cuando fue concebida la abominación de la comarca?... (p. 201) VI. El deseo como legión demoniaca Yáñez responde al conocimiento de su época, ha leído a Freud y las divulgaciones freudianas, recela de los sentimientos entendibles o explicables de una sola manera, y sabe que la inocencia no existe o, mejor, que la inocencia es un parapeto, una treta de la malicia, un autoengaño. Desde el porvenir, ilumina lo que sucede en el pueblo prerrevolucionario: ―El deseo, los deseos, disimulan su respiración‖, y capta los jadeos tras los velos contemplativos, los ardores malamente sepultados a la hora del rosario. En lo ideológico y lo narrativo, a Yáñez le importa ubicar el deseo (fundamental pero no únicamente sexual) entre las causas de la Revolución. No sólo hay que librarse del Señor Gobierno, de los presidentes municipales y de los hacendados: también de los que reprimen desde el confesionario, el púlpito y el manejo del ―qué dirán‖. ¿Cómo reconstruir la política sexual en la provincia mexicana a principios del siglo XX? Yáñez acude al gran ejemplo: la acción de los consejeros espirituales: ―La especialidad del Señor Cura es la execración del vicio lujurioso, para que cada uno de los ejercitantes mire su retrato y miseria...‖ (p. 65). Para solidificar su control, los curas usan el procedimiento ancestral: imponer en los feligreses los vínculos entre el miedo y la culpa, entre la gana y el temor. Un ―pueblo subterráneo de pensamientos consentidos, deseos, actos ocultos, vergüenzas solitarias, conversaciones y palabras‖ es golpeado en su vanagloria y concupiscencia por el método más eficaz: ―que imaginen los grandes fuegos y las ánimas como en cuerpos ígneos; que huelan con el olfato humo, piedra azufre, sentina y cosas pútridas; que toquen con el tacto, como los fuegos tocan y abrasan las ánimas‖ (p. 85). Transcurrido el exorcismo, el deseo vuelve a gobernar los monólogos de los creyentes: ―Verse asaltado por tentaciones y luchar con ellas no era pecado.‖ Entonces, la Conciencia (el temor de Dios expresado en dudas y autoflagelaciones) no se discute: existe y poderosamente, es lo que nos acompaña en perpetuo monólogo recriminatorio. Y en el confesionario, templo de la Conciencia, se le da forma verbal a lo indecible y, con frecuencia, a lo que ni siquiera se sabía que se pensaba. En las penumbras, en la combinación del oído culpabilizador y la boca que vierte el relato del pecado, se manifiesta retorcidamente la libido, que colecciona sus estímulos en sitios inesperados, en las imágenes y las condenas que regresan como 119
incitaciones y alucinaciones. Las figuras sagradas se disuelven y en el insomnio ceden el paso a caderas, senos, modos de andar y de mover los labios. VII. La teocracia: “ve con la vista de la imaginacion la longura, anchura y profundidad del infierno” Al filo... narra el esplendor, la crisis y la decadencia de un régimen teocrático a escala. Si casi ningún pueblo alcanzó en la realidad esta perfección levítica, sí son generalizables los rasgos del enclaustramiento. Hay comunidades cercanas, se nos dice, más fiesteras y liberales, pero allí lo más probable es que los sacerdotes entiendan sólo a medias el sentido trágico y patrimonial de la religión. Todo es desmesurado; para empezar, la decisión de adjudicarle la propiedad del pueblo a una persona. ―Este pueblecito —exclama el cura don Dionisio— que puso el Señor en mis manos.‖ Se exige sujeción a los mandatos del cielo, y el sometimiento a la Iglesia es la flagelación temporal que evita el castigo eterno. Rezar, más que un acto de veracidad última, es el único ingreso admitido a la esfera pública, así sea para reflexionar sobre el pecado, la muerte, el infierno, el Juicio Final, la Pasión y el Hijo Pródigo. Los Ejercicios Espirituales son el gran esfuerzo anual que pospone por unos días las presiones y los cuidados del Siglo. Por eso, en el diseño teocrático, las mujeres, elemento movilizado a diario, no son ni pueden ser lo fundamental. Ellas, las subordinadas de siempre, están seguras, y los Ejercicios se dedican a los dueños de algo, de lo que sea, urgidos de la renuncia última, la entrega a la Iglesia del sentido de posesión. Dice el cura: ―Pensad que habéis muerto y que nada sirve preocuparse por lo que se deja.‖ A la teocracia la potencia el orgullo por el anacronismo. El pueblo se ufana de su vocación sacerdotal (el número de estudiantes que envía al Seminario Conciliar), y de su semejanza con Jerusalén, ―por el paisaje desolado, por el aire de lamentación‖ (p. 14). Y la teocracia tiene su agitprop, al punto de que la sangre de los supliciantes en la Semana Santa es ilustración pedagógica. ¿A qué se le teme? Al contagio del exterior (la cizaña de los ―norteños‖) los trabajadores migratorios que regresan de Norteamérica, a la aplicación de las Leyes de Reforma, a la expansión de los que ignoran al Señor, al sueño desapacible del anhelo de acoplamiento carnal. Y la teocracia deriva su vigor del grado de realidad absoluta que los fieles le conceden al infierno, la gloria y el Juicio Final. Teocracia: apaciguamiento concertado del miedo al más allá. Para los del pueblo, el infierno existe y no es un hecho de la teología sino de la naturaleza, y por eso les parecen tan vívidos y cercanos los conceptos Infierno, Gloria, Juicio Final (que la modernidad eliminará de la vida cotidiana), y por eso en el pueblo es imposible morir sin confesor o vivir desprevenido (hay quienes, durante veinte años, guardan en su cajón ceras y mortajas). Aquí, el pecado es el equivalente de la muerte, y el pecado sin remisión es la autonomía mental. Dice un cura: ―Es alarmante la desenvoltura de algunas muchachas, pero sobre todo las ideas que se infiltran, las ideas, las ideas...‖ (p. 70) En la teocracia es fundamental educar en el pavor a la heterodoxia. Los niños adquieren uso de razón en un clima inhibitorio, de penumbras. ―Y así en los corazones recientes germina la raíz del miedo y de la curiosidad; germina con pausas mortales; germina‖ (p. 232). Y el medio para proteger la salud espiritual es interiorizar el odio a lo profano, a lo secular, enfrentando ―el acoso de masones, espiritistas, liberales, socialistas, juaristas‖.
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¿Cómo se concibe el mundo exterior? ―Esos teatros y cines, esos bailes, esos trenes y coches, esas tantas ocasiones y peligros de las capitales, que se le representaban confusa, diabólicamente.‖ (p. 36). Y la moral social es la del siglo XVIII: No hay dolencia en el pueblo como la del honor mancillado: preferibles todas las agonías, todas las miserias y cualquier otro género de tormentos. ¡Cuán difícil aceptar los hechos consumados! (p. 10) La visión del mal es de aluvión: además de lo sexual, al mal lo representan las lecturas impías (periódicos ateos y anticlericales, novelas sicalípticas), fotos inmorales, masonería, dudas, espiritismo, liberalismo y socialismo, rencor contra los ricos, clubes juaristas, conjuras antiporfiristas, libertinaje de costumbres. Se agobia en su insomnio el Señor Cura: —Es necesario hacer esto, lo otro, lo otro, lo de más allá ... La hija de don Inocencio tuvo la osadía de venir al rosario escotada, distraída y siendo causa de distracción... ¿Dónde, Dios mío, sería la junta de espiritistas?... Hoy he comenzado a trabajar en el descubrimiento de esas novelas; pero mañana mismo hay que hacer esto y lo otro. (pp. 69-76) ¿Qué se permite? Aquello que ostenta el Nihil Obstat, las lecturas edificantes como la novela Staurofila, la historia de una mártir de los primeros años del cristianismo, o las condimentaciones moralistas de los españoles de la Conserva: Jaime Balmes, Fernán Caballero, Luis Coloma, Pereda. La madre de Luis Gonzaga lo recrimina: ―No, si cuando te digo que a nada bueno conduce que leas a tus anchas la Sagrada Biblia, como protestante‖ (p. 111). Y tras el registro de casas en busca de libros nefandos, el cura quema Los tres mosqueteros, Los misterios de París, Los miserables, El Judío Errante, Resurrección, El conde de Montecristo. La religiosidad ortodoxa (que se traduce como el cumplimiento al pie de la letra de la voluntad de los intérpretes de la Ley de Dios) vuelve legítimos y necesarios actos de otro modo inaceptables. Y la religiosidad se expresa por el lenguaje intenso que todo lo mide — evocaciones, sumisiones, asechanzas del pecado y ubicación de los pecadores— en función del gran eje temático: no la piedad sino la muerte, cuya prolongación más vívida en el creyente es una imagen: las llamas del infierno. Un arma predilecta de la teocracia: la identificación entre lo bello y lo santo, entre lo santo y lo de antes: ―—Bonito antes —dicen éstas, ésas, aquellas mujeres—, bonito antes cuando de veras había costumbres cristianas y temor de Dios: desde el Miércoles hasta el Sábado no se prendía lumbre en las casas y todo era dedicarse a la iglesia)‖ (p. 94) La teocracia favorece la estética de la intimidación, arte del terror fundado en la versión tremenda, muy hispánica, de la Pasión. En los Ejercicios, los penitentes ven cuadros sobre el Viacrucis y esculturas de la crucifixión: ―(intensamente dramáticas, y al fondo un paisaje de terror; nubes cárdenas y negras, rayos, campos desolados, un caserío de tono rojizo, que representa a la malaventurada Jerusalén...)‖. Memento mori: en el desfile de las alegorías tétricas, acuérdate de la condición perecedera y la inminencia del Día del Juicio: Los ojos, el alma sobrecogida, pasan de las terribles inscripciones hechas con grandes caracteres, a los terribles cuadros, viniendo de las terribles palabras que resonaron en la capilla: muerte, juicio, infierno y gloria, sin hallar punto de reposo en la batida contra la concupiscencia y el pecado, ni en sueños, porque aun allí las impresiones de la vigilia bullen dislocadas. (p. 59) La estética intimidatoria se continúa y se prolonga en el martirio en carne propia (los quince minutos de autoflagelación, con ―el instrumento que su piedad les haya hecho prevenir‖), y en la audición del coro lúgubre: ―Perdón ¡Oh Dios mío! Perdón e indulgencia...‖ 121
Y a las doce, una de la mañana, los curas dirigen el ―psicodrama‖ de los Ejercicios: la capilla se llena con el hedor del azufre y la brea, los monacillos arrastran cadenas por el coro y los cantantes prorrumpen alaridos espantosos. Por los dormitorios se pasea un ataúd, seguido de plañidos y el coro que canta requiem aeternum. Y en el teatro intimidatorio se deposita el sentido de la relación con lo ultraterreno, y en la magnificación, a través de las penas del infierno, del temor natural a la muerte: Mira que te mira Dios, mira que te está mirando, mira que vas a morir, mira que no sabes cuándo.
Al filo del agua: la homilía de los sentimientos acosados: ―... vapor de recuerdos, de remordimientos, de tesoros que se pierden, y de fracasos, de horizontes que no se alcanzaron, que no se alcanzarán a ver; vapor de impotencia; tristeza de fuga irreparable a pesar de las manos contraídas en codicioso ademán, tristeza de lo perecedero, de las cosas que ayer eran vivas y hoy son polvo...‖ (p. 319) Morbidez, melancolía, lecturas piadosas en la índole de Imitación de Cristo de Tomás de Kempis. Yáñez quiere mostrar la contigüidad del cielo (la certeza en el paraíso) y el infierno (la certeza de que está fundamentalmente en la tierra y que el castigo empieza aquí). Y un modelo priva entre otros: la Divina Comedia, en su confrontación de averno y corte celestial, con las funciones del purgatorio asignadas a la vida cotidiana. Todo es descendimiento mientras no llega la levitación redentora, la muerte. Véase la descripción de ―Ejercicios de encierro‖, donde desfilan los insomnes que asaltarán la vigilia del Señor Cura: ... y los que viviendo en pecado duermen la muerte del remordimiento, como vírgenes necias; los que sueñan concupiscencias; los que al despertar volverán a manos de angustias, tentaciones y trabajos; el que algún riesgo tenga sobre la cabeza, encima del alma, los enfermos crónicos y los repentinos, los desahuciados, los recién muertos, las ánimas olvidadas de sufragios. (p. 39) VIII. La teocracia: la presencia del señor cura La sinceridad de los sacerdotes es inevitable. Falta mucho para el ―ateísmo práctico‖, y ellos se sienten literalmente pastores de almas. Son demasiados para una comunidad pequeña, y muy pocos de acuerdo a los requerimientos de la fe. Don Dionisio, el señor cura, los tiene presente en sus oraciones. Él reza por sus ministros, para que se conserven puros y celosos: el Padre Reyes (con los peligros de su juventud y carácter), el Padre Islas (con sus escrúpulos), el Padre Vidriales (con sus arrebatos), el Padre Meza (con sus rutinas), el Padre Rosas (con su poca diligencia), el Padre Ortega (con su timidez). La propia flaqueza e ineptitud es el motivo final de la meditación y ruegos del párroco. (p. 69) El cura tiene autoridad moral sobre sí mismo. Exige porque se exige, y se sabe finalmente santo luego de presidir ese tribunal del día entero que es el confesionario. Es perfecto, por lo tanto sabrá tratar a los imperfectos, a las que dan ocasión de pecar, a los frívolos como el padre Reyes. Los Ejercicios son su imperio, que deben acatar liberales, herejes y masones. Y el Padre Director dirige la lucha contra las asechanzas del demonio, a partir de la táctica que es una obra maestra: el Examen de Conciencia, con su visión de preguntas: quién, qué, en dónde, a quién, cuántas veces, por qué, de qué manera, cuándo. 122
El cura está al tanto: el centro de su poder es la confesión, y allí todo depende no de lo que el confesor sepa, sino del miedo y del regocijo del feligrés ante sus propias palabras. Por eso, la fórmula ―Confiésome, padre...‖, quiere decir también: ―Y yo le informo de esto a usted, que es un Castrado de Dios, porque no sólo tengo la conciencia del pecado, también la conciencia de la alegría del pecado, y en alguien tengo que verter la historia de delitos, de mi peculado, de mi gana fornicatoria.‖ Desde el dominio de los sacramentos, desde los Ejercicios Espirituales, los curas domestican o posponen la violencia que acompaña al imposible freno de las pasiones. Representan a la vez la religión y la vigilancia de la religiosidad, la creencia y la observación de la creencia. El anticlericalismo de Yáñez mucho le debe, por ejemplo, a La Regenta de Clarín, Doña Perfecta de Pérez Galdós, Los fracasados de Mariano Azuela. En esta literatura, el control de la fe es poder político y abandono de la fraternidad cristiana. Y la teocracia alcanza su clímax en las peregrinaciones de Semana Santa, cuando la gente exhibe su fe y su sometimiento. En la hora de la gran procesión no hay disidentes: Estandartes en vaivén, sin gobierno, múltiples, ricos y finos, rústicos y pintorescos, bordados y pintados, primorosos y toscos; de cofradías desconocidas, extinguidas; de rancherías despobladas, remotas. Escapularios, cordones y cintas, distintivos de toda clase, sobre todos los pechos: la que no es Hija de María, es Madre Cristiana; el que no es del Apostolado, es de la Conferencia de San Vicente, y —chicos, grandes, mujeres, hombres— de la Buena Muerte... (p. 97) Un cura, el padre Islas, representa el límite de inflexibilidad. Es el monstruo. Cuando Damián Limón, al que su empeño de vivir con libertad lleva al asesinato de su padre y de su amada, cae preso, lo visita el cura don Dionisio. Damián, que quiso matarlo, lo increpa: —Déjeme: a usted le echo la culpa de ese aire imposible de respirar que hay en el pueblo; a usted, pero principalmente a ese Padre Islas. —Un aire que quiere impedir los libertinajes fuera de la Ley de Dios —Usted comprende que no estoy para discusiones. (p. 271) En la develación que es Al filo... el padre Islas se revela como el peor villano. Carece de vida privada. No trata a nadie. Detesta a la gente. Odia todo lo sexual y le tiene ojeriza al mismo matrimonio. Por eso su caída es el signo de lo inminente: el debilitamiento de la teocracia, cuya fuerza depende del recordatorio de la existencia física del infierno y de la infalibilidad de los sacerdotes. Si éstos se muestran humanos, su poder se desplaza a la esfera de lo relativo. IX. Las mujeres: la ronda del arquetipo Para afirmar su tesis, Yáñez procede simultáneamente con generalizaciones y casos ejemplares. En lo relativo a las mujeres, aliadas naturales de la teocracia en un régimen patriarcal, la primera descripción es de conjunto. Allí, las Hijas de María, las fieles congregantes, estructuran el carácter del pueblo: ―imponiendo rígida disciplina, muy rígida disciplina en el vestir, en el andar, en el hablar, en el pensar y en el sentir de las doncellas, traídas a una especie de vida conventual, que hace del pueblo un monasterio... Entre mujeres enlutadas pasa la vida. Llega la muerte. O el amor. El amor, que es la más extraña, la más extrema forma de morir; la más peligrosa y temida forma de vivir el morir‖. (pp. 13-14) Ni hombres ni mujeres discuten el axioma: ―La mujer es el principal instrumento del demonio.‖ Y su disculpa es su renuncia a la sensualidad. Yáñez no las culpa. Ellas, de modo 123
indiscutible, le merecen veneración y sorna, y quiere fijarlas con malicia hagiográfica, el panal de las enloquecidas de Dios: —Historial gloriosísimo que con ser inmediato suena de modo arcaico y aun se olvida en el tráfago cotidiano pero calladamente se prolonga en muchas de estas mujeres vestidas de negro, cuya cinta azul y cuya medalla de plata ni la muerte arrancarán del pecho. (p. 226) Las mujeres son propiedad de padres, hermanos y esposos; son el pozo de ignorancia que resguarda la pureza de la fe, son el caudal de resentimiento que al estallar se vuelca siempre sobre otras mujeres. En Al filo del agua la mayor tragedia es ver cómo, al desaparecer el albedrío, la catarsis se ajusta a las dimensiones del patetismo, y en ese patetismo se aloja ―la condición femenina‖ decretada por el clero, que concentra el ejercicio del placer en las devociones. Yáñez se asoma a las conciencias como a un paisaje indiferenciado con unos cuantos caracteres en relieve, y localiza las características femeninas en la ausencia de psicología y un lenguaje individualizados. Salvo las elegidas, todas proceden como si ser mujer fuese, de modo automático, la eliminación de lo personal, la rebeldía efímera que sólo conduce al vasallaje permanente. ―Nadie —reflexiona María, desde su frustración— ni Soledad, ni Margarita, ni Rebeca, ni Lina, ni Magdalena, ni Gertrudis, ni Eustolia, sólo ávidas de sensaciones desconocidas y ansiosas de casarse por mero instinto, sin el profundo, desinteresado e irresistible querer de la pasión de amor.‖ Cada personaje, un arquetipo. En el caso de las mujeres, hay cuatro claramente señaladas, y de ellas sólo una evade la condición alegórica: Micaela es la Coqueta, Merceditas Toledo, celadora de la doctrina e hija de María Inmaculada, representa el extremo sometimiento, y las dos sobrinas de don Dionisio, Marta y María, son la educación como renuncia a la voluntad. De ellas sólo María adquiere la complejidad que otorga la resistencia. En la narrativa latinoamericana de mitades del siglo XIX a mitades del siglo XX, la coqueta es la víctima propiciatoria. Exhibe sus galas y poco después sucumbe, provoca y es castigada, incita sólo para comprobar su esencial inermidad. Es un recurso del moralismo y de la suficiencia patriarcal. En Al filo... Micaela Rodríguez está condenada de antemano, por representar con ardor la noción superficial del cambio, por su avidez carente de estrategia. Es ingenuamente maliciosa, cree posible vencer el ―qué dirán‖, y rechaza ―las mezquindades que rigen el vivir pueblerino‖. Es coqueta y usa de su atractivo para abrirse camino al exterior, y alejarse del sitio aborrecido, el ―pueblo rascuache, el camposanto‖. Para ella la coquetería es el principio de la huida. Mientras sus padres temen que ―pudiese haber manchado la gracia del alma‖, Micaela se harta: —Y ahora, que se pudran los vestidos, que se apolillen las sombrillas, porque no será bien visto que ande como la gente, ni que me polvee, ni que use corsé, vestidos claros, medias caladas, ni que me ponga unas gotitas de perfume, porque me criticarán hombres y mujeres. ¡Vivir de hipocresías!... (p. 34) Como en las novelas del siglo XIX, Micaela, la víctima, es su propio verdugo, la criatura fatalizada en un pueblo que es sinónimo del encierro inescapable. La ha sentenciado su debilidad, y afianza la pena su coquetería. La que identifica el pecado con el orgasmo, rocía el cuarto con agua bendita y se persigna tres veces antes de dormir, acata en todo los designios de su confesor (―No volveré a leer un libro profano‖). Merceditas Toledo, celadora de la Doctrina e Hija de María recién recibida, es la encarnación de la culpa. No se considera persona, sino desacato, profanación en ciernes, juguete de los acicates del Mal, la asediada febril que vive ansiosa de exhibir su fidelidad a la Virgen Inmaculada por encima de las tentaciones. 124
El padre Dionisio instruyó a sus sobrinas en el abandono de sí mismas. Y en ellas la construcción de la individualidad se da de modo encontrado: por la renuncia al mundo (Marta) y por la conquista de su autonomía (María). Y la tormenta (la revolución de las armas y de las actitudes) se precipita en el pueblo, así no sea formalmente, el día en que María se va con los alzados. Un personaje complementario es la señora Victoria que, llegada de fuera, intriga, irrita, conmueve y patrocina a Gabriel el campanero, y enloquece a Luis Gonzaga Pérez. En el plan detalladísimo de Yáñez, Victoria es la única sin un cometido específico. No ilustra la piedad ni la malicia ni la rebeldía, y su quebrantamiento del alma al oír las campanas es en lo esencial de orden estético. Al no encajar de manera precisa en la distribución de roles, el personaje de Victoria termina desdibujándose. Es irreal porque no es alegórica, resulta inconvincente porque no pertenece al radio de acción de la teocracia. (En Al filo... el principio de realidad es la sumisión espiritual.) X. “Miserable pastor que se ha dejado robar las ovejas” Al filo del agua termina en la devastación, en el sentimiento trágico del Señor Cura, humillado por la fuga de su sobrina y el alud de almas que se pierden. Él se enfrenta a su feligresía que aguarda su derrumbe, y sólo tiene a mano la fortaleza de la costumbre, la infalibilidad que genera el latín de la misa. Ad Deum qui laetificat juventutem meam... Y al final, en su desfallecimiento, en su derrota ante el Siglo, en su inhabilidad para sojuzgar a los fieles que eligieron la vida, el Señor Cura alcanza la dimensión épica que es posible en Al filo...: la hazaña del fracaso esencial al que complementan y realzan la práctica del rito y la persistencia de la fe. XI. Epilogo sin jaculatoria Si no institución, sí es Agustín Yáñez un creyente fiel en las instituciones. Al morir en 1980, es presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, funcionario de la Fundación Cultural Televisa, ex secretario de Educación Pública, ex gobernador de Jalisco, ex director de la Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito. En Flor de juegos antiguos (1942), Yáñez se propone la recreación melódica de la infancia de provincia. El término recreación melódica en algo clarifica la índole de las ambiciones. Yáñez imagina una región donde el lenguaje constituye el alma de las cosas, donde se emiten sin pena y sin vanagloria líneas como la siguiente: ―Pero yo, esta noche, negra como vestido de mujer, quisiera ser venadito, y charco y chorro de agua, y río, y pájaro clarín‖ (de Flor de juegos antiguos). Incluso en La tierra pródiga (1960) y Las tierras flacas (1962), sus novelas-denuncia, lo importante no es el cacique o la violencia, sino el intento de estetizar el paisaje, los refranes, la variedad del diccionario rural, la valía de las costumbres, la eternidad del folclor anterior a la televisión. A Yáñez le apasionó la literatura, pero luego de Al filo del agua no corre riesgos. En este sentido, nada más inútil que su ocultamiento editorial de Las vueltas del tiempo (1973), novela sobre las atmósferas políticas. (Yáñez pospone durante veinte años su publicación por ―razones de seguridad‖.) Luego de revisar La creación, Ojerosa y pintada, Las tierras flacas, La tierra pródiga, Las vueltas del tiempo, Ladera dorada, vuelvo a Al filo del agua y su relación simétrica entre clima verbal y atmósfera religiosa, donde a la liturgia corresponde el uso sacramental del idioma. El virtuosismo resulta esencial en Al filo del agua, pero la novela no 125
se agota en el virtuosismo ni en las devociones clásicas, sino en la indagación profunda en el fanatismo y su variedad de represiones. ―Pueblo de mujeres enlutadas‖... La tormenta augurada no es social sino sexual, y Al filo... no es novela de la Revolución, sino la primera incursión freudiana en la provincia que ―carecía de inconsciente‖. Con maestría, Yañez entrega las nuevas estampas piadosas del deseo y las pulsiones, de las letanías de la lujuria y de la masturbación cumplida como rezo, de los murmullos de la sacristía y el ruiderío de las represiones. El resultado, si no constituye la primera novela mexicana moderna, sí es extraordinario.
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“ADONDE YO SOY TÚ SOMOS NOSOTROS” La Jornada Semanal, 26 de abril de 1998. www.jornada.unam.mx/1998/abr98/980426/sem-monsi.html A través de este espléndido recorrido por la obra de Octavio Paz, Carlos Monsiváis analiza las retóricas poderosas a las que se adhiere la producción temprana del poeta, las tensiones entre poesía e historia, las interrogantes que sirven como eje a su trabajo crítico, su participación como hombre público y polemista incansable, su abstención en temas como la música, la danza y el cine. Un ensayo imprescindible en el que la mirada omnímoda de su autor da voz al México que fuimos cuando fuimos con Paz. I Octavio Paz, nacido en 1914 en la ciudad de México, se forma en una etapa ya inconcebible para quienes habitan la megalópolis en expansión perpetua. En los años treinta, con menos de tres millones de habitantes, la ciudad de México es, para un joven que ama la literatura, un ámbito tan hostil como propicio. Las librerías y las revistas literarias son muy escasas, la sociedad y el gobierno son básicamente antiintelectuales, a los radicales les gusta el realismo socialista, los escritores carecen de empleos cercanos a su vocación y de facilidades para editar su trabajo, y aunque fiel y constante el público de poesía moderna es muy restringido. Pero las ventajas son notorias. En Itinerario, Paz evoca su periodo formativo: Avidez plural: la vida y los libros, la calle y la celd a, los bares y la soledad entre la multitud de los cines. Descubríamos a la ciudad, al sexo, al alcohol, a la amistad. Todos esos encuentros y descubrimientos se confundían inmediatamente con las imágenes y las teorías que brotaban de nuestras desordenadas lecturas y conversaciones... Leíamos los catecismos marxistas de Bujarin y Plejánov para, al día siguiente, hundirnos en la lectura de las páginas eléctricas de La gaya ciencia o en la prosa elefantina de La decadencia de Occidente...
Entonces el grupo cultural de avanzada en México es el de Contemporáneos (llamado así por la revista que publican de 1928 a 1930). Los Contemporáneos son poetas de primer nivel, narradores no muy convincentes y cosmopolitas con un perfil nacionalista (algo más complementario que contradictorio). Paz los lee con cuidado y, en especial, le entusiasman los ensayos de Jorge Cuesta, los ensayos y poemas de Xavier Villaurrutia y la poesía de Carlos Pellicer y José Gorostiza. Allí encuentra muy bien precisadas dos consignas del clima literario de la época: a) la cultura francesa es el mejor resumen disponible de la cultura occidental, y b) la tradición nacional es importante en la medida en que define la calidad alcanzada y alcanzable en medios antiintelectuales, adversarios del arte y las humanidades. Paz se concentra durante un tiempo en la cultura francesa y, ya de modo permanente, se interesa en elegir una tradición poética y cultural que le sea propia, contrastándola con la tradición universal. En los años treinta la poesía en idioma español vive un momento de esplendor. En ese tiempo, además de los mexicanos, escriben los chilenos Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Vicente Huidobro, el peruano César Vallejo, los argentinos Jorge Luis Borges y Oliverio Girondo, los cubanos Nicolás Guillén, Emilio Ballagas y José Lezama Lima, el ecuatoriano Jorge Carrera Andrade, el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, los nicaragüenses Salomón de la Selva y José Coronel Urtecho. Y en España se ha consolidado la Generación de 1927, que la guerra civil dispersará, no sin una breve etapa de la creación intensa de Federico García 127
Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Luis Cernuda, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Emilio Prados, Dámaso Alonso, León Felipe. Y anteriores a ellos también escriben Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. A estos estímulos formidables se añaden los de la poesía en otras lenguas. Desde la constitución de las repúblicas en el siglo XIX, los escritores latinoamericanos, obligados por la condición periférica de sus países, atienden con el máximo detalle a lo que se hace, en especial en Europa y, cada vez más, en Estados Unidos. (Pese a ejemplos aislados como el mexicano José Juan Tablada, no se presta atención a las literaturas de China y Japón.) En los treinta, desde México, Buenos Aires, Lima o Bogotá, se sigue el rumbo de las vanguardias, y una en especial hechiza: el surrealismo, que une ―las dos palabras magnéticas: poesía y revolución‖. Sólo unos cuantos latinoamericanos optan abiertamente por el surrealismo (más en pintura que en poesía), pero a todos los afecta de una manera u otra el movimiento. Paz no se adhiere al surrealismo, ni jamás hubiese declarado, como André Breton, que el verdadero acto surrealista consiste en salir a la calle y disparar sobre la multitud al azar, pero admira en este grupo la entrega espiritual y el preservar sus poderes de indignación moral. De ellos, André Breton y Benjamin Péret sobre todo, le ayudan a revisar las ideas sobre México (―México es la tierra de elección del surrealismo‖, escribió más que famosamente Breton), y a ratificar su aprecio por la resistencia al conformismo moral y político: ―En mi caso, el redescubrimiento de los poderes de revelación del surrealismo fueron, ya que no una respuesta a mis preguntas, sí una vía de salida.‖ Otras lecturas indispensables en la formación de Paz (y de numerosos poetas hispanoamericanos de ese tiempo): Paul Valery, T.S. Eliot, Ezra Pound. De ellos se desprende el tono, la ambición, la precisión de lo moderno, es decir, de aquello directamente ligado a la sensibilidad del Ahora, a los temas y actitudes de lo que W.H. Auden llamó ―la Edad de la Ansiedad‖. “Inmóvil en la luz pero danzante” En los primeros libros de Paz, ambos de 1937, Bajo tu clara sombra y Raíz del hombre, se advierten las huellas de retóricas entonces poderosas y las tensiones entre poesía e historia, que intensifican la guerra de España, el auge del fascismo y el nazismo, y la influencia mundial de la revolución soviética, aún no afectada por los Procesos de Moscú y el culto a la personalidad de Stalin (la propaganda falaz de una tiranía). En 1937, a los 23 años de edad, Paz asiste al Congreso Internacional contra el Fascismo en Valencia, y en medio de la adhesión inevitable y justa a la República Española, se plantea por vez primera el interrogante tan presente en su obra ensayística: ¿cuáles son los límites de la libertad y cuál es el sentido de la conciencia crítica? Pero las dudas no le impiden escribir poemas y artículos en defensa del régimen y en contra de la barbarie franquista. En los poemas, no obstante el acatamiento de las reglas de la poesía política, y la lectura obvia de Neruda, ya se vislumbra la singularidad. Véase la ―Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón‖: Has muerto, camarada, en el ardiente amanecer del mundo. Has muerto cuando apenas tu mundo, nuestro mundo, amanecía. Llevas en los ojos, en el pecho, tras el gesto implacable de la boca, 128
un claro sonreír, un alba pura. Te imagino cercado por las balas, por la rabia y el odio pantanoso, como relámpago caído y agua prisionera de rocas y negrura. Te imagino tirado en lodazales sin máscara, sonriente, tocando, ya sin tacto, las manos camaradas que soñabas. Has muerto entre los tuyos, por los tuyos.
Pese a su precocidad indudable, Paz se considera poeta tardío: ―...nada de lo que escribí en mi juventud me satisface, en 1933 publiqué una plaquette, y todo lo que hice durante los diez años siguientes fueron borradores de borradores. Mi primer libro, mi verdadero libro, apareció en 1949: Libertad bajo palabra‖. Al respecto, mantengo el derecho a la discrepancia del lector. Paz escribe y declara ampliamente sobre su desarrollo poético y su genealogía literaria, evitándoles en lo posible el trabajo a sus críticos. Pero así sea con frecuencia irrefutable, es conveniente oponerle dudas y matices a lo que dice sobre su propio trabajo. “No veo con los ojos: las palabras son mis ojos” En este periodo Paz adopta visiones y perspectivas que no lo abandonarán, y va precisando su vocabulario esencial, derivado en parte de la filosofía clásica, del amor por un conjunto de términos clave y de oposiciones perennes: entre el movimiento y la quietud, entre la luz y la sombra, entre la tierra y el agua, entre la mujer como poder generador y la escritura (la Palabra) como eternidad de lo instantáneo. Cree en la iluminación de los opuestos, y en el proceso dialéctico -si este es el nombre - generado por los enfrentamientos entre la realidad y aquello (libertad, cuerpo femenino, paraíso sensual incrustado en el idioma) que aguarda detrás de la realidad. En el espacio primero y último del poema, lo que se dice es, simultáneamente, lo que se vive. Pero también, la poesía es acto porque es también imagen, y los desdoblamientos del personaje poético (con puntos de contacto con el personaje poético de Muerte sin fin) son maneras de hallar al otro y a los otros en uno mismo: Dentro de mí me apiño, en mí mismo me hacino y al Apiñarme me derramo, soy lo extendido dilatándose, lo repleto vertiéndose y llenándose... (De ―Mutra‖)
La poesía es tanto más real por ser la presencia de la forma en la historia, que a la deshumanización social opone la humanización violenta y vehemente del lenguaje: ―Lo más fácil es quebrar una palabra en dos. A veces los fragmentos siguen viviendo, con vida frenética, feroz, monosilábica.‖ Y la forma y el contenido se unifican gracias a la palabra, tal y como lo expresa admirablemente en un poema de los años cuarenta: Las palabras Dales la vuelta, cógelas del rabo (chillen, putas), agótalas, dales azúcar en la boca a las rejegas, 129
ínflalas, globos, pínchalas, sórbeles sangre y tuétanos, sécalas, cápalas, písalas, gallo galante, tuérceles el gaznate, cocinero, desplúmalas, destrípalas, toro, buey, arrástralas, hazlas, poeta, haz que se traguen todas sus palabras.
La gran difusión de este poema, a punto de convertirse en cultura popular, ha oscurecido su característica básica: es parte de la estrategia poética que les confiere autonomía a los vocablos para mejor gozar de los prodigios del lenguaje, ―la casa que habitamos‖ y el viaje de las sorpresas a la disposición. La Palabra ―libertad que se inventa y me inventa cada día‖... En la obra de Paz la Palabra es como el poder de la literatura o la realidad paralela o la recreación más confiable del mundo o, también, la reflexión sobre el lenguaje: ―Hoy lucho a solas con una palabra. La que me pertenece, a la que pertenezco: ¿cara o cruz, o águila o sol? ‖ En la obra de Paz los árboles, los colores, las etapas del día, las mutaciones de la luz y las palabras, serán signos de un ―animismo‖ singular, de la corporeidad de las metáforas en un proceso que empieza o culmina con la pertenencia del poeta al lenguaje, entidad hecha de sílabas vivas: Hermandad Soy hombre: duro poco Y es enorme la noche. Pero miro hacia arriba: Las estrellas escriben. Sin entender comprendo: También soy escritura Y en este mismo instante Alguien me deletrea.
“Coronado de sí/ el día extiende sus plumas” Entre otros, localizo estos temas, signos y obsesiones temáticas en Libertad bajo palabra: -el arte (la escultura prehispánica, la pintura surrealista, la obra de Rufino Tamayo) como presencia diversificadora. -el cuerpo de la mujer como paisaje, horizonte de posibilidades y anunciaciones, hidrografía y geografía, paraíso con vientres como jardines, cordillera para el tacto. -el poema (la Palabra), en última instancia un hecho de la realidad, el acto transformador. -los elementos de la Naturaleza: el mar, el cielo, la tierra, las piedras, los árboles utilizables por su condición histórica de elementos poéticos y por su calidad de referencias primordiales de los sentidos. -el instante, que es síntesis de la eternidad al alcance, fragmento del tiempo y noción autónoma y móvil. -el tiempo, que es la melodía a cuyos ritmos se sujetan los cuerpos. 130
-el ―yo‖, el personaje del poema, que puede ser una máscara o un fluir apasionado, un distanciamiento irónico o una entrega semirreligiosa. -la luz que es la precisión física sobre la dispersión imaginaria. -el fruto, que es la vía de retorno a la vivencia paradisiaca. En 1957 Paz publica uno de sus grandes poemas, ―Piedra de sol‖, que él mismo define: ―Piedra de Sol‖ es un poema lineal que sin cesar vuelve sobre sí mismo, es un círculo o más bien una espiral‖ y que, por eso, empieza y termina de igual modo: un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea, un árbol bien plantado mas danzante, un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre.
En el poema, un personaje cuenta su viaje por la mujer amada (―voy por tu cuerpo como por el mundo‖), y su hacerse de una cosmogonía al renunciar a esa identidad que es el sentimiento unitario (―recojo mis fragmentos uno a uno/y prosigo sin cuerpo, busco a tientas‖). El personaje del poema habla de la eterna fundación del mundo a través de la pareja: los dos se desnudaron y se amaron por defender nuestra porción eterna, nuestra ración de tiempo y paraíso, tocar nuestra raíz y recobrarnos, recobrar nuestra herencia arrebatada por ladrones de vida hace mil siglos, los dos se desnudaron y besaron porque las desnudeces enlazadas saltan el tiempo y son invulnerables...
Si ya desde ¿Águila o sol?, y no obstante su complejidad y falta de concesiones, la poesía de Paz es muy leída, ―Piedra de Sol‖ es una de las claves de la nueva generación, que lo memoriza y estudia para aprender su sensiblidad, tan hecha de erotismo, descripciones vitriólicas del procedimiento autoritario, refundación del mundo a partir del amor, ires y venires de lo prenatal a lo póstumo, todo lo que enardece a una vanguardia que mezcla épocas, reconsideraciones del deseo, desprecio por los convencionalismos, urgencia de reescribir la historia, la modernidad y la experimentación espiritual y corporal. Mientras el erotismo y la filosofía sean posibles, no hay ―muerte de Dios‖. En La estación violenta (1958), que incluye ―Piedra de Sol‖, el poeta es un ser diurno, una expresión de las fuerzas naturales (la más recalcitrante y crítica), alguien que concibe la poesía como el acto que unifica la s sensaciones en un solo proyecto utópico. Todo en el libro es deslumbrante: la demasiada luz, la interrelación de historia y sensualidad, el uso de la metáfora como relámpago visual, la enumeración de alegorías, el tiempo que se va como agua y se petrifica, el aliento de lo prehispánico (en ―El cántaro roto‖) como galería de imágenes subterráneas que de pronto, al cerrar los ojos, ascienden a la superficie: El dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, 131
la Virgen, ¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de la fuente cegada? ¿Sólo está vivo el sapo, sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco, sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?
Palabras que son flores que son frutos que son actos. En La estación violenta, Paz alcanza la perfección, de su paraíso crítico y multiforme. Pero en los años siguientes ―desconfía del impulso adquirido‖, experimenta y modifica su perspectiva. Salamandra (19581961) es resultado de la visión opuesta, y al sentimiento utópico lo neutraliza el gusto casi abstracto por la poesía, la pasión por el fluir del lenguaje, de algún modo semejante, y Paz lo acepta, a The Waste Land, de Eliot, con escenarios áridos, exclamaciones como piedras, tiempo detenido. “Si el hombre es polvo...” En 1969 Ladera este es otro cambio, la síntesis o la reconciliación de La estación violenta y Salamandra. La estancia de Paz en la India fluye en las imágenes y en el acercamiento a otra actitud sensible: Quieta en mitad de la noche no a la deriva de los siglos no tendida clavada como idea fija en el centro de la incandescencia Delhi Dos sílabas altas rodeadas de arena e insomnio En voz baja las digo.
La sabiduría oriental es contemplación y reflexión perenne: ―Hambre de eternidad padece el tiempo.‖ El poeta atraviesa las mitologías, reformula desde el ánimo sereno la vida sensual, ve en los dioses a imágenes de la divinidad de los hombres, viaja por entre arquitecturas de sonidos. Lo finito se perfecciona y ―lo infinito en su propia plenitud se envuelve‖. En Ladera este, Hacia el comienzo, Blanco y El mono gramático, Paz da su versión de las culturas orientales, experimenta, oscila entre el verso libre y la prosa poética, le presenta al mundo de habla hispánica paisajes insospechados, confrontaciones espirituales, anticipaciones de un nuevo canon clásico. En especial El mono gramático (1970) exhibe la falsedad -en determinado nivel- de la división entre poesía y prosa. En El mono gramático, Paz sintetiza y amplía su encuentro con la India, el largo recorrido que le permite reencauzar y afirmar sus vínculos con poesía y filosofía. El camino de Galta, la ruta de peregrinaciones emprendidas por viajeros sin destino, es el ámbito físico y metafórico donde la naturaleza se esparce y se acumula, entreverando polvo, paisaje 132
petrificado, delirios del viento, inmundicia humana y animal, materia que fermenta, vestigios del paso ruinoso de los hombres. ―La fijeza es siempre momentánea‖, escribe Paz, es decir, nada está seguro en sí mismo, y sobre este polvo se levanta rán palacios, o de aquellos palacios sólo queda, finísimo, metafórico, contradictorio, este polvo. En el camino de Galta, evocado desde la tarde de Cambridge, la poesía es el otro sendero, la descripción que anula a la reflexión, la reflexión que ordena las descripciones, el catálogo objetivo que contempla el tejido de las impresiones. Y el flujo de profecías y sensaciones descritas con minucia nos incorpora, nos eleva, nos asegura la identificación plena entre lo corporal y lo verbal: El cuerpo que abrazamos es un río de metamorfosis, una continua división, un fluir de visiones, cuerpo descuartizado cuyos pedazos se esparcen, se diseminan, se congregan en una intensidad de relámpago que se precipita hacia una fijeza blanca, negra, blanca. Fijeza que se anula en otro negro relámpago blanco; el cuerpo es el lugar de la desaparición del cuerpo. La reconciliación con el cuerpo culmina en la anulación del cuerpo (el sentido). Todo cuerpo es un lenguaje que en el momento de su plenitud se desvanece; todo lenguaje, al alcanzar el estado de incandescencia, se revela como un cuerpo ininteligible.
Poesía intelectual, sensorial, compleja, llena de tensiones, la de El mono gramático amplía internacionalmente el círculo de lectores de Paz, así les resulte difícil o impenetrable a los no convencidos de que la poesía, como otras disciplinas, requiere de una formación especializada: ―La crítica del universo (y la de los dioses) se llama gramática.‖ Como nadie, Paz se acerca al universo paralelo de los nombres y las palabras, donde lo verbal es una transfiguración de lo real y a la inversa: y apenas lo digo, se vacían: las cosas se vacían y los nombres se llenan, ya no están huecos, los nombres son plétoras, son dadores, están henchidos de sangre, leche, semen, savia, están henchidos de minutos, horas, siglos, grávidos de sentidos y significados y señales, son los signos de inteligencia que el tiempo se hace a sí mismo, los nombres les chupan los tuétanos a las cosas, las cosas se mueren sobre esta página pero los nombres me dran y se multiplican, las cosas se mueren para que vivan los nombres.
“Espejo de palabras: ¿dónde estuve?” Pasado en claro (1974) es uno de los libros más personales y profundos de Paz. Como ―Piedra de sol‖, es autobiográfico, pero aquí la autobiografía combina la experiencia singular (la visión del padre y de la madre, las escenas de familia, el nacimiento de la estética entre los paseos y las impresiones de infancia, la relación con las ideas) con el desenvolvimiento de obsesiones características: el hombre ante sí mismo, la experiencia del tiempo y del ser, el poema como cuerpo y el cuerpo como poema, el carácter intercambiable de los sentidos, la transfiguración de las palabras y la letra impresa, el poema como museo que alberga referencias y lecturas, en este caso de La Ilíada, La Odisea, La Divina Comedia, Shakespeare, Apuleyo, Nerval, Julio Verne. En Pasado en claro todo es poesía y todo es desdoblamiento: Espiral de los ecos, el poema es aire que se esculpe y se disipa, fugaz alegoría de los nombres verdaderos. A veces la página respira: los enjambres de signos, las repúblicas errantes de sonidos y sentidos, en rotación magnética se enlazan y dispersan 133
sobre el papel Estoy en donde estuve: voy detrás del murmullo, pasos dentro de mí, oídos con los ojos, el murmullo es mental, yo soy mis pasos, oigo las voces que yo pienso, las voces que me piensan al pensarlas. Soy la sombra que arrojan mis palabras.
En sus años finales, Paz se concentra en su análisis de la historia y la política, comprueba su razón ante la ilusión del Progreso, examina el papel de las dictaduras ideológicas y el sentido de la caída del socialismo real, rechaza las construcciones de la posmodernidad (―Los hombres nunca han sabido el nombre del tiempo en que viven y nosotros no somos una excepción a esta regla universal. Llamarse posmodernos es una manera más bien ingenua de decir que somos muy modernos‖), y vuelve siempre a la poesía y al elogio de la poesía, la otra gran vertiente de las pasiones y las visiones. Rubén Darío llamó a los poetas ―Torres de Dios, pararrayos celestes‖; Paz ve en los poetas a los poseedores de la voz del comienzo, dentro de la historia pero no sujeta mecánicamente a sus cambios. En La otra voz. Poesía y fin de siglo (1990), Paz afirma: ―Toda reflexión sobre la poesía debería comenzar, o terminar, con esta pregunta: ¿cuántos y quiénes leen libros de poemas?‖. La situación actual de América Latina conduce al pesimismo. De entre la minoría que lee poesía, la mayoría son escritores, y de esa mayoría casi todos son poetas. Paradoja que no lo es tanto: al iniciarse el siglo XX en América Latina, la poesía es el género reinante en las letras; al acabar el segundo milenio de la era cristiana, la poesía es un hábito cada vez más restringido. Xavier Villaurrutia escribió: ―A todos, a condición de que todos sean unos cuantos.‖ De esta elección que puede ser condena algunos se exceptúan sobradamente. En América Latina se ha leído de manera amplísima a Neruda, César Vallejo, Borges, Nicolás Guillén, Octavio Paz, Jaime Sabines, que al trascender el círculo especializado, influyen en el lenguaje público. Y de entre ellos, sólo Paz y Borges disponen de un público igualmente atento a sus ensayos y sus versos. A Paz lo leen los poetas, los participantes en movimientos contraculturales, los académicos, los estudiantes, los empeñados en restablecer el trato cotidiano con la poesía. Árbol adentro, el último volumen de poesía de Paz, es un viaje personal y literario: cantos a la amada, evocaciones de amigos, enfrentamientos con el estalinismo, viajes por la ciudad, reivindicaciones del surrealismo, testamentos literarios, reconsideraciones de los hechos fundamentales: el amor y la muerte. Amar es morir y revivir y remorir: es la vivacidad. Te quiero porque yo soy mortal y tú lo eres.
La poesía de Octavio Paz, un gran momento del idioma español, es una reflexión intensa sobre la poesía. En ella, el vértigo, el amor, las certezas sobre el Yo que duda, la descripción del efecto de la luz sobre el paisaje, son instantes memorables del cuerpo y de la palabra que lo nombra y perfecciona. 134
II El sentido de la historia (La obra ensayística) En los años treinta, cuando Paz aparece de modo fulgurante, predominan dos arquetipos en los medios intelectuales de América Latina: el hombre de letras (entendido a la manera francesa, el profesional del Logos, el escritor que al ejercitar todos los géneros literarios es un paisaje cultural en sí mismo), y el Maestro de la Juventud o la Conciencia Nacional, situación típicamente latinoamericana, el escritor que es el Punto de Vista Insobornable y Crítico dirigido al lector y a su estructura moral. No hay todavía la noción del escritor profesional, que no pretende profesionalizarse como Conciencia. Es el tiempo de los españoles Miguel de Unamuno, Antonio Machado y José Ortega y Gasset, de los mexicanos Alfonso Reyes y José Vasconcelos, el peruano José Carlos Mariátegui. De esta herencia, Paz incorpora en sus ensayos aspectos fundamentales. Casi desde el principio se propone una tarea intelectual equivalente a los proyectos mezclados del Hombre de Letras y de la Conciencia Moral. Y construye una versión lo más totalizadora posible de las resonancias de la poesía, de las correspondencias entre poesía y sociedad, de la tradición literaria mexicana, de los significados de la modernidad, de los alcances de la vanguardia artística. Las mitogonías del nuevo principio En 1950, Paz publica la versión definitiva de El laberinto de la soledad, su primer libro de ensayos y el que lo da a conocer. Muy pronto, El laberinto se convierte en un clásico de la tendencia que indaga en lo específico del Mexicano, inaugurada a principios del siglo XX por autores como Julio Guerrero (La génesis del crimen en México), y prolongada con El perfil del hombre y la cultura en México, (1936) de Samuel Ramos, y la ―búsqueda ontológica del ser del mexicano‖, llevada a cabo por el grupo Hyperion. El México de El laberinto es un México de mitologías, rituales, etapas históricas perfectamente cerradas, registro minucioso de las diferencias con lo otro (lo anglo, ―hecho de precisión y eficacia‖), caracterizaciones anímicas, indagaciones psicológicas, historia intelectual y moral, análisis del ―espíritu nacional‖, vía de acceso a las realidades psicológicas de la sociedad mexicana. Muy sumariamente (y sin hacerle justicia a la riqueza de su escritura), se podrían dividir del modo siguiente algunos de sus temas centrales: a) El país o el pueblo son entidades homogéneas (―el mexicano‖) cuyo ser es aprehensible y abarcable. Lejos de sí, del mundo y de los demás, el mexicano termina disolviéndose, convirtiéndose en ―sombra y fantasma‖. b) El laberinto examina una sociedad muy restringida, Paz se dirige a la minoría que representa no a la nación, sino al porvenir deseable e inevitable de la nación. Afirma: No toda la población que habita nuestro país es objeto de mis reflexiones, sino un grupo concreto, constituido por esos que por razones diversas, tienen conciencia de su ser en tanto mexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es bastante reducido. En nuestro territorio conviven, no sólo distintas razas y lenguas, sino varios niveles históricos... La minoría de mexicanos que poseen conciencia de sí no constituyen una clase inmóvil o cerrada. No solamente es la única activa -frente a la inercia indoespañola del resto- sino que cada día modela más el país a su imagen. Y crece, conquista a México. Todos pueden llegar a sentirse mexicanos.
El propósito del libro se establece desde sus primeras páginas. Paz se dirige a una minoría representativa no de la nación sino de aquello en que la nación se ha de convertir. 135
c) La actitud del mexicano ―ante la vida no está condicionada por los hechos históricos‖... ―¿para qué buscar en la Historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar?‖ La Poesía y los Mitos -resume Carlos Blanco - se oponen a la Historia, porque allí no se encuentra respuesta alguna, ya que el ―nosotros‖ (ser plural) no hace historia. Es el mito, entonces, la contestación que niega la Historia o se deja negar por ella. d) Al nacionalismo, uno de los grandes elementos movilizadores e inmovilizadores en la vida de México, se le añade otro ángulo, el de la otredad. El México que El laberinto interpreta es un México que procede a través de grandes individualidades y palabras clave. De ellas, en el territorio de la oscuridad entrañable, ninguna tan persuasiva como la Chingada, ―término obsceno‖ que, a la luz de los mitos, pierde su carga prohibida y se vuelve la Nada, la representación límite del pecado original, la Madre violada, la atroz encarnación de la condición mexicana, el vocablo que se desprende de la Conquista y de cómo les fue allí a los mexicanos (―¡Ya nos llevó la Chingada!‖), la voz que se dramatiza en el grito con que, según Paz, los mexicanos se cierran al exterior y, sobre todo, al pasado: ―¡Viva México, hijos de la Chingada!‖ La Malinche es un personaje fundamental en la mitología mexicana: la traductora de Hernán Cortés, la traidora emblemática, la que le da la espalda a su raza para hacerse amante del conquistador y ser la madre del primer mestizo notorio: Martín Cortés. Por eso el malinchismo durante un largo periodo describe la entrega al extranjero. Al repudiar a la Malinche..., ―el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su origen y se adentra sólo en la vida histórica‖. De paso y en consecuencia, condena en bloque su tradición, lo que se traduce en ciertos momentos en una ―encarnizada voluntad de desarraigo‖: "Es pasmoso que un país con un pasado tan vivo, profundamente tradicional, atado a sus raíces, rico en antigüedad legendaria si pobre en historia moderna, sólo se conciba como negación de su origen". La conclusión: la Reforma de Juárez y su generación es la gran ruptura con la Madre (que es la Chingada). e) Son debatibles diversas afirmaciones de El laberinto, y esta es quizás su razón de ser más profunda, la convocatoria a la polémica. A esta distancia, no tiene caso polemizar con un libro tan estimulante, sino reconstruir el proceso de difusión de una prosa clásica. Durante los años tan despolitizados que van (aproximadamente) de 1940 a 1968, los lectores de El laberinto, progresivamente escépticos de la cultura oficial, aceptan una versión de un proceso histórico, más persuasiva y admirablemente escrita. En relación con esto, deben tomarse en cuenta los múltiples significados de la Revolución Mexicana, que es la destrucción de una dictadura, el hecho de armas que se prolonga por dos décadas, la creación de instituciones sólidas, la edificación del Estado fuerte, el inicio de espacios de tolerancia, la victoria del espíritu secular sobre las tradiciones clericales, la nueva concentración del poder y los privilegios, la ―esquizofrenia ‖ política que declara lo contrario de lo que hace, el tiempo de la movilidad social pese a todo. En El laberinto, Paz se refiere de manera original a la etapa armada de la revolución, la emergencia de los ejércitos campesinos de Villa y Zapata, la cadena de batallas y magnicidios, la grandeza popular representada especialmente por Emiliano Zapata y Lázaro Cárdenas: La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y entraña extrae, casi a ciegas, los fundamentos del nuevo Estado... La Revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre. Y, por eso, también es una fiesta: la fiesta de las balas, para emplear la expresión de Martín Luis Guzmán. Como las fiestas populares, la Revolución es un exceso y un gasto, un llegar a los extremos, un estallido de alegría y desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo 136
mezclado... ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano.
Se le toma la palabra demasiado literalmente a esta tesis. Mitificada, la Revolución se despoja de sus contenidos diversos y contradictorios, y es ya una fiesta armada. ¿Qué es la fe en el progreso, tal y como se vive en las clases adineradas, sino la idea de la Revolución como el vértigo de las celebraciones con los caudales a cargo de unos cuantos? Por lo demás, el México ―enterrado pero vivo‖ es una alternativa seductora. Ataviado suntuosamente como ―un universo de imágenes, deseos e impulsos sepultados‖, el ánimo nacionalista se deja expresar ya no por una estética de las hazañas (la Escuela Mexicana de Pintura, la novela de la Revolución Mexicana, la obra de Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, el ballet nacionalista, etcétera), sino por una extraordinaria codificación verbal. Ecos comercializados de estas tesis le sirven a la asimilación apacible del pasado histórico y cultural, lo que, con frecuencia, desemboca en el alborozo del turismo interno que ―descubre ‖ el país a través de las leyendas. Esta mala lectura es tal vez inevitable en una sociedad ansiosa de comprenderse a sí misma memorizando sus rasgos. Como sea, a las teorías sobre la nación, Octavio Paz agrega su versión poderosa. El laberinto finaliza con una frase categórica: ―Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de los demás hombres.‖ En 1950 esto anuncia el fin del aislamiento y del aislacionismo de la cultura de la vida mexicana. Si la ―soledad‖ de la nación es fruto de la psicología fatalista de los mexicanos, o es el resultado de los modos operativos de la historia, es asunto a debatir. Lo evidente en los años cincuenta, en medio de la ―mística nacionalista ‖, es la liquidación del nacionalismo cultural, y la apertura industrial, informativa, artística que, sin prisa alguna, irá de la minoría a las mayorías. El laberinto anuncia el tránsito a la modernidad asumida con todas sus consecuencias, y este nivel del libro (el menos observado gracias al ánimo turístico que usa a El laberinto para entenderse con el México de los ritos, de festividades como el Día de Muertos) es el que, ahora, nos resulta más importante. Las utopías y la crítica de las utopías De 1950 a 1996 Paz publica libros fundamentales, polemiza con la izquierda y con el gobierno (su renuncia a la embajada de México en India en 1968, a raíz de la matanza de Tlatelolco, es tanto más memorable cuanto que es la única en todo el aparato oficial), insiste en los valores democráticos, recibe numerosas distinciones, del Premio Cervantes al Premio Nobel, y es, sin duda, la figura cultural de mayor peso en México. En él, la vocación literaria es un programa muy amplio que incluye el examen de la historia, la filosofía, y la tradición artística y cultural de México, sin restringirse a lo nacional ni a lo occidental. En 1956, El arco y la lira (edición definitiva: 1957) es el gran intento de respuesta de Paz a preguntas clave: ¿Qué es la poesía? ¿No sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida? ¿No puede tener la poesía como objeto propio la creación de instantes poéticos, más que la de poemas? ¿Será posible una comunión universal en la poesía? Paz es vigoroso en su fe en cuanto a los alcances de la materia de su estudio: La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo, crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la 137
ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases...
El arco y la lira es el principio de una indagación sobre la modernidad en poesía, un estudio literario e histórico al que complementan Cuadrivio (1965), Los hijos del limo (1974), La otra voz (1990) y parcialmente El signo y el garabato (1973). En Cuadrivio, Paz examina a cuatro poetas fundamentales por diversas razones: el nicaragüense Rubén Darío, el español Luis Cernuda, el portugués Fernando Pessoa y el mexicano Ramón López Velarde. Ya antes, en Las peras del olmo (1957), Paz establece sus preferencias, su canon beligerante de poesía mexicana (Sor Juana, José Juan Tablada, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia), pero en Cuadrivio la reflexión se concentra en la identidad entre sensualidad poética y erotismo, entre el acto y el símbolo. Según Paz la alegoría es el eje de la poesía moderna, en un mundo regido por el cristianismo sin Dios y el paganismo cristiano. De acuerdo con los criterios de la Edad Media, la poesía era una sirvienta de la religión; en la edad romántica la poesía no es sólo rival de la religión sino el principio anterior a todas las escrituras sagradas. Y la analogía, señala Paz, es el culto verdadero de la poesía moderna, del romanticismo al surrealismo (la analogía sobrevivió al paganismo y probablemente sobrevivirá al cristianismo y a su enemigo el cientismo). Como no es infrecuente en los escritores de los países ―periféricos‖, Paz conoce a fondo la cultura occidental, sobre todo la poesía francesa, la anglosajona y la hispanoamericana y española. Pero ya desde El arco y la lira inicia su acercamiento a Oriente, lo que profundizará en su estancia en India, como embajador de México (1962-68). Allí encuentra y reencuentra el arte hindú, la cultura china, la cultura japonesa. Y allí se localiza una extraordinaria aportación de Paz: el estudio de la doble tradición de la poesía, la que se define por obras individuales y tendencias, y la ruptura, la experimentación vanguardista, el deseo que es el otro tiempo de la historia y la incorporación al canon literario de lo excluido por el eurocentrismo. Antes, este canon o panorama poético solía integrarse por los nombres reverenciados: Dante, Wordsworth, Blake, Baudelaire, Nerval, Víctor Hugo, Mallarmé, Apollinaire, André Breton, Pound, Eliot, William Butler Yeats, Whitman, Wallace Stevens, Rilke. A ellos, Paz agrega otra lista (otro examen a fondo) con los nombres de Quevedo, Góngora, Sor Juana, Rubén Darío, López Velarde, Pablo Neruda, César Vallejo, Borges, Xavier Villaurrutia, Luis Cernuda, José Gorostiza, Leopoldo Lugones, Vicente Huidobro, Lezama Lima. Esta contribución es fundamental porque Paz no habla a nombre del nacionalismo sino del pleno derecho del escritor a hacer suya la tradición universal. En especial, el nombre de Neruda aparece de continuo en las páginas de Paz. Neruda es el descendiente por excelencia de Rubén Darío, el gran poeta del modernismo latinoamericano (tan distinto del modernismo anglosajón): ―La influencia de Neruda fue como una inundación que se extiende y cubre millas y millas -aguas confusas, poderosas, sonámbulas, informes.‖ En Neruda, Paz descubre méritos y deméritos. Lo conoce en París, y lo vuelve a ver en Valencia, en el Congreso Mundial de Escritores Antifascistas. Y el reencuentro en México anticipa de algún modo el distanciamiento de Paz de la izquierda internacional, ahogada entonces por el estalinismo. Neruda detesta a los ―artepuristas‖, a los cultivadores el arte -por-el-arte, y Paz defiende el derecho a la libre expresión. El resultado: el alejamiento rotundo de Paz de una estética y de una ética fundadas en la utilidad política de la poesía. 138
En 1982 Paz publica Sor Juana o Las trampas de la fe, un gran ensayo biográfico, indagación sobre religión, cultura, ciencia, vida cotidiana y represión en el virreinato. Las trampas de la fe es una indagación fascinante en la historia poética, en la trayectoria del barroco y en la historia de la libertad intelectual. No en balde merece los dicterios del arzobispo Corripio y de un selecto grupo de teólogos que se llaman a duelo ante la idea de una monja reprimida por un obispo fanático y obtuso. Con este libro culmina el proyecto de canon literario de México que Paz inicia en Las peras del olmo, y que se complementa con los numerosos ensayos sobre la plástica (es restringido su abordaje de la novela, la fotografía y la arquitectura, y más bien se abstiene de escribir sobre música, danza y cine, salvo en los casos de Silvestre Revueltas y Luis Buñuel). Desde Posdata (1970), escribe apasionadamente sobre política, con tal amplitud que demanda ensayos específicos. *** En 1947, Paz escribe en su poema ―Arcos‖: Me alejo de mí mismo, me detengo sin detenerme en una orilla y sigo río abajo, entre arcos de enlazadas imágenes, el río pensativo. Sigo, me espero allá, voy a mi encuentro, río feliz que enlaza y desenlaza un momento de sol entre dos álamos, en la pulida piedra se demora, y se desprende de sí mismo y sigue, río abajo, al encuentro de sí mismo.
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JAIME SABINES: “ENCERRADOS AHORA EN EL ATAÚD DEL AIRE” Nexos, febrero de 2009 www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=118 En 1950, a sus 24 años de edad, Jaime Sabines (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1926-ciudad de México, 1999), publica Horal, un libro extraordinario donde ya se establece un estilo, un tono, un vocabulario personalísimos. La unidad en la dispersión: un texto remite al siguiente o al anterior y el uso de los vocablos prestigiosos de la poesía de ese momento no son reiterativos (nunca dicen lo mismo, dependen de su función en el poema). El personaje, el Yo implacable, jamás cae en la proclama, y se atiene a lo tajante (el modo de enunciar) y lo anticlimático (la quietud profética, si vale el oxímoron): Lento, amargo animal que soy, que he sido, amargo desde el nudo de polvo y agua y viento que en la primera generación del hombre pedía a Dios…
Un texto magnífico escrito a los 22 o 23 años de edad. Desde el principio, Sabines ejerce su madurez, o como se le diga al don de no pagar el costo de las etapas de la inexperiencia o el candor. Verbigracia: ―Lento, amargo animal‖, un texto de los orígenes míticos. En el principio era… Un lector de la Biblia va de los ancestros a los descendientes, y de regreso: Amargo, como esa voz amarga prenatal, presubstancial, que dijo nuestra palabra, que anduvo nuestro camino, que murió nuestra muerte, y que en todo momento descubrimos.
¿No suscribiría Sabines los versos de López Velarde: ―Mis hermanos de todas las centurias / reconocen en mí su pausa igual, / sus mismas penas y sus mismas furias‖? En Horal están la mezcla de extroversión y ensimismamiento que distingue a la obra y los temas perdurables: la soledad, el amor donde la pareja se devora con tal de renacer, la luz que varía de acuerdo a su materialidad: ―estatua de la luz hecha pedazos…‖, el ánimo del augur que alerta a ese pueblo elegido que es el poeta mismo; el haz de las paradojas como el arraigo en las contradicciones: ―Soy el eco del grito que sería‖, y el inicio de la fijación perenne: ―He aquí que me desnudo para habitar mi muerte‖. Por doquier, líneas deslumbrantes: Cualquier cosa que se diga es verdad, antes de mi suicidio estuve en un panal.
En Horal Sabines advierte ―algo en el subsuelo de mis ojos‖, adopta la humildad: ―De polvo a polvo soy…‖, pone al día su lectura de los clásicos del Siglo de Oro: ―Me duele el aire herido que a veces soy…‖, y alcanza la cima del desdoblamiento: Mi soledad me mira como a un extraño.
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Los versos asombrosos no debilitan la unidad de los poemas, en especial de aquellos que contienen un relato que es una fábula que es una alegoría: Anda entre toda la gente trabajosamente. No puede disimular, pero, a punto de llorar, la cojita, de repente, se mira el vientre y ríe. Y ríe la gente. (De ―La cojita‖.)
Y, también, el lugar común puede reconvertirse en una línea poética: Yo no lo sé de cierto, pero supongo que una mujer y un hombre algún día se quieren, se van quedando solos poco a poco, algo en su corazón les dice que están solos. (De ―Yo no lo sé de cierto‖.)
La pareja en el acto sexual, una de las insistencias de Sabines, alcanza la perfección en quince líneas. Allí el ritual escenifica la proeza que sólo dos perciben: el coito es una categoría del entendimiento, es lo que contiene a la otra lucidez de la especie: la realización del deseo: Todo se hace en silencio. Como se hace la luz dentro del ojo. El amor une cuerpos. En silencio se van llenando el uno al otro. Cualquier día despiertan, sobre brazos; Piensan entonces que lo saben todo. Se ven desnudos y lo saben todo. (―Yo no lo sé de cierto. Lo supongo‖)
El personaje poético exalta el acoplamiento de los cuerpos (―Mi corazón emprende de mi cuerpo a tu cuerpo un último viaje‖) y, con gran elegancia, elige el tema que dominará la obra: la fusión del amor y la cópula. * ―Los amorosos‖ es el texto que es alegato que es utopía que es la sublevación de una inesperada raza maldita. La inmensa suerte de este poema ha corrido a cargo de las generaciones de adolescentes y jóvenes que lo han leído y memorizado como un pacto secreto y público que incluso alcanza, oh dioses, los aniversarios de boda. A estas alturas del descrédito de la obsesión amorosa y del amour fou, ―el loco, loco amor pregonado por los surrealistas, André Bretón a la cabeza‖, parece un despropósito alabar la ―refundación del mundo‖ por cuenta de dos seres ansiosos, y más ahora, cuando el romanticismo parece un artilugio teatral (la sección elocuente del melodrama), pero es siempre actual la gana de trazar 142
de nuevo el rumbo de la especie. Los que leen este poema en voz alta o en la voz alta de la mente, casi de seguro no le hacen caso a los mecanismos de la entrega sin condiciones, pero sí extraen de sus versos las sensaciones que vuelven tangible el amor en la página, mientras le conceden a lo cotidiano la transparencia última: Los amorosos callan. El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable.
Un poema como un viaje incesante a través de la emoción, un poema que hace las veces de acto de rebeldía (en la obra de Sabines, reacio por lo común a las formulaciones ideológicas, sólo la pasión ilumina los sentimientos). Sin estrépito, se hacen a un lado las normas, en pos de la perdurabilidad de la pareja. Los amorosos son los nómadas (―se están yendo, / siempre, hacia alguna parte‖); son los premiados por la falta de recompensas (―Esperan, / no esperan nada, pero esperan‖); son los que a fuerza de insistir se encuentran consigo mismos (―Los amorosos son los insaciables, / los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos‖). Si se escudriña a fondo ―Los amorosos‖, la única lectura exigible de un poema por otra parte, se advierte su condición específica: los amorosos no son los amantes a lo Abelardo y Eloísa, o a lo Rick y Elsa en Casablanca, son una tribu alejada de las recompensas del cielo prometido y el infierno tan temido; son los críticos de la sabiduría al uso y de las gentes ―que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite‖; son los autores de hazañas imposibles: ―juegan a coger el agua, / a tatuar el humo, a no irse‖; son los adversarios de la dictadura de lo definitivo; son los partidarios de la oquedad y su centro infalible, los que vislumbran paisajes insólitos, los que arrancan de la verdad acertijos indescifrables, los que releen la escritura fatídica en las paredes, los persuadidos por la insensatez que alivia las heridas de la lógica. Así, en el final del poema: Los amorosos se ponen a cantar entre labios una canción no aprendida y se van llorando, llorando la hermosa vida.
Me detengo en este poema, no únicamente por sus resonancias sino porque auspicia las lecturas que rechazan o contradicen su proclama evidente. En ―Los amorosos‖ no se admite la obviedad que institucionaliza a la pareja y, sin embargo, muchísimos, tal vez la mayoría, encuentran en ―Los amorosos‖ la clave de su enloquecido sueño de bodas de plata y bodas de oro. Recuerdo la lectura de Sabines en Bellas Artes. Al anunciar ―Los amorosos‖, el regocijo transformó la sesión, las parejas se tomaron de la mano y siguieron el ritmo de las imprecaciones como si se tratara de bendiciones solemnes, como si oyeran el exorcismo que los protegía de la soledad, precisamente la sensación que exalta el poema. * En Horal, el texto ―Así es‖ resulta de varios modos el complemento de ―Los amorosos‖, y es el primer homenaje-antihomenaje de Sabines a su personaje poético, a sus limitaciones y 143
aturdimientos. En ―Así es‖ el uso casi metafísico del sentido del humor vulnera el prestigio del afán autodestructivo: Con siglos de estupor con siglos de odio y llanto, con multitud de hombres amorosos y ciegos, destinados a la muerte, ahogándome en mi sangre, aquí, embrocado, Igual a un perro herido al que rodea la gente Feo como el recién nacido y triste como el cadáver de la parturienta Los que tenemos frío de verdad, los que estamos solos por todas partes, los sin nadie. Los que no pueden dejar de destruirse, esos no importan, no valen nada, nada, que de una vez se vayan, que se mueran pronto. A ver si es cierto, muérete. ¡Muérete, Jaime, muérete! ¡Ah, mala vida, testaruda, sorda!
En Así hablaba Zaratustra, Nietzsche escribe: ―Los poetas mienten mucho‖, y Sabines lo secunda desde la autocrítica. Luego del ―¡Muérete, Jaime, muérete!‖, añade: Poetas, mentirosos, ustedes no se mueren nunca Con su pequeña muerte andan por todas partes Ustedes no conocen la muerte todavía
Si se habla de ideas poéticas fundamentales, en la obra de Sabines se translucen las enseñanzas del peruano César Vallejo, de sus empresas de autodemolición, de su llevar al límite la noción de sí mismo como el personaje herido y perseguido: César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que él les haga nada; le daban duro con un palo y duro, también con una soga; son testigos los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos.
De Vallejo, Sabines aprende el modo de no darse cuartel. * Del repertorio de poemas esenciales o, dicho de otro modo, infaltables de Sabines, mi predilecto es ―Tía Chofi‖, uno de los grandes textos cristianos en el mejor sentido del término, en el de padecer junto a otra persona, el de asumir como propias la desdicha o la tristeza en
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torno suyo, el de negarse a representar la superioridad de cualquier índole. La incapacidad de fingimiento lleva al homenaje más profundo de la muy piadosa falta de piedad: Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi, pero esa tarde me fui al cine e hice el amor. Yo no sabía que a cien leguas de aquí estabas muerta con tus setenta años de virgen definitiva, tendida sobre un catre, estúpidamente muerta. Hiciste bien en morirte, tía Chofi, [porque no hacías nada, porque nadie te hacía caso, porque desde que murió abuelita, a quien te consagraste, ya no tenías qué hacer y a leguas se miraba que querías morirte y te aguantabas. ¡Hiciste bien! Yo no quiero elogiarte como acostumbran los [arrepentidos, porque te quise a tu hora, en el lugar preciso, y harto sé lo que fuiste, tan corriente, tan simple, pero me he puesto a llorar como una niña porque te [moriste. ¡Te siento tan desamparada, tan sola, sin nadie que te ayude a pasar la esquina, sin quien te dé un pan!
* En dos años Sabines entrega dos poemarios fundamentales, Horal y La señal (1951), en buena medida el mismo libro, un largo y desolado y victorioso viaje por el amor que el cuerpo de una mujer multiplica, por la ambición de eternidad que se aferra al instante, por las madrugadas vacías de contenido y ahítas de sexo o, sin contradicciones, de espiritualidad. Así por ejemplo, ―Sigue la muerte‖ es un convivio de temperamentos en el límite, una danza medieval de la muerte, una congregación de Calaveras y Bufones del Señor: No digamos la palabra del canto, cantemos. Alrededor de los huesos, en los panteones, cantemos. Al lado de los agonizantes, de las parturientas, de los quebrados, de los trabajadores, cantemos. Bailemos, bebamos, violemos. Ronda del fuego, círculo de sombras, con los brazos en alto, que la muerte llega. Encerrados ahora en el ataúd del aire, hijos de la locura, caminemos en torno de los esqueletos. Es blanda y dulce como una cama con mujer. Lloremos. Cantemos: la muerte, la muerte, la muerte, hija de puta, viene. La tengo aquí, me sube, me agarra 145
por dentro. Como un esperma contenido, como un vino enfermo. Por los ahorcados lloremos, por los curas, por los limpiabotas, por las ceras de los hospitales, por los sin oficio y los cantantes. Lloremos por mí, el más feliz, ay, lloremos.
La señal es un libro tal vez calificable de agorero no en el sentido de anotaciones del fin del mundo, sino en el del estremecimiento del personaje que, en una ciudad asediada, atiende a su propio desmoronamiento: ―velar el cadáver diario que dejamos‖. Esto se advierte en el poema ―Es un temor de algo‖ donde, de nuevo, la muerte no es el fin sino una de tantas emblematizaciones de lo erótico, y en donde el miedo es una sensación casi santificada: Es un temor de algo, de cualquier cosa, de todo. Se amanece con miedo. El miedo anda bajo la piel, recorre el cuerpo como una culebra. No se quisiera hablar, mirar, moverse. Se es frágil como una lámina de cine. Vecino de la muerte a todas horas, hay que cerrar los ojos, defenderse. Se está enfermo de miedo como de paludismo, se muere de soledad como de tisis…
Es y no es una paradoja que a Sabines, el más pesimista, el más desolado de los poetas contemporáneos de México, se le aprecie popularmente como el poeta del amor que a todo sobrevive. La transformación de los poemas se debe —ni modo, Jaime, vívete— a la energía asombrosa, a la ternura que traspasa las barreras de la hosquedad. Nada más tierno que esta súplica por alguna variante coloquial del Juicio Final: Que todos mueran a tiempo, Señor. que gocen, que sufran hoy. Desampárame, Señor, que no sepa quién soy.
* En 1953 Sabines inicia ―mi trauma, mi silencio‖... Se hace cargo de El Modelo, la tienda de su hermano Juan. Le cuenta a Martha Anaya y Patricia Ruiz: ―Cada mañana tenía que levantar cuatro chingadas cortinas de acero y barrer la calle por donde la gente pasaba tirando basura. Era un poeta, pero tenía que ponerme a vender metros de manta o delantales o no sé qué carajos... Ahora reconozco que esos años terribles me enseñaron muchas cosas; la humildad, a ser cualquier gente, aunque en el fondo supiera que yo era antes que nada un poeta‖. * 146
¿Tiene sentido seguir precisando en esta poesía el papel del llanto o del amor que nos conduce a la muerte o la desnudez? A sus 30 años Sabines publica Tarumba, un despliegue de la ironía como acertijo, donde el Yo poético encuentra a Tarumba, el interlocutor preciso y enigmático, a la vez el confidente, el rumor amigo y enemigo, el primero que se entera del hijo próximo del escritor: El libro no soy yo, ni es mi hijo, ni es la sombra de mi hijo. El libro es sólo el tiempo, Un tiempo mío entre todos mis tiempos, un grano en la mazorca, un pedazo de hidra.
Sabines subraya los enigmas desde la sencillez. El que quiera entender su trabajo, que se enamore, que sufra como si su acervo simbólico no dispusiese de otros temas, que se acerque a los juicios salomónicos del disparate, que observe a la razón caminar sin ayuda de los silogismos. A fines de la década de 1940, cuando Sabines inicia su tarea literaria, ya las libertades de la imagen no requieren del calificativo ―surrealista‖, y los alicientes del ímpetu metafórico de Sabines están a la vista: el vocabulario poético de su generación (las voces consagradas); la obra de Neruda y de César Vallejo; la poesía francesa; la Biblia como catálogo de personajes y como elocuencia perfecta; las mitologías del catolicismo hispanoamericano; las herencias del modernismo literario (a partir de las renovaciones del sonido en Rubén Darío que Sabines matiza en pos de una ―épica sordina‖); el diálogo con la obra de sus contemporáneos… En este linaje de Sabines el sexo y la familia y la ternura no le dejan escapatoria al personaje: Pero nací también (porque nací) al sexto sol del día en el último vientre de mi madre (Mi madre es mujer y no tuvo ningún que ver con Dios).
* Otras publicaciones: Diario semanario y poemas en prosa (1961) y Poemas sueltos(19511961), que contienen dos textos, ―No es que muera de amor‖ y ―He aquí que tú estás sola‖, logros técnicos, ensalzamientos metafóricos como laberintos que continúan invictos hasta el final: No es que muera de amor, muero de ti. Muero de ti, amor, de amor de ti, de urgencia mía de mi piel de ti, de mi alma de ti y de mi boca y del insoportable que soy yo sin ti. Muero de ti y de mí, muero de ambos, de nosotros, de ese, 147
desgarrado, partido, me muero, te muero, lo morimos.
* Yuria (1967) contiene el único y no muy logrado intento de poesía política de Sabines y, también, varios excelentes poemas de amor contradictorio (¿o cómo nombrar a los elogios a la amada rodeados de los obituarios de quien ama?), y la ―Autonecrología‖, una serie de cuadros líricos a los que les convendría el complemento de los grabados de James Ensor. Yuria es en su mayor parte un libro de los salmos de la muerte sin otro destinatario que el propio Sabines, que preside su duelo y distribuye no sin sarcasmo las ofrendas fúnebres: Los gusanos hermanos, son buenas gentes no hay que tenerle miedo al agujero del patio.
En Maltiempo (1972) incluye las estampas dedicadas a la muerte de Doña Luz, su madre: No somos nada, nadie, madre Es inútil vivir Pero es más inútil morir.
En este libro, el texto ―Memorial de Tlatelolco‖ es una elegía a los jóvenes asesinados por la locura de Gustavo Díaz Ordaz, ―incapaz de todo menos del rencor‖. El ánimo lo mantiene en un poema de imprecaciones soberanas, ―Diario Oficial‖: El pueblo es una entidad pluscuamperfecta generosamente abstracta e infinita sirve también para que jóvenes idiotas aumenten el área de los panteones o embaracen las cárceles o aprendan a ser ricos. Lo mejor de todo lo ha dicho un señor Ministro: ―Con el pueblo me limpio el culo‖. He aquí lo máximo que puede ser el pueblo: un rollo de papel higiénico para escribir la historia contemporánea con las uñas.
* Octavio Paz reconoce a Sabines: ―Es uno de los mejores contemporáneos de nuestra lengua‖; sin embargo, lo lee de un modo a veces no muy compartible. Por ejemplo, lo califica de ―poeta verdadero y un comediante disfrazado de salvaje‖; no advierto en Sabines a comediante alguno, su sinceridad nunca se disfraza y su exigencia crítica le impide el juego de máscaras. También, Paz describe las ―violentas y apasionadas relaciones de Sabines con el lenguaje (verdugo enamorado de su víctima, golpea las palabras y ellas le desgarran el pecho)‖. No lo considero así; él, como cualquier poeta valioso, sostiene violentas y apasionadas relaciones con el lenguaje, pero no golpea a las palabras sino, por el contrario, les adjudica un valor supremo. También, Paz habla del ―realismo de hospital y burdel‖: en su obra hay un hospital 148
donde muere su padre, y, en un texto muy irónico, machista y solidario canoniza a las putas, pero en ningún momento el énfasis es realista, sino lírico, lo propio de un delirio muy afinado. Paz en cambio me parece muy acertado cuando afirma: ―Para Sabines todos los días son el primero y el último día del mundo‖. Luego, Paz, en un juicio extremo, acusa de tremendista a Sabines: ―Peligros de la falsa barbarie. Sabines forcejea y con un vozarrón de sótano emite quejas, sentimientos débiles o de débil. Peligros del odio (real o fingido) a la inteligencia‖. De nuevo, no comparto tal severidad. Sabines no es un bárbaro ni finge serlo, acepta la inmediatez de sus pasiones y tal cosa transmite sin demostrar un odio real o fingido a la inteligencia; en lo que se concentra es en el ejercicio de la sensibilidad cuyo sustento es la inteligencia. * Sabines es muy parco al hablar de lo poético, y lo hace en dos o tres textos. En uno de ellos afirma: Hay dos clases de poetas modernos, aquellos, sutiles y profundos, que adivinan la esencia de las cosas y escriben: ―Lucero, luz cero, luz Eros, la garganta de luz Pare colores coleros‖, etcétera, y aquellos que se tropiezan con una piedra y dicen: ―pinche piedra‖.
Este texto, no muy afortunado, tiene entre otros un inconveniente: incluye dos parodias que se anulan mutuamente, la del que hace malabarismo con las palabras, y la del que carece de sutilezas y abomina de la retórica. Sabines es muy complejo y nunca dice ―Pinche piedra‖. Él, siempre, es de una finura heterodoxa: (Vuelvo a plancharme el rostro en el espejo, Bozal el corazón, que ya es de día).
* En esta obra, el llanto tan prodigado no tiene que ver con el melodrama, aunque no lo desprecie, sino con los métodos de purificación: ¡A la chingada las lágrimas!, dije, y me puse a llorar como se ponen a parir.
―Que el mundo sepa que sabemos ser trágicos‖, sí, pero que también advierta cómo los instrumentos tradicionales —el dolor, la tristeza, la soledad, el llanto— ya no son las entidades que avasallan lo cotidiano, sino las que desatan la pequeñez anímica, las que convierten en proeza lo que de otro modo se deslizaría en la autocompasión: Yo soy sólo la sombra que madura en un vientre desconocido O esta declaración de ausencia de bienes: 149
No soy, no soy, no he sido, más que un lugar vacío, un lugar al que llegan de repente un cuerpo y un delirio y una apagada voz que nos aprende como un castigo.
* ¿Dónde se ubica la poética de Sabines? Él adopta el vocabulario lírico de su época, desbordante en palabras que —se supone— crean por sí mismas las atmósferas literarias, no se necesita más que la derrama inercial de palabras: luna, luz, noche, alborada, soledad… Si por intercesión de la ironía Rosario Castellanos se distancia de la creencia en los reflejos condicionados del lector, Sabines, con el impulso que congrega a la inteligencia y el tener que decir, obtiene la originalidad indispensable. En la obra de Sabines localizo entre otras varias funciones de la muerte:
El refugio del amor ante la posibilidad de su aplastamiento. El diluvio de metáforas a modo de antídotos contra la solemnidad o la insensibilidad: ―Ora por nosotros, / mosca de la muerte, / párate en la nariz de los que ríen‖. La pesadumbre que calcina las pretensiones y verifica lo inútil de la vanidad.
* Escribe Sabines: ―Se apoya en Dios o cae sobre la muerte, pero no descansa…‖. Apoyarse en Dios. Esta palabra, este concepto, esta realidad de la fe, esta muerte de lo trascendente acompañada de la multitud de sus resurrecciones, se mueve en la obra de Sabines. Doy ejemplos: a) y es terrible dulzura que es Dios insoportable b) contagia la salud de un pecho a otro c) la eternidad que dura un abrir y cerrar de ojos d) Quiero apoyar mi cabeza en tus manos, Señor. Señor del humo, sombra, quiero apoyar mi corazón. Quiero llorar con mis ojos, irme en llanto, Señor. e) (El Rey de Reyes, como un elote espera, se prueba una sandalia de hoja de plátano). f) Quiero que tu divina presencia, Comecaca, apuntale mi espíritu eterno.
Y este fragmento, poderoso, blasfemo, creyente, de Algo sobre la muerte del Mayor Sabines: …vive Dios, el manco de cien manos, ciego de tantos ojos, dulcísimo, impotente. 150
(Omniausente, lleno de amor, el viejo sordo, sin hijo, derrama su corazón en la copa de su vientre).
Así como la muerte varía de rango y sitio casi en cada poema, así también Dios, el jubilado o el insultable, nunca es el mismo; también, por así decirlo, es el mundo, la rendija desde la cual se mira al mundo, el fundador y el talador del árbol genealógico de la humanidad, el cómplice tempranero y tardío... Sabines se acomoda en las atmósferas donde se complementan la fe y el agnosticismo, el crédito y el descrédito del Altísimo, el recelo ante los dones de la blasfemia, el respeto a las creencias que si no se comparten sí se añaden a los recursos espirituales. Al fin y al cabo, en 1915 o 1916, el peruano César Vallejo escribe: ¡Dios mío! ¡Estoy llorando porque vivo! Me pesa haber tomádote tu pan; pero este pobre barro pensativo no es costra fermentada en tu costado: tú no tienes Marías que se van! Dios mío, si tú hubieras sido hombre, hoy supieras ser Dios; (De ―Los dados eternos‖.)
Sabines jamás alude a la Virgen María o a Jesucristo, ni tampoco, como Carlos Pellicer, le habla a Dios desde la creencia que es religión y estética: Haz que tenga piedad de ti, Dios mío, huérfano de mi amor, callas y esperas, en cuántas y andrajosas primaveras me viste arder buscando un atavío.
Sabines asume ya la verdad sociológica del siglo XX: el Dios que ha presidido dos guerras mundiales y un sinfín de batallas y matanzas, ya no es el Absoluto o Lo Irresistible. De allí la seducción del último de sus poemas impresos, escrito literalmente sobre las rodillas, ―Me encanta Dios‖: Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega. Y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna y nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe de las manos. Dicen que a veces se enfurece y hace terremotos, manda tormentas, caudales de fuego, vientos desatados, aguas alevosas, castigos y desastres. Pero esto es mentira. Es la tierra que cambia —y se agita y crece— cuando Dios se aleja. Dios siempre está de buen humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer más amada, el perrito y la pulga, la piedra más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy. A mí me gusta, a mí me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios.
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En Algo sobre la muerte del Mayor Sabines (1973), un gran poema sobre la desaparición a pausas de su padre, el poeta se desprende del uso simbólico de la pérdida: Déjame reposar, aflojar los músculos del corazón y poner a dormitar el alma para poder hablar, para poder recordar estos días, los más largos del tiempo.
Algo sobre la muerte… es, en rigor, un texto sobre la enfermedad, sobre lo que la enfermedad contiene de prosaico y de poético, sobre la muerte alternativa que sufren los familiares. En medio del florecimiento de oraciones laicas y exvotos metafóricos, la enfermedad se mueve con tranquilidad soez en el laberinto de hospitales y esperas prolongadas y envíos de la muerte a la Chingada, y maldiciones que aderezan las fulminaciones del Señor Cáncer, el Señor Pendejo, y elogios a la tierra, el sudario que hermana los huesos del difunto y las astillas del ataúd. Se vive a la disposición de las precisiones de los médicos, entre súplicas a lo hogareño de que la muerte no consume la muerte. Surge una obra maestra donde la entereza de la viuda y el dolor de los hijos se trasmutan en vigilia de la memoria, y en la resignación que es el otro nombre del vislumbramiento amargo: No vuelve nadie, nada. No retorna el polvo de oro de la vida.
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CARLOS FUENTES. ESTAMPAS DE MEDIO SIGLO Nexos, noviembre de 2008. www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=661351 1957 En el departamento de Rafael Ruiz Harrel, su brillante compañero de generación, Carlos Fuentes lee un capítulo de La región más transparente, su work in progress. La lectura es enérgica, fluida, marcada, supongo, por el deseo de proporcionar un equivalente del stream of consciousness. Lo escucho con admiración y sorpresa. Allí está, y tumultuosamente, un estilo muy distinto a los conocidos, un proyecto de la ciudad de palabras, emociones, sueños rotos, pretensiones, la presentación en sociedad de la megalópolis. El hecho prosístico es el génesis (En el principio…) que prodiga, vividas y divulgadas desde la página, las nuevas sensaciones urbanas. Fuentes termina de leer, Rafael pone un disco de Bill Halley and his Comets (―See you later, alligator‖), y Fuentes emprende jubiloso el sing along: ―After ‗while, crocodile‖… Su actitud es plenamente moderna, y con este aludo a su bienvenida jubilosa de las fusiones de lo tradicional y de lo útil y valioso de lo muy reciente. Si bien llevadas, nada tan regocijante como las mezclas. 1962 Sergio Pitol y yo nos encontramos a Fuentes en la Zona Rosa. Le comentamos la noticia recién leída que nos apesadumbra y encoleriza: el asesinato en las ruinas de Xochicalco del líder campesino Rubén Jaramillo, su mujer y sus hijos, a las semanas de su encuentro y abrazo con el presidente Adolfo López Mateos. Carlos comparte nuestros sentimientos. Cuatro días más tarde va a Xochicalco y al pueblo de Jaramillo y escribe una de sus mejores crónicas políticas. 1967 Manolo Barbachano, cultivador del mítico acento yucateco, coleccionista de arte maya y productor de la muy fallida adaptación fílmica de Pedro Páramo, dirigida por Carlos Velo, ha firmado el contrato por una película con el venezolano Amador Bendayán, cuya gracia cómica nunca estuvo a mi alcance, tal vez porque sólo vi sus películas y nunca tuve la oportunidad de su trato. Manolo nos reúne a Carlos y a mí y nos propone el desarrollo de un guión a partir de la idea que le compró a Cesare Zavattini, el legendario colaborador de Vittorio de Sica. Hasta donde recuerdo o, mejor, hasta donde quiero recordar, la idea de Zavattini gira en torno de un pobre diablo cuya audacia lo encumbra o lo despeña, mientras vaga por la ciudad entre episodios donde la huida de la pobreza es el gran movimiento migratorio. Fuentes y yo coincidimos: de aquí no sale Cuatro pasos por las nubes, ni Bendayán es el equivalente de Emma Grammatica, la genial actriz de De Sica. En unas cuantas sesiones se formula la contrapropuesta. A Carlos le alboroza hablar de cine, escribir de cine (son excelentes sus notas de la década de 1950), y es, como se debe ser, fanático de los Hermanos Marx, de Mae West y W. C. Fields y de excentricidades como el film {Hellzappopin‘}. En el guión que se le propone a Manolo, Bendayán, taxista de la nueva ruta de los helicópteros, provoca un embotellamiento celeste que pone en riesgo la vialidad de la Avenida Juárez del segundo y celestial piso. Dicho sea de paso, Bendayán, apasionado por la figura de Cantinflas, quiere imitarlo y su técnica consiste en lanzar frases que son un modelo de perfección lógica y habla culterana, aún más incomprensibles que el {cantinflear}. 153
Por fortuna, Barbachano abandona el proyecto, luego de someterse a la tortura parajudicial de la película de Bendayán con María Félix. 1969 Fuentes regresa a México. Con María Luisa Mendoza La China y Sergio Pitol y Luis Prieto Reyes, miembros de su generación estudiantil, va a la Plaza de las Tres Culturas. Allí, entre los relatos de La China y Luis Prieto, testigos presenciales, Carlos, sin poder evitarlo, se quebranta de modo visible y se pregunta obsesivamente: ―¿Por qué?‖. Luego, es muy ácida su reflexión sobre el 2 de octubre en el capítulo sobre Díaz Ordaz en Tiempo mexicano, un modelo de la invectiva clásica. 1970 Ensayamos dos o tres veces en casa de Carlos y Rita Macedo. Será una lectura en atril de la obra teatral de Fuentes, {Todos los gatos son pardos}, que va de la Conquista a la matanza de Tlatelolco. Dirigen a dúo Rita, con su gran experiencia actoral y Sergio Jiménez, excelente intérprete. Advierto, imposible no hacerlo, su leve desesperanza ante nuestra calidad teatral. El elenco, además de Rita y Sergio, Fernando Benítez, José Luis Cuevas, Sergio Guzik, Fuentes y el autor de estas evocaciones. La lectura tiene lugar en el Teatro de la Universidad en Avenida Chapultepec. La sala desborda estudiantes, que atienden la lectura como un hecho cultural y político. Fuentes es el narrador que también tiene a su cargo las indicaciones del montaje. El silencio es conmovedor, sobre todo en el episodio de la matanza. Al terminar, cunde una sensación, o eso creo percibir, lo que han visto es una representación de lo que entonces todavía no se dice a voz en cuello. Más tarde, Rita me felicita porque nunca intenté la actuación. ―Fuiste muy sabio‖. 1970 Durante unos días coincido con Fuentes en Italia. En Venecia, Carlos consigue invitaciones para ver filmar a Luchino Visconti Muerte en Venecia. Nos toca una de las escenas de playa donde Tadzio lucha amistosamente con un amigo. La secuencia es suntuosa, la escenografía es notable y Visconti dirige con indicaciones breves o que podrían no serlo pero que acorta mi ignorancia del habla italiana. Fuentes, una vez más, está en su elemento por su capacidad notable de adaptarse con rapidez a otras atmósferas, idiomas, temas. En una cena en Harry‘s Bar discute con Suso Cecchi Damico, otra guionista legendaria, que ha colaborado con los grandes directores italianos. La memoria de Fuentes es implacable y, por ejemplo, sorprende a Suso al incluir en sus citas textuales frases de Viaje hacia el fin de la noche de Celine, La condición humana de Malraux y Roma, ciudad abierta, el gran film de Rossellini. 1970 Fuentes ha sido su propia universidad, y desde su adolescencia elige amigos/maestros tan excepcionales como Alfonso Reyes (―Carlos, recíbete de abogado, el título profesional es el asa que sostiene la taza‖). Octavio Paz ({La palabra}: ―Dales la vuelta, / cógelas del rabo — chillen, putas…‖), Manuel Pedroso su maestro de leyes, Luis Buñuel (―Odio el sentimentalismo‖), su padre el diplomático don Rafael Fuentes… Y en su formación incesante incluye lecturas, viajes, estancias prolongadas en Italia y Francia, el conocimiento detallado de Estados Unidos, Inglaterra, Chile, Argentina. Todo integra un conjunto de herencias culturales, su tradición mexicana le viene del {shock of recognition} del niño mexicano en la 154
embajada de México en Washington, del adolescente en Santiago de Chile o Buenos Aires, del estudiante de leyes en Ginebra... En la conversación, Fuentes no suele ser autobiográfico y, más bien, se atiene al ahora, a los acontecimientos políticos o a los libros que recién le han entusiasmado o fastidiado, pero su trayectoria errante (más que nómada) se trasluce en comentarios ocasionales, en las evocaciones de sus ensayos, en las pláticas con sus amigos, con José Donoso sobre el colegio compartido en Chile, con Ángel Rama sobre el horror político y literario llamado Hugo Wast, ministro fascistoide de Educación en Argentina, con Guillermo Cabrera Infante sobre el género del film noir de Estados Unidos (¡Ah, el análisis a dúo de la filmografía de Robert Siodmak, John Huston, Fritz Lang, Jules Dassin!). Todo lo visto y leído, lo fundamental y gran parte de lo incidental a la disposición de la memoria y del análisis rápido y brillante. 1977 El presidente José López Portillo nombra embajador en España al colérico y contradiplomático Gustavo Díaz Ordaz. Asisto a la rueda de prensa como enviado de Proceso. Un joven sentado junto a mí le pregunta agresivamente al ex presidente por el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas. Díaz Ordaz, enfurecido, seguro de que le han montado una celada (luego me atribuye la intervención del estudiante), la emprende contra Octavio Paz y Carlos Fuentes. En la tarde, informado por Fernando Benítez de mi calidad de testigo de la pataleta, Carlos me habla desde la embajada de México en París. Le refiero el descontrol y la franca histeria de Díaz Ordaz. Al oír los denuestos que le ha dedicado, sólo comenta riéndose: ―Con eso se vive‖. Al finalizar la conversación me dice: ―Pues te felicito, tuviste la suerte de presenciar el derrumbe psíquico de un verdugo‖. 1979 En casa de Luis Buñuel, José Luis Cuevas y yo oímos a Carlos evocar festivamente {El conde de Montecristo}, la versión mexicana de Chano Urueta con un reparto de ―arca de Noé‖: allí están casi todos los extras y los característicos y, también, algunas de las estrellas comandadas por Arturo de Córdova, un Edmundo Dantés al que sólo le falta el micrófono de la XEW para redondear la imagen del castillo de If. Buñuel oye con atención alborozada, se ríe, dice sin que yo me lo explique, que Arturo de Córdova es el Gastón Modot mexicano (Modot, actor de Buñuel y Jean Renoir), y prolonga su risa. De pronto, nos pregunta: ―Oigan, ¿por qué no hacen un argumento con los que quedan de la {Época de Oro?}‖. Prometemos volver en una semana. A lo largo de tres sesiones en casa de Buñuel y luego de dos versiones rechazadas, se decide el título ({El secreto de las gelatinas}) y la trama es más o menos la siguiente: en Uruapan, una anciana enérgica a la que rejuvenecen sus propios gritos (doña Sara García) se angustia. No tiene dinero para sostener su asilo de niños abandonados, y deberá que cerrar en breve y dispersar a las criaturas. Le consulta a sus fieles sobrinas y ayudantes (Marga López y Evita Muñoz {Chachita}), y le pide el estado de cuentas a su desamparado ―jefe de finanzas‖ (Fernando Soto {Mantequilla}). La aflicción se acrecienta cuando Marga López interviene: ―¿Te acuerdas, tía, de la receta de las gelatinas que nos encantaba al grado de que no te dejábamos en paz mientras no la preparabas?‖. Doña Sara hace esfuerzos de memoria. (Un {flash back} sitúa la acción en 1908, cuando en una visita a Uruapan Porfirio Díaz prueba las gelatinas de doña Sara y con cualquier pretexto se queda a vivir quince días en el pueblo hasta que lo obligan a cumplir con la entrevista con el periodista norteamericano James Creelman.) 155
Buñuel se alboroza: Fernando Soler será el dictador cuajado de medallas. Y entonces, ¿quién interpretará al alcalde? ¿Ya murió Miguel Inclán? En la tercera versión, que ahora reproduzco malamente (de las otras dos hay copias en el archivo de Gabriel Figueroa), el final es, como advertimos con gran prudencia,{ homérico}. Doña Sara extrae del ropero la receta y monta una pequeña industria que pronto tiene sucursales en México y en América Latina. Moraleja: el asilo se salva, Uruapan se enriquece… pero, como sucede en la vida real, doña Sara se enferma de gravedad. Las sobrinas se alarman, ¿y la receta, dónde está la receta que nunca nos quiso confiar? Alquilan a dos actores que se disfrazan de sacerdotes para arrancarle a la anciana la fórmula mágica en secreto de confesión. En la alcoba sombría los falsos curas (Miguel Ángel Ferriz y Miguel Manzano) interrogan con algo de rudeza a doña Sara, y en eso llega el sacerdote del pueblo (Andrés Soler) que al ver los rostros de codicia de los impostores, se alarma y le dice a la moribunda que nada más le dé crédito a él. Doña Sara, al borde de la muerte, les pide a los eclesiásticos que se acerquen… y en ese momento corte a un letrero: ―No se pierda la continuación de esta apasionante agonía‖. Buñuel se ríe, pide otras escenas, Fuentes interpreta a don Porfirio o a Fernando Soler, Cuevas imita a Pedro Armendáriz… Luego, el proyecto se archiva o Buñuel no consigue productor o… Fuentes viaja sin cesar, publica novelas, cuentos, ensayos, artículos. A partir de la década de 1980 lo veo poco y nuestros encuentros, si no se detienen en la indagación insalvable (la salud de los amigos y las amigas) se sumergen en las evocaciones fílmicas, lo que robustece mi convicción: a dos o tres generaciones de escritores el cine les agregó el caudal de imágenes sin las cuales su literatura habría sido algo muy distinto. Y allí sigue Fuentes, la figura excepcional que, acudo a uno de sus apotegmas, ―se desayuna a sus críticos‖ mientras se entera de la política nacional e internacional, lee la narrativa de los jóvenes, da conferencias, critica la política de George Bush. Mientras, probablemente se hace algunas preguntas, entre ellas: ¿Quién es la más genuina estatua de la decadencia: Hank Quinlan (Orson Welles en Touch of Evil del propio Welles) o Norma Desmond (Gloria Swanson en Sunset Boulevard de Billy Wilder)? Ya sé su respuesta, supongo que ustedes también.
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SERGIO PITOL: EL AUTOR Y SU BIÓGRAFO IMPROBABLE Letras Libres, febrero de 2000. www.letraslibres.com/revista/convivio/sergio-pitol-el-autor-y-su-biografo-improbable Digamos que Sergio Pitol es un autor ya cercado por la amenaza de la biografía, que esperamos se retrase hasta la publicación de otros cuatro o cinco libros fundamentales. Imaginemos acto seguido un modesto anticipo de biógrafo, por el momento detenido en el papel de comentarista, es decir aquel a quinientas cuartillas de distancia del tratado definitivo, pero ya en posesión de algunos datos sustanciales: el Biografiable nació en 1933, es nativo de Córdoba, Veracruz, para todo efecto de celebración onomástica, y allí estudió hasta la preparatoria (y aquí el Comentarista se disculpa por no añadir sus notas agudísimas sobre la formación provinciana de los años cuarenta en el medio de inmigrantes italianos). Pitol se instala en la Ciudad de México en 1950, estudia leyes, decisión inevitable para alguien interesado en las humanidades, y se fascina con las mitologías variadas puestas a su disposición por la capital y sobre todo por el Centro Histórico. Conoce entonces a dos maestros fundamentales: Manuel Pedroso, trasterrado español, catedrático de teoría del Estado, enamorado de la cultura de Occidente y conversador notable, y don Alfonso Reyes, escritor excepcional al que visita y escucha en conferencias y del que aprende el placer de la claridad expresiva. Gracias a Pedroso y a Reyes —supone el Comentarista, tan colmado de inferencias que no sé a qué horas dirá algo sensato— Pitol ratifica su pasión por el detalle, reafirmado por lecturas y por su idea de los viajes como cacería de imágenes novelables. En los años cincuenta, la Ciudad de México es, simultáneamente, la provincia más divertida que haya conocido la historia de México y la cocina fáustica de la modernidad. De allí, según el Comentarista, tan dado en convertir sus obviedades en intuiciones, extrae Pitol su sentido del espacio protagónico, de las excentricidades felices, del monstruosismo que divierte en primer lugar a los monstruos, del carácter conspirativo de cualquier situación ―anómala‖, antídoto necesario en una sociedad regida por el culto al orden (falso) y las apariencias. Y la alegría inexpresable de esta etapa se cifra en observar, en los ámbitos de la solemnidad, el paso de unas cuantas figuras dislocadas, de aspecto innegociable, de locura semejante al paseo en un campo minado, que por su mera ausencia de fe en el Progreso devuelven el sentido de lo real. (La normalización de los excéntricos será uno de los propósitos de la narrativa de Pitol.) Y en sus incursiones por ese despacho abogadil y cabaretero que es la capital, Pitol se entusiasma. Imposible no hacerlo ante el carnaval donde cada uno se disfraza de su propio mito (Diego Rivera se cree Diego Rivera, Frida Kahlo se considera un cuadro de Frida Kahlo, Doña Bárbara sueña con verse interpretada por María Félix, el poderoso Licenciado se sorprende al saber que un desconocido le regaló una fortuna más terrenos y residencias en Acapulco). Pitol y un compañero suyo de la Facultad, Luis Prieto Reyes, carnavalizan —sin ese término, con esa actitud— lo que ven y viven. El peligro de tratarlos es amanecer convertido en un personaje hilarante, o en alguien sabedor de su condena: en el tour de las metamorfosis uno sólo se reconoce en su parodia. Muy pronto, y aquí el Comentarista extravía la lista de viajes y largas residencias en el extranjero de don Sergio, Pitol se inicia en la práctica de los desplazamientos, la otra sustancia de su literatura. Viajar para Pitol es darle oportunidad a su capacidad de pasmo y dicha. (De paso: para seguir viajando sin moverse de su casa, Pitol recurre exitosamente al asombro.) De su ida a Venezuela a mediados de los cincuenta, extrae amistades y notas de lectura, y su encuentro con la obra de Borges. En 1958, su primer texto: ―Victorio Ferri cuenta un cuento‖, 157
resultado de impresiones de Córdoba, y del recuerdo de dos poblaciones complementarias: la Yoknapathowpa de Faulkner, y la Comala de Rulfo. Dirige la revista Cauce, oportunidad de una breve campaña anticomunista en su contra por publicar un relato de Maiakovski de su viaje a México. Más tarde, inicia su periplo. (La palabra es anacrónica, pero el primer viaje de Pitol fue en barco.) Algo resentido por su sedentarismo, el Comentarista revisa la bitácora viajera de Pitol, 23 o 24 años de enfrentarse a dificultades, envíos retrasados de pago de colaboraciones, traducciones incesantes (cerca de cien libros en su haber vertidos del inglés, el francés, el italiano, el polaco y el ruso, de autores tan diversos como Henry James, Jerzy Andreievski, Roland Firbank, William Styron, Joseph Conrad, Isaac Babel y Tibor Déry), trabajo en casas editoriales (en Barcelona está muy cerca de Tusquets y Anagrama). Multiplicidad de amigos, museos, cineclubes, paseos callejeros, cafés, librerías. En sus cartas, se queja de la mala calefacción o del verano insoportable, y pide noticias sobre el paradero de la amiga maravillosa que, por otra parte, bien puede ser una invención de la próxima novela, protegida por un alias. Y en un momento dado, entra al servicio exterior: es agregado cultural en Francia, Hungría, Polonia, la URSS, y embajador de México en Checoslovaquia. Durante dos décadas, Pitol opta de modo preponderante por el tono dramático, incluso trágico. La soledad es una técnica de esencialización, y desde la soledad Pitol recrea y se apropia de un paisaje europeo del destierro y la reelaboración de la nostalgia, o si se quiere del aclimatamiento de la memoria. Los lectores de Infierno de todos (1964), Los climas (1966), No hay tal lugar (1966), Nocturno de Bujara (1981), Juegos florales (1982), Vals de Mefisto y muy especialmente El tañido de una flauta (1972), saben a qué atenerse. Pitol —devoto de Kurosawa y Schnitzler, de Mann y Svevo, de Dickens y Pérez Galdós— vive entre atmósferas y personajes a fin de cuentas literarios. Y esta fe en que lo real es novelable y lo que no es novelable es irreal, desemboca en un método incesante de Pitol: los desenmascaramientos. (Aquí el Comentarista le da pistas al Biógrafo.) Nadie como Pitol — más influido por Conan Doyle que por Bajtin— para descubrir en las dulces viejecitas que administran un hotel en Cadaqués a dos monjas húngaras que huyeron del convento por temor a convertirse en santas; nadie como él para concluir del trajín de los meseros de un restaurante en decadencia, su pertenencia a una organización secreta que a la medianoche adora la comida indigerible. A propósito de tal convicción (la máscara es el espejo del alma), recuerdo un viaje que hicimos a San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, en febrero de 1995, en medio de diálogos de paz en la catedral, cinturones de seguridad de la sociedad civil, periodistas que se entrevistaban unos a otros, curiosos que recorrían los cafés y recordaban la fábula chestertoniana de El hombre que fue jueves. La situación en San Cristóbal y la constancia de las razones indígenas de la rebelión necesariamente sacudían. En el desayuno en el hotel, advertimos a dos señores con aspecto de jubilados prematuros que tomaban notas interminablemente. A lo largo del día, los vimos embarcados en su obsesión grafómana. Pitol decidió: ―No son agentes policiacos, sino la versión chiapaneca de Bouvard y Pécuchet‖, los gloriosos personajes de Flaubert, que redactan un diccionario de voces apócrifas. En la noche, en la cena, los saludó muy amable y aseguró recordarles: ―¿No son ustedes los abogados Bouvard y Pécuchet, que tienen un despacho en la avenida Madero?‖ Los titulados instantáneos, aturdidos, murmuraron su verdadera identidad, pero Pitol desdeñó su realismo, y los presentó a un grupo amplio como los abogados que llevaban la defensa de los intereses del rey Carol de Rumania que reclamaba la posesión de San Cristóbal, que había sido suya por un 158
convenio con Porfirio Díaz. En los cuatro días siguientes, saludamos con afecto a Bouvard y Pécuchet, que ya no reivindicaron sus nombres originales. Luego resultó anticlimáticamente que eran dos antropólogos de Tuxtla Gutiérrez que intentaban un libro sobre transformaciones de San Cristóbal a partir de la migración masiva de extranjeros. “Uno es una suma mermada por infinitas restas” (S.P.) En su primera etapa, Pitol ejerce la contención y la desesperación. Produce relatos tensos, colmados de escenarios asfixiantes, del ir y venir entre las penumbras y el regocijo sensorial ante un cuadro o una sonata (la carencia de propósitos de una vida se interrumpe al oír La flauta mágica). En paisajes asiáticos o en vísperas de una ida a Bomarzo, entre pasiones ya sólo activadas por el rencor o entre armonías delatadas por la música y la pintura, los personajes de Pitol eligen el secreto sobre la revelación, la respuesta estética sobre la violencia material. Si existe ―la pesadilla serena‖, uno de sus ámbitos naturales es esta narrativa de Pitol. Y El tañido de una flauta, para mí el mejor libro de una etapa, es la evocación de la voluntad de desastre como creación alternativa. Al Comentarista ya le urge ser más específico, así presienta que el Biógrafo revisará sus impresiones y las sepultará indignamente en una nota de pie de página. Qué remedio. (En una ceremonia de premiación, el límite de tiempo es el verdugo de los alcances discursivos.) Es hora de festejar la trilogía carnavalesca, El desfile del amor (1984), Domar a la divina garza (1988) y La vida conyugal (1991), entronizaciones de la sátira y la conversión del misterio en disparate (al revés del desempeño de numerosos teólogos). El desfile del amor, mitad novela policiaca, mitad recreación fantástica de una época, es una suerte de conga donde el paso tan chévere de un asesinato es el punto de partida no para descubrir a los asesinos sino a los asesinables, los simpatizantes del nazismo, los exiliados y los freaks locales que en un departamento de un edificio falsamente gótico, juegan a ser criaturas de Eric Ambler o de Evelyn Waugh (luego de sus primeros textos, Pitol no adapta técnicas, pero a veces sus personajes carnavalescos presumen de otros linajes narrativos). Lo trágico, en El desfile, sería la imposibilidad de abandonar lo patético, que tanto humaniza. Y la catarsis está a cargo de la ironía. Domar a la divina garza: vencer el asco a nombre del mal gusto Pitol varía su horizonte temático sin modificar un punto de vista esencial: sin la presencia o el hálito de lo grotesco, la normalidad no tiene sentido. Domar a la divina garza es la historia de un pobre diablo, Dante C. de la Estrella, pícaro y fariseo, ligado a Maritsa Koprovitza, la suma sacerdotisa de un culto coprófilo, que surge de las entrañas de la tierra mexicana entre los devotos del Santo Niño del Agro. Estrella, histérico y denunciatorio, le refiere su horrible estadía en Estambul a la familia Millares, que lo oye con indiferencia, repulsión y entrega hipnótica. En la primera parte, percibo semejanzas con Crónica de Bustos Domecq de Borges y Bioy Casares, el descuartizamiento entrañable de la retórica neoclásica, la burla de los estilos culturales de una época, cuya ridiculez de alguna manera redime la parodia. En el largo monólogo que es el todo de Domar a la divina garza, el lenguaje crispado, extenuante, torrencial, es el personaje más verdadero, que exalta el desencuentro y la coprofilia, ese refugio y esa atalaya diáfana de Dante C. de la Estrella. No tanto despliegue humorístico como escenario del grand guignol del lenguaje y de los caracteres, Domar a la divina garza contiene la prolongada imprecación de un personaje contra la vida, y, también, la furia de las situaciones contra los personajes. Y al ser la mierda la gastronomía inconcebible y 159
real, se le exige al lector ir más allá del mal gusto proclamado en los diálogos del machismo y admitir que a la escatología se llega también por la exasperación retórica. Es tan pormenorizado el delirio de Dante C. de la Estrella por la materia orgánica que identifica el excremento con su frustración y su liberación, en un salto que en el cine lo acercaría más a John Waters que al Pasolini de Saló. ―Ampara a tu gente, Santo Niño Incontinente‖. La vida conyugal: la mejor compañía es una víctima Jacqueline Cascorró y Nicolás Lobato son la pareja perfecta. Viven para destruirse y ninguna unión es tan sólida como la del asesino premeditado y su víctima huidiza. ―En tu ausencia de hoy perdí algún muerto‖, podría decirle Jacqueline a Nicolás. Ella se sacrifica por amor a la venganza, y contempla aterrada el deterioro y la ridiculez del hombre que detesta y cuya vida se salva a costa del naufragio de la Cascorró. Sin el delirio coral de El desfile del amor y sin la feligresía del auto excramental de Domar a la divina garza, la tercera novela de Pitol es un homenaje al secreto vislumbrado: así que por eso perduran las parejas. El arte de la fuga El más celebrado al instante de los libros de Pitol, El arte de la fuga, libro de ensayos, crónicas, relatos, diarios, memorias, se evade de las ataduras del sedentarismo y el nomadismo, y emprende la travesía donde las ideas son formas de vida y reminiscencias, las admiraciones son también presagios, y las amistades resultan, entre otras cosas, el festejo común de la excentricidad. Viaje a través de lecturas —de Antonio Tabucchi a La Familia Burrón a Faulkner a Thomas Mann—, de ciudades, de películas, de cuadros y grabados, de recuerdos dolorosos, de hipnosis y de sueños, El arte de la fuga alía densidad cultural y vigor autobiográfico (―Mi relación con la literatura que ha sido visceral, excesiva y aun salvaje‖), integrados en un paisaje, clásico, melancólico, irónico, animadísimo. Le agradezco al Comité del Premio Internacional Juan Rulfo la oportunidad de refrendar mi admiración por una obra y su autor. Gracias a su tratamiento del extravío dramático, hemos conocido una versión magnífica de los exilios internos; su descripción ácida de la inmensa galería de retratos de Dorian Gray que llamamos sociedad, nos ayuda grandemente a ejercer los poderes vindicativos de la risa. Se ha escrito que se escribe para exorcizar a los demonios; Sergio Pitol lo hace también para tomarse con ellos una foto de generación que incluye a sus lectores y su Comentarista. Leído en la entrega del Premio Juan Rulfo el 27 de noviembre de 1999 en Guadalajara.
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JOSÉ EMILIO PACHECO: “APRENDIMOS QUE NO SE ESCRIBE EN EL VACÍO” Nexos, junio de 2009. www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=465 “Mientras avanza el día se devora” En 1957 José Emilio Pacheco, recién salido del Centro Universitario México, coordina un suplemento de jóvenes en la revista trimestral Estaciones, que dirige el poeta Elías Nandino (me he olvidado del nombre del suplemento acudiendo a técnicas del ejército de Corea del Norte). José Emilio ha estrenado una obra de teatro en el CUM, ha incursionado brevísimamente en Leyes, se ha mudado a Letras Españolas (donde tampoco persiste), y ya es lo que seguirá siendo: lector voraz, maniático de los libros y las publicaciones, persona impaciente ante la enseñanza lenta y lineal (su método de aprendizaje es veloz y simultáneo). Agrego: respeto por las generaciones literarias anteriores, frecuentación de los libros de viejo, acercamiento sistemático a la literatura latinoamericana, revisión de los panoramas culturales de México y el mundo, exploración detallista de librerías y bibliotecas, gusto sensual por los libros como objetos. También le apasiona el teatro (hasta el momento, su única vocación no cumplida sino esbozada), y ya despliega en Estaciones una de sus insistencias primordiales: el servicio cultural. Dije ―respeto por las generaciones anteriores‖ y con eso aludo a su reexamen selectivo de la tradición. Además, se ocupa de las novedades, quiere dar cuenta de todo lo que se publica, y, sin mengua de su rechazo del nacionalismo, advierte en la literatura mexicana, muy especialmente en la poesía, una calidad sostenida, el corpus que es todo menos premio de consolación. Es un experto en literaturas comparadas y sabe que sin cotejarlas con la literatura internacional nunca se fijará debidamente el valor de las letras de México. En Estaciones Pacheco publica ensayos y reseñas, y escribe poesía, su vocación primordial. * Cuando ―los nacidos en los treinta‖ (si la generación no tiene nombre específico, sí tiene actas de nacimiento) empezamos a frecuentar el medio literario, lo primero que comprobamos es la ausencia de solemnidad, algo sorprendente para quien llegaba cargado de admiraciones. Salvo Torres Bodet, cuya sombra augusta consiguió que a un reseñista de libros se le llamase ―el Igualadonte‖ por haberle hablado de tú a don Jaime sin fijarse en la distancia abismal, los demás eran accesibles y, lo digo en su honor, casi todos ellos sarcásticos. Todavía había clases sociales o, mejor, clases culturales, pero nos recibían amistosamente en sus casas para hablar, quién lo creería ahora, de literatura, escritores como Alí Chumacero, José Luis Martínez, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Efraín Huerta, Edmundo Valadés y Rosario Castellanos. Incluso el maestro José Vasconcelos, a quien nunca le preguntamos por sus simpatías pro nazis. Octavio Paz y Carlos Fuentes nos recibían en sus despachos de la Secretaría de Relaciones Exteriores en la Avenida Juárez, o tomaban café con nosotros en el Viena de la calle Amberes. Sergio Pitol, JEP y yo conversábamos en el Kikos frente a Relaciones y si no arreglábamos el mundo tampoco lo desajustábamos, una manera como otras de evocar tardes enteras dedicadas a Historia universal de la infamia, de preguntarnos la razón de las colas en la librería Zaplana para adquirir un libro de Roberto Blanco Moheno o Casi el paraíso de Luis Spota. Teníamos ideas de izquierda, pero en una ciudad y en un país donde la izquierda era 161
una devoción marginal y el PRI reprimía para de vez en cuando concederle sonrisas y apretones de mano a los culturati. * Uno de los pagos por la estabilidad es soportar la autocomplacencia de los poderosos, y si el Estado de la Revolución Mexicana (así se llamaba y así le decían) le tributaba homenajes a los creadores es porque creían más importante al patrocinador que al patrocinado (ningún programa vale más que su sponsor). Además algo tenían de conciencia de culpa porque entregaban medallas a perfectos desconocidos con renombre. (La situación ha cambiado drásticamente porque desapareció la conciencia de culpa.) El doctor Nandino nos presentaba a escritores, compositores populares (Gabriel Ruiz, Pepe Guízar), artistas plásticos (Juan Soriano, el más vital y divertido). Don Alfonso Reyes nos recibía en su Capilla, y le solicitaba a José Emilio informaciones hemerográficas. A Vasconcelos se le veía en la Biblioteca de la Ciudadela, y Cristina Romo (Pacheco) iba a preguntarle sobre Ulises Criollo. A don Martín Luis Guzmán lo saludábamos en sus oficinas del semanario Tiempo, y oíamos sus maravillosas andanadas anticlericales y sus muy concisas memorias. Ante un medio social y político distante de la cultura pero sin resentimiento, nos fastidiaba la indiferencia de los funcionarios de cultura en la etapa en que el Estado era el único patrocinador. Había excepciones, José Luis Martínez y el teatro del IMSS por ejemplo, pero lo común era el velo burocrático del paternalismo. * Faltaba para el reavivamiento que traen consigo el 68 y el surgimiento de la vida académica y la industria editorial, se viven las postrimerías del nacionalismo cultural y se inicia la revaloración del Ateneo de la Juventud y del grupo Contemporáneos. La hace Emmanuel Carballo en el suplemento México en la cultura del diario Novedades, un espacio de excepción a cargo de Fernando Benítez y Vicente Rojo. Por eso, ante la inercia del medio, La región más transparente de Carlos Fuentes es literalmente un estallido. Es el momento de la ―ampliación territorial‖. Jaime García Terrés invita a Pacheco a La Revista de la Universidad en Difusión Cultural de la UNAM, y Fernando Benítez nos solicita colaboraciones para México en la cultura, del que luego de un episodio de censura alemanista salimos a La cultura en México, de Siempre! El primer libro de poemas de acento clásico, Los elementos de la noche, incluye textos narrativos severamente influidos por Borges (en Cuadernos del Unicornio, su hermosa colección de plaquettes, Juan José Arreola le publica La sangre de Medusa). Borges en 1958 es lectura que modifica las ideas al uso sobre el escritor latinoamericano, y junto con Neruda y Reyes contribuye a disminuir las sensaciones de marginalidad cultural. A las notas y ensayos de esa etapa de JEP los distingue su convicción: la literatura mexicana es parte natural de la literatura internacional. Como a muy pocos, y éste es su vínculo permanente con Reyes, a Pacheco le importa el lector (un lector ilustrado y amante de las paradojas), y de allí la decisión de transparencia complementada por la idea fija: la perfección es inalcanzable, pero sin la búsqueda de la perfección la escritura nunca conocerá su expresividad mayor (a José Emilio y a mí, Vicente Rojo nos llama ―reescritotes‖). En su prólogo a una de sus antologías, Ayer es nunca jamás (1978), Pacheco explica su credo: 162
Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo. Paul Valéry acertó: No hay obras terminadas, sólo obras abandonadas. Al revisar varios de estos poemas, sobre todo los que hice antes de mis veinte años, no creo desfigurarlos mediante cambios que consisten básicamente en supresiones, sino revisar la distancia entre lo que dicen y lo que intentaron decir. Si uno tiene la mínima responsabilidad ante su trabajo y el posible lector de su trabajo, considerará sus textos publicados o no como borradores en marcha hacia un paradigma inalcanzable. Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección.
* Al reescribir sus poemas, sus cuentos, sus novelas, Pacheco se considera autorizado a preguntarse ya clásicamente: ―¿Quién de los dos escribe este poema?‖. ¿El que lo hizo y revisó y cuidó y publicó por vez primera, o el que vuelve a él a explorar sus formas abiertas, y a desarrollar o castigar lo que se quedó en intuiciones? Ver a José Emilio revisando un texto es asistir a un campo de batalla, donde el ganador incesante es el oído literario, la cualidad por él tan apreciada, el entreveramiento de la música del lenguaje y el acoso de la escritura. Los elementos de la noche y el libro siguiente El reposo del fuego (1966) son, en su primera versión, señas de aprendizaje de lo entonces dominante, la maestría retórica en pos del sonido irreprochable. A esta poesía de sensaciones y descripciones finísimas, Pacheco la va cambiando por otra, más irónica y personal, vinculada a lo contemporáneo, a la indefensión y el poder de destrucción de los pobladores de la tierra, a la evocación de duelos y celebraciones, al pasear por las avenidas del derrumbe que llamamos ―la vida diaria del planeta‖. Hay una línea conductora y en las líneas inaugurales de El reposo del fuego (―Nada alivia el desastre; llena el mundo la caudal pesadumbre de la sangre‖) ya actúa el temperamento adiestrado en el vislumbre de las corrosiones del tiempo, del dolor, del polvo, de la grandeza humillada por la fugacidad. Aún falta el personaje poético, el ser que reflexiona y participa de sus descubrimientos. * Sin participar en grupos o partidos, Pacheco a principios de la década de 1960 marca su política de humanismo radical, casi siempre desideologizado y pleno de ideas. Se adscribe a la frase borgiana: ―No se trata de política, sino de ética‖, y eso explica en 1962 su apoyo a la causa de los presos políticos, su poema a Siqueiros en la cárcel y su apoyo a la huelga de hambre de los presos políticos (ferrocarrileros y comunistas) en Lecumberri. Pepe Revueltas nos convoca a la Academia de San Carlos, extrae de inmediato nuestra decisión de no dejar solos a los huelguistas, y llama de pronto a los tres periodistas que aguardan. De pie, con gran solemnidad, declara el principio de la huelga de hambre de intelectuales y escritores en solidaridad. Por lo menos, mi sorpresa es mayúscula. Son tres días magníficos. Revueltas es implacable en su recuento de sus estancias en las Islas Marías (―allí saludábamos al camarada sol, antiguo y vil‖) y en Moscú (―ver a tantos camaradas juntos te emocionaba al punto del sueño‖); Juan de la Cabada relataba sus prisiones de dos o tres días en los años veinte (―cuando regresábamos a la cárcel, nos preguntaban que por qué no huíamos de la ciudad‖); el excelente pintor Jesús Guerrero Galván refería las discusiones entre Siqueiros y Diego; Eduardo Lizalde y Enrique González Rojo tomaban notas para sus polémicas y una noche cantaron una canción poeticista; Sergio Pitol, Pacheco, Jaime Labastida, Jaime Augusto Shelley y yo leíamos los periódicos en vana búsqueda de notas que 163
indicasen ya no nuestro esfuerzo político sino siquiera la existencia de la Academia de San Carlos. * En la década de 1960 los jóvenes leen y estudian a Paz, leen las novelas latinoamericanas, apoyan el cine experimental, asisten a la Casa del Lago, a loshappenings teatrales y pictóricos. Entonces, las presencias de Carlos Fuentes, José Luis Cuevas, Vicente Rojo, Manuel Felguérez, Tito Monterroso, Juan García Ponce, Juan José Gurrola y Alexandro Jodorowsky, son propuestas innovadoras. Y José Emilio, enterado exhaustivamente de lo que ocurre, se ausenta del concurrido vino de honor. A él, lo ha decidido, lo representará su obra, que contiene y desborda su actitud. Se niega a dar entrevistas, sintetiza su nombre periodístico con las iniciales (JEP), sólo da las conferencias indispensables, no presenta libros; en resumen, gana tiempo sin desinteresarse en lo mínimo, al contrario, por la obra ajena. En el poema ―Imitación de Tu Fu para Sergio Pitol‖ recapitula la experiencia de esta etapa: Aprendimos que no se escribe en el vacío. Somos el instrumento y la consecuencia de lo que está pasando tras la ventana en la calle. Otra lección: dar importancia a la tarea no al productor. Nunca creernos escritores... Algo salió de aquellas tardes en apariencia perdidas. Y, contra todo, somos lo que queríamos ser entonces.
“Pertenezco a una era fugitiva, mundo que se desploma ante mis ojos” El clima prevaleciente en la poesía de José Emilio, muy en especial a partir de No me preguntes cómo pasa el tiempo, es el pesimismo que, en este caso, es una guía poética (excluir del texto las apoyaturas del optimismo, rehusarse al brío autoritario), y una alternativa profética. El presente ya contiene al porvenir, es su cómplice directo, el que prepara las devastaciones y los cataclismos de los descendientes. Así, las condolencias dirigidas al mañana son la resistencia al presente. ―Alabemos a Patmos y a la hirviente montaña de las Lamentaciones‖, dice José Emilio, despiadado incluso en la autocrítica de su personaje: ―Gastaste la noche en códices e infolios. Quisiste hallar en esos criptogramas el rumor transitivo de las generaciones, el espejo vacío, la gloria y la pesadumbre de la historia: vanas tretas para justificar tu aislamiento, para erigirte digno de tu cobardía, tu conmiseración, el alarde grotesco de tus heridas‖. ¿Qué deposita el futuro en las palabras que lo aluden o cifran? En la elección de temas, su verdadera declaración de principios, Pacheco opta por las contradicciones flagrantes: vislumbra la inutilidad y la profunda validez de la poesía; recurre a la escritura y de ella espera la condenación; observa la vulnerabilidad de los elementos naturales y advierte sus fulgores vengativos; incursiona en la melancolía desde la contemplación irónica; cree en la forma perfecta y la vulnera con la ―falta de respeto‖ de un humor ácido; convierte su existencia en lo nacional en disidencia, como en su célebre poema ―Alta traición‖. No amo mi patria. Su fulgor abstracto es inasible. 164
Pero (aunque suene mal) daría la vida por diez lugares suyos, cierta gente, puertos, bosques de pinos, fortalezas, una ciudad deshecha, gris, monstruosa, varias figuras de su historia, montañas y tres o cuatro ríos.
* Pacheco no es catastrofista, acusación fácil difícil de sustentar. Es, sí, en el sentido antiguo del término, un moralista o, mejor, es un escritor que incorpora las reflexiones de la desesperanza al texto literario. Por lo demás, no podría ser ―apocalíptico‖ quien con tanta generosidad establece panoramas de la literatura mundial y de la cultura mexicana, y pregona con el ejercicio literario el orden de su confianza humanista. La narrativa: De la niñez como recuperación de la edad madura A su regreso de Inglaterra, en 1968, José Emilio se enfrenta a las huellas de la matanza de Tlatelolco (―Pienso en la tempestad para decirte que un trozo de la historia ha terminado‖) y, sin dejar las tareas creativas, se sumerge en el periodismo cultural. Paulatinamente se reconoce su talento narrativo. En 1963 se publica El viento distante (segunda edición reescrita y aumentada), el inicio de su serie sobre la niñez y la adolescencia como escuelas del desencanto, la frustración y el conocimiento. En 1967 Morirás lejos (segunda edición revisada, 1977), novela experimental que indaga de modo extraordinario en la identidad de víctimas y verdugos, en los lazos entre el sacrificio y la hazaña, entre el Holocausto, la tragedia mayor del siglo XX, y los infinitos holocaustos inadvertidos. En la obra de Pacheco Morirás lejos (dos versiones: 1967 y 1977), con su juego de tiempos y personajes, la experimentación es el recuento circular de ―la ausencia de Dios‖. * Las batallas en el desierto (1981), novela corta, es seguramente el libro más conocido de José Emilio, la versión ácida del rito de pasaje, de la infancia y la pubertad como experiencias a la vez desoladas y entrañables, en la ciudad que es aprendizaje múltiple, del amor, del conocimiento, de la ciudad misma, el monstruo de las ruinas sucesivas en edificios recién inaugurados, de modas que son las señales que cada época disemina para perdurar. En El principio del placer (1972), recopilación de cuentos, al realismo puntual lo disuelve la fantasía que se cuela triunfalmente entre atmósferas casi costumbristas. En 1992 publica Tarde de agosto. “Miren a ésta” Los idus de marzo y polvo eres. Los clásicos, argumenta incansablemente Pacheco, tienen razón: Vanidad de vanidades dijo el predicador, todo es vanidad. (Muy probablemente a JEP 165
le habría gustado escribir la letra de ―Fallaste corazón‖: Y tú que te creías el rey de todo el mundo...) Por eso invierte de modo sistemático los papeles: La mosca juzga a Miss Universo Miren a ésta. La consideran hermosísima. Para nosotros es horrible. Sus piernas no se curvan ni erizan de vello. Su vientre no es inmenso ni está abombado. De En este mundo
* El autoengaño, el primero de los pecados capitales. El personaje poético de Pacheco, que corresponde estrictamente a una ideología literaria, huye del chantaje sentimental y de los laberintos psicoanalíticos. Lo substancial es la desolación. Sí, allí están la felicidad, y la serenidad y la madurez, tan reales y tan ocasionales, pero el personaje que va de Los elementos de la noche a Siglo pasado, se niega a confundir lo efímero con lo substancial, la estatua de las sensaciones del filósofo con la sencillez republicana del obituario. La paradoja instiga los anuncios del fin que es el eterno principio sin jamás incurrir en la confesión o el intimismo, Pacheco ―presenta en sociedad‖ a su personaje poético, escéptico y desencantado, que resiente los atropellos de la historia y obtiene los privilegios que la poesía concede: el hallazgo del lirismo en la naturaleza, los ecos de la calle, el sendero de los epitafios que fueron instituciones, en suma, la música verbal. El personaje no es un cínico ni está de vuelta de los límites, no es un radical converso al mercado libre ni un rentista de la isla deLos últimos días, es un ser al que —con la ventaja de la perspectiva histórica— le tocó vivir en la peor y en la mejor de las épocas, en el ir y venir del desbordamiento de las fronteras:
Job 18,2 ¿Cuándo terminaréis con las palabras? Nos pregunta En el Libro de Job Dios —o su escriba. Y seguimos puliendo, desgastando un idioma ya seco; experimentos —tecnológicamente deleznables— para que brote el agua en el desierto.
El revés o la continuidad del desencanto es la lucidez. Pacheco no es un ideólogo y eso le permite visiones únicas de la realidad planetaria y de la vida animal (confrontar su hermoso libro en colaboración con Francisco Toledo). Viaja de modo continuo a la alegría de la forma que bien puede corresponderse con la infelicidad de las situaciones descritas, y localiza la plenitud en la belleza de la palabra que contradice o anula los monólogos de la pesadilla de la historia. 166
* Porque Flaubert, como todo autor, dice nada más lo que cada hombre y cada mujer que lo lea sabe escuchar entre el rumor de sus páginas. De ―El centenario de Gustave Flaubert‖, en Los trabajos del mar
El poeta ha dejado de ser la voz de la tribu, el lector se adueña de los textos al añadirles o alejarlos de su biografía, la realidad última de la poesía es la conversión de las palabras cotidianas en desfile de avisos de ocasión, además, señala JEP, los versos vivirán menos que la belleza fugaz que los inspira, el mejor destino de la flecha es no alcanzar jamás el blanco, a las ideas originales les aguarda el cortejo de la sombra y la aridez, en el fracaso se realiza la condición humana, escribir en el agua en un ejercicio de la tradición, tan hecha del olvido y del paternalismo de los vivos hacia los muertos. No se admiten las ilusiones y no se acepta forma alguna de triunfalismo. Y la contradicción sólo es aparente porque lo real está hecho en gran medida de palabras. El niño ya intuye en qué consistirá su agonía de adulto (aquel que malogró su inocencia) y el adulto tiene miedo de incursionar en el infierno de la niñez (el primer aprendizaje): Nada se vive antes ni después. No hay conjugación en la existencia más que el tiempo presente. En él yo soy el viejo y mi abuela es la niña.
* ¿En qué medida el autor es distinto al personaje poético? Lo es en el empeño que deposita en las revisiones de su trabajo, en su amor a la expresión perfecta, que es lo opuesto al aseo entre los desastres. La expresión perfecta apenas se logra pero sin su búsqueda nada se obtiene, y las tradiciones cambian pero seguir su metamorfosis lleva al respeto profundo a las hazañas estéticas de antecesores y contemporáneos. Y en todo tiempo, la defensa de la poesía, tal y como lo reitera en su discurso al recibir el Premio Internacional de Poesía y Ensayo Octavio Paz (2003): ¿Por qué, me pregunto, existe tan poca disposición para tal encuentro? (entre poemas y lectores). Quizá porque la poesía celebra el mundo y la vida, y simultáneamente habla de lo intolerable: la muerte, el dolor, el desgaste inexorable de todo, la fugacidad, la pérdida, el desastre. En un drama, una novela o una película, las cosas les suceden a otros, con los que nos identificamos en mayor o menor medida. En un poema no hay intermediarios: el yo que habla en sus versos se transforma, si se logra el contacto, en el tú que los lee. Entonces, ¿en dónde está la justificación social de la poesía, para qué sirve, en qué ayuda a la comunidad, por qué aspiramos a que se la subsidie y se la premie, puesto que escribirla no da sino cuesta dinero? Porque la poesía mantiene viva la lengua, la pone en circulación y la somete a prueba. Si esa lengua se paraliza o se degrada, la barbarie y la violencia llenan su vacío. Sin esa lengua no hay diálogo, no hay polémica, no hay instrucción posible, no hay arte, ciencia ni cultura, no hay futuro. Ocupa el porvenir el corazón de las tinieblas. Se abre a nuestros pies el abismo que nos rodea por todas partes. 167
“The dream is over” Fidelidad a las tareas, maestría técnica, profundidad, hallazgos disfrazados de encuentros casuales (el found poem). Véanse Irás y no volverás (1973), Islas a la deriva (1976), Desde entonces (1980), Tarde o temprano (1980), Los trabajos del mar (1983), El silencio de la luna (1994), La arena errante. Poemas 1992-1998(1999), Siglo pasado (2000), En resumidas cuentas (2004), Gota de lluvia y otros poemas para niños y jóvenes (2005). La desesperanza se ahonda, la maestría se acrecienta, el poeta se descree aún más de la eternidad de la belleza. ¿Qué es el analfabetismo funcional, tan dominante sino, en un nivel, la ausencia del gozo de las obras maestras? La profecía va de las referencias desoladas al cuestionamiento estético: ¿por qué confiar de tal manera en las civilizaciones, en los códigos humanistas, en la perennidad de la poesía, en la necesidad de refrendar por su cuenta el valor de lo heredado? Porque es lo que se tiene, lo que no impide ir a fondo y reconocerse bestial, perecedero, victimario, beneficiario de las explotaciones del hombre y de la naturaleza, pero lo que lleva a vivir el sentido profundo del humanismo y la poesía, certidumbres de la sobrevivencia. En ―Malpaís‖, Pacheco eleva sus invocaciones contra la depredación: Cuando no quede un árbol, cuando todo sea asfalto y asfixia o malpaís, terreno pedregoso sin vida, esta será de nuevo la capital de la muerte. En ese instante renacerán los volcanes. Vendrá de lo alto el gran cortejo de lava. El aire inerte se cubrirá de ceniza. El mar de fuego lavará la ignominia y en poco tiempo se hará de piedra. Entre la roca brotará una planta. Cuando florezca tal vez comience la nueva vida en el desierto de muerte. Allí estarán eternamente invencibles, astros de ira, soles de lava indiferentes deidades, centros de todo en su espantoso silencio, ejes del mundo, los atroces volcanes.
De la multiplicación de la palabra En esta obra intervienen sus admiraciones literarias, su sentido de la Historia, su sabiduría bibliográfica y hemerográfica y el poder de asimilación y creación. El silencio de la luna es un cúmulo de reflexiones poéticas sobre la historia, el poder, el oportunismo, el deseo, las relaciones de erotismo y mando, la mitología, la guerra, el sentido del pasado, la pertenencia a una colectividad, el desamor, el brillo de las evocaciones, los poemas breves que son relatos interminables (la circularidad del cuento o la novela sintetizados en una metáfora) el valor de las palabras, la conciencia del fracaso, las anécdotas que son revelaciones. Véase esta meditación o este relato sobre la dictadura La derrota El que piensa por todos prohibió pensar. Su palabra es la única palabra. 168
Él dice todo sobre todas las cosas. Sólo existe algo que él no puede prohibir: los sueños. Noche tras noche la gente sueña con acabar con el que piensa por todos.
Islas a la deriva La Historia como exorcismo, las tradiciones como método para renovar la identidad, lo vivido, escrito, esculpido, pintado en un país como la referencia que nulifica las vanidades y lleva al orgullo desolado. En ese gran libro, Islas a la deriva, la escritura en la pared es mítica: si se abandona el trato con el pasado, el presente se convierte en un perpetuo y voraz laberinto. * Pacheco es un historiador que no declara su oficio pero lo ejerce sin cesar. Sus crónicas y ensayos literarios y parte de su narrativa y de su poesía están imbuidos de la necesidad de historiar, de entender lo que se vive y lo que se lee como un paisaje lineal compuesto de simultaneidades. Sin la perspectiva histórica no se concibe esta tarea, sin la sensación del poder de las colectividades que son la aportación que arma las individualidades. Para José Emilio la historia no es la diosa insaciable ni la versión del libro de texto del Juicio Final. Es la otra gran literatura hecha de recuerdos atroces, de sabidurías a fin de cuentas regocijadas. Las versiones de la poesía contigua Las versiones de Pacheco son excelentes, dan el equivalente justo (en materia de traducciones no se concibe el equivalente exacto), y lo hace con enorme respeto a los autores y a las dos lenguas, la de origen y aquella en que se trasvasa. Nadie ha traducido, o mejor, ofrecido equivalencias de alto rango, a tantos poetas, de T.S. Eliot (la formidable de los Cuartetos) a Langston Hughes, de Drummond de Andrade a Emily Dickinson, de Baudelaire a René Char. Sin jamás anunciarlo de manera tajante, Pacheco cree en la única literatura universal, y en sus versiones aplica igualitariamente su gran oído literario, que es, por así decirlo, clásico, pero de un clasicismo sin rigidez, más bien, de un encuentro de los poetas elegidos con el idioma en donde instalan su nueva razón de ser. Poeta, ensayista, crítico, novelista, cuentista, dramaturgo, traductor, periodista cultural, maestro universitario en Maryland, Pacheco ha tenido muy diversos reconocimientos (el más reciente el Premio Reina Sofía). Recibió el Premio Nacional de Artes y Letras (1992), es miembro de El Colegio Nacional y, lo más significativo, es el centro de la admiración de un público amplísimo que lo lee y lo estudia. (Ningún ensayo o miniensayo de Pacheco se lee simplemente.) No en balde afirma Carlos Fuentes: Y si usted me apura un poco y me pregunta si hay un seguidor de Reyes, alguien que pudiera ser el Alfonso Reyes de nuestro tiempo, yo le diría que es José Emilio Pacheco, que es poeta, novelista, traductor, conferenciante, es un polígrafo igual a don Alfonso. Es lo que más se parece a Reyes actualmente y tiene, además, una calidad de escritura comparable a la de Reyes. De Alfonso Reyes en Argentina
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JEP no sólo comparte con don Alfonso el sueño del polígrafo; también, y muy notablemente, la vocación de servicio intelectual. En sus aproximaciones a la cultura nacional e internacional, Pacheco valora las literaturas y las épocas en que se producen. Con sabiduría y gran capacidad asociativa, Pacheco organiza panoramas (Antología de la poesía mexicana del siglo XIX, y la extraordinaria Antología del modernismo), y realiza una lectura vasta y generosa de la tradición literaria en México, y, más ceñidamente, de la tradición literaria en América Latina, Europa, Estados Unidos. Si insiste en la mexicana es porque, además de las razones de cercanía, encuentra allí valores muy importantes que —por razones de desconocimiento— muy pocos podrían destacar. Pacheco se niega a recopilar su Inventario. ‖Debo reescribirlo / Así como está es imposible / Se ha descubierto muchísimo desde que escribí aquel artículo / ¿A quién le puede interesar?‖. Su alegato no convence en lo mínimo, al ser Inventario la mejor sección del periodismo cultural en México de la segunda mitad del siglo XX. Pacheco es una lección de oficio, de claridad expresiva, de integración de elementos dispares, de irrupciones súbitas de la mejor sátira, de memoria infatigable, es aviso de lectura y es homenaje detallado: es interpretación de virtudes desatendidas y es reconstrucción de climas de época. Y todo lo preside por el culto a la palabra, en el Final también era el Verbo: Escritura Consuelo de la letra: La hosca vida Encerrada en algunos signos.
* Definiciones La luz: la piel del mundo. De Irás y no volverás
O en ―Perduración de la camelia‖: Bajo el añil del alba flota en su luz la camelia recién abierta. No tiene aroma, sólo es resplandor. Parece toda hecha de espuma. Nube que se posó en la rama un instante para mirar el cielo desde aquí abajo, a los tres días de su nacimiento se desmorona en pétalos sombríos, polvo que se hace tierra y de nuevo vida. De Geometría del espacio
La maestría elabora la visión del poema donde la hermosura, por genuina, se desgasta y se recupera en sus metamorfosis. Y en ese sentido, sin relación de influencias, los textos de JEP sobre la naturaleza como estallido de vida y sabiduría tienen que ver con los correspondientes de Wallace Stevens, en donde la descripción también se afilia al ―jardín de 170
sensaciones‖. Pero esta vertiente no es la predominante. Pacheco se obstina en lo elegido desde el principio: la profecía cumplida de antemano, lo contrario de la obviedad, los vericuetos del fracaso, el examen del resentimiento como el productor de la moral de vencidos y vencedores. Desechable ―Nuestro mundo se ha vuelto desechable‖, dijo con amargura. ―Así, lo más notable en el planeta entero es que los hacedores de basura somos pasto sin fin del basurero‖. De El silencio de la luna
* José Emilio nunca termina de escribir sus libros (revíseseTarde o temprano. Poemas 19582000, Fondo de Cultura Económica, 2000), y si de él dependiera nadie lo releería porque las enmiendas y revisiones obligan a la lectura como por vez primera. Él afina el tono y el temperamento, y percibe a la vez la crueldad y el autoengaño, en esta poesía los dos grandes elementos del desastre o las negaciones del ser humano, que el lector tiende a olvidar. A diario, uno se entera de las catástrofes, la extinción de las especies, los vestigios de los que en otro tiempo fueron bosques y ríos, el salvajismo de las guerras, la explotación inicua de los seres humanos. Ante los conformistas y los decididos a invisibilizar y volver inaudible el horror, Pacheco, a través de su personaje que es la reflexión incesante y el reparto de paradojas, introduce una variante: el pesimismo del sobreviviente, que se eleva a teoría del conocimiento, el nunca aceptar que seguir vivo sea la justificación primera y última de la indiferencia ante el horror: Para iniciar el siglo XXI las invencibles termitas se perpetúan sin sosiego en su coito unánime. Nos creímos los dueños de este planeta: ante ellos no somos ni siquiera dioses caídos; sólo un puñado de polvo (el polvo que hacen con pico y pala sus fauces) en las bancas del parque cerca del río. De ―Comerse el mundo‖, en Siglo pasado
Moderno, tradicional y si tal cosa existe, post-moderno, por lo menos en lo tocante a su gusto por los fragmentos, José Emilio Pacheco es todo lo que siempre quiso ser: un escritor fiel a su disciplina, su capacidad de renovación y sus obsesiones que siempre se adelantan a las obsesiones de todos nosotros.
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III. POLÍTICA Y FANTASMAS POPULARES TAN CERCA, TAN LEJOS. LAS ILUSIONES DE LA VECINDAD Letras Libres, mayo de 2003 www.letraslibres.com/revista/convivio/tan-cerca-tan-lejos A lo largo de dos siglos, en un proceso que mezcla el recelo, el despojo, las migraciones de largo alcance, las fricciones interminables y la integración múltiple, México y Estados Unidos (los gobiernos, las culturas, las sociedades, las personas) han vivido en forma desigual y combinada encontronazos y desencuentros, rechazos y acercamientos, dominación financiera y flujos migratorios. La superioridad económica y tecnológica es lo más señalado del continuum donde intervienen las instituciones políticas y jurídicas, la educación, la cultura, los cambios en la vida diaria y la imagen que las sociedades tienen de sí mismas. Y una idea fija preside: o la relación es inevitable o es fatal. No son meras palabras. Las minorías dirigentes, las clases populares, las culturas en el sentido amplio y en el más estricto, se organizan en México en torno a las diferencias entre lo inevitable(más de tres mil kilómetros de frontera, la explotación de los recursos naturales, los procedimientos del capitalismo salvaje, las migraciones que convierten a millones de mexicanos en millones de mexicano-americanos, la seducción de los modos de vida) y lo fatal, la cercanía geográfica vuelta ideología ―de la trampa mortal‖. Si la integración es un hecho, con las opresiones y desventajas otorgadas a la parte mexicana, el determinismo oscurece el entendimiento del proceso. ¿En qué momento se implanta el determinismo entre los mexicanos? En el previsible: luego de la invasión de 1847 y la vasta pérdida territorial, operación antecedida por la suspicacia inmensa ante los herejes protestantes y por la ofensiva ideológica —tómenlo o déjenlo— del imperialismo norteamericano. Cito tres ejemplos tomados del excelente recuento de Reginald Horsman, La raza y el Destino Manifiesto. Orígenes del anglosajonismo racial norteamericano (FCE, Col. Popular, 1985): ―Aunque los bárbaros caen como granizo, como su disposición aún es belicosa, la carnicería hecha en sus ejércitos por la superioridad de la guerra científica y la bravura indómita de hombres dispuestos a la paz les enseñarán provechosas lecciones, y la pérdida de unos cuantos miles de ellos no es tan deplorable. Esta guerra enseñará a los mexicanos a pensar en su flaqueza e inferioridad.‖ [Subrayado de CM.] / Casket, Cincinnati, 10 de junio de 1846. ―México era pobre, perturbado, en anarquía, casi en ruinas; qué podía hacer para contener la mano de nuestro poder, para impedir el avance de nuestra grandeza. Nosotros somos anglosajones americanos; era nuestro 'destino' poseer y gobernar este continente; ¡estábamosobligados a hacerlo! Éramos un pueblo elegido y ésta era la herencia asignada a nosotros: habíamos de empujar a todas las demás naciones ante nosotros!‖ / Resumen del pensamiento del presidente James Polk. En American Whig Review, 4 de julio de 1846. ―Nos impacienta ver a nuestro país y su dominio llegando a lo lejos, sólo hasta el punto en que quitará las cadenas que niegan a los hombres la oportunidad igual de ser buenos y felices... ¿Qué tiene que hacer el ineficiente y miserable México con la gran misión de poblar el Nuevo Mundo con una raza noble?‖ / Walt Whitman, en el Brooklyn Daily Eagle, 1846. Lo inevitable versus lo inexorable. Apunto a continuación algunos rasgos de este sistema de creencias opuestas y complementarias: 173
1.- Al determinismo lo activa la idea prevaleciente en México: la unidad de los gobiernos y las sociedades de Norteamérica es absoluta. Tarda en producirse la visión matizada. Sí, demasiados estadounidenses se ajustan a los intereses del gran capital y aprueban e intervienen en las empresas del despojo; pero existen también las minorías excepcionales, los procesos de liberación cultural y social, las zonas heterodoxas. La influencia norteamericana corroe o modifica casi todos los usos y costumbres, pero, entre otros, hay uno que se mantiene: la persistencia de la comunidad nacional. Mitología y realidad. En la etapa que se extingue con la Guerra Fría, a la visión norteamericana de México la moldean las vivencias del triunfo y el triunfalismo históricos, las necesidades de expansión industrial y comercial, las alarmas ante The Brown Tide, la arrogancia que es una ―segunda piel‖, las versiones de la teoría del Destino Manifiesto. Sin siquiera meditar en ello ―por cortesía‖, se suele ver a México como el espacio del atraso orgánico y las oportunidades de inversión, You buy a Hacienda for a few pesos down, el patio trasero de la política expansionista, la suma de ruinas fascinantes, paisajes y experiencias sexuales (para spring breakers y winter tours), el lugar de origen de los trabajadores y de la mayoría de los latinos, el catálogo de frases del humor vagamente bilingüe: the whole enchilada, hasta la vista baby, y no mucho más. De allí que, desde cierta perspectiva, se afirme: Norteamérica es la entidad que nos saquea y nos estimula un tanto involuntariamente, sin tomarse la molestia de conocernos. 2. Al tanto de los recursos de Norteamérica, el determinismo extrae conclusiones derrotistas: ―No hay nada que hacer, siempre nos llevarán ventaja. La dinámica de Norteamérica hace que monopolice ad perpetuam las primeras filas.‖ A este conjunto de juicios y prejuicios, de certidumbres y resignaciones, de protestas y de ganas de asimilarse, lo ajustan y promueven la experiencia histórica, la fe en la continuidad de la fe (lo dice para que lo citen siempre Rubén Darío: ―Eres los Estados Unidos, eres el futuro invasor / de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español‖), el conservadurismo criollo, los miedos y las valentías de los gobiernos, la actitud antiimperialista encarcelada por su retórica, los fuegos fatuos de la Identidad Nacional, las elites políticas siempre pendientes de la aprobación o la desaprobación de la Casa Blanca, y las elites económicas ansiosas de disminuir su cuota de mexicanidad (es curioso, más que ninguna otra clase social, la burguesía cree fanáticamente en la Identidad Nacional, la teatraliza en las horas rituales y busca alejarse de ella el resto del tiempo. Los grandes adeptos a las mitologías son a veces los más ansiosos de escapar de ellas). La lectura supersticiosa de los hechos transforma en fatal lo que se vive y sus millones de opciones diarias, y la realidad reaparece como la sucesión de profecías cumplidas. 3. ¿Cuáles han sido las consecuencias, entre los mexicanos, de este juego de la predeterminación? Destaco una nefasta: la oportunidad de reelaborar las debilidades como modos de ser, y de ahorrarse la autocrítica y la crítica ―inútiles ante lo que de cualquier forma tiene lugar‖. Esto explica las versiones mitológicas del otro, que van del ―Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos‖ a las interpretaciones de El laberinto de la soledad, del miedo a la americanización al miedo a no estar al día en la americanización, del temor de ceder a la voluntad imperial al terror de irritar a los Estados Unidos. Hasta ahora, el determinismo ha sido en México la actitud más persistente. Se trate de los ―anexionistas‖ y su fantasía de Mexamérica, o de los antiimperialistas tradicionales y su 174
pavor ante la pérdida de la Esencia Nacional, el determinismo suprime el examen del vértigo de las transformaciones, concibe una nación o más débil o más inmóvil, se detiene en naderías (de la extranjería del Árbol de Navidad y Santa Claus al secuestro de la mente de los niños por Stars Wars), y no responde organizadamente a los despojos financieros, las depredaciones ecológicas y las opresiones políticas (un muestrario: los oprobios de la Guerra Fría). El fatalismo desmoviliza y agiganta como traiciones los cambios inevitables. 4. Con préstamos del melodrama, el determinismo dramatiza o vuelve comedia triunfalista dos fenómenos de alcance internacional. El primero es la americanización, ya presente a fines del siglo XIX y esencial en la formación de las generaciones que hoy, simultáneamente —y en lo que sigue no hay juego de palabras—, mexicanizan su americanización y americanizan su mexicanización; el segundo es la globalización, presente por vía de las finanzas, las industrias culturales, el internet, el 11 de septiembre y, sobre todo, la invasión de Iraq. Así se les considere sinónimos al principio, la americanización y la globalización no van resultando lo mismo. La segunda significa, en un nivel, la superación del nacionalismo sin abandono de la conciencia nacional (no una esencia, sino la constante recuperación crítica del sentido de la comunidad), y la primera se caracteriza por identificar a fondo lo norteamericano y lo contemporáneo, y por definir la internacionalización de acuerdo con el confort, el comercio, los estilos de vida y las industrias culturales. Si el 10 de Mayo, el Día de las Madres (la invención del comercio norteamericano importada en 1922) es una fecha de arraigo absoluto, otras celebraciones también se van imponiendo: por ejemplo, el 14 de febrero, Día de la Amistad y el Amor, y la ceremonia de entrega del Óscar. Así también, cerca del 90 por ciento de los films distribuidos en México son norteamericanos, como también la mayoría de los best sellers, y una parte impresionante de la moda en el vestir, de la industria del rock, del culto por el esoterismo, de la literatura de autoayuda (de El vendedor más grande del mundo a ¿Quién se ha llevado mi queso?). Eso, para no hablar de géneros literarios y cinematográficos, de estilos narrativos, de entusiasmos académicos, de comportamientos ―juveniles‖ que quisieron serlo, de técnicas de manejo corporativo, y, last but not least, del uso creciente del espánglish. Lo obvio: el imaginario colectivo carece de fronteras. En materia de influencias, la indiscutible en el mundo es la norteamericana, lo que no requiere de explicación en realidades marcadas por la asimetría. Lo penoso es el alto consumo de lo más deleznable de Norteamérica. Con mínimas variantes, en esto se igualan las elites y las clases populares: la americanización es irresistible, pero de la americanización se suele extraer el repertorio más convencional. En su turno, a la mayoría de los norteamericanos, la cultura mexicana les parece una excentricidad distante y pintoresca. Diego y Frida son los imposibles Romeo y Julieta, la gastronomía se detiene en el chili-con-carne, y no mucho más. Y ambas partes dejan de lado el meollo del problema: no la simetría, sino el desaprovechamiento radical de las riquezas de ambas culturas. 5. La prensa y los medios electrónicos en Estados Unidos apenas se ocupan de México, algo previsible desde el siglo XIX. Éste es el catálogo: generalizaciones racistas, atención a las catástrofes y a lo inesperado como variantes del folk show o la voluntad de Dios, elogios a gobiernos funestos (revísese, digamos, la cauda de alabanzas a Carlos Salinas de Gortari, The Giant Killer, la certificación de Ernesto Zedillo como el Campeón de la Democracia, y el recibimiento de Vicente Fox, ―el líder lúcido y carismático‖). El Poor Neighbor no merece la 175
atención responsable, y sólo unos cuantos periodistas intentan el análisis objetivo, mientras las elites mexicanas, de por sí crédulas, creen cierta la noticia si viene de fuera, así la sepan proveniente, en el mejor de los casos, de la intuición desinformada. Esto, en la televisión, se acrecienta. ¿Qué confianza se tiene ahora en la seriedad de los medios informativos estadounidenses? En El País (10 de abril de 2003), Arthur Schlesinger argumenta, al hablar de la invasión de Iraq: En mi opinión, los medios de comunicación enfrentan una gran responsabilidad (en esta situación tan trágica). Ha habido esfuerzos demócratas; Edward M. Kennedy, de Massachussets y Robert C. Byrd, de Virginia Occidental, pronunciaron enérgicos y elaborados discursos de oposición contra la prisa por iniciar la guerra. Los medios, en gran parte, los ignoraron. Algún filántropo tuvo que pagar a The New York Times para que publicara el texto del gran discurso de Byrd, pronunciado el 12 de febrero, como un anuncio a toda página, un discurso que los medios ignoraron cuando lo pronunció. La prensa ha dado una gran importancia a las manifestaciones de masas y, en cambio, no ha presentado los argumentos razonados contra la guerra.
Si eso sucede tratándose de la invasión de Iraq, ¿qué esperar del tratamiento rutinario de un país donde el 89 por ciento de sus relaciones comerciales depende de Norteamérica? No es tema primordial, es decir no es tema. Lo contrario es lo cierto: Norteamérica figura entre las preocupaciones centrales de los medios de México, atentos a la política, la economía, las modas, la cultura del espectáculo, la mercadotecnia (la nueva astrología) de ese país que, según la creencia pararreligiosa, es el único escaparate del porvenir. 6. A partir de las migraciones y de la industria del espectáculo, vienen de Norteamérica muchísimos de los cambios de las sociedades de México, incluidas las muy conservadoras. Si algo, el cine de Hollywood ha inspirado los vuelcos de comportamiento y las nuevas expresiones del conformismo. Sin embargo, en las recapitulaciones de este trato nunca igualitario ha pasado inadvertido un fenómeno de gran poder persuasivo, sobre todo en las tres últimas décadas, que repercute en el mundo entero, y se propaga a través de las ongs, la ciencia jurídica, la literatura, el teatro, el cine, las personalidades y las obras excepcionales, incluso la televisión. Me refiero a los movimientos críticos y de liberación, a las actitudes y el pensamiento radicales, a los films y series de televisión que impulsan transformaciones necesarias, a las obras literarias y pictóricas de vasto alcance. Así por ejemplo, — Los movimientos ecologistas, vanguardia de los derechos humanos de las próximas generaciones. — El debate jurídico sobre los derechos de las minorías (y los logros adjuntos). — El feminismo, tan presente en las conductas de millones de mexicanas. — El desarrollo de las ONGs no burocráticas. — El ejemplo de la resistencia de seres excepcionales a las prisiones y condenas políticas y sociales. — El movimiento lésbico-gay, sobre todo a partir de la rebelión de Stonewall de 1969, y el desarrollo de las organizaciones contra el sida. En el desarrollo democrático de América Latina, este sector norteamericano ha sido el gran interlocutor y en buena medida el inspirador. Cito algunos nombres: Pete Seeger, Joan 176
Baez, Philip Dworkin, Gore Vidal, Allen Ginsberg, Robert Altman, Noam Chomsky, Edward Said, Robert Mapplethorpe, Dorothy Day, Daniel Ellsberg, John Sayles, Cindy Sherman, Tony Kushner, Todd Gitlin, Susan Sarandon, Paul Auster, Andy Warhol, Rose Parks, Larry Kramer, Michael Moore, Harry Belafonte, Tim Robbins, que han ejercido de muy variadas maneras las libertades y la extraordinaria variedad de recursos de lo mejor de Norteamérica. 7. La invasión de Iraq, uno de los acontecimientos más trágicos de la época actual, obliga a reexaminar y, es de preverse, a buscar el fin de las nociones deterministas en ambos países. De modo abrumador, la opinión pública en México, que considera un tirano irremisible a Saddam Hussein, también condena la invasión, las mentiras rotundas de Bush y Blair (y la sonrisa inanimada de Aznar), el asesinato deliberado de civiles (las bombas no discriminan), la crueldad contra los niños (denunciada por Unicef), el reparto por anticipado del patrimonio iraquí (entre promesas francamente inaudibles de Bush), la vía libre al exterminio entre fracciones enemigas en Iraq, el festejo de una ―liberación‖ que en rigor es destrucción y matanza, el racismo antiislámico, el apoyo a la nulificación de los derechos palestinos, la extinción de la autoridad moral del gobierno norteamericano en materia de derechos humanos. El presidente Vicente Fox procede de manera correcta al expresar su discrepancia con la decisión de los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra y al advertir los caminos que faltaba explorar antes de la invasión. Esto le vale el regaño de Bush y el de la derecha empresarial. (En estas semanas, el señor Claudio X. González se permitió la humorada de su vida: ―Los principios son para principiantes.‖) En el mundo unipolar y, por lo visto, uninacional, la crítica a la estupidez y a la maldad de los caprichos imperialistas se convierte en una demanda de la razón y la sobrevivencia moral. Al determinismo debe sucederlo la determinación civilizatoria.
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DURACIÓN DE LA ETERNIDAD Nexos, abril de 1992. www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=80987 Esta es la versión corregida de la conferencia magistral presentada en el Coloquio de Invierno, el 20 de febrero de 1992, en el Auditorio Alfonso Caso en Ciudad Universitaria. En la lucha entre ti y el mundo, ponte de parte del mundo. FRANZ KAFKA
Una de las batallas más importantes y menos divulgadas en la América Latina se libra en torno al sentido de los términos indispensables. Si de algo sabe la clase en el poder (la expresión es nostálgica, pero la realidad a que alude es omnívora) es de las grandes ventajas que otorga el control de los Vocablos Cruciales. Dirigir los contenidos del Vocabulario Básico es orientar lo que se vive y predeterminar las conclusiones sobre los sitios en donde se vive. Si la mayoría acepta el significado unívoco de algunas palabras, éstas, por una aplicación rígida, no menos dictatorial por menos consciente, tenderán a convertirse en cárcel, visión determinista, único horizonte interpretativo. Creo indispensable en medio de los extravíos de la razón semántica, ejercicios a la manera de Raymond Williams, - acercamientos al devenir histórico de las palabras-clave (key words), como cultura, modernidad, tradición, tecnología, globalización, nación, nacionalismo, tolerancia, democracia. En estas notas sólo pretendo una mínima aproximación de trabajo a tres de estas palabras-clave. Cultura: todo lo que usted quiso saber sin necesidad de apagar la tele Del siglo XIX hasta fechas muy recientes la cultura es -según la versión más conocida- el conjunto de obras maestras, creadores, tendencias de la civilización, métodos y programas educativos, vida intelectual, difusión de las artes y las humanidades. En el siglo XIX, cultura es la actividad del Espíritu, y sus cumbres son la erudición clásica, la veneración y el ejercicio de la poesía en distintos niveles, la escritura de la Historia, la creación artística, la prédica moral que instrumenta la divulgación del conocimiento. A principios del siglo XX, cultura es lo que afianza los vínculos de la nación con Occidente, aleja la barbarie, y reparte los productos (libros, cuadros, poemas, sonatas, sinfonías) que sólo una minoría comprende porque sólo ella los disfruta (o a la inversa). Acto seguido, la Revolución mexicana (el fenómeno armado, la mitología, las instituciones, las consecuencias) sin negar la validez de lo anterior, amplia los alcances del término cultura, cuya dimensión pública exige el reconocimiento verbal y jurídico de los derechos de los trabajadores. Cultura, durante más de medio siglo, es ―el excedente de satisfactores espirituales‖ que los gobiernos reparten o creen repartir, en cumplimiento de sus obligaciones para con el Pueblo. En la segunda mitad del siglo XX, cultura es alternativa o simultáneamente, la suma de conocimientos, el modo de vida según la antropología, el repertorio de saberes de cada tema o especialidad (la cultura médica, la cultura de la violencia), lo peculiar a grupos, comportamientos individuales y tendencias artísticas, el acervo nacional a disposición de las grandes exhibiciones, la erudición, lo que fue múltiple y hoy es indivisible, la tarea estatal menor pero irrenunciable. 179
La tradición: el espejo diario como museo de la persona Yo nunca ocupo un asiento vacío. JUAN CARLOS ONETTI
A mediados del siglo XIX, los conservadores monopolizan el uso y el sentido de la tradición, sinónimo del respeto a los sentimientos de orden y decoro, de honor y de familia, contemplados miran a la luz del dogma religioso y de la herencia hispánica. Y los liberales, imposibilitados para dotar de nuevos significados a la palabra, arraigan el término en el porvenir y, en su idioma, llaman a la tradición el Progreso. En el porfiriato, las tradiciones son el contexto ideológico del aislacionismo, aquello que defiende a las familias de los males del radicalismo y la modernidad, la sacralización del gobierno, de las costumbres opresivas, de las virtudes hogareñas tal y como las enuncian los curas y los padres de familia. Tradición: aquello sin lo cual México se desintegraría al instante. Como describe admirablemente Agustín Yáñez en Al filo del agua, en el país tradicionalista la revolución es, literalmente, la invocación demoniaca. Por eso, al principio, la cultura de la Revolución mexicana con el exceso que es el lenguaje inevitable del afianzamiento histórico, y por razones tanto del sectarismo como del desarrollo civilizatorio, halla en las tradiciones (mejor: en el modo en que se utilizan políticamente) al enemigo. ―Impiden pensar, fomentan el fanatismo, son el meollo del oscurantismo, el peso muerto que ancla a la nación en el pasado‖. A nombre de tales convicciones, los revolucionarios exacerban su anticlericalismo, hacen leña a los santos, se burlan de las creencias ―infantiles‖ y las supersticiones, quieren hacer de su jacobismo un programa de renovación de las mentalidades. El Estado lucha por la concentración del poder, y al lado se escenifica otro combate, hoy un tanto oscurecido por la habilidad del monopolio político, el de la diversificación de tradiciones, el programa secularizador que, en el periodo 1911-1950 (muy aproximadamente) hace buen uso de la herencia de la Reforma liberal, y crea alternativas en los conceptos y en las actitudes. Aquí participan el artículo tercero constitucional, la institución del divorcio, la cancelación del diezmo obligatorio, la internacionalización superficial pero constante a que obligan el cine y la radio, la publicidad, la industrialización, el papel disminuido de la iglesia católica, la eliminación de la censura en materia de libros (nunca muy vigorosa, por otra parte). Mientras la mayoría de las tradiciones desaparecen o se alteran para mejor persistir, el Estado, en los años setenta, ―descubre‖ a la tradición, al ver desvanecido su filo militante o al creer suficientemente secularizada a la sociedad. Tradición es, también, el pasado prestigioso que, convenientemente situado, resulta un aval moral. Si en 1968 llama tanto la atención la tragedia de San Miguel Canoa (el asesinato masivo de los excursionistas de la Universidad Autónoma de Puebla y el campesino que les dio asilo, porque el cura del lugar Enrique Meza Pérez los calificó de ―comunistas‖ que violarían jovencitas y quemarían cosechas), no es sólo por la monstruosidad intrínseca del linchamiento, sino porque ya en ese momento un pueblo levítico es inconcebible en la perspectiva modernizadora. Los hechos de grave intolerancia habrán de continuar, pero, en la medida en que la información existe, la condena es unánime. El Estado liberal y el revolucionario generan numerosas tradiciones que afectan centralmente las vidas de los mexicanos. Sin embargo, en el vocablo tradición estas aportaciones prácticamente son reconocidas. Y en fechas recientes, lo tradicional permite una doble utilización. Es, por una parte, el arma represiva, ―el arcángel del fuego‖ a las puertas de la Identidad Nacional. ―Está en contra de nuestras tradiciones / Es un ultraje a la tradición‖. 180
Por otro lado, y por la fuerza de la interminable explotación de las tradiciones a cargo de la industria cultural (seguramente la gran responsable de la metamorfosis del pasado), la cultura oficial, sin entrar en detalles, se pronuncia: ―la tradición nos solidifica como pueblo‖, y hay un lugar idóneo para las-tradiciones-que-vienen-desde-antes, el museo o sus variantes. Bajo consignas que tal vez podrían resumirse en la aportada por el cinismo: ―el que no respeta a sus tradiciones se verá condenado a repetirlas‖, el Estado protege lo que siente en peligro de evaporación. De allí por ejemplo los concursos de nacimientos, de pastorelas, de piñatas, de ―calaveras‖, de arreglos florales de Día de Muertos, que hacen pensar en la lógica de patrocinar lo ―premoderno‖, en los (inminentes) concursos de peregrinaciones, de pueblos típicos, de Sufridas Mujeres Mexicanas, de exhibiciones de amor al terruño por las madrugadas, etcétera. (Junto a lo anterior, y con seriedad, a partir de 1968 se salva del olvido mucho de la gran tradición artística e intelectual del país, antes sólo accesible en fragmentos y sepultada con frecuencia bajo la retórica patriotera. Y tal recuperación importa extraordinariamente pese a que los gobiernos suelen aprovecharla con fines de ornato). A las tradiciones más recientes (la del 68 por ejemplo) se les llama culturas, y lo tradicional es, según los sectores modernizados, el equivalente de ―expresiones mortuorias‖. Se habla de ―tradiciones indígenas‖ con el ánimo ecologista de quien enumera las especies al borde de la extinción, y por tradición se entiende lo que persevera como puede, en medio de la destrucción de la memoria colectiva, aquello vivido parcialmente (y con ánimo de profesionalizar la nostalgia) y que los ancestros, porque no les quedaba otra, vivieron en su totalidad. Amenísima paradoja: tradicionalista es un término despectivo, y tradición es un vocablo cada vez más valuado. Modernidad: “y en medio de nosotros, Nintendo, como un dios” Hasta la eternidad duraba más antes. STANISLAW JENY LEC
Modernidad, la palabra con más de un siglo de prestigio inmanente entre nosotros, es ahora la estrella resplandeciente, la meta única. Pero el recorrido ha sido extenuante. A fines del siglo XIX, modernidad es lo que se vive en las metrópolis, la cultura que, a quien sepa encarnarla, le proporcionará los recursos íntimos para conjurar el destino fatal de los habitantes de un país en la periferia de la civilización. Rubén Darío ofrece su síntesis: y muy siglo XVIII y muy antiguo, y muy moderno, audaz, cosmopolita... Muy moderno: animado por el entendimiento de otro idioma poético que es la guía de nuevos comportamientos. Cosmopolita. ciudadano del mundo, ser ―desterritorializado‖ por la cultura y la asimilación de lo metropolitano. Durante un tiempo largo, lo moderno no se opone a lo tradicional, sino a lo que parece inescapable: lo nacional. ―Desterritorializarse‖ en lo espiritual es ―desnacionalizarse‖ en lo cultural. Ser moderno es volver creativa y personal la imitación de lo metropolitano. En este orden de cosas, lo moderno es, aunque no se reconozca explícitamente, algo distinto (superior) a sus equivalentes: lo de hoy, lo de avanzada. A mitad del siglo XX, modernidad, concepto excluyente, es la utopía en el sentido drástico: aquello que mientras no se obtiene le quita sentido a la existencia. Hace falta ser absolutamente moderno y, mientras se comunica interiormente el país, y llegan la tecnología y las inversiones extranjeras, la modernidad es el comportamiento que se inicia en el desdén o el 181
aborrecimiento de las tradiciones inoperantes (casi todas, según el rasero de la ―eficacia‖), y prosigue adquiriendo la ―gramática vital‖) que, para empezar, se olvida de los valores de la hispanidad. Y la modernidad es la gran disculpa, la sombra cómplice de las destrucciones urbanas, de las depredaciones ecológicas, de los soberbios edificios magníficos echados abajo para construir rascacielos, de los bosques y los ríos sacrificados a la voracidad industrial. Ser moderno es ir con el siglo. Y ―el siglo‖ sólo confía en lo rentable. Desde hace diez o quince años y, ya más específica y programáticamente, desde el inicio del régimen de Carlos Salinas de Gortari, modernidad es la palabra omnipresente, el paradigma inevitable, cuya redefinición exige el cuestionamiento no sólo de modos de producción sino de formas de vida. ―¿Se creían modernos e incluso posmodernos? Pues ya ven que no lo son‖, es el mensaje cuyo fondo es la privatización categórica de la economía, el sometimiento de las herencias históricas a las disposiciones de la productividad, la incorporación de todos los criterios a las exigencias de la globalización. ―Ser moderno‖, en la práctica, es adecuarse mentalmente a los ritmos del ―mundo unipolar‖. De la modernidad depende lo que en rigor nadie discute, el porvenir nacional, y esto exige la comprensión de la economía mundial, y la capacidad adaptativa en pro de los cambios decididos en las metrópolis, allí donde ―se le imprime sentido al porvenir‖, tan irrefutable por tan indetenible. Del paradigma que afecta a la economía, a la industria, a la tecnología de punta, se quieren extraer conclusiones válidas para otros campos. Y lo moderno no es lo adversario de lo inservible, sino -y son onerosas las consecuencias de tal obviedad- de lo no moderno, algo más delictuoso que lo inservible, la resistencia a las formas gubernamentales y empresariales del cambio que se interpreta como alta traición. A cuenta del paradigma de la modernidad, se instrumenta la campaña cuyo fin es nulificar ideológicamente a los adversarios (―Si son premodernos, nada de lo que digan nos importa‖), y sembrar el miedo en quienes no se pueden costear voluntariamente el lujo de la modernidad. El terrorismo funciona minuciosamente y deposita en el término diversas cargas autoritarias: ―Modernidad es lo que se define a simple vista, se percibe a simple oído, y se vive a simple voluntad‖. De esta manera y una vez mas, se culpabiliza a la mayoría, que a diario se percata, con sólo ver los comerciales de la tele, de todo lo que la separa de la modernidad según las élites de Norteamérica. Así, la ―modernidad cotidiana‖ construye sus infiernos y purgatorios, y vuelve armas del determinismo social a lo que quiso ser descriptivo. Recuérdense algunas de las expresiones de tan costosos efectos en la psicología popular: el complejo de inferioridad de los pobres/ el subdesarrollo/ las sociedades marginales/ el naco y la naquiza/ el Tercer Mundo y el tercermundismo/ los países periféricos. Según esta andanada definitoria, el subdesarrollado es el que nunca acabará de crecer porque nunca empezará a hacerlo, y el tercermundista es el habitante de la periferia que sólo viaja para mejor alejarse del centro. Estos vocablos se pretenden científicos (formulaciones psicológicas, económicas, sociológicas), quieren canjear las limitaciones nacionales por la degradación psíquica de los individuos, y a fin de cuentas sólo apuntalan la autodenigración, al convertir la identidad en destino fatal (―Qué le vamos a hacer, si somos tercermundistas‖) o autochoteo: ―me veía tan tercermundista que me vestí rapidito‖. La modernidad, definida por exclusión, es la Puerta Estrecha, el sendero de los elegidos, el concepto-fortaleza al que sólo se accede por razones de importancia política y económica, y por la ―garantía de perdurabilidad‖ de los privilegiados, que le adjudican a la vida popular el carácter de ―obsolescencia planeada‖. Y la modernidad es también la política de sustituciones en campos antes repartidos entre la demagogia, el populismo y el interés legítimo por la 182
justicia social. Así, donde se hablaba de equidad se menciona la caridad cristiana; donde se decía revolución se utiliza evolución selectiva; donde se oía proletariado se musita mano de obra; donde aparecía intereses del pueblo se alaba al capitalismo popular; el verbo privatizar sustituye a nacionalizar y la viabilidad del país ocupa el sitio de la Revolución mexicana. En el canje, el sentido del término modernidad se difumina y regresa convertido en algo externo en primera y última instancia. En los años veinte ser moderno era vivir como aspiración y forja de la personalidad lo que la sociedad no consentía; en el sexenio de Miguel Alemán, ser moderno era apostar por el nuevo, implacable destino nacional; durante los regímenes de Echeverría y López Portillo, ser moderno era adecuarse, sin demasiada prisa, al paso forzado de la internacionalización. Desde los años ochenta, ser moderno es ponerse en disponibilidad para que el exterior (las fuerzas del mercado, la globalización, la tecnología) disponga lo procedente. La religión del libre mercado: la mística de la especulación Cuidado con caer debajo de la rueda de la fortuna de otro. STANISLAW JERZY LEC
Sin acentuar la hipérbole es posible decir hoy que la modernidad a escala privada aspira al status de ―culto religioso‖, en el sentido de la irrefutabilidad del dogma y de las emociones profundas que despierta, en medio de ―la santificación‖ del ascenso económico de unos cuantos. Seguros de su impunidad espiritual, afirmados en ―el fin de la Historia‖, los feligreses del libre mercado (el capitalismo salvaje sin frenos) ejercen la intolerancia, y el odio a la discrepancia con métodos y expresiones muy propias de su antigua fobia, el stalinismo. Con la escenografía de la catástrofe del socialismo real, las campañas del neoliberalismo pretenden eliminar toda disidencia y darle a lo que sucede (la barbarie de la gran concentración de la riqueza) el carácter de lo venturosamente irremediable, porque sólo desde la abolición del resentimiento (del rencor social, de las aspiraciones de igualdad) se entenderá el paradigma de la modernidad. Véase por ejemplo un texto del empresario mexicano Lorenzo Servitje intitulado ―Desigualdad: un punto de vista incómodo‖ (nexos, 153), donde reverencia a quienes tienen ―una capacidad poco común de acrecentar los bienes disponibles‖. Afirma Servitje: La capacidad de dichas personas (los empresarios) de crear y acumular riqueza genera una desigualdad social y económica que es resentida por los demás. Hay una sensación de injusticia y con frecuencia los gobiernos tratan de corregirla quitándoles a los que tienen para darlo a los que no tienen. En el corto plazo este intento de redistribución funciona. Sin embargo, transcurrido poco tiempo los grupos productivos, que hicieron posible el que existieran recursos excedentes, reducen o suspenden su aportación productiva. La sociedad en su conjunto sufre. Desde un punto de vista cristiano o humanista sería bueno y noble que estos grupos productivos, y aun ricos, dedicaran los frutos de su ahorro a ayudar a los demás o que vivieran modestamente. Esto en la vida real no es probable que ocurra. La experiencia histórica comprueba que la desigualdad económica resultante es un mal menor con el que tenemos que vivir y que por lo tanto hay que aceptar. Así no lo digan, los empresarios ven en la modernidad a la actualización de las encomiendas. Para ellos, el neoliberalismo es el equivalente -no tan metafórico del ―Arca de 183
Noé‖ (la miseria es el diluvio de América Latina), y lo moderno es la recepción entusiasta de lo que sólo algunos captarán: la especialización bancaria, tecnológica, de la informática. No hay más paradigma que el asambleísmo ¿Cuándo nace el pesimismo? Cuando se topan dos optimismos distintos. STANISLAW JERZY LEC
En su visión de la modernidad, la izquierda latinoamericana, y la mexicana en particular, fracasaron casi por completo. Ni siquiera quienes optaron por la vía socialdemócrata, tuvieron la claridad exigible al respecto. ¿Para qué? Modernizar, se decía o se pensaba, era lo propio del capitalismo, el seudónimo de la explotación, y lo sustancial, bienamada praxis y codiciada mitología heroica, era la revolución, la meta que, en verdad, era el principio de la Humanidad genuina. La revolución era cultura (algo situado abstracta o sectariamente), era tradición (la más significativa, por ser el equivalente absoluto de Pueblo) y era modernidad, sin ese nombre, porque un revolucionario se convertía al instante, en la vanguardia de la humanidad, en adelantado de los tiempos perfectos. Ahora, ante la caída de las dictaduras socialistas, la izquierda quiere liquidar sus deudas políticas y morales con un argumento simple: ―eso que allí había, la opresión política, el universo carcelario, el aniquilamiento de la libertad de expresión, no era socialismo‖. Claro que no lo era, pero si la izquierda política lo supo antes lo denunció con excesiva parsimonia, lo que no evitó hasta hace muy poco, la complicidad, el elogio desmedido, los comités de amistad, y, lo principal, la formulación de la crítica, cuando la hubo, como reproche de soslayo. El tributo renovado de la izquierda a la hazaña bolchevique fue el tibio y más que póstumo cuestionamiento del stalinismo y el silencio cómplice ante la represión de burócratas y caudillos mesiánicos. La ausencia de un proyecto de modernidad de parte de la izquierda, es una de las causas, y no la menos significativa, de la lentitud o el pasmo que todavía caracterizan a sus reacciones frente a la oleada neoliberal. Al concederle al imperialismo norteamericano el monopolio interpretativo de la modernidad, al desdeñar en los hechos a la modernidad situándola como ―frivolidad capitalista‖, la izquierda política se extravió en el conjunto y en el detalle. Observó desde lejos los desarrollos específicos de la cultura, no captó el impulso de las nuevas sensibilidades artísticas, desistió de los proyectos humanistas ajenos a la búsqueda de justicia social, se asiló en el lenguaje muerto de los manuales de marxismo, se dilapidó en las formulaciones que se proponían deshacer los núcleos de la modernidad (la teoría de la dependencia, la resistencia cultural), se desinteresó a fondo por las transformaciones del gusto y, last but not least, sólo valoró el presente remitiéndolo todo a lo que no admitiría retrocesos, el triunfo del socialismo. Por lo mismo, la izquierda santificó la moral revolucionaria al grado de que ahora, y en medio de las evidencias abrumadoras, todavía se maneja con timidez y torpeza (en el mejor de los casos) en el análisis de la dictadura de Fidel Castro. Por un lado tal actitud tiene una base incontrovertible: el bloqueo criminal de los gobiernos norteamericanos; por otra parte, la posición es lamentable: se pospone la crítica urgente en homenaje al extinto mito de la revolución. Y en el conjunto, la izquierda, sin decirlo o sin quererlo, le apostó a las políticas del Estado paternalista cuya ineptitud y rapacidad fue la primera en señalar.
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Era tan premoderno que le hablaba de usted a la patria No pretendo decir que en materia de modernidad todos se han equivocado. Si, digamos, por modernidad también entendemos (y un grave problema del término es la necesidad de precisarlo mínimamente casi en cada ocasión) la liberación de fuerzas artísticas, literarias, sociales, es evidente que en México, como en América Latina, los grandes creadores han sido grandes modernizadores, y la mayoría de los considerados elitistas, de Alfonso Reyes y el grupo de Contemporáneos en adelante, han fomentado magníficamente las atmósferas civilizatorias de la crítica, la libre expresión y la tolerancia, esenciales en la modernidad que democratiza. Y, también, esta modernidad algo o mucho le debe a la insistencia del Partido Acción Nacional en la democracia electoral; al esfuerzo de los universitarios de la UNAM y los politécnicos en 1968, que desafiaron y resistieron al autoritarismo (el 68 es el momento que comparten a la vez el radicalismo y la modernidad); al movimiento feminista cuyas tesis fundamentales modifican la existencia de millones de mujeres, lo adviertan ellas o no; a los movimientos sociales que se han dado voz a sí mismos, lo que no es menospreciable en sociedades donde se monopoliza al límite el derecho a la libre expresión; a los grupos de izquierda que defendieron la justicia social y antes que nadie plantearon el tema de los derechos humanos; a los ecologistas; a los grupos defensores de los derechos legítimos de las minorías que localizan los daños interminables de la intolerancia religiosa, la homofobia, el machismo patriarcal. (En especial, me parece admirable la actividad de quienes abogan por el trato digno a los seropositivos y enfermos de sida, y por la difusión científica del tema y de las medidas preventivas). En lo anterior aplico una definición positiva de modernidad, en este contexto el equivalente de proceso civilizatorio. Insisto en la expresión porque no es evitable, y porque no se puede ceder al triunfalismo económico y político de los neoliberales todos los sentidos del término en torno al cual hoy se definen nuestras sociedades. Concedido: si el paradigma de la modernidad no funciona, las otras formas de modernidad, la social y cultural, las individualizadas, carecerán de espacios. Pero por lo mismo, si no se produce esa otra modernización, de índole humanista, la paradigmática sólo acentuará la miseria y la infelicidad de la mayoría, radicalizando la desigualdad, y la subordinación. En el debate de la modernidad es central la democratización, que renueva formas y contenidos de la vida política y cultural, y que es o puede ser el gran valladar contra el autoritarismo que padecemos, que usa de la política para sustentar su tiranía económica y social. De allí mi convicción: son simultáneas las batallas por la igualdad y la democracia, y sin ponerle límites crecientes al autoritarismo, cuya conciencia de culpa en relación a la pobreza es básicamente electoral, la desigualdad se profundizará. De la misma forma, sin enfrentar a fondo a la desigualdad que tanto la dificulta, la democratización será efectivamente un espejismo. La americanización: “nomás eso nos faltaba: un Macdonald’s en lo alto de la pirámide” Conocí a un demente que me despertaba a deshora para repetirme: ―Plateros fue una calle, luego una rue, y hoy es una street‖. RAMÓN LÓPEZ VELARDE, ―La avenida Madero‖ (1917) 185
De acuerdo con quienes predican la buena nueva de la globalización, la modernidad es, con sello de garantía, la única antena para captar los cambios del mundo, y el nacionalismo es aquello que fue trascendente y que tal vez será trascendente, precisamente porque ahora no es trascendente. En este panorama, un fenómeno donde confluyen la cultura, la tradición y la modernidad, es el de la americanización, hasta hoy definida como la influencia unilateral y omnímoda de un país sobre otro, del American Way of Life y sus variantes sobre el resto del mundo. Y el gran equívoco se localiza en el principio, cuando se asume que ―modernización‖ y ―americanización‖ son una y la misma cosa. Así, desde los años sesenta, lo que fue devoción de las élites se masifica, porque -en las urbes y no nada más en ellas -no se puede vivir sin ser moderno o sin sentirse moderno en algún momento del día. La modernidad, entendida como actualización forzada y muy desigual de la(s) sociedad(es) mexicana(as), es objeto de la definición radical desde arriba (―Modernidad es la integración económica con los Estados Unidos, es el Estado puesto a dieta, es la privatización a ultranza, es el incentivo del éxito a escala individual‖) y, en la dimensión cotidiana, cada uno ensaya su tipo de modernidad, que muchas veces sólo es declarativa: ―soy moderno porque me he modernizado de una manera moderna, de acuerdo a las instrucciones del Señor Presidente‖. Todo -la economía, la sociedad, la política -gira en torno del concepto que actúa mucho más por fe que por demostración. Y en la devastación de recursos naturales y sociales que sufren México y América Latina, quienes se atienen al modelo implantado por el rumbo de la economía neoliberal y la industria del espectáculo, y se americanizan como pueden para modernizarse, consolidan el gran instrumento de control. La idolatría de lo tecnológico y lo financiero tiene resultados nefastos: promueve la desmovilización política, afirma la desnacionalización económica, implanta hábitos de consumo en clases sin posibilidades adquisitivas, agudiza irracional y grotescamente las distancias entre realidades y deseos. Pero su papel cambia de manera continua. Hasta hace poco, la americanización era la manera de ―universalizarse‖ al ritmo de la copia Ahora, es un sitio de encuentro multiclasista que, a grosso modo, se precisa en función de las urgencias modernizadoras y, por lo común, sólo se discute desde la resignación o con fines retóricos. ¿De qué modo condenar, por ejemplo, a los jóvenes de las clases populares, que al americanizarse en diversos niveles creen así exorcizar su estruendosa falta de porvenir? Al mismo tiempo, ante el engaño colorido, es creciente el número de quienes transforman en cultura popular y en espíritu nacionalista, asumidos gozosamente, la tontería y el envilecimiento que se les ofrecen a nombre de la modernización. De algún modo se ―mexicaniza‖ o ―peruaniza‖, o como se quiera la americanización, y lo internacional llega a ser variable de lo muy local y viceversa. Algo queda en claro: los principios y consignas de la industria cultural son potencialmente ―verdaderos‖ respecto a la masa, pero inevitablemente falsos para cada individuo. Y cada uno sabe de acuerdo a sus propios términos, lo que significa modernizarse: imitar sin más, improvisar creativamente, acumular aparatos y gadgets, pensar lo más bilingüe que se pueda, coleccionar actitudes de moda, renunciar a los hábitos que se vuelven ataduras, fingur la comprensión de lo que no se entiende. A la americanización que es renuncia a las tradiciones nacionales que estorban en el tránsito a la modernización personal y familiar, se opone la americanización que es búsqueda de las claves de lo inteligible, y es defensa ante lo que no se comprende muy bien por el método de la imitación que luego se ―nacionalizará‖. 186
Son, según creo, un tanto tardías o prematuras las conjeturas sobre algunos resultados culturales de la integración económica con los Estados Unidos, los miedos en torno a la pérdida de la Identidad, la Destrucción de la Idiosincracia, etcétera. El proceso lleva tiempo de darse y aun cuando se intensifique, lo esencial está ya a la vista: el continente, y México, seguirán americanizándose, y según cuán lejos o cuán cerca se está de la alta tecnología, se matizará la visión del mundo (¿quién puede definir con mínimo rigor a la Mexicanidad o a la Ecuatorianidad?), sin afectarse todavía valores fundamentales, entre ellos el idioma español. cuya vitalidad y poder de asimilación no requiere de patrocinios gubernamentales ajenos al proceso educativo mismo. “Por otra parte, ni siquiera me había fijado en qué siglo estábamos” There‘s no money in poetry, but there‘s no poetry in money, either. ROBERT GRAVES
Irracionalidad y dispersión. No sólo en el hábitat de clase media, sino también en chozas, en tugurios, en la desolación con tan escasos servicios elementales donde se hacinan multitudes, rige el desencuentro entre el logro personal y el colectivo. En tanto adquisiciones ideológicas, los sentimientos de bienestar o de sobrevivencia dependen en altísimo grado de los medios masivos. Y en este contexto, muy diferentes ―ideologías de la singularidad‖ (de la creencia en el horóscopo a los espiritualismos, de la indagación policial de los ovnis a la clientela de las ―brujas‖, del apoyo a un equipo deportivo como causa apremiante a la ―religión del ascenso en la vida‖), actúan también a modo de compensaciones, equivalencias y mediaciones. Hay una secreta racionalidad en quienes eligen las formas desechadas por la minoría ilustrada, y las equiparan favorablemente con las recetas oficiales del apaciguamiento: tendrás empleo, serás feliz, la pasarás bien, y en el destino de tus hijos o de tus nietos el país recompensará tus sufrimientos. De un país sedentario a un país nómada. Los pueblos se vacían cada seis meses, y quienes quedan, niños, mujeres y viejos, retienen esa identidad tan hecha de tedio y de resignación. Y los emigrantes, con el caudal (tan relativo) de su mano de obra barata a cuestas, viven el agobio en autobuses de mala muerte, en trailers, en los dificultosos y animados cruces de la frontera. Al ser tan intenso el esfuerzo y tantos los obstáculos, en la mente de millones se identifica la vida en Norteamérica con la realización personal, no porque se ignoren los maltratos y los ghettos, sino porque aun eso, de acuerdo a las expectativas de los inmigrantes, representa la condición de ciudadanos de tercera del futuro, no del pasado. Esto no explica la insistencia de un sector, revelada en las encuestas, que ya no se jacta de su patriotismo, se siente a disgusto con el nacionalismo, y se pronuncia por la integración a como dé lugar. Pero éstos son la minoría, y la nación no renuncia a seguir siéndolo. Tan sólo sucede que el nuevo patriotismo se concentra en la elevación de los niveles de vida, como respuesta a la ―década perdida‖ de los ochenta y a las opresiones del neoliberalismo. Utopías en remate: compre lo indispensable para entrar con paso firme en el siglo XXI Una jaula va por un pájaro. FRANZ KAFKA
Hasta el momento, es (por así decirlo) escasa la información disponible sobre las negociaciones del TLC en materia de cultura y los puntos de vista gubernamentales al respecto han sido: a) despreciativos, y b) paternalistas. Por eso, opto por los interrogantes: 187
1. En notas y declaraciones llama la atención el carácter unívoco y homogéneo que se le concede a la cultura mexicana, entidad que por lo visto no necesita demostración y que conoce una etapa de esplendor o, por lo menos, de salud irreprochable. La realidad, creo, es la contraria: lo que llamamos ―cultura mexicana‖ es un fenómeno dividido por clases, regiones, tendencias, hábitos de consumo, grupos y creadores individuales, y se enfrenta hoy a problemas severos. Entre otros y destacadamente. La crisis de la educación primaria y secundaria, que se manifiesta en la altísima deserción escolar, la burocratización del magisterio, la incompetencia de las autoridades sumergidas sexenalmente en la creación de fórmulas ―por primera vez eficaces‖, la pérdida del sentido educativo, los desniveles profundos que ya provoca la computarización tan parcial de la enseñanza, etcétera. La crisis de las universidades públicas en todo el país, abandonadas a su suerte presupuestal, en diversas condiciones del deterioro, con la mayor parte de su presupuesto cultural concentrado en salarios, con un plan editorial destruido o entorpecido por las condiciones de distribución, etcétera. La modesta eficacia sectorial y la ineficacia general del proyecto de cultura del Estado. Lo que sigue es toda la referencia al tema del presidente Carlos Salinas de Gortari en su III Informe de Gobierno: La cultura se amplía por el contacto con el mundo. Estos intercambios son materia de nueva creación. No podemos ni debemos eludir este diálogo, que es probablemente el signo más acabado de los tiempos nuevos. México, en su historia, siempre lo ha hecho así. Mantendremos los apoyos para difundir el producto de nuestra creatividad, alentar a nuestros artistas y promover su presencia en el exterior. Este ha sido el propósito de los programas de becas y de los fondos para la promoción de la cultura. Hemos visto un incremento significativo de revistas de grupo de artistas del extranjero. Además, se amplió la red de bibliotecas al incorporarse 157 más, con las que suman un total de 3390 y llegarán a cinco mil al término de este gobierno.
La referencia es escasa, y se aplica sobre todo al sector habitual, lo que está muy bien, e ignora a las mayorías que ya exigen sus derechos culturales, a los millones de personas que, por razones del desarrollo educativo y social están en condiciones de aprovechar un numero creciente de ofertas culturales a las que por capacidad adquisitiva, desinformación y hábito no tienen acceso. Al confinarse en el público de siempre, el proyecto del Estado se reduce y acaba siendo un programa de abastecimiento de las minorías, algo siempre útil, pero distante de la calidad de proyecto nacional. El mito de la televisión, entidad invencible, ha terminado por ser la gran realidad psicológica a la que se atribuyen toda suerte de victorias: es la verdadera Secretaría de Educación Pública (falso: a la primaria todavía le corresponden elementos básicos); es la culpable de las muy frecuentes lecturas de la población (falso: ahora se Lee más, la televisión no desplazó a los lectores que apenas había sino a las veladas familiares); es la actividad que al no crear problemas de entendimiento ubica con precisión la inercia y la dejadez de la población (falso: es cada vez mayor el interés de grandes sectores del público por los temas de controversia, incluido el aborto). Pese a las falsedades, la televisión es, sin mayor oposición, la interlocutora fundamental de la sociedad, y monopolista del uso del tiempo libre. A las mayorías, la radio o la TV les resultan los grandes interlocutores, no nada más zonas de entrenamiento sino modos de vida que, al tomarlos en cuenta (al despreciar casi cualquier jerarquización educativa: ―me interesa tanto que me vean que trato a todos como a 188
niños‖) en algo los compensa de sus limitaciones sociales. El mensaje es nítido: no tienes otra, público; acércate al espejo paradigmático; refléjate en estas tramas/ canciones/ frases/ actitudes; adquiere, por contagio, identidad globalizada y educación sentimental. Y quien es este ámbito, habla de ―manipulación cultural‖, es exacto e insuficiente, al decir verdades a medias. La cultura de masas actúa sobre vencidos previos y, al encauzar la derrota, hace de la explotación el telón de fondo que sostiene los sueños melodramáticos de las víctimas. No se usa tan consagratoria y determinante la idea de ―manipulación‖, sin aceptar que una tiranía así desmoviliza para siempre. Y la realidad ofrece amplios testimonios de lo contrario. El entreveramiento de realidades positivas y realidades negativas. Por un lado, hay un número elevado de escritores (novelistas, poetas, ensayistas, cronistas) de probada calidad, hay una infraestructura cultural muy amplia en la ciudad de México, hay en profusión suplementos y revistas culturales, grupos de teatro y danza, cineclubes y un sistema cada vez más frecuentado de museos. Al lado de esto, se cierran librerías, disminuye sobre todo entre estudiantes la compra de libros (que se encarecen), se reduce el tiraje promedio de 3 mil a mil quinientos ejemplares, se acude en forma casi simbólica al mercado hispano en Estados Unidos, se pierden los mercados en América Latina y se acentúa la incomunicación editorial y cultural entre los países de habla hispana. A esto añádase la escasísima divulgación científica y, pese a los números del triunfalismo, lo precario de la red de bibliotecas. 2. Todo lo anterior no es tomado en cuenta por quienes, al hablar de cultura, dan por supuesta la entidad única y perfectamente identificable. Y esto conduce, en el debate sobre las consecuencias del TLC, a la zona de miedos y reiteraciones. Se formulan (en la prensa, en radio, en televisión), discursos cuajados de temores, y discursos comprensivos ante la existencia de estos temores (dos formas de la banalidad). Los lugares comunes más frecuentados: La apertura comercial, camino de la aculturación. El TLC, destructor de la Identidad Nacional. El TLC, promotor de la desnacionalización. Enunciar los terrores idiosincráticos es, como en las afirmaciones sobre el nacionalismo que se ―transforma profundamente‖ sin cambiar en lo básico, no decir nada. Para empezar, el proceso de integración comercial está muy avanzado, y, también, la americanización es un fenómeno en vías de cumplir su primer centenario en México. Y la discusión se demora en las dos reacciones predilectas ante el TLC: la apocalíptica y la utópica. En el primer caso, si son previsibles desastres económicos iniciales y la condición sojuzgada del país ante la voracidad de la economía norteamericana, no son tan claros los efectos catastróficos en el terreno de las ideas y de esa inasible ―fortaleza sojuzgable‖, la Identidad Nacional. Para empezar, en el caso apocalíptico, mucho de lo que se teme ya sucedió y las consecuencias distan de ser hoy el factor determinante. Vigilar, como se nos dice, ―el nivel de penetración ideológica‖ equivale a promover las inadmisibles aduanas ideológicas. El sentimiento apocalíptico es, ante todo, la vocación escénica que, guiada de seguro por sentimientos nobles, protege al objeto de su amor insistiendo en las prevenciones cuyo fondo es la censura. Pero el problema no es la virginidad de las culturas, sino la destrucción de las economías, la subordinación de la nación al rango primordial de productora de materias 189
primas y exportadora de mano de obra barata, la incapacidad de competir de un empresariado robustecido gracias a la protección y la complicidad de los gobiernos que le han garantizado su fluidez oligopólica, y que carece casi por completo de recursos en materia de competencia internacional. Hasta ahora, llama más la atención el tono apocalíptico porque se le identifica con la visión de los vencidos, con el lamento tradicional de los nacionalismos aplastados por el progreso. Pero, creo, es de consecuencias más lamentables el sentimiento (de funcionarios y empresarios principal pero no únicamente) que deposita la utopía integral en el TLC. Tal alucinación es, de hecho, la renuncia a problematizar, dando por sentado que el solo acto de la firma liquida los siglos de atraso y escasez. Mucho antes de que sepamos en qué consistirá el TLC, se le declara el fin del sitio arrinconado de la nación (léase su clase dirigente) en el mundo. A la globalización, a la prosperidad, al Primer Mundo, por vía del TLC. ¿Y cómo ubicar el tema de la cultura en el paisaje amenizado por las prevenciones y vuelto festivo por la grandilocuencia de la esperanza? En el Sexenio de las Expectativas, el TLC es algo más que un hecho comercial y político; es, para una minoría en expansión, la vía de ingreso a la religión del Mercado Libre. Poco importa si en lo cultural las industrias aún no son competitivas, si no se tiene capacidad de producción de programas, si el mercado del libro es muy restringido, si las desventajas comparativas son aplastantes, si los controles de la tecnología radican por entero en el exterior. Todo esto nada significa. Lo que cuenta es la reverencia ante la mentalidad triunfadora. Y ésta, creo, es la primera y la más resonante de las consecuencias culturales de un Tratado al que, todavía, nos aproximamos por fe y no por demostración. Una extraordinaria foto de Graciela Iturbide sintetiza el proceso: la indígena seri, de espaldas, va subiendo la sierra y en la mano lleva el aparato que neutralizará o vencerá a la soledad: el radio gigantesco. Los defensores de la identidad indígena la censurarán por su predilección, pero ellos no están allí en la sierra, para aliviarle la inmensa monotonía. Por razones similares a las de la mujer tarahumara, en las etnias las jóvenes abandonan los trajes típicos, y los jóvenes adoptan indumentarias punk o de chavos alivianados. Las comunidades prosiguen, afectadas o beneficiadas (según se juzgue) por la necesidad de acercarse a los núcleos de la modernidad, y todo sigue igual salvo que es muy distinto. En la era de las importaciones, de las privatizaciones a ultranza, del mundo unipolar, una predicción es posible: en su gran mayoría, ante el impulso de la americanización, los mexicanos, cada uno a su manera, harán caso del consejo de Sedar Senghor: asimilar sin asimilarse.
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NO ES QUE ESTÉ FEO, SINO QUE ESTOY MAL ENVUELTO, JE JE (NOTAS SOBRE LA ESTÉTICA DE LA NAQUIZA) www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=617603 No hay que estar ciego desde ningún punto de vista. STANISLAV REYI LETZ
Pórtico A) La señora en el mercado a su hija: —Cómprale a la niña una pulsera de plástico. Que se vaya acostumbrando a las joyas desde chiquita. B) El cantante de fisonomía reciamente nacional en el escenario del teatro de revista: —Les saluda su amigo el guapo... No es que esté feo sino que estoy mal envuelto... Mucha gente me confunde con extranjero. Dicen que soy alemán. Los pelados, los léperos Primero fueron los léperos (―la leperuza‖) y los pelados (―el peladaje‖, quienes derivaron su nombre de status y ontología: ―estar pelado‖, sin ropa concebible, en esa perpetua radicación en el futuro que es la carencia de pasado y presente). Los nombres no describían situaciones económicas o políticas: eran estrictamente sociales. Fuera de las horas de trabajo y explotación, la clase dominante no distinguía ni quería distinguir las variedades de la vida popular. Era pedirle demasiado habiendo voces peyorativas que ubicaban y perpetuaban un anonimato histórico y le procuraban un rostro único a tantas presencias extrañas y (ocasionalmente) amenazadoras. Léperos y pelados le aportaron su elocuencia informe a los saqueos (―Entonces —refiere Payno en Los bandidos de Río Frío— ya no tuvo límites el furor popular. Los pelados se echaron sobre un tendajón y en instantes lo dejaron vacío‖) y se esparcieron como la turbamulta que se deja conquistar sin oponer más resistencia que el acecho adulón a los vencedores o se deslizaron en las páginas de las novelas, de Lizardi a Juan A. Mateos, de Mariano Azuela a Carlos Fuentes, para otorgarle paisajes rumorosos y festivos héroes y hazañas. A esta plebe la ―gente decente‖ (la Sociedad Mexicana) la vio siempre nebulosa y afantasmada y la castigó por añadidura bautizando en su deshonor las ―zonas prohibidas‖ del lenguaje: las ―leperadas‖, las ―peladeces‖. Expulsados del paraíso, los desplazados quedaron a disposición de las escenografías costumbristas para negárseles en cambio esa incapacidad de concreción que es la falta de ―urbanidad‖ y ―buenas maneras‖. Sin sociedad no hay personalización. ¿Alguien recuerda, fuera de las prontamente comercializadas leyendas de bandoleros sociales, Chucho el Roto o el Tigre de Santa Julia, a un lépero o a un pelado que en nuestra literatura se represente a sí mismo y no a la tipicidad, que sea algo más que una abstracción tediosa o ridiculizable? A lo largo de la novela de la Revolución, persistió el deseo de identificar al Pueblo con la barbarie. En la ―bola‖, los escritores vieron a los campesinos armados desplegarse ingenuos, crédulos, zafios, rudos, vulgares, crueles, insaciablemente criminales. Sus equivalentes citadinos, por lo contrario, no fueron vistos con temor sino con risas. En la urbanización de la violencia popular, en la transposición del mundo de la Naturaleza al mundo de la Sociedad, se van demostrando las singularidades del control largamente ejercido y de un mayor juego de asimilaciones. El teatro frívolo introduce a la relajienta gritería de su auditorio la primera tipología de los pobres urbanos y de sus lenguajes: los peladitos y las peladitas, los borrachitos que dicen la verdad para atenuar la lástima, las indias ladinas y pueriles que en su idólatra 191
asombro se dejan engullir por la ciudad, las prostitutas y los albures como las únicas referencias públicas a la vida sexual. El peladito es bienvenido: por vía de la caricatura inevitable, a los marginados de la ciudad de México se les reconoce el derecho a rostros, gestos, entonaciones, vocabulario. La burguesía celebra al peladito: la risa como técnica de volver inofensivo al enemigo latente. El pelado ríe del peladito: la risa como gratitud al verse tomado en cuenta así sea de modo grotesco. En la carpa, en el teatro frívolo, la eclosión a mediados de los treinta es Mario Moreno Cantinflas, el peladito que, con vigor dual vuelve presencia y ocultamiento a la fuerza popular que encarna. Los marginados festejan lo que hay en él de popular. Los incluidos (sabiéndolo o no) se entusiasman con lo que hay en él de inofensivo. Cantinflas agrada, complace, qué divertido con su indumentaria popular que sin más trámite se torna disfraz, la gabardina y el pantalón por debajo de la rodilla y la angustia dislálica por hacerse de un idioma: ―Cada quien por su lado / ya ve / pues vamos a ver / se acabó...‖. Engarróteseme ahí. Por la intercesión de Cantinflas el peladito queda inmóvil pese a su cabeceo y su manejo dancístico del cuerpo que se combina con la emisión laberíntica de frases que nada significan ni nada pueden significar. El habla-por-aproximación se petrifica: cómo serás gacho, soy bien chicho, de atiro me cae suavena y Zacuanpan le dijo a Botas, si ya no te gustan éstas mi compañero trae otras. El albur, mi hermano, y a lo mejor el peladito no fue así o no quiso ser así o le daba igual o era completamente distinto, pero como no disponía de voz ni de canales expresivos así se le registró y así —a través de los medios masivos— la clase en el poder se ha ido imaginando a las clases populares y, al no haber de otra, las clases populares se han dejado colgar ese santito. Rondas infantiles bajo la autocracia: lo que dice la mano que es la tras, eso es la tras. La correspondencia entre los designios de la mentalidad clasista y la obediencia de la realidad se da fundamentalmente a través del cine. ¿Con qué autoridad pueden los pelados y léperos de las butacas discrepar de la imagen (tono de voz, visión del melodrama, sentido del humor, decoración hogareña y vestuario) que se entroniza en la pantalla? El vulgo le bebe los vientos a sus arquetipos: David Silva en Campeón sin corona o Esquina bajan, Víctor Parra en El Suavecito, Pedro Infante en Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, Adalberto Martínez Resortes en Los Fernández de Peralvillo, Fernando Soto Mantequilla en cualquiera de sus películas. El peladito no agrede, no inquieta, no interrumpe. Es ya uno más de los sueños regocijados del desarrollismo. La aparición del naco A finales de los cincuenta y a principios de los sesenta, se desentierra en la ciudad de México una ofensa quintaesenciada, ―naco‖, voz aplicada con insolencia creciente. Los nacos, aféresis de totonacos, la sangre y la apariencia indígena sin posibilidades de ocultamiento. El término se pretende más allá de la ubicación socioeconómica (como antes se dijo: ―tendrá mucho dinero pero en el fondo sigue siendo un pelado‖, ahora se declara: ―Ni cien millones más le quitan lo naco‖) pero la naquiza, ese género implacable, es noción que forzosamente alude a un mundo sumergido, lejos incluso de la óptica de la filantropía, y es noción que extiende y actualiza todo el desprecio cultural reservado a los indígenas. Lo que testimonios antropológicos como Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis van descubriendo, de inmediato se vuelve folclore urbano. ¿Quién se preocupa por la vida de relación de la naquiza, por los vínculos y las contradicciones entre su fisonomía y sus posibilidades de éxito, por su aprehensión del mundo circundante? La izquierda misma niega la existencia de problemas sociales y en todo caso remite su solución al advenimiento del socialismo. 192
Lo que carece de poder, carece de rasgos nítidos: los artistas mejor intencionados terminan viendo en los labios abultados y los bigotes ralos la clave de su comprensión política del asunto. No hay relato de los orígenes ni hay mitificación: el pelado no es mítico sino típico, le corresponde no lo ritual sino lo pintoresco y un novelista como Carlos Fuentes puede todavía derivar, en La región más transparente, a personajes como Gladys, Beto y el Tuno, de la galería circense de las películas mexicanas. Sin embargo, como sus antecesores, la naquiza tiene historia, tiene sociedad y dispone de su estética, nos guste o no, lo sepamos o no. Su historia: el desprecio imperante ante el perfil de un indio zapoteca que no puede decir apotegmas, el desdén ante el brillo (no verbal) de la vaselina y ante el esplendor (no tradicional) de la chamarra amarillo congo y ante la ilustración que a veces concede el certificado (no inafectable) de sexto de primaria, que respalda y encomia la voraz lectura de cómics, fotonovelas y diarios deportivos. Su historia: la opresión y la desconfianza, el recelo ante cualquier forma de autoridad, los asentamientos urbanos como hacinamientos en un solo cuarto, el arribo a la ciudad entre expropiaciones de cerros y enfermedades endémicas y quemadores de petróleo en construcciones de cartón o de adobe o de material de desecho con piso de tierra o de cemento. Su historia: el ir ascendiendo a duras penas o irse quedando entre la malicia de su espíritu crédulo y su muy reciente pasado agrario y su aprendizaje de la corrupción como defensa ante la Corrupción. Su sociedad: la conversación como gracia de la única pileta de agua, el tendajón como el ágora, la cerveza y la mezclilla como estructuras culturales, el ámbito del vecindario y del compadrazgo como la identidad gregaria que se exhibe en la vasta cadena de bautismos, confirmaciones, primeras comuniones, matrimonios, defunciones, quince años, graduaciones de primaria o de academias comerciales, compadrazgos de escapularios, de coronación, del cuadro de la Virgen, de alumbraciones y consagraciones. Su sociedad: el lenguaje extraído de comentaristas deportivos, de cómicos de televisión, de películas, de radionovelas, telenovelas y fotonovelas, la ―grosería‖ permanente como único y último recurso ante un idioma que los rechaza condenatoriamente, la diversión como un desciframiento de las ofertas contiguas del sexo y de la muerte. Su sociedad como visión de los vencidos: el naco quiere aprender karate, le apuesta su alma al Cruz Azul, ahorra con sus amigos para jugar squash una vez al mes, le tupe al futbol llanero, sigue iniciándose con prostitutas, le entra ilusionado a los cursos de inglés de donde nunca saldrá a conversación alguna. Seré sintético: enajenada, manipulada, devastada económicamente, la naquiza enloquece con lo que no comprende y comprende lo que no la enloquece. Y para qué más que la verdad: la naquiza hereda lo que la clase media abandona. La presentación de los aludidos Mira manito, la apariencia de la naquiza que hoy conocemos no tiene un origen tan distante. Quizás se implantó por vez primera en Los Ángeles, California, a principios de los cuarenta. Allí, en los ghettos de los mexicano-americanos, los pachucos magnificaron y extendieron pantalones y sombreros con plumas y solapas y tirantes y valencianas y zapatos y, como no sabían de la existencia del mal gusto, creyeron en sus propias vibraciones de alegría y le dieron a la ropa una truculencia y una extensión inusitadas, advirtieron en la exageración del vestido el comportamiento disidente a mano. En México, la ropa del pachuco se volvió —a través del cómico Germán Valdés Tin Tan y los galanes ―cinturitas‖ del cine nacional como Rodolfo Acosta—, la elegancia del arrabal sublimada por la exageración, un envaselinamiento que le ahorraba al seductor todos los preámbulos, una ropa como gana manifiesta de verse 193
admirado y clasificado como objeto erótico. El pachuco, que en los barrios de Los Ángeles fue una confusa rebeldía social, floreció en México como confusa pero electrizada pretensión sexual. Y, entre llamaradas de petate, brotó la primera estética definida de los pobres urbanos que hallaron en el salón de baile su espacio social por definición y en el danzón primero y en el mambo después, el ritual energético que desplegaba y encumbraba la estética personal. Los sesenta son el segundo gran momento de tal estética de los marginados, hecho posible por las modas masivas, el prêt-à-porter. En el multitudinario festival de rock de Avándaro en 1971 (300 mil personas), se desborda, en plena catarsis, la naquiza, asida —por medio de una profunda e instantánea aculturación— a la sensación vertiginosa, instintiva y jubilosa de desentenderse de un país y elegir a otro. Primer paso para desistir de ese México: la adopción religiosa de la moda. Miembros de ―clases-en-transición‖ (de la extrema miseria a la miseria extrema con aparato de televisión), estos nacos clarifican su anhelo simbólico: fundirse en el seno del consumo ostentoso y el desperdicio. En Avándaro, la naquiza se apropia vicaria y desclasadamente de actividades de las clases medias, y hace suyos el modo de oír música y el estilo del show, agregándoles la autodeprecación de su lenguaje y el desarraigo de su conducta (la falta de metas como el darle la espalda a las Tradiciones Seculares). Algo más: en Avándaro, la naquiza se sorprende integrada al espectáculo, siendo por vez primera y a escala nacional, espectacular. Lo que se paga de inmediato: el logro social del festival (¡¡La Nación de Avándaro!!) se diluyó acto seguido y las características estructurales que finalmente sí han presidido el encuentro y el entreveramiento de las clases, rindieron homenaje a un rasgo permanente de nuestras instituciones: la eliminación del conflicto directo en favor de la fluidez del proceso de asimilación. Al estallar y revelarse nacionalmente como una fuerza social distinta, una parte importante de la naquiza en Avándaro y a partir de Avándaro logra fijar su propio contenido utópico: no se identifican con los ídolos pop nacionales (no los hay) pero sí lo hacen con el estilo de vida a que acceden en este patético y triunfal y desmedido apiñamiento, renuncian a esa suerte de conciencia de clase que son las ordenanzas visuales de su rencor social y aceptan una hegemonía consumerista que tan sólo les ha servido para racionalizar una represión más directa. Su expresión clandestina se hace pública sin que la revelación (exposición) de su lenguaje se insinúe siquiera como acto liberador, sino como una variante —injuriar es confirmar, ―vete a la chingada‖ como aplauso con una sola mano— del metalenguaje de la asimilación. Después de Avándaro, la naquiza descubre —no con palabras, sino con la serie inacabada de represiones— que esa sensación de pertenecer al otro, recién inaugurado México, de adherirse a una colectividad, que, entre el barro y la lluvia y el pasón generacional, no los puede rechazar, correspondía al género de las sensaciones utópicas, irrepetibles y que la continuidad de tal inmersión comunitario/nacional no está en su mano. La alternativa inexistente: la autonomía social e individual que daría una vida política y genuina. Sin salidas, ese sector de la naquiza se decide por la extenuación de las drogas a su alcance (inhalar tíner o cemento no es tanto avidez de sensaciones distintas como resignación ante la crisis financiera que impide hacerse de mariguana), por la sumisión siempre anacrónica a las modas de la clase media, por la actitud colonizada de tercera mano. Estética de la naquiza I. La nota roja ¿Qué es, qué puede ser en nuestra democrática repartición de la cultura lo que he denominado impresionistamente ―estética de la naquiza‖, la visión de lo bello de los jóvenes de las clases desposeídas? No hay una sola respuesta, y uno va de las sesiones con ritmos tropicales a las estampitas religiosas, de la lucha libre a la absorta contemplación de melodramas. Estética 194
aquí es también ética y acumulación de satisfactores sociales: se extrae belleza en este caso de cualquier situación regular, lo bello es lo frecuente. Véase, por ejemplo, la ―nota roja‖, la divulgación amarillista de los hechos criminales, el cultivo de la delectación ante lo sangriento al que se consagran revistas como Alarma y Alerta, parte importante de los diarios más populares y lo que ya aparece como cauda de fotonovelas. En la incitación de la ―nota roja‖ no hay engaños. Sirve de inmediato de escape o descarga, de catarsis rápida y accesible y también —sin reticencias— le da al morbo una calidad delirante, de pesadilla que la lectura convierte en sueño tranquilizador. Se aprovecha y se estimula la emoción popular ante la sangre (mezcla de honor inducido y gusto apaciguado), se insiste en los relatos pavorosos, en la prosa de la ―decencia ultrajada‖ que, sin escatimar detalle, inventa giros sensacionales. Se extienden las fotos de los cadáveres en estado de putrefacción, de las prostitutas abandonadas en la salida del Ministerio Público, de los homosexuales que ríen desde su travestismo, de los niños monstruos con un ojo o dos dedos de más, de los sátiros con niñas señalándolos. En la nota roja, ese momento de lo increíble cotidiano (es tan fuera de lo común que nunca deja de producir una suerte de satisfacción) adviene a una especie de voluptuosidad muy ―bonita‖. Estética de la naquiza II. Juárez no debió de morir En el salón Maxims el mago baila. Cien pesos la entrada, pero aguanta. Lléguenle a la Sonora Matancera en la celebración de su aniversario, y también, para amenizar, lléguenle a la orquesta de Miguel Ángel Serralde con su repertorio a lo Glenn Miller, el boogie-woogie (bugui-bugui) de los años de la Segunda Guerra, con su exaltada y tiránica coronación de una pareja a la que van rodeando los demás. Con ustedes, Bienvenido, el Bigote que Canta. ―Sólo cenizas hallarás...‖. La voz de un cantante popular como Bienvenido Granda (como la voz de Daniel Santos o la de Celio González o la de Julio Jaramillo o la de Olimpo Cárdenas o la de Carlos Argentino, o la de Rigo Tovar o la de los cantantes del conjunto Acapulco Tropical) es un instante climático de la estética de la naquiza. Allí se cumple, de modo distinto y complementario al ardor de los tríos de boleros románticos, un gozoso acercamiento al tótem de la sociedad mexicana, ―lo poético‖, que en uno y otro caso se transmite primero por la voz y luego por las letras, y en último término por la melodía. La seducción amorosa como emancipación de la poesía de la vida. El ligue como la lírica del acoso. El faje como desfogue físico y creación individual. El culto a las apariencias como elaboración artística, lo que en un tiempo fue la argucia conspirativa de los lentes de sol a medianoche y la argumentación seductora del diente de oro (―brilla por toda nuestra oscuridad‖) y ahora es la impostación de los modelitos de ropa pródigos en muestras (―El que no enseña no vende‖) y el fulgor del maquillaje barato. ―¿Te gusta, mi vida? Es una orquesta muy padre‖. Y la compañera se sonríe y ojalá se hubiese teñido bien el pelo. No que así a medias... La voz levemente chillona, completamente opuesta a cualquier propósito operático, el ritmo de la Santanera que presagia o describe centenares de parejas en la pista, apretándose o separándose con fervor monomaniaco, deseándose o fingiendo socialmente el deseo, la melodía que suele ser tan recordable que uno la memorizó antes de que apareciese en numen alguno, la letra que narra invariablemente un amor suplicante o irritado o vehemente o autodestructivo pero nunca logrado, nunca sedentario: ―Cada noche un amor...‖. Y la trompeta apunta velozmente un comentario burlón y sagaz que solemnizan las maracas y afirma o desmiente el piano. 195
La voz de estos próceres incita a hacerles segunda, no aleja, no deslumbra, no apantalla. Eso no quiere decir que sean voces sin estilo. Pero su estilo es el de las barriadas tumultosas y las horas anhelando y entreviendo ese Santo Grial que es el empleo, la refinadísima desfachatez de la ―última noche que pasé contigo‖, la cachonda serenata en donde Daniel Santos requiebra a una sola consonante y la arrastra y la lleva al altar y le da a ―Virrrrrrrgen de medianoche...‖ el acento de evocación muralista de la llegada del provinciano a la capital. Allí, el estilo se ha forjado gracias a la admiración solidaria de los vecinos en las primeras fiestas y se ha depurado y acendrado en miles de sesiones parecidas con los jovenazos que descubren el beso en la nuca y la sensación brumosa que incita a la pendencia y convoca a la autocompasión y al elogio continuo de la prostitución y de la baja idea de uno mismo y del olvido fácil y falso de la pena. La voz se extiende como otro golpe instrumental, una cadencia sabrosona, con la carga cultural de lo ―sabrosón‖: complicidad, reclame sexual, desafío a las primeras de cambio, convenciones de barrio y de salón de baile, recorrido trabajoso y suplicante de la pista, a raspar suela, prohibido tirar colillas para que las damas no se quemen los pies, el antiguo humor grueso y el apogeo apretado (acurrucadito así) de la vulgaridad. Y la monotonía vocal de Rigo Tovar vuelve prescindible el formalismo de la invitación a un hotel. Los antecedentes históricos Sin método, al azaroso abrigo del nacionalismo cultural, se ha intentado entre nosotros una estética reivindicatoria de lo mexicano que no parta del rechazo mitificador y ―ennoblecedor‖ de una realidad, sino de su aceptación crítica. La tendencia quizá fue inaugurada por Solís, el personaje idealista de Los de abajo de Azuela: ―¡Qué hermosa es la Revolución aun en su misma barbarie!‖. Apagado el impulso consagratorio del movimiento armado y la voluntad de congelar en el retrato a trenes y soldaderas y juanes hoscos y ceñudos y tiernos, la estética nacionalista se fue confinando a la admiración de naturalezas muertas (paisajes, episodios históricos, símbolos de la Nación o de la Humanidad, etc.) o arribó a la suprema transfiguración mitográfica y épica de la obra de Siqueiros y Diego Rivera. La salvedad: en una parte importante de su obra, José Clemente Orozco creyó en recuperar fragmentos esenciales de la vida nacional sin la antesala del salón de belleza, y su serie de horrendas y descarnadas prostitutas o plañideras, se constituyeron en sus proposiciones: aprendamos a mirar la decadencia del primitivismo. El cine y la fotografía recogieron, sin aceptarlo, su mensaje. En los cincuenta, Emilio el Indio Fernández intentó entre aciertos geniales (de Flor Silvestre a Víctimas del pecado) tal énfasis en la belleza de lo mexicano —magueyes y fogones, peones y soldados, serranías y chozas, cabarets y rumberas— pero su fotógrafo Gabriel Figueroa plasmó todo con ánimo clásico que volvía pretextos a los sujetos de su atención y los insertaba en una composición admirable para perfilar penumbras del Salón México o cocinas rurales con habilidad deslumbrante, museificada. Así engalanado, ―lo mexicano‖ devino tarjeta postal y los hermosos rostros de Dolores del Río y Pedro Armendáriz se irguieron como cánones helénicos en medio de chinampas y haciendas desiertas. Embellecidos, seres y objetos se mistificaron diluyéndose en el prejuicio de la imagen perfecta cualquier otra intención. ¿Qué indican dos fotos, ambas del extraordinario Manuel Álvarez Bravo? En una, celebérrima, ―La buena reputación duerme‖, una joven indígena se tiende con los senos al aire, ceñida a una estética por así decirlo clásica: la fertilidad de las formas sensuales, la composición límpida. En la otra, el presidente municipal de Sierra de Michoacán aguarda en 196
su oficina y el conjunto sorprende por su mezcla de elementos inermes, desprotegidos. Allí está el hombre a quien la fotografía despoja de su alma (su autoridad mínima pero concreta). De fondo, una pared descascarada, los afamados y gastados retratos de Hidalgo, suponemos que de Juárez y Morelos, el calendario de una fábrica de camiones y el proyecto de una escuela primaria. Papeles, un tintero, una silla, la adhesión respetuosa a la solemnidad del instante. Los elementos son míseros, escuetos, drásticamente tristes. Pero son todo lo que se tiene, todo lo que hay. Pocos han intentado proseguir esta vía. No es muy atractiva la perspectiva de ofrecer nuestra pobreza sin elementos de glamour y, digamos, el cine naturalista de Ismael Rodríguez tomó del tremendismo no los elementos del shock sino el azucaramiento del melodrama para mayor felicidad populista de Pedro Infante. Y desde hace tiempo el desmedro, el entierro de cualquier pretensión reivindicadora y armonizadora. ¿Quién, luego de la espléndida labor narrativa y lingüística de Juan Rulfo, ha querido reconciliarnos con lo que vivimos, no en actitud conformista sino para hallar críticamente los elementos salvables en el desastre? El fatalismo es nuestro humanismo: vivimos el inmenso, renovado horror del subdesarrollo. Vivimos de asechanzas: el hambre, el smog, el mal gusto como todo gusto, el deterioro, la falta de tradiciones, no hay museos, la arquitectura es la sucesión de improvisaciones catastróficas, en la pobreza no hay descansos ni alegrías visuales. Y se transcurre de la solidez de la dependencia a su encumbramiento estético. Hace poco, en una mesa redonda, alguien afirmó: ―Está comprobado estadísticamente que el Distrito Federal es una de las ciudades más feas del mundo‖. Lo que nadie niega y nadie duda. Para la burguesía, México es la afrenta. Para las masas, México es la perplejidad. ¿Adónde está el orgullo, adónde está el coraje de la ciudad en la que habitan? Los pobres son aún más pobres en la búsqueda sin prestigios de los valores poéticos y culturales a que puedan tener acceso, en su anticromática adopción de ―La Última Cena‖ y los minipósters de actores, toreros, futbolistas y cantantes y el calendario del Flechador del Cielo y las estampas de santos. Kitsch seguramente o cursilería, atrocidades lustrosas y regocijantes. Pero, de nuevo, es lo único que tienen, esa estética que tanto hace sonreír a los sectores ilustrados de clase media, el mundo tricolor donde las estatuillas de barro de El Santo o Blue Demon y las correspondientes de San Martín de Porres y la Guadalupana al amparo de una concha se delatan como cúspides de una voluntad de acceder, como sea, al goce de la hermosura. Estética de la naquiza III. Las ofertas de la calle La calle es la contingencia y la fatalidad. Y el escenario. Una prueba de los alcances provincianos del Distrito Federal: en la calle sigue viviendo mucha gente. La calle se conserva como guarida, foso, hotel, espejo, laberinto, cacería y representación. Para muchos, la calle aún no es lo exterior, lo ajeno; todo lo contrario: la calle es más íntima y más cordial y más posible que la casa, la calle es la raíz y la razón, el yo y la circunstancia unidos orgánica, indisolublemente. Para una enorme cantidad de mexicanos, la calle es el lugar sedentario y solitario que se opone al nomadismo y al despliegue multitudinario de la habitación. En la calle, la fijación y la obsesión de los aparadores. Los chavos se detienen y se fijan y se comparan y adquieren los trajes consagratorios y los smokings verdes de las fiestas decembrinas y las chamarras más demoledoras y los cinturones y los zapatos de tacón alto (¡Alturízate!) y las camisas de la ostentación. Los aparadores son otra versión dictatorial de nuestra morosidad sociopolítica; desde allí, los maniquíes dorados de papel aluminio se 197
estrenan como premonición a precios populares del futuro homogeneizado y rígido. Los aparadoristas lo saben: lo exótico es la supervivencia de lo atávico y lo llamativo rodea a una taza de excusado forrada de papel estaño o a un maniquí vestido-como-se-debe y uncido a una peluca anaranjada o roja. En esas iluminadas peregrinaciones inquisitivas por los corredores del metro de Pino Suárez o por la Avenida San Juan de Letrán, los aparadores se levantan como el nudo y el desenlace estéticos que deben inundar al viandante con la certidumbre última: esto me queda, esto se ve padrísimo, esto es retebonito. A la naquiza la detiene una confesión desde la ropa: si moda es status y uso de la moda es autobiografía, estos chavos anhelan llamar la atención como solicitud de status: esto viste, esto me pongo y aquí, en este peldaño de la escala del éxito, me hallo sin remedio. Las confidencias de los atavíos son demoledoramente ingenuas. ¿Cuál es la meta de la sofisticación, cuál es la índole de las pretensiones? La primera: el gozo estético de triunfar sobre la vida, de salir del hoyo, del arrabal. Mientras, la naquiza se sabe chafa, se descubre vestida en serie como hecha en serie, se sabe irremediablemente fuera de las ópticas consagratorias y opone a la ceguera del Poder sus colores naranja o verde o amarillo o rojo frenesí que se atenúan y se borran en la multitud. Estética de la naquiza IV. Sombras nada más Una escena cumbre de la estética de la naquiza. En un festival de la Alameda, con motivo de un homenaje al desaparecido cantante de bolero ranchero Javier Solís. Los dolientes: el Mariachi Vargas de Tecalitlán. Escenografía: reclinada sobre una silla, la foto de Solís, con sombrero de charro, en fondo azul. Al fin y al cabo a Javier le hubiera gustado que así fuera, él, cuyo primer nombre fue Gabriel Siria y que pasó de ayudante de carnicero a mariachi de la plaza Garibaldi. Allí están los ex compañeros de Solís para declamar, cantándole, su historia: hijo del pueblo, entraña nativa, te nos fuiste en plena gloria. Rockefeller empezó colectando clips. Onassis fue dependiente en la Argentina. Javier Solís salió de las instituciones folclóricorecreativas del mundo de Santa María la Redonda, se emancipó de asediar automóviles y desafinar en serenatas y mostrar la fatiga del cantante con lagunas en su repertorio. Yo sólo sé que no me las sé todas. Para el mariachi, Javier Solís es lo que Pedro Infante para los carpinteros y, lo que en alguna época, fue Lupe Vélez para las vicetiples: la seguridad de que chance y ahí viene la buena, chance y salimos de ésta, mi cuate. En la Alameda, los mariachis se fugan y abandonan en el escenario el retrato y a la silla y a la voz de Solís cantando ―Sombras‖. Y entre lágrimas viviendo el pasaje más horrendo de este drama sin final. ¡Qué importa! La lección estética se ha dado: de un mariachi puede extraerse un Javier Solís. Y la medida de lo que fue y lo que significa un Javier Solís la dan las aspiraciones de sus admiradores. Sombras nada más entre tu vida y mi vida... Estética de la naquiza V. Lo bonito ―Lo bonito‖ es a lo que se tiene derecho, los residuos de la explotación convertidos en avalúos estéticos. El pastelero crea un pastel en forma de guitarra excepcional para el músico, a manera de ombligo para el cumpleaños del cirujano o, más comúnmente, elabora parejas elaboradas y rosáceas. La familia demanda esa representación de ―lo bonito‖. Sin ―lo bonito‖ tampoco es posible seguir, existir. Hay que enviar una carta ―bonita‖ y de allí el emporio de los libros de cartas de amor. Hay que conseguir que la chaquira hable por nuestros afanes de perfección y brillo y por ello, en ese inmenso mundo del Primer Cuadro, del Centro, de las 198
calles de Corregidora o Isabel la Católica por donde pasan los cientos de miles de personas, en ese universo de los pequeños negocios y las explotaciones soeces de los trabajadores, la chaquira se abroga el privilegio de representar a la Guadalupana o al Flechador del Cielo o a Snoopy o a Charlie Brown. La chaquira brilla y refulge como lo más ostensible de un afán de darle a las mayorías desposeídas (sin riesgo ni costo) los objetos luminosos que las acerquen, en pleno arrobo, a lo bonito. Las ―complacencias musicales‖: ella le dedica la canción a él y explica por qué y su voz no tiembla: es victoriosa, satisfecha, se está logrando, y junto a ella, se ríe orgulloso él, acude la canción y las manos se unen levemente temblorosas y ella —esperanza inútil, flor de desconsuelo ha voceado su amor ante el universo, se ha quedado sin secretos: la pasión tiene un nombre y es un joven de la colonia Pantitlán. La estética de la naquiza es relación personal, inmediatez, las canciones se componen para ahorrarnos el esfuerzo declaratorio, para darle al autoabatimiento palabras lindas con qué gritar a los cuatro vientos que no soy nada y que nada valgo, para darle (insospechadas) proporciones estéticas a la gratitud al bendito Dios porque al tenerte yo en vida no necesito ir al cielo tisú. Y el ―tisú‖ es lo que le conviene al cielo, si él y ella están enamorados el cielo debe ser tisú, no hay tiempo de ir al diccionario, instintivamente se conoce que allá arriba todo es tisú. Crónica de un reventón. Dicen que no se siente el subdesarrollo compáralo si puedes, Cielito, con este hoyo Genaro no se confunde. Él no ha leído a Lobsang Rampa ni ha oído hablar de la sociología de movimientos juveniles como la Onda y le vale todo lo relacionado con proyectos de ―alternativa existencial‖ y no sabe nada del Sistema y de la Enajenación y la Manipulación. Él radica en la colonia Moctezuma, quiere agarrar empleo, tiene 17 años y trae una camiseta bien cotorra que a la letra dice ―Let‘s Fuck‖ y que lleva a todas partes. Hoy le va a caer al hoyo fonqui. Y son las seis de la tarde, el momento justo de entrar y Armando no está friqueado ni aburrido. Y de acuerdo a su punto de vista no tiene por qué estarlo. El friqueo y el aburrimiento se dan en otra onda, implican otra noción del tiempo y de la velocidad y del haber llegado. Un joven escritor, Parméndides García Saldaña, inventó un nombre que cundió con fortuna: ―Hoyos fonquis‖. Lo ―fonqui‖ (de funky, voz anglosajona que podría traducirse como ―grueso‖, vulgar, rudo, intenso, espeso) se adecuaba con la descripción física de un lugar como una madriguera, como una encerrona. Los hoyos surgieron en 1968 o 1969 y se popularizaron al cabo del festival de Avándaro. Por lo común, son galerones de regular tamaño donde los grupos rocanroleros lanzan sus ondas y los chavos se prenden y bailan y corean pretensiones. Los hoyos aparecen y desaparecen, falta el permiso y se fijan los sellos, o continúan durante meses desempeñando su encomienda de Centros Alivianadores (nótese la ironía de las mayúsculas). —Claro —dice nostálgico un rocanrolero de la buena primera época, la de grupos como los Locos del Ritmo y los Rebeldes del Rock y los Teen Tops y la sensación de la juventud como divino tesoro—, ha cambiado todo. Antes las tocadas eran en Narvarte o Las Lomas o El Pedregal y había garden parties cerca de la alberca y tocábamos ―Sobre las olas‖ a ritmo de twist y los padres de la chava de 15 años se acercaban al final para intercambiar rollos y apoyábamos con una diana el discurso del padrino. Luego llegaron los de la frontera con la greña hasta el hombro y no se bañaban y decían que esa era la onda y allí empezó el desastre y 199
ahora ya ves, los hoyos fonquis quedan por la Industrial Vallejo o por la Avenida Ocho cerca de Zaragoza o por Nezahualcóyotl. ¡Qué bajón social! El Personal/ Impresión Genaro invitó a su cuate Armando a que lo acompañe. No se trata de ir a ligar, nel, sino a lo que más aguanta de los hoyos, meterse a rolar en compañía, con la música que no deja oír ni la música. A la entrada (mientras ubicuos e inexplicables adolescentes descargan amplificadores, mueven guitarras, se internan en camionetas), alineaditos contra la pared, los chavos de siempre, inmóviles y con aspecto de recién horneados o aparentando familiaridad con algo que allí no se encuentra, pidiendo dinero para entrar. —Coopera con una luz. Armando reconoce a una que fue su ―torta‖, una chava que es demasiado de todo. Se detiene a saludarla y a intercambiar ese antiguo sustituto de las vibraciones llamado ―vaga información de índole personal‖ y Genaro atisba el cartel creyendo conocer muy bien a cualquier grupo que aguante en México (salvo que no se hayan disuelto la semana pasada, la inestabilidad es la norma), así toquen ahora en discoteques de la burguesía. Genaro no discrimina: también sabe de los grupos que nadie pela pero con nombres espectaculares y de eficacia concentrada como el Perro de las Dos Tortas o La Época de Oro de María Conesa o La Decena Trágica. En el hoyo, muy en onda, los letreros anuncian: Hermano, Aliviánate con tu chambra o cobija en el guardarropa. Así Danzas mejor (you know) Bienvenidos al guardarropa. Un peso por pañal o garra.
Armando ya pagó su boleto y no se molesta en calcular cuánto ganará el empresario cada domingo. En los rincones, se improvisan grupos y se consolidan con paciencia admirable, allí prolongan sus ambiciones de eternidad, intercambian frases como cortesía no hacia los demás sino hacia la mínima práctica del idioma, apenas alteran la expresión al ver a un conocido, se ríen por etapas, nunca de golpe, jamás la efusión de la cantina, nunca la risa junta en un solo lugar, más bien espaciada, por tramos, para que vaya relacionándose con una idea segmentada de la realidad o de lo que sustituye a la realidad en caso de duda. En las escaleras, estos chavos —amigos de amigos de los de la tocada, groupies sin saberlo, conocidos de sí mismos— aguardan cualquier acontecimiento que los libere del hechizo de la espera, de ésta o de la que emprenderán dentro de un rato. Significados/ Presiones ¿Qué lugar ocupan los hoyos fonquis dentro de la subcultura juvenil? Vaya uno a saberlo, mejor la dejo de ese tamaño y verifico, en medio del denso y golpeante sudor (un sudor como marejada o clima artificial, trastorno ecológico, sudor de precipitaciones y descensos, sudor que es una rendición prolongada por una resistencia, el sudor como visión del mundo), las razones para identificar rock y sexualidad, las simpatías del instinto están con el diablo. Los chavos bailan con acometividad tribal, se elevan y rugen o empeñan sus condiciones naturales y el vértigo de su desplazamiento en la realización del baile. El baile es un instrumento político del cuerpo, una prolongación que exige formas adecuadas, formas que no deben contradecir el temperamento de su creador. La coreografía es culpa y expiación, ponte 200
teológico Eulogio, o crimen y castigo o sentido y sensibilidad. Lo febril es lo tranquilizador, y una carga de sexo retenido (o frustrado o mal avenido con la furia de la explosión demográfica como recompensa de la pobreza) se va desinhibiendo y esparciendo, entre turbanadas y aglomeraciones de sudor. Sí, a lo mejor es cierto, estos chavos encuentran más tedioso y sofocante el aire de afuera, el aire de la represión en todos los órdenes que preside el paseo de Chapultepec o el más desenfrenado de los actos sexuales, la represión que deprime o aniquila las energías, la virginidad femenina es una afrenta expropiable y se es macho para que nadie dude de la hombría, somos un país muy moral. Con las limitaciones previsibles y lo espontáneo de los descubrimientos masivos, cada domingo en los hoyos fonquis, los dos o tres que regula con avaricia la ciudad, los chavos y las chavas reencuentran que la relación profunda entre el rock y la sexualidad (no lo dicen si es que lo saben) es siempre de otra manera y con otras palabras y ellos gritan y gesticulan y se arremolinan y se agolpan y se liberan —de las ceremonias colectivas líbranos Autoridad— del paso muerto de todas las exaltaciones y relajamientos que ese día, esa semana, ese año, no pudieron tener. Intimidad / Proximidad Y la chava baila sola, va sola, accede al giro y a la simulación del ballet. Nadie le falta al respeto entre otras cosas porque aquí nadie cree en lo que las buenas familias entenderían por respeto, ésa no es la onda, se viene a oír las grandes rolas, aunque todavía no haya bronca contra la moral sexual dominante, aún se le pide a la nena que sea buena y a la niña otro besito y la atención está puesta en agotar el sonido grueso, y la chava sigue bailando, abstraída, inmersa, muy acá, y entonces uno sabe lo que significa ―muy acá‖. ―Muy acá‖ es muy acá, nada de distanciarse un milímetro, se trata de quedarme inmovilizado, no desplegarse, ni huir del reventón, la tocada es aquí justamente, la chava es muy acá, la chava mueve su cuerpo sin meterle demasiado ritmo para no precipitarse en la rumba, solo muy acá. Genaro y Armando bailan solos, entre sí, con todos los demás. Este domingo, entre organizaciones y estrategias de un sudor dividido en estalactitas y estalagmitas, al compás del rock macizo, el hoyo fonqui está muy acá. El norte de la ciudad Todo lo nuevo sucede primero en el norte de la ciudad, en medio de la concentración de loncherías, tlapalerías, autoservicios, vulcanizadoras, estudios de fotografía, refaccionarias, billares, baños de vapor, estanquillos, misceláneas, camioneras, ricas carnitas, mecánica automotriz, cementerios de automóviles, perros callejeros. Se venden flechas y diferenciales. Al norte de la ciudad lo ha vuelto compacto la ausencia de ―zonas residenciales‖ y su carácter de orbe cerrado a la comprensión de una estética tradicional y de una estética vanguardista. Es la opresión visual, la sucesión de fachadas lúgubres y ruinosas, prematura o logradamente ruinosas; es el agobio y los embotellamientos, el ruido incesante, la muerte de los espacios verdes, la ira, la indefensión, el odio, la impotencia. En el norte de la ciudad perdura el más antiguo de los hoyos fonquis, o salones rocanroleros, el Salón Chicago (sito en la calle Felipe Villanueva), con su apariencia de casa de familia modelo obsesionada por el amplio espacio y los azulejos y domesticada por el rumbo de Peralvillo y las bajas posibilidades adquisitivas. Sitio que amparó a una casa de huéspedes o a un fallido salón de quinceañeras, el Chicago es un emplazamiento estratégico y 201
una vocación adquirida de sus habituales, a quienes antes se conocía como ―muchachada‖ y ahora designan como el Personal. El Personal. ¡El Personal!!! Los asistentes están uniformados en su inmensa mayoría por signos culturales y raciales. A su cultura la han nutrido las horas-TV y la indiferencia filosofal de los pósters y el anudamiento con sus radios de transistores y esa hambre de internarse en los vericuetos de la ―modernidad‖: un ruido/una música/una experiencia; a su cultura la guían los gustos reaparecidos a la hora de elegir camisas y chamarras y sombreros de western y pantalones acampanados o de pata de elefante, los gustos dictaminados por una publicidad babilónica. Por otro lado, y para decirlo de una vez con palabras fatales, son nacos y se les nota. Como nacos, deslizarse orgullosamente en un agujero es aventura de todos los días. Como nacos, se sienten y son desplazados de un centro que conserva señales de identidad excluyentes y exclusivas. ¡El naco en México! Aquel que no niega desde su apariencia su adhesión a la Raza de Bronce clang! clang!, que es prietito de los meros buenos, que ha recibido de una fracturada clase media y una ensoberbecida burguesía el calificativo que aísla y degrada: naco, que a la letra dice sin educación y sin maneras, feo e insolente, sin gracia ni atractivo, irredimible, imagen inferiorizada de un país menor, lleno de complejos, resentido, vulgar, grueso, con bigotes de aguamielero, le va al Santo, masca chicle y en su casa no lo saben. El naco se sabe y se contempla jodido, ahuyentado, siempre de aquel lado de la barrera. Pero saberse naco no es aceptarse como tal y de modo combativo, y así el susodicho actúa en la desesperanza, sin palabras, sin conceptos organizativos, sin acceso a una conciencia reivindicatoria. El largo abrazo de la Unidad Nacional lo ha proscrito, lo ha dejado de lado, lo ha incluido ocasionalmente en acarreos, lo ha acorralado en el júbilo de los festivales ―cívicos‖ donde los intérpretes y favoritos desgranan las canciones de moda. Y luego de las elaboraciones sexenales sobre el destino de la Patria, la Unidad Nacional —lucha de clases, ¡absténte!— lo ha dejado en la golpeada fascinación del desempleo, en el taller del maestro López, en la búsqueda de camisetas con inscripciones apantallantes. Desde el proletariado o desde el lumpenproletariado, desde las aglomeraciones familiares, desde esa búsqueda de agua, drenaje y electricidad del nuevo encuentro de las tribus de Aztlán, el naco se deja venir, cada vez más numeroso y avasallante, como la presencia masiva que ya define al Distrito Federal. Clama la decencia azorada. El arquitecto Mauricio Gómez Mayorga en belicoso artículo declara: ―Están convirtiendo a México en la Gran Changotitlán‖. ¡Los changos, los simios, los nacos! Con su rostro declaradamente torvo, con sus facciones que tanto contrarían al ideal de perfección publicitario. ¿Dónde la rabia superior? ¿Dónde las expresiones arrobadas de quien se abisma en la pausa que refresca? ¡La Gran Changotitlán! Cada estación del metro vomita nacos en oleadas, con sus chamarras grasosas y sus pantalones vaqueros y sus camisas floreadas y su risa desdeñosa para los cuates. ¡Qué ganas de molestar! ¿Cómo vamos a ser una nación contemporánea si esos tipos arruinan, fastidian, mellan, vulneran el paisaje? Por lo demás, ¿quién redime a México de la carencia de una estética que justifique y exalte el país? Grecia tiene el Partenón y Roma la Capilla Sixtina y Francia dispone de París entero y los museos atestiguan los ideales de perfección clásica de Occidente, pero México cuenta con grupos de señoras de Las Lomas y el Pedregal visitando ruinas y capillas pozas en medio de difusas explicaciones de la pintura virreinal.
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Soltar vapor En el Salón Chicago cada semana se congregan de mil a mil quinientos chavos, ávidos de emociones a todísima. A lo que estos chavos vienen es a soltar vapor. Durante la semana los regaña y los friega el agente de tránsito, los regaña el maestro del taller, o el gerente del almacén, los regañan en su casa porque no consiguen chamba. Llega el domingo y de lo único que tienen ganas es de soltar vapor. ―Soltar vapor‖, el desgaste funcional, desahogarse, consumarse en catarsis diminutas o máximas, extenuaciones y cumplimientos de la voluntad, instantes y horas de la descarga, el desfogue, la intensidad como grito y palmoteo y alarido y respiración agitada. En el escenario del Chicago, sobre ese templete con su pasarela, un grupo no muy interesante con su cantante invitado a quien le llaman ―el Grueso‖, el personaje obviamente felliniano que se ostenta como freak. El Grueso alienta y alerta al público, entiende su papel como incitador y concentrador del vigor de las masas, amenaza con un striptease, se quita la camisa, le arrebatan la bufanda, lucha por ella, acuden en su auxilio, alguien desciende al centro de la masa hirviente y da golpes, se rescata trozada la bufanda, el Grueso explica que era un regalo muy querido de un músico inglés pero que no importa está ahora el pedazo en mejores manos, el público al que ama y que lo sigue en su show no muy estremecedor. El Grueso culmina renunciando a su camisa y arroja el resto de su bufanda y amenaza con dejarse caer sobre la densa y compacta masa y repite un chiste y cuenta que la última vez que se lanzó así le cayó a un cuate de 18 años que le cobraron como si fuese nuevo. Irrumpe el intermedio y los músicos del siguiente grupo acomodan sus instrumentos y el Personal se impacienta y chifla, el aplauso no es ya aquí la medida de todas las cosas, pueden aplaudir o rugir o emitir lo que los antiguos conocían como ―palabrotas‖, el estallido de las ovaciones puede ser menos significativo que un chiflido penetrante como una devastación. El manejo del público. A un grupo le ha estado fallando el sonido y el Personal se ha encrespado y para que haya la paz, el pianista/maestro de ceremonias grita ―¡Viva México!‖ y la raza esencializa su respuesta en un rugido, y el chavo en el micrófono vuelve a gritar ―¡Viva México!‖ y halla idéntica rugiente respuesta y entonces como contraataque exclama a todos sus decibeles ―¡Viva Estados Unidos!‖ y la rechifla prosigue no sabemos si aumentada, pero es suficiente para que el chavo pianista diga ―Ya ven ah, verdad?‖. Entonces ―¡Viva México!‖, y en todo ese juego elemental de controles y persuasiones el Personal se aliviana, arrecia su densidad o se hace a un lado como cuando el Grueso prometió lanzarse y se engendró un espacio de respeto o miedo o como cuando el Grueso lanzó el último pedazo de su bufanda y los chavos revivieron el momento de la piñata o del botín en la residencia solitaria y se arrojaron a la ansiada rapiña empujándose y aventándose y echando un relajo bien efectivo. Adviene el nuevo grupo, llegado de Guadalajara, que responde al ornamentado nombre de Toncho Pilatos y —para uno, observador entusiasta— el espectáculo sufre un vuelco cualitativo. Porque su cantante y líder, el propio Toncho Pilatos, es un naco definitivo, pómulos acentuados, tez cobriza, mata (cabellera) pródiga que acentúa el aspecto de comanche o de sioux. A la segunda canción, Toncho Pilatos ha definido su estilo y pretensión: crear el rock huehuenche, utilizar elementos indígenas y fundirlos con el rock muy heavy. Pretensión y estilo se centran y se desbordan en la figura de Toncho, que puede recurrir a ocho o diez maracas para agrandar su vocación de Mick Jagger convertido en danzante de la Villa de Guadalupe, la violencia orgásmica de la tradición del rock que adquiere la monotonía pausada, la repetición estremecedora del danzante indígena. ―No hizo igual con ningún otro conjunto‖. 203
El mensaje, si uno puede desprenderlo aunque nadie lo dicte o elabore conscientemente, es muy claro: Naco is beautiful, como antes black ha sido beautiful y, en ciertos sectores chicanos, brown ha demostrado ser beautiful. A los sectores marginados les corresponde allegarse nociones de prestigio, les corresponde desbaratar la marginalidad y los prejuicios de, por ejemplo, una sociedad que sólo acepta la belleza criolla como consuelo por no poseer la belleza nórdica. El feroz racismo mexicano ha confinado a la enorme mayoría de un país y le ha señalado su ausencia de atributos verdaderos, ha ponderado la excelsitud incompartible del físico de las minorías, ha extirpado con brutalidad cualquier sueño de los jóvenes nacos ante el espejo. ¿Quién los defiende, si en los mass-media incluso, para representar a una sirvienta llamada María Isabel se usó a una rubia llamada Silvia Pinal? Por eso Toncho quizás a pesar suyo, pero no necesariamente, es una reivindicación. Naco is beautiful proclaman su arrogancia y el paso reiterativo de quien le ofrece a la Morenita la seriedad de su obsesión y monomanía coreográficas. Y esa representación de aspiraciones raciales y culturales consigue la atención absorta del público, la transformación del baile en concierto, el Chicago es Bellas Artes, el rock huehuenche es la música clásica de este sector de la generación de nacos que se contempla y se refleja en pasos y gritos y ademanes de rechazo y desprecio. Vaga, oscura, confusamente, Toncho está afirmando que Naco is beautiful y está siendo aprobado entusiastamente por una audiencia vivamente concernida por las consecuencias estéticas y psicológicas del aserto (aunque no se atreva a verbalizarlo). Los hijos de Calles y la Coca-Cola Sin duda, el naco es el descendiente legítimo del pelado y del lépero, esos fantasmas del latifundismo urbano, la gleba hirviente en los numerosos motines del XIX, los saqueadores del Parián, los incapaces de ilustración y gracia y refinamiento y distinción, los del pelambre hirsuto sobre los labios, los caricaturizados alegremente —junto a una ―changuita‖ (sirvienta) de moños colorados— por Audifred y cruelmente (espantándose las moscas) por Abel Quezada. Nacos somos todos pero la naquiza, ese plural inferiorizador, sólo designa a una turba despojada y crédula y finalmente dócil, envilecida por los mass-media, entre el desempleo y el subempleo, azotada entre pésimas rolas, alivianada entre los cuates, educada en lo que a política sexual se refiere por las conversaciones en la esquina o del atento estudio de fotonovelas como Casos de Alarma o Valle de lágrimas. Son los empleaditos y los aprendices y los vagos y aquellos que a la familia ni por aquí se le pasó que estudiaran, los seres cuyo entusiasmo se condiciona para que no lo opaque la sordera y que, símbolos del caos emergente, se van extendiendo y centuplicando, impregnando de nuevo de turbas amagadoras los edenes oníricos de la burguesía, convirtiendo en ghettos a las antaño insolentes ―colonias residenciales‖. Brutal y triunfalmente, la naquiza es y será de modo creciente, en su falta de politización y de salidas organizativas, el panorama ominoso de las ciudades, el paisaje vencido y enérgico que rodea al cada vez más dudoso ascenso de las clases medias y a las ruinas invictas de ese enorme aparato de triunfo y humillaciones, la difunta y voluntariosa Revolución Mexicana. Los seres humanos piensan muy despacio. Apenas entienden en las generaciones venideras. STANISLAV REYI LETZ
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OCTAVIO PAZ Y LA IZQUIERDA Letras Libres, abril de 1999 Formado en la militancia de los años treinta, Octavio Paz siempre consideró a la izquierda su interlocutora natural. En este ensayo, Monsiváis reconstruye el largo recorrido de una vida de polémicas y debates al servicio, no de una causa o idea, sino de la verdad. En 1937, Octavio Paz tiene 23 años y es previsiblemente de izquierda. El avance del fascismo y el comunismo preocupan intensamente en América Latina y la Unión Soviética parece el valladar inexpugnable. Paz es profesor en Mérida en el programa de escuelas para los obreros, defiende a la República española y escribe poesía política de cuya calidad recelará, pero en donde ya explora las tensiones entre poesía e historia, una de sus obsesiones recurrentes: ―Has muerto, camarada/ en el ardiente amanecer del mundo...‖. En 1937 Paz asiste en Valencia al Congreso Mundial de Escritores Antifascistas. La resistencia al franquismo es una causa esencial de la izquierda, que también —crímenes son del tiempo y la desinformación voluntaria e involuntaria— cree férreamente en Stalin y los soviéticos, aprende el dogmatismo para asumir el internacionalismo proletario y no concibe la existencia de los Procesos de Moscú o los considera inevitables por las inminencias de la guerra y el acoso imperialista. Paz comparte también la certeza: hay opciones ante el capitalismo ruin y el fascismo homicida. ¿Cómo no actuar así en el periodo de tempestades históricas que a todos afectan? Los treinta son los años de militancia y los escritores de izquierda ven en la poesía y la narrativa armas de combate que, literalmente, alimentan desde la página a la revolución. El atractivo de la Revolución —mayúsculas iluminadas— encandila a varias generaciones. ¿Cómo no soñar con reconstruir el sentido de la historia, y desatar la equidad que distribuya entre todos, además de justicia salarial, estímulos del arte y la cultura? Paz se desprende pronto de la idea mecánica y mesiánica de Revolución, pero jamás renunciará a la visión de comunidades animadas por la obtención de la plena humanidad. Además, por razones de familia, de formación cultural y de simple atmósfera urbana, Paz siempre valúa a la Revolución Mexicana, en especial a Emiliano Zapata. Y junto a la Revolución, como en cadena, otros temas apasionan a Paz: la revelación, la vuelta a los orígenes, la reconciliación y la recuperación del pasado, los trámites de la integración nacional. El nacionalismo, al que cuestiona a fondo, también lo constituye. En España Paz ve instalarse, al lado del heroísmo y la solidaridad, la ―inquisición‖ de corte soviético. Se censura despiadadamente a André Gide por su Retorno de la URSS y, en plena guerra, se persigue a trotskistas y anarquistas y se ejerce la intolerancia a nombre del antifascismo. Paz se va distanciando de la izquierda estalinista (casi la única existente en el momento) y se reorienta a través del examen y el rechazo de los dogmas. A Paz le resulta decisivo el encuentro en Europa con Pablo Neruda. ―La influencia de Neruda fue como una inundación que se extiende y cubre millas y millas —aguas confusas, poderosas, sonámbulas, informes‖. Paz conoce a Neruda en París y lo reencuentra en Valencia, en el Congreso Mundial de Escritores Antifascistas, y luego en México, donde es cónsul de Chile. Pero lo que Neruda aporta de genio poético y solicitud amistosa, lo rebaja con su sectarismo y su exigencia de vasallaje. Paz se pelea con él y se aleja en definitiva de un tipo de poesía y de ―compromiso‖. Neruda detesta a los ―artepuristas‖, a los cultivadores del ―arte por el arte‖. Paz defiende el derecho a la libre expresión. Y se desentiende de una estética y de 205
una ética fundadas en la utilidad política de la poesía, abocándose a la construcción (o mejor: el perfeccionamiento) de su voz original. De la revolución como involución En El ogro filantrópico (1979), Paz escribe: Cuando pienso en Aragón, Eluard, Neruda y otros famosos poetas y escritores estalinistas, siento el calosfrío que me da la lectura de ciertos paisajes del infierno. Empezaron de buena fe, sin duda. ¿Cómo cerrar los ojos ante los horrores del capitalismo y ante los desastres del imperialismo en Asia, y África y nuestra América? Experimentaron un impulso generoso de indignación ante el mal y de solidaridad con las víctimas. Pero insensiblemente, de compromiso en compromiso, se vieron envueltos en una malla de mentiras, falsedades, engaños y perjurios hasta que perdieron el alma. Se volvieron, literalmente, unos desalmados. Puedo parecer exagerado: ¿Dante y sus castigos por unas opiniones políticas equivocadas? ¿Y quién cree hoy en el alma? Agregaré que nuestras opiniones en esta materia no han sido meros errores o fallas en nuestra facultad de juzgar. Han sido un pecado, en el antiguo sentido religioso de la palabra: algo que afecta al ser entero.
En 1950 el escritor francés David Roussel publica un informe sobre los campos de concentración en la URSS. Es el tiempo de la Guerra Fría, y la izquierda se abstiene de la mínima crítica ―para no darle armas al enemigo‖. Paz desecha la intimidación y publica en la revista argentina Sur unos documentos sobre el genocidio estalinista. De inmediato se le tacha de ―anticomunista‖, entonces el instrumento de contención moral que se opone a las devastaciones de la Guerra Fría, y que se irá banalizando al emplearse no contra quienes son ―instrumentos del Pentágono‖, sino contra los críticos de un orbe dictatorial. Paz desecha el membrete, y reivindica en El arco y la lirala idea de una comunidad universal en que cese la dominación de los unos sobre los otros, y en donde la libertad y la responsabilidad personal reemplacen a la moral del autoritarismo y el castigo. A esa idea —la sociedad en donde se borra la distinción entre trabajo y arte— se adscribe: ―Renunciar a ella sería renunciar a lo que ha querido ser el hombre moderno, renunciar a ser... El marxismo es la última tentativa del pensamiento occidental por reconciliar razón e historia‖. La izquierda mexicana y latinoamericana de los años cuarenta y cincuenta es un antecedente irreconocible de la izquierda actual. Atenida en sus débiles y lejanas instancias de poder al ejercicio melodramático de la autoridad moral, arrinconada por la represión y la Guerra Fría, generosa y mezquina en su combinación de protesta valerosa y dogma, la izquierda reconocible se divide entre el Partido Comunista Mexicano y los sectores del nacionalismo revolucionario, absortos en negar su fracaso, calificado por José Revueltas de ―inexistencia histórica‖. La izquierda apenas lee, doblegada por el prejuicio o por algo pavoroso: la revisión ocasional de literatura soviética y la entrega a la verbomanía. A los escritores de calidad se les califica de ―habitantes de la torre de marfil‖, y no se conocen las obras de Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, los Contemporáneos, Paz. De hecho, el sector que mantiene el rigor intelectual y de internacionalización cultural en esta etapa es un sector sin ideología aparente, ni nacionalista ni clerical. A Paz lo determina en alto grado su observación de esta izquierda, y mucho tiempo después seguirá reconociendo en los grupos progresistas (para usar una palabra jubilada) los rasgos del letargo estalinista. Pero el panorama varía drásticamente en unos años.
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Los catecismos y las multitudes en revuelta En 1956, las revelaciones de Jruschov en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, la invasión de Hungría y la militarización a fondo de las ―Democracias Populares‖, atan en definitiva la doctrina marxista a la suerte del socialismo real (aún no a cargo de tan gentil nombre). El ―marxismo‖ que se divulga se simplifica hasta la caricatura (y poquísimos se dan cuenta), la ―religión‖ del materialismo histórico se muda a la escolaridad elemental, la burocracia desplaza a la militancia heroica, y las posibilidades de éxito de la doctrina ya no se hallan en Europa y Estados Unidos, sino en los países del Tercer Mundo. En México el estalinismo cede, y su lugar lo invade una burocracia rígida y temblorosa (no hay contradicción) y oleadas de militantes que en unos años desertan (para ―asimilarse‖) o petrifican su radicalismo. La generación emergente poco o nada tiene que ver con la tradición presuntamente bolchevique. Lo suyo combina modernidad con preocupación social: se frecuenta la cultura norteamericana y la europea, se adopta una nueva sensibilidad marcada por el cine y la literatura, se vive la pasión por el rock y las ―puertas de la percepción‖ (lo que Paz analiza admirablemente en Corriente alterna). Todos son lectores y en alguna medida deudores de El laberinto de la soledad, un clásico instantáneo; en la educación de todos se han filtrado ecos o residuos del marxismo (transmitido brumosamente por la enseñanza universitaria), a todos les importa distanciarse de la lógica represiva, porque el deseo y el despliegue erótico figuran entre sus reclamaciones esenciales: todos, con o sin este término, se consideran disidentes. Es la generación a la que el movimiento de 1968 le confiere identidad y experiencia límite. Si una parte de los líderes pertenece a la izquierda tradicional, el tono del movimiento es considerablemente más libre. El 2 de octubre de 1968, el presidente Gustavo Díaz Ordaz ordena al ejército y la policía reprimir un mitin estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas. Hay provocación, se dispara sobre la multitud desarmada, y el resultado es de 300 a 500 muertos, nunca se sabrá la cifra exacta. Paz, embajador de la India, renuncia ese día al cargo y escribe un poema: La vergüenza es ira Vuelta contra uno mismo: si una nación entera se avergüenza es león que se agazapa para saltar.
Tarda el salto felino, pero Paz, hasta ese momento un autor respetado a lo lejos, se convierte en figura centralísima al ser elúnico funcionario que discrepa abiertamente de la impunidad homicida del régimen. Los sectores democráticos localizan en Paz a un líder moral, pero Paz no está dispuesto a un rol estatuario y no se identifica con la imagen romántica y militante que se le propone. Lo suyo no es abanderar a la izquierda, y no combate a las instituciones y al Estado mexicano, sino aboga por la democracia y analiza sus gravísimas imperfecciones. Las variedades de la izquierda ¿Cómo explicarse las querellas, los desencuentros, la lectura compulsiva y los reencuentros de la izquierda mexicana con Paz? Un punto de partida: así Paz vea en ella a fin de cuentas un bloque coherente, como cualquier otra tendencia la izquierda dista de ser homogénea, su 207
coherencia no es muy apreciable y consta de grupos y personas muy diversos, unidos en un pacto implícito por anhelos de justicia social, oposición al imperialismo norteamericano y críticas y enfrentamientos con el régimen del PRI, básicamente. La unidad se resquebraja al llegar la discusión de tácticas. El Partido Comunista se adjudica el todo de la izquierda, y así lo percibe vagamente la sociedad dominada por las atmósferas de la Guerra Fría. Pero por más intrepidez y entrega que exhiba, un grupo sectario no es necesariamente el más representativo. En las descripciones de Paz falta por lo común la izquierda social, o ésta consiste en ―los intelectuales‖, especie a la que agranda hasta darle un carácter mayoritario, que nunca tuvo (hasta fechas recientes, la mayoría de los intelectuales era neutral o declarativamente priista). Y lo que no se registra cuenta en demasía: el sector de los lectores, de los partidarios de la democracia representativa, de los que se entusiasman y se decepcionan de la Revolución Cubana y el sandinismo, de los interesados en las libertades personales, de las feministas, de los ecologistas, de las minorías legítimas. Estos también son izquierda y leen provechosamente a Paz. Ante el fracaso del capitalismo y del socialismo real, Paz propone la democracia desde los años setenta. El término, al principio rechazado por los creyentes absolutistas en la revolución, se va imponiendo y se convierte en el leit motiv de nuestros días. Pero es penoso, Paz lo reitera, construir la democracia en países sin tradición de sociedad civil fuerte y con regímenes autoritarios. Y a esto se agrega el ocaso de las utopías, el derrumbe de la ilusión del desarrollo incesante. ¿Qué hacer entonces? Se propone la búsqueda de otro proyecto, más humilde, pero más humano y más justo. Paz combate incongruencias y limitaciones del pensamiento comunista, entre ellas su minimización de las libertades, su eliminación moralista del deseo y su persecución de los ―heréticos‖. Es frontal la batalla contra ―la ideocracia‖, la intelectualidad de izquierda que defiende o se niega a ver la realidad del socialismo del Este, y se adhiere al ―estalinismo tropical‖, el castrismo, el gran espejismo latinoamericano de los años sesenta, que en la década siguiente comienza a exhibir su muestrario de crímenes y errores: represión intelectual, fracaso económico motivado por la prepotencia caudillista, campos de trabajo forzado para disidentes religiosos y sexuales, moralismo medieval. En 1971 se produce el caso Padilla, al obligar el Estado al poeta Heberto Padilla a declararse culpable de ―crímenes contrarrevolucionarios‖ (hablar con periodistas extranjeros, el mayor de ellos). Paz es muy preciso. La autodivinización de los jefes exige como contrapartida, afirma Paz, la autohumillación de los incrédulos. Y recapitula: Todo esto sería únicamente grotesco si no fuese un síntoma más de que en Cuba ya está en marcha el fatal proceso que convierte al partido revolucionario en casta burocrática y al dirigente en César. Un proceso universal y que nos hace ver con otros ojos la historia del siglo XX. Nuestro tiempo es el de la peste autoritaria: si Marx hizo la crítica del capitalismo, a nosotros nos falta hacer la del Estado y las grandes burocracias contemporáneas.
Paz no es el único de los mexicanos en protestar por el caso Padilla. También firman documentos de protesta y examinan la ―confesión‖ Carlos Fuentes, José Revueltas y José Emilio Pacheco, entre otros. Pero Paz es la figura más relevante, entre otras cosas, por la solidez de su examen del socialismo real. Como es costumbre admitir, el desastre de una causa es arduo. En América Latina se defiende a Castro y Julio Cortázar publica su ―Policrítica a la hora de los chacales‖, quizá su texto más débil. A Paz se le responde, pero sin brío. La 208
izquierda política ha perdido por lo común la destreza en la polémica. Y la izquierda social y cultural admira a Paz, al que reconoce desdePosdata, su análisis del 68 cuyas tesis, se compartan o no, se estudian muy seriamente. Y para acudir a la tan incómoda geometría política, usada hasta el final por Paz, la izquierda social y cultural es devota de su poesía y aun cuando regularmente se irrite con alguna de sus actitudes, aprecia vastamente su poderío lírico, la excelencia de su prosa, su don de imágenes. ¿Cómo no agradecer y memorizar ―Un sauce de cristal, un chopo de agua, / un alto surtidor que el viento arquea...‖? Paz está muy al tanto de la lealtad esencial de la izquierda cultural y social a sus textos. A Braulio Peralta (El poeta en su tierra), le declara a propósito de Tiempo nublado: ―Siempre creí —y creo— que mi interlocutor natural era el intelectual llamado de izquierda. Vengo del pensamiento llamado de izquierda. Fue algo muy importante en mi formación. No sé ahora [...] lo único que sé es que mi diálogo —a veces mi discusión— es con ellos. No tengo mucho que hablar con los otros‖. Y en 1994, al cumplir 80 años, le insiste a Peralta: ―A pesar de que mi diálogo se ha transformado con frecuencia en disputa, nunca se ha interrumpido. Al menos por mi parte. En mi fuero interno converso y discuto silenciosamente. Son mis interlocutores. Se trata de un diálogo en vías de extinción: pronto no habrá derecha ni izquierda. De hecho esa distinción ha desaparecido casi enteramente en Europa‖. Tal eclipse no se da en América Latina, donde a partir del bien o mal llamado neoliberalismo (así identificado de modo unánime), y de las estrategias de ―la nueva evangelización‖ de América, la derecha se insolenta, exige el control de la educación pública, afirma la naturaleza eterna de la desigualdad, somete a sus contrincantes a campañas de linchamiento moral, identifica muy al estilo de la Guerra Fría como ―subversivo‖ a todo proyecto de justicia social, legitima al saqueo en nombre de la ―libertad de empresa‖ y se esfuerza en levantar la teocracia del mercado libre. Y la existencia de esta derecha garantiza la continuidad de la izquierda. 1989 es un acontecimiento único. Pese a sus tres libros sobre totalitarismo y democracia (El ogro filantrópico, Tiempo nublado y Pequeña crónica de grandes días), Paz admite su sorpresa: ―Siempre creí que el sistema totalitario burocrático que llamamos 'socialismo real' estaba condenado a desaparecer, pero en una conflagración, y temí que en su derrumbe arrasase a la civilización entera‖. La velocidad de los acontecimientos lo asombra: ―No preví que un hombre y un grupo, colocados precisamente en lo alto de la pirámide burocrática, ante la descomposición del sistema, se atreverían a emprender una transformación de la magnitud de esta que presenciamos‖. La caída del Muro de Berlín le da la razón a Paz, y permite reconstruir el proceso de la aspereza, las reconvenciones o los brotes de intolerancia respecto a él. Además del encono que causa el estilo del poeta, muy acre en ocasiones, interviene la tradición dogmática de la izquierda partidista y la sujeción al estalinismo o al pensamiento soviético que se prolonga desmedidamente, por lo menos hasta los años sesenta. El fascismo y el nazismo, más la naturaleza perversa del estalinismo, ―militarizan‖ psicológica y políticamente a la izquierda en su conjunto en ese periodo. A la militancia se le quiere por largo tiempo próxima al ánimo militar, y de allí el encono contra los compañeros que discrepan o contra quienes, pudiendo estar en la misma línea, desvían corruptamente su proceder. Esto deja su huella. En segundo lugar, intervienen las resonancias de la Revolución Cubana. Por unos años, Castro le devuelve a la izquierda latinoamericana su ―vocación utópica‖, esto es, su sensación de triunfo pese a todo. Se apoya el desafío al imperialismo norteamericano, cunde el regocijo 209
porque de nuevo la izquierda propicia la modernidad (así sea a través de la violencia) y desde Casa de las Américas, la institución cubana, se propaga la conciencia de la cultura unificada de América Latina. Y al ser ya inocultable la naturaleza del régimen, a la izquierda de nuevo le cuesta trabajo la autocrítica. Paz ha cuestionado las ganas de creer, fundamentales en cualquier causa, y provoca primero el resentimiento y luego la aprobación (en el nivel político, Paz, previsor siempre, escribe para los lectores de mañana). En tercer lugar, interviene la mezcla de aciertos y, desde mi perspectiva, equivocaciones de Paz. Su puntual seguimiento de las tribulaciones de la izquierda es, con frecuencia, exacto y devastador (véase El peregrino en su patria, el tomo VIII de las Obras completas, donde incluye artículos de Plural y Vuelta). Paz, siempre dado a revisar el canon cultural de México, examina a pensadores y críticos, entroniza la modernidad crítica y la crítica de la modernidad, y dicta sentencias: ―Hay un anquilosamiento intelectual de la izquierda mexicana, prisionera de fórmulas simplistas y de una ideología autoritaria no menos sino más nefasta que el burocratismo del PRI y el presidencialismo tradicional de México‖ (1973). El estalinismo es sin duda más nefasto que el priismo, pero la izquierda mexicana de 1973 no es ni por asomo más nefasta que el PRI y el presidencialismo, para empezar porque su poder es nulo. Paz es exacto en su diagnóstico: ―La regeneración intelectual de la izquierda sólo será posible si pone entre paréntesis muchas de sus fórmulas y oye con humildad lo que dice realmente México, lo que dicen nuestra historia y nuestro presente. Entonces recobrará la imaginación política‖. Sin duda, pero el PRI, el presidencialismo y la derecha eran y son invencibles en materia de sordera institucional y ―lo que dice realmente México‖ no les atañe. Instalado en el rol del gran intelectual público, Paz, al ver que Echeverría, tras la matanza del 10 de julio de 1971, cesa al jefe del Departamento Central y al jefe de policía, considera que la acción presidencial le devuelve la transparencia a las palabras, pero pronto cambia su entusiasmo por una ―confianza condicional y crítica‖, aunque le adjudica al régimen ―un proceso de autocrítica y de liberalización‖ que jamás cristaliza. En cambio, Paz acierta al trazar la resistencia a la verdad en muchos pronunciamientos izquierdistas. Censura a la izquierda por su renuncia a criticar a la guerrilla: La izquierda es la heredera natural del movimiento de 1968, pero en los últimos años no se ha dedicado a la organización democrática sino a la representación —drama y sainete de la revolución en los teatros universitarios. Pervertida por muchos años de estalinismo y, después, influida por el caudillismo castrista y el blanquismo guevarista, la izquierda mexicana no ha podido recobrar su vocación democrática original. Además, en los últimos años no se ha distinguido por su imaginación política: ¿cuál es su programa concreto y qué es lo que propone ahora, no para las calendas griegas, a los mexicanos? Incapaz de elaborar un programa de reformas viables, se debate entre el nihilismo y el milenarismo, el activismo y el utopismo. El modo espasmódico y el modo contemplativo: dos maneras de escapar de la realidad.
La descripción es casi inmejorable, pero no toma en cuenta factores no de exculpación, sino de matiz: los escollos inmensos para organizar un proyecto distinto en medios absolutamente controlados por el gobierno, los fraudes electorales, las campañas de odio, la persecución en las regiones a los disidentes (que no excluye el asesinato), la compra de líderes, la sordidez que se le ofrece a los heterodoxos políticos como único ámbito permitido. Tampoco en esas fechas el PRI y el PAN se distinguen por su imaginación política, pero se le exige más a la izquierda debido a una insistencia primordial en Paz: la relación entre política y moral. Si la izquierda se olvida de sus planteamientos éticos se olvida de su razón de ser. Cuando la ultraizquierda se precipita en la violencia demencial, tan correspondiente, por otra 210
parte, con la de grupos paragubernamentales, emite Paz su condena: ―Emplear métodos fascistas y aun de gangsters en nombre del socialismo es una perversión no menos grave que el autoritarismo y el burocratismo estalinianos. Nuestra condenación de la violencia, claro está, no es absoluta‖. También Paz es irrefutable al criticar a los intelectuales que no alcanzan a creer que el socialismo puede inspirar el terrorismo, y culpan a la CIA de secuestros y crímenes. Uno de los personajes de un diálogo de interpretaciones complementarias urdido por Paz (Plural, julio de 1976), delimita el campo: ―Ser de izquierda equivale a tener una bula de indulgencias plena. El desprestigio de la derecha y sus ideas es tal que hasta Isabelita Perón y su astrólogo se llaman revolucionarios‖. El desprestigio de la derecha persiste, pero ya en 1976 el prestigio de la izquierda declina. Al señalamiento de su sectarismo y su ineficiencia se une el cargo de anacronismo. El que pertenece a la izquierda política, en la opinión no verbalizada pero vigente de la sociedad, es premoderno. Y, sin embargo, la izquierda cultural vive en esos años un desarrollo sin precedentes, y anima en buena medida las atmósferas de crítica y tolerancia. Pero una vez más la política se hace cargo del escenario y sólo se advierte a la izquierda partidaria. A cambio de tantos aciertos, Paz tenía el derecho a equivocarse. Lo ejerció (véase Itinerario) en el caso de Carlos Salinas. Allí fue amable y benévolo. Afirma en su diálogo con Julio Scherer (1994): La cuestión de la democracia, antes relegada, se volvió el tema primordial de la discusión política. Han sido decisivas las reformas económicas y políticas realizadas por Carlos Salinas y su equipo. Más jóvenes que los políticos anteriores y con mayor sensibilidad histórica, se dieron cuenta de los cambios de la sociedad mexicana y obraron en consecuencia. Así han logrado sacar al país del pantano en que había caído [...] Hemos salido de la ruina, hemos saneado nuestras finanzas y hoy asistimos a la recuperación de nuestra economía; se han restablecido el crédito internacional y la economía mexicana, gracias a las privatizaciones, se ha puesto en movimiento [...] Y algo más que no se ha dicho: han contribuido indirectamente al proceso de democratización. Previsiblemente, Scherer le pide que se explique y Paz lo hace. Con mucho gusto [...] Uno de los rasgos que ha distinguido al PRI de otros partidos ha sido su inserción en el Estado y, a través del Estado, en la economía: las poderosas empresas estatales. Los miembros del PRI ejercen, sucesiva o simultáneamente, funciones políticas, económicas y administrativas en el gobierno. De paso: esta es una de las razones que explican la lentitud y la dificultad del proceso democrático en México. Algo semejante, aunque en mayor escala, sucede en los antiguos países comunistas. Pues bien, las privatizaciones han desalojado a los políticos y los burócratas de varios centros vitales de la economía mexicana. Así se ha despejado, en parte, el camino a la democracia. No sucedió así, como sabemos, así fuera intolerable el peso de la corrupción y la ineficacia de las empresas del Estado. Pero el método usado para las privatizaciones, como se ve, resultó el peor y el más dañino por carecer de supervisión y controles. Paz no podía estar al tanto de las realidades internas, pero confió en Salinas: ―Las reformas que ha llevado a cabo el gobierno de Salinas rompen, definitivamente a mi juicio, con el patrimonialismo tradicional de México‖. Más bien, trasladó el patrimonialismo, y como nunca en nuestra historia, a manos del selectísimo grupo de empresarios que son hoy los dueños ostensibles del país, sin siquiera la esperanza de la renovación por el voto. Según Paz, los cambios de Salinas ―no sólo han sido de orden económico y político, sino psicológico: han devuelto a mucha gente la confianza en 211
su país y en su esfuerzo propio. Eso, en una nación con una historia como la nuestra, siempre frágil y vulnerable, es precioso‖. No tan curiosamente, y esto lo percibió el poeta, las reacciones más críticas de la izquierda política y aun de la social se desprenden más bien de las críticas de Paz a la URSS, primero, y al castrismo y el sandinismo, después. Allí es precisamente donde la persuasión totalitaria provoca más infelicidad y tragedias (los sandinistas no fueron totalitarios, pero sí ineficaces, y dista de ser excepcional el fenómeno de Tomás Borge, autor de una entrevista pedestal a Carlos Salinas, entre otras hazañas). Pasado un tiempo, se reconoce la validez de las críticas de Paz y de otros escritores y analistas políticos, mientras se aclara cómo al cerco imperialista los gobiernos del socialismo latinoamericano añadieron torpeza y, en el caso de Cuba, la longevidad de la dictadura. Paz critica al Partido de la Revolución Democrática, y al EZLN y el Subcomandante Marcos. Pero así la izquierda discrepe de sus tesis, las comparta a medias o maneje otros elementos de juicio, en los años últimos la confrontación viene muy a menos. Es vastísimo el aprecio a la obra de Paz y sus aportaciones a la democracia, y las discrepancias, por numerosas y significativas que sean, no impiden la continuidad ya sin fracturas del diálogo, abierto entre sus páginas.-
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ME FUI DE COMALA PORQUE MI PADRE VIVÍA EN HOUSTON www.literalmagazine.com/es/archive-L09monsivais.php?section=hive&lang=arces El siguiente texto es fragmento de una conferencia dictada por Monsiváis en Rice University el 4 de abril del 2007. La visita fue organizada por los departamentos de lenguas de la Universidad de Rice y la Universidad de Houston, bajo la dirección de Maarten van Delden y Marc Zimmerman, respectivamente. Además de Literal, Latin American Voices, participaron en la organización el Consulado General de México en Houston y varios programas de la Universidad de Houston: CMAS, WCL y La Casa Publications. Me fui de Comala porque me dijeron que era en Los Ángeles, Houston o Chicago, donde vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. A pesar de las políticas racistas, los acosos, las amenazas y los asesinatos, la integración de América Latina con Estados Unidos tiene que ver estrictamente con un orden laboral y es este orden laboral el que está proporcionando los elementos de la legitimidad y de la legalidad de estos mexicanos en Estados Unidos. Algo se conoce del sistema de viajes de los migrantes en estos años. Del rancho —que es el tedio o el miedo redimido por las sensaciones periódicas de importancia— a la ciudad donde el anonimato es sinónimo de la clandestinidad. De la ciudad pequeña a la obtención de miedos como pecados ignorados y libertades desconocidas. De la mirada fija en ensoñaciones a la rudeza de las oportunidades. Del goce del aprendizaje del inglés al recuerdo de los cielos azules y las regiones límpidas. De la familia tribal a la familia nuclear. De la numerosa descendencia a la descendencia que se ajusta al tamaño del departamento pequeño. De la intolerancia que aborrece lo distinto a la tolerancia que se inicia como resignación ante las conductas ajenas que no se pueden modificar. Del ágora creado en un patio de la vecindad al saludo apresurado de un condominio. De las veladas familiares al autismo televisivo donde la comunicación se da a través de las reacciones a aquello que se mira. De la protección violenta de la honra a la defensa a veces violenta del derecho al adulterio. Del aprecio idolátrico de lo moderno a la nostalgia por lo tradicional —siempre que se garantice que esa nostalgia es moderna—. De la imposibilidad de concebir las religiones no católicas a la conversión a una fe desconocida como otras de las migraciones posibles. En la experiencia de los migrantes su matriz formativa es la novedad de las esperas. Ya son expertos en aguardar la lluvia en tiempo de sequía y en aguardar la sequía en tiempos lluviosos. Aguardar la solución de un trámite agrario o la llegada del candidato. La respuesta eternizada a las demandas judiciales. Ahora esperan en los autobuses que van a la frontera, esperan en la línea, esperan la obtención del trabajo, esperan el trabajo que sea, esperan el transporte y la vivienda y los documentos migratorios. Y mientras lo hacen diseñan mentalmente sus casas o departamentos definitivos. Todo parece alternativamente accesible e inalcanzable. Todo se crea a la mano gracias a la voluntad del trabajo y la suspensión de la incredulidad. En México nada podría ser nuestro; aquí sí. No es siquiera indispensable que la realidad demuestre lo contrario porque la realidad es también un asunto de percepciones y para demasiados de estos migrantes, lo que pierden en México es la esperanza de que algo sea suyo. El indocumentado —el espalda mojada, como se dijo alguna vez; el ilegal, como se dice ahora— para señalar la distancia entre el trabajo extraordinariamente fatigoso y la negación de los derechos que ese trabajo debía garantizar, 213
usa la táctica inesperada: venera las costumbres de las que se aparta para mejor sacudirse los hábitos que le dificulta su pertenencia al entorno hostil. Esta podría ser la oración de inmigrante: Te doy las gracias Virgencita de Guadalupe porque me permites ser el mismo de siempre aunque, eso sí (no sé si te has fijado, Santa Patrona) mucho más tolerante hacia lo que no entiendo ni comparto; capaz de serte fiel a ti que eres la nación, aunque ahora yo sea pentecostal, testigo de Jehová, bautista o mormón decidido a no cambiar aunque mi aspecto sea tan distinto y tan atento ahora a los blogs y al internet, en donde todavía no te apareces madrecita. De donde se desprenden las noticias que nunca pensé que me apasionarían, porque nunca pensé que me apasionara lo que no tiene nada que ver conmigo. Te lo juro, Virgencita, soy el mismo de siempre aunque ya ni en el espejo me reconozco. El campesino de Sinaloa contempla durante horas los alambres que lo separan de la tierra prometida. Y la construcción de un muro que por lo pronto es el anuncio de un muro que sólo será posible si lo construyen, entre otros, el campesino de Sinaloa, que contempla la frontera que debe atravesar para construir el muro que le impedirá atravesarlo. Ahí, al alcance de su astucia están el trabajo, los dólares y la prosperidad hasta ahora tan inconcebible. Para el inmigrante la tradición es aquello que ha vivido y lo que viene es la tradición desconocida, aunque sea con las mismas personas y haga lo mismo de siempre. Porque no es lo mismo oír al padre de familia en el pueblo donde uno no tiene escapatoria a oírlo en el departamento en donde le puede decir que ya tiene que irse. Y las máquinas extraordinarias que ahorran tiempo, vidas enteras, eso le apasiona, ahorrarse una vida, no gastarla como las generaciones de sus ancestros que decidieron pasar en el trabajo el tiempo que podrían haber ahorrado si se hubieran puesto de acuerdo con la tecnología y esas máquinas que comunican a los usuarios con el futuro. La señora burguesa camina por el mall de Tijuana y se regocija por haber escapado para siempre de los mercados aunque el mall tampoco la convence: si los precios están en pesos, algo está mal. Esos precios le tocaron a su mamá a ella ya no; todo lo encarga por teléfono y la semana que viene ya lo hará por Internet. Pedir las cosas por Internet es tener otras cosas, de eso está segura. Se acabaron las cacerías de vegetales y frutas y escobas y jabones y ―aroma popular‖ que así le dice ella a la resistencia a los desodorantes. Adiós a los regateos y a los empujones. No nada más encuentros desagradables, el mall es otra cosa, es un invento de los gringos, no de los mexicanos que tenían un dios Chac Mool, eso es falso y por eso su atmósfera es gringa y los productos son gringos y si la clientela no es gringa, con lo cual el contexto ya no funciona, está a medio camino entre lo monolingüe y lo bilingüe. Y a medio camino entre lo monolingüe y lo bilingüe está su conciencia, su corazón, su pensamiento y su grado de escolaridad. El mall, virtud de la globalización, es una de las catedrales del nuevo siglo fronterizo. El joven no está muy seguro de su manejo de la historia patria. Está seguro de lo suficiente, ni un dato más; uno no cruza las fronteras con una carga de datos inútiles. Para qué saber en qué año murió el cura Hidalgo, qué caso tiene enterarse del nombre del cura Matamoros y, viéndolo bien, quién era el cura Matamoros. El día que quiera enterarse, allí está el Internet. Y se acuerda entonces de los conocimientos que le transmitió la familia que eran de historia, pero de historia de la propia familia. Una historia restringida porque los bisabuelos nunca hablaron una sola palabra y de seguro que hubo un bisabuelo, no me puedo imaginar a una familia sin un bisabuelo. Aunque, pensándolo bien quizá no hubo un bisabuelo; ya una 214
familia con abuelo es un lujo genealógico. Mientras se resignan, no es demasiado su conocimiento documental, aunque quién le quita su bagaje de bolero, sus canciones rancheras, onda grupera, y canciones del hit parade. Porque las canciones del hit parade no arraigan y en materia deportiva, su sabiduría es infinita. Todas esas certidumbres y esos recuerdos ni modo de dejarlas en casa y si los lleva consigo es porque al atravesar la frontera sin las vivencias es como irse para siempre a quién sabe dónde. Las vivencias son su conciencia eterna. Uno tiene pasado si lo recuerda, si no, disponer del futuro es como cercenarse. La frontera Los adolescentes de los barrios pobres en la ciudad de México, en Guadalajara, en Monterrey, se la pasan soñando en irse a la frontera: Los Ángeles, Nueva York, Houston, Dallas; tal vez Canadá, Montreal, Toronto, Ottawa. Uno de ellos ha pensado en decir que es un perseguido porque le dijeron que con eso consigue su arraigo en Canadá. Pero la verdad no le quedan esos modales y no quiere seguir porque a lo mejor le gustan esas costumbres. Las oportunidades siempre están fuera, ni hablar. Y a ellos les entusiasma saberse a punto del viaje. Esa es una característica de lo que vive. Las oportunidades están fuera; dentro, quedan las resignaciones y las frustraciones que son un modo bastante alérgico de vivir las oportunidades. Pueden irse mañana o dentro de un mes. O en un año o nunca. Pero tratándose de preparativos sicológicos, todo lo que viven es frontera. Más allá de su vida cotidiana y de la existencia de sus padres, que nunca se cansan de tener lo mismo y por eso son sus padres, los antepasados y los ancestros directos, se distinguen porque siempre hacen lo mismo. Empieza lo otro, lo desconocido, los adolescentes se aficionan a lo otro y le dedican tardes y noches enteras a contarlo. ―¿Te das cuenta? En un día podemos estar en la frontera. Tantas ganas de irme que es como si nunca hubiera vivido aquí. ¿Te has fijado cómo lo que deseas se te acerca?‖ Y un día, los únicos monolingües serán, si se dejan, los anglos. Son extraordinarias las contribuciones de la América Latina, de los mexicanos, de los dominicanos, colombianos, ecuatorianos, guatemaltecos, nicaragüenses, argentinos, hondureños y sigue la lista. Aunque no estoy seguro de que Ruanda pertenezca a América Latina… El desarrollo en América Latina ha renovado, paulatina o vertiginosamente —pero siempre de modo profundo— las costumbres de sus países. Entre las evocaciones de los que se quedan está la fantasía del haberse ido; están los migrantes que se quedaron, que es la especie más rara desde el punto de vista de la mentalidad pero no desde el punto de vista de la afición. Han ampliado los límites de la tolerancia y sobre todo el derecho al uso de las libertades. En una historia próxima de México y de América Latina se tendrá que ver cómo la historia social de tolerancia y de búsqueda de la justicia social mucho depende de los migrantes. Han impulsado la familiaridad con la tecnología y con las costumbres diversas. Han trastocado en muy buena medida la apariencia de la gente en las regiones de donde provienen. Se pasa con celeridad del ―cómo te atreves a ponerte eso, qué no te da vergüenza‖, al ―ahora que vuelvas me traes unas camisas y unos pantalones como los tuyos. ¡Ah! y no se te olviden unos lentes grandotes‖. Han acercado el futuro inevitable por vía de los ejemplos en las familias. Las familias de los no migrantes han empezado a migrar en sus costumbres o han continuado migrando. Y esto es parte de la civilización, pero parte también y muy radical, del ejemplo de los migrantes. Siempre conviene destacar (y destacar aunque no convenga) las aportaciones económicas, las remesas. Esos 20 o 24 mil millones de dólares enviados a México cada año. Cantidad que suman los 16 215
mil millones registrados por el Banco de México y el cálculo de lo que se da en regalos y en efectivo. La aportación vitaliza pueblos y ciudades pequeñas, fortalece en amplia medida a los países y a la economía de muchos presidentes municipales que se encargan de su aplicación. Consolidan la unión familiar y las redes amistosas y da idea de la migración como de la gran comunidad imaginada. ―A mi háblame en cristiano y como ya estoy aprendiendo inglés, háblame en los dos idiomas‖. A este proceso, durante una larga etapa, se respondió desde los prejuicios del tradicionalismo, la prevención moral y la imitación extra lógica —término que ya nadie usa pero que durante medio siglo no dejó de propinarse a la menor oportunidad. Pero el prejuicio contra los migrantes o pochos (como se dijo hasta que alguien se preguntó de dónde venía esa palabra y, como en los numerosos simposios que se armaron nadie supo aclarar de dónde venía, se dejó de usar pocho, no fuera a ser que se tratara de una palabra subversiva); pero el prejuicio contra los migrantes, decía yo, se modifica en los países latinoamericanos conforme se aclara el anacronismo de las sociedades, la rural y la urbana. Todavía en la década de los años sesenta persiste muy sensible y audible el resentimiento enderezado hacia los que luego se contaminan del idioma y las costumbres de los gringos. Esa renuncia a lo nuestro que deja de entenderse si se toman en cuenta elementos como ―ponerse al día, comodidad y sentirse a gusto‖. En Ulises criollo José Vasconcelos habla del gusto que le dio darse un shower. Dice: bañarse de pie, cómodamente, no traiciona mi identidad… (No dice eso, pero supongo que lo dijo; además, no está aquí para contradecirlo). En Al fi lo del agua, en un momento extraordinario de una novela extraordinaria, Agustín Yáñez habla en contra de los norteños que llegan. Esta es una actitud situada en 1909, pero aún vigente 50 años más tarde. En la década de los sesenta se critica con regocijo a los fugitivos del control comunitario y familiar de sus vidas cuando la migración era sobretodo rural. Ahora está tan diversificada que ya en muchos casos no admite el uso de la idea del control comunitario. ―A mí háblame en cristiano‖, la expresión tan socorrida en la primera mitad del siglo XX en México, desborda la burla social y religiosa enderezada contra aquellos que al volver al pueblo prodigan frases en inglés y ostentan las actitudes y el guardarropa que deforman nuestra identidad. Esto sin advertir que la identidad que no se transforma deja de ser identidad, y se vuelve, si se quiere, pieza del museo de la identidad. Un caso, en este sentido típico, es el de Tin Tan, a quien yo he llamado el primer mexicano del siglo XXI. Y lo he designado así porque es el primer mexicano que usa sin sentimiento de culpa, con naturalidad y por razones de comodidad lingüística, el spanglish que —se quiera o no— es una presencia inalterable, mucho más dentro de la burguesía de la ciudad de México, que si no habla en spanglish cree que es mexicana. Tin Tan lo hace de una manera extraordinaria y avisa de lo que ya es inevitable y lo que será inevitable en las siguientes décadas. Pero la academia de la lengua que existía le prohíbe a Tin Tan que siga usando el spanglish y le quita la identidad del pachuco o la vestimenta de pachuco y sólo le dejan el uso del spanglish en sus presentaciones teatrales. Y en esta línea, por el influjo de los ritos donde se fijan los recuerdos, antes de que los borre, los desvirtúe, los afirme, los recree o los haga válidos el sentimentalismo, las comunidades latinas o hispánicas quieren reconciliarse con lo más obstinado de sus recuerdos; esas génesis de las lealtades que además van cambiando. Los recuerdos de ahora no tienen que ver con los de hace 50 años. Hay siempre una carrera de relevos en donde cada generación le entrega sus recuerdos a la generación siguiente y ésta los olvida o los edita junto con los propios. Y así va la vida, porque nadie tiene tanta memoria. Y por eso suelen actuar las 216
peregrinaciones más que vivir su devoción por las creencias. (Lo vi y no lo creía… En Jalisco querían hacer un concurso de peregrinaciones para ver cuál era la más piadosa. Tuvieron que convencerlos de que esto era una blasfemia). Atardeceres aldeanos, música donde el romance o el espíritu de la fi esta hacen de un género de música popular un centro ceremonial. Eso me ha pasado en California yendo a los encuentros de onda grupera. Son centros ceremoniales. Los pueden presentar como quieran pero están viviendo una ceremonia en la que, en lugar de la danza del venado, bailan la redoba o lo que esté a su alcance. La idea del centro ceremonial se preserva aunque los ritmos y las actitudes coreográficas sean muy distintas… A tu tío, el que no ha querido salir del pueblo, si lo ves, no lo reconoces, está igualito. Debido a las migraciones, la provincia, término siempre peyorativo, se convierte en las ―regiones‖ y el aislacionismo pierde su razón de ser. Lo que hay ahora es un aislacionismo dislocado que se ha ido arrinconando y una migración mental, cultural, física y social de primer orden. México se ha vuelto un país de migrantes aunque muchos no se muevan de su sitio, pero la idea de migración es la que campea y la que dirige, lo que en este momento es la vida nacional. ―Si no migras te quedas solo‖, esa pareciera ser la constante. A los incesantes cruces de frontera se les debe el amortiguamiento de numerosas explosiones rurales y en gran medida urbanas, también a las migraciones masivas. El que se queda y el que se va descubre en su doble tierra la prometida; aquella que se dejó y aquella que se alcanzará. Los millones de personas de la América Latina de fuera y la América Latina de dentro verifica la velocidad o la tardanza de sus transformaciones. Y esto se ha intensificado con la globalización y se ha aclarado todavía más con la presencia creciente de Internet y la tecnología digital. Aquellos que no están al tanto, los que no usan Internet, se quedan en la tierra, estén en donde estén. El abismo digital es la prohibición de las migraciones. Sin jamás reconocerlo explícitamente, las sociedades de América Latina le adjudican a las migraciones una parte esencial de su adaptación a la modernidad forzada o voluntaria. Se acepte de modo crítico o se le resista con fanatismo, este juego con la modernidad marca dramática o trágicamente a las naciones. Migrar a otras costumbres y migrar a otros espacios es la forma de la tolerancia. Puede uno quedarse si quiere en su lugar de origen, pero no puede hacer de su lugar de origen el origen de su punto de vista. No puede trasformar la vida en un lugar en su esquema ideológico. Y esa des-territorialización ideológica, política, cultural y moral, está marcando lo que se está viviendo.
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DE LAS FECHAS RITUALES Y SUS ENEMIGOS El Universal, 5 de octubre de 2003 ¿Cuáles son los días consagrados de México en el siglo XXI, esos que suelen entreverar la conmemoración y el asueto? Obligadamente, y por su debut reciente, el siglo XXI respeta las herencias de los siglos anteriores. En lo religioso, a las fechas importadas de España (Semana Santa, 24 y 25 de diciembre, Año Nuevo); las devociones nativas le añaden el 12 de diciembre, que no hizo igual con ningún otro calendario. El siglo XIX aporta el 15 y el 16 de septiembre (la Independencia y el cumpleaños de Porfirio Díaz), yel 21 de marzo, donde la primavera y don Benito Juárez compiten por la hora del nacimiento. El siglo XX, más pródigo, incrementa las efemérides con el 20 de noviembre, cumpleaños de la Revolución y de las tablas gimnásticas; el 5 de febrero, aniversario delas constituciones de la República, y el 18 de marzo, Día de la Expropiación Petrolera y, como se ve, de la sobrevivencia nacional. El comercio agrega dos fechas: el 10 de mayo, Día de las Madres, iniciado en 1922, y ya más bien en fechas recientes, el 14 de febrero, Día de la Amistad, el Amor y San Valentín, que fomenta noviazgos y amistades entrañables, incluso con efectos retroactivos, al punto de que en lo amistoso parezca ya festejado por Cortés y Moctezuma; Juárez y Maximiliano; Zapata y Carranza; Salinas y Zedillo. Y en la segunda mitad del siglo XX, aparecen el 19 de septiembre, estrictamente capitalino, recuerdo del terremoto de 1985, y el 2 de octubre, que conmemora la matanza en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Las dos efemérides provienen de las acciones y decisiones de la sociedad civil, y en el caso del 2 de octubre, de la reivindicación de los derechos humanos y de la resistencia a la impunidad. Ésta sí es una novedad histórica, las fechas que si no se transforman en días de fiesta, sí se desbordan en lo mediático, lo ético, lo cultural y lo político. Muy probablemente, en homenaje a esas semanas en que los capitalinos se rigieron por la solidaridad y anhelaron la autonomía, el 19 de septiembre se volverá oficialmente el Día de la Ciudad de México, en recuerdo de la comunidad instantánea, creada entre la remoción de escombros, y el 2 de octubre será reconocidamente la primera fecha impuesta por la memoria histórica, actuada por los participantes del Movimiento del 68 y su decisión de no conceder la amnesia. El calendario ritual se ciudadaniza El 2 de octubre de 2003 se publica el documento donde el Consejo Universitario de laUNAM: 1. Reconoce el papel histórico, el valor y el compromiso de la generación de mujeres y hombres que en 1968 se manifestaron en favor de la libertad, del respeto a la autonomía universitaria y de la plena vigencia de los derechos sociales en México. Su contribución fue determinante para el proceso democratizador, que hoy vive el país. 2. Rinde homenaje a los universitarios que participaron de manera activa en esos sucesos históricos. 3. Se une a las voces de la sociedad que exigen el esclarecimiento de los acontecimientos de 1968 y 1971. A 30 años de distancia, el ―juicio histórico‖ o, si se quiere, el punto de vista mayoritario(aunque ya casi nadie apoye al régimen de Díaz Ordaz de modo abierto) aclara una vez más el triunfo moral y político del Movimiento estudiantil de 1968, lo que será irrefutable al inaugurarse, en 1995 en Tlatelolco, el Memorial del 68. No es un hecho póstumo, sino la victoria múltiple sobre enemigos y adversarios: los políticos y los jefes policiacos responsables aún vivos, los métodos fundados en la impunidad homicida, los gobiernos de 219
Díaz Ordaz y Echeverría, el PRI y sus complicidades que no se detienen en el aplauso al crimen, los cortesanos del 68. Es también el homenaje al ingeniero Javier Barros Sierra, rector de la UNAM en 1968, que en 1970 sintetiza su actitud al lanzar la consigna ―¡Viva la discrepancia!‖; al escritor José Revueltas, al ingeniero Heberto Castillo, a los presos políticos, a los brigadistas, a los maestros, intelectuales y artistas que se sumaron activamente a las reclamaciones, a Elena Poniatowska y La noche de Tlatelolco. Es sobretodo un reconocimiento de las víctimas. Falta muchísimo por conseguir, pero es mezquino no celebrar lo obtenido. La Bandera Nacional a media asta, el documental Tlatelolco, las claves de la masacre, exhibido en las delegaciones, el minuto de silencio en el Senado de la República... y la necedad del PRI que no acepta la autocrítica, tal vez por la sospecha: ―Si cuando teníamos todo el poder fallamos tan horriblemente, ¿qué va a ser ahora?‖. Por eso el senador priísta Adrián Alanís Quiñónez, en tribuna, afirma: ―La creación de figuras jurídicas para investigar lo acontecido hace 35 años es un caso perdido, morboso, oneroso y engañoso‖ (La Jornada , 3 de octubre de 2003). En las marchas conmemorativas en la ciudad de México, intervienen previsiblemente los calificados de ―provocadores‖ (lo son sin duda) o de ―criaturas del rencor social‖, la especie que ha encontrado su Noche de Walpurgis, cada 10 de junio y cada 2 de octubre. Su propósito es brutal y simple: la destrucción, el saqueo, la rienda suelta que convierte su sicología en confesión vandálica. Forman parte de una presencia constante, en última instancia producto del estallido demográfico que por ráfagas vuelve incontrolable la urbe de 20 millones de personas, y disponen de otras causas del patrocinio de políticos en la sombra, y su auspicio de la provocación que busca nulificar la presencia de la izquierda en las calles, y la lumpenización de grupos juveniles que arman su ―currículum‖ con la felicidad del impulso arrasador, no exento de codicia y del relajo del fin de los bienes ajenos. En el momento en que los alegatos del comité del 68 son estrictamente legales y constitucionales, y buscan evitar que los delitos prescriban, la violencia tumultuaria se acrecienta. Por eso resulta ridícula la explicación ―de izquierda‖ que le atribuye lo sucedido al ―descontento social‖, y a la morosidad de la Fiscalía Especial. Eso equivale a disculparlos y a pedir que se les indemnice por sufrir ―la demora de la justicia‖. El miedo a ser juzgados cómplices del autoritarismo gubernamental vuelve a algunos izquierdistas rehenes del desafuero de la ultraizquierda o de los lumpenautas. Los 10meses de parálisis de la UNAM en 1998-99 ejemplifican el pasmo de la izquierda partidista, ante el sectarismo destructor y sus profetas ideológicos, los mismos que de cualquier manera difaman y calumnian a los que no sean estrictamente como ellos. Su placer es identificar como traición cualquier propuesta de soluciones (traición a principios nunca definidos y a la toma violenta del poder, que ni siquiera el delirio cree posible). El Consejo General de Huelga (CGH) empieza con demandas generosas, desemboca en el rechazo airado a los planteamientos racionales y en la gana beligerante de quedarse solos. Y la izquierda, aun ahora, no consigue analizar el fenómeno, más allá de artículos donde la falta de oportunidades y la injusticia social (innegables) legitiman copiosamente acciones ilegales de intolerancia grotesca. De seguir así las marchas, la izquierda se verá expulsada del uso de las calles, o minimizada considerablemente. Deslindarse de la barbarie y razonar sobre los métodos democráticos de protestas son tareas indispensables de la racionalidad y la continuidad políticas. 220
LECCIONES DE SEMANA SANTA El Universal, 4 de abril de 2004 Una visita al teatro sacramental con el secreto y público anhelo de que Steven Spielberg produzca el filme... En el siglo XXI, la tradición prevaleciente de Semana Santa en el mundo cristiano es el espíritu vacacionista. Persiste el ánimo religioso (en muchos casos contaminado del afán de reservar un sitio para la temporada en el Más Allá), los feligreses no dejan ver los templos (como los árboles y el bosque), y los sermones se despeñan sobre el alma contristada, la de los pecadores que atisban el Vía Crucis, y la resurrección desde su certeza terrenal: el consuelo de la fe compensa la pena de no salir de la ciudad, porque, además, y aquí vienen los beneficios complementarios, no hay dinero, las carreteras son muy peligrosas, los hoteles están carísimos, un cocofizz te cuesta lo que un Mercedes Benz (exagero en mi afán de abatir la vanidad del auto), las playas están contaminadas, en los pueblitos te encuentras a todos los que no soportas en la ciudad, los hijos se niegan a acompañarte porque tiemblan nomás de imaginarlo, tú mismo te estremeces de horror al recordar los diálogos de tus suegros o de tu nuera, que se siente en culpa desde que no hizo la visita de las Siete Casas, por irse a contemplar el crepúsculo (eso alegó). Esto es frívolo y difama a los fieles, pero no es necesariamente calumnioso desde que la modernidad y sus hedonismos le fijaron un tiempo a las creencias (se es creyente pero a sus horas). Y salvo la respetable minoría conspicua, nadie se exime de los nuevos ritos. ¿Qué tan religiosos son los rituales de la modernidad? Obsérvese la tradición de las vacaciones. Los vacacionistas de México se dividen en dos grandes vertientes en pos delo excepcional: a la primera, la de la masificación iniciada en la década de 1940, la distingue el impulso broncíneo o el culto de los bronceadores, y localiza su primer centro ceremonial en las playas de Caleta y Caletilla, y La Quebrada en Acapulco, con la aglomeración que embotella las playas y le confisca a las olas su vocación tumultuosa (o algo así de rimbombante y cursi). La otra vertiente, la de la cacería del paraíso perdido, indaga en los sitios desconocidos de la provincia y encuentra los escenarios idílicos donde se come regiamente por casi nada, y en donde los paisajes aportan el sentimiento devoto que se hubiese dado burocráticamente en las ceremonias eclesiásticas (eso dicen). ¡Ah, Mixquic en 1950! ¡Ah Tlayacapan! ¡Ah, Chapala! (medio siglo después, en esos pueblos alguien recuerda que conoció alguna vez un nativo del lugar). La tradición de las vacaciones que alcanza su razón de ser en el vértigo comercializado y su recuerdo deslumbrado sólo le pertenece a la niñez (―cuando era niño, mi papá nos llevaba a un pueblito lindísimo, ahora mis últimas vacaciones de Semana Santa las paséen un embotellamiento en la carretera, en cuatro horas avanzamos un kilómetro‖.) Y de las festividades religiosas la que, a su manera drástica, mezcla las dos tradiciones, la del recuerdo de Cristo en la cruz y la de la búsqueda de emociones espectaculares, es la celebración teatral de La Pasión de Cristo, que desde hace 70 años tiene lugar en Iztapalapa, y a la que asisten cerca de dos millones de personas el Jueves Santo y, sobretodo, el Viernes Santo, conmovidos ante los vecinos que interpretan (como Dios les da a entender) a Jesús de Nazareth, la Virgen María, los 11 apóstoles, Judas, el del halo de las30 monedas; María Magdalena, los ladrones Dimas y Gestas, o como se hayan llamado, Poncio Pilatos, Herodes, Barrabás y, vestidos a la usanza de los tiempos antiguos de Cecil B. de Mille, los legionarios romanos. 221
Este performance, no obstante su apariencia de continuidad, se modifica año con año al ritmo de la televisión y el video. Asistí a Iztapalapa antes de que se iniciaran los controles remotos y las filmaciones y la democratización extrema de las cámaras fotográficas y los videorecorders, y recuerdo el fervor genuino y la fusión del teatro con los ritos eclesiásticos. Los asistentes estaban convencidos de hallarse a medio camino entre lo acontecido en Jerusalén, el mismo día que se fundó la era cristiana (¡qué rara y qué curiosa coincidencia!) y su escenificación piadosa. El acto arraigaba en la tradición y en la acción didáctica de la Iglesia católica, persuadida de la santificación a través de las imágenes. Entonces la tradición lo era todo, al ser ya antiguas las representaciones religiosas e incluso comerciales de La Pasión de Nuestro Señor. Entre 1920 y 1940, recorren América Latina el actor Enrique Rambal y su compañía, que llevan a escena El mártir del Calvario inspirada en la novela El mártir del Gólgota del español Enrique Pérez Escrich, que le infunde dramatismo al hecho místico, agregándole personajes sorprendentes (el centurión romano que se enamora de la joven hebrea, un anticipo o un desprendimiento de las distancias entre Montescos y Capuletos) y, sobre todo, un suspenso que anticipa a Hitchcock. Poco antes de la crucifixión, el centurión decide salvar a Jesús, de cuya fe se ha vuelto el primer adepto, y convence a unos soldados de acompañarlo al rescate. Según las crónicas, el momento es supremo. Se oye una voz que pregunta y ordena:‖¿Conseguirá el romano Longinos salvar a Nuestro Señor? ¿Qué pasará en el Gólgota? Confiemos en Dios, hermanos‖. Nada me impide creer que los rezos desatados entre los asistentes tenían algo que ver con el deseo de evitarle a Cristo el tormento y la muerte, sentimiento piadoso que ahorraría el suplicio de un hombre santo y el surgimiento de una gran institución. Lo innegable, y en eso las crónicas son explícitas, es que al instante de pronunciarse las tremendas palabras: ―En tus manos encomiendo mi espíritu‖, el teatro se convierte en templo y los asistentes rezan y lloran. Eso fue antes del imperio de la tecnología que, cada vez con mayor insistencia, sólo demanda un público: el que, si la ocasión lo amerita, se siente inmerso en un programa de TV. No me refiero a una versión masiva de The Truman Show, o a la metamorfosis de un programa donde a Big Brother lo reemplaza Big Father , sino a la posesión por el tiempo que sea de una imagen televisiva es el reconocimiento más específico al alcance de la mayoría de las personas. ―Ya me puede reconocer mi familia porque salí en la tele‖. El video sustituye las fotos en el ropero. En última instancia, lo que se declara al repetir la sentencia de Andy Warhol: ―En el futuro, todos tendrán derecho a 15 minutos de fama‖, es, si se me permite la traducción: en el futuro todos tendrán derecho a poseer y retener su imagen tal y como la captó y difundió la televisión. ¡Ah, que en el momento de la mayor lozanía de cada persona algún ángel profetizara: ―Imagen eres y en close-up eterno te convertirás‖! El excelente documental de Nicolás Echevarría, La Pasión de Iztapalapa(1995) o cualquiera de las transmisiones televisivas nos acercan al fenómeno. Iztapalapa es una delegación de la ciudad de México con cerca de tres millones de habitantes, y allí cada año la población, a través de un consejo parroquial, elige a los actores, la mayoría jóvenes, que no son profesionales, por decir lo menos, y deben comprometerse a llevar por un tiempo una vida pura o purificada. A los vecinos los enorgullecen las tradiciones locales, y las expectativas de los asistentes se cumplen y desbordan gracias a los gestos, tan merecedores del cine mudo. Son expresiones de agonía que amenazan con no terminar nunca, son semblantes dirigidos al cielo que no dejan duda en cuanto a la purezade las intenciones. Los creyentes evocan La Pasión dos mil años más tarde, y en el performance de Iztapalapa se agradece lo que transmiten los gestos distorsionados, esa intuición de lo telegénico desde la antigua Jerusalén. También la vista fija en las alturas puede 222
ser en sĂ misma una profecĂa, y los emplazamientos de cĂĄmara presagian la devociĂłn del porvenir, del pasado, y si mucho me apuran, del presente.
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LAS DOS NAVIDADES El Universal, 21 de diciembre de 2003 La Navidad, la gran fiesta familiar de Occidente, es la reunión que no se puede evadir, la ocasión del humor negociable y el amor a borbotones, la hora de los reencuentros, el refrendo del buen ánimo y la exhibición del espíritu caritativo. En Latinoamérica, la Navidad ha sido una de las fechas de la inmersión en las costumbres, con las cenas tan opulentas como se puede, el duelo entre los nacimientos y los arbolitos, los servicios religiosos de la felicidad de las evocaciones, la utopía de pronto volver a reunirse (no es cualquier cosa darle la oportunidad de verse a los inseparables). El positivista Augusto Comte decretó lúcidamente: ―Sólo se destruye lo que se reemplaza‖; y en siglo y medio si lo esencial (la fe) persiste, las tradiciones sí han sido objeto de reemplazo incesante. En el diario El Siglo XIX , del 31 de diciembre de 1842, Guillermo Prieto comienza su crónica navideña algo exaltado: ―Afílate, pluma mía, es el 24 de diciembre, bulliciosas las campanas anuncian la misa: misa de aguinaldo. A la misa‖, y refiere la nueva decoración del lugar sacro: ―...pueblan la iglesia con original devoción: capas y monteras, tápalos de lana y babuchas, frazadas y paños, todo matiza el templo del Señor‖. Y el jolgorio se impone: Escúchase el grave confiteor Deo , anuncia un silbato intruso de carrizo el incarnatus , y luego con regocijo del público, fervor de los circunstantes y júbilo general, rompen los festejos bandolones; el bordón del bajo insurrecciona al mundo filarmónico, la tuba infantil hace resonar sus pitos, agita entre las manos sus sonajas y panderos, y se comunica con el cristiano auditorio cierto espíritu mundanal que alegra y rejuvenece a la multitud. Al compás de algún retrechero sonecillo inicial, el acólito sin incensario; también los ―sobrepellices‖ y todos con las caras festivas, recordando acaso las pautas y el brío saleroso con que en otro lugar diestros bailarines corresponden a los compases que se tañen. Entre las diferencias notorias de lo de antaño y lo de hoy se halla el motivo pregonado y real de alegría. Éste, todavía en las primeras décadas del siglo XX, es el Nacimiento del Señor, ahora en la gran mayoría de los casos, se festeja en Navidad a la Nochebuena, lo que da gusto, porque ya ocurrió y seguirá verificándose, todo así de reiterativo. Los sentimientos religiosos se conservan tal vez algo diluidos, pero el objetivo del acto sí varía. Por ejemplo, Prieto describe una situación idílica: Sea la predisposición del espíritu, sea que el gozo es comunicativo, sea el poder de la costumbre, la alegría trasciende por todas partes; suben rasgando el aire tronadores cohetes, que producen en el vacío oscuro luces momentáneas y fantásticas; se perciben los acentos de la música y las voces en coro de las letanías; por entre la abertura que deja la entreabierta puerta de tal casa de vecindad, se ven gallardetes en las azoteas, cortinas y faroles en los corredores, y bullicios y concurrencia alharaquienta... Ahora las causas externas (el principio de la era cristiana) le ceden el paso a los motivos internos (la consolidación de la familia). “En esta esquina, recién llegado de Nueva York, ¡el arbolito!” Los cronistas del siglo XIX insisten: la Navidad no es un festejo de personas o incluso de familias, sino de la comunidad de los creyentes y sólo la modernidad modifica con claridad esta creencia. La primera resquebrajadura viene de la amenaza de la Norteamérica ―herética‖, y por eso en la década de 1930 el árbol de Navidad es causa de escándalo, al ser ―una renuncia a las raíces‖ la adopción de un símbolo pernicioso. Veinte o 25 años más tarde, el arbolito es en la ciudad de México un hábito de la modernidad y sin que se advierta los nacimientos 225
desaparecen como práctica creativa (no hay tiempo ni recursos),y sólo se vuelven como tradición de la estética. Y el arbolito, con las objeciones que marca la conciencia ecológica, es el elemento decorativo que subraya el paisaje del hogar en la familia moderna. ―And I wish you a Merry Christmas‖. Entre las modificaciones está la música de la temporada. Los villancicos tradicionales se eclipsan y se impone el repertorio internacional, con ―Noche de paz‖ a la cabeza. El gusto se engendra en la repetición y en las últimas décadas es un reflejo condicionado del oído, ―White Christmas‖ o ―Santa Claus is Coming to Town‖ se aceptan sin más, y ya a fines del siglo XX el repertorio melódico de Navidad proviene en lo básico de las tradiciones y comerciales de Norteamérica. La Nochebuena viene, pero cada vez más bilingüe. Y nosotros nos iremos, y no consumiremos más En los años recientes, el festejo de la Navidad se trastorna a fondo. Localizo por lo menos dos Navidades, la primera es la de las afirmaciones cristianas, la familia y el intercambio de la buena voluntad; la segunda es la apoteosis del consumo, el triunfo de las actitudes obligatorias en un mall que se adoptan como criterios de convivencia. En el caso de la Navidad familiar también se pierden o extravían muchísimas tradiciones. Un ejemplo: las posadas, un rito comunitario disuelto por razones de economía familiar y de estilos de a de veras. La Navidad del consumo va rigiendo su espíritu navideño por las ofertas de la televisión. Jingle bells, jingle bells, jingle all the way..., y en los malls la gente parece llevar el abrigo y la bufanda que la acercan a la condición de extras de un filme gringo, y se aguarda a ―Rudolph‖, el reno de la nariz roja, Santaclós viene al pueblo esta noche, y en la blanca Navidad, the tree tops glisten. No nada más se importan gustos o costumbres; también sucede algo distinto: se asimilan los hábitos festivos de la americanización, propios de la nación del consumo, el nuevo continente. No me detengo en la americanización, un tema interminable, y sólo anoto uno de esos cambios de mentalidad nunca muy advertido. Al principio, se impone la suma de ventajas del imperio, y la admiración por la supremacía tecnológica y la eficiencia; luego, las colectividades y las personas no renuncian a su identidad, la matizan y la entreveran con la otra identidad, la proclamada en Norteamérica. Si ya se es mexicano de otro modo, la gran fiesta familiar ocurre de manera distinta. La Nochebuena se queda, pero con demasiados retoques.
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