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漏 Por la selecci贸n y las palabras preliminares: Leopoldo Cervantes-Ortiz, 2014
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Contenido Palabras preliminares, 5 I. Pequeña muestra poética, 7 Tu nombre, 7 Soneto, 7 Dos cuerpos, 7 Las palabras, 7 La caída, 7 El ausente, 8 El desconocido, 9 Semillas para un himno, 9 Hacia el poema, 10 Fuente, 11 El cántaro roto, 12 Piedra de sol, 14 Movimiento, 20 El puente, 21 Canción mexicana, 21 Viento, agua, piedra, 27 Hermandad, 27 Conversar, 28 La vista, el tacto, 28 Antes del comienzo, 29 Como quien oye llover, 29 Carta de creencia, 29 II. La experiencia poética, 33 Poesía de soledad, poesía de comunión (1943), 33 La revelación poética (1956), 40 Poesía y poema (1956), 49 Sor Juana Inés de la Cruz, primera aproximación (1950), 54 Analogía e ironía (1972), 60 Hablar y decir, leer y contemplar (1982), 69 Poesía, mito, revolución (1989), 78 III. La cultura mexicana Todos santos, Día de Muertos (1950), 84 Crítica de la pirámide (1969), 92 Nueva España: orfandad y legitimidad (1974), 103
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IV. Otras artes El poeta Luis Buñuel (1951), 111 El cine filosófico de Luis Buñuel (1965), 113 Poesía, pintura, música, etcétera. Entrevista con Manuel Ulacia (1991), 116 V. Política y democracia Primeros pasos (1994), 130 El ogro filantrópico (1978), 134 Estados Unidos: entre Epicuro y Calvino? (1981, 1983), 142 La democracia imperial (1983), 146 La democracia: lo absoluto y lo relativo (1991), 153 VI. Trascender la historia Ateísmos/ Nihilismo y dialéctica (1967), 160 Discurso de Jerusalén (1977), 165 Cristianismo y revolución: José Revueltas (1984), 167 La búsqueda del presente (Recepción del Premio Nobel) (1990), 173 ―Alguien me deletrea‖: entrevista con Carlos Castillo Peraza (1990), 180 Una apuesta vital (entrevista con Guillermo Sheridan) (1997), 184
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Palabras preliminares Acercarse a la obra poética y ensayística de Octavio Paz es sumergirse en un océano de palabras pensantes. Si al autor de La estación violenta se le criticó ser demasiado, frío o cerebral, acaso para otros lectores esa posibilidad, la de emparentar directamente y sin medias tintas el pensamiento con la lírica, sea uno de sus mayores atractivos. Esta pequeña muestra de poesía y ensayo está dominada por la tendencia, también señalada por la crítica, de su búsqueda velada de lo sagrado, lo absoluto, la otredad. Y es que ya fuera en verso o en prosa, eso mismo lo hizo siempre, atisbando la otra voz que subyace en el lenguaje. Al atender las realidades que le preocuparon (poesía, Revolución, identidad, otredad, memoria, modernidad, erotismo…), ya fueran sociales, políticas o estéticas, o a la de empuñar el verso como instrumento indagatorio privilegiado, Paz, sin que el lector se niegue a encontrarse con sus filias, fobias u obsesiones primeras, puede encontrar un lenguaje siempre vivaz, inteligente, incisivo. Porque no se trata, tampoco, de idolatrar su escritura al punto de dejar de ver sus antecedentes, sus reduccionismos o sus excesos, sino que con todo en ello mente es posible que la lectura comprometa personalmente con los hallazgos en los que se deleitó. Vaya, pues, esta pequeña antología, así de sesgada, a los lectores/as que la merezcan. México, D.F., 31 de marzo de 2014
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VI. PEQUEÑA MUESTRA POÉTICA TU NOMBRE Nace de mí, de mi sombra, amanece por mi piel, alba de luz somnolienta. Paloma brava tu nombre, tímida sobre mi hombro. SONETO Del verdecido júbilo del cielo luces recobras que la luna pierde porque la luz de sí misma recuerde relámpagos y otoños en tu pelo. El viento bebe viento en su revuelo, mueve las hojas y su lluvia verde moja tus hombros, tus espaldas muerde y te desnuda y quema y vuelve hielo. Dos barcos de velamen desplegado tus dos pechos. Tu espalda es un torrente. Tu vientre es un jardín petrificado. Es otoño en tu nuca: sol y bruma. Bajo del verde cielo adolescente tu cuerpo da su enamorada suma. DOS CUERPOS Dos cuerpos frente a frente son a veces dos olas y la noche es océano. Dos cuerpos frente a frente son a veces dos piedras y la noche desierto. Dos cuerpos frente a frente son a veces raíces en la noche enlazadas. Dos cuerpos frente a frente son a veces navajas y la noche relámpago.
LAS PALABRAS Dales la vuelta, cógelas del rabo (chillen, putas), azótalas, dales azúcar en la boca a las rejegas, ínflalas, globos, pínchalas, sórbeles sangre y tuétanos, sécalas, cápalas, písalas, gallo galante, tuérceles el gaznate, cocinero, desplúmalas, destrípalas, toro, buey, arrástralas, hazlas, poeta, haz que se traguen todas sus palabras. LA CAÍDA A la memoria de Jorge Cuesta
I Abre simas en todo lo creado, abre el tiempo la entraña de lo vivo, y en la sombra del pulso fugitivo se precipita el hombre desangrado. ¡Vértigo del minuto consumado! En el abismo de mi ser nativo, en mi nada primera, me desvivo: yo mismo frente a mí, ya devorado. Pierde el alma su sal, su levadura, en concéntricos ecos sumergida, en sus cenizas anegada, oscura. Mana el tiempo su ejército impasible, nada sostiene ya, ni mi caída, transcurre solo, quieto, inextinguible. II Prófugo de mi ser, que me despuebla la antigua certidumbre de mí mismo, busco mi sal, mi nombre, mi bautismo, las aguas que lavaron mi tiniebla. 7
Me dejan tacto y ojos sólo niebla, niebla de mí, mentira y espejismo: ¿qué soy, sino la sima en que me abismo, y qué, si no el no ser, lo que me puebla? El espejo que soy me deshabita: un caer en mí mismo inacabable al horror de no ser me precipita. Y nada queda sino el goce impío de la razón cayendo en la inefable y helada intimidad de su vacío. EL AUSENTE I Dios insaciable que mi insomnio alimenta; Dios sediento que refrescas tu eterna sed en mis lágrimas, Dios vacío que golpeas mi pecho con un puño de piedra, con un puño de humo, Dios que me deshabitas, Dios desierto, peña que mi súplica baña, Dios que al silencio del hombre que pregunta contestas com un silencio más grande, Dios hueco, Dios de nada, mi Dios: sangre, tu sangre, la sangre, me guía. La sangre de la tierra, la de los animales y la del vegetal somnoliento, la sangre petrificada de los minerales y la del fuego que dormita en la tierra, tu sangre, la del vino frenético que canta en primavera, Dios esbelto y solar, Dios de ressurrección, estrella hiriente, insomne flauta que alza su dulce llama entre sombras caídas, oh Dios que en las fiestas convocas a las mujeres delirantes y haces girar sus vientres planetarios y sus nalgas salvajes, los pechos inmóviles y eléctricos, atravesando el universo enloquecido y desnudo y la sedienta extensión de la noche desplomada.
Sangre, sangre que todavía te mancha con resplandores bárbaros, la sangre derramada en la noche del sacrificio, la de los inocentes y la de los impíos, la de tus enemigos y la de tus justos, la sangre tuya, la de tu sacrificio. II Por ti asciendo, desciendo, a través de mi estirpe, hasta el pozo del polvo donde mi semen se deshace en otros, más antíguos, sin nombre, ciegos ríos por llanos de ceniza. Te he buscado, te busco, en la árida vigilia, escarabajo de la razón giratoria: en los sueños henchidos de presagios equívocos y en los torrentes negros que el delirio desata: el pensamiento es una espada que ilumina y destruye y luego del relámpago no hay nada sino un correr por el sinfín y encontrarse uno mismo frente al muro. Te he buscado, te busco, en la cólera pura de los desesperados, allí donde los hombres se juntan para morir sin ti, entre una maldición y una flor degollada. No, no estabas en ese rostro roto en mil rostros iguales. Te he buscado, te busco, entre los restos de la noche en ruinas, en los despojos de la luz que deserta, en el niño mendigo que sueña en el asfalto con arenas y olas, junto a perros nocturnos, rostros de niebla y cuchillada y desiertas pisadas de tacones sonámbulos. En mí te busco: ¿eres mi rostro en el momento de borrarse, mi nombre que, al decirlo, se dispersa, eres mi desvanecimiento? III 8
Viva palabra obscura, palabra del principio, principio sin palabra, piedra y piedra, sequía, verdor súbito, fuego que no se acaba, agua que brilla en una cueva: no existes, pero vives, en nuestra angustia habitas, en el fondo vacío del instante —oh aburrimiento—, en el trabajo y el sudor, su fruto, en el sueño que engendra y el muro que prohibe. Dios vacío, Dios sordo, Dios mío, lágrima nuestra, blasfemia, palabra y silencio del hombre, signo del llanto, cifra de sangre, forma terrible de la nada, araña del miedo, reverso del tiempo, gracia del mundo, secreto indecible, muestra tu faz que aniquila, que al polvo voy, al fuego impuro.
México, 1942
EL DESCONOCIDO La noche nace en espejos de luto. Sombríos ramos húmedos ciñen su pecho y su cintura, su cuerpo azul, infinito y tangible. No la puebla el silencio: rumores silenciosos, peces fantasmas, se deslizan, fosforecen, huyen. La noche es verde, vasta y silenciosa. La noche es morada y azul. Es de fuego y es de agua. La noche es de mármol negro y de humo. En sus hombros nace un río que se curva, una silenciosa cascada de plumas negras. La noche es un beso infinito de las tinieblas infinitas. Todo se funde en ese beso, todo arde en esos labios sin límites, y el nombre y la memoria son un poco de ceniza y olvido en esa entraña que sueña. Noche, dulce fiera, boca de sueño, ojos de llama fija y ávida, océano,
extensión infinita y limitada como un cuerpo acariciado a oscuras, indefensa y voraz como el amor, detenida al borde del alba como un venado a la orilla del susurro o del miedo, río de terciopelo y ceguera, respiración dormida de un corazón inmenso, que perdona: el desdichado, el hueco, el que lleva por máscara su rostro, cruza tus soledades, a solas con su alma. Tu silencio lo llama, rozan su piel tus alas negras, donde late el olvido sin fronteras, mas él cierra los poros de su alma al infinito que lo tienta, ensimismado en su árida pelea. Nadie lo sigue, nadie lo acompaña. En su boca elocuente la mentira se anida, su corazón está poblado de fantasmas y el vacío hace desiertos los latidos de su pecho. Dos perros amarillos, hastío y avidez, disputan en su alma. Su pensamiento recorre siempre las mismas salas deshabitadas, sin encontrar jamás la forma que agote su impaciencia, el muro del perdón o de la muerte. Pero su corazón aún abre las alas como un águila roja en el desierto. Suenan las flautas de la noche. El mundo duerme y canta. Canta dormido el mar; ojo que tiembla absorto, el cielo es un espejo donde el mundo se contempla, lecho de transparencia para su desnudez. Él marcha solo, infatigable, encarcelado en su infinito, como un solitario pensamiento, como un fantasma que buscara un cuerpo.
México, 1942
SEMILLAS PARA UN HIMNO Infrecuentes (pero también inmerecidas) Instantáneas (pero es verdad que el tiempo no se mide 9
Hay instantes que estallan y son astros Otros son un río detenido y unos árboles fijos Otros son ese mismo río arrasando los mismos árboles) Infrecuentes Instantáneas noticias favorables Dos o tres nubes de cristal de roca Horas altas como la marea Estrépito de plumas blancas en el cielo nocturno Islas en llamas en mitad del Pacífico Mundos de imágenes suspendidos de un hilo de araña Y entre todos la muchacha que avanza partiendo en dos las altas aguas Como el sol la muchacha que se abre paso como la llama que avanza Como el viento partiendo en dos la cortina de nubes Bello velero femenino Bello relámpago partiendo en dos al tiempo Tus hombros tienen la marca de los dientes del amor La noche polar arde Infrecuentes Instantáneas noticias del mundo (Cuando el mundo entreabre sus puertas y el ángel cabecea a la entrada del jardín) Nunca merecidas (Todo se nos da por añadidura En una tierra condenada a repetirse sin tregua Todos somos indignos Hasta los muertos enrojecen Hasta los ciegos deletrean la escritura del látigo Racimos de mendigos cuelgan de las ciudades Casas de ira torres de frente obtusa) Infrecuentes Instantáneas No llegan siempre en forma de palabras Brota una espiga de unos labios Una forma veloz abre las alas Imprevistas Instantáneas Como en la infancia cuando decíamos ―ahí viene un barco cargado de…‖ Y brotaba instantánea imprevista la palabra convocada Pez Álamo Colibrí Y así ahora de mi frente zarpa un barco cargado de iniciales Ávidas de encarnar en imágenes
Instantáneas Imprevistas cifras del mundo La luz se abre en las diáfanas terrazas del mediodía Se interna en el bosque como una sonámbula Penetra en el cuerpo dormido del agua Por un instante están los nombres habitados HACIA EL POEMA (PUNTOS DE PARTIDA) I Palabras, ganancias de un cuarto de hora arrancado al árbol calcinado del lenguaje, entre los buenos días y las buenas noches, puertas de entrada y salida y entrada de un corredor que va de ninguna parte a ningúnlado. Damos vueltas y vueltas en el vientre animal, en el vientre mineral, en el vientre temporal. Encontrar la salida: el poema. Obstinación de ese rostro donde se quiebran mis miradas. Frente armada, invicta ante un paísaje en ruinas, tras el asalto al secreto. Melancolía de volcán. La benévola jeta de piedra de cartón del jefe, del Conductor, fetiche del siglo; los yo, tú, él tejedores de telarañas, pronombre armados de uñas; las divinidades sin rostro, abstractas. Él y nosotros, Nosotros y Él: nadie y ninguno. Dios padre se venga en todos estos ídolos. El instante se congela, blancura compacta que ciega y no responde y se desvanece, témpano empujado por corrientes circulares. Ha de volver. Arrancar las máscaras de la fantasía, clavar una pica en el centro sensible: provocar la erupción. Cortar el cordón umbilical, matar bien a la Madre: crimen que el poeta moderno cometió por todos, en nombre de todos. Toca al nuevo poeta descubrir a la Mujer. Hablar por hablar, arrancar sones a la desesperada, escribir al dictado lo que dice el vuelo de la mosca, ennegrecer. El tiempo se abre en dos: hora del salto mortal. 10
II Palabras, frases, sílabas, astros que giran alrededor de un cetro fijo. Dos cuerpos, muchos seres que se encuentran en una palabra. El papel se cubre de letras indelebles, que nadie dijo, que nadie dictó, que han caído allí y arden y queman y se apagan. Así pues, existe la poesía, el amor existe. y si yo no existo, existes tú. Por todas partes los solitarios forzados empiezan a crear las palabras del nuevo diálogo. El chorro de agua. La bocanada de salud. Una muchacha reclinada sobre su pasado. El vino, el fuego, la guitarra, la sobremesa. Un muro de terciopelo rojo en una plaza de pueblo. Las aclamaciones, la caballería reluciente entrando en la ciudad, el pueblo en vilo: ¡himnos! La irrupción de lo blanco, de lo verde, de lo llameante. Lo demasiado fácil, lo que se escribe solo: la poesía. El poema prepara un orden amoroso. Preveo un hombre-sol y una mujer-luna, el uno libre de su poder, la otra libre de su esclavitud, y amores implacables rayando el espacio negro. Todo ha de ceder a esas águilas incandescentes. Por las almenas de tu frente el canto alborea. La justicia poética incendia campos de oprobio: no hay sitio para la nostalgia, el yo, el nombre propio. Todo poema se cumple a expensas del poeta. Mediodía futuro, árbol inmenso de follaje invisible. En las plazas cantan los hombres y las mujeres el canto solar, surtidor de transparencias. Me cubre la marejada amarilla: nada mío ha de hablar por mi boca. Cuando la Historia duerme, habla en sueños: en la frente del pueblo dormido el poema es una constelación de sangre. Cuando la Historia despierta, la imagen se hace acto, acontece el poema: la poesía entra en acción. Merece lo que sueñas. FUENTE El mediodía alza en vilo al mundo.
Y las piedras donde el viento borra lo que a ciegas escribe el tiempo, las torres que al caer la tarde inclinan la frente, la nave que hace siglos encalló en la roca, la iglesia de oro que tiembla al peso de una cruz de palo, las plazas donde si un ejército acampa se siente desamparado y sin defensa, el Fuerte que hinca la rodilla ante la luz que irrumpe por la loma, los parques y el corro cuchicheante de los olmos y los álamos, las columnas y los arcos a la medida exacta de la gloria, la muralla que abierta al sol dormita, echada sobre sí misma, sobre su propia hosquedad desplomada, el rincón visitado sólo por los misántropos que rondan las afueras: el pino y el sauce, los mercados bajo el fuego graneado de los gritos, el muro a media calle, que nadie sabe quién edificó ni con qué fin, el desollado, el muro en piedra viva, todo lo atado al suelo por amor de materia enamorada, rompe amarras y asciende radiante entre las manos intangibles de esta hora. El viejo mundo de las piedras se levanta y vuela. Es un pueblo de ballenas y delfines que retozan en pleno cielo, arrojándose grandes chorros de gloria; y los cuerpos de piedras, arrastrados por el lento huracán de calor, escurren luz y entre las nubes relucen, gozosos. La ciudad lanza sus cadenas al río y vacía de sí misma, de su carga de sangre, de su carga de tiempo, reposa hecha un ascua, hecha un sol en el centro del torbellino. El presente la mece. Todo es presencia, todos los siglos son este Presente. ¡Ojo feliz que ya no mira porque todo es presencia y su propia visión fuera de sí lo mira! ¡Hunde la mano, coge el fulgor, el pez solar, la llama entre lo azul, el canto que se mece en el fuego del día!
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Y la gran ola vuelve y me derriba, echa a volar la mesa y los papeles y en lo alto de su cresta me suspende, música detenida en su más, luz que no pestañea, ni cede, ni avanza. Todo es presente, espejo sin revés: no hay sombra, no hay lado opaco, todo es ojo, todo es presencia, estoy presente en todas partes y para ver mejor, para mejor arder, me apago y caigo en mí y salgo de mí y subo hasta el cohete y bajo hasta el hachazo porque la gran esfera, la gran bola de tiempo incandescente, el fruto que acumula todos los jugos de la historia, la presencia, el presente, estalla como un espejo roto al mediodía, como un mediodía roto contra el mar y la sal. Toco la piedra y no contesta, cojo la llama y no me quema, ¿qué esconde esta presencia? No hay nada atrás, las raíces están quemadas, podridos los cimientos, basta un manotazo para echar abajo esta grandeza. ¿Y quién asume la grandeza si nadie asume el desamparo Penetro en mi oquedad: yo no respondo, no me doy la cara, perdí el rostro después de haber perdido cuerpo y alma. Y mi vida desfila ante mis ojos sin que uno solo de mis actos lo reconozca mío: ¿y el delirio de hacer saltar la muerte con el apenas golpe de alas de una imagen y la larga noche pasada en esculpir el instantáneo cuerpo del relámpago y la noche de amor puente colgante entre esta vida y la otra? No duele la antigua herida, no arde la vieja quemadura, es una cicatriz casi borrada el sitio de la separación, el lugar del desarraigo, la boca por donde hablan en sueños la muerte y la vida es una cicatriz invisible. Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia. La ciudad sigue en pie. Tiembla en la luz, hermosa. Se posa el sol en su diestra pacífica.
Son más altos, más blancos, los chorros de las fuentes. Todo se pone en pie para caer mejor. Y el caído bajo el hacha de su propio delirio se levanta. Malherido, de su frente hendida brota un último pájaro. Es el doble de sí mismo, el joven que cada cien años vuelve a decir unas palabras, siempre las mismas, la columna transparente que un instante se obscurece y otro centellea, según avanza la veloz escritura del destino. En el centro de la plaza la rota cabeza del poeta es una fuente. EL CÁNTARO ROTO La mirada interior se despliega y un mundo de vértigo y llama nace bajo la frente del que sueña: soles azules, verdes remolinos, picos de luz que abren astros como granadas, tornasol solitario, ojo de oro girando en el centro de una explanada calcinada, bosques de cristal de sonido, bosques de ecos y respuestas y ondas, diálogo de transparencias, ¡viento, galope de agua entre los muros interminables de una garganta de azabache, caballo, cometa, cohete que se clava justo en el corazón de la noche, plumas, surtidores, plumas, súbito florecer de las antorchas, velas, alas, invasión de lo blanco, pájaros de las islas cantando bajo la frente del que sueña! Abrí los ojos, los alcé hasta el cielo y vi cómo la noche se cubría de estrellas. ¡Islas vivas, brazaletes de islas llameantes, piedras ardiendo, respirando, racimos de piedras vivas, cuánta fuente, qué claridades, qué cabelleras sobre una espalda oscura, cuánto río allá arriba, y ese sonar remoto de agua junto al fuego, de luz contra la sombra! Harpas, jardines de harpas. Pero a mi lado no había nadie. Sólo el llano: cactus, huizaches, piedras enormes que estallan bajo el sol. No cantaba el grillo, había un vago olor a cal y semillas quemadas, las calles del poblado eran arroyos secos y el aire se habría roto en mil pedazos si alguien 12
hubiese gritado: ¿quién vive? Cerros pelados, volcán frío, piedra y jadeo bajo tanto esplendor, sequía, sabor de polvo, rumor de pies descalzos sobre el polvo, ¡y el pirú en medio del llano como un surtidor petrificado! Dime, sequía, dime, tierra quemada, tierra de huesos remolidos, dime, luna agónica, ¿no hay agua, hay sólo sangre, sólo hay polvo, sólo pisadas de pies desnudos sobre la espina, sólo andrajos y comida de insectos y sopor bajo el mediodía impío como un cacique de oro? ¿No hay relinchos de caballos a la orilla del río, entre las grandes piedras redondas y relucientes, en el remanso, bajo la luz verde de las hojas y los gritos de los hombres y las mujeres bahándose al alba? El dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, la Virgen, ¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de la fuente cegada? ¿Sólo está vivo el sapo, sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco, sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal? Tendido al pie del divino árbol de jade regado con sangre, mientras dos esclavos jóvenes lo abanican, en los días de las grandes procesiones al frente del pueblo, apoyado en la cruz: arma y bastón, en traje de batalla, el esculpido rostro de silex aspirando como un incienso precioso el humo de los fusilamientos, los fines de semana en su casa blindada junto al mar, al lado de su querida cubierta de joyas de gas neón, ¿sólo el sapo es inmortal? He aquí a la rabia verde y fría y a su cola de navajas y vidrio cortado, he aqui al perro y a su aullido sarnoso, al maguey taciturno, al nopal y al candelabro erizados, he aquí a la flor que sangra y hace sangrar, la flor de inexorable y tajante geometría como un delicado instrumento de tortura, he aquí a la noche de dientes largos y mirada filosa, la noche que desuella con un pedernal invisible, oye a los dientes chocar uno contra otro, oye a los huesos machacando a los huesos, al tambor de piel humana golpeado por el fémur, al tambor del pecho golpeado por el talón rabioso, al tam-tam de los tímpanos golpeados por el sol
delirante, he aqui al polvo que se levanta como un rey amarillo y todo lo descuaja y danza solitario y se derrumba como un árbol al que de pronto se le han secado las raíces, como una torre que cae de un solo tajo, he aquí al hombre que cae y se levanta y come polvo y se arrastra, al insecto humano que perfora la piedra y perfora los siglos y carcome la luz, he aquí a la piedra rota, al hombre roto, a la luz rota. ¿Abrir los ojos o cerrarlos, todo es igual? Castillos interiores que incendia el pensamiento porque otro más puro se levante, sólo fulgor y llama, semilla de la imagen que crece hasta ser árbol y hace estallar el cráneo, palabra que busca unos labios que la digan, sobre la antigua fuente humana cayeron grandes piedras, hay siglos de piedras, años de losas, minutos espesores sobre la fuente humana. Dime, sequía, piedra pulida por el tiempo sin dientes, por el hambre sin dientes, polvo molido por dientes que son siglos, por siglos que son hambres, dime, cántaro roto caído en el polvo, dime, ¿la luz nace frotando hueso contra hueso, hombre contra hombre, hambre contra hambre, hasta que surja al fin la chispa, el grito, la palabra, hasta que brote al fin el agua y crezca el árbol de anchas hojas de turquesa? Hay que dormir con los ojos abiertos, hay que soñar con las manos, soñemos sueños activos de río buscando su cauce, sueños de sol soñando sus mundos, hay que soñar en voz alta, hay que cantar hasta que el canto eche raíces, tronco, ramas, pájaros, astros, cantar hasta que el sueño engendre y brote del costado del dormido la espiga roja de la resurrección, el agua de la mujer, el manantial para beber y mirarse y reconocerse y recobrarse, el manantial para saberse hombre, el agua que habla a solas en la noche y nos llama con nuestro nombre, el manantial de las palabras para decir yo, tú, él, nosotros, bajo el gran árbol viviente estatua de la lluvia, para decir los pronombres hermosos y reconocernos y ser fieles a nuestros nombres hay que soñar hacia atrás, hacia la fuente, hay que remar siglos arriba, más allá de la infancia, más allá del comienzo, más 13
allá de las aguas del bautismo, echar abajo las paredes entre el hombre y el hombre, juntar de nuevo lo que fue separado, vida y muerte no son mundos contrarios, somos un solo tallo con dos flores gemelas, hay que desenterrar la palabra perdida, soñar hacia dentro y también hacia afuera, descifrar el tatuaje de la noche y mirar cara a cara al mediodía y arrancarle su máscara, bañarse en luz solar y comer los frutos nocturnos, deletrear la escritura del astro y la del río, recordar lo que dicen la sangre y la marea, la tierra y el cuerpo, volver al punto de partida, ni adentro ni afuera, ni arriba ni abajo, al cruce de caminos, adonde empiezan los caminos, porque la luz canta con un rumor de agua, con un rumor de follaje canta el agua y el alba está cargada de frutos, el día y la noche reconciliados fluyen como un río manso, el día y la noche se acarician largamente como un hombre y una mujer enamorados, como un solo río interminable bajo arcos de siglos fluyen las estaciones y los hombres, hacia allá, al centro vivo del origen, más allá de fin y comienzo. PIEDRA DE SOL La treizième revient... c‘est encor la première; et c'est toujours la seule —ou c‘est le seul moment; car es-tu reine, ô toi, la première ou dernière? es-tu roi, toi le seul ou le dernier amant? GÉRARD DE NERVAL (Arthémis)
un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea, un árbol bien plantado mas danzante, un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre: un caminar tranquilo de estrella o primavera sin premura, agua que con los párpados cerrados mana toda la noche profecías, unánime presencia en oleaje, ola tras ola hasta cubrirlo todo, verde soberanía sin ocaso como el deslumbramiento de las alas cuando se abren en mitad del cielo,
un caminar entre las espesuras de los días futuros y el aciago fulgor de la desdicha como un ave petrificando el bosque con su canto y las felicidades inminentes entre las ramas que se desvanecen, horas de luz que pican ya los pájaros, presagios que se escapan de la mano, una presencia como un canto súbito, como el viento cantando en el incendio, una mirada que sostiene en vilo al mundo con sus mares y sus montes, cuerpo de luz filtrado por un ágata, piernas de luz, vientre de luz, bahías, roca solar, cuerpo color de nube, color de día rápido que salta, la hora centellea y tiene cuerpo, el mundo ya es visible por tu cuerpo, es transparente por tu transparencia, voy entre galerías de sonidos, fluyo entre las presencias resonantes, voy por las transparencias como un ciego, un reflejo me borra, nazco en otro, oh bosque de pilares encantados, bajo los arcos de la luz penetro los corredores de un otoño diáfano, voy por tu cuerpo como por el mundo, tu vientre es una plaza soleada, tus pechos dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos, mis miradas te cubren como yedra, eres una ciudad que el mar asedia, una muralla que la luz divide en dos mitades de color durazno, un paraje de sal, rocas y pájaros bajo la ley del mediodía absorto, vestida del color de mis deseos como mi pensamiento vas desnuda, voy por tus ojos como por el agua, los tigres beben sueño de esos ojos, el colibrí se quema en esas llamas, voy por tu frente como por la luna, como la nube por tu pensamiento, voy por tu vientre como por tus sueños,
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tu falda de maíz ondula y canta, tu falda de cristal, tu falda de agua, tus labios, tus cabellos, tus miradas, toda la noche llueves, todo el día abres mi pecho con tus dedos de agua, cierras mis ojos con tu boca de agua, sobre mis huesos llueves, en mi pecho hunde raíces de agua un árbol líquido, voy por tu talle como por un río, voy por tu cuerpo como por un bosque, como por un sendero en la montaña que en un abismo brusco se termina voy por tus pensamientos afilados y a la salida de tu blanca frente mi sombra despeñada se destroza, recojo mis fragmentos uno a uno y prosigo sin cuerpo, busco a tientas, corredores sin fin de la memoria, puertas abiertas a un salón vacío donde se pudren todos lo veranos, las joyas de la sed arden al fondo, rostro desvanecido al recordarlo, mano que se deshace si la toco, cabelleras de arañas en tumulto sobre sonrisas de hace muchos años, a la salida de mi frente busco, busco sin encontrar, busco un instante, un rostro de relámpago y tormenta corriendo entre los árboles nocturnos, rostro de lluvia en un jardín a obscuras, agua tenaz que fluye a mi costado, busco sin encontrar, escribo a solas, no hay nadie, cae el día, cae el año, caigo en el instante, caigo al fondo, invisible camino sobre espejos que repiten mi imagen destrozada, piso días, instantes caminados, piso los pensamientos de mi sombra, piso mi sombra en busca de un instante, busco una fecha viva como un pájaro, busco el sol de las cinco de la tarde templado por los muros de tezontle: la hora maduraba sus racimos y al abrirse salían las muchachas de su entraña rosada y se esparcían
por los patios de piedra del colegio, alta como el otoño caminaba envuelta por la luz bajo la arcada y el espacio al ceñirla la vestía de un piel más dorada y transparente, tigre color de luz, pardo venado por los alrededores de la noche, entrevista muchacha reclinada en los balcones verdes de la lluvia, adolescente rostro innumerable, he olvidado tu nombre, Melusina, Laura, Isabel, Perséfona, María, tienes todos los rostros y ninguno, eres todas las horas y ninguna, te pareces al árbol y a la nube, eres todos los pájaros y un astro, te pareces al filo de la espada y a la copa de sangre del verdugo, yedra que avanza, envuelve y desarraiga al alma y la divide de sí misma, escritura de fuego sobre el jade, grieta en la roca, reina de serpientes, columna de vapor, fuente en la peña, circo lunar, peñasco de las águilas, grano de anís, espina diminuta y mortal que da penas inmortales, pastora de los valles submarinos y guardiana del valle de los muertos, liana que cuelga del cantil del vértigo, enredadera, planta venenosa, flor de resurrección, uva de vida, señora de la flauta y del relámpago, terraza del jazmín, sal en la herida, ramo de rosas para el fusilado, nieve en agosto, luna del patíbulo, escritura del mar sobre el basalto, escritura del viento en el desierto, testamento del sol, granada, espiga, rostro de llamas, rostro devorado, adolescente rostro perseguido años fantasmas, días circulares que dan al mismo patio, al mismo muro, arde el instante y son un solo rostro los sucesivos rostros de la llama, todos los nombres son un solo nombre todos los rostros son un solo rostro, todos los siglos son un solo instante 15
y por todos los siglos de los siglos cierra el paso al futuro un par de ojos, no hay nada frente a mí, sólo un instante rescatado esta noche, contra un sueño de ayuntadas imágenes soñado, duramente esculpido contra el sueño, arrancado a la nada de esta noche, a pulso levantado letra a letra, mientras afuera el tiempo se desboca y golpea las puertas de mi alma el mundo con su horario carnicero, sólo un instante mientras las ciudades, los nombres, lo sabores, lo vivido, se desmoronan en mi frente ciega, mientras la pesadumbre de la noche mi pensamiento humilla y mi esqueleto, y mi sangre camina más despacio y mis dientes se aflojan y mis ojos se nublan y los días y los años sus horrores vacíos acumulan, mientras el tiempo cierra su abanico y no hay nada detrás de sus imágenes el instante se abisma y sobrenada rodeado de muerte, amenazado por la noche y su lúgubre bostezo, amenazado por la algarabía de la muerte vivaz y enmascarada el instante se abisma y se penetra, como un puño se cierra, como un fruto que madura hacia dentro de sí mismo y a sí mismo se bebe y se derrama el instante translúcido se cierra y madura hacia dentro, echa raíces, crece dentro de mí, me ocupa todo, me expulsa su follaje delirante, mis pensamientos sólo son su pájaros, su mercurio circula por mis venas, árbol mental, frutos sabor de tiempo, oh vida por vivir y ya vivida, tiempo que vuelve en una marejada y se retira sin volver el rostro, lo que pasó no fue pero está siendo y silenciosamente desemboca en otro instante que se desvanece:
frente a la tarde de salitre y piedra armada de navajas invisibles una roja escritura indescifrable escribes en mi piel y esas heridas como un traje de llamas me recubren, ardo sin consumirme, busco el agua y en tus ojos no hay agua, son de piedra, y tus pechos, tu vientre, tus caderas son de piedra, tu boca sabe a polvo, tu boca sabe a tiempo emponzoñado, tu cuerpo sabe a pozo sin salida, pasadizo de espejos que repiten los ojos del sediento, pasadizo que vuelve siempre al punto de partida, y tú me llevas ciego de la mano por esas galerías obstinadas hacia el centro del círculo y te yergues como un fulgor que se congela en hacha, como luz que desuella, fascinante como el cadalso para el condenado, flexible como el látigo y esbelta como un arma gemela de la luna, y tus palabras afiladas cavan mi pecho y me despueblan y vacían, uno a uno me arrancas los recuerdos, he olvidado mi nombre, mis amigos gruñen entre los cerdos o se pudren comidos por el sol en un barranco, no hay nada en mí sino una larga herida, una oquedad que ya nadie recorre, presente sin ventanas, pensamiento que vuelve, se repite, se refleja y se pierde en su misma transparencia, conciencia traspasada por un ojo que se mira mirarse hasta anegarse de claridad: yo vi tu atroz escama, Melusina, brillar verdosa al alba, dormías enroscada entre las sábanas y al despertar gritaste como un pájaro y caíste sin fin, quebrada y blanca, nada quedó de ti sino tu grito, y al cabo de los siglos me descubro con tos y mala vista, barajando viejas fotos: no hay nadie, no eres nadie, un montón de ceniza y una escoba, un cuchillo mellado y un plumero, un pellejo colgado de unos huesos, 16
un racimo ya seco, un hoyo negro y en el fondo del hoyo los dos ojos de una niña ahogada hace mil años, miradas enterradas en un pozo, miradas que nos ven desde el principio, mirada niña de la madre vieja que ve en el hijo grande un padre joven, mirada madre de la niña sola que ve en el padre grande un hijo niño, miradas que nos miran desde el fondo de la vida y son trampas de la muerte ¿o es al revés: caer en esos ojos es volver a la vida verdadera?, ¡caer, volver, soñarme y que me sueñen otros ojos futuros, otra vida, otras nubes, morirme de otra muerte! esta noche me basta, y este instante que no acaba de abrirse y revelarme dónde estuve, quién fui, cómo te llamas, cómo me llamo yo: ¿hacía planes para el verano? y todos los veranos? en Christopher Street, hace diez años, con Filis que tenía dos hoyuelos donde bebían luz los gorriones?, ¿por la Reforma Carmen me decía "no pesa el aire, aquí siempre es octubre", o se lo dijo a otro que he perdido o yo lo invento y nadie me lo ha dicho?, ¿caminé por la noche de Oaxaca, inmensa y verdinegra como un árbol, hablando solo como el viento loco y al llegar a mi cuarto? ¿siempre un cuarto? no me reconocieron los espejos?, ¿desde el hotel Vernet vimos al alba bailar con los castaños? "ya es muy tarde" decías al peinarte y yo veía manchas en la pared, sin decir nada?, ¿subimos juntos a la torre, vimos caer la tarde desde el arrecife? ¿comimos uvas en Bidart?, ¿compramos gardenias en Perote?, nombres, sitios, calles y calles, rostros, plazas, calles, estaciones, un parque, cuartos solos, manchas en la pared, alguien se peina, alguien canta a mi lado, alguien se viste,
cuartos, lugares, calles, nombres, cuartos, Madrid, 1937, en la Plaza del Ángel las mujeres cosían y cantaban con sus hijos, después sonó la alarma y hubo gritos, casas arrodilladas en el polvo, torres hendidas, frentes esculpidas y el huracán de los motores, fijo: los dos se desnudaron y se amaron por defender nuestra porción eterna, nuestra ración de tiempo y paraíso, tocar nuestra raíz y recobrarnos, recobrar nuestra herencia arrebatada por ladrones de vida hace mil siglos, los dos se desnudaron y besaron porque las desnudeces enlazadas saltan el tiempo y son invulnerables, nada las toca, vuelven al principio, no hay tú ni yo, mañana, ayer ni nombres, verdad de dos en sólo un cuerpo y alma, oh ser total... cuartos a la deriva entre ciudades que se van a pique, cuartos y calles, nombres como heridas, el cuarto con ventanas a otros cuartos con el mismo papel descolorido donde un hombre en camisa lee el periódico o plancha una mujer; el cuarto claro que visitan las ramas de un durazno; el otro cuarto: afuera siempre llueve y hay un patio y tres niños oxidados; cuartos que son navíos que se mecen en un golfo de luz; o submarinos: el silencio se esparce en olas verdes, todo lo que tocamos fosforece; mausoleos de lujo, ya roídos los retratos, raídos los tapetes; trampas, celdas, cavernas encantadas, pajareras y cuartos numerados, todos se transfiguran, todos vuelan, cada moldura es nube, cada puerta da al mar, al campo, al aire, cada mesa es un festín; cerrados como conchas el tiempo inútilmente los asedia, no hay tiempo ya, ni muro: ¡espacio, espacio, abre la mano, coge esta riqueza, corta los frutos, come de la vida, tiéndete al pie del árbol, bebe el agua!, 17
todo se transfigura y es sagrado, es el centro del mundo cada cuarto, es la primera noche, el primer día, el mundo nace cuando dos se besan, gota de luz de entrañas transparentes el cuarto como un fruto se entreabre o estalla como un astro taciturno y las leyes comidas de ratones, las rejas de los bancos y las cárceles, las rejas de papel, las alambradas, los timbres y las púas y los pinchos, el sermón monocorde de las armas, el escorpión meloso y con bonete, el tigre con chistera, presidente del Club Vegetariano y la Cruz Roja, el burro pedagogo, el cocodrilo metido a redentor, padre de pueblos, el Jefe, el tiburón, el arquitecto del porvenir, el cerdo uniformado, el hijo predilecto de la Iglesia que se lava la negra dentadura con el agua bendita y toma clases de inglés y democracia, las paredes invisibles, las máscaras podridas que dividen al hombre de los hombres, al hombre de sí mismo, se derrumban por un instante inmenso y vislumbramos nuestra unidad perdida, el desamparo que es ser hombres, la gloria que es ser hombres y compartir el pan, el sol, la muerte, el olvidado asombro de estar vivos; amar es combatir, si dos se besan el mundo cambia, encarnan los deseos, el pensamiento encarna, brotan alas en las espaldas del esclavo, el mundo es real y tangible, el vino es vino, el pan vuelve a saber, el agua es agua, amar es combatir, es abrir puertas, dejar de ser fantasma con un número a perpetua cadena condenado por un amo sin rostro; el mundo cambia si dos se miran y se reconocen, amar es desnudarse de los nombres: "déjame ser tu puta", son palabras de Eloísa, mas él cedió a las leyes, la tomó por esposa y como premio lo castraron después;
mejor el crimen, los amantes suicidas, el incesto de los hermanos como dos espejos enamorados de su semejanza, mejor comer el pan envenenado, el adulterio en lechos de ceniza, los amores feroces, el delirio, su yedra ponzoñosa, el sodomita que lleva por clavel en la solapa un gargajo, mejor ser lapidado en las plazas que dar vuelta a la noria que exprime la substancia de la vida, cambia la eternidad en horas huecas, los minutos en cárceles, el tiempo en monedas de cobre y mierda abstracta; mejor la castidad, flor invisible que se mece en los tallos del silencio, el difícil diamante de los santos que filtra los deseos, sacia al tiempo, nupcias de la quietud y el movimiento, canta la soledad en su corola, pétalo de cristal en cada hora, el mundo se despoja de sus máscaras y en su centro, vibrante transparencia, lo que llamamos Dios, el ser sin nombre, se contempla en la nada, el ser sin rostro emerge de sí mismo, sol de soles, plenitud de presencias y de nombres; sigo mi desvarío, cuartos, calles, camino a tientas por los corredores del tiempo y subo y bajo sus peldaños y sus paredes palpo y no me muevo, vuelvo donde empecé, busco tu rostro, camino por las calles de mí mismo bajo un sol sin edad, y tú a mi lado caminas como un árbol, como un río caminas y me hablas como un río, creces como una espiga entre mis manos, lates como una ardilla entre mis manos, vuelas como mil pájaros, tu risa me ha cubierto de espumas, tu cabeza es un astro pequeño entre mis manos, el mundo reverdece si sonríes comiendo una naranja, el mundo cambia si dos, vertiginosos y enlazados, caen sobre las yerba: el cielo baja, los árboles ascienden, el espacio 18
sólo es luz y silencio, sólo espacio abierto para el águila del ojo, pasa la blanca tribu de las nubes, rompe amarras el cuerpo, zarpa el alma, perdemos nuestros nombres y flotamos a la deriva entre el azul y el verde, tiempo total donde no pasa nada sino su propio transcurrir dichoso, no pasa nada, callas, parpadeas (silencio: cruzó un ángel este instante grande como la vida de cien soles), ¿no pasa nada, sólo un parpadeo? y el festín, el destierro, el primer crimen, la quijada del asno, el ruido opaco y la mirada incrédula del muerto al caer en el llano ceniciento, Agamenón y su mugido inmenso y el repetido grito de Casandra más fuerte que los gritos de las olas, Sócrates en cadenas" (el sol nace, morir es despertar: "Critón, un gallo a Esculapio, ya sano de la vida"), el chacal que diserta entre las ruinas de Nínive, la sombra que vio Bruto antes de la batalla, Moctezuma en el lecho de espinas de su insomnio, el viaje en la carretera hacia la muerte ?el viaje interminable mas contado por Robespierre minuto tras minuto, la mandíbula rota entre las manos?, Churruca en su barrica como un trono escarlata, los pasos ya contados de Lincoln al salir hacia el teatro, el estertor de Trotsky y sus quejidos de jabalí, Madero y su mirada que nadie contestó: ¿por qué me matan?, los carajos, los ayes, los silencios del criminal, el santo, el pobre diablo, cementerio de frases y de anécdotas que los perros retóricos escarban, el delirio, el relincho, el ruido obscuro que hacemos al morir y ese jadeo que la vida que nace y el sonido de huesos machacados en la riña y la boca de espuma del profeta y su grito y el grito del verdugo y el grito de la víctima... son llamas
los ojos y son llamas lo que miran, llama la oreja y el sonido llama, brasa los labios y tizón la lengua, el tacto y lo que toca, el pensamiento y lo pensado, llama el que lo piensa, todo se quema, el universo es llama, arde la misma nada que no es nada sino un pensar en llamas, al fin humo: no hay verdugo ni víctima... ¿y el grito en la tarde del viernes?, y el silencio que se cubre de signos, el silencio que dice sin decir, ¿no dice nada?, ¿no son nada los gritos de los hombres?, ¿no pasa nada cuando pasa el tiempo? no pasa nada, sólo un parpadeo del sol, un movimiento apenas, nada, no hay redención, no vuelve atrás el tiempo, los muerto están fijos en su muerte y no pueden morirse de otra muerte, intocables, clavados en su gesto, desde su soledad, desde su muerte sin remedio nos miran sin mirarnos, su muerte ya es la estatua de su vida, un siempre estar ya nada para siempre, cada minuto es nada para siempre, un rey fantasma rige sus latidos y tu gesto final, tu dura máscara labra sobre tu rostro cambiante: el monumento somos de una vida ajena y no vivida, apenas nuestra, ¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?, ¿cuando somos de veras lo que somos?, bien mirado no somos, nunca somos a solas sino vértigo y vacío, muecas en el espejo, horror y vómito, nunca la vida es nuestra, es de los otros, la vida no es de nadie, ¿todos somos la vida? pan de sol para los otros, ¿los otros todos que nosotros somos?, soy otro cuando soy, los actos míos son más míos si son también de todos, para que pueda ser he de ser otro, salir de mí, buscarme entre los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia, no soy, no hay yo, siempre somos nosotros, la vida es otra, siempre allá, más lejos, 19
fuera de ti, de mí, siempre horizonte, vida que nos desvive y enajena, que nos inventa un rostro y lo desgasta, hambre de ser, oh muerte, pan de todos, Eloísa, Perséfona, María, muestra tu rostro al fin para que vea mi cara verdadera, la del otro, mi cara de nosotros siempre todos, cara de árbol y de panadero, de chofer y de nube y de marino, cara de sol y arroyo y Pedro y Pablo, cara de solitario colectivo, despiértame, ya nazco: vida y muerte pactan en ti, señora de la noche, torre de claridad, reina del alba, virgen lunar, madre del agua madre, cuerpo del mundo, casa de la muerte, caigo sin fin desde mi nacimiento, caigo en mí mismo sin tocar mi fondo, recógeme en tus ojos, junta el polvo disperso y reconcilia mis cenizas, ata mis huesos divididos, sopla sobre mi ser, entiérrame en tu tierra, tu silencio dé paz al pensamiento contra sí mismo airado; abre la mano, señora de semillas que son días, el día es inmortal, asciende, crece, acaba de nacer y nunca acaba, cada día es nacer, un nacimiento es cada amanecer y yo amanezco, amanecemos todos, amanece el sol cara de sol, Juan amanece con su cara de Juan cara de todos, puerta del ser, despiértame, amanece, déjame ver el rostro de este día, déjame ver el rostro de esta noche, todo se comunica y transfigura, arco de sangre, puente de latidos, llévame al otro lado de esta noche, adonde yo soy tú somos nosotros, al reino de pronombres enlazados, puerta del ser: abre tu ser, despierta, aprende a ser también, labra tu cara, trabaja tus facciones, ten un rostro para mirar mi rostro y que te mire,
para mirar la vida hasta la muerte, rostro de mar, de pan, de roca y fuente, manantial que disuelve nuestros rostros en el rostro sin nombre, el ser sin rostro, indecible presencia de presencias . . . quiero seguir, ir más allá, y no puedo: se despeñó el instante en otro y otro, dormí sueños de piedra que no sueña y al cabo de los años como piedras oí cantar mi sangre encarcelada, con un rumor de luz el mar cantaba, una a una cedían las murallas, todas las puertas se desmoronaban y el sol entraba a saco por mi frente, despegaba mis párpados cerrados, desprendía mi ser de su envoltura, me arrancaba de mí, me separaba de mi bruto dormir siglos de piedra y su magia de espejos revivía un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea, un árbol bien plantado mas danzante, un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre: MOVIMIENTO Si tú eres la yegua de ámbar Yo soy el camino de sangre Si tú eres la primer nevada Yo soy el que enciende el brasero del alba Si tú eres la torre de la noche Yo soy el clavo ardiendo en tu frente Si tú eres la marea matutina Yo soy el grito del primer pájaro Si tú eres la cesta de naranjas Yo soy el cuchillo de sol Si tú eres el altar de piedra Yo soy la mano sacrílega Si tú eres la tierra acostada Yo soy la caña verde Si tú eres el salto del viento Yo soy el fuego enterrado Si tú eres la boca del agua Yo soy la boca del musgo Si tú eres el bosque de las nubes Yo soy el hacha que las parte Si tú eres la ciudad profanada 20
Yo soy la lluvia de consagración Si tú eres la montaña amarilla Yo soy los brazos rojos del liquen Si tú eres el sol que se levanta Yo soy el camino de sangre EL PUENTE Entre ahora y ahora entre yo soy y tú eres, la palabra puente Entras en ti misma al entrar en ella: como un anillo el mundo e cierra. De una orilla a la otra Siempre se tiene un cuerpo, Un arco iris. Yo dormiré bajo sus arcos. PASADO EN CLARO (Fragmento) A Roman Jakobson
Oídos con el alma, pasos mentales más que sombras, sombras del pensamiento más que pasos, por el camino de ecos que la memoria inventa y borra: sin caminar caminan sobre este ahora, puente tendido entre una letra y otra. Como llovizna sobre brasas dentro de mí los pasos pasan hacia lugares que se vuelven aire. Nombres: en una pausa desaparecen, entre dos palabras. El sol camina sobre los escombros de lo que digo, el sol arrasa los parajes confusamente apenas amaneciendo en esta página, el sol abre mi frente, balcón al voladero dentro de mí. Me alejo de mí mismo, sigo los titubeos de esta frase, senda de piedras y de cabras.
Relumbran las palabras en la sombra. Y la negra marea de las sílabas cubre el papel y entierra sus raíces de tinta en el subsuelo del lenguaje. Desde mi frente salgo a un mediodía del tamaño del tiempo. El asalto de siglos del baniano contra la vertical paciencia de la tapia es menos largo que esta momentánea bifurcación del pesamiento entre lo presentido y lo sentido. Ni allá ni aquí: por esa linde de duda, transitada sólo por espejeos y vislumbres, donde el lenguaje se desdice, voy al encuentro de mí mismo. La hora es bola de cristal. Entro en un patio abandonado: aparición de un fresno. Verdes exclamaciones del viento entre las ramas. Del otro lado está el vacío. Patio inconcluso, amenazado por la escritura y sus incertidumbres. Ando entre las imágenes de un ojo desmemoriado. Soy una de sus imágenes. El fresno, sinuosa llama líquida, es un rumor que se levanta hasta volverse torre hablante. Jardín ya matorral: su fiebre inventa bichos que luego copian las mitologías. Adobes, cal y tiempo: entre ser y no ser los pardos muros. Infinitesimales prodigios en sus grietas: el hongo duende, vegetal Mitrídates, la lagartija y sus exhalaciones. Estoy dentro del ojo: el pozo donde desde el principio un niño está cayendo, el pozo donde cuento lo que tardo en caer desde el principio, el pozo de la cuenta de mi cuento por donde sube el agua y baja mi sombra. El patio, el muro, el fresno, el pozo en una claridad en forma de laguna se desvanecen. Crece en sus orillas una vegetación de transparencias. Rima feliz de montes y edificios, 21
se desdobla el paísaje en el abstracto espejo de la arquitectura. Apenas dibujada, suerte de coma horizontal (-) entre el cielo y la tierra, una piragua solitaria. Las olas hablan nahua. Cruza un signo volante las alturas. Tal vez es una fecha, conjunción de destinos: el haz de cañas, prefiguración del brasero. El pedernal, la cruz, esas llaves de sangre ¿alguna vez abrieron las puertas de la muerte? La luz poniente se demora, alza sobre la alfombra simétricos incendios, vuelve llama quimérica este volumen lacre que hojeo (estampas: los volcanes, los cúes y, tendido, manto de plumas sobre el agua, Tenochtitlán todo empapado en sangre). Los libros del estante son ya brasas que el sol atiza con sus manos rojas. Se rebela el lápiz a seguir el dictado. En la escritura que la nombra se eclipsa la laguna. Doblo la hoja. Cuchicheos: me espían entre los follajes de las letras. Un charco es mi memoria. Lodoso espejo: ¿dónde estuve? Sin piedad y sin cólera mis ojos me miran a los ojos desde las aguas turbias de ese charco que convocan ahora mis palabras. No veo con los ojos: las palabras son mis ojos. vivimos entre nombres; lo que no tiene nombre todavía no existe: Adán de lodo, No un muñeco de barro, una metáfora. Ver al mundo es deletrearlo. Espejo de palabras: ¿dónde estuve? Mis palabras me miran desde el charco de mi memoria. Brillan, entre enramadas de reflejos, nubes varadas y burbujas, sobre un fondo del ocre al brasilado, las sílabas de agua. Ondulación de sombras, visos, ecos, no escritura de signos: de rumores. Mis ojos tienen sed. El charco es senequista:
el agua, aunque potable, no se bebe: se lee. Al sol del altiplano se evaporan los charcos. Queda un polvo desleal y unos cuantos vestigios intestados. ¿Dónde estuve? Yo estoy en donde estuve: entre los muros indecisos del mismo patio de palabras. Abderramán, Pompeyo, Xicoténcatl, batallas en el Oxus o en la barda con Ernesto y Guillermo. La mil hojas, verdinegra escultura del murmullo, jaula del sol y la centella breve del chupamirto: la higuera primordial, capilla vegetal de rituales polimorfos, diversos y perversos. Revelaciones y abominaciones: el cuerpo y sus lenguajes entretejidos, nudo de fantasmas palpados por el pensamiento y por el tacto disipados, argolla de la sangre, idea fija en mi frente clavada. El deseo es señor de espectros, somos enredaderas de aire en árboles de viento, manto de llamas inventado y devorado por la llama. La hendedura del tronco: sexo, sello, pasaje serpentino cerrado al sol y a mis miradas, abierto a las hormigas. La hendedura fue pórtico del más allá de lo mirado y lo pensado: allá dentro son verdes las mareas, la sangre es verde, el fuego verde, entre las yerbas negras arden estrellas verdes: es la música verde de los élitros en la prístina noche de la higuera; —allá dentro son ojos las yemas de los dedos, el tacto mira, palpan las miradas, los ojos oyen los olores; —allá dentro es afuera, es todas partes y ninguna parte, las cosas son las mismas y son otras, encarcelado en un icosaedro hay un insecto tejedor de música y hay otro insecto que desteje 22
los silogismos que la araña teje colgada de los hilos de la luna; -allá dentro el espacio en una mano abierta y una frente que no piensa ideas sino formas que respiran, caminan, hablan, cambian y silenciosamente se evaporan; -allá dentro, país de entretejidos ecos, se despeña la luz, lenta cascada, entre los labios de las grietas: la luz es agua, el agua tiempo diáfano donde los ojos lavan sus imágenes; -allá dentro los cables del deseo fingen eternidades de un segundo que la mental corriente eléctrica enciende, apaga, enciende, resurrecciones llameantes del alfabeto calcinado; -no hay escuela allá dentro, siempre es el mismo día, la misma noche siempre, no han inventado el tiempo todavía, no ha envejecido el sol, esta nieve es idéntica a la yerba, siempre y nunca es lo mismo, nunca ha llovido y llueve siempre, todo está siendo y nunca ha sido, pueblo sin nombre de las sensaciones, nombres que buscan cuerpo, impías transparencias, jaulas de claridad donde se anulan la identidad entre sus semejanzas, la diferencia en sus contradicciones. La higuera, sus falacias y su sabiduría: prodigios de la tierra -fidedignos, puntuales, redundantesy la conversación con los espectros. Aprendizajes con la higuera: hablar con vivos y con muertos. También conmigo mismo. La procesión del año: cambios que son repeticiones. El paso de las horas y su peso. La madrugada: más que luz, un vaho de claridad cambiada en gotas grávidas sobre los vidrios y las hojas: el mundo se atenúa en esas oscilantes geometrías hasta volverse el filo de un reflejo.
Brota el día, prorrumpe entre las hojas gira sobre sí mismo y de la vacuidad en que se precipita surge, otra vez corpóreo. El tiempo es luz filtrada. Revienta el fruto negro en encarnada florescencia, la rota rama escurre savia lechosa y acre. Metamorfosis de la higuera: si el otoño la quema, su luz la transfigura. Por los espacios diáfanos se eleva descarnada virgen negra. El cielo es giratorio lapizlázuli: viran au ralenti, sus continentes, insubstanciales geografías. Llamas entre las nieves de las nubes. La tarde más y más es miel quemada. Derrumbe silencioso de horizontes: la luz se precipita de las cumbres, la sombra se derrama por el llano. A la luz de la lámpara —la noche ya dueña de la casa y el fantasma de mi abuelo ya dueño de la nocheyo penetraba en el silencio, cuerpo sin cuerpo, tiempo sin horas. Cada noche, máquinas transparentes del delirio, dentro de mí los libros levantaban arquitecturas sobre una sima edificadas. Las alza un soplo del espíritu, un parpadeo las deshace. Yo junté leña con los otros y lloré con el humo de la pira del domador de potros; vagué por la árboleda navegante que arrastra el Tajo turbiamente verde: la líquida espesura se encrespaba tras de la fugitiva Galatea; vi en racimos las sombras agolpadas para beber la sangre de la zanja: mejor quebrar terrones por la ración de perro del labrador avaro que regir las naciones pálidas de los muertos; tuve sed, vi demonios en el Gobi; en la gruta nadé con la sirena (y después, en el sueño purgativo, fendendo i drappi, e mostravami’l ventre, quel mi svegliò col puzzo che n’nuscia); grabé sobre mi tumba imaginaria: 23
no muevas esta lápida, soy rico sólo en huesos; aquellas memorables pecosas peras encontradas en la cesta verbal de Villaurrutia; Carlos Garrote, eterno medio hermano, Dios te salve, me dijo al derribarme y era, por los espejos del insomnio repetido, yo mismo el que me hería; Isis y el asno Lucio; el pulpo y Nemo; y los libros marcados por las armas de Príapo, leídos en las tardes diluviales el cuerpo tenso, la mirada intensa. Nombres anclados en el golfo de mi frente: yo escribo porque el druida, bajo el rumor de sílabas del himno, encina bien plantada en una página, me dio el gajo de muérdago, el conjuro que hace brotar palabras de la peña. Los nombres acumulan sus imágenes. Las imágenes acumulan sus gaseosas, conjeturales confederaciones. Nubes y nubes, fantasmal galope de las nubes sobre las crestas de mi memoria. Adolescencia, país de nubes. Casa grande, encallada en un tiempo azolvado. La plaza, los árboles enormes donde anidaba el sol, la iglesia enana -su torre les llegaba a las rodillas pero su doble lengua de metal a los difuntos despertaba. Bajo la arcada, en garbas militares, las cañas, lanzas verdes, carabinas de azúcar; en el portal, el tendejón magenta: frescor de agua en penumbra, ancestrales petates, luz trenzada, y sobre el zinc del mostrador, diminutos planetas desprendidos del árbol meridiano, los tejocotes y las mandarinas, amarillos montones de dulzura. Giran los años en la plaza, rueda de Santa Catalina, y no se mueven.
Mis palabras, al hablar de la casa, se agrietan. Cuartos y cuartos, habitados sólo por sus fantasmas, sólo por el rencor de los mayores habitados. Familias, criaderos de alacranes: como a los perros dan con la pitanza vidrio molido, nos alimentan con sus odios y la ambición dudosa de ser alguien. También me dieron pan, me dieron tiempo, claros en los recodos de los días, remansos para estar solo conmigo. Niño entre adultos taciturnos y sus terribles niñerías, niño por los pasillos de altas puertas, habitaciones con retratos, crepusculares cofradías de los ausentes, niño sobreviviente de los espejos sin memoria y su pueblo de viento: el tiempo y sus encarnaciones resuelto en simulacros de reflejos. En mi casa los muertos eran más que los vivos. Mi madre, niña de mil años, madre del mundo, huérfana de mí, abnegada, feroz, obtusa, providente, jilguera, perra, hormiga, jabalina, carta de amor con faltas de lenguaje, mi madre: pan que yo cortaba con su propio cuchillo cada día. Los fresnos me enseñaron, bajo la lluvia, la paciencia, a cantar cara al viento vehemente. Virgen somnílocua, una tía me enseñó a ver con los ojos cerrados, ver hacia dentro y a través del muro. Mi abuelo a sonreír en la caída y a repetir en los desastres: al hecho, pecho. (Esto que digo es tierra sobre tu nombre derramada: blanda te sea.) Del vómito a la sed, atado al potro del alcohol, mi padre iba y venía entre las llamas. Por los durmientes y los rieles de una estación de moscas y de polvo una tarde juntamos sus pedazos. Yo nunca pude hablar con él. Lo encuentro ahora en sueños, esa borrosa patria de los muertos. 24
Hablamos siempre de otras cosas. Mientras la casa se desmoronaba yo crecía. Fui (soy) yerba, maleza entre escombros anónimos. Días como una frente libre, un libro abierto. No me multiplicaron los espejos codiciosos que vuelven cosas los hombres, número las cosas: ni mando ni ganancia. La santidad tampoco: el cielo para mí pronto fue un cielo deshabitado, una hermosura hueca y adorable. Presencia suficiente, cambiante: el tiempo y sus epifanías. No me habló dios entre las nubes: entre las hojas de la higuera me habló el cuerpo, los cuerpos de mi cuerpo. Encarnaciones instantáneas: tarde lavada por la lluvia, luz recién salida del agua, el vaho femenino de las plantas piel a mi piel pegada: ¡súcubo! -como si al fin el tiempo coincidiese consigo mismo y yo con él, como si el tiempo y sus dos tiempos fuesen un solo tiempo que ya no fuese tiempo, un tiempo donde siempre es ahora y a todas horas siempre, como si yo y mi doble fuesen uno y yo no fuese ya. Granada de la hora: bebí sol, comí tiempo. Dedos de luz abrían los follajes. Zumbar de abejas en mi sangre: el blanco advenimiento. Me arrojó la descarga a la orilla más sola. Fui un extraño entre las vastas ruinas de la tarde. Vértigo abstracto: hablé conmigo, fui doble, el tiempo se rompió. Atónita en lo alto del minuto la carne se hace verbo —y el verbo se despeña. Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra, es saberse mortal. Secreto a voces y también secreto vacío, sin nada adentro: no hay muertos, sólo hay muerte, madre nuestra. Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego: el agua es fuego y en su tránsito nosotros somos sólo llamaradas.
La muerte es madre de las formas… El sonido, bastón de ciego del sentido: escribo muerte y vivo en ella por un instante. Habito su sonido: es un cubo neumático de vidrio, vibra sobre esta página, desaparece entre sus ecos. Paísajes de palabras: los despueblan mis ojos al leerlos. No importa: los propagan mis oídos. Brotan allá, en las zonas indecisas del lenguaje, palustres poblaciones. Son criaturas anfibias, con palabras. Pasan de un elemento a otro, se bañan en el fuego, reposan en el aire. Están del otro lado. No las oigo, ¿qué dicen? No dicen: hablan, hablan. Salto de un cuento a otro por un puente colgante de once sílabas. Un cuerpo vivo aunque intangible el aire, en todas partes siempre y en ninguna. Duerme con los ojos abiertos, se acuesta entre las yerbas y amanece rocío, se persigue a sí mismo y habla solo en los túneles, es un tornillo que perfora montes, nadador en la mar brava del fuego es invisible surtidor de ayes levanta a pulso dos océanos, anda perdido por las calles palabra en pena en busca de sentido, aire que se disipa en aire. ¿Y para qué digo todo esto? Para decir que en pleno mediodía el aire se poblaba de fantasmas, sol acuñado en alas, ingrávidas monedas, mariposas. Anochecer. En la terraza oficiaba la luna silenciaria. La cabeza de muerto, mensajera de las ánimas, la fascinante fascinada por las camelias y la luz eléctrica, sobre nuestras cabezas era un revoloteo de conjuros opacos. ¡Mátala! gritaban las mujeres y la quemaban como bruja. Después, con un suspiro feroz, se santiguaban. Luz esparcida, Psiquis…
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¿Hay mensajeros? Sí, cuerpo tatuado de señales es el espacio, el aire es invisible tejido de llamadas y respuestas. Animales y cosas se hacen lenguas, a través de nosotros habla consigo mismo el universo. Somos un fragmento -pero cabal en su inacabamientode su discurso. Solipsismo coherente y vacío: desde el principio del principio ¿qué dice? Dice que nos dice. Se lo dice a sí mismo. Oh madness of discourse, that cause sets up with and against itself! Desde lo alto del minuto despeñado en la tarde plantas fanerógamas me descubrió la muerte. Y yo en la muerte descubrí al lenguaje. El universo habla solo pero los hombres hablan con los hombres: hay historia. Guillermo, Alfonso, Emilio: el corral de los juegos era historia y era historia jugar a morir juntos. La polvareda, el grito, la caída: algarabía, no discurso. En el vaivén errante de las cosas, por las revoluciones de las formas y de los tiempos arrastradas, cada una pelea con las otras, cada una se alza, ciega, contra sí misma. Así, según la hora cae desenlazada, su injusticia pagan. (Anaximandro.) La injusticia de ser: las cosas sufren unas con otras y consigo mismas por ser un querer más, siempre ser más que más. Ser tiempo es la condena, nuestra pena es la historia. Pero también es el lugar de prueba: reconocer en el borrón de sangre del lienzo de Verónica la cara del otro-siempre el otro es nuestra víctima. Túneles, galerías de la historia ¿sólo la muerte es puerta de salida? El escape, quizás, es hacia dentro. Purgación del lenguaje, la historia se consume en la disolución de los pronombres: ni yo soy ni yo más sino más ser sin yo. En el centro del tiempo ya no hay tiempo,
es movimiento hecho fijeza, círculo anulado en sus giros. Mediodía: llamas verdes los árboles del patio. Crepitación de brasas últimas entre la yerba: insectos obstinados. Sobre los prados amarillos claridades: los pasos de vidrio del otoño. Una congregación fortuita de reflejos, pájaro momentáneo, entra por la enramada de estas letras. El sol en mi escritura bebe sombra. Entre muros —de piedra no: por la memoria levantadostransitoria árboleda: luz reflexiva entre los troncos y la respiración del viento. El dios sin cuerpo, el dios sin nombre que llamamos con nombres vacíos —con los nombres del vacío-, el dios del tiempo, el dios que es tiempo, pasa entre los ramajes que escribo. Dispersión de nubes sobre un espejo neutro: en la disipación de las imágenes el alma es ya, vacante, espacio puro. En quietud se resuelve el movimiento. Insiste el sol, se clava en la corola de la hora absorta. Llama en el tallo de agua de las palabras que la dicen, la flor es otro sol. La quietud en sí misma se disuelve. Transcurre el tiempo sin transcurrir. Pasa y se queda. Acaso, aunque todos pasamos, no pasa ni se queda: hay un tercer estado. Hay un estar tercero: el ser sin ser, la plenitud vacía, hora sin horas y otros nombres con que se muestra y se dispersa en las confluencias del lenguaje no la presencia: su presentimiento. Los nombres que la nombran dicen: nada, palabras de dos filos, palabra entre dos huecos. Su casa, edificada sobre el aire con ladrillos de fuego y muros de agua, se hace y se deshace y es la misma 26
desde el principio. Es dios: habita nombres que lo niegan. En las conversaciones con la higuera o entre los blancos del discurso, en la conjuración de las imágenes contra mis párpados cerrados el desvarío de las simetrías, los arenales del insomnio, el dudoso jardín de la memoria o en los senderos divagantes era el eclipse de las claridades. Aparecía en cada forma de desvanecimiento.
las voces que me piensan al pensarlas. Soy la sombra que arrojan mis palabras.
Dios sin cuerpo, con lenguajes de cuerpo lo nombraban mis sentidos. Quise nombrarlo con un nombre solar, una palabra sin revés. Fatigué el cubilete y el ars combinatoria. Una sonaja de semillas secas las letras rotas de los nombres: hemos quebrantado a los nombres hemos deshonrado a los nombres. Ando en busca del nombre desde entonces. Me fui tras un murmullo de lenguajes, ríos entre los pedregales color ferrigno de estos tiempos. Pirámides de huesos, pudrideros verbales: nuestros señores son gárrulos y feroces. Alcé con las palabras y sus sombras una casa ambulante de reflejos torre que anda, construcción en viento. El tiempo y sus combinaciones: los años y los muertos y las sílabas, cuentos distintos de la misma cuenta. Espiral de los ecos, el poema es aire que se esculpe y se disipa, fugaz alegoría de los nombres verdaderos. A veces la página respira: los enjambres de signos, las repúblicas errantes de sonidos y sentidos, en rotación magnética se enlazan y dispersan sobre el papel.
Yo me quedo callado: ¿de quién podría hablar?
Estoy en donde estuve: voy detrás del murmullo, pasos dentro de mí, oídos con los ojos, el murmullo es mental, yo soy mis pasos, oigo las voces que yo pienso,
CANCIÓN MEXICANA Mi abuelo, al tomar el café, me hablaba de Juárez y de Porfirio, los zuavos y los plateados. y el mantel olía a pólvora. Mi padre, al tomar la copa, me hablaba de Zapata y de Villa, Soto y Gama y los Flores Magón. y el mantel olía a pólvora.
VIENTO, AGUA, PIEDRA El agua horada la piedra, el viento dispersa el agua, la piedra detiene al viento. Agua, viento, piedra. El viento esculpe la piedra, la piedra es copa del agua, el agua escapa y es viento. Piedra, viento, agua. El viento en sus giros canta, el agua al andar murmura, la piedra inmóvil se calla. Viento, agua, piedra. Uno es otro y es ninguno: entre sus nombres vacíos pasan y se desvanecen agua, piedra, viento. HERMANDAD Homenaje a Claudio Ptolomeo
Soy hombre: duro poco y es enorme la noche. Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben. Sin entender comprendo: también soy escritura 27
y en este mismo instante alguien me deletrea. CONVERSAR En un poema leo: conversar es divino. Pero los dioses no hablan: hacen, deshacen mundos mientras los hombres hablan. Los dioses, sin palabras, juegan juegos terribles. El espíritu baja y desata las lenguas pero no habla palabras: habla lumbre. El lenguaje, por el dios encendido, es una profecía de llamas y una torre de humo y un desplome de sílabas quemadas: ceniza sin sentido. La palabra del hombre es hija de la muerte. Hablamos porque somos mortales: las palabras no son signos, son años. Al decir lo que dicen los nombres que decimos dicen tiempo: nos dicen. Somos nombres del tiempo. Conversar es humano. ENTRE IRSE Y QUEDARSE Entre irse y quedarse duda el día, enamorado de su transparencia. La tarde circular es ya bahía: en su quieto vaivén se mece el mundo. Todo es visible y todo es elusivo, todo está cerca y todo es intocable.
la misma terca sílaba de sangre. La luz hace del muro indiferente un espectral teatro de reflejos. En el centro de un ojo me descubro; no me mira, me miro en su mirada. Se disipa el instante. Sin moverme, yo me quedo y me voy: soy una pausa. LA VISTA, EL TACTO A Balthus
La luz sostiene ingrávidos, reales el cerro blanco y las encinas negras, el sendero que avanza, el árbol que se queda; la luz naciente busca su camino, río titubeante que dibuja sus dudas y las vuelve certidumbres, río del alba sobre unos párpados cerrados; la luz esculpe al viento en la cortina, hace de cada hora un cuerpo vivo, entra en el cuarto y se desliza, descalza, sobre el filo del cuchillo; la luz nace mujer en un espejo, desnuda bajo diáfanos follajes una mirada la encadena, la desvanece un parpadeo; la luz palpa los frutos y palpa lo invisible, cántaro donde beben claridades los ojos, llama cortada en flor y vela en vela donde la mariposa de alas negras se quema: la luz abre los pliegues de la sábana y los repliegues de la pubescencia, arde en la chimenea, sus llamas vueltas sombras trepan los muros, yedra deseosa;
Los papeles, el libro, el vaso, el lápiz reposan a la sombra de sus nombres.
la luz no absuelve ni condena, no es justa ni es injusta, la luz con manos invisibles alza los edificios de la simetría;
Latir del tiempo que en mi sien repite
la luz se va por un pasaje de reflejos 28
y regresa a sí misma: es una mano que se inventa, un ojo que se mira en sus inventos. La luz es tiempo que se piensa. ANTES DEL COMIENZO Ruidos confusos, claridad incierta. Otro día comienza. En un cuarto en penumbra Hay dos cuerpos tendidos. En mi frente me pierdo por un llano sin nadie. Ya las horas afilan sus navajas Pero a mi lado tú respiras; entrañable y remota fluyes y no te mueves. Inaccesible si te pienso, con los ojos te palpo, te miro con las manos. Los sueños nos separan y la sangre nos junta: somos un río de latidos. Bajo tus párpados madura la semilla del sol. El mundo no es real todavía, el tiempo duda: sólo es cierto el calor de tu piel. En tu respiración escucho la marea del ser, la sílaba olvidada del comienzo. COMO QUIEN OYE LLOVER Óyeme como quien oye llover, ni atenta ni distraída, pasos leves, llovizna, agua que es aire, aire que es tiempo, el día no acaba de irse, la noche no llega todavía, figuraciones de la niebla al doblar la esquina, figuraciones del tiempo en el recodo de esta pausa, óyeme como quien oye llover, sin oírme, oyendo lo que digo con los ojos abiertos hacia adentro, dormida con los cinco sentidos despiertos,
llueve, pasos leves, rumor de sílabas, aire y agua, palabras que no pesan: lo que fuimos y somos, los días y los años, este instante, tiempo sin peso, pesadumbre enorme, óyeme como quien oye llover, relumbra el asfalto húmedo, el vaho se levanta y camina, la noche se abre y me mira, eres tú y tu talle de vaho, tú y tu cara de noche, tú y tu pelo, lento relámpago, cruzas la calle y entras en mi frente, pasos de agua sobre mis párpados, óyeme como quien oye llover, el asfalto relumbra, tú cruzas la calle, es la niebla errante en la noche, como quien oye llover es la noche dormida en tu cama, es el oleaje de tu respiración, tus dedos de agua mojan mi frente, tus dedos de llama queman mis ojos, tus dedos de aire abren los párpados del tiempo, manar de apariciónes y resurrecciones, óyeme como quien oye llover, pasan los años, regresan los instantes, ¿oyes tus pasos en el cuarto vecino? no aquí ni allá: los oyes en otro tiempo que es ahora mismo, oye los pasos del tiempo inventor de lugares sin peso ni sitio, oye la lluvia correr por la terraza, la noche ya es más noche en la árboleda, en los follajes ha anidado el rayo, vago jardín a la deriva entra, tu sombra cubre esta página. CARTA DE CREENCIA Cantata 1 Entre la noche y el día hay un territorio indeciso. No es luz ni sombra: es tiempo. Hora, pausa precaria, página que se obscurece, página en la que escribo, 29
despacio, estas palabras. La tarde es una brasa que se consume. El día gira y se deshoja. Lima los confines de las cosas un río obscuro. Terco y suave las arrastra, no sé adónde. La realidad se aleja. Yo escribo: hablo conmigo —hablo contigo. Quisiera hablarte como hablan ahora, casi borrados por las sombras el árbolito y el aire; como el agua corriente, soliloquio sonámbulo; como el charco callado, reflector de instantáneos simulacros; como el fuego: lenguas de llama, baile de chispas, cuentos de humo. Hablarte con palabras visibles y palpables, con peso, sabor y olor como las cosas. Mientras lo digo las cosas, imperceptiblemente, se desprenden de sí mismas y se fugan hacia otras formas, hacia otros nombres. Me quedan estas palabras: con ellas te hablo. Las palabras son puentes. También son trampas, jaulas, pozos. Yo te hablo: tú no me oyes. No hablo contigo: hablo con una palabra, Esa palabra eres tú, esa palabra te lleva de ti misma a ti misma. La hicimos tú, yo, el destino. La mujer que eres es la mujer a la que hablo: estas palabras son tu espejo, eres tú misma y el eco de tu nombre. Yo también,
al hablarte, me vuelvo un murmullo, aire y palabras, un soplo, un fantasma que nace de estas letras. Las palabras son puentes: la sombra de las colinas de Meknès sobre un campo de girasoles estáticos es un golfo violeta. Son las tres de la tarde, tienes nueve años y te has adormecido entre los brazos frescos de la rubia mimosa. Enamorado de la geometría un gavilán dibuja un círculo. Tiembla en el horizonte la mole cobriza de los cerros. Entre peñascos vertiginosos los cubos blancos de un poblado. Una columna de humo sube del llano y poco a poco se disipa, aire en el aire, como el canto del muecín que perfora el silencio, asciende y florece en otro silencio. Sol inmóvil, inmenso espacio de alas abiertas; sobre llanuras de reflejos la sed levanta alminares transparentes. Tú no estás dormida ni despierta: tú flotas en un tiempo sin horas. Un soplo apenas suscita remotos países de menta y manantiales. Déjate llevar por estas palabras hacia ti misma. 2 Las palabras son inciertas y dicen cosas inciertas. Pero digan esto o aquello, nos dicen. Amor es una palabra equívoca, como todas. No es palabra, dijo el Fundador: es visión, comienzo y corona de la escala de la contemplación —y el florentino: es un accidente —y el otro: no es la virtud 30
pero nace de aquello que es la perfección —y los otros: una fiebre, una dolencia, un combate, un frenesí, un estupor, una quimera. El deseo lo inventa, lo avivan ayunos y laceraciones, los celos lo espolean, la costumbre lo mata. Un don, una condena. Furia, beatitud. Es un nudo: vida y muerte. Una llaga que es rosa de resurrección. Es una palabra: al decirla, nos dice. El amor comienza en el cuerpo ¿dónde termina? Si es fantasma, encarna en un cuerpo; si es cuerpo, al tocarlo se disipa. Fatal espejo: la imagen deseada se desvanece, tú te ahogas en tus propios reflejos. Festín de espectros. Aparición: el instante tiene cuerpo y ojos, me mira. Al fin la vida tiene cara y nombre. Amar: hacer de un alma un cuerpo, hacer de un cuerpo un alma, hacer un tú de una presencia. Amar: abrir la puerta prohibida, pasaje que nos lleva al otro lado del tiempo. Instante: reverso de la muerte, nuestra frágil eternidad. Amar es perderse en el tiempo, ser espejo entre espejos. Es idolatría: endiosar una criatura y a lo que es temporal llamar eterno.
Todas las formas de carne son hijas del tiempo, simulacros. El tiempo es el mal, el instante es la caída; amar es despeñarse: caer interminablemente, nuestra pareja es nuestro abismo. El abrazo: jeroglífico de la destrucción. Lascivia: máscara de la muerte. Amar: una variación, apenas un momento en la historia de la célula primigenia y sus divisiones incontables. Eje de la rotación de las generaciones. Invención, transfiguración: la muchacha convertida en fuente, la cabellera en constelación, en isla la mujer dormida. La sangre: música en el ramaje de las venas; el tacto: luz en la noche de los cuerpos. Trasgresión de la fatalidad natural, bisagra que enlaza destino y libertad, pregunta grabada en la frente del deseo: ¿accidente o predestinación? Memoria, cicatriz: —¿de dónde fuimos arrancados?, memoria: sed de presencia, querencia de la mitad perdida. El Uno es el prisionero de sí mismo, es, solamente es, no tiene memoria, no tiene cicatriz: amar es dos, 31
siempre dos, abrazo y pelea, dos es querer ser uno mismo y ser el otro, la otra; dos no reposa, no está completo nunca, gira en torno a su sombra, busca lo que perdimos al nacer; la cicatriz se abre: fuente de visiones; dos: arco sobre el vacío, puente de vértigos; dos: Espejo de las mutaciones. 3 Amor, isla sin horas, isla rodeada de tiempo, claridad sitiada de noche. Caer es regresar, caer es subir. Amar es tener ojos en las yemas, palpar el nudo en que se anudan quietud y movimiento. El arte de amar ¿es arte de morir? Amar es morir y revivir y remorir: es la vivacidad. Te quiero porque yo soy mortal y tú lo eres. El placer hiere, la herida florece. En el jardín de las caricias corté la flor de sangre para adornar tu pelo. La flor se volvió palabra. La palabra arde en mi memoria. Amor: reconciliación con el Gran todo y con los otros,
los diminutos todos innumerables. Volver al día del comienzo. Al día de hoy. La tarde se ha ido a pique. Lámparas y reflectores perforan la noche. Yo escribo: hablo contigo: hablo conmigo. Con palabras de agua, llama, aire y tierra inventamos el jardín de las miradas. Miranda y Fernand se miran, interminablemente, en los ojos —hasta petrificarse. Una manera de morir como las otras. En la altura las constelaciones escriben siempre la misma palabra; nosotros, aquí abajo, escribimos nuestros nombres mortales. La pareja es pareja porque no tiene Edén. Somos los expulsados del Jardín, estamos condenados a inventarlo y cultivar sus flores delirantes, joyas vivas que cortamos para adornar un cuello. Estamos condenados a dejar el Jardín: delante de nosotros está el mundo. Coda Tal vez amar es aprender a caminar por este mundo. Aprender a quedarnos quietos como el tilo y la encina de la fábula. Aprender a mirar. Tu mirada es sembradora. Plantó un árbol. Yo hablo porque tú meces los follajes.
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II. LA EXPERIENCIA POÉTICA POESÍA DE SOLEDAD, POESÍA DE COMUNIÓN (1943)
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arece que es una verdad admitida por casi todos a la relativa a la naturaleza inapresable de la realidad. La realidad —todo lo que somos, todo lo que nos envuelve, nos sostiene y, simultáneamente, nos devora y alimenta— es más rica y cambiante, más viva, que todas las ideas y sistemas que pretenden contenerla. La cultura y el conocimiento no son más que una convención un artificial acuerdo y un orden falaz, pues a cambio de reducir la rica y casi ofensiva espontaneidad de la naturaleza a la rigidez de nuestras ideas, la mutila de una parte de sí, su parte más verdadera y fascinante; su naturalidad. La verdad del físico sobre la materia es una verdad convencional: primero, porque reduce las cualidades del objeto a lo físico, no tanto para reconocer la materia en lo que es verdaderamente cuando para expresarla, aislándola en una artificial pureza, y así, utilizarla. El hombre, al enfrentarse con la realidad, la sojuzga, la mutila y la somete a un orden de lenguaje, que no es el orden de la naturaleza —si es qué ésta posee, acaso, algo equivalente a lo que llamamos orden— sino el del pensamiento. Y así, no es la realidad lo que realmente conocemos sino esa parte de la realidad que podemos reducir a lenguaje y conceptos. Lo que llamamos conocimiento es el saber que tenemos sobre cualquier cosa para dominarla y sujetarla. No quiero decir, naturalmente, que la técnica sea el contenido esencial y la consecuencia necesaria del conocimiento. (En rigor, parece que es lo contrario: la técnica es anterior a la ciencia y no ha nacido de ésta sino de una actividad precientífica: la magia.) Pero aun cuando de un conocimiento no podemos extraer una técnica —o sea, un procedimiento para transformar la realidad—, todos los conocimientos son l expresión de una sed de apoderarnos, en nuestros propios términos y para nuestros propios fines, de esa inefable realidad. Y el conocimiento por excelencia, el conocimiento filosófico, sólo existe y tiene sentido cuando, lejos de construir un hábito más o menos tolerado por la sociedad, expresa una sed, una necesidad, tanto de conocimiento, de verdad, como de salvación o de poder. No es exagerado llamar a esta actitud humana una actitud de dominación. Como un guerrero el hombre lucha y somete a la naturaleza y a la realidad. Su instinto de poder no sólo se expresa en la guerra, en la política, en la técnica; también en la ciencia y en la filosofía, en todo lo que se ha dado en llamar, hipócritamente, conocimiento desinteresado. No es ésta la única actitud que el hombre puede asumir frente a la realidad del mundo y de su propia conciencia. Su contemplación puede no poseer ninguna consecuencia práctica y de ella es posible que no se pueda derivar ningún conocimiento, ningún dictamen, ninguna salvación o condenación. Esta contemplación inútil, superflua, inservible, no se dirige al saber, a la posesión de lo que se contempla, sino que sólo intenta abismarse en su objeto. No posee transcendencia alguna, al menos en la medida en que es experiencia. El hombre que así contempla no se propone saber nada; sólo quiere un olvido de sí, un postrarse ante lo que ve, un fundirse, si es posible, en lo que ama. El miedo a la realidad lo lleva a divinizarla; la fascinación y el horror lo mueven a fundirse con su objeto. Quizá la raíz de esta actitud de adoración sea el amor, el instinto amoroso, que es un instinto de posesión del objeto, un querer, pero también un anhelo de fusión, de olvido, de disolución del ser en lo otro. En el amor no sólo interviene el instinto que nos impulsa a sobrevivir o a reproducirnos: el instinto de la muerte, verdadero instinto de perdición, fuerza de gravedad del alma, también es parte de su contradictora naturaleza. En él alientan el arrobo silencioso, el vértigo, la seducción del abismo, el deseo de caer infinitamente y sin reposo, cada vez más hondo; y la nostalgia de nuestro origen, obscuro movimiento del hombre hacia su raíz, hacia su propio nacimiento. Porque en el amor la pareja intenta participar otra vez de ese estado en el que la muerte y la vida, la necesidad y la satisfacción, el sueño y el acto, la palabra y la imagen, el tiempo y el espacio, el fruto y el labio, se confunden en una sola realidad. Los amantes descienden hacia estados cada vez más antiguos y desnudos; rescatan al animal humillado y al vegetal soñoliento que viven en cada uno de nosotros y tienen el presentimiento de la pura energía que mueve al universo y de la inercia en que culmina el vértigo de esa energía. A estas dos actitudes pueden reducirse, con todos los peligros de tan pretenciosa simplificación, las innumerables y variadas posturas del hombre frente a la realidad. Me parece que en la sociedad arcaica es posible contemplar con toda su pureza estas dos actitudes. La primera, de adoración, se manifiesta en la religión. La segunda, de poder, en la magia. La religión encarna la eternidad de la sociedad, pues sobrenaturaliza el 33
vínculo social. La magia prefigura el progreso, la invención, la moral individual, la historia, todo lo que llamamos ―adelantos del hombre‖. Si el sacerdote se postra, aterrado, ante el fetiche, el mago —ese modesto antecesor de los inventores— se alza frente a la realidad y, convocando a los pobres ocultos, hechizando a la naturaleza, obliga a las fuerzas rebeldes a la obediencia. Uno suplica y ama; otro, adula o coacciona. Ahora bien, la operación poética ¿es una actividad mágica o religiosa? Los puristas contestarán, seguramente, que no es sino lo uno ni lo otro. La poesía es irreductible a cualquier otra experiencia. Y claro es que la poesía como fruto logrado, como poema, no es religión, ni magia. Pero el espíritu que la expresa, los medios de que se vale y la raíz instintiva que la origina muy bien pueden ser mágicos o religiosos. La actitud psicológica ante lo sagrado cristaliza en el ruego, en la oración, sus más intensa y profunda manifestación culmina en el éxtasis místico: en el entregarse a lo absoluto y confundirse con Dios. Pues bien, el poeta lírico establece un diálogo con el mundo; en este diálogo hay dos situaciones extremas, dentro de las cuales se mueve el alma del poeta: una, de soledad; otra, de comunión. El poeta parte de la soledad, movido por el deseo, hacia la comunión. Siempre intenta comulgar, unirse, ―reunirse‖, mejor dicho, con su objeto: su propia alma, la amada, Dios, la naturaleza… La poesía mueve al poeta como el viento a las nubes quietas: siempre más allá, hacia lo desconocido. Y la poesía lírica, que principia como un íntimo deslumbramiento, termina en la comunión o en la blasfemia. No importa que el poeta se sirva de la magia, de la magia de las palabras, del hechizo del lenguaje, para solicitar a su objeto: nunca pretende utilizarlo, como el mago, sino poseerlo, como el místico. En la fiesta o representación religiosa el hombre intenta cambiar de naturaleza, despojarse de la suya y participar de la divina. La misa no sólo es una verificación, una teatralización de la Pasión de Jesucristo; es, también, y antes que una liturgia, un misterio en donde el diálogo entre el hombre y su Creador culmina en la comunión. Si mediante el bautismo los hijos de Adán adquieren esa libertad que les permite dar el salto mortal entre el estado natural y el estado de gracia, mediante la comunión los cristianos pueden, en las tinieblas de un misterio inefable, comer la carne y beber la sangre de Dios. Esto es, alimentarse con una substancia divina, con la substancia divina, mejor dicho. El festín sagrado diviniza lo mismo a los aztecas que a los cristianos. No es diverso ese apetito al del enamorado y al del poeta. Novalis ha dicho: ―El deseo sexual no es quizá sino un deseo disfrazado de carne humana‖. El pensamiento del poeta alemán, que ve en ―la mujer el alimento corporal más elevado‖, nos ilumina bastante acerca del carácter profundo de la poesía y del amor; se trata, por medio de la antropofagia, de readquirir nuestra naturaleza paradisiaca. No es extraño, por esto, que la poesía haya provocado el recelo, cuando no el escándalo, de algunos espíritus que veían latir en ella, en una tendencia laica, el mismo apetito y la misma sed que mueven al hombre religioso. Este recelo se justifica si se piensa que la religión es, por encima de todo, un lazo social. (La religión mantiene la eternidad de la sociedad y en cierto modo es una autodivinización del grupo social o de los poderes que lo coaccionan.) Frente a la entraña social de la religión, que sólo existe si se socializa en una Iglesia, en una comunidad de fieles, la poesía se presenta como una actividad subversiva y disolvente: sólo existe si se individualiza, si encarna en un poeta. Su relación con lo absoluto es privada y personal. Religión y poesía tienden a la comunión; las dos parten de la soledad e intentan, mediante el alimento sagrado, romper la soledad y devolver al hombre su inocencia. Pero en tanto que la religión es profundamente conservadora, puesto que torna sagrado el lazo social (económico o político) al convertir en Iglesia a la sociedad, la poesía, por el contrario, rompe ese lazo al sacramentar una relación individual, al margen, cuando no en contra, de la sociedad. La poesía no es ortodoxa; siempre es disidente. No necesita de la teología, ni de la clerecía, porque no tiene misión, ni apostolado. No quiere salvar al hombre, ni construir la ciudad de Dios. Es una conducta personal e irregular, que no pretende nada que no sea darnos el testimonio terrenal de una experiencia. Nacida del mismo instinto que la religión, se nos aparece como una forma clandestina, ilegal, irregular, de la religión: como una heterodoxia, no porque no admita los dogmas sino porque se manifiesta de un modo privado y muchas veces anárquico. En otras palabras: la religión es una forma social y la poesía, un impulso individual. ¿Qué clase de testimonio es el testimonio poético, extraño testimonio de la unidad del hombre y el mundo, de su original y perdida identidad? Ante todo, es el testimonio de la inocencia innata en el hombre, como la religión lo es de su perdida inocencia. Si la una afirma el pecado, la otra lo niega. El poeta revela la inocencia del hombre y de sus instintos. Pero su testimonio sólo vale si llega a transformar su experiencia en expresión, esto es, en palabras. Y no en cualquier clase de palabras, ni en cualquier orden, sino en una orden que no es el del 34
pensamiento, ni el de la conversación, ni el de la oración. Un orden que crea sus propias leyes y su propia realidad: el poema. Por eso ha podido decir un crítico francés que ―en tanto que el poeta tiende a la palabra, el místico tiende al silencio‖. Esta diversidad de direcciones distingue, al fin, la experiencia mística de la expresión poética. La mística es una inmersión en lo absoluto; la poesía es una expresión de lo absoluto o de la desgarrada tentativa para llegar a él. Más ¿qué intenta el poeta cuando expresa, en poemas, su experiencia? La poesía, ha dicho Rimbaud, quiere cambiar la vida. No intenta embellecerla, como piensan los estetas y los literarios, ni hacerla más justa o buena, como sueñan los moralistas. Mediante la palabra, mediante la expresión de su experiencia, procura tornar sagrado el mundo; con la palabra sacramenta la experiencia de los hombres y las relaciones entre el hombre y el mundo, entre el hombre y la mujer, entre el hombre y su propia conciencia. No se dirige a hermosear, santificar o idealizar lo que toca sino a volverlo sagrado. Por eso no es moral o inmoral, justa o injusta, falsa o verdadera, hermosa o fea. Es, simplemente, poesía de soledad o de comunión. Porque la poesía, que es un testimonio del éxtasis, del amor dichoso, también lo es de la desesperación. Y tanto como un ruego puede ser una blasfemia. La sociedad no puede perdonar a la poesía su naturaleza: le parece sacrílega. Y aunque la poesía se disfrace, acepte comulgar en el mismo altar común y luego justifique con toda clase de razones su embriaguez, la conciencia social le reprobará siempre como un extravío y una locura peligrosa. El poeta tiende a participar en lo absoluto, como el místico, y tiende a expresarlo, como la liturgia y la fiesta religiosa. Esta pretensión lo convierte en un ser peligroso pues su actividad no beneficia a la sociedad; verdadero parásito, en lugar de atraer para ella las fuerzas desconocidas que la religión organiza y reparte, las dispersa en una empresa estéril y antisocial. En la comunión que el poeta busca descubre la fuerza secreta del mundo, esa fuerza que la religión intenta canalizar y utilizar, cuando no apagar, a través de la burocracia eclesiástica. Y el poeta no sólo la descubre y se hunde en ella; a diferencia del místico, la muestra en toda su aterradora y violenta desnudez al reto de los hombres, latiendo en su palabra, viva en ese extraño mecanismo de encantamiento que es el poema. ¿Habrá que decir que esa fuerza, alternativamente sagrada o maldita, es la del éxtasis, la del vértigo, que brota como una fascinación en la cima del control carnal o espíritual? En lo alto de ese contacto y en la profundidad de ese vértigo el hombre y la mujer tocan lo absoluto, el reino en donde los contrarios se reconcilian y la vida y la muerte pactan en unos labios que se funde. El cuerpo y el alma, en ese instante, son lo mismo y la piel es como una nueva conciencia, conciencia de lo infinito, vertida hacia lo infinito… El tacto y todos los sentidos dejan de servir al placer o al conocimiento; cesan de ser personales; se extienden, por decirlo así, y lejos de constituir las antenas, los instrumentos de la conciencia, la disuelven en lo absoluto, la reintegran a la energía original. ―Cesó todo y déjeme / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado.‖ Fuerza, apetito que quiere ser, ser hasta el límite y más allá del límite del ser, hambre de eternidad y de espacio, sed que no retrocede ante la caída, antes bien busca palpar en su exceso vital, en su desgarramiento de sí, esa caída sin fin que le revela la inmovilidad y la muerte, el reino negro del olvido. Hambre de vida, sí, pero también de muerte. La poesía es la revelación de la inocencia que alienta en cada hombre y en cada mujer y que todos podemos recobrar apenas el amor ilumina nuestros ojos y nos devuelve al asombro y la fertilidad. Ella revela que la conciencia puede encarnar en todo lo que la rodea y que para lograrlo basta no negarla sino anegarla en las aguas puras del amor. Su testimonio es algo más que un simple testimonio: es la revelación de una experiencia en la que participan todos los hombres y todos los seres pero que está oculta por la rutina y la diaria amargura. Los poetas han sido los primeros que han revelado que la eternidad y lo absoluto no están más allá de nuestros sentidos sino en ellos mismos. Esta eternidad y esta reconciliación con el mundo se producen en el tiempo, dentro del tiempo, y en nuestra vida mortal, porque el amor y la poesía no nos ofrecen la inmortalidad y la salvación. Ya Nietzsche lo decía: ―No la vida eterna, sino la eterna vivacidad: eso es lo que importa‖. Mostrar esta condición perecedera quizá pueda ser trágico; lo es, en realidad, pero en ese elemento encuentro el verdadero valor, en el sentido de valioso y valeroso, de la poesía, porque rescata a lo cotidiano de la vulgaridad y unge con lo irreparable al instante. Una sociedad como la nuestra, que cuenta entre sus víctimas a sus mejores poetas, una sociedad que sólo quiere conservarse y durar —y que no ha vacilado en ir hasta la guerra imperialista antes de ceder lo que tan avaramente conserva en cajas de caudales y en arcas de museos—, una sociedad, en fin, para la que la 35
conservación y el ahorro son las única leyes y prefiere renunciar a la vida antes que exponer al cambio, tiene que condenar a la poesía, ese despilfarro vital, cuando no puede domesticarla con toda clase de hipócritas alabanzas. Y la condena no en nombre de la vida, que es aventura y cambio, sino en nombre de la máscara de la vida; en nombre del Instinto de Conservación. De todos los instintos del hombre sólo uno es antipoético: el de conservación, el instinto burgués por excelencia, que le permite vivir de los demás y acudir a la guerra antes que resignarse a transformar su miserable estado de vida. En ciertas épocas la poesía ha podido convivir con la sociedad y su impulso ha alimentado las mejores empresas de ésta. En la Antigüedad fueron Homero y Hesíodo los que configuraron y modelaron para siempre el alma griega; ellos dotaron a los griegos de unos dioses y de un sentido de lo sobrenatural que provocaba la cólera de los filósofos que les sucedieron. Y en la Edad Media, un Berceo, por ejemplo, si no ha recreado las creencias religiosas de su pueblo, si ha sido una especie de inocente conducto por el cual descendía, hasta el pueblo, el misterio de los dogmas, ungido por la gracia de la poesía. En nuestra época la poesía no puede vivir dentro de lo que la sociedad capitalista llama sus ideales: la vida, el martirio, de Shelley, de Rimbaud, de Baudelaire, de Bécquer, son una prueba patética de lo que digo. Si hasta fines del siglo pasado en Mallarmé no pudo crear su poesía fuera de la sociedad, ahora toda actividad poética, si lo es de verdad, tendrá que ir en contra de esa sociedad. No es extraño que para ciertas almas sensibles la única vocación posible en nuestro tiempo sean la soledad o el suicidio; tampoco es extraño que para otras, hermosas y apasionadas, las únicas actividades poéticas imaginables sean la dinamita, el asesinato político o el crimen gratuito. En ciertos casos, por lo menos, hay que tener el valor de decir que se simpatiza con esas explosiones, testimonio de la desesperación a que nos conduce un sistema social basado sólo en la conservación de todo y especialmente de las ganancias económicas. La misma fuerza vital, lúcida en medio de su tiniebla, el mismo anhelo mueven al poeta de ayer y al de hoy: a Juan el santo, y a Poe el borracho. Sólo que ayer era posible la comunión, gracias quizá a esa misma Iglesia que ahora la impide. Y habrá que decirlo: para que la experiencia de San Juan se realice otra vez será menester un hombre nuevo y una nueva sociedad, en la que la inspiración y la razón, las fuerzas irracionales y las racionales, el amor y la sociedad, lo colectivo y lo individual, se reconcilien. Esta reconciliación se da plenamente en San Juan de la Cruz. No es necesario recordar la naturaleza de la sociedad en que el santo vivió; todos saben que fue una de las últimas épocas de la cultura humana en las que las fuerzas contrarias de razón e inspiración, sociedad e individuo, religión y religiosidad individual, lejos de oponerse, se complementaban y armonizaban. En esa sociedad, donde, quizá por última vez en la historia, la llama de la religiosidad personal pudo alimentarse de la religión de la sociedad, San Juan realiza la más intensa y plena de las experiencias: la de la comunión. Un poco más tarde esa comunión será posible. Las dos notas extremas de la poesía lírica, la de la comunión y la de la soledad, las podemos contemplar, con toda su verdad, en la historia de nuestra poesía. La poesía española posee dos textos, igualmente impresionantes aunque de distinto valor: los poemas de San Juan y un poema de Quevedo: Las lágrimas de un penitente. Los de San Juan de la Cruz relatan la experiencia mística más profunda de nuestra cultura. Estos poemas no admiten crítica, interpretación o consideración alguna. El mismo santo fracasó cuando quiso trasladar su vértigo a términos conceptuales. (Naturalmente que no me refiero a la imposibilidad del análisis psicológico, filosófico o literario, sino a la absurda pretensión que intenta explicar la poesía.) La poesía es inexplicable. ¿Cómo explicar este poema? ¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre aunque es de noche! Su origen no lo sé, pues no le tiene, mas sé que todo origen della viene aunque es de noche. […] Aquí se está llamando a las criaturas, 36
y de esta agua se hartan, aunque a escuras, porque es de noche. Aquesta viva fuente que deseo en este pan de vidas yo la veo, aunque de noche. San Juan, movido por una conciencia intelectual muy desarrollada, se siente obligado a explicar su experiencia, el sentido de ella y el significado de sus imágenes y visiones. Mas esa explicación, que tanto nos ilumina en lo relativo a la teología y psicología del santo, no nos sirve para comprender su poesía. Su lucidez, su no perder la cabeza en la plenitud del vértigo, lo hacen un hombre moderno, un poeta que posee conciencia de su inocencia, pero no lo hacen un poeta mejor. A la inversa, es la conciencia lo que hace de Quevedo un gran poeta. La conciencia de sí, llevada hasta la exasperación, constituye la substancia de su poema. En los salmos y sonetos que forman las Lágrimas de un penitente, Quevedo expresa la certidumbre de que el poeta ya no es uno con sus creaciones: está mortalmente dividido. Entre la poesía y el poeta, entre Dios y el hombre, se opone algo muy sutil y muy poderoso: la conciencia, y lo que es más significativo: la conciencia de la conciencia, el narcisismo intelectual. Quevedo expresa este estado demoníaco en dos versos: las aguas del abismo donde me enamoraba de mí mismo. Al principio del poema el poeta, pecador lúcido, se niega a ser salvado, se rehúsa a la gracia, prendido a la hermosura del mundo. Frente a Dios el poeta se siente solo y rechaza la redención, hundido en las apariencias: Nada me desengaña el mundo me ha hechizado. Lo verdaderamente satánico de la situación es que el pecador se da cuenta de que el mundo que lo encanta y al que se siente prendido con el amor… no existe. La nada del mundo se le revela como algo real, de suerte que se siente enamorado de la nada. Si San Juan es el poeta del éxtasis, Quevedo lo es de la angustia. Y es que no sólo la hermosura vacía el mundo lo sujeta (ni es ella a la que se abraza, en todos los sentidos y con todos los sentidos), sino su conciencia de sí. De ser posible sería interesante un análisis de este poema, posiblemente el único poema ―moderno‖ de la literatura española hasta Rubén Darío. Hay, sí, otros poemas mejores en nuestra lengua, más inspirados, más perfectos y puros, pero en ninguno alienta esta nota, que anticipa a Baudelaire y que consiste en ese saberse en el mal, verdadera y gozosa conciencia del mal. Quevedo no oculta que el saberse en el mal le provoca un placer de ceniza amarga y orgullosa; y es él quien primero atribuye, entre todos los poetas modernos, un contenido pecaminoso a la conciencia, no tanto por lo que se peca en mis imaginaciónes sino porque pretende sustentarse en sí misma, bastarse sola y sola saciar su sed de absoluto. Mientras San Juan ruega y suplica al amado, Quevedo es solicitado por su Dios; pero prefiere perderse y perderlo antes que ofrecerle el único sacrificio que acepta: el de su conciencia. Al final del poema surge la necesidad de la expiación, que consiste, muy significativamente, en la humillación del yo. Sólo así es posible la reconciliación con Dios. La historia de esta reconciliación da la impresión de ser un artificio retórico y teológico, ya porque la comunión no se haya producido realmente, ya porque el poeta no haya podido expresarla con la intensidad con que ha relatado su encantamiento y el goce fúnebre que le proporciona saberse en la nada del pecado, en la nada de sí mismo. En realidad, la solución de Quevedo es una solución intelectual y moderna: se abraza a la muerte no para recobrar la vida, para salvarse en la vida eterna, sino como resignación estoica. Quevedo encuentra en el estoicismo una forma severa de la soledad implacable del hombre, a solas con su conciencia. 37
Entre estos dos polos de inocencia y conciencia, de soledad y comunión, se mueve toda poesía. Los hombres modernos, incapaces de inocencia, nacidos en una sociedad que nos hace naturalmente artificiales y que nos ha despojado de nuestra substancia humana para convertirnos en mercancías, buscamos en vano al hombre perdido, al hombre inocente. Todas las tentativas valiosas de nuestra cultura, desde fines del siglo XVIII, se dirigen a recobrarlo, a soñarlo. Rousseau lo buscó en el pasado, como los románticos; algunos poetas modernos, en el hombre primitivo; Karl Marx, el más profundo, dedicó su vida a construirlo, a rehacerlo. Nosotros somos incapaces de articular en un poema esa dualidad de conciencia e inocencia (puesto que esa dualidad corresponde a antagonistas irreductibles de la historia y de la vida material) e intentamos evadirnos de la tragedia que supone su enemistad. Como se nos niega esa integración superior y hemos dejado de luchar o de soñar con ella, la substituimos por un rigor externo, puramente verbal y geométrico, o por el pobre balbuceo del inconsciente. La sola participación del inconsciente en un poema lo convierte en un documento psicológico; la sola presencia del pensamiento, con frecuencia vacío y especulativo; lo deshabita. Ni discursos académicos ni vómitos sentimentales: el mismo asco nos producen las monótonas demostraciones en verso, tristes refrigeradoras de la palabra, que las revueltas aguas negras del inconsciente. ¿Y qué decir de los discursos políticos, de la arengas de los editores de periódico que se enmascaran con el rostro de la poesía? ¿Y cómo hablar sin vergüenza de toda esa literatura de erotómanos que confunden sus manías o sus desdichas con el amor? Imposible enumerarlos a todos: a los que se fingen niños y lloriquean porque la tierra es redonda; a los fúnebres y resecos enterradores de la alegría; a los juguetones, novilleros, cirqueros y equilibristas; a los jorobados de la pedantería; a los virtuosos de la palabra, pianolas del verso, y a los organilleros de la moral; a los místicos onanistas; a los neocatólicos que saquean los armarios de los curas para ataviar sus desnudas estrofas con cíngulos y estolas; a los papagayos y culebras nacionalistas, que cantando y silbando expolian a la triste Revolución mexicana; a los vates de ministerio y a los de falansterio; a los hampones que se creen revolucionarios sólo porque gritan y se emborracha; a los profetas de fuegos de artificio y a los prestidigitadores que juegan al cubilete, con dados marcados, en un mundo de cuatro dimensiones; a los golosos panaderos, pasteleros y reposteros; a los perros de la poesía, con alma de repórter; a los pseudosalvajes de parque zoológico; olorosos a guanábana y mango, panamericanos e intercontinentales; a los búhos y buitres solitarios; a los contrabandistas de la Hispanidad… Pero la poesía sigue siendo una fuerza capaz de revelar al hombre sus sueños e invitarlo a vivirlos en pleno día. El poeta expresa el sueño del hombre y del mundo y nos dice que somos algo más que una máquina y un instrumento, un poco más que esa sangre que se derrama para enriquecer a los poderosos o sostener a la injusticia en el poder, algo más que mercancía y trabajo. En la noche soñamos y nuestro destino se manifiesta porque soñamos lo que podríamos ser. Somos ese sueño y sólo nacimos para realizarlo. Y el mundo —todos los hombres que ahora sufren o gozan— también sueña y conspira y anhela vivir a plena luz su sueño. La poesía, al expresar sus sueños, nos invita a la rebelión, a vivir despiertos nuestros sueños. Ella nos señala la futura edad de oro y nos llama a la libertad. Para revelar el sueño de los hombres es preciso no renunciar a la conciencia ni a la razón. No un abandono sino una mayor exigencia consigo mismo se le pide al poeta. Estamos hartos de la sinceridad inepta tanto como de la literatura disfrazada de poesía. Queremos una forma superior, digna, de la sinceridad: la autenticidad. En el siglo pasado un grupo de poetas, que representan la parte hermética del romanticismo: Novalis, Nerval, Baudelaire, Lautréamont, Poe, nos muestran el camino. Todos ellos son los desterrados de la poesía, los que padecen la nostalgia de un estado perdido, en donde el hombre es uno con el mundo y con sus creaciones. A veces de esa nostalgia surge el presentimiento de un estado futuro, de una edad inocente. Poetas originales no tanto, como dice Chesterton, por la novedad, sino porque descienden a los orígenes. Ellos no buscaron la novedad, esa sirena que se disfraza de originalidad; en la autenticidad rigurosa encontraron verdadera originalidad. Estos poetas, a través de una serie de tentativas heroicas, intentaron reanudar la experiencia poética; en esa empresa no renunciaron a tener conciencia de su delirio. Osadía que les ha traído un castigo divino que no vacilo en llamar envidioso: en todos ellos se ha cebado la desdicha, ya en la locura, ya en la muerte temprana, o en la fuga de la civilización. Son los poetas malditos, sí, pero son algo más también: son los héroes vivientes y míticos de nuestro tiempo porque encarnan, en sus vidas misteriosas y sórdidas y en su obra precisa e 38
insondable, toda la claridad de la conciencia y toda la desesperación del apetito. La seducción que sobre nosotros ejercen estos maestros, nuestros únicos maestros posibles, se debe a la veracidad con que encarnaron ese propósito que intenta unir dos tendencias paralelas del espíritu humano: la conciencia y la inocencia, la experiencia y la expresión, el acto y la palabra que lo revela. O para decirlo con las palabras de uno de ellos: ―El matrimonio del cielo y del infierno‖. Las peras del olmo. México, UNAM, 1957 [OC, vol. 13] Primeras letras, 1931-1943. Comp., introd. y notas de Enrico Mario Santí. México, Vuelta, 1988.
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LA REVELACIÓN POÉTICA (1956)
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eligión y poesía tienden a realizar de una vez y para siempre esa posibilidad de ser que somos y que constituye nuestra manera propia de ser; ambas son tentativas por abrazar esa ―otredad‖ que Machado llamaba la ―esencial heterogeneidad del ser‖. La experiencia poética, como la religiosa, es un salto mortal: un cambiar de naturaleza que es también un regresar a nuestra naturaleza original. Encubierto por la vida profana o prosaica, nuestro ser de pronto recuerda su perdida identidad; y entonces aparece, emerge, ese ―otro‖ que somos. Poesía y religión son revelación. Pero la palabra poética se pasa de la autoridad divina. La imagen se sustenta en sí misma, sin que le sea necesario recurrir ni a la demostración racional ni a la instancia de un poder sobrenatural: es la revelación de sí mismo que el hombre se hace a sí mismo. La palabra religiosa, por el contrario, pretende revelarnos un misterio que es, por definición, ajeno a nosotros. Esta diversidad no deja de hacer más turbadoras las semejanzas entre religión y poesía. ¿Cómo, si parecen nacer de la misma fuente y obedecer a la misma dialéctica, se bifurcan hasta cristalizar en formas irreconciliables: por una parte, ritmos e imágenes; por la otra, teofanías y ritos? ¿La poesía es una suerte de excrecencia de la religión o una como oscura y borrosa prefiguración de lo sagrado? ¿La religión es poesía convenida en dogma? La descripción del capítulo anterior no nos da elementos suficientes para responder con certeza a estas preguntas. Para Rodolfo Otto lo sagrado es una categoría a priori, compuesta de dos elementos: unos racionales y otros irracionales. Los elementos racionales están constituidos por las ideas ―de absoluto, perfección, necesidad y entidad —y aun la del bien en cuanto valor objetivo y objetivamente obligatorio— que no proceden de ninguna percepción sensible... Estas ideas nos obligan a abandonar el terreno de la experiencia sensible y nos llevan a aquello que, independientemente de toda percepción, existe en la razón pura y constituye una disposición original del espíritu mismo‖.1 Confieso que no me parece tan evidente la existencia a priori de ideas como las de perfección, necesidad o bien. Tampoco veo cómo pueden constituir una disposición original de nuestra razón. Es verdad que podría afirmarse que semejantes ideas son algo así como aspiraciones constitutivas de la conciencia. Mas cada vez que cristalizan en un juicio ético, niegan otros juicios éticos que también pretenden encarnar, con el mismo rigor y absolutismo, esa aspiración al bien. Cada juicio ético niega a los otros y, en cierto modo, a esa idea a priori en que se fundan y en la que él mismo se sustenta. Pero no es necesario detenerse en esta cuestión, que rebasa los límites de este ensayo (para no hablar de los más estrechos aún de mi competencia). Pues aun si efectivamente esas ideas constituyen un dominio anterior a la percepción, o a las interpretaciones de la percepción, ¿cómo podemos saber si realmente son un elemento originario de la categoría de lo sagrado? Ni en la experiencia de lo sobrenatural se encuentra un trazo de su presencia, ni tampoco aparece su huella en muchas concepciones religiosas. La idea de perfección, concebida como un a priori racional, debería reflejarse automáticamente en la noción de divinidad. Los hechos parecen desmentir esta presunción. La religión azteca nos muestra un dios que cede y peca: Quetzalcóatl; la religión griega y otras creencias pueden darnos ejemplos parecidos. Asimismo, las ideas de bien y de necesidad exigen la noción complementaria de omnipotencia. La misma religión azteca nos ofrece una desconcertante interpretación del sacrificio: los dioses no son todopoderosos, puesto que necesitan de la sangre humana para asegurar el mantenimiento del orden cósmico. Los dioses mueven el mundo, pero la sangre mueve a los dioses. No es útil multiplicar los ejemplos, ya que el mismo Otto cuida de fijar un límite a su afirmación: ―Los predicados racionales no agotan la esencia de lo divino..., son predicados esenciales más sintéticos. No se comprenderá exactamente lo que son si no se les considera como atributos de un objeto que en cierto modo les sirve de apoyo y que para ellos mismos es inaccesible‖.2 La experiencia de lo sagrado es una experiencia repulsiva. O más exactamente: revulsiva. Es un echar afuera lo interior y secreto, un mostrar las entrañas. Lo demoníaco, nos dicen todos los mitos, brota del centro de la tierra. Es una revelación de lo escondido. Al mismo tiempo, toda aparición implica una ruptura del tiempo o del espacio: la tierra se abre, el tiempo se escinde; por la herida o abertura vemos ―el otro lado‖ del ser. El vértigo brota de este abrirse del mundo en dos y enseñarnos que la creación se sustenta en un abismo. Mas apenas el 1 2
Rodolfo Otto, Lo santo, Madrid, 1928. Op. cit. 40
hombre intenta sistematizar su experiencia y hace del horror original un concepto, tiende a introducir una suerte de jerarquía en sus visiones. No es aventurado ver en esta operación el origen del dualismo y, por tanto, de los llamados elementos racionales. Ciertos componentes de la experiencia se convierten en atributos de la manifestación nocturna o siniestra del dios (el aspecto destructor de Shiva, la cólera de Jehová, la embriaguez de Quetzalcóatl, la vertiente norte de Tezcatlipoca, etc.). Otros elementos se transforman en expresiones de su forma luminosa, aspecto solar o salvador. En otras religiónes el dualismo se hace más radical y el dios de dos caras o manifestaciónes cede el sitio a divinidades autónomas, al príncipe de la luz y al de las tinieblas. En suma, a través de una purga o purificación los elementos atroces de la experiencia se desprenden de la figura del dios y preparan el advenimiento de la ética religiosa. Pero cualquiera que sea el valor moral de los preceptos religiosos, es indudable que no constituyen el fondo último de lo sagrado y que no proceden, tampoco, de una intuición ética pura. Son el resultado de una racionalización o purificación de la experiencia original, que se da en capas más profundas del ser. Otto funda así la anterioridad y originalidad de los elementos irracionales: ―Las ideas de numinoso y sus elementos correlativos son, como las racionales, ideas y sentimientos absolutamente puros, a los que se aplican con exactitud perfecta los signos que Kant señala como inherentes al concepto y al sentimiento puros‖. Esto es, ideas y sentimientos anteriores a la experiencia, aunque sólo se den en ella y sólo por ella podamos aprehenderlos. Al lado de la razón teórica y la razón práctica, Otto postula la existencia de un tercer dominio ―que constituye algo más elevado o, si se quiere, más profundo‖. Este tercer dominio es lo divino, lo santo o lo sagrado y en él se apoyan todas las concepciones religiosas. Así pues, lo sagrado no es sino la expresión de una disposición divinizarte, innata en el hombre. Estamos, pues, en presencia de una suerte de ―instinto religioso‖, que tiende a tener conciencia de sí y de sus objetos ―gracias al desarrollo del oscuro contenido de esa idea a priori de la que el mismo ha surgido‖. El contenido de las representaciónes de esa disposición es irracional, como el a priori mismo en que se asienta, porque no puede ser reducido a razones ni a conceptos: ―La religión es una tierra incógnita para la razón‖. El objeto numinoso es lo radicalmente extraño a nosotros, precisamente por inasible para la razón humana. Cuando queremos expresarlo no tenemos más remedio que acudir a imágenes y paradojas. El Nirvana del budismo y la Nada del místico cristiano son nociones negativas y positivas al mismo tiempo, verdaderos ―ideogramas numinosos de lo Otro‖. La antinomia, ―que es la forma más aguda de la paradoja‖, constituye así el elemento natural de la teología mística, lo mismo para los cristianos que para los árabes, los hindúes y los budistas. La concepción de Otto recuerda la sentencia de Novalis: ―Cuando el corazón se siente a sí mismo y, desasido de todo objeto particular y real, deviene su propio objeto ideal, entonces nace la religión‖. La experiencia de lo sagrado no es tanto la revelación de un objeto exterior a nosotros —dios, demonio, presencia ajena— como un abrir nuestro corazón o nuestras entrañas para que brote ese ―Otro‖ escondido. La revelación, en el sentido de un don o gracia que viene del exterior, se transforma en un abrirse del hombre a sí mismo. Lo menos que se puede decir de esta idea es que la noción de trascendencia —fundamento de la religión— sufre un grave quebranto. El hombre no está ―suspendido de la mano de Dios‖, sino que Dios yace oculto en el corazón del hombre. El objeto numinoso es siempre interior y se da como la otra cara, la positiva, del vacío con que se inicia toda experiencia mística. ¿Cómo conciliar este emerger de Dios en el hombre con la idea de una Presencia absolutamente extraña a nosotros? ¿Cómo aceptar que vemos a Dios gracias a una disposición divinizarte sin al mismo tiempo minar su existencia misma, haciéndola depender de la subjetividad humana? Por otra parte, ¿cómo distinguir la disposición religiosa o divinizarte de otras ―disposiciones‖, entre las cuales se encuentra, precisamente, la de poetizar? Porque podemos alterar la frase de Novalis y decir, con el mismo derecho y sin escándalo para nadie: ―Cuando el corazón se siente a sí mismo... entonces nace la poesía‖. El mismo Otto reconoce que ―la noción de lo sublime se asocia estrechamente a la de numinoso‖ y que sucede lo mismo con el sentimiento poético y el musical. Sólo que, dice, la aparición del sentimiento de lo sublime es posterior a la de lo numinoso. Así, lo distintivo de lo sagrado sería su antigüedad. La anterioridad de lo sagrado no puede ser de orden histórico. No sabemos, ni lo sabremos nunca, qué fue lo primero que sintió o pensó el hombre en el momento de aparecer sobre la tierra. La antigüedad que reclama Otto debe entenderse de otra manera: lo sagrado es el sentimiento original, del que se desprenden lo sublime y lo poético. Nada más difícil de probar. En toda experiencia de lo sagrado se da un elemento que no es temerario llamar ―sublime‖, en el sentido kantiano de la palabra. Y a la inversa: en lo sublime hay siempre un 41
temblor, un malestar, un pasmo y ahogo, que delatan la presencia de lo desconocido e inconmensurable, rasgos del horror divino. Otro tanto puede decirse del amor: la sexualidad se manifiesta en la experiencia de lo sagrado con terrible potencia; y éste en la vida erótica: todo amor es una revelación, un sacudimiento que hace temblar los cimientos del yo y nos lleva a proferir palabras que no son muy distintas de las que emplea el místico. En la creación poética pasa algo parecido: ausencia y presencia, silencio y palabra, vacío y plenitud son estados poéticos tanto como religiosos y amorosos. Y en todos ellos los elementos racionales se dan al mismo tiempo que los irracionales, sin que sea posible separarlos sino tras una purificación—*) interpretación posterior. Todo esto nos lleva a presumir que es imposible afirmar que lo sagrado constituye una categoría a priori, irreducible y original, de la que proceden las otras. Cada vez que intentamos asirla nos encontramos con que lo que parecía distinguirla está presente también en otras experiencias. El hombre es un ser que se asombra; al asombrarse, poetiza, ama, diviniza. En el amor hay asombro, poetización, divinización y fetichismo. El poetizar brota también del asombro y el poeta diviniza como el místico y ama como el enamorado. Ninguna de estas experiencias es pura; en todas ellas aparecen los mismos elementos, sin que pueda decirse que uno es anterior a los otros. El sentido, y no la composición de los elementos que las forman, podría distinguir cada una de estas experiencias. La coloración especial que distingue las palabras del místico de las del poeta es el objeto a que están referidas. Un texto de San Juan adquiere tonalidad religiosa porque el objeto numinoso las baña en una luz particular. Así, lo realmente privativo de cada experiencia sería su objeto. Pero aquí la dificultad empieza a mostrarse como realmente insuperable. Nos movemos en un círculo. Pues los objetos externos sólo pueden ―excitar o despertar la disposición divinizarte‖. No son ellos, sino esa elusiva disposición, la que los inscribe dentro de lo sagrado. Mas esa disposición no es pura, según se ha visto. En suma: nada nos permite aislar la categoría de lo sagrado de otras análogas, excepto su objeto o referencia; pero el objeto no se da fuera, sino dentro, en la experiencia misma. Todos los caminos de acceso se cierran. No queda más remedio que abandonar ideas y categorías a priori y asir lo sagrado en el momento de su nacimiento en el hombre. El horror sagrado brota de la extrañeza radical. El asombro produce una suerte de disminución del yo. El hombre se siente pequeño, perdido en la inmensidad, apenas se ve solo. La sensación de pequeñez puede llegar a la afirmación de la miseria: el hombre no es sino ―polvo y ceniza‖. Schleiermacher llama a este estado ―sentimiento de dependencia‖. Una diferencia cualitativa separa esta ―dependencia‖ de las otras. Nuestra dependencia de un superior o de una circunstancia cualquiera es relativa y cesa apenas desaparece su agente; nuestra dependencia de Dios es absoluta y permanente: nace con nuestro mismo nacimiento y no termina nunca, ni siquiera después de la muerte. Esta dependencia es algo ―original y fundamental del espíritu, algo que no es definible sino por sí mismo‖. Lo sagrado se obtiene así por inferencia: del sentimiento de mí mismo, del sentirme dependiente de algo, brota la noción de la divinidad. Otto hace suya la idea del filósofo romántico, pero le reprocha su racionalismo. En efecto, para Schleiermacher lo sagrado o numinoso no constituye realmente una idea anterior a todas las ideas, sino que es una consecuencia de este sentirnos a nosotros mismos como dependencia de algo desconocido. Ese algo desconocido, siempre presente y nunca visible del todo, se llama Dios. Para evitar todo equívoco, Otto llama al sentimiento original ―estado de criatura‖. El centro de gravedad cambia. Lo realmente característico reside en el hecho ―de no ser más que criaturas‖. Con lo cual no quiere decir que nuestro sentimiento original arranca de la oscura conciencia de nuestra finitud y pequeñez, sino que nos sentimos criaturas porque nos encontramos ante la faz de un creador. La aprehensión inmediata del creador constituye así el elemento primero y distintivo del sentimiento original. A la inversa de Schleiermacher, para Otto el estado de criatura es una consecuencia de este súbito enfrentarse al creador. Nos sentimos poca cosa o nada porque estamos ante el todo. Somos criaturas y tenemos conciencia de nosotros mismos porque hemos vislumbrado al creador. Es difícil aceptar esta interpretación. Todos los textos místicos y religiosos más bien parecen afirmar lo contrario: los estados negativos preceden a los positivos, el estado de criatura es anterior a la noción o visión de un creador. Al nacer, el niño no se siente hijo, ni tiene noción alguna de paternidad o de maternidad. Se siente desarraigado, echado en un mundo extraño y nada más. Estrictamente hablando, el sentimiento de orfandad es anterior a la noción de maternidad o de paternidad. Así, Otto no hace sino reproducir —sólo que en sentido inverso— la operación que critica a Schleier-macher. El primero hace surgir la idea de Dios del sentimiento de dependencia; el segundo, hace de lo numinoso la fuente del estado de criatura. En ambos casos se trata de una 42
interpretación de una situación dada. ¿Y cuál es esa situación? Aquí Otto da en el blanco justo. Porque precisamente se trata de la situación original y determinante del hombre: el haber nacido. El hombre ha sido arrojado, echado al mundo. Y a lo largo de nuestra existencia se repite la situación del recién nacido: cada minuto nos echa al mundo; cada minuto nos engendra desnudos y sin amparo; lo desconocido y ajeno nos rodea por todas partes. Despojado de su interpretación teológica, el estado de criatura de Otto no es sino lo que llama Heidegger ―el abrupto sentimiento de estar (o encontrarse) ahí‖. Y como dice Waelhens en su comentario a El ser y el tiempo: ―El sentimiento de la situación original expresa afectivamente nuestra condición fundamental‖30.3 La categoría de lo sagrado no es una revelación afectiva de esa condición fundamental —el ser criaturas, el haber nacido y el nacernos a cada instante— sino que es una interpretación de esa condición. El hecho radical de ―estar ahí‖, de encontrarnos siempre lanzados a lo extraño, finitos e indefensos, se convierte en un haber sido creados por una voluntad todopoderosa a cuyo seno hemos de volver. De acuerdo con el análisis de Heidegger, la angustia y el miedo son las dos vías, enemigas y paralelas, que nos abren y cierran, respectivamente, el acceso a nuestra condición original. Gracias a la experiencia de lo sagrado —que parte del vértigo ante su propia oquedad— el hombre logra asirse como lo que es: contingencia y finitud. Mas esta revelación fulgurante queda encubierta un segundo después por la interpretación de nuestra condición conforme a elementos exteriores a ella misma: un creador, una divinidad. En efecto, ―muchos autores han discernido muy bien la nada que se descubre en la angustia. Pero inmediatamente han desviado el sentido de esta revelación, denunciando la nadería del pecador ante Dios. Por gracia de la Redención y del perdón que otorga a nuestras faltas, parece que nuestra miseria se borra; y la recobrada perspectiva de una salvación eterna restaura el valor de nuestra existencia y nos permite superar la nada un instante entrevista. Una vez más se disfraza la verdadera significación de la angustia, según ocurre en San Agustín, Lutero y el mismo Kierkegaard‖31.4 Nosotros podemos añadir otros nombres: Miguel de Unamuno, y sobre todo, Quevedo (en sus poemas Lágrimas de un penitente y Heróclito cristiano, hasta ahora ignorados por nuestra crítica). Puede concluirse que la experiencia de lo sagrado es una revelación de nuestra condición original, pero que asimismo es una interpretación que tiende a ocultarnos el sentido de esa revelación. Reacción ante el hecho fundamental que nos define como hombres: el ser mortales y el saberlo y sentirlo, la religión es una respuesta a esa condena a vivir su mortalidad que es todo hombre. Pero es una respuesta que nos encubre eso mismo que, en su primer movimiento, nos revela. Y esto se ve con mayor claridad apenas se examinan las nociones de pecado y expiación. Por oposición a nuestra miseria original, lo divino concentra en su forma numinosa la plenitud del ser. Lo numinoso es ―lo augusto‖, noción que trasciende las ideas de bien y moralidad. ―Lo augusto mueve al respeto‖, exige la veneración, reclama la obediencia. ―Independientemente de toda sistematización moral, la religión es obligación íntima que se impone a la conciencia y que liga...‖5 Las nociones de pecado, propiciación y expiación brotan de este sentimiento de obediencia que inspira lo augusto a la criatura. Es inútil buscar en la idea de pecado un eco de una falta concreta o cualquier otra resonancia ética. Del mismo modo que sentimos la orfandad antes de tener conciencia de nuestra filiación, el pecado es anterior a nuestras faltas y crímenes. Anterior a la moral. ―En el terreno propiamente moral no aparecen ni la necesidad de redención, ni las ideas de propiciación y expiación.‖ Estas ideas, concluye Otto, ―son auténticas y necesarias en el terreno de la mística, pero apócrifas en el de la ética‖. La necesidad de expiar, como la no menos imperiosa de ser redimidos, brotan de una falta, no en el sentido moral de la palabra, sino en su acepción literal Estamos en falta, porque en efecto algo nos falta: somos poco o nada frente al ser que es todo. Nuestra falta no es moral: es insuficiencia original. El pecado es poco ser. Para ser, el hombre debe propiciar a la divinidad, esto es, apropiarse de ella, mediante la consagración, el hombre accede a lo sagrado, al pleno ser. Tal es el sentido de los sacramentos, en especial el de la comunión. Y éste es también el objeto último del sacrificio: una propiciación que culmina en una consagración. Pero no basta el sacrificio de otros. El hombre es ―indigno de acercarse a lo sagrado‖, en virtud de su falta original. La redención Alphonse de Waelhens, La philosophie de Martin Heidegger, Lovaina, 1948. Op. cit. 5 R. Otto, op. cit. 3 4
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—el Dios que a través del sacrificio nos devuelve la posibilidad de ser— y la expiación —el sacrificio que nos purifica— nacen de este sentimiento de indignidad original. La religión afirma así que culpabilidad y mortalidad son términos equivalentes. Somos culpables porque somos mortales. Ahora bien, la culpa exige la expiación; la muerte, la eternidad. Culpa y expiación, muerte y vida eterna forman parejas que se completan, en especial para las religiónes cristianas. Las orientales, al menos en sus formas más altas, no nos prometen esa salvación con todo y zapatos que tanto conmovía a Unamuno y que constituye uno de los aspectos más inquietantes y enfermizos de su carácter. En sentido estricto nada permite inferir que ―falta‖ y ―poco ser‖ sean lo mismo que pecado original: el análisis del ―ser deudor no prueba nada ni en pro ni en contra de la posibilidad de pecado‖.6 La teología católica difiere en esto de la protestante. Para San Agustín la naturaleza humana —y, en general, el mundo natural— no es malo en sí, de modo que no identifica el ―poco ser‖ del hombre con la culpa. Frente a Dios, que es el ser perfecto, todos los seres —sin excluir a los ángeles a los hombres— son defectuosos. Su ―defecto‖ reside precisamente en no ser Dios, esto es, en ser contingentes. La contingencia se da en los ángeles y en los hombres como libertad: el moverse, el poder ascender hacia el Ser o caer hasta la Nada, implica libertad. La contingencia, por una parte, engendra la libertad; por la otra, la libertad es una posibilidad de redimir o atenuar esa contingencia o ―defecto‖ original. Así, el hombre es perpetua posibilidad de caída o salvación. San Agustín concibe el hombre como posibilidad, idea que el teatro español desarrolla con el brillo que sabemos y que me parece válida aun si no se acepta el punto de vista católico. Así, el pecado original no es el equivalente del ―poco ser‖ sino de una falta concreta: el preferirse el hombre a sí mismo y dar la espalda a Dios. Pero vivimos en un mundo caído, en el cual el hombre por sí solo no puede escoger. La gracia —incluso cuando se manifiesta, según sostuvo sor Juana en una célebre carta, como ―favor negativo‖— es indispensable para la salvación. La libertad del hombre, por tanto, queda supeditada a la gracia; su ―poco ser‖ es realmente poco, escaso, insuficiente. Con esto no se quiere decir que la gracia sustituye a la libertad, sino que la restablece: ―Con la gracia no tenemos nuestro libre arbitrio más el poder de la gracia, sino que nuestro libre arbitrio, por la gracia, recobra su poder y su libertad‖.7 El pensamiento católico es más rico, libre y coherente que el protestante pero, a mi juicio, no logra deshacer del todo esta conexión causal que se establece entre el ―poco ser‖ del hombre y el pecado: ¿cómo la libertad, antes de la caída, pudo escoger el mal?; ¿qué libertad es ésta que se niega a sí misma y no elige el ser sino la nada? Al enfrentar el ―poco ser‖ del hombre con el pleno ser de Dios, la religión postula una vida eterna. Nos redime así de la muerte, pero hace de la vida terrestre una larga pena y una expiación de la falta original. Al matar a la muerte, la religión desvive a la vida. La eternidad deshabita al instante. Porque vida y muerte son inseparables. La muerte está presente en la vida: vivimos muriendo. Y cada minuto que morimos, lo vivimos. Al quitarnos el morir, la religión nos quita la vida. En nombre de la vida eterna, la religión afirma la muerte de esta vida. Como la religión, la poesía parte de la situación humana original —el estar ahí, el sabernos arrojados en ese ahí que es el mundo hostil o indiferente— y del hecho que la hace precaria entre todos: su temporalidad, su finitud. Por una vía que, a su manera, es también negativa, el poeta llega al borde del lenguaje. Y ese borde se llama silencio, página en blanco. Un silencio que es como un lago, una superficie lisa y compacta. Dentro, sumergidas, aguardan las palabras. Y hay que descender, ir al fondo, callar, esperar. La esterilidad precede a la inspiración, como el vacío a la plenitud. La palabra poética brota tras eras de sequía. Más cualquiera que sea su contenido expreso, su concreta significación, la palabra poética afirma la vida de esta vida. Quiero decir: el acto poético, el poetizar, el decir del poeta —independientemente del contenido particular de ese decir— es un acto que no constituye, originalmente al menos, una interpretación, sino una revelación de nuestra condición. Hable de esto o de aquello, de Aquiles o de la rosa, del morir o del nacer, del rayo o de la ola, del pecado o de la inocencia, la palabra poética es ritmo, temporalidad manándose y reengendrándose sin cesar. Y siendo ritmo es imagen que abraza los contrarios, vida y muerte en un solo decir. Como si el existir mismo, como la vida que aun en sus momentos de mayor exaltación lleva en sí la imagen de la muerte, el decir poético, chorro de tiempo, es afirmación simultánea de la muerte y la vida. 6 7
Martin Heidegger, El ser y el tiempo, traducción de José Gaos, 2a ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1962. Étienne Gilson, L'esprit de la philosophie médiévale, París, 1944. 44
La poesía no es un juicio ni una interpretación de la existencia humana. El surtidor del ritmo—imagen expresa simplemente lo que somos; es una revelación de nuestra condición original, cualquiera que sea el sentido inmediato y concreto de las palabras del poema. Sin perjuicio de volver sobre este problema, vale la pena repetir que unos son los significados del poema y otro el sentido de poetizar: aquí nos ocupa la significación del acto poético —el crear poemas del poeta y el recrearlos del lector— y no lo que dice este o aquel poema. Ahora bien, ¿cómo el poetizar no puede ser un juicio sobre nuestra falta o defecto original, si se ha convenido precisamente en que la poesía es una revelación de nuestra condición fundamental? Esta condición es esencialmente defectuosa, pues consiste en la contingencia y la finitud. Nos asombramos ante el mundo, porque se nos presenta como lo extraño, lo ―inhospitalario‖; la indiferencia del mundo ante nosotros proviene de que en su totalidad no tiene más sentido que el que le otorga nuestra posibilidad de ser; y esta posibilidad es la muerte, pues ―tan pronto como un hombre entra en la vida es ya bastante viejo para morir‖.8 Desde el nacer, nuestro vivir es un permanente estar en lo extraño e inhospitalario, un radical malestar. Estamos mal porque nos proyectamos en la nada, en el no ser. Nuestra falta o deuda es original: no procede de un hecho posterior a nuestro nacimiento y constituye nuestra manera propia de ser: la falta es nuestra condición original porque originariamente somos carencia de ser. Y aquí Heidegger parece coincidir con Otto: ―No ser más que criaturas‖ equivale a decir que nuestro ser se reduce a un ―actual, permanente poder no ser, o morir‖.9 Cierto, se prescinde de la noción de Dios y se deja así la falta sin referencia y la deuda sin redención. Pero se afirma que, desde el nacer, estamos en deuda o falta. Deuda impagable, mancha imborrable. Calderón y el budismo tienen razón: nuestro mayor delito es nacer, ya que todo nacer contiene en sí al morir. El análisis de Heidegger, que nos había servido para desvelar la función de la interpretación religiosa, al fin de cuentas parece desmentirnos. Si el poetizar realmente descubre nuestra condición original y permanente, afirma la falta. No deja de ser revelador que a lo largo de El ser y el tiempo —y más acusadamente en otros trabajos, en especial en ¿Qué es metafísica?— el mismo Heidegger se esfuerce por mostrar que este ―no ser‖, esta negatividad en que culmina nuestro ser, no constituye una deficiencia. El hombre no es un ser incompleto o al que le falta algo. Pues ya se ha visto que ese algo que podría faltarle sería la muerte. Ahora bien, la muerte no está fuera del hombre, no es un hecho extraño que le venga del exterior. Si se considera la muerte como un hecho que no forma parte de nosotros mismos, la actitud estoica es la única posible: mientras estamos vivos, la muerte no existe para nosotros; apenas entra en nosotros, nosotros dejamos de existir: ¿por qué temerla entonces y hacerla el centro de nuestro pensar? Pero la muerte es inseparable de nosotros. No está fuera: es nosotros. Vivir es morir. Y precisamente porque la muerte no es algo exterior, sino que está incluida en la vida, de modo que todo vivir es asimismo morir, no es algo negativo. La muerte no es una falta de la vida humana; al contrario, la completa. Vivir es ir hacia adelante, avanzar hacia lo extraño y este avanzar es ir al encuentro de nosotros mismos. Por tanto, vivir es dar la cara a la muerte. Nada más afirmativo que este dar la cara, este continuo salir de nosotros mismos al encuentro de lo extraño. La muerte es el vacío, el espacio abierto, que permite el paso hacia adelante. El vivir consiste en haber sido arrojados al morir, mas ese morir sólo se cumple en y por el vivir. Si el nacer implica morir, también el morir entraña nacer; si el nacer está bañado de negatividad, el morir adquiere una tonalidad positiva porque el nacer lo determina. Se dice que estamos rodeados de muerte; ¿no puede decirse, asimismo, que estamos rodeados de vida? Vida y muerte, ser o nada, no constituyen substancias o cosas separadas. Negación y afirmación, falta y plenitud, coexisten en nosotros* Son nosotros. El ser implica el no ser; y a la inversa. Esto es, sin duda, lo que ha querido decir Heidegger al afirmar que el ser emerge o brota de la experiencia de la nada. En efecto, apenas el hombre se contempla, advierte que está sumergido en una totalidad de cosas y objetos sin significación; y él mismo se ve como un objeto más, todos cayendo sobre sí mismos, todos a la deriva. La ausencia de significación procede de que el hombre, siendo el que da sentido a las cosas y al mundo, de pronto se da cuenta de que no tiene otro sentido que morir. La experiencia de la caída en el caos es indecible: nada podemos decir sobre nosotros, nada sobre el mundo, porque nada somos. Mas si nombramos la nada —como efectivamente lo hacemos— ésta se iluminará con la luz del ser. Pues del mismo modo: vivir frente a la muerte, es insertarla en la vida. Porque el ser es la condición 8 9
José Gaos, Introducción a El ser y el tiempo, México, Fondo de Cultura Económica, 1951. Op. cit. 45
previa de la nada, porque la muerte nace de la vida, podemos nombrarla y así reintegrarlas. Podemos acercarnos a la nada por el ser. Y al ser, por la nada. Somos el ―fundamento de una negatividad‖, pero también la trascendencia de esa negatividad. Lo negativo y lo positivo se entrecruzan y forman un solo núcleo indisoluble. La frase ―porque somos posibilidad de ser, somos posibilidad de no ser‖ puede invertirse sin perder su verdad. La angustia no es la única vía que conduce al encuentro de nosotros mismos. Baudelaire se ha referido a las revelaciones del aburrimiento: el universo fluye, a la deriva, como un mar gris y sucio, mientras la conciencia varada no refleja sino el golpe monótono del oleaje. ―No pasa nada‖, dice el aburrido y, en efecto, la nada es lo único que brilla sobre el mar muerto de la conciencia. La soledad en compañía —situación muy frecuente en el mundo contemporáneo— puede ser también propicia a esta clase de revelaciones. Al principio, el hombre se siente separado de la multitud. Mientras la ve gesticular y despeñarse en acciones insensatas y maquinales, él se refugia en su conciencia. Pero la conciencia se abre y le muestra un abismo. También él se despeña, también él va a la deriva, hacia la muerte. Sin embargo, en todos estos estados hay una suerte de marea rítmica: la revelación de la nadería del hombre se transforma en la de su ser. Morir, vivir: viviendo morimos, morimos viviendo. La experiencia amorosa nos da de una manera fulgurante la posibilidad de entrever, así sea por un instante, la indisoluble unidad de los contrarios. Esa unidad es el ser. Heidegger mismo ha señalado que la alegría ante la presencia del ser amado es una de las vías de acceso a la revelación de nosotros mismos. Aunque nunca ha desarrollado su afirmación, es notable que el filósofo alemán confirme lo que todos sabemos con saber oscuro y previo: el amor, la alegría del amor, es una revelación del ser. Como todo movimiento del hombre, el amor es un ―ir al encuentro‖. En la espera todo nuestro ser se inclina hacia adelante. Es un anhelar, un tenderse hacia algo que aún no está presente y que es una posibilidad que puede no producirse: la aparición de la mujer. La espera nos tiene en vilo, es decir, suspendidos, fuera de nosotros. Hace un minuto estábamos instalados en nuestro mundo y nos movíamos con tal naturalidad y facilidad entre cosas y seres que no advertíamos su distancia. Ahora, a medida que crecen la impaciencia y el anhelar, el paísaje se aleja, el muro y las cosas de enfrente se retiran y repliegan sobre sí mismas, el reloj marcha más despacio. Todo se ha puesto a vivir una vida aparte, impenetrable. El mundo se hace ajeno. Ya estamos solos. La espera misma se vuelve desesperación, porque la esperanza de la presencia se ha trocado en certidumbre de soledad. No vendrá. No habrá nadie. No hay nadie. Yo mismo no soy nadie. La nada se abre a nuestros pies. Y en ese instante sobreviene lo inesperado, lo que ya no esperábamos. El goce ante la irrupción de la presencia amada se expresa como una suspensión del ánimo: nos falta suelo, nos faltan palabras, la alegría nos corta la respiración. Todo se queda inmóvil, a mitad del salto en el vacío. El mundo impenetrable, ininteligible e innombrable, cayendo pesadamente sobre sí mismo, de pronto se levanta, se yergue, vuela al encuentro de la presencia. Está imantado por unos ojos, suspendido en un misterioso equilibrio. Todo había perdido sentido y nosotros estábamos al borde del precipicio de la existencia bruta. Ahora todo se ilumina y cobra significación. La presencia rescata al sen O mejor dicho, lo arranca del caos en que se hundía, lo recrea. Nace el ser de la nada. Pero basta con que no me mires para que todo caiga de nuevo y yo mismo me hunda en el caos. Tensión, marcha sobre el abismo, marcha sobre el filo de una espada. Tú estás aquí, frente a mí, cifra del mundo, cifra de mí mismo, cifra del ser. Como un agua profunda brotando, como el mar cubriendo la playa, las presencias vuelven a la superficie. Todo se puede ver, tocar, palpar. Ser y apariencia son uno y lo mismo. Nada está escondido, todo está presente, radiante, henchido de sí mismo. Marea del ser. Y llevado por la ola de ser, me acerco, toco tus pechos, rozo tu piel, me adentro por tus ojos. El mundo desaparece. Ya no hay nada ni nadie: las cosas y sus nombres y sus números y sus signos caen a nuestros pies. Ya estamos desnudos de palabras. Hemos olvidado nuestros nombres y nuestros pronombres se confunden y enlazan: yo es tú, tú es yo. Ascendemos, disparados hacia arriba. Caemos, asidos a nosotros mismos, mientras fluyen y se pierden los nombres y las formas. Río abajo, río arriba, tu rostro huye. La presencia pierde pie, anegada en sí misma. Pierde cuerpo el cuerpo. El ser se precipita en la nada. El ser es la nada. La nada es el ser. Abro los ojos: un cuerpo ajeno. El ser ha vuelto a ocultarse y me rodean las apariencias. En ese instante puede brotar la pregunta, el sadismo, la tortura por saber qué hay detrás de esa presencia irremediablemente ajena. Esa pregunta encierra toda la desesperación amorosa. Porque detrás de esa presencia no hay nada. Y, al mismo tiempo, de la nada de esa presencia, el ser se levanta. 46
El amor desemboca en la muerte, pero de esa muerte salimos al nacer. Es un morir y un nacer. ―La mujer —dice Machado— es el anverso del ser.‖ Pura presencia, en ella aflora y se hace presente el ser. Y en ella se hunde y oculta. Así, el amor es simultánea revelación del ser y de la nada. No es una revelación pasiva, algo que se hace y deshace ante nuestros ojos, como una representación teatral, sino algo en lo que nosotros participamos, algo que nosotros nos hacemos: el amor es creación del ser. Y ese ser es el nuestro. Nosotros mismos nos aniquilamos al crearnos y nos creamos al aniquilarnos. Nuestra actitud ante el mundo natural posee una dialéctica análoga. Frente al mar o ante una montaña, perdidos entre los árboles de un bosque o a la entrada de un valle que se tiende a nuestros pies, nuestra primera sensación es la de extrañeza o separación. Nos sentimos distintos. El mundo natural se presenta como algo ajeno, dueño de una existencia propia. Este alejamiento se transforma pronto en hostilidad. Cada rama del árbol habla un lenguaje que no entendemos; en cada espesura nos espía un par de ojos; criaturas desconocidas nos amenazan o se burlan de nosotros. También puede ocurrir lo contrario: la naturaleza se repliega sobre sí misma y el mar se enrolla y se desenrolla frente a nosotros, indiferente; las rocas se vuelven aún más compactas e impenetrables; el desierto más vacío e insondable. No somos nada frente a tanta existencia cerrada sobre sí misma. Y de este sentirnos nada pasamos, si la contemplación se prolonga y el pánico no nos embarga, al estado opuesto: el ritmo del mar se acompasa al de nuestra sangre; el silencio de las piedras es nuestro propio silencio; andar entre las arenas es caminar por la extensión de nuestra conciencia, ilimitada como ellas; los ruidos del bosque nos aluden. Todos formamos parte de todo. El ser emerge de la nada. Un mismo ritmo nos mueve, un mismo silencio nos rodea. Los objetos mismos se animan y como dice hermosamente el poeta japonés Buson: ―Ante los crisantemos blancos las tijeras vacilan un instante‖. Ese instante revela la unidad del ser. Todo está quieto y todo en movimiento. La muerte no es algo aparte: es, de manera indecible, la vida. La revelación de nuestra nadería nos lleva a la creación del ser. Lanzado a la nada, el hombre se crea frente a ella. La experiencia poética es una revelación de nuestra condición original. Y esa revelación se resuelve siempre en una creación: la de nosotros mismos. La revelación no descubre algo externo, que estaba ahí, ajeno, sino que el acto de descubrir entraña la creación de lo que va a ser descubierto: nuestro propio ser. Y en este sentido sí puede decirse, sin temor a incurrir en contradicción, que el poeta crea al ser. Porque el ser no es algo dado, sobre lo cual se apoya nuestro existir, sino algo que se hace. En nada puede apoyarse el ser, porque la nada es su fundamento. Así, no le queda más recurso que asirse a sí mismo, crearse a cada instante. Nuestro ser consiste sólo en una posibilidad de ser. Al ser no le queda sino serse. Su falta original —ser fundamento de una negatividad— lo obliga a crearse su abundancia o plenitud. El hombre es carencia de ser, pero también conquista del ser. El hombre está lanzado a nombrar y crear el ser. Ésa es su condición: poder ser. Y en esto consiste el poder de su condición. En suma, nuestra condición original no es sólo carencia ni tampoco abundancia, sino posibilidad. La libertad del hombre se funda y radica en no ser más que posibilidad. Realizar esa posibilidad es ser, crearse a sí mismo. El poeta revela al hombre creándolo. Entre nacer y morir hay nuestro existir, a lo largo del cual entrevemos que nuestra condición original, si es un desamparo y un abandono, también es la posibilidad de una conquista: la de nuestro propio ser. Todos los hombres, por gracia de nuestro nacimiento, podemos acceder a esa visión y trascender así nuestra condición. Porque nuestra condición exige ser trascendida y sólo vivimos trascendiéndonos. El acto poético muestra que ser mortales no es sino una de las caras de nuestra condición. La otra es: ser vivientes. El nacer contiene al morir. Pero al nacer cesa de ser sinónimo de carencia y condena apenas dejamos de percibir como contrarios la muerte y la vida. Tal es el sentido último de todo poetizar. Entre nacer y morir la poesía nos abre una posibilidad, que no es la vida eterna de las religiónes ni la muerte eterna de las filosofías, sino un vivir que implica y contiene al morir, un ser esto que es también un ser aquello. La antinomia poética, la imagen, no nos encubre nuestra condición: la descubre y nos invita a realizarla plenamente. La posibilidad de ser se da a todos los hombres. La creación poética es una de las formas de esa posibilidad. La poesía afirma que la vida humana no se reduce al ―prepararse a morir‖ de Montaigne, ni el hombre al ―ser para la muerte‖ del análisis existencial. La existencia humana encierra una posibilidad de trascender nuestra condición: vida y muerte, reconciliación de los contrarios. Nietzsche decía que los griegos inventaron la tragedia por un exceso de salud. Y así es: sólo un pueblo que vive con total exaltación la vida puede ser trágico, porque vivir plenamente quiere decir vivir también la muerte. Ese estado del que habla Bretón en el que ―la vida y 47
la muerte, lo real y lo imaginario, lo pasado y lo futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo cesan de ser percibidos contradictoriamente‖ no se llama vida eterna, ni está allá, fuera del tiempo. Es tiempo y está aquí. Es el hombre lanzado a ser todos los contrarios que lo constituyen. Y puede llegar a ser todos ellos porque al nacer ya los lleva en sí, ya es ellos. Al ser él mismo, es otro. Otros. Manifestarlos, realizarlos, es la tarea del hombre y del poeta. La poesía no nos da la vida eterna, sino que nos hace vislumbrar aquello que llamaba Nietzsche ―la vivacidad incomparable de la vida‖. La experiencia poética es un abrir las fuentes del ser. Un instante y jamás. Un instante y para siempre. Instante en el que somos lo que fuimos y seremos. Nacer y morir: un instante. En ese instante somos vida y muerte, esto y aquello. La palabra poética y la religiosa se confunden a lo largo de la historia. Pero la revelación religiosa no constituye —al menos en la medida en que es palabra— el acto original sino su interpretación. En cambio, la poesía es revelación de nuestra condición y, por eso mismo, creación del hombre por la imagen. La revelación es creación. El lenguaje poético revela la condición paradójica del hombre, su ―otredad‖, y así lo lleva a realizar lo que es. No son las sagradas escrituras de las religiónes las que fundan al hombre, pues se apoyan en la palabra poética. El acto mediante el cual el hombre se funda y revela a sí mismo es la poesía. En suma, la experiencia religiosa y la poética tienen un origen común; sus expresiones históricas —poemas, mitos, oraciones, exorcismos, himnos, representaciónes teatrales, ritos, etc. — son a veces indistinguibles; las dos, en fin, son experiencias de nuestra ―otredad‖ constitutiva. Pero la religión interpreta, canaliza y sistematiza dentro de una teología la inspiración, al mismo tiempo que las iglesias confiscan sus productos. La poesía nos abre la posibilidad de ser que entraña todo nacer; recrea al hombre y lo hace asumir su condición verdadera, que no es la disyuntiva: vida o muerte, sino una totalidad: vida y muerte en un solo instante de incandescencia.
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POESÍA Y POEMA (1956)
L
a poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espíritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aísla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases. Niega a la historia: en su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia, sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no dirigido. Hija del azar; fruto del cálculo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje primitivo. Obediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de lo real, copia de una copia de la idea. Locura, éxtasis, logos. Regreso a la infancia, coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del limbo. Juego, trabajo, actividad ascética. Confesión. Experiencia innata. Visión, música, símbolo. Analogía: el poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros y rimas no son sino correspondencias, ecos, de la armonía universal. Enseñanza, moral, ejemplo, revelación, danza, diálogo, monólogo. Voz del pueblo, lengua de los escogidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita, popular y minoritaria, colectiva y personal, desnuda y vestida, hablada, pintada, escrita, ostenta todos los rostros pero hay quien afirma que no posee ninguno: el poema es una careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda obra humana! ¿Cómo no reconocer en cada una de estas fórmulas al poeta que la justifica y que al encarnarla le da vida? Expresiones de algo vivido y padecido, no tenemos más remedio que adherirnos a ellas —condenados a abandonar la primera por la segunda y a ésta por la siguiente. Su misma autenticidad muestra que la experiencia que justifica a cada uno de estos conceptos, los trasciende. Habrá, pues, que interrogar los testimonios directos de la experiencia poética. La unidad de la poesía no puede ser asida sino a través del trato desnudo con el poema. Al preguntarle al poema por el ser de la poesía, ¿no confundimos arbitrariamente poesía y poema? Ya Aristóteles decía que ―nada hay de común, excepto la métrica, entre Hornero y Empédocles; y por esto con justicia se llama poeta al primero y fisiólogo al segundo‖. Y así es: no todo poema —o para ser exactos: no toda obra construida bajo las leyes del metro— contiene poesía. Pero esas obras métricas ¿Son verdaderos poemas o artefactos artísticos, didácticos o retóricos? Un soneto no es un poema, sino una forma literaria, excepto cuando ese mecanismo retórico —estrofas, metros y rimas— ha sido tocado por la poesía. Hay máquinas de rimar pero no de poetizan Por otra parte, hay poesía sin poemas; paísajes, personas y hechos suelen ser poéticos: son poesía sin ser poemas. Pues bien, cuando la poesía se da como una condensación del azar o es una cristalización de poderes y circunstancias ajenos a la voluntad creadora del poeta, nos enfrentamos a lo poético. Cuando —pasivo o activo, despierto o sonámbulo— el poeta es el hilo conductor y transformador de la corriente poética, estamos en presencia de algo radicalmente distinto: una obra. Un poema es una obra. La poesía se polariza, se congrega y aísla en un producto humano: cuadro, canción, tragedia. Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida. Sólo en el poema la poesía se aisla y revela plenamente. Es lícito preguntar al poema por el ser de la poesía si deja de concebirse a éste como una forma capaz de llenarse con cualquier contenido. El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre. Poema es un organismo verbal que contiene, suscita o emite poesía. Forma y substancia son lo mismo. Apenas desviamos los ojos de lo poético para fijarlos en el poema, nos asombra la multitud de formas que asume ese ser que pensábamos único. ¿Cómo asir la poesía si cada poema se ostenta como algo diferente e irreductible? La ciencia de la literatura pretende reducir a géneros la vertiginosa pluralidad del poema. Por su misma naturaleza, el intento padece una doble insuficiencia‖ Si reducimos la poesía a unas cuantas formas — épicas, líricas, dramáticas—, ¿qué haremos con las novelas, los poemas en prosa y esos libros extraños que se llaman Aurelia, Los cantos de Maldoror o Nadja? Si aceptamos todas las excepciones y las formas intermedias — decadentes, salvajes o proféticas— la clasificación se convierte en un catálogo infinito. Todas las actividades verbales‖ para no abandonar el ámbito del lenguaje, son susceptibles de cambiar de signo y transformarse en poema: desde la interjección hasta el discurso lógico. No es ésta la única limitación, ni la más grave, de las 49
clasificaciones de la retórica. Clasificar no es entender. Y menos aún comprender. Como todas las clasificaciones, las nomenclaturas son útiles de trabajo. Pero son instrumentos que resultan inservibles en cuanto se les quiere emplear para tareas más sutiles que la mera ordenación externa. Gran parte de la crítica no consiste sino en esta ingenua y abusiva aplicación de las nomenclaturas tradiciónales. Un reproche parecido debe hacerse a las otras disciplinas que utiliza la crítica, desde la estilística hasta el psicoanálisis. La primera pretende decirnos qué es un poema por el estudio de los hábitos verbales del poeta. El segundo, por la interpretación de sus símbolos. El método estilístico puede aplicarse lo mismo a Mallarmé que a una colección de versos de almanaque. Otro tanto sucede con las interpretaciones de los psicólogos, las biografías y demás estudios con que se intenta, y a veces se alcanza, explicarnos el porqué, el cómo y el para qué se escribió un poema. La retórica, la estilística, la sociología, la psicología y el resto de las disciplinas literarias son imprescindibles si queremos estudiar una obra, pero nada pueden decirnos acerca de su naturaleza última. La dispersión de la poesía en mil formas heterogéneas podría inclinarnos a construir un tipo ideal de poema. El resultado sería un monstruo o un fantasma. La poesía no es la suma de todos los poemas. Por sí misma, cada creación poética es una unidad autosuficiente. La parte es el todo. Cada poema es único, irreductible e irrepetible. Y así, uno se siente inclinado a coincidir con Ortega y Gasset: nada autoriza a señalar con el mismo nombre a objetos tan diversos como los sonetos de Quevedo, las fábulas de La Fontaine y el Cántico espíritual. Esta diversidad se ofrece, a primera vista, como hija de la historia. Cada lengua y cada nación engendran la poesía que el momento y su genio particular les dictan. Mas el criterio histórico no resuelve sino que multiplica los problemas. En el seno de cada período y de cada sociedad reina la misma diversidad: Nerval y Hugo son contemporáneos, como lo son Velázquez y Rubens, Valéry y Apollinaire. Si sólo por un abuso de lenguaje aplicamos el mismo nombre a los poemas védicos y al haikú japonés, ¿no será también un abuso utilizar el mismo sustantivo para designar a experiencias tan diversas como las de San Juan de la Cruz y su indirecto modelo profano; Garcilaso? La perspectiva histórica —consecuencia de nuestra fatal lejanía— nos lleva a uniformar paísajes ricos en antagonismos y contrastes. La distancia nos hace olvidar las diferencias que separan a Sófocles de Eurípides, a Tirso de Lope. Y esas diferencias no son el fruto de las variaciones históricas, sino de algo mucho más sutil e inapreciable: la persona humana. Así, no es tanto la ciencia histórica sino la biografía la que podría darnos la llave de la comprensión del poema. Y aquí interviene un nuevo obstáculo: dentro de la producción de cada poeta cada obra es también única, aislada e irreductible. La Galatea o El viaje del Parnaso no explican a Don Quijote de la Mancha; Ifigenia es algo substancialmente distinto del Fausto—, Fuenteovejuna, de La Dorotea. Cada obra tiene vida propia y las Églogas no son la Eneida. A veces, una obra niega a otra: el Prefacio a las nunca publicadas poesías de Lautréamont arroja una luz equívoca sobre Los cantos de Maldoror; Una temporada en el infierno proclama locura la alquimia del verbo de Las iluminaciones. La historia y la biografía nos pueden dar la tonalidad de un período o de una vida, dibujarnos las fronteras de una obra y describirnos desde el exterior la configuración de un estilo; también son capaces de esclarecernos el sentido general de una tendencia y hasta desentrañarnos el porqué y el cómo de un poema. Pero no pueden decirnos qué es un poema. La única nota común a todos los poemas consiste en que son obras, productos humanos, como los cuadros de los pintores y las sillas de los carpinteros. Ahora bien, los poemas son obras de una manera muy extraña: no hay entre uno y otro esa relación de filialidad que de modo tan palpable se da en los utensilios. Técnica y creación, útil y poema son realidades distintas. La técnica es procedimiento y vale en la medida de su eficacia, es decir, en la medida en que es un procedimiento susceptible de aplicación repetida: su valor dura hasta que surge un nuevo procedimiento. La técnica es repetición que se perfecciona o se degrada; es herencia y cambio: el fusil reemplaza al arco. La Eneida no sustituye a la Odisea. Cada poema es un objeto único, creado por una ―técnica‖ que muere en el momento mismo de la creación. La llamada ―técnica poética‖ no es transmisible, porque no está hecha de recetas sino de invenciones que sólo sirven a su creador. Es verdad que el estilo —entendido como manera común de un grupo de artistas o de una época— colinda con la técnica, tanto en el sentido de herencia y cambio cuanto en el de ser procedimiento colectivo. El estilo es el punto de partida de todo intento creador; y por eso mismo, todo artista aspira a trascender ese estilo comunal o histórico. Cuando un poeta adquiere un estilo, una manera, deja de ser poeta y se convierte en constructor de artefactos literarios. Llamar a Góngora poeta barroco puede ser verdadero desde el punto de vista de la historia literaria, pero no lo es 50
si se quiere penetrar en su poesía, que siempre es algo más. Es cierto que los poemas del cordobés constituyen el más alto ejemplo del estilo barroco, ¿mas no será demasiado olvidar que las formas expresivas características de Góngora —eso que llamamos ahora su estilo— no fueron primero sino invenciones, creaciones verbales inéditas y que sólo después se convirtieron en procedimientos, hábitos y recetas? El poeta utiliza, adapta o imita el fondo común de su época —esto es, el estilo de su tiempo— pero trasmuta todos esos materiales y realiza una obra única. Las mejores imágenes de Góngora —como ha mostrado admirablemente Dámaso Alonso— proceden precisamente de su capacidad para transfigurar el lenguaje literario de sus antecesores y contemporáneos. A veces, claro está, el poeta es vencido por el estilo. (Un estilo que nunca es suyo, sino de su tiempo: el poeta no tiene estilo.) Entonces la imagen fracasada se vuelve bien común, botín para los futuros historiadores y filólogos. Con estas piedras y otras parecidas se construyen esos edificios que la historia llama estilos artísticos. No quiero negar la existencia de los estilos. Tampoco afirmo que el poeta crea de la nada. Como todos los poetas, Góngora se apoya en un lenguaje. Ese lenguaje era algo más preciso y radical que el habla; un lenguaje literario, un estilo. Pero el poeta cordobés trasciende ese lenguaje. O mejor dicho: lo resuelve en actos poéticos irrepetibles: imágenes, colores, ritmos, visiones: poemas. Góngora trasciende el estilo barroco; Garcilaso, el toscano; Rubén Darío, el modernista. El poeta se alimenta de estilos. Sin ellos, no habría poemas. Los estilos nacen, crecen y mueren. Los poemas permanecen y cada uno de ellos constituye una unidad autosuficiente, un ejemplar aislado, que no se repetirá jamás. El carácter irrepetible y único del poema lo comparten otras obras: cuadros, esculturas, sonatas, danzas, monumentos. A todas ellas es aplicable la distinción entre poema y utensilio, estilo y creación. Para Aristóteles la pintura, la escultura, la música y la danza son también formas poéticas, como la tragedia y la épica. De allí que al hablar de la ausencia de caracteres morales en la poesía de sus contemporáneos, cite como ejemplo de esta omisión al pintor Zeuxis y no a un poeta trágico. En efecto, por encima de las diferencias que separan a un cuadro de un himno, a una sinfonía de una tragedia, hay en ellos un elemento creador que los hace girar en el mismo universo. Una tela, una escultura, una danza son, a su manera, poemas. Y esa manera no es muy distinta a la del poema hecho de palabras. La diversidad de las artes no impide su unidad. Más bien la subraya. Las diferencias entre palabra, sonido y color han hecho dudar dé la unidad esencial de las artes. El poema está hecho de palabras, seres equívocos que si son color y sonido son también significado; el cuadro y la sonata están compuestos de elementos más simples: formas, notas y colores que nada significan en sí. Las artes plásticas y sonoras parten de la no significación; el poema, organismo anfibio, de la palabra, ser significante. Esta distinción me parece más sutil que verdadera. Colores y sones también poseen sentido. No por azar los críticos hablan de lenguajes plásticos y musicales. Y antes de que estas expresiones fuerza usadas por los entendidos, el pueblo conoció y practicó el lenguaje de los colores, los sonidos y las señas. Resulta innecesario, por otra parte, detenerse en las insignias, emblemas, toques, llamadas y demás formas de comunicación no verbal que emplean ciertos grupos. En todas ellas el significado es inseparable de sus cualidades plásticas o sonoras. En muchos casos, colores y sonidos poseen mayor capacidad evocativa que el habla. Entre los aztecas el color negro estaba asociado a la oscuridad, el frío, la sequía, la guerra y la muerte. También aludía a ciertos dioses: Tezcatlipoca, Mixcóatl; a un espacio: el norte; a un tiempo: Técpatl; al sílex; a la luna; al águila. Pintar algo de negro era como decir o invocar todas estas representaciónes. Cada uno de los cuatro colores significaba un espacio, un tiempo, unos dioses, unos astros y un destino. Se nacía bajo el signo de un color, como los cristianos nacen bajo un santo patrono. Acaso no resulte ocioso añadir otro ejemplo: la función dual del ritmo en la antigua civilización china. Cada vez que se intenta explicar las nociones de Yin y Yang —los dos ritmos alternantes que forman el Tao— se recurre a términos musicales. Concepción rítmica del cosmos, la pareja Yin y Yang es filosofía y religión, danza y música, movimiento rítmico impregnado de sentido. Y del mismo modo, no es abuso del lenguaje figurado, sino alusión al poder significante del sonido, el empleo de expresiones como armonía, ritmo o contrapunto para calificar a las acciones humanas. Todo el mundo usa estos vocablos, a sabiendas de que poseen sentido, difusa intencionalidad. No hay colores ni sones en sí, desprovistos de significación: tocados por la mano del hombre, cambian de naturaleza y penetran en el mundo de las obras. Y todas las obras desembocan en la significación; lo que el hombre roza, se tiñe de intencionalidad: es un ir hacia... El mundo del hombre es el mundo del sentido. Tolera la ambigüedad, la contradicción, la locura o el embrollo, no 51
la carencia de sentido. El silencio mismo está poblado de signos. Así, la disposición de los edificios y sus proporciones obedecen a una cierta intención. No carecen de sentido —más bien puede decirse lo contrario— el impulso vertical del gótico, el equilibrio tenso del templo griego, la redondez de la estupa budista o la vegetación erótica que cubre los muros de los santuarios de Orissa. Todo es lenguaje. Las diferencias entre el idioma hablado o escrito y los otros —plásticos o musicales— son muy profundas, pero no tanto que nos hagan olvidar que todos son, esencialmente, lenguaje: sistemas expresivos dotados de poder significativo y comunicativo. Pintores, músicos, arquitectos, escultores y demás artistas no usan como materiales de composición elementos radicalmente distintos de los que emplea el poeta. Sus lenguajes son diferentes, pero son lenguaje. Y es más fácil traducir los poemas aztecas a sus equivalentes arquitectónicos y escultóricos que a la lengua española. Los textos tántricos o la poesía erótica Kavya hablan el mismo idioma de las esculturas de Konarak. El lenguaje del Primero sueño de sor Juana no es muy distinto al del Sagrario Metropolitano de la ciudad de México. La pintura surrealista está más cerca de la poesía de ese movimiento que de la pintura cubista. Afirmar que es imposible escapar del sentido, equivale a encerrar todas las obras —artísticas o técnicas— en el universo nivelador de la historia. ¿Cómo encontrar un sentido que no sea histórico? Ni por sus materiales ni por sus significados las obras trascienden al hombre. Todas son ―un para‖ y ―un hacia‖ que desembocan en un hombre concreto, que a su vez sólo alcanza significación dentro de una historia precisa. Moral, filosofía, costumbres, artes, todo, en fin, lo que constituye la expresión de un período determinado participa de lo que llamamos estilo. Todo estilo es histórico y todos los productos de una época, desde sus utensilios más simples hasta sus obras más desinteresadas, están impregnados de historia, es decir, de estilo. Pero esas afinidades y parentescos recubren diferencias específicas. En el interior de un estilo es posible descubrir lo que separa a un poema de un tratado en verso, a un cuadro de una lámina educativa, a un mueble de una escultura. Ese elemento distintivo es la poesía. Sólo ella puede mostrarnos la diferencia entre creación y estilo, obra de arte y utensilio. Cualquiera que sea su actividad y profesión, artista o artesano, el hombre transforma la materia prima: colores, piedras, metales, palabras. La operación trasmutadora consiste en lo siguiente: los materiales abandonan el mundo ciego de la naturaleza para ingresar en el de las obras, es decir, en el de las significaciones. ¿Qué ocurre, entonces, con la materia piedra, empleada por el hombre para esculpir una estatua y construir una escalera? Aunque la piedra de la estatua no sea distinta a la de la escalera y ambas estén referidas a un mismo sistema de significaciones (por ejemplo: las dos forman parte de una iglesia medieval), la transformación que la piedra ha sufrido en la escultura es de naturaleza diversa a la que la convirtió en escalera. La suerte del lenguaje en manos de prosistas y poetas puede hacernos vislumbrar el sentido de esa diferencia. La forma más alta de la prosa es el discurso, en el sentido recto de la palabra. En el discurso las palabras aspiran a constituirse en significado unívoco. Este trabajo implica reflexión y análisis. Al mismo tiempo, entraña un ideal inalcanzable, porque la palabra se niega a ser mero concepto, significado sin más. Cada palabra — aparte de sus propiedades físicas— encierra una pluralidad de sentidos. Así, la actividad del prosista se ejerce contra la naturaleza misma de la palabra. No es cierto, por tanto, que M. Jourdain hablase en prosa sin saberlo. Alfonso Reyes señala con verdad que no se puede hablar en prosa sin tener plena conciencia de lo que se dice. Incluso puede agregarse que la prosa no se habla: se escribe. El lenguaje hablado está más cerca de la poesía que de la prosa; es menos reflexivo y más natural y de ahí que sea más fácil ser poeta sin saberlo que prosista. En la prosa la palabra tiende a identificarse con uno de sus posibles significados, a expensas de los otros: al pan, pan; y al vino, vino. Esta operación es de carácter analítico y no se realiza sin violencia, ya que la palabra posee varios significados latentes, es una cierta potencialidad de direcciones y sentidos. El poeta, en cambio, jamás atenta contra la ambigüedad del vocablo. En el poema el lenguaje recobra su originalidad primera, mutilada por la reducción que le imponen prosa y habla cotidiana. La reconquista de su naturaleza es total y afecta a los valores sonoros y plásticos tanto como a los significativos. La palabra, al fin en libertad, muestra todas sus entrañas, todos sus sentidos y alusiones, como un fruto maduro o como un cohete en el momento de estallar en el cielo. El poeta pone en libertad su materia. El prosista la aprisiona. Otro tanto ocurre con formas, sonidos y colores. La piedra triunfa en la escultura, se humilla en la escalera. El color resplandece en el cuadro; el movimiento del cuerpo, en la danza. La materia, vencida o 52
deformada en el utensilio, recobra su esplendor en la obra de arte. La operación poética es de signo contrario a la manipulación técnica. Gracias a la primera, la materia reconquista su naturaleza: el color es más color, el sonido es plenamente sonido. En la creación poética no hay victoria sobre la materia o sobre los instrumentos, como quiere una vana estética de artesanos, sino un poner en libertad la materia. Palabras, sonidos, colores y demás materiales sufren una transmutación apenas ingresan en el círculo de la poesía. Sin dejar de ser instrumentos de significación y comunicación, se convierten en ―otra cosa*. Ese cambio —al contrario de lo que ocurre en la técnica— no consiste en abandonar su naturaleza original, sino en volver a ella. Ser ―otra cosa‖ quiere decir ser ―la misma cosa‖: la cosa misma, aquello que real y primitivamente son. Por otra parte, la piedra de la estatua, el rojo del cuadro, la palabra del poema, no son pura y simplemente piedra, color, palabra: encarnan algo que los trasciende y traspasa. Sin perder sus valores primarios, su peso original, son también como puentes que nos llevan a otra orilla, puertas que se abren a otro mundo de significados indecibles por el mero lenguaje. Ser ambivalente, la palabra poética es plenamente lo que es —ritmo, color, significado— y asimismo, es otra cosa: imagen. La poesía convierte la piedra, el color, la palabra y el sonido en imágenes. Y esta segunda nota, el ser imágenes, y el extraño poder que tienen para suscitar en el oyente o en el espectador constelaciones de imágenes, vuelve poemas todas las obras de arte. Nada prohíbe considerar poemas las obras plásticas y musicales, a condición de que cumplan las dos notas señaladas: por una parte, regresar sus materiales a lo que son —materia resplandeciente u opaca— y así negarse al mundo de la utilidad; por la otra, transformarse en imágenes y de este modo convertirse en una forma peculiar de la comunicación. Sin dejar de ser lenguaje —sentido y transmisión del sentido— el poema es algo que está más allá del lenguaje. Más eso que está más allá del lenguaje sólo puede alcanzarse a través del lenguaje. Un cuadro será poema si es algo más que lenguaje pictórico. Piero della Francesca, Masaccio, Leonardo o Ucello no merecen, ni consienten, otro calificativo que el de poetas. En ellos la preocupación por los medios expresivos de la pintura, esto es, por el lenguaje pictórico, se resuelve en obras que trascienden ese mismo lenguaje. Las investigaciones de Masaccio y Ucello fueron aprovechadas por sus herederos, pero sus obras son algo más que esos hallazgos técnicos: son imágenes, poemas irrepetibles. Ser un gran pintor quiere decir ser un gran poeta: alguien que trasciende los límites de su lenguaje. En suma, el artista no se sirve de sus instrumentos —piedras, sonido, color o palabra— como el artesano, sino que los sirve para que recobren su naturaleza original. Servidor del lenguaje, cualquiera que sea éste, lo trasciende. Esta operación más adelante— produce la imagen. El artista es creador de imágenes: poeta. Y su calidad de imágenes permite llamar poemas al Cántico espíritual y a los himnos védicos, al haikú y a los sonetos de Quevedo. El ser imágenes lleva a las palabras, sin dejar de ser ellas mismas, a trascender el lenguaje, en tanto que sistema dado de significaciones históricas. El arco y la lira. México, Fondo de Cultura Económica, 1956.
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SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ, PRIMERA APROXIMACIÓN (1950)
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n 1960 Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla, publica la crítica de sor Juana Inés al famoso sermón de jesuita Antonio de Vieyra sobre ―las finezas de Cristo‖. La Carta atenagórica es el único escrito teológico de sor Juana; o, al menos, el único que ha llegado hasta nosotros. Escrita por encargo y ―con más repugnancia que otra cosa, así por ser de cosas sagradas, a quienes tengo reverente temor, como por parecer querer impugnar, a lo que tengo aversión natural‖, la Carta tuvo inmediata resonancia. Era insólito que una monja mexicana se atreviese a criticar, con tanto rigor como osadía intelectual, al célebre confesor de Cristina de Suecia. Pero si la crítica a Vieyra produjo asombro, la singular opinión de la poetisa acerca de los favores divinos debe haber turbado a aquellos mismos que la admiraban. Sor Juana sostenía que los mayores beneficios de Dios son negativos ―premiar es beneficio, castigar es beneficio y suspender los beneficios es el mayor beneficio y el no hacer finezas la mayor fineza‖. En una monja amante de la poesía y de la ciencia, más preocupada por el saber que por el salvarse, esta idea corría el riesgo de ser juzgada como algo más que una sutileza teológica: si el mayor favor divino era la indiferencia, ¿no crecía demasiado la esfera del libre albedrío? El obispo de Puebla, editor y amigo de la monja, no oculta su desacuerdo. Con el pseudónimo de sor filotea de la Cruz, declara en la misiva que precede a la Carta atenagórica: ―Aunque la discreción de… las llama finezas (a los beneficios negativos), yo las tengo por castigos‖. En efecto, para un cristiano no hay vida fuera de la gracia y la libertad misma en su reflejo. El prelado no se contentó, por lo demás, con mostrar su inconformidad ante la teología de sor Juana sino que ante sus aficiones intelectuales y literarias manifiesta una reprobación aún más decidida y tajante: ―no pretendo que V. md. mude de genio, renunciando a los libros, sino que lo mejore leyendo el de Jesucristo… lástima que un tan gran entendimiento de tal manera se abata a las raseras noticias de la Tierra que no desee penetrar lo que pasa en el Cielo; y ya que se humilla al suelo, que no baje más abajo, considerando lo que pasa en el Infierno‖. La carta del obispo enfrenta a sor Juana con el problema de su vocación y, más radicalmente, con su vida entera. La discusión teológica pasa a segundo plano. La Respuesta a sor Filotea de la Cruz es el último escrito de sor Juana. Autobiografía crítica, defensa de su derecho al saber y confesión de los límites de todo humano saber, este texto anuncia su final sumisión. Dos años después vende sus libros y se abandona a los poderes del silencio. Madura para la muerte, no escapa a la epidemia de 1695.10 Temo que no sea posible entender lo que nos dicen su obra y su vida si antes no comprendemos el sentido de esta renuncia a la palabra. Oír lo que nos dice su callar es algo más que una fórmula barroca de la comprensión. Pues si el silencio es ―cosa negativa‖, no lo es el callar: el oficio propio del silencio es ―decir nada‖, que no es lo mismo que nada decir. El silencio es indecible, expresión sonora de la nada; el callar es significante pues aun de ―aquellas cosas que no se pueden decir es menester decir siquiera que no se puede decir, para que se entienda que el callar no es no saber qué decir sino no saber en voces lo mucho que hay que decir‖. ¿Qué es lo que nos calla los últimos años de sor Juana? Y eso que callan, ¿pertenece al reino del silencio, esto es, de lo indecible, o al del callar, que habla por alusiones y signos? La crisis de sor Juana coincide con los trastornos y calamidades públicas que ensombrecieron el final del siglo XVII mexicano. No parece razonable pensar que lo primero se efecto de lo segundo. Esta clase de explicaciones lineares exigen siempre un tercer término, que a su vez necesita de otro. La cadena de las causas y efectos no tiene fin. Por otra parte, no es posible explicar la cultura por la historia, como si se tratase de órdenes diferentes: uno el mundo de los hechos, otro el de las obras. Los hechos son inseparables de las obras. El hombre se mueve en un mundo de obras. La cultura es historia. Y puede añadirse que lo propio de la historia es la cultura y que no hay más historia que la de la cultura: la de las obras de los hombres, la de los hombres en sus obras. Así, el silencio de sor Juana y los tumultos de 1692 son hechos que guardan una estrecha relación y que no resultan inteligibles sino dentro de la historia de la cultura colonial. Ambos son consecuencia de una crisis histórica, poco estudiada hasta ahora. En la esfera temporal Nueva España había sido fundada como armónica y jerárquica convivencia de muchas razas y naciones, a la sombra de la monarquía austriaca; en la espíritual, sobre la universidad de la Entre las pocas cosas que se encontraron en su celda figura un romance incompleto ―en reconocimiento a las inimitables plumas de la Europa que hicieran mayores sus obras con sus elogios.‖ 54 10
revelación cristiana. La superioridad de la monarquía española frente al Estado azteca no era de índole distinta a la de la nueva religión: ambos constituían un orden abierto, capaz de englobar a todos los hombres y a todas las razas. El orden temporal era justo, además, porque se apoyaba en la revelación cristiana, en una palabra divina y racional. Renunciar a la palabra racional −callarse− y quemar la Audiencia, símbolo del Estado, eran actos de significación parecida. En ellos Nueva España se expresa como negación. Pero esta negación no se hace frente a un poder externo: por esos actos la Colonia se niega a sí misma y renuncia a ser sin que, por otra parte, brote afirmación alguna de esta negación. El poeta calla, el intelectual abdica, el pueblo se amotina. La crisis desemboca en el silencio. Todas las puertas se cierran y la historia colonial se revela como aventura sin salida. El sentido de la crisis colonial puede falsearse si se cede a la tentación de considerarla como una profecía de la Independencia. Esto sería cierto si la Independencia hubiese sido solamente la extrema consecuencia de la disgregación del Imperio español. Pero es algo más; y, también, algo substancialmente distinto: una revolución, esto es, un cambiar el orden colonial por otro. O sea: un total empezar de nuevo la historia de América. A pesar de lo que piensan muchos, el mundo colonial no engendra al México independiente: hay una ruptura y, tras ella, un orden fundado en principios e instituciónes radicalmente distintos a los antiguos. De allí que el siglo xix se haya sentido ajeno al pasado colonial. Nadie se reconocía en la tradición novohispana porque, en efecto, esa tradición no era la de los liberales que hicieron el México moderno. Durante más de un siglo México ha vivido sin pasado. Si la crisis que cierra el periodo de la monarquía austriaca no es anuncia de la Independencia, ¿cuál es su sentido? Frente a la pluralidad de naciones y lenguas que componían al mundo prehispánico, Nueva España se presenta como una construcción unitaria: todos los pueblos y todos los hombres tenían cabida en ese orden universal. En los villancicos de sor Juana una abigarrada multitud confiesa en náhuatl, latín y español una sola fe y una sola lealtad. El catolicismo colonial era tan universal como la monarquía y en su cielo, apenas disfrazados, cabían todos los viejos dioses y las antiguas mitologías. Los indios, abandonados por sus divinidades, gracias al bautismo reanudan sus lazos con lo divino y ocupan un lugar en este mundo y en el otro. El desarraigo de la Conquista se resuelve en el descubrimiento de un nuevo hogar ultraterreno. El catolicismo llega a México como una religión hecha y a la defensiva. Pocos han señalado que el apogeo de la religión católica en América coincide con su crepúsculo europeo: lo que allá era ocaso fue alba entre nosotros. La nueva religión viaja de siglos, con una filosofía sutil y compleja, que no dejaba resquicio abierto a los ardores de la investigación ni a las dudas de la especulación. Esta diferencia de ritmo histórico –raíz de la crisis− también es perceptible en otras órbitas, desde las económicas hasta las literarias. En todos los órdenes la situación era semejante: no había nada que inventar, nada que añadir, nada que proponer. Apenas nacida, Nueva España era ya una opulenta flor condenada a una prematura e inmóvil madurez. Sor Juana encarna esa madurez. Su obra poética es un excelente muestrario de los estilos de los siglos XVI y XVII. Cierto, a veces —como en su imitación de Jacinto Polo de Medina— resulta superior a su modelo, pero sin descubrir nuevos mundos. Otro tanto ocurre con su teatro, y el mayor elogio que se puede hacer de El divino Narciso es decir que no es indigno de los autos calderonianos. (Sólo en Primero sueño, por las razones que más adelante se apuntan, va más allá de sus maestros). En suma, Sor Juana nunca rebasa el estilo de su época. Para ella era imposible romper aquellas formas que tan sutilmente la aprisionaban y dentro de las cuales se movía con tanta elegancia: destruirlas hubiera sido negarse a sí misma. El conflicto era insoluble porque la única salida exigía la destrucción misma de los supuestos que fundaban al mundo colonial. Si no era posible negar los principios en que aquella sociedad se apoyaba sin negarse a sí misma, tampoco lo era proponer otros. Ni la tradición ni la historia de Nueva España podían ofrecer soluciones diferentes. En verdad de dos siglos más tarde se adoptaron otros principios; pero no debe olvidarse que venían de fuera, de Francia, y que estaban destinados a fundar una sociedad distinta. A fines del siglo XVII el mundo colonial pierde la posibilidad de reengendrarse: los mismos principios que le habían dado el ser, lo ahogaban. Negar a este mundo y afirma al otro era un acto que para sor Juana no podía tener la misma significación que para los grandes espíritus de la Contrarreforma o para los evangelizadores de la Nueva España. La renuncia a este mundo no significa, para Teresa o Ignacio, la dimisión o el silencio, sino un cambio de signo: la historia, y con ella la acción humana, se abre a lo ultraterreno y adquiere así nueva fertilidad. La mística misma no consiste tanto en salir de este mundo como en insertar la vida personal en la historia sagrada. El catolicismo militante, 55
evangélico o reformador, impregna de sentido a la historia y la negación de este mundo se traduce finalmente en una afirmación de la acción histórica. En cambio, la porción verdaderamente personal de la obra de sor Juana no se abre a la acción ni a la complementación sino al conocimiento. Esta nueva especie de conocimiento era imposible dentro de los supuestos de su universo histórico. Durante más de veinte años sor Juana se obstina. Y no cede sino cuando las puertas se cierran definitivamente. Dentro de ella misma el conflicto era radical: el conocimiento es un sueño. Cuando la historia la despierta de su sueño, al final de su vida, calla. Su despertar cierra el sueño dorado del virreinato. Si no se entiende su callar no se podrá comprender lo que significan realmente el Primero Sueño y la Respuesta a sor Filotea de la Cruz: el saber es imposible y toda palabra desemboca en el silencio. La comprensión de su callar. las glorias deletrea entre los caracteres del estrago.
Glorias ambiguas. Toda en ella –vocación, alma, cuerpo− es ambivalente. Niña aún, su familia la envía a la ciudad de México, con unos parientes. A los dieciséis años es dama de compañía de la marquesa de Mancera, virreina de Nueva España. A través de la biografía del padre Calleja nos llegan los ecos de las fiestas y concursos en que Juana, niña prodigio, brillaba. Hermosa y sola, no le faltaron enamorados. Más no quiso ser ―pared blanca donde todos quieren echar borrón‖. Toma los hábitos porque ―para la negación total que tenía al matrimonio era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir‖. Sabemos ahora que era hija natural: ¿habría escogido la vida matrimonial de haber sido legítima? Esta posibilidad es, por lo menos, dudosa. Sor Juana parece sincera cuando habla de su vocación intelectual: ni la ausencia del amor terrestre ni la urgencia del divino la lleven al claustro. El convento es un expediente, una solución razonable, que le ofrece refugio y soledad. Para ella, la celda es retiro, no cueva de ermitaño. Laboratorio, biblioteca, salón, allí se recibe y conservas, se leen versos, se discute, se oye buena música. Desde el convento sor Juana participa en la vida intelectual y, asimismo, en la palaciega. Versifica sin cesar. Escribe comedias, villancicos, loas, un tratado de música, reflexiones de moral. Entre el palacio virreinal y el convento que hay un ir y venir de rimas y obsequios, parabienes, poemas burlescos, peticiones. Niña mimada, décima musa. En sus villancicos surgen ―las cláusulas tiernas del mexicano lenguaje‖, al lado del negro congolés y el bronco hablar del vizcaíno. Sor Juana usa con entera conciencia y hasta con cierta coquetería todas esas raras especias: ¿Qué mágicas infusiones de los indios herbolarios de mi patria, entre mis letras el hechizo derramaron?
Sería un error confundir la estética barroca –que abría las puertas al exotismo del Nuevo Mundo− con una preocupación nacionalista. Más bien se puede decir lo contrario. Esta predilección por las lenguas y dialectos nativos –imitada de Góngora− no revela tanto una hipotética adivinación de la futura nacionalidad como una viva conciencia de la universidad del Imperio: indios, criollos, mulatos y españoles forman mi todo. Su preocupación por las religiónes precortesianas –visible en la loa que precede a El divino Narciso− posee el mismo sentido. La función de la Iglesia no es diversa a la del Imperio: conciliar los antagonismos, abrazar las diferencias en una verdad superior. El amor es uno de los temas constantes de su poesía. Dicen que amo y fue amada. Ella misma así lo da a entender en liras y sonetos –aunque en la Respuesta a sor filotea advierte que todo lo que escribió, excepto el Primero sueño, fue de encargo. Poco importa que esos amores hayan sido ajenos o propios, vividos o soñados: ella los hizo suyos por gracia de la poesía. Su erotismo es intelectual, con lo que no quiero decir que carezca de profundidad o de autenticidad. Se complace, como todos los grandes enamorados, en la dialéctica de la pasión. Y también, sensual, en su retórica, que no es lo mismo que la pasión retórica de ciertas petisas. Los hombres y 56
mujeres de sus poemas son imágenes, sombras ―labradas por la fantasía‖. Su platonismo no está exento de ardor. Siente a su cuerpo como una llama sin sexo: Y yo sé que mi cuerpo sin que a uno u otro se incline es neutro, o abstracto, cuanto sólo el alma deposite.
La cuestión es quemante. Y así la deja ―para que otros la ventilen‖, pues no se debe sutilizar en lo que está bien que se ignore. No menos ambigua es su actitud ante los dos sexos. Los hombres de sus sonetos y sus liras son siempre ausencia o desdén, sombras huidizas. En cambio, sus retratos de mujeres son espléndidos, señaladamente los de las virreinas que la protegieron: la marquesa de Mancera y la condesa de Paredes. El romance es esdrújulo que ―pinta la proporción hermosa de la señora de Paredes‖ es una de las obras memorables de la poesía gongorina. No debe escandalizar esta pasión: Ser mujer y estar ausente no es de amarte impedimento, pues sabes tú que las almas distancia ignoran y sexo.
En casi todas sus poesías amorosas —y también en aquellas que tratan de la amistad que profesa a filis o a Lisis— aparece el mismo razonamiento: ―el amor puro, sin deseo de indecencias, puede sentir lo que el más profano‖. Sería excesivo hablar de homosexualidad; no lo es advertir que ella misma no oculta la ambigüedad de sus sentimientos. Es uno de sus más hondos sonetos repite: Aunque dejes burlado el lazo estrecha que tu forma fantástica ceñía, poco importa burlar brazos y pecho si te labra prisión mi fantasía
Sus amores, cierto o fingidos, fueron castos sin duda. Se enamora del cuerpo con el alma, más ¿quién podrá trazar las fronteras entre uno y otro? Para nosotros cuerpo y alma son lo mismo o casi lo mismo: nuestra idea del cuerpo está teñida de espíritu y a la inversa. Sor Juana vive en un mundo fundado en el dualismo y para ella el problema era de más fácil resolución, tanto en la esfera de las ideas como en la de la conducta. Cuando muere la marquesa de mancera, se pregunta: Bello compuesto en Laura dividido, Alma inmortal, espíritu glorioso, ¿por qué dejaste cuerpo tan hermoso? ¿Y para qué tal alma has despedido?
Sor Juana se mueve entre sombras: las de los cuerpos inasibles y las almas huidizas. Para ella sólo el amor divino es concreto e ideal a un tiempo. Pero sor Juana no es un poeta místico y en sus poemas religiosos la divinidad es abstracta. Dios es idea, concepto, y aun ahí donde sigue visiblemente a los místicos se resiste a confundir lo terreno y lo celeste. El amor divino es amor racional. Su gran amor no fueron estos amores. Desde niña se inclina por las letras. Adolescente, concibe el proyecto de vestirse de hombre y concurrir a la universidad. Resignada a ser autodidacta, se queja: ―Cuán duro es estudiar en aquellos caracteres sin alma, careciendo de la voz viva del maestro‖. Y añade que todos estos trabajos ―los sufría por amor a las letras; oh, ¡si hubiese sido por amor de Dios, que era lo acertado, cuándo hubiera merecido!‖. Este lamento es una confesión: el conocimiento que busca no es el que está en los libros sagrados. Si la teología es ―la reina de las ciencias‖, ella se demora en sus aledaños: física y lógica, retórica y derecho. Pero su curiosidad no es la del especialista; aspira a la integración de las verdades particulares e insiste 57
en la unidad del saber. La vanidad no daña a la comprensión general, antes la exige; todas las ciencias se corresponden: ―es la cadena que fingieron los antiguos que salía de la boca de Júpiter, de donde pendían todas las cosas, eslabonadas unas con otras‖. Es impresionante su interés por la ciencia. En los verbos del Primero sueño describe, con pedantería que nos hace sonreír, las funciones alimenticias, los fenómenos del sueño y de la fantasía, el valor curativo de ciertos venenos, las pirámides egipcias, la linterna mágica que: Representa fingidas en la blanca pared varias figuras de la sombra no menos ayudada que de la luz que en trémulos reflejos…
Todo se mezcla: teología y ciencia, retórica barroca y real asombro ante el universo. Su actitud es insólita en la tradición hispánica. Para los grandes españoles el saber se resuelve en acción heroica o en negación del mundo (negación positiva, por decirlo así). Para sor Juana el mundo es problema. Todo le da ocasión de aguzar preguntas, toda ella se aguza en pregunta. El universo es un vasto laberinto, dentro del cual el alma no acierta a encontrar el desenlace, ―sirtes tocando de imposibles en cuantos intenta rumbos seguir‖. Nada más alejado de este rompecabezas racional que la imagen del mundo que nos han dejado los clásicos españoles. En ellos ciencia y acción se confunden. Saber es obrar y todo obrar, como todo saber, está referido al más allá. Dentro de esta tradición el saber desinteresado parece blasfemia o locura. La iglesia no la juzgó loca o blasfema, pero sí lamentó su extravío. En la Respuesta nos relata que ―la mortificación y atormentaron con aquel: no conviene a la santa ignorancia este estudio; se ha de perder, se ha de desvanecer en tanta altura con su misma perspicacia y agudeza‖. Doble soledad: la de la conciencia y la de la mujer. Una superiora –―muy santa y muy cándida, que creyó que el estudio era cosa de la Inquisición− le manda que no estudie. Su confesor aprieta el cerco y la priva de auxilios espírituales. Era difícil resistir a tanta presión contraria, como antes lo había sido no marearse con los halagos de la Corte. Sor Juana persiste. Apoyándose en los textos de los Padres de la Iglesia defiende su derecho –y el de todas las mujeres− al conocimiento. Y no sólo al saber; también a la enseñanza: ―¿Qué inconveniente tiene que una anciana tenga a su cargo la educación de las doncellas?‖. Versátil, atraída por mil cosas a la vez, se defiende estudiando y estudiando se repliega. Si le quitan los libros, le queda el pensamiento, que consume más en un cuarto de hora que los textos en cuatro años. Ni en el sueño se libra ―de este continuo movimiento de mi imaginativa, antes suele obrar en él más libre y desembarazada… arguyendo y haciendo versos de que pudiera hacer un catálogo muy grande‖. Confesión preciosa entre todas y que nos da la clave de su poema capital: el sueño es una más larga y lúcida vigilia. Soñar es conocer. Frente al saber diurno se erige otro, necesariamente rebelde, fuera de la ley y sujeto a un castigo que, más que atemorizar el espíritu, lo estimula. Es ocioso subrayar hasta qué punto la concepción que preside al Primero sueño coincide con algunas de las preocupaciones de la poesía moderna. Debemos la mejor y más clara descripción del asunto de Primero sueño al padre Calleja: ―Siendo de noche, me dormí; soñé que de una vez quería comprender todas las cosas de que el universo se compone; no pude, ni aun divisas por categorías, ni un solo un individuo. Desengañada, amaneció y desperté‖. Sor Juana declara que escribió el poema como deliberada imitación de las Soledades. Más el Sueño es el poema del asombro nocturno, en tanto que el de Góngora es el del mediodía. Tras las imágenes del poeta cordobés no hay nada porque su mundo es pura imagen, esplendor de la apariencia. El universo de sor Juana –pobre en colores, abundante en sombras, abismos y claridades súbitas− es un laberinto de símbolos, un delirio nacional. Primer sueño es el poema del conocimiento. Esto lo distingue de la poesía gongorina y, más totalmente, de toda la poesía barroca. Esto mismo lo enlaza, inesperadamente, a la poesía alemana romántica y, por ella, a la de nuestro tiempo. En algunos pasajes el verbo barroco se resiste al inusitado ejercicio de transcribir en imágenes conceptos y fórmulas abstractas. El lenguaje se vuelve abrupto y pedantesco. En otros, los mejores y más intensos, la expresión es vertiginosa a fuera de lucidez. Sor Juana crea un paísaje abstracto y alucinante, hecho de conos, 58
obeliscos, pirámides, precipicios geométricos y picos agresivos. Su mundo participa de la mecánica y del mito. La esfera y el triángulo rigen su cielo vacío. Poesía de la ciencia pero también del terror nocturno. El poema se inicia cuando la noche reina sobre el mundo. Todo duerme, vencido por el sueño. Duermen el rey y el ladrón, los amantes y el solitario. Yace el cuerpo entregado a sí mismo. Vida disminuida del cuerpo, vida desmesurada del espíritu, libre de su peso corporal. Los alimentos, transformados en calor, engendran sensaciones que la fantasía convierte en imágenes. En lo alto de su pirámide mental –formada por todas las potencias del espíritu, memoria e imaginación, juicio y fantasía− el alma contempla los fantasmas del mundo y, sobre todo, esas figuras de la mente ―que intelectuales claras son estrellas‖ de su cielo interior. En ellas el alma se recrea en sí misma. Después, se desprende de esta contemplación y despliega la mirada por todo lo creado; la diversidad del mundo la deslumbra y acaba por cegarla. Águila intelectual, el alma se desempeña ―en las neutralidades de un mar de asombros‖. La caída no la aniquila. Incapaz de volar, trepa. Penosamente, paso a paso, sube la pirámide. Divide al mundo en categorías, escalas del conocimiento, pues el método debe reparar el ―defecto de no poder conocer con un acto intuitivo todo lo creado‖. El poema describe la marcha del pensamiento, espiral que asciende desde lo inanimado hasta el hombre y su símbolo: el triángulo, figura en la que convergen lo animal y lo divino. El hombre es el lugar de cita de la creación, el punto más alto de tensión de la vida, siempre entre dos abismos: ―altiva bajeza… a mercede de amorosa unión‖. Pero el método no remedia las carencias del espíritu. El entendimiento no puede discernir los enlaces que unen lo inanimado a lo animado, el vegetal al animal, el animal al hombre. Ni siquiera le es dable penetrar en los fenómenos más simples. Obscuramente se da cuenta de que la inmensa variedad de la creación se resuelve en una ley, mas esa ley es inasible. El alma vacila. Acaso sea mejor retroceder. Surgen, como aviso a los temerarios, ejemplos de otras derrotas. La advertencia se vuelve reto y el ánimo se enardece al ver que otros no dudaron en ―eternizar su nombre en su ruina‖. El poema se puebla de imágenes prometeicas: el acto de conocer, no el conocimiento mismo, es el premio del combate. El alma despeñada se afirma y, haciendo halago de su terror, se apresta a elegir nuevos rumbos. En ese instante el cuerpo ayuno de alimentos reclama lo suyo. Brota el sol. Las imágenes se disuelven. El conocimiento es un sueño. Pero la victoria del sol es parcial y cíclica. Triunfa en medio mundo, es vencido en el otro medio. La noche rebelde, ―en su mismo desempeño recobrada‖, erige su imperio en los territorios que el sol desampara. Allá otras almas sueñan el sueño de sor Juana. El universo que nos revela el poema es ambivalente: lo vigila es el sueño; la derrota de la noche, su victoria. El sueño del conocimiento es también: el conocimiento es sueño. Cada afirmación lleva en sí su negación. La noche de sor Juana no es la noche carnal de los amantes. Tampoco es la de los místicos. Noche intelectual, altiva y fija como un ojo inmenso, noche construida a pulso sobre el vacío, geometría rigurosa, obelisco taciturno, toda fija tensión hacia los cielos. Este impulso vertical es lo único que recuerda a otras noches de la mística española. Pero los místicos son como aspirados por las fuerzas celestes, según se ve en cierto cuadro de El Greco. En el Primero sueño el ciclo se cierra: las alturas son hostiles al vuelo. Silencio frente al hombre: el ansia de conocer es ilícita y rebelde el alma que sueña el conocimiento. Soledad nocturna de la conciencia. Sequía, vértigo, jadeo. Y sin embargo, no todo es adverso. En su soledad y despeño el hombre se afirma en sí mismo: saber es sueño, mas ese sueño es todo lo que sabemos de nosotros y en él reside nuestra grandeza. Juego de espejos en el que el alma se pierde cada vez que se alcanza y se gana cada vez que se pierde, la emoción del poema brota de la conciencia de esta ambigüedad. La noche vertiginosa y cíclica de sor Juana nos revela de pronto su centro fijo: Primer sueño no es el poema del conocimiento, sino del acto de conocer. De esta manera, sor Juana transmuta sus fatalidades históricas y personales, hace victoria de su derrota, canto de su silencio. Una vez más la poesía se alimenta de historia y biografía. Una vez más las trasciende. París, 20 de octubre de 1950. Las peras del olmo. México, UNAM, 1957 [OC, vol. 4].
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ANALOGÍA E IRONÍA (1972)
L
a analogía sobrevivió al paganismo y probablemente sobrevivirá al cristianismo y a su enemigo el cientismo. En la historia de la poesía moderna su función ha sido doble: por una parte, fue el principio anterior a todos los principios y distinto a la razón de las filosofías y a la revelación de las religiónes; por otra parte, hizo coincidir ese principio con la poesía misma. La poesía es una de las manifestaciónes de la analogía; las rimas y las aliteraciones, las metáforas y las metonimias, no son sino modos de operación del pensamiento analógico. El poema es una secuencia en espiral y que regresa sin cesar, sin regresar jamás del todo, a su comienzo. Si la analogía hace del universo un poema, un texto hecho de oposiciones que se resuelven en consonancias, también hace del poema un doble del universo. Doble consecuencia: podemos leer el universo, podemos vivir el poema. Por lo primero, la poesía es conocimiento; por lo segundo, acto. De una y otra manera colinda —pero sólo para contradecirlas— con la filosofía y con la religión. La imagen poética configura una realidad rival de la visión del revolucionario y de la del religioso. La poesía es la otra coherencia, no hecha de razones, sino de ritmos. No obstante, hay un momento en que la correspondencia se rompe; hay una disonancia que se llama, en el poema: ironía, y en la vida: mortalidad. La poesía moderna es la conciencia de esa disonancia dentro de la analogía. Las mitologías poéticas, sin excluir a las de los poetas cristianos, envejecen y se vuelven polvo como las religiónes y las filosofías. Queda la poesía y por eso podemos leer a los vedas y las biblias no como escrituras religiosas, sino como textos poéticos: ―El genio poético es el hombre verdadero. Las religiónes de todas las naciones se derivan de diferentes recepciones del genio poético‖ (Blake: All religións are one, 1788). Aunque las religiónes son históricas y perecederas, hay en todas ellas un germen no religioso y que perdura: la imaginación poética. Hume habría sonreído ante esta extraña idea. ¿A quién creer: a Hume y su crítica de la religión o a Blake y su exaltación de la imaginación? La historia de la poesía moderna es la historia de la respuesta que cada poeta ha dado a esta pregunta. Para todos los fundadores —Wordsworth, Coleridge, Hölderlin, Jean-Paul, Novalis, Hugo, Nerval— la poesía es la palabra del tiempo sin fechas. Palabra del principio: palabra de fundación. Pero también palabra de desintegración: ruptura de la analogía por la ironía, por la conciencia de la historia que es conciencia de la muerte. El romanticismo fue un movimiento literario, pero asimismo fue una moral, una erótica y una política. Si no fue una religión fue algo más que una estética y una filosofía: una manera de pensar, sentir, enamorarse, combatir, viajar. Una manera de vivir y una manera de morir. Friedrich von Schiegel afirmó en uno de sus escritos programáticos que el romanticismo no sólo se proponía la disolución y la mezcla de los géneros literarios y las ideas de belleza sino que, por la acción contradictoria pero convergente de la imaginación y de la ironía, buscaba la fusión entre vida y poesía. Y aún más: socializar la poesía. El pensamiento romántico se despliega en dos direcciones que acaban por fundirse: la búsqueda de ese principio anterior que hace de la poesía el fundamento del lenguaje y, por tanto, de la sociedad; y la unión de ese principio con la vida histórica. Si la poesía ha sido el primer lenguaje de los hombres —o si el lenguaje es en su esencia una operación poética que consiste en ver al mundo como un tejido de símbolos y de relaciones entre esos símbolos— cada sociedad está edificada sobre un poema; si la revolución de la edad moderna consiste en el movimiento de regreso de la sociedad a su origen, al pacto primordial de los iguales, esa revolución se confunde con la poesía. Blake dijo: ―Todos los hombres son iguales en el genio poético‖.11 De ahí que la poesía romántica pretenda ser también acción: un poema no sólo es un objeto verbal sino que es una profesión de fe y un acto. Inclusive la doctrina del ―arte por el arte‖, que parece negar esta actitud, la confirma y la prolonga: más que una estética fue una ética, y aun, muchas veces, una religión y una política. La poesía moderna oficia en el subsuelo de la sociedad y el pan que reparte a sus fieles es una hostia envenenada: la negación y la crítica. Pero esta ceremonia en las tinieblas también es una búsqueda del manantial perdido, el agua del origen. El romanticismo nació casi al mismo tiempo en Inglaterra y Alemania. Desde allí se extendió a todo el continente europeo como si fuese una epidemia espíritual. La preeminencia del romanticismo alemán e inglés no proviene sólo de su anterioridad cronológica sino, tanto como de su gran originalidad poética, de su penetración crítica. En ambas lenguas la creación poética se alía a la reflexión sobre la poesía con una intensidad, 11
All religions are one, 1788. 60
profundidad y novedad que no tienen paralelo en las otras literaturas europeas. Los textos críticos de los románticos ingleses y alemanes fueron verdaderos manifiestos revolucionarios e inauguraron una tradición que se prolonga hasta nuestros días. La conjunción entre la teoría y la práctica, la poesía y la poética, fue una manifestación más de la aspiración romántica hacia la fusión de los extremos: el arte y la vida, la antigüedad sin fechas y la historia contemporánea, la imaginación y la ironía. Mediante el diálogo entre poesía y prosa se perseguía, por una parte, vitalizar a la primera por su inmersión en el lenguaje común y, por la otra, idealizar la prosa, disolver la lógica del discurso en la lógica de la imagen. Consecuencia de esta interpenetración: el poema en prosa y la periódica renovación del lenguaje poético, a lo largo de los siglos XIX y XX, por inyecciones cada vez más fuertes de habla popular. Pero en 1800, como más tarde en 1920, lo nuevo no era tanto que los poetas especulasen en prosa sobre la poesía, sino que esa especulación desbordase los límites de la antigua poética y proclamase que la nueva poesía era también una nueva manera de sentir y de vivir. La unión de poesía y prosa es constante en los románticos ingleses y alemanes aunque, como es natural, no en todos los poetas se manifiesta con la misma intensidad y de la misma manera. En algunos casos, como en Coleridge y Novalis, el verso y la prosa poseen, a pesar de la intercomunicación entre uno y otra, clara autonomía: Rubia Khan y The Rime ofthe Ancient Mariner frente a los textos críticos de Biographia Literaria, los Hymnen an die Nacht ante la prosa filosófica de Blütenstaub. En otros poetas, la inspiración y la reflexión se funden lo mismo en la prosa que en el verso: ni Hólderlin ni Wordsworth son poetas filosóficos, por fortuna para ellos, pero en ambos el pensamiento tiende a convertirse en imagen sensible. En fin, en un poeta como Blake la imagen poética es inseparable de la visión profética, de modo que es imposible trazar la frontera entre la prosa y la poesía. Cualesquiera que sean las diferencias que separan a estos poetas —y apenas si necesito decir que son muy profundas—, todos ellos conciben la experiencia poética como una experiencia vital en la que participa la totalidad del hombre. El poema no sólo es una realidad verbal: también es un acto. El poeta dice, y al decir, hace. Este hacer es sobre todo un hacerse a sí mismo: la poesía no sólo es autoconocimiento sino autocreación. El lector, a su vez, repite la experiencia de autocreación del poeta y así la poesía encarna en la historia. En el fondo de esta idea vive todavía la antigua creencia en el poder de las palabras: la poesía pensada y vivida como una operación mágica destinada a transmutar la realidad. La analogía entre magia y poesía es un tema que reaparece a lo largo del siglo XIX y del XX, pero que nace con los románticos alemanes. La concepción de la poesía como magia implica una estética activa; quiero decir, el arte deja de ser exclusivamente representación y contemplación: también es intervención sobre la realidad. Si el arte es un espejo del mundo, ese espejo es mágico: lo cambia. La estética barroca y la neoclásica habían trazado una división estricta entre el arte y la vida. Por más distintas que fuesen sus ideas de lo bello, ambas acentuaban el carácter ideal de la obra de arte. Al afirmar la primacía de la inspiración, la pasión y la sensibilidad, el romanticismo borró las fronteras entre el arte y la vida: el poema fue una experiencia vital y la vida adquirió la intensidad de la poesía. Para Calderón la vida es un bien ilusorio porque tiene la duración y la consistencia de los sueños; para los románticos lo que redime a la vida de su horror monótono es ser un sueño. Los románticos hacen del sueño ―una segunda vida‖ y, aún más, un puente para llegar a la verdadera vida, la vida del tiempo del principio. La poesía es la reconquista de la inocencia. ¿Cómo no ver las raíces religiosas de esta actitud y su íntima relación con la tradición protestante? El romanticismo nació en Inglaterra y Alemania no sólo por haber sido una ruptura de la estética grecorromana sino por su dependencia espíritual del protestantismo. El romanticismo continúa la ruptura protestante. Al interiorizar la experiencia religiosa, a expensas del ritualismo romano, el protestantismo preparó las condiciones psíquicas y morales del sacudimiento romántico. El romanticismo fue ante todo una interiorización de la visión poética. El protestantismo había convertido a la conciencia individual del creyente en el teatro del misterio religioso; el romanticismo fue la ruptura de la estética objetiva y más bien impersonal de la tradición latina y la aparición del yo del poeta como realidad primordial. Decir que las raíces espírituales del romanticismo están en la tradición protestante puede parecer aventurado, especialmente si se piensa en las conversiónes al catolicismo de varios románticos alemanes. Pero el verdadero sentido de esas conversiónes se aclara apenas se recuerda que el romanticismo fue una reacción contra el racionalismo del siglo XVIIl: el catolicismo de los románticos alemanes fue un antiracionalismo. Algo no 61
menos equívoco que su admiración por Calderón. Su lectura del dramaturgo español fue más una profesión de fe que una verdadera lectura. Vieron en él a la negación de Racine, pero no vieron que en el teatro de Calderón se despliega una razón no menos, sino más rigurosa que en el ó el poeta francés. El teatro de Racine es estético y psicológico: las pasiones humanas; el de Calderón es teológico: el pecado original y la libertad humana. La lectura romántica de Calderón confundió poesía barroca y neoescolástica con anticlasicismo poético y antiracionalismo filosófico. Las fronteras literarias del romanticismo coinciden con las fronteras religiosas del protestantismo. Esas fronteras fueron también y sobre todo lingüísticas: el romanticismo nació y alcanzó su plenitud en las naciones que no hablan las lenguas de Roma. Ruptura de la tradición que hasta entonces había sido central en Occidente y aparición de otras tradiciónes: la poesía popular y tradiciónal de Alemania e Inglaterra, el arte gótico, las mitologías celtas y germánicas e incluso, frente a la imagen que la tradición latina nos había dado de Grecia, el descubrimiento (o la invención) de otra Grecia —la Grecia de Herder y de Hólderlin, que será más tarde la de Nietzsche y la nuestra. El guía de Dante en el infierno es Virgilio, el de Fausto es Mefistófeles. ― ¡Los clásicos! —dice Blake refiriéndose a Hornero y Virgilio—, fueron los clásicos, no los godos o los monjes, los que asolaron a Europa con guerras.‖ Y añade: ―La griega es forma matemática, pero el gótico es forma viva‖. En cuanto a Roma: ―Un Estado guerrero nunca produce arte‖12. A partir de los románticos Occidente se reconoce en una tradición distinta a la de Roma, y esa tradición no es una, sino múltiple. Pero la influencia lingüística —lenguas germánicas y lenguas romances— se despliega en niveles aún más profundos. Según me propongo mostrar en lo que sigue, hay una íntima conexión entre el verso inglés y alemán —mejor dicho: entre los sistemas de versificación en ambas lenguas— y los cambios que introdujo el romanticismo en la sensibilidad y en la visión del mundo. La poesía romántica no sólo fue un cambio de estilo y de lenguajes: fue un cambio de creencias, y esto es lo que la distingue radicalmente de los otros movimientos y estilos poéticos del pasado. Ni el arte barroco ni el neoclásico fueron rupturas del sistema de creencias de Occidente; para encontrar un paralelo de la revolución romántica hay que remontarse al Renacimiento y, sobre todo, a la poesía provenzal. La comparación con esta última es particularmente reveladora porque lo mismo en la poesía provenzal que en la romántica hay una indudable correspondencia, todavía no del todo desentrañada, entre la revolución métrica, la nueva sensibilidad y el lugar central que ocupa la mujer en ambos movimientos. En el caso del romanticismo la revolución métrica consistió en la resurrección de los ritmos poéticos tradiciónales de Alemania e Inglaterra. La visión romántica del universo y del hombre: la analogía, se apoya en una prosodia. Fue una visión más sentida que pensada y más oída que sentida. La analogía concibe al mundo como ritmo: todo se corresponde porque todo ritma y rima. La analogía no sólo es una sintaxis cósmica: también es una prosodia. Si el universo es un texto o tejido de signos, la rotación de esos signos está regida por el ritmo. El mundo es un poema; a su vez, el poema es un mundo de ritmos y símbolos. Correspondencia y analogía no son sino nombres del ritmo universal. La visión analógica había inspirado lo mismo a Dante que a los neoplatónicos renacentistas. Su reaparición en la era romántica coincide con el rechazo de los arquetipos neoclásicos y el descubrimiento de la tradición poética nacional. Al desenterrar los ritmos poéticos tradiciónales, los románticos ingleses y alemanes resucitaron la visión analógica del mundo y del hombre. Cierto, sería muy difícil probar que hay una relación necesaria de causa a efecto entre versificación acentual y visión analógica; no lo es sugerir que hay una relación histórica entre ellas y que la aparición de la primera, en el período romántico, es inseparable de la segunda. La visión analógica había sido preservada como una idea por las sectas ocultistas, herméticas y libertinas de los siglos XVII y XVIII; los poetas ingleses y alemanes traducen esta idea del ―mundo-como-ritmo‖, y la traducen literalmente: la ―convierten‖ en ritmo verbal, en poemas. Los filósofos habían pensado al mundo como ritmo; los poetas oyeron ese ritmo. No era el lenguaje de las esferas, aunque ellos lo creían así, sino el de los hombres. La evolución del verso en las lenguas romances también es una prueba indirecta de la correspondencia entre versificación acentual y visión analógica. La relación entre el sistema de las lenguas romances y el de las germánicas es de simetría inversa: en el primero el golpe de los acentos es subsidiario del metro silábico mientras que en el segundo la medida silábica es subsidiaria de la distribución rítmica de los acentos. El golpe de los acentos está más cerca de la danza que del discurso y así los peligros del verso inglés y alemán no son los 12
On Homer's Poetry and on Virgil, 1810. 62
silogismos líricos, sino la confusión entre palabra y sonido, la vaguedad y el mero ruido rítmico. Lo contrario de la prosodia románica. En los países de lenguas romances había acabado por imperar casi enteramente la versificación regular y silábica, cuya expresión más estricta y perfecta es el verso francés. Es verdad que en las otras lenguas romances los acentos tónicos juegan un papel no menos importante que la regularidad silábica, de modo que un verso italiano, portugués o español, es una unidad compleja: la variedad de los acentos tónicos dentro de cada verso contrarresta la uniformidad silábica de los metros. Pero la tendencia a la regularidad, dominante desde el Renacimiento y robustecida por la influencia del neoclasicismo francés, es un rasgo constante en los sistemas de versificación de las lenguas romances hasta el período romántico. La versificación silábica se convierte fácilmente en medida abstracta: la cuenta más que el canto y, como lo muestra la poesía del siglo XVIII, la elocuencia, el discurso y el razonamiento en verso. Prosa rimada y ritmada, no la prosa coloquial y viva, fuente de poesía, sino la de la oratoria y el discurso intelectual. Al iniciarse el siglo XIX las lenguas romances habían perdido sus poderes de encantamiento y no podían ser vehículos de un pensamiento antidiscursivo, lleno de resonancias mágicas y esencialmente rítmico como el pensamiento analógico. Si la resurrección de la analogía coincide en Inglaterra y Alemania con el regreso a las formas poéticas tradiciónales, en los países latinos coincide con la rebelión contra la versificación regular silábica. En lengua francesa esa rebelión fue más violenta y total que en italiano o en castellano porque allá el sistema de versificación silábica dominó más enteramente a la poesía que en las otras lenguas romances. Es significativo que los dos grandes precursores del movimiento romántico en Francia hayan sido dos prosistas: Rousseau y Chateaubriand. La visión analógica se despliega mejor en la prosa francesa que en los metros abstractos de la poesía tradiciónal. No es menos significativo que entre las obras centrales del verdadero romanticismo francés se encuentre Aurelia, la novela de Nerval, y un puñado de narraciones fantásticas de Charles Nodier. Por último: entre las grandes creaciones de la poesía francesa del siglo pasado se encuentra el poema en prosa, una forma que realiza efectivamente la aspiración romántica de mezclar la prosa y la poesía. Es una forma que sólo pudo inventarse en una lengua en la que la pobreza de los acentos tónicos limita considerablemente los recursos rítmicos del verso libre. En cuanto al verso: Hugo deshace y rehace el alejandrino; Baudelaire introduce la reflexión, la duda, el prosaísmo, la ironía —la cesura mental tendiente, ya que no a romper el metro regular, a provocar la irregularidad, la excepción—; Rimbaud ensaya la poesía popular, la canción, el verso libre. La reforma de la prosodia culmina en dos extremos contradictorios: los ritmos rotos y vivaces de Laforgue y Corbiére y la partitura—constelación de Un Coup de des. Los primeros influyeron profundamente en los poetas de las dos Américas: Lugones, Pound, Eliot, López Velarde; con el segundo nace una forma que no pertenece ni al siglo XIX ni a la primera mitad del XX, sino a nuestro tiempo. Esta apresurada y dispersa enumeración sólo ha tenido un propósito: señalar que el movimiento general de la poesía francesa durante el siglo pasado puede verse como una rebelión contra la versificación tradiciónal silábica. Esa rebelión coincide con la búsqueda del principio dual que rige al universo y al poema: la analogía. Escribí más arriba: el verdadero romanticismo francés. Hay dos: uno, el de los manuales e historias de la literatura, está compuesto por una serie de obras elocuentes, sentimentales y discursivas que ilustran los nombres de Musset y Lamartine13; otro, que para mí es el verdadero, está formado por un número muy reducido de obras y de autores: Nerval, Nodier, el Hugo del período final y los llamados ―pequeños románticos‖. En realidad, los verdaderos herederos del romanticismo alemán e inglés son los poetas posteriores a los románticos oficiales, de Baudelaire a los simbolistas. Desde esta perspectiva, Nerval y Nodier hacen figura de precursores y Hugo aparece como un contemporáneo. Estos poetas nos dan otra versión del romanticismo. Otra y la misma porque la historia de la poesía moderna es una sorprendente confirmación del principio analógico: cada obra es la negación y la resurrección, la transfiguración de las otras. La poesía francesa de la segunda mitad del siglo pasado —llamarla simbolista seria mutilarla— es indisociable del romanticismo alemán e inglés: es su prolongación, pero también es su metáfora. Es una traducción en la que el romanticismo se vuelve sobre sí mismo, se contempla y se traspasa, se interroga y se trasciende. Es el otro romanticismo europeo.
Exageré. Musset, por ejemplo, es autor de algunas canciones dentro de la mejor tradición romántica, como Á Saint— Blaise, Cbanson de Barbcrinc> Venise... {Nota tíV 1990). 63 13
En cada uno de los grandes poetas franceses de este periodo se abre y se cierra el abanico de correspondencias de la analogía. Asimismo, la historia de la poesía francesa, de las Chiméres a Un Coup de des, puede verse como una vasta analogía: cada poeta es una estrofa de ese poema de poemas que es la poesía francesa y cada poema es una versión, una metáfora, de ese texto plural. Si un poema es un sistema de equivalencias, como ha dicho Roman Jakobson —rimas y aliteraciones que son ecos, ritmos que son juegos de reflejos, identidad de las metáforas y comparaciones—, la poesía francesa se resuelve también en un sistema de sistemas de equivalencias, una analogía de analogías. A su vez, ese sistema analógico es una analogía del romanticismo original de alemanes e ingleses. Si queremos comprender la unidad de la poesía europea sin atentar contra su pluralidad, debemos concebirla como un sistema analógico: cada obra es una realidad única y, simultáneamente, es una traducción de las otras. Una traducción: una metáfora. La idea de la correspondencia universal es probablemente tan antigua como la sociedad humana. Es explicable: la analogía vuelve habitable al mundo. A la contingencia natural y al accidente opone la regularidad; a la diferencia y la excepción, la semejanza. El mundo ya no es un teatro regido por el azar y el capricho, las fuerzas ciegas de lo imprevisible: lo gobiernan el ritmo y sus repeticiones y conjunciones. Es un teatro hecho de acordes y reuniones en el que todas las excepciones, inclusive la de ser hombre, encuentran su doble y su correspondencia. La analogía es el reino de la palabra como, ese puente verbal que, sin suprimirlas, reconcilia las diferencias y las oposiciones. La analogía aparece lo mismo entre los primitivos que en las grandes civilizaciones del comienzo de la historia, reaparece entre los platónicos y los estoicos de la Antigüedad, se despliega en el mundo medieval y, ramificada en muchas creencias y sectas subterráneas, se convierte desde el Renacimiento en la religión secreta, por decirlo así, de Occidente: cabala, gnosticismo, ocultismo, hermetismo. La historia de la poesía moderna, desde el romanticismo hasta nuestros días, es inseparable de esa corriente de ideas y creencias inspiradas por la analogía. La influencia de los gnósticos, los cabalistas, los alquimistas y otras tendencias marginales de los siglos XVII y XVIII fue muy profunda no sólo entre los románticos alemanes sino en Goethe mismo y su círculo. Lo mismo debe decirse de los románticos ingleses y, claro, de los franceses. A su vez, la tradición ocultista de los siglos XVII y XVIII se entronca con varios movimientos de crítica social y revolucionaria, simultáneamente libertaria y libertina. La creencia en la analogía universal está teñida de erotismo: los cuerpos y las almas se unen y separan regidos por las mismas leyes de atracción y repulsión que gobiernan las conjunciones y disyunciones de los astros y de las sustancias materiales. Un erotismo astrológico y un erotismo alquímico; asimismo, un erotismo subversivo: la atracción erótica rompe las leyes sociales y une a los cuerpos sin distinción de rangos y jerarquías. La astrología erótica ofrece un modelo de orden social fundado en la armonía cósmica y opuesto al orden de los privilegios, la fuerza y la autoridad; la alquimia erótica —unión de los principios contrarios, lo masculino y lo femenino, y su transformación en otro cuerpo— es una metáfora de los cambios, separaciones, uniones y conversiónes de las sustancias sociales (las clases), durante una revolución. Correspondencias verbales: la revolución es el crisol en el que se produce la amalgama de los distintos miembros del cuerpo social y su transubstanciación en otro cuerpo. El erotismo del siglo XVIII fue un erotismo revolucionario de raíces ocultistas, tal como puede verse en las novelas libertinas de Restif de la Bretonne. Del misticismo erótico de un Restif de la Bretonne a la concepción de una sociedad movida por el sol de la atracción apasionada no había sino un paso. Ese paso se llama Charles Fourier. La figura de Fourier es central lo mismo en la historia de la poesía francesa que en la del movimiento revolucionario. No es menos actual que Marx (y sospecho que empieza a serlo más). Fourier piensa, como Marx, que la sociedad está regida por la fuerza, la coerción y la mentira, pero, a diferencia de Marx, cree que lo que une a los hombres es la atracción apasionada, el deseo. La palabra deseo no figura en el vocabulario de Marx. Una omisión que equivale a una mutilación del hombre. Para Fourier, cambiar a la sociedad significa liberarla de los obstáculos que impiden la operación de las leyes de la atracción apasionada. Esas leyes son leyes astronómicas, psicológicas y matemáticas, pero también son leyes literarias, poéticas. En el ―discurso preliminar‖ de la Théorie des qttatrc mouvements et des destinées genérales (1818) hace un resumen de su concepción: ―La primera ciencia que descubrí fue la teoría de la atracción apasionada... Pronto me di cuenta de que las leyes de la atracción apasionada se conformaban en todos sus puntos a las leyes de la atracción material explicadas por Newton: el sistema de movimiento del mundo material era el del mundo espíritual. Sospeché que esta analogía 64
podía extenderse de las leyes generales a las leyes particulares y que las atracciones y propiedades de los animales, los vegetales y los minerales quizás estaban coordinadas de la misma manera que las de los hombres y los astros... Así fue descubierta la analogía de los cuatro movimientos: material, orgánico, animal y social... Apenas estuve en posesión de las dos teorías, la de la atracción y la de la unidad de los cuatro movimientos, comencé a leer en el libro mágico de la naturaleza‖14. Es revelador que esta declaración termine por una metáfora a un tiempo literaria y ocultista: la naturaleza concebida como un libro, pero como un libro mágico, secreto. Rotación de la analogía: el principio que mueve al mundo y a los hombres es un principio matemático y musical que también se llama, en una de sus fases, justicia y, en otra, pasión y deseo. Todos estos nombres son metáforas, figuras literarias: la analogía es un principio poético. La crítica oficial había ignorado o minimizado la influencia de Fourier. Ahora, gracias sobre todo a las indicaciones de André Bretón, que fue el primero en señalar al utopista francés como uno de los centros magnéticos de nuestro tiempo, sabemos que hay un punto en el que el pensamiento revolucionario y el pensamiento poético se cruzan: la idea de la atracción apasionada. Fourier: un autor secreto como Sade, aunque por razones distintas. Al hablar del Balzac visionario —el autor de Louis Lamben, Sérapbita, La Pean de chagrín, Melmoth reconcilié" se piensa únicamente en Swedenborg, con olvido de Fourier. Hasta Flora Tristan, la gran precursora del socialismo y de la liberación de la mujer, incurre en la misma injusticia: ―Fourier fue el seguidor de Swedenborg; por la revelación de las correspondencias, el místico sueco anunció la universalidad de la ciencia e indicó a Fourier su hermoso sistema de analogías. Swedenborg concibió al cielo y al infierno como sistemas movidos por la atracción y el antagonismo; Fourier quiso realizar en la tierra el sueño celeste de Swedenborg y convirtió las jerarquías angélicas en falansterios...‖. Stendhal dijo: ―dentro de 20 años quizá se reconocerá el genio de Fourier‖. Estamos en 1970, el mes de abril se cumplió el segundo centenario de su nacimiento, y todavía no conocemos bien su obra. Hace poco Simone Debout rescató y publicó un manuscrito que había sido escamoteado por discípulos pudibundos, Le Nouveau monde amoureux, en el que Fourier se revela como una suerte de anti-Sade y anti-Freud, aunque su conocimiento de las pasiones humanas no haya sido menos profundo que el de ellos. Contra la corriente de su época y contra la de nuestro tiempo, contra una tradición de dos mil años, Fourier sostiene que el deseo no es por necesidad mortífero, como afirma Sade, ni que la sociedad es represiva por naturaleza, como piensa Freud. Afirmar la bondad del placer es escandaloso en Occidente, y Fourier es realmente un autor escandaloso: Sade y Freud confirman en cierto modo —el modo negativo— la visión pesimista del judeocristianismo. Baudelaire hizo de la analogía el centro de su poética. Un centro en perpetua oscilación, sacudido siempre por la ironía, la conciencia de la muerte y la noción del pecado. Sacudido por el cristianismo. Tal vez esa ambivalencia (también su escepticismo político) lo llevó a escribir con dureza contra Fourier. Pero esa dureza es apasionada, una admiración al revés: ―Un día llegó Fourier a revelarnos, un poco con demasiada solemnidad, los misterios de la analogía. No niego el valor de algunos de sus minuciosos descubrimientos, aunque creo que su mente estaba demasiado preocupada por llegar a una exactitud material como para comprender realmente y en su totalidad el sistema que había esbozado... Además, podía habernos dado una revelación igualmente preciosa si, en lugar de la contemplación de la naturaleza, nos hubiese ofrecido la lectura de muchos excelentes poetas...‖15. En el fondo Baudelaire le reprocha a Fourier no haber escrito una poética, es decir, le reprocha no ser Baudelaire. Para Fourier, el sistema del universo es la llave del sistema social; para Baudelaire, el sistema del universo es el modelo de la creación poética. La mención de Swedenborg no podía faltar: ―Swedenborg, que poseía un alma más grande, nos había enseñado que el cielo es un hombre inmenso y que todo —forma, color, movimiento, número, perfume—, en lo espíritual como en lo material, es significativo, recíproco y correspondiente‖. Admirable pasaje que revela el carácter creador de la verdadera crítica: comienza en una invectiva y termina en una visión de la analogía universal. Novalis había dicho: ―tocar el cuerpo de una mujer es tocar cielo‖; y Fourier: ―las pasiones son matemáticas animadas‖.
Charles Fourier, Théorie des quatre moxvcments eí des destinées génératesy. París, Editions Anthropos, 1967. Charles. Baudelaire, L'Art romantique. Réflexions snr qHclques—uns de mes contem—porains («Victor Hugo, í8éi»), en Oeuvres, París, Gallimard, Bibliotheque de la Pléiade, 1941. 65 14 15
En la concepción de Baudelaire aparecen dos ideas. La primera es muy antigua y consiste en ver al universo como un lenguaje. No un lenguaje quieto, sino en continuo movimiento: cada frase engendra otra frase; cada frase dice algo distinto y todas dicen lo mismo. En su ensayo sobre Wagner vuelve sobre esta idea: ―no es sorprendente que la verdadera música sugiera ideas análogas en cerebros diferentes; lo sorprendente sería que el sonido no sugiriese el color, que los colores no pudiesen dar la idea de una melodía y que sonidos y colores no pudiesen traducir ideas; las cosas se han expresado siempre por una analogía recíproca, desde el día en que Dios profirió al mundo como una indivisible y compleja totalidad‖. Baudelaire no escribe: Dios creó al mundo sino que lo profirió, lo dijo. El mundo no es un conjunto de cosas, sino de signos: lo que llamamos cosas son palabras. Una montaña es una palabra, un río es otra, un paísaje es una frase. Y todas esas frases están en continuo cambio: la correspondencia universal significa perpetua metamorfosis. El texto que es el mundo no es un texto único: cada página es la traducción y la metamorfosis de otra y así sucesivamente. El mundo es la metáfora de una metáfora. El mundo pierde su realidad y se convierte en una figura de lenguaje. En el centro de la analogía hay un hueco: la pluralidad de textos implica que no hay un texto original. Por ese hueco se precipitan y desaparecen, simultáneamente, la realidad del mundo y el sentido del lenguaje. Pero no es Baudelaire, sino Mallarmé, el que se atreverá a contemplar ese hueco y a convertir esa contemplación del vacío en la materia de su poesía. No es menos vertiginosa la otra idea que obsesiona a Baudelaire: sí el universo es una escritura cifrada un idioma en claves‖―¿qué es el poeta, en el sentido más amplio, sino un traductor, un descifrador?‖. Cada poema es una lectura de la realidad; esa lectura es una traducción; esa traducción es una escritura: un volver a cifrar la realidad que se descifra. El poema es el doble del universo: una escritura secreta, un espacio cubierto de jeroglíficos. Escribir un poema es descifrar al universo sólo para cifrarlo de nuevo. El juego de la analogía es infinito: el lector repite el gesto del poeta: la lectura es una traducción que convierte al poema del poeta en el poema del lector. La poética de la analogía consiste en concebir la creación literaria como una traducción; esa traducción es múltiple y nos enfrenta a esta paradoja: la pluralidad de autores. Una pluralidad que se resuelve en lo siguiente: el verdadero autor de un poema no es ni el poeta ni el lector, sino el lenguaje. No quiero decir que el lenguaje suprime la realidad del poeta y del lector, sino que las comprende, las engloba: el poeta y el lector no son sino dos momentos existenciales del lenguaje. Si es verdad que ellos se sirven del lenguaje para hablar, también lo es que el lenguaje habla a través de ellos. La idea del mundo como un texto en movimiento desemboca en la desaparición del texto único; la idea del poeta como un traductor o descifrador conduce a la desaparición del autor. Pero no fue Baudelaire, sino los poetas de la segunda mitad del siglo XX, los que harían de esta paradoja un método poético. La analogía es la ciencia de las correspondencias. Sólo que es una ciencia que no vive sino gracias a las diferencias: precisamente porque esto no es aquello, es posible tender un puente entre esto y aquello. El puente es la palabra como o la palabra es: esto es como aquello, esto es aquello. El puente no suprime la distancia: es una mediación; tampoco anula las diferencias: establece una relación entre términos distintos. La analogía es la metáfora en la que la alteridad se sueña unidad y la diferencia se proyecta ilusoriamente como identidad. Por la analogía el paísaje confuso de h pluralidad y la heterogeneidad se ordena y se vuelve inteligible; la analogía es la operación por medio de la que, gracias al juego de las semejanzas, aceptamos las diferencias. La analogía no suprime las diferencias: las redime, hace tolerable su existencia. Cada poeta y cada lector es una conciencia solitaria: la analogía es el espejo en que se reflejan. Así pues, la analogía implica, no la unidad del mundo, sino su pluralidad, no la identidad del hombre, sino su división, su perpetuo escindirse de sí mismo. La analogía dice que cada cosa es la metáfora de otra cosa, pero en la esfera de la identidad no hay metáforas: las diferencias se anulan en la unidad y la alteridad desaparece. La palabra como se evapora: el ser idéntico a sí mismo. La poética de la analogía sólo podía nacer en una sociedad fundada —y roída— por la crítica. Al mundo moderno del tiempo lineal y sus infinitas divisiones, al tiempo del cambio y de la historia, la analogía opone, no la imposible unidad, sino la mediación de una metáfora. La analogía es el recurso de la poesía para enfrentarse a la alteridad. Los dos extremos que desgarran la conciencia del poeta moderno aparecen en Baudelaire con la misma lucidez —con la misma ferocidad. La poesía moderna, nos dice una y otra vez, es la belleza bizarra: única, singular, irregular, nueva. No es la regularidad clásica, sino la originalidad romántica: es irrepetible, no es eterna: es mortal. Pertenece al tiempo lineal: es la novedad de cada día. Su otro nombre es desdicha, conciencia de 66
finitud. Lo grotesco, lo extraño, lo bizarro, lo original, lo singular, lo único, todos estos nombres de la estética romántica y simbolista, no son sino distintas maneras de decir la misma palabra: muerte. En un mundo en que ha desaparecido la identidad —o sea: la eternidad cristiana—, la muerte se convierte en la gran excepción que absorbe a todas las otras y anula las reglas y las leyes. El recurso contra la excepción universal es doble: la ironía —la estética de lo grotesco, lo bizarro, lo único— y la analogía —la estética de las correspondencias. Ironía y analogía son irreconciliables. La primera es la hija del tiempo lineal, sucesivo e irrepetible; la segunda es la manifestación del tiempo cíclico: el futuro está en el pasado y ambos en el presente. La analogía se inserta en el tiempo del mito, y más: es su fundamento; la ironía pertenece al tiempo histórico, es la consecuencia (y la conciencia) de la historia. La analogía convierte a la ironía en una variación más del abanico de las semejanzas, pero la ironía desgarra el abanico. La ironía es la herida por la que se desangra la analogía; es la excepción, el accidente fatal, en el doble sentido del término: lo necesario y lo infausto. La ironía muestra que, si el universo es una escritura, cada traducción de esa escritura es distinta, y que el concierto de las correspondencias es un galimatías babélico. La palabra poética termina en aullido o silencio: la ironía no es una palabra ni un discurso, sino el reverso de la palabra, la no—comunicación. El universo, dice la ironía, no es una escritura; si lo fuese, sus signos serían incomprensibles para el hombre porque en ella no figura la palabra muerte, y el hombre es mortal. Baudelaire tenía conciencia de la ambigüedad de la analogía y en el famoso ―soneto de las correspondencias‖ escribe: ―La naturaleza es un templo de vivientes columnas que profieren a veces palabras confusas‖. El hombre atraviesa esos bosques verbales y semánticos sin entender cabalmente el lenguaje de las cosas: las palabras que emiten esas columnas—árboles son confusas. Hemos perdido el secreto del lenguaje cósmico, que es la llave de la analogía. Fourier dice con tranquila inocencia que él lee en el ―libro mágico‖ de la naturaleza; Baudelaire confiesa que no comprende sino confusamente la escritura de ese libro. La metáfora que consiste en ver al universo como un libro es antiquísima y figura en el canto último del Paraíso, El poeta contempla el misterio de la Trinidad, la paradoja de la alteridad que es unidad: ―... vi cómo se entrelazaban por el amor unidas las hojas de ese libro que de aquí para allá en el mundo vuelan: sustancia y accidente al fin se juntan de esta manera y así mis palabras son sólo su reflejo...‖. La pluralidad del mundo —las hojas que vuelan de aquí para allá— reposan unidas en el libro sagrado: substancia y accidente al fin se juntan. Todo es un reflejo de esa unidad, sin excluir a las palabras del poeta que la nombran. Más adelante, Dante presenta a la unión de substancia y accidente como un nudo y ese nudo es la forma universal que encierra a todas las formas. El nudo es el jeroglífico del amor divino. Fourier diría que ese nudo de amor no es otro que la atracción apasionada. Pero Fourier, como todos nosotros, no sabe qué es ese nudo ni de qué está hecho. La analogía de Fourier, como la de Baudelaire y la de todos los modernos, es una operación, una combinatoria; la analogía de Dante reposa sobre una ontología. El centro de la analogía es un centro vacío para nosotros; ese centro es un nudo para Dante: la Trinidad que concilia lo uno y lo plural, la substancia y el accidente. Por eso sabe —o cree que sabe— el secreto de la analogía, la llave para leer el libro del universo; esa llave es otro libro: las Sagradas Escrituras. El poeta moderno sabe —o cree que sabe— precisamente lo contrario: el mundo es ilegible, no hay libro. La negación, la crítica, la ironía, son también un saber, aunque de signo opuesto al de Dante. Un saber que no consiste en la contemplación de la alteridad en el seno de la unidad, sino en la visión de la ruptura de la unidad. Un saber abismal, irónico. Mallarmé cierra este período y al cerrarlo abre el nuestro. Lo cierra con la misma metáfora del libro. En su juventud, en los años del aislamiento provinciano, tiene la visión de la Obra, una obra que compara a la de los alquimistas, a los que llama ―nuestros antepasados‖. En 1866 confía a su amigo Cazalis: ―me he enfrentado a dos abismos: uno es la Nada, a la que he llegado sin conocer el budismo... la Obra es el otro‖16. La obra: la poesía frente a la nada. Y agrega: ―quizás el título de mi volumen lírico será La gloria de la mentira o Mentira gloriosa‖. Mallarmé quiere resolver la oposición entre analogía e ironía: acepta la realidad de la nada —el mundo de la alteridad y la ironía no es al fin y al cabo sino la manifestación de la nada—, pero acepta asimismo la realidad de la analogía, la realidad de la obra poética. La poesía como máscara de la nada. El universo se resuelve en un
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Stéphane Mallarmé, Correspondance, edición de Henri Mondor y Jean-Pierre Richard, París, Gallimard, 1959. 67
libro: un poema impersonal y que no es la obra del poeta Mallarmé, desaparecido en la crisis espíritual de 1866, ni de persona alguna: a través del poeta, que ya no es sino una transparencia, habla el lenguaje. Cristalización del lenguaje en una obra impersonal y que no sólo es el doble del universo, como querían los románticos y los simbolistas, sino también su anulación. La nada que es el mundo se convierte en un libro, el Libro. Mallarmé nos ha dejado centenares de papelillos en que describe las características físicas de ese libro compuesto de hojas sueltas, la forma en que esas hojas serían distribuidas y combinadas en cada lectura de modo que cada combinación produjese una versión distinta del mismo texto, el ritual de cada lectura con el número de participantes y los precios de entrada —misa y teatro—, la forma de la edición popular (hay curiosos cálculos sobre la venta del volumen que hacen pensar en Balzac y en sus especulaciones financieras), reflexiones, confidencias, dudas, fragmentos, pedazos de frases... El libro no existe. Nunca fue escrito. La analogía termina en silencio. De Los hijos del limo. Barcelona, Seix Barral, 1974.
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HABLAR Y DECIR, LEER Y CONTEMPLAR (1982) Hablar en lenguas odas las sociedades, tarde o temprano, descubren que hay otros grupos que hablan un lenguaje distinto al suyo. Advertir que, para otros hombres, los sonidos que nos sirven para designar a esto o aquello -pan, cielo, demonios, árboles- nombran a otros objetos o no designan nada y son mero ruido, debe haber sido una experiencia sobrecogedora. ¿Cómo sonidos distintos pueden producir significados semejantes? La diversidad de lenguas rompe el vínculo entre sonido y sentido y así atenta contra la unidad del espíritu. Siempre se creyó que la relación entre el sonido y el sentido pertenecía no sólo al orden natural sino al sobrenatural; eran inseparables y el lazo que los unía, aunque inexplicado, era indisoluble. Es una idea que se presenta espontáneamente al entendimiento -el sorprendente frenesí etimológico de Platón en el Cratilo es un ejemplo memorable- y que es dificilísimo desarraigar. Confieso que no sin vencer una íntima repugnancia acepto (provisionalmente) que la relación entre el sonido y el sentido, como lo sostienen Saussure y sus discípulos, es el resultado de una convención arbitraria. Mi desconfianza es natural: la poesía nace de la antigua creencia mágica en la identidad entre la palabra y aquello que nombra. La historia de Babel fue la respuesta a la perplejidad que produce, en todos los hombres, la existencia de muchas lenguas: el Espíritu es uno y el mal es la dispersión, la alteridad. En el principio ―era toda la tierra de una lengua y de unas mismas palabras‖ pero los hombres concibieron un proyecto que ofendió al Espíritu: ―Edifiquemos una ciudad y una torre que tenga la cabeza en el cielo y hagámonos nombrados. ―Jehová castiga la osadía de los hombres: ―El pueblo es uno y todos estos tienen un lenguaje y ahora no dejarán de ejecutar todo lo que han pensado hacer. Ahora pues, descendamos y mezclemos allí sus lenguas, que ninguno entienda la lengua de su compañero.‖ El pueblo dejó de ser uno. El comienzo de la pluralidad fue también el comienzo de la historia: imperios, guerras y esos soberbios hacinamientos de escombros que han dejado las civilizaciones. Babel es la forma hebraica de Babilonia y la condenación de esa ciudad, probablemente la primera ciudad cosmopolita de la historia, es la condenación del cosmopolitismo, de la sociedad plural y pluralista que admite la existencia del otro y de los otros. En casi todas las sociedades hay un relató que, como el de Babel, explica la quiebra de la unidad original y su dispersión en multitud de lenguas y dialectos. En todas partes la pluralidad aparece como una maldición y una condenación: es la consecuencia de una falta contra el Espíritu. De ahí también que en muchas tradiciónes figure, en distintas formas, la historia de un acontecimiento de signo opuesto. Para los cristianos ese acontecimiento es el descenso del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. El Pentecostés puede verse como la redención de Babel: la reconciliación de los idiomas, la reunión del otro y de los otros en la unidad del entendimiento. Y el milagro mayor es que la unidad se logra sin menoscabo de la identidad: cada uno, sin cesar de ser el mismo, es el otro. En Los Hechos de los Apóstoles se lee: ―Y de repente vino un estruendo del cielo como de un viento vehemente que venía con ímpetu, el cual hinchó toda la casa donde estaban sentados. Y les aparecieron lenguas repartidas como de fuego y se asentó sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar con otras lenguas.” En aquella época vivían en Jerusalén muchos extranjeros: partos, medas, elamitas, gente de Mesopotamia, Capadocia, Frigia, Egipto, griegos, romanos, cretenses, árabes. Así, al cosmopolitismo endemoniado de Babel, el Evangelio opone el cosmopolitismo espíritual de Jerusalén, a la confusión de lenguas el don maravilloso de hablar otras lenguas. Hablar una lengua extraña, entenderla, traducirla a la propia, es restaurar la unidad del comienzo. El descenso del Espíritu sobre los apóstoles provocó asombro entre los testigos del milagro pero también incredulidad: ―Y estaban todos atónitos y en duda, diciendo los unos a los otros: ¿qué quiere ser esto? Mas otros burlándose decían: Estos están llenos de mosto.‖ Pedro se indignó al oír estos comentarios y recordó a los escépticos las palabras del profeta Joel: ―Y será en los postreros días (dice Dios) que derramaré mi Espíritu sobre vuestra carne; y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, y vuestros jóvenes verán visiones y vuestros viejos soñarán sueños. ‖ Este pasaje nos desconcierta porque Pedro ve en el don de lenguas una de las señales del fin de los tiempos. Nuestra extrañeza desaparece apenas recordamos que para los primeros cristianos era inminente la segunda vuelta de Cristo: si en el origen la lengua había sido una, ¿cómo extrañarse de que, al aproximarse el fin del mundo, el don de lenguas restituyese la unidad del comienzo? Es más extraño que los que
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escuchaban a los apóstoles hablar en lenguas no los entendiesen y creyesen que estaban borrachos. ¿Cuáles eran esas lenguas? En la Primera Epístola a los Corintios San Pablo disipa el misterio: ―el que habla en lenguas desconocidas no habla a los hombres sino a Dios, porque nadie lo entiende, aunque en espíritu hable misterios‖. Enigma terrible: el Espíritu. al retirarse de los hombres, produce la pluralidad y la confusión de lenguas; más tarde, al descender sobre ellos y habitarlos, habla en un lenguaje desconocido y por esencia intraducible. No es menos asombroso que todos los poseídos hablen al mismo tiempo, destruyendo así al lenguaje en su expresión más inmediata y mejor: la conversación, el intercambio de palabras y discursos. San Pablo reprende a los corintios, los exhorta a que hablen uno después de otro y les pide que uno entre ellos interprete lo que se ha dicho: ―Si hablase alguno en lengua desconocida, sea por dos o, a lo más, por tres, y esto a su turno; y uno interprete.‖ Las amonestaciones de San Pablo, como después las de los Obispos, no impidieron que durante los primeros siglos las comunidades cristianas fuesen presas de trances en los que los devotos prorrumpían en voces misteriosas e incoherentes. La Iglesia luchó siempre contra esas prácticas pero una y otra vez reaparecían. Es probable que la popularidad del montanismo en los siglos II y III se haya debido, entre otras causas, a la frecuencia con que sus adeptos, especialmente las mujeres, se lanzaban a hablar en lenguas. Tertuliano mismo sucumbió a la atracción de esta herejía. El ―don de lenguas‖ no fue un fenómeno exclusivo de las comunidades cristianas de los primeros siglos. Es anterior a ellas y se encuentra en multitud de cultos orientales y mediterráneos desde la más alta antigüedad. Asimismo, reaparece en otros movimientos religiosos contemporáneos del cristianismo primitivo. Los gnósticos entremezclaban en sus himnos y discursos sílabas y palabras sin sentido. En su tratado ―Contra los gnósticos‖, Plotino les reprocha que pretendan encantar a las inteligencias superiores por la emisión de gritos, exhalaciones y silbidos. Entre los textos descubiertos en Nag Hammadi hay varios que incluyen esas sílabas e interjecciones a que se refiere Plotino. En El Discurso del Ocho y del Nueve se lee: ―El Perfecto, el Dios invisible al que se habla en silencio... es el mejor entre los mejores, Zoxthazo õõ ee o-o-o- -e-e- e o-o-o-o- e-e- - - - - - -_--_ oooooo ooooo uuuuu oòõõõooooo õoò Zozazoth.‖ Y más adelante: ―Digo tu nombre que está escondido dentro de mí: aõ ee o eee uuuu õõõõõ‖(1).17 Extraordinaria afirmación: al pronunciar esos sonidos incoherentes, el devoto dice el nombre del Dios escondido en su intimidad. Dios se revela en un nombre pero ese nombre es ininteligible: es una sucesión de sílabas. El ―hablar en lenguas‖ ha sido considerado como un signo de la posesión divina o, alternativamente, de la demoníaca. La edad moderna ha bautizado al fenómeno con un nombre científico —glosolalia— y ha tratado de identificarlo como un trastorno fisiológico y psíquico: hipnosis, epilepsia, neurosis. Nombrar y clasificar no equivalen a explicar y menos aún a comprender. En este caso, como en tantos otros, la psiquiatría substituye los antiguos términos religiosos por términos científicos sin que esto implique que se ha descifrado el misterio: el fenómeno sigue siendo impenetrable. Tampoco la sociología lo explica. Aunque es una manifestación psíquica tan antigua como las religiónes más. antiguas -o sea: como el hombre mismo- no es un vestigio de épocas pasadas ni una supervivencia, según quisieran los que postulan una idea sucesiva y lineal de la historia. Aparece en todos los siglos y en las comunidades más apartadas: los herejes montanistas del siglo II en Asia Menor y los jansenistas franceses del XVII, la Iglesia de Pentecostés de los Estados Unidos en el siglo XX y los gnósticos del Mediterráneo en los siglos III y IV. Una antropóloga norteamericana, Felicitas D. Goodman, ha estudiado a dos grupos que pertenecen a la rama mexicana de la Iglesia de Pentecostés. Ambos practican la glosolalia; uno tiene su centro en una barriada de la ciudad de México y el otro en un pueblo de Yucatán".18 Aunque en un caso los fieles hablan español y en el otro maya, su conducta verbal -el trance que los hace ―hablar en lenguas‖- esencialmente es idéntico. La presencia de la glosolalia en México, por lo demás, ni es nueva ni se limita a las comunidades cristianas. Sin duda la conocieron y practicaron los indios precolombinos. En nuestros días, en la sierra de Puebla, durante las ceremonias de adivinación y de cura por medio de la ingestión de hongos alucinógenos, los chamanes, al principio y al fin del ritual, salmodian y canturrean sílabas y voces que, fonéticamente, semejan un lenguaje. La universalidad del fenómeno y su persistencia a través de los cambios históricos y de la extrema diversidad de 17 18
James M. Robinson (editor general), The Nag Hammadi Library in 6 English (New York, 1977). Felicitas D. Goodman: Speaking in tongues. A crosscultural study of glosolalia, University of Chicago, 1972. 70
culturas, lenguas y sociedades, me hace pensar que, una vez más, estamos frente a una invariante del espíritu humano. La señora Goodman define a la glosolalia como una de las manifestaciónes de ciertos, ―estados alterados de la conciencia‖ que se caracterizan por una excitación de varias funciones psíquicas y físicas (en este caso la actividad verbal). En el extremo opuesto estarían ciertas experiencias -la meditación yóguica, por ejemplo, que tienden al silencio y a la inmovilidad. Los términos son nuevos, no la relación contradictoria que los une: excitación o pasividad, impulso hacia el exterior o ensimismamiento. La Antigüedad conoció los dos tipos: la furia y la contemplación, el éxtasis y la introversión. Subrayo que la expresión ―alteración de la conciencia‖ no significa para la antropología moderna anormalidad patológica ni perturbación psíquica: la disociación de la conciencia es un trance, un verdadero tránsito, por naturaleza pasajero y que no afecta al sujeto en su conducta y actividades diarias. Aunque la experiencia se manifiesta primordialmente en los rituales y en los actos litúrgicos, no es exclusivamente religiosa. En la historia de la poesía la glosolalia y otros fenómenos semejantes aparecen con cierta regularidad. La frecuencia con que los poetas se entregan al frenesí de la danza de sílabas y voces rítmicas irreductibles a conceptos revela, una vez más, la profunda afinidad, jamás explicada del todo, entre la experiencia poética y la religiosa. El ―hablar en lenguas‖ obedece a leyes rítmicas inconscientes que no son, esencialmente, distintas a las que rigen la elaboración de poemas: metros, acentos, pausas, copulación de sílabas, explosión de fonemas y, en fin, todas las variaciones del ritmo verbal. El discurso del que ―habla en lenguas‖ es ininteligible pero no carece de forma. Más bien puede decirse lo contrario: se ofrece a nuestra percepción como una forma verbal pura. Es una arquitectura de sonidos edificada como el lenguaje rítmico del poema. En la poesía de lengua española la glosolalia es un fenómeno recurrente. La experiencia más radical, en la época moderna, fue la de Vicente Huidobro. En otra ocasión me he referido a este tema y a su poema Altazor.19 Aquí sólo puedo indicar que en sus primeros poemas ―creacionistas‖ Huídobro se propuso substituir a la realidad real por la realidad de la imagen verbal; en un segundo momento, el de Altazor, el poeta despoja paulatinamente, al lenguaje de su carga de significaciones y en los últimos cantos las palabras aspiran no a significar sino a ser: sílabas que son sonajas que son semillas.. En un dominio más limitadamente estético fueron también famosas, en su momento, las jitanjáforas del poeta cubano Mariano Brull: breves poemas, generalmente en los metros cortos de nuestra poesía tradiciónal, hechos de frases y palabras puramente rítmicas y que aluden vagamente a realidades sensibles. Alfonso Reyes dedicó al tema un ensayo gracioso y penetrante; se trata, sentenció, de uno de los extremos de la poesía, su lado mágico e irracional. Para Reyes, esteta ecléctico, ―hablar en lenguas‖ era un juego verbal y nada más. Olvidó que el juego colinda siempre con lo sagrado y, a menudo, con una de sus formas más extremas y terribles: el sacrificio. En el antiguo México el Juego de Pelota estaba asociado a un rito que culminaba con la inmolación de uno de los jugadores. Es un ejemplo, entre muchos, de la relación íntima entre el juego y la creación divina: los dioses no trabajan, juegan; sus juegos son la creación y la destrucción de los mundos. El juego de los hombres, con la pelota de hule o con las sílabas y los fonemas, reproduce el juego divino. Las jitanjáforas de Brull representan la vertiente estética del fenómeno: algo así como contemplar, desde un balcón, un paísaje vertiginoso colgado del abismo. La historia de la poesía moderna registra experiencias más arriesgadas y totales. Se trata de momentos afines a ese sentimiento oceánico que para Freud era característico de la experiencia religiosa y que consiste en sentirse mecido en las aguas primordiales de la existencia. En este caso: en el oleaje rítmico de un lenguaje que ya no significa y que dice sin decir. El episodio más significativo se remonta al nacimiento de la poesía de vanguardia: el movimiento Dada. Uno de los fundadores, el poeta alemán Hugo Ball, cuenta que en el Cabaret Voltaire de Zurich, el 23 de junio de 1916, oculto bajo una máscara hecha por Jean Arp, ante el asombro, la indignación y la fascinación del público, recitó un poema fonético hecho de sílabas y voces sin sentido. La experiencia de Ball, según él mismo lo relata con lucidez y emoción, colindó con el trance religioso; fue un regreso al conjuro mágico o, más exactamente, a un lenguaje anterior al lenguaje: ―con esos poemas hechos de sonidos renunciamos totalmente al lenguaje corrompido y vuelto inusable por el periodismo. Volvimos a la alquimia profunda de la palabra, más allá de los vocablos, preservando así a la poesía en su último dominio 19
Conferencia en El Colegio Nacional, en 1975. 71
sagrado‖. La poesía fonética de Ball revela la nostalgia religiosa por un lenguaje original, anterior a todos los lenguajes. Su experiencia es la última y más extrema de una de las tendencias de la poesía desde el romanticismo: la conjunción entre la furia platónica y el éxtasis religioso. Así, en la historia de la poesía moderna reaparece la misma obsesión de los gnósticos y los cristianos primitivos, los montanistas y los chamanes de Asia y América: la búsqueda de un lenguaje anterior a todos los lenguajes y que restablezca la unidad del espíritu. Aunque intraducible a esta o aquella significación, ese lenguaje no carece de sentido. Más exactamente: aquello que enuncia no está antes de la significación sino después. No es un balbuceo pre-significativo: es una realidad a un tiempo física y espíritual, audible y mental, que ha atravesado el dominio de los significados y los ha incendiado. No está más acá sino más allá del sentido. El decir cesa de significar: muestra realidades que son ininteligibles e intraducibles pero no incomprensibles. No significa y, al mismo tiempo, está impregnado de sentido. Puentes y voladeros La búsqueda de un lenguaje que trascienda a todos los lenguajes es una de las maneras de resolver esa oposición entre la unidad y la multiplicidad que no cesa de intrigar al espíritu humano. Otra manera de resolver el conflicto es la traducción. Desde esta perspectiva, la traducción es ese ―tercer término‖ que tanto amaba la Antigüedad: el Espíritu es Uno, las lenguas son Muchas y el puente entre ambas es la Traducción. Pero el siglo XX ignora las mediaciones y de ahí que la traducción no aparezca como un puente sino como un despeñarse en un precipicio lógico; a medida que aumenta el número de traducciónes, aumenta el escepticismo de la crítica filosófica, literaria y lingüística: la traducción es una ilusión, una superchería o una caricatura. En el caso de la poesía los críticos son aún más rigurosos. Su condenación es casi siempre tajante e inapelable; si es muy difícil traducir una frase en prosa --a lo más que podemos aspirar es a dar un equivalente de su sentido- es imposible traducir una frase poética. El argumento de los adversarios de la traducción poética puede condensarse así: la relación entre sonido y sentido constituye propiamente a la poesía y esa relación es intraducible. En otros escritos he tratado de responder a este argumento. No repetiré lo que he dicho; señalo únicamente que el solipsismo lingüístico no es sino una variante del solipsismo filosófico: el traductor está encerrado en su lenguaje como el sujeto en sus ideas y sensaciones. Sólo que esta crítica no abarca sólo a la traducción poética sino a todas las formas de comunicación. ¿Debo recordar que los poetas nunca se han propuesto eludir las dificultades de la comunicación sino trascenderlas? Por eso se ha dicho a veces que la poesía no es comunicación sino comunión. Pero no es necesario, según se verá, acudir a esta analogía más bien de índole religiosa para afirmar la posibilidad de la traducción poética. En la experiencia misma del poeta -en esto semejante a la de todos los hombres- aparece de una manera constante la interpenetración entre lo que se siente, lo que se piensa y lo que se dice. Nuestra experiencia diaria no está hecha de ideas o sensaciones sino de ideas-sensaciones que, a su vez, son inseparables de la emisión verbal correspondiente (así sea embrionaria y silenciosa). Las sensaciones y las ideas-sensaciones se manifiestan en el interior de cada uno y por su naturaleza misma son evanescentes; el lenguaje, en un primer movimiento, las fija; apenas las fija, las cambia, las transfigura. El poeta repite esta operación aunque de una manera infinitamente más compleja y refinada. El poeta, al nombrar lo que ha sentido y pensado, no trasmite las ideas y sensaciones originales: presenta formas y figuras que son combinaciones rítmicas en las que el sonido es indisoluble del sentido. Esas formas y figuras, esos poemas, son objetos artificiales, cubos o esferas de ecos y resonancias, que producen sensaciones e ideas-sensaciones semejantes pero no idénticas a las de la experiencia original. El poema es la metáfora de lo que sintió y pensó el poeta. Esa metáfora es la resurrección de la experiencia y su trasmutación. La lectura del poema reproduce este doble movimiento de cambio y resurrección. La traducción poética, a su vez, repite la misma operación aunque de manera aún más radical: no busca la imposible identidad sino la difícil semejanza. Valéry lo dijo con sencillez insuperable: el traductor busca producir, con medios distintos, efectos parecidos. La traducción poética es un caso extremo. Sin embargo, dentro de los límites que he descrito, me parece que no es imposible. Esos límites, por lo demás, son variables y dependen de muchas circunstancias. Por ejemplo, no es tarea del otro mundo traducir entre lenguas de una misma familia y dentro de la misma época. Este es el caso de la traducción de obras contemporáneas de una 72
lengua romance a otra lengua romance. Naturalmente, todo depende de la obra que se traduzca: no es lo mismo traducir a un ideólogo como Sartre que a un poeta como Mallarmé. Si se trata de la traducción de una obra contemporánea escrita en inglés o alemán al español o el italiano, las dificultades aumentan; se vuelven sobrehumanas si queremos traducir a un Joyce. Las traducciónes de obras de una época al lenguaje de otra época constituyen una categoría especial. Dentro de este grupo, una clase relativamente fácil es la traducción dentro de una misma lengua, como la de los textos medievales españoles al castellano moderno. En el otro extremo están las traducciónes de textos de épocas antiguas y que, además, pertenecen a otras civilizaciones: la poesía china, la japonesa, los libros sagrados de los mayas, los poemas de los mexica, la poesía kavya. ¿Cómo traducir a Dante: en español medieval o en el del siglo XX? Hay una traducción reciente al francés de un gran especialista, André Pézard, hecha en una lengua llena de arcaísmos y medievalismos. Esa lengua, en parte, es el francés tal como sabemos que se hablaba en los siglos XIII y XIV y, en parte, es un idioma de la invención de Pézard. El traductor se propuso ―comunicar al francés la misma impresión que puede provocar en el lector italiano de hoy la lectura de esa antigua obra maestra‖. La tentativa de Pézard falla en algo esencial: para traducir los tercetos endecasílabos de Dante escogió el verso de diez sílabas de la epopeya medieval francesa. Como el verso francés de diez sílabas equivale al endecasílabo italiano, el erudito puede afirmar con orgullo que ―su traducción de la Comedia no tiene una sílaba más que el original de Dante‖. Es verdad, pero el ritmo es muy distinto: no hay en francés un equivalente de la combinación de acentos tónicos del endecasílabo de Dante. La hay en castellano y de ahí que, aunque nuestro endecasílabo sea un verso renacentista y moderno, Ángel Crespo haya podido traducir en ese metro al Infierno y al Purgatorio. Un ejemplo notable de traducción que es asimismo resurrección en otra lengua y otro tiempo son los cantos del Paraíso vertidos al portugués por Haroldo de Campos. En fin, ni las épocas ni las lenguas son equivalentes y por esto la traducción no sólo es un salto entre idiomas sino entre siglos distintos. Pero las diferencias en el interior de un período histórico no son menos profundas de las que separan a una época de otra: el año de 1980 en la ciudad de México, ¿a qué año equivale en Nueva York, Moscú, Teherán o Pequín? En el pasado predominaba la fe en la traducción. Esa creencia tenía un fundamento religioso: si había un solo Dios -o una sola verdad- la traducción era posible pues todos los significados se fundían en la significación divina. Los grandes ejemplos de fe en la universalidad del espíritu y, por lo tanto, en la posibilidad de la traducción, no son exclusivos de Occidente ni del monoteísmo cristiano. Sin los árabes y sus traducciónes e interpretaciones del pensamiento filosófico griego, ¿qué habría sido del pensamiento medieval? La influencia de Averroes no se limitó a la filosofía y la medicina sino que influyó en nuestras ideas sobra la psicología del amor, tal como fueron recogidas y reelaboradas por Cavalcanti y los otros poetas del dolce stil novo, apasionados averroístas. Menos conocida es la historia de la traducción al chino de las escrituras y tratados budistas. Cuando los chinos descubrieron el budismo, se preocuparon inmediatamente por traducir los textos, a pesar de las enormes diferencias entre el chino y el sánscrito. No se contentaron con invitar a monjes y doctores indios ni con establecer en los monasterios escuelas de, traductores. Muy pronto, desde el siglo III, bajo la dinastía Han, peregrinos chinos viajaron hasta la India para conseguir los manuscritos y los libros. El viaje era largo y penoso. Había que ir primero a una de las puntas más remotas del Imperio, Tun-huang, que desde el siglo II era la ciudad de llegada y salida de las caravanas. Vale la pena detenerse un poco, como los peregrinos, en ese apartado lugar. Tun-huang es célebre por sus templos en las cuevas de las colinas y por los frescos y estatuas de Budas y Bodisatvas que decoran sus santuarios. También por el carácter sincretista de su cultura: aunque Tun-huang fue un puesto militar chino, estuvo a veces en manos de los tibetanos y otras en las de los mongoles. Fue sucesivamente budista, maniqueo, otra vez budista y taoísta. La decadencia del Imperio y la desaparición de las rutas de comercio consumaron su ruina. En 1900 un monje taoísta, Wang Yuan-lu, que vivía de la venta de fórmulas mágicas, descubrió por casualidad, en una de las grutas, la Cueva de los Mil Budas, una biblioteca entera. La mayoría de los manuscritos cubrían un período de seis siglos, del siglo V al X. Casi todos los textos eran budistas, aunque había también obras literarias y, en menor número, escrituras taoístas, maniqueas y cristianas. (El maniqueísmo llegó hasta el Asia Central y la iglesia nestoriana tuvo cierta importancia en China.) En 1907 un arqueólogo inglés, Aurel Stein, en nombre del Museo Británico y del Gobierno Virreinal de la India, le compró a Wang, el charlatán taoísta, por una suma irrisoria, un gran número de manuscritos y muchas pinturas 73
en seda. Un año después otro arqueólogo, esta vez francés: Paul Pelliot, compró a Wang otro lote de manuscritos y pinturas. En 1910 el Gobierno chino pudo al fin adquirir una pequeña parte del tesoro. Lo que quedó fue comprado por una misión japonesa. en 1911. La biblioteca de Tun-huang se dispersó entre Londres, París, Pequín y Tokio. Desde ese Tun-huang saqueado en el siglo XX partían los peregrinos chinos y atravesaban el Asia Central: montañas, ríos, desiertos, pueblos extraños, caminos inseguros por la guerra y el bandidaje. Al llegar al río Oxus, los peregrinos se internaban en lo que hoy es Afganistán, pasaban las montañas del Hindu-Kush, cruzaban el Indo y, por el Punjab, penetraban en la llanura gangética. El viaje duraba varios años y no todos los peregrinos volvían con vida. En la India, lo mismo en Peshawar y Cachemira que en la célebre Universidad de Nalanda, los chinos estudiaban y copiaban los textos, compraban los libros y, al cabo de los años, cargados de saber y de manuscritos, emprendían el viaje de regreso. Viajar y traducir eran actividades paralelas y que duraban toda la vida. La escuela de traductores era una escuela de viajeros y exploradores. Los japoneses también enviaron peregrinos y monjes, desde el siglo VII, para que aprendiesen los idiomas de China y Corea, estudiasen en los monasterios y recogiesen manuscritos y obras de arte. Lo mismo sucedió con los tibetanos. Gracias a los peregrinos del Tibet se han conservado muchas sutras y sastras que han desaparecido de la India, víctimas no sólo de la lluvia, los insectos y las plagas destructoras de manuscritos y libros sino de la barbarie humana. En dos ocasiones los grandes monasterios budistas de la India fueron saqueados y sus monjes pasadas a cuchillo: al comenzar el siglo VI, por una rama de los hunos, los Epthalitas; en el siglo XII, por los turcos mahometanos. El fanatismo de los bramines completó la destrucción de los hunos y los musulmanes. Los tibetanos, como en Europa los benedictinos y otras órdenes religiosas, salvaron lo que pudieron de la herencia budista. Los textos están recogidos en dos colecciones: el canon propiamente dicho, el Kanjur (La Palabra traducida) y los comentarios, el Tanjur (Los Tratados traducidos). Uno de los santos más venerados del Tibet, el famoso Marpa, maestro del aún más famoso Milarepa, ostenta un sobrenombre significativo: Traductor. ¡Marpa el Traductor! ¿Alguno de nuestros filósofos y poetas soportaría que se le llamase así: Sartre el Traductor, Becket el Traductor, Neruda el Traductor? En todos los casos que he citado la traducción tenía por objeto preservar y transmitir ciertas verdades que se consideraban universales y eternas. Por ser universales, esas verdades pertenecían a todos lo hombres y podían ser traducidas a todas las lenguas; por ser eternas, eran de todas las épocas. La traducción se fundaba en una legitimidad sagrada. Las obras clásicas del pasado -Virgilio y Ovidio para la Edad Media y el Renacimiento, Li Po y Tu Fu para los chinos posteriores a los Tang- también poseían los dos atributos de la obra sagrada. La universalidad y la intemporalidad eran manifestaciónes del Espíritu uno, idéntico a sí mismo siempre o que, como la Vacuidad budista o el Tao de Chuang Tseu, absorbía todos los cambios y así abrazaba quietud y movimiento. La actitud de los antiguos ante la traducción era simétricamente opuesta a la nuestra: para nosotros un texto, así sea un texto sagrado, es ante todo una obra fechada. La historia y la geografía relativizan a todos los textos: en esto, esencialmente, reside la dificultad teórica de la traducción para la Edad Moderna. Para los antiguos no era fácil tampoco traducir la palabra divina pero por causas que eran exactamente las contrarias de las nuestras. Para nosotros el texto es relativo: está fechado y pertenece a esta o aquella sociedad; para ellos, no era el texto sino el traductor el que era un ser relativo, efímero. De ahí que el traductor tuviese que ser digno de aquello que traducía. Los peregrinos chinos y tibetanos viajaban durante años y sufrían grandes penalidades: así acumulaban méritos. Sus penalidades eran una prueba más de su capacidad de traductores. Mejor dicho: esa capacidad era tanto una habilidad intelectual como una dignidad moral. Edith Piaff y los pigmeos Los problemas que planteaba traducir la palabra eterna en una lengua humana eran múltiples y desconcertaban a los teólogos. Daré un ejemplo de estas dificultades. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento aparecen continuamente alusiones a la viña. No es extraño: se trata de una religión nacida en el mundo mediterráneo. La metáfora central del cristianismo está ligada al cultivo de la viña y a su producto: el vino de uvas. El misterio de la eucaristía, la transubstanciación, consiste en el cambio del vino en sangre divina y del trigo en carne de Dios. Fueron inmensas las dificultades de los misioneros para explicar este misterio a pueblos que no conocían ni el vino ni el pan de trigo. Para esos pueblos no eran novedad los conceptos religiosos de 74
metamorfosis y mutación -son los ejes que hacen girar a las mitologías de todas las sociedades- pero no era fácil que aceptasen la palabra cristiana sin conocer sus términos reales: el vino y el trigo. En México había realidades parecidas a las de Castilla -el vino al pulque y el maíz al pan de trigo- pero sus funciones eran distintas. Aunque había ritos fundados en la unión del maíz y la sangre, su parecido con la hostia era demasiado lejano. En cuanto al pulque: no era el agente mágico de una transubstanciación como el vino. Los indios mexicanos tenían misterios religiosos análogos a los de la eucaristía y la comunión. Pero los ritos en que se manifestaban esos. misterios escandalizaron y horrorizaron a los misioneros: los agentes del cambio milagroso no eran ni el trigo ni el vino sino, en un caso, la carne y la sangre de los sacrificados en los templos y, en otro, los hongos que hoy llamamos alucinógenos. Hay una loa de Sor Juana Inés de la Cruz en la que -siguiendo la interpretación corriente en su época- ve en los sacrificios humanos y en el canibalismo ritual de los mexica (comían una pequeña porción del muslo de la víctima, sin salar) una suerte de premonición de la eucaristía. No menos horror causó a los misioneros la ceremonia de ingestión de los hongos, sobre todo cuando descubrieron que uno de sus nombres era ―carne de Dios‖. La traducción se convirtió en un problema teológico y Sahagún no vaciló en achacar a una trampa del Diablo las semejanzas entre la eucaristía cristiana y la ceremonia de comunión con los hongos; así, los problemas de la traducción del español al náhuatl se insertaron en la perspectiva de la intervención de Satanás en los asuntos de este mundo. Para nosotros las dificultades no son menos graves, aunque no sean de orden religioso: ante un texto literario o filosófico en otra lengua -latín o chino, griego o árabe- nos enfrentamos a una sociedad y a una civilización diferentes. En un caso y en otro la unidad del espíritu y de la especie se ve amenazada por la pluralidad. La vieja dualidad, el Uno y los Muchos, reaparece y todos los puentes para comunicarlos son frágiles y precarios. En el horror de Sahagún ante la versión azteca de la comunión aparecían también sentimientos de admiración ante los principios, los usos y las instituciónes de los indios mexicanos. Sahagún tuvo clara conciencia de que el mundo indígena era lo que llamamos hoy una civilización. Su caso no fue el único ni ese reconocimiento se limitó a las civilizaciones americanas. En los siglos XVII y XVIII los jesuitas estuvieron en relación con China y pronto descubrieron que aquella sociedad, aunque ignorante de las verdades del cristianismo, era más sabia y armoniosa que las naciones de Occidente. Poco después la Ilustración exaltó las costumbres, la moral y el saber de los chinos. Al mismo tiempo que los europeos descubrían que las versiónes de la realidad de las otras civilizaciones no eran desdeñables, las verdades del cristianismo palidecían. ¿Eran realmente universales? ¿Eran realmente verdades? Pero el desvanecimiento del universalismo cristiano no debilitó la fe en la traducción. Si el espíritu humano era universal, los significados también lo eran y, en consecuencia, la traducción era legítima y posible. El común denominador de la pluralidad de lenguas fue con la razón y sus productos: los significados. Esta idea venía de la Antigüedad. Aristóteles había dicho: ―Aunque la escritura y la palabra hablada no son las mismas para todos los hombres, sí lo son los estados del alma y las cosas que esos signos designan.‖ La pluralidad de lenguajes y la diversidad de los signos escritos que los representan se resolvían en la universalidad de aquello que designan: los hombres, sus estados de ánimo y el universo que los rodea. La relación entre lenguaje y realidad era transparente. Por una parte, el universo: cosas y seres; por la otra, los significados idénticos para todos a pesar de la diversidad de lenguajes. Todas las lenguas obedecían a las mismas leyes de la razón y de ahí que, desde Port-Royal en el siglo XVII hasta Chomsky en el siglo XX, uno de los sueños de los lingüistas haya sido la construcción de una gramática universal. Las lenguas eran catálogos, nomenclaturas, es decir, nombres de seres, personas, procesos, cualidades y propiedades: sustantivos, pronombres, verbos, adjetivos. En lenguas distintas los hombres nombraban siempre las mismas cosas, los mismos conceptos y las mismas ideas. Casa, frío, mujer, principio de identidad, palabras distintas que en francés, persa y guaraní designaban lo mismo. La universalidad de los significados garantizaba la posibilidad de la traducción. A pesar de su fe en la universidad de la razón, el siglo XVIII introdujo el principio del relativismo, primero en la moral y después en los otros dominios de la cultura, de la filosofía a la estética. En un pequeño ensayo que dediqué hace años a la traducción poética (Traducción: literatura y literalidad, 1970) citaba una frase del Doctor Johnson que ilustra este cambio de actitud. Al relatar un viaje al Continente, el poeta inglés anota esta reflexión: ―Un manojo de hierbas es un manojo de hierbas, en este país o en otro... Los hombres y las mujeres son el 75
objeto de mi investigación: veamos cómo y en qué los de aquí difieren de los del país que acabo de abandonar.‖ El hombre se convierte en los hombres y cada uno de ellos es distinto, único. Cambio de dirección: a la búsqueda de una identidad universal sucede una curiosidad empeñada en descubrir diferencias no menos universales. Pluralidad de lenguas y sociedades: cada lengua es una visión del mundo, cada civilización es un mundo. El sol que canta el poema azteca es distinto al sol que canta el himno egipcio, aunque el astro sea el mismo. Desde, el Doctor Johnson hasta nuestros días, durante más de dos siglos, primero los filósofos y los moralistas, después los historiadores y ahora los antropólogos y los lingüistas, han acumulado pruebas sobre las irreductibles diferencias que separan a los individuos, las sociedades y las lenguas. Un ejemplo muy conocido de estas diferencias es el de los colores: no todas las sociedades ni todas las épocas ven los mismos colores. Si la percepción de los colores entre los griegos fue distinta a la nuestra, este hecho se inscribe en contra de la pretendida universalidad del espíritu. A colores distintos corresponde una sensibilidad y una estética distinta. También una diferente visión de la realidad y del mundo: otra filosofía y otra moral. Nuestra perplejidad aumenta cuando descubrimos que, desde el punto de vista fisiológico, la experiencia de los colores es la misma en todas las razas humanas: las células retinianas y las de los nervios ópticos son las mismas en todos los hombres; sin embargo, son conocidas e incontrovertibles las diferentes percepciones de los colores y las distintas actitudes que se derivan de este hecho. Los traductores de Homero se enfrentan a obstáculos temibles cuando intentan encontrar equivalentes precisos, en nuestras lenguas, de términos como zanthós, glaukós, ochrós. A veces ochrós es verde amarillo y otras gris. Algunos han traducido estas palabras por brillante o sombrío, suponiendo que los griegos, como los hebreos, prestaban menos atención al tinte que a la intensidad, la luminosidad y el brillo. Falsa solución pues el griego posee muchas palabras para designar lo luminoso y lo brillante. Otros han dicho que los griegos eran un pueblo poco sensible al color, un pueblo de ciegos. En el excelente libro que ha dedicado a estos temas, Georges Mounin hace depender las diferencias lingüísticas de las diferencias en la concepción del mundo: ―si las contradicciones observadas no pueden atribuirse ni a la naturaleza de los fenómenos ni a la estructura del ojo humano, deben fundarse en aquello que está entre la realidad del mundo y la expresión lingüística: las diferentes maneras que tienen los hombres de ver y concebir el mundo‖.20 Es difícil decidir si Mounin tiene razón: para otros escritores las diferencias de la concepción del mundo son la consecuencia de las diferencias lingüísticas. Hace unos años, en Cambridge, tuve una confirmación impresionante de las barreras entre distintas civilizaciones. Exhibían en la televisión un documental holandés sobre Nueva Guinea. La película narra las peripecias de un grupo de etnólogos, los primeros que lograron cruzar la cadena montañosa que divide a la inmensa isla. Hay un pasaje que muestra la llegada de la expedición a una pequeña comunidad de pigmeos, aislada en una hondonada de la montaña tropical. Los exploradores acampan a cierta distancia de las chozas de los aborígenes, pues éstos, temerosos de la contaminación mágica, les piden que no se acerquen demasiado. Como la curiosidad puede más que las prohibiciones rituales, unos instantes después se ve a los salvajes en torno a un aparato de radio. La expedición holandesa coincidió con los primeros viajes soviéticos al espacio exterior de modo que se ofrece al espectador una imagen insólita: en un barranco perdido de la selva, un grupo de pigmeos de la Edad de Piedra oye una noticia de la Edad Tecnológica. Los salvajes no entendían las palabras que emitía el aparato de radio pero, si un intérprete hubiese traducido lo que decía el locutor, ellos habrían trasladado inmediatamente el lenguaje científico a términos míticos y mágicos. La nave y sus tripulantes se habrían transformado en una manifestación de poderes sobrenaturales. Incluso si la lengua de los aborígenes hubiese podido expresar las ideas y conceptos implícitos en la noción de uiaje, espacial, esa traducción habría transformado ese hecho en un mito, un milagro o un acontecimiento mágico. La pregunta sobre la capacidad de comprensión de los pigmeos, es decir: sobre sus dotes de traductores, también puede hacerse a los exploradores holandeses. Tampoco ellos entendían los conceptos de los papúes; mejor dicho, para entenderlos, los traducían a los términos de la antropología moderna. Repetían así la historia de las relaciones entre civilizaciones diferentes: para Sahagún la religión azteca era un invento del Diablo; para Lévy-Bruhl las creencias primitivas obedecían a lo que él llamaba ―mentalidad pre-lógica‖; para Frazer la magia era una aplicación equivocada del principio de causalidad. 20
Georges Mounin, Les problemes théoriques de la traduction, Paris, 1963. 76
En otro momento de la película se ve a los pigmeos alrededor de un -fonógrafo. De pronto, todos se echan a correr. ¿Qué ha provocado su fuga? La voz intolerable e insoportable de Edith Piaff. Los exploradores oyen la canción embelesados, los pigmeos se tapan los oídos y huyen despavoridos. La canción de la Piaff era una canción de amor y celos, un tema que remonta, en Occidente, al siglo XII y a la poesía provenzal. Si alguien hubiese traducido a los pigmeos la letra de la canción ¿qué habrían pensado? Su desagrado ante la música se habría transformado probablemente en repugnancia moral. Tal vez su reacción no habría sido distinta a la de los españoles ante los sacrificios humanos de los aztecas. De nuevo aparece la conclusión que no me gustaría aceptar: ni los significados morales y estéticos ni los científicos y mágicos son enteramente traducibles de una sociedad a otra. Para que los papúes entiendan la ciencia moderna tienen que abandonar sus creencias; para que nosotros entendamos realmente el mundo papú, también tenemos que cambiar. En ambos casos, ese cambio no debería implicar el abandono de nuestra antigua personalidad y de nuestra cultura de origen La comprensión de los otros es un ideal contradictorio: nos pide cambiar sin cambiar, ser otros sin dejar de ser nosotros mismos. El cambio que nos exige el tránsito de una civilización a otra equivale a una verdadera conversión. El más ilustre de los peregrinos chinos, el sabio Hsuan-Tsang, más conocido por su sobrenombre: Tripitaka(5), fue protagonista de un incidente doblemente maravilloso, lo mismo en la historia de las conversiónes religiosas que en la crónica de la traducción. En 645 Hsuan-Tsang regresó a China y, bajo la protección del emperador T‘ai Tsung, durante más de veinte años realizó una obra notable, si no única. Fundó una academia de traductores, compuesta por doce peritos en literatura budista y nueve correctores de estilo (chui-wen): ―conectadores de frases‖); tradujeron ochenta libros y tratados, una guía de la India y, para la edificación de los eruditos y filósofos indios, trasladaron al sánscrito el Tao Te King. Ya a final de su vida, cuando residía como abate y jefe de traductores en el Monasterio del Amor Maternal, Tripitaka fue invitado por el nuevo emperador, Kao Tsung, hijo de T‘ai Tsung, a pasar una temporada en el Palacio. En esos días la Emperatriz, embarazada, estaba a punto de dar a luz. Entonces ocurrió el hecho a que me referí más arriba. Pero es mejor reproducir la carta que escribió Tripitaka a la Emperatriz, tal como la transcribe Arthur Waley en su biografía del santo peregrino: ―Hoy después de la hora de la Serpiente y antes de la hora del Gallo, vi a un pajarito volando entre las cortinas de una de las ventanas que dan al gran patio del Palacio. Sus alas y su lomo eran rosados, su pecho y su vientre de un rojo intenso. Voló entre las cortinas, penetró en la estancia y se posó en la misma silla de Vuestra Majestad, ausente en esos momentos. Allí saltaba de un lado para otro. Comprendí que no era un ave común y corriente y le dije: ‗Su majestad la Emperatriz está a punto de parir. Naturalmente estoy muy preocupado y he rogado fervorosamente para que salga con bien. Si mis plegarias han sido oídas, te ruego que me lo indiques con algún signo.‘ Inmediatamente el pajarito hizo una pirueta y, en seguida, golpeó el suelo con una patita, como los bailarines cuando ejecutan la figura de danza llamada Paz y Felicidad. Era evidente que había comprendido perfectamente todo lo que yo le había dicho. Ya podréis imaginaros mi delicia. Le hice una seña para que se acercase y él, sin pizca de miedo, me obedeció. Lo toqué con una mano, como pueden atestiguarlo todos los que presenciaron la escena, sin que él se moviese. Entonces le impartí la sagrada fórmula del Triple Refugio: Budam saranam gakchi; Darman saranam gakchi; Sangam saranam gakchi. (Me refugio en el Buda, me refugio en el Darma (Doctrina), me refugio en la Orden (Sanga).) Después, en vista de su cortés actitud, lo dejé en libertad. No se alejó inmediatamente; danzó de aquí para allá y luego emprendió el vuelo.‖ Tripitaka no aclaró nunca en qué lengua hablaron él y el pajarito. Unas conferencias dichas en El Colegio Nacional en 1973 son el origen de estas páginas.
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POESÍA, MITO, REVOLUCIÓN (1989) La Révolution confirme, par le sacrtfice, la wperstition. CHARLES BAUDELAIRE
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s muy difícil decir en pocas y claras palabras lo que siento: emoción, gratitud, sorpresa. Ante todo: me ha conmovido que usted, señor Presidente, haya tenido la bondad de entregarme personalmente el premio Alexis de Tocqueville. Nunca olvidaré su gesto. Sus palabras generosas aumentan mi emoción: veo en ellas ese signo de amistad, precioso entre todos, que a veces un escritor dirige a otro de lengua distinta, aunque esas lenguas sean tan próximas como el español y el francés. Mi gratitud, por esto, es doble: ai hombre de Estado y al escritor francés, un idioma cuya literatura ha sido mi segunda patria espíritual. Mi agradecimiento al Jurado de la Fundación Alexis de Tocqueville se mezcla a una ligera y muy agradable sensación de irrealidad. Cuando el señor Alain Peyrefitte tuvo la gentileza de anunciarme la decisión del Jurado, mi primera reacción, lo confieso, fue de asombro y aun de incredulidad: ¿por qué a mí, a un poeta? Pronto vislumbré la razón: una y otra vez, movido tanto por los accidentes de mi vida como por los cambios y trastornos del mundo y de mi país, he participado en la vida pública y he escrito algunos libros sobre la historia y la política de nuestro tiempo. Más allá de los dudosos méritos de mis escritos, me imagino que se ha querido premiar en mí, escritor de un continente con frecuencia desgarrado entre la forzada inmovilidad de los despotismos y las convulsiones de los sectarios, a una fidelidad. En efecto, siempre he procurado ser fiel a esa actitud que ejemplifican la obra y la persona de Alexis de Tocqueville y que puede resumirse así: mi libertad comienza con el reconocimiento de la libertad de los otros. En los albores de la edad moderna, ante un espectáculo que después se ha repetido muchas veces: el tirano disfrazado de libertador, Chateaubriand escribió estas palabras proféticas: La Révolution m'aurait entramé... mais je vis la premiére tete portee au bout d‘une pique et je reculai. Jamáis le meurtre ne sera a mes yeux un argument de liberté; je ne connais rien de plus servile, de plus lache, de plus borne que un terroriste. N‘aije pas recontré toute cette race de Brutus au service de César et de sa pólice? [La revolución me habría arrastrado... pero vi la primera cabeza sobre la punta de una pica, y retrocedí. Jamás veré en el asesinato un argumento de libertad; no conozco nada más servil, más cobarde, más obtuso que un terrorista. ¿No encontré después a toda esa raza de Brutos al servicio de César y de su policía?]
Desde mi adolescencia he escrito poemas y no he cesado de escribirlos. Quise ser poeta y nada más. En mis libros de prosa me propuse servir a la poesía, justificarla y defenderla, explicarla ante los otros y ante mí mismo. Pronto descubrí que la defensa de la poesía, menospreciada en nuestro siglo, era inseparable de la defensa de la libertad. De ahí mi interés apasionado por los asuntos políticos y sociales que han agitado a nuestro tiempo. Después de la segunda guerra mundial conocí a André Bretón y a sus amigos. No comparto hoy muchas de sus ideas filosóficas y estéticas pero conservo intacta y viva mí admiración. En sus escritos tanto como en su vida, la libertad y la poesía aparecen con el mismo rostro de llama, simultáneamente seductor y tempestuoso. Tampoco él, como Chateaubriand en el otro extremo, confundió nunca al tirano con el libertador. La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana. A lo largo de la historia y en las más diversas circunstancias, los poetas han participado en la vida política. No me refiero a la concepción de la poesía como un arte al servicio de un Estado, una Iglesia o una ideología. Ya sabemos que esa concepción, tan antigua como los poderes políticos e ideológicos, invariablemente ha dado los mismos resultados: los Estados se derrumban, las Iglesias se disgregan o se petrifican, las ideologías se disipan —pero la poesía permanece. No: aludo a la libre participación del poeta en los asuntos de la ciudad. Incluso en sociedades que no conocieron la libertad política, como la antigua China, no fueron raros los poetas que contribuyeron a la marcha de los asuntos públicos. Muchos entre ellos no vacilaron en censurar los abusos del Hijo del Cielo y no pocos sufrieron cárcel, destierro y otras penas por sus opiniones. En Occidente esta tradición 78
ha sido muy viva y apenas si necesito recordar a los poetas griegos y a los romanos. Dos de los poetas mayores de nuestra tradición, el florentino Dante y el inglés Milton, fueron también notables pensadores políticos. Debemos al primero el tratado De la Monarquía y al segundo osados alegatos en favor de la emancipación de las conciencias, como su célebre defensa del derecho al divorcio o su crítica a la censura decretada por el Parlamento y que él tuvo el valor de hacer ante el Parlamento mismo. Estos precedentes históricos no deben ocultarnos que hay una diferencia capital entre estas actitudes y la situación de los poetas modernos. Los poetas chinos censuraban al trono pero pertenecían a la burocracia imperial; casi todos fueron altos funcionarios y la censura formaba parte de la tradición moral e intelectual confuciana. Dante y Milton se vieron envueltos en controversias en las que la política era indistinguible de la religión. Para los dos el fundamento de sus opiniones estaba en la teología. Combatieron en este mundo con los ojos puestos en el otro y con razones que venían del más allá. Dante coloca en el último círculo del Infierno, al lado de Judas Iscariote, el architraidor, a dos enemigos del Imperio: Bruto y Casio. Para Dante la realidad de este mundo era un trasunto de la realidad más real del trasmundo; por esto, los delitos políticos eran juzgados en el tribunal divino. En las ciudades griegas y en la República romana fue menor la influencia de la religión; las cuestiones que dividían a los ciudadanos eran claramente políticas y no estaban teñidas de teología. Sin embargo, la semejanza con la Antigüedad grecorromana es engañosa; falta en ella un elemento central y que es el signo distintivo, la señal del nacimiento de la edad moderna: la idea de Revolución. Es una idea que no podía surgir sino en nuestra época pues es la heredera de Grecia y del cristianismo, es decir, de la filosofía y del anhelo de redención. En ningún otro período histórico la idea de Revolución ha tenido ese poder de atracción magnética. Las otras civilizaciones y sociedades experimentaron cambios inmensos —tumultos, caídas de dinastías, guerras fratricidas— pero sólo sus grandes mutaciones religiosas pueden compararse con nuestra fascinación ante la Revolución. Es una idea que, durante más de dos siglos, ha hipnotizado a muchas conciencias y a varias generaciones. Ha sido la Estrella Polar que ha guiado nuestras peregrinaciones y el sol secreto que ha iluminado y calentado las vigilias de muchos solitarios. En ella se han conjugado las certidumbres de la razón y las esperanzas de los movimientos religiosos. Desde el momento en que apareció en el horizonte histórico, la Revolución fue doble: razón hecha acto y acto providencial, determinación racional y acción milagrosa, historia y mito. Hija de la razón en su forma más rigurosa y lúcida: la crítica, a imagen de ella, es a un tiempo creadora y destructora; mejor dicho: al destruir, crea. La Revolución, es ese momento en que la crítica se transforma en utopía y la utopía encarna en unos hombres y en una acción. El descenso de la razón a la tierra fue una verdadera epifanía y como tal fue vivida por sus protagonistas y, después, por sus intérpretes. Vivida y no pensada. Para casi todos, la Revolución fue una consecuencia de ciertos postulados racionales y de la evolución general de la sociedad; casi ninguno advirtió que asistían a una resurrección. Cierto, la novedad de la Revolución parece absoluta; rompe con el pasado e instaura un régimen racional, justo y radicalmente distinto al antiguo. Sin embargo, esta novedad absoluta fue vista y vivida como un regreso al principio del principio. La Revolución es la vuelta al tiempo del origen, antes de la injusticia, antes de ese momento en que, dice Rousseau, al marcar los límites de un pedazo de tierra, un hombre dijo: Esto es mío. Ese día comenzó la desigualdad y, con ella, la discordia y la opresión: la historia. En suma, la Revolución es un acto eminentemente histórico y, no obstante, es un acto negador de la historia: el tiempo nuevo que instaura es una restauración del tiempo original. Hija de la historia y la razón, la Revolución es la hija del tiempo lineal, sucesivo e irrepetible; hija del mito, la Revolución es un momento del tiempo cíclico, como el giro de los astros y la ronda de las estaciones. La naturaleza de la Revolución es dual pero nosotros no podemos pensarla sino separando sus dos elementos y desechando el mítico como un cuerpo extraño... y no podemos vivirla sino enlazándolos. La pensamos como un fenómeno que responde a las previsiones de la razón; la vivimos como un misterio. En este enigma reside el secreto de su fascinación. La edad moderna rompió el antiguo vínculo que unía la poesía al mito pero sólo para, inmediatamente después, unirla a la idea de Revolución. Esta idea proclamó el fin de los mitos —y así se convirtió en el mito central de la modernidad. La historia de la poesía moderna, desde el romanticismo hasta nuestros días, no ha sido sino la historia de sus relaciones con ese mito, claro y coherente como una demostración de geometría, turbulento como las revelaciones del antiguo caos. Relaciones inflamadas y extremas, de la seducción al horror, de la devoción al anatema, de la idolatría a la abjuración —toda la gama de las dos grandes pasiones: el amor y 79
la religión. El entusiasmo de Hólderlin ante el joven Bonaparte y la decepción que siente al verlo convertido en el Emperador Napoleón, las simpatías girondinas de Wordsworth y el aborrecimiento que le inspira Robespierre, son apenas dos ejemplos de los vaivenes de los románticos alemanes e ingleses ante la Revolución francesa. Esas violentas oscilaciones se repiten a lo largo del siglo XIX ante cada movimiento revolucionario y culminan en el xx con las inmensas y sucesivas oleadas de sentimientos contradictorios —otra vez del fanatismo a la repulsión— que provocó en el mundo entero la prolongada influencia de la Revolución bolchevique. Los movimientos de adhesión que suscitan todas las revoluciones pueden explicarse, en primer término, por la necesidad que sentimos los hombres de remediar y poner fin a nuestra desdichada condición. Hay épocas en que esa necesidad de redención se hace más viva y urgente por el desvanecimiento de las creencias tradiciónales. Las antiguas divinidades, carcomida? por la superstición, envilecidas por el fanatismo y roídas por la crítica, se desmoronan; entre los escombros brota la tribu de los fantasmas: aparecen primero como ideas radiantes pero pronto son endiosadas y convertidas en ídolos espantables. Aunque hay otras explicaciones del fenómeno revolucionario —económicas, psicológicas, políticas— todas ellas, sin ser falsas, dependen esencialmente de este hecho básico. Una fe que nace del vacío que han dejado las creencias antiguas y que se alimenta, juntamente, de la conciencia de nuestra miseria y de las geometrías de la razón, es coriácea y resistente; cierra los ojos con terquedad lo mismo ante las incoherencias de su doctrina que ante las atrocidades de sus jefes. En esto la fe revolucionaria se parece a la religiosa: ni las matanzas de septiembre de 1792 ni la carnicería de Saint—Barthélemy ni los campos de concentración de Stalin hicieron vacilar las convicciones de los fieles. Sin embargo, hay una diferencia: las creencias revolucionarias están sujetas a la prueba del tiempo, mientras que las religiosas se inscriben en un más allá intocado por el tiempo y sus cambios. Las revoluciones son fenómenos históricos, es decir, temporales. La critica del tiempo es irrefutable porque es la crítica de la realidad: muestra sin demostrar. Y lo que muestra es que la Revolución comienza como promesa, se disipa en agitaciones frenéticas y se congela en dictaduras sangrientas que son la negación del impulso que la encendió al nacer. En todos los movimientos revolucionarios el tiempo sagrado óe\ mito se transforma inexorablemente en el tiempo profano de la historia. La esperanza renace después de cada fracaso. El entusiasmo de Shelley refuta la decepción de Coleridge y Heine escribe De la Alemania para responder a Madame de Staél y cubrir de ridículo a los poetas de la gene* ración anterior, que habían mostrado inicialmente simpatías por la Revolución francesa pero que terminaron por ser sus enemigos. El ciclo de adhesión—negación—adhesión se repite durante más de dos siglos, primero en Europa y después en el mundo entero. La palabra poética ha sido simultáneamente profecía, anatema y elegía de las revoluciones modernas. Aunque las diferencias y oposiciones entre los dos grandes prototipos revolucionarios (la Revolución francesa de 1789 y la Revolución rusa de 1917) son mayores y más profundas que las semejanzas, los sentimientos que provocaron obedecían al mismo ritmo afectivo de atracción y de repulsión. A pesar de que la función religiosa de las revoluciones modernas ha sido invariablemente quebrantada por la naturaleza eminentemente histórica de esos movimientos, el resultado ha sido el renacimiento, en la generación siguiente, de aspiraciones y quimeras semejantes. O la adopción de mitologías personales. Aquí aparece otra de las diferencias entre la poesía moderna y la de ayer: para Dante la llave de su poema eran las Sagradas Escrituras, eje de la universal analogía; Blake, en cambio, inventa una mitología con retazos del gnosticismo y la tradición hermética. Muchos poetas acudieron al mismo remedio y apenas si debo recordar las creencias de Nerval o de Hugo y, ya en el siglo xx, la teosofía de Yeats o el ocultismo de Bretón. La razón de esta aparente paradoja reside en lo siguiente: la religión pública de la modernidad ha sido la Revolución, y la poesía, su religión privada. La crítica de las revoluciones ha sido hecha por los nostálgicos del orden antiguo y por los liberales (en el sentido amplio del término liberal: más que una doctrina un temple filosófico y político). A la inversa de la crítica reaccionaria, la liberal ha sido eficaz: desmontó las construcciones ideológicas de las revoluciones, les arrancó la máscara religiosa y las mostró en su desnudez histórica, profana. El liberalismo no se propuso substituir esas construcciones con otras; la índole misma de esta tradición intelectual, esencialmente crítica, le ha prohibido proponer, como las otras grandes filosofías políticas, una metahistoria. Este dominio había sido antes de las religiónes; el liberalismo no ofreció nada en cambio y circunscribió la religión a la esfera privada. Fundó la libertad sobre la única base que puede sustentarla: la autonomía de la conciencia y el reconocimiento de la autonomía de 80
las conciencias ajenas. Fue admirable y también terrible: nos encerró en un solipsismo, rompió el puente que unía el yo al tú y ambos a la tercera persona: el otro, los otros. Entre libertad y fraternidad no hay contradicción sino distancia —una distancia que el liberalismo no ha podido anular. ¿Cuál podría ser el fundamento de la fraternidad? Inspirados en los antiguos, Robespierre y Saint—Just quisieron fundar la solidaridad de los ciudadanos en la virtud. Sólo que, ¿cuál puede ser el fundamento de la virtud? Los jacobinos, como después sus descendientes, los bolcheviques, no se hicieron esta pregunta. Mejor dicho: su respuesta fue la virtud por decreto, el terror. Pero el terror no puede engendrar sino dos fraternidades inconciliables: la de los verdugos y la de las víctimas. El liberalismo democrático es un modo civilizado de convivencia. Para mí es el mejor entre todos los que ha concebido la filosofía política. No obstante, deja sin respuesta a la mitad de las preguntas que los hombres nos hacemos: la fraternidad, la cuestión del origen y la del fin, la del sentido y el valor de la existencia. La edad moderna ha exaltado al individualismo y ha sido, así, el período de la dispersión de las conciencias. Los poetas han sido particularmente sensibles a este vacío. Hacía 1851 Baudelaire escribe en un cuaderno: Le monde va finir... Je ne dis pas que le monde sera réduit au desordre bouffon des républiques du Sud Amérique ou que peut étre nous retour—nerons a Vétat sauvage... Non, la mécanique noHS'aura tellement améri—canisés, le progrés ama si bien atrophié en nous toute la partie spirituelle, que ríen parmi les réveries sanguinaires des utopistes ne pourra étre comparé a ses resultáis positifs... mais ce n*est pas par des institutions politiques que se manifestera la ruine universelle (ou le progrés universely car peu mHmporte le nom). Ce sera para Vavilissement des coeurs... [El mundo se va a acabar... No digo que será reducido al desorden bufonesco de las repúblicas de América del Sur o que quizá regresaremos al salvajismo,.. No: la mecánica nos habrá americanizado tanto y el progreso habrá atrofiado tan completamente nuestras facultades espírituales que nada, ni siquiera las quimeras sanguinarias de los utopistas, podrá compararse con esos excelentes resultados... Pero la ruina universal (o el progreso universal: poco me importa el nombre) no se manifestará en las instituciónes políticas sino en el envilecimiento de las almas...] Noventa años después, como si continuase las reflexiones de Baudelaire, en uno de sus Four Quartets y Eliot ve a nuestro mundo, que nosotros pensamos movido por el progreso, como la interminable caída del vacío en el vacío: O dark dark dark. They all go into the dark, The vacant interstellar spaces, the vacant into the vacant, The captains, merchants, bankers, eminent men of letters, The generous patrons ofart, the statesmen and the rulers, Distinguished civil servants, chavrmen of many committees, Industrial lords and petty contractors, all go into the dark, And dark the Sun and Moon and the Allmanach de Gotha And the Stock Exchange Gazette, the Directory of Directors, And cold the sense and lost the motive ofaction. And we all go with them, into the silent funeral, Nobody‘s funeral, for there is no one to bury. [Oscuro oscuro obscuro. Todos van a lo obscuro, El vacío espacio interestelar, el vacío en el vacío, Capitanes, comerciantes, banqueros, eminentes literatos, Mecenas generosos, estadistas y gobernantes, Funcionarios distinguidos, presidentes de tantos Comités, Barones de la industria, contratistas, todos hacia lo oscuro Y oscuros el Sol y la Luna y el Almanaque de Gotha Y el Boletín de la Bolsa y el Directorio de Directores Y helado el sentido y olvidada la razón del acto. Y todos vamos con ellos al silencioso funeral, El funeral de nadie, porque no hay nadie a quien enterrar.] 81
Podría agregar otros testimonios pero me parece que los dos que he citado bastan para ilustrar el estado de espíritu de los poetas ante los desastres de la modernidad. Las reflexiones de Baudelaire y los versos de Eliot son un fúnebre contrapunto a los himnos entusiastas de Whitman y Víctor Hugo. Unos y otros son ejemplos de la escisión, mejor dicho: de la desgarradura, de la poesía moderna. Esa desgarradura es la marca que la distingue de la poesía de otras épocas y civilizaciones. Suspendida entre las manos del tiempo, entre el mito y la historia, la poesía moderna consagra una fraternidad distinta y más antigua que la de las religiónes y las filosofías, una fraternidad nacida del mismo sentimiento de soledad del primitivo en medio de la naturaleza extraña y hostil. La diferencia es que ahora vivimos esa soledad no sólo frente al cosmos sino ante nuestros vecinos. Sin embargo, todos sabemos, cada uno en su cuarto, que no estamos realmente solos: fraternidad sobre el vacío. Después de un largo período de estancamiento político, siempre al borde del precipicio, siempre ante el espectro de una nueva guerra total y de la amenaza de aniquilación del género humano, hemos sido testigos, en los últimos años, de una serie de cambios, portentos de una nueva era que, quizás, amanece. Primero, el ocaso del mito revolucionario en el lugar mismo de su nacimiento, la Europa occidental, hoy recuperada de la guerra, próspera y afianzado en cada uno de los países de la Comunidad el régimen liberal democrático. Enseguida, el regreso de la democracia en la América Latina, aunque todavía titubeante entre los fantasmas de la demagogia populista y el militarismo —sus dos morbos endémicos—, al cuello la argolla de hierro de la deuda. En fin, los cambios en la Unión Soviética, en China y en otros regímenes totalitarios. Cualquiera que sea el alcance de esas reformas, es claro que significan el fin del mito del socialismo autoritario. Estos cambios son una autocrítica y equivalen a una confesión. Por esto he hablado del fin de una era: presenciamos el crepúsculo de la idea de Revolución en su última y desventurada encarnación, la versión bolchevique. Es una idea que únicamente sobrevive en algunas regiones de la periferia y entre sectas enloquecidas como la de los terroristas peruanos. Ignoramos qué nos reserva el porvenir: nacionalismos virulentos, catástrofes ecológicas, renacimiento de mitologías enterradas, nuevos fanatismos pero también descubrimientos, y creaciones: la historia y su cortejo de horrores y maravillas. Tampoco sabemos si los pueblos de la Unión Soviética conocerán nuevas formas de opresión o una versión original y eslava de la democracia. En todo caso, el mito revolucionario se muere. ¿Resucitará? No lo creo. No lo mata una Santa Alianza: muere de muerte natural. Joyce dijo que la historia es una pesadilla. Se equivocó: las pesadillas se disipan con la luz del alba mientras que la historia no terminará sino hasta el fin de nuestra especie. Somos hombres por ella y en ella; si dejase de existir, dejaríamos de ser hombres. Pero el fin del mito revolucionario tal vez nos permitirá pensar de nuevo en los principios que han fundado a nuestra sociedad y en sus carencias y lagunas. Aligerados al fin de la lucha contra la superstición totalitaria, podemos ahora reflexionar más libremente sobre nuestra tradición. Así reaparece el tema de la virtud de los ciudadanos. Es un tema que viene de la Antigüedad clásica; preocupó lo mismo a Maquiavelo que a Montesquieu y hoy tiene una penosa actualidad en muchos países y entre ellos en la democracia angloamericana fundada por la ética puritana. Kant nos enseñó que no se puede fundar una moral sobre la historia: fluye sin cesar y no sabemos siquiera si alguna ley o designio rige su caprichoso transcurrir. Sabemos también que las construcciones metahistóricas —sean religiosas o metafísicas, conservadoras o revolucionarias— estrangulan a la libertad y acaban por corromper la fraternidad. El pensamiento de la era que comienza —si es que realmente comienza una era— tendrá que encontrar el punto de convergencia entre libertad y fraternidad. Debemos repensar nuestra tradición, renovarla y buscar la reconciliación de las dos grandes tradiciónes políticas de la modernidad, el liberalismo y el socialismo. Me atrevo a decir, parafraseando a Ortega y Gasset, que éste es ―el tema de nuestro tiempo‖. Me parece que nuestros días son propicios a una empresa de esta envergadura; en algunas obras contemporáneas —por ejemplo, en la de Cornelio Castoriadis— advierto ya el comienzo de una respuesta. ¿Cuál puede ser la contribución de la poesía en la reconstitución de un nuevo pensamiento político? No ideas nuevas sino algo más precioso y frágil: la memoria. Cada generación los poetas redescubren la terrible antigüedad y la no menos terrible juventud de las pasiones. En las escuelas y faculudes donde se enseñan las llamadas ciencias políticas debería ser obligatoria la lectura de Esquilo y de Shakespeare. Los poetas nutrieron el pensamiento de Hobbes y Locke, de Marx y Tocqueville. Por la boca del poeta habla —subrayo: habla> no escribe— la otra voz. Es la voz del poeta trágico y la del bufón, la de la solitaria melancolía y la de la fiesta, es la risotada y el suspiro, la del abrazo de los amantes y la de Hamlet ante el cráneo, la voz del silencio y la del 82
tumulto, loca sabiduría y cuerda locura, susurro de confidencia en la alcoba y oleaje de multitud en la plaza. Oír esa voz es oír al tiempo mismo, el tiempo que pasa y que, no obstante, regresa vuelto unas cuantas sílabas cristalinas. México, junio de 1989 Palabras al recibir el Premio Alexis de Tocqueville, de manos del Presidente François Mitterrand.
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III. LA CULTURA MEXICANA TODOS SANTOS, DÍA DE MUERTOS (1950)
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l solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo ritual. Y esta tendencia beneficia a nuestra imaginación tanto como a nuestra sensibilidad, siempre afinadas y despiertas. El arte de la Fiesta, envilecido en casi todas partes, se conserva intacto entre nosotros. En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de México, con sus colores violentos, agrios y puros, sus danzas, ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos días en plazas y mercados. Nuestro calendario está poblado de fiestas. Ciertos días, lo mismo en los lugarejos más apartados que en las grandes ciudades, el país entero reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de Guadalupe o del General Zaragoza. Cada año, el 15 de septiembre a las once de la noche, en todas las plazas de México celebramos la Fiesta del Grito; y una multitud enardecida efectivamente grita por espacio de una hora, quizá para callar mejor el resto del año. Durante los días que preceden y suceden al 12 de diciembre, el tiempo suspende su carrera, hace un alto y en lugar de empujarnos hacia un mañana siempre inalcanzable y mentiroso, nos ofrece un presente redondo y perfecto, de danza y juerga, de comunión y comilona con lo más antiguo y secreto de México. El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde pasado y futuro al fin se reconcilian. Pero no bastan las fiestas que ofrecen a todo el país la Iglesia y la República. La vida de cada ciudad y de cada pueblo está regida por un santo, al que se festeja con devoción y regularidad. Los barrios y los gremios tienen también sus fiestas anuales, sus ceremonias y sus ferias. Y, en fin, cada uno de nosotros —ateos, católicos o indiferentes— poseemos nuestro Santo, al que cada año honramos. Son incalculables las fiestas que celebramos y los recursos y tiempo que gastamos en festejar. Recuerdo que hace años pregunté al Presidente municipal de un poblado vecino a Mida: ―¿A cuánto ascienden los ingresos del Municipio por contribuciones?‖ ―A unos tres mil pesos anuales. Somos muy pobres. Por eso el señor Gobernador y la Federación nos ayudan cada año a completar nuestros gastos‖. ―¿Y en qué utilizan esos tres mil pesos?‖ ―Pues casi todo en fiestas, señor. Chico como lo ve, el pueblo tiene dos Santos Patrones.‖ Esa respuesta no es asombrosa. Nuestra pobreza puede medirse por el número y suntuosidad de las fiestas populares. Los países ricos tienen pocas: no hay tiempo, ni humor. Y no son necesarias; las gentes tienen otras cosas que hacer y cuando se divierten lo hacen en grupos pequeños. Las masas modernas son aglomeraciones de solitarios. En las grandes ocasiones, en París o en Nueva York, cuando el público se congrega en plazas o estadios, es notable la ausencia del pueblo: se ven parejas y grupos, nunca una comunidad viva en donde la persona humana se disuelve y rescata simultáneamente. Pero un pobre mexicano ¿cómo podría vivir sin esas dos o tres fiestas anuales que lo compensan de su estrechez y de su miseria? Las fiestas son nuestro único lujo; ellas sustituyen, acaso con ventaja, al teatro y a las vacaciones, al week end y al cocktail party de los sajones, a las recepciones de la burguesía y al café de los mediterráneos. En esas ceremonias —nacionales, locales, gremiales o familiares— el mexicano se abre al exterior. Todas ellas le dan ocasión de revelarse y dialogar con la divinidad, la patria, los amigos o los parientes. Durante esos días el silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola en el aire. Descarga su alma. Y su grito, como los cohetes que tanto nos gustan, sube hasta el cielo, estalla en una explosión verde, roja, azul y blanca y cae vertiginoso dejando una cauda de chispas doradas. Esa noche los amigos, que durante meses no pronunciaron más palabras que las prescritas por la indispensable cortesía, se emborrachan juntos, se hacen confidencias, lloran las mismas penas, se descubren hermanos y a veces, para probarse, se matan entre sí. La noche se puebla de canciones y aullidos. Los enamorados despiertan con orquestas a las muchachas. Hay diálogos y burlas de balcón a balcón, de acera a acera. Nadie habla en voz baja. Se arrojan los sombreros al aire. Las malas palabras y los chistes caen como cascadas de pesos fuertes. Brotan las guitarras. En ocasiones, es cierto, la alegría acaba mal: hay riñas, injurias, balazos, cuchilladas. También eso forma parte de 84
la fiesta. Porque el mexicano no se divierte: quiere sobrepasarse, saltar el muro de soledad que el resto del año lo incomunica. Todos están poseídos por la violencia y el frenesí. Las almas estallan como los colores, las voces, los sentimientos. ¿Se olvidan de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. Lo importante es salir, abrirse paso, embriagarse de ruido, de gente, de color. México está de fiesta. Y esa Fiesta, cruzada por relámpagos y delirios, es como el revés brillante de nuestro silencio y apatía, de nuestra reserva y hosquedad. Algunos sociólogos franceses consideran a la Fiesta como un gasto ritual. Gracias al derroche, la colectividad se pone al abrigo de la envidia celeste y humana. Los sacrificios y las ofrendas calman o compran a dioses y santos patrones; las dádivas y festejos, al pueblo. El exceso en el gastar y el desperdicio de energías afirman la opulencia de la colectividad. Ese lujo es un una prueba de salud, una exhibición de abundancia y poder. O una trampa mágica. Porque con el derroche se espera atraer, por contagio, a la verdadera abundancia. Dinero llama a dinero. La vida que se riega, da más vida; la orgía, gasto sexual, es también una ceremonia de regeneración genésica; y el desperdicio, fortalece. Las ceremonias de fin de año, en todas las culturas, significan algo más que la conmemoración de una fecha. Ese día es una pausa; efectivamente el tiempo se acaba, se extingue. Los ritos que celebran su extinción están destinados a provocar su renacimiento: la fiesta del fin de año es también la del año nuevo, la del tiempo que empieza. Todo atrae a su contrario. En suma, la función de la Fiesta es más utilitaria de lo que se piensa; el desperdicio atrae o suscita la abundancia y es una inversión como cualquiera otra. Sólo que aquí la ganancia no se mide, ni cuenta. Se trata de adquirir potencia, vida, salud. En este sentido la Fiesta es una de las formas económicas más antiguas, con el don y la ofrenda. Esta interpretación me ha parecido siempre incompleta. Inscrita en la órbita de lo sagrado, la Fiesta es ante todo el advenimiento de lo insólito. La rigen reglas especiales, privativas, que la aíslan y hacen un día de excepción. Y con ellas se introduce una lógica, una moral, y hasta una economía que frecuentemente contradicen las de todos los días. Todo ocurre en un mundo encantado: el tiempo es otro tiempo (situado en un pasado mítico o en una actualidad pura); el espacio en que se verifica cambia de aspecto, se desliga del resto de la tierra, se engalana y convierte en un ―sitio de fiesta‖ (en general se escogen lugares especiales o poco frecuentados); los personajes que intervienen abandonan su rango humano o social y se transforman en vivas, aunque efímeras, representaciónes. Y todo pasa como si no fuera cierto, como en los sueños. Ocurra lo que ocurra, nuestras acciones poseen mayor ligereza, una gravedad distinta: asumen significaciones diversas y contraemos con ellas responsabilidades singulares. Nos aligeramos de nuestra carga de tiempo y razón. En ciertas fiestas desaparece la noción misma de Orden. El caos regresa y reina la licencia. Todo se permite: desaparecen las jerarquías habituales, las distinciones sociales, los sexos, las clases, los gremios. Los hombres se disfrazan de mujeres, los señores de esclavos, los pobres de ricos. Se ridiculiza al ejército, al clero, a la magistratura. Gobiernan los niños o los locos. Se cometen profanaciones rituales, sacrilegios obligatorios. El amor se vuelve promiscuo. A veces la Fiesta se convierte en Misa Negra. Se violan reglamentos, hábitos, costumbres. El individuo respetable arroja su máscara de carne y la ropa oscura que lo aísla y, vestido de colorines, se esconde en una careta, que lo libera de sí mismo. Así pues, la Fiesta no es solamente un exceso, un desperdicio ritual de los bienes penosamente acumulados durante todo el año; también es una revuelta, una súbita inmersión en lo informe, en la vida pura. A través de la Fiesta la sociedad se libera de las normas que se ha impuesto. Se burla de sus dioses, de sus principios y de sus leyes: se niega a sí misma. La Fiesta es una Revuelta, en el sentido literal de la palabra. En la confusión que engendra, la sociedad se disuelve, se ahoga, en tanto que organismo regido conforme a ciertas reglas y principios. Pero se ahoga en sí misma, en su caos o libertad original. Todo se comunica; se mezcla el bien con el mal, el día con la noche, lo santo con lo maldito. Todo cohabita, pierde forma, singularidad y vuelve al amasijo primordial. La Fiesta es una operación cósmica: la experiencia del Desorden, la reunión de los elementos y principios contrarios para provocar el renacimiento de la vida. La muerte ritual suscita el renacer; el vómito, el apetito; la orgía, estéril en sí misma, la fecundidad de las madres o de la tierra. La Fiesta es un regreso a un estado remoto e indiferenciado, prenatal o presocial, por decirlo así. Regreso que es también un comienzo, según quiere la dialéctica inherente a los hechos sociales. El grupo sale purificado y fortalecido de ese baño de caos. Se ha sumergido en sí, en la entraña misma de donde salió. Dicho de otro modo, la Fiesta niega a la sociedad en tanto que conjunto orgánico de formas y 85
principios diferenciados, pero la afirma en cuanto fuente de energía y creación. Es una verdadera recreación, al contrario de lo que ocurre con las vacaciones modernas, que no entrañan rito o ceremonia alguna, individuales o estériles como el mundo que las ha inventado. La sociedad comulga consigo misma en la Fiesta. Todos sus miembros vuelven a la confusión y libertad originales. La estructura social se deshace y se crean nuevas formas de relación, reglas inesperadas, jerarquías caprichosas. En el desorden general, cada quien se abandona y atraviesa por situaciones y lugares que habitualmente le estaban vedados. Las fronteras entre espectadores y actores, entre oficiantes y asistentes, se borran. Todos forman parte de la Fiesta, todos se disuelven en su torbellino. Cualquiera que sea su índole, su carácter, su significado, la Fiesta es participación. Este rasgo la distingue finalmente de otros fenómenos y ceremonias: laica o religiosa, orgía o saturnal, la Fiesta es un hecho social basado en la activa participación de los asistentes. Gracias a las Fiestas el mexicano se abre, participa, comulga con sus semejantes y con los valores que dan sentido a su existencia religiosa o política. Y es significativo que un país tan triste como el nuestro tenga tantas y tan alegres fiestas. Su frecuencia, el brillo que alcanzan, el entusiasmo con que todos participamos, parecen revelar que, sin ellas, estallaríamos. Ellas nos liberan, así sea momentáneamente, de todos esos impulsos sin salida y de todas esas materias inflamables que guardamos en nuestro interior. Pero a diferencia de lo que ocurre en otras sociedades, la Fiesta mexicana no es nada más un regreso a un estado original de indiferenciación y libertad; el mexicano no intenta regresar, sino salir de sí mismo, sobrepasarse. Entre nosotros la Fiesta es una explosión, un estallido. Muerte y vida, júbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros festejos, no para recrearse o reconocerse, sino para entredevorarse. No hay nada más alegre que una fiesta mexicana, pero también no hay nada más triste. La noche de fiesta es también noche de duelo. Si en la vida diaria nos ocultamos a nosotros mismos, en el remolino de la Fiesta nos disparamos. Más que abrirnos, nos desgarramos. Todo termina en alarido y desgarradura: el canto, el amor, la amistad. La violencia de nuestros festejos muestra hasta qué punto nuestro hermetismo nos cierra las vías de comunicación con el mundo. Conocemos el delirio, la canción, el aullido y el monólogo, pero no el diálogo. Nuestras Fiestas, como nuestras confidencias, nuestros amores y nuestras tentativas por reordenar nuestra sociedad, son rupturas violentas con lo antiguo o con lo establecido. Cada vez que intentamos expresarnos, necesitamos romper con nosotros mismos. Y la Fiesta sólo es un ejemplo, acaso el más típico, de ruptura violenta. No sería difícil enumerar otros, igualmente reveladores: el juego, que es siempre un ir a los extremos, mortal con frecuencia; nuestra prodigalidad en el gastar, reverso de la timidez de nuestras inversiónes y empresas económicas; nuestras confesiones. El mexicano, ser hosco, encerrado en sí mismo, de pronto estalla, se abre el pecho y se exhibe, con cierta complacencia y deteniéndose en los repliegues vergonzosos o terribles de su intimidad. No somos francos, pero nuestra sinceridad puede llegar a extremos que horrorizarían a un europeo. La manera explosiva y dramática, a veces suicida, con que nos desnudamos y entregamos, inermes casi, revela que algo nos asfixia y cohíbe. Algo nos impide ser. Y porque no nos atrevemos o no podemos enfrentarnos con nuestro ser, recurrimos a la Fiesta. Ella nos lanza al vacío, embriaguez que se quema a sí misma, disparo en el aire, fuego de artificio. La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. Toda esa abigarrada confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y tentativas —obras y sobras— que es cada vida, encuentra en la muerte, ya que no sentido o explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino para desaparecer. Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Por eso cuando alguien muere de muerte violenta, solemos decir: ―se la buscó‖. Y es cierto, cada quien tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace. Muerte de cristiano o muerte de perro son maneras de morir que reflejan maneras de vivir. Si la muerte nos traiciona y morimos de mala manera, todos se lamentan: hay que morir como se vive. La muerte es intransferible, como la vida. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía como no nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré quién eres. 86
Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico, que se repetía insaciable. La vida no tenía función más alta que desembocar en la muerte, su contrario y complemento; y la muerte, a su vez, no era un fin en sí; el hombre alimentaba con su muerte la voracidad de la vida, siempre insatisfecha. El sacrificio poseía un doble objeto: por una parte, el hombre accedía al proceso creador (pagando a los dioses, simultáneamente, la deuda contraída por la especie); por la otra, alimentaba la vida cósmica y la social, que se nutría de la primera. Posiblemente el rasgo más característico de esta concepción es el sentido impersonal del sacrificio. Del mismo modo que su vida no les pertenecía, su muerte carecía de todo propósito personal. Los muertos —incluso los guerreros caídos en el combate y las mujeres muertas en el parto, compañeros de Huitzilopochtli, el dios solar— desaparecían al cabo de algún tiempo, ya para volver al país indiferenciado de las sombras, ya para fundirse al aire, a la tierra, al fuego, a la sustancia animadora del universo. Nuestros antepasados indígenas no creían que su muerte les pertenecía, como jamás pensaron que su vida fuese realmente ―su vida‖, en el sentido cristiano de la palabra. Todo se conjugaba para determinar, desde el nacimiento, la vida y la muerte de cada hombre: la clase social, el año, el lugar, el día, la hora. El azteca era tan poco responsable de sus actos como de su muerte. Espacio y tiempo estaban ligados y formaban una unidad inseparable. A cada espacio, a cada uno de los puntos cardinales, y al centro en que se inmovilizaban, correspondía un ―tiempo‖ particular. Y este complejo de espacio-tiempo poseía virtudes y poderes propios, que influían y determinaban profundamente la vida humana. Nacer un día cualquiera, era pertenecer a un espacio, a un tiempo, a un color y a un destino. Todo estaba previamente trazado. En tanto que nosotros disociamos espacio y tiempo, meros escenarios que atraviesan nuestras vidas, para ellos había tantos ―espacios-tiempos‖ como combinaciones poseía el calendario sacerdotal. Y cada uno estaba dotado de una significación cualitativa particular, superior a la voluntad humana. Religión y destino regían su vida, como moral y libertad presiden la nuestra. Mientras nosotros vivimos bajo el signo de la libertad y todo —aun la fatalidad griega y la gracia de los teólogos— es elección y lucha, para los aztecas el problema se reducía a investigar la no siempre clara voluntad de los dioses. De ahí la importancia de las prácticas adivinatorias. Los únicos libres eran los dioses. Ellos podían escoger —y, por lo tanto, en un sentido profundo, pecar—. La religión azteca está llena de grandes dioses pecadores —Quetzalcóatl, como ejemplo máximo—, dioses que desfallecen y pueden abandonar a sus creyentes, del mismo modo que los cristianos reniegan a veces de su Dios. La conquista de México sería inexplicable sin la traición de los dioses, que reniegan de su pueblo. El advenimiento del catolicismo modifica radicalmente esta situación. El sacrificio y la idea de salvación que antes eran colectivos, se vuelven personales. La libertad se humaniza, encarna en los hombres. Para los antiguos aztecas lo esencial era asegurar la continuidad de la creación; el sacrificio no entrañaba la salvación ultraterrena, sino la salud cósmica; el mundo, y no el individuo, vivía gracias a la sangre y la muerte de los hombres. Para los cristianos, el individuo es lo que cuenta. El mundo —la historia, la sociedad— está condenado de antemano. La muerte de Cristo salva a cada hombre en particular. Cada uno de nosotros es el Hombre y en cada uno están depositadas las esperanzas y posibilidades de la especie. La redención es obra personal. Ambas actitudes, por más opuestas que nos parezcan, poseen una nota común: la vida, colectiva o individual, está abierta a la perspectiva de una muerte que es, a su modo, una nueva vida. La vida sólo se justifica y trasciende cuando se realiza en la muerte. Y ésta también es trascendencia, más allá, puesto que consiste en una nueva vida. Para los cristianos la muerte es un tránsito, un salto mortal entre dos vidas, la temporal y la ultraterrena; para los aztecas, la manera más honda de participar en la continua regeneración de las fuerzas creadoras, siempre en peligro de extinguirse si no se les provee de sangre, alimento sagrado. En ambos sistemas vida y muerte carecen de autonomía; son las dos caras de una misma realidad. Toda su significación proviene de otros valores, que las rigen. Son referencias a realidades invisibles. La muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros valores. En casi todos los casos es, simplemente, el fin inevitable de un proceso natural. En un mundo de hechos, la muerte es un hecho más. Pero como es un hecho desagradable, un hecho que pone en tela de juicio todas nuestras 87
concepciones y el sentido mismo de nuestra vida, la filosofía del progreso (¿el progreso hacia dónde y desde dónde?, se pregunta Scheler) pretende escamotearnos su presencia. En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie cuenta con ella. Todo la suprime: las prédicas de los políticos, los anuncios de los comerciantes, la moral pública, las costumbres, la alegría a bajo precio y la salud al alcance de todos que nos ofrecen hospitales, farmacias y campos deportivos. Pero la muerte, ya no como tránsito, sino como gran boca vacía que nada sacia, habita todo lo que emprendemos. El siglo de la salud, la higiene, los anticonceptivos, las drogas milagrosas y los alimentos sintéticos, es también el siglo de los campos de concentración, del Estado policíaco, de la exterminación atómica y del murder story. Nadie piensa en la muerte, en su propia muerte, en su muerte propia, como quería Rilke, porque nadie vive una vida personal. La matanza colectiva no es sino el fruto de la colectivización de la vida. También para el mexicano moderno la muerte carece de significación. Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la intrascendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vida diaria. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente. Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; mas al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia, desdén o ironía: ―si me han de matar mañana, que me maten de una vez‖. La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente postula la intrascendencia del morir, sino la del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque ―la vida nos ha curado de espantos‖. Morir es natural y hasta deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la segunda se vuelve intrascendente. La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora. El desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos. Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros amores y en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas veces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce sobre nosotros quizá brote de nuestro hermetismo y de la furia con que lo rompemos. La presión de nuestra vitalidad, constreñida a expresarse en formas que la traicionan, explica el carácter mortal, agresivo o suicida, de nuestras explosiones. Cuando estallamos, además, tocamos el punto más alto de la tensión, rozamos el vértice vibrante de la vida. Y allí, en la altura del frenesí, sentimos el vértigo: la muerte nos atrae. Por otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de todas sus vanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos mondos y una mueca espantable. En un mundo cerrado y sin salida, en donde todo es muerte, lo único valioso es la muerte. Pero afirmamos algo negativo. Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos de artificio, nuestras re-presentaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia. Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros: ¿qué me importa la muerte, si no me importa la vida? El mexicano, obstinadamente cerrado ante el mundo y sus semejantes, ¿se abre ante la muerte? La adula, la festeja, la cultiva, se abraza a ella, definitivamente y para siempre, pero no se entrega. Todo está lejos del mexicano, todo le es extraño y, en primer término, la muerte, la extraña por excelencia. El mexicano no se entrega a la muerte, porque la entrega entraña sacrificio. Y el sacrificio, a su vez, exige que alguien dé y alguien reciba. Esto es, que alguien se abra y se encare a una realidad que lo trasciende. En un mundo intrascendente, cerrado sobre sí mismo, la muerte mexicana no da ni recibe; se consume en sí misma y a sí misma se satisface. Así pues, nuestras relaciones con la muerte son íntimas —más íntimas, acaso, que las de cualquier otro 88
pueblo— pero desnudas de significación y desprovistas de erotismo. La muerte mexicana es estéril, no engendra como la de aztecas y cristianos. Nada más opuesto a esta actitud que la de europeos y norteamericanos. Leyes, costumbres, moral pública y privada, tienden a preservar la vida humana. Esta protección no impide que aparezcan cada vez con más frecuencia ingeniosos y refinados asesinos, eficaces productores del crimen perfecto y en serie. La reiterada irrupción de criminales profesionales, que maduran y calculan sus asesinatos con una precisión inaccesible a cualquier mexicano; el placer con que relatan sus experiencias, sus goces y sus procedimientos; la fascinación con que el público y los periódicos recogen sus confesiones; y, finalmente, la reconocida ineficacia de los sistemas de represión con que se pretende evitar nuevos crímenes, muestran que el respeto a la vida humana que tanto enorgullece a la civilización occidental es una noción incompleta o hipócrita. El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida. La perfección de los criminales modernos no es nada más una consecuencia del progreso de la técnica moderna, sino del desprecio a la vida inexorablemente implícito en todo voluntario escamoteo de la muerte. Y podría agregarse que la perfección de la técnica moderna y la popularidad de la murder story no son sino frutos (como los campos de concentración y el empleo de sistemas de exterminación colectiva) de una concepción optimista y unilateral de la existencia. Y así, es inútil excluir a la muerte de nuestras representaciónes, de nuestras palabras, de nuestras ideas, porque ella acabará por suprimirnos a todos y en primer término a los que viven ignorándola o fingiendo que la ignoran. Cuando el mexicano mata —por vergüenza, placer o capricho— mata a una persona, a un semejante. Los criminales y estadistas modernos no matan: suprimen. Experimentan con seres que han perdido ya su calidad humana. En los campos de concentración primero se degrada al hombre; una vez convertido en un objeto, se le extermina en masa. El criminal típico de la gran ciudad —más allá de los móviles concretos que lo impulsan— realiza en pequeña escala lo que el caudillo moderno hace en grande. También a su modo experimenta: envenena, disgrega cadáveres con ácidos, incinera despojos, convierte en objeto a su víctima. La antigua relación entre víctima y victimario, que es lo único que humaniza al crimen, lo único que lo hace imaginable, ha desaparecido. Como en las novelas de Sade, no hay ya sino verdugos y objetos, instrumentos de placer v destrucción. Y la inexistencia de la víctima hace más intolerable y total la infinita soledad del victimario. Para nosotros el crimen es todavía una relación —y en ese sentido posee el mismo significado liberador que la Fiesta o la confesión—. De ahí su dramatismo, su poesía y —¿por qué no decirlo?— su grandeza. Gracias al crimen, accedemos a una efímera trascendencia. En los primeros versos de la Octava Elegía de Duino, Rilke dice que la criatura —el ser en su inocencia animal— contempla lo Abierto, al contrario que nosotros, que jamás vemos hacia adelante, hacia lo absoluto. El miedo nos hace volver el rostro, darle la espalda a la muerte. Y al negarnos a contemplarla, nos cerramos fatalmente a la vida, que es una totalidad que la lleva en sí. Lo Abierto es el mundo en donde los contrarios se reconcilian y la luz y la sombra se funden. Esta concepción tiende a devolver a la muerte su sentido original, que nuestra época le ha arrebatado: muerte y vida son contrarios que se complementan. Ambas son mitades de una esfera que nosotros, sujetos a tiempo y espacio, no podemos sino entrever. En el mundo prenatal, muerte y vida se confunden; en el nuestro, se oponen; en el más allá, vuelven a reunirse, pero ya no en la ceguera animal, anterior al pecado y a la conciencia, sino como inocencia reconquistada. El hombre puede trascender la oposición temporal que las escinde —y que no reside en ellas, sino en su conciencia— y percibirlas como una unidad superior. Este conocimiento no se opera sino a través de un desprendimiento: la criatura debe renunciar a su vida temporal y a la nostalgia del limbo, del mundo animal. Debe abrirse a la muerte si quiere abrirse a la vida; entonces ―será como los ángeles‖. Así, frente a la muerte hay dos actitudes: una, hacia adelante, que la concibe como creación; otra, de regreso, que se expresa como fascinación ante la nada o como nostalgia del limbo. Ningún poeta mexicano o hispanoamericano, con la excepción, acaso, de César Vallejo. se aproxima a la primera de estas dos concepciones. En cambio, dos poetas mexicanos, José Gorostiza y Xavier Villaurrutia, encarnan la segunda de 89
estas dos direcciones. Si para Gorostiza la vida es ―una muerte sin fin‖, un continuo despeñarse en la nada, para Villaurrutia la vida no es más que ―nostalgia de la muerte‖. La afortunada imagen que da título al libro de Villaurrutia, Nostalgia de la muerte, es algo más que un acierto verbal. Con él, su autor quiere señalarnos la significación última de su poesía. La muerte como nostalgia y no como fruto o fin de la vida, equivale a afirmar que no venimos de la vida, sino de la muerte. Lo antiguo y original, la entraña materna, es la huesa y no la matriz. Esta aseveración corre el riesgo de parecer una vana paradoja o la reiteración de un viejo lugar común: todos somos polvo y vamos al polvo. Creo, pues, que el poeta desea encontrar en la muerte (que es, en efecto, nuestro origen) una revelación que la vida temporal no le ha dado: la de la verdadera vida. Al morir la aguja del instantero recorrerá su cuadrante todo cabrá en un instante y será posible acaso vivir, después de haber muerto.
Regresar a la muerte original será volver a la vida de antes de la vida, a la vida de antes de la muerte: al limbo, a la entraña materna. Muerte sin fin, el poema de José Gorostiza, es quizá el más alto testimonio que poseemos los hispanoamericanos de una conciencia verdaderamente moderna, inclinada sobre sí misma, presa de sí, de su propia claridad cegadora. El poeta, al mismo tiempo lúcido y exasperado, desea arrancar su máscara a la existencia, para contemplarla en su desnudez. El diálogo entre el mundo y el hombre, viejo como la poesía y el amor, se transforma en el del agua y el vaso que la ciñe, el del pensamiento y la forma en que se vierte y a la que acaba por corroer. Preso en las apariencias —árboles y pensamientos, piedras y emociones, días y noches, crepúsculos, no son sino metáforas, cintas de colores— el poeta advierte que el soplo que hincha la sustancia, la modela y la erige Forma, es el mismo que la carcome y arruga y destrona. En este drama sin personajes, pues todos son nada más reflejos, disfraces de un suicida que dialoga consigo mismo en un lenguaje de espejos y ecos, tampoco la inteligencia es otra cosa que reflejo, forma, y la más pura, de la muerte, de una muerte enamorada de sí misma. Todo se despeña en su propia claridad, todo se anega en su fulgor, todo se dirige hacia esa muerte transparente: la vida no es sino una metáfora, una invención con que la muerte —¡también ella!— quiere engañarse. El poema es el tenso desarrollo del viejo tema de Narciso —al que, por otra parte, no se alude una sola vez en el texto—. Y no solamente la conciencia se contempla a sí misma en sus aguas transparentes y vacías, espejo y ojo al mismo tiempo, como en el poema de Valéry: la nada, que se miente forma y vida, respiración y pecho, que se finge corrupción y muerte, termina por desnudarse y, ya vacía, se inclina sobre sí misma: se enamora de sí, cae en sí, incansable muerte sin fin. En suma, si en la Fiesta, la borrachera o la confidencia nos abrimos, lo hacemos con tal violencia que nos desgarramos y acabamos por anularnos. Y ante la muerte, como ante la vida, nos alzamos de hombros y le oponemos un silencio o una sonrisa desdeñosa. La Fiesta y el crimen pasional o gratuito, revelan que el equilibrio de que hacemos gala sólo es una máscara, siempre en peligro de ser desgarrada por una súbita explosión de nuestra intimidad. Todas estas actitudes indican que el mexicano siente, en sí mismo y en la carne del país, la presencia de una mancha, no por difusa menos viva, original e imborrable. Todos nuestros gestos tienden a ocultar esa llaga, siempre fresca, siempre lista a encenderse y arder bajo el sol de la mirada ajena. Ahora bien, todo desprendimiento provoca una herida. A reserva de indagar cómo y en qué momento se produjo ese desprendimiento, debo apuntar que cualquier ruptura (con nosotros mismos o con lo que nos rodea, con el pasado o con el presente), engendra un sentimiento de soledad. En los casos extremos —separación de los padres, de la Matriz o de la tierra natal, muerte de los dioses o conciencia aguda de sí— la soledad se identifica con la orfandad. Y ambos se manifiestan generalmente como conciencia del pecado. Las penalidades y vergüenza que inflige el estado de separación pueden ser consideradas, gracias a la introducción de las 90
nociones de expiación y redención, como sacrificios necesarios, prendas o promesas de una futura comunión que pondrá fin al exilio. La culpa puede desaparecer, la herida cicatrizar, el exilio resolverse en comunión. La soledad adquiere así un carácter purgativo, purificador. El solitario o aislado trasciende su soledad, la vive como una prueba y como una promesa de comunión. El mexicano, según se ha visto en las descripciones anteriores, no trasciende su soledad. Al contrario, se encierra en ella. Habitamos nuestra soledad como Filoctetes su isla, no esperando, sino temiendo volver al mundo. No soportamos la presencia de nuestros compañeros. Encerrados en nosotros mismos, cuando no desgarrados y enajenados, apuramos una soledad sin referencias a un más allá redentor o a un más acá creador. Oscilamos entre la entrega y la reserva, entre el grito y el silencio, entre la fiesta y el velorio, sin entregamos jamás. Nuestra impasibilidad recubre la vida con la máscara de la muerte; nuestro grito desgarra esa máscara y sube al cielo hasta distenderse, romperse y caer como derrota y silencio. Por ambos caminos el mexicano se cierra al mundo: a la vida y a la muerte. El laberinto de la soledad. México, Fondo de Cultura Económica, 1950. Diversas reediciones.
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CRÍTICA DE LA PIRÁMIDE (1969)
A
lo largo de estas páginas [en Posdata] ha aparecido una y otra vez el tema de los dos Méxicos, el desarrollado y el subdesarrollado. Es el tema central de nuestra historia moderna, el problema de cuya solución depende nuestra existencia misma como pueblo. En general, los economistas y los sociólogos ven las diferencias entre la sociedad tradiciónal y la moderna como una oposición entre desarrollo y subdesarrollo: las disparidades entre los dos Méxicos son de orden cuantitativo y el problema se reduce a determinar si la mitad desarrollada podrá o no absorber a la subdesarrollada. Ahora bien, si es normal que las estadísticas omitan la descripción cualitativa de los fenómenos, no lo es que nuestros sociólogos no adviertan que detrás de esas cifras hay realidades psíquicas, históricas y culturales irreductibles a las groseras medidas que, por fuerza, debe utilizar el Censo. Esos cuadros estadísticos, además, no han sido pensados para México sino que son toscas adaptaciones de modelos extraños. Es otro caso de ―imitación extra-lógica‖ y su adopción revela más aturdida irreflexión que rigor científico. Por ejemplo, entre los índices del desarrollo figuran el trigo y el maíz: el comer pan de trigo es uno de los signos de que se está más allá de la línea que separa a los subdesarrollados de los desarrollados, en tanto que comer tortilla de maíz señala que se está más acá. Dos razones se alegan para justificar la inclusión del trigo como uno de los indices del desarrollo: sus mayores virtudes nutritivas y ser un producto cuyo consumo revela que se ha dado el salto de la sociedad tradiciónal a la moderna. Es un criterio que condena al subdesarrollo por la eternidad al Japon, ya que el arroz es menos nutritivo que el trigo y no es menos ―tradiciónal‖ que el maíz. Por lo demas, el trigo tampoco es ―moderno‖, de modo que nada lo distingue del arroz y del maíz excepto pertenecer a otra tradición cultural, la de Occidente (¡aunque el chapati hindú está hecho de trigo!). En verdad, lo que se quiere indicar es que en todo, inclusive en materia de alimentacion y cocina, la civilización occidental es superior a las otras y que, dentro de ella, la más perfecta es la rama norteamericana. Otro de los indices del subdesarrollo, según nuestras estadisticas, es el uso del guarache. Si se piensa en terminos de comodidad y de estetica, en nuestro clima el guarache resulta superior al zapato; lo que ocurre es que, dentro del contexto de nuestra sociedad, maíz y sandalias son rasgos caracteristicos del otro México. La porcion desarrollada de México impone su modelo a la otra mitad, sin advertir que ese modelo no corresponde a nuestra verdadera realidad histórica, psiquica y cultural sino que es una mera copia (y copia degradada) del arquetipo norteamericano. De nuevo: no hemos sido capaces de crear modelos de desarrollo viables y que correspondan a lo que somos. El desarrollo ha sido, hasta ahora, lo contrario de lo que significa esa palabra: extender lo que está arrollado, desplegarse, crecer libre y armoniosamente. El desarrollo ha sido una verdadera camisa de fuerza. Una falsa liberación: si ha abolido muchas de las antiguas e insensatas prohibiciones, en cambio nos agobia con exigencias no menos terribles y onerosas. Cierto, cuando llego el progreso a la moderna, nuestra casa, hecha con los despojos del mundo precolombino y las viejas piedras de la civilización hispanocatolica, se desmoronaba; la que hemos construido en su lugar, aparte de albergar unicamente a una minoria de mexicanos, ha sido deshabitada por el espíritu. Pero el espíritu no se ha ido: se ha ocultado. Para referirse al México subdesarrollado, algunos antropólogos usan una expresion reveladora: cultura de la pobreza. La designacion no es inexacta sino insuficiente: el otro México es pobre y miserable; ademas, es efectivamente otro. Esa otredad escapa a las nociones de pobreza y de riqueza, desarrollo o atraso: es un complejo de actitudes y estructuras inconscientes que, lejos de ser supervivencias de un mundo extinto, son pervivencias constitutivas de nuestra cultura contemporánea. El otro México, el sumergido y reprimido, reaparece en el México moderno: cuando hablamos a solas, hablamos con el, cuando hablamos con el, hablamos con nosotros mismos. Si el hombre es doble y triple, tambien lo son las civilizaciones y las sociedades. Cada pueblo sostiene un dialogo con un interlocutor invisible que es, simultaneamente, el mismo y el otro, su doble. ¿Su doble? .Cual es el original y cual el fantasma? Como en la banda de Moebius, no hay exterior ni interior y la otredad no esta alla, fuera, sino aqui, dentro: la otredad es nosotros mismos. La dualidad no es algo pegado, postizo o exterior; es nuestra realidad constitutiva: sin otredad no hay unidad. Y más: la otredad es la manifestación de la unidad, la manera en que ésta se despliega. La otredad es una proyeccion de la unidad: la sombra con que peleamos en nuestras pesadillas; y a la inversa, la unidad es un momento de la otredad: ese momento en que nos sabemos un cuerpo sin sombra —o una sombra sin cuerpo—. Ni adentro ni afuera, ni antes 92
ni después: el pasado reaparece porque es un presente oculto. Hablo del verdadero pasado, que no es lo mismo que ―lo que paso‖: las fechas, los personajes y todo eso que llamamos historia. Aquello que paso efectivamente paso, pero hay algo que no pasa, algo que pasa sin pasar del todo, perpetuo presente en rotacion. La historia de cada pueblo contiene ciertos elementos invariantes o cuyas variaciones, de tan lentas, resultan imperceptibles. ¿Qué sabemos de esos invariantes y de las formas en que se asocian o separan? Por analogía con lo que ocurre en otros dominios, vislumbramos que su modo de operacion es la combinacion de unos cuantos elementos; como en el caso de los procesos biologicos, el montaje cinematografico o las asociaciones verbales de los poetas, esas combinaciones producen figuras distintas y unicas —o sea: historia—. Pero es enganoso hablar de elementos y de invariantes como si se tratase de realidades aisladas y con vida propia: aparecen siempre en relacion unos con otros y no se definen como elementos sino como partes de una combinatoria. De ahi que no sea licito confundir estos complejos sistemas con los llamados factores históricos, sean estos economicos o culturales. Aunque esos factores son, diria, el motor de la historia, lo que me parece decisivo, desde esta perspectiva, es determinar como se combinan: su forma de producción de historia. Tal vez en todos los pueblos y en todas las civilizaciones opera el mismo sistema combinatorio —de otra manera se romperia tanto la unidad de la especie humana como la universalidad de la historia—, solo que en cada cultura el modo de asociacion es distinto. La otredad nos constituye. No afirmo con esto el caracter unico de México —ni el de México ni el de pueblo alguno; sostengo que esas realidades que llamamos culturas y civilizaciones son elusivas—. No es que México escape a las definiciones: somos nosotros mismos los que nos escapamos cada vez que intentamos definirnos, asimos. El caracter de México, como el de cualquier otro pueblo, es una ilusion, una mascara; al mismo tiempo, es un rostro real. Nunca es el mismo y siempre es el mismo. Es una contradiccion perpetua: cada vez que afirmamos una parte de nosotros mismos, negamos otra. Lo que ocurrio el 2 de octubre de 1968 fue, simultaneamente la negacion de aquello que hemos querido ser desde la Revolucion y la afirmacion de aquello que somos desde la Conquista y aun antes. Puede decirse que fue la aparición del otro México o, mas exactamente, de uno de sus aspectos. Apenas si debo repetir que el otro México no esta afuera sino en nosotros: no podriamos extirparlo sin mutilarnos. Es un México que, si sabemos nombrarlo y reconocerlo, un dia acabaremos por transfigurar: cesara de ser ese fantasma que se desliza en la realidad y la convierte en pesadilla de sangre. Doble realidad del 2 de octubre de 1968: ser un hecho histórico y ser una representación simbólica de nuestra historia subterranea o invisible. Y hago mal en hablar de representación pues lo que se desplegó ante nuestros ojos fue un acto ritual: un sacrificio. Vivir la historia como un rito es nuestra manera de asumirla; si para los españoles la Conquista fue una hazaña, para los indios fue un rito, la representación humana de una catastrofe cósmica. Entre estos dos extremos, la hazaña y el rito, han oscilado siempre la sensibilidad y la imaginación de los mexicanos. Todas las historias de todos los pueblos son simbólicas; quiero decir: la historia y sus acontecimientos y protagonistas aluden a otra historia oculta, son la manifestación visible de una realidad escondida. Por esto nos preguntamos: ¿qué significaron realmente las Cruzadas, el descubrimiento de America, el saqueo de Bagdad, el Terror jacobino, la guerra de Secesión norteamericana? Vivimos la historia como si fuese una representación de enmascarados que trazan sobre el tablado figuras enigmaticas; a pesar de que sabemos que nuestros actos significan, dicen, no sabemos que es lo que dicen y asi se nos escapa el significado de la pieza que representamos. ¿Alguien lo sabe? Nadie conoce el desenlace final de la historia porque su fin es tambien el fin del hombre. Pero no podemos demoramos en estas preguntas sin respuesta porque la historia nos obliga a vivirla: es la sustancia de nuestra vida y el lugar de nuestra muerte. Entre vivir la historia e interpretarla se pasan nuestras vidas. Al interpretarla, la vivimos: hacemos historia; al vivirla, la interpretamos: cada uno de nuestros actos es un signo. La historia que vivimos es una escritura; en la escritura de la historia visible debemos leer las metamorfosis y los cambios de la historia invisible. Esa lectura es un desciframiento, la traducción de una traducción: jamas leeremos el original. Cada versión es provisional: el texto cambia sin cesar (aunque quizá siempre dice lo mismo) y de ahi que de tiempo en tiempo se descarten ciertas versiónes en favor de otras que, a su vez, antes habian sido descartadas. Cada traducción es una creacion: un texto nuevo... Lo que sigue es una tentativa por traducir el 2 de octubre en los términos de lo que yo creo que es la verdadera, aunque invisible, historia de México: esa tarde la historia visible desplego, a la manera de un códice precolombino, nuestra otra historia, la invisible. 93
La vision fue sobrecogedora porque los símbolos se volvieron transparentes. Las geografías tambien son simbólicas: los espacios fisicos se resuelven en arquetipos geométricos que son formas emisoras de símbolos. Llanuras, valles, montañas: los accidentes del terreno se vuelven significativos apenas se insertan en la historia. El paísaje es histórico y de ahí que se convierta en escritura cifrada y texto jeroglífico. Las oposiciones entre mar y tierra, llanura y montaña, isla y continente, selva y desierto son símbolos de oposiciones históricas: sociedades, culturas, civilizaciones. Cada tierra es una sociedad: un mundo y una vision del mundo y del trasmundo Cada historia es una geografía y cada geografía una geometría de símbolos: India es un cono invertido, un árbol cuyas raices se hunden en el cielo; China es un inmenso disco —vientre, ombligo y sexo del cosmos—; México se levanta entre dos mares como una enorme pirámide trunca: sus cuatro costados son los cuatro puntos cardinales, sus escaleras son los climas de todas las zonas, su alta meseta es la casa del Sol y de las constelaciones. Apenas si es necesario recordar que para los antiguos el mundo era una montaña y que lo mismo en Sumeria y Egipto que en Mesoamerica, la representación geométrica y simbólica de la montaña cósmica fue la pirámide. La geografía de México tiende a la forma piramidal como si existiese una relacion secreta pero evidente entre el espacio natural y la geometría simbólica y entre ésta y lo que he llamado nuestra historia invisible. Arquetipo arcaico del mundo, metáfora geométrica del cosmos, la pirámide mesoamericana culmina en un espacio magnético: la plataforma-santuario Es el eje del universo, el sitio en que se cruzan los cuatro puntos cardinales, el centro del cuadrilátero: el fin y el principio del movimiento. Una inmovilidad en la que se acaba y se reengendra la danza del cosmos. Tiempo petrificado, los cuatro lados de la pirámide representan los cuatro soles o edades del mundo y sus escaleras son dias, meses, anos, siglos. Arriba, en la plataforma: el lugar del nacimiento del quinto sol, la era nahua y azteca. Un edificio hecho de tiempo: lo que fue, lo que sera, lo que esta siendo. Espacio, la plataforma-santuario es el lugar de aparición de los dioses y el altar del sacrificio: punto de convergencia entre el mundo humano y el divino; tiempo, es el centro del movimiento, el fin y el principio de las eras; presente eterno de los dioses. La pirámide es una imagen del mundo; a su vez, esa imagen del mundo es una proyección de la sociedad humana. Si es cierto que el hombre inventa dioses a su semejanza, también lo es que encuentra su semejanza en las imáágenes que le ofrecen el cielo y la tierra. El hombre hace del paísaje humano historia humana; la naturaleza convierte la historia en cosmogonía, danza de astros. La pirámide asegura la continuidad del tiempo (el humano y el cósmico) por el sacrificio: es un espacio generador de vida. La metáfora del mundo como montaña y de la montaña como dadora de vida se materializa con pasmosa literalidad en la pirámide. Su plataforma-santuario, cuadrada como el mundo, es el teatro de los dioses y su campo de juego. ¿Cuál es el juego de los dioses? Juegan con tiempo y su juego es la creacion y la destruccion de los mundos. Oposicion entre el trabajo y el juego divino: el hombre trabaja para comer, los dioses juegan para crear. Mejor dicho, para ellos no hay diferencia entre jugar y crear: cada una de sus piruetas es un mundo que nace o que se aniquila. Creacion y destruccion son nociones antiteticas para los hombres pero identicas para los dioses: todo es juego. En sus juegos —que son guerras que son danzas— los dioses crean, destruyen y, a veces, se autodestruyen. Al inmolarse, recrean al mundo. El juego de los dioses es un juego sangriento que culmina en un sacrificio que es la creacion del mundo La destrucción creadora de los dioses es el modelo de los ritos, las ceremonias y las fiestas de los hombres: sacrificio es igual a destruccion productiva. Para los antiguos mexicanos danza era sinónimo de penitencia. Parece extrano pero no lo es: danza es primordialmente rito y este es ceremonia que reproduce la creacion del mundo por los dioses en un juego que es destruccion creadora. Hay una íntima conexión entre el juego divino y el sacrificio que engendra al universo; a ese modelo celeste corresponde otro humano: en el rito la danza es penitencia. La ecuacion danza = sacrificio se repite en el simbolismo de la pirámide: la plataforma de la cuspide representa el espacio sagrado donde se despliega la danza de los dioses, un juego creador del movimiento y, por tanto, del tiempo mismo; el lugar de la danza es igualmente, por las mismas razones de analogía y correspondencia, el lugar del sacrificio, Ahora bien, para los aztecas el mundo de la política no era distinto al mundo de la religión: la danza celeste que es destruccion creadora es asimismo guerra cósmica; esta serie analogica divina se proyecta en otra, terrestre: la guerra ritual (o ―guerra florida‖) es el doble de la danza guerrera de los dioses y culmina en el sacrificio de los prisioneros de guerra. Destruccion creadora y política de dominación de los otros son la doble cara, la divina y la humana, de una misma concepcion. La pirámide, tiempo petrificado, lugar del sacrificio divino, es tambien la imagen del Estado azteca y de su misión: asegurar la continuidad del culto solar, fuente de la vida universal, por 94
el sacrificio de los prisioneros de guerra. El pueblo mexica se identifica con el culto solar: su dominación es semejante a la del sol que cada día nace, combate, muere y renace. La pirámide es el mundo y el mundo es México-Tenochtitlan: deificacion de la nacion azteca por su identificacion con la imagen ancestral del cosmos, la pirámide. Para los herederos del poder azteca, la conexión entre los ritos religiosos y los actos políticos de dominación desaparece pero, como se vera en seguida, el modelo inconsciente del poder siguio siendo el mismo: la pirámide y el sacrificio. Si México es una pirámide trunca, el Valle de Anahuac es la plataforma de esa pirámide. En el centro del valle esta la ciudad de México, la antigua México-Tenochtitlan, sede del poder azteca y hoy capital de la República de México. Hay un hecho que posee una significación particular y en el cual, que yo sepa, nadie ha reparado: la capital ha dado su nombre al país. Es algo extraño. En casi todo el mundo —las excepciones se cuentan con los dedos— el nombre de la capital es distinto al de la nación. La razón, me parece, es la siguiente: hay una regla universal, aunque no formulada, que exige distinguir cuidadosamente entre la realidad particular de una ciudad y la realidad plural y más vasta de una nacion. La distincion se vuelve imperativa si, como ocurre con frecuencia, la capital es una vieja metrópoli con una historia propia y, sobre todo, si esa historia ha sido de dominación de las otras ciudades y provincias: Roma/Italia, París/Francia, Tokio/Japón, Teherán/Irán, Londres/Inglaterra... Ni siquiera los centralistas castellanos se atrevieron a violar la regla: Madrid/España. La extrañeza del caso mexicano aumenta si se recuerda que para los pueblos que componían el mundo prehispánico el nombre de México-Tenochtitlan evocaba la idea de la dominación azteca. Mejor dicho: la realidad terrible de esa dominación. Haber llamado al país entero con el nombre de la ciudad de sus opresores es una de las claves de la historia de México, la historia no escrita y nunca dicha. La fascinación que han ejercido los aztecas ha sido tal que ni siquiera sus vencedores, los españoles, escaparon de ella: cuando Cortés decidió que la capital del nuevo reino se edificaría sobre las ruinas de México-Tenochtitlan, se convirtió en el heredero y sucesor de los aztecas. A pesar de que la Conquista española destruyó el mundo indígena y construyó sobre sus restos otro distinto, entre la antigua sociedad y el nuevo orden hispánico se tendio un hilo invisible de continuidad: el hilo de la dominación. Ese hilo no se ha roto: los virreyes españoles y los presidentes mexicanos son los sucesores de los tlatoanis aztecas. Si desde el siglo XIV hay una secreta continuidad política, ¿cómo extranarse de que el fundamento inconsciente de esa continuidad sea el arquetipo religioso-político de los antiguos mexicanos: la pirámide, sus implacables jerarquías y, en lo alto, el jerarca y la plataforma del sacrificio? Al hablar del fundamento inconsciente de nuestra idea de la historia y de la política, no pienso nada más en los gobernantes sino en los gobernados. Es evidente que los virreyes españoles eran ajenos a la mitología de los mexicanos pero no lo eran sus súbditos, fuesen indios, mestizos o aun criollos: todos ellos, espontanea y naturalmente, veian en el Estado español la continuacion del poder azteca. Esta identificación no era explicita y ni siquiera asumía una forma racional: era algo que estaba en el orden de las cosas. La continuidad entre el virrey y el señor azteca, entre la capital cristiana y la antigua ciudad idólatra no eran, por lo demás, sino uno de los aspectos de la idea que se hacía la sociedad colonial del pasado precolombino. En el ambito de la religión la continuidad aparecia tambien: la aparición de la Virgen de Guadalupe sobre las ruinas de un santuario consagrado a la diosa Tonantzin es el ejemplo central, aunque no es el único, de esta relación entre los dos mundos, el indígena y el colonial. En un auto sacramental de Sor Juana, El divino Narciso, la antigua religión precolombina, a pesar de sus ritos sangrientos, aparece como una prefiguración de la llegada del cristianismo a tierras mexicanas. Para los españoles, el modelo histórico era Roma y su imperio; México-Tenochtitlan y, después, la ciudad de México, no fueron sino versiones reducidas del arquetipo romano. Del mismo modo que la Roma cristiana prolongaba, rectificándola, a la Roma pagana, la nueva ciudad de México era la continuacion, la rectificación y, finalmente, la afirmación de la metrópoli azteca. La Independencia no altero radicalmente esta concepcion: se considero que la Colonia española habia sido una interrupción de la historia de México y que, al liberarse de la dominación europea, la nacion restablecia sus libertades y reanudaba su tradición. Desde este punto de vista la Independencia fue una suerte de restauracion. Esta ficcion histórico-juridica consagraba la legitimidad de la dominación azteca: México-Tenochtitlan era y es el origen, la fuente del poder. Desde la Independencia el proceso de identificacion sentimental con el mundo prehispanico se acentúa hasta convertirse, después de la Revolución, en una de las características más notables 95
del México moderno. Lo que no se ha dicho es que los mexicanos, en su inmensa mayoria, han hecho suyo el punto de vista azteca y asi han fortificado, sin saberlo, el mito que encarna la pirámide y su piedra de sacrificios. A medida que progresa nuestro conocimiento del mundo mesoamericano cambia nuestro juicio sobre los aztecas. Durante mucho tiempo se pensó que en México-Tenochtitlan había alcanzado su apogeo la civilización prehispánica. Esa fue la idea de los españoles y esa es, todavia, la de muchísimos mexicanos, sin excluir a varios historiadores, arqueologos, criticos de arte y otros estudiosos de nuestro pasado. Pero ahora sabemos con certeza que el gran periodo creador de Mesoamerica es anterior en varios siglos a la llegada de los aztecas al Valle de Anahuac. Inclusive es probable que Teotihuacan no haya sido nahua, al menos exclusivamente. Asi, pues, aunque existe una indudable relacion entre la cultura de Tula y la de Teotihuacan —la relacion del barbaro que hereda e interpreta una civilización— es un error estudiar desde la perspectiva nahua (y más desde su tardia versión azteca) la totalidad de la civilización mesoamericana, que es una realidad más rica, diversa y antigua. Sobre esto me he explicado con alguna amplitud en otro estudio.21 En todo caso, la fase creadora de Mesoamérica —llamada por los arqueologos actuales, no sé si muy exactamente, ―periodo de las grandes teocracias‖— termina hacia el siglo IX. La extraordinaria fecundidad artistica e intelectual de esa etapa se debe, a mi manera de ver, a la coexistencia en distintas zonas del país de varias culturas originales, aunque posiblemente surgidas de un tronco comun: mayas, zapotecas, la gente de Teotihuacan, la gente de El Tajín. No hubo hegemonia de un Estado sobre los otros sino diversidad y confrontacion, ese juego de influencias y reacciones en que consiste finalmente toda creacion. Mesoamérica no era una pirámide sino una asamblea de pirámides. Por supuestos ese periodo no fue una epoca de paz universal como han dicho con ingenuidad algunos de nuestros arqueologos. Teocraticas o no, esas ciudades-Estado no eran pacificas; los muros de Bonampak conmemoran una batalla con su corolario ritual, el sacrificio de los prisioneros; y en Teotihuacan aparecen muchos de los símbolos que después figurarian en el culto solar azteca asi como los emblemas de las ordenes militares del aguila y el jaguar y varios indicios de canibalismo ritual. Muchos estudiosos minimizan estos rasgos de la civilización mesoamericana, tendencia no menos nociva que la de aquellos que los exageran. Unos y otros olvidan que la ciencia no tiene por objeto juzgar sino comprender. Mesoamérica, además, no necesita ni apologistas ni detractores. La segunda epoca, el llamado ―periodo histórico‖, es la de las grandes hegemonias. Fue predominantemente nahua y se inicia con Tula y su dominación. Los toltecas llegaron hasta Yucatan y alla los mayas los vieron con la misma admiración y el mismo horror con que después verían a los aztecas. Para entender lo que significa el dominio de un pueblo sobre otro hay que haber visto esa serpiente nahua de piedra que recorre el muro frontal del templo consagrado al dios maya Chac en Uxmal: lo recorre y lo desfigura como el hierro la frente del esclavo. A la hegemonia de Tula, tras un periodo de confusion y luchas, sucedió la de MéxicoTenochtitlan Los nuevos señores, hasta hacia poco nomadas errantes, por muchos anos habian merodeado a las puertas de las ciudades que más tarde someterian. La versión azteca de la civilización mesoamericana fue grandiosa y sombria. Los grupos militares y sacerdotales, y a su imagen y semejanza la gente del comun, estaban poseídos por una creencia heroica y desmesurada: ser los instrumentos de una tarea divina que consistia en servir, mantener y extender el culto solar y asi contribuir a la conservacion del orden cósmico. El culto exigia alimentar a los dioses con sangre humana para asegurar la marcha del universo. Idea sublime y aterradora: la sangre como sustancia animadora del movimiento de los mundos, un movimiento análogo al de la danza y al de la guerra. Danza guerrera de los astros y los planetas, danza de la destruccion creadora. Cadena de ecuaciones y transformaciones: rito → danza → guerra → ritual → sacrificio. En esta cosmología la edad nahua y la de sus herederos, los aztecas, era la quinta edad del mundo, la del quinto sol: el sol del movimiento, el sol guerrero que bebe sangre y cada dia salva al mundo de la destruccion definitiva. Sol polémico, sol del movimiento: guerras, temblores de tierra, eclipses, danza del cosmos. Si el pueblo azteca era el pueblo del quinto sol, el fin del mundo se confundia con el de la supremacia azteca y de ahi que evitar ambos —por la guerra, el vasallaje de las otras naciones y el sacrificio— fuese al mismo tiempo una tarea divina y una empresa políticomilitar. La identificacion de una era cósmica con su destino nacional es el aspecto más notable de la imbricación entre las ideas religiosas y filosóficas de los aztecas y sus intereses políticos. Uno de los informantes de Sahagun 21
―El punto de vista nahua‖, en Puertas al campo, México, 1966. 96
explico de un modo memorable la verdadera significacion religiosa de Huitzilopochtli, el dios nacional de los mexicas: el dios era nosotros. No ―el pueblo es dios‖ de los demócratas de Occidente sino el dios es pueblo: la divinidad encarna en la sociedad y le impone tareas inhumanas, sacrificar y ser sacrificada. La ―paz azteca‖, como llama a la hegemonía mexica uno de sus eruditos idólatras contemporáneos, convirtió en institución permanente la guerra ritual: los pueblos vasallos, como el de Tlaxcala, tenían la obligacion de celebrar periódicamente batallas campales con los aztecas y sus aliados para proveerlos (y proveerse) de cautivos destinados al sacrificio. Las naciones sojuzgadas constituían una reserva de alimento sagrado. La ―guerra florida‖ combinaba la caza con el torneo y los dos con una institución filantropica moderna: el banco de sangre. Los aztecas modificaron su tradición religiosa nacional para adaptarla a una cosmología anterior, creada por los toltecas o, tal vez, por los mismos teotihuacanos. El dios tribal, Huitzilopochtli, ―el guerrero del sur‖, ocupo el centro del culto; a su lado figuraron los otros grandes dioses de las culturas que los habían precedido en el Valle de Anahuac: Tláloc, Quetzalcóatl. Confiscaron asi una vision del universo singularmente profunda y compleja para transformarla en un instrumento de dominación.22 Religión solar e ideología expansionista, heroismo sobrehumano e inhumano realismo político, locura sagrada y fría astucia, sacrificio y pillaje: entre tales extremos se movia el ethos azteca. Esta dualidad psíquica y moral estaba en correlación con el dualismo de su organizacion social y con el de su pensamiento religioso y cosmológico. A este dualismo —rasgo distintivo de los nahuas y que quizá sea una caracteristica de todos los indios americanos— se superpuso otro de orden histórico: la amalgama de las concepciones de los pueblos sedentarios de la Meseta con las de los nomadas que habian sido los aztecas. Religión solar y religión agricola, observa Jacques Soustelle. Al sincretismo en la religión y la cosmología corresponde un arte híbrido que va de lo sublime a lo grotesco y del estilo oficial al patético. Nuestros criticos de arte se extasian ante la estatua de Coatlicue, enorme bloque de teología petrificada. ¿La han visto? Pedanteria y heroismo, puritanismo sexual y ferocidad, cálculo y delirio: un pueblo de soldados y sacerdotes, astrologos y sacrificadores. Tambien de poetas: ese mundo de colores brillantes y pasiones sombrias estaba atravesado por breves, prodigiosos relampagos de poesía. Y en todas las manifestaciónes de esa nación extraordinaria y terrible, de los mitos astronomicos a las metáforas de los poetas y de los ritos diarios a las meditaciones de los sacerdotes, la obsesion, el olor, el tufo de la sangre. Como esas ruedas de suplicios que aparecen en las novelas de Sade, el ano azteca era un circulo de dieciocho meses empapados de sangre; dieciocho ceremonias, dieciocho maneras de morir: por flechamiento o por inmersion en el agua o por degollacion o por desollamiento... Danza y penitencia. ¿Por cual aberración religiosa y social una ciudad de la hermosura de México-Tenochtitlan fue el teatro de agua, piedra y cielo de un alucinante ballet fúnebre? ¿Y por cual ofuscación del espíritu nadie entre nosotros — no pienso en los nacionalistas trasnochados sino en los sabios, los historiadores, los artistas y los poetas— quiere ver y admitir que el mundo azteca es una de las aberraciones de la historia? El caso azteca es único porque su crueldad era el fruto de un sistema de impecable e implacable coherencia, un irrefutable silogismopuñal. El puritanismo sexual, la represión de los sentidos y el peso aplastante de lo sagrado podrían explicar esa violencia, pero no es ella lo que asombra y paraliza, sino los metodos realistas al servicio de una metafísica a un tiempo rigurosamente racional y delirante, la insensata siega de vidas ante una razon petrificada. No el furor homicida de Gengis Khan o de Timur ni la embriaguez en el asesinato y el incendio de los hunos blancos; más bien, incluso por el esplendor de su ciudad y el caracter litúrgico y grandioso de sus matanzas, los mexicas recuerdan a los asirios, que fueron también herederos de una alta civilización y que mostraron igual predileccion por la pirámide trunca (zigurat). No obstante, los asirios no eran teólogos. En realidad, los émulos de los aztecas no están en Asia sino en Occidente, pues sólo entre nosotros la alianza entre política y razon metafísica ha sido tan íntima, exasperada y mortífera: las inquisiciones las guerras de religión y, sobre todo, las sociedades totalitarias del siglo XX. A reserva de ofrecer, más adelante, una hipótesis que explique la singular seducción que nos ha impedido contemplar con objetividad el mundo azteca, aclaro que no pretendo que se le juzgue y menos aun que se le condene. México-Tenochtitlan ha desaparecido y ante su cuerpo caído lo que me preocupa no es un problema de interpretacion histórica sino que no podamos contemplar frente a frente al muerto: su fantasma Varios autores han dedicado estudios al tema; entre los mas recientes y perspicaces se encuentran los de Laurette Sejourne. 97 22
nos habita. Por eso creo que la crítica de México y de su historia —una crítica que se asemeja a la terapéutica de los psicoanalistas debe iniciarse por un examen de lo que significo y significa todavia la visión azteca del mundo. La imagen de México como una pirámide es un punto de vista entre otros igualmente posibles: el punto de vista de aquel que esta en la plataforma que la corona. Es el punto de vista de los antiguos dioses y de sus servidores, los senores pontifices aztecas. Asimismo es el de sus herederos y sucesores: Virreyes, Altezas Serenisimas y Senores Presidentes. Y hay algo más: es el punto de vista de la inmensa mayoria, las victimas aplastadas por la pirámide o sacrificadas en su plataforma-santuario. La critica de México comienza por la critica de la pirámide. El segundo periodo de Mesoamerica estuvo marcado por Tula y México-Tenochtitlan. Ambos Estados pesaron sobre los otros pueblos como esos gigantescos guerreros de piedra que los arqueologos han desenterrado en la primera de esas ciudades. Repeticiones, ampliaciones, obras inmensas, grandeza inhumana —nada comparable al gran periodo creador—. Pero lo que me interesa destacar es la extrana relacion de los aztecas con la tradición mesoamericana. Es sabido que ignoraban todo o casi todo de las grandes ―teocracias‖ que habian precedido a Tula. Confieso que esa ignorancia me estremece: es la misma de los europeos de los siglos oscuros ante la antiguedad grecorromana, la misma que sufriran nuestros descendientes ante Paris, Londres, Nueva York... Si los aztecas tenían nociones rudimentarias y grotescas acerca de Teotihuacan y sus constructores, en cambio Tula les inspira ideas exaltadas. Los mexicas afirmaron siempre y orgullosamente que eran los legitimos y directos herederos de los toltecas, es decir, de Tula y Colhuacan. Para entender la razon de esta pretension hay que recordar que para la gente nahua la dicotomía universal civilizado/bárbaro se expresaba por estos dos terminos: tolteca/chichimeca. Los aztecas querian negar su pasado chichimeca (barbaro). Esta pretension no tenia gran fundamento: antes de la fundacion de México habian sido una banda de fugitivos fuera de la ley. El sentimiento de ilegitimidad, comun a todos los barbaros y advenedizos, fue una suerte de llaga en la psiquis azteca y, ademas, una tacha en sus titulos de dominadores del mundo por voluntad de Huitzilopochtli. En efecto, Huitzilopochtli mismo, supuesto centro de la cosmogonia del quinto sol y sustento del culto solar, no era sino un dios tribal, un advenedizo entre las antiguas divinidades de Mesoamerica. Por eso el tlatoani Itzcoatl, aconsejado por el celebre Tlacaelel, el arquitecto de la grandeza mexicana, ordeno la quema de los códices y documentos antiguos asi como la fabricacion de otros destinados a probar que el pueblo azteca era el descendiente de los senores de Anahuac. Al afirmar su filiación directa con el mundo tolteca, los aztecas afirmaban la legitimidad de su hegemonia sobre las otras naciones de Mesoamerica. Ahora aparece con mayor claridad el sentido de la correlacion entre la falsificacion de la historia y el sincretismo religioso. Las naciones sojuzgadas veian con escepticismo estas doctrinas. Los aztecas mismos, por su parte, sabian que se trataba de una supercheria, aunque nadie se atreviese a decirselo ni aun a si mismo. Todo esto explica que, al recibir a Cortes, Moctezuma II lo salude como al enviado de alguien que reclama su herencia. Aclaro y subrayo: lo recibe no como al emisario del emperador Carlos sino como a un dios (o semidios o magoguerrero: los aztecas nunca llegaron a tener ideas definidas acerca de la naturaleza de los españoles) enviado para restablecer el orden sagrado del quinto sol, interrumpido con la caida de Tula. La llegada de los españoles coincide con un interregno en Mesoamerica: a la destruccion de Tula, la fuga de Quetzalcoatl (dios-jefesacerdote) y su profecia de regresar algun dia, había sucedido la hegemonia de México-Tenochtitlan; pero el poder azteca, por razon misma de su origen barbaro, estaba perpetuamente amenazado por la vuelta de aquellos que realmente encarnaban el principio del quinto sol, los legendarios toltecas. Para comprender la actitud del mundo mesoamericano frente a los españoles hay que recordar que, segun la leyenda, el ley-sacerdote Topiltzin Quetzalcoatl nacio el ano 1 Acatl (cana) y que su fuga y desaparición acaecieron 52 anos más tarde, otra vez en la fecha 1 Acatl. La creencia general era que Quetzalcoatl regresaria en un ano 1 Acatl, ! y Cortes llego a México en 1519, o sea precisamente en 1 Acatl! Es impresionante leer la arenga con que Moctezuma II recibe a Cortes: ―Senor nuestro, te has fatigado, te has dado cansancio: ya a la tierra tu has llegado, Has arribado a tu ciudad: México. Aqui has venido a asentarte en tu solio, en tu trono. Oh, por breve tiempo te lo reservaron, te lo conservaron, los que ya se fueron, tus sustitutos‖. El soberano no pone en duda los titulos sagrados del español; México pertenece a Cortes no por derecho de conquista sino de propiedad original: viene a recobrar su herencia. Y Moctezuma subraya que los que ―ya se fueron‖ —es decir, sus predecesores, los antiguos soberanos de México: Itzcoatl, Moctezuma el Viejo, Tizoc, Axayacatl, Ahuitzotl— gobernaron solo como sustitutos o regentes. No eran, como el mismo Moctezuma, sino los guardianes, los custodios de la herencia tolteca. El Tlatoani senala, 98
no se si lamentando el hecho o haciendolo valer ante Cortes, que esa regencia duro poco: ―Oh, que breve tiempo tan solo guardaron para ti…‖ Es patetica la insistencia de Moctezuma: ―ha cinco, ha diez dias que yo estaba angustiado: tenia fija la mirada en la Region del Misterio. Y tu has venido entre nubes, entre nieblas. Como que esto era lo que nos habian dejado dicho los reyes, los que rigieron, los que gobernaron tu ciudad: que habrias de instalarte en tu asiento, que habrias de venir aca‖.3 No puedo detenerme más en el analisis del tema. Habria que dedicar una vida entera al estudio y elucidacion de la Conquista. La actitud de Moctezuma y de la casta dirigente de México-Tenochtitlan no es tan fantastica como a primera vista parece: el regreso de Tula y Quetzalcoatl se insertaban con naturalidad dentro de una concepcion circular del tiempo. La idea nos choca porque nosotros los modernos, a un tiempo fanaticos y victimas del tiempo rectilineo e irrepetible del progreso, no podemos aceptar con todas sus consecuencias la vision del tiempo ciclico. En el caso de los aztecas, la idea del regreso del tiempo hundia sus raices en un sentimiento de culpabilidad. El tiempo del principio, al regresar, asumia la forma de una reparación. Esto no habria sido posible si los aztecas no se hubiesen sentido culpables no solo frente al pasado mitico de Tula sino tambien ante los otros pueblos. El extrano episodio de la aparición del dios Tezcatlipoca lo prueba. Como es sabido, ese dios tiene un papel decisivo en la historia de la caida de Tula. A la manera de Satan con Cristo o de Mara con Buda, Tezcatlipoca es el tentador de Quetzalcoatl, solo que, más astuto y afortunado que aquellos, valido de sus artes de hechiceria logra que el dios asceta se embriague y corneta incesto con su hermana. Asi se consuma la ruina de Quetzalcoatl y de su ciudad. Tezcatlipoca era particularmente venerado por los mexicas. Pues bien, cuando Moctezuma II se entera de que Cortes y sus companeros, lejos de escuchar sus ruegos o sus veladas amenazas, no se retiran por donde habian venido sino que marchan hacia México-Tenochtitlan, decide hacerles frente con un arma infalible: la hechiceria. Asi, destaca a un grupo de magos y hechiceros; el grupo se pone en camino pero, cuando los magos estan a punto de encontrar a los españoles, tropiezan con un joven ―que habla como si estuviese borracho‖ (¿poseido por el delirio sagrado?), que los detiene y les dice: ―.Que cosa es la que quereis? .Que es lo que hacer procura Moctezuma?... Ha cometido errores: ha llevado alla lejos a sus vasallos, 3 Cf. Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista, introduccion y notas de Miguel LeonPortilla, versión de textos nahuas de Angel Ma. Garibay K. ha destruido a las personas Los hechiceros escuchan suspensos las palabras confusas y entrecortadas del joven ―borracho‖. Cuando quieren tocarlo, este desaparece. No obstante, siguen oyendo su voz: les ordena volver la mirada hacia abajo, hacia el valle en donde esta la ciudad: ―Ardiendo estaban los templos y las casas comunales y los colegios sacerdotales y todas las casas de México. Y todo era como si hubiera batalla. Y cuando los hechiceros todo esto vieron, se les fue el corazon quien sabe adonde. Ya no hablaron claramente... Dijeron: No era un cualquiera ese: !ese era el joven Tezcatlipoca!‖ Los magos regresan sin haber cumplido su misión y le cuentan a Moctezuma lo que habian visto y oido. El Tlatoani al principio se quedo sin habla, tal fue su abatimiento; más tarde murmuro: ―.Que remedio, mis fuertes? !Con esto ya se nos dio el merecido…!‖4 Para Moctezuma la llegada de los españoles significa, en cierto modo, el pago de la vieja cuenta, la antigua falta de la usurpacion sacrilega. La imbricacion entre lo sagrado y lo político, que habia servido a los aztecas para justificar su hegemonia, jugo en su contra al aparecer los españoles: la divinidad de estos ultimos tenía el mismo origen que la pretendida misión cósmica del pueblo azteca. Unos y otros eran los agentes del orden divino, los mandatarios e instrumentos del quinto sol. Lo más curioso fue que los españoles no sospecharon la complejidad de las contrarias actitudes de los indios ante ellos. Y hay otro elemento que aumento la confusion tragica de todos estos equivocos: los pueblos indios aliados a los españoles esperaban que la caida de México-Tenochtitlan pusiese fin al interregno, la usurpacion y el vasallaje. Su horrible desengano fue, quizá, el origen de su pasividad de siglos: al convertirse en los sucesores del poder azteca, los españoles perpetuaron la usurpación. Herederos de México-Tenochtitlan, los españoles se encargaron de transmitir el arquetipo azteca del poder político: el tlatoani y la pirámide. Transmisión involuntaria y, por eso mismo, incontrovertible: transmisión inconsciente, al abrigo de toda critica y examen racional. En el curso de nuestra historia el arquetipo azteca a veces se opone y separa y otras se funde y confunde con el arquetipo hispanoarabe: el caudillo. La oscilacion entre estas dos figuras es uno de los rasgos que nos distinguen de Espana, Portugal y los demás países latinoamericanos, ya que en todos ellos reina sin rival el caudillismo.5 El tlatoani es impersonal, sacerdotal e 99
instituciónal; de ahi que la figura abstracta del Senor Presidente corresponda a una corporacion burocratica y jerarquica como el PRI. El caudillo es personalista, epico y excepcional; de ahi tambien que aparezca en momentos de interrupcion del orden. El tlatoani representa la continuidad impersonal de la dominación; una casta de sacerdotes y jerarcas ejerce el poder a traves de una de sus momentáneas encarnaciones: el Senor Presidente es el PRI durante seis anos pero al cabo de ese termino surge otro presidente que es una encamacion distinta del PRI. Distinta y la misma: doble exigencia de la institución presidencialista mexicana. La concentracion de poder en manos del presidente es enorme pero nunca es un poder personalista sino que es una consecuencia de su investidura impersonal. La presidencia es una funcion instituciónal; el caudillaje es una misión excepcional: el poder del caudillo es siempre personal. El caudillo no pertenece a ninguna casta ni lo elige ningun colegio sacro o profano: es una presencia inesperada que brota en los momentos de crisis y confusion, rige sobre el filo de la ola de los acontecimientos y desaparece de una manera no menos subita que la de su aparición. El caudillo gobierna de espaldas a la ley: el hace la ley. El tlatoani, inclusive si su poder brota de la usurpacion azteca o del monopolio del PRI, se ampara siempre en la legalidad: todo lo que hace, lo hace en nombre de la ley. Nuestra historia esta llena de tlatoanis y caudillos: Juarez y Santa Anna, Carranza y Villa. No ha habido, es natural, ningun gobernante que haya sido absolutamente tlatoani o integramente caudillo, pero hay un rasgo revelador de la secreta supremacia del modelo azteca: todos los jefes que hemos tenido, aun los más arbitrarios y caudillescos, aspiran a la categoria de tlatoani. Hay una nostalgia mexicana por la legalidad que no experimentan los otros caudillos hispanoamericanos; todos ellos —tratese de Bolivar y de Fidel Castro o de Rosas y de Peron— han creido y creen en el acto como hazana en tanto que los mexicanos afirman el mismo acto como rito. En un caso la violencia es transgresion; en el otro, expiacion. Con la fundacion del PNR se inicio el ocaso del caudillismo mexicano; tambien desde entonces se consolido más y más el arquetipo azteca. No podia ser de otro modo: es el modelo mismo de la estabilidad y, después de cerca de veinte anos de guerra civil y de querellas violentas entre los caudillos revolucionarios, la estabilidad es el valor político más buscado y apreciado en México. Pero los partidarios de la estabilidad à outrance olvidan una circunstancia que trastorna todo ese edificio piramidal en apariencia tan solido: el PRI fue concebido como una solucion de excepcion y transicion, de modo que la continuacion de su monopolio político tiene cierta analogía con la usurpacion de México-Tenochtitlan y su pretension de ser el eje del quinto sol. La traducción de los terminos políticos contemporaneos en conceptos míticos prehispanicos no se detiene en la equivalencia entre la usurpacion de la herencia revolucionaria por el PRI y la usurpacion de la herencia tolteca por México-Tenochtitlan; el quinto sol — la era del movimiento, los temblores de tierra y el derrumbe de la gran pirámide— corresponde al periodo histórico que vivimos ahora en todo el mundo: revueltas, rebeliones y otros trastornos sociales. Ante las agitaciones y convulsiones del quinto sol, no seran la estabilidad, la solidez y la dureza de la piedra las que nos preservaran sino la ligereza, la flexibilidad y la capacidad para cambiar. La estabilidad se resuelve en petrificacion: mole petrea de la pirámide que el sol del movimiento resquebraja y pulveriza.
4 Ibid. 5 Las excepciones son Chile, Uruguay y Costa Rica. La plaza de Tlatelolco esta imantada por la historia. Expresion del dualismo mesoamericano, en realidad Tlatelolco fue un centro gemelo de México-Tenochtitlan. Aunque nunca perdio enteramente su autonomia, después de un conato de rebelión reprimido con severidad por el tlatoani Axayacatl, vivio en estrecha dependencia del poder central. Fue sede de la casta de los mercaderes y su gran plaza albergaba, además de los templos, un celebre mercado que Bernal Diaz y Cortes han descrito con exaltación minuciosa y encantada, como si contasen un cuento. Durante el sitio ofrecio tenaz resistencia a los españoles y fue el ultimo puesto azteca que se entrego. En la inmensa explanada de piedra, como si hiciesen una apuesta temeraria, los evangelizadores plantaron —esa es la palabra— una iglesia minuscula. Aun esta en pie. Tlatelolco es una de las raíces de México: alli los misioneros ensenaron a la nobleza indigena las letras clasicas y las españolas, la retorica, la filosofia y la teología; alli Sahagun fundo el estudio de la historia prehispanica... La Corona y la Iglesia interrumpieron brutalmente esos experimentos y todavia mexicanos y españoles pagamos las consecuencias de 100
esta fatal interrupcion: Espana nos aislo de nuestro pasado indio y asi ella misma se aislo de nosotros. (No se si se haya reparado en que, después del extraordinario y ejemplar esfuerzo del siglo XVI, continuado parcialmente en el XVII, la contribucion de Espana al estudio de las civilizaciones americanas es practicamente nula.) Tlatelolco vivio después una vida oscura: prision militar, centro ferroviario, suburbio polvoso. Hace unos anos el regimen transformo el barrio en un conjunto de grandes edificios de habitacion popular y quiso rescatar la plaza venerable: descubrio parte de la pirámide y frente a ella y la minuscula iglesia construyo un rascacielos anonimo. El conjunto no es afortunado: tres desmesuras en una desolación urbana. El nombre que escogieron para la plaza fue ese lugar comun de los oradores el 2 de octubre: Plaza de las Tres Culturas. Pero nadie usa el nombre oficial y todos dicen: Tlatelolco. No es accidental esta preferencia por el antiguo nombre mexica: el 2 de octubre de Tlatelolco se inserta con aterradora logica dentro de nuestra historia, la real y la simbólica. Tlatelolco es la contrapartida, en terminos de sangre y de sacrificio, de la petrificacion del PRI. Ambos son proyecciones del mismo arquetipo, aunque con distintas funciones dentro de la dialectica implacable de la pirámide. Como si los hechos contemporaneos fuesen una metáfora de ese pasado que es un presente enterrado, la relacion entre la antigua Plaza de Tlatelolco y la Plaza Mayor de México-Tenochtitlan se repite ahora en la conexión entre la nueva Plaza de las Tres Culturas y el Zocalo con su Palacio Nacional. La relacion entre uno y otro lugar es explicita si se atiende a la historia visible pero tambien resulta simbólica apenas se advierte que se trata de una relacion que alude a lo que he llamado la historia invisible de México. Cierto, podemos encogernos de hombros y recusar toda interpretación que vaya más alla de lo que dicen los periodicos y las estadisticas. Solo que reducir el significado de un hecho a la historia visible es negarse a la comprension e, inclusive, someterse a una suerte de mutilacion espíritual. Para elucidar el verdadero caracter de la relacion entre el Zocalo y Tlatelolco debemos acudir a un tercer termino e interrogar a otro lugar no menos imantado de historia: el Bosque de Chapultepec. Alli el regimen ha construido un soberbio monumento: el Museo Nacional de Antropología. Si la historia visible de México es la escritura simbólica de su historia invisible y si ambas son la expresion, la reiteracion y la metáfora, en diversos niveles de la realidad, de ciertos momentos reprimidos y sumergidos, es evidente que en ese Museo se encuentran los elementos, asi sea en dispersion de fragmentos, que podrian servimos para reconstruir la figura que buscamos. Pero el Museo nos ofrece algo más —y más inmediato, tangible y evidente— que los signos rotos y las piedras desenterradas que encierran sus alas: en el mismo y en la intencion que lo anima el arquetipo al fin se desvela plenamente. En efecto, la imagen que nos presenta del pasado mexicano no obedece tanto a las exigencias de la ciencia como a la estetica del paradigma. No es un museo sino un espejo —solo que en esa superficie tatuada de símbolos no nos reflejamos nosotros sino que contemplamos, agigantado, el mito de México-Tenochtitlan con su Huitzilopochtli y su madre Coatlicue, su tlatoani y su Culebra Hembra, sus prisioneros de guerra y sus corazones-frutos-de-nopal—. En ese espejo no nos abismamos en nuestra imagen sino que adoramos a la Imagen que nos aplasta. Entrar en el Museo de Antropología es penetrar en una arquitectura hecha de la materia solemne del mito. Hay un inmenso patio rectangular y en el patio hay un gran parasol de piedra por el que escurren el agua y la luz con un rumor de calendarios rotos, cantaros de siglos y anos que se derraman sobre la piedra gris y verde. El parasol esta sostenido por una alta columna que seria prodigiosa si no estuviese recubierta por relieves con los motivos de la retorica oficial. Pero no es la estetica sino la etica lo que me mueve a hablar del Museo: alli la Antropología y la historia se han puesto al servicio de una idea de la historia de México y esa idea es el cimiento, la base enterrada e inconmovible que sustenta nuestras concepciones del Estado, el poder político y el orden social. El visitante recorre encantado sala tras sala: el mundo sonriente del neolitico con sus figurillas desnudas; los ―olmecas‖ y el cero; los mayas, mineros del tiempo y del cielo; los huastecos y sus grandes piedras en las que la escultura tiene la simplicidad de un dibujo lineal; la cultura de El Tajin: un arte que escapa a la pesadez ―olmeca‖ y al hieratismo teotihuacano sin caer en el barroquismo maya, un prodigio de gracia felina; los toltecas y sus toneladas de escultura —toda la diversidad y la complejidad de dos mil anos de historia mesoamericana presentada como prologo al acto final, la apoteosis-apocalipsis de México-Tenochtitlan—. Apenas si debo senalar que, desde el punto de vista de la ciencia y la historia, la imagen que nos ofrece el Museo de Antropología de nuestro pasado precolombino es falsa. Los aztecas no representan en modo alguno la culminacion de las diversas culturas que los precedieron. Más bien lo cierto seria lo contrario; su versión de la civilización mesoamericana la simplifica por una parte y, por la otra, la exagera: de ambas maneras la empobrece. La 101
exaltacion y glorificacion de México-Tenochtitlan transforma el Museo de Antropología en un templo. El culto que se propaga entre sus muros es el mismo que inspira a los libros escolares de historia nacional y a los discursos de nuestros dirigentes: la pirámide escalonada y la plataforma del sacrificio. ¿Por que hemos buscado entre las ruinas prehispanicas el arquetipo de México? .Y por que ese arquetipo tiene que ser precisamente azteca y no maya o zapoteca o tarasco u otomi? Mi respuesta a estas preguntas no agradara a muchos: los verdaderos herederos de los asesinos del mundo prehispanico no son los españoles peninsulares sino nosotros, los mexicanos que hablamos castellano, seamos criollos, mestizos o indios. Asi, el Museo expresa un sentimiento de culpa solo que, por una operacion de transferencia y descarga estudiada y descrita muchas veces por el psicoanálisis, la culpabilidad se transfigura en glorificación de la víictima. Al mismo tiempo —y esto es lo que me parece decisivo— la exaltacion final del periodo azteca confirma y justifica aquello que en apariencia condena el Museo: la supervivencia, la vigencia del modelo azteca de dominación en nuestra historia moderna. Ahora bien, ya he dicho que la relacion entre aztecas y españoles no es únicamente una relacion de oposicion: el poder español sustituye al poder azteca y asi lo continua; a su vez, el México independiente, explicita e implicitamente, prolonga la tradición azteca-castellana, centralista y autoritaria. Repito: hay un puente que va del tlatoani al virrey y del virrey al presidente. La glorificacion de México-Tenochtitlan en el Museo de Antropología es una exaltacion de la imagen de la pirámide azteca, ahora garantizada, por decirlo asi, por la ciencia. El regimen se ve, transfigurado, en el mundo azteca. Al contemplarse, se afirma. Por eso la crítica de Tlatelolco, el Zócalo y el Palacio Nacional —la critica política, social y moral del México moderno— pasa por el Museo de Antropología y es asimismo una critica histórica. Si la política es una dimension de la historia, la critica de la historia es tambien critica política y moral. Al México del Zocalo, Tlatelolco y el Museo de Antropología tenemos que oponerle no otra imagen: todas las imagenes padecen la fatal tendencia a la petrificacion, sino la critica: el acido que disuelve las imagenes. En este caso (y tal vez en todos) la critica no es sino uno de los modos de operacion de la imaginación, una de sus manifestaciónes. En nuestra epoca la imaginación es crítica. Cierto, la crítica no es el sueno pero ella nos ensena a sonar y a distinguir entre los espectros de las pesadillas y las verdaderas visiones. La critica es el aprendizaje de la imaginación en su segunda vuelta, la imaginación curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo. La crítica nos dice que debemos aprender a disolver los idolos: aprender a disolverlos dentro de nosotros mismos. Tenemos que aprender a ser aire, sueño en libertad. Austin, octubre de 1969 * Tomado del libro El laberinto de la soledad, México, FCE, 3a ed., 1999, (Coleccion Popular), p. 233-318.
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NUEVA ESPAÑA: ORFANDAD Y LEGITIMIDAD (1974)
L
a imaginación es la facultad que descubre las relaciones ocultas entre las cosas entre las cosas. No importa que en el caso del poeta se trate de fenómenos que pertenecen en el mundo de la sensibilidad, en el del hombre de ciencia de hechos y procesos naturales y en el del historiador de acontecimientos y personajes de las sociedades del pasado. En los tres el descubrimiento de las afinidades y repulsiones secretas vuelve visible lo invisible. Poetas, científicos e historiadores nos muestran el otro lado de las cosas, la faz escondida del lenguaje, la naturaleza o el pasado. Pero los resultados son distintos: el poeta produce metáforas, el científico leyes naturales y el historiador —¿qué produce el historiador? El poeta aspira a una imagen única que resuelva en su unidad y singularidad la riqueza plural del mundo. Las imágenes poéticas son como los ángeles del catolicismo: cada una es en sí misma una especie. Son universales singulares. En el otro extremo, el científico reduce los individuos a series, los cambios a tendencias y las tendencias a leyes. Para la poesía, la repetición es degradación; para la ciencia, la repetición es regularidad que confirma las hipótesis. La excepción es el premio del poeta y el castigo del científico. Entre ambos, el historiador. Su reino, como el del poeta, es el de los casos particulares y los hechos irrepetibles; al mismo tiempo, como el científico con los fenómenos naturales, el historiador opera con series de acontecimientos que intenta reducir, ya que no a especies y familias, a tendencias y corrientes. Los hechos históricos no están gobernados por leyes o, al menos, esas leyes no han sido descubiertas. Todavía están por nacer lo Newton y los Einstein de la historia. Sin embargo, ¿cómo negar que cada sociedad y cada época son algo más que un conjunto de hechos, personas, cosas e ideas dispares? Unidad hecha del choque de tendencias y fuerzas contradictorias, cada época es una comunidad de gustos, necesidades, principios, instituciónes y técnicas. El historiador busaca la coherencia histórica –modesto equivalente del orden de la naturaleza− y esa búsqueda lo acerca al científico. Pero la forma en que se manifiesta esa coherencia no es la de la ciencia, sino la de la fábula poética: novela, drama, poema épico. Los sucesos históricos riman entre sí y la lógica que rige sus movimientos evoca, más que un sistema de axiomas, un espacio donde se enlazan y desenlazan ecos y correspondencias. La historia participa de la ciencia por sus métodos y de la poesía por la visión. Como la ciencia, es un descubrimiento; como la poesía, una recreación. A diferencia de la ciencia y la poesía, la historia no inventa ni explora mundos; reconstruye, rehace el del pasado. Su saber no es un saber más allá de ella misma; quiero decir: la historia no contiene ninguna metahistoria como las que nos ofrecen ecos quiméricos sistemas que, una y otra vez, conciben algunos hombres de genio, de San Agustín a Marx. Tampoco es un conocimiento, en el sentido riguroso de la palabra. Situada entre la etnología (descripción de sociedades) y la poesía (imaginación) la historia es rigor empírico y simpatía estética, piedad e ironía. Más que un saber es una sabiduría. Ésa es la verdadera tradición histórica de Occidente, de Herodoto a Michelet y de Tácito a Henry Adams. A esa tradición pertenece el notable libro de Jacques Lafaye sobre dos mitos de la Nueva España: Quetzacóatl/Santo Tomás y Tonantzin/Guadalupe. La investigación de Lafaye pertenece a la historia de las ideas o, más exactamente, a la de las creencias. Ortega y Gasset pensaba que la sustancia de la historia, su meollo, no son las ideas sino lo que está debajo de ellas: las creencias. Un hombre se define más por lo que cree que por lo que piensa. Otros historiadores prefieren definir a las sociedades por sus técnicas. Es legítimo, sólo que tanto las técnicas como las ideas cambian con mayor rapidez que las creencias. El tractor ha sustituido el arado y el marxismo a la escolástica pero la magia del neolítico y la astrología de Babilonia todavía florecen en Nueva York, París y Moscú. El libro de Jacques Lafaye es una admirable pintura de las creencias de Nueva España durante los tres siglos de su existencia. Creencias complejas en las que se confunden dos sincretismos: el catolicismo español y la religión azteca. El primero marcado por su coexistencia de siglos con el Islam, religión de cruzada y de fin del mundo; el segundo también religión militante del pueblo elegido. La masa de los creyentes no era menos compleja que sus creencias: las naciones indicas (cada una con una lengua y una tradición propias), los españoles (igualmente divididos en naciones e idiomas), los criollos, los mestizos, los mulatos. Sobre ese fondo abigarrado se despliegan los dos mitos que estudia Lafaye. Ambos nacen en el mundo prehispánico y son reelaborados en el siglo XVII por 103
espíritus en los que el naciente pensamiento moderno se mezcla con la tradición medieval (Descartes y Tomás de Aquino). Los dos mitos, sobre todo el de Guadalupe, se convierten en símbolos y estandartes de la guerra de Independencia y llegan hasta nuestros días, no como especulaciones de teólogos y de ideólogos, sino como imágenes colectivas. El pueblo mexicano, después de más de dos siglos de experimentos y fracasos, no cree ya sino en la Virgen de Guadalupe y en la Lotería Nacional. Las reconstrucciones del historiador son asimismo excavaciones en el subsuelo histórico. Una sociedad es sus instituciónes, sus creaciones intelectuales y artísticas, sus técnicas, su vida material y espíritual. También es aquello que está detrás o debajo de ellas. La metáfora que nombra esa realidad escondida cambia con las escuelas, las generaciones y los historiadores: factores históricos, raíces, células, infraestructuras, fundamentos, estratos… Metáforas tomadas de la agricultura, la biología, la geología, la arquitectura, todos esos nombres aluden a una realidad oculta, recubierta por las apariencias. La realidad histórica tiene muchas maneras de ocultarse. Una de las más eficaces consiste en mostrarse a la vista de todos. El libro de Lafaye es un ejemplo precioso de esto último: el mundo que nos descubre –la sociedad virreinal de los siglos XVII y XVIII de México− es un mundo que todos conocíamos pero que nadie había visto. Abundan los estudios sobre ese mundo y, no obstante, ninguno de ellos nos lo había mostrado en su singularidad. Lafaye nos revela un mundo desconocido no por haber estado oculto sino por lo contrario: por su visibilidad. Su libro nos obliga a frotarnos los ojos y a confesarnos que habíamos sido víctimas de una extraña ilusión de óptica histórica. Nueva España: este nombre recubre una sociedad extraña y un destino no menos extraño. Fue una sociedad que negó con pasión sus antecedentes y antecesores –el mundo indígena y el español− y que, al mismo tiempo, entretejió con ellos relaciones ambiguas; a su vez, fue una sociedad negada por el México moderno. México no sería lo que es sin Nueva España. Y más: México es su negación. La sociedad novohispana fue un mundo que nació, creció y que, en el momento de alcanzar la madures, se extinguió. Lo mato México. La ilusión de óptica histórica no es accidental ni inocente. No vemos a la Nueva España porque, si la viésemos realmente, veríamos todo lo que no pudimos y no quisimos ser. Lo que no pudimos ser: un imperio universal; lo que no quisimos ser: una sociedad jerárquica regida por un Estado-Iglesia. La mayoría de los historiadores nos presenta una imagen convencional de la Nueva España: situada entre el México indio y el moderno, la conciben como una etapa de la formación y de gestión. La perspectiva lineal nos escamotea la realidad histórica: Nueva España fue algo más que una pausa o un periodo de transición entre el mundo azteca y el México independiente. La historia oficial representa una negación aún más categórica: Nueva España es un interregno, una etapa de usurpación y opresión, un periodo de ilegitimidad histórica. La Independencia cierra este paréntesis y restablece la continuidad del discurso histórico, interrumpido por los tres siglos coloniales. La Independencia es una restauración. Nuestro efecto de visión ante la realidad histórica de la Nueva España se revela al fin como lo que es realmente: no una miopía sino una ocultación inconsciente. El libro de Lafaye nos obliga a desenterrar el cadáver que teníamos escondido en el patio trasero de nuestra casa. Nueva España es el origen de México moderno pero entre ambos hay una ruptura. México no continúa a la sociedad de los siglos XVII y XVIII: la contradice, es otra sociedad. Aunque esta idea no aparece explícitamente en el libro de Lafaye, es una consecuencia que, legítimamente, deduzco de muchas de sus páginas. La sociedad virreinal no sólo fue una sociedad singular sino que muy pronto sintió la necesidad de afirmar su singularidad. No contenta con ser y sentirse diferente de España, se inventó un destino universal frente y contra el universalismo español. Nueva España quiso ser la Otra España: un Imperio, la Roma de América. Proposición contradictoria: Nueva España quería ser la realización de la Vieja y este proyecto implicaba su negación. Para consumar a la Vieja España, la Nueva la negaba y se hacía otra. La imagen del Fénix aparece constantemente en la literatura de los siglos XVII y XVIII; Sigüenza y Góngora llama a Santo Tomás/Quetzalcóatl: el Fénix de Occidente, es decir, el Fénix americano. El apóstol nace de la pira en que se incendia el dios indio y Nueva España brota de las cenizas de la Vieja. Misterio insoluble: es otra y es la misma. Este misterio le da el ser pero encierra una contradicción que no puede resolver sin dejar de ser: para ser otra debe morir, negar a la Vieja y a la Nueva. La contradicción que la define posee el carácter ambiguo del pecado original. Sólo que, a diferencia de la ―culpa feliz‖ de San Agustín, la Nueva España está condenada: la razón de su ser, su pecado, es la causa de su muerte. Lafaye observa en el siglo XVI una voluntad de ruptura total con la civilización prehispánica. A la Conquista sucedió el exterminio de la casta sacerdotal, depositaria del antiguo saber religioso, mágico y político; a la 104
sumisión de los indios, su evangelización. Los primeros franciscanos –inspirados por el profetismo de Joaquín de Flora− se negaron a todo compromiso con las religiónes y creencias prehispánicas. Ninguno de los ritos y ceremonias que describe Sahagún –a pesar de sus turbadoras semejanzas con la confesión, la comunión, el bautismo y otras prácticas y sacramentos cristianos− fue visto como un ―siglo‖ que pudiese servir de puente entre la religión antigua y la cristiana. El sincretismo apareció únicamente en la base de la pirámide social: los indios se convierten al cristianismo y, simultáneamente, convierten a los ángeles y santos en dioses prehispánicos. El sincretismo como deliberada especulación con vistas a enraizar el cristianismo en el suelo de Anáhuac y desarraigar a los españoles, surge más tarde, en el siglo XVII, y alcanza su apogeo, magistralmente descrito por Lafaye, en el XVIII. La re-interpretación de las historias y mitos prehispánicos a la luz de una lectura delirante del Antiguo y el Nuevo Testamentos coincide con la creciente importancia de dos grupos marcados por su ambivalencia frente al mundo indígena y español: los criollos y los mestizos. A los cambios en la composición étnica y social del país corresponde el ocaso de los franciscanos, desplazados por la Compañía de Jesús. Los jesuitas se convirtieron en los voceros de los agravios, las aspiraciones y las esperanzas criollas: hacer de la Nueva España la Otra España. La conciencia de la singularidad novohispana aparece temprano, al otro día de la Conquista; la transformación de esa conciencia en una voluntad por crear Otra España duró más de un siglo. Se expresó primero en altas creaciones artísticas y especulaciones sacro-históricas; después en alegatos políticos como el célebre sermón de Fray Servando Teresa de Mier en la Basílica de Guadalupe en el que afirmó, ahora ya como uno de los fundamentos del derecho a la independencia, la identidad entre Quetzalcóatl y el Apóstol Santo Tomás. Los historiadores han interpretado todo esto como una suerte de prefiguración del nacionalismo mexicano. El mismo Lafaye incurre en esta visión lineal de la historia mexicana. Dentro de esa perspectiva los jesuitas, Sigüenza y Góngora y hasta Sor Juana Inés de la Cruz serían los ―precursores‖ de la Independencia mexicana. Convertir a una poetisa barroca en un autor nacionalista no es menos extravagante que haber hecho del último tlatoani azteca, Cuauhtémoc, el origen del México moderno. Incluso críticos perspicaces como Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña descubrieron en las comedias de Ruiz de Alarcón y en los sonetos y décimas de Sor Juana no sé qué esencias mexicanas. Es indudable –basta tener ojos y oídos para darse cuenta− que tanto las artes plásticas como la poesía de la Nueva España, durante el periodo barroco, se distinguen poderosamente de los modelos peninsulares. Esto es particularmente cierto en el caso de la poesía de Sor Juana a pesar de los ecos de Calderón, Góngora y otros poetas que contiene su obra. Lo mismo puede decirse, aunque sean talentos menores, de Luis de Sandoval y Zapata y de Carlos de Sigüenza y Góngora. En la esfera de la arquitectura se produjo el mismo fenómeno: el barroco novohispano es irreductible al barroco español, aunque depende estilísticamente de ese último. Estamos en presencia no de un nacionalismo artístico –invención romántica del siglo XIX− sino de una variante, ricamente original, de los estilos imperantes en España al finalizar el siglo XVII. El arte de la Nueva España, como la sociedad misma que lo produjo, no quiso ser nuevo: quiso ser otro. Esta ambición lo ataba aún más a su modelo peninsular: la estética barroca se propone sorprender, maravillar, extrañar, ir más allá. El arte de Nueva España no es un arte de invención sino de libre utilización —o más bien: utilización más libre— de los elementos básicos de los estilos importados. Es un arte de combinación y mezcla de motivos y maneras. En su gran poema El Sueño Sor Juana combina el estilo visual y plástico de Góngora con el conceptismo y ambos con la erudición científica y el hermetismo neoplatónico. Pero la originalidad de Sor Juana no reside únicamente en la combinación más bien insólita de tantos elementos contrarios sino en el tema mismo de su poema: el sueño del conocimiento y el conocimiento como sueño. No hay un solo poema en toda la historia de la poesía española, desde sus orígenes hasta nuestros días, que tenga por asunto un tema semejante. Aunque Sor Juana fue probablemente el poeta más inteligente de su siglo (con la excepción de Calderón), no es la inteligencia lo que la distingue de sus contemporáneos sino la vocación intelectual. Para encontrar algo semejante hay que ir a una tradición que Sor Juana no conoció: los poetas ―metafísicos‖ ingleses, con su mezcla de imágenes brillantes, agudezas conceptistas y preocupaciones científicas. Donne y Sor Juana comparten la misma fascinación ante y la física. Ciencia y magia: ambos creían que los astros regían a las pasiones –aunque, hay que confesarlo, la experiencia pasional de Sor Juana, comparada con la de Donne, es más bien pobre. El poeta inglés es incomparablemente más rico, suelto, libre y sensual que ella pero, me atraveré a decirlo, no es más inteligente ni más agudo. 105
Sor Juana, como poeta y salvo en El Sueño, no va más allá de su época y su obra se inscribe, en sus desviaciones mismas, en la sintaxis poética del seiscientos hispano. Lo que la distingue, vale la pena repetirlo, es la mirada intelectual: no ve al mundo como objeto de conversión religiosa, meditación moral o acción heroica –las vías de la poesía española− sino como objeto de conocimiento. Al final de su vida fue sitiada y luego abandonada por su confesor. Además y sobre todo fue hostigada por el poderoso y neurótico Arzobispo de México. Este personaje odiaba a las mujeres con la misma pasión con que aborrecía a los herejes, como si ellas hubiesen sido una herejía de la naturaleza. Doblegada por la soledad y la enfermedad, Sor Juana cede. Renuncia a la literatura y al saber como otros renuncian a las pasiones de los sentidos. Entregada a los ejercicios devotos vende sus libros y sus instrumentos de música, calla –y muere. Su silencio expresa el conflicto sin salida a que se enfrentaba aquella sociedad. La contradicción de la Nueva España está cifrada en el silencio de Sor Juana. No es difícil descifrarlo. La imposibilidad de crear un nuevo lenguaje poético era parte de una imposibilidad mayor: la de crear, con los elementos intelectuales que fundaban a España y sus posesiones, un nuevo pensamiento. En el momento en que Europa se abre a la crítica filosófica, científica y política que prepara el mundo moderno, España se cierra y encierra a sus mejores espíritus en las jaulas conceptuales de la neo-escolástica. Los pueblos hispánicos no hemos logrado ser realmente modernos porque, a diferencia del resto de los occidentales, no tuvimos una edad crítica. Nueva España era joven y tenía vigor intelectual –como lo demuestran Sor Juana y Sigüenza y Góngora− peor no podía, dentro de los supuestos intelectuales que la constituían, inventar ni pensar por su cuenta. La solución habría sido la crítica de esos supuestos. Dificultad insuperable: la crítica de esos supuestos. Dificultad insuperable: la crítica estaba prohibida. Además, esa crítica la hubiera conducido a la negación de sí misma, como ocurrió en el siglo xix. Ése fue el predicamento en que se encontró Fray Servando Teresa de Mier: sus argumentos sacro-históricos sobre Quetzacóatl/Santo Tomás –tomados de Sigüenza y Góngora− justificaban no sólo la separación de la Vieja España sino la destrucción de la Nueva. La sociedad independiente mexicana rompió deliberadamente con Nueva España y adoptó como fundamentos principios ajenos y antagónicos: el liberalismo democrático de los franceses y los ingleses. En el ámbito propiamente religioso la situación no era distinta: el catolicismo de la Nueva España era el de la Contrarreforma, una religión a la defensiva y que había agotado ya sus poderes creadores. Contradicción estética, intelectual y religiosa: los principios que habían fundado a Nueva España –el doble universalismo de la Contrarreforma católica y la Monarquía española− se habían convertido en obstáculos que la ahogaban. Las generaciones que siguen a Sor Juana intentan perforar el muro de la historia: enraizar el catolicismo en la tierra de Anáhuac por medio de la especulación sincretista, hacer de la Nueva España la Otra España y de MéxicoTenochtitlán, cabeza del Imperio azteca, la Roma de la América Septentrional. Su proyecto culminó con la Independencia pero la Independencia aniquiló esos sueños y destruyó a los soñadores: México no fue criollo sino mestizo y no fue imperio sino república. En 1847 la bandera de los Estados Unidos se plantó en el palacio de Moctezuma Ilhuicamina y de los Virreyes. El sueño del imperio mexicano se disipó para siempre: el verdadero imperio era otro México se hizo más pobre, no más sabio: un siglo después de la guerra con los norteamericanos nos preguntamos todavía qué somos y qué queremos. Los mestizos destruimos mucho de lo que crearon los criollos y hoy estamos rodeados de ruinas y raíces cortadas. ¿Cómo reconciliarnos con nuestro pasado? La contradicción novohispana se despliega en todos los órdenes y niveles, de la poesía a la economía y de la teología a las jerarquías raciales. La ambigüedad de la Nueva España frente al mundo indígena y el mundo español es la ambigüedad de los dos grupos centrales: los criollos y los mestizos. Los criollos eran españoles y no lo eran, como los indios, habían nacido en América y, casi siempre sin saberlo, compartían con ellos muchas de sus creencias. Los criollos despreciaban y odiaban a los indios con la misma violencia con que enviaban y aborrecían a los españoles. La ambigüedad mestiza duplica la ambigüedad criolla aunque sólo para, en un momento final, negarla: como el criollo, el mestizo no es español ni indio; tampoco es un europeo que busca arraigarse: es un producto del suelo americano, el nuevo producto. El enraizamiento que busca el criollo por la mediación del sincretismo religioso e histórico, lo realiza existencial y concretamente el mestizo. Socialmente es un ser marginal, rechazado por indios, españoles y criollos; históricamente es la encarnación de los sueños criollos. Su relación con los indios obedece a la misma ambivalencia; es un verdugo y su vengador. En Nueva España el mestizo es bandido y policía, en el siglo XIX es guerrillero y caudillo, en el XX banquero y líder obrero. 106
Su ascenso fue el de la violencia en el horizonte histórico y su figura encarnó la guerra civil endémica. Todo lo que en el criollo fue proyecto y sueño se actualizó en el mestizo. Pero se actualizó como violencia que, hasta 1910, careció de proyecto histórico propio. Durante más de un siglo los mestizos hemos vivido de las sobras de los banquetes intelectuales de los europeos y los norteamericanos. En el siglo XVII los criollos descubren que tienen una patria. Esta palabra aparece tanto en los escritos de Sor Juana como en los de Sigüenza y en ambos designa invariablemente a la Nueva España. El patriotismo de los criollos no contradecía su fidelidad al Imperio y a la Iglesia: eran dos órdenes de lealtades diferentes. Aunque los criollos del seiscientos sienten un intenso antiespañolismo, no hay en ellos, en el sentido moderno, nacionalismo. Son buenos vasallos del Rey y, sin contradicción, patriotas de Anáhuac. Todavía un siglo y medio más tarde, al reclamar la Independencia, los criollos desean ser gobernador por un príncipe de la casa real española. En el teatro de Sor Juana y en sus villancicos cantan y hablan, cada uno a su manera, indios y negros, blancos y mestizos. La universalidad del imperio amparaba la pluralidad de hablas y de pueblos. El patriotismo novohispano y el reconocimiento de sus singularidades estéticas no estaba en contradicción con ese universalismo: ¿Qué mágicas infusiones de los indios herbolarios de mi Patria, entre mis letras el hechizo derramaron?
La contradicción aparece más tarde, hacia 1730, advierte Lafaye. A medida que pasan los años la discordia se agrava y en el momento de la Independencia se revela insoluble. Hay un episodio que ilustra con cierto dramatismo esta contradicción: la querella entre las dos cabezas de la Independencia, Hidalgo y Allende, uno caudillo de los indios y mestizos y el otro de los criollos. La necesidad de arraigarse en América y de disputar a los españoles sus títulos de dominación llevó a los criollos a la exaltación del pasado indígena. Una exaltación que fue asimismo una transfiguración. Lafaye describe con perspicacia el sentido de esta operación: ―al abolir la ruptura de la historia americana que representaba la conquista, se intentaba dar a la América un estatuto espíritual –y por consecuencia, jurídico y político- que le pusiera sobre un pie de igualdad con la potencia tutora, España‖. Cuando Sigüenza y Góngora escoge a los emperadores aztecas como tema del arco triunfal que se levantó para recibir al nuevo Virrey Conde de Paredes (1680), encabeza su texto con esta declaración: ―Teatro de virtudes políticas que constituyen un Príncipe: advertidas en los monarcas antiguos del Mexicano Imperio, con cuyas efigies se hermoseó el arco triunfal que la muy noble, imperial ciudad de México erigió…‖ Sigüenza y Góngora propone al Virrey español, como ejemplo de buen gobierno, no a los emperadores de la antigüedad clásica, paradigmas de sabiduría política, sino a los reyes aztecas. Es notable también la insistencia –común en todos los textos de la época- con que aparece el adjetivo imperial, aplicado indistintamente al Estado azteca y a la ciudad de México. La exaltación del muerto pasado indio coexistía con el odio y el temor ante el indio vivo. El mismo Sigüenza y Góngora cuenta que, al limpiar un canal de la ciudad, se hallaron ―un infinito número de pequeños objetos de superstición… muchas figurillas y muñecos de barro, todos de españoles y todos atravesados por cuchillos y lanzas hechas de la misma materia o con pintura roja en los cuellos como si los hubiesen acuchillado… prueba indudable del odio que nos profesan los indios y de la suerte que desean a los españoles…‖. Sigüenza y Góngora subraya que el canal en donde se habían encontrado esos objetos de magia negra era el mismo en que habían parecido muchos españoles durante la Noche Triste. Admiración, temor, odio: también amistad. Entre los grandes amigos de Sigüenza y Góngora se encuentra un indio puro, don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, descendiente de los antiguos reyes de Texcoco. Eran tan amigos que Ixtlicóchitl, que no tenía herederos, legó a Sigüenza su rica colección de crónicas, papeles y antigüedades indias. ―Sólo un espíritu simple‖ decía Gide, ―puede decir que hay sentimientos simples‖. Desde la segunda mitad del siglo XVI hasta finales del XVII, Nueva España fue una sociedad estable, pacífica y próspera. Hubo epidemias, ataques de piratas, escasez de maíz, tumultos populares, sublevaciones de nómadas en el norte pero hubo asimismo abundancia, paz y, con frecuencia, buen gobierno. No porque todos los 107
virreyes fuesen buenos, aunque los hubo excelentes, sino porque el sistema constituía de hecho un régimen de balanza de poderes. La autoridad del Estado estaba limitada por la de la Iglesia. A su vez, el poder del Virrey se enfrentaba al de la Audiencia y el del Arzobispo al de las Órdenes religiosas. Aunque en ese sistema jerárquico los grupos populares no podían tener sino una influencia indirecta, la división de poderes y la pluralidad de las jurisdicciones obligaban al Gobierno a buscar una suerte de consenso público. En este sentido el sistema de la Nueva España era más flexible que el actual régimen presidencialista. Bajo la máscara de la democracia, nuestros presidentes son, a la romana, dictadores constitucionales. Sólo que la dictadura romana duraba seis meses y la nuestra seis años. Nueva España no creó una ciencia ni una filosofía pero sus creaciones artísticas son admirables, particularmente en las esferas de la poesía, el urbanismo y la arquitectura. En 1640 Bernardo de Balbuena publicó un extenso poema sobre la ciudad de México y lo intituló ―Grandeza Mexicana‖. La expresión puede parecer hiperbólica, sobre todo si se recuerda la auténtica grandeza de Teotihuacán mil años antes; no lo es si se piensa en el desastre urbano, social y estético que es la moderna ciudad de México. La creación más compleja y singular de Nueva España no fue individual sino colectiva y no pertenece al orden artístico sino al religioso: el culto a la Virgen de Guadalupe. Si la fecundidad de una sociedad se mide por la riqueza de sus imágenes míticas, Nueva España fue muy fecunda: la identificación de Quetzalcóatl con el apóstol Santo Tomás fue una invención no menos prodigiosa que la creación de Tonantzin/Guadalupe. El estudio de Lafaye sobre el nacimiento y la evolución de estos dos mitos en un modelo del género. No creo que sea fácil añadir algo que valga la pena, de modo que mis observaciones serán más bien marginales. El mito de Quetzalcóatl/Santo Tomás nunca fue realmente popular. Desde el principio se presentó como un tema de interpretación histórica y teológica más que como un misterio religioso. Por eso preocupó y apasionó a los historiadores, a los juristas y a los juristas y a los ideólogos. Tonantzin/Guadalupe, en cambio, cautivó el corazón y la imaginación de todos. Fue una verdadera aparición, en el sentido numinoso de la palabra: una constelación de signos venidos de todos los cielos y todas las mitologías, del Apocalipsis a los códices precolombinos y del catolicismo mediterráneo al mundo ibérico precristiano. En esa constelación cada época y cada mexicano ha leído su destino, del campesino al guerrillero Zapata, del poeta barroco al moderno que exalta a la Virgen con una suerte de enamoramiento sacrílego, del erudito del seiscientos al revolucionario Hidalgo. La Virgen fue el estandarte de los indios y mestizos que combatieron en 1810 contra los españoles y volvió a ser la bandera de los ejércitos campesinos de Zapata un siglo después. Su culto es íntimo y público, regional y nacional. La fiesta de Guadalupe, el 12 de diciembre, es todavía la Fiesta por excelencia, la fecha central en el calendario emocional del pueblo mexicano. Madre de dioses y de hombres, de astros y hormigas, del maíz y del maguey, Tonantzin/Guadalupe fue la respuesta de la imaginación a la situación de orfandad en que dejó a los indios la Conquista. Exterminados sus sacerdotes y destruidos sus ídolos, cortados sus lazos con el pasado y con el mundo sobrenatural, los indios se refugiaron en las faldas de Tonantzin/Guadalupe: faldas de madre-montaña, faldas de madre-agua. La situación ambigua de Nueva España produjo una reacción semejante: los criollos buscaron en las entrañas de Tonantzin/Guadalupe a su verdadera madre. Una madre natural y sobrenatural, hecha de tierra americana y teología europea. Para los criollos la Virgen morena representó la posibilidad de enraizar en la tierra de Anáhuac. Fue matriz y también tumba: enraizar es enterrarse. En el culto de los criollos a la Virgen hay la fascinación por la muerte y la oscura esperanza de que esa muerte sea transfiguración: sembrarse en la Virgen tal vez signifique lograr la naturalización americana. Para los mestizos la experiencia de la orfandad fue y es más total y dramática. La cuestión del origen es para el mestizo la central, la cuestión de vida y muerte. En la imaginación de los mestizos Tonantzin/Guadalupe tiene una réplica infernal: la Chingada. La madre violada, abierta al mundo exterior, desgarrada por la Conquista; la Madre Virgen, cerrada, invulnerable y que encierra en sus entrañas a un hijo. Entre la Chingada y Tonantzin/Guadalupe oscila la vida secreta del mestizo. Quetzalcóatl es, como el fénix del poeta barroco Sandoval y Zapata, ―alada eternidad del viento‖. Su nombre es náhuatl pero es un dios antiquísimo, anterior al nombre con que lo conocemos. Fue una divinidad de la costa, asociado al mar y al viento, que asciende al Altiplano, se asienta en Teotihuacán como un gran dios y, destruida la metrópoli, reaparece en Tula varios siglos después, ya con su nombre de ahora. En Tula se desdobla: es el dios creador y civilizador Quetzalcóatl, deidad que la gente de Tula, recién salida de la barbarie, hereda o roba a Teotihuacán; y es un sacerdote-rey que tiene como nombre ritual el del dios (Topiltzin108
Quetzalcóatl).23 Tula es devastada por una guerra civil religiosa que es también un combate mítico entre las deidades guerreras de los nómadas y el dios civilizador originario de Teotihuacán. Quetzalcóatl -¿el dios o el reysacerdote?- huye y desaparece en el lugar ―donde el agua se junta con el cielo‖: el horizonte marino donde aparecen alternativamente Vésper y Lucifer. La fecha de la desaparición y transfiguración de Quetzalcóatl en Estrella de la Mañana es un año ce acatl. El año de su regreso, dice la profecía. La caída de Tula y la fuga de Quetzalcóatl abren un interregno en Anáhuac. Siglos después surge el Estado azteca, creado como el de Tula por bárbaros recién civilizados. Los aztecas edifican México-Tenochtitlán a la imagen de Tula que, a su vez, había sido edificada a la imagen de Teotihuacán.24 En el antiguo México la legitimidad era de orden religioso. Así, no es extraño que los aztecas, para fundar la legitimidad de su dominación sobre las otras naciones indias, se proclamasen herederos directos de Tula. El tlatoani mexicana gobierna en nombre de Tula. La aparición de Cortés, precisamente por el horizonte marino y un año ce acatl, parece cerrar el interregno: Quetzalcóatl regresa, Tula vuelve por su herencia. Cuando los aztecas –o una fracción de su casta dirigente- decubren que los españoles no son los mensajeros de Tula, ya es demasiado tarde. Los historiadores que minimizan este episodio no perciben su verdadero significado: la llegada de los españoles puso al descubierto loa falsedad de las pretensiones de los aztecas. Aun antes de que se desmoronase la resistencia de México-Tenochtitlán se había ya desmoronado el fundamento religioso de su hegemonía. Quetzalcóatl o la legitimidad: al demostrar con toda clase de pruebas la identidad entre Quetazacóatl y el Apóstol Santo Tomás, Don Carlos de Sigüenaza y Góngora y el jesuita Manuel Duarte no hacen sino repetir la operación de legitimización religiosa de los aztecas varios siglos antes. Como dice Lafaye: ―Si la patria americana debía arraigarse en el suelo mismo, también tenía que adoptar un sentido sui genesis; no podía comenzar sino buscando sus fundamentos en la Gracia del Cielo y no en la desgracia de una conquista que se parecía demasiado a un Apocalpasis. Santo Tomás-Quetzalcóatl fue para los mexicanos el instrumento de este cambio de estatuto espíritual…‖. Quetzalcóatl desaparece en el horizonte histórico del siglo xix, salvo para los escritores y los pintores que, sin mucha fortuna, lo han escogido como tema de sus obras. Desaparece pero no muere: ya no es dios ni apóstol sino héroe cívico. Se llama Hidalgo, Juárez, Carranza: la búsqueda de la legitimidad se prolonga hasta nuestros días. Cada una de las grandes figuras oficiales del México independiente y cada uno de los momentos capitales de su historia son manifestaciónes de ese cambiante principio de consagración. Para la mayoría de los mexicanos la Independencia fue una restauración, es decir, un acontecimiento que cerró el interregno iniciado por la Conquista. Curiosa concepción que hace de Nueva España apenas un paréntesis. A su vez, Juárez representa la legitimidad nacional frente a Maximiliano, llamado significativamente el intruso: el Imperio de Maximiliano es otro paréntesis histórico. Por último, el grupo vencedor en la Revolución Mexicana se llamó a sí mismo constitucionalista y se levantó contra la usurpación del general reaccionario Huerta. Independencia, Revolución popular en 1910: todos estos movimientos, según la interpretación corriente, han restablecido la legitimidad. Sin embargo, la búsqueda de la legitimidad continúa y ya hay quienes piensan que el régimen que desde hace medio siglo nos rige es una usurpación de la legítima Revolución Mexicana. El interregno abierto por la fuga de Quetzalcóatl en 987 aún no se ha cerrado. Para un mexicano es una extraordinaria aventura intelectual seguir a Jacques Lafaye en su análisis de los dos mitos, acompañarlo en la descripción de la lógica histórica que los rige y contemplar su reconstrucción de las creencias en que se insertan. Al final de la expedición el lector se encuentra con dos constantes de la historia mexicana: la obsesión por la legitimidad y el sentimiento de orfandad. ¿No se trata de expresiones de una misma situación histórica y psíquica? Los mitos de Nueva España y los del México moderno son tentativas por responder, como todos los grandes mitos, a la pregunta sobre el origen. En este sentido, no son una exclusiva mexicana: orfandad y búsqueda de la legitimidad aparecen, con otros nombres, en todas las sociedades y todas las épocas. El libro de Lafaye nos muestra el carácter doble de la historia: describe situaciones universales y, al mismo tiempo, esas situaciones son particulares e irreductibles a otras. Levi Strauss piensa que los mitos, a El nombre del supremo sacerdote azteca también era Quetzalcóatl. Cf. El estudio de Ignacio Bernal sobre la influencia de Teotihuacán en los destinos de México, publicado en tres números de Plural (21, 22 y 23), México, 1973. 109 23 24
diferencia de los poemas, son traducibles. Lo son pero cada traducción, como la de un poema, es una transubstanciación: Quetzalcóatl/Santo Tomás no es Topiltzin/Quetzalcóatl. Cada situación histórica es única y cada una es una metáfora del hecho universal de ser hombres. En la obra de Lafaye —etnología, poesía y reflexión— se despliega la ambigüedad de la historia, oscilando siempre entre lo relativo y lo absoluto, lo particular y lo universal. Si no es la metafísica sino la historia la que define al hombre, habrá que desplazar la palabra ser del centro de nuestras preocupaciones y colocar en su lugar la palabra entre. El hombre entre el cielo y la tierra, el agua y el fuego; entre las plantas y los animales; en el centro del tiempo, entre pasado y futuro; entre sus mitos y sus actos. Todas estas frases pueden reducirse a una: el hombre entre los hombres. Cambridge, a 8 de octubre de 1973
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IV. OTRAS ARTES EL POETA LUIS BUÑUEL (1951)
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a aparición de La edad de oro y El perro andaluz señalan la primera irrupción deliberada de la poesía en el arte cinematográfico. Las nupcias entre la imagen fílmica y la imagen poética, creadoras de una nueva realidad, tenían que parecer escandalosas y subversivas. Lo eran. El carácter subversivo de los primeros filmes de Buñuel reside en que, apenas tocadas por la mano de la poesía, se desmoronan las fantasmales convenciones (sociales, morales o artísticas) de que está hecha nuestra realidad. Y de esas ruinas surge una nueva verdad, la del hombre y su deseo. Buñuel nos muestra que ese hombre maniatado puede, con solo cerrar los ojos, hacer saltar el mundo. Esos filmes son algo más que un ataque feroz a la llamada realidad; son la revelación de otra realidad humillada por la civilización contemporánea. El hombre de La edad de oro duerme en cada uno de nosotros y sólo espera un signo para despertar: el del amor. Esta película es una de las pocas tentativas del arte moderno para revelar el rostro terrible del amor en libertad. Un poco después Buñuel exhibe Tierra sin pan, un film documental que, en su género, es también una obra maestra. En esta película el poeta Buñuel se retira; calla para que la realidad hable por sí sola. Si el tema de los filmes surrealistas de Buñuel es la lucha del hombre contra una realidad que lo asfixia y mutila, el de Tierra sin Pan es el del triunfo embrutecedor de esa misma realidad. Así esta realidad es el necesario complemento de sus creaciones anteriores. Él las explica y las justifica. Por caminos distintos Buñuel prosigue su lucha encarnizada por al realidad. Contra ella, mejor dicho. Su realismo, como el de la mejor tradición española - Goya, Quevedo, la novela picaresca, Valle-Inclán, Picasso – consiste en un despiadado cuerpo a cuerpo contra la realidad. Al abrazarla, la desuella. De allí que su arte no tenga parentesco alguno con las descripciones mas o menos tendenciosas, sentimentales o estéticas, de lo que comúnmente se llama realismo. Por el contrario, toda su obra tiende a provocar la erupción de algo secreto y precioso, terrible y puro, escondido precisamente por nuestra realidad. Sirviéndose del sueño y de la poesía o utilizando los medios del relato fílmico, el poeta Buñuel desciende al fondo del hombre a su intimidad más radical e inexpresada. Después de un silencio de muchos años, Buñuel presenta una nueva película: Los olvidados. Si se comparan a esta cinta las realizadas con Salvador Dalí, sorprende sobre todo el rigor con que Buñuel lleva hasta sus límites extremos sus primeras intuiciones. Por una parte Los olvidados representan un momento de madurez artística; por la otra de mayor y mas total desesperación; la puerta del sueña parece cerrada para siempre; solo queda abierta la de la sangre. Sin renegar de la gran experiencia de su juventud, pero consciente del cambio de los tiempos —que ha hecho mas espesa esa realidad que denunciaba en sus primeras obras—, Buñuel construye una película en al que la acción es precisa como un mecanismo, alucinante como un sueño, implacable como la marcha silenciosa de la lava. El argumento de Los olvidados —la infancia delincuente— ha sido extraído de los archivos penales. Sus personajes son nuestros contemporáneos y tienen la edad de nuestros hijos. Pero Los olvidados es algo más que un filme realista. El sueño, el deseo, el horror, el delirio y el azar, la porción nocturna de la vida también tienen su parte. Y el peso de la realidad que nos muestra es de tal modo atroz, que acaba por parecernos imposible, insoportable. Y así es: la realidad es insoportable; y por eso, porque no la soporta, el hombre mata y muere, ama y crea. La más rigurosa economía artística rige a Los olvidados. A mayor consideración corresponde siempre una más intensa explosión. Por eso es una película sin ―estrellas‖; por eso, también la discreción del ―fondo musical‖, que no pretende usurpar lo que en el cine la música le debe a los ojos; y finalmente, el desdén por el color local. Dando la espalda a la tentación del impresionante paísaje mexicano, la escenografía se reduce a la desolación sórdida e insignificante, más siempre implacable, de un paísaje urbano. El espacio físico y humano en el que se desarrolla el drama no puede ser más cerrado: la vida y la muerte de unos niños entregados a su propia fatalidad, entre los cuatro muros del abandono. La ciudad, con todo lo que esta palabra extraña de solidaridad humana, es lo ajeno y extraño. Lo que llamamos civilización no es para ellos sino un muro, un gran no que cierra el paso. Esos niños son mexicanos pero podrían ser de otro país, habitar un suburbio cualquiera de otra gran ciudad. En cierto modo no 111
viven en México, ni en ninguna parte: son los olvidados, los habitantes de esas waste lands que cada urbe moderna engendra a sus costados. Mundo cerrado sobre si mismo, donde todos los actos son circulares y todos los pasos nos hacen volver a nuestro punto de partida. Nadie puede salir de allí, ni de si mismo, sino por la calle larga de la muerte. El azar, que en otros mundos abre puertas, aquí las cierra. La presencia continua del azar posee en Los olvidados una significación especial, que prohíbe confundirlo con la muerte. El azar que rige la acción de los héroes se presenta como una necesidad, que, sin embargo, pudiera no haber ocurrido. (¿Por qué no llamarlo entonces con su verdadero nombre, como en la tragedia: destino?) La vieja fatalidad vuelve a funcionar, sólo que despojada de sus atributos sobrenaturales: Ahora nos enfrentamos a una fatalidad social y psicológica. O, para emplear la palabra mágica de nuestro tiempo, el nuevo fetiche intelectual: una fatalidad histórica. No basta, sin embargo, con que la sociedad, la historia o las circunstancias se muestren hostiles a los héroes; para que la catástrofe se produzca es necesario que esos determinantes coincidan con la voluntad de los hombres. Pedro lucha contra el azar, contra su mala suerte o mala sombra encarnada en el Jaibo; cuando, cercado, la acepta y la afronta, transforma la fatalidad en destino. Muere pero hace suya su muerte. El choque entre la conciencia humana y la fatalidad externa constituye la esencia del acto trágico. Buñuel a redescubierto esa ambigüedad fundamental: sin la complicidad humana el destino no se cumple y la tragedia es imposible. La fatalidad ostenta la máscara de la libertad; ésta, la del destino. Los olvidados no es un film documental. Tampoco es una película de tesis, de propaganda o de moral. Aunque ninguna prédica empaña su admirable objetividad, sería calumnioso decir que se trata de un film estético, en el que sólo cuentan los valores artísticos. Lejos del realismo (social, psicológico y edificante) y del esteticismo, la película de Buñuel se inscribe en al tradición de un arte pasional y feroz, contenido y delirante, que reclama como antecedentes a Goya y a Posada, quizá los artistas plásticos que han llevado mas lejos el humor negro. Lava fría, hielo volcánico. A pesar de la universalidad de su tema, de la ausencia de color local y de la extrema desnudez de su construcción. Los olvidados posee un acento que no hay mas remedio que llamar racial (en el sentido en que los toros tienen casta). La miseria y el abandono pueden darse en cualquier parte del mundo, pero la pasión encarnizada con la que están descritas pertenece al gran arte español. Ese mendigo ciego, ya lo hemos visto en al picaresca española. Esas mujeres, esos borrachos, esos cretinos, esos asesinos, esos inocentes, los hemos visto en Quevedo y en Galdós, los vislumbramos en Cervantes, los han retratado Velásquez y Murillo. Esos palos –palos de ciego- son los mismos que se oyen en todo el teatro español. Y los niños, los olvidados, su mitología, su rebeldía pasiva, su lealtad suicida, su dulzura que relampaguea, su ternura llena de ferocidades exquisitas, su desgarrada afirmación de si mismos en y para la muerte, su búsqueda sin fin de la comunión –aún a través del crimen- no son ni pueden ser sino mexicanos. Así en al escena clave de la película –la escena onírica- el tema de la madre se resuelve en al cena en común, en el festín sagrado. Quizá sin proponérselo, Buñuel descubre en el sueño de sus héroes la imágenes arquetípicas de pueblo mexicano: Coatlicue y el sacrificio. El tema de la madre que es una de las obsesiones mexicanas, está ligado inexorablemente al de la fraternidad, al de la amistad hasta la muerte. Ambos constituyen el fondo secreto de esta película. El mundo de Los olvidados está poblado por huérfanos, por solitarios que buscan la comunión y que para encontrarla no retroceden ante la sangre. La búsqueda del otro, de nuestro semejante, es la otra cara de la búsqueda de la madre. O la aceptación de su ausencia definitiva: el sabernos solos. Pedro, el Jaibo y sus compañeros nos revelan la naturaleza última del hombre, que quizá consista en una permanente y constante orfandad. Testimonio de nuestro tiempo el valor moral de los olvidados no tiene relación alguna con la propaganda. El arte cuando es libre, es testimonio, conciencia. La obra de Buñuel es una prueba de lo que pueden hacer el talento creador y la conciencia artística cuando nada excepto su propia libertad los constriñe o coacciona. Cannes, 4 de abril 1951
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EL CINE FILOSÓFICO DE BUÑUEL (1965) Hace algunos años escribí unas páginas sobre Luis Buñuel. Las reproduzco: Aunque todas las artes, sin excluir a las más abstractas, tienen por fin último y genera la expresión y recreación del hombre y sus conflictos, cada una de ellas posee medios e instrumentos particulares de encantamiento y así constituye un dominio propio. Una cosa es la música, otra la poesía, otra más el cine. Pero a veces un artista logra traspasar los límites de su arte; nos enfrentamos entonces a una obra que encuentra sus equivalentes más allá de su mundo. Algunas de las películas de Buñuel —La edad de oro, Los olvidados— sin dejar de ser cine nos acercan a otras comarcas del espíritu: ciertos grabados de Goya, algún poema de Quevedo o Péret, un pasaje de Sade, un esperpento de Valle-Inclán, una página de Gómez de la Serna… Estas películas pueden ser gustadas y juzgadas como cine y asimismo como algo perteneciente al universo más ancho y libre de esas obras, preciosas entre todas, que tiene por objeto tanto revelarnos la realidad humana como mostrarnos una vía para sobrepasarla. A pesar de los obstáculos que opone a semejantes empresas el mundo actual, la tentativa de Buñuel se despliega bajo el doble arco de la belleza y de la rebeldía. En Nazarín, con un estilo que huye de toda complacencia y que rechaza todo lirismo sospechoso, Buñuel nos cuenta la historia de un cura quijotesco, al que su concepción del cristianismo no tarda en oponerlo a la Iglesia, la sociedad y la policía. Nazarín pertenece, como muchos de los personajes de Pérez Galdós, a la gran tradición de los locos españoles. Su locura consiste en tomar en serio al cristianismo y en tratar de vivir conforme a sus Evangelios. Es un loco que se niega a admitir que la realidad sea lo que llamamos realidad y no una atroz caricatura de la verdadera realidad. Como don Quijote, que veía a Dulcinea en una labriega, Nazarín adivina en los rasgos monstruosos de la prostituta Andara y del Jorobado. Ujo la imagen desvalida de los hombres caídos; y en el delirio erótico de una histérica, Beatriz, percibe el rostro desfigurado del amor divino. En el curso de la película —en la que abundan, ahora con furor más concentrado y por eso mismo más explosivo, escenas del mejor y más terrible Buñuel— asistimos a la curación del loco, es decir a su tortura. Todos lo rechazan: los poderosos y satisfechos porque lo consideran un ser incómodo y, al final, peligroso; las víctimas y los perseguidos porque necesitan otro y más efectivo género de consuelo. El equívoco, y no sólo los poderes constituidos, lo persiguen. Si pide limosna, es un ser improductivo; si busca trabajo, rompe la solidaridad de los asalariados. Aun los sentimientos de las mujeres que lo siguen, reencarnaciones de María Magdalena, resultan al fin ambiguos. En la cárcel, a lo que lo han llevado sus buenas obras, recibe la revelación última: tanto su ―bondad‖ como la ―maldad‖ de uno de sus compañeros de pena, asesino y ladrón de iglesias, son igualmente inútiles en un mundo que venera como valor supremo a la eficacia. Fiel a la tradición del loco español, de Cervantes a Goldós, la película de Buñuel nos cuenta la historia de una desilusión. Para don Quijote la ilusión era el espíritu caballeresco; para Nazarín, el cristianismo. Pero hay algo más. A medida que la imagen de Cristo palidece en la conciencia de Nazarín, comienza a surgir otra: la del hombre. Buñuel nos hace asistir, a través de una serie de episodios ejemplares, en el buen sentido de la palabra, a un doble proceso: el desvanecimiento de la ilusión de la divinidad y el descubrimiento de la realidad del hombre. Lo sobrenatural cede el sitio a lo maravilloso: la naturaleza humana y sus poderes. Esta revelación encarna en dos momentos inolvidables: cuando Nazarín ofrece los consuelos del más allá a la moribunda enamorada y ésta responde, asida a la imagen de su amante, con una frase realmente estremecedora: cielo no, Juan sí; y al final, cuando Nazarín rechaza la limosna de una pobre mujer para, tras un momento de duda, aceptarla —no ya como dádiva sino como un signo de fraternidad. El solitario Nazarín ha dejado de estar solo: ha perdido a Dios pero ha encontrado a los hombres. Este pequeño texto apareció en un folleto de presentación de Nazarín en el Festival Cinematográfico de Cannes. Se temía, no sin razón, que surgiese algún equívoco sobre el sentido de la película, que no sólo es una crítica de la realidad social sino de la religión cristiana. El riesgo de confusión, común a todas las obras de arte, era mayor en este caso por el carácter de la novela que inspiró a Buñuel. El tema de Pérez Galdós es la vieja oposición entre el cristianismo evangélico y sus deformaciones eclesiásticas e históricas. El héroe del libro es un cura rebelde e iluminado, un verdadero protestante: abandona la Iglesia pero se queda con Dios. La película de 113
Buñuel se propone mostrar lo contrario: la desaparición de la figura de Cristo en la conciencia de un creyente sincero y puro. En la escena de la muchacha agonizante, que es un transposición del Diálogo entre un sacerdote y un moribundo de Sade, la mujer afirma el valor precioso e irrecuperable del amor terrestre; si hay cielo, está aquí y ahora, en el instante del abrazo carnal, no en un más allá sin horas y sin cuerpos. En la escena de la prisión, el bandido sacrílego aparece como un hombre no menos absurdo que el cura iluminado. Los crímenes del primero son tan ilusorios como la santidad del segundo: si no hay Dios, tampoco hay sacrilegio ni salvación. Nazarín no es la mejor película de Buñuel pero es típica de la dualidad que rige su obra. Por una parte, ferocidad y lirismo, mundo del sueño y la sangre que evoca inmediatamente a otros dos grandes españoles: Quevedo y Goya. Por la otra, la concentración de un estilo nada barroco que lo lleva a una suerte de sobriedad exasperada. La línea recta, no el arabesco surrealista. Rigor racional: cada una de sus películas, desde La edad de oro hasta Viridiana, se despliega como una demostración. La imaginación más violenta y libre al servicio de un silogismo cortante como un cuchillo, irrefutable como una roca: la lógica de Buñuel es la razón implacable del marqués de Sade. Este nombre esclarece la relación entre Buñuel y el surrealismo: sin ese movimiento habría sido de todos modos un poeta y un rebelde; gracias a él, afiló sus armas. El surrealismo, que le reveló el pensamiento de Sade, no fue para Buñuel una escuela de delirio sino de razón; su poesía, sin dejar de ser poesía, se volvió crítica. En el recinto cerrado de la crítica el delirio desplegó sus alas y se desgarró el pecho con las uñas. Surrealismo de plaza de toros pero también surrealismo crítico: la corrida como demostración filosófica. En un texto capital de las letras modernas, De la literatura considerada como una tauromaquia, Michel Leiris señala que su fascinación ante el toreo depende de la fusión entre riesgo y estilo: el diestro —nunca fue más exacta la palabra— debe afrontar la embestida sin perder la compostura. Es verdad: las buenas maneras son imprescindibles para morir y matar, al menos si se cree, como yo creo, que estos dos actos biológicos son asimismo ritos, ceremonias. En el toreo el peligro alcanza la dignidad de la forma y ésta la veracidad de la muerte. El torero se encierra en una forma que se abre hacia el riesgo de morir. Es lo que en español llamamos temple: arrojo y afinación musical, dureza y flexibilidad. La corrida, como la fotografía, es una exposición, y el estilo de Buñuel, por doble elección estética y filosófica, es el de la exposición. Exponer es exponerse, arriesgarse. También es poner fuera, mostrar y demostrar: revelar. Los relatos de Buñuel son una exposición: revelan las realidades humanas al someterlas, como si fuesen placas fotográficas, a la luz de la crítica. El toreo de Buñuel es un discurso filosófico y sus películas son el equivalente moderno de la novela filosófica de Sade. Pero Sade fue un filósofo original y un artista mediano: ignoraba que el arte, que ama el ritmo y la letanía, excluye la repetición y la reiteración. Buñuel es un artista y el reproche que podía hacerse a sus películas no es de orden poético sino filosófico. El razonamiento que preside a toda la obra de Sade puede reducirse a esta idea: el hombre en sus instintos, y el verdadero nombre de lo que llamamos Dios es miedo y deseo mutilado. Nuestra moral es una codificación de la agresión y de la humillación; la razón misma no es sino instinto que se sabe instinto y que tiene miedo de serlo. Sade no se propuso demostrar que Dios no existe: lo daba por sentado. Quiso mostrar cómo serían las relaciones humanas en una sociedad efectivamente atea. En esto consiste su originalidad y el carácter único de su tentativa. El arquetipo de una república de verdaderos hombres libres es la Sociedad de Amigos del Crimen; el del verdadero filósofo, el asceta libertino que ha logrado alcanzar la impasibilidad y que ignora por igual la risa y el llanto. La lógica de Sade es total y circular: destruye a Dios pero no respeta al hombre. Su sistema puede provocar muchas críticas excepto la de la incoherencia. Su negación es universal: si algo afirma es el derecho a destruir y a ser destruido. La crítica de Buñuel tiene un límite: el hombre. Todos nuestros crímenes son los crímenes de un fantasma: Dios. El tema de Buñuel no es la culpa del hombre sino la de Dios. Esta idea, presente en todas sus películas, es más explícita y directa en La edad de oro y en Viridiana, que son para mí, con Los olvidados, sus creaciones más plenas y perfectas. Si la obra de Buñuel es una crítica de la ilusión de Dios, vidrio deformante que no nos deja ver al hombre tal cual es, ¿cómo son realmente los hombres y qué sentido tendrán las palabras amor y fraternidad de una sociedad de verdad atea? La respuesta de Sade, sin duda, no satisface a Buñuel. Tampoco creo que, a estas alturas, se contente con las descripciones que nos hacen las utopías filosóficas y políticas. Aparte de que esas profecías son inverificables, al menos por ahora, es evidente que no corresponden a lo que sabemos sobre el hombre, su historia y su naturaleza. Creer en una sociedad atea regida por la armonía natural —sueño que todos hemos 114
tenido— equivaldría ahora a repetir la apuesta de Pascal, sólo que en sentido contrario. Más que una paradoja sería un acto de desesperación: conquistaría nuestra admiración, no nuestra adhesión. Ignoro cuál sería la respuesta que podría dar Buñuel a estas preguntas. El surrealismo, que negó tantas cosas, estaba movido por un gran viento de generosidad y fe. Entre sus ancestros se encuentran no sólo Sade y Lautréamont sino Fourier y Rousseau. Y tal vez sea este último, al menos para André Bretón, el verdadero origen del movimiento: exaltación de la pasión, confianza sin límites en los poderes naturales del hombre. No sé si Buñuel está más cerca de Sade o de Rousseau; es más probable que ambos disputen en su interior. Cualesquiera que sean sus creencias sobre esto, lo cierto es que en sus películas no aparece ni la respuesta de Sade ni la de Rousseau. Reticencia, timidez o desdén, su silencio es turbador. Lo es no sólo por ser el de uno de los grandes artistas de nuestra época sino porque es el silencio de todo el arte de esta primera mitad de siglo. Después de Sade, que yo sepa, nadie se ha atrevido a describir una sociedad atea. Falta algo en la obra de nuestros contemporáneos: no Dios sino los hombres sin Dios. Delhi, 1965 Corriente alterna. México, Siglo XXI, 1967.
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POESÍA, PINTURA, MUSICA, ETCETERA. CONVERSACION CON OCTAVIO PAZ (1991) Manuel Ulacia M.U.: ¿Podemos empezar? O.P.: Sí, aunque to confieso que, apenas se enciende la grabadora, siento miedo. M.U.: ¿Por qué? O.P.: La conversación es un género volátil. Las palabras son aire y se las lleva el aire. Al caer en la cinta magnética, les cortamos las alas. Se vuelven irrevocables. Mc dirs qu, hablada o escrita, Ia palabra siempre es irrevocable. No es cierto. Para que la palabra hablada sea irrevocable, debemos empeñarla. O sea: atarla, detencrla. En cambio, la palabra escrita esti destinada a permanecer, aunque su duraci6n sea minima, como la de los pcri6dicos. La palabra hablada es ahora y aquí, una conjunción de voces en un lugar: una conversaci6n. Por iltimo, la palabra escrita es piblica mientras que la conversación es privada. Una de las calamidades modernas es haber hecho pública la vida privada. M.U.: Pero las novelas están llenas de conversaciones y los libros de historia de los discursos de los héroes. El teatro es un diálogo y... acuérdate de los Diálogos de Platón. O.P.: En todas csas obras la palabra hablada se ha convertido en escritura. Con frecuencia leo clogios a este o aquel novelista por el realismo de sus dialogos y por su fidelidad al Icnguaje hablado. Elogio paradójico: la naturalidad de ese lenguaje es cl producto dc un artificio. ¡Los diálogos y los "monólogos interiores" están escritos! El realismo literario cs una estética, es decir, un artificio, una ilusión, como la perspectiva en la pintura. M.U.: El realismo nace con la modernidad. O.P.: No critico al realismo: me opongo a la confusión entre estilo literario y documento. El culto al documento revela no sólo un cambio de estética sino de valores y de moral. El ideal literario de la edad moderna es "escribir como se habla"; el ideal moral de los antiguos era "hablar como un libro". Para los antiguos las fábulas e invcnciones de los poetas tenían que ser verosimiles, por más irreales y fantásticas que fuesen; para nosotros, el valor reside en la ilusion de la realidad. Me pregunto si esa realidad es más real que las antiguas ficciones. No lo creo. Los historiadores modernos reprochan a los antiguos el caracter literario de los discursos que ponen en labios de un Pericles o de un César: quieren el documento vivo. Pero el documento es siempre un cadáver, hasta que no lo revive un historiador. El documento es nada y nada significa mientras no lo interpretamos. El memorable discurso de Pericles en el que anuncia a los atenienses su decisión de combatir a Esparta y les explica sus razones, es una interpetacion de Tucídides; sin embargo, esa interpretación contiene al documento (lo que dijo Pericles), y aquello que no dijo pero que, sin duda, pensó (el sentido de su decisión). Los modernos queremos substituir cl artificio que hace reales y verosimilcs el discurso de Pericles, el soliloquio de Lady Macbeth, las confidencias de Swann, por el documento balbuciente. M.U.: Amor a los hechos. O.P.: Yo diria: superstición. La idolatria que profesamos alas cosas, la hemos extendido a la palabra hablada. Las palabras se han vuelto cosas congeladas en nuestras maquinas. El resultado es irreal. Despojada de las pausas, las entonaciones, las miradas, las sonrisas, los signos de inteligencia y los gestos de los intecrlocutores, la palabra hablada es menos que un fantasma: un punado de harapos verbales... Las conversaciones no se transcriben: se escriben, se recrean. Solo asi son veraces y verosimiles. M.U.: Tal vez tengas razón. Pero ya estamos embarcados: la maquina ha registrado tus palabras. O.P.: Nos queda un recurso: podemos revisar nuestra conversacion y escribirla de nuevo, mejorar lo que dijimos mal y decir lo que olvidamos decir. Se corre el riesgo, claro, de convertir este dialogo en monólogo. ¿Pero no es eso lo que ocurre casi siempre? M.U.: Ademas, ésta no es una conversacion normal: es una entrevista. Yo pregunto y tú hablas. 116
O.P.: Te prevengo que después volveré a escribir lo que diga. Desecharé muchas cosas y agregare otras. ¿Estás conforme? M.U.: Lo estoy ... .Tu obra abarca tanto la poesía como la critica literaria, la biografía como el teatro, el ensayo histórico social como el antropológico, la crítica de arte como la traducción. En tu obra, ademas, Oriente y Occidente se encuentran y dialogan cntre ellos. ¿Cómo consideras tu situación personal en nuestra literatura? O.P.: No se cómo responder a tu pregunta y, sobre todo, no sé si me toca a mi definir lo que llamas "mi situación personal" en la literatura moderna de nuestra lcngua. Puedo decirte, si, quc mis relaciones con mi Icngua, mi tradición y mis contemporancos son, a un tiempo, apasionadas y exasperadas. Por eso, cuando me alejo en el espacio o en el ticmpo, recobro, con la serenidad, cierta lucidez. M.U.: Y entonces escribes El laberinto de la soledad o el libro sobre Sor Juana, que es historia, biografia y estudio literario. O.P.: Así es. La pluralidad de direcciones que has señalado tiene que ver con mi vida y mis experiencias. Es parte de mi biografía. Soy mexicano y en nuestro país está presente el mundo precolombino: los monumentos, la toponimia, las leyendas y los mitos, la cocina. Y algo menos visible y más decisivo: en nuestras instituciónes sociales, sobre todo en la familia y en el alma colectiva, hay muchos rasgos prehispánicos. Mi primera noción de la existencia de otras civilizaciones, aparte de la occidental, se la debo a México, al lugar donde nací. Soy otro por nacimiento. Siendo mexicano, tambien me fascinó la otra vertiente de mi origen, la española. Mi madre era hija de andaluces y cuando, ya mayor, conoci Jerez y Cádiz, me pareció regresar a mi niñez. En la biblioteca de mi abuelo paterno, Ireneo Paz, la literatura y la historia de España ocupaban un lugar central. Desde la orilla española vislumbré el mundo árabe y me deslumbró. No sé todavia cuál era mi héroe favorito, si el Cid o Almanzor. De modo que, por los dos extremos de mi scr, el indio y el español, muy pronto tuve conciencia de otros mundos y de otras almas. Mi niñez y las lecturas de mi juventud me prepararon, sin que yo lo supiese, para mis encuentros con Oriente. En cuanto a las otras tendencias y predisposiciones que ves en mis escritos -poesía y crítica, antropología e historia del arte, política y traducción poética- me parece que también son un resultado de mi formación y de mi vida nómada. Por ejemplo, la poesía moderna me descubrió la vitalidad y la actualidad del pensamiento mitico, los mitos me llevaron a la Antropología, la Antropología me aclaro algunos aspcctos de la civilización de la India, la India me hizo pensar en el México antiguo y en su destino contemporanco. Mis viajes han sido circulares. M.U.: ¿A qué se debe tu interés por las artes visuales, especialmente la pintura? O.P.: No puedo contestar sin recurrir de nuevo a mi biografía. En México, cuando yo era muchacho, se hablaba muchisimo de la pintura mural mcxicana. Se decía que México era un país de pintores, no de poetas ni escritores. Ahora vemos que eso nunca fue cierto y hoy menos que nunca. En mi juventud tuve que enfrentarme a la realidad y al mito de la pintura mural mexicana. Realidad poderosa y mito no menos poderoso. Muy pronto me rebelé y dejé de ver con la boca abierta y los ojos cerrados la obra de Orozco, Rivera y Siqueiros. Es monumental, diversa y no pocas veces admirable; también discursiva, repleta de lugares comunes ideológicos y oficialescos. Preferí la mirada crítica a la mirada beata: el movimicnto había degenerado en academia estética y en dogma político. Me atreví a decirlo y me excomulgaron. M.U.: Antes de tocar el tema de tus diferencias con la crítica mexicana por tus opiniones sobre el muralismo y por tu defensa de Tamayo, me gustaría saber un poco más de la relación de tu poesía con las artes plásticas. O.P.: En 1943 salí de México y entonces comenzó mi conversación silenciosa con el arte del siglo XX, primero en Nueva York y después en Paris. Doble aprendizaje: al mismo tiempo que descubría la pintura y la escultura modernas, aprendía a ver con otros ojos el arte antiguo de México. Comprendí la antigüedad de Picasso o de Klee y, simultáneamente, la modernidad de los zapotecas y los mayas. Fue una confirmación do mis tempranas experiencias acerca de la pluralidad de civilizaciones. Pero me di cuenta de algo más y no menos sorprendente, la coexistencia de los tiempos. Mi experiencia no sólo fue estética sino hondamente personal, vital. En 1937 viví en Yucatán por una temporada y allí -aparte de la sorpresa del arte maya, tan distinto al del Altiplano- me 117
encontré, no con otro pals, sino con otro tiempo. Aunque había sido algo que ya había sentido y vivido en los pueblos del centro de México, en Yucatán la impresion fue mis violenta. Después, en los Estados Unidos, volví a vivir (y a sufrir) el choque de las civilizaciones y los tiempos, no fuera de mí, en la historia o en los museos, sino en mi intimidad, en mi conciencia y en mi vida diaria. Esta experiencia vital habría sido incompleta sin la lectura de algunos poctas modernos, en los que aparece la conjunción de tiempos y de espacios. Pienso en Apollinaire y en Eliot. Tal vez más en el segundo, porque en su poesía hay otro elemento que también, desde mis comienzos, he intentado insertar en mis poemas: la historia. La ciudad es la gran creación de la historia y, a su vez, ella misma es creadora de historia. Cuando se dice historia so habla de creación pero tambien de destrucción. La historia produce ruinas ... Me desvio. Vuelvo a esos años y a mis tentativas poéticas. M.U.: Tu ya conocias a Eliot. En la revista Taller, que dirigías, se publicó en 1940 una colección de traducciónes de sus poemas, con una nota del compilador, cl pocta Bernardo Ortiz de Montellano. Apareció después en forma de libro, cl primero de Eliot en lengua española. Y, claro, habías leido a Apollinaire. O.P.: Si, pero solo pude usarlos cuando encontré en sus obras algunas respuestas a mi predicamento, es decir, a la necesidad de expresar en poemas mis experiencias vitales. Lo mismo digo del arte moderno: fue una repuesta, indirecta, a mis preguntas. Poesía, arte, vida: todo se comunica. Somos una red de seoales. M.U.: No eras un principiantc. Antes habias escrito los textos en prosa rccogidos por Santi en Primeras letras y varios libros y plaquettes de pocsia, la mayoria rcunidos en A la orilla del mundo (1942). O.P.: Estaba insatisfccho con todo lo quc habia escrito. Sali de México... y comencé de nuevo. Pero no solo ignoraba como podia dccir lo que Ilevaba adentro, sino que tampoco sabia enteramente que era lo que qucria decir. Nuestras experiencias —una palabra quizá inexacta para designar lo vivido, lo sentido, lo pensado, lo recordado y, tambin, lo olvidado y lo deseado— no tienen existencia real hasta que no somos capaces de decirlas. M.U.: Y lo que tenías que decir se lo dijiste, primero que a nadie, a ti mismo. O.P.: Exactamente. Los poetas dicen la verdad cuando dicen que, al comenzar a escribir un poema, no saben lo que van a decir. Escribimos para decir lo no dicho —y para saberlo. M.U.: Así que, hacia 1944... O.P.: Comencé a decir lo que yo quería decir y que hasta entonces no sabia cómo decir. Hemos hablado de la conjunción de tiompos y espacios. Sin darme cuenta clara de lo que me proponía, escribí varios poemas on los que, a travds de la yuxtaposición de imágenes y bloques verbales, intenté expresar la confluencia de dislintas corrientes temporales y do espacios. Aclaro, dije: "sin darme cuenta del todo" no a cicgas. El pocta no escribe con los ojos cerrados, sino entreabicrtos, en una penumbra. Entre los poemas de ese primer periodo, el más complejo y, quizá, el mjor hecho es "Virgen". Lo publiqué en Sur, en 1944, con otro titulo: "Sueñ de Eva". M.U.: ¿Por qué cambiaste el titulo? O.P.: Porque no es Eva, la madre universal, sino una figura on cierto modo antagónica: la siempre virgen aunque no casta Diana. Su virginidad no os fisica, sino psiquica. Una figura muy moderna. Tampocoes un sucfo: es un calidoscopio do mitos y sucios. Un calidoscopio que muestra y combina distintas figuras femoninas (mejor dicho: las transformaciones del personaje nico) en distintos episodios que suceden en tiempos y lugarcs distintos. Pero no es incoherento: el calidoscopio cuenta un cuento, una caida, un sacrificio y una reconciliación. M.U.: ¿Escribiste otros poemas de esa índole durante ese periodo? O.P.: Algunos, mis breves, estin inspirados por la misma estética simultaneísta. Por ejemplo, "Conversación on un bar". Un poco despuds, ya en Europa, escribi dos poemas mis extensos que continian esa vena. El primcro fuc "Ilimno entre ruinas". Pluralidad de espacios: ruinas de Italia, ruinas de México, ruinas futuras de Nucva York, Londres, Mosci, ruinas interiores de la conciencia solitaria. El punto de unión cs el viejo sol, fuentede vida, que disuclve a conciencia -espcjo de Narciso, santo patrón de los intelectuales modernos, para que brote otra vez cl 118
Manantial de fibulas: la pocsia. En "Mascaras del alba", otro poema de La estacidn violenta, no hay pluralidad de civilizaciónos ni de espacios, sino de personas y situacioncs. Unidad de espacio y de tiempo: Vcnccia en cl alba. Una Venecia fantasmal, como todas las criaturas del amanecer, ese momento que los antiguos veian con horror: Asaldra cl sol, el mundo continuard? Yuxtaposicion de escenas y de personas. Lo vivido y lo novelado. El poema esti dedicado a Jose Bianco. Fuc un amigo querido. Novelista y moralista, encontro en esos versos ecos y sombras dc sus obsesiones: la ambigiicdad de los actos y las pasiones humanas, la vencnosa y fascinante vcgetación del desco, la inocencia del mal ... crco que debcmos pasar a otro tema. M.U: Al contrario, dcbcmos seguir. Los poemas de Libertad bajo palabra (1935-1957) recogen la labor de muchos anos. O.P: Sc ha ces crito mucho sobre cse libro. Ahora mismo csti a punto do aparcccr una cdición critica, en Cdtedra, al cuidado de Enrico Mario Santi, precedida por una cxcclcnte introducción. Por su parte, Anthony Stanton publicard en cl proximo Vuelta (diciembrc) la extensa conversación que sostuvo conmigo a proposito del mismo libro. Ademas, te conficso quc siento una ligcra malaise y cicrto rubor cuando me oigo hablar dc mis poemas. M.U: Volvercmos mis adclante sobre esto. Tu interés por las artes plisticas to ha llevado a cscribir muchos ensayos y poemas en torno a estos temas. Incluso has publicado un libro accrca de Marcel Duchamp y otro sobre la arties de México: Los privilegios de la vista. Precioso titulo. O.P: iGracias! No es mfo: es un verso de Góngora. Ya aludi al origen de mi afición por las artes de México. No puedo juzgar la validcz de mis cnsayos sobre cl arte antiguo. Advierto en cllos, sin embargo, una pequcia virtud: aunquc en cada caso procure reunir una informacion cientifica adecuada (histórica, arqucologica y antropologica), mi punto de vista no es el del historiador, sino cl de un poeta moderno ante el arte de otra civilización. Porque no hay que olvidar quc, por mis nuestro que nos parezca el arte de Teotihuacan, Palenque y Monte Albdn, se trata de creaciones de culturas muy distintas a la nuestra. Podemos comprenderlas, hasta cicrto punto, por un acto de conquista amorosa. Uno de los caminos para penetrar un poco en esas obras es la experiencia del arte moderno. Naturalmente es indispensable el conocimiento histórico y, sobre todo, el auxilio de la iconologia: ¿qué representan esas obras? Pero no bastan la identificación del personaje y la descripción de sus atributos y símbolos: hace falta la intuición estetica. Crco que, en este sentido, mis observacioncs tienen alguna originalidad. Quizá, en ciertos casos, di en cl blanco. Lo mismo puedo decir de mis ensayos y articulos sobre dos artistas del siglo XIX, Hermenegildo Bustos y Jose Maria Velasco. M.U: Esos ensayos no provocaron ni irritación ni escándalo... O.P: Mas bien un silencio no sé si cortés o indiferente. No hay que traspasar el coto de los especialistas. M.U.: En cambio tus textos sobre los muralistas y Rufino Tamayo... O.P.: Causaron una suerte de erisipela en algunas gentes. Fiebre ideológica y ronchas en la piel. En Relvisiones: Orozco, Rivera y Siqueiros, utilicé como forma literaria la de la entrevista: el dialogo. Sólo que fue un dialogo enteramente imaginario. Es un genero que me agrada: por su flexibiliad y por sus cambios y transposiciones, cl dialogo es hermano del ensayo. M.U.: ¿Cómo explicas la reacción adversa de la crítica y el general silencio de reprobación? O.P.: Muchos se sorprendicron y otros se ofendieron porque me atrevi a rcdescubrir una falsificacion histórica. Digo redescubrir, pucs ya antes, en su tiempo la habian denunciado Jean Chariot y el mismo Clemente Orozco. Me refiero al caracter de la pintura mural en su primer periodo. Fue un arte inspirado en las tradiciónes populares, las festividades y la gesta de la Revolucion mexicana; al mismo tiempo, fue un arte profunda y acentuadamente religioso. Hacia 1924, con cl nuevo gobierno del Presidente Calles, que era un enemigo de la Iglesia y de la religión catolica, comenzo la etapa ideologica de nuestra pintura. En ese aiio se establccieron relaciones diplomiticas con la URSS e ingresaron al Partido comunista Diego Rivera y David Alfaro Siquciros. Mi ensayo molesto porque la alianza entre la critica idcologica "marxista" y la propaganda oficial nacionalista y populista habia logrado ocultar cl caractcr del primer periodo del muralismo y su tonalidad religiosa. En otra parte de mi 119
ensayo, describo la contradiccion de Rivera y Siquciros: fue un arte ideológico revolucionario que decoro los muros oficiales de un Estado que no era revolucionario (al menos en el sentido marxista que esos pintores daban a esta palabra). La excepcion fue Orozco, el ms libre y profundo entre ellos. Unos censuraron mi critica como si fuese una irreverencia, una blasfemia; otros la condenaron como una herejia reaccionaria. Sin embargo, mi critica tuvo y tiene una finalidad doble: es un juicio estético y una descripción moral. Lo segundo irritó mis que lo primero, porque la contradiccion histórica y moral de Rivera y Siquciros refleja la situacion real de buena parte de la clase intelectual mexicana en el periodo moderno: radical, "progresista" y subvencionada por el gobicrno. Convengo en que el caso de los dos pintores, sobre todo cl de Diego Rivera, puede verse como una proyección exagerada y caricaturesca (pero no falsa) de esa realidad. En cuanto a la estetica: jamas he negado los grandes podercs de los tres artistas: el genio extenso, casi nunca intenso, de Rivera; la enorme originalidad de ciertas obras de Siqueiros, gran inventor de formas; la misión negra y luminosa de Orozco, verdadero visionario, en el sentido religioso del termino -no el mejor, sino el mis grande de nuestros pintores. Hablo de grandeza espíritual. Y hay otra dimension de la pintura de los muralistas que siempre he subrayado: su universalidad. Primero, sus dcudas con la pintura curopca moderna y segundo, su influencia sobre la pintura latinoamericana y, muy especialmente, sobre la nortcamericana. Fui el primero, en México, en scriialar la influencia de Siquciros on Pollock y, en general, de los tres pintores sobre varios artistas que, un poco después, se convertirian en los macstros del expresionismo abstracto norteamericano. M.U.: Pero tou oposición fue también estética. O.P.: Sdlo en un sentido episódico: cl movimiento habia dcjado de scr creador y se habia convertido on un dogma estético c ideológico. Dos extremos, dos imposturas: cl nacionalismo y la ideologia. Adcmbs, la desmesura retórica, la visión sumaria de la historia, las invcnciones convertidas on recetas, los lugarcs comuncs, cl patetismo. De ahi mi entusiasmo ante la obra de Tamayo. Aunque no fue el inico que rompid con la estetica de los muralistas -hubo otros: Merida, Castcllanos, Maria Izquierdo y la misma Frida Kahlo- ninguno lo hizo con su radicalismo y su audacia, su coherencia y su macstria. M.U.: Frida siguió siempre a Diego. O.P.: Fue fiel, no al hombre sino a la figura publica. Incluso, en el terreno político y moral, fue su cómplice. Terminó como una beata, con la imagen de Stalin en su cabecera. Su santificación, sobre todo entre cicrtos medios de los Estados Unidos, cs un ejcmplo mis de la frivolidad contemporanca y de los poderes de la industria cultural. Pero Frida fue tambidn una artista extraordinaria que ha dejado una obra escasa e intensa. Como artista no siguió a su marido. M.U.: ¿YTamayo? O.P.: Mi primer ensayo sobre Tamayo es de 1950. Después escribi otros y un poema on prosa. Mi juicio puede condensarse en la última frase de mi último ensayo, escrito hace veinte años, en Delhi. Te la leeré: "Si se pudiese decir con una sola palabra qué es aquello que distingue a Tamayo de los otros pintores de nuestro tiempo, yo diria sin vacilar: sol. Esti en todos su cuadros, visible o invisible; la noche misma no cs para Tamayo sino sol carbonizado". M.U.: En México, hoy todos lo reconocen. O.P.: Pero lo negaron y combatieron durante afios y afios. Ahora los mismos que lo atacaron (y me alacaron) escriben monografias sobre su obra. No es malo cambiar de opinion y rectificar, sólo que, si uno es honrado, hay que decirlo. ¿Por qué no confiesan que antes fueron injustos? Su silencio es un ejemplo mis de la moral de este siglo fanitico y camaleónico. M.U.: Aparte de esos combates por la libertad del arte, ti has defendido y animado a los jóvenes, lo mismo a los poetas y novelistas que a los pintores. O.P.: Muchos ya no son tan jóvencs. 120
M.U.: LComo se concilia tu proyccto de recupcración critica del pasado de México con tu apertura ante el arte universal moderno? O.P.: Tú lo has dicho: no hay oposicion sino conciliación. To aclaro, sin embargo, que nada de lo que he hecho obedece a un proyecto intelectual. Todo ha sido una respucsta a las circunstancias. Desde su nacimiento, la pocsfa moderna ha entablado un dialogo con las otras artes, sobre todo con la musica y la pintura. Esta tradición ha sido central en la poesfa francesa: Baudelaire, Mallarmd, Apollinaire, Reverdy, Breton. Todos ellos fueron notables criticos de arte. Yo he hecho mia esta tradición, como en su momento la hicicron suya dos poetas mcxicanos: Jose Juan Tablada y Xavier Villaurrutia. Nada mis natural quo me haya atraido el arte de otras tierras, y , claro, cl de mi tiempo. He escrito ensayos y poemas sobre algunos artistas que admiro ... M.U.: Duchamp, Miro, Matta, Balthus, Tapies, Motherwell, Chillida y tantos otros. O.P: Aunque la amistad ha intervenido, lo esencial ha sido la fascinación. En algunos casos, sus obras se me han presentado como enigmas que debia descifrar; en otros, como espejos; no para reflejarme sino para transformarme. Todo lo que he escrito -poema, ensayo, nota- ha sido una respuesta a un llamado. De una mancra o de otra, secreta o expresamente, mi relación ha sido cmocional, magnetica. He obedecido a lo quo Fourier llamaba "las leyes de la atracción pasional". En cl caso de Duchamp la fascinación fue doble, afectiva c intelectual: su obra es un problema y un mistcrio. Su tema es la fisica y la metafisica del amor. "Fisica recreativa", como él dice; metafisica traspasada por la ironía. El amor es sed de presencia, sed de realidad. Pero la realidad, la presencia, esti sometida a las Icycs grotescas de la distension de los tiempos y los espacios. Abrazamos siempre una apariencia. En mis dos cnsayos intente mostrar que, una vez resuelto cl problema, reaparcc el misterio: una muchacha proxima e intocable. Voyant: voyeur. M.U.: En El mono gramático, que es un texto entre cl relato y el poema en prosa ... O.P: ...un texto que se teje y se desteje y al destejerse so vuelve a tejer, un texto hecho de aire... M.U: ... en El mono gramático hay unas paginas consagradas al pintor Richard Dadd. Incluso se reproduce un pequcino cuadro suyo pintado en un manicomio. O.P: Me parccio que la reproduccion del cuadro substitufa con ventaja las lagunas de mi sumaria dcscripcion. M.U: El nombre y la obra de Dadd cran absolutamente desconocidos para mi. Supongo que a la inmensa mayoria de los lectores le pasa lo mismo. O.P.: Dadd penetró en mi libro por la brecha de la distracción. Escribia y, en una pausa, a travis de la ventana de mi estudio, reparó en un pcqucfiio prado contiguo. Era un atardeccr, al comcnzar el otoflo, en Cambridge. El prado comenzó a animarse, una florecita se convirtió en una bailarina, un pedazo de papel en un vclcro, una piedrecilla en el castillo de Ficrabris, un manojo de hierbas en una batalla campal entre centauros y amazonas. Poco a poco reconoci en aquellos seres diminutos -gnomos, hadas, clfos, elfines- a los personajes que pululan en un cuadro visto, en la Tate Gallery, unas semanas antes. Aquel cuadro -Thefairyfeller's rasterstroke, pintado a mediados del siglo pasado- me habia intrigado y dcsvclado. Precisamente el mismo dia de nuestra visita a la Tate, Maric Jose y yo cenamos con l pintor Richard Hamilton y su mujer, en su casa. Los otros invitados eran Sonia Orwell y Francis Bacon. Naturalmente, les hice varias preguntas sobre Dadd. Ninguno de ellos sabia nada, salvo Bacon, que no sólo es un artista notable sino hombre de cultura y de viva intcligencia. Ahora Dadd es muy conocido: hace pocos aflos se presentó en la Tate una gran exposición retrospectiva y se han publicado tres o cuatro monograffas sobre su obra y su caso. Pero en 1970 unos cuantos lo conocian. M.U.: ,Crees que hay identidad o, al menos, afinidad, entre arte y locura? O.P.: Son dos dominios independientes pero fronterizos. Esto lo vicron muy bien los antiguos. Ni los poetas ni los artistas estiAn locos, pero se neccsita cicrta "locura" para escribir poemas, pintar cuadros o componer sonatas. Y hay algo indudable: gracias al arte, podemos vencer a la locura. Por esto, me interesó poderosamente cl caso de Martín Ramírez, que fue peón de los ferrocarriles en el sur de los Estados Unidos, enloqueció, lo internaron en un manicomio de California y alli pasó más de la mitad de su vida, hasta su muerte, sin pronunciar una sola palabra. 121
Autismo completo. Sin embargo, Ramírez venció a la enfermedad: comenzó a pintar y nos ha dejado una obra de rara e intensa poesía. M.U.: Vi el número de Vuelta ilustrado con reproducciones de sus pinturas. O.P.: La creación artistica y literaria -en general, la creatividad humanaes un gran misterio. Freud confiesa que es una verdadera terra incognita. A mí me ha fascinado, desde hace mucho, la relación entre cl temperamento melancólico y la pocsia. En un famoso ensayo de Aristóteles -o atribuido a él- aparece por primera vez la pregunta: jpor que los hombres excepcionales en la filosofía, el arte de gobernar, la ciencia, la poesía y las artes son melancólicos? La pregunta tiene mis de dos mil aios y todavia no la podemos contestar. M.U.: En tu Sor Juana Inés de la Cruz, te ocupas largamente de esto y dices que ella fuc un temperamento acentuadamente melancólico. O.P.: Tambidn en mi libro sobre Villaurrutia y en mi ensayo sobre Heráclito y algunos sonetos de Qucvedo y Lope, recogido en Sombras de obras. Cuando Quevedo se llama a sf mismo "Heraclito cristiano", no esta pensando en el cambio y la dialéctica, es decir, en un Heraclito precursor de Hegel y de Marx, como cree algiin critico reciente, sino en el Heráclito melancólico mencionado por Aristoteles y por toda la tradición... Sin darnos cuenta, por el camino de la pintura hemos llegado a la melancolía y al planeta de Saturno. M.U.: Uno de los placeres de la conversacion es el ir y venir de un asunto a otro. O.P.: Entre mis autores favoritos esta Nerval. El poeta y cl prosista. Vuelvo continuamente a sus poemas — traduje cuatro de los sonetos de Chiméres— y me pierdo y me encuentro en las páginas encantadas y encantadoras de Sylvie, que es un relato, como él dice, "tour a tour bleu et rose comme l'astre trompeur d'AldCraban". Años después de mi traducción de los cuatro sonetos de Chimeres, descubrí a un grabador que me hizo pensar de nuevo en Nerval. Me refiero a Rodolphe Bresdin, poco recordado ahora, que fue amigo de Baudelaire y maestro de Odilon Redon. Hacia 1959 yo vivía en Paris, en un apartamento que me había dejado Dominique, la viuda de Paul Eluard, entonces en México. En un rincón del minúsculo apartamento, semiescondido entre unas cortinas, estaba un grabado de Bresdin. Al principio no repar en él; cuando lo descubrí -vegetación espesa de manchas negras atravesadas por rafagas luminosas- mi impresión fue tan honda como la que experimentaria, ainos mas tarde, ante el cuadro de Dadd. Pero se trata de artistas muy distintos. El arte de Bresdin, como cl de Nerval, es un arte de penumbra. M.U.: Demos un salto: ¿por qué no has escrito sobre la música y los músicos? O.P.: No me he sentido competente. En algún escrito he dado las razones. Pueden reducirse a una: a pesar de que la musica es un arte temporal, como la pocsia, su código es totalmente distinto y mucho más riguroso que los de la pintura y la poesía. Lo mismo me ocurre con la arquitectura, que ha sido otra de mis grandes aficiones, solo que en este caso no se trata unicamente de códigos, sino de una scric de conocimientos que no tengo. No obstante, como en el caso de la música, en mis escritos hay continuas alusiones a la arquitectura. La arquitectura es tiempo petrificado, musica hecha piedra. M.U.: ¿Qué musica to interesaba cuando empezaste a escribir? O.P.: Cuando era niño, of cantar en mi casa viejas canciones mexicanas y españolas. Desde entonces amo la musica popular. Después descubri la música tradiciónal de otros países y culturas. En mi adolescencia y en mi juventud fui devoto del jazz, una afición que todavia conservo. M.U.: ¿Y la música culta? ' "Repaso en forma de preámbulo" (1986), prólogo a Los privilegios de la vista (1987). O.P.: Era estudiante en la época en que Carlos Chávez fundó la orquesta Sinfónica Nacional y renovó, con su acción y su obra, la cultura musical mexicana. Mis amigos y yo no faltábamos a los conciertos. La galería costaba veinticinco centavos. Desde arriba, veíamos al pdblico de la luneta y de los palcos: gente conocida. No escaseaban los escritores y los artistas: Carlos Pellicer, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Julio Castellanos, Rufino y Olga Tamayo. Alguna vez, Diego Rivera con Frida Kahlo. Los directores eran Chávez y Revueltas, 122
aunque también invitaban a extranjcros, como Ernest Ansermet. En esos conciertos of por primera vez a los clisicos y a los modernos. Entre estos últimos sobre todo a Stravinsky, que era la gran estrella de ese momento. Fue famosa la noche en que Carlos Pellicer, vestido de negro y con un mofio rojo por corbata, recitó con su voz profunda de cantaro la fábula de Pedro y el lobo de Prokofief. Lo aplaudimos a rabiar. Años después, en Nueva York, conocí a Edgar Varese. En su pequeño apartamento lo of tocar, en aparatos rudimentarios, sus composiciones de música electrónica y concreta. Habia sido amigo de Tablada, que escribi6 en frances un poema para una de sus cantatas. Su mujer habia traducido al ingls a Saint-John Perse y a Michaux. Mas tarde, en las soirees del Domaine Musical de Paris que dirigía Boulez, me familiaricé con la misica dodccaf6nica y con la contemporanea. En esos conciertos y en las reuniones que los segufan encontraba a John Ashbery, que escribia la critica de arte para The HeraldTribune. Uno de mis favoritos era Antón Webern. Aún lo es. Dejé París por segunda vez en 1962 y viví en la India seis años. Uno de mis amigos indios, el musicólogo Narayan Menon, me inició en la música de su pals. La seducción fue instantánea. Algunos ragas me hacen pensar, mis bien: me hacen ofr, en otra dimensión, a Bach. También, a veces, al mejor jazz. Además, la música vocal de la India, es un arte difícil y refinado, como el de Gesualdo y los madrigalistas italianos del Renacimiento o, en el otro extremo, el "cante jondo". La voz humana edifica con aire construcciones de aire. Torres de sonidos, torres de reflejos. M.U.: En Ladera este hay un poema, "Concierto en un jardin", inspirado en la música de la India, en el que dices: "el rio de la mdsica entra en mi sangre". O.P.: Recuerdo ese concierto. Fuc la primera vez que oí a Ravi Shankar. En otro poema, al oír la flauta de T. Visvanathan, asocié esa música con el monzór que renueva el mundo natural y lo hace reverdecer: "Bajo la lluvia de los tambores/ el tallo negro de la flauta ..." M.U.: En ese mismo libro hay un poema dedicado a Webern. Al final dices: "Todo es ninguna parte/lugar de las nupcias impalpables". ¿Por qué? O.P.: No sé. Tal vez porque la música disuelve al espacio en el ticmpo y el tempo es impalpable. M.U.: En otro poema, también de Ladera este, hay una imagen curiosa: el disco es "el lecho de la bella durmiente, la mdisica". O.P.: Y cuando la aguja la toca, la bella despierta y canta... La miisica baia a la India entera, lo mismo a la vida diaria que a la religiosa. En un poema en ci que evoco una visita a Vrindabam, una ciudad consagrada al dios Krishna, aludo a la miisica ofda en un templo. Te leeré ese fragmento: Música de metales y maderas en la celda del dios matriz del templo Misica como el agua y el viento en sus abrazos y sobre los sonidos enlazados la voz humana luna en celo por el mediodia estecla dcl alma qu se desencarna. M.U.: ¿Crees en la reencarnación? O.P.: Creo en la mdsica. M.U.: Entre los poemas de Ladera este con tema musical hay uno dedicado a John Cage. ¿Te parece un gran músico? O.P.: Si le hicieses a él la pregunta, te contestaría con otra: ¿qué es música? M.U.: Pero yo to pregunto a ti. O.P.: Y yo no sé que decirte. 123
M.U.: Te contesto, y me contesto, con algunos versos de tu poema a Cage: "El silencio es la idea fija de la muisica/ La música no es una idea/ es movimiento/ sonidos caminando sobre el silencio ..." O.P.: iTouch! Sí, el silencio es (a veces) misica, pero la muisica no cs silencio: tiende al silencio. No sé ni me importa saber si John Cage es un gran musico. S6 que es un poeta, un sabio y un clown, como aquellos viejos maestros taoostas y budistas de China y Jap6n. Un inventor de chascarrillos sublimes, un equilibrista que danza sobre la cuerda floja del nonsense. M.U.: Puesto que hojeamos Ladera este, quizá podrias decirme algo de "Blanco". Ahi la inspiraci6n musical es clara. O.P.: Es un pecado explicar un poema. M.U.: Ti has pecado varias veces. O.P.: Es verdad. Pero no voy a explicarte mi poema. Simple y brevemente, voy a describirte su forma. No su forma real -estrofas, metros y otras cosas- sino su forma ideal, como construccidn mental en un espacio tambidn mental. Todos los poemas, por estar hechos de palabras, son temporales; "Blanco" fue concebido como un poema espacial. Su forma cs un cuadrado dividido en cuatro partes, que corrcspondcn a las cuatro direcciones cardinales, los cuatro elementos, las cuatro funcioncs (sensaci6n, pcrcepci6n, imaginación, entendimiento) y sus colores y atributos. Tiene la forma de un mandala. En el budismo tintrico y en el hinduismo, el mandala es la representación simbólica de un espacio sagrado, un palaciosantuarlo que, a su vez, es un símbolo del universo y, simultlincamente del cuerpo humano (o sea del macrocosmos y del microcosmos)". Como el mandala, "Blanco" tiene una "entrada" y una "salida". La entrada es el silcncio antes de la palabra; la salida, cl silencio despucs de Ia palabra, una vez convertida en musica. Esta peregrinacion del lenguajo que es cl poeta que es cl lector, se rcaliza en cl cucrpo del poema que cs cl cuerpo de la mujer que es cuerpo del cosmos. El abrazo de los cucrpos cs como la c6pula de las dos silabas en las que so compendia la oposición universal: Sí y No. La copula produce musica y la musica so resuclve en silencio. Los dos cuerpos son las dos silabas que Son Mirala fluir
esta noche
esta musica
entre tus pechos caer sobre tu vientre blanca y negra primavera nocturna jazmín y ala de cuervo tamborino y sitar No y Sí juntos dos sílabas enamoradas M.U.: ¿Sitar es...? O.P.: Un instrumento musical. El tamborino so llama en realidad tabla y es un tambor pequcino que sirve de acompaniamiento. La musica india ticne cicrtas semejanzas, lejanas pero reales, con la fuga y cl contrapunto de Occidentl. En "Blanco" intcntd, no s6 si lo haya logrado, ciertas correspondencias verbales con esas formas. M.U.: El ultimo poema de tu último libro es una cantata. O.P.: ¿Te refieres a "Carta de creencia", el poema final de Árbol adentro?
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M.U.: Si. La filiación musical de esa composicidn es aún mas clara y explicita que la de "Blanco". Ambos son poemas bajo el doble signo de Eros y la música. ¿Te parece que hay relación entre ellos? O.P.: Sin duda. Y no sólo por su tema -el amor y sus correspondencias musicales- sino porque son obras del mismo autor. Sin embargo, hay diferencias. La primera: responden a distintos momentos de mi vida. Otra diferencia: en "Blanco" la música de la India está presente, al final, más como una sugerencia que como un modelo explícito (el modelo fue visual: el mandala); "Carta de creencia" sigue una forma de la música de Occidente: la cantata. "Blanco" es un poema espacial (hasta donde puede serlo una construcción de palabras) mientras que "Carta de creencia" es temporal y sucesivo. M.U.: "Piedra de sol" es también un poema temporal, su tema es el tiempo: ¿Tiene relación con "Carta de creencia"? O.P.: Es difícil contestarte. "Piedra de sol" puede verse como una corriente temporal que vuelve sobre sí misma. Es un circulo y su centro es cl instante: un ahora clusivo y, no obstante, porpetuo. En "Piedra de sol" la vida humana es un proceso hccho de aios y dias on torno a un punto, un instante en cl que arden y so apagan, aparceen y desaparecen y reaparecen todos los tiempos, todos los instantes. En "Blanco" no hay proceso, las cosas no estin una detris de otra sino frento a frente; ese contrapunto es un momento, un instante detenido en ci que so resueolven las oposiciones en un abrazo que es mdsica que es silencio. "Carta de creencia" es una cantata y transcurre: si regresa es para recoger algin motivo e incorporarlo on la procesi6n. A diferencia de la sonata, composici6n de musica instrumental, la cantata es una pieza cantada; a diferencia del madrigal, la cantata es extensa. Me he detenido sobre esto porque las diferencias de forma son diferencias de substancia y do naturaleza. M.U.: ¿Quieres ser más explícito? O.P.: Quiero, pero ¿puedo? Lo intentaré. "Carta de creencia" tiene tres partes. En la primera, una voz -la del hombre que escribe- habla consigo mismo y con las imágenes que evoca su escritura: la persona querida: Monodia. En la segunda parte, brotan otras voces: polifonía. Voces ajenas de macstros y poctas del pasado Plat6n, Dante, Cavalcanti, Lope de Vega- y do otros. Voces conocidas y desconocidas. Las voces recogen el tema de la primera parte: el amor, palabra equívoca, como todas las palabras. Las voces se suceden, combaten, giran y se entrelazan con la primera voz. Crisis. Variaciones sobre el dos (la pareja) y remate. Tercera parte: monodia. La primera voz recoge el motivo del dos: la pareja en el tiempo sucesivo y fronte a la muerte. No el instante fuera del tiempo ni contra el tiempo, como en poemas anteriores, sino la sucesión de los días. No hay Edén: fuimos expulsados del jardín, amar es caminar por este mundo y en el estrado de los años diezmados. Coda: amar es aprender a caminar juntos y, también, aprender a quedarse quietos, enraizados, vueltos árboles, como Filemón y Baucis. Amar no es mirarse hasta petrificarse, como Ferdinand y Miranda, sino mirar juntos hacia allá: asumir el mundo, el tiempo, la muerte. M.U.: Demos otro salto. Hemos hablado de tu afición a la pintura y la música, pero no de la otra cara de la medalla. O.P.: Algunos pintores y misicos se han interesado en mis poemas y otros en mis opiniones, como Cage y Matta. Con Juan Soriano he conversado durante años acerca de estos temas, con Alberto Gironella comparto ciertos gustos y obsesioncs. M.U.: Varios pintores han ilustrado obras tuyas: Motherwell, Tapis, Nissen y otros ... Creo que algunos músicos han compucsto piczas con poemas tuyos. O.P.: Sí, en Francia y Alemania. Pero lo que más me ha alentado, en los últimos años, es la colaboración con tres compositores mexicanos de gran talento: Manuel Enríquez, Mario Lavista y Daniel Catán. En México existe hoy un movimiento musical rico y diverso. Es un buen signo, entre tantos malos. M.U.: ¿Fue deliberada la elección de la cantata como forma de tu poema? 125
O.P.: No, el poema se fue haciendo y, al hacerse, encontró su forma. A veces, escogemos una forma; otras, la forma nos escoge. En este caso, la forma creció espontincamente, a medida que escribia. M.U.: Árbol adentro fue escrito en un poco más de diez años, ¿verdad? O.P.: Lo terminé a fines de 1986. Casi al final encontré el titulo. M.U.: El tema del árbol... O.P.: Es el tema del amor en el tiempo. "Carta de creencia" es el poema final de la última sección, Árbol adentro, que da su titulo al libro. M.U.: Pero hay otros temas. O.P.: Si, el libro está compuesto por cinco grupos de poemas, en formas diferentes y de distintas extensiones. Los grupos forman un cuadrado con un centro. El primero y el quinto se corresponden: el yo frente a sí mismo y frente a la persona amada (el tú); también el segundo y el cuarto: el yo ante los otros y entre ellos (el nosotros y el ellos); en el centro, el tercero: la muerte y su sombra. O su luz: como quieras. M.U.: La segunda sección "La mano abierta", está dedicada a la amistad y a la ciudad. O.P.: La amistad es la otra gran experiencia humana, no menos esencial que la del amor. Hay pocos poemas a la amistad en nuestra tradición; en la china es lo contrario. M.U: En otros poemas de esa seccion vuelves al tema de la ciudad, presente en to obra dcsde que comenzaste a escribir. O.P: Cada uno de los poemas de La estacion violenta, salvo "El cántaro roto", fucron escritos en una ciudad distinta y como respuesta a ella; en Salamandra hay varios poemas "simultaneístas", para llamarlos asi, que son poemas en y de la c iudad, como "Entrada en materia" y "El tiempo mismo"; en Vuelta los tres poemas que tienen por título general "Ciudad de México" y "Nocturno de San Ildefonso". M.U: En tu uiltimo libro contrasta esta segunda seccion -no s6lo por el tema de la ciudad, sino por las formas y la extension de esas composiciones- con la primera, hecha de poemas breves. O.P: Poemas publicos extensos y poemas privados cortos. La plaza y el apartamento. Los poemas breves de Árbol adentro son instantáneas de objetos, pequeños cuadros, apuntes do sensaciones y estados de ánimo. M.U: Esos momentos de cristalizacion del tiempo, en los que las cosas "reposan a la sombra de sus nombres". Por ejemplo, la instantánea de una naranja: Pequeño sol quieto sobre la mesa, fijo mediodía. Algo le falta: noche. O.P: La cuarta sección tiene una relación especial con la segunda: la amistad y la pintura. Casi todos los poemas de ese grupo fueron escritos para los catilogos de exposiciones de Miró, Matta, Ballthus, Rauschenberg y otros. También hay poemas a artistas dcsaparecidos, como el soneto a Marchel Duchamp. Me pareció divertido dedicarle un soneto: él habria apreciado el guiño. M.U: En el poema al cuadro de Monet, en el Metropolitano, "Cuatro chopos", la línea final dice: "Esto que veo somos: espejeos". Una definición budista del impresionismo! O.P: Gocé también escribiendo la "Fábula de Joan Miró". Es un retrato no del pintor sino de su pintura... Pero ya hemos hablado demasiado de mis relaciones con las artes plásticas. Doblemos la hoja. M.U: Olvidamos la escultura de la India, presente en varios poemas de Ladera cste. 126
O.P: Esto es una conversación, no un catálogo. M.U: Sigamos... El titulo de la sección central "Un sol más vivo", viene de un soneto dcl poeta barroco Sandoval y Zapata: "desde el ocaso del sol más vivo...". O.P.: Es verdad: el sol parece brillar más en el crepúsculo. También la vida: para mí, ahora que se aleja, es más viva. M.U.: Lo dices en la parte final de "Ejercicio preparatorio", otro de tus poemas extensos. No pides la iluminación, sino abrir los ojos, "mirar, tocar al mundo/ con mirada de sol que se retira". O.P: Esa parte tiene un epígrafe de Horacio, un poeta epicúreo y también estoico. Es un poeta que he leído y releído en los ultimos años. Comprendo más y más la admiracion que le profesaron los antiguos. M.U: "Ejercicio preparatorio" también está dividido en tres partes. O.P: Es muy distinto a "Carta de creencia". M.U.: El subtítulo nos informa que es un díptico con una tablilla votiva. ¿Quieres ser más explicito? O.P.: Un díptico es un cuadro con dos tableros que se cierran y abren como las cubiertas de un libro y del que se cuelga, a veces, una tablilla votiva. Entre paréntesis: en una de las odas mas hermosas de Horacio aparece, tambien, al final una tablilla votiva: agradece haberse salvado en un naufragio de amor...". El primer tablero es una meditación sobre la presencia de la muerte en nuestras vidas y cómo nos cuesta trabajo aprender a morir. Antes, las religiones y las filosofías nos enseñaban a labrar nuestra cara de muertos. M.U.: La "muerte propia" de que habla Rilke. O.P.: Sí, me impresionó mucho en mi juventud. Es la idea de Montaigne y, entre nosotros, de Villaurrutia. Pero en este fin de siglo, ha ocurrido algo terrible: nos arrebatan nuestra muerte, la de cada uno. Los terroristas, por un lado... M.U.: El hombre con una sola idea en la cabeza y una bomba entre las manos, "el dogmático sin nombre y sin cara". O.P.: ... y por el otro lado, el escamoteo de la muerte por la sonriente y estipida publicidad: comprar, consumir, gastar. Un mundo lleno de cadáveres y mercancías inútiles.... El segundo tablero, "Rememoración", acude a mis escrituras para que ayuden a labrar mi cara de muerto. M.U.: ¿Las de la religión? O.P.: Y las literarias: la lectura, en mi juventud, en mi casa de Mixcoac, en una edicion ilustrada de Don Quijote de la Mancha. Rememoro en mi poema las últimas páginas -tristes y sabias, cristianas y estoicas- que relatan el regreso del hidalgo a su hogar y como, ya resignado, se prepara a morir. Movido por un impulso que no pude ni quise controlar, ese pasaje se convirtió en una extensa evocacion del Valle de México, tal como lo conocí y lo viví cuando leía el libro de Cervantes, antes de la destrucción y la contaminación de ahora. No puedo juzgar esos versos ni saber cuál es su valor literario y poético -si alguno tienen-. Puedo decirte, en cambio, que los escribí con amor. El Valle de México tiene (tuvo) una belleza física y espíritual. Era inmenso y armónico, templado y tempestuoso. Es extraño, pero no atrajo a nuestros poetas, aunque algunos de ellos fueron excelentes paísajistas, como Diaz Mirón, Othón y Urbina. Apenas si recuerdo un precioso poema de Pellicer sobre nuestro valle. Los temas favoritos de este gran paisajista fueron el trópico y el mar. M.U.: Hay el texto memorable de Reyes: Vision de Anáhuac. O.P.: No es un poema: es un ensayo, una prodigiosa evocación histórica. No, mi gran maestro no fue un poeta, sino un pintor, Velasco. Me enseñó a ver. Pienso en él con humildad y gratitud. M.U: ¿Rescatarías algunos versos de "Rememoración"? ¿Cuáles? 127
O.P: De nuevo, me pones en un aprieto. Y me obligas a citarme, algo imperdonable.... En fin, tal vez estas líneas, que pretenden reflejar la nitidez de ciertos días: Eternidades de un instante, eternidades suficientes, vastas pausas sin ticempo: cada hora es palpable, las formas piensan, la quietud es danza. M.U.: La parte final, "Deprecación", es muy breve. O.P.: Es una tablilla votiva, una súplica: vuclvo a Don Quijote y a su muerte ejemplar. No en el campo de batalla, sino en su cama. M.U.: A "Ejercicio preparatorio" lo sigue otro poema breve, no estoico ni cristiano, sino budista: "La cara y el viento". El tema es el encuentro con la cabeza de un Buda, caida en cl polvo, entre los escombros de un templo. En un rostro semidestruido to unico intacto es la sonrisa. ¿Fue en la India ese encuentro? O.P.: Pudo haber sido en Afganistán o en Ceilán. O en un sueño. No importa. Tampoco hay oposici6n entre los dos poemas. El cristianismo nos ensefla a morir con los ojos abiertos, como don Quijote, arrepentidos del mal que hicimos y reconciliados con nuestras fallas y fracasos. El budismo nos enseña a ver claro en esta vida y a ser por un instante diáfano viento que se detiene, gira sobre sí mismo y se disipa. M.U.: ¿Se puede ser cristiano y budista al mismo tiempo? O.P.: No, no se puede. No predico un sincrelismo, como Aldous Huxley y otros. Las doctrinas difieren; a su vez, los dos poemas son respucstas distintas a distintas circunstancias. Sin embargo, me atrevo a decir que esas respuestas son complementarias. M.U.: Has cultivado el poema extenso como ningun otro poeta contemporáneo de nuestra Iengua. ¿Sientes que el poema largo te representa? O.P.: He escrito muchos poemas cortos. Incluso muy cortos: haiku, disticos. Algunos de esos poemas, lo confieso sin rubor, me gustan. M.U.: ¿Cuáles? O.P.: ¡Otra vez!... Bueno, diré uno en aras de la brevedad: La hora transparente: vemos, si es invisible el pajaro, el color de su canto. M.U.: A mí me gusta el poema que te voy a leer. No sé si es un retrato o un epigrama o ambas cosas. Su título es "El otro": Sc inventó una cara. Detras de ella vivió, murió y resucitó muchas veces. Su cara hoy tiene las arrugas de csa cara. Sus arrugas no tienen cara. O.P.: El poema corto tiende a subrayar la ambigüedad poética. Es uno de sus encantos. M.U: A veces, incluso, a traves de la tipografía: Baja desnuda la luna la mujer por el pozo por mis ojos O.P.: Es casi imposible dccir algo que valga la pena sobre los poemas cortos. Provocan en nosotros una exclamaci6n o un encogerse de hombros o un silencio: 128
Anoche, un fresno a punto de decirme algo - callóse M.U.: Has escrito también poemas de extension media. O.P.: Son la mayoria. Para Poe, la medida ideal era unas cincuenta líneas. Tal vez tenía razón: un poema es un objeto verbal rítmico (quiero decir: un objeto vivo, animado), con un principio y un fin. En el poema corto el principio y el fin se confunden; en el largo, la distancia entre ellos es demasiado grande. El poema de extensión mediana no sólo hace más viva y sensible la relación entre el comienzo y el fin, sino que permite la combinación entre regularidad y ruptura, lo esperado y lo inesperado, lo previsto y lo imprevisto. M.U.: Entonces, la ventaja esta del lado de la mesura, como en todo. O.P.: En tcoria. En la realidad no hay ni puede haber reglas. La extensión depende del poeta y de lo que se proponga decir: a Basho le bastan las diccisicte sflabas del haikú, a Quevedo los catorce versos de un soncto y a Góngora los quinientos y pico de la Fábula de Polifemo y Galatea. M.U.: ¿Cómo podras definir tu relacion con la poesía? ¿Qué has buscado en ella? O.P.: Me busqué a mí mismo y siempre encontre a otro. Esa fue mi recompensa. M.U.: Dame un ejemplo. O.P.: Pasado en claro fue una evocacion y una convocación (¿un exorcismo?) de mi infancia y de mi adolescencia. Al recordar, escribía; al escribir, inventaba. No hubo resurrección del pasado; mejor dicho, cada resurrecci6n era un nacimiento, cada nacimiento una transfiguración. La memoria es la facultad poética cardinal por su inmensa capacidad de invención. Recordaba un lugar y, al verlo con los ojos de la mente -con los ojos de mis palabras- me preguntaba: ¿estuve alli o estoy aquí? M.U.: Te buscaste a ti mismo, ¿buscaste a los otros? O.P.: Sin ellos no hay poema. Bécquer no se equivocó: poesia eres tú, ustedes, ellos, nosotros. Los otros y la otra y lo otro son criaturas de la memoria poética. Al recordarlos, al inventarlos, el poeta desaparece. M.U.: Hace afios, escribiste: "Todo poema se cumple a expensas del poeta". O.P.: Todavía lo creo. M.U.: Entonces, podemos terminar con los versos finales de Pasado en claro: Espiral de los ecos, el poema es aire que se esculpe y se disipa, fugaz alegoría de los nombres verdaderos. A veces la palgina respira: los enjambres de signos, las rcpublicas errantes de sonidos y sentidos, en rotacin magnética se enlazan y dispersan sobre el papel. Estoy en donde estuve, voy detrás del murmullo, pasos dentro de mí, oídos con los ojos, el murmulllo es mental, yo soy mis pasos, oigo las voces que yo pienso, las voces que me piensan al pensarlas. Soy la sombra que arrojan mis palabras. 129
V. POLÍTICA Y DEMOCRACIA PRIMEROS PASOS (1994)
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n 1929 comenzó un México que ahora se acaba. Fue el año de fundación del Partido Nacional Revolucionario y también el del nacimiento y el del fracaso de un poder o movimiento de oposición democrática, dirigido por un intelectual: José Vasconcelos. La Revolución se había transformado en institución. El país, desangrado por veinte años de guerrera civil, lamía sus heridas, restauraba sus fuerzas y, penosamente, se echaba a andar. Yo tenía quince años, terminaba mis estudios de iniciación universitaria y anticipada en una huelga de estudiantes que paralizó la universidad y conmovió al país. Al año siguiente ingresé en el Colegio de San Ildefonso, antiguo seminario jesuita convertido por los gobiernos republicanos en Escuela Nacional Preparatoria, puerta de entrada a la facultad. Allí encontré a José Bosch, uno de mis compañeros en las agitaciones del movimiento estudiantil del año anterior. Era catalán y un poco mayor que yo. A él le debo mis primeras lecturas de autores libertarios (su padre había militado en la Federación Anarquista Ibérica). Pronto encontramos amigos con inquietudes semejantes a las nuestras. En San Ildefonso, antiguo seminario jesuita convertido por los gobiernos republicanos en Escuela Nacional Preparatoria, puerta de entrada a la facultad. Allí encontré a José Bosch, uno de mis compañeros en las agitaciones del movimiento estudiantil del año anterior. Era catalán y un poco mayor que yo. A él le debo mis primeras lecturas de autores libertarios (su padre había militado en la Federación Anarquista Ibérica). Pronto encontramos amigos con inquietudes semejantes a las nuestras. En San Ildefonso no cambié de piel ni de alma: estos años fueron no un cambio sino el comienzo de algo que todavía no termina, una búsqueda circular y que ha sido un perpetuo recomienzo: encontrar la razón de esas continuas agitaciones que llamamos historia. Años de iniciación y de aprendizaje, primeros paso en el mundo, primeros extravíos, tentativas por entrar en mí y hablar con ese desconocido que soy y seré siempre para mí. La juventud es un periodo de soledad pero, asimismo, de amistades fervientes. Yo tuve varias y fui, como se dice en México, muy amigo de mis amigos. A uno de ellos se le ocurrió organizar una Unión de Estudiantes Pro-Obrero y Campesino, dedicada ostensiblemente a la educación popular; también y con mayor empeño, nos sirvió para difundir nuestras vagas ideas revolucionarias. Nos reuníamos en un cuarto minúsculo del colegio, que no tardó en transformarse en centro de discusiones y debates. Fue el semillero de varios y encontrados destinos políticos: unos cuantos fueron a parar al partido oficial y desempeñaron altos puestos en la administración pública; otros pocos, casi todos católicos, influidos unos por Maurras, otros por Mussolini y otros más por Primo de Rivera, intentaron sin gran éxito crear partidos y falanges fascistas; la mayoría se inclinó hacia la izquierda y los más arrojados se afiliaron a la Juventud Comunista. El incansable Bosch, fiel a sus ideas libertarias, discutía con todos pero no lograba convencer a nadie. Paulatinamente se fue quedando solo. Al fin desapareció de nuestras vidas con la misma rapidez con que había parecido. Era extranjero, no tenía sus papeles en orden, participaba con frecuencia en algaradas estudiantiles y el gobierno terminó por expulsarlo del país, a pesar de nuestras protestas. Volví a verlo fugazmente, en 1937, en Barcelona, antes de que se lo tragara el torbellino español.25 La política no era nuestra única pasión. Tanto o más nos atraían la literatura, las artes y la filosofía. Para mí y para unos pocos entre mis amigos, la poesía se convirtió, ya que no en una religión pública, en un culto esotérico oscilante entre las catacumbas y el sótano de los conspiradores. Yo no encontraba oposición entre la poesía y la revolución: las dos eran facetas del mismo movimiento, dos alas de la misma pasión. Esta creencia me uniría más tarde a los surrealistas. Avidez plural: la vida y los libros, la calle y la celda, los bares y la soledad entre la multitud de los cines. Descubríamos a la ciudad, al sexo, al alcohol, a la amistad. Todos esos encuentros y descubrimientos se confundían inmediatamente con las imágenes y las teorías que brotaban de nuestras desordenadas lecturas y conversaciones. La mujer era una idea fija pero una idea que cambiaba continuamente de rostro y de identidad: a veces se llamaba Olivia y otra Constanza, aparecía al doblar una esquina o surgía de las páginas de una novela de Lawrence, era la Poesía, la Revolución o la vecina de asiento en un tranvía. 25
Véase la extensa nota dedicada a José Bosch en Obra poética (1935-1988), Barcelona, Seix-Barral, 1990. 130
Leíamos los catecismos marxistas de Bujarin y Plejánov para, el día siguiente, hundirnos en la lectura de las páginas eléctricas de La gaya ciencia o en la prosa elefantina de La decadencia de Occidente. Nuestra gran proveedora de teorías y nombres era la Revista de Occidente. La influencia de la filosofía alemana era tal en nuestra universidad que en el curso de Lógica nuestro texto de base era el de Alexander Pfander, un discípulo de Husserl. Al lado de la fenomenología, el psicoanálisis. En esos años comenzaron a traducirse las obras de Freud y las pocas librerías de la ciudad de México se vieron de pronto inundadas por el habitual diluvio de obras de divulgación. Un diluvio en el que muchos se ahogaron. Otras revistas fueron miradores para, primero, vislumbrar y, después, explorar los vastos y confusos territorios, siempre en movimiento, de la literatura y del arte: Sur, Contemporáneos, Cruz y Raya. Por ellas nos enteramos de los movimientos, especialmente de los franceses, de Valéry y Gide a los surrealistas y a los autores de la N.R.F. Leíamos con una mezcla de admiración y desconcierto a Eliot y a Saint-John Perse, a Kafka y a Faulkner. Pero ninguna de esas administraciones empañaba nuestra fe en la Revolución de Octubre. Por esto, probablemente, uno de los autores que mayor fascinación ejercieron sobre nosotros fue André Malraux, en cuyas novelas veíamos unida la modernidad estética al radicalismo político. Un sentimiento semejante nos inspiró La montaña mágica, la novela de Thomas Mann; muchas de nuestras discusiones eran ingenuas parodias de los diálogos entre el liberal idealista Settembrini y Naphta, el jesuita comunista. Recuerdo que en 1935, cuando lo conocí, Jorge Cuesta me señaló la disparidad entre mis simpatías comunistas y mis gustos e ideas estéticas y filosóficas. Tenía razón pero el mismo reproche se podía haber hecho, en esos años, a Gide, Breton y otros muchos, entre ellos al mismo Walter Berjamin. Si los surrealistas franceses se habían declarado comunistas sin renegar de sus principios y si el católico Bergamín proclamaba su adhesión a la revolución sin renunciar a la cruz, ¿cómo no perdonar nuestras contradicciones? No eran nuestras: eran de la época. En el siglo XX la escisión no convirtió en una condición connatural: éramos realmente almas divididas en un mundo dividido. Sin embargo, algunos logramos transformar esa hendedura psíquica en independencia intelectual y moral. La escisión nos salvó de ser devorados por el fanatismo monomaníaco de muchos de nuestros contemporáneos. Mi generación fue la primera que, en México, vivió como propia la historia del mundo, especialmente la del movimiento comunista internacional. Otra nota distinta de nuestra generación: la influencia de la literatura española moderna. A fines del siglo pasado comenzó un período de esplendor en las letras españolas, que culminó en los años últimos de la Monarquía y en los de la República, para extinguirse en al gran catástrofe de la guerra civil. Nosotros leíamos con el mismo entusiasmo a los poetas y a los prosistas, a Valle-Inclán, Jiménez y Ortega que a Gómez de la serna, García Lorca y Guillén. Vimos en la proclamación de la República el nacimiento de una nueva era. Después seguimos, como si fuese nuestra, la lucha de la República; la vista de Alberti a México, en 1934, enardeció todavía más nuestros ánimos. Para nosotros la guerra de España fue la conjunción de una España abierta al exterior con el universalismo, encarnado en el movimiento comunista. Por primera vez la tradición hispánica no era un obstáculo sino un camino hacia la modernidad. Nuestras convicciones revolucionarias se afianzaron aún más por otra circunstancia: el cambio en la situación política de México. El ascenso de Lázaro Cárdenas al poder se tradujo en un vigoroso viraje hacia la izquierda. Los comunistas pasaron de la oposición a la colaboración con el nuevo gobierno. La política de los frentes populares, inaugurada en esos años, justificaba la mutación. Los más reacciones entre nosotros acabamos por aceptar la nueva línea: los socialdemócratas y los socialistas dejaron de ser ―socialtraidores‖ y se transformaron repentinamente en aliados en la lucha en contra del enemigo común: los nazis y los fascistas. El gobierno de Cárdenas se distinguió por sus generosos afanes igualitarios, sus reformas sociales (no todas atinadas), su funesto corporativismo en materia política y su audaz y casi siempre acertada política internacional. En la esfera de la cultura su acción tuvo efectos más bien negativos. La llamada ―educación socialista‖ lesionó al sistema educativo; además, prohijado por el gobierno, prosperó un arte burocrático, ramplón y demagógico. Abundaron los ―poemas proletarios‖ y los cuentos y relatos empedrados de lugres comunes ―progresistas‖. Las agrupaciones de artistas y escritores revolucionarios, antes apenas toleradas, se hincharon por la afluencia de nuevos miembros, salidos de no se sabía dónde y que no tardaron en controlar los centros de la cultura oficial. La legión de los oportunistas, guiada y excitada por doctrinados intolerantes, desencadenó una campaña en contra de un grupo de escritores independientes, los llamados Contemporáneos. Pertenecían a la generación anterior a la mía, algunos habían sido mis maestros, otros eran mis amigos y entre ellos había varios poetas que 131
yo admiraba y admiro. Si la actitud de la LEAR (Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios) me parecía deplorable, la retórica de sus poetas y escritores me repugnaba. Desde el principio me negué a aceptar la jurisdicción del Partido Comunista y sus jerarcas en materia de arte y de literatura. Pensaba que la verdadera literatura, cualesquiera que fuesen sus temas, era subversiva por naturaleza. Mis opiniones eran escandalosas pero, por la insignificancia misma de mi persona, fueron vistas con desdén e indiferencia: venían de un joven desconocido. Sin embargo, no pasaron enteramente inadvertidas, como pude comprobarlo un poco más tarde. En esos años comencé a vivir un conflicto que se agravaría más y más con el tiempo: la contraposición entre mis ideas políticas y mis convicciones estéticas y poéticas. En 1936 abandoné los estudios universitarios y la casa familiar. Pasé una temporada difícil, aunque no por mucho tiempo: el gobierno había establecido en las provincias unas escuelas de educación secundaria para hijos de trabajadores. Y en 1937 me ofrecieron un puesto en una de ellas. La escuela estaba en Mérida, en el lejano Yucatán. Acepté inmediatamente: me ahogaba en la ciudad de México. La palabra Yucatán, como un caracol marino, despertaba en mi imaginación resonancias a un tiempo físicas y mitológicas: un mar verde, una planicie calcárea recorrida por corrientes subterráneas como las venas de una mano y el prestigio inmenso de los mayas y de su cultura. Más que lejana, Yucatán era una tierra aislada, un mundo cerrado sobre sí mismo. No había ni ferrocarril ni carretera; para llegar a Mérida sólo se disponía de dos medios: un avión cada semana y la vía marítima, lentísima: un vapor al mes que tardaba quince días en llegar de Veracruz al puerto de Progreso. Los yucatecos de las clases alta y media, sin ser separatistas, eran aislacionistas; cuando miraban hacia el exterior, no miraban a México: veían a La Habana y a Nueva Orleans. Y la mayor diferencia: el elemento nativo dominante era el de los mayas descendientes de la otra civilización del antiguo México. La real diversidad de nuestros país, oculto por el centralismo heredado de aztecas y castellanos, se hacía patente en la tierra de los mayas. Pase unos meses en Yucatán. Cada uno de los días que viví allá fue un descubrimiento y, con frecuencia, un encantamiento. La antigua civilización me sedujo pero también la vida secreta de Mérida, mitad española y mitad india. Por primera vez vivía en tierra caliente, no en un trópico verde y lujurioso sino blanco y seco, una tierra llana rodeada de infinito por todas partes. Soberanía del espacio: el tiempo sólo era un parpadeo. Inspirado por mi lectura de Eliot, se me ocurrió escribir un poema en el que la aridez de la planicie yucateca, una tierra reseca y cruel, apareciese como la imagen de lo que hacía el capitalismo —que para mí era el demonio de la abstracción— con el hombre y la naturaleza: chuparles la sangre, sorberles su sustancia, volverlos hueso y piedra. Estaba en esto cuando sobrevino un periodo de vacaciones escolares. Decidí aprovecharlas, conocer Chichén-Itzá y terminar mi poema. Pasé allá una semana. A veces solo y otras acompañado por un joven arqueólogo, recorrí las ruinas en un estado de ánimo en el que se alternaban la perplejidad y el hechizo. Era imposible no admirar esos monumentos pero, al mismo tiempo, era muy difícil comprenderlos. Entonces ocurrió algo que interrumpió mi vocación y cambió mi vida. Una mañana, mientras caminaba por el Juego de Pelota, en cuya perfecta simetría el universo parece reposar entre dos muros paralelos, bajo un cielo a un tiempo diáfano e impenetrable, espacio en el que el silencio dialoga con el viento, campo de juego y campo de batalla de las constelaciones, altar de un terrible sacrificio: en uno de los relieves que adornan al rectángulo sagrado se ve a un jugador vencido, de hinojos, su cabeza rodando por la tierra como un sol decapitado en el firmamento, mientras que de su tronchada garganta brotan siete chorros de sangre, siete rayos de luz, siete serpientes… una mañana, mientras recorría el Juego de Pelota, se me acercó un presuroso mensajero del hotel y me tendió un telegrama que acababa de llegar de Mérida, con la súplica de que se me entregase inmediatamente. El telegrama decía que tomase el primer avión disponible pues se me había invitado a participar en el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que se celebraría en Valencia y en otras ciudades de España en unos días más. Apenas si había tiempo para arreglar el viaje. Lo firmaba una amiga (Elena Garro). El mundo dio un vuelco. Sentí que, sin dejar de estar en el tiempo petrificado de los mayas, estaba también en el centro de la actualidad más viva e incandescente. Instante vertiginoso: estaba plantado en el punto de intersección de dos tiempos y dos espacios. Visión relampagueante: vi mi destino suspendido en el aire de esa mañana transparente como la pelota mágica que, hacía quinientos años, saltaba en ese mismo recinto, fruto de vida y de muerte en el juego ritual de los antiguos mexicanos. Cuatro o cinco días después estaba de regreso en México. Allí me enteré de la razón del telegrama: la invitación había llegado oportunamente hacía más de un mes pero el encargado de estos asuntos en la LEAR, un 132
escritor cubano que había sido mi profesor en la Facultad de Letras (Juan Marinello), había decidido transmitirla por la vía marítima. Así cumplía el encargo pero lo anulaba: la invitación llegaría un mes después, demasiado tarde. El poeta Efraín Huerta se enteró, por la indiscreción de una secretaria; se lo dijo a Elena Garro y ella me envió el telegrama. Al llegar a México, me enteré de que también había sido invitado el poeta Carlos Pellicer. Tampoco había recibido el mensaje. Le informé de lo que ocurría, nos presentamos en las oficinas de la LEAR, nos dieron una vaga explicación, fingimos aceptarla y todo se arregló. A los pocos días quedó integrada la delegación de México: el novelista José Mancisidor, designado por la LEAR, Carlos Pellicer y yo. ¿Por qué los organizadores habían invitado a dos escritores que no pertenecían a LEAR? Ya en España, Arturo Serrano Plaja, uno de los encargados de la participación hispanoamericana en el congreso —los otros, si la memoria no me es infiel, fueron Rafael Alberti y Pablo Neruda—, me refirió lo ocurrido: no les pareció que ninguno de los escritores de LEAR fuese realmente representativo de la literatura mexicana de esos días y habían decidido invitar a un poeta conocido y a uno joven, ambos amigos de la causa y ambos sin partido: Carlos Pellicer y yo. No era inexplicable que hubiesen pensado en mí: Alberti me había conocido durante su visita a México, en 1934; Serrano Plaja era de mi generación, había leído mis poemas como yo había leído los suyos y nos unían ideas y preocupaciones semejantes. Serrano Plaja fue uno de mis mejores amigos españoles; era un temperamento profundo, religioso. Neruda también tenía noticias de mi persona y años más tarde, al referirse a mi presencia en el congreso, dijo que él ―me había descubierto‖. En cierto modo era cierto: en esos días yo le había enviado mi primer libro; él lo había leído, le había gustado y, hombre generoso, lo había dicho.
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EL OGRO FILANTRÓPICO (1978) Adspice sim quantus! Non est hoc corpore major Iupiter in coelo... Ovidio (Met. XIII).
Los liberales creían que, gracias al desarrollo de la libre empresa, florecería la sociedad civil y, simultáneamente, la función del Estado se reduciría a la de simple supervisor de la evolución espontánea de la humanidad. Los marxistas, con mayor optimismo, pensaban que el siglo de la aparición del socialismo sería también el de la desaparición del Estado. Esperanzas y profecías evaporadas: el Estado del siglo XX se ha revelado como una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios y como un amo más terrible que los viejos tiranos y déspotas. Un amo sin rostro, desalmado y que obra no como un demonio sino como una máquina. Los teólogos y los moralistas habían concebido al mal como una excepción y una transgresión, una mancha en la universalidad y transparencia del ser. Para la tradición filosófica de Occidente, salvo para las corrientes maniqueas, el mal carecía de substancia y no podía definirse sino como falta, es decir, como carencia de ser. En sentido estricto no había mal sino malos: excepciones, casos particulares. El Estado del siglo XX invierte la proposición: el mal conquista al fin la universalidad y se presenta con la máscara del ser. Sólo que a medida que crece el mal, se empequeñecen los malvados. Yano son seres de excepción sino espejos de la normalidad. Un Hitler o un Stalin, un Himler o un Yéjov, nos asombran no sólo por sus crímenes sino por su mediocridad. Su insignificancia intelectual confirma el veredicto de Hannah Arendt sobre la "banalidad del mal". El Estado moderno es una máquina pero es una máquina que se reproduce sin cesar. En los países de Occidente, lejos de ser la dimensión política del sistema capitalista, una superestructura, es el modelo de las organizaciones económicas; las grandes empresas y negocios, a imitación suya, tienden a convertirse en Estados e imperios más poderosos que muchas naciones. En los últimos cincuenta años hemos asistido no a la esperada socialización del capitalismo sino a su paulatina pero irresistible burocratización. Las grandes compañías transnacionales prefiguran ya un capitalismo burocrático. Frente a ellas, las burocracias totalitarias del Este europeo. Allá el proceso ha sido más rápido y feroz. La sociedad civil ha desaparecido casi enteramente: fuera del Estado no hay nada ni nadie. Sorprendente inversión de valores que habría estremecido al mismo Nietzsche: el Estado es el ser y la excepción, la irregularidad y aun la simple individualidad son formas del mal, es decit de la nada. El campo de concentración, que reduce al prisionero al no-sen es la expresión política de la ontología implícita en las ideocracias totalitarias. A pesar de la omnipresencia y omnipotencia del Estado del siglo XX -a pesar del antecedente de la tradición anarquista, tan rica en adivinaciones y descripciones proféticas- sólo hasta hace poco ha renacido la crítica del poder y del Estado. Pienso sobre todo en Francia, Alemania y Estados Unidos. En América Latina el interés por el Estado es mucho menor. Nuestros estudiosos siguen obsesionados con el tema de la dependencia y el subdesarrollo. Cierto, nuestra situación es distinta. Las sociedades latinoamericanas son la imagen misma de la extrañeza: en ellas se yuxtaponen la Contrarreforma y el liberalismo, la hacienda y la industria, el analfabeto y el literato cosmopolita, el cacique y el banquero. Pero la extrañeza de nuestras sociedades no debe ser un obstáculo para estudiar al Estado latinoamericano que es, precisamente, una de nuestras peculiaridades mayores. Por una parte, es el heredero del régimen patrimonial español; por la otra, es la palanca de la modernización. Su realidad es ambigua, contradictoria y, en cierto modo, fascinante. Las páginas que siguen, escritas sobre el caso que mejor conozco: el de México, son el resultado de esa fascinación. Apenas si debo advertir a los suspicaces que mis opiniones no son una teoría sino un puñado de reflexiones. La primera evidencia: el Estado creado por la Revolución Mexicana es más fuerte que el del siglo XIX. En esto, corno en tantas otras cosas, los revolucionarios no sólo han demostrado una decidida inclinación tradiciónalista sino que han sido infieles a aquellos que reconocen como sus antecesores: los liberales de 1857. Salvo durante los interregnos de anarquía y guerra civil, los mexicanos hemos vivido a la sombra de gobiernos alternativamente despóticos o paternales pero siempre fuertes: el rey-sacerdote azteca, el virrey, el dictador; el señor presidente. La excepción es el corto periodo que Cosío Villegas llama República Restaurada y durante el cual los liberales trataron de limar las garras del Estado heredado de Nueva España. Esas garras se llamaban (se llaman): burocracia y ejército. Los liberales querían una sociedad fuerte y un Estado débil. Tentativa ejemplar 134
que pronto fracasó: Porfirio Díaz invirtió los términos e hizo de México una sociedad débil dominada por un Estado fuerte. Los liberales pensaban que la modernización sería la obra -como en otras partes del mundo: Inglaterra. Francia, Estados Unidos- de la burguesía de la clase media. No fue así y con Díaz el Estado comienza a convertirse en el agente de la modernización. Cierto, la acción económica del régimen se apoyó en las empresas privadas y en el capitalismo extranjero. Pero la fundación de empresas industriales y la construcción de fábricas y ferrocarriles no fue tanto la expresión del dinamismo de una clase burguesa como el resultado de una deliberada política gubernamental de estímulos e incentivos. Además, lo decisivo no fue la acción económica sino el fortalecimiento del Estado. Para que un organismo sea capaz de llevar a cabo tareas históricas como la modernización de un país, el primer requisito es que sea fuerte. Con Porfirio Díaz el Estado mexicano recobró el poder que había perdido durante los conflictos y guerras que sucedieron a la Independencia. El historiador conservador Carlos Pereyra señala que las convulsiones políticas y el estado caótico del país hasta la dictadura de Díaz fueron, esencialmente, una consecuencia de la debilidad de los gobiernos desde la Independencia. El Estado novo hispano había sido una construcción de extraordinaria solidez y que fue capaz de hacer frente lo mismo a los revoltosos encomenderos que a los obispos despóticos. Al derrumbarse, dejó una clase rica muy poderosa y dividida en facciones irreconciliables. La ausencia de un poder central moderador tanto como la inexistencia de tradiciónes democráticas explican que las facciones no tardasen en acudir a la fuerza para dirimir sus diferencias. Así nació la plaga del militarismo: la espada fue la respuesta a la debilidad del Estado y el poderío de las facciones. ¿Por qué era débil el Estado mexicano? La debilidad, dice Pereyra, era una consecuencia de la pobreza. Aclaro: no pobreza del país sino del poder político. El Estado era pobre frente a una iglesia dueña de la mitad del país y una clase de propietarios y hacendados inmensamente ricos. ¿Cómo someter a los obispos y cómo lograr que prevaleciera la ley en una sociedad donde cada jefe de familia se sentía un monarca? Bajo la dictadura del general Díaz el Estado mexicano empezó a salir de la pobreza. Los gobiernos que sucedieron a Díaz, pasada la etapa violenta de la Revolución, impulsaron el proceso de enriquecimiento y muy pronto, con Calles, otro general, el gobierno mexicano inició su carrera de gran empresario. Hoyes el capitalista más poderoso del país aunque, como todos sabemos, no es ni el más eficiente ni el más honrado. El Estado revolucionario hizo algo más que crecer y enriquecerse. Como el Japón durante el periodo Meiji, a través de una legislación adecuada y de una política de privilegios, estímulos y créditos, impulso y protegió el desarrollo de la clase capitalista. El chpitalismo mexicano nació mucho antes que la Revolución pero madhró y se extendió hasta llegar a ser lo que es gracias a la acción y a la protección de los gobiernos revolucionarios. Al mismo tiempo, el Estado estimuló y favoreció a las organizaciones obreras y campesinas. Estos grupos vivieron y viven a su sombra, ya que son parte del PRI. No obstante, sería inexacto y simplista reducir su relación con el poder público a la del súbdito y el señal: La relación es bastante más compleja: por una parte, en un régimen de partido único como es el de México, las organizaciones sindicales y populares son la fuente casi exclusiva de legitimación del poder estatal; por la otra, las uniones populares, sobre todo las obreras, poseen cierta libertad de maniobra. El gobierno necesita a los sindicatos tanto como ·los sindicatos al gobierno. En realidad, las dos únicas fuerzas capaces de negociar con el gobierno son los capitalistas y los dirigentes obreros. Por último, no contento con impulsar y, en cierto sentido, modelar a su imagen al sector capitalista y al obrero, el Estado postrevolucionario completó su evolución con la creación de dos burocracias paralelas. La primera esta compuesta por administradores y tecnócratas; constituye el personal gubernamental y es la heredera histórica de la burocracia novohispana y de la porfirista. Es la mente y el brazo de la modernización. La segunda esta formada por profesionales de la política y es la que dirige, en sus diversos niveles y escalones, al PRI. Las dos burocracias viven en continua ósmosis y pasan incesantemente del Partido al Gobierno y viceversa. La descripción que acabo de hacer es apresurada y esquemática pero no es inexacta. Por ella no es difícil comprobar que el poder central, en México, no reside ni en el capitalismo privado ni en las uniones sindicales ni en los partidos políticos sino en el Estado. Trinidad secular, el Estado es el Capital, el Trabajo y el Partido. Sin embargo, no es un Estado totalitario ni una dictadura. En la Unión Soviética el Estado es el propietario de las cosas y de los hombres, quiero decir: es el dueño de los medios de producción, de los productos y de los productores. A su vez, el Estado es la propiedad del Partido Comunista y el Partido es la propiedad del Comité Central. En México el Estado pertenece a la doble burocracia: la tecnocracia administrativa y la casta política. Ahora bien, estas burocracias no son autónomas y viven en continua relación -rivalidad, complicidad, alianzas y 135
rupturas- con los otros dos grupos que comparten la dominación del país: el capitalismo privado y las burocracias obreras. Estos grupos, por lo demás, tampoco son homogéneos y están divididos por querellas de intereses, ideas y personas. Además, hay otro sector, cada vez más influyente e independiente: la clase media y sus voceros, los estudiantes y los intelectuales. La función de los frailes y los clérigos en Nueva España la desempeñan ahora los universitarios y los escritores. El lugar que antes ocupaban la teología y la religión, lo ocupa hoy la ideología. Por fortuna México es una sociedad más y más plural y el ejercicio de la crítica -único antídoto contra las ortodoxias ideológicas- crece a medida que el país se diversifica. La acción de todas estas clases, grupos e individuos se despliega dentro de un marco: el contexto internacional. Algunos países, a través de distintos grupos, influyen indirectamente en la opinión, sobre todo entre los estudiantes, los periodistas y otros sectores profesionales. A veces, como en el caso de Cuba, esa influencia no está en relación ni con su poderío real-su fuerza militar es impresionante pero no es propia sino dependiente de la Unión Soviética- ni con sus avances en materia económica, social o cultural. En nuestro siglo la ideología no sólo es un vidrio de aumento: también es un cristal deformante que produce toda clase de aberraciones -no cromáticas sino morales. En el caso de los Estados Unidos, por el contrario, no es necesario acudir a la ideología para explicarse las imágenes que provoca en la conciencia de los mexicanos: su poder es múltiple y ha sido constante en nuestra historia desde hace siglo y medio. Un poder que es económico, científico, técnico, militar y cultural. El poderío norteamericano asume la forma de la fascinación, es decir; suscita una reacción contradictoria hecha de atracción y repulsión. Su influencia es particularmente profunda –y con frecuencia nefasta- en la vida económica; asimismo penetra en los dominios de la técnica, la ciencia, la cultura, la sensibilidad popular y, claro, la política. La presencia de los Estados Unidos en la vida mexicana es una evidencia histórica que no necesita demostración: posee una realidad física, material. La observación que he hecho a propósito de la relación ambigua que prevalece entre los sindicatos y el Estado mexicano puede aplicarse a la que nos une con Washington; quiero decir: es una relación de dominación que no puede reducirse pura y simplemente al concepto de dependencia y que permite cierta libertad de negociación y de movimientos. Hay un margen de acción. Por más estrecho que nos parezca ese margen, es de todos modos considerablemente más amplio que el de Polonia, Hungría, Checoslovaquia o Cuba frente a la Unión Soviética. Por supuesto, en momentos de crisis política la influencia del Embajador de Estados Unidos en México puede ser -y de hecho ha sido- tan importante y decisiva como la del Sátrapa del Gran Rey durante la guerra de Peloponeso. Los autores radicales que, a principios de siglo, se ocuparon de la historia social de la Rusia prerevolucionaria -Plejanov, 'frotsky, Lenin- coincidían en señalar la debilidad de la burguesía frente al Estado autoritario. Una de las características del capitalismo ruso fue su dependencia del Estado zarista. La burguesía jamás logró liberarse del todo de la tutela de la autocracia. Esta flaqueza le impidió finalmente llevar a cabo la tarea que, según los marxistas, constituía su misión histórica: la modernización de Rusia. Toda la polémica entre los bolcheviques arranca de las distintas posiciones que unos y otros adoptaron frente a esta situación. Aparte de la debilidad de la burguesía, hay que mencionar otro factor que se omite con frecuencia: el Estado zarista no podía ser un agente eficaz de modernización porque en su estructura, en sus cuadros dirigentes y en el espíritu que lo animaba era todavía, en gran parte, un Estado patrirnonialista, en el sentido en que Max Weber emplea esta expresión. En suma, es indudable que la debilidad de la burguesía rusa frente al Estado patrirnonialista fue la causa determinante de la suerte ulterior de la Revolución. La burocracia soviética, sucesora de la autocracia, se enfrentó a la tarea que históricamente –según los marxistas- correspondía a la burguesía (la modernización) pero el resultado fue diametralmente opuesto tanto a las previsiones de los mencheviques como a las de los bolcheviques. La conjunción del poder político y del poder económico -ambos absolutos- no produjo ni la revolución democrática burguesa ni el socialismo sino la implantación de una ideocracia totalitaria. He recordado el caso de Rusia porque, por más alejado que parezca, ilumina indirectamente las peculiaridades de la situación mexicana. Como en la Rusia de principios de siglo, el proyecto histórico de los intelectuales mexicanos y, asimismo, el de los grupos dirigentes y el de la burguesía ilustrada, puede condensarse en la palabra modernización (industria, democracia, técnica, laicismo, etc.). Como en Rusia, ante la relativa debilidad de la burguesía nativa, el agente central de la modernización ha sido el Estado. Por último, como en Rusia, nuestro Estado es el heredero de un régimen patrimonial: el virreinato novohispano. No obstante, hay diferencias capitales. La primera: entre el Estado novo hispano y el moderno se interpone el breve pero 136
imborrable periodo democrático de la República Restaurada (1867-1876). La segunda: mientras el Estado totalitario liquidó a la burguesía rusa, sometió a los campesinos y a los obreros, exterminó a sus rivales políticos, asesinó a sus críticos y creó una nueva clase dominante, el Estado mexicano ha compartido el poder no sólo con la burguesía nacional sino con los cuadros dirigentes de los grandes sindicatos. Yahe apuntado que la relación entre los gobiernos mexicanos, los dirigentes obreros y campesinos y la burguesía es ambigua, una suerte de alianza inestable no exenta de querellas, sobre todo entre el sector privado y el público. Todo esto puede condensarse en una diferencia que las engloba a todas y que es capital: mientras en Rusia el Partido es el verdadero Estado, en México el Estado es el elemento substancial y el partido es su brazo y su instrumento. Así, aunque México no es realmente una democracia tampoco es una ideocracia totalitaria. Me falta mencionar otra característica notable del Estado mexicano: a pesar de que ha sido el agente cardinal de la modernización, él mismo no ha logrado modernizarse enteramente. En muchos de sus aspectos, especialmente en su trato con el público y en su manera de conducir los asuntos, sigue siendo patrimonialista. En un régimen de ese tipo el jefe de Gobierno --el Príncipe o el Presidente- consideran el Estado como su patrimonio personal. Por tal razón, el cuerpo de los funcionarios y empleados gubernamentales, de los ministros a los ujieres y de los magistrados y senadores a los porteros, lejos de constituir una burocracia impersonal, forman una gran familia política ligada por vínculos de parentesco, amistad, compadrazgo, paísanaje y otros factores de orden personal. El patrimonialismo es la vida privada incrustada en la vida pública. Los ministros son los familiares y los criados del rey. Por eso, aunque todos los cortesanos comulguen en el mismo altar, los regímenes patrimonialistas no se petrifican en ortodoxias ni se transforman en burocracias. Son lo contrario de una iglesia y de ahí que, a la inversa de lo que ocurre en cuerpos como la Iglesia Católica y el Partido Comunista, los vínculos entre los cortesanos no sean ideológicos sino personales. En las burocracias políticas y eclesiásticas el orden jerárquico es sagrado y está regido por reglas objetivas y por principios inmutables, tales como la iniciación, el noviciado o aprendizaje, la antigüedad en el servicio, la competencia, la diligencia, la obediencia a los superiores, etc. En el régimen patrimonial lo que cuenta en último término es la voluntad del Príncipe y de sus allegados. En el interior del Estado mexicano hay una contradicción enorme y que nadie ha podido o intentado siquiera resolver: el cuerpo de tecnócratas y administradores, la burocracia profesional, comparte los privilegios de la administración pública con los amigos, los familiares y los favoritos del Presidente en turno y con los amigos, los familiares y los favoritos de sus Ministros. La burocracia mexicana es moderna, se propone modernizar al país y sus valores son valores modernos. Frente a ella, a veces como rival y otras como asociada, se levanta una masa de amigos, parientes y favoritos unidos por lazos de orden personal. Esta sociedad cortesana se renueva parcialmente cada seis años, es decit cada vez que asciende al poder un nuevo Presidente. Tanto por su situación como por su ideología implícita y su modo de reclutamiento, estos cuerpos cortesanos no son modernos: son una supervivencia del patrimonialismo. La contradicción entre la sociedad cortesana y la burocracia tecnócrata no inmoviliza al Estado pero sí vuelve difícil y sinuosa su marcha. No hay dos políticas dentro del Estado: hay dos maneras de entender la política, dos tipos de sensibilidad y de moral. Lo mismo en Inglaterra que en Francia, los regímenes modernos se esforzaron desde el principio por dotar al nuevo Estado burgués de una democracia ad hoc, radicalmente distinta a la de las monarquías de los siglos XVII Y XVIII. Mejor dicho, como ha mostrado admirablemente Norbert Elías, las burocracias del siglo XIX y del XX, en Occidente, se formaron dentro del Tercer Estado y la "nobleza de toga", en lucha permanente contra la sociedad cortesana de los regímenes absolutistas. Por su origen, sus métodos de trabajo, sus jerarquías y su moral, la nueva burocracia fue la negación del patrimonialismo. Su evolución fue la misma de la burguesía, que pasó del derecho a la economía y de la lógica jurídica a la lógica de la empresa privada. Así, impuso la racionalidad económica, esencialmente cuantitativa, en el despacho de los negocios de Estado. Exigencia imposible: el Estado no es una empresa. Las ganancias y las pérdidas de una nación se calculan de una manera distinta a la que nos enseñan las reglas de contabilidad. Esta es una contradicción que el Estado burgués liberal no ha podido resolver. Desde la perspectiva de la administración de las cosas, las burocracias de las sociedades democráticas burguesas han sido incomparablemente superiores no sólo a las de las antiguas monarquías sino a la de los Estados totalitarios de nuestros días. Agrego que, además de ser más eficaces, han sido más humanas y más tolerantes. Pero esta superioridad de orden profesional y moral se convierte en inferioridad si se pasa de la administración a la política. La inferioridad se vuelve manifiesta en el dominio de las relaciones internacionales. 137
Abundan los ejemplos de la ineptitud política de las democracias burguesas. Su actitud ante Hitler fue una mezcla extraordinaria de inconsistencia y ceguera. Al principio, su intransigencia y su egoísmo frente a Alemania favorecieron el surgimiento del nazismo; después, a veces por cálculo y otras por cobardía, fueron cómplices del dictador. Su política con Stalin no fue más clarividente. La misma mezcla de realismo pérfido ya corto plazo inspira su actitud ante las satrapías y tiranías del Nuevo y el Viejo Mundo. El oportunismo no explica enteramente estas flaquezas e incoherencias. La falla es congénita y ya apunté la razón más arriba: el Estado no es una fábrica ni un negocio. La lógica de la historia no es cuantitativa. La racionalidad económica depende de la relación entre el gasto y el producto, la inversión y la ganancia, el trabajo y el ahorro. La racionalidad del Estado no es la utilidad ni el lucro sino el poder: su conquista, su conservación y su extensión. El arquetipo del poder no está en la economía sino en la guerra, no en la relación polémica capital/ trabajo sino en la relación jerárquica jefes/ soldados. De ahí que el modelo de las burocracias políticas y religiosas sea la milicia: la Compañía de Jesús, el Partido Comunista. La naturaleza peculiar del Estado mexicano se revela por la presencia en su interior de tres órdenes o formaciones distintas (pero en continua comunicación y ósmosis): la burocracia gubernamental propiamente dicha, más o menos estable, compuesta por técnicos y administradores, hecha a imagen y semejanza de las burocracias de las sociedades democráticas de Occidente; el conglomerado heterogéneo de amigos, favoritos, familiares, privados y protegidos, herencia de la sociedad cortesana de los siglos XVII y XVIII; la burocracia política del PRI, formada por profesionales de la política, asociación no tanto ideológica como de intereses faccionales e individuales, gran canal de la movilidad social y gran fraternidad abierta a los jóvenes ambiciosos, generalmente sin fortuna, recién salidos de las universidades y los colegios de educación superior. La burocracia del PRI está a medio camino entre el partido político tradiciónal y las burocracias que militan bajo una ortodoxia y que operan como milicias de Dios o de la Historia. El PRI no es terrorista, no quiere cambiar a los hombres ni salvar al mundo: quiere salvarse a sí mismo. Por eso quiere reformarse. Pero sabe que su reforma es inseparable de la del país. La cuestión que la historia ha planteado a México desde 1968 no consiste únicamente en saber si el Estado podrá gobernar sin el PRI sino si los mexicanos nos dejaremos gobernar sin un PRI. El tema de la reforma política, como se llama a las recientes tentativas del gobierno mexicano por introducir el pluralismo, merece una pequeña digresión. El PRI nació de una necesidad: asegurar la continuidad del régimen post-revolucionario, amenazado por las querellas entre los jefes militares sobrevivientes de las guerras y trastornos que sucedieron al derrocamiento de Porfirio Díaz. Su esencia fue un compromiso entre la auténtica democracia de partidos y la dictadura de un caudillo como en los otros países de América Latina. El régimen nacido de la Revolución Mexicana vivió durante muchos años sin que nadie pusiese en duda su legitimidad. Los sucesos de 1968, que culminaron en la matanza de varios cientos de estudiantes, quebrantaron gravemente esa legitimidad, gastada además por medio siglo de dominación ininterrumpida. Desde 1968 los Gobiernos mexicanos buscan, no sin contradicciones, una nueva legitimidad. La fuente de la antigua era, por una parte, de orden histórico o más bien genealógico, pues el régimen se ha considerado siempre no sólo el sucesor sino el heredero, por derecho de primogenitura, de los caudillos revolucionarios; por la otra, de orden constitucional, ya que era el resultado de elecciones formalmente legales. La nueva legalidad que busca el régimen se funda en el reconocimiento de que existen otros partidos y proyectos políticos, es decir, en el pluralismo. Es un paso hacia la democracia. A la larga, si no se malogra, la Reforma Política realizará el sueño de muchos mexicanos, sin cesar diferido desde la Independencia: transformar al país en una verdadera democracia moderna. A corto plazo, sin embargo, es lícito dudar que baste con unas cuantas medidas de orden legal para cambiar las estructuras políticas de una sociedad. En efecto, ante todo hay que preguntarse: ¿cuáles son los partidos políticos que podrían disputarle al PRI su dominación? Si descartamos a los partidos peleles que durante años han desempeñado el papel de títeres en la farsa electoral, el único rival serio del PRI ha sido el PAN. Es un partido nacionalista, católico y conservador que, como su nombre lo indica (Partido Acción Nacional), estuvo emparentado en su origen con tendencias más o menos influidas por el pensamiento de Maurras y de su Action Francaise (el monarquismo y el antisemitismo excluidos). El PAN ha sido el eterno derrotado en las elecciones, aunque no siempre legalmente. No hay que olvidar que el PRI no es un partido que ha conquistado el poder: es el brazo político del poder. Hasta ahora sólo a unos cuantos les ha importado que el PRI gane invariablemente 138
las elecciones. Esta indiferencia explica por qué ni el PAN ni ninguno de los otros grupos de oposición, de la derecha o la izquierda, han sido capaces de organizar un movimiento de resistencia nacionaL El descontento del pueblo mexicano no se ha expresado en formas políticas activas sino como abstención y escepticismo. Hoy el régimen busca una nueva legalidad en el pluralismo y en esto reside la novedad de la situación. Pero la crisis del sistema político mexicano no ha beneficiado al PAN, que no ha podido capitalizar en su favor el descontento contra el partido oficial. Al contrario: hoy el PAN es más débil que hace quince años. Para colmo, desgarrado por luchas intestinas, padece una suerte de crisis de identidad. Aunque trata de olvidar sus inclinaciones autoritarias y "maurrasianas", no ha logrado convertirse en un partido demócrata cristiano. ¿Y los otros partidos? El Partido Comunista mexicano, a pesar de que fue fundado hace más de cincuenta años, antes que el PRI, es una agrupación pequeña, con nula o escasa influencia entre los trabajadores. Sin embargo, gracias a su control de algunos grupos de estudiantes y, sobre todo, a su dominación en varios sindicatos de empleados y profesores, se ha hecho fuerte en las Universidades. El Partido Comunista de México es un partido universitario y esta paradoja, que habría escandalizado a Marx, significa una conquista estratégica apreciable: las Universidades son uno de los puntos sensibles del país. Desde hace poco, inspirado y alentado sin duda por el ejemplo de los europeos (Italia, España y Francia), el Partido Comunista de México se ha declarado partidario del pluralismo democrático, aunque sin renunciar al "centralismo democrático" leninista. Este cambio implica en cierto modo una autocrítica de su pasado stalinista. Por desgracia, no ha sido una crítica explícita; además ha sido demasiado tímida y está llena de lagunas y reticencias. Es revelador que el Partido Comunista mexicano, en varias declaraciones y manifestaciones recientes, se haya mostrado afín a las posiciones del Partido Comunista francés, el más conservador y centralista de los tres grandes partidos europeos. (Althusser lo ha descrito hace unos meses, en Le Monde, como una organización cerrada de tipo militar, una "fortaleza") Otra característica de la situación mexicana: la nula influencia de los intelectuales de izquierda en esta evolución del Partido Comunista de México. El cambio de los Partidos Comunistas europeos, como es sabido, se debe en buena parte a la crítica de sus intelectuales disidentes; en México -salvo raras excepciones como las de José Revueltas, Eduardo Lizalde y otros pocos más- los intelectuales marxistas han sido los fieles aunque poco imaginativos apologistas del" socialismo histórico", a través de todas sus contradictorias metamorfosis, de Stalin a Brejnev. El Partido Demócrata Mexicano tiene orígenes semejantes a los del PAN, aunque su clientela no es la clase media sino los campesinos pobres de la región central. Un partido auténticamente plebeyo. Es el descendiente directo de la Unión Nacional Sinarquista, una organización animada por un populismo nacionalista y religioso en el que no era difícil reconocer, alIado de retazos de ideologías fascistas, las aspiraciones tradiciónales de los movimientos revolucionarios campesinos. Entre los sinarquistas todavía estaba viva la tradición de los movimientos agrarios, nota constante de la historia de México desde el siglo XVII. Extraño amasijo: la hermandad religiosa, la falange fascista y la jacquerie revolucionaria. El Partido Demócrata Mexicano atraviesa por una crisis de identidad semejante a la del PAN, y no acaba de definir su nuevo perfil democrático. Sin embargo, a pesar de ser un partido pobre lo mismo en recursos materiales que en ideas, tiene todavía influencia entre los campesinos y la clase media pobre del centro del país. Un rasgo común de estos partidos: los tres quisieran olvidar su pasado autoritario. Pero no acaban de exorcizar las sombras de Maurras, Mussolini y Stalin ... Una agrupación política que no arrastra ningún pasado terrible y que surgió de un genuino anhelo de cambio social y democrático: el Partido Mexicano de los Trabajadores. Nacido en la crisis de 1968, su aparición fue vista con gran simpatía por muchos grupos de estudiantes e intelectuales; asimismo, por los veteranos de los descalabros del movimiento obrero en el pasado. Por desgracia, este partido todavía no ha sido capaz de formular un programa que le otorgue fisonomía política y que lo distinga de los otros grupos de izquierda. Podría mencionar a otros partidos independientes pero son minúsculos y sin fuerza apreciable. El espectador más distraído descubre inmediatamente en este panorama dos grandes ausencias. Una, la de un partido conservador como el Republicano de los Estados Unidos o los partidos conservadores de la Gran Bretaña, Francia, Alemania y España; otra, la de un auténtico partido socialista con influencia entre los trabajadores, los intelectuales y la clase media. Esto último es lo verdaderamente lamentable y revela cruelmente una de las carencias más graves de México y de América Latina: la inexistencia de una tradición socialista democrática. ¿El pluralismo mexicano que prepara la Reforma Política estará compuesto por partidos minoritarios y que difícilmente merecen el calificativo de democráticos? Lo más probable es que ese remedo de pluralismo, 139
lejos de aliviarla, agrave la crisis de legitimidad del régimen. Si así fuese, el desgaste del PRI se acentuaría y el Estado, para no disolverse, tendría que apoyarse en otras fuerzas sociales: no en una burocracia política como el PRI sino, según ha sugerido recientemente Jean Meyer, en una burocracia militar.26 Hay, sin embargo, otro remedio. Pero es un remedio visto con horror por la clase política mexicana: dividir al PRI. Tal vez su ala izquierda, unida a otras fuerzas, podría ser el núcleo de un verdadero partido socialista. La Reforma Política ha sido concebida por uno de los hombres más inteligentes de México, un verdadero intelectual que es asimismo un político sagaz. Sin embargo, como se ha visto, este proyecto se enfrenta al mismo muro que ha cerrado el paso a otras iniciativas de nuestros intelectuales y hombres de Estado, de Juárez y los liberales de 1857 a nuestros días. No es un muro de piedras ni ideas ni intereses: es un muro vacío. Entre "la idea y la realidad, entre el impulso y el acto, cae la sombra". Como en el poema de Eliot, ¿México es "la tierra muerta, la tierra de cactos", cubierta de ídolos rotos y de imágenes apolilladas de santos y santas? ¿N o hacemos sino" dar vueltas y vueltas al nopal"? Pero ese nopal no es, en nuestra mitología, la planta del reino de los muertos; al contrario: es la planta heráldica de la fundación de México Tenochtitlán y sus frutos sangrientos simbolizan la unión del principio solar y el agua primordial. Tal vez hemos equivocado el camino; tal vez la salida está en volver al origen. Aclaro: no condeno prematura y precipitadamente a la Reforma Política. Es benéfica incluso dentro de sus limitaciones. Creo que hay que profundizarla y, por decirlo así, democratizarla: descender del nivel de los partidos, que es el nivel de la ideología, al de los intereses y sentimientos concretos y particulares de los pueblos, los barrios y los grupos. En el caso de la Reforma Política, la expresión "volver al origen" quiere decir: tratar de insertarla en las prácticas democráticas tradiciónales de nuestro pueblo. Esas prácticas y esas tradiciónes ahogadas por muchos años de opresión y recubiertas por unas estructuras legales formalmente democráticas pero que son en realidad abstracciones deformantes- están vivas todavía. Vivas en muchas formas de convivencia social y, sobre todo, vivas en la memoria colectiva. Pienso, por ejemplo, en la democra-cia espontánea de los pequeños pueblos y comunidades, en el autogobierno de los grupos indígenas, en el municipio novohispano y en otras formas políticas tradiciónales. Ahí está, creo, la raíz de una posible democracia mexicana. Sólo que, para que la Reforma Política llegase al pueblo real, el Estado tendría que comenzar por su autorreforma. Si democracia es pluralismo, lo primero que hay que hacer es descentralizar. ¿Es posible? La otra tradición histórica mexicana es el centralismo. En México la realidad de realidades se llama, desde Izcóatl, poder central. Contra esa realidad se estrellaron los liberales y federalistas del siglo pasado. Además, burocracia es sinónimo de centralismo y el Estado mexicano, como todos los del siglo XX, inexorablemente tiende a convertirse en un Estado burocrático. La situación de los partidos políticos es uno de los signos de la ambigua modernidad de México. Otro signo es la corrupción. Desde la perspectiva de la persistencia del patrimonialismo es más fácil entender este fenómeno. En todas las cortes europeas, durante los siglos XVII YXVIII, se vendían los empleos públicos y había tráfico de influencias y favores. Durante la regencia de Mariana de Austria, el privado de la reina, don Fernando Valenzuela (el Duende del Palacio), en un momento de apuro del erario público, decidió consultar con los teólogos si era lícito vender al mejor postor los altos cargos, entre ellos los virreinatos de Aragón, Nueva España, Perú y Nápoles. Los teólogos no encontraron nada en las leyes divinas ni en las humanas que fuese contrario a este recurso. La corrupción de la administración pública mexicana, escándalo de propios y extraños, no es en el fondo sino otra manifestación de la persistencia de esas maneras de pensar y de sentir que ejemplifica el dictamen de los teólogos españoles. Personas de irreprochable conducta privada, espejos de moralidad en su casa y en su barrio, no tienen escrúpulos en disponer de los bienes públicos como si fuesen propios. Se trata no tanto de una inmoralidad como de la vigencia inconsciente de otra moral: en el régimen patrimonial son más bien vagas y fluctuantes las fronteras entre la esfera pública y la privada, la familia y el Estado. Si cada uno es rey de su casa, el reino es como una casa y la nación como una familia. Si el Estado es el patrimonio del Rey, ¿cómo no va a serlo también de sus parientes, sus amigos, sus servidores y sus favoritos? En España el Primer Ministro se llamaba, significativamente, Privado.
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1 "Technocrates en uniforme: L'État Symbiotique", en Critique, agosto-septiembre, 1978. 140
La presencia de la moral patrimonialista cortesana en el interior del Estado mexicano es otro ejemplo de nuestra incompleta modernidad. Lo mismo en los estratos más bajos -la sociedad campesina y sus creencias religiosas y morales- que en la clase media y en la alta burocracia tropezamos con la mezcla desconcertante de rasgos modernos y arcaicos. La modernización de México, iniciada a fines del siglo XVIII por los virreyes de Carlos III, sigue siendo un proyecto realizado a medias y que afecta sólo a la superficie de las conciencias. La mayoría de nuestras actitudes profundas ante el amor, la muerte, la amistad, la cocina, la fiesta, no son modernas. Tampoco lo son nuestra moralidad pública, nuestra vida familiar; el culto a la Virgen, nuestra imagen del Presidente ... ¿Por qué? En otros escritos he tratado de responder a esta pregunta. Aquí sólo repetiré que desde la gran ruptura hispánica -la crisis del final del siglo XVIII y su consecuencia: la Independencia-los mexicanos hemos adoptado varios proyectos de modernización. Todos ellos no sólo se han revelado inservibles sino que nos han desfigurado. Máscaras de Robespierre y Bonaparte, Jefferson y Lincoln, Comte y Marx, Lenin y Mao: si la historia es teatro, la de nuestro país ha sido una mascarada interrumpida una y otra vez por el estallido del motín y la revuelta. No predico el regreso a un pasado, imaginario como todos los pasados, ni pretendo volver al encierro de una tradición que nos ahogaba. Creo que, como los otros países de América Latina, México debe encontrar su propia modernidad. En cierto sentido debe inventarla. Pero inventarla a partir de las formas de vivir y morir; producir y gastan trabajar y gozar que ha creado nuestro pueblo. Es una tarea que exige aparte de circunstancias históricas y sociales favorables, un extraordinario realismo y una imaginación no menos extraordinaria. No necesito recordar que el renacimiento de la imaginación, lo mismo en el dominio del arte que en el de la política, siempre ha sido preparado y precedido por el análisis y la crítica. Creo que a nuestra generación y a la que sigue les ha tocado este quehacer. Pero antes de emprender la crítica de nuestras sociedades, de su historia y de su presente, los escritores hispanoamericanos debemos empezar por la crítica de nosotros mismos. Lo primero es curarnos de la intoxicación de las ideologías simplistas y simplificadoras. México, D.F, a 28 de marzo de 1978
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ESTADOS UNIDOS: ENTRE EPICURO Y CALVINO (1981)
L
os efectos de la erosión de la autoridad gubernamental han sido más graves en el exterior que en el interior. Pienso, claro está, en la situación de Estados Unidos. Después de Watergate, el poder del presidente de la Unión americana se ha deteriorado; consecuentemente, ha crecido la influencia de los distintos grupos depresión, cada uno representando un interés parcial. La situación recuerda un poco a la de Atenas durante la guerra del Peloponeso. En materia internacional, la política de Estados Unidos ha sido jugar a la defensiva, lo que, en sí mismo, no es inhábil, a condición de no perder la iniciativa. Pero después de Vietnam no sólo parecen haberla perdido, sino que con frecuencia su política es errática, como lo muestran, entre otros ejemplos, los de Angola, Cuba, Irán y Afganistán. El vacío del poder presidencial se traduce en falta de firmeza y en ausencia de continuidad y dirección. Ante esto, muchos se preguntan: ¿A dónde va Estados Unidos? Y, sobre todo, ¿a dónde lleva a sus aliados? Estados Unidos atraviesa por un período de duda y desorientación. Si no han perdido la fe en sus instituciónes —Watergate fue un ejemplo admirable—, no creen ya como antes en el destino de su nación. Es imposible, dentro de los límites de este artículo, examinar las razones y las causas: son del dominio de la duración larga. Baste con decir que, probablemente, el actual estado de espíritu del pueblo norteamericano es la consecuencia de dos fenómenos contradictorios, pero que, como sucede a menudo en la historia, se han conjugado. El primero es el sentimiento de culpabilidad que despertó en muchos espíritus la guerra de Vietnam; el segundo es el desgaste de la ética puritana y el auge del hedonismo de la abundancia. El sentimiento de culpabilidad, unido a la humillación de la derrota, ha reforzado el aislacionismo tradiciónal, que ha visto siempre a la democracia norteamericana como una isla de virtud en el mar de perversidades de la historia universal. El hedonismo, por su parte, ignora el mundo exterior, y, con él, a la historia. Aislacionismo y hedonismo coinciden en un punto: los dos son anti-históricos. Ambos son expresiones de un conflicto que está presente en la sociedad norteamericana desde la guerra con México, en 1847, pero que sólo hasta este siglo se ha hecho plenamente visible: Estados Unidos es una democracia y, al mismo tiempo, es un imperio. Agrego: un imperio peculiar, pues, según procuraré mostrar en otro artículo, no se ajusta completamente a la definición clásica. Es algo muy distinto a lo que fueron el imperio romano, el español, el portugués y el inglés. Disyuntiva mortal Perplejos ante su doble naturaleza histórica, hoy no sabe qué camino tomar. La disyuntiva es mortal: si escoge el destino imperial, dejará de ser una democracia y así perderá su razón de ser como nación. Pero ¿cómo renunciar al poder sin ser inmediatamente destruidos por su rival, el imperio ruso? Se dirá que Gran Bretaña fue una democracia y un imperio. La situación contemporánea es muy distinta: el imperio británico fue exclusivamente colonial y ultramarino; asimismo, en su política europea y americana no buscó la hegemonía, sino el equilibrio de poderes. La política del equilibrio de poderes corresponde a otra etapa de la historia mundial. Ni Gran Bretaña ni las otras grandes potencias europeas tuvieron que enfrentarse a un Estado como la URSS, cuya expansión imperialista está inextricablemente aliada a una ortodoxia universal. El Estado burocrático ruso no sólo aspira a la dominación mundial, sino que es una ortodoxia militante que no tolera otras ideologías ni otros sistemas de gobierno. El origen de la democracia norteamericana es religioso, y se encuentra en las comunidades de disidentes protestantes que se establecieron en el país durante los siglos XVI y XVII. Las preocupaciones religiosas se convirtieron después en ideas políticas teñidas de republicanismo, democracia e individualismo, pero la tonalidad original jamás desapareció de la conciencia pública. Religión, moral y política han sido inseparables en Estados Unidos. Esta es la gran diferencia entre el liberalismo europeo, casi siempre laico y anticlerical, y el norteamericano. Las ideas democráticas tienen entre los norteamericanos un fundamento religioso, a veces implícito, y otras, las más, explícito. Estas ideas justificaron la tentativa, única en la historia, de constituir una nación como un covenant, frente e incluso contra la necesidad o fatalidad histórica. En Estados Unidos, el pacto social no fue una ficción, sino una realidad, y se realizó para no 142
repetir la historia europea. Este es el origen del aislacionismo norteamericano: la tentativa por fundar una sociedad que estuviese al abrigo de las vicisitudes que habían sufrido los pueblos europeos. La utopía norteamericana Si pudiesen, los norteamericanos se encerrarían en su país y le darían la espalda al mundo, salvo para comerciar con él y visitarlo. La utopía norteamericana -en la que abundan, como en todas las utopías, muchos rasgos monstruosos- es la mezcla de tres sueños: el del religioso, el del mercader y el del explorador. Tres individualistas. De ahí la desgana que muestran cuando tienen que enfrentarse al mundo exterior, su incapacidad para comprenderlo y su pericia para manejarlo. Son un imperio, están rodeados de naciones que son sus aliadas y de otras que quieren destruirlos, pero ellos quisieran estar solos: el mundo exterior es el mal, la historia es la perdición. Son lo contrario de Rusia, otro país religioso pero que identifica a la religión con la Iglesia y que encuentra legítima la confusión entre ideología y partido. El Estado comunista -como se vio muy claramente durante la guerra pasada- es el continuador, y no sólo el sucesor, del Estado zarista. La noción de pacto o covenant no ha figurado nunca en la historia política de Rusia, ni en la tradición religiosa zarista ni en la tradición bolchevique. Tampoco Da idea de la religión como algo del dominio del fuero íntimo; para los rusos, ni la religión ni la política pertenecen a la esfera de la conciencia privada, sino a la pública. La contradicción de Estados Unidos afecta a los fundamentos mismos de la nación. Así, la reflexión sobre Estados Unidos y sus actuales predicamentos desemboca en una pregunta: ¿Serán capaces de resolver la contradicción entre imperio y democracia? Les va en ello la vida y la identidad. Aunque es imposible responder a esta pregunta, no lo es arriesgar un comentario. El sentimiento de culpa puede transformarse, rectamente utilizado, en el comienzo de la salud política; en cambio, el hedonismo no lleva sino a la dimisión, la ruina y la derrota. Es verdad que después de Vietnam y Watergate hemos asistido a una suerte de orgía de masoquismo y hemos visto a muchos intelectuales, clérigos y periodistas rasgarse las vestiduras y golpearse el pecho en si ano de contrición. Las autoacusaciones, en general, no eran ni son falsas, pero el tono era, y es, con frecuencia, delirante, como cuando se hizo culpable a la política norteamericana en Indochina de las atrocidades que después han cometido los jemeres rojos y los vietnamitas. No obstante, el sentimiento de culpa, además de ser una compensación que mantiene el equilibrio psíquico, posee un valor moral: nace del examen de conciencia y del reconocimiento ce que se ha obrado mal. Así, puede convertirse en sentimiento de responsabilidad, único antídoto contra la ebriedad de la hibris, lo mismo para los individuos que para los imperios. El hedonismo, por su parte, es la negación de la responsabilidad. Ante la crisis del petróleo, el público norteamericano se ha negado a aceptar una política realista de austeridad, gesto equivalente al de aquel que cierra los ojos cuando camina al borde de un precipicio. El hedonista es indiferente ante los débiles y manso ante los violentos; los norteamericanos primero desdeñaron a Castro, que les pedía ayuda económica, y ahora conllevan con paciencia sus exabruptos oratorios y su política de intervención en África. Han mostrado la misma incomprensión en los casos de Nicaragua e Irán. (Volveré sobre estos dos temas en otros artículos de esta serie.) Las oscilaciones de la política exterior norteamericana, sus idas y venidas, sus repetidos fracasos y retrocesos, y, en el interior, los dramas y escándalos de Washington, la caída sin gloria de Nixon, el descrédito de Carter, la inflación y la baja del dólar, la ausencia de disciplina colectiva, el relajamiento de la moral pública -todo esto y otros síntomas más que revelan confusión, desbarajuste y aun descomposición, provocan que muchos se pregunten si Estados Unidos ha comenzado ya -¡tan pronto!- su descenso histórico. El ejemplo de Roma se presenta, espontáneamente, a la memoria. Para Montesquieu la decadencia de los romanos tuvo una causa doble: el poder del Ejército y la corrupción del lujo. El primero fue el origen del imperio; la segunda, su ruina. En efecto, el Ejército les dio el dominio sobre el mundo, pero, con él, la molicie irresponsable y el derroche. ¿Serán los norteamericanos más sabios y sobrios que los romanos, mostrarán mayor fortaleza de ánimo? Parece dificilísimo. Sin embargo, hay una nota que habría animado a Montesquieu: los norteamericanos han sabido defender sus instituciónes democráticas y aun las han ampliado y perfeccionado. En Roma, el Ejército instauró el despotismo cesáreo; 143
Estados Unidos padece los males y los vicios de la libertad, no los de la tiranía. Todavía está viva, aunque deformada, la tradición moral de la crítica que los ha acompañado a lo largo de su historia. Precisamente los accesos de masoquismo son expresiones enfermizas de esa exigencia moral. Capacidad de renovación Estados Unidos, en el pasado, a través de la autocrítica y de la imaginación política, supo resolver otros conflictos. Ahora mismo ha mostrado su capacidad de renovación: durante los últimos veinte años ha dado grandes pasos para resolver la otra gran contradicción que le desgarra, la cuestión racial. Es probable que, al finalizar el siglo, Estados Unidos se convierta en la primera democracia multirracial de la historia. El sistema democrático norteamericano, a pesar de sus graves imperfecciones y sus vicios, corrobora la opinión de Aristóteles: si la democracia no es el gobierno ideal, sí es el menos malo. Uno de los grandes logros del pueblo norteamericano ha sido preservar la democracia frente a las dos grandes amenazas contemporáneas: las poderosas oligarquías capitalistas y el Estado burocrático del siglo XX. Otro signo positivo: los norteamericanos han hecho grandes avances en el arte de la convivencia humana, no sólo entre los distintos grupos étnicos, sino en dominios tradiciónalmente prohibidos por la moral tradiciónal, como el de la sexualidad. Algunos críticos lamentan la permissiveness y la relajación de la costumbre -de la sociedad norteamericana; confieso que me parece peor el otro extremo: el cruel puritanismo comunista y la sangrienta gazmoñería de Jomeini. Por último, el desarrollo de las ciencias y la tecnología es una consecuencia directa de la libertad de investigación y de crítica predominante en las universidades e instituciónes de cultura de Estados Unidos. No es accidental la superioridad norteamericana en estos dominios. ¿Cómo y por qué, en una democracia que sin cesar se revela fértil y creadora en la ciencia, la técnica, los negocios y las artes, es tan abrumadora la mediocridad de sus políticos? ¿Tendrán razón los críticos de la democracia? Con frecuencia lo he pensado: la voluntad mayoritaria -aun si no fuese deformada por la propaganda y las burocracias en que se han convertido los partidos políticos- no es sinónimo de sabiduría. Los alemanes votaron por Hitler y Chamberlain fue elegido democráticamente. Todos los norteamericanos que conozco deploran que los candidatos a la presidencia sean Carter y Reagan. El sistema democrático está expuesto al mismo riesgo que la monarquía hereditaria: la voluntad popular se equivoca como la biología, y las malas elecciones son tan frecuentes como el nacimiento de herederos tarados. El remedio está en el sistema de balanzas y controles: el poder legislativo, la opinión pública, los periódicos, la radio, la televisión. Por desgracia, ni el Senado, ni los medios de publicidad, ni el público han dado, en los últimos años, signos de salud política. La única esperanza es que el vencedor, Reagan, sepa rodearse de consejeros hábiles y prudentes. Desde Kissinger hemos vuelto al sistema de los privados y consejeros del príncipe. Un león acorralado La imagen que ofrecemos de Estados Unidos en 1980 no es tranquilizadora. El país está desunido, desgarrado por polémicas electorales sin grandeza, corroído por la duda, minado por un hedonismo suicida y aturdido por la gritería de los demagogos. Sociedad dividida, no tanto vertical como horizontalmente, por el choque de enormes y egoístas intereses: las grandes compañías, los sindicatos, los farmers, los banqueros, los grupos étnicos, la poderosa industria de la información. La imagen de Hobbes se vuelve palpable: todos contra todos. El remedio es recobrar la unidad de propósito, sin la cual no hay posibilidad de acción, pero ¿cómo? La enfermedad de las democracias, como todos sabemos, es la demagogia. En circunstancias como las que hoy vive la Unión Americana -y que recuerdan las de Atenas en el siglo IV antes de Cristo-, la demagogia desemboca en la tiranía y ésta conduce a la derrota. El otro camino, el de la salud política, pasa por el examen de conciencia y la autocrítica: vuelve a los orígenes, a los fundamentos de la nación. Es el caso de Estados Unidos a la visión de los fundadores. No para repetirlos, sino para recomenzar. Con la crisis de Irán terminó la década de los setenta y con lo de Afganistán comenzó la de los ochenta: terrible fin y terrible comienzo. Al empezar este nuevo ciclo, la imagen que ofrece Estados Unidos es la de un país cercado, un león acorralado. ¿Saltará, dará el zarpazo o, con la cola entre las piernas, se retirará a su cueva para restañar sus heridas, cobrar fuerza y preparar otra salida más venturosa? Todo es posible, salvo que los 144
norteamericanos se resignen al papel del payaso que recibe las bofetadas. Es impensable y se equivocarán cruelmente aquellos que así lo piensen. La gran incógnita es si sabrán combinar la energía con la prudencia o si, pasando de un extremo a otro, caerán en una política de arrebatos y riesgos no calculados. El País, Madrid, http://elpaís.com/diario/1981/01/16/internacional/348447604_850215.html
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LA DEMOCRACIA IMPERIAL (1983) Estrenar decadencia […] Los fines últimos, que son los que de verdad cuentan porque son los que dan sentido a nuestra vida, no aparecen en el horizonte de los Estados Unidos. Existen, sí, pero son del dominio privado. Las preguntas y las respuestas sobre la vida y su sentido, la muerte y la otra vida, confiscadas tradiciónalmente por las Iglesias y los Estados, habían sido asuntos del dominio público. La gran novedad histórica de los Estados Unidos consiste en intentar de volverlas a la vida íntima de cada uno. Lo que hizo la Reforma protestante en la esfera de las creencias y los sentimientos religiosos, lo ha hecho la Unión Americana en la esfera secular. Inmensa novedad, cambio sin precedentes en el pasado: ¿qué le queda a la acción del Estado, es decir, a la historia? La sociedad norteamericana, a la inversa de todas las otras sociedades conocidas, fue fundada para que sus ciudadanos pudiesen realizar pacífica y libremente sus fines privados. El bien común no consiste en una finalidad colectiva o metahistórica sino en la coexistencia armoniosa de los fines individuales. ¿Pueden vivir las naciones sin creencias comunes y sin una ideología metahistórica? Antes, los hechos y las gestas de cada pueblo se alimentaban y se justificaban en una metahistoria; o sea: es un fin común que estaba por encima de los individuos y que se refería a valores que eran, o pretendían ser, trascedentes. Cierto, los norteamericanos comparten creencias, valores e ideas: libertad, democracia, justicia, trabajo… Pero todas ellas son medios, un para esto o aquello. Los fines últimos de sus actos y pensamientos no son del dominio público sino del privado. La Unión americana ha sido la primera tentativa histórica por devolverle al individuo aquello que del Estado, desde el origen, le arrebató. No quiero decir que el Estado norteamericano sea el único Estado liberal: su fundación fue inspirada por los ejemplos de Holanda, Inglaterra y la filosofía del siglo XVIII. Pero la nación norteamericana, y no sólo el Estado, se distingue de las otras precisamente por el hecho de haber sido fundada con esas ideas y principios. La gran originalidad histórica de la nación norteamericana y, asimismo, la raíz de su contradicción, está inscrita en el acto mismo de su fundación. Los Estados Unidos fueron fundados par que sus ciudadanos viviesen entre ellos y consigo mismos, libres al fin del paso de la historia y de los fines metahistóricos que el Estado ha asignado a la sociedades del pasado. Fue una construcción contra la historia y sus desastres, cara al futuro, esa terra incógnita con la cual ellos se han identificado. El culto al futuro se inserta con naturalidad en el proyecto norteamericano y es, por decirlo así, su condición y su resultado. La sociedad norteamericana se fundó por un acto de abolición del pasado. Sus ciudadanos, a la inversa de ingleses o japoneses, alemanes o chinos, mexicanos o portugueses, no son los hijos sino el comienzo de una tradición. No continúan un pasado: inauguran un tiempo nuevo. El acto (y el acta) de fundación –anulación del pasado y comienzo de algo distinto− se repite sin cesar en toda su historia: cada uno de sus episodios se define no frente al pasado sino ante el futuro. Es un paso más hacia allá. ¿Hacia dónde? Haca un nowhere que está en todas partes menos aquí y ahora. El futuro no tiene rostro y es mera posibilidad. Pero los Estados Unidos no están en el futuro, región inexistente: están aquí y ahora, entre nosotros, los pueblos extraños de la historia. Son un imperio y sus más ligeros movimientos estremecen al mundo entero. Quisieron estar fuera del mundo y están en el mundo, son el mundo. Así, la contradicción de la sociedad norteamericana contemporánea: ser un imperio y ser una democracia, es el resultado de otra más honda: haber sido fundada contra la historia y ser ella misma historia. […] ¿Epicuro o Calvino? […] Para comprender mejor en qué consiste la sustitución de la visión histórica por la moral, debo referirme nuevamente al origen de los Estados Unidos. En la Antigüedad, l amoral privada era inseparable de la pública. En los clásicos de la filosofía griega, Platón y Aristóteles, la unión entre metafísica, política y moral era íntima: los fines individuales más altos –el amor, la amistad, el conocimiento y la contemplación− eran inseparables en la polis. Lo mismo ocurre entre los grandes romanos; apenas si es necesario recordar a Cicerón, a Séneca y, sobre todo, a Marco Aurelio. Sin embargo, ya en la Antigüedad comenzó la separación entre moral y política (o como decimos ahora: entre moral e historia). Para muchas escuelas filosóficas, especialmente para los epicúreos y los 146
escépticos, la moral se convirtió más y más en un asunto privado. Pero esta indiferencia ante la vida pública no se transformó en esas formas negativas de la acción política que son la desobediencia civil y la rebeldía pasiva. La moral epicúrea no desembocó en una política. Tampoco el escepticismo: aunque Pirrón no afirmaba nada, ni siquiera su propia existencia, sus dudas no le impedían obedecer a las leyes y a las autoridades de la ciudad. Con el cristianismo se consuma el rompimiento entre la moral privada y la política pero para que la primera se convierta en un dominio también colectivo: el de la Iglesia. Con la Reforma, la experiencia moral más honda, la religiosa, se vuelve íntima: diálogo de la criatura consigo misma y con su Dios. La gran novedad histórica de los Estado Unidos consiste, como ya dije más arriba, en haber secularizado y generalizado la relación íntima del cristiano con Dios y con su conciencia; en seguida, y esto es quizá lo esencial, en haber invertido la relación: supeditar lo público a lo privado. Los antecedentes de este gran cambio están ya en los siglos XVII y XVIII, en pensadores como Locke y Rousseau, que ven en el pacto social de los orígenes el fundamento de la sociedad y del Estado. 27 Pero en ellos la idea del contrato social aparece frente a una sociedad ya constituida y así se presenta como una crítica a un estado de cosas existente. Locke, por ejemplo, se propone refutar la doctrina del derecho divino de los reyes; Rousseau, por su parte, concibe el pacto social como un acto anterior a la historia y desfigurado por ésta a través de la propiedad privada y la desigualdad. En la fundación de los Estados Unidos estas ideas sufren un cambio radical. La posición de los términos se invierte: el contrato social no está antes de la historia sino que se transforma en un proyecto. O sea: no es ya sólo el pasado sino un programa cuyo campo de realización es el futuro. Asimismo, el espacio en que se realiza el contrato no es una tierra con historia sino un continente virgen. El nacimiento de los Estados Unidos fue el triunfo del contrato voluntario sobre la fatalidad histórica, el de los fines privados frente a los fines privados colectivos y el del futuro sobre el pasado. En el pasado se concebía a la historia como una acción colectiva –una gesta− destinada a realizar un fin que trascendía a los individuos y a la sociedad misma. La sociedad refería sus actos a un fin exterior a ella y su historia encontraba sentido y justificación en una metahistoria. Los depositarios de esos fines eran el Estado y la Iglesia. En la Edad Moderna la acción de la sociedad cambia de naturaleza y de sentido. Los Estados Unidos son la expresión más completa y pura de ese cambio y de ahí que no sea exagerado decir que son el arquetipo de la modernidad. Los fines de la sociedad norteamericana no están más allá de ella ni son una metahistoria: están en ella misma y no se pueden definir sino en los términos de la conciencia individual. ¿En qué consisten esos términos? Ya lo dije: esencial y primordialmente, en la relación del individuo con Dios y consigo mismo; de una manera subsidiaria: con los otros, sus conciudadanos. En la sociedad primitiva el yo no existe sino como fragmento del gran todo social; en la sociedad norteamericana el todo social es una proyección nunca es geométrica: la imagen que nos ofrece es la de una realidad contradictoria y en perpetuo movimiento. Las dos notas, contradicción y movimiento, expresan la vitalidad extraordinaria de la democracia norteamericana y su inmenso dinamismo. Asimismo, nos revelan sus peligros: la contradicción, si es excesiva, puede paralizarla frente al exterior; el dinamismo puede degenerar en carrera sin sentido. Los dos peligros son visibles en la actual coyuntura. Desde la perspectiva de esta evolución es más fácil comprender la tendencia de los intelectuales norteamericanos a substituir la visión histórica por el juicio moral o, peor aún, por consideraciones pragmáticas y circunstanciales. Moralismo y empirismo son dos formas gemelas de incomprensión de la historia. Una y otra corresponden al básico aislacionismo de la mentalidad norteamericana, que a su vez es la consecuencia natural del proyecto de fundación del país: construir una sociedad a salvo de los horrores y accidentes de la historia universal. El aislacionismo no contiene elementos –salvo negativos− para elaborar una política internacional. Esta observación es aplicable lo mismo a los liberales que a los conservadores. Como es sabido, la significación de estos dos términos no es la misma en los Estados Unidos que en Europa y América Latina. El liberal Es revelador que, en el pensamiento político español e hispanoamericano de la época moderna, sea apenas perceptible la presencia de los neotomistas hispanos, que fueron los primeros en ver en el consenso social el fundamento de la monarquía mismo. Esta insensibilidad es un ejemplo más de un hecho bien conocido: la adopción de la modernidad coincidió con el abandono de nuestra tradición, incluso de aquellas ideas que, como la de Suárez y vitoria, estaban más cerca del moderno constitucionalismo que las especulaciones de los calvinistas. 147 27
norteamericano es partidario de la intervención del Estado en la economía y esto lo acerca, más que a los liberales europeos y latinoamericanos, a la social democracia; el conservador norteamericano es un enemigo de la intervención estatal lo mimo en la economía que en la educación, actitudes que no están muy alejadas de las de nuestros liberales. Ahora bien, en materia internacional, las posiciones de los liberales y los conservadores son intercambiables: unos y otros pasan rápidamente del más pasivo aislacionismo al más decidido intervencionismo, sin que estos cambios modifiquen sustancialmente su visión del mundo exterior. Así, no es extraño que, a pesar de sus diferencias, los liberales y los conservadores hayan sido alternativamente intervencionistas y aislacionistas. […] MÉXICO Y ESTADOS UNIDOS: POSICIONES Y CONTRAPOSICIONES Norte y Sur […] Las diferencias entre los españoles e ingleses que fundaron Nueva Inglaterra y Nueva España no eran menos acusadas y decisivas que las que separaban a los indios nómadas de los sedentarios. De nuevo: fue una oposición en de interior de la misma civilización. Del mismo modo que la visión del mundo y las creencias de los indios americanos brotaban de una fuente común, independientemente de su modo de vida, los españoles y los ingleses compartían los mismos principios y la misma cultura intelectual y técnica. Sin embargo, la oposición entre ellos era tan profunda, aunque de otro género, como la que dividía a un azteca de un iroqués. Así, sobre la antigua oposición entre nómadas y sedentarios se injertó la nueva oposición entre ingleses y españoles. Se han descrito muchas veces las distintas y divergentes actitudes de españoles e ingleses. Todas ellas se resumen en una diferencia fundamental y en la que, quizá, está el origen de la distinta evolución de nuestros países: en Inglaterra triunfó la Reforma mientras que España fue la campeona de la Contrarreforma. Como todas sabemos, el movimiento reformista tuvo en Inglaterra consecuencias políticas que fueron decisivas en la formación de la democracia anglosajona. En España la evolución se hizo en dirección opuesta. Vencida la última resistencia musulmana, España realizó su precaria unidad política, no nacional, a través de alianzas dinásticas. Al mismo tiempo, la monarquía suprimió las autonomías regionales y las libertades municipales, cerrando el paso a una posible evolución hacia una ulterior democracia moderna. Por último, España estaba profundamente marcada por la dominación árabe y en ella perduraba aún, doble herencia cristiana y musulmana, la noción de cruzada y guerra santa. En España se yuxtaponían, sin fundarse enteramente, los rasgos de la edad moderna que comenzaba y los de la antigua sociedad. El contraste con Inglaterra no podía ser más señalado. La historia de España y la de sus antiguas colonias, desde el siglo XVI, es la de nuestras ambiguas relaciones –atracción y repulsión− con la edad modernidad, no acabamos de ser modernos. El descubrimiento y la conquista de América son acontecimientos que inauguran la historia moderna pero España y Portugal los llevaron a cabo con la sensibilidad y el temple de la Reconquista. A los soldados de Cortés, asombrados ante las pirámides y templos de mayas y aztecas, no se les ocurrió nada mejor que compararlos con las mezquitas de Islam. Conquista y evangelización: estas dos palabras, profundamente españolas y católicas, son también profundamente musulmanas. La conquista no sólo significaba la ocupación de territorios extraños y la sumisión de sus habitantes sino la conversión de los vencidos. La conquista se legitimaba por la conversión. Esta filosofía político-religiosa era diametral opuesta a la de la colonización inglesa: la noción de evangelización tuvo un lugar secundario en la expansión colonial inglesa. Los dominios españoles nunca fueron realmente colonias, en el sentido tradiciónal de esta palabra: Nueva España y Perú fueron virreinatos, reinos súbditos de la Corona de Castilla como los otros reinos españoles. En cambio, los establecimientos ingleses en Nueva Inglaterra y en otras partes fueron colonias en la aceptación clásica del término, es decir, comunidades instaladas en un territorio extraño y que conservan sus lazos culturales, religiosos y políticos con la madre patria. Esta diferencia de actitudes se combinó con la diferencia de condiciones culturales que encontraron ingleses y españoles: indios nómadas y sedentarios, sociedades primitivas y sociedades urbanas. La política española de sumisión y conversión no hubiera podido aplicarse a las belicosas naciones del Norte con la misma facilidad con que se aplicó a los poblaciones 148
sedentarias de Mesoamérica, como pudo verse cuando, un siglo después, la conquista española se extendió a los territorios de los nómadas, en lo que hoy es el norte de México y el sur de los Estados Unidos. Los resultados de este doble y contradictorio conjunto de circunstancias fueron decisivas: sin ellas nuestros países no serían lo que son. Los españoles exterminaron a las clases dirigentes de Mesoamérica, especialmente a la casta sacerdotal, es decir, a la memoria y al entendimiento de los vencidos. La aristocracia guerrera que escapó a la destrucción fue absorbida por la nobleza, la iglesia y la burocracia. La política española frente a los indios tuvo una doble consecuencia: por una parte, al reducirlos a la servidumbre, se convirtieron en una mano de obra barata y fueron la base de la sociedad jerárquica novo-hispana; por la otra, cristianizados, sobrevivieron lo mismo a las epidemias que a la servidumbre y fueron una parte constitutiva de la futura nación mexicana. Los indios son el hueso de México, su realidad primera y última. Al mestizaje racial hay que agregar el religioso y el cultural. El cristianismo que trajeron a México los españoles era el catolicismo sincretista romano que había asimilado a los dioses paganos, convirtiéndolos en santos y diablos. El fenómeno se repitió en México: los ídolos fueron bautizados y en el catolicismo popular mexicano están presentes, apenas recubiertos por una película de cristianismo, las antiguas creencias y divinidades. Lo indio impregna no sólo la religión popular de México sino la vida entera de los mexicanos: la familia, el amor, la amistad, las actitudes ante el padre y la madre, las leyendas populares, las formas de la cortesía y la convivencia, la cocina, la imagen de la autoridad y el poder político, la visión de la muerte y el sexo, el trabajo y la fiesta. México es el país más español de América Latina; al mismo tiempo, es el más indio. La civilización mesoamericana murió de muerte violenta pero México es México gracias a la presencia india. Aunque la lengua y la religión, las instituciónes políticas y la cultura del país son occidentales, hay una vertiente de México que mira hacia otro lado: el lado indio. Somos un pueblo entre dos civilizaciones y entre dos pasados. En los Estados Unidos no aparece la dimensión india. Ésta es, a mi juicio, la diferencia mayor entre los dos países. Los indios que no fueron exterminados fueron recluidos en las ―naturaleza caída‖ se extendió a los naturales de América: los Estados Unidos se fundaron sobre una tierra sin pasado. La memoria histórica de los norteamericanos no es americana sino europea. De ahí que una de las direcciones más poderosas y persistentes de la literatura norteamericana, de Whitman a William Carlos Williams y del Melville a Faulkner, haya sido la búsqueda (o la invención) de raíces americanas. Voluntad de encarnación, obsesión por arraigar en la tierra americana: a este impulso le debemos algunas de las obras centrales de la época moderna. La situación de México, tierra de pasados superpuestos, es precisamente la contraria. La ciudad de México fue levantada sobre las ruinas de México-Tenochtitlán, la ciudad azteca, que a su vez fue levantada a semejanza de Tula, la ciudad tolteca, construida a semejanza de Teotihuacán, la primera gran ciudad del continente americano. Esta continuidad de dos milenios está presente en cada mexicano. No importa que esa presencia sea casi siempre inconsciente y que asuma las formas ingenuas de la leyenda y aun de la superstición. No es un conocimiento sino una vivencia. La presencia de lo indio significa que una de las facetas de la cultura mexicana no es occidental. ¿Hay algo semejante en los Estados Unidos? Cada uno de los grupos étnicos que forman la democracia multirracial que son los Estados Unidos posee su propia cultura y tradición y algunos de éstos —por ejemplo: los chinos y los japoneses— no son occidentales. Esas tradiciónes coexisten con la tradición central norteamericana sin fundirse con ella. Son cuerpos extraños dentro de la cultura norteamericana. Incluso en algunos casos —el más notable es el de los chicanos— las minorías defienden sus tradiciónes contra o frente a la tradición norteamericana. La resistencia de los chicanos no sólo es política y social sino cultural. Dentro y fuera Si pudiesen condensarse en dos palabras las distintas actitudes del catolicismo hispánico y del protestantismo inglés, diría que la actitud española fue inclusiva y la inglesa exclusiva. En la primera las nociones de conquista y dominación están aliadas a las de conversión y absorción; en la segunda, conquista y dominación no implican la conversión del vencido sino su separación. Una sociedad inclusiva, fundada en el doble principio de la dominación y la conversión, tenía que ser jerárquica, centralista y respetuosa de las particularidades de cada grupo: estricta división de clases y grupos, cada uno regido por leyes y estatutos especiales y todos creyentes en la misma fe y obedeciendo al mismo señor. Una sociedad exclusiva tenía que separase de los nativos, sea por la 149
exclusión física o el exterminio; al mismo tiempo, puesto que cada comunidad era una asociación de hombres puros y aparte de los otros, tendía al igualitarismo entre ellos y a asegurar la autotomía y la libertad de cada grupo de creyentes. Los orígenes de la democracia norteamericana son religiosos y en las primeras comunidades de Nueva Inglaterra está ya presente esa doble y contradictoria tensión entre libertad e igualdad que ha sido el leit-motif de la historia de los Estados Unidos. La oposición que acabo de esbozar se expresa con gran nitidez en dos términos religiosos: comunión/pureza. Esta oposición marcó profundamente las actitudes ante el trabajo, la fiesta, el cuerpo y la muerte. Para la sociedad de Nueva España el trabajo ni redime ni es valioso por sí mismo. El trabajo manual es servil. El hombre superior ni trabaja ni comercia: guerra, manda, legisla. También piensa, contempla, ama, galantea, se divierte. El ocio es noble. […] Pasado y futuro Una tercera y no menos profunda diferencia: la oposición entre la ortodoxia católica y el reformismo protestante. En México la ortodoxia católica había adoptado la forma filosófica del neotomismo, un pensamiento a la defensiva frente a la modernidad naciente y más apologético que crítico. La ortodoxia impedía el examen y la crítica. En Nueva Inglaterra las comunidades estaban compuestas muchas veces por disidentes religiosos o, al menos, por creyentes en la libre lectura de la Escritura. Por una parte: ortodoxia, filosofía dogmática y culto a la autoridad: por la otra: libre lectura e interpretación de la doctrina. Ambas sociedades eran religiosas pero sus actitudes religiosas eran inconciliables. No pienso únicamente en los dogmas y principios sino en la manera misma de practicar y entender la religión. En un caso: el complejo y majestuoso edificio conceptual de la ortodoxia, una jerarquía eclesiástica igualmente compleja, ricas órdenes religiosas militantes como los jesuitas y una concepción ritualista de la religión en la que los sacramentos ocupaban un lugar central. En el otro: libre discusión de la Escritura, una clerecía pobre y reducida al mínimo, una tendencia a borrar las fronteras jerárquicas entre el simple creyente y el sacerdote, una práctica religiosa fundada no en el ritual sino en la moral y no en los sacramentos sino en la interiorización de la fe. La diferencia central, desde el punto de vista de evolución histórica que las dos sociedades, reside a mi modo de ver en los siguientes: con la Reforma, crítica religiosa de la religión y antecedente necesario de la Ilustración, comienza el mundo moderno; con la Contrarreforma y el neotomismo, España y sus posesiones se cierran al mundo moderno. No tuvimos Ilustración porque no tuvimos Reforma ni un movimiento intelectual y religioso como el jansenismo francés. La civilización hispanoamericana es admirable por muchos conceptos pero hace pensar en una construcción de inmensa solidez —a un tiempo convento, fortaleza y palacio— destinado a durar, no a cambiar. A la larga, esa construcción se volvió un encierro, una prisión. Los Estados Unidos son hijos de la Reforma y de la Ilustración. Nacieron bajo el signo de la crítica y la autocrítica. Y ya se sabe: quien dice crítica, dice cambio. La transformación de la filosofía crítica en ideología progresista se realizó y alcanzó su apogeo en el XIX. La crítica racionalista barrió el cielo ideológico y lo limpió de mitos y creencias; a su vez, la ideología del progreso desplazó los valores intemporales del cristianismo y los trasplantó al tiempo terrestre y lineal de la historia. La eternidad cristiana se convirtió en el futuro de evolucionismo liberal. La diferencia que acabo de esbozar es la contradicción final y en ella culminan todas las divergencias y diferencias que he mencionado. Una sociedad se define esencialmente por su posición ante el tiempo. Por razón de su origen y de su historia intelectual y política, los Estados Unidos son una sociedad orientada hacia el futuro. Con frecuencia se ha señalado la extraordinaria movilidad espacial del pueblo norteamericano, nación constantemente en marcha. Al desplazamiento físico y geográfico corresponde, en el campo de las creencias y las actitudes mentales, la movilidad en el tiempo. El norteamericano vive en el límite extremo del ahora, siempre dispuesto a saltar hacia el futuro. El fundamento de la nación no está en el pasado sino en el porvenir. Mejor dicho: su pasado, su acta de fundación, fue una promesa de futuro y cada vez que los Estados Unidos regresan a su origen, a su pasado, redescubren el futuro. […]
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AMÉRICA LATINA Y LA DEMOCRACIA […] La tercera diferencia ha sido, a mi juicio, determinante. Entre los acontecimientos que inauguraron el mundo moderno se encuentra, con la Reforma y el Renacimiento, la expansión europea en Asia, América y África. Este movimiento fue iniciado por los descubrimientos y conquistas de los portugueses y los españoles. Sin embargo, muy poco después, y con la misma violencia, España y Portugal se cerraron y, encerrados en sí mismos, negaron a la naciente modernidad. La expresión más completa, radical y coherente de esa negación fue la Contrarreforma. La monarquía española se identificó con una fe universal y con una interpretación única de esa fe. El monarca español fue un híbrido de Teodosio el Grande y de Abderramán III, primer Califa de Córdoba. (Lástima que los reyes españoles hayan imitado más la sectaria política del primero que la tolerancia del segundo.) Así, mientras los otros Estados europeos tendían más y más a representar a la nación y a defender sus valores particulares, el Estado español confundió su causa con la de una ideología. La evolución general de la sociedad y de los Estados tendía a la afirmación de los intereses particulares de cada nación, es decir, despojaba a la política de su carácter sagrado y la relativizaba. La idea de la misión universal del pueblo español, defensor de una doctrina reputada justa y verdadera, era una supervivencia medieval y árabe; injertada en el cuerpo de la monarquía hispánica, comenzó por inspirar sus acciones pero acabó por inmovilizarla. Lo más extraño es que esta concepción teológico-política haya reaparecido en nuestros días. Aunque ahora no se identifica con una revelación divina: se presenta con la máscara de una supuesta ciencia universal de la historia y la sociedad. La verdad revelada se ha vuelto ―verdad científica‖ y no encarna ya en una Iglesia y un Concilio sino en un Partido y un Comité. El siglo XVII es el gran siglo español: Quevedo y Góngora, Lope de Vega y Calderón, Velázquez y Zurbarán, la arquitectura y la neoescolástica. Sin embargo, sería inútil buscar entre esos grandes nombres al de un Descartes, un Hobbes, un Spinoza o un Leibniz. Tampoco al de un Galileo o un Newton. La teología cerró las puertas de España al pensamiento moderno y el siglo de oro de su literatura y de sus artes fue también el de su decadencia intelectual y su ruina política. El claroscuro es aún más violento en América. Desde Montaigne se habla de los horrores de la Conquista; había que recordar también a las creaciones americanas de España y Portugal: fueron admirables. Fundaron sociedades complejas, ricas y originales, hechas a la imagen de las ciudades que construyeron, a un tiempo, sólidas y fastuosas. Un doble eje regía aquellos virreinatos y capitanías generales, uno vertical y otro horizontal. El primero era jerárquico y ordenaba a la sociedad conforme al orden descendente de las clases y grupos sociales: señores, gente del común, indios, esclavos. El segundo, el eje horizontal, a través de la pluralidad de jurisdicciones y estatus, unía en una intricada red de obligaciones y derechos a los distintos grupos sociales y étnicos, con sus particularismos. Desigualdad y convivencia: principios opuestos y complementarios. Si aquellas sociedades no eran justas tampoco eran bárbaras. La arquitectura es el espejo de las sociedades. Pero es un espejo que nos presenta imágenes enigmáticas que debemos descifrar. Contrastan la riqueza y el refinamiento de ciudades como México y Puebla, al mediar el XVIII, con la austera simplicidad, rayana en la pobreza, de Boston o de Filadelfia. Esplendor engañoso: lo que en Estados Unidos era amanecer, en la América Hispana era crepúsculo. Los norteamericanos nacieron con la Reforma y la Ilustración, es decir, con el mundo moderno; nosotros, con la Contrarreforma y la neoescolástica, es decir, contra el mundo moderno. No tuvimos ni revolución intelectual ni revolución democrática de la burguesía. El fundamento filosófico de la monarquía católica y absoluta fue el pensamiento de Suárez y sus discípulos de la Compañía de Jesús. Estos teólogos renovaron, con genio, al tomismo y lo convirtieron en una fortaleza filosófica. El historiador Richard Morse ha mostrado con penetración que la función del neotomismo fue doble: por una parte, a veces de un modo explícito y otras implícito, fue la base ideológica de sustentación del imponente edificio político, jurídico y económico que llamamos Imperio español; por otra, fue la escuela de nuestra clase intelectual y modelo sus hábitos y sus actitudes. En este sentido –no como filosofía sino como actitud mental− su influencia aún pervive entre los intelectuales de América Latina. En su origen, el neotomismo fue un pensamiento destinado a defender a la ortodoxia de las herejías luteranas y calvinistas, que fueron las primeras expresiones de la modernidad. A diferencia de las otras tendencias filosóficas de esa época, no fue un método de exploración e lo desconocido sino un sistema para 151
defender lo conocido y lo establecido. La Edad Moderna comienza con la crítica de los primeros principios; la neoescolástica se propuso defender esos principios y demostrar su carácter necesario, eterno e intocable. Aunque en el siglo XVIII esta filosofía se desvaneció en el horizonte intelectual de América Latina, las actitudes y los hábitos que le eran consustanciales han persistido hasta nuestros días. Nuestros intelectuales han abrazado sucesivamente el liberalismo, el positivismo y ahora el marxismo-leninismo; sin embargo, en casi todos ellos, sin distinción de filosofías, no es difícil advertir, ocultas pero vivas, las actitudes psicológicas y morales de los antiguos campeones de la neoescolástica. Paradójica modernidad: las ideas son de hoy, las actitudes de ayer. Sus abuelos juraban en nombre de Santo Tomás, ellos en el de Marx, pero para unos y otros la razón es un arma al servicio de una verdad con mayúscula. La misión del intelectual es defenderla. Tiene una idea polémica y combatiente dela cultura y del pensamiento: son cruzados. Así se ha perpetuado en nuestras tierras una tradición intelectual poco respetuosa de la opinión ajena, que prefiere las ideas a la realidad y los sistemas intelectuales a la crítica de los sistemas. […] Tiempo nublado. México-Barcelona, Seix-Barral, 1983, pp. 37-38, 50-52, 143-147, 152-153, 164-166.
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LA DEMOCRACIA: LO ABSOLUTO Y LO RELATIVO (1991) Este ensayo fue leído por su autor el 27 de noviembre de 1991 en el marco del Pabellón Español de la Feria de Sevilla, dando principio así al ciclo de conferencias que con el título de ―El porvenir de la democracia‖ organizaron Claves y Revista de Occidente. En esta serie de conferencias participaron intelectuales como Isaiah Berlín, Claude Lévi-Strauss, Karl Popper, Mario Vargas Llosa y otros, así como destacadas figuras del ámbito político: Helmuth Schmidt, Edward Shevardnaze, James Carter y Raúl Alfonsín.
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uando se me invitó a inaugurar esta serie de conferencias sobre el porvenir de la democracia al finalizar el siglo, acepté, con entusiasmo… tras un momento de indecisión. Acepté, movido por mis convicciones; dudé, porque no estaba ni estoy muy seguro de ser la persona idónea para tratar un asunto de tal complejidad. No soy historiador ni sociólogo ni politólogo: soy poeta. Mis escritos en prosa están estrechamente asociados a mi vocación literaria y a mis aficiones artísticas. Prefiero hablar de Marcel Duchamp o de Juan Ramón Jiménez que de Locke o de Montesquieu. La filosofía política me ha interesado siempre pero nunca he intentado ni intentaré, escribir un libro sobre la justicia, la libertad o el arte de gobernar. Sin embargo, he publicado muchos ensayos y artículos sobre la situación de la democracia en nuestra época: los peligros externos e internos que le han amenazado y amenazan, las interrogaciones y pruebas a que se enfrenta. Ninguna de estas páginas posee pretensiones teóricas; escritas frente al acontecimiento, son los momentos de un combate, los testimonios de una pasión. Su mismo carácter circunstancial y episódico me da, ya que no autoridad, sí legitimidad para hablar ante ustedes de la democracia. No van a oír a un pensador político sino a un testigo. Confieso que me sorprende el hecho de que estas conferencias sobre la democracia se den en Sevilla y precisamente durante el año de la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América. ¿Los tiempos que vivimos se parecen a los del final del siglo XV? Aunque las diferencia son enormes, hay algunas semejanzas impresionantes y que nos obligan a reflexionar. Así pues, el tema del Descubrimiento y la Conquista será uno de mis puntos de referencia. He hablado de semejanzas; la primera es la siguiente: son dos épocas de frontera, en las que algo se acaba y algo nace. En 1492, salto de un espacio a otro; cinco siglos después, salto de un tiempo a otro. Y en ambos casos: caída en lo desconocido. Otro parecido: lo imprevisto, lo inesperado. Se buscaba un camino más corto hacia Cathay y brotaron en medio del mar tierras y gente desconocidas; se buscaba contener al imperio comunista y ese imperio de pronto se desvaneció. En su lugar descubrimos una realidad que no habíamos querido o podido ver. En 1492, ignorancia de la realidad geográfica; en nuestros días, ignorancia e la realidad histórica. El Descubrimiento cambió la figura física del mundo: cuatro continentes en lugar de tres. El número cuatro desmintió la vieja ideología tripartita que Europa había heredado de sus antepasados indoeuropeos. Asimismo, introdujo un enigma teológico que fue una herida profunda en la conciencia religiosa de Occidente: a pesar del mandamiento expreso de los Evangelios, durante mil quinientos años millones de almas habían sido substraídas a la prédica de los Apóstoles y de sus sucesores. La caída repentina del comunismo también ha sido un desafío que nos ha dejado intelectualmente inermes frente al porvenir. Para los contemporáneos de Colón, cambió la figura del mundo y se preguntaron: ¿dónde estamos? ; para nosotros, ha cambiado su configuración histórica y nos decimos: ¿hacia dónde vamos? Las polémicas en torno al Descubrimiento de América no se han apagado. No voy a examinarlas; me limito a señalar que casi siempre las críticas olvidan lo esencial: sin esas exploraciones, conquistas, acciones admirables y abominables, heroísmos, destrucciones y creaciones, el mundo no sería mundo. En 1492 el mundo comenzó a tener forma y figura de mundo. Algunos discuten si no sería mejor llamar Encuentro al Descubrimiento. Observo que no hay descubrimiento sin encuentro ni encuentro sin descubrimiento. Otros dicen que la Conquista fue un genocidio y la Evangelización una violación espíritual de los indios. Identificar a los vencidos no es menos falaz que idolatrar a los vencedores: unos y otro esperan de nosotros comprensión, simpatía y, digamos la palabra, piedad. Imaginemos por un instante que no son los españoles los que desembarcan en la playa de Veracruz una mañana de 1519 sino que son los aztecas los que llegan a la bahía de Cádiz. Axayácatl, el capitán tenochca, rápidamente se da cuenta de las disensiones que dividen a los andaluces; se entrevista en secreto con el conde 153
don Julián y se alía con él; seduce a su hija, Florinda la Cava, la convierte en su barragana y en su gente diplomático; tras una serie de maniobras audaces y de combates, conquista Jerez, Sevilla y otras ciudades; los jefes aztecas ordenan la demolición de las catedrales y levantan sobre ellas majestuosas pirámides; se sacrifica a los guerreros españoles vencidos (así se les diviniza) y se distribuyen sus mujeres entre los conquistadores; sobre las ruinas de Sevilla se funda Aztlán, la nueva capital de la Bética; los sacerdotes aztecas convierten a la población indígena al culto de Huitzilopochtli y de su madre, la Virgen Coaticlue; se pacifica al país y se establece una dominación que dura varios siglos; finalmente, a través de la acción combinada del tiempo, el mestizaje y la indoctrinación, nace una nueva sociedad ―azteca y bética, rayada de morisca‖, como diría siglos después, en el más puro náhuatl, uno de sus poetas. Hoy, quinientos años más tarde, la denuncia del genocidio azteca se ha convertido en su lugar común de los oradores e ideólogos de Aztlán, nostálgicos de la Bética preazteca y descendientes de Axayácatl y sus hombres. La crítica de Rousseau y sus descendientes es más fundada. Es una crítica de orden moral más que histórico; es la consecuencia de su condena de la civilización —madre de la desigualdad, la opresión, la mentira, el crimen— y su exaltación del buen salvaje, el hombre natural e inocente. Pero ¿en dónde encontrar al hombre inocente? Las sociedades indígenas de América, de los nómadas a las poblaciones de México y de Perú, con la excepción quizá de los indios de Amazonia, no eran realmente primitivas. Algunas de ellas eran plena y altamente civilizadas; los mayas, por ejemplo, habían descubierto al cero. Así pues, esas sociedades estaban también manchadas por las lacras de la civilización. La crítica de Montaigne es más convincente. Sus razones son una deducción inteligente del escepticismo grecolatino; a su vez, son el origen del moderno relativismo cultural. Es una tendencia predominante en nuestros días y que ha sido ilustrada recientemente, con brillo y coherencia, por Lévi-Strauss. La idea de que cada cultura y cada civilización es una creación única y, por tanto, incomparable, parece irrefutable. Sin embargo, tiene una falla; por una parte nos abre (o entreabre) las puertas de la comprensión de culturas y sociedades extrañas, ajenas a la nuestra; por otra, nos impide juzgar, escoger y valorar. O dicho de otro modo: nos prohíbe la comprensión global, que implica la comparación y la confrontación de cada cultura con las otras y con sus creaciones. Es fin, sea cual sea su valor, el relativismo cultural no tiene sino una relación lateral con nuestro tema: las semejanzas y diferencias pertinentes –subrayo el adjetivo− entre nuestra situación y la de 1492. He señalado algunas semejanzas; ahora procuré mostrar una diferencia que es, a mi juicio, capital. El Descubrimiento y la Conquista de América son acontecimientos que, como la Reforma y el Renacimiento, abren la era moderna. Sin la ciencia ni la técnica de esa época no hubiese sido factible la navegación en pleno océano; tampoco habría sido posible la conquista sin las armas de fuego. Apenas si necesito recordar que esa ciencia y esa técnica eran el resultado de dos mil años de continua especulación y experimentación. Lo mismo debo decir de las concepciones políticas, ya claramente modernas, de algunas de las figuras centrales de ese momento, como Cortés. Ciencias, técnicas, utensilios, ideas, instituciónes: gérmenes y embriones que anuncian la modernidad naciente. Además, una experiencia histórica invaluable; mientras que las sociedades indígenas, incluso las más complejas y desarrolladas, como las de México, no tenían noción de la existencia de otras tierras y de otras civilizaciones, los españoles conocían sociedades distintas a la suya, con otras lenguas y otras religiónes. Al ver a los invasores, los indios se preguntaron: ¿quiénes son y de dónde vienen? Una pregunta, por decirlo así, ahistórica y, en el fondo, religiosa: para ellos los españoles eran lo desconocido. El conquistador, en cambio, inmediatamente intensa inserta la extrañeza india en una categoría histórica conocida: sus ciudades le recuerdan a Constantinopla, sus santuarios a las mezquitas. Lo maravilloso, para ellos, no era lo sobrenatural sino lo legendario: el mundo de los romances, las leyendas y las novelas de caballería. El impulso también era moderno: era una exploración y una conquista. Las grandes aventuras colectivas de Occidente habían sido las Cruzadas, el rescate del Santo Sepulcro y, para los españoles, la Reconquista. En las empresas de portugueses y españoles aparece algo nuevo y contrario a la tradición medieval: penetrar en lo desconocido, conocerlo y dominarlo. No es rescate sino un descubrimiento. Todos los conquistadores tenían plena conciencia de la novedad que encarnaban ellos y sus acciones: hacían algo nunca visto. No se equivocaban: con ellos se inicia la gran expansión de Occidente, uno de los signos (gloria y estigma) a la modernidad. 154
La otra cara de la Conquista no es moderna sino tradiciónal, medieval. En esta dualidad reside su fascinante ambigüedad. Se ha hablado mucho de los pillajes y de la sed de oro de los conquistadores. Pero la rapacidad, la violencia, la lujuria y la sangre han acompañado siempre a los hombres. En la España de la Reconquista, para no salir del ámbito hispánico, encontramos los mismos excesos entre los guerreros musulmanes. Sin embargo, sería absurdo reducir la Reconquista a una serie de raids de bandas cristianas y musulmanas. Tampoco es posible comprender a la Conquista de América si se le amputa de su dimensión metahistórica: la evangelización. Al lado del saco de oro, la pila bautismal. Aunque parezca contradictorio, era perfectamente natural que en muchas almas coexistiese la sed de oro con el ideal de la conversión. Al contrario de la codicia, que es inmemorial y ubicua, el afán de conversión no aparece en todas las épocas ni en todas las civilizaciones. Y ese afán es el que da fisonomía a esa época y sentido a las vidas de aquellos aventureros turbulentos: el tiempo de aquí estaba orientado hacia un allá fuera del tiempo. El gran debate convocado por Carlos V en Valladolid, en 1550, y que opuso a grandes teólogos y juristas, giró en torno del tema dela legitimidad de la Conquista: ¿era o no lícita? Las opiniones fueron encontradas pero ara todos los participantes la razón de ser de aquel acontecimiento no era meramente histórica sino que estaba referida a un valor sobrenatural: cumplir los Evangelios, cristianizar a los nativos. En esto coincidieron los dos grandes adversarios, Las Casas y Sepúlveda. El primero lo dijo de un modo tajante: ―los indios fueron descubiertos para ser salvados‖. La fe en Cristo y en sus mandamientos es fe en un valor absoluto que trasciende la historia temporal. Es la encarnación de la palabra divina en la acción de unos hombres y en la política de un Estado. Nada menos moderno. Pues bien, el eclipse de los valores absolutos y metahistóricos y sus substitución por valores relativos es un capítulo central en la historia de la democracia moderna. A diferencia de lo que ocurrió en los dominios americanos de España y de Portugal, en la colonización de la mitad angloamericana de nuestro continente la prédica del cristianismo no figura como motivo dominante. La evangelización no fue parte de la política de la Corona inglesa ni figuró entre las preocupaciones religiosas de los colonos. Tampoco fue un principio de legitimación. Los primeros establecimientos fueron pequeñas comunidades de fieles de esta o de aquella denominación, a veces compuestas por disidentes. Cada una de ellas, aparte de los trabajos de la agricultura, el comercio y las otras ocupaciones mundanas, practicaba con gran fervor su versión particular del cristianismo. El modelo de casi todas ellas eran las comunidades cristianas primitivas o, mejor dicho, lo que se suponía que habían sido aquellas, hermandades antes de la corrupción romana. Sin embargo, a pesar de su devoción y su piedad exigente, ninguna de ellas se propuso seriamente cristianizar a los indios. Cada grupo se veía como una isla de fe rodeada por una naturaleza salvaje y unas tribus igualmente salvajes. Los indios eran parte de la naturaleza –naturaleza caída− y, como a ella, había que dominarlos y, en caso necesario, segregarlos o destruirlos. El fenómeno se repite, más acusadamente y en escala mucho mayor, durante la expansión del siglo XIX hacia el Oeste. El modelo religioso de esta gran emigración fue la peregrinación de Israel en el desierto y la ocupación de Palestina. Aparte de la búsqueda de tierras y de otras ganancias materiales, el ánimo que movía a esos miles de familias y de aventureros no era cristianizar salvajes sino fundar ciudades y pueblos prósperos, regidos por la moral de la Biblia. Una Biblia en inglés, interpretada por cada secta y por cada conciencia. En la expansión europea en África y Asia también es visible la desaparición paulatina de la dimensión metahistórica, ese absoluto que santifica o, al menos, justifica la acción histórica y sus violencias. Las grandes potencias encontraron un sucedáneo en una frase-talismán: la ―misión civilizadora de Europa‖. Pero es muy distinto fundar la dominación sobre un pueblo extraño en un código de valores temporales que fundarla en un valor absoluto y más allá de la historia. El eminente historiador Maucaulay ocupó una alta posición, a mediados del siglo pasado, en el gobierno de la India. Fue liberal y humano, defendió la libertad de prensa y la igualdad de los indios y los europeos ante la ley; sin embargo, cuando se le encargó organizar el sistema educativo, se inclinó sin reserva por una educación occidental. Aunque Maucaulay no ignoraba el valor de la civilización de la India, justificó su reforma porque habría al pueblo indio las puertas de la cultura moderna, la democracia y el progreso. Al cambiar los Vedas por los principios del liberalismo inglés, la élite india penetró en un mundo radicalmente nuevo, hecho de valores relativos y cambiantes. Pero lo que perdió en certidumbres metafísicas lo ganó en otro sentido: gracias a la reforma educativa, la aristocracia intelectual india pudo hacer la crítica de la dominación 155
inglesa precisamente en los términos de la cultura política inglesa. Para Las Casas había que salvar las almas; para Mauculay, había que cambiar a las sociedades. Los orígenes de este cambio, a un tiempo inmenso e invisible, están en la Reforma protestante, que interioriza la experiencia religiosa. La dimensión metahistórica cambia de lugar: la religión se recluye en el templo y, sobre todo, en la conciencia de cada uno. Así, abandona la plaza pública, el Consejo de Estado y el campo de batalla. El Estado y el campo de batalla. El Estado no tiene jurisdicción sobre las creencias de los ciudadanos y la fe se convierte en un asunto privado: es el diálogo entre la conciencia de cada hombre y la divinidad. El absoluto se retira de la historia. En los Estados Unidos el Estado profesa una vaga moralidad, herencia del cristianismo reformista y de esa versión del deísmo de la Ilustración que llegaron los Padres fundadores. El poder es tolerante y neutral ante todas las iglesias y las sectas. El fenómeno, con variantes, se repitió en Europa y ahora en más de la mitad del mundo. El cambio consistió en la inversión de la posición de las dos esferas que componen a la sociedad; la pública y la privada. La democracia griega había conquistado para el ciudadano el derecho de participar en la vida pública. La democracia moderna invierte la relación: el Estado pierde el derecho de intervenir en la vida privada de los ciudadanos. El valor central, el eje de la vida social, ya no es la gloria de la polis, la justicia o cualquier otro valor metahistórico sino la vida privada, el bienestar de los ciudadanos y sus familias. Los valores absolutos, imbricados en la esfera pública, se desvanecen y emigran hacia la vida privada; a su vez, los individuos y los grupos postulan sus ideas, sus intereses o sus valores como públicos. Todos ellos, por naturaleza misma, son temporales y relativos: la sociedad los adopta por una temporada y después los desecha. La pluralidad de valores y su carácter temporal y relativo nos somete a tensiones contradictorias difícilmente soportables. Hay una pregunta que todos nos hacemos al nacer y que no cesamos de repetirnos a lo largo de nuestras vidas: ¿por qué y para qué vine al mundo, cuál es el sentido de mi presencia en la tierra? La democracia moderna no puede responder a esta pregunta, que es la central. O lo que es igual: ofrece muchas respuestas. Dos principios complementarios rigen a nuestras sociedades: la neutralidad del Estado en materia de religión y de filosofía, su respeto a todas las opiniones; y en el otro extremo, la libertad de cada uno para escoger este o aquel código moral, religioso o filosófico. La democracia moderna resuelve la contradicción entre la libertad individual y la voluntad de la mayoría mediante el recurso al relativismo de los valores y el respeto al pluralismo de las opiniones. La democracia ateniense resolvió la misma contradicción en términos radical y simétricamente opuestos. Sócrates fue víctima de esa contradicción pero hoy Sócrates no sería procesado: lo invitarían a participar en un debate de televisión. Nuestro relativismo en racional o, más bien, razonable. Asegura la coexistencia de los dos principios, el de gobierno de los representantes de la mayoría y el de la libertad de los individuos y de los grupos; al mismo tiempo, le retira al hombre algo que, desde su aparición sobre la tierra, desde las primeras bandas del paleolítico, ha sido consubstancial con su ser: el sentirse y saberse parte de un grupo con creencias, tradiciónes y esperanzas comunes. El hombre se ha sentido siempre inmerso en una realidad más vasta que es, simultáneamente, su cuna y su tumba. El anacoreta solitario es una ficción filosófica o novelesca. Cada hombre es sed de totalidad y hombre de comunión. Por lo primero, busca el sentido de su existencia, es decir, ese eslabón que lo enlaza al mundo y lo hace participar en el tiempo y su movimiento; por lo segundo, busca reunirse con esa realidad entrañable de la que fue arrancado al nacer. Estamos suspendidos entre soledad y fraternidad. Cada uno de nuestros actos es una tentativa por romper nuestra orfandad original y restaurar, así sea precariamente, nuestra unión con el mundo y con los otros. La democracia moderna nos defiende de las exigencias exorbitantes y crueles del antiguo Estado, mitad Providencia y mitad Moloc. Nos da libertad y, con ella responsabilidad. Pero esa libertad, si no se resuelve en el reconocimiento de los otros, si no los incluye, es una libertad negativa: nos encierra en nosotros mismos. Cruel dilema: la libertad sin fraternidad es petrificación: la democracia sin libertad es tiranía. Contradicción fatal, en el doble sentido de la palabra: es necesaria y es funesta. Sin ella, no seríamos libres ni alcanzaríamos la única dignidad a que podemos aspirar: la de ser responsables de nuestros actos; con ella, caemos en un abismo sin fin: el de nosotros mismos. Esto último es lo que ocurre en las modernas sociedades liberales: la comunidad se fractura y la totalidad se vuelve dispersión. A su vez, la escisión de la sociedad se repite en los individuos: cada uno está dividido, cada uno es fragmento y cada fragmento gira sin dirección y choca con los otros fragmentos. Al multiplicarse, la escisión 156
engendra la uniformidad: el individualismo moderno es gregario. Extraña unanimidad hecha de la exasperación del yo y de la negación de los otros. El ocaso de los antiguos absolutos religiosos no hizo desaparecer las necesidades psíquicas que satisfacían. Además, en momentos de crisis, disensiones internas y amenazas del exterior, las sociedades y sus dirigentes buscan la unanimidad. Tal era la situación de Francia durante el período revolucionario. Al fin del Antiguo Régimen habla sucedido la gran y mortífera querella entre las facciones y el peligro de la intervención extranjera. La dictadura jacobina surgió como un recurso severo contra estos peligros. Las medidas de los revolucionarios jacobinos estaban dictadas, en parte, por las necesidades estratégicas del momento pero, sobre todo, expresaban las obsesiones ideológicas de los dirigentes y correspondían a esa sed de totalidad y unanimidad a que he aludido. Las viejas certidumbres monárquicas y religiosas habían dejado un hueco que había que llenar con nuevas mitologías: el culto a la Razón, al Ser Supremo o a la Patria. Abstracciones pero abstracciones sedientas de sangre. La fuente de la política jacobina fue, muy probablemente, el pensamiento de Rousseau. En primer término, su idea de ―la voluntad general‖, que no es la suma de las voluntades e intereses particulares sino la expresión de los intereses generales de la sociedad. Concepto nebuloso y que tal vez no resiste a la crítica racional pero concepto que enciende la imaginación y satisface nuestra sed de totalidad. La voluntad general es la sociedad, ya purificada de sus vicios actuales y en el seno de la cual los hombres han superado la contradicción entre sus aspiraciones individuales y sus deberes colectivos. La voluntad general es la ley y esa ley, absoluta e infalible, es la expresión de la única soberanía verdadera: la del pueblo. El pueblo es rey y, como verdadero rey, no tolera opiniones contrarias a la suyas. Para fortificar la cohesión de la voluntad general, el Estado debe tener una religión. No una religión conocida sino la religión civil, hecha de pocas y claros mandamientos. La religión civil está fundada en la virtud de los ciudadanos, en un sentido de la palabra virtud que recuerda, por una parte, a Maquiavelo y, por otra, a la antigua piedad grecorromana. El Estado tiene el derecho – y más: el deber− de castigar con el ostracismo e incluso con la muerte a los impíos que violen esos mandamientos. No es todavía el totalitarismo moderno pero es su anuncio, aunque envuelto en profundas iluminaciones y en vagos, generosos sentimientos. Estas ideas, resumidas grosso-modo, fueron el germen de la religión revolucionaria. En la edad moderna cambia la vieja relación entre religión y política: en la Conquista de América, la política vive en función de la religión, es un instrumento de la idea religiosa; en la Revolución Francesa, la política se transforma en religión. Más exactamente: la revolución confisca el sentimiento de lo sagrado. La religión revolucionaria no fue sino la religión civil de Rousseau, convertida en pasión y cuerpo político. Su Cristo fue un ente mitad abstracto y mitad real: el Pueblo (más tarde sería el Proletariado). Ahora bien, como religión, a la revolución le faltan muchas cosas y, entre ellas, la principal: la trascendencia. Aun así, la revolución satisface, al menos temporalmente, la sed de totalidad y el hambre de fraternidad que padecemos. Nos une al todo, que es el pueblo, la clase o el partído. Una y otra vez, con apasionada insistencia, Robespierre y Saint-Just aluden a la virtud como a la fuerza que une a las conciencias dispersas. Para ellos, virtud era: abnegación, don de cada uno a la causa común. Subrayo que la causa, para serlo realmente, debe ser común. La causa es una emanación de la voluntad general: la soberanía popular encarnada en una milicia. Los jefes revolucionarios son los guardianes de la voluntad gene ral, sus intérpretes y sus ejecutores. Como la virtud corre siempre el riesgo de pervertirse, es decir, de separarse del cuerpo común, el complemento natural y necesario de la religión revolucionaria es el Terror. La Fiesta del Ser Supremo y la Guillotina son las dos caras de la Revolución y ambas tienen funciones ideológicas semejantes. François Furet ha demostrado que la instauración del Terror no obedeció predominantemente a razones de orden estratégico; los periodos de mayor represión fueron inmediatamente posteriores a las victorias de la República jacobina contra sus enemigos externos e internos. El terror no fue solamente una medida política de represión sino una ceremonia religiosa de expiación. Fue parte, dice el mismo historiador, de un proyecto de regeneración: ―por el Terror, la revolución crea un hombre nuevo‖: El soberano, el pueblo rey, a través de sus jefes e intérpretes, volvió a ejercer sus poderes de vida y de muerte. Los movimientos revolucionarios del siglo XIX y del XX heredaron la tonalidad y las ambiciones religiosas de la gran revolución. Entre todos ellos, el marxismo alcanzó una dimensión internacional y logró fundar estados 157
poderosos en dos grandes países: Rusia y China. La gran paradoja es que, en las dos revoluciones, la intervención del proletariado fue más bien marginal. Como antes el pueblo de 1793, la palabra proletariado ha designado en nuestro siglo no tanto a una categoría social como a un mito: Cristo y Prometeo, el mártir y el héroe filantrópico, fundidos en una sola figura redentora. Sin embargo, no en todas las corrientes nacidas del marxismo aparece la aspiración metahistórica. Una de ellas, a través de la II Intemacional, pudo insertarse en las sociedades democráticas europeas, y debemos a su acción buena parte de las conquistas obreras. Pero, al abandonar el mito revolucionario, perdió su poder de seducción, especialmente entre los intelectuales. Una rama de la socialdemocracia rusa, la bolchevique, recogió la otra mitad de la herencia. A la caída del zarismo asaltó el poder, aniquiló a los otros partidos, consolidó su dominación en el imperio ruso, la extendió a otros países y se convirtió en una opción revolucionaria mundial. En Rusia, la teoría de la voluntad general volvió a ser el fundamento de la dictadura de los jefes, aunque en una forma menos abstrusa y convertida en una regla procesal: el "centralismo democrático" de Lenin. Fue el descenso de una discutible idea filosófica a un recurso para acallar a los disidentes. Ni el pueblo ni el proletariado ni el partido encaman a la voluntad general, sino el Comité Central. En la versión marxista-leninista de la revolución, aparece además un elemento que no previó Rousseau y que fue la gran aportación de Hegel interpretado por Marx: la historia tiene una dirección predeteminada. Así, en el bolchevismo se unieron los dos extremos de los antiguos absolutismos religiosos: la creación de un hombre nuevo y el sentido de la historia, la redención y la providencia. Nuestro siglo ha presenciado, con una mezcla de admiración y de impotencia, el impetuoso nacirriíento del mito revólucionarío, la desecación de la doctrina vuelta catecismo, la congelación del terror convertido en rutinaria administración de la muerte y, en fin, la petrificación del sistema hasta su final pulverización. La dictadura jacobina duró dos años; la dictadura comunista, más de 70, y causó no miles, sino millones de muertos. Sí, la historia se repite, pero la segunda vez no como farsa, sino como pesadilla inmensa y abrumadoramente real. No puedo ocuparme de las causas del desmoronamiento del comunismo. Me limitaré a observar que lo determinante no fue la presión externa, sino las contradicciones internas; no hubo ninguna gran derrota diplomática, ningún Waterloo que provocase la caída del régimen. Durante su larga y costosa rivalidad con la Unión Soviética, las democracias liberales capitalistas prefirieron siempre, en lugar de la franca confrontación, la política llamada de contención. ¿Sabiduría política o imposibilidad de movilizar a una opinión pública semiadormecida por la abundancia y la prosperidad? Tal vez ambas cosas: sentido común y realismo de corto alcance. Si la caída fue asombrosa, los efectos no lo fueron (*). Era natural la carrera hacia la democracia y el mercado libre; era natural también la resurrección de los nacionalismos y el renacimiento del fervor religioso. La desaparición del comunismo enfrenta a Europa no con sus fantasmas, sino con el despertar de realidades dormidas. Pero hay despertares terribles. La recrudescencia de las querellas nacionalistas, como en Yugoslavia, sería el preludio de la guerra civil, la anarquía y, tal vez, la desintegración. Esos trastornos romperían el precario equilibrio mundial. No menos grave es la contradicción insalvable entre el sistema democrático, la economía de mercado y las formas arcaicas del nacionalismo y del sentimiento religioso. La democracia modema está fundada en la pluralidad y el relativismo, mientras que el nacionalismo y el fanatismo religioso son fraternidades cerradas, unidas por el odio a lo extranjero y el culto a un absoluto tribal. La modemidad es, a un tiempo, indulgente y rigurosa: tolera toda clase de ideas, temperamentos y aun vicios, pero exige tolerancia. Es lo contrario de una fraternidad. En esto reside su inmensa novedad histórica y su enorme falta, en el doble sentido de imperfección y de carencia. A las democracias modernas les falta el otro, los otros. No es necesario hacer, otra vez, la descripción de la división de las sociedades contemporáneas, unas ricas y otras pobres y aun miserables. En el interior de cada sociedad se repite la desigualdad. Y en cada individuo aparece la escisión psíquica. Estamos separados de los otros y de nosotros mismos por invisibles paredes de egoísmo, miedo e indiferencia. A medida que se eleva el nivel material de la vida, desciende el nivel de la verdadera vida. La marca del conformismo es la sonrisa impersonal que sella todos los rostros. La publicidad y los medios de comunicación crean por temporadas este o aquel consenso en torno a esta o aquella idea, persona o producto. Pero la publicidad no postula valor alguno; es una función comercial y reduce todos los valores a número y utilidad. Ante cada cosa, idea o persona, se 158
pregunta: ¿sirve?, ¿cuánto vale? El hedonismo fue, en la antigüedad, una filosofia; hoy es una técnica comercial. Ninguna civilización había utilizado la belleza de unos senos de mujer o la flexibilidad de los músculos de un atleta para anunciar una bebida o unos trapos. El sexo convertido en agente de ventas: doble corrupción del cuerpo y del espíritu. El mercado libre tiene dos enemigos: el monopolio estatal y el privado. Este último tiende a crecer y a reproducirse en nuestras sociedades. Aunque su influencia se extiende a todos los dominios de la vida contemporánea, de la economía a la política, sus efectos son particularmente perversos en las conciencias. La democracia está fundada en la pluralidad de opiniones; a su vez, esa pluralidad depende de la pluralidad de valores. La publicidad destruye la pluralidad no sólo porque hace intercambiables a los valores, sino porque les aplica a todos el común denominador del precio. En esta desvalorización universal consiste esencialmente el complaciente nihilismo de las sociedades contemporáneas. Banal nihilismo de la publicidad: lo contrario de lo que temía Dostoievski. Decir que todo está permitido porque Dios no existe es una afirmación trágica, desesperada; reducir todos los valores a un signo de compraventa es una degradación. Los medios tratan a las ideas, a las opiniones y a las personas como noticias, y a éstas, como productos comerciales. Nada menos democrático y nada más infiel al proyecto original del liberalismo que la ovejuna igualdad de gustos, aficiones, antipatías, ideas y prejuicios de las masas contemporáneas. La democracia moderna no está amenazada por ningún enemigo externo, sino por sus males íntimos. Venció al comunismo, pero no ha podido vencerse a sí misma. Sus males son el resultado de la contradicción que la habita desde su nacimiento: la oposición entre la libertad y la fraternidad. A esta dualidad en el dominio social corresponde, en la esfera de las ideas y las creencias, la oposición entre lo relativo y lo absoluto. Desde el comienzo de la modernidad, esta cuestión ha desvelado a nuestros filósofos y pensadores; también a nuestros poetas y novelistas. La literatura moderna no es sino la inmensa crónica de la historia de la escisión de los hombres: su caída en el espejo de la identidad o en el despefiadero de la pluralidad. ¿Qué nos pueden ofrecer hoy el arte y la literatura? No un remedio ni una receta, sino una herencia por rescatar, un camino abandonado que debemos volver a caminar. El arte y la literatura del pasado inmediato fueron rebeldes; debemos recobrar la capacidad de decir no, reanudar la crítica de nuestras sociedades satisfechas y adormecidas, despertar a las conciencias anestesiadas por la publicidad. Los poetas, los novelistas y los pensadores no son profetas ni conocen la figura del porvenir, pero muchos de ellos han descendido al fondo del hombre. Allí, en ese fondo, está el secreto de la resurrección. Hay que desenterrarlo. Vuelta, núm. 261, agosto de 1992
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VI. TRASCENDER LA HISTORIA ATEÍSMOS (1967)
E
s casi imposible escribir sobre la muerte de Dios. No es un tema de disertación, aunque desde hace más de medio siglo abundan los trinos y las aleluyas. Esa vasta y no siempre legible literatura no agota el asunto pues todo lo que ahora se dice y no se hace ostenta la marca de ese acontecimiento. El ateísmo, explícito, es universal. Pero hay que distinguir varias categorías de ateos: aquellos que creen crear en un Dios vivo y que en realidad piensan y viven como si nunca hubiera existido: son los verdaderos ateos y forman la mayoría de nuestros conciudadanos; los ateos por convicción filosófica, para los que dios no ha muerto porque nunca existió y que, no obstante, creen en alguno de sus sucedáneos (razón, progreso, historia): son los seudoateos; y aquellos que aceptan su muerte y tratan de vivir desde esta perspectiva insólita. Son la minoría y pueden dividirse a su vez en dos grupos: los que no se resigna y, como El frenético de Nietzsche, entonan en los templos vacíos Requiem æternam deo; y aquellos para quienes el ateísmo es un acto de fe. Ambos viven religiosamente, con ligereza y gravedad, la muerte de Dios. Con ligereza porque viven como si se les hubiese quitado un peso de encima; con gravedad porque al desaparecer el poder divino, sustento de la creación, el suelo se hunde bajo sus pies. Sin Dios el mundo se ha vuelto más ligero y el hombre más pesado. La muerte de Dios es un capítulo de la historia de las religiónes, como la muerte del gran Pan o la fuga de Quetzalcóatl. También es un momento de la conciencia moderan. Ese momento es religioso. Lo es de una manera singular y vivirlo exige un temple que ha de combinar, en dosis variables, el rigor del pensamiento y la pasión de la fe. Como todo momento, es transitorio; como todo momento religioso, es definitivo. Bañado por la luz divina, el momento religioso centellea y dice: para siempre. Es el tiempo humano colgado de la eternidad por un hilo, le hilo de la presencia sobrenatural; si ese hilo se rompe, el hombre cae. El momento que vive el ateo es definitivo en sentido contrario: su horizonte es la anulación de la presencia. Como en el momento humano se asume como fragilidad y contingencia ante una dimensión extratemporal: la ausencia de Dios es eterna como su presencia. El momento religioso positivo es el fin del tiempo profano y el principio del tiempo sagrado: ese fin es una resurrección. El momento religioso negativo es el fin de la eternidad y el comienzo del tiempo profano: es comienzo es una caída. No hay resurrección porque el comienzo es un fin: el ateo cae en el sinfín del tiempo sucesivo en el que cada minuto repite a otro. La condenación no es el tormento sino la repetición. El momento religioso positivo es una conversión; el negativo es una reversión. Para el creyente ese momento es una apelación y una respuesta; para el ateo, un silencio sin apelación. El silencio en que culmina la muerte de Dios provoca en el ateo la incredulidad. Disparado de sí, vertido hacia el exterior, grita: ―¡Yo busco a Dios, busco a Dios!‖. Grito insensato pues sabe que ―lo matamos entre todos: tú y yo- Todos nosotros somos sus asesinos‖. El frenético sabe que Dios ha muerto pues él lo mató. Tal vez por esto no se resigna y literalmente no puede creer en lo que dice. De ahí que grite y cante, se torture y se regocije. Anda fuera de sí. La muerte de dios lo ha expulsado de su ser y lo ha hecho renegar de su esencia humana. El frenético quiere ser dios porque anda en busca de Dios. La otra clase de ateo se encara al acontecimiento con ánimo igualmente religioso y no menos contradictorio: sabe que la muerte de Dios no es un hecho sino una creencia. Y cree. Pero ¿en qué apoyar su creencia, cómo se manifiesta su fe, en qué forma encarna? Es una creencia vacía, una fe sin Dios. En ambos casos se trata de algo que difícilmente puede satisfacer la exigencia del entendimiento. La incredulidad de El frenético es un desvarío y no resiste a la prueba mayor: si Dios estuviese vivo, ese minuto de su muerte sería también el de su resurrección. La credulidad del otro tampoco prevalece contra la razón: si es una creencia, ¿quién y qué la prueba? No hay nadie para atestiguar o verificarla. Es una verdad anónima puesto que nadie la encarna o asume, excepto el ateo. Y él la encarna como negación. El ateo vive una extraña certidumbre: no cree —salvo si cree en nada. Nietzsche vio con clarividencia las dificultades del ateísmo. Esas dificultades le parecieron insuperables, al menos mientras el hombre siga siendo hombre. Por eso su ―nihilismo‖ para ―acabarse‖ o perfeccionarse, exige el advenimiento del superhombre. Sólo el superhombre puede ser ateo porque sólo él sabe jugar. El frenético del conocido pasaje el asesinato de Dios en plazas y mercados, dice que se trata de un acto que es excesivo para la medida humana: ―Jamás se cometió acción más grandiosa y aquellos que nazcan después de nosotros 160
pertenecerán, a causa de esto, a una historia más ilustre que toda otra historia…‖ Si la grandeza de ese crimen es excesiva para nosotros, ¿surgió ya otra estirpe de hombres capaces de soportar la terrible carga? Y si no ha nacido, ¿hay signos de su futura aparición? Nietzsche anunciaba en 1882 que Dios había muerto; no es presuntuoso decir hoy que el superhombre no ha nacido… El frenético sabe que, muerto Dios, el hombre debe vivir como un dios. Saberlo lo pone fuera de sí: el hombre debe ir más allá de su ser, salir de su naturaleza y reclamar la carga, el riesgo y el goce de la divinidad. La muerte de Dios lo lleva a cambiar de ser, a jugar su vida contra la vida divina. De ahora en adelante el hombre debe contemplar la vida entera, la propia y la del cosmos, a la divina: como un juego. Toda creación es juego, representación. Nietzsche lo dice una y otra vez: en nuestro tiempo lo que cuenta es el arte y no la verdad. El hombre trabaja y conoce; los dioses juegan: crean. Los mundos reposaban en la mano de Dios; ahora es el hombre el que debe sostenerlos. No pesan más que ayer ni en su peso el que precipita al hombre en el despeñadero del tiempo sin fin. Nuestro abismo no es el infinito cósmico sino la muerte. El hombre está marcado por la contingencia –y lo sabe. Por eso no puede jugar como un dios. La gravedad, su pesadumbre original, lo ata al suelo. No danza en la altura; danza sobre un agujero. La danza del hombre es terror y nostalgia de la caída. El tema de Nietzsche no es el de la muerte de Dios sino el de su asesinato. Aunque el nombre filosófico del asesino sea voluntad de poder, los verdaderos reos somos todos y cada uno de nosotros. Pero se puede ver la muerte de Dios como un hecho histórico, es decir, podemos pensar que murió de muerte natural, vejez o enfermedad. En este caso el diagnóstico no incumbe a la filosofía ni a la teología sino a la historia de las ideas y las creencias de Occidente. Es muy conocido. Tal vez en Egipto nació la idea de un Dios único. La divinidad solar de un gran imperio pasó por una serie de metamorfosis: dios tribal que desplaza a una deidad volcánica, señor de un pueblo escogido, redentor de la especie humana, creador y rey de este mundo y de otro. Aunque la antigüedad clásica había pensado el Ser y concibió la Idea y la Causa inmóvil, ignoró la noción de un Dios creador y único. Entre el Dios judeocristiano y el Ser de la Metafísica pagana hay una contradicción insuperable: los atributos del Ser no son aplicables a un Dios creador, salvador y personal. El Ser no es Dios. Y más: el Ser es incompatible con cualquier monoteísmo. El Ser es y no puede ser sino ateo o politeísta. Dios, nuestro Dios, fue víctima de la infección filosófica: el Logos fue el virus, el agente fatal. Así pues, la historia de la filosofía nos limpia de la culpa de la muerte de Dios: no fuimos nosotros los asesinos sino el tiempo y sus accidentes. Tal vez esta explicación no sea sino un subterfugio. Examinada de cerca, no resiste la crítica: Dios muere en el seno de la sociedad cristiana y muere precisamente porque esa sociedad no era esencialmente cristiana. Nuestra conversión del paganismo fue de tal modo incompleta que los cristianos nos servimos de la filosofía pagana para matar a nuestro Dios. La filosofía fue el arma pero el brazo que la empuñó fue nuestro brazo. No hay más remedio que regresar a la idea de Nietzsche: el ateísmo sólo puede vivirse desde la perspectiva de la muerte de Dios como un acto personal —aunque ese pensamiento sea insoportable e intolerable. En verdad, sólo los cristianos pueden matar a Dios. Apenas si conozco el otro gran monoteísmo. Sospecho, sin embargo, que el Islam ha experimentado dificultades semejantes a las del cristianismo. Ante la imposibilidad de encontrar un fundamento racional o filosófico al Dios único, Abu Hámid Ghazali escribe su Incoherencia de la filosofía; un siglo después, Averrones contesta con su Incoherencia de la incoherencia.28 También para los musulmanes la lucha entre Dios y la filosofía fue una lucha a muerte. Allá ganó Dios un Nietzsche musulmán podría haber escrito: ―La filosofía ha muerto; la matamos entre todos, tú y yo…‖ La India y el Extremo Oriente han inventado una divinidad que no ha creado al mundo y que no destruirá –esas funciones son la responsabilidad de dioses especializados. Salvaron así a Dios de la doble imperfección de crear y de crear mundos y seres imperfectos. En realidad suprimieron a Dios: si no es creador, ¿para qué es Dios? (Y si es creador…) La divinidad hindú está abstraída en una autocontemplación infinita. No se interesa en el acontecer humano ni interviene en el curso del tiempo: sabe que todo es una quimera. Su inactividad no afecta a los creyentes: miríadas de dioses proveen a sus necesidades de cada día. No contentos con la existencia de muchos cielos e infiernos, cada uno poblado por innumerables dioses y demonios, los budistas concibieron a los Bodisatvas, seres que combinan la perfección impasible del Buda con la actividad Henri Corbin prefiere traducir Autodestrucción de los filósofos y Autodestrucción de la autodestrucción, respectivamente. (Histoire de la philosophie islamique, 1964). 161 28
compasiva de las divinidades: no son dioses sino entidades metafísicas dotadas de pasión salvadora. El Oriente puede dispensarse de la idea de un Dios creador porque antes hizo una crítica del tiempo. Si la verdadera realidad es un ser inmóvil —o su contrario: la vacuidad igualmente inmóvil del budismo— el tiempo es irreal e ilusorio. Habría sido inútil inventar a un Dios creador de una ilusión. Las dificultades del ateísmo occidental provienen del tiempo: la realidad del tiempo exige la realidad del Dios que lo creó. Por eso Dios está antes del tiempo: es su sustento y su origen. Nietzsche trató de resolver este rompecabezas por medio del eterno retorno: la muerte de dios es un momento del tiempo circular, un fin que es un comienzo. Sólo que el tiempo cíclico encierra otra contradicción: al tiempo de la muerte de Dios sucederá el de su resurrección. Nerval lo dijo: ―Ills reviendront, ces Dieux qui tu pleures toujours!‖ El eterno retorno convierte a Dios en una manifestación del tiempo pero no lo suprime. Para acabar con Dios hay que acabar con el tiempo: esa es la lección del budismo. Ahora bien, si nosotros nos arriesgásemos a formular una crítica del tiempo que no fuese menos radical que la del budismo, esa crítica tendría que ser esencialmente distinta. En tanto que el Buda se enfrentó a un tiempo cíclico, el nuestro es lineal, sucesivo e irrepetible. Para nosotros Dios no está en el tiempo sino antes… Tal vez el ateísmo es un problema de posición: no de nosotros frente a Dios sino Dios frente al tiempo. Pensar a Dios después del tiempo. Pensar que el tiempo tendrá un fin –y una finalidad: no la creación de un superhombre sino de un verdadero Dios. Ese Dios podría ser pensado sin congoja y sin desgarramiento porque no sería el Creador sino la Criatura. No un hijo nuestro: el hijo del tiempo y que nace al morir el tiempo. Concebir el tiempo no como sucesión y caída infinita sino como principio creador finito: un Dios se forma en las entrañas vacías del instante. Si el ateo imaginase un dios que lo espera al fin del tiempo, ¿cesarían la contradicción, la rabia y el remordimiento? Dios no ha muerto y nadie lo mató: aún no nace. La idea no es menos terrible que la de Nietzsche pues culmina en una conclusión que el Occidente rechaza con horror desde el principio de su historia: el fin del tiempo. Nosotros, que matamos a Dios, ¿nos atreveremos a matar al tiempo? NIHILISMO Y DIALÉCTICA Dios no pudo convivir con la filosofía: ¿puede la filosofía vivir sin Dios? Desaparecido su adversario, la Metafísica deja de ser la ciencia de las ciencias y se vuelve lógica, psicología, antropología, historia, economía, lingüística. Hoy el reino de la filosofía no es ese territorio, cada vez más exiguo, que aún no exploran las ciencias experimentales. Si se ha de creer a los nuevos lógicos es apenas el residuo no-científico del pensamiento, un error de lenguaje. Quizá la Metafísica de mañana, si el hombre venidero aún siente la necesidad del pensar metafísico, se iniciará como una crítica de la ciencia tal como en la antigüedad principió como crítica de los dioses. Esa Metafísica se haría las mismas preguntas que se ha hecho la filosofía clásica pero el lugar, el desde, de la interrogación no sería el tradiciónal antes de toda ciencia sino un después de las ciencias. Es difícil, sin embargo, que el hombre vuelva alguna vez a la Metafísica y aun a la religión. Después del desengaño de las ciencias y de las técnicas, buscará una Poética. No el secreto de la inmortalidad ni la llave de la eternidad: la fuente de la vivacidad, el chorro que funde vida y muerte en una sola imagen erguida. La muerte de Dios implica la desaparición de la Metafísica, inclusive si no acepta la interpretación que hace Heidegger de la frase de Nietzsche. En ese notable estudio —quizá el mejor que se haya escrito sobre el tema— Heidegger nos dice que la palabra de dios no designa únicamente al Dios cristiano sino al mundo suprasensible en general: ―Dios es el nombre que da Nietzsche a la esfera de las Ideas y los Ideales‖. Si fuese así la muerte de dios no sería sino un episodio de un drama más vasto: un capítulo, el último, de la historia de la Metafísica. No lo creo. El frenético no dice que Dios haya muerto de muerte natural o histórica; dice que lo hemos asesinado. Se trata de un acto personal y sólo si lo pensamos como un crimen, cometido entre todos y por cada uno de nosotros, podemos entrever la terrible grandeza de nuestra época. Pero aun si se piensa que Dios ha muerto de muerte natural o filosófica, su desaparición provoca inexorablemente la extinción de la Metafísica: el pensar pierde su objeto, su obstáculo. La filosofía de Occidente se alimentó de la carne de Dios; desaparecida la deidad, el pensamiento perece. Sin alimento sagrado no hay Metafísica. Después de haber devorado a los dioses paganos, la antigua Metafísica construyó sus hermosos sistemas. Vencedora y ya sin enemigos, se disgregó en sectas y escuelas (estoicismo, epicureísmo) o se 162
desangró en tentativas de creación religiosa (neoplatonismo). Esta última empresa se reveló estéril: la Metafísica se alimenta de religión pero no es creadora de religiónes. En cambio, las sectas dieron al hombre de la antigüedad algo que no nos han dado las filosofías modernas: una sagesse. Ninguna de nuestras filosofías ha producido un Adriano a un Marco Aurelio. Ni siquiera un Séneca: nuestros filósofos prefieren la ―autocrítica‖ al veneno. Cierto, la filosofía moderna nos ha dada una política y nuestros filósofos coronados se llaman Lenin, Trotski, Stalin y Mao Tsetung. Entre los dos primeros y los dos últimos el descenso ha sido vertiginoso. En menos de cincuenta años el marxismo, definido por Marx como un pensamiento crítico y revolucionario, se transformó en la escolástica de los verdugos (el stalinismo) y ahora en el catecismo primario de setecientos millones de seres humanos. La ―sagesse‖ moderna no viene de la filosofía sino del arte. No es una ―sagesse‖ sino una locura, una poética. En el siglo pasado se llamó romanticismo y en la primera mitad del nuestro: surrealismo. Ni la filosofía ni la religión ni la política han resistido el ataque de la ciencia y de la técnica. El arte resistió. Dadá —sobre todo Duchamp y Picabia— se sirvieron de la técnica y así se burlaron de ella, la inutilizaron. No fueron los únicos: fueron los más osados. El arte moderno es una pasión, una crítica y un culto. También es un juego y una sabiduría —loca sabiduría. La filosofía pagana no creó ninguna religión pero mató a la nueva. El cristianismo resucitó a Platón y Aristóteles y desde entonces el Dios y el Ser, el Único y el Uno, lucharon en abrazo mortal. La razón absorbió a Dios y se coronó reina: Occidente pensó que si era imposible adorara a un Dios racional, al menos podía venerar a una razón divina. Kant destronó a la razón. Roída por la crítica como ella había roído a Dios, la razón se volvió dialéctica. El tránsito de la Dialéctica del Espíritu al materialismo dialéctico fue el capítulo final. La relación entre Marx y la filosofía es análoga a la de Nietzsche y el cristianismo. En ambos casos lo decisivo es un acto personal que se postula como un método universal: no hay una historia de la filosofía: hay filósofos en la historia. La destrucción de Nietzsche consiste en la inversión de los principios o fundamentos de la Metafísica y culmina en la subversión de los valores tradiciónes. Marx no había procedido de otra manera. Según él mismo dice, se limitó a colocar a la dialéctica en su posición natural: los pies en la tierra y la cabeza arriba. Lo sensible, el mundo material, fue el fundamento del universo y el antiguo fundamento, la idea, fue su expresión. Para Marx la palabra natural no sólo quiere decir lo normal (no era un realista ingenuo); tampoco proclamó la primacía de la naturaleza sobre el espíritu. Esto último habría sido una repetición del antiguo materialismo. La naturaleza de Marx es histórica. La gran novedad fue la humanización de la materia: la acción del hombre, la praxis, vuelve inteligible el opaco mundo natural. Marx quiso escapar así de la contradicción del materialismo tradiciónal pero introdujo otra oposición que ningún de sus continuadores ha logrado anular: la dicotomía naturaleza y espíritu reaparece como dualidad entre historia y naturaleza. Si la naturaleza es dialéctica, la historia es parte de la naturaleza y entonces toda la teoría de la praxis –la acción humana que convierte a la materia en historia− resulta superflua: la distinción entre el materialismo dialéctico y el viejo materialismo del siglo XVIII resulta ilusoria: el marxismo no es un historicismo sino un naturalismo. La otra posibilidad no es menos contradictoria: si la naturaleza no es dialéctica, aparece un hiato y el dualismo regresa. Según Heidegger la operación del ―nihilismo completo‖ no consiste tanto en el cambio de valores o en su devaluación como en la inversión del valor de los valores. La derogación de lo suprasensible —Idea, Dios, Imperativo Categórico, Progreso— como valor supremo no implica la anulación de los valores sino la aparición de un nuevo principio que instaura los valores. Ese principio será de ahora en adelante la fuente del valor. Es la vida. Y la vida en su forma más directa y agresiva: la voluntad de poder. La esencia de la vida es voluntad y la voluntad se expresa como poder. No sé si efectivamente la esencia de la vida sea la voluntad de poder. En todo caso, no me parece que sea el principio u origen del valor, aquello que lo instaura; tampoco creo que sea su fundamento. La esencia de la voluntad de poder se cifra en la palabra más. Es un apetito: no un más ser sino un ser más. No el ser: el querer ser. Ese querer ser es la herida por donde se desangra la voluntad de poder. Del mismo modo que el movimiento no puede ser la razón o principio del movimiento (¿quién lo mueve, en qué se apoya?), la voluntad de poder no es el ser sino un querer ser y por eso es incapaz de fundarse a sí mismo y ser el fundamento de los valores. Su esencia consiste en ir más allá de sí; para encontrar su razón de ser, su principio, debe agotar su movimiento, ir hasta el fin: regresar al comienzo. El eterno retorno de lo Mismo entraña una nueva subversión de valores: la restauración de la idea, lo suprasensible como fundamento del valor. Ni la voluntad de poder ni la idea son principios: son momentos del eterno retorno, fases de lo Mismo. 163
Ante el materialismo dialéctico el entendimiento se enfrenta a dificultades análogas. La dialéctica es la forma de manifestación, la manera de ser, de la materia, única realidad real; la materia en movimiento es el fundamento de todos los valores. Pero entre materia y dialéctica hay una contradicción: las llamadas leyes de la dialéctica no son observables en los procesos y cambios de la materia. Si lo fuesen, dejaría de ser materia: sería historia, pensamiento o idea. Por otra parte, la dialéctica no puede fundarse a sí misma porque su esencia consiste en negarse apenas se afirma. Es un renacer y remorir perpetuos. Si la voluntad de poder está continuamente amenazada por el regreso de lo Mismo, la dialéctica lo está por su propio movimiento: cada vez que se afirma, se niega. Para no anularse necesita un fundamento, un principio anterior al movimiento. Si el marxismo rechaza al Espíritu o a la idea como fundamento y si, por otra parte, según se ha visto, tampoco puede de serlo la materia –el círculo se cierra. En uno y otro caso, voluntad de poder o dialéctica de la materia, lo sensible ―reniega en sí mismo de su esencia‖. Esa esencia es precisamente aquello que suprimen en su movimiento la voluntad y la dialéctica: lo suprasensible como fundamento de la realidad, principio original y realidad de realidades. Ambas tendencias desembocan en el nihilismo. El de Nietzsche es un nihilismo que sabe que lo es y por eso es ―acabado‖: contiene el retorno de lo Mismo y su esencia, en esta época de la historia, es lúdica: juego trágico, arte. El de Marx es un nihilismo que se ignora. Aunque es prometeico, crítico y filantrópico no por eso es menos nihilista. El materialismo dialéctico y la voluntad de poder operaron efectivamente una subversión de valores que nos aligeró y nos templó. Hoy han perdido su virulencia.29 La esencia de las dos tendencias es el más pero esa terrible energía, a medida que se acelera, se degrada. En nuestros días, la forma perfecta del más no es el pensamiento (el arte o la política) sino la técnica. La inversión de valores de la técnica acarrea una devaluación de todos los valores, sin excluir los del marxismo y los de Nietzsche. La vida deja de ser arte o juego y se vuelve ―técnica de vida‖; lo mismo ocurre con la política: el técnico y el experto suceden al revolucionario. Socialismo ya no quiere decir transformación de las relaciones humanas sino desarrollo económico, elevación del nivel de vida y utilización de la fuerza de trabajo como palanca en la lucha por la autarquía y la supremacía mundial. El socialismo se ha vuelto una ideología y, ahí donde ha triunfado, es una nueva forma de enajenación. Tampoco ha nacido el superhombre aunque hoy los hombres tienen un poder que nunca soñaron los Césares y los Alejandros. El hombre de la técnica es una mezcla de Prometeo y Sancho Panza. Es el ―americano‖ típico: un titán que ama el orden y el progreso, un gigantón fanático que venera el hacer y nunca se pregunta qué es lo que hace y por qué lo hace. No conoce el juego sino el deporte; arroja bombas en Vietnam y envía mensajes a su casa el día de las madres, cree en el amor sentimental y su sadismo se llama higiene, arrasa ciudades y visita al psiquiatra. Sigue atado al cordón umbilical y es explorador del espacio exterior. Progreso, solidaridad, buenas intenciones y actos execrables. No es el hombre de la desmesura; es el desaforado. Perpetuamente arrepentido y perpetuamente satisfecho… Estas reflexiones no son una queja. Nuestro mundo no es peor que el de ayer ni el de mañana será mejor. Además, la vuelta al pasado es imposible. La crítica que hicieron Marx y Nietzsche de nuestros valores fue de tal modo radical que no queda nada de esas construcciones. Esa crítica es nuestro punto de partida y sólo por ella y con ella podemos abrirnos paso hacia ¿dónde? Tal vez ese dónde no está en futuro alguno ni en ningún más allá sino en ese espacio y ese tiempo que coincide con nuestro ahora mismo. ¿Algo subsiste? El arte es lo que queda de la religión: la danza sobre el hoyo. La dialéctica es lo que queda de la razón: la crítica de lo real y la exigencia de encontrar el punto de intersección entre el movimiento y la esencia. Corriente alterna. México, Siglo XXI, 1967.
29
El marxismo la ha perdido como filosofía, no como ―ideología‖ revolucionaria de los países ―subdesarrollados‖. 164
DISCURSO DE JERUSALÉN (1977)
H
ace apenas unos días mi mujer y yo dejamos la ciudad de México. Durante el viaje, mientras volábamos sobre dos continentes y dos mares, pensé continuamente en la carta que, unos meses antes, me había enviado el señor Teddy Kollek, Alcalde de Jerusalén, para anunciarme que se me había otorgado el Premio que hoy tengo el honor de recibir. El señor Kollek me decía que el Premio Internacional Jerusalén tiene por objeto distinguir una obra literaria que sea asimismo una defensa y una exaltación de la libertad. Nada más natural: libertad y literatura son complementarias. Sin la libertad, la literatura es sólo sonido sin destino ni sentido; sin la palabra, la libertad es ciega. La palabra encama en el acto libre y la libertad se vuelve conciencia al reflejarse en la palabra. Ya en el avión volví a pensar en el misterio de la libertad y descubrí que estaba enlazado a las piedras y al destino de Jerusalén. Llamo misterio a la libertad -a pesar de ser un término que usamos todos los díasporque en el antiguo sentido de la palabra, es decir, en su sentido religioso, la libertad fue literalmente un misterio. En nuestros días la libertad es un concepto político, pero las raíces de ese concepto son religiosas. Del mismo modo que el científico encuentra en un pedazo de terreno diversos estratos geológicos, en la palabra libertad podemos percibir diferentes capas de significados: idea moral, concepto político, paradoja filosófica, lugar común retórico, careta de tiranos y, en el fondo, misterio religioso, dialogo del hombre con el destino. Al reflexionar sobre los cambios de sentido de la palabra libertad, descubrí de pronto que la dirección de mi viaje, en el plano geográfico y espacial, correspondía a la de mi pensamiento en el plano histórico y espíritual. Al aterrizar el avión en Nueva York, primera escala de nuestro vuelo, recordé que en la fundación de esa ciudad había sido decisiva la doble concepción, holandesa e inglesa, de la libertad. Esta concepción, traducida primero a términos filosóficos y después a jurídicos y políticos, fue el fundamento de la constitución de los Estados Unidos. Al llegar a Londres, di otro salto en el espacio y en el tiempo: ¿cómo olvidar que el mundo moderno comienza con la Reforma y cómo olvidar que los ingleses transformaron ese movimiento de libertad religiosa en la primera revolución política de Occidente? Por último, al enfilar el avión hacia Jerusalén, volví a comprobar la correspondencia de mis movimientos con la orientación de mi pensamiento. Regresaba al origen, al lugar donde la palabra humana y la divina se enlazaron en un dialogo que fue el comienzo de la doble idea que ha alimentado a nuestra civilización: la idea de libertad y la idea de historia. Ambas son inseparables de la palabra judía y, especialmente, de uno de los momentos centrales de esa palabra: el libro de Job. Con el dialogo entre Job, sus amigos y Dios, comienza algo que después se prosiguió en otras tierras y ciudades —Atenas, Florencia, París, Londres—, algo que todavía no termina y que hoy ha regresado al lugar de su nacimiento: Jerusalén. La antigua ciudad de la palabra se ha convertido en la ciudad de la libertad. En todas las civilizaciones hay un momento en el que el hombre se enfrenta al enigma de la libertad. En el Bhagavad Gita ese momento es el de la epifanía del dios Krisna. El dios ha asumido la forma humana de cochero del carro de guerra del héroe Arjuna. Un día antes de la batalla, Arjuna vàcila y duda: si toda matanza es horrible, la que se avecina lo es mas que las otras pues los jefes del ejército enemigo son sus primos y parientes, gente de su propia casta. La destrucción de la casta, dice Arjuna, produce la ―de las leyes de la casta‖, es decir, la destrucción de la ley moral. Krisna combate las razones del héroe con argumentos éticos y racionales pero, ante la resistencia de Arjuna, se manifiesta en su forma divina. Esa forma abarca todas las formas, las de la vida tanto como las de la muerte. Ajuna, aterrado, se prosterna ante esta presencia que comprende todas las presencias y en la que bien y mal dejan de ser realidades opuestas. Krisna resume la situación del hombre frente a Dios en una frase: Tú eres mi herramienta. La libertad se disuelve en el absoluto divino. En el otro extremo, Sófocles nos presenta el predicamento de Antígona frente al cadáver de su hermano: si lo entierra, cumple con la ley del cielo pero viola la ley de la ciudad. El dialogo entre Creonte y Antígona no es el conflicto entre dos voluntades sino entre dos leyes: la sagrada y la humana. Antígona escoge la ley del cielo y perece; Creonte escoge la de los hombres y también perece. ¿Escogieron realmente? El destino griego no es menos implacable que el dios Krisna. En el libro de Job la perspectiva cambia radicalmente. Los sufrimientos de Job pueden verse como una ilustración del poder de Dios y de la obediencia del justo. Ese es el punto de vista divino pero el de Job es otro; aunque está ―vestido de llagas‖ -como dice, admirablemente, la versión castellana de Cipriano de Valera- persiste en sostener su inocencia. Cierto, se inclina ante la voluntad divina y admite su miseria; al mismo tiempo, confiesa 165
que encuentra incomprensible el castigo que padece. ―Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo‖. (X, 2). Si no duda, tampoco cede: ―Aun cuando me matare, en él esperaré: empero mis caminos defenderé delante de él‖. (XIII, 15). El diálogo que entabla Job con Dios no es un diálogo entre dos leyes sino entre dos libertades. Job no niega su miseria ontológica -Dios es el ser y el hombre está roído por la nadapero desde su misma insignificancia afirma el carácter irreductible y singular de su persona. Job es Job y reclama el reconocimiento de su particularidad. En esta exigencia, simultáneamente justa e insensata, reside el fundamento de la libertad y su carácter indefinible: la libertad es lo particular frente a lo general, la partícula de ser que escapa a todas los determinismos; el residuo irreductible y que no podemos medir. El verdadero misterio no está en la omnipotencia divina sino en la libertad humana. La libertad no es una esencia ni una idea. Como no se cansa de repetirlo Job, es una particularidad que se enfrenta a un determinismo y que se obstina en ser distinta y única. La libertad es indefinible; no es un concepto sino una experiencia concreta y singular, enraizada en un aquí y un ahora irrepetibles. Por ser siempre distinta y cambiante, la libertad es historia. Mejor dicho, la historia es el lugar de manifestación de la libertad. No niego la existencia de fuerzas y factores objetivos unos de orden material y otros ideológicos; digo simplemente que la historia no puede reducirse a esas fuerzas y que hay que contar con la complicidad o con la rebeldía del hombre frente a ellas. El hombre es el donador de sentido. La historia no es el sentido del hombre, como sostienen con cierta perversidad algunas filosofías; el hombre es el sentido de la historia. De Bossuet a Hegel y Marx, las distintas filosofías de la historia son engañosas. La historia no es discurso ni teoría: es el dialogo entre lo general y lo particular, los determinismos objetivos y un ser único e indeterminado. El azar y la necesidad, dos palabras muy citadas en estos días, quizá puedan explicar los fenómenos biológicos, no los históricos. El azar, en la historia, se llama libertad. Es el elemento imprevisible, la partícula de indeterminación, el residuo rebelde a todas las definiciones y medidas. Es Job. La historia no es una filosofía ni puede extraerse de ella una filosofía, salvo la filosofía antifilosófica de lo particular y lo imprevisible --la filosofía de la libertad. El caso de la historia moderna de Israel ilustra de un modo insuperable lo que acabo de decir. Nuestro siglo ha sido y es un tiempo sombrío, inhumano. Un siglo terrible y que será visto con horror en el futuro si los hombres vamos a tener un futuro. Pero también hemos sido testigos de momentos y episodios luminosos. Uno de esos momentos fue el de la fundación de Israel; otro, el del combate por la existencia y la independencia de esta nueva nación; otro más, la unificación de Jerusalén y su actual renacimiento cívico y cultural. Aquí conviene repetir que toda tentativa por dividir de nuevo a Jerusalén no sólo sería un inmenso e injustificado error histórico sino que acarrearía otra vez incontables sacrificios a las poblaciones judía y árabe. La reunificación de Jerusalén no es ni puede ser un obstáculo para que se encuentre una solución justa y pacífica que ponga fin al conflicto que desgarra a esta parte del mundo. Una solución en la que tengan cabida las legítimas aspiraciones de los distintos pueblos y comunidades, sin excluir naturalmente a las de los palestinos. Termino: la historia no demuestra: muestra. La lucha de Israel por su existencia y su independencia no se resuelve en una doctrina o en una filosofía política o social. Israel no nos ofrece una idea sino algo mejor, más vivo y más real: un ejemplo. 26 de abril de 1977 Vuelta, núm. 8, 1977, pp. 45-46.
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CRISTIANISMO Y REVOLUCIÓN: JOSÉ REVUELTAS (1984) Dos notas: Primera (1943) uando cesó la lucha armada y principió lo que se ha dado en llamar ―la etapa constructiva de la Revolución Mexicana‖, dos formas diversas de expresión avidez hacia el pasado cercano. Los resultados de esta seducción han sido la ―escuela de pintura ― y la ―novela de la Revolución‖. Durante los últimos veinte años la novela ha servido para autores, sus nostalgias, esperanzas y desilusiones revolucionarias. Pobres de técnica, estas obras son más pintorescas que descriptivas, más costumbristas que realistas… Los novelistas de la Revolución y entre ellos el gran talento miope de Azuela, cegados por el furor de la pólvora o por el de los diamantes de los generales, han reducido su tema a eso: muchas muertes, muchos crímenes y mentiras. Y un escenario superficial de pueblos quemados, selvas delirantes o desiertos impíos. De este modo han mutilado la realidad novelística –la única que cuenta para el verdadero novelista- al reducirla a una pura crónica o cuatro de costumbres. Relatos y crónicas han sido todas las ―novelas de la Revolución‖, sin excluir las de Mariano Azuela. (Valéry Larbaud decía que Martín Luis Guzmán le recordaba a Tácito; ¡extraño elogio para un novelista!) La generación posterior casi no ha intentando la novela. Compuesta por un grupo de literatos, poetas y ensayistas, ha mostrado un cierto asco, cuando no desdén, por las realidades que los cercan. La novela ha sido la Cenicienta de estos escritores, formados bajo el signo de la curiosidad y la evasión. Después de ellos, sí han existido tentativas aisladas: las del más reciente grupo de escritores mexicanos (Juan de la Cabada, Efrén Hernández, Rubén Salazar Mallén, Andrés Henestrosa, Rafael Solana, Francisco Tario). Casi todos ellos revelan una decidida afición por ese género difícil y estricto que es el cuento. Así como a la generación de los ―muralistas‖ han sucedido, en la pintura, un grupo de jóvenes que la benévola crítica yanqui ha llamado de los ―pequeños maestros‖, estos nuevos prosistas mexicanos, sucesores de los ―novelistas de la Revolución‖, se han distinguido, sobre todo, en la composición de pequeños cuentos y relatos. Un libro de Juan de la Cabada, Paseo de Mentiras, reúne en sus breves páginas algunos cuentos y una novela corta que lo hacen, hasta ahora, el más interesante y enigmático de todos; una novela, Camino de Perfección, y muy especialmente unos cuentos agrios y ásperos, hacen pensar que Rubén Salazar Mallén posee también el talento necesario para dotar a México de una verdadera novela. El más ambicioso y apasionado –el más joven, también- en José Revueltas (27 años, afiliado desde los catorce al Partido Comunista; sus ideas políticas le han valido conocer varias veces las cárceles del país, en la época del Presidente Rodríguez). José Revueltas ha publicado una primera novela, El luto humano, que ha sido premiada en un concurso nacional. Antes había escrito algunos cuentos misteriosos y balbuceantes, una novela corta, El quebranto,* y un relato, Los muros de agua, en el que cuenta de la vida de una colonia penal del Pacífico. (Allí estuvo preso durante dos años, cuando aún no cumplía los veinte.) La novela de Revueltas ha provocado, al mismo tiempo, los más encendidos elogios y las críticas más acerbas. Algún crítico marxista lo ha acusado de ―pesimismo‖; otros entusiastas, en cambio, no han vacilado en citar a Dostoievski. El luto humano relata una dramática historia: un grupo de campesinos inicia una huelga en un ―Sistema de Riego‖ fundado por el gobierno de la Revolución Mexicana. La huelga y la ausencia de agua hacen fracasar el propósito gubernamental y se inicia el éxodo. Sólo tres familias se obstinan en permanecer en esa tierra desierta. Un día el río, seco hasta entonces, crece desmesuradamente y una inundación aísla, en una azotea, a los personajes de la novela. El alcohol, el hambre y los celos acaban con ellos. La novela principia cuando el río crece y termina en el momento en que los zopilotes se disponen a devorar a los moribundos. Todos estos acontecimientos ocurren en unos cuantos días. Pero la novela apenas alude a lo que hacen realmente los campesinos para escapar de la inundación; Revueltas prefiere decirnos qué piensa, qué recuerdan y qué sienten. Con frecuencia substituye a sus personajes; en su lugar, nos expone sus propias dudas, su fe y su desesperanza, sus opiniones sobre la muerte o sobre la religiosidad mexicana. La acción se interrumpe cada vez que uno de los personajes, antes de morir, hace un resumen de su vida… Una constante preocupación religiosa invade la obra: los mexicanos, piadosos por naturaleza, y enamorados de la sangre, han sido despojados de su religión, sin que la católica les haya servido para satisfacer su pétrea sed de eternidad. Adán, un asesino, que se cree encarnación de la Fatalidad, y Natividad, un líder asesinado, simbolizan, muy religiosamente, el pasado y el
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futuro de México. Entre ellos se mueven los rencorosos mexicanos actuales y sus quietas mujeres representan la tierra, sedienta de agua y de sangre, bautismo que combina, junto a los ritos de fecundación agraria, el antiguo de los aztecas y el de los cristianos. En las últimas páginas el autor intenta convencerse a sí mismo –más que al lector- de que mediante un mejor aprovechamiento de los recursos naturales y una mejor distribución de la riqueza, esta religiosidad sin esperanzas, este ciego amor a la muerte, desaparecerán del alma de México. La novela, como se ve, está contaminada de sociología, religión e historia antigua y presente de México. Otro tanto ocurre con su lenguaje, a ratos brillante, a ratos extrañamente torpe. Estos defectos condenan a la obra, pero no a su autor. Porque, extrañamente, el lector se sienten contagiado por la fascinación de que es víctima el novelista. Revueltas siente una especie de asco religioso, de amor hecho de horror y repulsión, hacia México. Seguramente Revueltas no ha escrito una novela, pero, en cambio, ha hecho luz dentro de sí. Seducido por los mitos de México tanto como por sus realidades, él mismo se ha hecho parte de ese drama que intenta pintar. Dotado de talento, de fuerza imaginativa, de vigor y sensibilidad nada comunes –y devorado por una prisa que no le permite, por lo visto, repara en sus defectos-, José Revueltas puede escribir ahora novela. Pues en esta tentativa se libra de todos sus fantasmas, de todas sus dudas y de todas sus opiniones. Como ocurre con gran parte de la pintura mexicana, que muestra un gran vigor que muchas veces queda fuera de la pintura, fuera del cuadro, Revueltas ha acumulado toda su gran potencia plástica y adivinatoria, pero sin que haya logrado aplicarla a su objeto: la novela. ¿Qué es, en resumen, lo que reprocho a Revueltas? Le reprocho –y ahora me doy cuenta- su juventud; pues todos esos defectos, esa falta de sobriedad en el lenguaje, ese deseo de decirlo todo de una vez, esa dispersión y esa pereza para cortar las alas inútiles a las palabras, a las ideas y a las situaciones. Esa ausencia de disciplina —interior y exterior—, no son sino defectos de juventud. De cualquier modo Revueltas es el primero que intenta entre nosotros crear una obra profunda, lejos del costumbrismo, la superficialidad y la barata psicología reinantes. De su obra no quedará, quizá, sino el aliento: ¿no es esto suficiente para un joven que apenas se inicia, y nos inicia, en la misión de crearnos un mundo imaginativo, extraña y turbadoramente personal? (Sur, julio de 1943) Segunda (1979) Al releer la nota arriba transcrita, desenterrada por Luis Mario Schneider en un viejo Sur sentí inmediatamente la necesidad de aclararla, rectificarla y prolongarla. Es la crítica de un principiante a otro principiante; además, es demasiado tajante y categórica. Mi disculpa es que estos defectos son frecuentes entre los jóvenes. Al final le reprocho a Revueltas su juventud y esa censura es perfectamente aplicable a mis opiniones de entonces. La juventud no justifica otros errores. Por ejemplo, en el primer párrafo condeno a los novelistas de la Revolución Mexicana. Fue una tontería: entre ellos hay dos escritores excelentes, Martín Luis Guzmán y Mariano Azuela. Ambos fueron maestros en su arte. La prosa de Martín Luis Guzmán, nítida como la de un historiador romano, posee una suerte de transparencia clásica: su tema es terrible pero él lo dibuja con pulso tranquilo y firme. Azuela no fue ―un gran talento miope‖; y tampoco fue torpe: fue un escritor lúcido, dueño de sus recursos y que exploró muchos caminos que después otros han recorrido. Pero cuando yo escribí mi nota sobre El luto humano (1943), la novela de la Revolución se había transformado de movimiento en escuela: la invención era ya receta. En este sentido no me equivoqué: la aparición de El luto humano, publicada unos años antes de que Al filo del agua (1947), fue una ruptura y un comienzo. Con la novela de Revueltas, a pesar de sus imperfecciones, se inició algo que todavía no termina. Mi análisis de El luto humano es demasiado rápido. Señalo con severidad excesiva las impericias del narrador y la frecuencia con que su voz suplanta a la de sus personajes. Esos defectos se deben en parte al menos, a la dificultad y a la novedad de aquello que se proponía decir Revueltas y que, años más tarde, logró decir con mayor felicidad. El joven novelista deseaba utilizar los nuevos procedimientos de la novela norteamericana (la presencia del Faulkner de Palmeras salvajes es constante) para escribir una crónica, a un tiempo épica y simbólica, de un episodio que le parecía dotado de ejemplaridad revolucionaria. El propósito era contradictorio: el realismo de Faulkner (quizá todo realismo) implica una idea pesimista del hombre y de su destino terrestre; a su vez, la crónica épica de Revueltas está minada, por decirlo así, por el simbolismo religioso. Los campesinos luchan por la tierra y el agua pero el novelista sugiere continuamente que esa lucha alude a otra 168
lucha que no es enteramente de este mundo. Aunque mi nota subraya la religiosidad de Revueltas, no describe su carácter paradójico: una visión del cristianismo dentro de su ateísmo marxista. Revueltas vivió el marxismo como cristiano y por eso lo vivió, en el sentido unamunesco, como agonía, duda y negación. Al hablar de la religiosidad del pueblo mexicano, menciono el ―rencor‖, palabra inexacta. Lo atribuyo a la gran catástrofe de la Conquista, que arrebató a los indios no sólo su mundo sino el otro: sus dioses y sus mitologías. Sin embargo, el abrirles con la llave del bautismo las puertas del cielo y del infierno, el catolicismo les dio paradójicamente la posibilidad de reconciliarse con su antigua religión. Tal vez Revueltas pensó que, ―en un plano histórico más elevado‖, el marxismo revolucionario cumpliría frente al cristianismo la misma función que éste había desempeñado ante las religiónes precolombinas. Esta idea explicaría la importancia del simbolismo cristiano en la novela. Además, le fascinaron siempre las creencias y los mitos populares. Un amigo me ha contado que una vez, medio en broma y medio en serio, se le ocurrió celebrar un rito matrimonial no ante el altar de la Virgen de Guadalupe sino ante la diosa Coatliche del Museo. Recuerdo también que la noche de la masacre de Corpus Christi en 1971, reunidos varios amigos en casa de Carlos Fuentes, mientras se discutía qué podríamos hacer, Revueltas se me acercó y con una sonrisa indefinible me susurró al oído: ―¡Vámonos todos a bailar ante el Santo Señor de Chalma!‖ Una frase revela a un hombre: ―el ateísmo‖, me dijo una vez André Breton, ―es un acto de fe‖. Las ocurrencias de Revueltas eran oblicuas confesiones. Al final de mi nota apunto la verdadera significación de El luto humano: ―Revueltas no ha escrito una novela pero ha hecho luz en sí mismo‖. Hoy diría: esa obra fue un paso en su peregrinación, verdadero vía crucis, hacia la luz. Y aquí brota la pregunta central, a la que Revueltas se enfrentó con valentía desde su primer relato, El quebranto, y que nunca dejó de hacerse: ¿qué luz, la de aquí o la de allá? Tal vez aquí es allá, tal vez las revoluciones no son sino el camino que recorre el aquí hacia el allá. La actividad de Revueltas parece estar inspirada, secretamente, por esta idea. Fue militante revolucionario, novelista y autor de ensayos filosóficos y políticos. Como militante fue un disidente que hizo con idéntica pasión la crítica del capitalismo y la del ―socialismo‖ burocrático; la misma dualidad se observa en sus novelas, cuentos y ensayos. Así, por una parte, hay una gran unidad entre su vida y su obra: es imposible separar al novelista del militante y a éste del autor de textos de crítica filosófica, estética y política; por la otra, esa unidad encierra una fractura, una escisión. Revueltas estuvo en continuo diálogo –o más exactamente: en permanente disputa- con sus ideas filosóficas, estéticas y políticas. Su crítica a la ortodoxia comunista fue, simultáneamente, autocrítica. Su caso, claro, no es único; al contrario, es más y más corriente la disidencia de los intelectuales marxistas es una de las expresiones, quizás la central, de la crisis universal de esa doctrina. Pero hay algo que distingue a las dudas y a las críticas de Revueltas de las otras: el tono, la pasión religiosa. Y hay más: las preguntas que una y otra vez se hizo Revueltas no tienen sentido ni pueden desplegarse sino dentro de una perspectiva religiosa. No la de cualquier religión sino precisamente la del cristianismo. Para los occidentales la oposición entre ateísmo y religión es insalvable. No la ha sido para otras civilizaciones: en su forma más estricta y pura, el budismo es ateo. Sin embargo, ese ateísmo no extirpa lo divino: como todos los seres, sin excluir a los hombres y al Buda mismo, los dioses son burbujas, reflejos de la vacuidad. El budismo es una crítica radical de la realidad y de la condición humana: la verdadera realidad, sunyata, es un estado indefinible en el que ser y no ser, lo real y lo irreal, cesan de ser opuestos y, al fundirse, se anulan. Así, la historia no es sino fantasmagoría, ilusión —como todo. De ahí también que la religiosidad budista sea esencialmente contemplativa. En cambio, para el cristianismo la encarnación de Jesús y su sacrificio son hechos a un tiempo sobre naturales e históricos. La revelación divina no sólo se despliega en la historia sino que ella es el lugar de prueba de los cristianos: las almas se gana y pierden aquí, en este mundo. El marxista Revueltas asume con todas sus consecuencias la herencia cristiana: el peso de la historia de los hombres. El nexo entre el cristianismo y el marxismo es la historia; uno y otro son doctrinas que se identifican con el proceso histórico. La condición de posibilidad del marxismo es la misma que la del cristianismo: la acción sobre este mundo. A su vez, la oposición entre el marxismo y el cristianismo se manifiesta aquí en la tierra: para cumplirse y cumplir su tarea, el hombre revolucionario tiene que desalojar a Dios de la historia. El primer acto revolucionario es la crítica del cielo. La relación entre marxismo y cristianismo implica, simultáneamente, un vínculo y una ruptura. El budismo —en general todo el pensamiento de Oriente— ignora o desdeña a la historia. Al mismo tiempo, inmerso en la atmósfera de lo divino, rodeado de dioses, desconoce la noción de un Dios único 169
y creador. El ateísmo oriental no es realmente ateo; en un sentido riguroso, sólo pueden ser ateos los judíos, los cristianos y los musulmanes: los creyentes e un Dios único y creador. Bloch dijo con mucha razón: ―Sólo un verdadero cristiano puede ser un buen ateo; sólo un verdadero ateo puede ser un buen cristiano‖. El marxismo cristiano de Revueltas sólo es inteligible desde la doble perspectiva que acabo de esbozar. En primer lugar, la idea de la historia concebida como un proceso dotado de un sentido y una dirección; en segundo lugar, el ateísmo irreductible. Ahora bien, entre historia y ateísmo se abre una nueva oposición: si Dios desaparece, la historia deja de tener sentido. El ateísmo cristiano es trágico porque, según lo vio Nietzche, es negación del sentido. Para Dostoievski, si no hay Dios todo está permitido, todo es posible; pero si todo es posible, nada lo es: la infinidad de posibilidades las anula y se resuelve en imposibilidad. Del mismo modo: la ausencia de Dios, hace pensable todo; pero todo es igual a nada: el lodo y la nada no son pensables. El ateísmo nos enfrenta a lo impensable y a lo imposible; por eso es aterrador y, literalmente, insoportable. Dios otras divinidades: la Razón, el Progreso. Estos principios bajan a la tierra, encarnan y se convierten en los secretos actores de la historia. Son nuestros Cristos: la nación, el proletariado, la raza. En la novela de Revueltas el hombre antiguo se llama Adán, como nuestro padre; y el hombre nuevo, el Cristo colectivo, se llama Natividad. La historia del Hijo del Hombre comienza con el Nacimiento y culmina con el Sacrificio; la Revolución obedece a la misma lógica. Esa lógica es raciona, ―científica‖: el materialismo histórico; y es sobrenatural: la trascendencia. Lo ―científico‖ es explícito; lo sobrenatural, implícito. La transcendencia divina desaparece pero, sobrepticiamente, a través de la acción revolucionaria, continúa operando. Pues, como decía el mismo Bloch, la Revolución es ―trascender sin trascendencia‖. La enemistad entre marxismo y cristianismo no desaparece nunca del todo pero se atenúa si los términos cambian de posición. Para el cristianismo los hombres somos los hijos de Adán, el hijo de Dios. En el origen está Dios, que no sólo es el dador del sentido sino el creador de la vida. Dios está antes de la historia y al final de ella: es el comienzo y es el fin. Para un marxista cristiano como Bloch o Revueltas, Dios no puede estar antes; en verdad, Dios no existe: la realidad original y primordial es el hombre, mejor dicho, la sociedad humana. Sólo que el hombre histórico es apenas hombre, para realizarse, para ser hombre de veras, el hombre debe pasar por las pruebas de la historia, debe vencerla y transformar su fatalidad en libertad. La Revolución hace hombres a los hombres –y más que hombres: el porvenir del hombre es ser Dios. El cristianismo fue la humanización de un Dios: la Revolución promete la divinización de los hombres. Brusco cambio de posiciones: Dios no está antes sino después, no es el creador de los hombres sino su creatura. Bloch cambia la frase bíblica y dice: Yo soy el que seré (Ernst Bloch: L’athéisme dans le Christianisme, Gallimard, 1978). Revueltas nunca formuló sus ideas con la claridad de Bloch pero el temple de sus escritos y de su vida corresponde a esta visión agónica y contradictoria del marxismo y del cristianismo. Por supuesto, él llegó a estas actitudes independientemente y por su propio camino. No fue la filosofía la que lo guío sino su experiencia personal. En primer lugar, la religión de su infancia; en seguida, su interés por la vida popular mexicana, toda ella impregnada de religiosidad; en fin, su temperamento filosófico y poético. Esto último fue decisivo: Revueltas se hizo preguntas filosóficas que l marxismo —como lo han reconocido, entre otros, Kolakowski y el mismo Bloch— no puede contestar, salvo con lugares comunes cientistas. En realidad, esas preguntas sólo tienen respuestas metafísicas o religiosas. La metafísica, después de Hume y de Kant, nos está vedada a los modernos. Así, Revueltas acudió intuitiva y pasionalmente, en un movimiento de regreso a lo más antiguo de su ser, a las respuestas religiosas, mezcladas con las ideas y esperanzas milenaristas del movimiento revolucionario. Aunque le apasionó la filosofía, fue sobre todo un artista creador. Su temperamento religioso lo llevó al comunismo, que él vio como el camino del sacrificio y la comunión; ese mismo temperamento, inseparable del amor a la verdad y al bien, lo condujo al final de su vida a la crítica del ―socialismo‖ burocrático y el clericalismo marxista. El marxismo se ha convertido en una ideología y hoy opera como una pseudorreligión. La transformación de una filosofía en ideología y de ésta en religión no es un fenómeno nuevo: lo mismo sucedió con el neoplatonismo y el gnosticismo. Tampoco es nueva la transformación de la una religión en poder político y la del sacerdocio en burocracia clerical: el catolicismo ha conocido esas perversiónes. La peculiaridad histórica del comunismo consiste en que no es realmente una religión sino una ideología que opera como si fuera una ciencia, la Ciencia; asimismo, no es una iglesia sino un partido que no se parece a los otros partidos sino a las órdenes y cofradías militantes de los católicos y los mahometanos. Los partidos comunistas comienzan como pequeñas 170
sectas pero apenas crecen se convierten en iglesias cerradas. (Uso el plural porque en el movimiento comunista los cismas y las escisiones proliferan.) Cada iglesia se cree poseedora de la verdad universal; esta pretensión no sería peligrosa si las burocracias que rigen a estos grupos no estuviesen movidas por una voluntad de dominación y proselitismo igualmente universales. Cada miembro de cada iglesia es un misionero y cada misionero un inquisidor en potencia. La religiosidad de Revueltas estaba muy alejada de estos fanatismos ideológicos; sus verdaderas afinidades espírituales se encuentran del otro lado, cerca de los cristianos primitivos, los gnósticos del siglo IV o los rebeldes y revolucionarios protestantes de la Reforma. Dentro de la iglesia católica habría sido un hereje como lo fue dentro de la ortodoxia comunista. Su marxismo no fue un sistema sino una pasión, no una fe sino una duda y, para emplear el vocabulario de Bloch, una esperanza. Vivir consigo mismo no fue, para Revueltas, menos difícil que convivir con sus camaradas comunistas. Durante años trató de ser un militante disciplinado y cada tentativa culminó con ruptura y expulsión. La dialéctica hegeliana le sirvió para aplazar la ruptura definitiva; como tantos otros, se dijo que el mal es una artimaña de la historia para mejor cumplirse, que la negación es un momento del proceso que inevitablemente se transforma en afirmación, que los tiranos revolucionarios son tiranos para defender a la libertad y que —como lo probaron en el siglo XVII los teólogos españoles y en el XX lo han confirmado brillantemente el Procurador Vishinski y los bolcheviques procesado en 1936 y 1938— los culpables son inocentes y los inocentes culpables. Enigmas de la voluntad divina o de la necesidad histórica. La justificación del mal comenzó con Platón; en sus retractaciones y abjuraciones, Revueltas no hizo sino seguir una tradición de más de dos mil años. Según el neoplatónico Proclo, la materia misma ―es buena, a pesar de ser infinita, obscura e informe‖. (Para los antiguos la infinitud era una imperfección pues carecía de forma.) Pero los recursos de la dialéctica se agotan mientras que el mal crece sin cesar. Al final Revueltas tuvo que afrontar la realidad del bolchevismo y su propia realidad. No resolvió este conflicto —¿quién lo ha resuelto?— pero tuvo el valor de formularlo y pensarlo. Vivió con lealtad su contradicción interior: su cristianismo ateo, su marxismo agónico. Muchos elogian la entereza con que padeció cárceles y estrecheces por sus ideas. Es verdad, pero hay que recordar, además, que Revueltas practicó otro heroísmo, no menos difícil y austero: el heroísmo intelectual. Su obra es desigual. Algunas de sus páginas parecen, más que textos definitivos, borradores; otras son notables y le otorgan un sitio aparte y único en la literatura mexicana: Los días terrenales, Los errores, El apando y, sobre todos, los cuentos de Dios en la tierra y Dormir en tierra, muchos de ellos admirables. Pero la excelencia literaria de estas obras, con ser de veras considerable, no explica enteramente la atracción que ejerce su figura. En nuestro mundo todo es relativo, el bien y el mal, el placer y la pena. Aunque la mayoría se contenta, unos cuantos se rebelan y, poseídos por un dios o por un demonio, piden todo. Son los sedientos y los hambrientos de absoluto. No se me pida que lo defina: el absoluto es por definición indefinible. Revueltas padeció esa hambre y esa sed; para saciarlas fue escritor y fue revolucionario. Si busco entre los mexicanos modernos un espíritu afín, tengo que ir al campo ideológico opuesto y a una generación anterior: José Vasconcelos. Como Revueltas, fue un temperamento pasional pero incapaz de someter su pasión a una disciplina, un escritor de corazonadas y adivinaciones, abundante y descuidado, a ratos torpe y otros luminoso. Para ambos la acción política y la aventura metafísica, la polémica histórica y la meditación fueron vasos comunicantes. Unieron la vida activa con la vida contemplativa o, mejor dicho, especulativa: en sus obras no hay realmente contemplación desinteresada – para mí la suprema sabiduría− sino meditación, reflexión y, en los momentos mejores, vuelo espíritual. La obra de Vasconcelos es más vasta y rica que la de Revueltas, no más honda e intensa. Pero lo que deseo destacar es que pertenecen a la misma familia anímica. Son lo contrario de Reyes, que hizo de la armonía un absoluto, y de Gorostiza, que adoró a la perfección con un amor tan exclusivo que prefirió callar a escribir algo indigno de ella. A pesar de su parentesco espíritual, Vasconcelos y Revueltas caminaron por caminos opuestos. Nutrido en Plotino y creyente en su misión de filósofo coronado, Vasconcelos se sentía enviado de lo alto: por eso fue un educador; Revueltas crecía en los apóstoles rebeldes y se veía como un enviado del mundo de abajo: por eso fue un revolucionario. El espíritualista Vasconcelos jamás dudó; no lo tentó el diablo, espíritu de la negación y patrono de los filósofos: lo tentaron el mundo (el poder) y la carne (las mujeres). Vasconcelos confesó que había deseado a la mujer de su prójimo y que había fornicado con ella pero nunca aceptó que se hubiese equivocado. Los únicos pecados que confesó el materialista Revueltas fueron los del espíritu: dudas, negaciones, errores, mentiras piadosas. Al final se arrepintió e hizo la crítica de sus ideas y de los dogmas en que había creído. 171
Vasconcelos no se arrepintió: exalto a la humildad cristiana sólo para mejor cubrir de invectivas a sus enemigos; Revueltas, en nombre de la filosofía marxista, emprendió un examen de conciencia que San Agustín y Pascal habrían apreciado y que se impresiona doblemente: por la honradez escrupulosa con que lo llevó a cabo y por la sutileza y profundidad de sus análisis. Vasconcelos terminó abrazado al clericalismo católico; Revueltas rompió con el clericalismo marxista. ¿Quién fue, de los dos, el verdadero cristiano? México, D.F., a 12 de abril de 1979
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LA BÚSQUEDA DEL PRESENTE (RECEPCIÓN DEL PREMIO NOBEL) (1990)
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omienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espíritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura universal. Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas transplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas transplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica. A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español... pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros. La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por relaciones de oposición y afinidad. La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de 173
Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades. En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente - esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla... Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea. La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espíritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuando y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable. El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con D‘Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes - tierras que apenas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras. ¿Cuando se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama ―caer en la cuenta‖ es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque pronto olvidado, fue la 174
primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. ―Vuelven de la guerra‖, me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente. Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto - negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce y fresca - era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente. Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad. ¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de una futura modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados por esa figura a un tiempo magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir que no es sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la persecusión de la modernidad: son las de casi todos los poetas de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la ―postmodernidad‖. ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna? Para nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí que a veces se hablase de ―europeizar‖ a nuestros países: lo moderno estaba afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un gran debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos durante el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad del proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A diferencia de las 175
otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica que no sé si todos han aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciónes se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad. La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un latido en el río de las generaciones. * La idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es Progreso. Para el cristiano, el mundo - o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal - es un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género humano, a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades. El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la utilización de sus inmensos recursos. El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala - los grados del ser - de la criatura al Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan 176
dudosa como ―postmodernidad‖, no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen. En primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso - la ciencia y la técnica - han mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente en agentes de destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay más remedio que llamar devastadora. En segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una de las instituciónes más crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar los ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo. En tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia - cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades demolidas - no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia. ¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia - en las ciencias exactas y en la física han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe. Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico. Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico. Sus (reyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres. Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos idelógicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona. Este pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espíritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica; nuestros absolutos - religiosos o filosóficos, éticos o estéticos - no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y creencias que tradiciónalmente pertenecían a la vida pública no terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo abstracto de la ideología anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes. La declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir. Pero el presente requiere no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una 177
reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada crítica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado - un triunfo por default del adversario - no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales. La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias. En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia. *** EN EL BANQUETE Majestades, Señoras y Señores: Seré breve. Sin embargo, como el tiempo es elástico, ustedes tendrán que oírme durante ciento ochenta largos segundos. Vivimos no sólo el fin de un siglo sino de un período histórico. ¿Qué nacerá del derrumbe de las ideologías? ¿Amanece una era de concordia universal y de libertad para todos o regresarán las idolatrías tribales y los fanatismos religiosos, con su cauda de discordias y tiranías? Las poderosas democracias que han conquistado la abundancia en la libertad ¿serán menos egoístas y más comprensivas con las naciones desposeídas? ¿Aprenderán éstas a desconfiar de los doctrinarios violentos que las han llevado al fracaso? Y en esa parte del mundo que es la mía, América Latina, y especialmente en México, mi patria: ¿alcanzaremos al fin la verdadera modernidad, que no es únicamente democracia política, prosperidad económica y justicia social sino reconciliación con nuestra tradición y con nosotros mismos? Imposible saberlo. El pasado reciente nos enseña que nadie tiene las llaves de la historia. El siglo se cierra con muchas interrogaciones. Algo sabemos, sin embargo: la vida en nuestro planeta corre graves riesgos. 178
Nuestro irreflexivo culto al progreso y los avances mismos de nuestra lucha por dominar a la naturaleza se han convertido en una carrera suicida. En el momento en que comenzamos a descifrar los secretos de las galaxias y de las partículas atómicas, los enigmas de la biología molecular y los del origen de la vida, hemos herido en su centro a la naturaleza. Por esto, cualesquiera que sean las formas de organización política y social que adopten las naciones, la cuestión más inmediata y apremiante es la supervivencia del medio natural. Defender a la naturaleza es defender a los hombres. Al finalizar el siglo hemos descubierto que somos parte de un inmenso sistema – conjunto de sistemas – que va de las plantas y los animales a las células, las moléculas, los átomos y las estrellas. Somos un eslabón de ―la cadena del ser‖, como llamaban los antiguos filósofos al universo. Uno de los gestos más antiguos del hombre un gesto que, desde el comienzo, repetimos diariamente es alzar la cabeza y contemplar, con asombro, el cielo estrellado. Casi siempre esa contemplación termina con un sentimiento de fraternidad con el universo. Hace años, una noche en el campo, mientras contemplaba un cielo puro y rico de estrellas, oí entre las hierbas oscuras el son metálico de los élitros de un grillo. Había una extraña correspondencia entre la palpitación nocturna del firmamento y la musiquilla del insecto. Escribí estas líneas: Es grande el cielo y arriba siembran mundos. Imperturbable, prosigue en tanta noche el grillo berbiquí.
Estrellas, colinas, nubes, árboles, pájaros, grillos, hombres: cada uno en su mundo, cada uno un mundo y no obstante, todos esos mundos se corresponden. Sólo si renace entre nosotros el sentimiento de hermandad con la naturaleza, podremos defender a la vida. No es imposible: fraternidad es una palabra que pertenece por igual a la tradición liberal y a la socialista, a la científica y a la religiosa. Alzo mi copa —otro antiguo gesto de fraternidad— y brindo por la salud, la ventura y la prosperidad de Sus Majestades y del noble, gran y pacífico pueblo sueco. www.nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/1990/paz-lecture-s.html Tore Frängsmyr, ed., Les Prix Nobel. The Nobel Prizes 1990. Estocolmo, Fundación Nobel, 1991. Audio: www.nobelprize.org/mediaplayer/index.php?id=1501
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“ALGUIEN ME DELETREA”: ENTREVISTA CON CARLOS CASTILLO PERAZA Cuando solicitamos la entrevista [con Octavio Paz], nos dijo: ―Soy pagano‖. ―Su respuesta —le dijimos— despierta en cualquier espíritu católico los instintos paulinos‖. Y fuimos a hablar con él a su areópago: una casamuseo-biblioteca tal vez parecida al templo del dios desconocido. ¿Por qué dice ser un pagano? Fue un desafío. Es absurdo decirse pagano cuando se ha nacido dentro de una sociedad católica, en la que los valores en que se cree son cristianos o son consecuencia del cristianismo. Pero sí siento nostalgia del paganismo, sobre todo por lo que tenía de tolerante. Ningún filósofo de la Antigüedad pensó que sus ideas, aunque le pareciesen verdaderas, le daban derecho para legislar sobre las creencias de los otros. Tampoco la cultura griega desconoce del todo la libertad. Los héroes de la tragedia son víctimas del destino de su casa y sufren consecuencias pero, como lo dice Sófocles y lo ha subrayado Simone Weil, llegan a tener conciencia de su libertad. La tienen gracias a su conciencia del hado, es decir, a su interiorización del destino. La tragedia griega no es el único ejemplo. Los estoicos sabían que podía decir no. Epicuro afirmaba la libertad, no era un credo. Cuando usted dice “alguien me deletrea”, nos parece escuchar a Kafka: trasladado de una prisión a otra, le queda la creencia de que “El Señor pasará casualmente por el pasillo y dirá: a éste no debéis encerrarle de nuevo, viene a verme”. Para mí la vida no es una prisión. Cuando dije: ‗alguien me deletrea‘ no sabía exactamente qué quería decir. Al releerme, como un lector más, me digo: una de dos, o ese alguien es otro como yo o ese alguien está más allá de los hombres. Alguna vez creí que en Oriente, en el budismo, encontraría una respuesta, el nombre o un vislumbre del nombre de ese alguien. Pero descubrí que de Oriente me separa algo más hondo que el cristianismo: no creo en la reencarnación. Creo que aquí nos lo jugamos todo, no hay otras vidas. Sin embargo, en Oriente descubrí una ‗vacuidad‘ que no es la nada y que me hace pensar en el Uno de Plotino, una realidad que está antes del ser y del no ser. Tal vez ese Uno puede ser el que me deletrea. Pero de él no podemos decir nada. Sin embargo, como todos los que dicen que nada se puede decir de Dios, ya dijo usted mucho de Él… Es fascinante comprobar cómo son parlanchines los partidarios del silencio. Por ejemplo, los místicos. No es menos impresionante ver cómo los pesimistas y los obsesionados con la muerte, como Quevedo, se preocupan por la perfección de la forma. Sucede lo mismo con los corrosivos aforismos de un escritor que admiro, Cioran: están escritos en un francés clásico, del siglo XVII. Las civilizaciones atraídas por la muerte se enamoran, por compensación, de la forma y erigen hermosos mausoleos que son templos vacíos. Templos a la negación. ¿Cuáles han sido sus relaciones con la religión católica? Un día, en Goa, en el centro de una civilización que no era la mía, entré en la vieja catedral. Celebraba la misa un sacerdote portugués, en portugués. La escuché con fervor. Lloré. No sé todavía si descubrí algo. Tampoco si recordé mi infancia —yo iba a misa— o si reviví mi vida en la parroquia de Mixcoac. Pero sentí la presencia de eso que han dado en llamar la otredad. Mi ser otro dentro dentro de una cultura que no era la mía. Mi identidad histórica. ¿Tiene algo que ver su identidad histórica con el catolicismo? La gran revolución que se ha hecho en México, la más profunda y radical, fue la de los misioneros españoles. En el ser del mexicano está el pasado prehispánico indígena pero, sobre todo, está el gran logro de los evangelizadores: hicieron que un pueblo cambiara de religión. En esto ha fracasado el liberalismo y ha fracasado la modernidad. Esto yo no lo sabía, pero lo adiviné cuando escribí El laberinto de la soledad. Esta obra mía es un intento de diálogo con mi ser de mexicano y en el centro de ese diálogo está la religión, como lo está en mi ensayo sobre la poesía, El arco y la lira. No soy creyente pero dialogo con esa parte de mí mismo que es más 180
grande que el hombre que soy porque está abierta al infinito. En fin, en México se logró la gran revolución cristiana. Ahí están los templos, ahí está la Virgen de Guadalupe y ahí está mi emoción en la catedral de Goa. El diálogo de un no creyente mexicano con ustedes es un diálogo con una parte de nosotros mismos. Usted parece decir que el problema esencial del hombre es religioso… El problema esencial del hombre es que, siendo hombre, no es sólo eso. Hay en los hombres una parte abierta hacia el infinito, hacia la otredad. Las estrellas que miro, en mi poema, iluminan la hermandad de los huérfanos. O la verdad que vieron en el cielo estrellado el neoplatónico Ptolomeo y el cristiano San Juan y que nos trasciende a todos. Mirada hacia el cielo, el infinito y también su mirada hacia la muerte. ¿No cae usted en el gnosticismo? Tal vez. Pero lo que quiero decir es que las respuestas filosóficas no son suficientes. Yo tengo una amiga que es monja católica y que vivió muchos años en la India. Ella dice ahora que no se sabe qué es, salvo que es contemplativa… ¿Por qué rompió usted con el catolicismo? Para mí el cristianismo era el orden y la burguesía. Soy ‗hijo de mi siglo‘ y mi rebelión juvenil tenía que ser obra de demolición. ¿Es usted ateo? Hay palabras muy gastadas. Con los surrealistas aprendí que hay fervor y fe en algunos ateísmos. Breton era un temperamento religioso a pesar de que era violentamente ateo. Él me dijo alguna vez que su ateísmo era como la apuesta de Pascal, pero al revés. No era un escéptico. El surrealismo fue un síntoma del vacío de la cultura de Occidente y una rebelión contra ese vacío. Por esto fue también un momento importante de la crítica a la modernidad. Breton creía en el ocultismo y estaba fascinado, en el sentido fuerte de la palabra, por la tradición hermética. A mí, en cambio, esta tradición me atrae y me intriga pero no me conquista. Soy escéptico. Mi rebelión contra el cristianismo fue contra la modernidad. Pero el catolicismo es para usted poco moderno, según ha dicho. Tiene usted razón. En realidad, mi rebelión fue contra la institución. Eran los años en que la Iglesia de España estaba muy cerca de Franco. Después de la guerra y del estalinismo, vino la decepción del marxismo y no me quedó sino la poesía. Creí en la frase de Rimbaud: la poesía podía cambiar la vida. ¿Qué le satisface hoy? No puedo responder. Van respondiendo mis obras. Dije que ―alguien me deletrea‖: dialogo conmigo mismo, con esa parte de mí mismo que no se reduce a la razón. ¿Qué le critica ahora a la modernidad? Al capitalismo, lo mismo que decía Marx: haber enfriado la vida humana en las aguas del cálculo egoísta. Al comunismo, querer imponer la comunión obligatoria. Sin embargo, cuando critico al capitalismo no me olvido de que el liberalismo es la democracia, la herencia liberal tolerante del siglo XVIII. Y aquí me entra la nostalgia por el paganismo tolerante… ¿No son liberalismo y marxismo frutos de la misma matriz? El marxismo es el tiro por la culata de la Enciclopedia. Trata de realizar en la historia el reino de la razón y la libertad pero acaba por imponer la superstición y la esclavitud. Es una fe militante como el Islam. Sólo que el Islam afirma que todos los hombres son hijos de Dios y deja puertas abiertas al infinito mientras que el marxismoleninismo es una pseudorreligión. O más exactamente: una ideología, una creencia y que cree que es ciencia.
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¿Concibe usted la lucha por una sociedad plural sin los católicos? ¿Puede haber pluralismo real si la vida pública es sólo para los laicos? Durante algún tiempo fue necesario laicizar la vida política mexicana, dado el carácter religioso militante del Estado español. Ya no. Hay que integrar. En México, los católicos se aislaron. No siempre fue así: la Independencia tuvo detrás a los jesuitas, los liberales tuvieron interlocutores católicos de altura. Sin embargo, desde la mitad del siglo pasado los católicos se automarginaron. Sólo los poetas, como López Velarde, se atrevieron a ser católicos. Después hubo también pensadores. Pero Vasconcelos es más romántico que católico. Esta marginación debe desaparecer. No por donde piensan los teólogos de la liberación; más bien debe recuperarse la herencia de las teologías de la libertad. Pienso en los teólogos españoles del siglo XVI. Esto nos haría más fácil a los no creyentes dialogar porque nos pondría ante una parte sepultada de nosotros mismos. Algo tenemos que hacer todos los verdaderos liberales para sacar a este desdichado país del monólogo en que vive. ¿Qué monólogo? En realidad son varios monólogos: el monólogo del poder, monólogo del marxismo, el monólogo de los católicos marxistas que sólo se oyen a sí mismos como el padre Cardenal, el monólogo de los que estamos fuera de la Iglesia, el monólogo de los católicos… ¿Tiene usted una obsesión antieclesiástica? Es fruto de mi pasado intelectual. De mi rebelión juvenil contra una estructura jerárquica y contra una administración. Veo en la Iglesia no sólo una comunidad de fieles sino a una institución cuyo modelo histórico fue el Imperio romano. Por otra parte, en lo esencial, en lo íntimo, estoy más cerca de Pelagio que de San Agustín, y más cerca de Molina que de Pascal. ¿No le parece un angelismo pedir que una comunidad de fieles carezca de una jerarquía? Sí, pero las rebeliones juveniles como la mía son angélicas… o diabólicas… ¿Por qué siempre que habla de ángeles en seguida menciona a los demonios y cuando se refiere a Dios inmediatamente menciona al diablo? ¿Es para darse una protección de intelectual liberal? Un hombre con mi pasado tiene que ser cuidadoso para no desatar ciertas iras. Además, el diablo es una realidad en la existencia humana. Es la presencia del mal. Y el mal es un misterio para el que no tienen respuesta ni Marx ni los liberales ni Epicuro, que se resigna ante él pero que no lo explica. ¿Cuál es la gran herejía de nuestro siglo? Haber sustituido a Dios por la historia. Si se es ateo, hay que vivir en la negación o en la privación de Dios, no inventar sucedáneos quiméricos que son verdaderos testaferros afectivos o intelectuales. La historia, por lo demás, en un sentido riguroso realmente no existe: no es una substancia ni una entelequia. La historia es nosotros, los hombres. Divinizar a la historia es divinizarnos a nosotros mismos. La historia es horrible como un ídolo y también, como todos los ídolos, fascinante. Pero no existe: es una ilusión, una proyección de nuestros sueños y terrores. No niego, claro, al pasado ni a los procesos históricos: los hombres, las sociedades, las culturas. En cuanto a la vieja pregunta: ¿la sucesión de actos y de obras que llamamos historia es racional?, contesto: creo que a estas alturas nadie se atrevería a afirmarlo. Tampoco digo que sea un proceso enteramente irracional. La historia no carece de sentido o, mejor dicho, de sentidos. La historia no es una: es plural. Hay tantas historias como civilizaciones y, dentro de cada proceso histórico, aparecen distintos sentidos y caminos, unos convergentes y otros divergentes. La sociedad humana es, como el universo, una realidad enigmática y difícilmente descifrable. Sin embargo, no es el resultado de la ciega casualidad. Lo dijo Einstein: Dios no juega a los dados con el universo. Esto es, quizá, lo que también quiso decir Mallarmé en su célebre poema: el azar obedece a una lógica que desconocemos. En fin, hay algo que me conturba como a todos los que se han asomado a la física moderna: sabemos muchas cosas del universo, pero todavía ignoramos cómo nació y cómo 182
morirá. Desconocemos la última y la primera palabra. Son los vulgarizadores de la ciencia los que pretenden que ésta tiene una solución para todo. ¿Es usted optimista en relación con América Latina? Sí y no. Las democracias vuelven, las dictaduras terminan. La democracia no es la solución de todos los problemas pero sí es el camino para, entre todos, buscar soluciones. Usted debe aceptar, sin embargo, porque es cristiano, que la historia es perdición. No. Los cristianos sabemos que la historia es salvación. La historia es valle de lágrimas, es el tiempo de la prueba, el lugar de la prueba. La salvación y la condenación personales son posibles para los cristianos pero la historia es lugar de prueba… ¿Se siente usted hombre de fe, hombre de religión, hombre de Iglesia? No lo sé. Mentiría si digo que lo sé. Yo sigo buscando. Alguien me deletrea… Vuelta, núm. 162, mayo de 1990, pp. 50-52
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UNA APUESTA VITAL (ENTREVISTA CON GUILLERMO SHERIDAN) (1997) El pasado 20 de agosto e presentaron en las instalaciones del Fondo de Cultura Económica el primer volumen de la Obra poética de Octavio Paz –publicado por esa editorial mexicana y la española Círculo de lectores− y Travesías: tres lecturas, una antología en tres discos compactos en la voz de poeta, publicada por esta última casa. Participaron en la presentación José Emilio Pacheco, Hugo Varani, Enrico Mario Santí, Adolfo Catañón y el que esto escribe. Para estar presente en ese evento, se le propuso a Paz una entrevista grabada en video, que aceptó de buena gana Jacobo Zabludovsky, de la empresa Televisa, colaboró amablemente con la idea y además optó por compartir la entrevista con un público aún mayor, transmitiéndola en su noticiero nocturno, íntegramente y sin cortes. La reproduzco aliñando levente la redacción y con un título elegido por mí. Fue una mañana espléndida en un jardín lleno de sol, uno más entre los muchos jardines por lo que Octavio Paz ha transitado y de los que ha dejado testimonio en su poesía, Por mi parte, quiero decir que la cordialidad, la viveza y la intensidad con las que habló esa mañana —no a mí, sino a los lectores que representé— ampliaron el jardín, aún más vasto y perdurable, de su presencia y su poesía. G.S. GUILLERMO SHERIDAN: Con motivo de la aparición de Obra poética I y de Travesías: tres lecturas, Octavio Paz ha aceptado recibirnos y hablar un poco. Esto es muy de agradecerse, si se considera que ha pasado por adversidades y ha tenido quebrantos de salud. OCTAVIO PAZ: Bueno, voy saliendo lentamente, pero voy saliendo, de los quebrantos de salud. Me pareció emocionante poder hablar, así fuese unos cuantos minutos, de este libro que recopila toda mi obra poética, no solamente de mi juventud sino de gran parte de mi vida, puesto que empieza en 1935 y termina en 1970 —el segundo tomo abarcará hasta el día de hoy—; además, estos discos que recogen —y esto también me parece interesante—, una antología de mis poemas hecha desde el punto de vista del oído: no solamente de lo que leemos sino de lo que oímos. Esto da una idea, yo creo, más o menos de lo que soy: un escritor que intenta, ha intentado de intentará siempre ser un poeta. G.S.:
Ese ser siempre poeta se percibe también en el hecho de que el primer volumen de su obra completa recoge toda su reflexión sobre la poesía y la historia, y estos últimos volúmenes recogen la obra poética completa. ¿Calculó usted que así fuera?, ¿qué el primer volumen abriese con la reflexión y los últimos recogiesen la poesía? O.P.: No. Fue sin cálculo, pero fue en realidad algo muy significativo. ¿Qué es lo que ocurrió? Sencillamente, que cuando comencé a escribir poemas, ya la poesía —hacía un siglo de esto pero yo no lo sabía— estaba en una situación marginal: poco a poco, otras formas literarias, como la novela, habían ocupado espacios que antes eran exclusivos de la poesía. Yo, sin darme cuenta, al escribir reflexiones sobre la poesía estaba escribiendo sobre lo que significa ser un poeta a fines del siglo XX, y cuando se abre un nuevo milenio. G.S.:
No es frecuente que un poeta, y sobre todo en México (quizá el único caso anterior sea el de Alfonso Reyes), pueda no sólo ver su obra completa reunida, sino que además pueda prepararla y editarla como lo hace usted en estos dos volúmenes, que por lo mismo tienen el valor agregado de sus observaciones. O.P.: Bueno, yo nunca me propuse hacer unas obras completas. Fue un accidente de mi vida como tantos otros. En realidad, fue una ocurrencia de mi editor español, Hans Meinke, que un buen día me dijo: ―oye, puesto que estás publicando tanto y recoges cosas del pasado, ¿por qué no publicas tus obras completas?‖. Me pareció una idea muy difícil de realizar. Me embarqué en ella a sabiendas de que las obras completas nunca lo son. Por lo menos, espero que algunas, aunque no sean ―completas‖, sean realmente obras, porque lo que yo quería hacer como escritor en obras, no simplemente explosiones verbales, sino obras con una estructura, con una intención, con una dirección.
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G.S.:
En el preliminar al libro se tiene la impresión de que, al decidirse a reunir la obra poética de toda su vida, usted sentía escrúpulos y entusiasmo a la vez. Ahora que ya lo ve publicado ¿qué prevalece? O.P.: Lo que prevalece es cierto entusiasmo benévolo, un entusiasmo escéptico: ―eso fue lo que hiciste, no estuvo mal; pero tú no eres juez para juzgarte a ti mismo‖. Sin embargo, debo decirle que de estos dos tomos he excluido un volumen completo que se llama Primera instancia que formará parte del volumen trece, con la prosa juvenil y todos los poemas que escribí muy joven —o ya no tan joven— pero que, por una razón u otra, fueron eliminados de mis libros. Fui muy criticado por esto: dijeron que por qué lo había hecho, que renegaba de mí mismo; algunos, con mucha mala fe, atribuyeron a razones de orden político estas exclusiones. Todo esto va a parecer ahora, pero en su contexto. G. S.:
En alguno de los prólogos usted dice algo que me conmueve enormemente: que los grandes poetas de la antología griega —a los que a veces ha respondido en sus propios poemas— viven entre nosotros ―gracias a un puñado de sílabas‖, y que usted no aspira a otras cosas. ¿No contradice esto la noción misma de obra completa? O.P.: En realidad, sí. Pero habla de obras completas con escepticismo: ―ahí les envío este cargamento de libracos, a ver cuál de ellos naufraga y cuál sobrevive‖. Eso es todo. Subrayo que no me interesa tanto que sean ―completas‖ como que sean obras. Es una apuesta con nuestro interlocutor natural, ese personaje invisible con el que hablamos todos los días: el tiempo. Nuestro interlocutor es el tiempo y cada línea que escribimos es una línea, sobre, contra, hacia, por el tiempo. G.S.:
En un poeta el tiempo también es una forma de la memoria, o la memoria una forma del tiempo. Mi impresión es que el poeta no puede olvidar, que el poeta está obligado a vivir su memoria continuamente. Por ejemplo, usted mencionaba a ese joven preparatoriano que hacía poemas en la década de los treinta. Supongo que al releerlo, al incluirlo en los libros, usted habla con este joven. O.P.: Claro que sí. Es curioso que de pronto aparezca su figura porque, en efecto, cuando yo era un muchacho, un joven preparatoriano, nunca pensé en el que podría sustituirme. La otra imagen apareció mucho más tarde, cuando empecé a proyectarme como poeta. ¿Qué quiere decir esto? Por una parte, en efecto, que la memoria es fundamental en el poeta. Segundo, que la memoria actúa de una forma muy extraña, porque lo hace de un modo profético, la memoria va creando al personaje. Cuando comencé a escribir tenía muy poca experiencia, y la poesía está hecha de lo que uno ha vivido, gozado, etcétera; pero poco a poco, al tratar de resucitar esos instantes privilegiados de sufrimiento o de placer que conmemora la poesía, fui creando a un personaje, al muchacho, al adolescente, al hombre maduro, al hombre en las puertas de la vejez, al hombre ante la muerte, al que le han pasado estas cosas. Pero estas cosas que yo cuento en mis poemas —y no yo, todos los poetas— no nos han pasado realmente, porque cada vez que la memoria trata de recordar algo, lo reinventa. Nunca es fiel la reproducción. Por fortuna la memoria es creadora y de ahí viene la paradoja de la poesía: la poesía es la memoria de los pueblos, pero también es aquella para secreta de alma de cada uno, y del alma de los pueblos, en la cual esa zona, muy obscura y muy ambigua, refleja o, mejor dicho, perfila el futuro. G.S.:
Y ahora usted ha entregado el primer volumen, y pronto vendrá el segundo de, digamos, un paquete de existencia completa. Pocos hombres pueden entregarse de una manera tan cabal como un poeta, y a quien se entrega es a los lectores. Baudelaire se refiere a ellos como ―los hipócritas lectores, mis iguales‖. Usted dice que quiere comulgar con esos ―desconocidos‖… ¿quiénes son los desconocidos a los que buscan estos libros? O.P.: Esos desconocidos soy yo mismo, pero ya desaparecido, sin el peso terrible de esas pocas sílabas: Octavio Paz. Ese desconocido que no tiene nombre propio, pero sí existencia, una realidad que es una invención: no existía antes de que yo escribiese. El poeta es el inventor de su propia existencia, de su propia figura, de su propia imagen. G.S.: ¿Y piensa también en los otros desconocidos, los lectores? O.P.: Claro que sí. Nunca he tenido el desdén estúpido por el lector
ni he padecido dos supersticiones comunes en la secta literaria. La primera es en la superstición de la mayoría: pensar que los buenos escritores son muy leídos y muy citados. No lo creo. En general, la mayoría tiene mal gusto y muchas veces los escritores muy 185
leídos son escritores bastante secundarios. Pero tampoco creo en la otra superstición, la de los exquisitos, que creen que la poesía es para una minoría de elegidos y de escogidos. No; yo creo que la poesía es de todos y de nadie. La mejor definición sobre lo que significa ser un poeta escogido la dio Juan Ramón Jiménez cuando dijo que sus libros estaban dedicados a ―la minoría‖. Eso es lo que yo creo. G.S.:
O como Villaurrutia, que dijo que la poesía era para todos, con la condición de que todos fuesen unos cuantos… O.P.: Sí, bueno, eso es más aristocrático. Lo que yo creo es más modesto, y quizá más romántico. Lo que yo creo es que el poeta inventado por cada uno es un don Nadie. Es decir, creo que todos tenemos una personalidad propia, única, inconfundible y, al mismo tiempo, que esa personalidad propia única e inconfundible se confunde con el viento, con los pasos en la calle, con los ruidos de la otra esquina, con el silencio de la memoria, que es la gran fabricante de fantasmas. G.S.: ¿Le parece que ahora hablemos un poco de los discos? O.P.: Con mucho gusto. Siempre he pensado que la poesía no
está hecha de letras, como las novelas, sino de palabras; es decir, de algo que se oye. Por eso la gente puede –o podría, si fuese más civilizada− ir a oír conciertos de poesía pero no, porque es imposible, conciertos de novelas. La atracción de la novela es muy distinta a la de la poesía. La propuesta de mis editores españoles de realizar un álbum con tres discos compactos me dio la posibilidad de reunir en tres horas de palabras, de sonidos, de armonías y de armonías, lo que más me interesa de mi obra. No lo mejor (yo no sé qué es lo mejor y no creo que un poeta pueda ser juez de lo que escribe), pero sí lo que me interesa en este momento, porque mañana puedo cambiar de opinión. Entonces dividí estos discos en tres pequeños libros. El primero se llama Mi casa, mi gente, mi tierra. Ahí está mi pueblo, Mixcoac, que ahora es una municipalidad de la ciudad de México; los colegios en los que estudie, los niños con los que jugué, me apedree, o al contrario, me abracé; las muchachas que entreví; los jardines, los basureros –porque los niños también son curiosos de los basureros−, y también las ausencias, los años de ausencia. He vivido años y años fuera de México, y cada regreso ha sido una sorpresa. La única fue dolorosa, porque vi la consumación de la destrucción de la ciudad de México. Creo que las ciudades resucitan, creo que México va a resucitar, pues la he visto nacer y renacer y morir muchas veces. Uno de los temas de esta primera sección de mi antología en las resurrecciones y los renacimientos de la ciudad de México. El segundo apartado, Decir: hacer, reúne varios temas. Está hecho con algunos poemas muy largos, como Piedra de sol, que dura casi media hora, y otros que duran instantes. Por ejemplo éste, que habla de la memoria: Aquí Mis pasos en esta calle resuenan en otra calle donde oigo mis pasos pasar en esta calle donde Sólo es real la niebla
La tercera parte es la que más me interesa. Se titula Eros y está dedicada a los poemas de erotismo y de amor que ha escrito. Distingo entre la palabra erotismo, en la cual la sexualidad tiene un color imaginativo: es la imaginación del amor, y la palabra amor, que supone un sentimiento menos universal, mucho menos compartido por los hombres. G.S.: De hecho, esta sección comienza con un fragmento de La llama doble. O.P.: Bueno, en mí la actividad intelectual ha sido paralela a la actividad creadora.
Al fin de mi vida se me ocurrió escribir un libro de poemas que creo que es lo mejor que he escrito. Árbol adentro; la última sección de Árbol 186
adentro, en la que hay algunos poemas breves que me gustan mucho, poemas de amor y erotismo para mí tan interesantes como algunos de Ladera este, otros de mis favoritos. Y junto a esto escribí unas reflexiones sobre el amor. Quiero decir que nunca he podido desligar completamente lo que siento de lo que pienso. Creer y pensar son para mí actividades paralelas, muy cercanas una a la otra. Quizá podría leer uno de estos poemas de amor, uno que también es un poema realista. Se llama ―Antes del comienzo‖, ¿de qué? Antes del comienzo del día. Se trata de una pareja. Es el amanecer. Todo está oscuro. Todo está dormido. El mundo está dormido: Ruidos confusos, claridad incierta. Otro día comienza. En un cuarto en penumbra Hay dos cuerpos tendidos. En mi frente me pierdo por un llano sin nadie. Ya las horas afilan sus navajas Pero a mi lado tú respiras; entrañable y remota fluyes y no te mueves. Inaccesible si te pienso, con los ojos te palpo, te miro con las manos. Los sueños nos separan y la sangre nos junta: somos un río de latidos. Bajo tus párpados madura la semilla del sol. El mundo no es real todavía, el tiempo duda: sólo es cierto el calor de tu piel. En tu respiración escucho la marea del ser, la sílaba olvidada del Comienzo.
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