Monsivais, in memoriam

Page 1

SSeelleeccccii贸贸nn:: LL.. CCeerrvvaanntteess--O Orrttiizz 1199 ddee jjuunniioo ddee 22001111


H

a transcurrido ya, quién lo diría, un año de la desaparición física de Carlos Monsiváis, polígrafo e intelectual de amplios horizontes. Ahora que en México se viven momentos particularmente difíciles, su voz se echa de menos grandemente, porque dejó un enorme hueco en el análisis y la observación de la realidad social, lo cual no significa, como algunos han señalado con cierta dureza, que sus lectores, admiradores e incluso seguidores se hayan quedado ―huérfanos con su partida. Lo cierto es que se le extraña por todas partes y que hace falta su mirada aguda y, sobre todo, su gran sentido del humor, con el que iluminaba los peores momentos que debía vivir y cronicar. Ha dejado una inmejorable herencia, sus textos, la mayoría dispersos por toda la prensa mexicana, y que necesariamente deberían reunirse para apreciar mejor la vastedad de intereses que manejó. Parte de esa ―herencia‖ ha aparecido ya en sus libros póstumos, un par de ellos conformados por artículos publicados previamente y, en especial, en Historia mínima de la cultura en México, acaso la verdadera summa de su trabajo cronístico. Allí, es posible pasar revista a la manera en que asumió la tarea de fagocitar cuanta realidad cultural se asomara en el horizonte y fuera digna de dialogar con ella, describiendo sus bordes, entrañas y consecuencias, mezclando las vertientes populares y exquisitas mediante el uso de un instrumental propio que quizá desquiciaba a los críticos más rigurosos y académicos, pero ante quienes después citaban al cronista de la colonia Portales. Los 39 capítulos de esa obra que creció sin remedio son a partir de ahora un referente ineludible para comprender lo sucedido en el México del siglo XX, pues lo atraviesa con singular alegría y muestra sus filias y fobias estéticas sin cortapisas. Calificado por Adolfo Castañón como el ―hombre-ciudad‖, las más recientes generaciones de escritores han trabado con él una amistad singular, testimonio de la cual es el volumen colectivo La conciencia imprescindible, en donde se percibe cómo desde la hibridez de su escritura fue capaz de hacer cortes transversales de la vida social e, incluso en los temas supuestamente banales, encontrar puntos de contacto con los temas ―trascendentales‖. Enemigo a muerte de los lugares comunes y del acartonamiento de los políticos, los fustigó con una ironía que se volvió sinónimo de su estilo y que no lo abandonó ni siquiera en los peores momentos. Si, como sabemos bien, su pasado protestante tampoco lo abandonó, esa ―marca de agua‖ que llevó a cuestas toda su vida lo hizo ser, en muchos sentidos, un auténtico heterodoxo y, más allá de esta filiación que muchos insistieron en recordarle (―los protestantes sólo me invitan para cosas serias‖, dijo en algún momento), se distanció de la iglesia, también, para criticarla sin piedad y, ya en el terreno de las luchas políticas, dejar bien claro el estatuto moral de sus aproximaciones a los fenómenos, algo que muchos no le perdonaron. La recopilación que presentamos trata de dar fe de la forma en que sus amigos y enemigos, gente cercana y atenta a su producción periodística y literaria, así como los observadores de la vida cultural en México y fuera de él, se acercaron (y siguen haciéndolo) a ese conjunto escritural que, marcado por la lectura infantil y consuetudinaria de la Biblia y un cúmulo adicional de autores y obras, está a la espera de más y más lectores/as que sepan dialogar con un escritor que ejerció el principal compromiso de quien toma la pluma (o el teclado) para salir de sí y usar el lenguaje con una riqueza poco común. Cierto, Monsiváis se unió a ciertas causas (perdidas, la mayoría), pero nunca se permitió que eso le nublara su mirada crítica, que lo convirtió en uno de los mayores intelectuales que dio el siglo XX en México. Queda pues, a consideración de los lectores esta visión apasionada sobre una obra indiscutible. LC-O

2


II.. ((AAUUTTOO))SSEEM MBBLLAANNZZAA LLOOSS DDÍÍAASS DDEE NNUUEESSTTRRAA EEDDAADD La Jornada, 4 de mayo de 2008. Los días de nuestra edad son setenta años SALMO 90.10

De las fechas que me han marcado guardo la memoria que corresponde, casi siempre legendaria. Debido a limitaciones de Natura, carezco de recuerdos de mi nacimiento o de mi muerte y —tal vez menos significativos o menos fuera de mi control que el nacer y el morir— los otros acontecimientos relevantes de mi vida han quedado a cargo de una combinación desigual de lo objetivo y lo subjetivo, es decir y por lo general, de la invención y del olvido. En lo íntimo, recuerdo la hora y las circunstancias del fallecimiento de mi madre, y en un nivel distinto, pero también de consecuencias interminables, la muerte de algunos parientes y de varios amigos. No suelo hablar de estos asuntos y no me refiero a ellos por escrito, al no sentirme capaz de narrar la agonía de un ser querido, los gestos y los sonidos de la vida que se extingue, o de referir mis reacciones al enterarme de los sucesos. Al asimilarse como hechos de la vida personal, los grandes acontecimientos políticos y sociales se prestan siempre a la evocación mitológica. Así y por ejemplo, las preguntas que sitúan en un mapa anímico inexorable, tipo: ―¿Cómo te enteraste del asesinato de John Kennedy?‖, o ―¿Cuál fue tu reacción al oír de la muerte de Luis Donaldo Colosio?‖, que son al fin y al cabo retórica de las encuestas, porque implican la sacralización de un hecho, y por minimizar y agrandar a la vez al sujeto del interrogatorio. Todos nos ubicamos ante los grandes acontecimientos de la nación y del mundo, llamados llana o confianzudamente la Historia; todos inventamos un perfil cívico al expresar nuestra respuesta; todos memorizamos nuestras reacciones. En mi caso, habitante de la ciudad de México, tengo muy presente el 2 de octubre de 1968, evidente parteaguas histórico. En mi repertorio de datos incluyo los telefonemas que hice en la mañana de ese día, y recuerdo mis comentarios sobre el desgaste del Movimiento y el cerco en su derredor (esto no es hazaña mnemotécnica alguna, no se hablaba de otra cosa). También, en la tarde, una conversación muy prolongada con un amigo que retrasó mi arribo a Tlatelolco, donde atestigüé, en el Paseo de la Reforma, el momento de la fuga colectiva, de las denuncias a gritos y el pavor que se impregnaba; el recorrido veloz por las calles, la búsqueda de transporte, el viaje aciago a la Ciudad Universitaria casi desierta. Tengo muy presentes los rumores y el clima de agravio y alarma. Luego, ya en mi casa, la contemplación febril de los noticiarios, el telefonema de Leonardo Femat, que me hace oír los treinta minutos de grabación del fuego cruzado, y más tarde, los testimonios alucinantes de Nancy Cárdenas, Beatriz Bueno y Luis Prieto, quienes salieron justo a tiempo de la Plaza... Y las reuniones del 2 de octubre de 1969 y 1970 en casa de Selma Beraud para conmemorar el dolor y la rabia ante la impunidad. Los hechos figuran en mis recuerdos, pero he elaborado y relaborado mi estado de ánimo de ese día a lo largo de 35 años, y mi recuerdo actual está bastante más cerca de la efeméride que de la vivencia. Otro tanto me sucede al evocar el 19 de septiembre de 1985. Supongo que en el tiempo sicológico ese día duró demasiado, al ir del miedo y el estupor a la combinación de alivios y tristezas. En tumulto, se añadieron rumores y detalles, las caminatas despiadadas, las llamadas perdidas, la impresión de habitar una ciudad paralizada y a la vez renovada por un espíritu distinto, la solidaridad nueva... No, esto último es un añadido, las presiones y las desolaciones del 19 de septiembre no admitían el juego de las moralejas sociológicas. Sólo al día siguiente, luego del segundo temblor, advertí lo obvio: el surgimiento casi formal de la sociedad civil (démosle ese nombre) y su toma de poderes, al no hablarse todavía de empoderamiento. Y así, al cabo de incontables repeticiones, el 19 de septiembre se ajusta al debut formal de una especie inesperada y ya imprescindible. Esto unifica mi experiencia, pero modifica a fondo mis recuerdos, al encuadrar en un solo molde el coro de impresiones y voces y temores y valentías. 3


Tampoco me fío de mis notas mentales sobre las fechas que anuncian etapas emotivas, por lo común, los hechos que convierten a cada persona en institución de sí misma. Quedan esos días como las fábulas requeridas de placas conmemorativas, como aquel augurio que no supe leer con agudeza, o la premonición póstuma por así decir. ―Quién hubiera dicho que alguien así me importara tanto por tanto tiempo...‖ Y como todos, mezclo en cada etapa la costumbre de entonces con la idea actual de mí mismo. Las tabulaciones personales también cumplen sus bodas de oro. ¿Qué hacer con las fechas? En materia de evocaciones, su función principal es exorcizar la anarquía de los recuentos. Al existir en efecto el Star System de los días relevantes, y al exceptuarme de bautismos, primeras comuniones y bodas con la familia reunida alrededor de un solo chiste y una sola felicidad mientras más actuada más genuina, advierto en el calendario un conjunto más bien huidizo, con muy escasos deberes cronológicos. Y lo más fastidioso y lo mejor de los días culminantes en mi vida es su condición irretornable. No es sólo lo que hice entonces (reconstruido), sino, como suele suceder, el atender en demasía lo negociable con el olvido. Al no existir para mi desdicha los Museos de las Emociones Límite, nunca recupero las fechas determinantes en su diafanidad, sino, de modo clásico, las localizo en el sitio donde las recordé la última vez; por supuesto, en algo o en mucho diferente del lugar de la penúltima. Se vuelven proteicos la furia y la desesperación, la esperanza y el júbilo comunitarios, el deseo y el placer de asir como se pueda las experiencias. Detente, oh momento, eres tan bello por tan imposible de evocar con justeza. ¿Y qué es lo determinante entonces? Aquello donde –por así decirlo– uno ya no distingue entre sentimientos y razonamientos. Entre las emociones del día de la boda, supongo, se encuentra en primer término la institucionalidad del acto. Y esto se instala en la foto del matrimonio y la inauguración formal de una dinastía. Y lo sojuzga todo la indistinción entre lo que se vive y lo que se debería vivir, desde la publicación del primer libro a cualquier acto donde se establezca la alternativa dogmática: o uno memoriza sus reacciones y al hacerlo las fabrica, o se renuncia al punto de vista fijo, lo cual también es una falsificación. Desde 1985, la pandemia del sida me resulta una sola fecha aterradora, poblada de episodios que se repiten inexorablemente, y que varían con los grados diversos del afecto y la importancia que le atribuyo a la persona y la calidad de la atención médica. He perdido amigos muy cercanos, y, también, amigos que me importaban sin yo saberlo con precisión. Los fallecimientos sucesivos se unifican, no tanto por el poder nivelador de la muerte, sino por ese vislumbre que abarca a unos cuantos y, con el fulgor abstracto de la estadística, a decenas de millones de personas, el holocausto al que impulsan la desinformación, el prejuicio aterrador, la homofobia y las políticas genocidas de los que continúan penalizando moralmente la enfermedad y se oponen con histeria a la distribución, e inclusive a la mención, de los condones. (Aquí destaco el papel del clero católico). La pandemia como una sola fecha incesante. El ―santoral privado‖ señala una parte del proceso de fijación de la vida a través de capítulos de la memoria. Y por lo común, los días ya rituales de cada uno participan ampliamente de la mezcla de nostalgia y narrativa algo tramposa. De esto, por supuesto, no me exceptúo.

4


M MOONNSSIIVVÁÁIISS PPOORR M MOONNSSIIVVÁÁIISS:: UUNNAA AAUUTTOOBBIIOOGGRRAAFFÍÍAA FFIICCTTIICCIIAA Selección de Patricia Vega, fotografías: Cuartoscuro Eme Equis, 3 de mayo de 2010

Se dice que Carlos Monsiváis, además de ser el crítico cultural más importante del país, es “el único escritor mexicano que la gente reconoce en las calles”. El doctorado honoris causa que recibirá, junto con otras 15 destacadas personalidades, el 23 de septiembre durante la conmemoración de los 100 años de la UNAM, será el más reciente de los reconocimientos que se le han otorgado. Ensayista y cronista sin par de las muchas ciudades que es la ciudad de México y de los movimientos sociales y políticos más importantes del país, es uno de los autores más leídos no sólo en México, sino en América Latina y en sectores de Estados Unidos. Nada escapa a la mirada de este analista mordaz. Su vena irónica ha permitido a sus lectores y escuchas mantener el optimismo en tiempos difíciles. Ha sido al mismo tiempo conciencia crítica y presencia reconfortante para los mexicanos en momentos decisivos de nuestro “valle de lágrimas”. Este 4 de mayo Carlos Monsiváis arriba, un poco maltrecho, a los 72 años. Para celebrarlo publicamos una autobiografía ficticia, construida con afirmaciones reales que él ha hecho sobre sí mismo en sus textos o en algunas de las múltiples entrevistas que ha concedido a lo largo de su vida. emeequis las rescata de aquí y de allá. Con ustedes, Monsiváis por Monsiváis. —¿Cómo lo reconozco, señor Monsiváis? —Llevaré un clavel rojo en la solapa —le contestó a José Emilio Pacheco. Enseguida soltó una sonora carcajada para reírse del lugar común y de él mismo. A manera de pórtico: yo te bendigo, vida Me llamo Carlos Monsiváis, no pertenezco a ningún partido político. Soy laico. No me gusta describirme a mí mismo porque suelo caer en la autoindulgencia de la autocrítica, entonces prefiero no. ¿Estas notas son autobiográficas o autobibliográficas? Si son lo segundo, como creo, menciono de inmediato el libro primordial en mi formación de lector: la Biblia, en la versión del reformado Casiodoro de Reyna (1606), revisada por Cipriano de Valera. En mi niñez, Reyna y Valera me entregaron mi primera perdurable 5


noticia de la grandeza del idioma, de la belleza literaria que uno (si quiere) le adjudica a la inspiración divina. Por cuestión religiosa lo primero que memoricé fue ―en el principio era el verbo y el verbo era Dios‖. Mi madre puso de su parte mi nacimiento, mi primera formación, mi capacidad de pelearme en vano, mi primer amor por los libros, mi sentido del orden (allí fallé) y todo lo que un hijo de mi generación debía saber si quería triunfar o fracasar en la vida. Sin embargo, me rehusé a aprender a manejar. A cambio me permite seguir vivo. Dada mi pericia técnica, habría muerto en las primeras 14 o 16 horas de manejo. Traigo siempre mi pasaporte, por si me distraigo, saber quién soy. Soy un distraído absoluto. Renuncié a una infancia de aventuras en aras de Charles Dickens. Como eso suena muy falso, debo aceptar que nunca tuve en mente ese tipo de infancia; la mía fue no sólo de libros, sino también de películas: Agatha Christie y las cintas con Pedro Armendáriz, Jorge Negrete y Gloria Marín. El cine es una formación tan estricta como la literatura. En sexto de primaria se me ocurrió decirles a los compañeros que por qué no formábamos la biblioteca de la escuela, ahí tuve la primera noción de lo que era la carcajada a mi costa. Don Artemio de Valle Arizpe era una figura excéntrica, hoy casi desconocida, que vivía resucitando vocablos del virreinato, que vivía en una casa llena de antigüedades y mandaba encuadernar sus libros a Holanda. Los domingos yo iba a ver a mi tía, que era su ama de llaves, y don Artemio me decía que tomara algunos libros de unas cajas que tenía y, entonces, eso me permitió leer, con escaso provecho debo reconocer, a Emilia Pardo Bazán y a Pío Baroja. Ya estaba en secundaria, para mí eso fue una experiencia, frecuentaba las librerías de viejo —la pasión de mi vida— y ver cómo un señor mandaba a encuadernar sus libros a Holanda me parecía notable. Desde mi primer impulso radical que me vino de la fe sentimental en la República española, y desde mi primera filiación ideológica, concentrada en la Reforma liberal y en don Benito Juárez, he sido de izquierda. Nunca he conocido una depresión tan grave ni he alcanzado, como el 2 de octubre de 1968, el nivel máximo de impotencia social. El miedo al ridículo es un poderosísimo instrumento de dominio, porque acorta la libertad, la experimentación y las ganas de sentirse a gusto. Antes le temía al ridículo, ya no. Ahora le temo a la idea de escribir un texto y al releerlo decir: esto ya lo escribí, y entonces darme cuenta no de que me estoy plagiando a mí mismo, sino que ya me cloné. El concepto de humorista no me gusta tanto porque implica la idea de hacer reír, y yo no tengo el deseo de hacer reír con mi trabajo. Lo que me gusta es reírme: el humor involuntario, el ridículo o la pretensión fallida son un desquite del lector, del ciudadano, un instrumento de la revancha cotidiana. En todo caso me gustaría apelar a la ironía, el humor es muy difícil. Tú no puedes garantizar la eficacia de un escrito y tasarla en carcajadas. Hay algo de nobleza, de intensidad y también de fuerza moral en la lucha contra la desigualdad, que siempre me ha apasionado. El melodrama de mi vida personal ya hace tiempo que lo clausuré. Como todos, me he enamorado del amor y, dada mi soltería, no he pagado pensión alimenticia. Señores, a orgullo tengo de ser antiimperialista Dos acontecimientos promovieron mi radicalización. El primero, a los 15 años, el proceso de los Rosenberg. Sin contacto con grupos de izquierda, hube de conformarme con padecer una depresión inaudita al distinguir en la cabecera de El Popular la noticia de su muerte. Intenté transmitir mi desesperación, pero mis compañeros no tenían idea ni de los Rosenberg ni de que fuera del cine hubiese espías atómicos. El segundo acontecimiento, al año siguiente, la ―gloriosa victoria‖. Castillo Armas efectuó el remake de King Kong y a la preparatoria llegó, abrumado de volantes y consignas, Luis Prieto Reyes (esa especie de conciencia mágica y satírica de la ciudad). De inmediato Alejandro Peraza, José Guerrero y Guerrero y yo integramos el Comité Preparatoriano de Solidaridad con Guatemala, institución que según recuerdo jamás alcanzó los cuatro miembros. Recorríamos los salones de clase y ellos hablaban y yo pasaba una caja y recogía dinero para la compra de mantas y la edición de volantes. 6


A los 15 años tuve una suerte de Camino a Damasco, pero digamos laico: empezar a leer sobre la Guerra Civil española me produjo una emoción y conmoción enormes, entonces estaba tan distante el fenómeno y leyendo sobre todo lo que fue la Brigada Internacional de pronto pensé que la izquierda tenía sentido y había participado en algo que ahora se oye como la Edad Media, y en cierto modo era la Edad Media, que era la Juventud Comunista. Todo eso me llevó a pensar que valía la pena defender causas. Me tocó participar en una manifestación y cuando llega Diego Rivera y baja la silla y ahí estaba Frida Kahlo, tuve una revelación, no diré que fue mística, pero tampoco tan alejada del término. Y en el 54 oyes tú decir que no existía el mito de Frida, pero ya existía esa presencia que te obligaba a una actitud reverencial. Llegué a mi casa a escribir una crónica apasionada del hecho, por fortuna fue en una revista que se llamaba azarosa y genialmente El Pumita que desapareció para siempre. Cuando tenía 16 años, yo comparaba a Frida Kahlo seguramente con la estrella del Oriente, ve tú a saber, el género me gustó mucho y seguí haciendo crónicas, me tocó hacer una crónica para un periódico —del que por fortuna nadie sabe de su existencia— llamado Pueblo levántate, sobre el movimiento estudiantil de 1958 en contra del alza de los camiones, en fin, hay un instante, casi una rapsodia: los dirigentes del movimiento, casi todos de la Facultad de Leyes, piden entrevistarse con el presidente Ruiz Cortines, los recibe, los regaña y les dice que a su edad deberían dedicarse a construir su futuro, que cada día es un ladrillo para el edificio que es su porvenir, y entonces los estudiantes que lo habían enfrentado, que habían resistido el cerco del ejército en Ciudad Universitaria, terminan con una porra a don Adolfo. La única fe radical que yo me atrevía a poner en entredicho era la mía propia. Porque ni los murales, ni el Anfiteatro Bolívar abrumado por los aplausos ante la simple mención de la palabra Zapata, ni el Seminario de Estudios Históricos al que acudía cada viernes, lograban proporcionarme una imagen real o cierta de la Revolución mexicana. Para mí la Revolución era Dolores del Río llorando ante el cadáver de Pedro Armendáriz o Domingo Soler, quien me había convencido que se podía ser en la misma función del Cine Bretaña, un cura típico amigo de Jorge Negrete, el hermano incestuoso de Andrea Palma y mi general Francisco Villa. Ni modo, mi anterior escepticismo ante toda suerte de símbolos patrios se acrecía con todo lo que se refiere a la Revolución de 1910. No niego su grandeza, pero los siento irremediablemente en poder del lenguaje oficial, sacros, resguardados de mi admiración por un regimiento de historiadores o de granaderos. En todo caso, me quedan demasiado lejos, en plenos llanos de la abstracción. Salgo del Partido Comunista, expulsado, en 1960, porque Pepe Revueltas, que era el alma de nuestro pequeño movimiento —éramos 20—, decide que el Partido Comunista no tiene existencia histórica, entonces me toca la sesión en la cual se discute la inexistencia del partido, y era formidable porque el representante de las instituciones de la línea soviéticomexicana le dice: ¿Y cómo, si no existe el partido, están ustedes aquí? Ya era llevar las cosas a una filosofía, a un grado de acabar en cualquier solicismo y Pepe Revueltas les dijo: ¿Y ustedes cómo saben que están aquí históricamente? Desde entonces, sí que he fatigado el cemento, como se decía antes. Que al espejo te asomes, satisfecho Lo que me llevó al periodismo, creo que fue la visita a Alfonso Reyes, en la Capilla Alfonsina. Sergio Pitol y Luis Prieto, que lo veían con cierta frecuencia, me consiguieron una entrevista: Reyes, que evidentemente no estaba complacido de perder su tiempo, empezó a hablar de la cultura griega y Sergio intervino con preguntas bastante 7


atinadas y don Alfonso se animó. Yo no salía del pasmo, nos regaló un libro, llegué a mi casa, traté de escribir lo que había oído y no pude redactar nada porque el pasmo había sido devastador. Las atrocidades que uno comete hay que dejarlas reposar en el silencio irrecuperable. Cuando encuentro una revista en una librería de viejo, la compro de inmediato y la destruyo. Si algo aprendí de Novo fue la visión de México como una novela muy influida por el muralismo de Diego Rivera. Uno recuerda algún aforismo de Wilde si desea parecer ingenioso, uno cita a Borges si quiere decir algo inteligente, y se menciona el periódico de la mañana si el propósito es indignarse con justa razón. Podría decir que escribo por la inexorable urgencia de iluminar a mis compatriotas, pero sé que se oiría tan ridículo que me daría risa decirlo y entonces ten sospechas muy serias sobre mi salud mental. Escribo porque no sé hacer otra cosa y porque dudo si esa cosa que hago la sé hacer, entonces vivo bajo la duda de si tiene sentido que yo diga lo que estoy escribiendo. Y escribo porque eso es lo que he aprendido a hacer o deshacer durante demasiados años. Que si esto es escandaloso Me molestan demasiadas cosas: el machismo, la tontería que usurpa el discurso del poder, la crueldad contra los animales y las corridas de toros, monstruosidades históricas como los genocidios recientes, la intolerancia. Mi acta de ciudadanía se arma con la suma de causas perdidas que me han importado y que continúan haciéndolo. Cómo negar el atractivo de las causas perdidas: alejan del orgullo pueril de la repartición de prebendas, le confieren a la derrota el aire de la sabiduría, auspician el sentido del humor a contracorriente, crean escalas valorativas más justas o mucho menos injustas y, sobre todo, se vuelven inevitables en la era neoliberal. Si no se cae en el victimismo, las causas perdidas son un recurso enorme de la salud mental. Dios debería proteger a los buenos; los malos son definitivamente estúpidos y tan corruptos que en las noches se giran a sí mismos cheques sin fondos. No conozco a nadie que participe en cualquier nivel en la defensa de los derechos humanos y en la lucha contra el prejuicio, que carezca de razones personales para hacerlo. Es el círculo compulsivo: las causas lo eligen a uno y uno elige a las causas. En lo tocante a la lucha contra el sida, me ha tocado la muerte de amigos míos muy queridos, y las crisis de salud de otros tantos, he estado en velorios donde las madres gritan: ―¿Por qué me enviaste un hijo así?‖. También he atestiguado la caída física y moral de personas magníficas y he presenciado la crueldad de médicos y enfermeras. Y he visto lo contrario, seres generosísimos que enfrentan la pandemia, médicos y enfermeras con actitudes notables y familias de verdad solidarias. En cuanto a la homofobia, tan activamente sustentada por la Iglesia católica y no sólo por ella, la considero una herencia de las larguísimas tradiciones de odio a lo diferente y a la diferencia, que ahora sólo exhiben la cerrazón de la crueldad. Por eso, soy partidario de una legislación especial en el caso de los crímenes de odio por homofobia, porque estimularía la educación moral contra el prejuicio. ¡Ah, dioses! Cuando oigo hablar de la derecha moderna, y observo la homofobia de los panistas, me dan ganas de quitarle el seguro a mis canicas. Nadie sabe para quién colecciona Yo era un bibliófilo que no tenía posibilidades adquisitivas, y un bibliómano que sí tenía al alcance las librerías de viejo. Un coleccionista se vuelve una referencia de candor o capacidad adquisitiva. El Museo del Estanquillo va a tener más de 10 mil piezas. Un amigo español, un anarquista catalán, Mestre, me ofreció un lote de 15 caricaturas y dibujos de Miguel Covarrubias que fui pagando puntual y esporádicamente, es decir, sí las pagaba pero no en las fechas en que había quedado. Fue así como me emocioné con la idea de tener una colección o cosas que nadie más compraba. Fui durante 40 años cada 8


domingo a La Lagunilla y cada sábado a la Plaza del Ángel con vendedores en los que fui observando ese ascenso académico: al principio eran muy rústicos y ahora dan clases de Harvard en materia de posesiones. No tenía pensada una tarea a largo plazo, sino sencillamente darme gusto, acercarme a lo que siempre me había gustado. En eso estaba cuando tuve la oportunidad de adquirir algunos títeres de la compañía de Rossete Aranda que me habían fascinado de niño, y reivindiqué la mirada infantil. En eso estaba cuando volví a mi pasión, también de infancia, por las miniaturas y eso ya se enfiló hacia una colección. Y uno adquiere piezas cuyo valor aislado puede o no significar tanto, pero el conjunto es lo que valora cada una de las piezas. Es muy presuntuoso decir que lo hago como un regalo a la ciudad de México. Casi retiro la frase, porque también soy egoísta y quiero ver algo de lo que tengo. Es mi oportunidad porque en mi casa es imposible: una vez que las compraba no las volvía a ver, entraban en cajas y yo sabía que ahí estaban pero no tenía la menor posibilidad de contemplarlas. Me brotó la idea del antiguo refrán ―nadie sabe para quién colecciona‖, porque no sé exactamente quiénes van a venir o cómo va a ser contemplada mi pasión efímera por las piezas. Yo adquirí lo que podía. No discriminé. Mucho pude hacerlo gracias a la tardanza de la Secretaría de Hacienda en cobrarnos tan impíos impuestos. Durante el tiempo que duró la exención tuve más oportunidades de comprar. Ya para mediados de la década de los ochenta el gusto adquisitivo se había convertido en obsesión, aunque todavía de ahí no pasaba. Se necesitó del aumento de mis ingresos —gracias sobre todo a los artículos seriados y a mejor paga— para que me decidiese por aumentar mis acervos y a incluir la fotografía, entonces un arte demasiado ―populista‖ como para que se le tomase en serio. Después, oh dioses de la compra, he seguido y persistido, y con toda modestia, me he arruinado, sin que pudiera coleccionar mis ruinas. Pero no me quejo. Siempre había tenido esa profunda necesidad del coleccionista: que los objetos no le pertenecieran a otra persona. Esa es la verdadera gran necesidad, porque en la medida en que le pertenecen a otra persona los objetos se devalúan desde la perspectiva del coleccionista, y quien diga lo contrario miente. La colección seguirá creciendo, mi casa aún no ha quedado vacía, ahí se desconoce la píldora del día siguiente pues los libros se reproducen de manera incontrolable (son unos 40 mil). Pero ésos no los dono… sobre mi cadáver saldrán los libros de mi casa. Lo importante no es saber, sino competir Por principio de cuentas, y antes de que extravíe mi identidad, me identifico. Sucede que soy el homónimo de la persona aquí aludida, y luego de oír de sus presuntas virtudes, compruebo con gusto que en lo general no me corresponden. Sin embrago, la confusión provocada por la dichosa homonimia hizo que se me invitara y por eso casi con el consentimiento de mi representado y alter ego ocasional, les doy las más sinceras gracias. Si el del nombre idéntico al mío, con el añadido de características en mi imaginación estuviese aquí, de seguro, con su inclinación generacional por las frases darianas, los llamaría a ustedes ―torres de Dios‖ y ―pararrayos celestes‖ para luego exhibir simultáneamente su modestia y su vanidad. ―No lo merezco/ Sí lo merezco/ No lo merezco…‖ y así hasta la culminación de los tedios. Como él no está, yo, obligado a hacer las veces de su embajador y publirrelacionista, los conmino amistosa y sinceramente a verificar a quien con exactitud científica se invita. Item más: les notifico que mi representado, dase la gratitud que lo aniquila, jura que, cualesquiera que hayan sido las acciones que provocan este acto, no las volverá a cometer. Mi vanidad está intacta, encerrada en una caja de caudales y no hay manera de sacarla. 9


Me siento tan extraño que prefiero… ya no sé lo que prefiero. Desgraciadamente sólo traje palabras en mi contra y no puedo utilizarlas para no quedar mal con lo que han dicho de mí, pero en otra ocasión aclararé que todo es falso. Lo que se dice en estos casos es cierto, pero nunca es convincente y se oye siempre como la conversión del autoelogio en rumor lejano. Así pues, anoto mis estados de ánimo: felicidad atemperada por el pesimismo orgánico, desconcierto, azoro, gratitud. No voy más allá. Esta muestra tan ejemplar de mitomanía que mucho me honra es una lección de escarnio entrañable. Final. Sin moraleja Mis profundas disculpas, pero la salud es muy contraria a la cortesía… Mi estado de salud es precario, variable, rotundo y no está empoderado. Si ligo mi salud con mi edad, la encuentro perfectamente normal; si la ligo con el estado que quisiera, es un desastre. En realidad las ilusiones que me quedan son pocas y todas tienen que ver con el tiempo disponible para leer y ver películas, lo que es muy egoísta, lo que hace que me olvide de mis responsabilidades cívicas y lo que hace que termine este programa muy avergonzado de mí mismo. Describiría mi vida, vanidosamente, como la de alguien que nunca quiso dormirse en sus laureles porque sufría de insomnio crónico. Ya sin metáforas vergonzosas de por medio, la describiría con el entusiasmo que me causa, a estas alturas, agregar a mi lista otra causa perdida. Espero un pacto, con cualquiera de las potencias celestiales o demoniacas, que me permita preservar un poco leyendo periódicos o viendo algunos dvd antes que lo contenido en el término ―premio‖ se ajuste a las dimensiones de un féretro. Y sí, sí formulo un deseo: esparzan mis cenizas en el Zócalo para presumir en el más acá o en el más allá de un funeral céntrico. Este texto se armó a partir de los textos de CM: Autobiografía, Simposio Carlos Monsiváis, discurso Las alusiones perdidas con motivo del Premio FIL de Guadalajara, así como sus intervenciones en el homenaje por la entrega de la Medalla de Oro del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y en la conferencia de prensa por la inauguración del museo Colecciones Carlos Monsiváis/El Estanquillo. Igualmente, se citan frases de entrevistas que concedió a la BBC, México Desconocido, El hablador, Confabulario TV y a los diarios La Jornada, Reforma y Milenio, entre 2004 y 2010.

10


III.. RREETTRRAATTOOSS AAJJEENNOOSS LLAA IINNIICCIIAACCIIÓÓNN DDEE M MOONNSSIIVVÁÁIISS José Emilio Pacheco Nexos, mayo de 2008 http://redaccion.nexos.com.mx/?p=1708&cpage=1 —¿Conoce usted a Carlos Monsiváis? —No, para nada. —Pero ha sido amigo suyo durante cincuenta años. —Es cierto, sin embargo esa eternidad no me autoriza a decir que lo conozco. Oportunidades no han faltado: durante la adolescencia y la juventud, inmensas caminatas nocturnas por la ciudad de México, después largos trayectos aéreos, prolongadas estancias compartidas en otros países. Y no me refiero nada más a la vida íntima: en torno a él hay datos esenciales que ignoro por completo o acabo de enterarme de ellos. —¿Por ejemplo? —Algo tan importante como el lugar de su nacimiento. Por la Guía literaria del Centro Histórico que hizo Pável Granados, supe que Monsiváis había nacido en el edificio de Rosales en donde estuvo la Universidad Obrera y más tarde el Teatro del Caballito que recuerdo como primera sede del grupo Poesía en Voz Alta. —¿Existe? —Desapareció en 1964 cuando el entonces regente Uruchurtu demolió sin ninguna necesidad toda esa manzana para abrir el Paseo de la Contrarreforma. Se perdieron el edificio antiguo de Relaciones Exteriores, donde visitábamos a Octavio Paz y a Carlos Fuentes y un día fuimos presentados a José Gorostiza; la sede del PAN, antes un hotel que había sido el cuartel general de Álvaro Obregón, y la casa en que, bajo el mandato de Henry Lane Wilson, Huerta, Félix Díaz y Manuel Mondragón, el padre de Nahui Olin, firmaron el Pacto de la Ciudadela y la sentencia de muerte de Madero y Pino Suárez. Para Monsiváis, para Sergio Pitol y para mí aquella plaza era un lugar importante porque enfrente estaban el café Kikos y la antigua librería de El Caballito. Pero Monsiváis jamás nos dijo: ―Aquí nací‖. Tolerancias e intolerancias —¿Y acerca de su infancia? —Sé menos todavía. Me hubiera gustado preguntarle, pero jamás me dio la oportunidad, sobre algo que aparece en dos líneas supuestamente humorísticas de su Autobiografía de 1966. Al lado de las incesantes atrocidades de nuestra época, hay una conciencia que no existía antes por José Emilio Pacheco acerca de problemas tan graves como el abuso sexual y el acoso escolar y los daños irreparables que provocan. Monsiváis habla sonriente y como de pasada de lo que significó para él ser el único niño protestante en una escuela laica en la que sin embargo todos sus condiscípulos —aquí no puedo emplear el término ―compañeros‖— eran católicos. Usted no puede imaginarse la virulencia de la intolerancia en aquellos años. Y al mismo tiempo se consideraban como algo meritorio y divertido lo que ahora vemos como auténticos crímenes. Por ejemplo, un maestro universitario, caballero cristiano decentísimo, padre de muchos hijos y pilar de la sociedad, nos invitaba a comer para vanagloriarse deportivamente ante nosotros sus alumnos de cómo, bajo otra identidad y promesa de matrimonio, seducía a sirvientas adolescentes y a muchachitas de las secundarias populares. Era como el cazador que presume de las liebres o las palomas abatidas en su última excursión de caza. Siempre me pareció algo terrible, pero tuve la cobardía de no reprochárselo y me arrepiento ya muy tarde. —Entonces, ¿cree usted que la obra de Monsiváis es un largo ajuste de cuentas del niño que fue con ese México y todo lo que significa? —Señalo el dato, de momento no me atrevo a hacer interpretaciones. Nada más le digo que esa situación tuvo su otra cara: el marginal que no participa en las diversiones de su edad es el lector y el espectador nato, por 11


así decirlo. Además, y esto sí se ha apuntado, ese niño se forma en la Biblia de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, una obra maestra del Siglo de Oro a la que nunca se toma en cuenta como parte esencial de la gran literatura española, mientras para la mayoría de sus contemporáneos la prosa castellana era lo que leían en las más veloces y descuidadas traducciones, pagadas a un céntimo por línea. —¿Usted leyó también la Biblia de Reina y Valera? —Sí, pero tarde y gracias a Monsiváis. Yo ni siquiera me había acercado a las biblias católicas, excepto por supuesto a los Evangelios. En vez de la lectura directa, que nos desalentaban casi como una invitación al luteranismo, había clases de ―Historia sagrada‖ en que nos contaban los relatos de Adán y Eva y el Diluvio y la torre de Babel. El último polígrafo —Pero Monsiváis no se ocupó nada más de textos religiosos. —No, cuando lo conocí a sus diecinueve años, nadie de nuestra edad había leído tanto como él. A menudo se olvida que la lectura es tiempo y no podemos dar por leído lo que sólo hojeamos o picoteamos. Monsiváis a esa edad tenía ya una gran cantidad de libros perfecta y críticamente asimilados. —Y ahora, con una actividad tan intensa como la suya, ¿a qué horas lee? —No lo sé, no me lo explico. Creo que no duerme. Monsiváis paseó en su derredor lo que en inglés llaman un red herring, es decir, una pista falsa que desorienta a los rastreadores. Se hizo pasar por desorganizado y caótico y, todo lo contrario, es de una disciplina brutal y una capacidad de trabajo sobrehumana. De otra manera no se entiende lo mucho y lo bien que ha escrito. —¿Ha escrito más que Alfonso Reyes? —Más que nadie en el México actual. Compilar sus obras requeriría de cuarenta tomos como los de Guillermo Prieto. Él es nuestro gran hombre de letras, el último polígrafo que puede escribir (y hablar) sobre todas las cosas. Y digo hablar porque sus antepasados no daban conferencias y no había televisión ni radio, ni entrevistas ni declaraciones. A todo esto ahora hay que sumar internet. ¿Cuántas docenas de ―correos‖ despachará al día Monsiváis? —¿Y eso es bueno? —La hiperproductividad tiene la desventaja de que impide el acabado total y, como nadie puede abarcar la obra en su conjunto, juzgamos el todo por la parte. Le juro que soy un auténtico lector de Monsiváis, lo he leído sin tregua durante estos cincuenta años. Y al ver la lista que usted me presenta no quiero engañarla y le confieso algo de lo mucho que desconozco: El crimen en el cine, Cultura urbana y creación intelectual, De qué se ríe el licenciado, El género epistolar, Sin límite de tiempo, con límite de espacio, Rostros del cine mexicano, Luneta y galería, El bolero, Julio Ruelas, Modernista y muchos libros más. —Hay que hacer una antología. —Se pueden hacer muchas y no obstante me temo que le suceda lo mismo que pasa con Reyes. Por buena que sea la antología, y las hay excelentes, uno termina sintiendo que no lo representa: el sentido de la obra está en la variedad y en la vastedad inabarcables. Cada escritor es único y no es posible exigirle más de lo que puede darnos. O sí: podemos demandarle que no sea él, pero en ese caso la pérdida será para nosotros. —Ahora le devuelven lo que él dijo un día: Se necesita una beca para leer a Monsiváis. —Y no cualquier beca, sólo la MacArthur que se prolonga por cinco años y es nada más para escritores angloamericanos. Sí, en lo que me resta de vida me encantaría leer lo que desconozco de Monsiváis. El arte de la memoria —¿Por qué no escribe usted sus memorias de Monsiváis en esos años? —Ya lo hizo inmejorablemente Sergio Pitol en El arte de la fuga. La suya será la versión clásica y la única realidad. Las cosas no existen mientras no hay un texto que las fije. Lo demás es la nebulosa llena de estruendo y confusión en que vivimos inmersos. 12


Lo que pasó es lo que está en el libro, no lo que sucedió en el mundo real ni en las imágenes. Pero al recordar por fuerza inventamos. Sergio y Carlos quedaron muy sorprendidos cuando les demostré que los hechos sintetizados en un día, como es privilegio de la literatura, sucedieron a lo largo de varios años. El ensayo-relato de Pitol empieza en 1957. Yo no conocí a Sergio hasta el año siguiente. Monsiváis entrega a Excélsior su columna de televisión ―La caja idiota‖. Por supuesto, faltaban siglos para que colaboráramos en Excélsior. La sección sólo se publicó en La Cultura en México cinco años después, en 1962. De allí van a casa de Juan José Arreola donde yo losestoy esperando porque Arreola nos va a publicar nuestros primeros títulos: Victorio Ferri cuenta un cuento y La sangre de Medusa. Todo esto es cierto pero en 1957 yo no conocía tampoco a Arreola, los Cuadernos del Unicornio no comenzaron hasta 1958 y los nuestros no los publicó Juan José sino a finales de aquel año. —¿Importan estas precisiones? —No, importa de verdad lo que ambos significaron para mí en cuanto guías de lecturas y críticos feroces de mis primeros trabajos. Lo que valdría la pena es recrear la atmósfera cultural de aquellos años. Parecen a distancia de varios siglos. Usted no puede imaginarse un mundo ya no digamos sin internet ni Google ni Wikipedia ni celulares con cámaras ni iPods, sino carente de fotocopiadoras, grabadoras y hasta de teléfonos fijos. A fin de comunicarse con Monsiváis había que llamar a una miscelánea para que lo buscaran en su casa. Ante nosotros era inconcebible nada que no fuera el transporte público. Ni pensar en comprarse un coche. Sólo en casos de extrema urgencia se tomaban taxis o se hacían llamadas de larga distancia. Sin embargo, las cartas eran algo más de lo que es hoy el correo electrónico. Uno se escribía en cualquier ocasión. Y para quienes empezaban su trabajo literario resultaban impensables términos como ―mercado‖, ―becas‖, ―premios‖, ―agentes‖. A la mitad del siglo —¿Cómo eran los primeros textos de Monsiváis? —Hay un Monsiváis que desconozco. Me han hablado de tres crónicas preparatorianas: una sobre la protesta por la invasión de Guatemala, otra sobre el velorio de Frida Kahlo y una tercera sobre el cantante y pianista cubano Bola de Nieve. Lo primero que leí de él, y no me he cansado de elogiar desde entonces, fue el ensayo ―Acerca de la literatura policial‖ en la revista Medio Siglo. —¡En 1953! ¡A los catorce años! —No, en 1957, a los diecinueve, aunque una nota al pie dice que se trata de una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras, el 6 de julio de 1956. Entiendo su confusión porque hubo dos Medio Siglo, así como tres Revista Mexicana de Literatura, una de Fuentes y Carballo, otra de Alatorre y Segovia, la tercera de García Ponce y un grupo fluctuante porque casi invariablemente estábamos peleados. —Hay grandes debates sobre cómo llamar a esa generación: ¿del Medio Siglo, de los cincuenta, de la Casa del Lago? ¿Usted qué piensa? —Creo que se dan varias promociones quizá fundidas en una sola generación: 1) Una, la de 1950 agrupada en torno de la revista América: Juan Rulfo (pero no Arreola), Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Rubén Bonifaz Nuño, Ricardo Garibay, Dolores Castro, Enriqueta Ochoa, y los dramaturgos: Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Sergio Magaña. 2) Otra de la primera Revista Mexicana de Literatura con algunos que ya habían aparecido en el primer Medio Siglo: Carlos Fuentes, Marco Antonio Montes de Oca. 3) La de la Casa del Lago que no es en absoluto de los cincuenta: comienza como tal en 1961 con Tomás Segovia, ya bien pasado el medio siglo, y tiene su esplendor bajo Juan Vicente Melo entre 1962 y 1967, cuando termina trágicamente, como tantas cosas en México. La Casa del Lago es el eje de los sesenta mexicanos. —No lo veo muy claro. —Desde luego que no. El esquema presenta cuarteaduras: ¿en dónde pone usted a los españoles de México: José de la Colina, Tomás Segovia, Ramón Xirau que están presentes en varias de estas revistas? ¿Y qué hacemos con Monsiváis, nacido en 1938, veinte años después de Rulfo y Arreola (oriundos de 1918 como Chumacero que tiene su nicho en la promoción de Tierra Nueva, parte de la generación de Taller) y seis años más tarde de aquel 1932 en que parece haber llegado al mundo algo así como la mitad de los escritores mexicanos? (pero no Zaid ni Del Paso, entre tantos otros). —¿Y nosotras las mujeres? 13


—Si usted me lo permite, quisiera rogar indulgencia y hacer un pacto para decir que la palabra ―escritores‖ incluye, y en primerísimo plano, a las mujeres. Está muy bien haber reparado las injusticias y exclusiones, pero después de que Fox protegió a los cetáceos y a las cetáceas del Mar de Cortés, creo que debemos reflexionar sobre el caso y no perpetuar horrores como ―l@s poetas de uno y otro sexo‖, ―l@s compañer@s de Monsiváis‖. El colmo de la corrección lo encuentro en algunos manuales norteamericanos que llevan en su título la palabra writer. En el interior se habla invariablemente de the writer como she. La exclusión de Benítez —Yo nací en 1983 y por tanto contemplo el panorama como si viera las pirámides de Egipto, con perdón suyo. Mi conocimiento es hemerográfico, es decir, arqueológico. No tengo las pasiones de los vivos y por eso me adelanto a reclamar una injusticia: ¿por qué han excluido a Fernando Benítez y a los suplementos México en la Cultura (1949-1951) y La Cultura en México (1962-1971)? El suplemento que dirige Monsiváis a partir de 1972 es una cosa muy distinta, ¿no cree? Y los setenta no son en modo alguno los sesenta. —Tiene usted razón. Hemos sido de una ingratitud radical con Fernando Benítez. El suplemento fue nuestra Biblia laica. Sergio Pitol ha contado cómo descubrió a Borges en la estación de autobuses de Tehuacán gracias a que México en la Cultura había publicado ―La casa de Asterión‖. Yo puedo citarle veinte ejemplos personales al respecto. Monsiváis otros tantos. Y en los suplementos sí colaboramos todos. —Usted trabajó mucho en ellos ¿verdad? —Fui secretario de redacción del primero en su último año y jefe de redacción del segundo durante nueve (excepto el 68 que me tocó en Inglaterra y en Francia, como lo muestra Jorge Volpi). Sin embargo, esto no figura en ningún lado. He desaparecido por completo en tanto editor o subeditor de los suplementos. El propio Monsiváis jamás me ha mencionado al hacer sus historias de La Cultura en México. En modo alguno quiero pedirle cuentas ni cobrar protagonismo: mi labor fue muy constante y muy difícil pero muy secundaria frente a la importancia de Benítez y Vicente Rojo. Hice la talacha anónima de las notas y las traducciones aunque me autopubliqué muy pocas veces. Mis poemas salían en las revistas de mi generación. Respecto a la ética de todo esto, nunca dije en un texto sin firma o con pseudónimo nada que no hubiera dicho bajo mi nombre. —Eso sí no lo sabía. —Tampoco creo que haya habido una conspiración staliniana para borrarme o recortarme del retrato de familia. El suplemento ha llegado a identificarse casi por completo con Monsiváis porque fue, con Radio Universidad, su auténtico terreno de despegue. Muchas de las crónicas de Días de guardar aparecieron allí. Él tuvo una participación muy destacada durante el 68 y en 1971, cuando Benítez dejó en mis manos La Cultura en México, preferí renunciar y pedirle a Monsiváis que estaba en Londres venir a encargarse del suplemento, una decisión de la que no me arrepiento. Fue la mejor para todos. La niebla y el acero —No ha dicho nada de Estaciones. —Resultó el primero de mis muchos trabajos en común con Monsiváis. Mi maestro Enrique Moreno de Tagle, que lo fue de muchos otros escritores mexicanos: Jaime García Terrés, Carlos Fuentes, Jorge Ibargüengoitia, Montes de Oca, Xavier Wimer y seguramente muchos más, me llevó con el poeta Elías Nandino, que era un hombre muy generoso, y él abrió un espacio no para los jóvenes sino para los adolescentes: ninguno de nosotros había cumplido aún los veinte años. En cuanto conocí a Monsiváis le pedí que hiciéramos en colaboración esas páginas. —¿Qué es lo más notable que publicó allí Monsiváis? —Su primer cuento y el único antes del Nuevo catecismo para indios remisos. ―Fino acero de niebla‖ está agobiado por una retórica poetizante que entonces nos parecía estupenda pero que envejeció muy pronto y muy lastimosamente: ―Intentó hundirse en la respiración que le brotaba, en la huida de sí a través de su cuerpo; creando situaciones para adentrarse en ellas evadiendo su rostro. Un ataúd sin puertas, una brisa surgida de las manos. Empañada en vaho la voz‖. 14


Yo estaba tan confundido como él. Escuche este parrafito: ―Enero se derrama encima del tálamo colectivo de los gatos. La azotea resiente el frío invernal y acoge a sus visitantes con indiferencia… Con el último gato que se aleja, las estrellas se cuelan por las tuberías y van a deshacerse en las coladeras‖. Pero ―Fino acero de niebla‖ es tal vez el primer cuento en que aparece la delincuencia juvenil de la época y la neohabla mexicana de entonces. Es como un leve presagio de la Onda. Si la niebla estaba en nuestra prosa infantil que nadie corregía, la finura y el acero se hallaban en el oído de Monsiváis para recoger y transformar lo que se escuchaba en las calles: ―—Así que te rajas. Cuando todo está listo. Y tú qué dijiste, a éstos ya se los cargó. Pues te falló, pendejo. Si te avientas o no a esa vieja y por andar dándolas, le sacas, es tu movida. Ora te friegas. O jalas o te friegas‖. Este cuento inició su entrenamiento como el narrador, a diferencia del ensayista, al que debemos los mejores relatos en sus crónicas. Los contemporáneos del porvenir —¿Y los ensayos? —Brotaron con una naturalidad asombrosa. Aquí no parece haber habido aprendizaje en público. En once páginas Monsiváis puede hablar de cien libros y proponer una tesis que se volvió dominante: en México no hubo novela policial (a diferencia de la novela negra, impensada o innombrada entonces) porque siempre hemos desconfiado de la policía. En el ensayo escribe por ejemplo: Edgar Allan Poe, iniciador del género, es también el que señala elementos que posteriormente serán invitados casi obligatorios de la literatura policial: el investigador de gran capacidad y extraordinaria capacidad y extraordinaria facultad de raciocinio y de dominio en el uso de métodos analíticos y deductivos, su ayudante, admirador y consignador de la inteligencia del detective más desprovisto de ésta; los representantes del andamiaje oficial a quienes casi todos los investigadores han de poner en evidencia mostrando su incapacidad y su falta de recursos para descubrir a un criminal; el problema del cuarto cerrado; la acusación al inocente; el sorpresivo desenlace; la culpabilidad del menos sospechoso; la aparición del mayordomo y otros tantos que igualmente se repetirán.

Reyes y Enrique González Martínez habían hecho respetable la lectura del género; José Luis Martínez había escrito un artículo pionero. Sin embargo, no conozco ningún mexicano anterior a Monsiváis que haya instalado ese género ―popular‖ en los recintos de la llamada entonces alta cultura. Más valor se necesitaba para tomar como objeto de estudio literario la ficción científica. A unos meses del Sputnik que iba a cambiar el mundo al llevarnos a la era de los satélites, Monsiváis lo hizo en su ensayo de 1958 ―Los contemporáneos del porvenir‖, quizá la primera consideración mexicana del género desde sus antecedentes en Luciano de Samosata y Johannes Kepler hasta Ray Bradbury y Arthur C. Clarke. —¿Hay otros textos notables de esta época? —Muchos más. Me he limitado al espacio que va entre la publicación de dos libros fundamentales para nosotros: Piedra de sol en octubre de 1957 y La región más transparente en abril de 1958. Por gusto y por necesidad llenamos las pequeñas revistas, las publicaciones marginales, de artículos y notas, increíblemente malas por lo que a mí respecta. Contribuimos sin quererlo a la leyenda de que un solo grupo se había adueñado de todas las publicaciones mexicanas. No es así: fuimos la primera generación que intentó vivir sólo de su trabajo sin ocupar ningún puesto administrativo. —¿Y la mafia? —Es un término genial, un modelo del arte de injuriar que se atribuye indistintamente a Margarita Michelena y a Luis Spota para hablar de un grupo literario en tanto asociación delictuosa, delincuencia organizada. Desde 1880 por lo menos se infama en México a la ―sociedad de elogios mutuos‖. Como todo en este mundo, la real o supuesta mafia debe ser sometida a crítica implacable. Sin duda cometió graves errores y enormes injusticias. Pero también dio muchas cosas. Los excluidos tienen todo el derecho del mundo a protestar contra ella y atacarla póstumamente. Lo que me parece absurdo es que algunos de sus beneficiarios la injurien todavía cuando hace mucho dejó de existir. 15


También se habla de una elite cerradísima. De haber sido así jamás hubiéramos hallado oportunidad alguna Monsiváis y yo (Pitol se marchó a Europa), simples estudiantes de clase media que no teníamos apoyo alguno ni pertenecíamos a familias poderosas. Pero la justificación final está en los libros: medio siglo después seguimos leyendo Piedra de sol y La región más transparente, como seguiremos leyendo a Carlos Monsiváis y a Sergio Pitol. —Gracias por todo lo que me ha dicho. —Al contrario, mil gracias por su generosidad arqueológica al escucharme.

16


UUNN LLEENNGGUUAAJJEE AAFFIIAANNZZAADDOO EENN LLAA TTRRAADDIICCIIÓÓNN Sergio Pitol Revista de la Universidad de México, núm. 77, julio de 2010, pp. 7-10. De origen protestante, Monsiváis fue un lector acucioso de la Biblia de Casiodoro de Reina. Sergio Pitol, merced a la lectura del Nuevo catecismo para indios remisos, realiza una de las más inteligentes revisiones de nuestra imaginación religiosa y verbal al tiempo que comenta la obra fabuladora del gran autor mexicano. En una entrevista aparecida hace pocos años, Isaiah Berlin, uno de los últimos humanistas en el sentido clásico, abierto como pocos al pensamiento universal, traductor al inglés de eminentes filósofos alemanes, de los novelistas rusos del gran periodo, de pensadores italianos del Renacimiento, nos deja entender que el cosmopolitismo, tal como se manifiesta hoy día, es el destructor más nocivo de la cultura, puesto que ha convertido el mundo en un inmenso desierto de vulgaridad y monotonía, en una igualitaria de estulticia. Observaba que donde no existe una cultura propia la recepción se reduce a un mero trámite imitativo apto sólo para captar lo más banal del modelo que se pretende absorber. Sólo donde existe una cultura gestada por la tradición se pueden asimilar los saberes universales. ¿Qué ocurría? ¿Se habría convertido el viejo ciudadano del mundo en un costumbrista, en un protector de los usos y de las glorias del terruño? Sin embargo, es difícil imaginar una mente menos aldeana que la suya. Nadie como él ha combatido los sueños nefastos de un nacionalismo es piritual. Los críticos posmodernos consideraron al anciano maestro como una reliquia del pasado. Hablar de culturas nacionales en un mundo regido por la globalización les parecía un absoluto disparate. Pues bien, si se trata de asuntos puramente literarios, y en concreto del lenguaje literario, mi experiencia de lector me ha convencido de que ninguna obra resulta perdurable si no se afirma en una tradición de lenguaje. Podrá haber una que otra excepción, claro. No es que se le exija al escritor una vocación idiomáticamente cerrada; algunos autores nacidos y formados en espacios plurilingües se cuentan entre los más extraordinarios de nuestro siglo: Kafka, Joyce, Flann O‘Brienn, Beckett, Kus� niewicz, Isaak Babel, Canetti, de alguna manera Nabokov y Borges, donde las distintas lenguas cotidianamente empleadas tienden a potenciar aquella que el autor ha elegido para expresarse literariamente. Antes de volver al tema del creador y a su afiliación a una de terminada tradición lingüística, me permito citar dos párrafos de una semblanza escrita por mí hace poco del autor del Nuevo catecismo para indios remisos: No mucho después de conocernos, llegó Monsiváis a mi departamento en la calle de Londres, cuando la colonia Juárez no se convertía aún en Zona Rosa, para leerme un cuento terminado de escribir: ―Fino acero de niebla‖, del que recuerdo que nada tenía que ver con lo que en esa época era la joven literatura mexicana. Su lenguaje era popular, pero muy estilizado; y la construcción eminentemente elusiva. Exigía del lector un esfuerzo para más o menos orientarse. La narrativa escrita por mis contemporáneos, aun los más innovadores, resultaba más bien próxima a los cánones decimonónicos al lado de aquel fino acero. Monsiváis reunía en su cuento dos elementos que definirían más tarde su personalidad: un interés por la cultura popular, en ese caso el lenguaje de los barrios bravos, y una acendrada pasión por la forma, instancias que por lo general no suelen coincidir. Cuando después de la lectura le manifesté mi entusiasmo se cerró de inmediato, como una ostra que tratara de esquivar las gotas de limón.

Otra cita:

17


Ambos leemos en abundancia autores anglosajones, yo de preferencia ingleses y él norteamericanos; pero se ha producido una benéfica contaminación. Hojeamos nuestros libros recién adquiridos. Yo hablo de Henry James y él de Melville y Hawthorne; yo de Forster, Sterne y Virginia Woolf y él de Poe, Twain y Thoreau. Ambos admiramos el humor inteligente de James Thurber, y volvemos a declarar que el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le ha ocurrido en este siglo a nuestro idioma. En ese momento Monsiváis marca una leve pausa y añade que uno de los momentos más altos de la lengua castellana le es debido a Casiodoro de Reina y a su discípulo Cipriano Valera, y cuando, desconcertado ante aquellos nom bres, le pregunto: ¿y ésos quiénes son?, me responde, escandalizado, que nada menos que los traductores de la Biblia al español. Aspira, me dice, a que algún día su prosa muestre el beneficio de los innumerables años que ha dedicado a leer y aprender los textos bíblicos; yo, que soy lego en ellos, comento bastante encogido que la mayor influencia que registro por el momento es la de William Faulkner, y allí me da jaque mate al aclararme que el lenguaje de Faulkner, como el de Melville y Hawthorne están profundamente marcados por la Biblia: son una derivación no religiosa del Lenguaje Revelado.

La tercera cita proviene del propio Monsiváis. La he extraído de su Autobiografía precoz, escrita y publicada en 1966: Mi verdadero lugar de formación fue la Escuela Dominical. Allí en el contacto semanal con quienes aceptaban y compartían mis creencias, me dispuse a resistir el escarnio de una primaria oficial donde los niños católicos denostaban a la evidente minoría protestante, siempre representada por mí. Allí, en la Escuela Dominical, también aprendí versículos, muchos versículos de memoria y pude en dos segundos encontrar cualquier cita bíblica. El momento culminante de mi niñez ocurrió un Domingo de Ramos cuando recité, ida y vuelta contra reloj, todos los libros de la Biblia en un tiempo récord: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, etcétera.

Eso explica de alguna manera la excepcional textura de la escritura del autor, sus múltiples veladuras, sus reticencias y revelaciones, los sabiamente empleados claroscuros, la variedad de ritmos, su secreto esplendor. Monsiváis no leyó únicamente durante su niñez y juventud la traducción reformada de la Biblia, sino también los cómics de su época, las biografías en serie de Emil Ludwig y Stefan Zweig, las traducciones, por lo general farragosas, de la narrativa norteamericana de izquierda: Upton Sinclair, Dreisser, John Dos Passos, Steinbeck, las novelas policiales del género negro, en especial las de Dashiell Hammett, así como la poesía en lengua castellana, desde la medieval hasta la contemporánea. El lenguaje bíblico tuvo que aceptar, me imagino que no sin resistencia, ritmos y palabras que en su mayor parte le eran antagónicos; su superficie se revistió con una tonalidad ajena que progresivamente lo fue permeando. La pasión ya manifiesta desde entonces por la cultura popular logró penetrar e incorporarse al edificio majestuoso construido por Casiodoro de Reina. Tal vez por ello, aquel inicial ―Fino acero de niebla‖ resultaba diferente a lo que entonces se estilaba en México, de la misma manera que todo lo que desde entonces ha escrito resulta diferente a lo que escribimos los demás. El fuego de revelación que yace en el interior de la palabra sagrada logra poner en movimiento todas las energías del lenguaje. Si se compara el esplendor de las novelas decimonónicas de la Nueva Inglaterra con las que en esa misma época se escribieron en nuestro idioma, estas últimas quedan disminuidas al instante. La sola idea de establecer una analogía nos produce un agobio y una diminución escalofriantes. Por un lado, Moby Dick, La letra escarlata, La caída de la casa Usher, La vuelta de tuerca. Del otro, Don Gonzalo González de la Gonzalera, El buey suelto, Pequeñeces, Morriña. Las primeras, como me decía Monsiváis hace cuarenta años, son una prolongación de la palabra revelada; las de nuestro idioma surgen de la nada. Tras ellas hay dos siglos de Contrarreforma, donde en vez de la Biblia sólo se leían sermones. Hay, desde luego, dos excepciones inmensas: Galdós y Clarín. Parecería que hago proselitismo religioso. No es para nada el caso. Me refiero sólo a la potencialidad que presta a una escritura su raigambre en alguno de los momentos de mayor esplendor del idioma. Monsiváis logró esa conexión con el lenguaje insuperable que Casiodoro de Reina creó a mediados del siglo XVI. Otros lo han hallado en Cervantes, en Tirso, en Lope o Calderón, en Quevedo y Góngora, en Bernal Díaz del Castillo, en Darío, y luego afinado en Vallejo y Jorge Guillén, en Valle-Inclán, Neruda, López Velarde, Borges, Cernuda o Paz. Cuando no se da el encuentro con ese gran idioma, la literatura se ensombrece. 18


Al mismo tiempo, me imagino que la hazaña que Monsiváis realizó un domingo triunfal en que en pocas horas recitó de memoria, versículo a versículo, los libros sagrados, lo han logrado otros infantes. Mark Twain relata que un compañero de Tom Sawyer recitó de memoria en la Escuela Dominical de su pueblo veinticuatro mil versículos y a los pocos días enloqueció para siempre. Puedo imaginar que triunfos semejantes habrán regocijado también a otros niños que más tarde serían sastres, elevadoristas, médicos o financieros, sin que ese logro de la memoria los impulsara jamás a crear un texto literario. Escribir es, pues, un resultado del azar, del instinto, un acto involuntario, en fin, una fatalidad. Monsiváis, por todo ello, estaba destinado a ser escritor. Pero lo hubiera sido de modo muy diferentes si su oído no se hubiera adiestrado desde la niñez en la poderosa lengua de Casiodoro de Reina, el español del siglo XVI. Y así llegamos al Nuevo catecismo para indios remisos, ese triunfo del estilo, que se recrea en los duros tiempos en que la Nueva España se transformó en un escenario donde, con fervor, con denuedo, con piedad extrema, pero también, ¿por qué no decirlo?, con poco cerebro y frecuentes llamaradas de demencia, la catequesis hizo su aparición en los territorios recién conquistados. Nos encontramos en un laberinto donde lo lúdico va de la mano con lo sagrado, donde la razón y la fe y la retórica que sostiene esa fe caminan abrazadas. Es, desde luego, un homenaje consciente a Casiodoro de Reina y a su lenguaje, el que a veces aparece como tal y también como su parodia. Un lego como yo en estos terrenos se sabe de antemano perdido. Hay frases de magna extravagancia que al introducirse en un párrafo recuerdan el sabor o el sonido del castellano antiguo. En una, Huitzilopochtli le grita a una de sus devotas: ―eres para mí como escoria de plata sobre el tiesto‖. En otra: ―Hermanos, es mi deber alejaros de la tribulación y el fuego. El Armagedón se acerca. No vituperen las potestades superiores y arrepiéntanse a tiempo. Ya las ovejas son requeridas‖. En verdad, no importa saber qué palabras o frases proceden directamente de los textos bíblicos y cuáles no; la voluntad de estilo del autor lo concilia todo. En este libro de milagros, conjuros, prodigios, hechizos, supercherías e ineptos exorcismos de santos pícaros que simulan o de buena fe creen ser santos, o de personajes que son, como en los Autos Sacramentales, entidades abstractas que debaten entre sí como la Vaca Sagrada y la Mentira Piadosa, el Halo, el Rezo, el Pecado y la Penitencia, todo se vuelve placer para el oído y asombro para la razón. Tal vez sólo un laico con amplio bagaje cristiano podría haberse acercado con tanta inocencia a las manifestaciones externas del mundo religioso, con el mismo extrañamiento con que un cronista se acerca a su tema, lo observa, escucha tanto a los protagonistas como a los testigos, y luego da su propio testimonio sin creer ni des creer demasiado de lo visto u oído. Son varios los registros que Monsiváis maneja en este libro perfecto: uno, el abstraerse de la razón teológica para concentrarse en la manifestación retórica del debate; otro, más entrañable, la crónica de los infortunios de estos siervos del Señor llegados a tierra de indios, donde la verdad sea dicha no logran dar una, pues tanto su fe como la estrategia trazada para convertir a ella a los conquistados se estrellan ante los misterios de la nueva tierra y el infinito laberinto de intereses, prestigios, manías y caprichos tejidos por la maquinaria eclesiástica y la administrativa. Se trata de fábulas de perdedores, ya que si prelados, arcedianos, monjes de distintas órdenes y catequistas no lograban orientarse, ¿qué se podía esperar entonces de los indios, tanto de los sumisos como de los remisos, ontológicamente mareados por la súbita irrupción de tantas deidades, potestades y enigmas sacros? Si lograban no sucumbir a la espada de los militares o al hierro candente del encomendero, la hoguera inquisitorial paciente y hasta desganadamente los aguardaba, pues sabían que en cualquier momento los acogerían en su seno. ¿Cómo responder con estricta ortodoxia a los arteros interrogatorios de los confesores? ¿Cómo entender en el pésimo otomí y en el más que rupestre náhuatl del sacerdote gallego o extremeño, que en cosa de semanas había estudiado y creído dominar esas lenguas bárbaras, el oscuro 19


organigrama de la Santísima Trinidad, el cual, como sabemos, ni explicado en la lengua más clara deja de oponer escollos a la comprensión? Los cronistas del siglo XVI ofrecen testimonios de esos desencuentros. A grandes rasgos recuerdo el funesto destino del fervoroso Amatlecatl, Juan de Dios Amatlecatl después del bautizo, quien convertido a las nuevas enseñanzas y deslumbrado por ellas recorrió caminos proclamando las nuevas bellezas teológicas, confundiendo y aglomerando de paso, Tonantzintla more, dos o tres o más episodios. Contó a quien quiso oírlo que la Santísima Trinidad eran una y tres y todas las personas divinas existentes. ―Es Dios Padre y Dios Hijo —dijo— y es Eva y Adán y también un Dios Paloma y una Serpiente que ofrece manzanas. Esos personajes prodigiosos engrendraron el mundo y también a la gran Tenochtitlán, y le dieron valor y fiereza a sus hijos para poder ya pronto aniquilar a esos hijos de puta, los malditos tlaxcaltecas, y acabar su simiente para siempre‖, añadiendo aun otras desvariadas razones que no tardaron en conducir al improvisado y arrobado exégeta a las llamas purificadoras. Y los que no morían en ellas eran fulminados por el rayo de Huitzilopochtli o la fusta de Tezcatlipoca por haber puesto en duda la capacidad mágica de los viejos dioses. Creyeran lo que creyeran, creyeran o descreyeran, su destino era el mismo: muerte por herejía, por blasfemia, por simonía, por sacrilegio, por apostasía, por posesión diabólica. En este libro singular, el autor logra el milagro de conciliar un tono seco paródico con una curiosidad no carente de simpatía por aquellos catequistas llegados de lejanas tierras y sumidos en dudas terribles, tal vez por su inocencia, que los volvía blanco perfecto de castigos y escarnios y, también, por su casi total falta de luces. La edición de Era, preparada con el gusto soberbio de Vicente Rojo, hace honor a las láminas de Francisco Toledo y añade fábulas nuevas, posteriores a las ediciones anteriores. Algunas se sitúan aún en el periodo colonial, otras tienen como marco el presente. En estas fábulas nuevas, el relato se contagia de una aceleración contemporánea y una gestualidad hamponesca. Sus protagonistas parecerían acólitos de los Grandes Señores de Almoloya. Del cambio de las épocas surge la nostalgia; el destrampe actual hace aparecer aquellas viejas fábulas como estampas severas revestidas de una noble pátina hagiográfica: la vecindad con lo moderno las inmoviliza y eso le proporciona al Nuevo catecismo una nueva arquitectura y lo carga de una tensión diferente. Si en las primeras fábulas rige una contenida forma paródica, en las nuevas todo se convierte en vacilón, en festiva energía, en picaresca urbana, en hazañas desaforadas realizadas por pillastres dotados de imaginación y ayunos por entero de escrúpulos. Tal vez serán ellos quienes alcancen la Gloria, ya que los caminos del Señor, se nos ha dicho, son inescrutables. El Nuevo catecismo para indios remisos, libro excéntrico entre los excéntricos, es también uno de los más perfectos con que cuenta la literatura mexicana. Presentación del disco Carlos Monsiváis en la colección Voz Viva de México, Dirección de Literatura / UNAM, 1998.

20


CCAARRLLOOSS M MOONNSSIIVVÁÁIISS:: PPAARRAA CCAATTEEQQUUIIZZAARR AA M MEEFFIISSTTÓÓFFEELLEESS Adolfo Castañón Revista de la Universidad de México, núm. 77, julio de 2010, pp. 16-18. La obra polifacética de Carlos Monsiváis encuentra en Adolfo Castañón a uno de sus lectores más rigurosos. Recuento de su trabajo, al tiempo que remembranza, Castañón nos ofrece aquí el itinerario de uno de los clásicos de la literatura mexicana moderna. —¿Y tú crees en Dios?, me preguntó Monsiváis. —No sé, le respondí. Sólo sé que Él cree en mí y en ti, pues si no ni siquiera estaríamos aquí.

―La muerte es una fiesta y un día de guardar: un espacio hueco en el calendario de cuya oquedad participamos todos‖. Hace algunas semanas Carlos Monsiváis participó en El Colegio de México en un coloquio sobre Alfonso Reyes. Ahí dijo que Reyes era más conocido que leído. Al salir de esa conferencia le dije que se habían hecho más de sesenta antologías de la obra literaria de Alfonso Reyes. Ahora pienso que, al igual que Alfonso Reyes, Carlos Monsiváis es muy conocido pero muy poco leído. Nos toca a nosotros, sus lectores y editores, preparar el camino escrito para volver a transmitir su herencia. Monsi, Carlos, Carlos Monsiváis, Carlos Monsiváis Aceves (1938-2010), el hijo prodigioso que le tocó alumbrar a doña Esther, nació en la Ciudad de México, cuando estaban por terminar la Guerra Civil en España y por dar inicio a la Segunda Guerra Mundial. Al igual que José Emilio Pacheco y Sergio Pitol —los otros Tres Mosqueteros de la Tríada— cuyo D‘Artagnan sería Elena Poniatowska, viviría su infancia en el México de Manuel Ávila Camacho y de Miguel Alemán y su larga adolescencia en el de los presidentes adolfos, apellidados Ruiz Cortines y López Mateos, a quienes tocaría administrar la lotería del presidencialismo priista —para aludir a Gabriel Zaid— consolidada indirectamente por los (c)réditos del Plan Marshall. Se sabe que gracias a su heroica e inquebrantable madre, alimentado con el pan ácimo de la cultura bíblica, el niño que fue Carlos memorizó buena parte de los libros bíblicos, en particular el Antiguo Testamento — en la traducción clásica de Cipriano de Valera y Casiodoro de Reyna. Esta formación lo llevó a ser precoz disidente: un niño protestante y ya culto en medio de católicos nacionalistas e intransigentes. Muy pronto llegó a la Universidad Nacional Autónoma de México: hizo estudios de economía, derecho, letras, filosofía, historia. Supo hacerse compañero y amigo de economistas como Rolando Cordera, abogados como Carlos Fuentes y Porfirio Muñoz Ledo, y de la miscelánea compuesta por Javier Wimer, Rafael Ruiz Harrell, Margarita Peña, las hermanas Galindo, Marco Antonio Montes de Oca, Arturo Azuela y Daniel Reséndiz Núñez, entre muchos otros. Colaboró en revistas estudiantiles como Medio siglo de la que fue secretario de redacción. El doctor —así le decían— Elías Nandino le abrió a Carlos Monsiváis y a Jo sé Emilio Pacheco las puertas de su revista Estaciones, donde el joven Carlos publicaría algunos de sus primeros ensayos y crónicas. Poco más tarde, colaboraría en Radio Universidad y en la Revista de la Universidad de México ba jo la dirección de Jaime García Terrés y en la compañía de una brillante generación de escritores y artistas, co mo Jorge Ibargüengoitia, Juan García Ponce, Emilio García Riera, Vicente Rojo, Manuel Felguérez, José Luis Cuevas, José de la Colina, José Luis Ibáñez, entre muchos otros. Su vocación afinada y refinada por las letras lo lleva a publicar antes de cumplir treinta años una Antología de la poesía mexicana del siglo XX (1966), que pasa a ser una referencia literaria indiscutible. El cine y la crítica, la poesía y el humor, la política y la caricatura, la novela y la sociología, el teatro culto y el teatro de carpa, las artes plásticas, la historia del arte: todo y más parece interesarle a este autor inclasificable, lector pertinaz y curioso errante, hijo de la prodigiosa colonia Portales. En 1968, el itinerario contemplativo se transformará en itinerario militante y en camino de Damasco del espectador comprometido. La experiencia de la violencia y la persecución política de 1968 —y de los años subsiguientes— harán madurar en Monsiváis una conciencia civil y un enconado designio apocalíptico en 21


relación con las instituciones políticas. Esa experiencia sustantiva lo acompañará a lo largo de sus días, como prueban sus libros sobre el 68, publicados en colaboración con Julio Scherer. Su libro de crónicas y ensayos titulado emblemáticamente Días de guardar es prenda de ese momento. Emblemáticamente: de aguardar: alusión al ayuno y al toque de queda, tácita evocación de la abstinencia y de la represión. Con José Emilio Pacheco y Vicente Rojo, Carlos Monsiváis fue invitado por el carismático Fernando Benítez a dirigir un suplemento literario semanal. Terminaría asumiendo en la revista Siempre!, fundada por José Pagés Llergo, la dirección de esas páginas. Ahí revelaría Monsiváis una de sus muchas virtudes: la de editor y maestro de ceremonias, la de pastor de las palabras ajenas y (la expresión todavía no estaba de moda) la de head-hunter o caza-talentos, la de importador y traductor de preciados y preciosos bienes imaginarios, y sobre todo, la de subrepticio comentarista de la actualidad. Será en las páginas de la revista Siempre! donde Monsiváis pondrá en marcha una disimulada e implacable ―máquina de guerra‖ a la par divertida y crítica —crítica porque divertida: la sección ―Por mi madre, bohemios‖, suerte de sottisier forense. Ahí, el espectador comprometido se solazará poniendo puntos sobre las íes y sobre las jotas a las declaraciones bobas, inconscientes o aun intencionadas que van prodigando por el escenario nacional los diversos paquidermos, plantígrados, parásitos y equinodermos que dan voz a la clase política y empresarial, y ayudará irónicamente a ―documentar nuestro optimismo‖. Carlos Monsiváis ha encontrado una veta cuyo filón lo llevará a los antros más recónditos del medio pelo de la clase empresarial y financiera dominante. Al mismo tiempo, en la famosa e inolvidable sección, Carlos desplegará sus talentos estilísticos como autor de impecables y sangrientas parodias, de incisivas viñetas y retratos hablados de personajes nombrables e innombrables. (Su arte de retratista, como señala Jesús Silva-Herzog Márquez, es tan impecable como implacable). Junto a la denuncia en plano oblicuo, se entrega al saludable ejercicio de la parodia de modos y modales, gestos y aspavientos. La raíz protestante de Monsiváis lo hace una suerte de risueño y crítico caballero andante. Él mismo dirá en su Autobiografía precoz con cuánta pasión leyó de niño el Pilgrim’s Progress de John Bunyan. Esta referencia no es trivial, si se piensa que el libro de Bunyan está en la raíz de la novela moderna, y que El proceso de Franz Kafka puede ser leído y desarmado a la luz de esta ficción parabólica. ¿Cabría leer la escritura alborotada de Carlos Monsiváis como una suerte de eco de los libros de Franz Kafka y de John Bunyan? El entronizamiento de Carlos Monsiváis como director del suplemento ―La Cultura en México‖—el espacio donde lo encontró el suscrito Castañón en 1974— refrendaría a Monsiváis como una suerte de gurú y —para algunos compañeros de izquierda— como un sucedáneo de la Voz Divina que cuida a los niños desde las nubes. También le ayudaría a abrir las puertas de los medios, la radio y la televisión, espacios seudo-solares desde los cuales esa araña nunca rencorosa llamada Carlos Monsiváis saludaría a su creciente público. Poco a poco, el estilo de Carlos empieza a cambiar y a hacerse más limpio y, si se puede decir, clásico: el barroquismo, la gesticulación y el aspaviento de la conciencia paródica empiezan a transformarse en máscara transparente. El fundador del nuevo periodismo mexicano —entre mestizo, criollo y criollinaco— empieza a transformarse, y el ensayista de Días de guardar y de Escenas de pudor y liviandad cederá su lugar al prosista de Entrada libre—uno de sus libros más lúcidos—, Aires de familia e Imágenes de la tradición viva, obras donde el escritor parece más preocupado por la sobrevivencia y perduración de su discurso que por el apego a los manierismos de un Oscar Wilde de los suburbios. Más conocido como cronista que como autor de ficciones y fá bulas, Monsiváis tiene también una vertiente imaginativa como la orientada por el Nuevo catecismo para indios remisos, donde el travieso encantador que seduce con su flauta es capaz de llevar al abismo a los roedores que somos los animales de biblioteca. En ese proceso sería definitiva la amistad leída con Daniel Cosío Villegas —una figura con la cual no suele asociarse a Monsiváis pero con la que no deja de tener afinidades por su vigorosa defensa del laicismo y la probidad civil—, Octavio Paz y aun diría yo, Gabriel Zaid, su leal antípoda. Su participación simultánea en los 22


medios audiovisuales y en la prensa, la vocación misionera que lo llevaba a estar recorriendo los caminos en una suerte de baile chamánico alrededor de la presa (¿la prensa?) acosada, su indudable ascetismo y abnegación, su flamígero sentido del humor y su vocación por la alegría cristalizada en el poema y en la obra de arte, su bibliomanía, su avidez de coleccionista que lo lleva a armar un espacio como el Museo del Estanquillo, hicieron de Carlos Monsiváis una figura enigmática, tensa y como alzada a vueltas en una cruz cuya horizontal sería el movimiento instantáneo pero fugaz y olvidadizo de los medios y cuya vertical la representaría la línea de la conciencia civil comunitaria y de la letra escrita en clave a la par testimonial y profética. Más que cristiana y a pesar de su formación protestante, la de Monsiváis fue una cultura ávida de modernidad, sedienta de valores como los encarnados por los dioses de la mitología griega y heredados por los helenistas modernos (de Walter Pater en adelante) y, muy en particular, por el puñado de devotos de Grecia que fue el grupo de El Ateneo, con Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes a la cabeza. Si bien se han ponderado sus virtudes de espectador y maestro desinteresado, su facultad para leer todos los periódicos antes de las 8 de la mañana, su sentido del humor y su capacidad casi instintiva para reducir al absurdo las tramas y tramoyas de la conciencia libresca y política y del polvo de las horas proyectadas por el cine y la televisión, el vigor intelectual y creativo de este tratadista de la desenvoltura práctica y teórica, leída y vivida, Monsiváis sigue siendo una figura enigmática y carismática en sus facilidades y dificultades, en sus caídas, tentaciones y exaltaciones. Una fi gura intraducible, como el cine antes de Lumière, cuyo resplandor quizás habrá que explicar a las generaciones del presente por venir que ya se asoman a las vueltas del río. No será tan difícil. En la corriente alterna de Carlos Monsiváis se combinan el cómic a la Burrón y la teología a la Bultmann, el cotilleo tricolor, la anécdota inolvidable y el principio de la esperanza de Ernst Bloch y de Walter Benjamin. Ésas son algunas de las razones que alimentan el fuego de esa fiesta civil de la palabra que fue y es su polimorfa escritura.

23


SSIIEEM MPPRREE UUBBIICCUUOO,, NNUUNNCCAA PPRREEDDEECCIIBBLLEE Leopoldo Cervantes-Ortiz El Ángel, supl. de Reforma, núm. 124, 4 de mayo de 2008, pp. 1, 4. El nombre de Carlos Monsiváis es, desde hace mucho tiempo, sinónimo de ubicuidad y humor autocontenido. Su omnipresencia, real o virtual, en cuanta actividad cultural, suceso político o presentación de libro lo amerite, atestigua su avidez, no sólo por estar al día, sino por calibrar los hechos para considerar su posible inclusión en una crónica o en una columna desperdigada en el periódico o revista más impredecible. Dar cuenta de la trascendencia de lo cotidiano, para decirlo con un cliché más o menos aceptable, es su obsesión. Por lo tanto, lo cronicable no necesita ser un producto cultural de gran alcurnia, basta con que exista como objeto de interés público, y no importará si se trata de un concierto de Gloria Trevi, de una exposición de fotografías de luchadores o del más reciente libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Sobre su carácter de escritor proteico se han publicado muchas páginas. Definido por Sergio Pitol, compañero de generación suyo, Monsiváis es un hombre llamado legión: ―A su modo, Carlos Monsiváis es un polígrafo en perpetua expansión, un sindicato de escritores, una legión de heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre. Si a usted le surge una duda sobre un texto bíblico no tiene más que llamarlo; se la aclarará de inmediato; lo mismo que si necesita un dato sobre alguna película filmada en 1924, 1935 o el año que se le antoje; quiere saber el nombre del regente de la ciudad de México o el del gobernador de Sonora en 1954, o las circunstancias en que Diego Rivera pintó un mural en San Ildefonso en 1931, y que José Clemente Orozco calificó de ´nalgatorio´, o la fidelidad de un verso que le esté bailando en la memoria [...] de cualquier gran poeta de nuestra lengua, y la respuesta surgirá de inmediato: no sólo el verso sino la estrofa en la que está engarzado. Es Mr. Memory ‖. (―Con Monsiváis, el joven‖, en El arte de la fuga. México, Era, 1996, pp. 50-51.) Adolfo Castañón lo ve como una ciudad, y lo define en los siguientes términos: ―Es un Marco Polo de la miseria y de la opulencia, un agente viajero de la crítica que vive atravesando las fronteras sociales, desde los bajos fondos hasta la izquierda exquisita pasando por las masas y las estrellas, las figuras legendarias y las tragedias, las máscaras y las fiestas. Va en busca del presente perdido en la basura de los periódicos. Es un paseante y un pasajero del tren de la vida que asoma la cabeza para asistir al paisaje cambiante del status” . (―Carlos Monsiváis: un hombre llamado ciudad‖, en Arbitrario de literatura mexicana. Paseos I. México, Vuelta, 1993, p. 368.) No faltan perfiles más polémicos y sumarios , aunque no por ello menos conscientes de la importancia del autor en cuestión. Evodio Escalante ha escrito: ―Monsiváis emerge a la escena literaria como un polígrafo inclasificable no sólo por la enorme variedad de sus temas y sus registros, de sus intereses y propuestas, en los que cabe todo México, sino por el carácter limítrofe y hasta camaleónico de sus textos‖. (―La disimulación y lo posnacional en Carlos Monsiváis‖, en Las metáforas de la crítica. México, Joaquín Mortiz, 1998, p. 74.) La palabra polígrafo no es gratuita. Al lado de José Emilio Pacheco, Monsiváis ha sido visto como heredero de la tradición de Alfonso Reyes, aunque también se acepta que ambos han ido más lejos que el ensayista regiomontano. Su vastedad de intereses es inagotable y tal vez por ello busque estar presente en cuanta oportunidad le surge de encontrar material de trabajo. La aparición del tomo V del Diccionario de escritores mexicanos de la UNAM vino a constatar nuevamente hasta dónde llegan su voracidad y productividad: su ficha es la más extensa, pero seguramente han quedado sin registrar muchos textos que seguirán dispersos todavía, hasta que alguien emprenda la oceánica tarea de ordenarlos y recopilarlos. Simplemente la catalogación temática plantearía ya un problema difícil de resolver, dado que la mera enunciación de los títulos no sería de ninguna manera una clave para afrontar tal tarea. Esto se explicaría, en parte, por la confluencia y la simultaneidad de ideas y observaciones que maneja en cada artículo, prólogo, ensayo o crónica. Desde su muy temprana autobiografía, Monsiváis mostraba ya los síntomas de la elefantiasis literaria que acabaría por dominarlo. Sirva de ejemplo la siguiente cita, en la que da testimonio de sus nuevas lecturas en la época en que ingresó a la universidad: ―Gracias a Sergio Pitol me exilié de las lecturas a que Vicente Magdaleno —el único maestro que había conocido— me llevó. Borges, Alfonso Reyes, Faulkner, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Nicholas Blake, Thomas Mann, Gide, Hemingway, Nathaniel West, E.M. Forster, sustituyeron de golpe a Hesse, Ehrenburg, los bienaventurados escritores españoles y demás ídolos de mi primera adolescencia. En la literatura norteamericana hallé la viva conciencia de un país en pleno movimiento, mucho más allá de su tiempo. Veía en Norteamérica el lugar donde la literatura transforma al país y donde el país se hacía visible, intenso en la novela. La generación perdida me sacudía 24


y los comprometidos (Caldwell, John Steinbeck, James T. Farrell, Robert Penn Warren) me absorbían. Por la literatura inglesa y a través de mi regocijada lectura de Cuerpos viles y Decadencia y caída , las novelas de Waugh, descubrí la sátira, los límites del chiste y el humor de Jardiel Poncela. De pronto, Waugh me reveló, al burlarse de las pretensiones sociales de la Inglaterra de los veintes, la falibilidad absoluta de un neoporfirismo que entonces iniciaba su marcha triunfal‖. ( Carlos Monsiváis. México, Empresas Editoriales, 1966, pp. 48-49.) Su eclecticismo como lector le permitió arribar, en el momento de tomar la pluma, a un estilo en cuya formación influyó de manera determinante la obra de Salvador Novo. Él mismo se refiere a ello cuando afirma: ―Mis primeras incitaciones al plagio se llamaron Alfonso Reyes y Salvador Novo [...] Por Novo entiendo que el español no es nada más el idioma que los académicos han registrado a su nombre, sino algo vivo, útil, que me pertenece. Por Novo aprendí que el sentido del humor no difamaba la esencia nacional ni mortificaba excesivamente a la Rotonda de los Hombres Ilustres; en Novo he estudiado la ironía y la sátira y la sabiduría literaria, y si no he aprendido nada, don´t blame him” . (Ibid., pp. 49-50.) Si a todo eso le agregamos la influencia de la Biblia en su vida y obra, debida a su formación protestante, se descubrirá un sustrato profundo que, muchas veces, no se toma muy en serio a la hora de plantearse el problema de su escritura. Sobre este aspecto, y casi de manera colateral, Emmanuel Carballo, su editor, decía que era un ―lector que lo mismo transita por los dominios de la economía, la sociología y la política que por los caminos sinuosos de la literatura, las revistas [...], los comics y las hojas subversivas de difusión minoritaria [...], sectario en cuestiones de comida y como buen hijo de familia protestante enemigo del alcohol y los inevitables placeres adyacentes‖. (Ibid., pp. 56.) José Emilio Pacheco también ha hablado acerca de la forma en que Monsiváis compartía sus lecturas bíblicas a quienes, como Pacheco, habían estado alejados de dicha influencia. Hace falta, a estas alturas un buen estudio que dilucide los inmensos y profundísimos vasos comunicantes que existen entre la literatura bíblica y la obra de Monsiváis, porque las escasas observaciones en ese sentido sólo han tocado de manera tangencial el asunto. Castañón, muy justamente, se expresa al respecto de la siguiente manera: ―La predestinación aflora también en otro de los recursos preferidos del cronista: la cita, la parodia o la paráfrasis bíblica, la referencia inevitable al Antiguo Testamento, el periodismo como evangelización dan a la descripción monsivaítica la fijeza de una comprobación. En la consistencia religiosa de este nacionalismo, los tiempos perfectos de las citas bíblicas contrastan con el presente, con el obsesivo indicativo de lo efímero, encerrándolo en un marco de leyenda falaz y de saga instantánea, prefabricada por la voz que, desde la radio, agita las páginas‖. (A. Castañón, op. cit., pp. 374-375.) Otro aspecto destacable es la inexistencia de límites, en sus ensayos, entre cultura culta y popular , un asunto del que se ha ocupado varias veces De ahí su avidez por todo lo que se mueva, sea cine, música, novela, poesía... José Miguel Oviedo resume muy bien la actitud de Monsiváis con respecto a la cultura popular y a la forma en que ésta aparece en su obra: ―Perteneciente a una generación que maduró con Tlatelolco y todo el espíritu de revuelta y negación de la época, Monsiváis es un crítico pertinaz de la cultura ´oficial´. [...] Más que a los libros e instituciones culturales del establishment , el autor debe su cultura a los mensajes y símbolos del cine comercial, la radio y la televisión, el lenguaje de la calle y las mitologías instantáneas de la juventud [...] Con una prosa sarcástica, llena de color y dinamismo, Monsiváis muestra algo importante: cómo el México profundo ha evolucionado por su cuenta, al margen de las previsiones del estado y la retórica del gobierno‖. (Breve historia del ensayo hispanoamericano. Madrid, Alianza Editorial, 1991, p. 145.) Semejante amplitud de gustos e intereses propicia una dispersión mayor, que algunos ven como una actitud veleidosa y poco concentrada. Sin embargo, y a despecho de tales críticas, con el paso de los años, el estilo Monsiváis se ha impuesto de manera irrefutable como una especie de escritura ritual, identificable según el medio impreso donde aparezcan publicados. En unos podemos encontrar al Monsiváis más directamente interesado en tomar el pulso de la vida nacional, aunque sin excluir la revisión de asuntos literarios; en otros pueden darse cita columnas políticas de aliento más amplio, puesto que calibran los sucesos con mayor perspectiva; y en unos más, aun cuando sus colaboraciones sean poco frecuentes, se publican textos disímbolos sobre materias de más amplio registro, revisiones o actualizaciones de temas tratados previamente. Desde los tiempos de La Cultura en México, de la revista Siempre!, Monsiváis no ha querido quedarse rezagado en la autocomplacencia de quien ya domina una actualidad y puede estar en riesgo de perderse en la simultaneidad de sucesos que demandan análisis puntuales por su importancia. 25


CCAARRLLOOSS M MOONNSSIIVVÁÁIISS,, EELL CCRROONNIISSTTAA Elena Poniatowska El País, 11 de junio de 2011 El escritor fue el narrador de medio siglo de la vida de México, y también su conciencia nacional. Ahora se publica su antología Los ídolos a nado. Hace años que no leo novelas", me dijo con cierto desdén. —¿Por qué? —Porque no tengo tiempo. También a ti, Elena, te gusta ver a los demás, observarlos, caminar a su lado en la calle. ¿Sabía Monsiváis que no tenía tiempo? No. Ninguno de nosotros lo sabe y si lo sabe lo calla. Un mes antes de ingresar al hospital, Monsi le preguntó (como lo haría un niño) al doctor Gustavo Reyes Terán: "¿Me voy a morir?". "Si no te cuidas, te quedarán dos, tres, quizá cuatro años". ¿Por qué tenía fibrosis pulmonar un hombre que ni fumaba, ni bebía y además había sido un estupendo nadador desde niño? Su madre, Ester, era campeona y llevaba a Carlos Pascual Aceves Monsiváis a la YMCA y al poco rato el muchacho atravesaba cinco veces sin cansarse la alberca olímpica techada. (Pocos saben de esas y otras proezas de Monsi pero yo sí, no porque él las presumiera sino porque fui amiga de su mamá Ester). Al salir del agua, después de la felicitación del maestro, Monsiváis leía a Virgilio y a Homero con los pies metidos en la alberca. ¿Novelas en México cuando todos los días amanecemos a una odisea? ¿O no es novela leer del asesinato del joven Luis Donaldo Colosio, el candidato del partido oficial, el 23 de marzo de 1994 y a los pocos meses de la muerte trágica de su esposa Diana Laura a la que el cáncer fue adelgazando hasta dejarla en un hilito? ¿No es novela el asesinato del cardenal Posadas en Guadalajara el 24 de mayo de 1993? ¿No es novela la vida de la Reina del Sur de la que ya Arturo Pérez-Reverte dio constancia con tanto lujo de detalles que se volvió una serie televisiva? ¿No es novela que la agencia FBI de Estados Unidos sea quien asesore a la policía mexicana en su combate contra el crimen organizado? ¿No es novela que en las montañas del sureste de México se levante en armas un segundo Che Guevara que confronta con sus fusiles y sus arengas a toda la podredumbre de los Gobiernos emanados de la Revolución Mexicana? ¿No es novela que el expresidente de México Vicente Fox no pueda ni decir el nombre del escritor Jorge Luis Borges y lo apellide Borgues y a la semana añada a guisa de disculpa que "cualquiera puede cometer un lapsus bilingüe"? ¿Escribir novelas para qué? México amanecía y amanece a telenovelas muy superiores a cualquier cosa que un novelista podría inventar, a una realidad avasalladora y risible, al drama íntimo de un país que hace agua. Monsiváis con su bárbaro sentido crítico había descubierto hace años sus intrigas partidistas, sus mentiras paseadas en todas las antesalas, sus pasadizos secretos, sus estúpidos diálogos, sus conclusiones mezquinas y había adivinado el desenlace. Ya tenía muy claro cómo lo escribiría para que nosotros pudiéramos leerlo y convertirlo más tarde en materia memorable. Recorrer calles, ponerse de pie en las plazas públicas, subirse al metro y a los autobuses, saberlo todo de los transportes colectivos y de los rumbos populares de México, observar a los políticos y hacer picadillo a gobernadores de Estado, senadores y diputados, solidarizarse con los jóvenes que bailan y se ponen hasta atrás en los hoyos fonki y a las niñas domingueras en el California Dancing Club, tomar notas mentales pero también apuntar frases, actitudes, reflexiones en una libreta azul de tapas de cartón, era la parte más importante de la vida diaria de Monsiváis. Con mucha razón, Adolfo Castañón lo consideraba una agencia de noticias y lo llamó "el último escritor público". "Pregúntale a Monsi", nos aconsejábamos. "El que está enterado es Monsi". "Nadie sabe lo que Monsi". "Esto, Monsi ya lo analizó". Viajar a Ciudad Juárez para denunciar el asesinato de jóvenes mujeres, tomar otro avión rumbo a Hermosillo para solidarizarse con los padres de los 44 niños quemados en la guardería ABC, salir en la madrugada a recoger los testimonios de los heridos por la explosión de gas de San Juanico, permanecer treinta días en la calle después del terremoto del año 1985 resultó ser sólo la continuación 26


de su primera huelga de hambre para apoyar a los maestros en 1958 al lado de José Emilio Pacheco y Juan de la Cabada, su primera marcha en 1954 en la que vio a Diego Rivera empujar la silla de ruedas de una Frida Kahlo a dos días de su muerte ya sin joyas y con la cabeza envuelta en una pañoleta para protestar contra el golpe de la CIA contra Jacobo Arbenz y la invasión de los paracaidistas norteamericanos en lo que llaman aún "Guatemala city". De esa marcha, Monsi hizo su primera crónica en un periódico preparatoriano y con el arranque de esa marcha salió también su capacidad de reseñar y sobre todo analizar cualquier acontecimiento político o cultural que le pusieran enfrente. Las tareas morales de Monsi, sus diez en civismo, lo hicieron el cronista de un México que es difícil concebir sin él. Acerado, brillante, horriblemente mordaz y maldito en sus juicios, Monsiváis escribió nuestra historia y sin él ya no sabemos cuáles son nuestros Días de guardar y tampoco quién seguirá escribiendo las crónicas de una sociedad que se organiza. Sin Monsiváis perdemos la sustentación cultural de nuestros movimientos sociales, de nuestras luchas políticas, la constancia escrita de los ideales de los jóvenes y de su heroísmo. Implacable contra los racistas, los dogmáticos, los conservadores, los cursis, los corruptos, los homófobos, los ladrones, Monsiváis, niño libresco si los hay, gran crítico de poesía, se caracterizó por su lucha contra el sida y contra el autoritarismo. También fue un crítico de la derecha clerical, un defensor del Estado laico que se lanzó en contra de la educación religiosa en las escuelas públicas, un luchador por la despenalización del aborto, un feminista. Su entusiasmo por la lucha indígena en Chiapas fue enorme y allá fuimos a ver cómo se elaboraban los Acuerdos de San Andrés. Más tarde condenó los ataques terroristas de los Vascos y consideró al candidato de la izquierda Andrés Manuel López Obrador una referencia fundamental en la esperanza democrática de nuestro país. "Lo que me interesa de la izquierda" -le respondió al periodista Jorge Ricardo de Reforma- "es que sea crítica, que no admire incondicionalmente la dictadura de Fidel Castro, que sitúe en perspectiva el autoritarismo con frecuencia inadmisible de Hugo Chávez, que se oponga a la derecha, que denuncie sin tregua a la corrupción, que saque conclusiones del fracaso del socialismo real, que sea antirracista a fondo, que no sea nacionalista pero que sí defienda los intereses nacionales, que se oponga a la desigualdad, el mayor problema del País". También pudo responder a su entrevistador: "Sin mis libros me sería imposible vivir y sin mis gatos también. Los libros no aúllan ni los gatos proporcionan sabiduría, por eso no podría elegir. Preferiría entonces vivir sin mí". Ahora sabemos que los múltiples homenajes a Monsi por sus setenta años tenían una razón de ser. Resultaron justos y necesarios un día sí y otro también durante todo el año de 2009. Antes de su muerte, era indispensable que él supiera cuánto lo queríamos y de qué tamaño era nuestra devoción. El divino pastel de la intelectualidad mexicana sólo se corta para unos cuantos y a Monsi en 2009 le tocó una gran, una festiva rebanada. No es sólo una coincidencia que Monsiváis muriera al día siguiente del premio Nobel José Saramago, el 18 de junio de 2010. Ambos viajaron juntos a Chiapas y el propio Saramago constató que Monsiváis, además de solidario con las causas sociales, sabía todo, todo de todo, todo de política, todo de arte, todo de poesía, todo de Pessoa, todo de nuestra identidad nacional y escribía de todo como nadie más lo ha hecho, ni siquiera su ilustre antecesor Salvador Novo sobre quien Monsiváis escribió el mejor libro de los que ha escrito: Lo marginal en el centro. Monsiváis no sólo fue el cronista de la vida de México durante más de cincuenta años, también fue nuestra conciencia nacional. Carlos Monsiváis, Los ídolos a nado. Una antología global. Selección y prólogo de Jordi Soler. Barcelona, Debate. 2011. 27


IIIII.. RREEAACCCCIIOONNEESS YY OOBBSSEERRVVAACCIIOONNEESS M MOONNSSIIVVÁÁIISS YYAA EESS SSUUSS LLEECCTTOORREESS Javier Aranda Luna La Jornada, 23 de junio de 2010 La verdadera vida de un escritor empieza cuando muere, cuando ya sólo es sus lectores. No valen entonces las cortesías, las ediciones de cumpleaños, las cenas, los cocteles, los agentes literarios, los premios, el impulso del marketing. Sólo los lectores harán el milagro, o no, de la eternidad de un autor. ¿Cuántos poetas o novelistas murieron antes de sus exequias? ¿Cuántos sólo fueron volumen, nómina, inventario de bodega, ejercicio de presupuesto? Larga vida augura Carlos Monsiváis si nos atenemos a sus lectores y a esa multitud que admiró su coraje moral, su indignación crítica constantemente renovada. Sus lectores y admiradores son ya una inmensa minoría, militante como él por las causas justas, los derechos humanos, el laicismo del Estado, la tolerancia, o el gusto por la literatura. No todos los que acudieron a su funeral leen, es cierto, pero todos se sintieron incluidos en sus crónicas y ensayos, o en las colecciones de su museo, El estanquillo, en el que, como en sus crónicas, se han sentido parte de la historia, protagonistas de su tiempo. Inmensa minoría porque Carlos fue también una multitud diversa y fragmentada por gustos, decisiones, historias de este México que es muchos Méxicos. Todos los marginales tuvieron su Carlos Monsiváis: los protestantes que han hecho de su patria un libro y de la lectura un recurso para dotar al mundo de un ligero aumento de luz; los homosexuales por hacer de su preferencia sexual heterodoxa un derecho ciudadano; los lectores de cómics que sintieron una especie de redención al enterarse de que ―El sabio Monsiváis‖, como aparecía en la historieta Fantomas, no sólo fue traductor de cómics sino coleccionista de los monos de Rius, de La familia Burrón, o de la revista Mad; o aquellos otros que comprendieron que no hay democracia sin justicia ni modernidad democrática sin Estado laico; o las mujeres que ya no quieren ser consideradas el sexo vencido, el sexo de segunda incapaz de decidir sobre su maternidad o sobre su cuerpo, o los indios que reclaman nunca más un México sin ellos o el de aquellos defensores de los animales o los amantes del cine mexicano que encontraron en ―La época de oro‖ un pasado sentimental y donde se encuentra el que podría ser el epitafio, según Monsiváis, del pueblo mexicano cuando dice Chachita en Nosotros los pobres: ―ahora ya tengo una tumba donde llorar‖. Monsiváis ya es sus lectores pero también los que prefieren verlo en YouTube, escucharlo razonar en voz alta, prodigar aforismos como estiletes, o valerse del humor negro como método de crítica lapidaria que no admite derecho de réplica. Las crónicas de Monsiváis nos cuentan el cuento de la verdad pero su mirada es multicultural: las sostienen películas y canciones, refranes, obras de teatro, fotografías, leyes, ediciones de libros, credos religiosos y no tanto, hábitos gastronómicos, análisis lingüísticos, objetos de época, canciones de cuna, novelas, poemas, luchas sociales, panfletos, publicidad, modas, tarjetas de presentación como la de aquel diputado liberal que imprimió en las suyas la frase: ―enemigo personal de Dios‖. La tradición moral y literaria de Monsiváis tuvo quizá el mismo origen: la lectura de la Biblia en la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. La versión según Sergio Pitol que guarda la sonoridad del siglo de oro de la lengua castellana. Tal vez por ese origen doble Monsiváis escogió la crónica como forma de expresión literaria y espacio donde los principios nunca resultan incómodos. Con ella podía contarnos más que mundos de ficción, el cuento de la verdad. Ryszard Kapuscinski decía que para ser buen periodista resulta indispensable ser buena persona. Me parece particularmente cierta su sentencia en el caso de Monsiváis: quiso contarnos a final de cuentas el cuento de la verdad y supo que para hacerlo debía cuidar con esmero su lenguaje. Carlos Monsiváis ya es sus lectores, ya es sus admiradores. Según los actos multitudinarios de su sepelio empezó muy bien su otra vida, la eternidad que sólo dispensa la memoria de los otros, los otros que en su caso son legión, muchedumbre, multiplicidad de minorías que ven en Carlos y sus libros un espejo que les reveló sus señas de identidad, las líneas de su mano, el perfil de su rostro. 28


PPAASSIIOONNEESS DDEE M MOONNSSIIVVÁÁIISS Carlos Fuentes El País, 26 de junio de 2010 www.elpais.com/articulo/portada/Pasiones/Monsivais/elpepuculbab/20100626elpbabpor_36/Tes "Ingenio rápido, cultura profunda, mirada penetrante, referencia oportuna, melancolía escondida, regocijo siempre". De esta forma describe Carlos Fuentes en este artículo a Carlos Monsiváis, fallecido el pasado día 19. El escritor mexicano rememora la estrecha relación que ambos mantuvieron durante décadas, y sus intereses y amigos comunes. Religiosa, sexual, culturalmente, era excéntrico a las normas de la tradición mexicana. Pero su genio consistió en violar la tradición acrecentándola, dándole nuevos caminos a nuestra vida religiosa, sexual, cultural. Nadie, en la sociedad mexicana contemporánea, escapó a la mirada, irónica, solidaria, burlona, camarada, de Carlos Monsiváis ¿Cómo se encuentra? -le preguntó Neruda a Monsiváis. —Sucede que me canso de ser hombre —contestó Carlos Lo había oído, siendo niño Monsiváis, en el programa de Los niños catedráticos. Lo conocí más tarde. Yo estudiaba en la Facultad de Derecho en San Ildefonso. Monsiváis y José Emilio Pacheco eran alumnos de la vecina Preparatoria Nacional. Ambos se acercaron, por ese proceso de imantación que llamamos "simpatía", a los alumnos de jurisprudencia que publicábamos, amparados por el maestro Mario de la Cueva, la revista Medio Siglo. Allí aparecieron, si no me equivoco, textos primeros de Monsiváis y Pacheco. Los unía a nosotros la amistad compartida con Sergio Pitol quien (como yo, más que yo) se acomodaba mal a los estudios y prácticas juristas. Monsiváis, en cambio, tenía clara la visión de sí mismo. Podíamos, él y yo, parearnos en literaturas contemporáneas. Pero Monsiváis tenía un conocimiento asombroso de la poesía mexicana de los siglos diecinueve y veinte. Competía con Gabriel García Márquez en recitar de memoria a los poetas grandes y pequeños. Añado "pequeños" no por insignificantes, sino porque formaban parte del vasto mundo del acontecer cotidiano, cuyo porvenir desconocemos. Acaso por una suerte de simpatía a la vez anticipada y, por si acaso, histórica, Monsiváis reunía con inmenso interés y cariño letras de boleros, periódicos antiguos, revistas desaparecidas, caricaturas políticas, monos y monerías. Todo lo que cobró presencia histórica en su personal museo de El Estanquillo. Me inquietaba siempre la escasa atención que Carlos prestaba a sus dietas. La Coca-Cola era su combustible líquido. No probaba el alcohol. Era vegetariano. Su vestimenta era espontáneamente libre, una declaración más de la antisolemnidad que trajo a la cultura mexicana, pues México es, después de Colombia, el país latinoamericano más adicto a la formalidad en el vestir. Creo que jamás conocí una corbata de Monsiváis, salvo en los albores de nuestra amistad. Compartimos una pasión por el cine, como si la juventud de este arte mereciera memoria, referencias y cuidados tan grandes como los clásicos más clásicos, y era cierto. La frágil película de nuestras vidas, expuesta a morir en llamaradas o presa del polvo y el olvido, era para Monsiváis un arte importantísimo, único, pues, ¿de qué otra manera, si no en el cine, iban a darnos obras de arte Chaplin y Keaton, Lang y Lubitsch, Hitchcock y Welles? Y no se crea que el "cine de arte" era el único que le interesaba a Carlos. Competía con José Luis Cuevas en su conocimiento del cine mexicano y con el historiador argentino Natalio Botana en películas de los admirables años treinta de Hollywood. Juntos, presentamos hace un año diez películas que juzgamos las mejores de todos los tiempos -del Amanecer de Murnau a Bailando bajo la lluvia de Kelly y Donen-. Pero enseguida nos dimos cuenta de la injusticia e insuficiencia de tal selección. ¿Dónde quedaban Antonioni y Bergman, Rogers y Astaire, el cine de gánsteres, los westerns que Alfonso Reyes calificaba como "la épica contemporánea"? ¿Y dónde, Juan Orol y Rosa Carmina; dónde las cejas actuantes y activas de María Félix y Dolores del Río; dónde los parlamentos inescrutables de Arturo de Córdoba y la inventiva popular de Clavillazo? 29


Recuerdo estas pasiones de Monsiváis porque formaban parte de su vasto apetito, su fantástica asimilación de todo, añado, lo que el mundo "oficial" desconocía o desdeñaba. Curioso hasta las cachas de lo que sucedía en el mundo político, Monsiváis separaba muy bien la autenticidad de las apariencias y de éstas se burlaba con un humor que desnudaba a los pomposos, desmentía a los mentirosos y señalaba a los criminales. Creo que nadie, en la sociedad mexicana contemporánea, escapó a la mirada, irónica, solidaria, burlona, camarada, de Carlos Monsiváis. La ridícula respuesta de Vicente Fox a la muerte del escritor lo comprueba. En 1970, estrené una obra mía, El tuerto es rey, en el teatro An-der-Wien de la capital austriaca. Monsiváis, hilarante, me dijo en el intermedio que había en la sala dos o tres espías del presidente Gustavo Díaz Ordaz porque el mandatario imaginaba que el título se refería a él. Típico error de la presunción política, que causó una risa incontenible cuando se lo conté a la actriz María Casares y al director Jorge Lavelli. Con mi amiga Caroline Pfeiffer, que era representante de gente de teatro y cine, viajamos a Italia y presenciamos la filmación de La muerte en Venecia de Thomas Mann. Dirigía Luchino Visconti y, después de saludarlo, Monsiváis miró al Adriático y prometió no lavarse más la mano. Seguimos a Milán, donde una confusión enredó a Carlos con una manifestación de comunistas, y a París, donde lo invité a vivir en el apartamento que yo ocupaba en la Isla St. Luis. Juntos fuimos, guiados siempre por Caroline, a la casa de campo de Alain Delon, quien nos sentó dos días a ver el Mundial de fútbol en la tele y, de regreso a París, fuimos juntos también a visitar a Pablo Neruda en el hotel del Quai Voltaire. Neruda estaba en cama, empijamado, fatigado tras asistir al entierro de Elsa Triolet, la mujer de Louis Aragon. La conversación Neruda-Monsiváis fue muy singular. —¿Cómo se encuentra? —le preguntó Neruda a Monsiváis. —Sucede que me canso de ser hombre -contestó Carlos. Al principio, Neruda no registró la cita. —¿Y qué hace en París? —continuó Pablo. —Juego todos los días con la mar del universo. —Citó Monsiváis, y Neruda, cayendo en el juego, se rió y decidió continuarlo, hasta la pregunta a Carlos: —¿Y que escribe ahora? —Los versos más tristes. —¿Cuándo? —Esta noche. Ingenio rápido, cultura profunda, mirada penetrante, referencia oportuna, melancolía escondida, regocijo siempre. ¡Qué falta nos harán todas estas características del grande y único Carlos Monsiváis!

30


M MOONNSSII,, EELL IIRRRREEPPEETTIIBBLLEE Enrique Krauze www.debate.com.mx/eldebate/Articulos/ArticuloOpinion.asp?IdArt=9986487&IdCat=6115 Su muerte anunciada no atenúa el pesar. Fue un personaje intelectual único y original en las culturas mexicanas. Uso el plural, porque el genio peculiar de Monsiváis fue precisamente el de habitar, animar, alimentar, transformar, conectar los ámbitos más diversos de nuestro legado. Se sentía igualmente cómodo en la cultura popular que en la alta cultura literaria, en la cultura urbana y en la cultura pop, en la cultura de izquierda y la cultura protestante. Repetía albures y picardías, y recitaba poemas completos de Gorostiza o Pellicer. Podía escribir sobre el grafiti en los muros de la ciudad igual que de un concierto de Juan Gabriel; ejerció con pasión el periodismo crítico y publicó irreverentes "catecismos para indios remisos". Respiraba cultura. Practicó varios géneros: ensayo, crónica, reportaje, cuento, crítica, aforismo. Elaboró excelentes antologías, al menos una biografía admirable, la de Salvador Novo, y una Autobiografía precoz que leímos con asombro y regocijo. Le gustaban los Spirituals y los boleros de "Los Panchos", la música soul y Cole Porter. Como el Doctor Johnson, no leyó libros: leyó bibliotecas. Era un experto en literatura estadounidense. Conocía como muy pocos la novela y la poesía de nuestros siglos XIX y XX. Fue un aguerrido editor de suplementos culturales. En "La cultura en México" (Suplemento de Siempre!), alentó la crítica social y la crítica de cine. Era una enciclopedia andante de la historia del film. Coleccionaba caricaturas, era él mismo (y lo disfrutaba) muy caricaturizable (su greña, su mueca característica, su sonrisa traviesa), y le encantaba dar ideas a los caricaturistas. En La herencia olvidada escribió sobre sus héroes políticos: Ignacio Ramírez, Guillermo Prieto y varios otros liberales de la Reforma. Proviniendo de una familia protestante, y habiendo sufrido en carne propia la discriminación religiosa (y otras discriminaciones), sintió que aquel legado de tolerancia cívica debía vindicarse una y otra vez. Sus ocurrencias verbales eran inagotables. Era sarcástico, mordaz, pícaro (a veces críptico). Amaba el contraste súbito, descubría el lado absurdo de las cosas y las personas. Su humor —como el de Groucho Marx— era rapidísimo y letal. Se vestía de mezclilla. Una sola vez lo vi usar corbata. Usaba el Metro, pedía aventón y —de manera puntual— llegaba tarde a sus citas. Tenía un aire permanente de profesor distraído o de estudiante sesentero. Vivía en la sinuosa calle de San Simón en la Colonia Portales, cerca del California Dancing Club. Era difícil penetrar el laberinto de su casa. Había un orden secreto en el desorden de su biblioteca, con sus libros cuidadosamente forrados en vinil transparente. Fue un icono del 68 y del 85, y el líder de un amplio sector de la sociedad civil. En sus ideas políticas (firmes y coherentes), había, según creo, un trasunto de sus férreas raíces protestantes. Aunque fue un ideólogo fundamental de la izquierda mexicana, detestaba sus inercias estalinistas y desde principio de los noventa criticó a la Revolución Cubana, sobre todo por el ahogo de las libertades sociales, políticas y sexuales. El mejor homenaje a Monsiváis sería hacer una magnífica edición de su obra. Tomar su amplísima producción y distribuirla por géneros, temas, fechas, buscando afinidades sutiles entre los textos. También será necesario compilar una rica y rigurosa antología. Sus discípulos literarios directos nos deben ese trabajo. Por muchísimos años —como recordé en este mismo espacio el pasado 4 de abril— nos reunimos a desayunar en la YMCA de Río Mixcoac. Me costará mucho volver a esa ruidosa cafetería, donde me regalaba sus juicios de lector cuidadoso e inteligente. Nunca, a pesar de nuestras diferencias y desencuentros, dejamos de vernos como dos viejos amigos, veteranos de los sesenta (él desde la izquierda, yo desde la tradición liberal). Al final, descubrimos que nuestras diferencias nos unían. La última vez que nos vimos, días antes de su ingreso al hospital, cantamos a dúo "Old man river", oyendo un CD de Paul Robeson: "I'm tired of living, and scared of dying". La prodigiosa voz de aquel disidente histórico —discriminado por su color e ideología— nos seguirá acompañando. 31


M MOONNSSIIVVÁÁIISS YY LLAA M MOONNSSIIM MAANNÍÍAA Julio Ortega La República, Lima, 4 de julio de 2010 El recordado escritor mexicano se ha convertido en un modelo critico heterodoxo. Días atrás murió en México quien ha sido una de las mentes más lúcidas de México. Julio Ortega lo recuerda. El verano de 1969, cuando el hombre llegó a la Luna, yo llegué a México y conocí a Carlos Monsiváis. Era, me pareció, un hombre de otro planeta: imaginaba un mundo más libre, creía en el poder civilizador de la crítica y ya había elegido ser el opositor número uno de la dictadura corporativista del PRI (Partido Revolucionario Institucional, ese oxímoron). Fue ―el último escritor público‖ mexicano, según Adolfo Castañón, pero también fue el primero. No sólo porque hizo de la heterodoxia destino, sino porque la crítica permanente lo mantuvo siempre fuera del sistema. Y es probable que siga siendo el modelo de intelectual venidero, porque aunque escribió la Comedia más humana, la mexicana, no hizo sino exorcizar el pasado para convocar los futuros. Toda su vida dio batallas contra los monstruos de la razón autoritaria. Mientras América Latina siga siendo el dramático producto de una modernidad conflictiva, la obra de Monsiváis se seguirá leyendo como un manual de instrucciones para sobrellevar el Apocalipsis. Bien visto, su trabajo fue de relevos. Siguió la lección clásica de Alfonso Reyes, de proseguir la conversación humanista; y la de Juan Rulfo, de leer la cultura popular como universal. Por eso pudo escribir sobre los grandes poetas mexicanos, los migrantes y la cultura mediática, pero también sobre cantantes de boleros y rancheras, luchadores enmascarados y artistas de la farándula. Fue el primero en demostrar la capacidad creativa de la cultura popular, sus modos de procesar la violencia y de negociar sus márgenes. Descubrió que en ese imaginario viven los más pobres, ni alienados ni delincuentes, sino abriéndose horizonte. Hay dos momentos que declaran la sintonía de su vida y obra, su libertad crítica y su compromiso ético. El primero es la matanza de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco en 1968; el segundo, el terremoto que asoló la ciudad de México en 1985. Si la primera catástrofe demostró la ilegitimidad del modelo corporativista, que sólo podía perpetuar la violencia, la segunda probó la incapacidad estatal para asumir un desastre natural, y dio curso al nacimiento de la sociedad civil organizada, donde se forjó la oposición que terminaría con 70 años de gobierno del PRI. Monsiváis hizo de la memoria de esas catástrofes una lección de futuro. En dos de sus manuales de sobrevida, No sin nosotros. Los días del terremoto (2005) y El 68, Tradición de la resistencia (2008), convirtió la memoria de la violencia en la crítica más creativa, aquella que adelanta el porvenir. Su diálogo con el lector, por eso, se hizo más personal: nos pregunta por nuestro lugar en el Apocalipsis. No es casual que los jóvenes de hoy lo lean en México como parte de lo que ellos llaman la ―Monsimanía‖. Se trata del estilo y de la persona cultural, ya no de Monsiváis sino de ―Monsi‖, ese personaje que les provee de un modelo crítico heterodoxo, posdisciplinario, tan irónico como celebratorio; y de un estilo más fluido y menos canónico, gracias a la crónica, donde transitan todos los demás géneros, el periodismo, el testimonio, la historia y la parodia; las voces irreverentes de una urbe que es la más grande del mundo, capital del siglo XXI, donde termina el optimismo modernista de la tecnología y donde habrá que imaginar, si no otro mundo, sí una nueva lectura. 32


La conciencia imprescindible (Conaculta, 2009) se llama ese primer intento, editado por Jezreel Salazar, de 16 jóvenes autores que dan cuenta de su diálogo con la vida y obra de Monsiváis. El año pasado, en la Feria del Libro de Guadalajara se presentó ese tomo, y Monsiváis asumió su papel resignado de ―Monsi‖ entre esos jóvenes. Rossana Reguillo lo llamó ―compendio nacional‖ del cual el libro sería un primer mapa ―monsivarita‖. Celebro haber estado en el público y dar fe de esta lectura plena de ―humormonsi‖, una versión posmoderna del Monstruo barroco, que habría hecho sonreír a Gracián. Para empezar, los autores se curaron en salud: no son la ―generación Conaculta‖. Y fue reconocida la ―centralidad‖ de un pensamiento abierto cuyos ejes están en la cultura popular y la crítica del poder. Monsiváis se defendió como pudo, del ―potro de tortura de oír hablar de mí positivamente‖. Y cambiando pronto de tema advirtió que el intelectual había sido sustituido por el académico, que ha tomado el espacio público y el poder interpretativo, mientras que la gran prensa cultiva la opinión pública, que es el coro griego de otra tragedia, la impunidad. El libro es sobre la conciencia como ejercicio de la libertad de las opciones, en el cual cada individuo adquiere su identidad. Me doy cuenta de que es una agenda crítica del porvenir: discute la crónica y el lenguaje, la escritura y sus funciones, las formas de la cultura popular, y el relato de una vida, la de Carlos Monsiváis, como héroe civil de la lectura, sin otra autoridad que la fe en el lector. Se trata, eso sí, de una vida excepcional. Y de una fe extraordinaria. Perfil Carlos Monsiváis Aceves. Nació en la Ciudad de México el 4 de mayo de 1938. Murió en la misma ciudad el 19 de junio del 2010. Libros. Cultura popular mexicana, Las herencias ocultas de la Reforma Liberal del Siglo XIX, Imágenes de la tradición viva, Las alusiones perdidas, El Estado laico y sus malquerientes, entre otros.

33


TTOODDOOSS LLOOSS HHUUEECCOOSS Juan Villoro www.casarefugio.com/reflexion/monsi-villoro.html En 1982 Monsiváis fue a Berlín Oriental, donde yo vivía. Lo esperaba con temor reverencial. Él era entonces un gurú severo, que repartía amonestaciones o elogios según códigos herméticos. Lo había visto en conferencias y en un inolvidable diálogo con Manuel Puig (cuando se le acabaron las preguntas exclamó: ―¡Me siento como un periodista de El Heraldo!‖). Yo era amigo de escritores que habían renunciado al suplemento que él dirigía en la revista Siempre! y lamentaba que en su calidad de árbitro de la cultura pop no apreciara lo suficiente a José Agustín, el escritor que decidió mi vocación. A los 26 años, encontrarme con él era

más un examen que una fiesta. Una mañana lo llevé al Museo de Pérgamo. En el altar donde los dioses luchan contra los titanes encontramos una exhibición de fisicoculturismo: hombres de torsos aceitados comparaban sus bíceps con los de las estatuas. Un momento kitsch de la Alemania socialista. "Nunca olvidaré esto", dijo Monsiváis, que parecía haber convocado esa versión burlesca del mundo antiguo. Luego fuimos a una tienda de discos de ópera, donde mostró una insólita erudición en el género. Lo invité a un concierto de Simon & Garfunkel y me dijo que le parecían tediosos, pero sólo después de cantar diez de sus canciones. Me preguntó qué estaba escribiendo y le mostré una novela en proceso. Pasó una noche en vela ante mi engendro y al día siguiente me explicó con autoridad por qué era horroroso. La exactitud de sus críticas fue un gesto de generosidad que me dolió como debía, pero que no dejaré de agradecer. Pocos días después de su visita, escribí mi primera crónica. Había entrado al género que Monsiváis redefinió en la literatura mexicana. Durante los siguientes 28 años comprobaría que competir con él era imposible, no sólo porque se anticipaba a todos los temas (con excepción del futbol), sino porque había creado un subgénero para sí mismo. Las crónicas de Monsiváis no son narraciones de los hechos sino opiniones de Monsiváis que se convierten en hechos. La oralidad anticipaba y prolongaba sus textos. Es difícil leerlos sin citar una puntada, un retruécano, un dato que sólo él pesco. ―Como dice Monsiváis…‖, la lectura se transformaba en rumor popular. Una fotonovela tituló así los preparativos de una orgía: ―Como dice Monsiváis, todo es posible cuando no hay conciencia‖. ¿No es extraño que un país tenga un oráculo non-stop? Monsiváis mostró que esa excentricidad es posible y adquirió rango de patrimonio nacional. Cuando la Secretaria de Educación Josefina Vázquez Mota lo elogió por sus 70 años, el cronista respondió: ―Entiendo que no me van a privatizar‖. Sus comentarios eran aforismos en busca de un cronista. Pregunta: ―¿Le ves posibilidades a esa revista?‖ Respuesta: ―Si no tiene presente, ¿cómo quieres que tenga futuro?‖. Pregunta: ―¿Te gustó el libro de Fulano?‖. Respuesta: ―No por su prosa‖. Una vez le señalé el exceso lírico de un colega: su protagonista tenía pechos que ―cantaban bajo la blusa‖. Monsiváis no respondió, pero al día siguiente llamó para decir: ―No pude dormir por tu culpa: ¡soñé que esos pechos ganaban la OTI!‖. Cuando Marta Lamas le hizo una reunión por sus sesenta años, se despidió de nosotros diciendo: ―Me ha dado mucho gusto conocer a los amigos de Marta Lamas‖. Cáustico de tiempo completo, convertía la ironía en afecto. Había sido alumno de mi padre, en un curso sobre filosofía de la India. En un ejemplar de Amor perdido, le escribió: ―Para Luis Villoro, esta prueba epistemológica de que también en San Juan hace aire‖. Mantuvo una decisiva relación con Octavio Paz. Polemizaron, se separaron, volvieron a dialogar. Se ha repetido mucho la opinión del poeta sobre el cronista: ―Es un hombre de ocurrencias, no de ideas‖. La vastísima y hasta ahora desconocida Obra Completa de Monsiváis es más rica en ideas de lo que hace prever su gusto por la paradoja rápida; sin embargo, aun aceptando que su interés primordial fueran las ocurrencias, el comentario de Paz, dicho en un momento de encono, no es necesariamente derogatorio. Sólo en una utopía de la solemnidad 34


sería posible prescindir de las ocurrencias. El siglo XVIII francés sería menos profundo sin Rousseau, pero mucho menos vital sin Voltaire. Oscar Wilde no escribió un enjundioso tratado sobre la decadencia de Occidente ni una crítica de la razón pura. Sus fogonazos son los de un hombre que se divirtió para tener razón. Borges juzga que no se equivocó nunca. Recuerdo a Monsiváis en aquel momento kitsch del Museo de Pérgamo: ―El socialismo realmente existente sí funciona‖. Muchas cosas cambiaron desde entonces. Mi novela acabó en la basura, los fornidos hombres del socialismo se contrataron como strippers cuando cayó el Muro de Berlín y Monsiváis siguió hablando de todos los temas bajo el sol hasta que pasó lo inconcebible. "¿Cuántos huecos se necesitan para llenar el Albert Hall?", preguntaron los Beatles. Ignoramos cuántos huecos se necesitarán para llenar el vacío de Carlos Monsiváis.

35


EELL M MOONNSSIIVVÁÁIISS QQUUEE CCOONNOOCCÍÍ ((II)).. LLOOSS IINNM MOORRTTAALLEESS DDEELL M MOOM MEENNTTOO José de la Colina Milenio Diario, 27 de junio de 2010 http://impreso.milenio.com/node/8790632 Collage de Coli. Foto: Especial

Recuerdo o creo recordar (pues según Borges ―la mente es porosa para el olvido‖… pero también, me permito añadir, para la falsa memoria) que en los años cincuenta mi entonces reciente amigo José Emilio Pacheco, escandalosamente joven (cuatro años menor que yo), me hablaba con admiración de un escritor, un amigo de su misma edad, un muchacho deslumbrantemente sabio, talentoso, temible o gozablemente ingenioso, que desde el humor ácido o meramente lúdico criticaba el país y el mundo. Yo empezaba a sospechar que ese tal Carlos Monsiváis no era sino el mismísimo José Emilio, quien por modestia y timidez se habría inventado un heterónimo para ejercer una crítica traviesa y/o feroz del mundo; pero un día tal vez de 1958, y quizá en el Kiko‘s de Bucareli y avenida Juárez (la cafetería cuyas famosas puertas del watercloset de hombres proliferaban de pornográficos grafitti impúdicamente autobiográficos más el frecuente gallito inglés), José Emilio me presentó a Carlos Monsiváis, y el glorioso fantasma fue súbitamente ―de carne y hueso‖. Tras oírle varios breves, afilados comentarios repartidos al azar en temas de actualidad o inactualidad (lo fugitivo que permanece y dura… o no), comprobé que no habían exagerado ni Pacheco ni la incipiente leyenda que en torno al muchacho empezaban a erigir algunos amigos desde las charlas con sándwich, cocacola y café exprés o americano celebradas en los Kiko‘s de cualesquiera barrios citadinos, en el Lady Baltimore de la calle Madero esquina con San Juan de Letrán, en la Horchatería Valenciana (o ―Chufas‖) de la calle de López, en la Facultad de Derecho o la de Filosofía y Letras en la Ciudad Universitaria, en las tertulias junto al mostrador de las dos librerías Zaplana o de la librería Obregón casi frente al hemiciclo a Juárez o en la antesala del cineclub del IFAL en Nazas cuarenta y tantos… y, en fin, pero sin fin, en tutti quanti hervideros del ―cotorreo cultural‖ en la aún fresca Zona Rosa. El Carlos Monsiváis cuya mano estreché aquel día (pues en las presentaciones, aunque fuesen informales, aún perduraba ese gesto ritual) era visible con corbata y saco de vestir y con mirada falsamente adormecida tras los gruesos y potentes anteojos. Parecía sólo un tímido estudiante empeñoso y cerebralísimo, pero ya era un torrencial escritor que publicaba asombrosos artículos y ensayos en efímeras publicaciones estudiantiles y en México en la Cultura, el prestigioso y magnífico suplemento semanal de Fernando Benítez en el diario Novedades. (Publicaba, en fin, donde fuese, donde lo solicitaran y se diría que hasta en el reverso del aire.) Yo pronto sabría que, con ese torrente de crónicas, ensayos, cuentos en forma de crónicas, crónicas en forma de cuentos y de ensayos, en los que ―el joven de anteojos alucinantes‖ (según Benítez dixit) trataba una multitud de pequeños o mayores asuntos (de cine hollywoodiano o mexicano, de ciencia ficción, de las novedades en la literatura mexicana o estadunidense, de los ídolos y mitos populares que estaban en camino o en salida de la moda) empezaba a convertirse en el ¿involuntario? divo Monsi, en el mito Monsiváis, de quien se propalaba un mal pareado de autor anónimo: ―Carlos, ¿qué cosas y prisa tienes?/ que yo no sé si os monsi-váis/ o es que os monsi-vienes‖. Se le preveía ya como el astro, el santón, el gurú y el casi mesías en que, a partir de mediados de los años sesenta y gracias a su frecuente y casi ubicua presencia en conferencias, mesas redondas, programas de radio y publicaciones culturales y hasta populares, lo leerían o escucharían por lo menos dos generaciones de fans que habrían de erigirle una estatua verbal sobre el pedestal de una celebridad rara vez controvertida. 36


Y Monsiváis (simplemente Carlos para los amigos cercanos, pero ostentosamente ―Monsi‖ o ―Monchifláis‖ o ―Carlangas‖ para los dizque compañeros de escuela y de muy hipotéticas francachelas) crecía desde la tierna leyenda hacia el maduro mito, del cual él mismo procuraba ser antes que nadie el más entusiasta desmentidor. No tardó en mostrarse, quizá a regañadientes, como el cronista especializado en todo (menos en toros y futbol). Escribía de lo que viniera o no a cuento: cine de aquí o de Hollywood, teatro de revista, vida política nacional, ideologías del siglo y del momento, literatura y artes, mitos y ritos populares, la habitual y alucinante ciudad capital de México (incluido el Metro), el brotar y el perecer de las costumbres, las tribus sociales o políticas o religiosas de la ―identidad nacional‖ (frase que me parece que, cautamente, nunca utilizó)…, etcétera. Muy pronto, con esa mirada devoradora que aspiraba a narrar, a explorar, a comentar exhaustivamente la realidad del país desde lo fugitivo que permanece y dura hasta lo permanente que se fuga y evapora, ya se encontraba ―caminando con pedestal‖, ya era saludado en la calle hasta por muchos que no habían leído una página suya, pero lo ―conocían‖ de nombre y figura y de haberlo visto en frecuentes apariciones públicas o mediante la casera pantalla de televisión. *** EELL M MOONNSSIIVVÁÁIISS QQUUEE CCOONNOOCCÍÍ ((III)).. LLOOSS IINNM MOORRTTAALLEESS DDEELL M MOOM MEENNTTOO José de la Colina http://impreso.milenio.com/node/8794225, 4 de julio de 2010 Un joven Monsiváis en una tertulia literaria. Foto: José de la Colina

Los años sesenta fueron aquellos en los que más traté a Monsiváis, pues él, José Emilio Pacheco y yo nos veíamos con frecuencia, fuese en la redacción de México en la Cultura (el suplemento de Benítez en Novedades) o en el consultorio del doctor Elías Nandino (que ―fungía‖ también como la redacción de la revista Estaciones), o en una de las dos librerías Zaplana (la de San Juan de Letrán o la de Juárez y Bucareli) o en cualquier cafetería del rumbo, y de esos lugares salíamos a pasear el centro citadino. Carlos había abandonado ya la corbata y el saco de vestir a favor de un look informal basado en chaquetillas de mezclilla, camisas floreadas o suéteres de tortuga, un fiero despeinado y los enormes lentes de armazón gruesa y oscura a los que Fernando Benítez adjetivaba de ―alucinantes‖, Max Aub apodaba ―gafas eruditas‖ y Pedro Zapiain, el autor literario de la historieta Chanoc, decía que no eran ni lo uno ni lo otro, sino los equivalentes del antifaz de Batman o del Spirit. Carlos no hablaba cinco minutos sin que se advirtiera que poseía una vasta erudición, un admirable sentido crítico y un filoso sentido del humor manifestado con una dizque sonrisa de disculpa. Había empezado, junto a Carlos Fuentes, Fernando Benítez y José Luis Cuevas, a ser un ubicuo astro de la mitología cultural urbana y algunos lo consideraban no menos que ―un nuevo Salvador Novo, pero de izquierda‖. Se le hallaba en una multitud de espacios culturales de todos los niveles, hasta el punto de que sus muy cercanos amigos Luis Prieto y Sergio Pitol, sus dulces calumniadores, susurraban que, para poder de algún modo estar presente y simultáneo por doquier, Monsi disponía de por lo menos un trío de ―dobles‖ alquilados de entre los ―extras‖ del cine nacional. Escritor torrencial desde adolescente, se le leía en una revista de la Facultad de Derecho (de la que había sido alumno), en México en la Cultura, en el suplemento cultural del periódico Novedades y en la Revista de la Universidad y… a saber en cuantas publicaciones estudiantiles de izquierda y de pujos neoculturales a las que nunca se negaba y a veces les cumplía. Se le veía y oía en mesas redondas sobre el movimiento hippie o la novela negra norteamericana o la poesía mexicana clásica o reciente, y las mañanas de domingo se escuchaban 37


sus emisiones de El cine y la crítica desde Radio Universidad. Siendo de siempre un ―loco por el cine‖ que acostumbraba, decía, ver sin parpadear hasta tres películas diarias, generalmente un filme de Hitchcock o de Elvis Presley o un melodrama mexicano; podía citar no sólo la filmografía completa de Lubitsch o Cukor o Lupe Vélez o Fernando Soler, sino además las de Edward Everett Horton, de Eve Arden o del Chicote, y lo mismo se le veía en alguna sala de barriada gozando un programa triple, con western de Howard Hawks y comedia de Frank Tashlin o filme negro de Bogart, que presentando en un cineclub de la Ciudad Universitaria un ciclo de películas de Orol, el autor de bodrios maternales o putañeros o gansteriles a quien Carlos elevó a la categoría de cineasta de culto proponiéndolo como el gran surrealista naïf brotado, como un hongo, del celuloide nacional. Entre lo mucho que Monsiváis escribió acerca de todo, ―y de algo más‖, están sus crónicas y críticas de cine: ensayos sinuosamente idólatras acerca de María Félix o Dolores del Río o Cantinflas o Pedro Infante, o los cientos de textos eventuales sobre nuevos cineastas hollywoodenses que no se ocupó de reunir en libro. Tengo una colección de programas de mano que redactó para los ciclos de los cineclubes universitarios; en ellos se muestra agudo y divertido observador del cine de Hollywood y de los estudios Tepeyac o de los Churubusco. Monsiváis era adicto a la literatura de Alfonso Reyes y Salvador Novo, a la prosa del new journalism, de Jack Kerouac, de la Biblia inglesa, fuese en la lengua original, que leía fluidamente, o en la versión castellana de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, cuya sintaxis muchas veces parafraseó y aun parodió en su propia prosa. Era gourmet de los tacos de carnitas y las flautas de pollo, de las tortas cubanas, de las garnachas y los sopes, de los caldos de Indianilla y los de Zenón, de las aguas de tamarindo… y de la cocacola (de la que una vez exigió a un mesero que fuese ―de buena cosecha‖). Era coleccionista de gatos de todos los pelajes y maullidos, y por entonces les daba nombres de poetas: el Bécquerius, el Diazmirón o el Gualgüitman (adrede los escribía así) o de personajes de historieta: el Batman, el Robin o la Borola. Adelantado apologista del arte narrativo gráfico, tenía ya una impresionante hemeroteca de comic magazins: Superman y Batman y el admirable The Spirit, de Will Eisner, el cómic revolucionario de los años cuarenta, que yo le hubiera robado; y, desde luego, atesoraba las historietas mexicanas: Chamaco Chico, Paquín, Pepín, Los Supersabios, La Familia Burrón, Chanoc (en la que era un personaje: el Sabio Monsiváis), etc. Pero, aunque ya era difícil imaginarlo con más tiempo que para leer y escribir artículos y ver programas de tres películas, no era hombre de encierro: también era paseador de la Ciudad de México exhaustivamente palpada a ―golpe de zapato‖ desde el Zócalo, Tepito, San Juan de Letrán, la avenida Juárez y el Paseo de la Reforma hasta los confines de Tlalpan y otras sucesivas y acumulativas barriadas periféricas, tan distantes, decía, que se requería visa para visitarlas.

38


M MOONNSSIIVVÁÁIISS EENN LLAA M MEEM MOORRIIAA Miguel Ángel Granados Chapa www.proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/80769 México, D.F., 28 de junio. Detesto el género periodístico que en la pretensión de evocar a un personaje echa por delante la primera persona: ―Conocí a Fulano….‖, como si ese dato fuera relevante. Detesto ese género pero hoy, excepcionalmente, voy a practicarlo. Y repetiré el ejercicio la próxima semana. Vi por primera vez a Carlos Monsiváis en la entonces Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional en 1960 o 1961. Formaba parte de una breve brigada informativa que acudía a solicitar apoyo a los ferrocarrileros y maestros en huelga. Sobresalía en el grupo, por su estatura, Martín Reyes Vayssade que, a diferencia de Monsiváis, recorrería en su vida estaciones variadas como ser vocero de la firma Ingenieros Civiles Asociados o subsecretario de Cultura en la SEP. Supe que Monsiváis era Monsiváis porque eran ya conocidas sus colaboraciones en publicaciones de la UNAM y en México en la cultura, el suplemento que dirigía Fernando Benítez en el diario Novedades, que estaba a disposición de los estudiantes en la Biblioteca Central. Lo supe también quizá porque entre los estudiantes de izquierda en esa escuela, que eran los más, Monsiváis era motivo de discordia. Sabría después que la causa era su expulsión o su renuncia al Partido Comunista, en una de tantas purgas con que se depuraba. Algunos lo veían con recelo y otros con simpatía, según su propia posición frente al PC, que estaba aún lejos de su apertura. En las primeras redacciones que habité –la revista Mañana y el semanario Crucero– se hablaba de Monsiváis con curiosidad, respeto y aun admiración. Compré en 1966 o 67 su Autobiografía precoz, publicada por Emmanuel Carballo en Empresas Editoriales, que también dio a la estampa las breves vidas de Vicente Leñero, Gustavo Sáinz, Juan García Ponce y Raúl Navarrete, que murió pronto. A partir de aquella lectura su presencia me pareció próxima, pero no fue sino hasta 1968 cuando cruzamos algunas frases en la redacción de Excélsior, antes o después de que conversara con el director Julio Scherer sobre la publicación de desplegados de la Asamblea de Intelectuales y Artistas que él promovía. Poco después, en 1969 o 1970, se incorporó a las páginas editoriales de ese diario. Nos vimos a partir de entonces con regularidad, aunque no tanta como estaba previsto. Tenía su lugar en el espacio principal de la página siete, los sábados, de modo que debía entregar los viernes a la hora del crepúsculo. Rara vez cumplía el horario. Se retrasaba a sabiendas que la entrega tardía no iba a impedir la aceptación de su texto. Era en extremo autocrítico, no inseguro sino exigente consigo mismo. Más de una vez luchamos físicamente por la posesión del original que ya me había entregado y se arrepentía de haberlo hecho porque no le satisfacía. Otras veces parecía mentir, pues anunciaba que estaba ya en el Metro y que en veinte minutos tendríamos su texto. Y podría ser que no llegara, no por irresponsabilidad sino porque en el vagón cavilaba sobre la calidad de su escritura y prefería el silencio que una comunicación a su juicio maltrecha. Venía a veces, convocado ex profeso o no, al mediodía, y salíamos a comer él, Miguel López Azuara, tan responsable como yo mismo del manejo de las páginas editoriales y en cuya personalidad rivalizaban la inteligencia y la simpatía, y el que escribe. A veces nos acompañaban otros colaboradores de la sección, todos los cuales, aun Ricardo Garibay que poseía un ego robusto, invariablemente daban —dábamos— un lugar eminente a Carlos, que hablaba más que comía dada su parquedad gastronómica. Mientras los comensales hacían lo propio, él se daba vuelo al desplegar sus mordacidades y sarcasmos que no impedían la generación de ideas brillantes en que su mente era pródiga. Un día Carlos y yo aceptamos cenar en la Fonda del Refugio con Fausto Zapata, encargado de la información en la presidencia de Echeverría. Trataba de modificar o atemperar el criterio con que expresábamos opiniones en nuestros artículos. No lo consiguió ni siquiera cuando, buscando encontrar un flanco débil, convocaba a Carlos, y de paso a otros, a la sala de exhibición que la Presidencia tenía cerca de Los Pinos (en un recinto llamado según creo La Tapatía). Allí vimos películas como el Caso Mattei. Pero ni así mudaba sus 39


pareceres Monsiváis. Años después se quejaría falsamente al lamentar que alguien le hubiera hecho fama de incorruptible, porque nadie se atrevía a corromperlo. Los años de nuestros encuentros en Excélsior coincidieron con los iniciales del Ateneo de Angangueo, una tertulia periodística organizada por Iván Restrepo, Manuel Buendía y Monsiváis, que se reunía los miércoles en la casa del primero, en la calle de Amatlán, en la ahora atestada colonia Condesa. También allí era eminente su presencia, no obstante que alternaba con personas como el propio Buendía, Francisco Martínez de la Vega, Alejandro Gómez Arias. Acudían, sin necesidad de ser invitadas —o sea que eran miembros de número— Margo Su, que hacía de anfitriona, y Elena Poniatowska. Una vez estuvo presente Ángeles Mastretta, que comenzaba su relación con Héctor Aguilar Camín, convidado a algunas de las reuniones y que nos invitó a la fiesta inaugural de Nexos, en el rancho Los Barandales de la familia Moreno Toscano. En esa revista mensual el sitial reservado a Monsiváis correspondía a su creciente autoridad. En mayo de 1975 Jean Meyer organizó en la Universidad de Perpignan, su tierra natal, un seminario sobre México, con invitados procedentes del DF y mexicanos radicados en Francia, así como especialistas franceses. Salvo la puesta en escena de Nostalgia de la muerte, de Villaurrutia, por Marta Verduzco, recuerdo más los viajes con Monsiváis que las ponencias de aquella reunión académica. Marta Isabel, la madre de mis hijos (que obviamente lo son también suyos) y yo nos encontramos en la estación de Austerlitz con Enrique Florescano y Alejandra Moreno (a quienes yo apenas conocía) que gozaban de la compañía de Monsiváis. La disfrutamos todos durante ocho horas, y al cabo de la reunión, el privilegio fue sólo para Marta Isabel y yo. No sé si coincidimos o Monsiváis como hoja al viento, como persona libre que era, encontró interesante nuestro propósito, el hecho es que resolvió viajar, como nosotros teníamos planeado, a Barcelona. México y España no tenían relaciones diplomáticas entonces, y se requería visa para entrar en el país aún dominado por Franco. Los tres la recabamos en el consulado español en Perpignan y a bordo de un pequeño autobús cruzamos los Pirineos. En la frontera subió a bordo un guardia civil a quien no costó trabajo identificar a los mexicanos sospechosos que intentaban ingresar a España por la puerta de atrás. A Marta Isabel la dejaron en paz pero señalándonos con el dedo (usted… y usted) los guardias nos hicieron bajar a Monsiváis y a mí, únicamente entre todo el pasaje. Revisaron nuestras maletas en busca de bombas quizá o al menos de nitroglicerina para fabricarlas o, de perdida, de propaganda subversiva. En el regazo de Marta Isabel había quedado el programa común de los partidos socialista y comunista franceses (que tendría éxito seis años después, al ser elegido Mitterrand), de manera que no tuvimos más problema que el susto que nos hizo padecer la corporación policiaca del franquismo.

40


M MOONNSSIIVVÁÁIISS EENN LLAA M MEEM MOORRIIAA Miguel Ángel Granados Chapa www.proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/81043 México, D.F., 5 de julio.- Carlos Monsiváis contó entre los firmantes de una declaración, un editorial colectivo, que no vio la luz pública cuando estaba previsto. El 8 de julio de 1976 el golpista Regino Díaz Redondo eliminó por la fuerza la última página de la edición de Excélsior, el periódico que tras el asalto practicado en esa misma fecha dirigiría durante casi un cuarto de siglo (lo que habla de cuán antiguo es el cinismo social que encuentro como uno de los factores de la descomposición de nuestra sociedad, un sentimiento viscoso que todo lo condona). Junto con decenas de articulistas de ese diario, Monsiváis denunció la maniobra del gobierno federal, que culminaría aquella tarde cuando una asamblea manipulada expulsó de su cargo a Julio Scherer, a cuya salida fue acompañado por esos mismos colaboradores y otros muchos miembros de la cooperativa. Y naturalmente se incorporó a la planta de colaboradores de Proceso, con artículos con su firma y, tras un conflicto de Monsiváis con los editores de La Jornada, con su columna Por mi madre, bohemios. Desde que la estableció, se generó entre ambos una suerte de complicidad, porque no todo el mundo, y yo sí, reconocía en ese extraño título uno de los versos del poema de Guillermo Aguirre y Fierro, ―El brindis del bohemio‖, que alguna vez intentamos recitar a dúo. Durante su estancia en Proceso, Monsiváis estrechó una fructífera relación personal con Scherer, de la que el gran periodista debería hablarnos, y que se manifestó asimismo en el ámbito profesional. Publicaron juntos Parte de guerra I y II, crónica y documentación excepcionales sobre los acontecimientos de 1968. Por mi parte, aunque dejé de ver a Carlos debido a mi ausencia de la revista (ausencia temporal, pues sólo duró un cuarto de siglo), seguí su trayectoria en la segunda mitad de los setenta, cuando se inició la publicación de los volúmenes que lo hicieron un clásico de la crónica-ensayo, que fue su género: Entrada libre, Los rituales del caos, Escenas de pudor y liviandad, que habían sido precedidos por la antología de cronistas A ustedes les consta, en la que él debió haberse incluido y que preparó casi con igual esmero a su documento de corte semejante sobre la poesía mexicana que al comenzar los sesenta fue una de sus aportaciones principales a la cultura mexicana, aunque no fuera de las buscadas por el público. Como a muchas personas, el bien educado Carlos invariablemente hacía que Era, su editor principal, me enviara sus nuevos títulos, siempre dedicados con amabilidad y a veces con ironía. En abril de 1982 formamos parte de una alegre tropa que a invitación de la Histadrut, la central obrera de Israel, visitamos durante más de una semana ese país. Rafael Arazi, el representante de esa especie de CTM (pero decente), reunió un grupo de intelectuales y periodistas para que se informaran in situ de la situación de esa nación, asediada por la opinión pública a causa de errores de sus gobernantes. Figuramos en esa variopinta delegación Elena Poniatowska, Anne Marie Mergier, Adolfo Gilly, el propio Carlos, Froylán M. López Narváez, Virgilio Caballero… No sé si para los propósitos de Rafael también, pero resultó un viaje espléndido. Creo que ninguno de nosotros había estado en la Tierra Prometida antes (yo he vuelto media docena de veces, por mi cuenta y al lado y de la mano de Shulamit Goldsmit, mi compañera orgullosa de su judaísmo), y nuestra breve estancia no fue estéril. Encontramos allí a Esther Seligson, amiga de varios de los viajeros y que hace no muchos meses nos abandonó para siempre. En las tertulias del Ateneo de Angangueo se había esbozado un desafío que tuvo su episodio principal a orillas del Mar Muerto. Caminando a orillas de esa extraña formación lacustre, Monsiváis y yo cantamos a dúo cuantos boleros y canciones rancheras románticas venían a nuestra memoria. Ninguno de los dos fue dotado del sentido del ritmo y de la cadencia, pero se hizo lo que se pudo. Me parece que el cotejo finalizó cuando Monsiváis reconoció que una canción que yo propuse, y entoné triunfal, le era desconocida. Por fortuna para mí, nunca contendí con Carlos en el recuerdo de música vocal estadunidense, en que era también un memorioso experto, mientras que yo lo ignoro casi todo, salvo las tonadas y las versiones en español de algunos números que contaron en el hit parade de los años cincuenta. 41


A esa circunstancia gozosa siguió, el 30 de mayo de 1984, el momento trágico y doloroso del asesinato de Manuel Buendía. Ambos éramos amigos cercanos del periodista ultimado por la policía política, y ambos sentimos su pérdida muy intensamente. Fue igualmente acusada la indignación que el homicidio nos produjo, y que nos comunicamos en el velorio, encabezado por José Antonio Zorrilla, que no sólo se apoderó de la investigación para evitar que la pesquisa policiaca lo mirara a él y a su grupo, culpables del homicidio, sino también de su sepelio, con la misma intención. Aunque todavía después de ese instante histórico Iván Restrepo convocó a alguna reunión del Ateneo, en su casa, el club que Carlos mismo, el anfitrión y don Manuel habían fundado, prácticamente desapareció entonces, y se dispersó por completo en los años siguientes tras la muerte – esa por fortuna no violenta– de don Francisco Martínez de la Vega y de don Alejandro Gómez Arias. Aunque en Unomásuno Carlos era más asiduo colaborador de Sábado, el suplemento dirigido por Fernando Benítez, no vaciló en ser parte del grupo que tras la ruptura con Manuel Becerra Acosta fundó La Jornada. De modo que nos encontrábamos desde las reuniones preparatorias, ya sea en Prado Norte o en la calle de Durango, y luego en las oficinas originales del diario, en Balderas y Artículo 123. No obstante la cercanía afectiva que notoriamente nos unía, no nos frecuentábamos, acaso porque no era necesario ya que las circunstancias políticas y profesionales nos aproximaban de por sí. Así fue en 1988, con motivo de la efusión cardenista, y así sería en 1994. Si no me acuerdo mal, los dos fuimos parte de un grupo al que el ingeniero Cárdenas convocó en su casa de Andes, días y aun horas después del alzamiento, para reflexionar en voz alta sobre el significado de la insurgencia zapatista, que halló en Monsiváis la presencia solidaria que todo movimiento de liberación esperaba y recibía de él. Como una muestra de su adhesión a esa causa, y por su interés en las movilizaciones sociales en general, escribió el prólogo de los varios tomos que Era dio a la estampa con las declaraciones y otros documentos del EZLN. Quizá fue en noviembre de 2007 la última vez que estuvimos reunidos fuera de la Ciudad de México. La Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca hizo a Julio Scherer un merecido homenaje, y Carlos y yo fuimos invitados a participar en la ceremonia. El acontecimiento coincidió con la feria del libro que con éxito creciente organiza un grupo de jóvenes emprendedores e intelectuales. La oferta editorial era tan vasta, y tan intenso el afán adquisidor de Monsiváis —quien no compraba únicamente libros, sino piezas de artesanía y antigüedades—, que pronto se quedó sin fondos. Acudí en su auxilio con un pequeño préstamo que para mi satisfacción Carlos no se ocupó en saldar, lo cual me complació porque, aunque fuera por esa minúscula razón y por un momento quedé convertido, yo que como muchos fuimos deudores de Carlos, en su orgulloso acreedor. En los últimos años tuve otra gran satisfacción: el recibir distinciones que él merecidamente había tenido antes. Así fue, por ejemplo, con el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Autónoma Metropolitana, uno de los muchos galardones con que Carlos fue premiado. Sonreí contento al ver su rostro riente en la pared donde esa institución muestra los retratos de sus doctores honoríficos. Supe también que Monsiváis había sido elegido académico de la lengua, si bien no ocupó nunca la silla correspondiente. A la hora de su fallecimiento, Margo Glantz, genuinamente entristecida por la pérdida de su amigo dilecto, pidió que la Academia Mexicana de la Lengua publicara una esquela de condolencia, aunque Carlos no hubiera pertenecido a ella. Se equivocaba: Diego Valadés recordó que sí había sido académico, por más que nunca pronunciara su discurso de ingreso. A propósito de esas distinciones compartidas, y otras que la fortuna me ha ofrecido (especialmente la Medalla Belisario Domínguez, del Senado de la República), Carlos me envió en noviembre de 2008 su libro El 68. La tradición de la resistencia. A modo de lamento y reproche que compartí plenamente, dijo: ―Querido Miguel Ángel: Nunca nos vemos, siempre te leo y siempre me enorgullezco de tus reconocimientos. Un gran abrazo. Carlos‖.

42


M MOONNSSII EENNTTRREE NNOOSSOOTTRROOSS Sabina Berman www.proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/80884 1 Ningún otro escritor de México ha sido como él reconocido por la gente en la calle, escribió recién hace unos días José Emilio Pacheco. Añado: y probablemente ningún otro ha sido más querido por la gente. Era un amor mutuo. No en vano fue Monsiváis el que le puso a la gente, a lo que se llamaba antes el pueblo, su nuevo nombre. La Sociedad Civil. Él mismo relata cómo entre las ruinas en que el terremoto de 1985 dejó a la Ciudad de México, dos palabras se repetían, aisladas, entre los civiles que paleaban los escombros, alzaban las piedras, jalaban fuera de un agujero un cuerpo, es decir: suplían la ineficacia de las fuerzas del gobierno con sus propias fuerzas. Sociedad, por ahí, Civil, por allá. Y de pronto se juntaron en Sociedad Civil, relata Monsi en No sin nosotros, su crónica de esos días de solidaridad y llanto. Mi sospecha es ésta: donde de pronto se juntaron esas dos palabras fue en la cabeza grande, de pelo blanco arremolinado, de Monsiváis. En todo caso, fue él quien difundió el nuevo nombre, que no sólo suena más digno, sino que lo es. Implica una agrupación consciente de personas, no una reunión impensada, y la coloca dentro de la estructura del Poder, no fuera, como lo hace la palabra gente o la palabra pueblo. Fue, sí, un amor mutuo. Monsiváis escribía de la gente y abrió su conciencia y sus días a la gente. Salía a buscarla, a la gente en forma de masa, a la gente en forma de marcha política, a la gente en clubes de lectura, a la gente público de conferencias, y también a los individuos que entre la gente le interesaban, porque reconocía en ellos la encarnación de la excelencia o de la originalidad, las únicas dos aristocracias ante las cuales Monsi bajaba la cabeza al extender la mano. 2. Monsiváis el Amplio. Monsiváis el Coleccionista de personas excepcionales y de lugares y experiencias y párrafos memorizados de la Biblia y discursos en inglés isabelino de Shakespeare y letras de canciones y diálogos de películas y obras de arte popular y de arte de autor y de 30 mil libros. Quería saberlo todo. Leerlo todo. Verlo todo. Analizarlo todo. Para luego escribirlo todo. Carlos el Diverso. Que no el Disperso, como quieren sus malquerientes. El eje de sus muchos temas fueron unos cuantos valores concomitantes. La Justicia, la Verdad, la Racionalidad, la Libertad, el Placer, la Igualdad. Es decir, los valores clásicos civilizatorios. En su velorio en el Palacio de las Bellas Artes, sobre su féretro colocan la bandera del arco iris del movimiento de la diversidad sexual. Traslapada, la bandera tricolor de México. Traslapada, la bandera blanca de la UNAM. Nadie encuentra una bandera feminista para traslaparla, si es que tal cosa como una bandera feminista existe. Las minorías han de visibilizarse en el centro de lo social, indica Monsiváis en uno de sus libros más leídos, Lo marginal en el centro, para ensanchar el centro hasta que incluya a todos. Valiente misión en un país como México donde aún los liberales hablan de la democracia sin atreverse a pronunciar: las mujeres, los gays, los indios, los protestantes, los judíos, los ateos, los de capacidades distintas. Qué gran engaño hablar de democracia tomando en cuenta únicamente a los de siempre. Los señores trajeados y encorbatados y ortodoxamente heterosexuales, los habitantes históricos del privilegio. Enséñanos a conversar, le pedí un día del año 1999. Se venía llegar la democracia, al menos la electoral, que sacaría del centro del Poder al PRI. No sabemos conversar con el oponente, Carlos. Insultamos, descalificamos, nos ganan las ganas del golpe. Estábamos en la sala del departamento de Consuelo Sáizar, su hija intelectual, donde tantas y tantas veces Carlos mantuvo las reuniones más diversas. Carlos separó más las piernas, dobló el torso hacia delante y su cabeza de pelo blanco despeinado no se movió un minuto entero. Así empezó Carlos: 1. Debe aceptarse de entrada que tu oponente tiene sus razones y son válidas y ciertas. Que no está loco y no es un villano. Hay que escucharlas, sus razones, y entenderlas. 2. Una conversación es un ejercicio de transformación. No sales de una conversación como entraste. Sales convertido, con verdades más 43


amplias, que incluyan a más y sirvan mejor. 3. No debates con mentiras ni permites que te mientan. Si te mienten, te levantas. 4. También te levantas si el otro te prueba que sí está loco. Una mañana en el Zócalo estuve sentada a su lado en un balcón del Hotel Majestic. Del otro lado de la gran plancha atestada de cientos de miles de electores, el candidato a la presidencia de la alianza de las izquierdas, López Obrador, pronunciaba el discurso que ahora se recuerda como el de la inclusión. Que vengan a sentarse a la mesa de las decisiones los pobres, sí, pero igual los empresarios y los profesionistas y la clase media. Monsi atendía a la figurita milimétrica del otro lado de la plaza murmurando al unísono las palabras magnificadas por bocinas. Le soplé al oído: ¿Escribiste tú el discurso? Me respondió: ¿Qué te parece? –Me encanta, es lo que necesita decir y hacer la izquierda moderna. ¿Pero tú lo escribiste? Sin responder, siguió murmurando las palabras del discurso. En la última década Carlos me invitó a varias de sus conversaciones. Estuve presente en una especialmente ríspida y que habría de tener consecuencias balísticas a lo largo de nuestra geografía. Durante la transición al gobierno de Felipe Calderón, un viernes a las 11 de la noche, se apersonaron dos de las asesoras del próximo presidente. Josefina Vázquez Mota, astutamente vestida de blanco, y Margarita Zavala. La junta empezó con saludos tensos. Monsi estaba tristísimo porque la izquierda no ascendió a la dirección del país y sin ánimo de charla. Tres minutos más tarde, Monsi soltó el mensaje que le importaba hacer llegar: El norte del país está desbaratándose. No hay ley, hay asesinatos, hay secuestros. Es la barbarie y va a extenderse como un incendio, si no se hace algo; pero cuidado, si no se hace bien hecho. Hablaba desde un pozo de preocupación con voz cavernosa. En cierto momento se levantó y se fue, y escuchamos con azoro la puerta del departamento cerrarse. 3. Una niña se pasea por la explanada semivacía del palacio de Bellas Artes, de la que ha partido la multitud cargando el féretro para llevar a Carlos a su último paseo por el Zócalo. Vestida con una camiseta verde de la selección de futbol de México, chupa una paleta de dulce. Sus padres la trajeron al velorio del señor Monsiváis, como la sentaron a ver a México ganarle a Francia, la semana pasada. Ella sabe quién es Monsiváis (¿cómo no?, se ofende), lo ha visto y lo ha oído en la tele, aunque no le entendió mucho. Pero voy a leerlo, anuncia alzando la barbilla. Tampoco sabe que Monsiváis a su edad asistió a Bellas Artes al velorio de Frida Kahlo y más tarde al de Diego Rivera y la impresión lo marcó. Así es, hemos perdido al Monsiváis de a diario. Con el que conversaban tantos y tantos, algunos cara a cara o por teléfono y muchísimos más a través de la palabra escrita o la televisión. Lo hemos perdido. No hay retórica que trascienda la brutalidad de su ausencia. Es tiempo ahora de compilar sus artículos en libros. Compilar sus más agudas declaraciones de coyuntura, que son maravillosos epigramas, ensamblados palabra por palabra con amor de orfebre. Y es tiempo de reabrir sus libros ya publicados. Si su justeza para atrapar lo efímero nos deslumbró un día sí y otro de nuevo, también eclipsó durante su vida que Monsiváis es un grande de la Literatura y de la Historia mexicanas, las dos categorías donde en adelante corresponderán sus crónicas. Con esa exigencia, me consta, escribió Carlos, deseando que sus textos cruzaran el presente. Carlos el Oportuno, pero ahora lo notaremos, Carlos el Memorable. Esto es del todo posible: cuando la niña que se pasea por la explanada de Bellas Artes cumpla 72 años, como Monsiváis al morir, su nieta, que tendrá la edad de ella ahora, le preguntará, con el libro de epigramas de Monsi en las manos: Oye, ¿y quién fue César Nava?, ¿y quién fue Arturo Durazo y Martínez Domínguez y esta señora adivina, la Paca? ¿En verdad existieron? ¿O son inventos de Monsi?

44


M MOONNSSIIVVÁÁIISS YY LLAA TTÍÍAA M MAARRÍÍAA Jenaro Villamil www.proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/80907 Sobreviviente de una dinastía de cinco hermanos que emprendió el éxodo urbano de La Lagunilla hacia la colonia Portales, de fe protestante, de origen humilde y de memoria prodigiosa, María Monsiváis Biadas, a sus 87 años, es el afecto más antiguo y enraizado del escritor Carlos Monsiváis, a quien vio nacer cuando ella tenía 15 años y medio y de quien se despidió en medio de aplausos y miles de condolencias en los funerales del Museo de la Ciudad de México y en el Palacio de Bellas Artes, el 19 y 20 de junio. Cientos de personas se acercaron a la tía Mary a darle sus condolencias, pero ella recuerda en especial a ―una señora del pueblo‖ que pasó a orarle al féretro y gritó: ―Felipe Calderón, a ti no te queremos, queremos a Monsi‖. —¿Le hubiera gustado a Carlos que asistiera el presidente Calderón a su funeral? —No. El decía siempre: ―Soy del pueblo, al pueblo pertenezco‖ –subraya la tía, entrevistada en su habitación de la colonia Portales, en la misma casa donde convivió por más de seis décadas con Carlos Monsiváis. La tía también recuerda que se le acercó Andrés Manuel López Obrador y le dijo: ―No sabe cómo voy a extrañar a Carlos, porque él me corregía los discursos del Zócalo.‖ ―Me impactó tanta gente en el funeral. Yo estaba hasta confundida. El domingo se me acercó un señor. Se sentó a mi lado. Creía que era Marcelo Ebrard y le comencé a platicar como si fuera él. Luego me dijo que era Lujambio‖, rememora la tía Mary, con un dejo de sonrisa pícara. Antes de la entrevista con Proceso, la tía recibió una carta de condolencias de Cuauhtémoc Cárdenas. Se disculpó por no haber ido al funeral. Estaba fuera del país. Hermana de Esther Monsiváis, La Máster, como le llamaban sus sobrinos a la madre de Carlos Monsiváis, la tía Mary recuerda que desde su nacimiento el escritor fue el hijo, el sobrino y el nieto consentido en una familia gobernada por su madre ―con carácter enérgico, pero de muy buenos sentimientos‖: ―Carlos nació junto al templo, en la calle de Rosales. Nosotros vivíamos en la calle de Isabel La Católica. Cuando Carlos tenía tres años, nos cambiamos un tiempo a la colonia Álamos y poco después a San Simón Ticomán, en la colonia Portales‖, rememora. Monsiváis relató así, en la primera página de su autobiografía precoz, aquel éxodo urbano: ―Un carromato polvoso, una familia apiñada que entretiene la odisea cantando himnos, pruebas del cielo bajo la forma de agentes de tránsito y al final Canaán-Portales, la tierra prometida donde los hijos crecerán en paz, sin el espectro del hambre y la intolerancia.‖ —¿Usted cuidó a Carlos en su infancia? —Sí. Yo lo llevé al kínder en la calle Quintana Roo y a jugar en el Parque Hundido. Era un niño muy tranquilo. No sabía leer, pero ya le gustaba agarrar los libros y hojearlos. —¿Recuerda cuál fue su primer libro? —Su madre le compró El tesoro de la juventud apenas aprendió a leer. Luego leyó muchos textos religiosos. De adolescente, en el templo, hacían concursos de citas bíblicas. En medio minuto, Carlos encontraba la cita bíblica. Ganaba todos los concursos, hasta que el pastor le pidió a su madre que ya no concursara para que dejara ganar a otros. —¿Doña Esther también tenía buena memoria? —Tenía memoria fotográfica. Le recitaba siempre el poema de ―Por mi madre, bohemios‖, que a él le gustaba mucho. —¿De qué vivían? —Ella fue secretaria. Trabajó desde muy joven, ella era el pilar de la casa. Tuvo primero un estanquillo de hilos, velas, camisetas, sobre la calzada de Tlalpan. Y acabó poniendo en la accesoria de esta casa una tienda de regalos. 45


Gatos y celebridades —¿Cuándo tuvo Carlos su primer gatito? —A los 10 años empezó con los animales. Le regalaron un gatito. A su mamá no le gustaba. No dejaba que entrara a la casa. Cuando Carlos regresó de un viaje que hizo a otra ciudad, se molestó mucho cuando se enteró de que su mamá le había regalado el gatito. ―Luego tuvo dos o tres gatos. Se quedaban afuera de la casa. Él le pedía a su madre: ‗Mamá, déjame verlos media hora‘. ‗Bueno, media hora solamente‘, le respondía. Después que murió su madre, conmigo abusó. Metió una enorme cantidad de gatos a la casa. El tenía 13 gatos. Sólo uno se murió, Mito Genial.‖ —Varias personas le regalaban gatitos, ¿no? —Blanca Guerra le regaló uno. En los setenta, Octavio Paz le regaló otro. Habían discutido y esa fue una señal de reconciliación. —¿Recuerda usted a todas las personas de la farándula que visitaban a Carlos? —Bueno, vino a comer aquí Juan Gabriel. Él se llevaba mucho con Elsa Aguirre, con Tongolele, con Ninón Sevilla, con María Victoria. —También con María Félix. —A ella sólo la vi de espaldas. Era una mujer muy orgullosa, siempre que llamaba por teléfono daba órdenes: ¡Dígale a Carlos que estoy saliendo de Cuernavaca y voy a Polanco! Nunca decía, por favor ni nada. —¿Se llevaron mucho? —Sí. Recuerdo que en un homenaje María Félix dijo frente a Carlos: ―Este sabe más de mi vida que yo‖. —¿También lo visitó Carlos Slim? —Sí. Una vez vino. El pobre no se enteró que uno de los gatitos le había orinado su saco. Y así se fue. —¿Lo visitó Carlos Salinas? —Salinas le hablaba mucho a la casa. Recuerdo que durante su campaña lo invitó a una gira. Y mi muchachito le dijo: ―No voy porque tú no eres mi candidato‖. El cine y la escuela —¿Cuándo comenzó el gusto de Carlos por el cine? ¿Lo recuerda? —Desde los siete años comenzó a ir a un cine cercano aquí que se llamaba el cine Bretaña. Le encantaban todas las películas, sobre todo las mexicanas. —¿Por qué? —Haga usted de cuenta que mi madre, su abuelita, era igual que Sara García en Los tres García. Le gustaba mucho esa película. —¿Dónde estudió la escuela primaria? —El primer año su madre lo metió al Instituto Franco Español. Recuerdo que él llegó diciendo una mala palabra y su madre le preguntó: ―¿Dónde aprendiste eso, m‘ijito?‖. A mí me dijo que si estaba pagando con sacrificios una escuela privada, no tenía caso enviarlo para que aprendiera malas palabras. Lo cambió a una escuela pública. En un año cursó el primero y segundo año. La maestra le dijo a su mamá: ―Su hijo se aprende todo muy rápido‖. —¿Era de puros dieces? —De 10 y de nueve. —¿Dónde aprendió el gusto por el idioma inglés? —El inglés lo aprendió con una maestra particular. Él iba eventualmente. Estuvo ahí durante varios años, pero tuvo un amigo, Luis Prieto, que estuvo con él en Gran Bretaña, con él practicaba mucho el inglés. —Teniendo una infancia tan religiosa, ¿cuándo dejó de ir, Carlos, al templo? —A los 18 años. Yo le pregunté: ―¿Carlos por qué ya no vas al templo?‖. Y me respondía: ―Tía, ya sé muy bien lo que enseñan‖. Después me enteré que sí iba al templo, pero cuando nadie lo veía. La tía Mary está cansada. Confiesa que no ha dejado de pensar en él y en sus conversaciones. ―Él platicaba mucho conmigo. Era muy bromista. La última broma que me hizo fue antes de que ingresara al hospital. Dijo: ‗Mi tía está afligida porque no tiene vestido negro para ir a mi funeral‘.‖ 46


EELL M MOONNSSIIVVÁÁIISS QQUUEE YYOO CCOONNOOCCÍÍ Roberto Blancarte Milenio Diario, 22 de junio de 2010 Carlos Monsiváis sabía de cultura popular mexicana, pero también de muchas cosas más. Era un hombre realmente erudito, como pocos en México. Alguna vez me tocó oírlo hablar de literatura inglesa y norteamericana y su conocimiento sobre ellas era asombroso. No parecía, con su aire informal y relajado, ser ese pozo de conocimientos. En cierta ocasión, un profesor en Buenos Aires me narró una de sus presentaciones en Argentina: ―Lo vimos y dijimos, quién es este mexicanito cabeza olmeca… pero luego empezó a hablar y a hacer una enorme disertación que nos dejó a todos con la boca abierta… al final no parábamos de aplaudirle‖. En vida ya había creado varios mitos; algunos de ellos, como todos los mitos, basados en hechos reales. Por ejemplo el de que nunca llegaba a las presentaciones. Mi experiencia personal fue la de alguien que siempre cumplió con lo que se comprometió, aunque probablemente aceptaba tantas cosas que en ocasiones tenía que esconderse. Tengo la impresión de que no sabía decir que no, sobre todo a sus amigos. Una vez, por ejemplo, lo invitaron a ser miembro de un jurado que yo coordinaba. Todos los otros miembros del jurado llegaron a la cita, pero Monsiváis no. Me pidieron que le hablara para ver que pasaba. Me dijo que ya estaba a punto de tomar un taxi. Nunca llegó. Para la siguiente ocasión fui yo mismo por él a su casa. Muchos años después nos quedamos también esperándolo durante horas para grabar un programa sobre Juárez y el Estado laico en Tv UNAM. Misma recomendación a Héctor Vasconcelos, quien coordinaba la serie: ―Ve por él a su casa‖, le dije. Pero fuera de esos pequeños incidentes, cuantas veces lo invité a participar en seminarios, mesas redondas, presentaciones de libros, se presentó sin tener que ser acarreado. Recuerdo con particular emoción cuando aceptó presentar mi libro Historia de la Iglesia católica en México y llegó a la recién inaugurada sede del Fondo de Cultura Económica en 1992, a pesar de un torrencial aguacero y de augurios negativos. Hubiera sido fácil quedarle mal a un joven de 35 años que nadie conocía. Pero no fue así. Llegó esa y muchas otras veces, con texto en la mano. Escribía muchísimo y siempre con magistral erudición e inteligencia. Hace dos años, cuando cumplió 70, El Colegio de México le organizó una mesa redonda como homenaje, con distintos ponentes que tratamos tanto de su obra como de sus muy diversos intereses intelectuales. En esa ocasión estuvo particularmente brillante y simpático, narrando diversas crónicas urbanas del México moderno, que parecían sacadas de la más alocada imaginación, aunque él aseguraba eran retratos fieles de la realidad. La ironía y el sarcasmo eran sus armas más fuertes, pero estaban evidentemente respaldadas por una impresionante erudición histórica, cultural y literaria. En los últimos años nos encontramos más de una vez alrededor del tema del Estado laico. De familia protestante, siempre reivindicó la necesidad de una sociedad plural, tolerante, igualitaria y por lo tanto de un Estado laico que hiciera frente a las pretensiones uniformadoras, avasalladoras e intolerantes de la jerarquía católica, buena parte del empresariado y más de algún medio de comunicación. Me consta que hizo todo lo que pudo, al límite de sus fuerzas, para empujar la idea de la necesidad e importancia de dicho Estado. Por ejemplo, cuando estaba rondando sus 70 años el FAP nos invitó a una mesa redonda en Saltillo con unas 50 personas en el público. Fue un viaje agotador, de esos de un día ida y vuelta, malcomiendo y a deshoras en el camino y regresando al DF ya tarde. Monsiváis, aunque visiblemente agotado, no sólo nunca se quejó, sino que mantuvo el buen humor hasta el final. Pocos meses después le comenté que estábamos preparando en El Colegio una serie de volúmenes para, aprovechando el Bicentenario, revisar varios de los problemas nacionales y que en lo personal estaba coordinando uno titulado Culturas e identidades. ―Yo quiero escribir algo para ese volumen‖, me dijo. Obviamente le contesté que estaría honrado y encantado de tener una contribución suya. Me la entregó puntualmente y saldrá a la luz en unos meses. En su texto, titulado ―De las variedades de la experiencia protestante‖, hizo una breve referencia a su biografía familiar: ―Por razones históricas, una tendencia dominante entre los protestantes opta por el liberalismo juarista, y es partidaria de la libertad de conciencia y de la tolerancia (Ejemplifico con mi familia: mi bisabuelo, Porfirio Monsiváis, soldado liberal, se convierte al protestantismo en Zacatecas a fines del siglo XIX, y mis abuelos, a causa de la cerrazón social a los diferentes, emigran a la Ciudad de México en 1908).‖ El texto, 47


de hecho prácticamente testamentario, podría leerse como un recuento casi personal de la experiencia comunitaria del rechazo y la intolerancia. Esa que han practicado muchos de los que en estos días hicieron guardia ante su féretro. Esos que él llamó en uno de sus últimos libros, ―los malquerientes del Estado laico, ya no estrictamente sus enemigos porque su inacabable derrota cultural los enfrenta a su límite: la imposibilidad de constituir un desafío verdadero a la secularización y la laicidad‖. Salve, Monsiváis.

48


CCAARRLLOOSS M MOONNSSIIVVÁÁIISS YY LLOOSS UUSSOOSS DDEE LLOO SSAAGGRRAADDOO Bernardo Barranco V. La Jornada, 23 de junio de 2010 www.jornada.unam.mx/2010/06/23/index.php?section=politica&article=019a2pol Extrañaremos la aguda actitud crítica y documentada de Monsiváis. Las bajas pasiones de los actores del poder no escapaban a su ironía, eran su blanco preferido. Su principal recurso además de su vasta cultura era la palabra. Su mordaz sentido del humor desarmaba las estudiadas poses de los políticos que siempre quieren salir en la foto como sagaces y correctos; Monsiváis se regocijaba con el humor involuntario de la clase política exhibida como grotesca y pueblerina. Hoy, a pesar de evidentes antagonismos, muchos de éstos se proclaman encarecidos amigos del sagaz cronista desaparecido. Yo no puedo presumir ninguna amistad pero si varias entrevistas, para mi programa radiofónico Religiones del mundo, donde pudimos conversar sobre la laicidad, el cristianismo, la trascendencia y el papel político de la Iglesia católica. A Monsiváis lo conocí en los años setenta, en el marco del grupo de reflexión Alfonso Comín, en el que intelectuales de izquierda debatían las afinidades y discrepancias entre el marxismo y el cristianismo. Ahí comprobé su impresionante cultura bíblica y teológica. Años después al aire, Carlos Monsiváis era reacio a reconocer la existencia de Dios, sin embargo, era evidente que su cultivo ético está impregnado en las raíces del cristianismo. Dios, nos decía, es un concepto cargado de connotaciones antropomórficas y autoritarias con nefastos resultados, pues ha conducido a la intolerancia, absolutismo, exclusión y dogmatismo. Monsiváis creía en una fibra trascendente, pero no en un Dios castigador, culturalmente determinado, perseguidor de pecadores, sometiendo el placer y los deseos. Frente a los planteamientos de André Malraux de que el siglo XXI será religioso o no será, Carlos parafraseaba: Yo creo que la fe sigue siendo indispensable en la medida que el sentido de lo trascendente está ahí y no va a desaparecer. La frase sería: ¿este siglo contemplará el uso político de la religión o no lo hará? Monsiváis, fiel a su origen protestante, rechazaba tajantemente toda forma de discriminación: religiosa, política, racial. Carlos Monsiváis dedicó muchas de sus energías intelectuales y militantes a la defensa de los derechos de las minorías, entre ellas la religiosa y particularmente de los evangélicos protestantes. Monsiváis se decía muy poco religioso, en cambio era clara su postura crítica al activismo político de la Iglesia católica. Reconocía su actitud anticlerical, pero no era anticatólico, sí registraba la existencia del anticlericalismo cuando campea de clericalismo, especialmente el clericalismo de Estado; y todos los intentos de censurar y regimentar a la sociedad, levantan aún más la idea de fortalecer el carácter laico del Estado. Decía respetar el catolicismo y la fe de millones de mexicanos pero no la forma en cómo la jerarquía católica pretende imponer sus convicciones a todos como si tuvieran el monopolio de la verdad. ―Mi experiencia –expresaba– de las repercusiones de la intolerancia religiosa me hace rechazar tajantemente el uso oficial de la religión. Por ello, agradezco y me siento orgulloso de haber estudiado en una escuela pública, porque me libré de prejuicios y haber podido afirmar así, en mi formación, el derecho de las minorías. Agradezco el laicismo y estoy convencido que la educación religiosa en las escuelas públicas sería un gravísimo retroceso que el país no merece.‖ En su libro El Estado laico y sus malquerientes, UNAM, 2008, muestra cómo, desde la segunda mitad del siglo XX, más específicamente después de 68, los malquerientes de la derecha clerical hacen levantar contiendas, acumular estrépitos, pero acaban perdiendo una y otra vez. Exaltaba el ejemplo más contundente de cómo se pasa de enemigo a malqueriente, en la devolución de los 30 millones de pesos que el cardenal Juan Sandoval Íñiguez, ante la presión social, hizo del donativo que el gobernador de Jalisco le entregaba para el Santuario de los Mártires. A pesar de los embates contra el Estado laico, Monsiváis no creía que el laicismo como derecho estuviera en riesgo, cuestionaba sí las operaciones de entrega de dinero no sólo para obras piadosas, sino de recursos públicos entre la derecha católica malqueriente incrustada en gobiernos locales y federales. Sobre un tema en boga, por cierto pendiente en Cámara de Senadores, por introducir el carácter laico en la naturaleza del Estado mexicano, Carlos Monsiváis opinaba: ―Efectivamente el carácter laico no está en la Constitución, pero tampoco Dios. Si no está Dios en la Constitución, poco me preocupa que no esté explícitamente el carácter laico del Estado. Acuérdate cuando los constituyentes ponen la palabra Dios. Se 49


levanta Ignacio Ramírez y dice: ‗Yo no firmo eso‘, porque el Estado tiene que ser por fuerza una categoría autónoma, que en sí misma se valide. No estoy citándolo, sino reproduciendo su argumentación en lo esencial. Si nosotros hacemos que el Estado dependa de otra instancia, estamos renunciando a nuestra soberanía. La soberanía consiste en que Dios no aparezca, como sí aparece en la constitución norteamericana, en la moneda, etcétera‖. Las agudas posturas de Monsiváis se extrañarán: defensa de los derechos de las minorías, de los derechos a la libertad religiosa y sobre las relaciones iglesias- Estado. Carlos Monsiváis fue un intelectual abierto a la trascendencia de lo sagrado y al mismo tiempo férreo opositor de su uso utilitario y represivo.

50


AALLGGUUNNOOSS AAPPUUNNTTEESS SSOOBBRREE LLAA DDIIVVEERRSSIIDDAADD EENN CCAARRLLOOSS M MOONNSSIIVVÁÁIISS Mario Martell www.rhema.com.mx/mariomartel_1.html I. Entre los monsivaítas se olvida frecuentemente la veta protestante de Carlos Monsiváis Y los protestantes omiten -vergonzantemente- los orígenes protestantes del escritor. El olvido no es un asunto menor. Y tampoco se trata de hurgar en esta herencia familiar. A Monsiváis se le adjudica el título nobiliario de defensor del Estado Laico y promotor de la diversidad cultural y sexo-genérica. Los ejemplos son visibles. En los últimos años, Monsiváis encabezó una cruzada liberal en contra del avance del programa conservador en materia moral. Frente al pluralismo creciente y la secularización de la sociedad, la derecha confesional articuló un programa para frenar reformas como la aprobación en la Asamblea del Distrito Federal de las sociedades de convivencia, los matrimonios entre personas del mismo sexo y también, la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Sin embargo, se afirma que la inclusión en la agenda nacional de esta temática obedece a su filiación de un escritor militante o de una formación izquierdista. Discrepo parcialmente de esta última afirmación. Al menos habría que matizarla. Sus orígenes como defensor de la diversidad y el Estado Laico provienen de su herencia luterana. Sin profesar, en las últimas décadas alguna forma del protestantismo, su herencia confesional le permitió navegar por los mares de lo diverso sin naufragar en la intolerancia de otros intelectuales mexicanos. El historiador del protestantismo Carlos Martínez García, en una entrevista con Carlos Monsiváis publicada en el libro Protestantismo, diversidad y tolerancia relata cómo en su formación inicial en las iglesias protestantes del siglo pasado conoció de primera mano la lectura de la Biblia, en una traducción inmejorable, la realizada por Casiodoro de Reina y Cipriano Valera. El gran logro del Monsiváis infante fue recitar de corrido los libros de la Biblia en la escuela dominical. Es decir, ser un aplicado lector de la Biblia. Esta prematura capacidad de exégesis activará su inteligencia el resto de sus días. El movimiento luterano repercute en la relación sin intermediarios entre el texto (la Biblia) y el lector (el creyente). Este movimiento religioso nos devuelve profundos efectos filosóficos y hermenéuticos. Sólo uno de ellos, el cual ha desarrollado con serenidad Paul Ricoeur: el mundo del texto se abre en el encuentro entre un lector y el texto. El libro no existe sin un lector que lo recupere. Por eso, antes que escritor Monsiváis fue simplemente un lector. II. El intelectual lector El Monsiváis primeramente lector y luego cronista, ensayista y provocador hereda una educación de la palabra bíblica. Acostumbrado a la lectura de la Biblia, sistema por excelencia de la pedagogía protestante, de la exégesis bíblica se traslada a la lectura del mundo que se abre a sus ojos. Ese mundo de la cultura inicia en la tradición protestante. El asunto nos remite al proceso de secularización que inicia históricamente con la Reforma protestante. El hombre ante Dios, sin intermediarios, es el hombre que secularizará esta relación y la hará terriblemente humana. Para convertirse posteriormente en el hombre sólo, al cual la muerte de la metafísica, es decir, de la pretensión filosófica de la trascendencia, lo dejará en un mundo de interpretaciones (en el sentido nietzscheano). El paso entre el luterano orante y el nihilista posmoderno es la angustia del mundo actual. Martínez García nos recuerda en su entrevista con el escritor que el primer acto de discriminación que sufrió el niño Monsiváis fue la discriminación religiosa. En el siglo pasado, formar parte una minoría religiosa significa ya ser excluido de los bienes sociales de la hegemonía cultural. Profesar una religión distinta a la católica era peor que ser ateo. Desde la izquierda marxista o desde los liberales hasta el catolicismo más exquisito, la descalificación era inmediata con el título ―secta‖. En nuestro días no falta aún quien administra selectivamente esta designación para referirse a las creencias no católicas. 51


El aprendizaje infantil de Monsiváis es obligado: se mira al país desde la alteridad de la creencia religiosa. Se mira a la mayoría católica desde la mirada del protestante mexicano. He ahí el principio radical de una perspectiva que fisura la mirada dominante. En un sentido aún no reconocido, el protestantismo mexicano democratizó el problema religioso. Frente a la instalación de la hegemonía de la iglesia católica, convertida en una iglesia nacional, es decir, unificadora de la pluralidad étnica y cultural del país desde la Conquista por lo menos hasta el siglo pasado, el protestantismo abrió el bloque monolítico de la creencia. Además, instauró, señala el mismo Monsiváis, siguiendo a los liberales, el criterio del libre examen como máxima de reflexión moral, intelectual y vital. Una herencia alejada de la tradición canónica del clero católico. En una cita a Jean-Pierre Bastian, notable historiador del protestantismo en México, Monsiváis nos recuerda que la conciencia protestante es una conciencia liberal. Es decir, disidente y que, en la propia experiencia monsivaíta, genera un sentimiento de ―ajenidad cultural‖. III. La conciencia liberal de Monsiváis inunda su obra Su defensa de los derechos de la diversidad sexual, su lucha en contra de la homofobia, su conducta solidaria con las causas de las mujeres, la enemistad con el poder eclesiástico dominante y con la derecha confesional, su crítica vehemente en contra del viejo y del nuevo PRI, su disenso de la izquierda burocratizada, su apasionamiento con el zapatismo globalizado desde los Altos de Chiapas y su posición heterodoxa en muchos temas, son al mismo tiempo la multiplicación del milagro de los panes tamizada por una lectura radical del mundo. Juan Calvino hablaba de una ―gracia‖ que se otorgaba al mundo de la cultura más allá de las confesión cristiana. El mundo monsivaíta participó de esta gracia mencionada por Calvino. ―El infierno son los otros‖, dijo el existencialista Sartre. Monsiváis quizás reescribiría la máxima sartreana con un feeling reinavaleriano: ―el cielo y el infierno, el trigo y la cizaña, siempre son los otros, pero sin los otros no soy yo mismo‖ La gran paradoja de este mini-mundo de devotos monsivaítas, es que al final y al cabo, el heredero de la tradición luterana, deja más devotos que lectores. El gran lector monsivaíta es deificado como un santón más de los que crudamente descuartizó con su escritura santa por irreverente, casta por lúdica y esperanzadora por pesimista.

52


UUNNAASS LLÍÍNNEEAASS M MÁÁSS SSOOBBRREE M MOONNSSIIVVÁÁIISS René Avilés Fabila La Crónica, 23 de junio de 2010 www.cronica.com.mx/nota.php?id_nota=514351 La muerte de Carlos Monsiváis no me sorprendió. Sabía de su extrema gravedad porque teníamos amigos y enemigos en común. Porque de un diario, con una semana de anticipación, me pidieron mi opinión por escrito para sólo ponerle la fecha del deceso. Escribí un obituario ―políticamente correcto‖. Puedo repetir el año en que nos conocimos: 1960. De entonces acá, en un país donde hay pocos intelectuales con merecimientos, nos topamos en multitud de sitios y coincidimos en un sinfín de viajes al extranjero. En algunos hasta cordiales fuimos. Nuestro último encuentro fue en casa de Héctor García, durante su cumpleaños, donde nos saludamos, luego de que yo había dado a conocer en 2007, una biografía humorística suya que nadie se atrevió a publicar y tuve que ponerla en mi página web. Carlos padecía el síndrome del caudillo, lo era desde joven y con el éxito se le acentuó. Pero no era Alfonso Reyes ni Octavio Paz, era un hombre que nunca escribió un cuento, una novela, un poema o una pieza dramática. Su mundo fue el periodismo y me dicen sus admiradores que lo renovó, lo usó para explicarnos qué es la capital y cómo somos sus habitantes. Lo llamaron el mejor cronista de la ciudad dejando de lado a don Artemio de Valle Arizpe y a Salvador Novo. Recibió todos los premios que puedan existir en México. Se aburrió de docenas y docenas de doctorados honoris causa como le entregaron. Sólo Paz fue discordante al decir que era un hombre de ocurrencias, no de ideas. Pero si su timidez era falsa, una pose, no lo era el don de la ubicuidad: estaba en todos lados y de todo escribía. No era un misterio saber que tenía un grupo de ayudantes como lo señaló Beatriz Espejo: ―…no me gustaron mucho sus columnas, Por mi madre, bohemios, que todos sabíamos que hacían sus discípulos‖. Funcionaba, pues como una fábrica de artículos de apariencia crítica, más correctamente crípticas. Su estilo rebuscado lo ponía a salvo de posibles enemigos que no sabían cómo responder. Si a los 20 años era un mito, qué podíamos esperar de su llegada a los 70. El Estado en su conjunto, los partidos políticos y las universidades públicas unificaron esfuerzos para glorificarlo. Buen caudillo intelectual, decidía quién era el novelista afortunado y quién el poeta fallido. Su palabra era la de Dios. Formó miles y miles de admiradores y asimismo miles y miles de enemigos soterrados. Los primeros tienen una tarea fácil, los segundos imposible. De este modo llegamos a su final. Su homenaje fúnebre a nadie se lo han tributado. El dolor fue estimulado por Consuelo Sáizar y Ebrard. Su funeral, dicen discretos críticos, no fue el que hubiera querido, él que nunca salió de Portales, que era sencillo y modesto. No lo sé. Nunca le pregunté qué clase de velatorio quería el hombre que se había exhibido de modo brutal, que había sido retratado por cientos de fotógrafos profesionales y que hasta bustos suyos había develado fingiendo una incomodidad distante de sentir. En todos los medios vimos inconsolables viudas, personas que lloraban sin tener una idea clara de la razón de su dolor. El PAN y el PRD de nuevo se aliaron para rendirle un impresionante homenaje en el Zócalo, en su museo edificado por López Obrador y en Bellas Artes férreamente controlado por la tiranuela Sáizar, una funcionaria panista cuyas lealtades están con los intelectuales al servicio del PRD y de Marcelo Ebrard. Elena Poniatowska puso la nota: ―Qué haremos sin ti, Monsi...‖ Como respondió la China Mendoza: lo mismo que cuando se murió Juárez, Reyes o Paz… Los tiempos han cambiado. Cuando falleció Frida Kahlo, Rivera y sus camaradas comunistas colocaron sobre el ataúd que era velado en Bellas Artes, la bandera roja con la hoz y el martillo. Andrés Iduarte, entonces director, no sólo perdió el empleo por tal desacato, sino que tuvo que salir al exilio, del que volvió envejecido y desconcertado. Ahora, entre Lujambio y los perredistas le pusieron al ataúd la bandera gay y la bandera mexicana. Sólo faltó la presencia de Felipe Calderón o de Vicente Fox, quien le entregó a Carlos el Premio Nacional de Artes y Ciencias. Monsiváis fue un crítico que supo manejarse con habilidad, era en efecto el amigo de todos a quienes mandaba dardos supuestamente mortales. Alguna vez, cuando Miguel de la Madrid era director del Fondo de Cultura Económica, publiqué un libro en donde venía un relato sobre Carlos Monsiváis. Con discreción, un alto funcionario me pidió que modificara una línea hiriente. ―Tú sabes, hermano, es muy cuate de don Miguel‖. Así es, 53


fue amigo de sus enemigos y entre los perredistas encontró la total admiración, fue su mejor campeón, a ellos les sirvió con ahínco, no en vano le dieron su museo. No hubo partido político que chocara con Monsiváis, ni siquiera el odiado PRI. Este partido contribuyó como pocos a encumbrarlo y la derecha ayudó como pudo. Es posible que en el futuro, críticos objetivos puedan descifrar lo que hoy es un misterio: la importancia de su obra. Mientras tanto vale la pena preguntar: ¿podremos vivir sin Carlos? www.reneavilesfabila.com.mx

54


M MOONNSSIIVVÁÁIISS Luis González de Alba Milenio Diario, 28 de junio de 2010 http://impreso.milenio.com/node/8791119 Nadie tiene derecho a imponer a un cadáver un símbolo que no asumió en vida la persona: vi con asombro, luego con indignación, que alguien plantó la bandera arco iris, símbolo gay, sobre el ataúd del muerto e indefenso Carlos Monsiváis. Si alguna valentía no tuvo fue la de asumir su homosexualidad. Dato objetivo: nadie me podrá mostrar un ―Los homosexuales rechazamos…‖. Si algo tampoco hizo fue crítica (a tiempo) del socialismo realmente existente, del que descreía en privado pero no le arrancó ni una sola línea pública por temor a su linchamiento mediático. Todos recordamos su debate con Octavio Paz al respecto: a éste le costó que una turba lo quemara en efigie. Paz entonces lo definió certero: Monsiváis no es un hombre de ideas, sino de ocurrencias. A la siguiente Navidad, Monsi cayó a la fiesta de Octavio Paz… Oh sí. El domingo 20 Enrique Krauze puso el dedo en la llaga al mencionar que Monsiváis condenó al dictador cubano… en los años 90 (Reforma). El Muro de Berlín fue derrumbado en 1989. Típico de su oportunismo que lo hacía caer de pie y encabezar batallas previamente ganadas por otros. En pleno 2007 tampoco plantó cara a la dirigencia que colgó una efigie de Stalin, el más grande genocida en la historia humana, a tamaño soviético, en mitin del Peje. En cambio, las minifaldas del PAN se las comía a sarcasmos… fáciles, tediosos. Entonces sí le salía la celebrada voz juguetona. Le dijo Paz: se acababa a la estrellita que decía tonterías en Notitas musicales. Pero, añado, nadie podrá decir que le leyó burlas y sarcasmos contra el presidente Echeverría y su desbocado gasto público que nos llevó a devaluación, crisis económica, deuda externa impagable. Cuando publiqué en Nexos mi petición a Elena Poniatowska para que corrigiera datos acerca del 68 —que ella no conoció de primera mano— ambos renunciaron al consejo de redacción de la revista. Luego él volvió, en silencio y disimulado: sabía qué amistades conservar a toda costa. La mía no, la de Aguilar Camín, sí. Y dejó a su íntima colgada. Por el mismo asunto, exigió y obtuvo de Carmen Lira mi despido de La Jornada. Ni de ella ni de Elena ni de ninguno de sus monaguillos hablaba bien. No fue atrevido con los poderosos ni ―generoso con los jóvenes prometedores‖… ésa me la sé muy bien: le sirvieron para tejer su red de información y de poder que lo hizo temible. Dice en Milenio Jesús Silva-Herzog M: ―Si su prosa fue intraducible es porque, a veces, resulta ilegible‖. Pero, de nuevo: nadie se atrevía a decirlo y pasar por burro. A su muerte, ningún luto se convirtió en mejor denuncia que el de Jorge Medina Viedas en Milenio. Al asumir la rectoría de la UdeS preguntó a Monsi qué decir: ―Me comentó frases que quedaron ajustadas de manera central en aquel texto.‖ Para oprobio eterno de Monsiváis, las cita: ―El movimiento universitario sinaloense como estallido de incorporación a la realidad‖… gulp. Que la Universidad no debería estar al margen de ―las trascendentales rebeldías populares‖… Y que ―no hay rupturas con el pasado, sino las recuperaciones críticas que marcan la continuidad histórica‖… re-gulp. Tres perlas dignas de sarcasmo por La R: una es boba porque no hay manera de que una universidad eluda la realidad. Pero ―las recuperaciones críticas‖ es para añadirse a Imposturas intelectuales, estupendo libro, o para Cantinflas en El profesor Derrisá. En FB clama Mario Bellatin (respeto su ortografía): ―Si existia alguna causa justa que sostener, alli estaba carlos monsivais para dar el paso al frente....‖. Pues me los perdí: jamás le vi una polémica audaz, ni un paso al frente donde se expresara sobre un tema aún a debate, con riesgo de error y descrédito. Lo suyo era ir siempre a lo ya seguro y rematar con el chistorete recordable un tema predigerido por decenas de opiniones. ―Las autoridades se quisieron apropiar de la ceremonia‖, cabeceó risible La Jornada. El homenaje, conducido por Conaculta, institución federal, fue en un recinto oficial, Bellas Artes. No sé que Monsiváis haya rechazado su beca vitalicia como creador emérito del Fonca. Tampoco que rompiera su cheque con el premio nacional de periodismo, que le entregó el presidente priista López Portillo, ¿por qué entonces los gritos contra el secretario de Educación de ese duendecillo asexual que se hace llamar Jesusa? 55


M MOONNSSIIVVÁÁIISS YY SSUU PPOODDEERROOSSAA CCOOFFRRAADDÍÍAA Juan Amael Vizzuett Olvera El Sol de México, 3 de julio de 2010 www.oem.com.mx/elsoldemexico/notas/n1694568.htm Una prueba de inmadurez en cualquier sociedad es la urgencia de rendirles pleitesía como héroes nacionales a las figuras de cualquier ámbito, incluido el cultural: las palabras de la escritora Elena Poniatowska durante el homenaje al recién desaparecido Carlos Monsiváis son un ejemplo de esta actitud: "¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi?". Igualmente sucede con la propuesta del caricaturista Rafael Barajas para que la calzada San Simón, donde vivió el escritor, sea rebautizada con el "nombre laico" de Carlos Monsiváis. La oración fúnebre de Poniatowska Amor resulta desmesurada, incluso si se le concede el beneficio de comprender la pérdida afectiva que le da origen: la pregunta "¿qué vamos a hacer sin ti, Monsi?", da a entender que ahora los ciudadanos hemos quedado en el desamparo absoluto, privados de toda aptitud para entender nuestra realidad y para tratar de resolverla. En un programa radiofónico, Guadalupe Loaeza expresó esa misma postura cuando afirmó que la muerte de Monsiváis incrementa la situación de "orfandad" en que nos hallamos los mexicanos. Hace pocas semanas, Poniatowska llamó a Carlos Monsiváis "guía y gurú" de los jóvenes, en otra aseveración desafortunada que le asignaba a la generación juvenil el papel de una mera feligresía atenta a las homilías de su dirigente intelectual. Tal vez los jóvenes de hoy sean demasiado independientes, demasiado agudos y demasiado críticos para andar siguiendo gurús. Sin embargo, la premisa de Poniatowska se ha reproducido acríticamente una y otra vez durante estos últimos días, sin que nadie se haya atrevido a ofrecerle la única respuesta mínimamente madura: que sin Carlos Monsiváis, la mayoría de los mexicanos haremos lo mismo que de todas formas teníamos que hacer cuando el escritor vivía, arrostrar nuestra precaria supervivencia cotidiana. Las agudezas e ironías del autor de "Días de guardar", por brillantes que fueran, no incidían en la existencia cotidiana de la gente común, ni alteraban en lo más mínimo las injusticias sociales. En realidad, eran absolutamente inofensivas para el orden establecido. Y es que, a la postre, ni todos los artículos ni todos los libros ni todas las conferencias de Carlos Monsiváis alteraron el derrotero decadente del país. No estaban en condiciones siquiera de reducir el proceso de deterioro. Porque don Carlos Monsiváis fue un intelectual, no un hombre de acción ni un dirigente de las luchas sociales, como sí lo fue, por ejemplo, el socialista francés Jean Jaurès, quien se opuso con todo su poder de convocatoria a los chauvinistas que preparaban el estallido de la Primera Guerra Mundial. Jaurès, quien también había defendido la causa del célebre oficial Deyfrus, fue asesinado en 1914, lo que contribuyó a que se allanase el camino para que las izquierdas apoyasen la conflagración, en vez de oponerse a ella, como exigía Jaurès. Jaurès es uno de tantos personajes históricos casi desconocidos en México. En torno al culto a la figura de Monsiváis hay un evidente oportunismo, así como un cálculo utilitario de las capillas culturales y de las cofradías sectarias identificadas con el escritor. Por ejemplo, los grupúsculos jacobinos, diminutos, herméticos y trasnochados, que en nombre del laicismo -un principio republicano fundamental- quieren aprovecharse de la sensiblería desatada en torno al escritor para eliminar el nombre tradicional de la calle San Simón. Un escritor de lo coyuntural Alguna vez, durante una clase de redacción, un alumno de la Licenciatura en Periodismo preguntó si Carlos Monsiváis podría ganar el Premio Nobel de Literatura. Le dije que eso nunca iba a suceder. El joven, con desconfianza, repuso que si eso se debía a que el autor de Días de guardar era víctima de alguna forma de boicot. Otra alumna pidió la palabra para participar y nos dio la respuesta precisa: "Nunca lo van a proponer para ese premio porque Carlos Monsiváis solamente escribe sobre cuestiones coyunturales de vigencia efímera". En efecto, la mayor parte de la obra que legó Carlos Monsiváis tiene alcances muy limitados, locales e inmediatos. Los textos que para su generación pueden parecer inapreciables -como la crónica sobre el recital de Los Doors en México- han envejecido mucho y ya poco les dicen a los jóvenes del siglo XXI; por el contrario, las 56


añejas narraciones de la Revolución Mexicana, como Tropa vieja, de Francisco L. Urquizo; El resplandor, de Mauricio Magdaleno, o Las manos de mamá, de Nellie Campobello, han resultado inmunes al transcurso de las décadas. Las obras universales y perdurables, en la narrativa, en la poesía, en el teatro y en el cine, le hablan de las cuestiones esenciales a la gente de cualquier época y de cualquier tierra: tratan acerca de los vínculos y conflictos entre padres e hijos, entre hermanos, entre amantes, entre débiles y poderosos, entre enemigos. Hablan sobre la pasión amorosa, sobre los celos, sobre el arraigo, sobre el exilio, sobre las flaquezas y las virtudes humanas. Un ejemplo es la narrativa, casi inédita en nuestro país, de Mijail Sholojov: un padre, atamán de cosacos, que sin saberlo combate contra su propio hijo; dos adolescentes huérfanos, una hermana y un hermano, que se esfuerzan por cuidarse mutuamente ante una comunidad oscurantista; un anciano que es el último sostén que le queda a su nieto. No importa que nuestro idioma, nuestra idiosincrasia y nuestro clima sean tan distinto a aquellos de los cosacos retratados por Sholojov: cada uno de sus relatos nos estremece porque encuentra lo esencial de los seres humanos. Han transcurrido las generaciones y las narraciones del extinto Premio Nobel aún conservan todo su rigor y su poderío. Otro tanto puede comentarse de las obras de Rabindranath Tagore. Algunas de ellas, como sus cuentos "Saba", "La victoria" o "Mi señor el niño", son asombrosamente breves y, al mismo tiempo, profundas y complejas, pero de lectura sencilla, accesible incluso a quienes apenas se inician como lectores. Pueden acompañar al lector a cualquier parte. Sólo hay que descubrirlas. Pero la tarea del descubrimiento no resulta sencilla en nuestro contexto, incapaz de aquilatar ni a nuestros propios autores esenciales: las cofradías literarias atrincheradas en revistas, suplementos y editoriales, están demasiado ocupadas en promover los supuestos méritos de sus miembros, en convencer a los lectores de que hay que leer cuanto antes los flamantes libros de sus socios, mientras fingen que a Tagore, Sholojov, Virgilio y tantos otros nadie los conoce. Monsiváis, empeñado en lo inmediato y local, rara vez nos habló de las cuestiones universales: se abocó a describir los conciertos de Luis Miguel, los rasgos de los fresas en los años 60, los significados emotivos de Pedro Infante. En este quehacer desplegaba sus talentos y deslumbraba con su agudeza, pero no se adentraba casi nunca en los terrenos que a través de la ficción exploran la realidad del alma humana. Carlos Monsiváis no es, como nos lo quieren hacer creer sus allegados y admiradores, el autor fundamental de México. Incluso resulta exagerada la aseveración de que era "el cronista de México", ya que el ámbito de Monsiváis era casi estrictamente urbano, capitalino en gran medida. En esto difería, por ejemplo, de Juan José Arreola, natural de Zapotlán El Grande, Jalisco. Arreola conocía la vida del campo y de la provincia, que expresó en relatos como "El cuervero" o La feria. Empero, su fantasía construyó también relatos imperecederos como "Parábola del trueque", el cual se desarrolla en una tierra tan prodigiosa como la de Scherezada y, sin embargo, cuanto sucedía en la mente y en el ánimo de sus personajes se apegaba rigurosamente a la realidad cotidiana. Capillas y capellanes Pocos se atrevieron a criticar a Carlos Monsiváis en vida; entre quienes expusieron sus divergencias con el escritor se cuenta el periodista Víctor Roura, quien en sus artículos cuestionó las prácticas de las cofradías literarias. Roura consideraba que tales cofradías eran feudos de poder, que se encargaban de respaldar a sus miembros, tuvieran éstos o no méritos cabales, mientras que les aplicaban la ley del silencio a los autores "ajenos" a la capilla. Roura denunció, asimismo, los vicios de los certámenes literarios, como el Premio Anagrama 2000, que se le otorgó a Monsiváis, pese a que la obra galardonada no era inédita, como lo establecían las bases de la convocatoria. Roura ha llegado desde hace largo tiempo a la conclusión de que las capillas literarias y culturales se formaron para adueñarse de los ámbitos que iban surgiendo a mediados del siglo XX. Consiguieron rápidamente su objetivo y se abocaron a mantener un férreo control de lo que debía de recibir reconocimiento y lo que no. La calidad no es precisamente el criterio que define tal reconocimiento, sino la pertenencia a la capilla indicada. 57


Naturalmente, Roura ha tenido que pagar un precio por sus críticas; lo habitual, dice el periodista, es que se acuse al remiso de envidioso o frustrado, es decir, se le aplica la falacia ad hominem para evadir el debate. Las críticas de Roura coinciden con los "Prolegómenos a una sociología de la mafia literaria", que el poeta Enrique González Rojo publicó en la revista Rumbo, en 1975. González Rojo explicaba el mecanismo favorito de las mafias: los elogios mutuos. Roura establece que también se acude a las menciones mutuas: un autor cita el sesudo artículo de algún allegado; éste a su vez cita las brillantes palabras del primero. Mas González Rojo advierte: "La mafia emplea también el silencio, la omisión: administra sabiamente ruidos y silencios; el ruido, el escándalo literario, lo dedica a sus integrantes o amigos de ruta; la omisión, el cuerpo fantasmal del ninguneo, lo reserva para los otros: los que pertenecen a las pequeñas mafias o los que ingenuamente se hallan aún en el torbellino de la libre competencia". El objetivo de las mafias, dice González Rojo, es crearse un público, no sólo para que sus obras tuviesen demanda, sino para convertir a los cofrades en objeto de admiración, envidia y respeto. En el fondo es una cuestión de vanidades humanas. Las cofradías que hoy nos convocan a rendirle culto a Carlos Monsiváis como a nuestro "guía y gurú", a declararnos huérfanos en el desamparo y a sumarnos al plañidero "¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi?", en realidad nos demandan la admiración, la envidia y el respeto que menciona González Rojo. Peor aún, nos demandan la sumisión a los dictados de los elegidos. Se trata de una puesta en escena donde los miembros de la cofradía son algo más que la elite intelectual de México: son los próceres contemporáneos. A los demás mexicanos se nos asigna el papel de feligreses y admiradores, prestos a presenciar, desde la oscuridad, en una lejana sillita o resignados a permanecer de pie, la presentación de un nuevo libro, la trascendental mesa redonda o el homenaje a los semidioses de nuestros días.

58


M MOONNSSII YY LLAA PPOOEESSÍÍAA Aldo Báez www.sexenio.com.mx/columna.php?id=1827, 25 de mayo de 2011 Han pasado dos horas que no volverán a suceder. Monsiváis, la poesía/ o el respeto por la poesía/ o por qué hablar de la poesía en alguien que nunca escribió poesía o en fin y a ustedes les consta Alguna vez dijo Carlos Monsiváis: ―Intenté la poesía de adolescente, y en un momento de suprema lucidez (uno de los raros momentos en que la lucidez me poseyó por completo y vi con claridad mi rumbo y mi destino y sentí el aletazo de la suprema sabiduría), abandoné cualquier pretensión al respecto. No tenía que ver con la poesía. Ahora, soy un amante fervoroso de ella, y por sistema traduzco y creo que como traductor soy decoroso, pero como poeta hubiera vivido ocultando los libros. Entonces, prefiero reconocer esa ignorancia de las musas respecto de mi persona, y ser un buen frecuentador de la poesía, nada más‖. Esta declaración podría ser en un país donde hay poetas hasta debajo de las piedras o como dijo desde aquel español que visitó tierras mexicanas, hasta la ―ilustre‖ poeta Enzia Verduchi, una declaración solemne, sin embargo al venir de uno de los personajes más populares de la literatura mexicana, debemos tomarla como un consejo. Sobre todo porque en el caso específico de Monsiváis, no es necesario escribir poesía para vivir como un amante fervoroso de ella. También la poesía merece cierto respeto. Parafraseando a Wittgenstein, podríamos sentenciar que, sobre lo que no sabemos cómo escribir hay que callar. Algún día que me encontré con Monsiváis, después de una charla sobre el muralismo, le comenté sobre el libro que había antologado sobre Jorge Cuesta e incluso si mal no recuerdo, a veces soy un poco beligerante, que porqué había elegido a Cuesta cuando el personaje más a fin a él , era justamente, Salvador Novo. Con su ironía tan peculiar me confesó que esa vez tal vez tenía razón y en presencia de mi amigo Miguel Capistrán prometió —no sin ironía— escribir no una antología sino un libro completo sobre Novo, y prometió mandarlo a casa, en efecto el libro nunca llegó, pero un día me llamó Capistrán para comunicarme que Monsiváis me invitaba a presentar en la Universidad Veracruzana el libro prometido. Salvador Novo: lo marginal al centro. Ese día para mi sorpresa no sólo hablamos sobre los poetas Contemporáneos y Paz sino para mi sorpresa de los norteamericanos Auden, Stevens y, sobre todo, Ginsberg, que a través de él, invadieron esa noche. Resulta curioso que aquélla declaración sobre ignorancia respecto de la musa era un artilugio, no dudo que entre sus obras póstumas aparezcan algunos poemas. Aunque ésta sea solo una suposición instintiva. Pues si mal no recuerdo, Sergio Pitol en El arte de la fuga, elogió sus inicios literarios como cuentista. Pero esos son días de guardar. Era un ocurrente, daba la impresión que sabía todo lo que ocurría, aunque a veces creo que hablaba demasiado pronto y eso lo obligaba a sostener lo que había ocurrido según su concepción inmediata. Sin embargo, en sus notas sobre la cultura mexicana del Colegio de México, nos ofreció un panorama muy puntual de nosotros, de esa tercera persona del plural mayéstico. Sus antología sobre la poesía mexicana del siglo XX, es un ejemplo del buen lector que era, pues como bien recuerda J. Domingo Argüelles, en un párrafo redactado por Paz, que fue excluido de la introducción a Poesía en movimiento, decía lo siguiente: ―La presente selección no es, ni quiere ser, una ‗antología‘... La reciente aparición de La poesía mexicana del siglo XX de Carlos Monsiváis cumple con creces este propósito. En sus páginas el lector interesado puede encontrar una penetrante historia crítica de nuestra poesía moderna y una selección, a un tiempo amplia y rigurosa, de sus tendencias y nombres representativos‖. Fuera de los escenarios de la poesía o dentro de ellos, Monsiváis, parece poner en práctica aquello que Raymond Williams, el inglés de Marxismo y literatura, llamo cultura residual, pues fue en ella donde nuestro crítico, se refugió, hizo trinchera y se erigió como un juez de las causas poéticas, y vale decir cancioneras, no tanto perdidas como constructoras de esa doble identidad que a veces los poetas no soportamos. Una confesión, más allá de cualquier diferencia, en el fondo creo que Monsiváis era mejor poeta que muchos que ahora ganan premios, pero su inmensa virtud fue descubrir que muchas veces lo mejor que podemos hacer por la poesía es callar. 59


IIVV.. M MUUNNDDOO PPRROOTTEESSTTAANNTTEE LLAA IICCOONNOOGGRRAAFFÍÍAA HHEETTEERROODDOOXXAA DDEE CCAARRLLOOSS M MOONNSSIIVVÁÁIISS Carlos Martínez García La Jornada, 16 de junio de 2011 Es el único intelectual de primer orden en México que defiende los derechos de las minorías religiosas, en particular de integrantes y organizaciones del protestantismo. Para comprender su continuada postura al respecto, Carlos Monsiváis ha dejado sólidas pistas en distintos momentos y lugares. El tema de la intolerancia contra los protestantes y el protestantismo en México para nada es un asunto esporádico en la obra de Monsiváis. El tópico surge desde su Autobiografía, publicada en 1966, y continúa presente en El Estado laico y sus malquerientes (Debate-UNAM, 2008). Sin embargo los monsivaisólogos prácticamente no han registrado debidamente la cuestión, nada más la mencionan, pero no ahondan en la reiterada preocupación de Carlos Monsivaís por la estigmatización de la comunidad evangélica/protestante en México. El interés de Carlos en el tema le viene de haber nacido, como él dice, del lado de las minorías religiosas; particularmente de formarse en el seno de una familia esencial, total, férvidamente protestante. Por lo anterior su desarrollo fue excepcional en un contexto cultural y religioso dominado por el imaginario católico. El infante Monsiváis tiene plena conciencia del significado de pertenecer a una minoría religiosa, ya que ―en el contacto semanal con quienes aceptaban y compartían mis creencias, me dispuse a resistir el escarnio [cursivas mías, CMG] de una primaria oficial donde los niños católicos denostaban a la evidente minoría protestante siempre representada por mí‖. A contracorriente Carlos Monsiváis se hace de lo que él ha denominado una extraña iconografía heroica, notable por la ausencia de la Morenita del Tepeyac. ¿Quiénes conforman dicha iconografía? De manera sobresaliente los protestantes españoles perseguidos por la Inquisición: Casiodoro de Reina (traductor de la Biblia que es publicada en 1569), y Cipriano de Valera (revisor de la traducción de Reina, 1602). Ambos son referentes centrales en parte significativa de la extensa producción de Carlos, porque ―…la memorización [de versículos bíblicos en la versión Reina-Valera] me divertía, al ser un entrenamiento trasladable al plano escolar. Aún retengo muchísimos versículos de memoria y eso, en mi caso es parte de la formación literaria; una parte estricta, porque la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera es soberbia, el Nuevo catecismo para indios remisos viene de allí directamente, toda proporción guardada‖. A Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera se suman en la iconografía heterodoxa, en la que predominan personajes, movimientos y hechos centrales del protestantismo: Jan Hus, Lutero, Calvino, Teodoro de Beza, Zwinglio, John Bunyan, John Milton, los puritanos, los cuáqueros, la Escuela Dominical, los hugonotes, el almirante de Coligny, la Noche de San Bartolomé, Aggripa D‘Aubigné, John Wesley, John Brown, Karl Barth, Martin Luther King, Desmond Tutu. Cada uno de los mencionados tendría que ser analizado para comprender por qué integran la galería de héroes de Monsiváis. Aquí no tenemos el espacio suficiente para realizar esa tarea. La compilación de los escritos de Carlos Monsiváis en los que ha defendido los derechos de las minorías religiosas, sobre todo de los protestantes, fácilmente conformaría un volumen semejante en extensión a su más reciente obra publicada (Apocalipstick, Editorial Debate, 2009, 417 pp). ¿Por qué los monsivaisólogos han dejado de lado el tema, al grado de que casi ni lo registran en sus estudios? La muy considerable producción de Monsiváis en la que documenta la intolerancia contra las minorías religiosas, destacadamente la protestante, y la vulneración reiterada de sus derechos humanos, ha sido marginada de los abundantes análisis que sobre la obra del autor se hacen tanto en medios periodísticos como en los académicos. No deja de ser en cierta manera irónico que mientras Monsiváis subraya la invisibilización de los protestantes en México, a él por parte del nutrido contingente que se dedica a hurgar el corpus monsivaisiano le sea desaparecido un tema al que es tan sensible. Le han invisibilizado un tópico que le es, por propia experiencia de pertenencia a la comunidad estigmatizada, tan cercano y conocido. 60


En noviembre de 2006, al recibir el recibir el Premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Carlos retorna al significado de su formación dentro de las reivindicaciones y temores de la minoría protestante. Entre las reivindicaciones estaba, aunque todavía no así conceptualizado, el derecho a la diferencia en un contexto de apabullante hegemonía católica; la estricta separación Estado-Iglesia(s), la vigencia del Estado laico y un anticlericalismo justificado por los excesos de las cúpulas eclesiásticas católicas en la historia de México. Entre los temores se contaba el del arrinconamiento persecutorio mediante linchamientos simbólicos y reales ante la indolencia de las autoridades encargadas de garantizar el libre ejercicio de las creencias. Por último una nota personal: deseamos entrañablemente la pronta recuperación de la salud de Carlos Monsiváis. Queremos entonar, junto con él, ―Firmes y adelante, huestes de la fe‖, ese himno que es, según sus propias palabras, pieza de resistencia de los sentimientos épicos del protestantismo.

61


FFAALLLLEECCEE EELL EESSCCRRIITTOORR DDEE OORRIIGGEENN PPRROOTTEESSTTAANNTTEE CCAARRLLOOSS M MOONNSSIIVVÁÁIISS Carlos Mondragón ALC Noticias, 22 de junio de 2010 Después de un largo periodo hospitalizado a consecuencia de una fibrosis pulmonar, falleció aquí, el pasado sábado, el escritor de origen protestante Carlos Monsiváis a los 72 años. Considerado uno de los autores más conocidos e importantes de la cultura mexicana actual, Monsiváis fue miembro de una familia que por generaciones ha pertenecido a las iglesias evangélicas. Contexto religioso que le proveyó en la infancia de una sólida formación bíblica que transpira en gran parte de su extensísima obra escrita, la cual incluye decenas de libros y miles de artículos. Aspecto ese de su pensamiento que no ha sido lo suficientemente valorado por los estudiosos de su obra dentro y fuera de México y que, recientemente, el escritor menonita Carlos Martínez García sacara a la luz en un artículo publicado, el miércoles 16 pasado en el periódico La Jornada de México, con el título ―La iconografía heterodoxa de Carlos Monsiváis‖. No obstante, alejado de la iglesia desde su adolescencia por diversos motivos, Monsiváis es el escritor más importante que haya surgido de las iglesias protestantes en México, orígenes religiosos que nunca negó públicamente y dejó testimoniado en su obra escrita, seguido de autores como Gonzalo Báez-Camargo y Alberto Rembao. Durante toda su vida Monsiváis se convirtió en un defensor de las minorías evangélicas frente a los ataques anti-protestantes de la jerarquía católica y otros sectores de la sociedad, defendiendo el derecho a la disidencia religiosa y a la libertad de conciencia. Defensa que hizo por igual de otras minorías denostadas por el conservadurismo y la intolerancia de algunos sectores de la sociedad mexicana, lo que le hizo ganarse el mote irónico de ―eterno defensor de las causas perdidas‖, de los que no tienen voz. En las últimas décadas participaba esporádicamente en eventos organizados por evangélicos, o donde se trataban temas que tenían que ver con las minorías religiosas y la intolerancia que continuamente padecían en diversos lugares. Por su amistad con miembros de la Fraternidad Teológica Latinoamericana de México, participó en eventos como Encuentro iglesias y sociedad mexicana, relaciones Estado-Iglesia (1992), y en el II Simposio internacional sobre el protestantismo Evangélico en América Latina y el Caribe (2004). En el año 2002, junto con Carlos Martínez García, publica el libro Protestantismo, diversidad y tolerancia (México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos). Y en el 2005 participa en la presentación del libro de Carlos Mondragón, Leudar la masa. El pensamiento social de los protestantes en América Latina, 1920-1950 (Buenos Aires, FTL-Kairós, 2005). Por iniciativa de la FTL-México, el Seminario Teológico Presbiteriano de México, el Centro de Estudios del Protestantismo Mexicano y la Comunidad de Estudiantes Cristianos, en agosto del 2008 se le otorgó el premio ―Miguel Caxlán‖, en reconocimiento a su permanente defensa de los derechos humanos de las minorías, principalmente evangélicas. Miguel Caxlán fue un líder indígena evangélico que, el 24 de julio de 1981, fue asesinado como consecuencia de su labor evangelística en la controvertida comunidad de Chamula, en Chiapas. Durante su vida fue merecedor de varios premios nacionales e internacionales, y recién se le había anunciado como ganador en México del Premio Nacional de Periodismo 2009. Entre sus muchos libros se encuentran: Días de guardar (Era, 1970); Nuevo catecismo para indios remisos (Siglo XXI Editores, 1982); El género epistolar. Un homenaje a manera de carta abierta (Servicio Postal Mexicano, 1991); Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina (Anagrama, 2000); Las herencias ocultas del pensamiento liberal del siglo XIX (IEESA, 2000); El Estado laico y sus malquerientes (UNAM-Debate, 2008); Apocalipstick (Debate, 2009).

62


UUNNAA CCOONNCCIIEENNCCIIAA IIM MPPRREESSCCIINNDDIIBBLLEE Leopoldo Cervantes-Ortiz ALC Noticias, 24 de junio de 2011

La noticia dio ya la vuelta al mundo: Carlos Monsiváis ha muerto. Sin acabar de digerir aún sus dos libros más recientes (Las leyes del querer, sobre Pedro Infante, y Apocalipstick, un fresco apocalíptico sobre la vida mexicana actual), que muestran una vez más la enorme amplitud de sus intereses y preocupaciones, Monsiváis se ha marchado dejando una estela de orfandad sólo comparable a la desaparición de Octavio Paz en 1998. Doce años después, la muerte del cronista del presente nacional por antonomasia nos recuerda que la intensidad escritural con que vivió no fue solamente regida por la pasión de atrapar los detalles del tiempo transcurrido, sino también por la obsesión moral (que no moralizante) heredada de sus grandes maestros: Alfonso Reyes, Salvador Novo, Paz mismo y, el más desconocido, Gonzalo Báez-Camargo, destacado intelectual protestante que ocupó un asiento en la Academia Mexicana de la Lengua. Continuador de una pléyade de autores protestantes latinoamericanos entre los que hay que incluir también a Erasmo Braga (Brasil), Ángel Mergal y Domingo Marrero (Puerto Rico), Alberto Rembao y Francisco Estrello (México), e incluso al escocés John A. Mackay (discípulo de Unamuno), entre otros, Monsiváis encarnó, como pocos, la típica curiosidad transformadora protestante de la primera mitad del siglo XX, que produjo materiales que aún no se aprovechan lo suficiente. Ciertamente alejado de la iglesia que lo formó, nunca abandonó la reivindicación de sus orígenes, dando la razón al estudioso francés Federico Hoffet, quien afirmó: ―Incrédulo o ateo, el hombre protestante mantiene su ‗conciencia‘ [...] Estos rasgos [la tolerancia, el respeto a la libertad de los demás] subsisten, aun cuando la religión haya pasado del plano consciente al inconsciente. Practicante o no, el hombre protestante es siempre semejante a sí mismo [...] La religión forma al hombre: ella imprime a su carácter un molde que permanece, aun cuando haya abandonado prácticas y creencias‖(1). Al participar en diversos foros, siempre se refirió a ese pasado religioso con una intensidad asombrosa, pues nunca dejó de reconocer la importancia de la cultura evangélica en la formación de su mentalidad crítica (2). Para el profesor Jean-Pierre Bastian, profundo conocedor de los protestantismos latinoamericanos, Monsiváis fue el heredero directo de ese ―apostolado anarquista desempeñado por maestros de escuelas normalistas, pastores protestantes mexicanos, periodistas pobres, abogados de villorio recién paridos por infectas aulas, masones grasientos y machucados‖ (Bulnes), quienes hicieron la Revolución no para que suban al poder nuevos tiranos, sino para que el pueblo mexicano pueda disfrutar de los derechos humanos que Monsiváis defendió con tanta valentía en todas circunstancias. Báez Camargo y él eran las dos caras de una misma moneda evangélica, la de un Evangelio crítico y comprometido con la humanización del pueblo mexicano (3). Si para muchos es muy claro que mucho de su estilo provino de su afición al nuevo periodismo estadunidense, para la mayoría resultará una sorpresa saber que el talante moral de Monsiváis le viene, también, de su origen protestante. Acaso la elección de su género literario favorito, la crónica, tenga que ver con su inocultable afición bíblica, como señala Javier Aranda Luna: La tradición moral y literaria de Monsiváis tuvo quizá el mismo origen: la lectura de la Biblia en la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. La versión según Sergio Pitol que guarda la sonoridad del siglo de oro de la lengua castellana. Tal vez por ese origen doble Monsiváis escogió la crónica como forma de expresión literaria y espacio donde los principios nunca resultan incómodos. Con ella podía contarnos más que mundos de ficción, el cuento de la verdad‖ (4). La omnipresencia de la Biblia en su obra no ha sido, todavía, objeto de investigaciones profundas, pero basta con leer algunos títulos, epígrafes de sus ensayos o frases sueltas para darse cuenta de ella (―Y conoceréis la verdad, y la verdad os aterrará‖, por ejemplo, o ―Patmos esquina con Eje Central‖, un texto de 1987. [5]). La caricatura publicada dos días después de su muerte da fe acerca del lugar de la Biblia en su pensamiento: Dios 63


lo recibe con un ejemplar del libro sagrado y le solicita aprensivamente: ―Lo estábamos esperando don Carlos. ¿Nos podría hacer el prólogo?‖. [6] Su auténtica obsesión por cronicar todo lo cronicable, desde los deslices verbales de políticos y jerarcas religiosos, hasta la última exposición de arte popular o los conciertos de algunos cantantes, lo convirtió en una persona no solamente ubicua sino en alguien que luchó constantemente contra los lugares comunes y se propuso exhibir los despropósitos declarativos de la gente pública, como lo hizo durante décadas en la columna ―Por mi madre bohemios‖, frase tomada del famoso poema ―El brindis del bohemio‖, de Guillermo Aguirre y Fierro (1887-1949), y que publicó en diversos diarios y revistas. Allí, a la cita textual del exabrupto en cuestión, le seguían los despiadados comentarios de Monsiváis (o sus colaboradores) escondidos detrás de la enigmática abreviatura, ―la R.‖, es decir, ―la redacción‖. Quienes más van a descansar ahora con su desaparición física serán precisamente los políticos y los obispos católicos, especialmente aquellos que no descansan en sus ataques contra la laicidad del Estado mexicano. En ese sentido, y luego de la cadena de homenajes oficiales con que fueron despedidos sus restos durante tres días frenético, la noche del martes 22 de junio, Bernardo Barranco reprodujo en su programa radiofónico la entrevista que le hiciera a Monsiváis a propósito de la aparición de su libro El Estado laico y sus malquerientes (UNAM-Debate, 2008), en donde dejó muy claro por qué usó ese adjetivo (―malquerientes‖) y no el de ―enemigos‖ para referirse a quienes desean golpear, incluso desde el poder, las conquistas laicas en la historia de México. Su argumento es contundente: al no recibir el apoyo de una sociedad ya secularizada, su lucha ha derivado únicamente en desvaríos cada vez más grandes. Una de las frases de Monsiváis en ese programa es vehemente y hasta con tintes teológicos, fruto de un análisis concienzudo y de un estudio acucioso del pensamiento liberal mexicano del siglo XIX [7]: ―Efectivamente el carácter laico no está en la Constitución, pero tampoco Dios. Si no está Dios en la Constitución, poco me preocupa que no esté explícitamente el carácter laico del Estado. Acuérdate cuando los constituyentes ponen la palabra Dios. Se levanta Ignacio Ramírez y dice: ―Yo no firmo eso‖, porque el Estado tiene que ser por fuerza una categoría autónoma, que en sí misma se valide. No estoy citándolo, sino reproduciendo su argumentación en lo esencial. Si nosotros hacemos que el Estado dependa de otra instancia, estamos renunciando a nuestra soberanía. La soberanía consiste en que Dios no aparezca, como sí aparece en la constitución norteamericana, en la moneda, etcétera‖. [8] Algunos de sus detractores, como René Avilés Favila, no han dejado de reconocer que Monsiváis trabajó una obra crítica cuyo impacto apenas está por valorarse. [9] Recientemente, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes publicó un volumen colectivo escrito por autores jóvenes, cuyo título resume muy bien el lugar que alcanzó Monsiváis en la sociedad mexicana: La conciencia imprescindible, un epíteto del cual él se hubiera burlado de buena gana, pero que ejerció consistentemente. [10] Otros, como Christopher Domínguez, lo han retratado muy bien con categorías religioso-teológicas: "El pecado fue el tema central de mi niñez y la idea de algún modo... ha seguido rigiéndome hasta ahora", escribió el joven Monsiváis en una declaración que Egan no podía pasar por alto. Esta es la cesura radical entre su origen cristiano y su evolución como uno de los grandes secularizadores intelectuales de la sociedad mexicana, pues ha librado una batalla, casi teológica, contra la noción de pecado como rasero moral al servicio del poder. Pocos espíritus más liberales y agnósticos que el de Monsiváis. Más allá de su retrato del Niño Fidencio en Los rituales del caos o de su rastreo cotidiano de las procacidades emitidas por los jerarcas de la Iglesia romana, Monsiváis es, venturosamente, algo más que un anticlerical. Estamos ante el más severo y profundo de los anticatólicos mexicanos. A su lado, Martín Luis Guzmán queda como un jacobino autoritario ayuno de cualquier noción de religiosidad. Aunque se cuidaría de declararlo explícitamente, creo que Monsiváis, en buena lid reformada, encuentra consustanciales a la república católica no sólo la superstición y el fanatismo, sino la exaltación nacional de la cultura de la pobreza‖. [11] Hacen falta estudios amplios, como el de Linda Egan, especialista estadunidense, que abrió brecha en los estudios sobre su obra y quien participó en el gran homenaje con motivo de sus 70 años en mayo de 2008. [12] 64


Habrá que esperar, también, para leer un texto anunciado por Roberto Blancarte que seguramente aclarará un poco más de la presencia del protestantismo en la formación de sus ideas: Le comenté que estábamos preparando en El Colegio [de México] una serie de volúmenes para, aprovechando el Bicentenario, revisar varios de los problemas nacionales y que en lo personal estaba coordinando uno titulado Culturas e identidades. […] En su texto, titulado ―De las variedades de la experiencia protestante‖, hizo una breve referencia a su biografía familiar: ―Por razones históricas, una tendencia dominante entre los protestantes opta por el liberalismo juarista, y es partidaria de la libertad de conciencia y de la tolerancia (Ejemplifico con mi familia: mi bisabuelo, Porfirio Monsiváis, soldado liberal, se convierte al protestantismo en Zacatecas a fines del siglo XIX, y mis abuelos, a causa de la cerrazón social a los diferentes, emigran a la Ciudad de México en 1908)‖. […] [13] Blancarte cierra su artículo con un comentario sumamente pertinente, señalando que dicho texto es ―de hecho prácticamente testamentario, [y] podría leerse como un recuento casi personal de la experiencia comunitaria del rechazo y la intolerancia. Ésa que han practicado muchos de los que en estos días hicieron guardia ante su féretro. Ésos que él llamó en uno de sus últimos libros, ‗los malquerientes del Estado laico, ya no estrictamente sus enemigos porque su inacabable derrota cultural los enfrenta a su límite: la imposibilidad de constituir un desafío verdadero a la secularización y la laicidad‘‖. [14] Mientras tanto, está delante la oportunidad de leer sus textos para cerrar el círculo de un trabajo escritural que buscó ansiosamente la comunión con los demás. Notas: [1] F. Hoffet, Imperialismo protestante. Buenos Aires, La Aurora, 1951, pp. 64, 67, 68. [2] Cf. L. Cervantes-O., ―El protestantismo en México: Carlos Monsiváis‖, en Protestante Digital, núm. 60, 12 de diciembre de 2004; Idem. en Signos de Vida, núm. 49, septiembre de 2008, pp. 36-39, ; C. Monsiváis y C. Martínez García, Protestantismo, diversidad y tolerancia. México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2002; y C. Mondragón, ―Fallece el escritor de origen protestante Carlos Monsiváis‖, en ALC Noticias, 21 de junio de 2010. [3] Comunicación personal al autor. [4] J. Aranda Luna, ―Monsiváis ya es sus lectores‖, en La Jornada, 23 de junio de 2010. [5] C. Monsiváis, ―Patmos esquina con Eje Central‖, en Nexos, diciembre de 1987. [6] Magú, ―A seguir trabajando‖, en La Jornada, 21 de junio de 2010. [7] Otro libro dedicado al tema es: Las herencias ocultas del pensamiento liberal del siglo XIX. México, Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación-Instituto de Estudios Educativos y Sindicales de América, 2000; reedición: Las herencias ocultas (de la reforma liberal del siglo XIX). México, Debate-Círculo Editorial Azteca, 2006. [8] B. Barranco, ―Carlos Monsiváis y los usos de lo sagrado‖, en La Jornada, 23 de marzo de 2010. [9] R. Avilés Fabila, ―Unas líneas más sobre Monsiváis‖, en La Crónica de Hoy, 23 de junio de 2010: ―Es posible que en el futuro, críticos objetivos puedan descifrar lo que hoy es un misterio: la importancia de su obra‖. Avilés Fabila es autor de ―Pesadilla de una noche de otoño o para documentar la biografía de Carlos Monsiváis‖, que puede leerse en su sitio web. Luis González de Alba, ―Carlos Monsiváis, el gran murmurador‖, en Letras Libres. [10] Jezreel Salazar, comp., La conciencia imprescindible. Ensayos sobre Carlos Monsiváis. México, ConacultaFondo Editorial Tierra Adentro, 2009. [11] C. Domínguez Michael, ―¿Quién teme a Carlos Monsiváis?‖, en Letras Libres, julio de 2002. [12] L. Egan, Carlos Monsiváis. Cultura y crónica en el México contemporáneo. Trad. de I. Vericay. México, Fondo de Cultura Económica, 2004. Original en inglés: Carlos Monsiváis. Culture and chronicle in contemprary Mexico. Tucson, Universidad de Arizona, 2001. [13] R. Blancarte, ―El Monsiváis que yo conocí‖, en Milenio Diario, 22 de junio de 2010, http://impreso.milenio.com/node/8787823. [14]- Idem.

65


CCAARRLLOOSS M MOONNSSIIVVÁÁIISS Jaime Hernández Ortiz La Jornada Jalisco, 28 de junio de 2010 Ha muerto Carlos Monsiváis. Su ausencia deja un profundo dolor y tristeza en miles, tal vez millones de mexicanos. Poseedor de una inteligencia y memorias prodigiosas, Monsiváis fue un personaje como pocos en la historia de México. Pasarán muchos años, tal vez siglos, para que vuelva a surgir otro como él. Comprometido con todas las causas democráticas, fue una presencia ubicua que infundía ánimo, alegría y valor por doquier.

Hombre de fe Tal vez una de las facetas menos conocidas de Monsiváis es que fue un hombre de fe, desde donde, valga la expresión, documentaba su propio optimismo; un hombre de profundas convicciones cristianas. Poco se hablaba de ello pero Monsiváis siempre estuvo muy cerca de la Iglesia evangélica donde nació y aprendió los grandes valores liberales y los principios bíblicos que conformaron su notable personalidad. Monsiváis señaló que de niño aprendió a conocer el español a partir de la lectura de la Biblia protestante de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera: ―Así, cualquier pasión mía por los libros, y la que tengo es considerable, inició con la Biblia, lo primero que leí, lo que más veces he leído y en donde he encontrado y matizado ideas para mí imprescindibles‖, dijo en su Autobiografía. Desde entonces la Biblia acompañó al gran cronista y periodista a lo largo de toda vida, tanto en inspiración personal como en el desarrollo de su convicción literaria, política y social. Lo mismo repetía de memoria poemas y versos de Neruda, Paz y Salvador Novo que Salmos e himnos del culto evangélico. Y el himno que más le gustaba cantar era: Firmes y adelante huestes de la fe, que consideró una ―pieza de resistencia épica del protestantismo‖ Protestantismo y sociedad Un libro donde el propio Monsiváis describe experiencias personales, como aquella en la que estaba convencido desde niño que nunca sería presidente de México por ser protestante, es Protestantismo, diversidad y tolerancia, texto en coautoría con Carlos Martínez García (colaborador de La Jornada), editado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. (http://www.cndh.org.mx/publica/publica.htm). De dicho texto me permito extraer en homenaje al gran Monsi algunas citas de capítulos donde destaca su indeclinable defensa por el protestantismo mexicano, la tolerancia y el Estado laico: “La resurrección de Canoa” ―El pueblo de La Magdalena, que jamás ha permitido la disidencia religiosa, salió en masa al desalojo de los invasores. En la 'expedición punitiva' participaron, en la etapa del cerro, unas 3 mil personas de tres pueblos. El caos -coinciden los testimonios- fue impresionante, no se interrumpió un minuto el vocerío, llegaban camiones y camionetas, todos querían intervenir, y se repetía el mismo diálogo: —¿Qué están haciendo aquí? —Venimos a orar por la salvación de la ciudad de México, era la respuesta. —No queremos a los protestantes. No queremos que oren por nosotros. Déjennos como estamos. Así estamos bien. Y váyanse antes de que los matemos‖. “Tolerancia y persecución religiosa” ―En 1816, en México, un ciudadano inglés, anglicano, al no descubrirse al paso del Santísimo fue insultado, golpeado y finalmente linchado por una turba que suplía a la Santa Inquisición en sus funciones. Muy influido por 66


Voltaire, y su notable defensa del hugonote Jean Calas, José Joaquín Fernández de Lizardi – cuyo seudónimo es El Pensador Mexicano- valerosamente criticó lo acontecido y se pronunció por la tolerancia. […] ―Al protestantismo mexicano lo nacionaliza, si el verbo tiene algún sentido en materia religiosa, el número de víctimas o, desde otra perspectiva, de mártires. La historia de las persecuciones es atroz. Y es impresionante el número de templos quemados o lapidados, así como el número de comunidades hostigadas en grados que incluyen con frecuencia el linchamiento, el número de pastores y feligreses asesinados o abandonados muy mal heridos‖. “Si creen distinto, no son mexicanos”, cultura y minorías religiosas ―En mi experiencia personal, y tengo que recurrir a ella porque por desgracia ésta sigue interponiéndose en mi visión del mundo (yo hubiera querido extirparla y ser completamente objetivo pero tengo nombre y Registro Federal de Causantes, y todo eso me retrotrae a mi experiencia personal), la idea de lo cultural en las comunidades protestantes de los cuarentas en adelante (que es lo que puedo atestiguar) se restringía a unos cuantos sabios de cada comunidad, apasionados por los libros y por las discusiones teológicas, y depositarios de todo lo que los demás no habían leído. […] ―En este contexto, no podemos juzgar a secas al protestantismo mexicano. La historia de este protestantismo es doble, es la historia de una doctrina de Reforma que se propaga y es la historia de la Iglesia católica y de las maneras que elige para aplastar a los disidentes. Si uno aísla la historia el protestantismo simplemente no lo entiende.‖ “Acúsome padre, de fomentar la tolerancia” ―Los núcleos tradicionalistas se rehúsan a aceptar que el país católico es un país laico y, algo aún más perverso, un país donde se ejerce efectivamente la libertad de creencias. En 1952 el arzobispo Luis María Martínez convocó a una suerte de Guerra Santa contra los infieles, de consecuencias mortíferas, y en los setentas, con motivo del crecimiento de las ―sectas‖ (descripción psicológica que, al objetivarse, se convierte en un llamado a la burla, la persecución, el desalojo, el linchamiento) el llamado se recrudece. […] ―Me parece que nosotros tuvimos una edad media llamada virreinato, que significó un atraso histórico terrible. Tenemos que estar muy agradecidos, en particular lo estoy con los liberales de la Reforma y con Benito Juárez, porque de un tajo interrumpieron un proceso de aislamiento del país y exaltación de la Contrarreforma‖. Reconocimiento eterno Hace apenas un poco más de un año, un grupo de evangélicos le entregamos el Premio Derechos Humanos y Tolerancia Religiosa Miguel Caxlán, indígena evangélico chamula asesinado por su fe. Monsiváis, como pocas veces se le había visto, lloró emocionado. Esa ocasión repitió de memoria el Salmo 19: ―Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día comunica su mensaje al otro día, y una noche a la otra declara sabiduría…‖ No dudo que sus últimos días estuvo cantando Firmes y adelante. Monsiváis vivirá eternamente. No lo hemos perdido. Creo que lo volveremos a ver.

67


M MOONNSSIIVVÁÁIISS PPOORR VVEENNIIRR Carlos Martínez García La Jornada, 30 de junio de 2011 Sí, tiene razón Javier Aranda Luna, Carlos Monsiváis ya es sus lectores (La Jornada, 23/6). Frente al cúmulo de libros publicados, artículos en revistas y periódicos (muchos de ellos disponibles en la red cibernética), la tarea es titánica. Los lectores de Monsiváis, además de tener ante sí una obra muy prolífica, se enfrentan a un abanico de temas que necesariamente los disgregan por los gustos y preferencias de los múltiples asuntos a los que se refirió en su escritura quien dijo le hubiera gustado vivir en Manhattan esquina con Portales (entrevista de José Luis Perdomo Orellana, La Jornada, 23/4/1988). Porque hay quienes siguieron con gran interés sus trabajos sobre tolerancia y derechos de las minorías; pero no prestaron atención a tópicos muy importantes para Carlos, como la poesía y el cine. Monsiváis regresaba una y otra vez a la cuestión de los derechos de las minorías religiosas (sobre todo las protestantes), de su arrinconamiento y ataques en su contra. Pero, como ya lo hemos señalado en otras ocasiones, pocos de sus lectores registraron la recurrencia de esa temática en la producción monsivaisiana. Pero no nada más los lectores marginaron el tópico, también lo han hecho los especialistas en su obra, a tal grado que en los múltiples recuentos bibliográficos del autor prácticamente ha estado ausente el libro de Monsiváis publicado en 2002 por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH): Protestantismo, diversidad y tolerancia. A mí me tocó reunir varios de los textos de Carlos Monsiváis para ese libro, y hacer el prólogo. Por la premura en que la obra debió ser compilada quedaron fuera varios escritos anteriores al año en que la CNDH publicó el volumen. Pero esa carencia será corregida en la segunda edición (a publicar por una editorial distinta a la anterior), que Carlos Monsivaís autorizó con generosidad. Por ejemplo, el que considero es el primer artículo monsivaisiano sobre la estigmatización y discriminación de los mexicanos protestantes/evangélicos, va a ser incluido en la nueva versión del libro. Se trata del texto Las demás iglesias: los mexicanos de tercera clase (Cuadernos de Nexos, octubre de 1989). En aquel artículo Carlos tocó el tema del concepto peyorativo que, desde distintas ópticas (ya fuese el clericalismo católico y/o la izquierda miope), se ha endilgado a las iglesias que no son católicas: ―En el fondo, a veces disfrazada, la vieja tesis: son ilegítimas las creencias no mayoritarias. Antropólogos, sociólogos y curas insisten con frecuencia, sin mayores explicaciones (tal vez por suponer que el asunto es tan obvio que no lo amerita), en el ‗delito‘ o la ‗traición‘ que cometen los indígenas que, por cualquier razón, desisten del catolicismo. ‗Dividen a las comunidades‘, se dice, pero no se extrae la consecuencia lógica del cargo: para que las comunidades no se dividan, que se prohíba por ley la renuncia a la fe católica (a los ateos se les suplica que finjan). Este retorno a la intolerancia (este olvido de la libertad de cultos) se acompaña de los registros ominosos del término secta que evoca de inmediato clandestinidad, conjura, sitios macabros, sesiones nocturnas a la lívida luz de la luna, miradas cómplices de los enanos que se reconocen a simple vista‖. Incorporamos un ensayo de 2002, que Monsiváis encabezó de la siguiente forma: ¿A poco no le da gusto estar excluido? (las marginalidades por decreto), donde afirma: Como a los miembros de las otras minorías, los protestantes o evangélicos también son excluidos múltiples. En este caso, de la identidad nacional, del respeto y la comprensión de los vecinos, de la solidaridad. No se reconoce su integración al país en lo cultural, lo político y lo social, y lo mismo a fines del siglo XIX que a fines del siglo XX la intolerancia ejercida en su contra no desata mayores protestas. La nueva edición de Protestantismo, diversidad y tolerancia incluye un amplio escrito de Monsivaís que originalmente presentó en el segundo Simposio Internacional el Protestantismo Evangélico en América Latina y el Caribe, que tuvo lugar en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, en octubre de 2004. Entonces compartió con los asistentes sus reflexiones –que no trascendieron más allá porque el libro que recogería los trabajos presentados no pudo ver la luz por razones financieras– y dentro de poco serán conocidas por un público más amplio. Carlos eligió titular su texto de una manera muy peculiar: ―Aunque me llamen un aleluya… Las ventajas y las desventajas de las minorías religiosas‖. 68


Con seguridad hay mucho de Carlos Monsiváis por venir, gracias a que dejó escritos por aquí y por allá que serán compilados para publicarlos como libros. Respecto a la temática desarrollada en el presente artículo, nos encontrábamos ultimando los detalles de la edición del volumen. Conversamos con Carlos sobre los nuevos contenidos, revisamos algunos de los textos a ser agregados. La idea era concluir el libro con una entrevista en la que él diera su opinión acerca del estado y repercusiones de la diversificación religiosa en México.

69


Folios, revista del Instituto Instituto Electoral y de Participación Ciudadana del Estado de Jalisco, año III, núm. 20, otoño de 2010

70


71


72


73


74


75


76


LLAA BBIIBBLLIIAA EENN LLAA OOBBRRAA DDEE CCAARRLLOOSS M MOONNSSIIVVÁÁIISS Carlos Martínez García La formación cultural de Carlos Monsiváis se forjó a contra corriente del imaginario mayoritario en México. A lo largo de toda su obra está presente el libro del que dijo tenerlo grabado en su ADN, la Biblia. Su traducción favorita fue la realizada por Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, españoles perseguidos por la Inquisición en el siglo XVI. Desde muy niño Carlos fue construyendo para sí una galería muy particular, descrita en su Autobiografía de 1966 y definida allí como ―una extraña iconografía heroica, notable por la ausencia de la Morenita del Tepeyac, –la misma que convirtió a Juan Diego en el primer partidario mexicano del Star System–…‖. El escritor subrayó el significado integrador que en su entorno tuvo la Biblia: ―Entre nosotros, la Biblia no sólo era el fundamento religioso, sino el lazo de unidad, la razón de ser de la familia. Su papel era muy preciso, la fuente del conocimiento y del comportamiento. Para mi madre, la Biblia era el objeto del cual nunca se desprendía. Era feliz cuando daba clases de Escuela Dominical. Era bibliocéntrica, y con frecuencia en una discusión respondía con versículos [bíblicos]‖ (Adela Salinas, Dios y los escritores mexicanos, Editorial Nueva Imagen, México, 1997, p. 95). La Biblia de Monsiváis fue, como ya dijimos, la traducida por Cipriano de Valera publicada originalmente en 1569 y revisada por Cipriano de Valera en 1602. La circulación del libro se hizo en condiciones muy difíciles, ya que las fuerzas inquisitoriales consideraron herejes a los traductores y de ―herética pravedad‖ sus escritos teológicos. Las obras de Reina y Valera figuraron, desde mediados del siglo XVI y hasta 1948, en el Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum de la Iglesia católica. El primer libro que conjunta crónicas de Carlos Monsiváis tuvo dos versiones. En la inicial el título fue Principados y potestades, clara alusión a Efesios 6:12, donde dice ―porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades […]‖. La segunda versión, la más conocida, es la titulada Días de guardar.1 La crónica sobre el estreno de la obra Hair en Acapulco (5 de diciembre de 1969), la encabeza Monsiváis ―Con címbalos de júbilo‖. La frase es entresacada del Salmo 150 versículo 5, que a continuación reproducimos: ―Alabadle con címbalos resonantes, alabadle con címbalos de júbilo‖. El escritor resume, con imágenes bíblicas, la puesta teatral que presencia: En el escenario una figura acuclillada y harapienta. Emergen de la parte posterior del teatro dos procesiones de antorchas que bracean por los pasillos en ánimo estatuario, morosamente, como si en la imaginación visual del director se identificasen las fotografías más difundidas de Haight Ashbury y la ofensiva apariencia hippie con el relato bíblico de la mujer de Lot. Y las estatuas de sal producidas en serie culminan en el foro, y al cabo de cinco minutos, ya incluso el reportero (tan preocupado por su crónica que no capta nada de lo que ve) se ha percatado de que no contempla una obra tradicional —revelación que se produjo al observar las diferencias de Hair con El abanico de Lady Windermere— sino un assam blage, un desfile orgánico de sketches sobre una comunidad hippie y su dramatización de la parábola de la Oveja Perdida. Sólo que esta vez el Hijo Pródigo no se reintegra al seno colectivo: lo retienen los fosos de Vietnam.2

Las aglomeraciones e histerias de los asistentes en la Alameda de la ciudad de México (16 de febrero de 1968) para presenciar el concierto gratuito del entonces muy famoso cantante español Raphael, son descritas puntualmente por Monsiváis en el escrito ―Raphael en dos tiempos y una posdata‖. Comienza y concluye el reportaje con dos citas bíblicas: ―…porque ellos verán a Dios‖, localizada en Mateo 5:8; y cierra la crónica con la observación de que los ―psicólogos […] desdeñan (uno no sabe por qué) a las admiradoras y su capacidad prenatal de endiosar y un locutor exhibe los cientos de cartas a Raphael que una sola estación recibe en un día y 

El presente escrito es una muy apretada síntesis de un libro en proceso, titulado La Biblia y la iconografía heterodoxa de Carlos Monsiváis. 1 Ediciones Era, México, primera edición diciembre de 1970. 2 Ibid., p. 23. 77


la porra insiste: ‗Raphael es nuestro ídolo‘ y nadie debe criticar a los admiradores de quien sea. El que esté libre de posters que arroje la primera piedra‖.3 Estamos ante una paráfrasis de una porción bíblica, la de Juan 8:7. En un recurso literario que desarrollará años después en Nuevo catecismo para indios remisos, al usar el género parábola, Carlos Monsiváis en Días de guardar pone en las antípodas al empresario a y a los músicos, donde muestra su decidida admiración por los jazzistas. Lo hace en el texto ―Incitación a la vida productiva. Parábola del banquero y el jazz‖.4 La crónica del malogrado concierto de rock en el estadio de la Ciudad de los Deportes, en el Distrito Federal (9 de marzo de 1969), con la participación de las bandas The Union Gap, The Byrds5 y los Hermanos Castro, no solamente tiene un título tomado de la Biblia (―Para todas las cosas hay sazón‖,6 Eclesiastés 3:1), sino que cada sección es encabezada con versículos bíblicos (sin citar su procedencia pero inmediatamente reconocidos por avezados en la traducción de Reina y Valera) procedentes del tercer capítulo de la sección conocida como Eclesiastés o El Predicador. En el 2008, al recibir la medalla 1808 por parte del gobierno de la ciudad de México,7 el escritor que semanas atrás cumpliera siete décadas de vida, da un discurso en el que elige, como en tantas intervenciones, crónicas y artículos, imágenes bíblicas para describir el universo conformado por la gran urbe. Inicia con una paráfrasis del libro veterotestamentario del Génesis, donde combina la remembranza del género parábola8 que recorre las páginas de toda la Biblia: ―Parábola del espacio que necesita un domicilio fiscal. En el principio no había lugar dónde poner el espacio de la Ciudad de México. El lugar asignado era amplio, un valle en el Anáhuac, pero se calculó mal el tamaño, que por los motivos que fuesen, era insuficiente, era un lugar que no correspondía a este espacio, que se oponía a las mediciones y los amoldamientos; que se burlaba de los que en vano trataban de encajarlo en el sitio a él adjudicado. ¿Cómo quieres que yo –decía el espacio– que seré histórico, mitológico y centralista quepa en estos kilómetros a mi disposición? Pero si yo ya estaba convencido desde el Génesis, no más que aquí yo soy de los espacios a los que todo les queda chico‖. Después teje una segunda parábola, la que llama de creencias. Nuevamente evoca el lenguaje del Génesis, aunque incorpora otras figuras para mostrar lo insólito de la capital mexicana: ―En el principio, y ante la tardanza del dios cristiano, Huitzilopochtli y Tláloc crearon los cielos y la tierra, y en la tierra, llamada así porque su componente mayor era el agua, la nación mexicana, donde desde recién nacida un producto de la diosa demografía, estaba desordenada, pero nunca carente de pueblo y de mensaje al pueblo y de exhortaciones al pueblo para que renunciara a otras creencias‖.9 En la ciudad en la cual todo se multiplica, Monsiváis evoca escenas del Nuevo Testamento (Mateo 15:32-39; Marcos 8:1-10) para ilustrar la replicación de posibilidades y objetos: ―La multiplicación de los panes, los peces, los parientes y los DVD´s prestados. ¿Qué propone la Ciudad de México? ¿Cuáles son sus misterios, Ibid., p. 60. Ibid., pp. 61-64. 5 Este grupo tuvo como uno de sus hits en la década de los años sesentas del siglo XX la canción Turn! Turn! Turn! (to Everything There is a Season), cuya letra es Eclesiastés capítulo 3, con música de Pete Seeger, el legendario cantante y compositor de folk americano. En la siguiente liga (http://www.youtube.com/watch?v=V6jxxagVEO4) se puede escuchar la canción interpretada por The Byrds. 6 Ibid., pp. 118-125. 7 ―Instituida en memoria del movimiento que encabezó Francisco Primo de Verdad para instalar aquí un gobierno provisional, tras la abdicación de los reyes de España en favor de Napoleón Bonaparte‖, nota de Ángel Bolaños Sánchez, La Jornada, 22/V/2008. 8 Sobre el tema es muy útil la obra coordinada por Edesio Sánchez Cetina, “Enseñaba por parábolas…” Estudio del género parábola en la Biblia. Homenaje a Plutarco Bonilla Acosta, s/e, s/l. s/a. 9 En una variación de lo anterior, en el texto titulado ―De uno de tantos Génesis‖, Carlos Monsiváis lo reescribió de la siguiente manera: ―En el principio y ante la tardanza del dios cristiano, Huitzilopochtli y Tláloc crearon los cielos y la tierra, y en la Tierra (llamada así porque su componente mayor era el agua) la nación mexicana, hija del dios Caos y la diosa Demografía, estaba desordenada pero nunca carente de población, y por eso las deidades aztecas en su empeño de beneficiar a la primera ciudad, produjeron un Centro, atenidas a su poder de convocatoria, y pronto en Tenochtitlan ya no cabía un alma aunque todavía quedaba sitio para los cuerpos, y como había tiempo —la población no se hizo en un día— se construyó la Provincia para fomentar las migraciones a la gran ciudad…‖ en Apocalipstick, México, Debate, 2009, p. 15. 78 3 4


sus escondrijos, su paraíso subterráneo? Y ¿cuáles los dispositivos para el deleite a bajo precio?‖ En la tercera parábola monsivaisiana, ―de la lucha del empleo y del Ángel hasta el amanecer‖, sus lectores deberían conocer el trasfondo bíblico sobre el que elabora la escena de una negación para millones de ciudadanos: la posibilidad de tener empleo en el México mal gobernado por la segunda administración federal emanada del PAN. Carlos Monsiváis usa en esta tercera ilustración los pasajes de Génesis 32:24-25, donde Jacob lucha con un varón misterioso, al que no suelta hasta obtener su bendición. La descripción del llamado en Génesis varón, y que en otro escrito del Antiguo Testamento es llamado ángel, le permite a Monsiváis hacer la analogía por la obstinada batalla en hallar una actividad remunerada. El capítulo 12 de Oseas, en los versículos 4 y 5, hace referencia a Jacob y su lucha con el ángel: ―En el vientre tomó por el calcañar a su hermano, y con su fortaleza venció al ángel. Venció al ángel, y prevaleció…‖ De aquí es donde Monsiváis toma el imaginario inicial de su tercera parábola, pero en el desarrollo de la misma crea un símil irónico con los avatares del empleo por prevalecer en condiciones adversas. Apocalipstick, obra de Carlos Monsiváis que tenía unos cuantos meses de haberse puesto en circulación cuando acontece la muerte de su autor (19 de junio, 2010), estimula para encontrar citas implícitas y explicitas de la Biblia. En uno de sus capítulos, ―De los murales libidinosos del siglo XX. ‗He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió el Centro de la Ciudad‘‖, el título mismo puede ser bien identificado por los asiduos a la lectura bíblica. Es una cita textual del Salmo 51, versículo 5, atribuido al rey David: ―He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre‖, se lee en la versión favorita de Monsiváis, la de Reina-Valera revisión de 1909.10 En una crónica que cautiva, la que dedica a los casi 20 mil desnudos y desnudas en el Zócalo de la ciudad de México, fotografiados por Spencer Tunick, Monsiváis inicia su texto con la línea ―Pórtico versicular (donde la división entre el bien y el mal se inicia con la conciencia de la desnudez, o eso se ha creído‖). Acto seguido reproduce cuatro citas del Génesis: ―Y estaban desnudos, Adán y su mujer y no se avergonzaban‖ (2:25); ―Y fueron abiertos los ojos de entrambos (luego de comer la fruta del árbol, codiciable para alcanzar la sabiduría), y conocieron que estaban desnudos: entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales‖ (3:7); ―Y él, adán respondió (a Jehová): Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo porque estaba desnudo y escondíme. Y díjole: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo?‖ (3:10-11); ―Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y vistiólos‖ (3:21).11 La plancha del Zócalo capitalino fue, por un tiempo, recordatorio del Edén. Varones y hembras, para usar el lenguaje bíblico del Génesis, compartieron gozosamente su desnudez. Todo cambió en cuanto los primeros se vistieron antes que las mujeres, ya que éstas fueron requeridas por Tunick para otra sesión fotográfica. Entonces, ya con sus vestimentas, los hombres vieron lo antes no percibido, que ellas estaban desnudas y algunos las miraban lascivamente. El Paraíso se había perdido. Carlos captura así ese momento: Se encueraron diecinueve mil y otros tres mil llegaron tarde. Si ya existe el Tunick Book of World Records, México va a la cabeza casi tres veces por encima de Desnudarte de Barcelona. Un error logístico: los hombres se visten primero y cuando las mujeres regresan de las cercanías de Palacio Nacional, hay un brote del machismo antiguo, fotos con el celular, comentarios agresivos, miradas que matan de las ya fatigadas ardientes pupilas. Las mujeres responden con eficacia, no se inmutan, se dirigen hacia sus bultos de ropa, el vestirse es más difícil que la obediencia divertida al ‗¡Fuera ropa!‘ del comienzo. Las vallas conceptuales se desintegran casi de inmediato, la sensación que se esparce es triunfal y triunfalista. La Biblia Traducción Interconfesional anota que este canto es dedicado ―Al maestro del coro. Salmo de David. Cuando tras haber mantenido relaciones con Betsabé, lo visitó el profeta Natán‖, Madrid, Verbo Divino-Sociedades Bíblicas Unidas, 2008, p. 978. Acerca del Salmo 51, y su quinto versículo, Kathtleen Farmer comenta que ―El salmo se ocupa de la intensidad del propio pecado del salmista. No se intenta culpar a nadie más de la permeabilidad del pecado en la vida del salmista. De este modo, [el versículo 5], se debe entender como una confesión de que el salmista ha sido proclive al pecado desde el momento de la concepción. Aunque esta afirmación ha sido fuente de malentendidos en círculos cristianos, está claro que en el contexto de este salmo se pone el énfasis en el pecado del hablante y no en la madre del hablante o en el acto mismo de la concepción‖, Comentario Bíblico Internacional, Estella, Navarra, Verbo Divino, 2000, p. 758. 11 ―El Zócalo en cueros (Imágenes de la reconciliación entre cuerpos y almas, si ambas se comprometen a ir al mismo gimnasio‖), Debate Feminista, año 18, vol. 36, octubre 2007, p. 115. 79 10


Es demasiado pronto para extraer conclusiones. Es demasiado tarde para vestir de nuevo y como si nada a la sociedad.12

La fascinación literaria de Monsiváis por el libro neotestamentario de Apocalipsis le lleva a reelaborar varias ocasiones un texto titulado ―Patmos esquina con Eje Central‖.13 En su versión apocalíptica del país y de la ciudad de México, el escritor, en su papel de Juan el vidente del último libro de la Biblia, plasma su observación inicial en los siguientes términos: ―Bienaventurado el que lee, y más bienaventurado el que no se estremece ante la espada aguda de la economía, que veda la entrada al dudoso paraíso de libros y revistas, en estos años de ira, de monstruos que ascienden desde el mar, de blasfemias, y de dragones a quienes seres caritativos filman el día entero para que nadie se llame a pánico y se les considere criaturas mecánicas y no anticipos de la feroz desolación‖. El ―reescritor‖, así conocido por su obsesión de corregir, ampliar y revisar constantemente lo redactado a mano, extiende el artículo de Nexos y lo incorpora como capítulo final de su Los rituales del caos. Cambia el título por el de ―Parábola de las postrimerías. El Apocalipsis en arresto domiciliario‖.14 La capital del país se va ampliando y asimilando todo en este proceso, en el que la constante es el acelerado crecimiento geográfico y la explosión poblacional: Y vi una puerta abierta, y entré y escuché sonidos arcangélicos, como los que manaron del sonido muzak el día del anuncio del Juicio Final, y vi la ciudad de México (que ya llegaba por un costado a Guadalajara, y por el otro a Oaxaca), y no estaba alumbrada de gloria y de pavor, y sí era distinta desde luego, más populosa, con legiones columpiándose en el abismo de cada metro cuadrado, y video-clips que exhortaban a las parejas a la bendición demográfica de la esterilidad o al edén de los unigénitos, y un litro de agua costaba mil dólares, y se pagaba por meter la cabeza unos segundos en un tanque de oxígeno, y en las puertas de las estaciones del Metro se elegía por sorteo a quienes sí habrían de viajar (―No más de quince millones de personas por jornada‖, decía uno de tantos letreros que son el cáliz de los incontinentes).

El recurso apocalíptico para describir la singularidad de la ciudad de México es, nuevamente, evidenciado por Monsiváis en un largo escrito publicado en el suplemento literario y cultural del periódico La Jornada.15 Aquí entrelaza datos devastadores e imágenes esperanzadoras de la metrópoli. Por medio de cuatro ángeles (noticieros del Apocalipsis) que revelan datos y cifras del gigantismo capitalino, el cronista traza un panorama en algunos puntos desolador por el deterioro de la vida cotidiana de sus habitantes. Lo azaroso de la convivencia en la ciudad (―la escatología urbana prodiga imágenes del Apocalipsis privatizado, o secuestrado en los domicilios‖), su martirio consuetudinario para millones de todas maneras sigue atrayendo multitudes: ―Y debido al funcionamiento imprevisible de la urbe, o a la certidumbre secreta (utopía urbana es sobrevivir a diario en la catástrofe, es multiplicar familias en los resquicios del trazo apocalíptico), todos se quejan pero pocos se van, y no por una banalidad como el arraigo, sino tal vez por un motivo metafísico como el presentimiento del Juicio Final‖.16 Apenas bosquejamos un tema presente a lo largo de la obra de Carlos Monsiváis, se trata del imaginario bíblico al que recurre frecuentemente. Unas veces lo hace parodiando el lenguaje de la Biblia para aplicarlo a una situación de las muchas sobre las cuales ha escrito crónicas, precisiones irónicas en su trashumante sección Por mi madre bohemios, o como aforismos que denotan ecos de los Proverbios atribuidos al rey Salomón. Tal imaginario es posible detectarlo desde su Autobiografía (1966) y Días de guardar (1970), Los rituales del caos Ibid., p. 125. Nexos, diciembre de 1987. Patmos es la isla del ―Deodecaneso, que se encuentra a unos 55 kilómetros al SO de la costa de Asia Menor, a 37° 20‘ N, 26° 34‘ E. A esta isla fue desterrado el apóstol Juan desde Éfeso, evidentemente por algunos meses, alrededor del año 95 d. C., y allí escribió su Apocalipsis (Ap. 1:9), Nuevo diccionario bíblico Certeza, BarcelonaBuenos Aires-La Paz, Certeza, 2003, segunda edición ampliada, p. 1034. 14 Carlos Monsiváis, Los rituales del caos, Ediciones Era, México, primera edición: marzo de 1995, quinta reimpresión: abril de 1996, pp. 248-250. 15 ―Apocalipsis y utopías‖, en La Jornada Semanal, 4 de abril de 1999. 16 Ibid. 80 12 13


(1995), Las alusiones perdidas (2007), El Estado laico y sus malquerientes (2008) y hasta Apocalipstick (2009). Mención aparte merece su Nuevo catecismo para indios remisos (primera edición 1982, segunda edición 2001). Ya que toda la obra es, como el mismo Monsiváis lo expresara a Elena Poniatowska, un potente eco del libro que lo marcó toda su vida: ―Aún retengo muchísimos versículos de memoria y eso, en mi caso, es parte de la formación literaria; una parte estricta, porque la versión [de la Biblia] de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera es soberbia. El Nuevo catecismo viene de allí directamente, toda proporción guardada‖ (―Los pecados de Carlos Monsiváis‖, en La Jornada Semanal, 23/II/1997). El peso del lenguaje de Reina y Valera recorre de principio a fin el Nuevo catecismo para indios remisos. Éste libro de ficciones fue señalado por Monsiváis como su preferido en la amplísima obra producida por él, ―porque allí están algunas de las impresiones de mi niñez oyendo hablar de los santos ajenos‖ (Proceso, 4/V/2008). Por ejemplo, en la narración ―Como escoria de plata sobre el tiesto‖ el título mismo devela su desenlace para quien está familiarizado con las expresiones de Reina y Valera. El estilo de ambos, gozosamente y con ironía adoptado por Monsiváis, se refleja en el desenlace cuando no se cumplen las visiones de Omixóchitl acerca de que los indios conquistados por los españoles vencerán a los invasores. Entonces Hitzilopochtli, en una nueva revelación, le reprocha que para él ella es ―como escoria de plata sobre el tiesto‖ (cita textual de Proverbios 26:23). El día en que el escritor cumple 70 años (4 de mayo de 2008), publica en La Jornada un artículo cuyo título (―Los días de nuestra edad‖) toma prestado, pero por supuesto, de la Biblia. Es el Salmo 90 versículo 10, que en completo dice, en la versión preferida por Monsiváis: ―Los días de nuestra edad son setenta años; Que si en los más robustos son ochenta años, Con todo su fortaleza es molestia y trabajo; Porque es cortado presto y volamos‖. Con la cita Carlos reitera lo que alguna vez me confió: ―Hay libros que lleva uno en su ADN‖. A un año del deceso de Carlos Monsiváis recordamos que como lector lo primero que memorizó fue un versículo bíblico, el de Juan 1:1. Afirmó lo anterior en 2006, al ser galardonado con el XVI Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo. En una versión libre de la cita, el mismo Monsiváis gustaba de repetirla de la siguiente manera: ―En el principio (y en medio y en el final) era el Verbo‖. Amén.

81


VV.. M MUULLTTIIPPLLIICCAACCIIOONNEESS SSUUSS AAM MIIGGOOSS YY LLEECCTTOORREESS HHOOM MEENNAAJJEEAANN AA M MOONNSSII Alejandra Hernández El Universal, 10 de junio de 2011 De izquierda a derecha: Moisés Rosas, Beatriz Monsiváis, Elena Cepeda, Marta Lamas y Rafael Tovar y de Teresa

En El Estanquillo se presentó el documental titulado Causas perdidas En la presentación de Causas perdidas (un paquete que contiene un cuadernillo y un par de DVD´s sobre el homenaje póstumo realizado en honor de Carlos Monsiváis en el Museo de la Ciudad de México), la escritora mexicana Guadalupe Loaeza, el historiador Rafael Tovar y de Teresa, la antropóloga Marta Lamas, y la secretaria de Cultura del DF, Elena Cepeda, recordaron al popular cronista. Además de hablar de la falta que hace la opinión de Monsiváis en el análisis de la política y la cultura actuales, con un gran sentido del humor, Guadalupe Loaeza hizo mención de algunas de las imprecisiones de este homenaje, realizado por la Secretaria de Cultura capitalina. Que le atribuyan la autoría de Cuando los banqueros se van, de Héctor Aguilar Camín, o que cambiaran el título de su obra sobre el poeta Salvador Novo (en el DVD la llaman Novo amor, cuando el nombre correcto es Lo marginal en el centro), la escritora lo toma como descuidos que lejos de molestar a ―Monsi‖, posiblemente le hubieran arrancado una sonrisa. Gran cronista En su intervención, Elena Cepeda calificó a Carlos Monsiváis como uno de los mejores cronistas de la ciudad. ―Fue un agudo observador que trabajó la crónica periodista y el ensayo literario. También hizo grandes aportaciones al pensamiento contemporáneo de México. Es un escritor absolutamente vigente‖, dijo. En su participación, Rafael Tovar y de Teresa afirmó que el ensayista ―se convirtió en el gran orientador social‖ de los mexicanos y afirmó que su muerte representa un vacío, ―una ausencia que hasta el momento nadie ha podido llenar‖. Marta Lamas se conmovió hasta las lágrimas al recordar a su amigo, quien, dijo, posiblemente se encontraba entre el centenar de asistentes al Museo del Estanquillo riendo del homenaje que a un año de su muerte se hacía en su honor. Antes de escuchar las palabras de los presentadores, se proyectaron los documentales que se realizaron en memoria del ensayista fallecido el 19 de junio de 2010. El primer DVD de Causas perdidas, titulado así en referencia a uno de los escritos de Monsiváis, rescata parte del homenaje luctuoso que se le dedicó en el Teatro de la ciudad dos días después de su muerte. En el segundo DVD se narra parte de la vida del ―escritor más público‖ y, mediante testimonios de sus vecinos, se muestra el cariño que la gente sentía por ―Monsi‖. Este material (cuyo costo es de 150 pesos) está disponible para el público en el Museo del Estanquillo, que alberga las colecciones del querido cronista.

82


CCOONNAACCUULLTTAA NNEEGGOOCCIIAA CCOOM MPPRRAA DDEE LLAA BBIIBBLLIIOOTTEECCAA DDEE CCAARRLLOOSS M MOONNSSIIVVÁÁIISS Yanet Aguilar Sosa El Universal, 14 de junio de 2011 Carlos Monsiváis se hizo bibliómano con los años porque, como Jorge Luis Borges decía: ―Yo me imaginaba el paraíso bajo la forma de una biblioteca‖. Hoy, ese paraíso que el mexicano construyó a lo largo de su vida y que consta de aproximadamente 24 mil materiales, entre libros y publicaciones periódicas, es objeto de una negociación. Su biblioteca, que está compuesta principalmente por cuento, teatro, novela y poesía e incluye varios volúmenes de gran formato, ilustrados, de fotografías de arte o grabados, obras sobre cine y ciencias sociales; así como una rica hemeroteca con colecciones de las revistas Sur, Tiempo, Siempre, Heavy Metal, Mad, Proceso, La familia Burrón y El Universal Ilustrado, es objeto de un avalúo. Fernando Álvarez del Castillo, director general de Bibliotecas del Conaculta, asegura que más que una negociación, hace tres meses el Conaculta manifestó a los herederos del escritor su interés por adquirir esa biblioteca, pero están en el proceso porque todavía no hay un avalúo y por consiguiente no hay un precio. Historia de un convencimiento Aunque desde el día de su muerte, Consuelo Sáizar, presidenta del Conaculta, expresó el interés de la institución por adquirir la biblioteca del cronista, fue hasta hace tres meses que visitaron a Beatriz Sánchez Monsiváis, prima del escritor, y un mes después ambas partes comenzaron a hacer un inventario. ―Lo que nosotros estamos haciendo es un levantamiento de las colecciones que tiene la biblioteca para después proceder a la catalogación, pero este inventario nos permite tener una idea base para un avalúo y poder considerar el costo que puede tener‖, afirma Álvarez del Castillo. Ante la pregunta de si la familia aceptó vender la biblioteca, Álvarez del Castillo dice: ―La familia ha dicho que sí tiene el interés de venderla, lo que no ha dicho es en cuánto‖. Con esa respuesta, hace dos semanas reunieron al Consejo Asesor que se formó en enero pasado a fin de adquirir otras bibliotecas personales, quienes aprobaron, por unanimidad, adquirir la Biblioteca Carlos Monsiváis. ―Ya tenemos el permiso, la legitimación para poder hacerlo, ahora dependerá del presupuesto, dependerá del costo y de las gestiones que la familia pueda hacer en estos momentos como sería el avalúo‖, señala el director de bibliotecas. Pero llegar a un acuerdo del precio no es cosa sencilla ni rápida. Después del inventario y levantamiento del acervo debe haber por lo menos dos avalúos, uno que deberá hacer el Conaculta y otro solicitado por la familia a un valuador profesional. Si no se llega a un acuerdo, deberá solicitarse un tercer avalúo y con base en los tres se haría la negociación. ―Ese es el proceso, de tal manera que no haya vicios de ninguna de las dos partes y que la familia reciba lo que espera. No debemos de perder de vista que nosotros no estamos comprando libros, lo que está comprando Conaculta son bibliotecas personales‖, asegura el responsable del proyecto de las Bibliotecas Personales que se están instalando en la Biblioteca México, donde ya está abierto el Fondo Bibliográfico José Luis Martínez y se trabaja en la biblioteca Antonio Castro Leal. Fernando Álvarez del Castillo acepta que existe el riesgo de que no se concrete la venta de la biblioteca de Carlos Monsiváis. ―Siempre hay el riesgo pero en este momento yo no veo por dónde, puesto que la familia ha manifestado el interés de que se adquiera y por nuestra parte también. Obviamente no es una decisión unilateral, debe haber la opinión de un valuador de cada parte, eso da congruencia al valor que se les da a las bibliotecas‖, comenta. 83


El inventario realizado hasta ahora muestra que, en términos generales, el estado de los libros es bueno, aunque algunos volúmenes están deteriorados porque tal vez así se compraron, pues Carlos Monsiváis visitaba los mercados de libros antiguos. En esa biblioteca hay libros invaluables, como Compendio della vita di S. Luigi Gonzaga della Compagnia di Gesu, de Virgilio Cepari, que data de 1792, y El crimen de Santa Julia: Defensa gráfica, de Francisco A. Serralde. Tras el inventario, comenzará la catalogación de los libros siempre y cuando se oficialice la adquisición.En mayo de 2006, cuando el intelectual mexicano, fallecido el 19 de junio de 2010, asistió a la apertura de una biblioteca que lleva su nombre en la delegación Álvaro Obregón, afirmó: ―Para mí no hay nada más satisfactorio que estar en mi casa porque es una biblioteca en sí misma, y uno de mis placeres lúdicos, casi eróticos, es entrar en una librería‖.

84


85


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.