Historia crítica del Sindicalismo en Argentina

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Introducci贸n |

Instituto del Pensamiento Socialista Karl Marx

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De los or铆genes hasta el Partido Laborista

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© 2009, Ediciones IPS Riobamba 144 Ciudad Autonóma de Buenos Aires - C1025ABD Tel.: (54-11) 4951-5445 E-mail: info@ips.org.ar www.ips.org.ar www.edicionesips.com.ar

Foto de tapa: Barricada sobre las vías de un tranvía durante la Semana ......................./_..Trágica de 1919. Archivo General de la Nación. Tapa y composición: Julio Rovelli Edición General: Gabriela Liszt y Diego Lotito Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina. Printed in Argentina.


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A Sara C谩ceres


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Los orígenes del movimiento obrero argentino. El surgimiento del “sindicalismo revolucionario”. La huelga de los inquilinos. La Semana Roja. Las huelgas del Centenario. Los principios básicos del “sindicalismo revolucionario”. El sindicalismo: una ideología subsidiaria de la burguesía. El predominio sindicalista 39

1919: la Semana Trágica. Una separación ficticia 57

1920-35: Luchas internas y creación de la CGT. Los sindicatos por industria y el sistema de relaciones laborales. Corporativismo. La pérdida de la democracia obrera. La Unión Ferroviaria y la figura del caudillo sindical 75

El golpe de 1943 y la aparición de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Sindicalismo y peronismo. Del 17 de Octubre a la creación del Partido Laborista 89

¿Qué fué el Partido Laborista y cuáles fueron las causas de su efímera existencia? El significado de la autonomía. La prescindencia política en la historia del sindicalismo. El dilema de los sindicatos en la época imperialista 117

Las bases materiales de una ideología pragmática. Una aspiración gradualista que culmina en la integración al Estado. Clase obrera y partido. La actualidad del debate entre marxismo y peronismo 125


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La tradición, tanto en los pueblos como en las clases, suele ser, para bien o para mal, una marca penetrante, un signo particular que trasciende las coyunturas. Podríamos decir que el movimiento obrero argentino, o por lo menos gran parte de él, desde la primera década del siglo XX hasta el surgimiento del peronismo, fue marcado por el sello del “sindicalismo”. No se trata de simplificar ni menos aún de ocultar el peso que lograron alcanzar otras corrientes políticas, como el caso del anarquismo, el socialismo o el comunismo en la década del ‘30. Pero sí de remarcar que incluso éstas, en algún momento de su trayectoria, estuvieron influenciadas, de un modo u otro, por quienes constituyeron las distintas variantes del sindicalismo. Y si hablamos de variantes es porque no nos encontraremos con una corriente homogénea que pueda ser identificable de modo inequívoco a lo largo de todos estos años. Sino por el contrario, con una tendencia, un modo de obrar que a través del tiempo irá sufriendo mutaciones de todo tipo. Remontándonos a los primeros años del siglo XX podremos presenciar el surgimiento explosivo de un “sindicalismo revolucionario” orientado a terminar con el orden capitalista, para posteriormente hallar a otro sindicalismo más negociador y pragmático, hasta asistir a la consolidación de una versión ya abiertamente burocrática. Es este recorrido el que nos lleva a caracterizar al sindicalismo como una tendencia que rápidamente abandona sus posiciones revolucionarias y pasa a ubicarse abiertamente en el campo del reformismo, es decir, de la lucha por mejorar la distribución de la renta nacional entre propietarios y trabajadores, sin cuestionar el sistema de explotación, como lo hiciera en sus inicios. ¿Qué sentido tiene hoy revisar y estudiar esta historia? Este trabajo hace su aparición en momentos que presenciamos la crisis económica mundial más profunda desde la depresión Gran Depresión de 1929. Bajo su estela, se profundizarán inevitablemente las contradicciones


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sociales entre las clases, las divisiones dentro de las clases dominantes y, previsiblemente, el incremento de la actividad del movimiento obrero, condiciones que abrirán, más tarde o más temprano, un enfrentamiento inevitable entre las perspectivas de revolución y contrarrevolución. Puesto en esta perspectiva, son muchas las conclusiones que pueden sacarse del análisis de la estrategia “sindicalista”. Desde nuestro punto de vista, la única posibilidad de que la clase obrera intervenga positivamente en esta crisis, es que dé una respuesta política independiente. En tal sentido, queda aún por superar la máxima sindicalista de la prescindencia política, que como intentaremos demostrar, obró siempre como la forma de dar cobertura a la subordinación del movimiento obrero a uno u otro sector capitalista. Si reflexionamos sobre el desarrollo actual del movimiento obrero argentino, veremos que este debate tiene plena validez. Durante los cuatro o cinco años de crecimiento económico iniciado entre los años 2003 y 2004, la clase trabajadora se recompuso socialmente. En ese periodo, la percepción de una mejor situación económica dio lugar a nuevas luchas redistributivas con el capital, así como nuevos fenómenos de lucha y de organización obrera. Junto con ellas, cobraron renovado protagonismo las comisiones internas y los cuerpos de delegados, desarrollándose un fenómeno conocido como “sindicalismo de base”. Pero salvo pequeñas excepciones, las luchas de este periodo no sobrepasaron los límites del reclamo económico. A su vez, reaparecieron los sindicatos tradicionales y los popes sindicales negociando, organizando movilizaciones en apoyo de distintas variantes burguesas del peronismo y la llamada centroizquierda. En este reverdecer de la actividad sindical vuelven a recrearse algunos “sentidos comunes” que trataremos de desmalezar en esta crítica. Uno de ellos, es que los trabajadores sólo pueden protagonizar, como mucho, luchas económicas bajo la dirección de la burocracia sindical o, a lo sumo, “hacer política” apuntalado a los partidos capitalistas. Lejos de esta visión, como de aquella visión sindicalista clásica de que sólo puede reclamarse por lo “posible”, es decir, por aquellas reivindicaciones mínimas que no atenten contra los intereses fundamentales del capital, opondremos uno de los principios fundamentales del marxismo: el objetivo último de la lucha de la clase obrera pasa por acabar con la esclavitud del trabajo asalariado, liquidando la propiedad privada de los medios de producción y reorganizado la sociedad sobre bases socialistas. Es precisamente


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en este punto, donde hasta la variante más de izquierda del sindicalismo, ha encontrado su límite histórico. Como en toda organización de masas de la clase obrera, en el interior de los sindicatos se debaten distintas tendencias, desde las que quieren imponer una dirección conciliadora con el Estado y la patronal hasta los que buscan dotar a éstos de una dirección política que los transforme en instrumentos de la revolución social. Desde este lugar, nos proponemos demostrar cómo el sistema básico del sindicalismo se ubicó en la primera variante y por lo tanto, su estrategia, no operó ni puede operar como un momento necesario en el desarrollo de la conciencia obrera y la lucha revolucionaria, sino más bien como la negación de ella. Antes de entrar en tema parece conveniente remarcar que, al hablar de la clase trabajadora argentina, nos referimos a una clase que durante todo el siglo XX vivió procesos de aguda lucha de clases, ocupando un papel protagónico en las escenas políticas nacionales. Su despliegue llegó a ubicarla como una de las más importantes del continente y sus hitos sobresalientes tienen un lugar destacado en la historia mundial de la clase obrera. Pero su fuerza –por momentos arrolladora y sólo silenciada por dictaduras salvajes y gobiernos reaccionarios– no logró alcanzar aún una verdadera transformación social. Cuando desde una perspectiva clasista se piensa en el por qué de este impedimento, rápidamente aparece la figura de Perón y de su movimiento. Es tan así que hasta el día de hoy, el surgimiento del peronismo, su afianzamiento y control sobre la clase trabajadora sigue siendo tema de debate. Si elegimos encarar un análisis crítico del sindicalismo es también porque su práctica e ideología terminaron allanando el camino, junto con la política desplegada por el Partido Comunista bajo la dirección de la burocracia de Moscú, para que el peronismo pudiera consolidarse, bloqueando en ese momento la posibilidad de surgimiento de una dirección revolucionaria de la clase obrera argentina. Así, el sindicalismo que predominará entre 1915 y 1935 (aunque su influencia fue asimilada por dirigentes obreros afines a otras tendencias, y trasciende la fecha en que los sindicalistas formalmente perdieron la dirección de la CGT) aparecerá en la historia como una mediación importante, una muralla que en el juego imaginario de dos batallones enfrentados se levanta entre ambos para salvaguardar a la burguesía y frenar la energía del proletariado. El fetiche del sindicato, la prescindencia política y los ataques contra los militantes políticos de izquierda, la autonomía como categoría abstracta,


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la denominación de obreros “auténticos” o “genuinos”, el desprecio por la ideología, la negociación con la burguesía como estrategia, el corporativismo, la negación al frente único obrero y a practicar la democracia obrera, todas éstas son algunas de las características y constituyen la base de nuestra crítica política de la estrategia sindicalista que analizamos en este trabajo. * * *

Este trabajo no persigue la finalidad de “hacer historia” en un sentido tradicional. Su carácter es más de orden político que historiográfico. Un interrogante aparecía en el momento de encarar su producción: cómo articular la narración de un periodo tan extenso y cambiante. Corríamos el riesgo de que la crítica política al sindicalismo, si no estaba adecuadamente enmarcada en su contexto histórico real, careciera de fundamentos. Pero también existía el peligro de que una mayor ampliación de los hechos históricos –y de las corrientes políticas que en él participaron–, diluyera el objetivo central de dicha crítica. Finalmente, creemos haber resuelto la contradicción dividiendo el trabajo en períodos históricos, e integrando los hechos mediante definiciones teórico-políticas. La mayoría de los datos y sucesos descriptos se encuentran en las distintas fuentes citadas y consultadas. El lector podrá encontrar en ellas un abordaje histórico más amplio. A pesar de haber acotado el tema a una tendencia específica como el sindicalismo, nos vimos obligados a mencionar a otras corrientes de gran importancia en el período estudiado como fueron el Partido Socialista y el Partido Comunista. Este último, opositor por izquierda al sindicalismo, desde mediados de la década del ‘20 irá incrementando sin pausa su influencia entre los trabajadores y a mediados de los ‘30, ganaría un peso decisivo en el proletariado industrial llegando a disputar la dirección del movimiento obrero. En resumen, creemos que la síntesis alcanzada nos permitió darle sustento al tema tratado y, sobre todo, abordar el tema en forma accesible a los compañeros/as obreros y obreras que, en su actividad cotidiana, tal vez no tengan la posibilidad o el tiempo necesario para dedicarse a su estudio. Una acotación más se vuelve necesaria. Estas páginas han sido escritas desde una convicción militante y una perspectiva compartida con aquellos compañeros y compañeras del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS)


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que han tomado el compromiso de leer el manuscrito original y han aportado con sus críticas, agregados y objeciones a que este viera la luz. Para ellos va un sincero agradecimiento. Vale decir también que ninguna de las personas que colaboraron con la edición de este trabajo son responsables de las opiniones, argumentos, errores u omisiones en los que pueda incurrir el texto y que el autor se ha empeñado en desarrollar o mantener. En todo caso, confío en que el lector será quien juzgue la justeza de las posiciones sostenidas en este ensayo. Por último, si la lectura de este estudio ayudara a replantear la crítica política de los viejos argumentos sindicalistas, así como de sus límites para combatir a las burocracias sindicales y los partidos representantes de las clases dominantes, el autor podrá darse más que por satisfecho. Al fin de cuentas, nuestra mayor aspiración es que un nuevo ascenso de la clase obrera pueda desarrollarse generando las condiciones para que emerja un verdadero partido de trabajadores revolucionario; un partido que pueda saldar cuentas con la burguesía y con las corrientes que a ella se subordinaron, abriendo de esta manera el camino que haga realidad la máxima de Marx: “la liberación de los trabajadores, será obra de los trabajadores mismos”. Hernán Aragón Buenos Aires, Agosto de 2009



Surgimiento y afianzamiento del “sindicalismo revolucionario”

Los orígenes del movimiento obrero argentino Promediando la mitad del siglo XIX y hasta los inicios del XX, las aguas del Atlántico fueron testigo del destierro y del exilio. La vasta extensión oceánica que separa a la vieja Europa del nuevo continente, se convierte en ruta obligada para quienes, huyendo del hambre y la guerra, emigran a América en busca de la “tierra prometida”. Aquellos viajeros de caras curtidas y sin patria, no piensan ni saben todavía que serán los pioneros y forjadores del naciente movimiento obrero argentino. En este período, puertos como el de Buenos Aires, reciben a una marea inmensa de inmigrantes proveniente mayoritariamente de Italia y España (aunque también de Francia, Alemania y de los países de la Europa oriental). Para 1890, las estadísticas registran el ingreso de más de un millón y medio de personas. A espaldas del puerto, se encuentra la llanura. Para 1850 el país es todavía una economía pastoril donde prevalece la lucha entre distintas fracciones de caudillos provinciales. La oligarquía terrateniente de la provincia de Buenos Aires y de parte del litoral, representada por el Partido Autonomista Nacional (PAN), saldrá triunfadora y diseñará la alianza social hegemónica a partir de las últimas décadas del siglo XIX. Bajo su dominación, Argentina ingresa al mercado mundial como semicolonia dependiente del imperialismo británico. Su representante más destacado fue Julio Argentino Roca, quien presidirá la República durante los períodos de 1880-86 y 1898-1904. Bajo su presidencia se consolida un Estado de carácter nacional –los poderes provinciales quedan subordinados al poder central concentrado en Buenos Aires– y se


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amplía el territorio nacional a través de la llamada “Campaña del Desierto”, despojando a la población originaria del sur de sus tierras. Además se crea un ejército regular y se emite una moneda centralizada. La oligarquía “moderniza” la nación en su provecho, estableciendo la educación pública obligatoria, extendiendo las vías férreas que desembocan en el puerto y consolidando nuevas ciudades. Pero lo hace instalando un régimen represivo y fraudulento. Su mecanismo es el fraude electoral, donde sólo vota la población masculina nacionalizada, férreamente controlada por los caudillos locales, mientras la gran mayoría de inmigrantes residentes queda marginada de toda decisión política. Inglaterra, potencia dominante de la época, se convierte en el mayor receptor de las exportaciones de carnes y granos argentinos y, a la vez, pasa a controlar las finanzas, los servicios y la industria (esencialmente frigoríficos) del país, ramas íntimamente vinculadas a la producción ganadera. Al crecer la demanda del mercado europeo, se produce una mayor expansión de la explotación de cereales y carnes. Aparece una incipiente industria nativa vinculada a la producción extractiva y también proliferan talleres de producción semiartesanal orientados al consumo interno de las ciudades. El desarrollo capitalista del país requiere de mayor cantidad de mano de obra, y la inmigración viene a suplir esa necesidad acuciante. Pero los sueños del inmigrante van a desvanecerse tan rápido como avanzan las jornadas interminables de trabajo y la Ley de Residencia, que recorta al mínimo las libertades y amenaza con la deportación. En este clima hostil y sumergido en una vida miserable se irá desarrollando el movimiento obrero argentino. El problema más grave es sin duda el de la vivienda: lejos de ser un lugar pintoresco, el conventillo, residencia obligada, se asemeja al mismo infierno. El hacinamiento y los focos infecciosos, obras de la precaria situación sanitaria, son moneda corriente.El alquiler de una pieza, en la que vivían familias enteras con un promedio de 5 ó 6 hijos, equivale a más de un tercio del salario. A esta contrariedad se le sumaba otra, la de los reglamentos internos impuestos por los propietarios, similares a verdaderos regímenes carcelarios. La crisis económica de 1890 vino a agravar aún más las cosas. En la misma proporción que aumentan los alquileres, disminuyen los salarios. Si un trabajador se enfermaba, aunque sólo fuera por unos pocos días, el despido era número puesto. Por ejemplo en la Capital, los talleres ostentan reglamentos laborales extremadamente duros. Además de sanciones y multas, estos imponían descuentos al salario, reduciendo la remuneración del obrero prácticamente a la nada.


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Alejándose de la Capital, todo empeora. En muchas provincias el pago del jornal se efectúa a través de vales cambiables sólo en almacenes que, por lo general, pertenecían al patrón de la fábrica o del ingenio. Tal situación de penuria quedará expresada en el famoso informe Bialet Massé. En el año 1904, el gobierno envía al ingeniero Bialet Massé al interior del país para estudiar la situación de los trabajadores. Su informe es escalofriante: niños trabajando de sol a sol y muriendo comúnmente por enfermedades propias de la excesiva explotación; hombres hambrientos y harapientos, denigrados una y mil veces. La vida del obrero no vale nada y si el día de hoy es cruel, el de mañana seguramente será peor. ¿Había otra opción que no fuera la de rebelarse contra semejante orden de cosas? La situación ofrecía motivos suficientes para enfrentar al régimen oligárquico. Y así será. En 1901, los panaderos realizan la primera huelga por rama de actividad. Para el mismo año, en Rosario se lleva a cabo la primera huelga general territorial y en 1902, se convoca la primera huelga general nacional. Pero además de su combatividad, la emergente clase obrera va a presentar otra característica bastante particular. Con la inmigración no sólo ingresarán al país campesinos semianalfabetos. También lo harán militantes políticos fogueados en la Comuna de París y en las revoluciones burguesas de la Europa de mediados del siglo XIX. Estos mismos hombres, anarquistas y socialistas, traerán consigo las ideologías más avanzadas que predominan en el proletariado mundial de aquella época y cumplirán un papel fundamental en la temprana organización del movimiento obrero argentino. A las ideas seguirían pronto los hechos. En el año 1857 se funda la primera asociación obrera: la Sociedad Tipográfica Bonaerense. Entre mediados de la década del ‘60 e inicios del ‘70 aparecen los primeros periódicos obreros y una década después, se crean nuevos sindicatos: Carpinteros, Ebanistas y Anexos, Albañiles, Panaderos, etc. En 1887, en una de las principales concentraciones obreras como son los ferrocarriles, se funda La Fraternidad (FRA) agrupando a maquinistas y fogoneros. Casi diez años después de su fundación, en 1896, este gremio dirige una huelga muy importante que abarca a todos los talleres ferroviarios. El alerta se enciende en el Jockey Club y la preocupación recorre toda reunión de la alta sociedad, en la que se piensa más o menos de esta manera: “el país está enfermo, la antipatria avanza. Anarquistas y socialistas son los responsables. Algo hay que hacer...”. Los primeros anarquistas promueven el terrorismo individual, pero rápidamente se imponen los “organizadores”, aquellos que impulsan la


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organización sindical para defender los derechos obreros. Conocidos como anarcosindicalistas, tendrán el gran mérito de fundar la primera federación obrera (la FOA en 1901) y de editar el emblemático periódico La Protesta. Enrico Malatesta fue uno de los anarquistas más notables de esta generación. Él, junto a otros de sus compañeros, se encargará de recorrer el país editando diarios, folletos y organizando grupos anarquistas. La ideología fundamental del anarquismo rechaza todo tipo de autoridad: “ni Patria, ni Dios, ni Rey”. Enemigos declarados de cualquier forma de Estado, los anarquistas impugnan la política por entenderla como una actividad burguesa. Junto con el parlamentarismo, rechazan también la acción política, incluyendo la construcción de partidos obreros. Partidarios de la huelga general revolucionaria, ven en ella un medio permanente para destruir al Estado e imponer de manera automática el comunismo anárquico. Tal fin sólo podía lograrse a través de la espontaneidad de las masas, espontaneidad que los anarquistas van a reivindicar como estrategia política. El anarquismo era parte de una corriente revolucionaria que se proponía terminar con la explotación capitalista, y sus militantes fueron hombres abnegados y heroicos; las mejores tradiciones del anarquismo merecen ser rescatadas, porque ellas engrandecen la historia del movimiento obrero argentino. El ya fallecido dirigente trotskista, Nahuel Moreno, realiza en su libro Método de interpretación de la historia argentina una reivindicación crítica de la FORA anarquista: “Falta todavía el joven estudioso que haga el gran libro de la historia del movimiento obrero argentino y sobre todo de esta etapa, que no podrá llamarse de otra manera que ¡Viva la FORA!”. Sin embargo, va a aclarar que “los revolucionarios foristas se vieron atrapados por un dilema de hierro: hacían política revolucionaria pero se negaban a tener una organización política revolucionaria porque eso era… hacer política”1. La ideología anarquista que influirá a la FORA terminará sectarizando a esta organización, alejando luego a muchos obreros que no adherían a sus posiciones. Pues la FORA se opone a la unidad del movimiento obrero, si ésta no se produce en los términos sostenidos por el anarquismo. La otra corriente predominante en la época fue el Partido Socialista (PS). Su fundación data del año 1894, aunque el origen del socialismo en la Argentina es anterior. Los primeros socialistas son alemanes reunidos en el club Worvarts y llegaron a representar a la Argentina en el Congreso de fundación de la II Internacional en París de 1889. Llevando adelante las 1 Moreno, Nahuel, Método de interpretación de la historia argentina, Bs. As., Pluma, agosto de 1975, p. 117.


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resoluciones de aquel congreso, en 1890 los socialistas argentinos convocan (junto a sus pares europeos) a la primera manifestación internacional del 1º de mayo, fecha que desde entonces será la conmemoración del día del trabajador en homenaje a los mártires de Chicago. Participan en aquella marcha un millar de personas (incluyendo anarquistas). En el PS se impuso finalmente la línea moderada de Juan B. Justo, fundador del órgano partidario La Vanguardia y primer traductor de El Capital al castellano. La plataforma del PS se basa en un programa de reivindicaciones mínimas (salario igualitario entre varones y mujeres, 8 horas, etc.) y se pronuncia por el librecambio con el exterior a favor del ingreso de productos más baratos. El PS no plantea la cuestión nacional y la relación del país con el imperialismo, siendo incapaz desde este punto de vista de ofrecer una alternativa al populismo yrigoyenista. El PS tampoco se propone el derrocamiento del Estado burgués. Su estrategia es reformista, y así como en el plano económico aspira a la modernización del país capitalista, en el político se orienta a ocupar espacios dentro del régimen y, a través del parlamentarismo, ir mejorando las condiciones de vida de los trabajadores. Para el PS la organización de los obreros en sindicatos, cooperativas y partido era la condición para conquistar el progreso social y democratizar el país. Su ideología se nutría del ideario liberal. La lucha política entre anarquistas y socialistas por la dirección del movimiento obrero se dio desde el principio. La dureza del régimen y las inexistentes reformas, las ideas extranjeras predominantes y el carácter poco desarrollado del movimiento obrero, serán las causales para el predominio de la hegemonía anarquista hasta iniciada la década de 1910. En este ambiente donde abunda la represión, la combatividad obrera y la lucha de ideas entre trabajadores anarquistas y socialistas, surgirá el llamado “sindicalismo revolucionario”.

El surgimiento del “sindicalismo revolucionario” El origen del “sindicalismo revolucionario” en la Argentina se remonta al año 1905. Nos encontramos bajo la presidencia conservadora de Manuel Quintana, figura de la oligarquía terrateniente. Son tiempos de escasas reformas, donde las huelgas violentas dirigidas por el anarquismo son moneda corriente. La única ley conocida por el Estado se basa en la aplicación de represiones sanguinarias, deportaciones y todo tipo de censura para las organizaciones obreras.


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También en ese año de 1905 se produce un fallido levantamiento radical acaudillado por Hipólito Yrigoyen. El radicalismo era la expresión de nuevos sectores sociales que comenzaban a reclamar mayor participación política. Refiriéndose a la UCR, el historiador Milcíades Peña sostiene: “con el auge del comercio exterior, crecieron simultáneamente los sectores medios vinculados a los servicios en las grandes ciudades (…) el desarrollo capitalista del país reclamaba mayor influencia en el poder para estos nuevos estratos capitalistas, ligados económicamente a la oligarquía sí pero ajenos al núcleo de familias oligárquicas que se reunían en el Jockey Club y monopolizaban el dominio del país. Aquellos sectores de las clases dominantes y de la pequeñoburguesía –así como algunos grupos de la oligarquía– fueron hacia la Unión Cívica Radical”2. Los levantamientos radicales tendrán el objetivo de forzar al régimen a abrir sus puertas. Sin embargo, el de 1905 era respondido con un estado de sitio extendido por 60 días. El destinatario de la furia gubernamental, como no podía ser de otro modo, volvía a ser una vez más el movimiento obrero. Bajo este clima, el Partido Socialista, que venía convalidando el régimen al presentarse a elecciones con un radicalismo proscrito, opta por llamar a la mesura. El socialista Alfredo Palacios, electo diputado en 1904, llegó al Congreso difundiendo la idea de que la clase obrera modificaría su existencia a través de la vía legislativa. Si los trabajadores eran atacados debía evitarse cualquier acción o respuesta violenta, pues ésta haría peligrar los precarios mecanismos parlamentarios. Por eso, la acción de los diputados socialistas no pasaba por impulsar la lucha extraparlamentaria sino exclusivamente por promover leyes. La lucha de clases y el debate ideológico hicieron crujir al PS preanunciando la escisión. Un sector dirigente del partido, se alzó en lucha política enfrentando el legalismo y pacifismo de la mayoría de la dirección del partido, posiciones que en momentos como éste se volvían más notorias. Desoyendo la postura oficial, el sector encabezado por Aquiles Lorenzo (director del órgano teórico) y Luis Bernard (director de La Vanguardia) va a instar a los obreros a defenderse con todos los medios disponibles a su alcance. Así surgía el “sindicalismo revolucionario”. La ruptura era producto de la posición conservadora predominante en el PS, inaceptable para quienes buscaban ser partícipes de los procesos 2

Peña, Milcíades, Masas, caudillos y élites, Bs. As., El Lorraine, 1986, p. 8.


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vivos de lucha de la clase obrera. Surgía de este modo un nuevo actor de características más pragmáticas, tomando aspectos de las distintas vertientes y proclamando su carácter apolítico. La nueva corriente va a concentrar sus fuerzas en la Unión General de Trabajadores (UGT) –central sindical vinculada al PS y fundada en el año 1902– y a pronunciarse por la lucha de clases, por los métodos de acción directa y por la huelga general. Para mediados de agosto de 1905, se realiza el III Congreso de la UGT. En él, los sindicalistas harán una defensa en favor de la huelga general. “Bernard sostiene que no es un procedimiento nuevo en la lucha de la clase trabajadora. A pesar de las diferentes interpretaciones que le han dado anarquistas y socialistas, ‘hoy es universalmente reconocida como arma de singular eficacia y única específicamente obrera’. Su grado de eficiencia depende de la capacidad, energía y previsión del proletariado. Puede asumir en determinados momentos carácter de protesta, de exteriorización de encono de la clase obrera contra el capitalismo por sus agresiones; dañarlo, si ese es su objetivo inmediato, y sellar, en el proceso revolucionario, la derrota final de la burguesía”3. Además, será esta corriente quien más decididamente impulse la unidad del movimiento obrero proponiendo la creación de un “pacto de solidaridad” entre la UGT y la FORA, que finalmente será aprobado en dicho congreso. Consolidando su influencia dentro de la UGT, los sindicalistas llegan a compartir grandes luchas históricas junto al anarquismo como la huelga de los inquilinos de 1907, la Semana Roja en 1909 y las huelgas del Centenario en 1910, proceso este último que terminará con la derrota del movimiento y será el inicio del declive anarquista.

La huelga de los inquilinos El censo de 1904 registra la existencia de unos 2.462 conventillos donde, para el año 1907, viven hacinadas y en condiciones cuasi carcelarias aproximadamente 150.000 personas. En agosto del mismo año, el gobierno anuncia por decreto que aumentará los impuestos a las propiedades. Inmediatamente, los propietarios deciden subir el precio de los alquileres, ya bastante altos para el salario obrero. 3 Marotta, Sebastián, El movimiento sindical argentino. Su génesis y desarrollo. 1857-1914, Tomo 1, Bs. As., Lacio, 1961, pp. 251-252.


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Una respuesta inusual se origina en un conventillo del barrio de San Telmo de la Capital Federal: sus habitantes se niegan a pagar los alquileres y se declaran en huelga reclamando también, la rebaja en un 30%, mejores condiciones sanitarias, la eliminación de los tres meses de depósito para acceder a una pieza y la no toma de represalias contra los huelguistas. El movimiento se va propagando vertiginosamente a otros barrios de la Capital, a distintas localidades del conurbano bonaerense e incluso llega hasta Rosario, La Plata, Bahía Blanca, Mar del Plata y Córdoba. En los momentos más intensos de la huelga, los inquilinos resisten los desalojos de la policía. Mujeres y niños son activos participantes. Pero a fines de noviembre el movimiento comienza a decaer. Algunos conventillos consiguen los reclamos y otros deben abandonar la contienda con las manos vacías. Puede decirse que se ha obtenido una victoria parcial y en cierta medida efímera. Antes de fin de año, los alquileres comienzan a subir nuevamente y en gran escala se producen deportaciones de trabajadores extranjeros. El problema de la vivienda no ha sido resuelto. La huelga de los inquilinos permitió a los “sindicalistas revolucionarios” foguear su pensamiento en un acontecimiento de magnitud. Para ellos se probaba –contra el parlamentarismo de los socialistas– la justeza de la acción directa en el enfrentamiento contra los propietarios. Los sindicalistas alientan la huelga y apoyan sus reivindicaciones. Sin embargo, acorde a su estrategia, se oponen a plantear un programa político que hiciera avanzar la conciencia de los sectores populares en lucha. Participan del movimiento tal cual es, sin proponer un programa que ofrezca una salida de fondo a un problema como fue el de vivienda que era de primer orden4. 4 Alejandro Belkin, en uno de sus trabajos, hace una reivindicación acrítica de la corriente sindicalista revolucionaria. Particularmente con respecto a la huelga de los inquilinos, relata que el periódico La Acción Socialista afirma: “Terminamos esta crónica exhortando a los trabajadores a secundar por todos los medios el movimiento iniciado con tan buen éxito, para poder darle la magnitud y trascendencia necesaria a fin de no retardar el triunfo; si el triunfo se obtiene a nadie se lo deberán más que a su decisión y su energía. ¡¡Que nadie pague el alquiler sin antes obtener la rebaja del 30% exigida!!”, “Los alquileres”, en La Acción Socialista, Año III N° 52, 1 de octubre de 1907, p. 2., citado en Belkin, Alejandro, Sobre los orígenes del sindicalismo revolucionario en Argentina, Bs. As., Ediciones del CCC, Cuaderno de Trabajo Nº 74, 2006, p. 16. La conclusión del autor con respecto a esta cita es una reivindicación de la negación de esta corriente a levantar un programa político de fondo. Belkin sostiene que: “Aquí vemos claramente cómo los sindicalistas se limitan a convocar a los trabajadores a que acompañen el movimiento [...]. No se


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La Semana Roja Una huelga general que por primera vez en la historia del país obligaba a los gobernantes a pactar con la clase trabajadora, será un acontecimiento de gran envergadura, el más importante por su radicalización social y política. Transcurría el 1º de mayo de 1909 y la FORA anarquista había convocado a una manifestación en Plaza Lorea. La marcha fue atacada por la policía comandada por el coronel Ramón Falcón. Fueron 12 los obreros muertos y 80 los heridos. Era la mayor masacre conocida por los trabajadores. El llamado a la huelga general, desde la FORA y la UGT no se hace esperar. Al respecto, el investigador Nicolás Iñigo Carrera cuenta que: “La huelga se prolongó hasta el 8 de mayo [...] en medio de las represalias gubernamentales, como (la) clausura de locales obreros y partidarios, (el) patrullaje armado de la ciudad, que no impidió la realización de mítines en los que hay nuevos muertos y muchos detenidos”5. Por su parte, el historiador Julio Godio agrega que además de repudiar los asesinatos se exigía “la abolición del código de penalidades de la Municipalidad que era el instrumento usado por el gobierno contra los dirigentes obreros y las huelgas, [...] la reapertura de los locales sindicales y socialistas clausurados y la libertad de los presos sociales. El llamado a la huelga general es apoyado por el Partido Socialista [...]. Durante una semana la Capital y varias ciudades del país se paralizan. Sólo en la Capital participan 220.000 huelguistas. La huelga se extiende a Rosario, La Plata, Junín, Lomas de Zamora, Bahía Blanca, San Fernando, Tigre y otros puntos del país”6. En el transcurso de la huelga, el ejército ocupa la ciudad y los piquetes de huelguistas recorren las empresas. Al entierro de los manifestantes muertos, el 4 de mayo, asisten 300.000 personas. Los días 5 y 6 de mayo serán los de mayor enfrentamiento, produciéndose tiroteos entre los trabajadores y las fuerzas del orden. Finalmente, el aconsejan ni otros fines ni otros medios que no sean los que ya están llevando a cabo los mismos inquilinos en conflicto”. Además, criticando al rol de socialistas y anarquistas afirma: “Ni unos ni otros aceptaban la lucha de los inquilinos tal como se estaba desarrollando”. Ídem. 5 Iñigo Carrera, Nicolás, “Documentos para la historia del Partido Socialista”, Revista Razón y Revolución Nº 3, Bs. As., invierno de 1997. 6 Godio, Julio, Historia del movimiento obrero argentino 1870-2000, Tomo 1, Bs. As., Corregidor, 2000, p. 177.


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gobierno accede a pactar con los manifestantes. El presidente del Senado se entrevista con el comité de huelga acordando la abolición del código de penalidades, la libertad de los presos y la reapertura de los locales obreros, pero Ramón Falcón permanece como jefe de policía. La huelga será finalmente levantada dejando una enseñanza: “Ahora los obreros han aprendido algo, no dejarse matar impunemente y resisten a balazos”7. Luego de varios intentos fallidos, se realiza en la primavera de 1909 un Congreso de Unificación sindical. En él participan 32 sindicatos de la Capital y 16 del interior, entre los que se encuentran la mayoría de los gremios de la UGT, otros autónomos y las organizaciones más representativas de la FORA. Se sientan las bases del nuevo organismo que llevaría el nombre de Confederación Obrera Regional Argentina (CORA), declarando entre otros puntos que: “1º. La Confederación Obrera Regional Argentina tiene por fines realizar la defensa de los intereses morales, materiales y profesionales de los trabajadores, a la vez que luchar contra toda forma de explotación y tiranía, hasta lograr la completa emancipación del proletariado y la abolición, en consecuencia, del régimen del salario”8. La Confederación también reclama su carácter de organización exclusivamente económica, rechazando adherir a cualquier ideología determinada. Punto controversial que los anarquistas terminan rechazando y truncando la posibilidad unificadora. Pero a pesar de este nuevo fracaso, la CORA, orientada por los sindicalistas, sobrevive y se fortalece con el ingreso de la totalidad de los sindicatos de UGT que ellos dirigen, con otros que han roto con la FORA y con algunos autónomos.

Las huelgas del Centenario Las organizaciones obreras se sienten fuertes para aprovechar los actos que conmemoran el Centenario de la República, al cual asistirían importantes personalidades de la política europea. El 1° de Mayo de 1910, la FORA realiza un acto nunca visto: 70.000 presentes en Plaza Colón. La FORA y la CORA sindicalista coinciden en un llamado a lanzar la huelga general por tiempo indeterminado anunciada para el día 18 de mayo. En las vísperas de esta jornada, el gobierno se había ocupado de detener militantes obreros y clausurar los locales y diarios. El 14 de mayo, hordas 7 8

Ibídem, p. 178. Marotta, Sebastián, op.cit., p. 404.


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reaccionarias prenden fuego los locales de La Protesta (prensa anarquista), La Batalla y La Vanguardia (prensa socialista). Entre los asaltantes, se distinguen diputados reaccionarios. Durante los días siguientes, se repiten los asaltos a los locales de la CORA y de La Acción Socialista (prensa sindicalista). Los detenidos ascienden a más de 2.000. Sin embargo y a pesar de todo, el 16 de mayo la huelga comienza a concentrarse en los barrios populares (La Boca y Barracas), aunque pronto el paro decae y la huelga tendrá que ser levantada el 21 de mayo. A pesar de la derrota, el acto inaugural del Centenario ya estaba comprometido: la iluminación fue saboteada; el arco del triunfo preparado, incendiado; las principales exposiciones se abrieron con semanas de retraso. Como se encargará de decir un historiador: “La fiesta de la libertad debió realizarse bajo el imperio de la Ley Marcial”. Los primeros pasos de la CORA no serán sencillos, pues se dan en un contexto donde la derrota del Centenario había significado un duro golpe para el movimiento obrero. En consonancia, las huelgas producidas hasta que éste logre recuperarse carecerán de relieve (con excepción de la muy significativa y triunfante huelga de 1913, dirigida por anarquistas donde se reclama el derecho a organizar actos públicos). En esta década, Argentina vive una expansión económica en la cual se afianza el modelo agroexportador. En este contexto, la clase obrera también sufre modificaciones; comienza a estratificarse aún más y a agruparse en grandes estructuras como son las redes ferroviarias o la de los puertos. Para descomprimir el descontento social y ofrecer un canal de participación a los sectores expresados por la UCR se necesitaban reformas políticas acordes con la nueva estructura del país. Luis Sáenz Peña, representante del sector moderado de la oligarquía, promovió estos cambios al sancionar una Ley que impuso el voto obligatorio (conocida como Ley Sáenz Peña), universal y secreto sólo para varones en el año 1912. La oligarquía debía abrir también una pequeña válvula de escape otorgando algunas concesiones mínimas frente a la creciente conflictividad obrera, como la reglamentación del trabajo de mujeres y niños y el descanso dominical (1907) –ambas para Capital Federal–, leyes que luego (1913) se extenderían a toda la República. Fueron los sindicalistas quienes mejor entendieron el cambio que se estaba operando en el país, impulsando la creación de las primeras federaciones nacionales por rama de actividad, como la Federación Obrera Marítima (FOM) en 1910, y la Federación Obrera Ferrocarrilera (FOF) en 1912.


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Durante algunos años (hasta inicios del ‘20) la FOM estuvo a la vanguardia del movimiento obrero. Fue solidaria en ocasiones con otras luchas y ayudó a la organización de algunos gremios. En sus inicios, los propios funcionarios gubernamentales veían con inquietante preocupación al crecimiento de la FOM, remarcando que esta organización podía aglutinar a casi la totalidad de los obreros del sector y que su férrea disciplina y autoridad conquistada, era una combinación fatal y efectiva para imponer el boicot a las empresas marítimas. Más allá de cuál fue la estrategia política para dirigir estas federaciones, el impulso dado por el sindicalismo a la formación de ellas, representó un aporte de suma importancia. El solo hecho de que un sector muy importante de trabajadores de distintos oficios se agruparan en una misma rama, otorgaba una herramienta poderosa para defenderse de la prepotencia patronal e implicaba un avance nada despreciable. Sumado a un alto número de obreros afiliados, estos sindicatos eran relevantes estratégicamente, pues por su ubicación en la economía podían obstruir la libre circulación de las mercancías, reportando gran poder de presión y de negociación. En este período, el sindicalismo pasa a representar y a expresar (a diferencia del anarquismo que seguía basando su influencia en un viejo proletariado semiartesanal) a un nuevo movimiento obrero en vías de modernización, en especial al de la rama de servicios.

Los principios básicos del “sindicalismo revolucionario” Los sindicalistas revolucionarios exponen, en 1905, su plataforma en su periódico denominado La Acción Socialista: “a) Fijar la posición del movimiento obrero en el terreno de la lucha de clases, manteniendo el espíritu revolucionario que ha de animarlo, procurando impedir toda interpretación dual sobre las funciones de los organismos e instituciones burguesas; b) Enaltecer la acción directa del proletariado, desarrollada por su simple y deliberada voluntad de modo independiente de toda tutela legal, dirigida a disminuir prácticamente las condiciones de inferioridad económica en que lo tiene colocado el capitalismo; c) Demostrar teórica y prácticamente el papel revolucionario del sindicato, su efectiva superioridad como instrumento de lucha y su función histórica como embrión de un sistema de producción y gestión colectivista; d) Integrar la acción revolucionaria del proletariado por medio de la subordinación parlamentaria a los intereses de la clase trabajadora, correspondiendo a ésta señalar a sus mandatarios la conducta a


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seguir en los parlamentos burgueses; e) Ratificar el concepto marxista sobre el significado de la acción del proletariado en su fundamental expresión de la lucha de clases; f) Negar que el Estado sea órgano social y universal y demostrar su naturaleza de institución de clase; g) Adjudicar al parlamentarismo, como único papel en el proceso revolucionario, funciones de crítica y descrédito de las instituciones políticas del régimen capitalista”9. ¡No era un mal programa para una corriente que acababa de romper con el reformismo exacerbado del Partido Socialista! Pero si bien estas definiciones eran suficientemente potentes para delimitarse del reformismo socialista, no lo fueron para superar las concepciones anarco-sindicalistas con las cuales, el sindicalismo de los orígenes tenía demasiados puntos de contacto. El anarco-sindicalismo afirmaba que es la huelga general, realizada e impulsada por los sindicatos, el medio único para liquidar la sociedad burguesa. El “sindicalismo revolucionario” adhiere a esta concepción. Para él, el sindicato cumple un doble objetivo: por un lado, es la organización que unifica a la clase obrera en su lucha contra los patrones en pos del mejoramiento de su nivel de vida; por el otro, capacita a los trabajadores en la dirección técnica de la producción, aportando a la preparación práctica de una nueva sociedad. Es en el sindicato donde el obrero puede moverse con plena autenticidad y es en la lucha económica donde puede desplegar toda su energía. En su papel de productores, los trabajadores mantienen la unidad de clase y, mediante la pelea cotidiana por mejoras, la lucha económica se encamina a cuestionar directamente el sistema capitalista. Así pensaban los sindicalistas. La política (entendiendo por ésta sólo al parlamentarismo), es para ellos un terreno ajeno que no se debe pisar. Si bien la reacción al partido reformista que encarnaba el PS, surge en el “sindicalismo revolucionario” como una oposición positiva, la corriente naciente terminará en los hechos rechazando toda acción política y, por ende, se opondrá a la creación de un partido político, más precisamente, de un partido revolucionario. En su sentencia unilateral de “demostrar teórica y prácticamente el papel revolucionario del sindicato, su efectiva superioridad como instrumento de lucha y su función histórica como embrión de un sistema de producción y gestión colectivista”, se encuentra su límite político y teórico (que abordaremos más adelante), el que lo lleva a concluir que es el sindicato, y no el partido, la única y exclusiva herramienta de la lucha obrera. 9 Del Campo, Hugo, Sindicalismo y Peronismo. Los comienzos de un vínculo per­durable, Bs. As., Siglo XXI, 2005, p. 32.


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Más bien le asigna al sindicato un carácter general revolucionario, idea presente en el espíritu que anima al movimiento obrero del período (este hecho es ocultado por quienes reivindican de aquel sindicalismo de los orígenes sólo su papel como impulsor de la lucha reivindicativa). En relación a los sindicatos, el “sindicalismo revolucionario” se va a distanciar de la posición extrema del anarco-sindicalismo, para el que las organizaciones obreras debían suscribir ideológicamente al comunismo anárquico. La censura a la visión anarquista de querer sindicatos revolucionarios “puros” perseguía correctamente el fin de ampliar las puertas de la organización obrera. Desde este punto de vista, la ruptura con el sectarismo anarquista fue progresiva en cuanto no pedía a los trabajadores “carnet” ideológico para ser parte de la organización sindical y servía para ampliar sus márgenes. El marxismo revolucionario comparte esta posición, sosteniendo que el sindicato debe proponerse agrupar a la mayor cantidad de obreros. Y mientras más amplia sea la masa de trabajadores organizados en él, más cerca se encuentra el sindicato de haber realizado su tarea. Sin embargo, los “sindicalistas revolucionarios” reivindicaban a la organización sindical tal cual era y la fetichizaban, es decir, le otorgaban cualidad que no le eran propias, sin hacer un análisis crítico de sus límites. Así perdieron de vista que al ampliarse la base de los sindicatos (como sucedió en las ramas de servicios a partir de la década del ‘10), éstos pasan a incluir no sólo a la vanguardia, sino también a grandes reservas de obreros conscientemente más atrasados. Por lo tanto, “en la medida en que la organización gana en amplitud, pierde en profundidad”, y “las debilidades de los sindicatos surgen de lo que los hace fuertes”10. Los “sindicalistas revolucionarios” representaban a una vanguardia, un “partido” que no adoptaba dicha forma. Esta vanguardia se organizaba únicamente en el sindicato pues, según su visión, éste era autosuficiente para encarar la lucha liberadora. Pero al no cumplir la función que debe realizar el partido dentro de los sindicatos, esa vanguardia se diluye en la retaguardia. Tal hecho tiene consecuencias políticas inmediatas. Los cambios acontecidos, donde se hacía posible la obtención de mejoras, llevaron a los sindicalistas a centrar su práctica en la pelea por reivindicaciones mínimas. 10 Trotsky, León, “Los sindicatos ante la embestida económica de la contrarrevolución. Declaración de los representantes de la Oposición de Izquierda (bolcheviques leninistas) al Congreso Contra el Fascismo”, 30 de marzo de 1933, Escritos 1929-40, Libro III, edición digitalizada, CEIP “León Trotsky”, Bs. As., 2000.


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Dicha postura, ya se manifiesta en su accionar durante la huelga de los inquilinos de 1907, donde pasan a privilegiar únicamente los reclamos del movimiento tal cual se daban, desechando la política y el programa que pudiera hacer avanzar al conjunto de la clase obrera hacia la resolución efectiva y duradera de sus demandas. Esta tendencia se profundizaría crecientemente. Según autores como Louise Doyon, el cambio en el sindicalismo se debe a que “la aspiración a un modelo social alternativo continuó siendo la finalidad última de la acción, pero las ventajas inmediatas y la revolución social ya no fueron percibidas como objetivos que podían ser alcanzados en forma casi simultánea. Más bien, pasaron a ser metas cuya concreción podía desplegarse a lo largo del tiempo. Esta distinción entre objetivos de corto y de largo plazo despejó la vía, tanto para la valoración de lo que podía ser obtenido en el presente, como para la concentración de los esfuerzos en pos de esos beneficios económicos inmediatos”11. Dicho de otro modo, los sindicalistas no creían (como sí lo hacían los anarquistas en este período) que había llegado el momento para la acción revolucionaria que instaurara el comunismo anárquico. La crítica justa a esta percepción que persigue instaurar el “ideal” aquí y ahora, serviría como justificación para que, en pos de la reivindicación concreta de hoy, se fuera dejando de lado la preparación, el programa y la lucha por la revolución. Por lo tanto, en el sindicalismo, la “aspiración a un modelo social alternativo” sería con el tiempo más un discurso que una práctica dirigida a construir ese camino. En este recorrido, los “sindicalistas revolucionarios” irán modificando el significado de la huelga general, reduciéndola a un medio de presión para forzar negociaciones que permitieran llegar a acuerdos con las patronales y el Estado en torno a las reivindicaciones mínimas. También debieron hacer una readecuación en el contenido práctico del sindicato. Éstos (aunque mantienen el principio teórico de sindicatos revolucionarios) pasan a operar bajo la perspectiva del “corto plazo”, de aquí más será la única predominante. Podemos concluir diciendo que, aunque en su momento fue hacia la izquierda, con el correr de los años, la ruptura con el PS resultaría parcial e insuficiente en cuanto al sistema de la estrategia reformista. Aparentemente ubicados en polos opuestos, una mirada más profunda nos revela que, entre socialistas y sindicalistas van a terminar existiendo menos divergencias de fondo de las que podemos suponer. En su recorrido, 11 Doyon, Louise, Perón y los trabajadores. Los orígenes del sindicalismo peronista, 1943-1955, Bs. As., Siglo XXI Iberoamericana, 2006, p. 27.


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la práctica sindicalista compartirá (con la socialista), la misma aspiración gradualista de obtención de mejoras evolutivas en los marcos del Estado burgués. Pese a ello, sería erróneo igualar a ambas corrientes sin ver que ante diversas circunstancias de la vida política nacional, los posicionamientos tanto de uno como del otro no fueron iguales. La diferencia más destacada se encuentra en que, para alcanzar el objetivo de la reforma, los sindicalistas prescindirán del partido o, a lo sumo, aceptarán su ayuda como una herramienta externa a la clase y subordinada a la acción de los sindicatos. Por su parte, los socialistas verán el papel supremo en el parlamento y si buscan algo en los sindicatos, es para que éstos acompañen la acción del partido en el Congreso. De esta manera, la “tercera posición” sindicalista, altera los fundamentos de las dos corrientes predominantes, pero sin llegar a modificar de cuajo las ideas prevalecientes y sin ser una alternativa superadora a las mismas.

El sindicalismo: una ideología subsidiaria de la burguesía Las ideas introducidas por el sindicalismo en Argentina no eran nuevas, tenían su origen en la Europa de fines de siglo XIX y comienzos del XX, particularmente, en el movimiento obrero francés. El marxismo revolucionario enfrentó tempranamente la ideología sindicalista, considerándola como una expresión particular de la ideología burguesa en las filas de la clase obrera. El dirigente bolchevique, Vladimir I. Lenin, en su célebre folleto ¿Qué hacer?, escrito en el año 1902, sintetizaba la lucha política que él mismo había emprendido contra la variante del sindicalismo ruso conocida como “economicismo”. La polémica se daba en un ambiente de luchas económicas (salariales) frecuentes y extendidas, y en el cual un sector de la socialdemocracia rusa se negaba a encaminar al movimiento obrero hacia la lucha política contra el zarismo. Tal negación surgía porque los economicistas sostenían que como resultado de la participación en estas luchas, los trabajadores iban a llegar por sí solos y espontáneamente a comprender la necesidad de la lucha política12. Para una visión ampliada acerca de esta discusión ver: Castillo, Christian, “Lenin y la historia del Partido Bolchevique. Segunda Conferencia (Parte II). El ¿Qué Ha­ cer?”, en La Verdad Obrera Nº 192, Bs. As., 22 de junio de 2006. 12


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Como consecuencia lógica de tal visión, la socialdemocracia (el partido) debía limitarse a promover y a acompañar las reivindicaciones económicas, abandonando las denuncias políticas contra la autocracia y la lucha de ideas al interior de la clase obrera. La profundidad de pensamiento característica de Lenin, lo lleva a discutir cuál es la ideología subyacente en el pensamiento economicista. Va a afirmar: “ya que no puede ni hablarse de una ideología independiente, elaborada por las propias masas obreras en el curso mismo de su movimiento, el problema se plantea solamente así: ideología burguesa o ideología socialista. No hay término medio (pues la humanidad no ha elaborado ninguna “tercera” ideología, además, en general, en la sociedad desgarrada por las contradicciones de clase nunca puede existir una ideología al margen de las clases ni por encima de las clases). Por eso, todo lo que sea rebajar la ideología socialista, todo lo que sea alejarse de ella equivale a fortalecer la ideología burguesa. Se habla de espontaneidad. Pero el desarrollo espontáneo del movimiento obrero marcha precisamente hacia su subordinación a la ideología burguesa […], pues el movimiento obrero espontáneo es trade-unionismo [sinónimo de sindicalista, NdR] […] y el trade-unionismo implica precisamente la esclavización ideológica de los obreros por la burguesía”13. Queda expuesta aquí una de las características centrales del sindicalismo: rebajar la ideología socialista (entendiendo ideología socialista por los principios marxistas) y adaptarse a la conciencia del movimiento tal cual es. ¿La polémica de Lenin era aplicable para el “sindicalismo revolucionario” argentino? La plataforma de 1906 presentada en La Acción Socialista indudablemente tenía un fuerte contenido ideológico. Sin embargo, la oscilación entre una ideología revolucionaria general y la práctica real, disociada la primera de la segunda, será una característica pronunciada en esta corriente. En un discurso de 1907, cuando la lucha política con las corrientes anarquistas y socialistas estaba a la orden del día, el dirigente Luis Bernard14 despliega el punto de vista del “sindicalismo revolucionario”: “Se ha pretendido que las ideologías lo son todo en el movimiento obrero. La teoría socialista, hermosa, muy hermosa; la idea anárquica, hermosa también. Pero no valen nada, absolutamente nada, ante la organización sindical. Pueden subir a la tribuna los políticos a predicar la eficacia de su ideal parlamentario; pueden Lenin, V. I., ¿Qué hacer?, Bs. As., Anteo, 1988, pp. 81-82. Luis Bernard, era director del periódico La Vanguardia y uno de los principales dirigentes, junto a Gabriela L. Coni, de la fracción del PS que diera origen al sindicalismo revolucionario. 13 14


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treparse a las mesas los oradores anarquistas y con ampulosas frases idealizar todo lo que quieran. Nada de esto tendrá, ni remotamente, el valor de la más pequeña mejora, del más insignificante adelanto conquistado en una huelga… Nada de esto conseguirá en lo más mínimo detrimentar el edificio capitalista, mover una sola piedra. Esta obra sólo está reservada a la clase, al pueblo trabajador, hecho fuerte y capaz en el seno de sus organismos sindicales, únicos depositarios de las armas y del poder”15. El sindicalismo se declaraba formalmente partidario de la pluralidad de ideas en el movimiento obrero, sosteniendo que en la organización sindical “deberá permitirse la más amplia y tolerante discusión de temas científicos, filosóficos e ideológicos, en homenaje a los diferentes modos de pensar de los obreros federados, y a fin de mantener la unidad orgánica de los mismos”16. Sin embargo, la afirmación de Bernard parece ser la negación irrefutable de la cita anterior. En realidad, el sindicalista tolera toda ideología, siempre y cuando no se introduzca en el sindicato las opiniones que el obrero debe profesar fuera del mismo17. La despreocupación por el pensamiento teórico demuestra una falta de perspectiva estratégica, que sólo puede conducir a la adaptación a los procesos tal cual se dan. Para el sindicalista no sólo la ideología anarquista y socialista no cuentan. Es la teoría en general la que no puede compararse con “el valor de la más pequeña mejora”. “Sin teoría revolucionaria no puede haber movimiento revolucionario” dirá Lenin. La historia fatalmente se encargó de reafirmar esta definición, pues un error teórico, que a primera vista puede parecer sin importancia, ha acarreado más de una vez consecuencias lamentables en el terreno de la práctica. La historia supo pagar tributo a este axioma, aunque muchos de los defensores del sindicalismo se empeñen en hacer desaparecer esta factura. Del Campo, Hugo, op.cit., pp. 35-36. Abad de Santillán, Diego, La FORA, ideología y trayectoria del movimiento obrero revolucionario en la Argentina, Bs. As., Libro de Anarres, 2005, p. 236. 17 El sindicalismo argentino copiaba sus principios de su par francés, el cual en la Carta de Amiens de 1906, entre otras cosas decía: “la entera libertad para el asociado, de participar, fuera del grupo corporativo, en cualquiera de las formas de lucha que correspondan a su concepción filosófica o política, limitándose a exigirle, en reciprocidad, no introducir en el sindicato las opiniones que profesa fuera del mismo”. La Carta de Amiens (Charte D`Amiens, por su nombre original en francés), es una declaración presentada como orden del día adoptado en el XV Congreso Nacional Corporativo de la Confederación General del Trabajo de Francia, realizado en Amiens del 8 al 16 de octubre de 1906. Varias ediciones en internet. 15 16


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Lenin sostiene que, ya en su época, Federico Engels reconocía “tres formas” de la gran lucha del proletariado: la económica, la política y la teórica. Este reconocimiento no era fruto de la arbitrariedad, más bien surgía de la consecuencia del desarrollo histórico de la clase obrera. Engels, refiriéndose al movimiento obrero alemán de fines del siglo XIX dice que éste ha logrado un gran nivel de desarrollo, pues ha sabido asimilar la tradición de organización sindical inglesa y la tradición política francesa, añadiéndole el propio desarrollo teórico alemán. Para él, las tareas que los trabajadores alemanes debían llevar adelante pasaban por redoblar los esfuerzos en los aspectos de la lucha económica y política, agregando que “sobre todo los jefes (obreros) deberán instruirse cada vez más en todas las cuestiones teóricas, desembarazarse cada vez más de la influencia de la fraseología tradicional, propia de la vieja concepción del mundo, y tener siempre presente que el socialismo, desde que se ha hecho ciencia, exige que se le trate como tal, es decir, que se le estudie. La conciencia así lograda, y cada vez más lúcida, debe ser difundida entre las masas obreras con celo cada vez mayor, y se debe cimentar cada vez más fuertemente la organización del partido, así como la de los sindicatos”18. Al desarrollarse el movimiento obrero a nivel mundial, estas tareas generales valen para todos los países. La concepción sindicalista de Bernard implicaba retroceder en el tiempo, borrando de algún modo, tanto el desarrollo mismo del capitalismo como las lecciones arrojadas por todos los sucesos previos de lucha de clases, como la Comuna de París o la Revolución Rusa de 1905, hechos que no sólo han aportado valiosas conclusiones políticas sino que también han robustecido el caudal teórico del proletariado. La subestimación de la teoría es, en última instancia, la prueba fiel de que los sindicalistas no se proponen seriamente elevar a la vanguardia de la clase trabajadora para que ésta sea capaz de abordar los problemas complejos planteados para la superación del capitalismo. Diametralmente opuesta es la conclusión de Lenin, para quien “el movimiento incipiente en un país joven, únicamente puede desarrollarse con éxito a condición de que haga suya la experiencia de otros países. Para ello, no basta conocer simplemente esta experiencia o copiar simplemente las últimas resoluciones adoptadas; para ello es necesario saber asumir una actitud crítica frente a esta experiencia y comprobarla por sí mismo. Todo aquel que se imagine el gigantesco crecimiento y la ramificación del movimiento obrero contemporáneo 18

Lenin, V. I., op.cit., p. 64.


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comprenderá la reserva de fuerzas teóricas y de experiencia política (así como de revolucionaria) que es necesaria para cumplir esta tarea”19. Sin duda, el menosprecio por la teoría implica sin más la adaptación a la ideología que la burguesía inculca en las organizaciones obreras. Por eso para Lenin, el sindicalismo era una variante del oportunismo, que en los hechos elimina la idea de la revolución y reduce todo a la “lucha realista” por “reformas pequeñas y graduales”. Los marxistas revolucionarios no invalidan la lucha por reformas económicas. Pero como lo entendía Lenin, el marxismo “como la parte al todo, subordina la lucha por las reformas a la lucha revolucionaria por la libertad y el socialismo”20. Por el contrario, el sindicalismo convierte a la reforma en el todo y a la lucha por el socialismo, en nada. Su resistencia a la creación de un partido revolucionario como su rechazo por la teoría, es la negativa a dirigir “la lucha de la clase obrera no sólo para obtener condiciones ventajosas de venta de la fuerza de trabajo, sino para que sea destruido el régimen social que obliga a los desposeídos a vender su fuerza de trabajo a los ricos”21. En definitiva, es una ideología que admite las relaciones sociales básicas de la sociedad contemporánea, es decir, una ideología que en los hechos no se dirige a la superación del sistema capitalista.

El predominio sindicalista Hacia mediados de la década de 1910, la balanza entre las tendencias políticas dentro del movimiento obrero se iba inclinando nítidamente hacia un lado, convirtiendo a los sindicalistas en fracción mayoritaria. En 1912, otro intento de fusión entre la CORA y la FORA anarquista vuelve a fracasar. Pasarían dos años para que la unidad pueda concretarse. En el año 1914, la CORA realiza su primer congreso e invita participar a todos los sindicatos del país, estén o no federados. En el congreso se resuelve agrupar fuerzas en una de las centrales existentes y así se decide el ingreso incondicional de la CORA a la FORA. Para muchos, el ingreso sin pretensiones de la CORA, se trataba de una hábil maniobra sindicalista para desbaratar desde adentro a la dirección anarquista. 1915 es el año en que la FORA (ahora unificada) decide encarar su IX Congreso. El congreso gira en torno a una discusión medular: cuál debe ser el carácter de la organización. Ibídem, p. 113. Ibídem, p. 61. 21 Ibídem, p. 105. 19 20


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Fortalecido el sindicalismo y con el apoyo de anarco-sindicalistas moderados y algunos socialistas, consigue imponer el criterio por el cual la FORA debe sostener los principios de autonomía sindical respecto a las ideologías y a los partidos políticos. Estos principios eran inaceptables para los anarquistas. Por lo tanto, la ruptura se vuelve inevitable. Los anarquistas han quedado debilitados. Ellos seguirán reivindicando el V Congreso de la FORA (en este Congreso se había aprobado y recomendado a todos sus adherentes “la propaganda e ilustración más amplia en el sentido de inculcar a los obreros los principios económicofilosóficos del Comunismo Anárquico”). Permanecerán agrupados bajo el nombre del X Congreso. Los sindicalistas ganan la dirección de la FORA IX Congreso. En los años siguientes, esta federación tendrá una evolución notable. En 1915 la FORA sindicalista habría contado con 21.332 cotizantes, llegando a reclutar para 1918 la cifra de 428.713 cotizantes. Sólo la FOF y la FOM representaban el 60% del total de los afiliados22. Ahora veamos en qué marco sociopolítico y económico, se produce la división entre “quintistas” y “novenistas”, marco en el cual el sindicalismo pasa a convertirse en fracción hegemónica del movimiento obrero. Un año antes de la escisión, comenzaba la Primera Guerra Mundial. El conflicto bélico terminaría creando una situación favorable para la Argentina, que verá crecer sus exportaciones de granos y carnes al imperialismo de la Entente (Inglaterra y Francia). Por otro lado, la disminución de las importaciones daba impulso a una incipiente industria fabril local. Ya vimos cómo la oligarquía había atado su destino al del imperialismo inglés. Esta relación de dependencia se profundizó durante la guerra, al punto que Lloyd George, primer ministro británico de ese entonces, sostuvo que “la guerra se ganó sobre toneladas de carne y trigo argentino”. Sin embargo, el bienio de 1913-1914 había resultado un tanto traumático, en especial para la clase obrera. Se origina una retracción en la industria y en el comercio y, como consecuencia de la misma, crece abultadamente el desempleo. La situación se profundiza con el inicio de la guerra y en este escenario, donde abunda una legislación social reaccionaria y escasean las libertades sindicales, los trabajadores se ven envueltos en duros conflictos, sobresaliendo entre ellos los conflictos ferroviarios y una huelga tranviaria en la ciudad de Rosario. 22

Según datos de Godio, Julio, op.cit., p. 265.


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En el plano político, la reforma electoral de 1912 condujo a la Unión Cívica Radical a dejar de lado el abstencionismo y a participar en las elecciones. Recogiendo gran apoyo popular, el partido de Yrigoyen se va convirtiendo en partido nacional y en 1916, con un resonante triunfo, el caudillo radical consigue la presidencia de la nación. Bajo el radicalismo se origina un cambio en el régimen político, favoreciendo algunas demandas de las clases medias y sectores populares. El Estado toma una actitud más conciliadora hacia los conflictos gremiales que se originan sobre todo en los servicios y, por primera vez, los dirigentes sindicales, asiduos visitantes de los pasillos carcelarios, pueden transitar los de la Casa Rosada para entrevistarse con el presidente y solicitarle su mediación o reclamarle la legalización de las organizaciones obreras. Pero el cambio en el régimen político no implica necesariamente la afectación de los intereses del imperialismo inglés y de la oligarquía terrateniente. Una muestra de ello puede encontrarse en la designación, como Intendente de la Ciudad de Buenos Aires de Joaquín S. de Anchorena23, uno de los más grandes terratenientes y capitalistas del país, prototipo de la oligarquía criolla. El respeto al latifundio y la preservación y protección de la Iglesia, fueron otros de los tantos hilos de continuidad con el régimen anterior. Para mantener el respaldo popular que lo había llevado al poder y a la vez demostrar un principio de autoridad hacia las empresas imperialistas, Yrigoyen otorgará algunas concesiones al movimiento obrero (salario mínimo, rebaja de alquileres, reglamentación del trabajo a domicilio, etc.). Sin embargo, éstas no afectaban sustancialmente las ganancias capitalistas, para estas épocas altísimas como consecuencia de la guerra. En el caso de las huelgas obreras, los primeros años del nuevo gobierno se caracterizan por mostrar cierta tendencia a favorecer a los huelguistas, especialmente a la FOM y la FOF. El crecimiento económico era la base material que hacía posible la novedosa ubicación del gobierno, como también el surgimiento de extendidos reclamos laborales. Abierta esta posibilidad, el sector dirigente de la FORA IX Congreso, que a esta altura venía moderando sus posiciones, pasa a adoptar una posición conciliadora frente al Estado y al gobierno de Yrigoyen. Pero la política pseudo obrerista de Yrigoyen, intentando complacer por un breve tiempo 23 Joaquín S. de Anchorena (1876-1961): fue fundador de la Asociación Nacional del Trabajo (ANT) en 1918. Esta entidad, nacida del seno de la Bolsa de Comercio, se va a dedicar a organizar grupos de rompehuelgas.


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fundamentalmente al sector sindicalista, muestra su verdadero carácter antiobrero recurriendo a la represión violenta cuando los conflictos se le iban de las manos. En cuanto al movimiento obrero y a sus organizaciones, el gobierno se va a dividir entre el intento de cooptación al sector moderado y una represión sanguinaria a los sectores más combativos, como el anarquismo, e incluso aunque en menor medida, a enemigos electorales como el PS24. En la FORA IX Congreso, la mayoría de los dirigentes sindicalistas no verán en el radicalismo y en la figura de Yrigoyen a un gobierno con rasgos bonapartistas que busca atenuar las tensiones entre las clases y se propone ser una salvaguarda del orden burgués, sino a un interlocutor, un árbitro valioso decidido a mediar entre los capitalistas y la creciente clase obrera. La relación naciente sindicalismo-gobierno lleva impresa la marca de un acuerdo implícito, en el cual la mediación gubernamental es retribuida mediante un apoyo político, ya sea manteniendo la paz social o fomentando entre los trabajadores el voto hacia el radicalismo. Cada vez más proclive a la negociación, el sindicalismo irá dejando de lado su discurso revolucionario o sólo lo mantendrá formalmente. El crecimiento sindicalista puede comprenderse también por la carencia de alternativa representada por el Partido Socialista y su falta de política hacia el movimiento obrero. A diferencia del PS, el sindicalismo (aunque en su formación hubo intelectuales) representaba una corriente de composición esencialmente obrera. Esto no niega la presencia de obreros en las filas del PS, pero su núcleo dirigente estaba conformado, principalmente, por intelectuales o profesionales. Los obreros afiliados, difícilmente tenían cabida entre los puestos de mando. Más bien, los dirigentes sindicales del PS, salvo excepciones, eran sindicalistas con “juego propio” y de poca relación orgánica con el partido, y esto fue lo que permitió en poco tiempo a los “sindicalistas revolucionarios” ganar la dirección de la UGT. La corriente sindicalista va ganando peso en los gremios ferroviarios y entre los obreros socialistas de estos gremios. Por lo tanto, el PS va a creer prudente, en función de conquistar un potencial electorado, dejar de lado las En 1916 se produce una huelga marítima. Los sindicalistas se acercan al gobierno y éste interviene a su favor. Lo mismo ocurre con otra huelga de ferroviarios en el año 1917. Sin embargo, mientras el gobierno otorga concesiones a la FOM y a FOF, reprimirá las huelgas dirigidas por los anarquistas. Por otra parte, en el caso en que el Estado es el propio empleador, se mostrará duro (como fue con los municipales de la Capital donde influenciaba el PS) y terminará cesanteando a los huelguistas. 24


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disputas con esta corriente y mantenerse al margen de la actividad sindical. Mediante la Resolución Avellaneda de su Congreso de 191825, el socialismo legaliza su posición al reafirmar el principio de independencia entre lo político y lo sindical, es decir, se certificaba un reparto de roles: los sindicalistas en los sindicatos, los socialistas en el parlamento. De aquí en más, su influencia en las filas obreras se vería necesariamente más debilitada. Distinta fue la postura del Partido Socialista Internacional, luego Partido Comunista. Integrante de la FORA IX Congreso, los comunistas en debate acalorado pugnarán, sin éxito, por asociarla a la Internacional Sindical Roja (ISR)26. La evolución sindicalista era fruto de una paradoja. Mientras más autoridad recogía, mientras más se incrementaban sus filas, más desdibujados iban quedando sus principios fundacionales. Ahora bien, ¿por qué el “sindicalismo revolucionario” abandona paulatinamente sus rasgos radicales y por qué su existencia como corriente revolucionaria va a ser efímera? No hubo, para este desenlace, un recorrido lineal ni evolutivo. En política, los programas y las teorías (como los hombres) deben demostrar su validez (y sus convicciones) contrastándose con los hechos irrefutables de la realidad. Fue en un escenario de aguda lucha de clases, en un escenario catastrófico como el de la Semana Trágica donde, producto de su accionar, el sindicalismo de los orígenes termina de perder todo carácter progresivo.

25 El XIV Congreso Ordinario del PS reunido en la localidad de Avellaneda, perseguía el objetivo de crear “una perfecta unidad de miras y una constante armonía” entre las orga­nizaciones gremiales y el Partido Socialista. La resolución recomendaba a todos sus afiliados “el más absoluto alejamiento de toda tentativa de embanderar las organizaciones obreras en el comunismo anárquico, en el sindicalismo revolucionario y en cualquier partido político, así como oponerse a realizar campañas a favor de cualquiera de éstos”. 26 Internacional Sindical Roja (ISR): fue la federación sindical que organizó el trabajo sindical del movimiento comunista mundial para disputarle la dirección del movi­miento obrero a los sindicatos reformistas socialdemócratas y a la Internacional de Ámsterdam, de extracción sindicalista. Creada en 1921 a partir del influjo revolucionario de Octubre, a partir de 1925 será dominada por el stalinismo y disuelta finalmente en 1937.


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El sindicalismo en la Semana Trágica

1919: la Semana Trágica Durante la Semana Trágica27, la clase obrera argentina, influenciada y alentada por el triunfo de la Revolución Rusa de 1917, vivió en un estado de lucha de clases intenso, de características semi insurreccionales. La huelga general originada en la semana de enero de 1919, va a ser la respuesta a una brutal represión sufrida por los trabajadores metalúrgicos de los Talleres Vasena. Pedro Vasena era conocido por ser un burgués prepotente y por imponer durísimas condiciones de trabajo en su fábrica. Sus trabajadores figuraban entre los peores pagos de la Capital y, privados de ejercer la actividad sindical, estaban sometidos a persecuciones y sanciones permanentes. Para principios de 1919, el costo de vida se había disparado con la inflación. Los salarios disminuían mientras la desocupación iba en aumento. Desde fines de 1918 habían resurgido una significativa oleada de huelgas y entre ellas se encontraba la comenzada el 2 de diciembre por el Sindicato Metalúrgicos Unidos, afiliado a la FORA V Congreso, en reclamo de la jornada de 8 horas, aumento de salarios, pago de horas extras, supresión del trabajo a destajo y reincorporación de los despedidos por actividad gremial. Los patrones, agrupados en la Asociación Nacional del Trabajo, responden al conflicto reclutando rompehuelgas. El 4 de enero de 1919 se producen enfrentamientos y cae muerto un policía, pero el pico máximo de Para una ampliación sobre los sucesos de la Semana Trágica se pueden consultar: Rock, David, El radicalismo argentino, 1880-1930, Bs. As., Amorrortu, 1977 y Bilsky, Ed­gardo, La Semana Trágica, Bs. As., CEAL, 1984, Nº 50, entre otros trabajos. 27


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tensión se origina el 6 de enero en los depósitos de Vasena, ubicados en el barrio de Pompeya: “Hacia las 15.30 horas, los huelguistas se hallaban repartidos en las calles para que cuando salieran las chatas de la casa Vasena, trataran de convencer a los conductores del mal que hacían a los obreros que luchaban en procuras de mejoras. En ese momento, los conductores que pasaron por donde estaban los huelguistas comenzaron a hacer fuego contra éstos, sin que pudieran defenderse, pues no previeron semejante actitud. […] El tiroteo fue secundado nutridamente por las fuerzas de la policía […] sembrando terror entre los huelguistas y los transeúntes que corrían despavoridos por las calles por encontrarse sin recursos para hacer frente a los atacantes […]”28. Cuatro muertos y 40 heridos (pertenecientes en su mayoría a los vecinos del barrio), fue el saldo de la emboscada. Inmediatamente, la FORA V Congreso amenaza con el llamado a la huelga general y el Partido Socialista trata de impedirla. Pero ya para el 8 de enero, la huelga comienza a extenderse, aunque limitada aún a unas cuantas fábricas de la zona sur y a los principales sindicatos anarquistas. Sin embargo con el correr de las horas los hechos se irán precipitando, haciendo que el movimiento alcance una magnitud y una profundidad por todos inesperada. Para la mañana del día 9, casi la totalidad de la fuerza obrera industrial, junto a sectores de los servicios y el transporte que para por completo, fueron a la huelga. Una gran cantidad de hombres comenzó a converger hacia Nueva Pompeya…”29. Piquetes de huelguistas recorren la ciudad, incendian dos chatas de la empresa y atacan los talleres Vasena cuando su dueño y miembros de la Asociación Nacional del Trabajo se encuentran dentro. Incluso, es incendiado el auto del Jefe de policía cuando este se acerca a parlamentar con los manifestantes, tratando de persuadirlos para que abandonen las inmediaciones de la fábrica. Son estos ejemplos una demostración de la energía desplegada por los explotados, entre los cuales los pobres de las barriadas y los jóvenes, tanto como los anarquistas, fueron los elementos más decididos de lucha. Ese mismo día, una multitud acompaña en peregrinación el entierro de los muertos. Se dice que una multitud de más de 200.000 personas asistieron al paso del cortejo fúnebre. 28 El testimonio fue recogido por el diario La Prensa, 8 de enero de 1919. En Godio, Julio, op.cit., p. 269. 29 Rock, David, “Lucha civil en la Argentina-La Semana Trágica de Enero de 1919”, Revista Desarrollo Económico, Vol. XI, Nº 42/44, 1971-72, p. 13.


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En el trayecto, la manifestación vuelve a ser reprimida y una nueva emboscada la espera cuando llega a Chacarita: 20 muertos más y varias decenas de heridos. Ahora bien, ¿semejante acción de masas había sido causada por los anarquistas? ¿Puede explicarse que la convocatoria a la huelga general realizada por la Federación más pequeña y ya en declive haya encontrado ese tremendo eco entre los trabajadores y el pueblo pobre de la ciudad, más aún cuando la FORA IX Congreso sólo se limitara a una tibia protesta por la represión acontecida? Tal explosión no había sido provocada por los anarquistas, aunque éstos la alentaran indudablemente. El movimiento desatado durante la Semana Trágica va a presentar un fuerte carácter espontáneo. Según el historiador David Rock, “fue manifiesto que ninguna de las facciones dirigentes reconocidas de la clase obrera desempeñó una parte significativa en la organización de la huelga, en su liderazgo o conducción. En realidad esas fueron las cualidades de las que careció más notablemente el movimiento: no conformación, un plan, una serie de objetivos, una cadena de comando articulada y coordinada. Esto reflejó en el estilo de la acción, en su incoherencia y en su tipo de agitación, tumultuosa y sin timón…”30. La agitación vivida en esos días sería el resultado del odio generado por la represión, pero también estaba motivada por un “espíritu de época”, en el cual la perspectiva de la revolución social aparecía como algo alcanzable. Solo así puede entenderse el grado de virulencia con que actuó la burguesía para aleccionar a la clase trabajadora. Recién cuando la huelga general ya era un hecho consumado, la FORA IX Congreso adhería a esta. El día 10 a la noche, una reunión de delegados decide apoyar a los obreros de Vasena y a los portuarios que se encontraban en huelga. Pero el movimiento desatado es tan grande, que para aquella jornada (y esto hace suponer que es por presión de las bases) salen a la huelga los ferroviarios por el personal cesanteado y por reivindicaciones propias. En todo momento la dirección de la FORA IX Congreso se vio sobrepasada: “cuando se desarrolló la huelga general del 9 de febrero, la jerarquía sindicalista fue tan sorprendida como cualquiera por la rapidez de los sucesos y por la movilización espontánea de la fuerza obrera industrial. Hasta el día siguiente no pudieron reunir quórum de delegados a fin de discutir el asunto. No existen pruebas de que en la reunión se manifestaran opiniones divididas sobre la acción a adoptar, pero finalmente se acordó que la federación debía 30

Ídem.


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declararse ‘responsable’ y establecer condiciones para la negociación con las autoridades. Aun así, los esfuerzos para alcanzar el control del movimiento fracasaron humillantemente, […]. Pese a haber intentado negociaciones con autoridades del gobierno, la federación permaneció a lo largo de la crisis completamente alejada de los principales centros de acción…”31. El 11 de enero, la flecha sigue “in crescendo”. El gobierno acorralado (por un lado por la presión de las masas y por el otro, ante el peligro de un golpe conservador), llama a negociar a Vasena y accede a entrevistarse con la FORA IX Congreso prometiéndole la libertad de los presos. Como resultado de las gestiones, la FORA IX Congreso resuelve el mismo día 11 levantar la huelga que, por cierto, nunca había convocado o sólo lo había hecho formalmente. “La resolución es entregada al Jefe de la Policía. Pero pese a esta la huelga continúa y se extiende, impulsada por la FORA V congreso, quien el mismo 11 produce, a través de su Consejo Federal, un documento en el cual llama a continuar la huelga por motivos de orden político: ‘Continuar el movimiento como forma de protesta contra los crímenes del Estado […] pidiendo la salida de prisión de todos los detenidos por cuestiones sociales. Obtener la libertad de los anarquistas Radowitsky32 y Barrera […]. En consecuencia, la huelga continua de manera ilimitada […] ¡Viva la huelga general revolucionaria!”33. Pese al aislamiento, la huelga general se mantiene hasta el 13 de enero, produciéndose otras huelgas simultáneas en varios puntos del país. El gobierno declara el estado de sitio y la Federación Obrera Marítima (FOM) y la Federación Obrera Ferrocarrilera (FOF) dirigidas por los sindicalistas, que permanecían en conflicto por reclamos parciales, levantan las medidas de fuerza para negociar por separado. El movimiento huelguístico culmina recién el 15 de enero, dejando la acción represiva de la policía, el ejército y la organización parapolicial de la Liga Patriótica un saldo total de 400 muertos y 2.000 heridos. Durante la gesta, todas las fuerzas de la sociedad se pusieron en movimiento: una alianza reaccionaria constituida por el radicalismo, el partido Ibídem, p. 21. Simón Radowitzky (1891-1956): fue un militante anarquista ucraniano-argentino, quien fuera condenado a reclusión perpetua al penal de Ushuaia por haber sido quien perpetró el atentado con bomba que mató al jefe de policía Ramón Falcón, responsable de la sangrienta represión durante la Semana Roja. Radowitzky fue indultado en 1921. 33 Godio, Julio, op.cit., p. 273. 31 32


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conservador, las fuerzas represivas, la iglesia católica y las bandas armadas integradas por oficiales del ejército e hijos de las clases pudientes agrupados en la Liga Patriótica se conjuraron para ahogar en sangre al movimiento revolucionario de la clase trabajadora. Por otro lado, este último tendía a la unidad de sus filas e iba atrayendo a la pequeño burguesía pobre, que durante aquellos días se demostró solidaria. Sin juzgar milimétricamente el grado de su alcance revolucionario, la Semana Trágica fue testigo de una emergente radicalización obrera que, sumado a la dinámica de los acontecimientos, ponía en cuestión quién era el dueño de la ciudad y abría una crisis de gobierno (que éste intentó cerrar mediante la acción represiva). El problema de una dirección política (independientemente del resultado) se desplegó en toda su magnitud, ya que ni anarquistas ni sindicalistas tenían una estrategia de poder. En cambio, en el campo burgués la cuestión del poder recorría todo el accionar. Por un lado, Yrigoyen moviliza a su partido contra la huelga y “deja correr” la acción represiva de los grupos parapoliciales para aplastar al movimiento pero, a la vez, busca sostenerse en los dirigentes sindicales de los gremios más estratégicos para frenar el torrente obrero y crear una base de sustentación contra el asedio golpista. Ante semejante cuadro de situación, lejos de presentar una salida política independiente, el sindicalismo correrá a recostarse sobre Yrigoyen, buscando afianzarse como interlocutor privilegiado del gobierno. La Semana Trágica dejaba al descubierto los límites de la estrategia sindicalista, viniendo a reafirmar trágicamente su impotencia para encarar acontecimientos decisivos. En la reunión de delegados del día 10, la FORA IX Congreso se niega a unificar las demandas de los distintos sindicatos en conflicto. El programa necesario para soldar la unidad con las clases medias empobrecidas fue suplantado por la unidad con el socialismo para intentar levantar la huelga y condenar a los manifestantes anarquistas, reprochándoles a ellos dar motivos a la represión. En este aspecto, la FORA IX Congreso, retrocedería sobre sus propios pasos para abrazar la misma posición contra la cual se había rebelado en 1905. Los sindicalistas se opondrán a levantar un programa de unidad obrera y popular que contemple el aumento de salarios para todos los trabajadores, la reincorporación de los despedidos en anteriores conflictos, reducción del costo de los alimentos y alquileres, derogación de las leyes represivas.


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En vez de impulsar la creación de organismos de autoorganización obrera y popular para unificar las demandas, la FORA IX Congreso prefirió aferrarse a los reclamos corporativos de la FOM y la FOF, intentando desligarlos del movimiento general. La represión desatada abría el interrogante de cómo defenderse frente a ella. Si bien los trabajadores asaltaban espontáneamente las armerías, en ningún momento la política de la dirección fue la impulsar y generalizar la formación de milicias para la autodefensa. Lejos de ello, los sindicalistas prefirieron las “milicias de los pasillos ministeriales”, en los que en gran parte de los sucesos se desempeñaron pidiendo el cese de la represión, la libertad de los presos, el levantamiento de la supresión de las organizaciones obreras y el desarme de las milicias civiles. La acción de la FORA IX Congreso no era fruto de la casualidad ni de un error involuntario. Poco antes de enero, “a fines de diciembre de 1918, la federación realizó su décimo congreso, donde fueron aceptadas las resoluciones de evitar el recurso de la huelga general y de abandonar el compromiso con la revolución, a favor de movimientos parciales para obtener beneficios económicos limitados”34. Tal vez este hecho debiera quedar en la historia como un gran contrasentido: los sindicalistas habían sabido hablar de revolución, pero cuando las fuerzas vivas tejían aceleradamente un escenario de abierta lucha de clases, optaron por cambiarla por una serie de reformas parciales, aportando al entramado del proceso los hilos de la traición. La Semana Trágica puso al desnudo, también, el límite del espontaneísmo anarco-sindicalista y las consecuencias de la ausencia de un partido revolucionario (al cual tanto sindicalistas revolucionarios como anarco-sindicalistas negaban por principio) que en la etapa previa hubiera podido acumular experiencia, un programa y una estrategia para encarar los acontecimientos. Puede conjeturarse que la ausencia de ese partido, al combinarse con una radicalización objetiva de las masas obreras, arrojara como resultante acontecimientos desarrollados de manera caótica, sin ideas ni objetivos claros, sin plan y sin núcleo dirigente capaz de dirigir a las masas hacia el triunfo. La perspectiva de liquidar la sociedad burguesa, en la cual el movimiento obrero había sido educado, no había resultado sencilla y lo resultaría menos aún en el futuro. En otro aspecto, la actitud adoptada por el sindicalismo hacia el gobierno radical ayudaba a ensanchar la división de la clase obrera. Surgía 34

Rock, David, “Lucha civil...”, op.cit., p. 20.


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un sector capaz de gozar de mayores privilegios, aunque como veremos estos beneficios no serían constantes ni tampoco superlativos, y las relaciones con los gobiernos sucesivos tampoco serían armónicas. Ante el fracaso del anarquismo y el papel desempeñado por el sindicalismo, la Semana Trágica da lugar a la emergencia de dos tendencias claras: por un lado, una orientada hacia las posiciones del bolchevismo, a partir de la evolución del Partido Socialista Internacional, que más tarde constituirá el Partido Comunista Argentino y, por el otro, una mayoritaria, afianzada en una práctica de conciliación de clases. Sindicalistas y Socialistas confluyen en esta tendencia que, de aquí en más, será la predominante. Sobre los hechos de la Semana Trágica, una conclusión destaca sobre otras: el sindicato declarado como la herramienta principal de lucha contra la burguesía, en el momento en que debía convertirse en una organización revolucionaria, quedaba reducido a una organización meramente de la lucha reivindicativa. Durante los sucesos, los sindicalistas se negaron en convertir a los sindicatos más poderosos en organismos revolucionarios, cuya función principal pasara por impulsar la creación de organismos más amplios (como los soviets o consejos obreros)35 que permitieran agrupar a toda la masa en lucha, cuestión que por sus propias características el sindicato, como estaba concebido, no podía organizar. Se trataba de buscar la unidad de todas las fuerzas del movimiento obrero y del pueblo pobre puestas en movimiento. “¿Cómo armonizar las diversas reivindicaciones y formas de lucha aunque sólo sea en los límites de una ciudad?”. Este interrogante estaba planteado. Basándose en las experiencias de la lucha de clases y de la Revolución Rusa de 1917, León Trotsky se contesta la misma pregunta sosteniendo que es el Soviet quién puede dar una solución efectiva: “La historia ya ha respondido a este problema: por medio de los soviets (consejos) que reúnen los representantes de todos los grupos de lucha. Nadie ha propuesto hasta ahora ninguna otra forma de organización y es dudoso que se pueda inventar otra. Los soviets no están ligados a ningún programa a priori. Abren sus puertas a todos los explotados. Por esta puerta pasan los representantes de las capas que son arrastradas por el torrente general de la lucha. La organización se 35 Soviets fue el nombre que adquirieron los consejos de obreros, campesinos y soldados surgidos durante la Revolución Rusa de 1905, los cuales resurgen al calor de la Revolución de 1917 y se convierten en organismos para la lucha por el poder, tras una dura lucha de tendencias entre los bolcheviques y las corrientes conciliadoras.


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extiende con el movimiento y se renueva continuamente. Todas las tendencias políticas del proletariado pueden luchar por la dirección de los soviets sobre la base de la más amplia democracia”36. El sindicalismo estuvo lejos de extraer esta conclusión y ni siquiera lo intentó. Algo similar debe decirse de las demás corrientes, incluyendo al PC37. La unidad del movimiento sólo podía darse sobre bases revolucionarias. Las masas tendían a la unidad pero no alcanzaron a crear esta clase de organismos. Tampoco era la política de las direcciones, sobre todo de la FORA IX Congreso, impulsar una organización de frente único que estableciera un poder contrapuesto al de la burguesía. Valga la redundancia, en los hechos la FORA IX Congreso se opondrá a la creación de (soviets) porque no se proponía enfrentarse decididamente con Estado burgués que había sido puesto en cuestión. Por eso, su política fue hacer prevalecer, en momentos de levantamiento generalizado, el carácter corporativo de sus gremios. Aquellos dirigentes habían forjado instituciones que podían jugar un rol progresivo en cuanto a mejorar la venta de la fuerza de trabajo de sus sectores. Pero eran organizaciones concebidas para luchas sectoriales. Llegado el momento en que los antagonismos de clase se acentúan al extremo, donde la lucha reivindicativa se convierte en lucha política y donde esta comienza a ascender a un escenario de guerra civil, dicha orientación para los sindicatos no podía más que desempeñar un papel reaccionario. Al negar la posibilidad de establecer una relación revolucionaria entre sindicato y partido, y al oponer la lucha política a lucha económica, el sindicalismo limitaba la función del sindicato a la de una mera organización reivindicativa. Y al hacerlo, abortaba la posibilidad de que éstos se transformaran en una herramienta revolucionaria. 36 Trotsky, León, El programa de transición y la fundación de la IV Internacional, Bs. As., Ediciones IPS-CEIP, p. 94. 37 “Pero ni en el PC ni entre los combativos anarquistas surgió una organización que sintetizara las mejores experiencias del proletariado argentino e internacional y que pudiera jugar en Argentina el papel de los bolcheviques en Rusia. El Partido Comunista nace como un partido ‘centrista’. Su adhesión a la III Internacional no significaba una superación dialéctica de lo más avanzado que había dado el anarquismo. Por ejemplo, frente a acontecimientos históricos como la Semana Trágica, no sólo actuó subordinado a la FORA IX Congreso que traicionó la lucha, sino que luego su dirección no sacó las lecciones revolucionarias a partir de un balance crítico de estos acontecimientos”. Castillo, Christian y Lizarrague, Fredy, “Los momentos de ‘giro histórico’ del movimiento obrero argentino”, Revista Estrategia Internacional N° 18, Buenos Aires, FT-EI, Año X, febrero de 2002, p. 61.


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¿Era posible que los sindicatos dirigidos por la FORA IX Congreso, cumplieran un papel revolucionario acorde a las necesidades del momento? Haciendo un análisis general de los sindicatos en la época del imperialismo, León Trotsky afirma lo siguiente: “La intensificación de las contradicciones de clase en cada país […] producen una situación en la que el capitalismo imperialista puede tolerar (claro que por cierto lapso) una burocracia reformista, siempre que ésta le sirva como un pequeño pero activo accionista de sus empresas imperialistas, de sus planes y programas […] ¿Significa esto que en la era del imperialismo la existencia de sindicatos independientes es, en general, imposible? […] Lo que es imposible es la existencia de sindicatos reformistas independientes o semi independientes”38. Esta afirmación se ha demostrado válida durante la Semana Trágica: la independencia proclamada por la FORA IX Congreso, en momentos críticos, terminó cumpliendo un papel auxiliar de ayuda al régimen capitalista. El gobierno radical utilizó sus servicios hasta donde le convino, le otorgó concesiones para dividir al movimiento e infligirle una derrota. Luego con el poder salvaguardado, el régimen la atacaría porque ello implicaba atacar a la base obrera que representaba y a las conquistas que antes habían sido obtenidas. Pero volviendo a la pregunta de si era posible la existencia de sindicatos revolucionarios, Trotsky en su análisis responde que “la existencia de sindicatos revolucionarios que no sólo no sean agentes de la política imperialista sino que se planteen como tarea directamente el derrocamiento del capitalismo dominante. En la era de la decadencia imperialista los sindicatos pueden ser independientes en realidad sólo en la medida en que sean conscientes de su papel de órganos de la revolución proletaria”39. En el mismo año de la Semana Trágica, el marxista italiano Antonio Gramsci señala que “el sindicato no es ésta o aquella definición de sindicato: el sindicato llega a ser una determinada definición y asume una determinada figura histórica en cuanto las fuerzas y la voluntad obrera que lo constituyen le imponen una dirección y otorgan a su acción los fines que son afirmados en la definición”40. Es decir, según en manos de quién estén dirigidos los sindicatos, éstos pueden jugar un papel revolucionario o reformista. 38 Trotsky, León, “Los sindicatos en la era de la decadencia imperialista”, agosto de 1940, Escritos Latinoamericanos, Bs. As., Ediciones IPS-CEIP, 2007, p.180. 39 Ídem. 40 Gramsci, Antonio, “Sindicatos y Consejos”, en L’Ordine Nuovo, 11 de octubre de 1919, Cartas 1917-1922, en http://www.gramsci.org.ar.


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En manos de la FORA IX Congreso, los grandes gremios, al negarse a organizar al conjunto del movimiento, terminaron desempeñando un papel reaccionario. Las encendidas proclamas y declaraciones de los discursos y manifiestos fundacionales de la FORA IX Congreso se volverán cenizas, partículas insípidas en un ambiente cargado de olor a pólvora, e insignificantes comparadas con los fuegos reales que destellan en las barriadas obreras y en cada enfrentamiento. Mientras en las masas el potencial de la rebeldía late como nunca, los vestigios revolucionarios que aún perduraban en los corazones de aquellos dirigentes sindicalistas se apagaban para siempre. La Semana Trágica fue una prueba ineludible para todas las corrientes políticas existentes. Y bajo ese formidable estallido proletario, el “sindicalismo revolucionario” pasa a convertirse, estratégicamente, en una fuerza hostil a la revolución obrera.

Una separación ficticia Como ya señalamos, fue en la lucha de clases donde el sindicalismo se desbarrancó. Y si bien las exigencias de una situación como las planteadas durante la Semana Trágica fueron el factor decisivo de esa quiebra política, la concepción teórica sindicalista, lejos de ser un contrapeso ya encerraba el peligro del desbarranque. Recordemos que desde su nacimiento, el “sindicalismo revolucionario” se declaraba como antipolítico y antiestatal. Su primer error consistía en separar artificialmente la esfera de la lucha económica de la esfera de la lucha política. Para ellos, la lucha de clases debía librarse exclusivamente en el terreno económico. Bajo esta separación, la actividad obrera debía restringirse a organizar autónomamente la producción a través de los sindicatos, quedando excluida cualquier actividad política, pues todo lo que tenga que ver con ella es considerado ajeno a la clase obrera, dejando a su vez la política en manos de los partidos reformistas o directamente burgueses. Cuando se propone alcanzar la autonomía en la producción para llegar al socialismo, piensa en un camino gradual, donde la clase obrera va interviniendo en la lucha por sus reivindicaciones (salario, ocho horas, descanso dominical, etc.) y donde cada conquista pasa a ser un eslabón de una cadena que se completará cuando se logre controlar completamente la producción y las relaciones existentes entre los productores. Llegado


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este momento, el Estado quedaría reducido y destinado solamente a tareas administrativas y cada reivindicación conquistada con anterioridad iría preparando su destino final. Es de notar que la concepción sobre el Estado se presenta, aparentemente, como radicalmente opuesta a la del PS. Para este último, partidario del revisionismo marxista41, la razón de ser del Estado no se debe a la existencia de contradicciones de clase irreconciliables y, por consiguiente, existe la posibilidad de ir ocupando gradualmente espacios dentro de él para mejorar la situación de la clase obrera. El “sindicalismo revolucionario” tenía una interpretación particular del papel que desempeña el Estado. Reconoce en él un instrumento de dominación clasista, pero al fin de cuentas se trata de un reconocimiento formal ya que no propone suplantarlo por un Estado obrero mediante la conquista del poder político y la destrucción del viejo estado. De esta manera, va a quedar preso de dos concepciones que por distintas vías, no combaten el carácter de clase del Estado en la economía capitalista: el utopismo anarquista y el positivismo socialista. A decir verdad, el antiestatismo sindicalista demostraba una incomprensión sobre el auténtico papel de la institución estatal. Para Marx –afirma Lenin–, desde el origen de las sociedades, el Estado aparece como “un órgano de dominación de clase, un órgano de opresión de una clase por otra, es la creación del ‘orden’ que legaliza y afianza esta opresión, amortiguando los choques entre las clases”42. Continúa diciendo que “en opinión de los políticos pequeñoburgueses, el orden es precisamente la conciliación de las clases y no la opresión de una clase por otra. Amortiguar los choques significa, para ellos, conciliar y no privar a las clases oprimidas de ciertos medios y procedimientos de lucha para el derrocamiento de los opresores”43. Al “sindicalismo revolucionario” le cabe en parte esta definición, porque, aunque inicialmente no crea en la posibilidad parlamentaria, le asigna al sindicato un carácter superador por sí solo de la organización El revisionismo marxista fue una corriente surgida en el seno de la socialdemocracia alemana a fines del siglo XIX. Eduard Bernstein fue uno de sus mayores referentes. Sostenía que el desarrollo capitalista atenuaría sus contradicciones inherentes de forma tal que se pu­diese llegar al socialismo en forma evolutiva, sin necesidad de llevar a cabo el derrocamiento revolucionario y la destrucción del estado capitalista. 42 Lenin, V. I., El Estado y la revolución, Obras completas, Tomo XXV, junioseptiembre de 1917, Bs. As., Editorial Cartago, 1958, p. 381. 43 Ídem. 41


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estatal burguesa, contraponiendo “poder económico” a “poder político”. Piensa que los sindicatos pueden llegar a organizar toda la producción autónomamente, y de aquí deduce que no sería necesaria la destrucción del Estado burgués, pues éste quedaría confinado en su aislamiento. El Estado seguiría cumpliendo así un papel de ordenador, ya no interviniendo en la economía, sino limitado al desempeño de tareas administrativas. Su poder se iría extinguiendo hasta cumplir un rol auxiliar. Esta visión particular subestima la razón de ser de todo tipo de Estado. Al ser un producto de la sociedad dividida en clases, el Estado cumple la función de velar por los intereses de las clases dominantes. Como las clases persiguen intereses económicos antagónicos y éstos están permanentemente en pugna, se necesita una fuerza pública (policía, ejército, gendarmes) ubicada aparentemente por encima de la sociedad, para mantener el conflicto social en los marcos de un orden. Cuando el conflicto social tiende a sobrepasar este orden, el Estado recurrirá al monopolio de la fuerza pública para mantener el interés económico de la clase que detenta el poder. Sin el poder del Estado, la burguesía no podría dedicarse adecuadamente a las tareas administrativas o, dicho de otro modo, las tareas administrativas que el Estado realiza para organizar la vida productiva son consecuencia de un hecho primordial que consiste en que la clase que detenta el poder estatal es la misma que domina las relaciones económicas, relaciones que no podrían mantenerse sin contar con el monopolio de la fuerza. Si fuera posible alcanzar un control autónomo de la producción sin necesidad de que la clase oprimida tome el poder del Estado mediante el uso de la fuerza, sería un sinsentido que la burguesía –ya despojada del poder económico– mostrase algún interés en llevar a cabo las tareas administrativas del Estado. Aunque el llamado “sindicalismo revolucionario” no negaba el carácter de clase del Estado, su concepción, prescindente de la idea de derribarlo y suplantarlo por otro de la clase antagónica, encerraba en última instancia una visión pacifista de la lucha de clases. Este pacifismo como ideología arraigada se hace explícito en el sindicalismo reformista de las décadas posteriores y es la consecuencia lógica de su aspiración a los cambios graduales. Al dejar de pronunciarse por la lucha de clases y retirar de su programa esta formulación, pretende que el Estado, a través del otorgamiento de leyes sociales, haga lo mismo decretando la supresión de las violencias producidas por el enfrentamiento burguesía-proletariado. Le exige a la


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institución estatal acabar con la violencia social, una tarea que choca contra su propia naturaleza. La lucha de clases “es una cadena ininterrumpida de violencias abiertas o encubiertas, ‘reguladas’ en tal o cual grado por el Estado, que representa a su vez el aparato de violencia organizada del más fuerte de los adversarios, es decir, de la clase dominante”44. Sin oponer una violencia contra otra, en definitiva el sindicalismo reformista termina repudiando la violencia liberadora del proletariado y de esta manera, por omisión, tolera la violencia que los opresores ejercen contra él. Esta no era la posición original de los “sindicalistas revolucionarios”. En ellos existía más bien una incomprensión sobre el funcionamiento del sistema capitalista. Más precisamente, esta incomprensión se basaba en el entendimiento sobre la naturaleza del Estado y del papel del imperialismo en el siglo XX, transformaciones de las cuales no pudieron dar cuenta y las que los harían abrazar, en sus inicios, una teoría “imperfecta” de la revolución. En definitiva, el “sindicalismo revolucionario” representaba un “estado de ánimo” histórico; era en su forma original un producto transitorio del desarrollo del movimiento obrero, más que una corriente asentada en sólidos principios. De aquí su corta existencia como corriente obrera. Sin embargo, la aparición de otro sindicalismo negociador y más perdurable, no dejará atrás, de todos modos, algunos de los principios “teóricos” del sindicalismo de los orígenes. Los utilizará para darse cobertura verbal, ya que éstos no presentaban ningún impedimento ni generaban contradicción con su práctica conciliadora. El punto de ruptura con la tradición precedente, se manifiesta en que el nuevo sindicalismo ya no se orienta hacia un cambio radical de la sociedad. Pero los elementos teóricos de continuidad que lo apegan con el pasado, le servirán ahora para consolidarse (y de ahí en más, no moverse) en el primer peldaño del trayecto sindicalista, es decir en la lucha reivindicativa (y ahora mucho más corporativa) por mejoras parciales. Por otra parte y en contraposición con los orígenes, el afianzamiento de un sindicalismo reformista hará que la frontera existente entre los sindicalistas formalmente “puros” y los sindicalistas socialistas sea difusa y, por momentos, inexistente. Transcurrida la década del ‘20, la perspectiva sindicalista revolucionaria pertenecía al pasado. Para que el nuevo sindicalismo pudiera justificarse, era indispensable seguir separando la lucha económica de la lucha 44

Trotsky, León, ¿Adónde va Inglaterra?, Bs. As., El Yunque, 1974, p. 91.


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política. Prescindiendo de la política y centrado en la lucha económica, su meta sería la obtención de un salario “justo”. Curiosamente, el pensar sindicalista supone que es en la lucha económica donde los trabajadores son más fuertes, cuando en realidad, en este terreno, el movimiento obrero se encuentra en una posición básica, estructural, desfavorable con respecto a los capitalistas. La fortaleza del capital reside en dominar el proceso de producción y circulación, en el cual el trabajo asalariado se convierte en una mercancía muy particular, la única capaz de producir más valor del que cuesta adquirirla. Mediante la utilización de la mercancía fuerza de trabajo, el capitalista pasa a apropiarse de la mayor cantidad de trabajo ajeno, fundando así la base de su ganancia45. Y lo hace devolviéndole al obrero una ínfima parte de su producción que, a modo de salario, representa lo mínimo e indispensable para que éste pueda perpetuar su existencia física (comer, vestirse, etc.) para seguir produciendo y reproducirse. Esta ganancia no remunerada al obrero lleva el nombre de plusvalía. Federico Engels, en una introducción al trabajo de Karl Marx, “Trabajo asalariado y capital”, explica sencillamente la manera en que el capitalista obtiene la plusvalía: “Ahora bien, ¿qué ocurre, después que el obrero vende al capitalista su fuerza de trabajo; es decir, después que la pone a su disposición, a cambio del salario convenido, por jornal o a destajo? El capitalista lleva al obrero a su taller o a su fábrica, donde se encuentran ya preparados todos los elementos necesarios para el trabajo: materias primas y materiales auxiliares (carbón, colorantes, etc.), herramientas y maquinaria. Aquí, el obrero comienza a trabajar. Supongamos que su salario, es, como antes, de tres marcos al día, siendo indiferente que los obtenga como jornal o a destajo. Volvamos a suponer que, en doce horas, el obrero, con su trabajo, añade a las materias primas consumidas un nuevo valor de seis marcos, valor que el capitalista realiza al vender la mercancía terminada. De estos seis marcos, paga al obrero los tres que le corresponden y se guarda los tres restantes. Ahora bien, si el obrero, en doce horas, crea un valor de seis marcos, en seis horas creará un valor de tres. Es decir, que con seis horas que trabaje resarcirá al capitalista el equivalente de los tres marcos que éste le entrega como salario. Al cabo de seis horas de trabajo, ambos están en paz y ninguno adeuda un céntimo al otro. ‘¡Alto ahí!’ –grita ahora el capitalista. ‘Yo he alquilado al obrero por un día entero, por doce horas. Seis horas no son más que media jornada. De modo que ¡a seguir trabajando, hasta cubrir las otras seis horas, y sólo entonces estaremos en paz!’ Y, en efecto, el obrero no tiene más remedio que someterse al contrato que ‘voluntariamente’ ha pactado, y en el que se obliga a trabajar doce horas enteras por un producto de trabajo que sólo cuesta seis horas”. Marx, Karl, “Salario, precio y ganancia”, en Mercatante, Esteban y González , Juan, Para entender la explotación capitalista (compilación), Ediciones IPS, 2006, p. 169. 45


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De esta relación desigual (donde unos poseen los medios de producción y otros sólo su fuerza de trabajo) surge la lucha económica, puja permanente entre obreros y patrones, en la cual los primeros buscan en todo momento mejorar sus condiciones de existencia. Como todo salario está fundado en la explotación y en la apropiación de trabajo no pago, bajo el capitalismo no podrá existir jamás un salario “justo”. Marx en su trabajo “Salario, precio y ganancia” explica esta relación entre capital-trabajo: “Lo único que podemos decir es que, dados los límites de la jornada de trabajo, el máximo de ganancia corresponde al mínimo físico del salario, y que, partiendo de salarios dados, el máximo de ganancia corresponde a la prolongación de la jornada de trabajo, en la medida en que sea compatible con las fuerzas físicas del obrero. Por lo tanto, el máximo de ganancia se halla limitado por el mínimo físico del salario y por el máximo físico de la jornada de trabajo. Es evidente que, entre los dos límites de esta cuota de ganancia máxima, cabe una escala inmensa de variantes. La determinación de su grado efectivo se dirime exclusivamente por la lucha incesante entre el capital y el trabajo; el capitalista pugna constantemente por reducir los salarios a su mínimo físico y prolongar la jornada de trabajo hasta su máximo físico, mientras que el obrero presiona constantemente en el sentido contrario”46. Por supuesto, no se trata de rechazar la lucha económica per se, sino de impulsarla, pues cada mejora conseguida significará mayor fortaleza para la clase obrera. Pero esto no significa que cada conquista arrancada a la burguesía (p.e., la jornada de trabajo) permanecerá por siempre. El capitalista intentará recuperar lo que se vio obligado a otorgar y, con la ayuda de su Estado, va a restringir mediante leyes la acción obrera. Quien crea la ley, posee la fuerza. Este hecho deja ver que, en los marcos del sistema capitalista, la lucha económica encuentra un límite infranqueable. Un ejemplo para esta afirmación vuelve a encontrarse en Marx: “Por lo que atañe a la limitación de la jornada de trabajo, lo mismo en Inglaterra que en los demás países, nunca se ha reglamentado sino por injerencia de la ley. Sin la constante presión de los obreros desde fuera, la ley jamás habría intervenido. En todo caso, este resultado no podía alcanzarse mediante convenios privados entre los obreros y los capitalistas. Esta necesidad de una acción política general es precisamente la que demuestra 46

Marx, Karl, Ibídem, p. 154.


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que, en el terreno puramente económico de lucha, el capital es la parte más fuerte”47. Entonces tenemos dos momentos de una misma relación: el primero, basado en que en la lucha económica frente al capitalista, el trabajador se encuentra en una situación desventajosa. El segundo, cuando luego de que la lucha obrera convertida en “acción política general” logra arrancarle conquistas a la burguesía, ésta recurre a la acción política creando las leyes que limiten dichas conquistas. Mientras que la posición sindicalista se niega a la política, la burguesía la utiliza para regimentar las relaciones entre las clases y, de esta manera, perpetuar su dominio. La encerrona ya está consumada y no hay escapatoria desde la lucha reivindicativa. Al declararse apolítico, el sindicalismo no tendrá más remedio que ir cediendo, aturdido por el peso aplastante de toda la maquinaria política estatal que lo domina y lo va domesticando. En un plano más amplio, puede afirmarse que la política estatal abarca y asfixia toda la esfera de la vida social, moldeando no sólo el curso de la cultura y la ideología, sino también causando, las acciones políticas, consecuencias concretas sobre el curso de la economía. Estado y monopolio son aliados inseparables. La época del imperialismo, trajo consigo el desarrollo de los monopolios, desplazando la libre competencia capitalista. La fusión del capital de los grandes bancos y el capital industrial, una de las características fundamentales del imperialismo que V.I. Lenin identifica en su clásica obra El imperialismo, etapa superior del capitalismo, dio lugar al surgimiento del capital financiero, y con él, a la “época de los monopolios”. Esto implicó, entre otros elementos, no sólo una mayor concentración y centralización del capital en pocas manos, sino también de los propios asalariados en grandes unidades de producción, a la vez que empujó a la bancarrota a industrias más pequeñas, creando en forma constante y creciente un ejército cada vez mayor de desocupados, aquello que Marx llamó el “ejército industrial de reserva”. Marx anticipará esta tendencia al decir que “al desarrollarse la industria, la demanda de trabajo no avanza con el mismo ritmo que la acumulación del capital”48, que si bien el trabajo aumenta, lo hace en una proporción mucho menor comparada con el aumento del capital. 47 48

Ídem. Ibídem, p. 157.


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Cuestión que traerá aparejada una tendencia general que no apunta a “elevar el nivel medio de los salarios, sino, por el contrario, a hacerlo bajar, o sea, a empujar más o menos el valor del trabajo a su límite mínimo”49. Sólo esta tendencia, demuestra que el objetivo sindicalista de un mejoramiento gradual y perdurable es sencillamente irrealizable. Más aún, en la época imperialista existe una tendencia a que las crisis y auges económicos se vuelvan cada vez más irregulares. Si en la crisis sobreviene la ofensiva del capital y el proletariado se ve obligado a retroceder, en los momentos de auge o reactivación la clase obrera retomará su lucha para recuperar lo perdido. La profundización de esta contienda, tanto sea para mantener las conquistas y acrecentarlas por parte de los trabajadores o de liquidarlas por parte del capital, tiende a convertirse potencialmente en guerra civil abierta; y es precisamente en esta guerra de clases donde la lucha por el poder político del Estado termina definiendo el resultado de la guerra misma. Puede decirse que el “sindicalismo revolucionario” no comprendió que la estructura del país y la clase obrera se estaban desarrollando bajo la égida del monopolio, no comprendió que la Argentina se expandía bajo los dictados del imperialismo británico y que su economía se estaba formando tras las necesidades de la economía mundial, consolidando de este modo un capitalismo semicolonial y subordinado al capital extranjero. Al sostener una posición antiestatista, no hizo más que negar la necesidad de la conquista del poder político del Estado por parte de la clase obrera, sin la cual es imposible desterrar el control capitalista sobre la producción. Para que fuera posible el planteo de que los sindicatos fueran convirtiéndose en factor de poder en las propias decisiones económicas, debería darse la ilusoria relación donde cada avance obrero represente un retroceso proporcional de la burguesía y donde las relaciones económicas, al igual que las relaciones entre las clases, se convierten en relaciones muertas o a lo sumo imperturbables. Como en un juego, cada logro representaría el avance a un nuevo casillero, para luego avanzar a otro y luego a otro. Desde el punto de vista de las relaciones de clase, la supuesta ascensión gradualista ubicaría a la burguesía en un falso estado de pasividad, destinada a aceptar una relación de fuerzas que en vez de ser comprendida como coyuntural pasaría a ser inalterable. Muy por el contrario, durante el estancamiento económico de 1919, la burguesía no permaneció inmóvil cediendo terreno a los reclamos obreros 49

Ídem.


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sino que intervino decididamente para ponerlos a raya. Aún más lo hizo con el advenimiento de la crisis de 1929. Este hecho incontrastable demuestra, por sí solo, que el objetivo sindicalista de la posibilidad de conseguir mejoras paulatinas se presenta como utópico. En síntesis, la mayor debilidad del sindicalismo de los orígenes fue su incomprensión de que la práctica sindical (lucha económica) separada de la lucha política, estratégica, que apunta a destruir el Estado burgués para reemplazarlo por otro tipo de estado, un Estado obrero, sólo podía llevar a un grito estéril –en el que terminó el anarco-sindicalismo– o a una adaptación a la burguesía con el surgimiento de un sindicalismo pragmático y negociador.


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1920-35: Luchas internas y creación de la CGT Luego de la derrota de la Semana Trágica, el movimiento obrero será testigo del retroceso de sus organizaciones. El anarquismo se encuentra debilitado al extremo y el sindicalismo y la propia FOM, niña mimada del gobierno, también sufren la represión. Para el año 1920, una huelga portuaria es derrotada por la acción de la Liga Patriótica que moviliza una increíble cantidad de coches para quebrar el conflicto, dejando un saldo de dos obreros muertos. La situación se ha tornado tan defensiva que en 1921 se produce una huelga general de 5 días en repudio a las detenciones y las matanzas de obreros. Bajo una relación de fuerzas desfavorable, crecen las luchas internas y la fragmentación sindical. En este escenario, la FORA IX Congreso termina disolviéndose. Para 1922, el mismo año que asume la presidencia un sector más de derecha del radicalismo comandado por Marcelo T. de Alvear, los sindicalistas fundan la Unión Sindical Argentina (USA)50 sin la participación de los ferroviarios (tanto de la FOF como de la Fraternidad) que han optado por mantenerse al margen de cualquier realineamiento sindical, 50 La corriente comunista, participa de la fundación de la USA. El congreso está atravesado por un debate sobre la línea de acercamiento que debe establecer el movimiento sindical con los partidos políticos. Si bien triunfa la postura sindicalista, en la declaración fundacional puede visualizarse la influencia comunista. Esto lleva a la USA a realizar un pronunciamiento más a la izquierda en el que vuelve a aparecer la reivindicación de la revolución social. Sin embargo, el aspecto discursivo no revertiría el camino que ya había emprendido el sindicalismo.


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manifestando discrepancias con la dirección de la USA. En 1923 deja de existir la FOF y se funda Unión Ferroviaria (UF). El período huelguístico que abarcó los años 1917-21 había concluido y la FOM, uno de los gremios pilares del sindicalismo, atraviesa un franco retroceso (años más tarde se recompondría, pero sin llegar a igualar su época de máximo esplendor). Ahora la burguesía se ve favorecida por un escenario mundial donde predomina la estabilización capitalista. En el período transcurrido entre los años 1923-27, Argentina atraviesa una etapa de prosperidad económica y de aumento de las inversiones extranjeras. Durante este lapso no habrá conflictos de envergadura, no obstante el gobierno sancionará algunas leyes sociales como el pago de salarios en moneda nacional en yerbatales y obrajes del norte (1923), donde era frecuente el pago en bonos y especies; la reglamentación del trabajo de mujeres y menores (1923); el Sábado Inglés y la reglamentación del trabajo nocturno en panaderías (1924). Pero la precariedad de la situación obrera queda registrada en el hecho que recién para 1929 se logra conseguir la jornada laboral de 8 horas. En la acción sindical del período resalta un suceso particular generado por la USA: en 1924, el gobierno promueve una ley de jubilaciones, y aunque ésta no contemplaba el requisito de que las jubilaciones fueran controladas exclusivamente por los trabajadores mediante cajas obreras, era una ley que en parte afectaba a los patrones. La USA, oponiéndose a toda injerencia del Estado, lanza la huelga contra la ley. La curiosidad no hubiera sido tal si la Asociación Nacional del Trabajo, asociación de empresarios, no hubiese simpatizado con la medida de la USA y no hubiera convocado a un lockout patronal con el mismo objetivo. Los sindicalistas se ven llevando adelante una huelga junto a los patrones y, ante este hecho insólito, sólo atinan a balbucear explicaciones poco convincentes. Seguramente no se trataba de aceptar la ley tal cual la proponía el gobierno, pero evidentemente la medida tomada por la USA ubicó al agrupamiento en una posición más que incómoda que lo terminará debilitando y siendo motivo de nuevas escisiones. En 1925 se separa la UOM, de tendencia socialista, y junto con otros sindicatos afines forman la Central Obrera Argentina (COA). La UF, que hasta el momento se había mantenido al margen de todo agrupamiento, apoya a este último. Gracias al poder de organización y cantidad de afiliados que detenta el gremio ferroviario, la COA va a convertirse en la central más importante.


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Para 1926 existen tres entidades sindicales: la USA (sindicalista), la COA (socialista) y la FORA (anarquista). Los comunistas quedan en una posición intermedia en torno a la cuestión sindical. Por un lado, mantienen gremios que permanecen en la USA, aunque las diferencias con la dirección sindicalista son cada vez más pronunciadas; por el otro, crean grupos “rojos” que se insertan en la COA. El movimiento obrero se encuentra fragmentado y en este período el sindicalismo sufre un profundo retroceso, pasando de los 100.000 afiliados a sólo 10.400 en 1927. A partir de 1928, la Federación Obrera Poligráfica Argentina (FOPA) propone la unidad de todas las centrales en una sola. La dirección de la USA comparte el llamado y lo promueve, a la vez que el PC también es partidario del “frente único” y de la unificación. Habrá que esperar dos años más para que el proyecto unificador se concrete. No obstante, sólo el PC (y los anarquistas, que a esta altura son un grupo reducido) no participa del reagrupamiento. En 1929 el comunismo argentino, siguiendo las líneas directivas de la Internacional Comunista en manos de Stalin, opera un cambio drástico en su política: ésta se conocerá como el período ultraizquierdista o de “clase contra clase”. En el movimiento sindical, el PC ahora impulsa la conformación de sindicatos clasistas y revolucionarios escindidos de las otras centrales sindicales, para enfrentar a la COA y a la USA (acusando a la primera de reformista y a la segunda de capituladora de la COA), y los gremios comunistas pasan a organizarse en el Comité de Unidad Sindical Clasista (CUSC), creado en este mismo año por el partido. Finalmente, en 1930, sobre bases sindicalistas y bajo la dirección de la UF, se crea la Central General de Trabajadores (CGT). Pero antes y en el plano político, sucedía otro hecho de trascendencia. En 1928, regresa a la presidencia Hipólito Yrigoyen, después de un triunfo muy importante en las elecciones nacionales. El caudillo en el gobierno ahora tiene que enfrentar los efectos de la crisis económica mundial desatada en 1929. La Gran Depresión producía la caída de los precios agropecuarios, la caída en las exportaciones y el estancamiento en el flujo de inversiones extranjeras. Ante tan grave situación, la burguesía necesita un gobierno que haga recaer los efectos de la crisis sobre las clases explotadas. No era Yrigoyen un personal confiable para tal empresa. Las políticas errantes del gobierno y la pérdida de su base de apoyo, dan lugar a una conspiración militar que


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encuentra eco fundamentalmente en los sectores de las clases medias y los estudiantes. Finalmente, en 1930 se produce el golpe de Estado a cargo del general José Félix Uriburu. A nivel general, la década del ‘30 traerá consigo cambios profundos en todos los ámbitos de la vida del país. Los grandes dramas sociales acontecidos en el mundo, como la crisis económica del ‘29, el ascenso del nazismo en 1933, la revolución española del ‘36 y el posterior inicio de la Segunda Guerra Mundial, abren un momento de agitación para todas las clases. Es tiempo de buscar reposicionamientos y dar respuestas a una situación compleja. La oligarquía tratará de dar la suya inaugurando un período que pasó a la historia como la Década Infame, donde reaparece el fraude electoral y la exclusión política para las masas trabajadoras. En los inicios de la década, la crisis económica produjo inmediatamente la interrupción del ingreso de capitales al país, junto con una notable disminución de las exportaciones argentinas al exterior. Durante este período, la desocupación crece a gran escala y la pérdida del salario obrero se vuelve una constante. Pero la devaluación promovida y el ajuste fiscal (recorte al salario y despidos de empleados públicos entre otras cosas) son también un golpe para las clases medias. Bajo el gobierno de facto, la situación de las masas populares empeora. El movimiento obrero vuelve a ser ferozmente atacado, y el Estado no escatima en encarcelamientos, torturas, asesinatos y la deportación de activistas. La naciente CGT se demuestra impotente para enfrentar este estado de cosas. La resistencia sólo queda en manos de anarquistas y comunistas51. Nuevamente, la represión no alcanza para terminar con la conflictividad social ni tampoco basta para mejorar la situación de la burguesía. Uriburu no logra estabilizarse y una serie de crisis suscitadas con su propia base social, causan la corta duración de su gobierno. Para 1932, con ayuda del fraude y la proscripción a la UCR, asume la presidencia el general Agustín P. Justo, instaurando un nuevo régimen político que será conocido con el nombre de la Concordancia. El mismo buscará presentarse como un régimen más legalista, apoyado en una serie de partidos como el Partido Demócrata Nacional, un sector del radicalismo 51 Los comunistas al frente del Comité de Unidad Sindical Clasista (CUSC) y en menor medidas los anarquistas, dirigirán en 1932 la huelga de tranviarios y el paro de agricultores; en 1933, las huelgas de los obreros de los frigoríficos y telefónicos de Avellaneda; en 1934, las huelgas de los obreros del calzado y de la madera.


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anti Yrigoyenista y el Partido Socialista Independiente, la corriente de derecha escindida del PS en 1927. Sin embargo, su política inicial de tolerancia hacia las organizaciones obreras, rápidamente será reemplazada por el restablecimiento del estado de sitio. Mientras el gobierno se propone negociar con los sindicalistas, acrecienta la persecución al Partido Comunista prohibiéndole realizar actos y allanando sus locales. Deteniendo a sus militantes y censurando el emblemático diario Bandera Roja, editado por este partido. En 1934, la organización comunista Socorro Rojo Internacional (SRI), publica un trabajo titulado “Bajo el terror de Justo”, enumerando todas las torturas y arrestos sufridos por los militantes comunistas en los inicios de la década de 1930. Con Justo se origina un cambio en la política económica, que opta por dejar de lado la concepción del “Estado mínimo” y pasa a promover una fuerte intervención estatal en la economía. Para superar el estancamiento en que se encuentra el país, la oligarquía gobernante se inclina a fortalecer el mercado interno, pasando a promover la sustitución de importaciones, cuestión que requiere desarrollar parcialmente la industria local. El llamado “proceso de industrialización por sustitución de importaciones” fue un intento pragmático de contrarrestar los efectos provocados por la disminución del poder de compra del país en el exterior como mecanismo para abastecer el mercado interno. Como sostiene Alicia Rojo, “la crisis mundial iniciada en 1929 transformó las relaciones comerciales a nivel mundial y tuvo consecuencias trascendentes en el largo plazo. El cierre de los mercados europeos a la producción argentina impulsa a las clases dominantes a mantener el mercado inglés a costa de enormes concesiones. Asegurada a los sectores terratenientes esta cuota de participación en el mercado mundial, se hizo necesario impulsar un cierto desarrollo industrial que permitiera hacer frente a las dificultades para abastecer el mercado interno producto de las limitaciones de la capacidad exportadora”52. Sin embargo, este proceso no modificó en absoluto el carácter estructural de Argentina como país capitalista dependiente, el cual lleva a Milcíades peña a considerarlo un proceso de “pseudoindustrialización”53. Rojo, Alicia, “El trotskismo argentino y los orígenes del peronismo”, Cuadernos del CEIP Nº 3, Bs. As., CEIP “León Trotsky”, julio de 2002, p. 15. 53 Ver Peña, Milcíades, Industria, burguesía industrial y liberación nacional, 52


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En este marco, la firma del Pacto Roca-Runciman fue el punto más alto de compromiso y entrega de la soberanía del país al imperialismo inglés, pacto que permitió a las clases dominantes transitar la crisis mundial de la década del ‘30 a costa de afianzar el papel de Argentina como país productor de materias primas y su condición de subordinación semicolonial dentro del mercado mundial a las potencias imperialistas, en particular, Gran Bretaña. Hacia mediados de la década, la economía mundial comienza a recuperarse, y esta recuperación permite agilizar el crecimiento de la industria, ubicando a este sector en un lugar privilegiado dentro del proceso productivo del país. Ahora nuevos trabajadores se incorporan a la producción, modificando de esta manera el esquema en el cual se asentaba la configuración de la clase obrera. Al poder social de los servicios, donde dominan sindicalistas y socialistas, debe agregársele el del nuevo proletariado industrial.

Los sindicatos por industria y el sistema de relaciones laborales Los sindicalistas no habían tenido grandes políticas para organizar a los obreros fabriles y, aunque algunos intentos hicieran en tal sentido, era difícil que la práctica mesurada y conciliatoria de la CGT encontrara eco positivo en un sector, donde los conflictos se daban casi en la ilegalidad y sobresalían por su carácter violento. Un detalle de aquellas luchas en la industria se encuentra en el libro A la conquista de la clase obrera de Hernán Camarero, que aborda la política del PC en este período54, como por ejemplo fueron la huelga de los trabajadores de la madera de 1929, la de los petroleros de Comodoro Rivadavia de 1932 o la del inicio de la Federación Obrera de la Industria de la Carne (FOIC) de 1932, dirigidas por el Partido Comunista. Fue este mismo partido, que ya venía desplegando un arduo trabajo fabril, quien acrecentó de manera significativa su inserción en la industria y entre el nuevo afluente de trabajadores que ahora se incorporaba a la producción. Con el desarrollo industrial, se ensancha también la organización obrera y se va gestando un proceso donde comienzan a generalizarse los sindicatos por industria (varios oficios de una misma rama como la construcción, ahora se agrupan en un solo gremio). Es el PC quien impulsa este modo de organización sindical. Ediciones Fichas, Bs. As., 1974 y Masas Caudillos y Elites, op.cit., entre otros trabajos del mismo autor. 54 Camarero, Hernán, A la conquista de la clase obrera, Siglo XXI Iberoamericana, Bs. As., 2007.


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El país atraviesa un nuevo auge de lucha obrera y, en 1936, se registra un incremento considerable en el número de huelgas y huelguistas con relación a los años anteriores. Es en la industria donde se originan las huelgas más importantes como las de la madera, de los textiles y el vestido, y la de la construcción. En todas ellas el PC jugará un papel dirigente. Destaca sobre todas, la grandiosa huelga de la construcción extendida desde fines de 1935 hasta comienzos del 1936, con una duración de 96 días y con una participación de aproximadamente 60.000 huelguistas. Las empresas constructoras se encuentran en proceso de expansión pero se niegan a mejorar los salarios (bajísimos para el sector) y las condiciones de trabajo (por demás inseguras con agotadoras jornadas que llegan hasta 14 horas diarias).El retraso en el pago de los salarios va caldeando los ánimos y un accidente fatal en una obra del barrio porteño de Belgrano, que arrojó un saldo de diez muertos y diez heridos, termina desencadenando la protesta. El 20 de octubre se decide declarar la huelga exigiendo el reconocimiento del sindicato, el aumento de salarios, la reducción horaria y condiciones de seguridad. El movimiento se organiza y gana en extensión: “¿es que la vida de un obrero vale menos que una bolsa de cemento?”55, reza un volante de los huelguistas. Piquetes, movilización callejera, agitación, ollas populares, métodos de autodefensa, fondo de huelga proveniente de los numerosos comités de solidaridad surgidos en los barrios populares, fábricas y sindicatos, son las características de un conflicto iniciado por reivindicaciones económicas que se irá radicalizando hasta convertirse, en enero de 1936, en una huelga general de todo Buenos Aires con rasgos insurreccionales. Los obreros salen triunfantes y entre otras cuestiones logran el reconocimiento de Federación Obrera Nacional de la Construcción (FONC). Luego de la huelga del ‘36, el PC se convierte en la corriente predominante en el movimiento obrero industrial: “Hacia la mitad de los años treinta, el partido se había consolidado en la dirección o codirección de las más importantes organizaciones del sector (metalúrgicos, carne, construcción, madera, textil y vestido) […]. Sólo con la FONC los comunistas pasaron a controlar una organización que, en 1941, llegó a superar los 70.000 afiliados […]. De hecho, la FONC se constituyó en la segunda entidad sindical en número e importancia del país, sólo detrás de la poderosa UF”56. Iñigo Carrera, Nicolás, La estrategia de la clase obrera. 1936, Bs. As., La Rosa Blindada, 2000, p. 127. 56 Camarero, Hernán, op.cit., p. 215. 55


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Como hemos dicho, hasta antes de mediados de la década, los gremios industriales dirigidos por el Partido Comunista estaban enrolados en el CUSC, organización que desde su fundación rivalizó permanentemente con las políticas conciliadoras de la CGT. En 1935, el PC toma la decisión de disolver la CUSC y promueve el ingreso de sus gremios a la CGT. La medida adoptada por los comunistas era consecuencia directa de las resoluciones emanadas del VII Congreso de la III Internacional de 1935. En este congreso, dominado por José Stalin, se impone la orientación de los frentes populares basada en la caracterización de que EEUU, Francia e Inglaterra eran imperialismos progresistas, en contraposición a la Alemania nazi y la Italia fascista. El PC argentino aplica a rajatabla esta política y establece una alianza con el Partido Socialista (a quien antes había tildado de “socialfascista”) para enfrentar a Justo y a la dirección sindicalista de la CGT, con la cual el régimen mantiene una convivencia pacífica. Asimismo, la Comisión Socialista de Información Gremial (CSIG) venía cuestionando las posiciones del sindicalismo: “La CSIG se reactivó […]. La posición socialista se reforzó, en 1933, con el ingreso a la CGT de La Fraternidad, que, junto a los sindicatos de comercio, municipales y gráficos, cuestionaron la dirección cegetista en dos puntos: su demora en convocar al Congreso Constituyente (que se postergaba desde 1930) y su carácter colaboracionista y prescindente (expresado en su falta de compromiso en la defensa de las libertades populares y los derechos ciudadanos, y en la lucha contra el Gobierno, el fraude electoral y la subordinación al imperialismo)”57. Al acrecentar su peso en el proletariado industrial, el PC va logrando invertir a su favor la relación de fuerzas existente entre las corrientes del movimiento obrero. Pero su ingreso a la CGT se produce recién en 1936, una vez que las disputas internas en la central llegaron a tal extremo que hacían inevitable la ruptura, producida para fines de 1935. Una vez consumada la división, el sector mayoritario, integrado por socialistas y comunistas, pasa a agruparse en la CGT Independencia; y los sindicalistas, quedan representados en la CGT Catamarca. La clase obrera protagoniza en esta etapa un poderoso ascenso, enfrentando a un régimen que comienza a desgastarse. En un intento de revitalización, la Concordancia llega a un acuerdo con el radicalismo de Alvear, permitiendo a este partido la vuelta a las elecciones. En 1938 Roberto M. Ortiz, en nombre de los conservadores, asume la presidencia de la Nación, legitimado por la participación electoral del radicalismo. 57

Ibídem, p. 202.


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Este mismo año el escenario mundial va a teñirse con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y sus efectos volverán a recaer sobre el país acarreando nuevos problemas políticos y económicos de gran magnitud (el comercio con Europa nuevamente se encuentra contraído y la inflación crece aceleradamente). Las clases dominantes comenzarán a dividirse en torno a la cuestión de la guerra y esta división se volverá cada vez más pronunciada. En 1940, Ramón Castillo sucede a Ortiz en la presidencia, volviendo a restablecer el estado de sitio e incrementando los poderes del ejecutivo para, entre otras cosas, reemplazar a los gobernadores electos por interventores federales. Bajo su mandato, Argentina mantiene la neutralidad frente a la guerra, política que favorecía al imperialismo británico para que pudiera seguir abasteciéndose de materias primas y alimentos. Pero el gobierno no sólo se ve obligado a lidiar con una oposición política, sino también con un movimiento obrero que se encuentra en franca recuperación, aunque este despegue se viera interrumpido parcialmente por los efectos de la guerra. Este período será para la clase obrera un momento de transición, donde ya no prevalecen las derrotas sufridas bajo la gran depresión, pero tampoco se ha logrado una mejora sustancial en las condiciones de vida. La presencia de los sindicatos en la arena nacional se vuelve más abarcadora y consigue echar raíces sólidas. Ramificación portadora de una nueva relación de fuerzas que requiere por parte del personal político, nuevos y más complejos mecanismos para lidiar con los conflictos laborales. La tarea recaerá en manos de la Dirección Nacional de Trabajo (DNT) y, por medio de esta institución, el Estado comienza a cumplir un nuevo rol de mediador en asuntos gremiales. Bajo su influencia pasan a firmarse algunos convenios laborales de limitado alcance. Los mayores beneficiarios son, una vez más, los sectores de servicios, no así la industria donde todavía abundan convenios muy elementales y sólo referidos a cuestiones salariales. Para algunos autores, entre 1936 y 1943 comienza a desarrollarse un sistema embrionario de relaciones laborales, y si el régimen se hacía más proclive a tender un canal de diálogo, éste sólo se limitaba a aquellos sindicatos que no participaran en cuestiones políticas como los dirigidos por el PC. Dicha condición quedaría explicitada en declaraciones varias formuladas por la DNT. La historiadora Louise Doyon sintetiza la naciente relación afirmando que “la gradual inserción del DNT en el área de relaciones entre los sindicatos y la patronal reflejó la conciencia del régimen de que el inexorable


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avance del sindicalismo exigía la apertura de un canal institucional para el tratamiento pacífico de sus reclamos. Este cambio representa un ajuste pragmático de la política social del gobierno y no una modificación cualitativa de sus premisas. Esta conclusión se confirma, tanto por la continuidad de la existencia de las organizaciones sindicales en la periferia de la legalidad como por la modestia de las concesiones tangibles que hizo posible la apertura de este camino más conciliador”58. La represión no queda excluida, pero ahora es más selectiva y se orienta principalmente sobre aquellos gremios dominados por los comunistas. Mencionemos que, para 1941, el Partido Comunista volverá a realizar un viraje decisivo en su política. El PC defendía la neutralidad frente a la guerra mundial siguiendo los lineamientos de Moscú, que por entonces mantenía un pacto de no agresión con el gobierno del III Reich, el llamado Pacto Molotov-Ribbentrop, por los nombres de los ministros de Asuntos Exteriores de la Alemania nazi y de la Unión Soviética. Dicho Pacto no obstante se rompe en 1941 a causa de la invasión alemana a la URSS y los comunistas llaman a la constitución de un frente antifascista, confluyendo con otros partidos (como el PS y la UCR) que alistan bajo el campo aliado. La caracterización del PC sobre la guerra, que hasta ese momento era definida como guerra interimperialista, va a ser suplantada por otra, asignándole ahora a ésta el carácter de guerra de los pueblos libres contra el nazifascismo. Sus campañas antiimperialistas, dirigidas esencialmente contra EEUU y contra el monopolio del transporte, serán dejadas de lado. Ahora ve apropiado no realizar huelgas contra aquellas empresas que produjeran o abastecieran a los países imperialistas aliados. La resolución adquiere un valor concreto: el PC va a traicionar dos grandes huelgas como fueron la metalúrgica de 1942 y la de la carne de 1943. En la primera, los comunistas deciden levantar un paro que lleva varias semanas de duración y aceptar, ante el repudio de la base obrera, la mediación de monseñor D’Andrea y del ministro del Interior del gobierno de Castillo. La huelga terminó en derrota. Una actuación similar volvería a repetirse en la huelga de la carne, cuando el PC sostiene que los obreros no debían impedir el abastecimiento de este producto a las potencias aliadas. El cambio de orientación abrupto, llevaría a este partido a perder parte de la influencia conquistada. La política de conciliación de clases en la que se sumergía el PC, conducía a abortar, en consecuencia, la posibilidad de consolidar una variante clasista para combatir el futuro ascenso del peronismo. 58

Doyon, Louise, op.cit., pp. 43-44.


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Corporativismo La postura sindicalista abarcaba un amplio espectro. De ella eran partidarios no sólo los sindicalistas propiamente dichos, sino también otros dirigentes que formalmente adherían al PS. Esta postura ganó peso y concentró todo su poder en los sectores de servicios. Ya en los ‘30, la UF representa casi el 65 % del total de afiliados de la CGT. Otros gremios como la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE), que durante bastante tiempo se mantuvo autónoma, la Fede­ración Obrera de Empleados Telefónicos con Luis Gay al frente, o el Sindicato de Obreros y Empleados Nacional de Comercio dirigido por Ángel Borlenghi, fueron otros tantos donde las distintas expresiones de sindicalismo dejaron su huella. Salta a la vista entonces que donde mayor capacidad tienen los tra­ bajadores para afectar el funcionamiento normal de la economía, mayor margen de negociación puede conseguirse. Al reducir y limitar su estra­tegia al mejoramiento de sus condiciones económicas, el sindicalismo estaba proponiendo un programa que sólo podía aplicarse concreta y temporalmente en algunos sectores específicos de la clase obrera, pero no en forma generalizada. Las desigualdades existentes en el movimiento obrero, particularmente en los países semicoloniales, así como las conse­cuencias de las crisis económicas y la guerra, harán imposible la obtención de mejoras generales, estables y extendidas por igual a toda la clase obrera. El sindicalismo revela así su carácter corporativo, pues es indiferente a esta realidad concreta y, cuando promueve la unidad del movimiento obrero, lo hace persiguiendo sus fines sectoriales y no los del conjunto. En realidad, su visión de la realidad obrera, queda confinada a la de los sectores con mayor capacidad de negociación que dirige. Los ejemplos abundan. En el mayor momento de dispersión de las organizaciones obreras, como fue la década del ‘20, los grandes sindi­ catos de servicios eligieron quedar por fuera de cualquier agrupamiento sindical y dedicaron esfuerzos sólo a consolidar sus gremios para explotar su mayor poder de negociación. En todo el período que se extiende hasta 1943, no existía una disposición jurídica que garantizara el reconocimiento de los sindicatos como representantes legítimos de los trabajadores. Este derecho les cabía sólo a los grandes sindicatos. Por su peso específico, éstos contaban con un reconocimiento de hecho que les permitía acceder a convenios colectivos cuyo alcance en mejoras salariales y cuestiones laborales distaban enormemente de la realidad de los otros gremios.


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Tal fue el caso del convenio colectivo que firmara la UF en 1927, o los alcances en materia de jubilaciones conseguido por el sindicato de Comercio para el año 1937. Una política no corporativa debería haber tomado el reconocimiento de todos los sindicatos como bandera de unificación para el conjunto de la clase trabajadora. Pero este no fue el caso.

La pérdida de la democracia obrera La burocratización del sindicalismo acarrearía graves consecuencias, pues con ella se cortaba una de las mejores tradiciones que el anarquis­mo había introducido desde temprana hora: la democracia obrera. La pérdida de la democracia obrera alejaba la posibilidad de educar en sólidos principios a las nuevas generaciones de trabajadores, en es­pecial, al torrente que ingresó a la producción a mediados de la década de 1930, muchos de los cuales provenían del interior del país. La autoeducación que otorgaba el método de la democracia obrera fue lentamente suplantada por el paternalismo del dirigente, entre otras cosas, encargado y responsable de tomar las grandes decisiones a espaldas de la base. La democracia obrera servía también para hacer avanzar la conciencia obrera y evitar la división entre los distintos sectores permitiendo golpear unificadamente contra la patronal, el gobierno, etcétera. Al recaer la responsabilidad de las decisiones en todos los obreros que comparten la lucha, decisiones que seguramente serán importantes para sus vidas, los trabajadores están obligados a la reflexión. Es en la asamblea –no en la asamblea formal para escuchar al dirigente, sino en aquella donde proliferan los debates, controversias y acuerdos, donde actúan las diferentes corrientes políticas o simplemente las distintas posiciones individuales– el ámbito propicio en el cual el trabajador comparte una experiencia con sus pares y debe defender sus posiciones contra quienes sostengan una contraria. Es en este intercambio de ideas y en las decisiones tomadas por el conjunto, donde la clase se va autoeducando. El movimiento obrero no es ni puede ser homogéneo porque la burguesía coopta, corrompe, forma capas privilegiadas donde prevale­cen diferencias contractuales, salariales y en las condiciones de trabajo. También en el plano de la conciencia, no todos los trabajadores, ni si­quiera los de una misma unidad de producción, pueden pensar y actuar idénticamente. Diversos niveles culturales, tradiciones, sensibilidades, experiencias personales, ideas políticas, etc., crean una gama variada de tonalidades.


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Así como en una misma fábrica o establecimiento convi­ven trabajadores avanzados políticamente con otros más atrasados, esta convivencia entre vanguardia y retaguardia se da en los sindicatos, las comisiones internas o los cuerpos delegados. Sólo con el método de la democracia obrera, la vanguardia puede in­ fluenciar a la retaguardia y la toma de decisiones por parte del conjunto, mediante la votación democrática. Es el único camino posible para forjar una mayor unidad interna. La libertad de expresión de todas las tendencias en el debate previo y el respeto a la votación mayoritaria como culminación de ese debate, ayuda también a fortalecer la confianza en las decisiones tomadas. Bajo este método será posible la formación de bloques, agrupados en torno a distintas posiciones; bloques que pueden ser circunstanciales pero que permiten realizar a posteriori un balance claro acerca del resultado de la votación, sea la posición adoptada acertada o equivocada. El método de la democracia obrera pone en pie de igualdad al diri­gente con el conjunto de la base, pues al ser soberana la asamblea, todas las posturas tienen el mismo valor. Las decisiones ya no dependen de las posiciones de un puñado de dirigentes y no importa cuán correctas sean, si éstas son tomadas sin la participación del conjunto. Un error bajo el método de la democracia obrera, puede valer más que un acierto burocrático. La posibilidad de extraer conjuntamente la conclusión del error for­ talece no sólo al sector que sostenía la posición correcta, sino también al conjunto. Por supuesto, queda excluido del método de la democracia obrera la aceptación de medidas reaccionarias, y los trabajadores clasistas tienen el derecho de rechazar y no subordinarse a una medida que atente contra los principios de clase. Al ahogar la democracia obrera, el sindicalismo burocrático defen­día su posición dirigente y sus intereses de grupo privilegiado. De esta manera se facilitaba un mejor control de su sindicato censurando la posibilidad de crítica y de cambio de rumbo que pudiera facilitar las decisiones democráticas. La burocratización que se iba asentando, afir­maba las condiciones para la posterior cooptación de los dirigentes y de las organizaciones sindicales que haría el peronismo.

La Unión Ferroviaria y la figura del caudillo sindical No es posible encarar un análisis del sindicalismo sin hacer una men­ ción específica sobre la Unión Ferroviaria (UF). Durante por lo menos


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tres décadas y hasta el advenimiento del peronismo, el gremio marcó el curso del movimiento obrero argentino y el de la CGT. La primera organización gremial ferroviaria fue La Fraternidad (FRA), fundada en 1887, representante sólo de los maquinistas. Más tarde y para el año 1912 se crearía, como vimos, la Federación Obrera Ferrocarrilera (FOF) agrupando a varios oficios en un intento de resolver la gran disper­ sión del sector que dificultaba el triunfo de los conflictos. La unificación era producto de las lecciones extraídas luego de esas derrotas. Recién para 1915, la FOF pudo reunir el primer congreso de dele­ gados del país eligiendo como secretario general a Francisco Rosanova, un sindicalista combativo que por varios años va a dirigir el gremio. La gran mayoría de los ferrocarriles, hasta que fueran nacionalizados por Perón, pertenecían a empresas extranjeras y, si bien los trabajadores del sector iban concentrando poder social por el papel desempeñado en la economía, antes del primer gobierno de Yrigoyen, la situación de los obreros ferroviarios no era muy favorable. “La persecución a los activistas sindicales era en aquel momento muy intensa. Tanto es así, según cuenta [José] Doménech, en la seccional de Rosario en la que él militaba, por varios años ningún ferroviario quiso aceptar la Secretaría de la Junta Directiva local. Fue necesario ofrecerle el cargo a una persona ajena al gremio, un anarquista, Pedro Casas, un ‘criollo’, que había sido estibador en el puerto”59. Bajo el primer gobierno radical, las cosas mejoran sensiblemente. Las luchas por mejoras son apuntaladas por la mediación gubernamental que, en una serie de casos, falla a favor de los obreros a cambio de que éstos den su palabra de respetar la paz social. Las conquistas van a facilitar un mayor control sobre el lugar de trabajo y son ahora los obreros quienes se encuentran a la ofensiva: si antes, “el temor al capataz y sobre todo al jefe de talleres era reverencial”60, luego de los triunfos obtenidos este estado de cosas se modifica de modo radical. Sin embargo, entre los años 1917-18, una serie de huelgas terminarían en fracaso y muchos pasaron a atribuirle la culpa de este desenlace al mal desempeño de la FRA, basado en su interés corporativo. Finalmente, y como conclusión de estos sucesos, un grueso impor­tante de trabajadores decide que es necesario crear una organización bien disciDi Tella, Torcuato, Perón y los sindicatos, el inicio de una relación conflictiva, Bs. As., Ariel, 2003, p. 200. 60 Ídem. 59


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plinada y centralizada, capaz de aglutinar a los sectores que se encuentran por fuera de La Fraternidad. Desde esta perspectiva en 1922, nacía la Unión Ferroviaria (UF). La UF incorporaría a trabajadores de toda la extensa red ferroviaria, entre ellos peones y operarios, pero su mayor fortaleza estaba dada por los obreros de los talleres y por parte del personal de tráfico, quienes tenían la potestad de paralizar la circulación de trenes de todo el país. La conducción del gremio quedaba en manos de un sindicalismo más negociador, proclive al diálogo con las empresas y con el gobierno. Antonio Tramonti, a quien muchos acusaban de “amarillo”61, pasa a ocupar la pre­sidencia de la UF hasta 1934, año que será reemplazado por Doménech, quien al dividirse la CGT en 1935, se convertiría en secretario general, desplazando de la dirección al sector sindicalista tradicional. Pero el cambio producido no será cualitativo en materia de estrategia política. Doménech, afiliado al PS, mantenía los lineamientos básicos del sindicalismo, con la diferencia que aceptaba la colaboración de los partidos políticos y confiaba en el parlamento y en las leyes para lograr mejoras. En este aspecto, los nuevos “dueños” de la UF mantendrán una continuidad política con los dirigentes depuestos. En la década del ‘30 existían aproximadamente cerca de 150.000 trabajadores ferroviarios y la UF se afianzaba como uno de los gremios más poderosos. Además de ser uno de los pocos sindicatos que, ya des­de la década del ‘20, logra realizar convenios colectivos de trabajo, las condiciones de empleo y los sueldos (aunque no el de todos sus sectores) eran de los mejores pagos del país. Otro hecho que diferencia a los ferroviarios del resto, es que éstos gozan de vacaciones y pueden obtener licencia por enfermedad, algo inédito para el movimiento obrero de aquel entonces. También contaban con una Caja de jubilaciones y pensiones por incapacidad o accidente. En la época de la gran crisis, cuando el desempleo era una constante en las filas obreras, la UF logró mantener casi la totalidad de los pues­tos de trabajo aunque para ello tuvo que resignar un descuento en los salarios. El gremio no se ocupaba sólo de los problemas laborales. Su acción abarcadora se extendía hacia el área social, cuestión que le permite acre­centar su influencia y prestigio sobre los trabajadores ferroviarios. Gran número de entidades sociales y asociaciones de ayuda mutua fueron creadas por la UF. “Amarillo” era el término utilizado por los trabajadores para denominar a los dirigentes sindicales u organizaciones vendidos a la patronal, término que continúa siendo utilizado en la actualidad. 61


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Asesoramiento sobre jubilación; promoción de un plan de viviendas que, aunque limitado, sirvió para garantizar el techo de muchos traba­jadores; creación de comedores, numerosas bibliotecas y clubes; hasta acuerdos con médicos para la atención de sus afiliados a bajo costo. Todas estas actividades fueron abarcadas por la UF, convirtiendo a los trabajadores ferroviarios en una elite que lo alejaba bastante del nivel medio del obrero argentino y que, a la vez, convertían al sindicato en una entidad cerrada y poderosa. El historiador Joel Horowitz hace un análisis minucioso de este gremio y, según él, la fortaleza de la UF “provenía de la combinación de esos dos factores –la índole estratégica de la actividad ferroviaria y el sentido de comunidad prevaleciente entre sus trabajadores–, y su éxito en el mejoramiento de las condiciones laborales reforzó dicho sentido de comunidad, a punto tal que estos trabajadores se diferenciaron de todos los demás”62. Para Horowitz estos componentes que constituían la “comunidad ferroviaria tenían un peso muy importante en la creación de una identidad propia y separada del resto del movimiento obrero”. “El factor explicativo que se pone de relieve es la comunidad ocupacional, la identificación de los trabajadores con su actividad, sus compañeros y su sindicato. Este sentimiento se manifestaba en las declaraciones de los dirigentes sindicales, al proclamar la importancia de los trabajadores ferroviarios y de su organización. Otra señal de ese sentimiento, y a la vez un elemento que lo robustecía, fue la creación de organizaciones de ayuda personal por y para los ferroviarios, sociedades de ayuda mutua, cooperativas y bibliotecas. Las iniciativas emprendidas por el sindicato, especialmente durante la década de 1930, reforzaron ese sentimiento de comunidad. Los trabajadores pasaban gran parte de su tiempo de ocio en actividades vinculadas a la Unión Ferroviaria, que además les suministraba valiosos servicios educativos, atención médica y hasta ayuda pecuniaria”63. La actividad social seguirá desarrollándose con intensidad en la dé­ cada siguiente. A partir de 1939, la UF logra establecer subsidios por enfermedad, nacimiento o matrimonio y, en 1942, llega a inaugurar un hotel de amplias comodidades en Córdoba para sus afiliados. Desde un punto de vista más amplio, los cambios en la organización obrera originados en la década del ‘30 van a presentar una paradoja. A medida que el movimiento se hacía fuerte en extensión y poder social, 62 Horowitz, Joel, “Los trabajadores ferroviarios en la Argentina (1920-1934). La formación de una elite obrera”, Revista Desarrollo Económico, Vol. XXV Nº 99, 1985, p. 5. 63 Ibídem, p. 31.


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sus capas dirigentes se escindían cada vez más de las bases, acelerando y consolidando un proceso de burocratización. Esta realidad sería mucho más potente en el caso de la Unión Ferroviaria. La comisión directiva de la UF estaba integrada por 17 miembros, encargados de tomar las decisiones fundamentales, que luego debían ser ejecutadas por las seccionales locales del sindicato. Estas seccionales carecían de autonomía y formaban parte de un entramado burocrático donde predominaba el verticalismo. “Entre 1930 y 1942 hubo 220 seccionales; vale decir que la cantidad de autoridades del gremio no era inferior a 1.760, igual a la cantidad total de afiliados de algunos sindicatos importantes para aquella época”64. Una de las claves dentro de la UF va a ser la puja entre distintas alas del sindicalismo para ver quién se quedaba con el control de la UF y la CGT. Cuando el grupo de Doménech, en alianza con el comunismo, gana predominio, el sector sindicalista “ortodoxo” (que hasta el momento dirigían la UF y la CGT) se niega a llamar al congreso que debería elegir las nuevas autoridades de la Central. Las prácticas de Doménech (en cuanto a la defensa de la democracia obrera, la relación con las empresas y el poder político), una vez en la dirección de la UF, no diferían mucho de las utilizadas por sus adversarios internos. En 1934, el gobierno legalizó mediante un laudo presidencial los descuentos al salario que las empresas ferroviarias venían imponiendo. La asamblea extraordinaria de los ferroviarios rechazó el laudo pero, sin embargo, la nueva Comisión Directiva terminó aceptándolo, pasando por encima del mandato expreso de la base. Por otro lado, los problemas que a menudo se suscitaban con secto­ res opositores a la conducción del gremio, eran solucionados mediante intervenciones a las seccionales locales. A estos procedimientos, que poco tenían que ver con la tradición del movimiento obrero de los orí­genes, se suman otros elementos de degradación, como la recurrencia a la Justicia en los problemas internos del gremio. Tramonti y los demás dirigentes depuestos, habían sido los encargados de pedir la intervención judicial de la UF acusando a ésta de haber recaído, entre otras cosas, en “la violación al estatuto gremial por la comisión directiva a través de la CSIG (Comisión Socialista de Información Gremial), en especial en lo que respecta a la prescindencia política establecida en el artículo 4 del mismo”65. Ibídem, p. 21. Matsushita, Hiroshi, Movimiento obrero argentino, 1930-1945, Bs. As., Hyspamérica, 1983, p. 158. 64 65


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Señalemos, por si hiciera falta, que los sindicatos de servicios (y muy especialmente la UF) ya no eran esas organizaciones anarquistas, muchas veces débiles y condenadas a la persecución permanente. Su crecimiento, que se daba a la par de la industrialización del país, los convertía en organizaciones potentes, y sus dirigentes, apoyados en éstas, podían entablar discusiones relativamente “de igual a igual” con el poder de turno. La figura del caudillo sindical, basada en la ambición de mantener a todo precio el puesto dirigente del gremio (porque la UF era entonces “el gremio”), toma una magnitud relevante acrecentando el burocratismo y las maniobras sin principios. En ese entonces las disputas por el control de los grandes sindicatos no eran causadas por las prebendas que reportaban las cajas sindicales. Y aunque las había, eran insignificantes comparadas con el poder empre­ sarial que actualmente tienen los dirigentes sindicales de los principales gremios. La burocratización comienza por la aspiración de mantener el prestigio social que otorgaba estar al frente de un sindicato de masas y por la cada vez más creciente obtención de privilegios materiales a los que podía acceder quien ocupara un cargo de dirección. Esta voluntad de elevarse personalmente por encima de la condición obrera general alimentó el surgimiento y afianzamiento del caudillo.


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La postura sindicalista frente a Perón

El golpe de 1943 y la aparición de la Secretaría de Trabajo y Previsión En enero de 1942 se realiza en Río de Janeiro la Tercera reunión de Consulta de los Ministros de Relaciones Exteriores de las repúblicas americanas. Allí, Argentina vuelve a reafirmar su neutralidad frente a la guerra que había sostenido en anteriores conferencias. La resolución tomada tensa aún más la relación con EEUU, la nación imperialista en ascenso frente a la declinación británica, quien en represalia prohíbe la exportación a nuestro país de equipos eléctricos, productos químicos y otros artículos básicos. Esta situación agudiza la división entre las diferentes alas de la burgue­ sía y son “los sectores industriales, cerealistas y financieros, necesitados de mercados que la Europa en guerra ya no ofrece y de renovación de maquinarias y equipos, [quienes] comenzaron a plantear la necesidad de profundizar la relación con el imperialismo norteamericano. Estancieros y ganaderos, dominantes aún en la estructura económica argentina, resistían esta opción”66. El golpe de Estado producido en junio de 1943 viene a fallar a favor de esta última fracción y suprime las elecciones previstas para 1944 en las que Patrón Costas, candidato del sector conservador promotor de una colaboración activa con EEUU, se encamina como seguro ganador. Las fuerzas armadas pasan a hacerse del poder en un intento de re­ solver la crisis abierta en el país y el general Ramírez queda al frente de la presidencia. La camarilla golpista que hace la “Revolución de Junio” (así se deno­ minó al golpe) está integrada por dos sectores diferenciados. El primero, 66

Rojo, Alicia, op.cit., p. 23.


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representado por Arturo Rawson, partidario de llamar a elecciones en un corto plazo. Este sector simpatiza con la coalición aliada. El otro grupo estaba conformado por el GOU (Grupo de Oficiales Unidos). Era una logia militar fundada, entre otros, por el joven Teniente Coronel Juan Domingo Perón e integrada por oficiales sin jerarquía que carecían de mando de tropa. Entre ellos había desde militaristas y nacionalistas simpatizantes de la Alemania nazi y partidarios de desarrollar la industria bélica, hasta un pequeño grupo de ultraderechistas y moralistas. Entre sus principales objetivos político-ideológicos, se encontraban su oposición al ingreso de Argentina en la Segunda Guerra Mundial bajo el bando aliado, como expresión de su rechazo a la presión del imperialismo norteamericano sobre el país, así como su actitud preventiva frente a una posible radicalización de las masas obreras, para lo cual se proponían evitar el desarrollo del movimiento comunista. Desde su puesto en el gobierno de facto, el coronel Juan Domingo Perón comienza a esbozar un proyecto de desarrollo nacional basado en un mayor intervencionismo estatal que dinamizara la acumulación capitalista desarrollando ciertas ramas industriales y creando un mercado interno de consumo. Para tal fin era necesario dar impulso al surgimiento de nuevos sectores burgueses y otorgar mejoras a la clase trabajadora con un doble objetivo: tanto sea consolidarla como consumidora y, a la vez, afianzarla como base social del régimen, al mismo tiempo que se busca controlar y domesticar a sus organizaciones. En síntesis, el proyecto de Perón consistía en resguardar al sistema capitalista, arbitrar entre las clases sociales y apoyarse en la clase obrera para ofrecer cierta resistencia al imperialismo dominante. Las primeras medidas del régimen apuntan al control de precios y el congelamiento de precios de los alquileres. Se implanta la educación reli­ giosa en las escuelas públicas y las universidades pasan a estar duramente controladas. La censura abarca a los medios de comunicación y se proscri­ ben todos los partidos políticos. La Unión Ferroviaria y La Fraternidad son intervenidas y se intensifica la campaña anti comunista con represiones a los gremios dirigidos por el PC y con encarcelamiento a sus dirigentes. Nuevamente, en el plano de las relaciones exteriores la situación es insostenible (las presiones para que Argentina abandone su posición neutralista son cada vez más intensas y solo al final del conflicto bélico, cuando la derrota de Alemania ya es inminente, el gobierno termina declarándole la guerra). La decisión profundiza las brechas al interior del bloque de la


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camarilla gobernante y Perón las utilizará para maniobrar entre un sector y otro, y apoyándose en la fracción ultranacionalista de la coalición militar, fuerza la renuncia del presidente Ramírez. En su lugar asume Farell, nombrando al coronel Perón como jefe del estratégico Ministerio de Guerra. Bajo su dirección se incrementa el presupuesto de fabricaciones militares y se expande la red de empresas mixtas abocadas a la fabricación de metales y químicos. Necesitado de apoyo, Perón está obligado a recurrir a un juego doble. Por un lado, busca en el movimiento obrero un aliado para apuntalar su proyecto y, por el otro, debe contrarrestar la posible agudización de la lucha de clases, ya que el protagonismo creciente de los trabajadores amenaza con convertirse, a la salida de la guerra, en un peligro latente para el sistema. La coerción hacia las organizaciones obreras va a estar combinada con la invitación al diálogo a los dirigentes obreros no comunistas. Por su parte, los sindicalistas entienden este gesto como una manera de frenar la represión y, a la vez, la posibilidad de presentar sobre la mesa una serie de demandas no resueltas. A fines de 1942, la CGT experimenta una nueva división. Las dis­putas entre el sector de Doménech y los comunistas ya estaban bastante exacerbadas y se incrementarían aún más cuando llega el momento de realizar el segundo congreso de la central, el cual debe renovar al Secretariado en funciones. Los miembros del PC participantes de ese organismo trazan una alianza con el sector de Borlenghi, dirigente del Sindicato de Comercio (también enfrentado a Doménech y árbitro en la puja comunistas-anticomunistas). Para la elección del nuevo Secre­tariado se formaron dos listas: la lista 1 encabezada por Doménech y la 2 por Pérez Leiroz. Sólo por un voto, proveniente del representante de la UF, sale triunfante la lista de Doménech (el acto electoral y el resul­tado del mismo se habían visto enturbiados por una serie de problemas suscitados con anterioridad que habían desfavorecido a la lista 2, por lo cual, la lista de Borlenghi-Pérez Leiroz pasa a desconocer el resultado final). La división se ha consumado: La CGT Nº1 queda representada por Doménech, y la CGT Nº2 por Borlenghi. En julio de 1943 el gobierno militar disuelve la CGT Nº2 e incremen­ta la represión hacia los gremios comunistas. A esta altura, Borlenghi y Pérez Leiroz optan por seguir los pasos de la CGT Nº1, y pasan a man­tener buenas relaciones con el golpe. Dado este cambio, es el Ministerio del Interior es ahora quien recomienda a los diferentes sectores obreros la unificación. “Ante este consejo, según el documento de la CGT Nº1, el Secretariado de la


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misma ‘expresó por medio del compañero Doménech, que la CGT siempre fue partidaria de la unidad […], pero que si en esta oportunidad serviría para hacer crecer a los comunistas, preferían no hacerla....”67. La respuesta oficial ante esta “preocupación” fue que de ninguna manera se favorecería a los comunistas, pues el gobierno estaba dispuesto a destruir su organización. Una vez aclarado el asunto, se fija el reingreso de los sindicatos no comunistas a la CGT Nº1 y concretado el hecho, la central vuelve a llamarse simplemente CGT. En los primeros momentos de la relación que Perón intenta entablar con la central unificada, el gobierno tiene un margen de maniobra limita­ do. Ciertas fricciones y el malestar por los gremios intervenidos, lo obli­ garán a dejar de lado un decreto de ley sobre Asociaciones Profesionales (que otorgaba a las autoridades la facultad de determinar qué entidades podían representar los intereses obreros frente a la patronal y el Estado, al mismo tiempo que condicionaba ese reconocimiento a la renuncia de toda participación en política). A través de esta ley el gobierno buscaba tener un control más directo sobre las organizaciones sindicales. Se hace imperioso contar con un instrumento apropiado para articular y mejorar la relación con el movimiento obrero. Perón logra deshacerse de la añeja DNT, dependiente del Ministerio del Interior, y pasa a crear un órgano autónomo: la Secretaría de Trabajo y Previsión (STP). A tra­vés de este organismo, va a ir afirmando la autoridad del Estado como mediador de las relaciones laborales. Los decretos y resoluciones que emanan de la Secretaría, edificarían una dimensión inédita en el ámbito de la relación obrero-patronal68. Durante los meses posteriores a su fundación, la actividad de la STP fue intensa y fructífera. En poco tiempo y bajo su tutela, se firman 700 convenios colectivos de trabajo, siendo los más favorables los pertenecientes a la UF y el Sindicato de Comercio69. A su vez, los dirigentes de Matsushita, Hiroshi, op.cit., p. 258. “Los nuevos decretos hacían obligatoria, en primer lugar, la conciliación por parte de la Secretaría de Trabajo de todos los reclamos obreros antes de que pudiera recurrirse a medidas de fuerza; de lo contrario, el sindicato involucrado en el conflicto no recibía la asistencia de las autoridades. En segundo lugar, establecían que ese organismo debía aprobar los términos de todos los convenios colectivos de trabajo antes de que pudiera considerárselos válidos. Una cláusula final disponía que el convenio, una vez homologado, tenía fuerza de ley, lo cual daba al Estado los medios necesarios para asegurar su fiel cumplimiento por las partes signatarias”. Doyon, Louise, op.cit., p. 114. 69 Entre los principales puntos de estos convenios se encuentran los subsidios 67 68


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los gremios no comunistas son invitados a tener asesores permanentes en la Secretaría. Éstos acceden y no en pocos casos llegan a justificar la represión del Estado hacia los comunistas. A la vez, dan su apoyo a la directiva de Perón de impulsar gremios paralelos allí donde dirige el PC. Los nuevos gremios contarán, desde un primer momento, con la ayuda de la STP quien les otorga el beneficio de negociar convenios y reivindicaciones, imposibles de conseguir para los gremios comunistas ferozmente perseguidos. Estos sindicatos industriales alternativos a los existentes logran la adhesión de algunos dirigentes comunistas, en su ma­yoría de perspectivas afines al sindicalismo, que rompiendo con sus viejas organizaciones ahora pasan a comandar los gremios paralelos. Al contar con los favores del poder, estos sindicatos rápidamente ven engrosar sus filas. La CGT, junto a otros gremios “autónomos”, crea una comisión de unidad gremial para oficializar el apoyo a los sindicatos promovidos por el gobierno. En enero de 1945 estos gremios ingresan a la CGT70. La política orientada hacia la clase obrera representó uno de los as­pectos más contradictorios del peronismo, aspectos que se profundizarán una vez afianzado el poder tras su triunfo en las elecciones de 1946. Como sostiene Alicia Rojo, por una parte, “el gobierno peronista desarrolló una política tendiente a favorecer la sindicalización de la clase obrera dando origen a poderosas organizaciones sindicales. Por otro lado, ganaba el apoyo del proletariado a través de una serie de concesiones que mejoraron notablemente sus condiciones de vida y trabajo. Las comisiones internas, creadas como forma de control de los obreros sobre las condiciones de trabajo en las fábricas, que incluían el control de los ritmos de trabajo, actuarán por décadas como manifestación del poder de las bases obreras, y como límites a la necesidad de aumento de la productividad de la patronal. Al mismo tiempo, el régimen cooptaba a la burocracia de las organizaciones sindicales, y a través de mecanismos como el arbitraje, el reconocimiento estatal de los sindicatos, el desti­nados a la construcción de un policlínico para los sindicatos ferroviarios, un incremento en los días de vacaciones pagas; para comercio, un decreto que declara obligatorio el domingo como feriado pago. 70 Algunos de los gremios que fueron formados bajo el paraguas de Perón y luego ingresaron a la CGT fueron: la Unión Obrera Metalúrgica (UOM); la Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina (UOCRA); el Sindicato Único de Portuarios Argen­tinos (SUPA); la Federación Nacional de la Industria del Vestido (FONIVA); la Federación Gremial de la Industria de la Carne (FGIC); la Federación Obrera de la Industria Azucarera (FOTIA); el Sindicato Único de los Trabajadores de Luz y Fuerza (SUTLF).


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cobro de cuotas sindicales, etc., consolidaba un proceso de estatización de las organizaciones obreras”71. Esos mecanismos de control y cooptación ya comenzaban a aceitarse y a actuar eficazmente en este período. Dan cuenta del hecho, los cargos en la STP y en las distintas carteras de gobierno que pasan a ocupar algunos dirigentes de la CGT, de sindicatos “autónomos” y de los sindicatos oficialistas. La trama que Perón había diseñado, como parte de una estrategia anticipatoria para frenar una posible radicalización y anular la independencia del movimiento obrero, se iba fortaleciendo con la aprobación de los portadores del sindicalismo reformista.

Sindicalismo y peronismo Si ayer el “apoliticismo” encerraba la subordinación encubierta a la política burguesa, las nuevas relaciones que los dirigentes entablan con Perón los conducirán a muchos de ellos a abrazar, fanáticamente y sin ningún tipo de ocultamiento, la causa del nacionalismo burgués. La ecuación de cambiar reivindicaciones por respaldo político, encuentra en esta etapa un equilibrio nunca antes visto. El objetivo sindicalista de mostrarse como grupo de presión semiindependiente va perdiendo razón de ser. En su lugar, comienza a vislumbrarse el perfil de un grupo de apoyo político directo al régimen y, en particular, al hombre fuerte a cargo de la Secretaría de Trabajo. Utilizando el arsenal “teórico” del sindicalismo, Perón va estructuran­do su discurso de poder y de contención-cooptación hacia el movimiento obrero. Los sindicalistas podían tener grandes falencias, pero sería ingrato negar las pasiones encerradas en las almas de aquellos hombres. La exaltación era una de ellas, y tal vez la más profunda. Así como por siglos el catolicismo adoctrinó a las masas en el divino don del perdón brotando de la mirada sufriente de Cristo, los jefes sindicales guiarían al movimiento obrero en el culto y la veneración hacia el líder. José Doménech, quien había estado al frente de la UF y luego de la CGT, le asignó a Perón el carácter de “primer trabajador” aclarándole al hombre fuerte de la STP, que a él no le iba a faltar “toda la colaboración y todo lo que sea necesario de los hombres que hemos entregado al movimiento gremial todas nuestras inquietudes y nuestras horas libres, si no nuestra vida entera y nuestro honor”72. 71 72

Rojo, Alicia, op.cit., p. 26. Del Campo, op.cit., p. 250.


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Pero aquellos dirigentes, que habían elevado al Coronel ubicándolo en el Olimpo, no podían atribuirse para ellos mismos un lugar menos sublime. Luis González73, refiriéndose a la clase obrera y a las fuerzas armadas, expuso probablemente por primera vez, la idea de los “dos ejércitos”. Idea luego retomada por el mismo Perón: “Ese ejército que creó el Gran Capitán […] es ejemplo de otro ejército: el ejército del trabajo. Dos ejércitos que se confunden en uno solo: el ejército que cuida y el que produce”74. Si hay algo de cierto en esta frase, es precisamente el sentido de la confusión. El ejército “que cuida”… protege la propiedad privada, y ahora lo hará con armas más sofisticadas. El ejército “que produce”… seguirá produciendo amargamente bajo el mando del capital, pues su dirección, que ha ofrecido sus servicios espirituales a Perón, va privándolo de la lucha liberadora. La imagen épica de los “dos ejércitos” se desliza en un intento de reproducir las grandes epopeyas. Tratándose del caso, el género de la tragedia complementa más fidedignamente la analogía. Luis González, a quien el uniforme de general le sienta un poco in­ cómodo, pretende esculpir en relieve la figura de dos poderosos ejércitos en pleno campo de batalla, que al verse imposibilitados de superarse, eligen el camino de la confraternización. Tarea titánica para el “escultor en jefe”, quien no sólo se ha encargado de desarmar a su ejército, sino que también ha entregado hasta su propio cincel. El sindicalista y “artista”, desecha la lucha de clases prefiriendo la confraternización; y al hacerlo, no hace más que admitir el dominio de los explotadores sobre los explotados. Perón encontraría en este sindicalismo un aliado fundamental. De él tomará parte del lenguaje y de su ideología, adaptándolo a su misión de controlar al movimiento obrero e imprimiéndole de este modo, el cerrojo a su definitiva independencia política. La tarea estaba facilitada, pues los jefes sindicales habían educado durante décadas a gran parte del movimiento obrero bajo la ideología de la negociación y los acuerdos con el Estado, es decir, de la colaboración de clases. Mientras el Estado facilitara algunas de estas reformas, no había posibilidad de contradicción posible. Ya en las primeras reuniones con dirigentes obreros, Perón promete prestar atención a las demandas obreras y sobre éstas, habla en los siguien­tes Luis González fue miembro del Comité Confederal de la CGT desde 1930, de la Comisión Directiva de la UF desde 1927 y presidente de la misma desde 1941. 74 Del Campo, Hugo, op.cit., p. 250. 73


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términos: “me refiero a las ‘necesidades reales’, y a las ‘aspiraciones legítimas’, emanadas de la propia gente de trabajo y cuya expresión llegue al poder público por medio de sindicatos de orden o por repre­sentaciones obreras genuinas”. Sostuvo también que para funcionar con mayor eficacia se necesitaría la colaboración de los sindicatos, a los que le va a pedir “absoluta prescindencia en materia política, tanto interior como internacional, ciñendo sus programas a lo estrictamente gremial y en completa paz entre las mismas entidades y en relación a las esferas del capital”75. Como éste pueden encontrarse gran cantidad de discursos y declara­ ciones. El pasaje siguiente es realmente ilustrativo: “entiendo que el sin­ dicato bien realizado es una de las bases fundamentales de la organización racional del Estado. Considero que para que el sindicato sea eficaz debe basarse en tres puntos esenciales: dirigentes capacitados que representen auténticos trabajadores y que estén absolutamente persuadidos que para ellos no existirá mayor honor que ser exclusivamente dirigentes de sus propios gremios; absoluta disciplina gremial; defenderse contra la polí­ tica, ejerciendo únicamente funciones específicas, vale decir, custodiar únicamente los intereses gremiales…”76. En otro discurso se encargará de decir que “buscamos suprimir la lucha de clases, suplantándola por un acuerdo justo entre obreros y patrones al amparo de la justicia que emana del Estado […]. Deseamos desterrar también los fatídicos gérme­nes que los malos políticos inculcaron en los organismos gremiales para debilitarlos, fraccionarlos y explotarlos en beneficio propio”77. Según el diario La Nación, Perón exhortaba a los trabajadores “a que se mantengan unidos y elijan sus representantes entre los obreros auténticos, [formulando] algunas consideraciones sobre la acción perniciosa que ejerce sobre los gremios la intromisión de los políticos y de los extremistas”78. “La política y las ideologías extrañas que suelen ensombrecer a las masas son como bombas de tiempo, listas para estallar y llevar destruc­ ción al gremio, que no debe ocuparse de cuestiones ajenas a sus intereses y a sus necesidades”79. Perón va a machacar hasta el hartazgo las ideas encerradas en estos conceptos. Hugo del Campo, op.cit., pp. 178-179. Ibídem., pp. 190-191. 77 Discurso del 1 de noviembre de 1943. Ibídem, pp. 190-191. 78 Discurso del 10 de junio de 1944. Ibídem, p. 205. 79 Fragmento del discurso pronunciado en febrero de 1945, en J. Perón, “El pueblo quiere saber”, citado en Doyon, Louise, op.cit., pp. 52-53. 75 76


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No necesitamos más citas que las mencionadas para demostrar adónde terminan conduciendo los preceptos sindicalistas como el de no hacer política y sólo ocuparse de las cuestiones sindicales. Atestiguan también cómo la estrategia sin­dicalista va a armonizar perfectamente con la del peronismo. Mientras el caudillo burgués perseguía el objetivo, sintetizado en su célebre frase “es mejor dar un 30% a tiempo, antes que perder todo a posteriori”, el sindicalismo vería concretado en el peronismo su programa de reformas parciales, aunque este fuera en detrimento de la verdadera independencia política, de la autonomía de las organizaciones obreras y de liberación de los explotados80.

Del 17 de Octubre a la creación del Partido Laborista En los meses previos al 17 de octubre de 1945, el gobierno de Edelmiro Farrell se encuentra debilitado. La aplicación de nuevas leyes laborales será el detonante para que sectores burgueses –comprometidos anteriormente en brindar su apoyo al régimen– se pasen a la oposición. El 16 de junio, 300 asociaciones patronales presentan una proclama conocida como el “Manifiesto de las fuerzas vivas”, cuyo contenido es un rechazo y una condena a las reformas implementadas y a la legislación laboral que la STP viene promoviendo. Juan Carlos Torre, historiador del período, da cuenta de este momento en la siguiente afirmación: “Diez meses han transcurrido desde entonces [se refiere al discurso de Perón pronunciado en la Bolsa de Comercio, NdR] y la política de concesiones sociales, hipotéticamente destinada a prevenir los peligros de una rebelión, parece haber tenido efectos opues­ tos: la combatividad obrera en vez de disminuir, ha cobrado vigor, llevan­ do la alarma a quienes ven amenazados los santuarios hasta entonces bien guardados por el poder patronal. En el ataque a la Secretaría de Trabajo y Previsión, lo significativo es el carácter solidario de la movilización de los empresarios. Entre los firmantes del manifiesto se hallan los mismos sectores que poco antes han felicitado al gobierno por sus medidas de Sería injusto arrogarle sólo al sindicalismo tan pérfido papel, lo cual no implica quitarle ningún mérito. A esta altura, el PC no podía aportar gran cosa en cuanto a una orientación de independencia de clase. Éste, a través de la estrategia del frente popular, terminará cayendo en la subordinación a las distintas fracciones burguesas (en particular, a aquellas que se identificaban con las potencias imperialistas aliadas), impidiendo que los trabajadores pudieran encaminarse en un rumbo independiente en ese período crucial. 80


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fomento a la industrialización, pero a quienes la resistencia a las reformas laborales ha aproximado a los núcleos más tradicionales del mundo de los negocios en un compacto frente al que días más tarde se sumarán también las corporaciones de la burguesía terrateniente”81. La amenaza patronal llena de preocupación a la clase trabajadora. La CGT, que producto de la polarización venía manteniendo una postura ambigua y prestando un apoyo limitado al coronel Perón, está obligada a pronunciarse. Finalmente el 12 de julio y como respuesta al manifiesto patronal, la central obrera realiza un acto bajo el lema: “En defensa de las mejoras obtenidas por los trabajadores a través de la Secretaría de Trabajo”. Es de imaginar que la respuesta no contó con el agrado del frente patronal, quien ahora incorpora a la CGT como blanco directo de sus ataques. La primera respuesta del sindicalismo es apaciguar los ánimos, pues su objetivo prioritario en esta coyuntura no es ni la confrontación ni el acercamiento extremo a ninguno de los dos bandos en pugna, sino más bien lograr una ubicación como fuerza neutral que le permita esperar el resultado de la contienda para luego tender un acercamiento hacia el ganador y, por esta vía, lograr la inclusión institucional que reconozca a la CGT como actor decisivo en la vida política nacional. Para mantener este sutil equilibrio, emite una segunda declaración, esta vez dejando entrever que la central es partidaria de los valores democráticos” que persigue la oposición. A fines de julio, las tensiones sociales no han disminuido y el desgas­ tado presidente Edelmiro J. Farell se ve obligado a anunciar un llamado a elecciones para los últimos meses de 1945. En estos momentos definitorios, los sindicalistas harán un primer intento para entrar de lleno en la arena política proponiéndoles a ra­dicales y socialistas un acuerdo electoral para las elecciones venideras. Las negociaciones van al fracaso, puesto que no existe de la otra parte intención alguna de compartir un programa común, ni mucho menos cargos electorales con los dirigentes obreros. Perón no ha logrado aún conseguir el apoyo incondicional del sindi­ calismo. No obstante, redoblará las concesiones al movimiento obrero incorporando mayores demandas, largamente reclamadas, que se van a plasmar en un nuevo estatuto sindical. 81 Torre, Juan Carlos, La vieja guardia sindical y Perón, Bs. As., Editorial de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, 2006, p. 95.


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El vaso de la tolerancia burguesa está rebalsado y el 19 de septiembre la oposición convoca a la “Marcha de la Constitución y la Libertad”, donde una multitud reclama que el gobierno sea entregado a la Corte Suprema. La “Revolución de Junio” se encuentra asediada por el poder económi­ co y el hombre fuerte que la encarna, va quedando aislado en la medida que se incrementa el número de militares que le retiran apoyo. Preso de su destino, Perón no tiene más remedio que dejar su puesto. El curso incierto de los acontecimientos había encendido la alarma en una CGT cautelosa, que sólo atina a invitar a Perón para que éste realice un discurso de despedida frente a los trabajadores. Unas 70.000 personas reunidas en la puerta de la Secretaría escuchan sus palabras, en las que reivindica su labor en defensa de “las conquistas obtenidas”, pero no olvida recalcar, una y otra vez, su famoso lema: “del trabajo a casa y de casa al trabajo”. Entre los que incitaron su salida se encuentran el almirante Vernengo Lima y el general Ávalos. Luego del discurso de Perón, éstos deciden retirarlo definitivamente de la política y lo confinan, en calidad de detenido, en la isla Martín García. Cuando la noticia del arresto se hace pública, ya no hay lugar a dudas sobre el curso que adoptará la camarilla que ahora lleva las riendas del gobierno. Menos aún, cuando el 13 de octubre el flamante sucesor en la STP, Juan Fentanes, se dirige a los trabajadores para comunicarles que ya no contarán con el respaldo activo del Estado. A partir de entonces, un intenso debate atraviesa a los órganos direc­ tivos de la CGT. El eje de la controversia queda reducido a una simple pregunta: ¿Qué hacer: lanzar la huelga por la libertad de Perón y la defensa de las conquistas o esperar? La UF sostiene una posición mesurada pero queda en minoría por­ que la mayoría de los gremios saben que la huelga es la única alternativa posible y que de no convocarse, el desprestigio de la CGT ante sus bases, podría llegar a tener dimensiones inesperadas. Vale la pena hacer un paréntesis y detenernos un momento para observar los pensa­mientos que rondaban por las cabezas de los hombres de la CGT. La sala de la central parece un hervidero. Los delegados presentes esperan a Silverio Pontieri, el secretario general de la CGT, que venía de entrevistarse con Farrel. Al llegar, éste se propone calmar los ánimos anunciando, según las palabras de Ávalos, que la medida tomada por el gobierno tenía la finalidad


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de proteger a Perón y que las conquistas obreras no serían tocadas. Los murmullos invaden el ambiente, gritos de aprobación y desaprobación se superponen unos tras otros, hasta que la voz calma de Manso (ferroviario) trata de hacer razonar a sus camaradas: “si la delegación que fue a ver al presidente recibió seguridad de que las con­quistas serán respetadas y que el coronel no está detenido, me parece que bajo ningún concepto podemos declarar la huelga general, por cuanto los motivos han desaparecido, no vaya a ser que obrando con precipitación, como queremos hacer con la declaración de la huelga, en vez de favorecer, perjudiquemos al coronel Perón. De tal manera, yo sospecho que con esta huelga favoreceríamos a la clase capitalista y no a los trabajadores”82. A Manso le parece. Manso sospecha, cual detective a punto de resolver un enigma. Ahora teme favorecer a la clase capitalista. ¿No había sido esta su tarea vivando loas a Perón en el pasado reciente? En realidad, a Manso no le preocupa favorecer a nadie, ni le preocupa la suerte de Perón, ni la de la clase trabajadora. Sólo le preocupa su propia suerte. Malvicini es aún más categórico: “declarar la huelga en estos momentos sería desastroso para los trabajadores, por­que pondríamos al gobierno en contra de nosotros […]. No debemos olvidar que fue el mismo coronel Perón quien nos dijo que la consigna era ‘del trabajo a casa’, y que debíamos evitar por todos los medios la provocación de incidentes”83. La memoria del desconocido era francamente envidiable porque Mal­ vicini no olvida. La masa quiere la acción y lo reclama a él a su frente, pero Malvicini sólo quiere salir corriendo para refugiarse allí donde pueda estar a salvo del temor que ahora lo invade. Porque Malvicini teme a la huelga, teme al gobierno, a los obreros y a todo lo que lo rodea. En estos momentos se necesitaba una señal de cordura. Tal vez haya sido ésta la de Lombardi, dirigente de la UTA: “ninguno de ustedes ignora que el momento es sumamente grave, pues corremos el riesgo de perder el control del movimiento obrero que tanto trabajo nos ha costado organizar. Las masas obreras, para qué negarlo, nos están arrollando en forma desordenada”84. Nos preguntamos dónde está centrada la mayor preocupación de Lombardi, si en el desorden o en ser arrollado; creemos que en esta última. Tenemos aquí a un dirigente de profundas convicciones y dispuesto a no correr riesgos. ¡Cómo permitirse perder el control! O acaso todos los que Torre, Juan Carlos, op.cit., p. 116. Ídem. 84 Ibídem, p. 117. 82 83


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como él habían llegado hasta allí, harían peligrar sus confortables puestos de burócratas. Por suerte, otros pensaban de la misma manera y la huelga se terminaría convocando para el día 16 de octubre. No podemos aseverar si en aquella reunión había o no dirigentes honestos, con verdadero ánimo de pelear y que ingenuamente confiaran en Perón. Pero la tónica general parecía estar dada por un fogoso conservadurismo, oscilante entre el temor a las masas y a ser despojados de los liderazgos conquistados. En las barriadas obreras y en las fábricas la situación era otra. Para entonces, varios sindicatos del Gran Buenos Aires, Rosario y Tucumán, ya habían convocado la huelga por su cuenta y en los días previos van surgiendo comités de huelga, encargados de coordinar esa excepcional acción de masas que terminará devolviendo a Perón al poder. El 17 de octubre comenzaba a andar su camino. Se estipula que aquel día 250.000 manifestantes colman la Plaza de Mayo. En las primeras horas el gobierno titubea sobre cómo responder a la huelga, pero a medida que avanza la jornada la opción represiva está descartada, pues dispersar a esa multitud podía implicar un costo político aún mayor. Luego de arduas negociaciones, el comité de huelga conformado por miembros de la CGT se entrevista con el gobierno y con Perón. El retorno del líder ya está pactado: renuncian Ávalos y Vernengo Lima; por exigencia de la CGT el coronel Mercante, brazo derecho de Perón, es designado al frente la STP. Los sucesos culminan con Perón dirigiéndose a la multitud desde los balcones de Casa de Gobierno. Los resultados de la jornada son contundentes y no hacían más que reafirmar el poder que la clase trabajadora venía acumulando desde la recuperación económica producida a mediados de la década del ‘30. Afianzada como fuerza fundamental de la sociedad, había podido sortear la provocación patronal con una respuesta enérgica que le otorgaba un triunfo indiscutible. Pero su victoria será compartida y en gran medi­da ofrendada a Perón, quien aunque sin haber incentivado ni guiado aquella impetuosa acción política de masas, renacía como líder popular encargado de “velar desde el Estado” por las conquistas que el proletariado había reafirmado con su lucha. Finalmente, las elecciones quedan pautadas para febrero de 1946. El campo opositor había enarbolado sus banderas en la denuncia a la supresión de las libertades democráticas y bajo este supuesto programa se conformaba la Unión Democrática (UD). El componente fundamental de esta alianza era la UCR y serían dos políticos radicales, José P. Tamborini y Enrique Mosca,


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los elegidos para encabezar la fórmula electoral de la UD. A la coalición se suman también el Partido Socialista y el Partido Comunista, tratando de brindarle al frente un barniz progresista que realmente no tenía. Más bien, el PC inauguraba en Argentina un hecho insólito: el de un partido obrero que abrigando la teoría del frente popular llegaba a unirse con los partidos más reaccionarios de la sociedad argentina. Apoyado por los sectores más concentrados de la burguesía, la de­mocracia promovida por la Unión Democrática representaba la liber­tad patronal para seguir explotando a los obreros de la misma manera acostumbrada. En la recta final de la campaña electoral, el carácter reaccionario de la UD queda confirmado cuando Spruille Braden, ex embajador nor­ teamericano interviene claramente en su apoyo. Braden haría público un informe donde se daba cuenta de las conexiones que en el pasado el gobierno militar había mantenido con la Alemania nazi. El hecho no podía ser más inoportuno. Perón lo utilizará para polari­zar las elecciones y posteriormente ganarlas. Su jugada queda rubricada en esta célebre afirmación: “Sepan quienes voten el 24 por la fórmula del contubernio oligárquico-comunista que con este acto entregan su voto al señor Braden. La disyuntiva en esta hora trascendental es ésta: ¡Braden o Perón!”. Aquí nos hemos adelantado un poco en los hechos. Porque para que el resultado obtenido en las calles tuviese su correlato en los comicios, hacía falta un partido político, estructura de la cual Perón carecía por completo. Su creación se volvía apremiante. A sólo unos cuantos días del 17 de octubre y en una carrera frenética de velocidades, los líderes sindicales fueron los encargados de llevar a cabo esta tarea. Durante el transcurso de una semana, 200 delegados gremiales de todo el país estuvieron reunidos para votar el programa, los estatutos y la carta orgánica fundacional de un nuevo partido cuyo origen provenía de los sindicatos obreros. El sindicalismo creía ver concretada su proclamada autonomía, ahora fortalecida por una supuesta organización política autónoma. El 8 de noviembre de 1945 nacía el Partido Laborista.


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Los sindicalistas crean un partido

¿Qué fue el Partido Laborista y cuáles fueron las causas de su efímera existencia? Analizar el significado del Partido Laborista no es sencillo precisa­ mente porque el período de su formación no lo fue. Podría asegurarse que el sindicalismo, negando uno de sus preceptos fundamentales, enterraba definitivamente la prescindencia política para entrar de lleno en la arena política nacional. La creación de un partido surgido de los sindicatos era la confirmación indiscutible de tal empresa. El laborismo se daba una novedosa forma de organización por la cual, estatutariamente, las organizaciones sindicales podían afiliarse a él y al hacerlo sus afiliados pasaban a ser considerados, indirectamen­te, miembros del partido. Pero lo más relevante era que sus órganos directivos debían estar integrados únicamente por afiliados de los sindicatos85. A simple vista un partido autónomo de la clase obrera hacía su entrada en escena, expresando la tendencia de las organizaciones sindicales a actuar en política. Y esta tendencia era progresiva, en cuanto abría la perspectiva para que el proletariado saltase de la lucha sindical a la lucha política, superando sus reivindicaciones corporativas y posicionándose 85 La dirección laborista estaba integrada por: presidente, Luis Gay (telefónico); vice­presidente, Cipriano Reyes (carne de Berisso); secretario general, Luis Monsalvo (ferroviario); demás cargos: Manuel Pedera (vidrio); Manuel García (espectáculos públicos); Luis González (ferroviario); Vicente Garófalo (vidrio); Alcídes Montiel (cervecero); Dorando Caballido (transporte); Ramón Tejada (ferroviario San Juan); Pedro Otero (municipales); Leonardo Reynes (periodista); Valerio Rouggier (carne de Zárate); Eduardo Seijo (madera); Antonio Andreotti (metalúrgico).


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como el sujeto que acaudillara al conjunto de las clases oprimidas de la sociedad para resolver todas sus demandas. Pero la contradicción ya estaba instalada desde el principio, porque el potencial que implicaba crear un partido propio sería bloqueado por los mismos dirigentes laboristas. La historiadora Louise Doyon sostiene que la formación del partido laborista había consistido esencialmente en una modificación en el método de la acción política seguido hasta entonces por el sindicalismo, más que un cambio cualitativo en sus objetivos políticos. La autora sustenta su argumentación mencionando que “el Partido Laborista fue pensado como un medio alternativo para la realización de las metas socioeconómicas del movimiento y una plataforma desde la cual defender mejor su identidad corporativa en la nueva etapa política”86. Tratemos de precisar el concepto. Para los dirigentes obreros no había posibilidad alguna de mantener las conquistas ni el peso alcanzado por los sindicatos si Perón no llegaba a la presidencia. Por esa razón ataron estrechamente el proyecto del laborismo al del propio Perón, aunque intentando mantener un peso propio, una posición privilegiada en el futuro esquema de poder. El Partido Laborista hacía su aparición levantando la candidatura de Perón para ganar las elecciones de 1946, brindándole al caudillo el partido que necesitaba para su ascenso al poder. Digamos para empezar, que la estrategia de su candidato, la exigencia electoral y la implicancia de convertirse en un partido con la extensión necesaria para lograr dicho objetivo, sería una de las causas (no la única) que atentarán contra su propia autonomía, debilitándola al extremo. Pero, a pesar de esta subordinación política al peronismo, el proyecto laborista difería y chocaba en los hechos con el de Perón. Y en ese choque de intereses inevitable, se enmarca la corta vida del Partido Laborista argentino. Para Ernesto González, tanto Luis Gay como Cipriano Reyes, sus principales dirigentes, reflejaban un “reformismo relativamente independiente. Querían un partido obrero nacionalista, expresión de ese movimiento obrero que se había incorporado a la escena política y que les sirviera para negociar con el gobierno de turno, pero que no fuera un apéndice del mismo”87 . Al ofrecerle la candidatura presidencial a Perón, los dirigentes sentían tener en sus manos la herramienta adecuada para consolidar el programa de reformas sociales y, a la vez, el vehículo que los condujera a ellos mismos 86 87

Doyon, Louise, op.cit., p. 224. González, Ernesto, Qué fue y qué es el peronismo, Bs, As, Pluma, 1974, p. 12-14.


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a insertarse en los órganos gubernamentales y parlamentarios, para desde allí influir en las decisiones políticas que se tomaran en el futuro. En el esquema pensado por los laboristas, la oferta hacia Perón no significaba un regalo sino más bien un préstamo. ¿Qué sería del líder sin una estructura de masas que lo respalde? Según el historiador Juan Carlos Torre, los sindicalistas pensaron que las relaciones con Perón se habían invertido para siempre. Supusieron encontrarse en una posición inme­ jorable frente al líder pero, en su cálculo de imprudentes prestamistas, no se dieron cuenta que del otro lado un hábil deudor estaba dispuesto a embaucarlos llegado el momento apropiado. Volviendo a la creación del Partido Laborista. ¿No habían sido los sindicalistas quienes siempre se encargaron de rechazar o boicotear la creación de un partido político obrero? No alcanza sólo el “plan de ingeniería” dispuesto por la cúpula sindical para explicar cómo un partido surgido de las propias organi­zaciones obreras, sociedad impensada en el pasado, hacía su aparición abruptamente. Para que el cambio pudiera llevarse a cabo, debía subyacer una fuerza propulsora mucho más potente que unas cuantas maniobras de trastienda. La creación del laborismo no era sólo el producto de la voluntad de un puñado de dirigentes sindicales, respondía al despertar de las masas obreras (a las que tanto se había intentado contener en el terreno de la lucha económica) que, a partir de los años ´30, venían consolidando y acrecentando su presencia como fuerza social en la vida política nacional. Y aunque estas masas emparentaban la defensa de las conquistas obtenidas con la defensa de Perón como su dirección política, eso no implicaba que recayesen en la pasividad. Esta realidad, sumada a la crisis de los partidos y en especial la bancarrota del Partido Socialista y el Partido Comunista que se habían pasado como aliados al bando capitalista, crearon un fermento apropiado para que la proposición de formar un partido, en el cual la clase obrera se sintiera identificada, encontrase una aprobación bastante extendida. Pero, ¿era este el partido que necesitaba la clase trabajadora? Para los laboristas existía un empuje revolucionario de las masas (por lo menos así lo definían), pero el empuje real del movimiento fue insuficiente por sí mismo para cambiar la matriz de un sindicalismo burocratizado, cuyo rol central venía siendo desde años conciliar con el Estado. Aquí aparece una primera contradicción que se anida en la crea­ción del Partido Laborista: la conjunción de una organización política creada por los sindicatos cuyo núcleo dirigente se había consolidado en el reformismo.


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Esta resultante proporcionaba un partido con base obrera pero carente de un contenido clasista en cuanto a sus objetivos estratégicos y su programa. Aquí aparece una primera contradicción que se anida en la crea­ción del Partido Laborista: la conjunción de una organización política creada por los sindicatos cuyo núcleo dirigente se había consolidado en el reformismo. Esta resultante proporcionaba un partido con base obrera pero carente de un contenido clasista en cuanto a sus objetivos estratégicos y su programa. Si de alguna manera los trabajadores estaban llamados a edificar los pilares de su propio partido, en el plano trazado por sus arquitectos fi­guraba la esfinge gigante de Perón, radiante en la cúspide e iluminando toda la obra. Los distintos personalismos que los dirigentes ejercían en sus sindicatos, propio de las religiones politeístas, se unificaban ahora en un solo culto rendido al Líder mayor. La reivindicación de la moral y el carisma de Perón, no eran elementos menores y ya se encontraban en el período previo a la gestación del partido. Seguramente la tarea de construir un partido independiente (tanto en el terreno organizativo, político y programático) hubiera resultado ardua. Quedan fuera de discusión las habilidades de Perón para cautivar y maniatar al movimiento obrero, así como las simpatías que un mejoramiento sustancial de su existencia despertaban hacia él. No se trata de afirmar que un sentimiento de conciliación fuera del todo ajeno a las masas, ni mucho menos pasar por alto como la ideología peronista hubiera impregnado en ellas. Pero si hay algo seguro, es que los dirigentes sindicales hicieron todo lo posible por acrecentar la figura del Líder, pues en ellos los valores nacionalistas burgueses tenían un carácter mucho más profundo y estable. El modelo del Partido Laborista estaba inspirado en un “socialismo moderado” similar al del Labour Party inglés. Su par argentino lo copiará en el objetivo de atemperar la lucha de clases para suplantarla por valores como el de “la serenidad y la tolerancia”88. Compartimos la afirmación de Juan Carlos Torre cuando sostiene que en el Partido Laborista argentino “convergían dos visiones de los conflictos del país. La primera, tributaria de una retórica puesta en boga por el radicalismo era la que acentuando a la vez una dimensión política y una dimensión moral, recortaba al enemigo por su posición de ‘minoría poderosa y egoísta’ […]. La segunda se expresaba más en un lenguaje de clase [un seudo lenguaje de clase, precisaríamos nosotros, NdR] y remitía a la práctica de los sindicalistas mismos. Pero, si aludía al capital, no lo hacía 88

Esta afirmación se encuentra en la Carta Orgánica del Partido Laborista.


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para señalar la vigencia de un inconciliable antagonismo de clase, sino para caracterizar unos sectores económicos cuyo lugar en la organización social existente se volvía cuestionable cuando ‘excedía’ su función técnico económica para acumular ganancias injustas y ponerse al servicio de intereses extranjeros”89. El antagonismo fundamental que envuelve a la sociedad contemporánea, es decir el enfrentamiento burguesía-proletariado, venía a ser suplantado por una generalización donde se daba cuenta de la existencia de dos bloques hostiles: de un lado, una “mayoría laboriosa” integrada por asalariados, pequeños comerciantes, industriales, agricultores, intelectuales etc.; y, del otro, una “minoría poderosa y egoísta” conformada por “latifundistas hacendados, industriales, comerciantes, banqueros y rentistas y todas las variedades del gran capitalismo nacional o extranjero, que tiene profundas raíces imperialistas […] que procura imponer ‘soluciones políticas, sociales y jurídicas que les aseguren sus privilegios y aún que los acreciente”90. Una formulación amplia, que permitía incluir dentro de la “mayoría laborista” (aunque sin nombrarlos) a los sectores nacionalistas del ejército. Sólo así puede entenderse que no hubiera contradicción en levantar las candidaturas de figuras como las del coronel Domingo A. Mercante, el contralmirante Alberto Teisaire y otros militares. Pero sobre todo y en primer lugar, la candidatura del mismo Perón (a quien los sindicalistas le habían otorgado el rango de “primer afiliado” del partido y no dudaban en declararlo el padre indiscutible para velar por el bienestar al pueblo trabajador). A decir de Louise Doyon acerca del Partido Laborista “puede con­ cluirse que éste no se constituyó para ser una alternativa sustancialmen­te diferente de la que levantaba Perón en esa coyuntura política. Las principales propuestas contenidas en ese documento tenían por eje las demandas sectoriales que había elaborado el sindicalismo desde la década del ‘30 y que el propio Perón había hecho suyas después de 1944. En términos más generales, destaquemos que el Partido Laborista no pos­tulaba la visión de un nuevo orden social en el cual los intereses de los trabajadores fuesen transformados en valores generales para el conjunto de la sociedad”91. La visión de los líderes laboristas no representaba las tareas que la clase obrera debía llevar adelante, sino más bien la esencia política de sus dirigentes y su espíritu de conciliación. Torre, Juan Carlos, op.cit., p. 129. Ídem. 91 Doyon, Louise, op.cit., pp. 223-224. 89 90


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Una definición hecha por León Trotsky sobre los líderes del Labour Party inglés puede servirnos de analogía, con la prudencia del caso, para entender de dónde brotaba el programa laborista: “La doctrina de los líderes del partido obrero inglés es un tipo amalgama de conservadurismo y liberalismo parcialmente adaptada a las necesidades de las trade-unions, o más exactamente, a las de sus medios dirigentes”92. El programa laborista no es obrero sino democrático-burgués. En él quedaban contenidos los lineamientos fundamentales del peronismo, como el discurso “democrático” levantado por la oposición. Se pronunciaba por la expansión de la industrialización interna y la redistribución de la riqueza, por una auténtica democracia política basada en la democracia económica, etcétera. Al declararse partidarios de la libertad económica y la democracia política, el Partido Laborista recogía sin disimulo el pensamiento del reformismo social. La libertad económica, encerraba una especie de liberalismo basado en la teoría de la economía política clásica, la cual enseña que la lucha no se da entre capital y trabajo, sino entre la aplas­tante mayoría de la nación y los que se apropian de la renta territorial. Al hacerlo en nombre de la democracia política, profesaba el culto a un supuesto orden ideal bajo el cual el sufragio se convertía en instrumento apropiado para alcanzar la igualdad social. Resulta un tanto irónico que el sindicalismo, sin prejuicios para brindar apoyos a regímenes militares a cambio de concesiones y avalar la represión a los comunistas, aparezca aferrado a la reivindicación de la democracia burguesa como un supuesto sistema portador de justicia social93. 92 Trotsky, León, ¿Adónde va Inglaterra?, op.cit., p. 58. Esta cita ha sido corregida de acuerdo a la versión original francesa publicada en http://www.marxists.org/francais. 93 En su crítica al laborismo inglés e ironizando sobre las virtudes asignadas por éste a la democracia burguesa, Trotsky se pregunta dónde y cuándo una clase dominante cedió jamás el poder y la propiedad a consecuencia de un simple escrutinio. Ya hablamos sobre el rol del Estado y de la democracia burguesa como el mejor envoltorio del capital. Esto no niega que bajo un régimen democrático pueda haber reformas, pero menos invalida (y más tratándose de una semicolonia como Argentina) la posibilidad latente de que éstas sean quitadas en cualquier momento. Reafirmando dicha argumentación, en el folleto ¿Adónde va Inglaterra?, Trotsky pasa a decir que la democracia es “un sistema de instituciones y de medidas con ayuda de las cuales las necesidades y exigencias de las masas obreras van siendo, en el curso de su crecimiento, neutralizadas, deformadas, reducidas a la imposibilidad de perjudicar o simplemente borradas”. De ninguna manera significa quitarle a un partido obrero el derecho a participar de elecciones. El antiparlamentarismo no es un principio marxista como tampoco lo es su frenesí por él.


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Desde esta perspectiva se afirma “el repudio por todas las doctrinas que, desconociendo nuestra realidad nacional y nuestra evolución histórica, tratan de imponer principios reñidos con la libertad y con el respeto a las creencias de los otros conciudadanos”94. Es una afirmación maccartista y nacionalista que a simple vista pare­ ciera delimitarse de la oligarquía y la UD, pero que en realidad también habilita para la persecución y la censura a toda corriente obrera que cuestione por izquierda el programa del partido y su estrategia general. Al diluir al proletariado en un programa de conciliación de clases, nacionalista burgués, la dirigencia laborista operaba contra su propio partido, cuyo pilar, los sindicatos, constituyen objetivamente (más allá de la orientación dada por sus dirigentes) organizaciones del trabajo contra el capital. Añadamos que la visión laborista de la evolución histórica no armonizó demasiado con la “evolución” real que fueron tomando los acontecimientos. Pues el proyecto laborista no era el de Perón y, por eso, éste se encargaría de ir minándolo hasta liquidarlo por completo, llegando al encarcelamiento de Cipriano Reyes, que se oponía a su disolución. El plan se termina de concretar con la estati­zación de las organizaciones obreras. Quedan expresadas aquí todas las contradicciones que el laborismo acarreó desde su origen. Contradicciones que se tornarán insalvables y en ellas se encuentran las causas de su efímera existencia. Pero no nos adelantemos a los hechos y veamos ahora como desde un primer momento es Perón quien va imponiendo su impronta al partido. Con el objetivo de ganar aliados y despegarse de los rasgos obreros del partido, Perón propone e impone formar una coalición electoral incorporando a la Unión Cívica Radical-Junta Renovadora (UCR-JR). Desprendimiento del viejo partido, los renovadores eran un grupo minoritario de políticos profesionales integrado por caudillos conservadores, con escaso caudal de votos y con nula inserción orgánica. A pesar de todas Sobre esta cuestión, nuevamente Trotsky sostiene que “no se trata de saber si hay o no que sacar partido de la acción parlamentaria, sino de darse cuenta de si las fuerzas de la clase obrera están en el Parlamento o fuera del Parlamento; de qué forma y en cuál campo de batalla chocarán estas fuerzas; de darse cuenta si se puede hacerse del Parlamento, creado por el capitalismo para su propio desenvolvimiento y para su propia defensa, una palanca destinada a derrumbar al capitalismo”. Harto evidente es que la finalidad del Partido Laborista no pasaba por derrumbar al capitalismo y, en tal sentido, su objetivo no era promover la lucha extra parlamentaria de la clase obrera. 94 Pont, Elena Susana, Partido Laborista: Estado y sindicatos, Biblioteca Política Argentina Nº 44, Bs. As., CEAL, 1984, p. 41.


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sus debilidades a éstos no le faltaba arrogancia para reclamar dentro de la coalición electoral, igual representación de cargos en el Congreso y en las legislaturas locales. Una pretensión inaceptable, si la decisión hubiera dependido del sentimiento primario despertado en la gran mayoría de delegados laboristas, que rápidamente pasan a repudiar cualquier tipo de acuerdo con los representantes de la “vieja política”. Sin embargo, la presión ejercida por Perón sobre el Comité ejecutivo del laborismo, sería un factor determinante para que éste, presionando a su vez a la base del partido, terminara aceptando el acuerdo a la medida del radicalismo renovador. Las tensiones ente laboristas y la UCR-JR volverían multiplicarse a cada paso dado y la resolución de cada crisis llevaría siempre el mismo sello: en su papel de árbitro, la palabra de Perón fallando a favor de los renovadores, terminaba siempre siendo aceptada amargamente por los dirigentes del partido. La implicancia de ceder a cada paso tendría consecuencias concretas para el movimiento obrero, pues en definitiva la conciliación con Perón apuntaba a frenar el potencial combativo de los trabajadores. Vale la pena extendernos en el siguiente suceso citado por Torre para observar lo antedicho. En plena campaña electoral y con una intención proselitista, Farell anuncia un decreto, a iniciativa de Perón, donde se establece un aumento general de salarios, la extensión de las vacaciones pagas, la indemnización por despido y la creación del aguinaldo (debía empezar a regir a partir de fin de año). Las cámaras patronales lo declararon inconstitucional, y a fin de año se niegan a pagarlo. Las regionales de la CGT de Córdoba, Rosario y La Plata declaran el cese de actividades. La CGT es desbordada y el 8 de enero de 1946 las grandes tiendas de la Capital son ocupadas por sus trabajadores. El ejemplo rápidamente se extiende a las fábricas de la periferia industrial. Días más tarde, la CGT pide calma y ordena la vuelta al trabajo, pero la orden encuentra eco limitado y las ocupaciones continúan expandiéndose de forma espontánea. Los empresarios respon­den con un lockout patronal extendido del 13 al 15 de enero, pero ante el vigor del movimiento deben retroceder acatando el decreto oficial. El 2 de febrero, la Corte Suprema declara inconstitucionales las fa­ cultades de las delegaciones regionales de la STP para aplicar multas y sanciones. El ansia de la huelga es profunda en la base obrera. En sus memorias, Silvio Pontieri –entonces secretario de la CGT–, sabe que una vez lanzado el


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movimiento huelguístico sería incontenible. La CGT y los líderes laboristas sólo pudieron frenarlo recurriendo a la ayuda invalorable de Perón. Las masas defendían sus conquistas con sus propios métodos, pero la violencia de éstos, no se correspondían con los objetivos de los dirigentes del laborismo. Debían descartarse las huelgas, ocupaciones y piquetes para entrar de lleno en la campaña electoral y acceder a ocupar los puestos parlamentarios. Esta era la orientación profesada95. El 24 de febrero de 1946, Perón triunfaba en las urnas con el 52,4% de los votos. Se estima que el Partido Laborista había aportado aproxi­ madamente el 60% de aquellos votos. Para ganar las elecciones y llegar a cubrir todos los distritos electorales, el Partido Laborista se vio obligado a abrir sus puertas. En busca de los beneficios que otorga el carrerismo político, sus filas se fueron llenando de una fauna variada de enemigos declarados de la clase obrera: caudillos provinciales, oportunistas sin principios, conservadores travestidos y ladronzuelos de toda especie. A sólo dos meses del triunfo electoral, las intrigas, confabulaciones y traiciones minaban al laborismo, haciendo que el partido navegara a la deriva y se encontrara completamente a la defensiva. El 23 de mayo de 1946, con el poder ya consolidado y el prestigio acrecentado, el presidente electo, buscando librarse de la alianza obligada por las circunstancias, prepara el golpe de gracia ordenando la disolución del Partido Laborista y haciendo un llamado a conformar un partido único con el resto de las fuerzas de la coalición triunfante. En algunos dirigentes laboristas la indignación provocada por seme­ jante llamado rápidamente se convierte en miedo aterrador, pues éstos temen, antes que nada, apartarse de quien era su Líder indiscutido y al cual no estaban dispuestos a enfrentar. “Trabajadores: por el camino de la democracia los trabajadores argentinos queremos construir una república Laborista que vaya eliminando, al amparo de la ley, las diferencias económicas que crean privilegios que toman precisamente ilusoria toda voluntad de gobier­no libre. Estas conquistas han sido iniciadas por un gobierno de facto, pero nosotros los trabajadores queremos autenticarlas en el cuerpo legislativo jurídicamente correspondiente. Los trabajadores argentinos nunca hemos simpatizado con ninguna dictadura […]. Somos los partidarios de la Ley. Si hemos defendido leyes de la Secretaría de Trabajo lo hacíamos por la franca inspiración social de esas leyes, pero dispuestos a aceptarlas ad referéndum del futuro parlamento”. Fragmento del artículo “Palabras a los Demócratas”, publicado en el órgano oficial del PL, El Laborista, en Torre, Juan Carlos, op.cit., p. 151. 95


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¿Cómo defenderse del ataque sin apuntar directamente hacia quien era el principal agresor? Los argumentos escogidos tendieron a disparar sólo contra la Junta Renovadora: “la acción confusionista y de disolución, de que es víctima el Partido Laborista, no es otra cosa que la ofensiva del capital internacional monopolista, contra los intereses de la Nación. El Partido Radical-Junta Renovadora es su instrumento visible, como se dijo. Para ello se valen de secuaces de distintas categorías, tratan de sobornar a los hombres, ocultando sus verdaderas intenciones, que no son otras que la de perpetuar la dominación del capital imperialista. El Partido Radical-Junta Renovadora está contra los intereses del pueblo; su falta de fuerza numérica y doctrinaria, su ausencia total de ética política lo hace peligroso. Es un conglomerado audaz y sin escrúpulos, estimu­lados por fuerzas antisociales, por fuerzas antiproletarias. ‘La unidad a palos’ es un anuncio alarmante. Sería tremendo si ya se hubiesen sellado en privado compromisos que resultan de los intereses de la reacción capitalista-imperialista”96. Mientras más precisa es la denuncia y la firmeza con que ha sido formulada, más al descubierto queda cuán desafortunada fue toda la política seguida por los laboristas. Se recaía en una desolada protesta o a lo sumo en un repetido e insensato aviso a Perón, quien en definitiva era el mentor ideológico y único jefe de todas las maniobras hechas por los renovadores. Sólo una concesión benévola puede dar lugar a suponer que a esta altura de los acontecimientos existía, en aquellos dirigentes obreros, una ignorancia de cuáles eran las verdaderas intenciones de Perón. Por lo pronto, los compromisos para la destrucción del Partido Laborista ya estaban sellados. Si un desafío puede confundirse con una tibia réplica, la voz más firme levantada contra la disolución del partido será la de Cipriano Reyes, dirigente de la carne y del Comité laborista de la provincia de Buenos Aires. Un plenario de esta localidad, con Reyes al frente, publica una carta formalizando la protesta: “la Junta Provincial no pretende con estas declaraciones rebelarse ante quien considera el jefe máximo de la magnífica cruzada de redención social, política y económica”97. Al encabezado le seguirán unas cuantas afirmaciones legales que serían todo el arsenal empleado para la defensa, entre ellas: “de acuerdo con lo estatuido en su Carta Orgánica, la caducidad de los actuales cuerpos 96 97

Pont, Elena Susana, op.cit., p. 49. Torre, Juan Carlos, op.cit., p. 187.


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dirigentes, únicamente pueden decretarla los congresos partidarios […]. Finalmente, el Partido Laborista ha sido reconocido por la Corte Supre­ ma de Justicia y por las cortes electorales correspondientes, hallándose perfectamente encuadrado dentro de los reglamentos legales del Estatuto de los Partidos Políticos puesto en vigencia”98. En los escritos sobre el período, no queda muy en claro cuál era el ánimo de la base obrera del partido ante el mandato de Perón; si ésta lo apoya sin críticas, si es indiferente o hasta dónde llega el grado de su resistencia99. En cualquier caso, los argumentos que ahora se esgrimían en auxilio del partido, no podían aportar las herramientas adecuadas para crear un sustento que ayudara a torcer la decisión gubernamental. ¡Cómo era posible responder con las armas de un cuadernillo reglamentario a tamaño ataque impartido desde el Estado! Con semejantes “letrados” laboristas, la sentencia condenatoria se tornaba irrevocable. El 29 de mayo, los miembros del Comité ejecutivo entregaron su renuncia a un congreso partidario convocado de urgencia. Éste terminaba con una declaración donde se “afirma una vez más, la buena voluntad puesta por los dirigentes y militantes de toda la República, para llegar a la unificación con las demás agrupaciones que apoyaron al general Perón, pero aspira a que en los organismos encargados de organizar el nuevo partido se le adjudique al laborismo una representación proporcional a su importancia política y numérica, pues sólo de esa manera se dará a la nueva conjunción de fuerzas, la fisonomía de la conciencia revolucionaria del pueblo argentino”100. De más está decir que nada de lo reclamado en esta declaración sería cumplido, pues estas pretensiones (aunque mínimas, comparadas con el proyecto inicial del laborismo) no encajaban dentro del esquema peronista. La conducción quedaba a cargo de un pequeño grupo de legisladores leales, quienes serían los encargados de tramitar el pasaje al Partido Único peronista. El 17 de junio se anuncia su disolución y a sólo 25 días de impartida la orden de Perón, el Partido Laborista deja de existir. Ídem. Según Elena Susana Pont, la defensa legal encuentra eco tanto en los dirigentes como en la base del partido. “Es así que figuran la adhesión de 23 centros partidarios, que expresan su solidaridad con las autoridades actuales del partido y propugnan el mantenimiento de la total autonomía del mismo”. Pont, Elena Susana, op.cit., p. 50. 100 Ibídem, p. 51. 98 99


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El significado de la autonomía Cómo alcanzar la autonomía obrera ha sido y seguirá siendo un tema de debate y controversia. Por lo general, quien se abraza a la autonomía haciendo de ella un principio abstracto, cree haberse despojado de todo dogmatismo y creado un antídoto para defenderse del partido político, sobre todo de la política revolucionaria. El sindicalismo se había autoproclamado como corriente autónoma y predicaba la autonomía con la misma convicción que el pastor predica los evangelios. Pero como la lucha de clases no es una cuestión de fe, esta prédica no le bastó para evitar su subordinación política al gobier­ no burgués de Hipólito Yrigoyen y de ahí en más a seguir un camino de adaptación a cualquier gobierno. De esta manera, la autonomía declarada se fue transformando en dependencia manifiesta. El “sindicalismo revolucionario”, en su desprecio por la teoría, nun­ca se preocupó por explicar cuál era la definición o significado atribuido a la palabra autonomía. El que vendría después, ya burocratizado y plenamente reformista, la utilizaría con el mismo sentido que lo haría con la prescindencia política. Tomémonos la tarea de dar una definición para evitar caer en el peligro de creer estar hablando en un mismo lenguaje, cuando en realidad, se lo está haciendo en idiomas diferentes. Como alguna vez escribió Jorge Luis Borges, “las palabras como las cartas no valen igual en todos los juegos. Tres reyes lo son todo en el póker pero no significan nada en el truco”. Entendemos el concepto de autonomía como la capacidad y decisión de una clase para actuar de manera independiente de las clases que le son antagónicas en sus intereses. Dicho esto, la primera tergiversación al hablar de autonomía es identi­ ficar, sin un previo examen crítico, el interés histórico del proletariado (su interés general como clase) con su subjetividad tal y como se manifiesta en un momento determinado. Mayor es el error, cuando se asocia a la clase en su conjunto con los objetivos que persiguen sus dirigentes, así como con el modo en que éstos llegan a imponerlos, sin distinguir entre los fines que impulsan a la clase a la acción y las motivaciones particulares de las eventuales direcciones que tiene a su frente. No es preciso remarcar que en momentos de grandes convulsiones ambos intereses, más de una vez, chocaron irreconciliablemente. Hecha esta salvedad, puede analizarse el concepto de modo más cabal.


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En cuanto a la “capacidad” de erigirse como clase autónoma, y a diferencia de otras clases sociales intermedias, la clase obrera abriga en sí un potencial autónomo, porque es la única clase que por su papel en la producción puede subvertir el sistema basado en la propiedad privada. Pero así como en el roble se encierra potencialmente la silla, para obtener ese objeto que habitualmente usamos para sentarnos, se necesita del oficio del carpintero, de herramientas apropiadas para cortar y tallar la madera, de productos químicos como la cola y el barniz para darle terminación, etc. Con la autonomía obrera sucede lo mismo. Si ese potencial no desarrolla los medios, es decir, el programa, la política, la organización y una dirección adecuada, no podrá desplegarse en plenitud, de la misma forma que un pedazo de tronco circunstancialmente puede reemplazar a un asiento, pero de ningún modo puede ser presentado como una silla confortable. La autonomía fluirá entre los márgenes definidos por la capacidad inherente a la clase obrera, la acción consciente de su dirección y la de las clases antagónicas que actúan para limitarla, haciendo que en determi­ nados momentos pueda aparecer obturada, en expresiones parcializadas o desplegada en magnitud. La historiadora Elena Susana Pont hace una definición de autonomía, en la cual separa una “autonomía sindical” de otra “política”. El desarrollo del movimiento obrero demuestra que en realidad estos dos campos, el sindical y el político, están conectados, en ocasiones de modo menos evidente y en otras muy claramente. Para denominar al sindicalismo que creará el Partido Laborista, Pont sostiene que en éste existía una “autonomía reformista”101. Pero cuando se es dependiente políticamente, dicha autonomía solo puede ser transitoria e inestable. En tal sentido, el término de “autonomía reformista” nos parece bastante contradictorio, porque si aceptamos que el reformismo supone la atadura del proletariado a los intereses de la burguesía, el segundo concepto termina anulando al primero. Y esto fue precisamente lo ocurrido con el Partido Laborista: su autonomía lejos de ofrecernos la solidez de una silla de roble tuvo la consistencia de una de papel. Y hasta el momento, el rubro “sillas de papel” nunca ha sido muy rentable. En sus inicios el “sindicalismo revolucionario” se orientaba como corriente autónoma pues cuestionaba todas las instituciones del Estado burgués entendiéndolas como órganos de dominación clasista. Su inde­pendencia política quedaba expresa más bien de forma negativa, porque visualizaba las instituciones y los mecanismos de clase antagónicos que actuaban para 101

Ver Pont, Elena Susana, op.cit., pp. 14-21.


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corroer la autonomía obrera, pero fallaba en definir los medios por los cuales ésta podría desarrollarse hasta transformarse en fuerza emancipatoria. Cuando un nuevo régimen político de ese mismo Estado abrió una válvula de escape (menguando en parte su carácter represivo) y otorgó algunas reivindicaciones parciales, mediando en el conflicto obrero-patronal, el pragmatismo sindicalista distinguió entre el Estado como institución y los gobernantes políticos de turno, con los que pasó a negociar, convirtiendo esta práctica en estrategia. De este modo se dejaba de lado una visión anti estatal general para marchar hacia una subordinación de las organizaciones obreras al Estado burgués. La autonomía comenzaba a debilitarse. El sindicalismo salía de la Semana Trágica desechando la perspectiva revolucionaria y buscando arraigarse como grupo de presión independiente. La supuesta ausencia de una postura política, fue en un momento su mejor arma para desempeñar este papel frente al Estado y trocar algunas reivindicaciones por apoyo político (directo o velado). Y aunque en determinadas circunstancias haya realizado demandas que chocaban con los intereses del régimen e incluso lo ubicaran de hecho en la oposición política, estas demandas siempre se detenían en los marcos del régimen imperante y en el respeto de la institucionalidad estatal, sea bajo formas democráticas o dictatoriales, porque fuera cual fuese el gobierno circunstancial, las negociaciones debían entablarse con él. Entonces, sus rasgos autónomos se degradaban cada vez más cediendo lugar a una subordinación estratégica a la burguesía y apartándose de desarrollar una autonomía política. Basta ver las declaraciones que dirigentes de la CGT hicieran luego del golpe de Uriburu102. Durante gran parte del régimen conservador, los dirigentes sindica­les desde sus organizaciones presionaban para que sus reclamos fueran contemplados por un régimen que lo marginaba políticamente y no le ofrecía ningún canal de participación institucional. Una vez tendidos estos canales y conseguidas algunas reformas que se incrementarían desde la llegada de Perón a la STP, el problema se suscitó cuando la polarización entre distintas “La Confederación General del Trabajo, órgano representativo de las fuerzas sanas del país, conocedora de la obra de renovación administrativa del gobierno provisional y dispuesta a apoyarlo como está en su acción de justicia institucional y social, en nombre de los afiliados de los diversos gremios que la componen, (está) convencida de que el gobierno provisional no mantiene en vigencia la ley marcial sino para asegurar la tranquilidad pública y para hacer res­petar el prestigio y la autoridad del gobierno”. En Marotta, Sebastián, El movimiento sindical argentino. Su génesis y desarrollo, Buenos Aires, Lacio, 1961, Tomo 3, p. 309. 102


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fracciones de la burguesía obligaba al mo­vimiento obrero a entrar de lleno en la lucha política para mantener y afianzar las conquistas obtenidas. En esta circunstancia, el sindicalismo se planteó la construcción de un partido, pero no de un partido inde­pendiente de toda fracción burguesa, sino de un partido reformista (el Partido Laborista) donde la clase obrera quedó subordinada políticamente a la estrategia de la fracción representada por el peronismo. Aquí la dependencia política condicionaba la “autonomía organizati­ va”, y el intento de los dirigentes para mantener un partido autónomo y a la vez brindar su apoyo al liderazgo de Perón, careció de consistencia y terminó, no sin contradicciones, en un desmoronamiento estrepitoso. Tal desarrollo no invalida que entre la falta de autonomía llana, dada por una dirección y organizaciones obreras funcionales a las políticas gubernamentales y subordinadas plenamente al Estado, y el intento de mantener una autonomía organizativa desde una estrategia reformista “independiente”, haya existido un abanico de variaciones. Pero dichas variaciones son puramente de orden cuantitativo. El elemento de calidad en el grado de autonomía se produce cuando existe una ruptura con los valores y mecanismos del orden existente y en consecuencia, la clase obrera logra crear instituciones propias que disputen de manera independiente el poder político. Tal cualidad está dada, por un lado por el grado de madurez que adquiere el proletariado en la lucha de clases y, por el otro, por el carácter estratégico de su dirección, es decir, si ésta ofrece una guía de acción revolucionaria. Sólo así la autonomía quedará desplegada y estará en consonancia con un movimiento obrero que, partiendo de una ruptura política con la burguesía, se dirige hacia la conquista del poder estatal. A nuestro entender, la valoración de la autonomía no puede excluir el factor subjetivo, el fin consciente que el movimiento de la clase obrera persigue y las instituciones que crea con su accionar. En este supuesto, las tres categorías de Gramsci sobre los distintos niveles de conciencia del pro­ letariado van a estar estrechamente ligadas a los niveles de autonomía que presente el movimiento obrero en una fase particular de su desarrollo103. “El primer y más elemental estadío de la conciencia de clase es ‘el económicocorporativo’. Gramsci se refería a los viejos sindicatos de oficio, forma de organización del movimiento obrero hasta bien entrado el siglo XX, donde la lucha se restringía al enfrenta­miento con los patrones. En nuestro país, aún subsisten gremios por oficio en casos como La Fraternidad, donde los maquinistas están agrupados en un gremio aparte del resto de los trabajadores ferroviarios. El segundo momento ‘es aquel en el cual se conquista la conciencia de la solidaridad de intereses de todos los miembros del grupo social, pero todavía en el terreno meramente económico. Ya en este momento 103


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La operación que hace el sindicalismo para proclamarse como corriente autónoma, es la de liquidar todo factor subjetivo. Para él la autonomía está representada por el movimiento obrero fáctico. Con­vertida en un valor preexistente, su despliegue culmina en la formación de la organización gremial, a la cual sólo le corresponde la actividad económica (lucha sindical). Sin embargo, la participación política, tanto indirecta como directa en que inevitablemente cayó el sindica­lismo, lo lleva a pisotear en los hechos su propia argumentación. Pero no obstante ello, puede demostrarse como su interpretación original sobre la autonomía carece de toda base materialista. Bajo el capitalismo, el hombre es “autónomo” ya que se encuentra “libre” de vender su fuerza de trabajo. Claro que se trata de una libertad formal, porque al verse obligado a trabajar para subsistir, el obrero se transforma en esclavo asalariado. Esta condición llevó a la clase obrera a crear sus organizaciones, sindicatos, para defenderse del capital y mejorar su condición social, y al decir de Gramsci: “El sindicato nace y se desarrolla, no por una energía autónoma, sino como una reacción a los males determinados por el desarrollo del sistema capitalista en perjuicio de la clase trabajadora”104. Fue en el devenir de la lucha de clases cuando la burguesía se vio obligada a adoptar una legislación que incluyera muchas de las demandas se plantea la cuestión del Estado, pero sólo en el sentido de aspirar a conseguir una igualdad jurídico-política con los grupos dominantes, pues lo que se reivindica es el derecho a participar en la legislación y en la administración, y acaso el de modificarlas y reformarlas, pero en los marcos fundamentales existentes’. El tercer y último momento ‘es aquel en el cual se llega a la conciencia de que los mismos intereses corporativos propios, en su desarrollo actual y futuro, superan el ambiente corporativo, de grupo meramente económico, y pueden y deben convertirse en los intereses de otros grupos subordinados. Esta es la fase más estrictamente política, la cual indica el paso claro de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas; es la fase en la cual las ideologías antes germinadas se hacen ‘partido’, chocan y entran en lucha, hasta que una sola de ellas, o, por lo menos, una sola combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando, además de la unidad de los fines económicos y políticos, también la unidad intelectual y moral, planteando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no ya en un plano corporativo, sino en un plano ‘universal’, y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados”. “Consciencia de clase”, La Verdad Obrera Nº 150, 29 de octubre de 2004. 104 Gramsci, Antonio, “El partido comunista y los sindicatos”. Resolución propuesta por el Comité central para el II Congreso del Partido Comunista de Italia, II. Función y desarrollo de los sindicatos, en http://www.gramsci.org.ar/3/2.htm.


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arrancadas con la lucha. Llegado a este punto, la autonomía encuentra su límite en la propia legislación conquistada y en el carácter legal del sindicato como organización reivindicativa, económica. La libertad sindical queda limitada por normas jurídicas dictadas por el Estado. En ellas se fijan límites de convivencia, donde toda acción que afecte la propiedad privada de los capitalistas –como tomas de fábricas, piquetes de autodefensa, boicots a la producción, etc.– es sancionada por la misma legislación. Desde este punto de vista, la barrera de la autonomía pasa a ser la misma legalización de los sindicatos, donde dicha legalidad será otorgada por el Estado siempre y cuando éste pueda fijar pautas que no pongan en peligro los intereses de clase de la burguesía105. Esta realidad no niega que todas la leyes obreras conseguidas hayan significado importantes avances para la clase trabajadora. Pero tampoco niega que el Estado las haya aprovechado también para regimentar la vida obrera, incluso para promover una burocracia obrera, y de esta manera mediar para contener la lucha de clases. Al decir de Gramsci: “La implantación de la legalidad industrial fue una gran conquista de la clase obrera, pero no es la conquista última y definitiva: la legalidad industrial mejoró las condiciones materiales de vida de la clase obrera, pero esta legalidad no es más que un compromiso necesario de cumplir, que será necesario soportar hasta que las relacio­nes de fuerza sean desfavorables para la clase obrera. Si los funcionarios de la organización sindical consideran la legalidad industrial como un compromiso necesario pero no a perpetuidad, si hacen uso de todos los medios que el sindicato puede disponer para mejorar las relaciones de fuerza en sentido favorable para la clase obrera, si desarrollan toda la labor de preparación espiritual y material necesaria para que la clase obrera pueda, en un momento determinado, iniciar una ofensiva victo­riosa contra el capital y someterlo a su ley, entonces el sindicato es un instrumento revolucionario, entonces la disciplina sindical 105 El sindicato, que ha nucleado a los obreros y organizado la pelea, crea una superes­tructura (dirección) que aparece independizada de esas masas. Esta superestructura adquiere la capacidad de llegar a alcanzar acuerdos con los patrones. En la realización de estos acuer­dos, el capitalista se ve obligado a aceptar una nueva legalidad (nuevo salario, menos horas de trabajo, mejores condiciones, etc.), pero para que esta nueva legalidad se haga efectiva, el capitalista obliga al sindicato a aceptar ciertas normas, pautas que este deberá cumplir y deberá hacer cumplir a la base obrera. Dependiente de la relación de fuerzas, estos acuerdos serán más favorables o desfavorables para los trabajadores, pero todos ellos se darán bajo el marco de la propiedad privada.


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es disciplina revolucionaria por cuanto está orientada a hacer respetar por los obreros la legalidad industrial”106. El desarrollo del movimiento obrero argentino, sobre todo luego de la ascensión del peronismo, encontrará una particularidad, un problema de magnitud que hasta el día de hoy sigue presente: a la vez que los sindicatos se desarrollan como nunca y la clase obrera ve la concreción de muchas de sus demandas históricas, las organizaciones sindicales pasarán a ser regimentadas y controladas directamente por el Estado, que además consolidará un agente directo en su interior, la burocracia sindical peronista, encargada de garantizar el control férreo del movimiento a cambio de las prebendas y los miles de favores que le otorga el Estado para tal fin. Entonces la regimentación de la autonomía obrera cobra un peso enorme y aparece vestida con el atuendo de la ley y con el garrote del burócrata sindical. Serán por un lado los estatutos, las conciliaciones obligatorias, leyes que reglamen­tan la actividad de la vida obrera y que juegan un papel concreto para cercenar el derecho a huelga, ahogar la democracia obrera, impedir la consolidación de oposiciones combativas, etc. El problema queda planteado. Gramsci sostuvo que las conquistas legales significaron avances pero que, a la vez, los dirigentes sindicales deberían aprovecharlas para ir más allá de la regimentación misma. Al hacer esta afirmación, el comunista italiano pensaba en la creación de sindicatos revolucionarios para “someter a la ley”, obrera a las instituciones de la burguesía. La orientación del sindicalismo argentino irá creando las bases para que lo que prevalezca en nuestro país sea lo opuesto. El peronismo representó un salto de calidad en la pérdida de la auto­ nomía o independencia del movimiento obrero. El Estado, apoyándose en la formación de la burocracia sindical peronista, lo someterá firme­mente a las leyes capitalistas, y es precisamente en esto donde hoy se encuentra el principal impedimento para el desarrollo de la autonomía o independencia obrera. La prédica de la autonomía en el sindicalismo aparecía como una generalidad, como una abstracción que nunca se ha materializado en ninguna parte. La historia del movimiento obrero, no sólo argentino sino mundial, evidencia que las organizaciones obreras siempre estuvieron dirigidas por corrientes políticas, sean revolucionarias o reformistas, y cómo, en muchos casos, fueron los propios partidos políticos los que crearon los sindicatos. 106

Gramsci, Antonio, “Sindicatos y Consejos”, op.cit.


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El sindicalismo fue una corriente política par­ticular, que se sirvió del término “autonomía” para defenderse de las críticas de la izquierda y para garantizarse su propia libertad de acción, es decir un mejor manejo y control de las organizaciones por parte de los dirigentes sindicalistas.

La prescindencia política en la historia del sindicalismo En mayor o menor grado los sindicalistas, sin importar su tipo específico, fueron los promotores de la prescindencia política. Hasta que las circunstancias impusieran lo contrario existió, no sin tensiones, un acuerdo explícito para conservar ese viejo postulado del “sindicalismo revolucionario” por el cual el movimiento obrero debe mantenerse al margen en materia política, entendiendo que la intromisión de los partidos políticos (y aquí no hay distinción de clase) en los asuntos obreros significaba un atentado contra la causa de la “autonomía”. Nos interesa hacer un breve recorrido histórico para poder observar cómo, a pesar de sus distintas formas de manifestación, la prescindencia política no fue más que un artilugio, que en manos de los dirigentes sindicales sería utilizado para no tomar partido por una política cla­sista. Más allá del grado de valoración que cada corriente le asignara en el esquema de su estrategia y con distintos fundamentos, tanto el Partido Socialista como los sindicalistas de los orígenes compartieron, por lo menos hasta mediados de los ‘30, la separación de la acción gremial de la acción política. Ya desde temprano, dichas corrientes no dudarían en asociarse para preservar esta ecuación cuando ella se viera amenazada. Se daba de hecho una división de roles: el PS dedicado a la política parlamentaria y los “sindicalistas revolucionarios” al gremialismo. A mediados de la década de 1910, la flamante sociedad unirá armas contra el ala izquierda del Partido Socialista representada por José F. Penelón, tendencia interna que para ese momento, y a través de la crea­ ción del Comité de Propaganda Gremial, va a cuestionar la concepción de la dirección del partido basada en que “el movimiento gremial debía mantener una autonomía en materia política”107. 107 Las posturas del PS y la FORA IX Congreso, por un lado, y de la Izquierda Socialista, por otro, llevarán a una polémica pública entre los dirigentes de ambos grupos y en la poste­rior ruptura de Izquierda Socialista con el PS. Esta fracción luego pasaría a fundar el Partido Socialista Internacional (PSI), antecesor del PCA. Para


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Durante la década del ‘20 y por lo menos hasta mediados de los ‘30 el acuerdo entre ambas corrientes se mantuvo inamovible. Sin embargo, en su pasaje al campo del reformismo, al sindicalismo nunca le fue ajena la acción política. Bajo el gobierno de Yrigoyen, la FORA IX Congreso no pudo ocultar su acercamiento hacia el radicalismo. Cuando en el año 1929 la USA impulsa la unificación sindical, estable­ ce “el principio de independencia de los sindicatos de todos los partidos políticos y las agrupaciones ideológicas”108, oponiéndose a la vez a la inter­ vención de las organizaciones extrasindicales en los asuntos gremiales. Tal proyecto de unificación limitaba a que los miembros del Comité Nacional Sindical fueran sólo obreros en ejercicio de su profesión, es decir obreros sin cargos políticos tal como podía ser en este caso un diputado obrero. Era una manera de limitar y excluir la participación en órganos de dirección de aquellos obreros que pertenecían a partidos políticos y, en particular, si representaban tendencias de izquierda. La demarcación se completaba quitando del proyecto la palabra “lucha de clases”. Final­ mente, y sobre estas bases, se funda la CGT a principios de 1930. La CGT estrenaba su diploma de “apolítica” no pronunciándose con­ tra el golpe de Uriburu. En este período “las posiciones de las comisiones directivas de ambas organizaciones ferroviarias eran estar ni en contra ni a favor de la revolución [denominación con que se conoció el golpe de Uriburu, NdR], sino ajenas a la misma”109. La supuesta “neutralidad” de la CGT escondía la gravedad que implicaba no presentar una política independiente ante la dictadura salvaje. Aunque en sus estatutos figuraba la defensa de los valores obreros, en la práctica los iba dejando de lado al prescindir de la denuncia al gobierno militar. “Frente a la represión la recién creada CGT era tan impotente que terminó por elegir el camino de evitar el enfrentamiento frontal con el gobierno, declarando su carácter no político”110. Si bien el debilitamiento de las organizaciones obreras se debía en gran medida a las consecuencias producidas por la depresión económica global, la opción prescindente de la CGT las dejaba mucho más desguarnecidas frente al feroz ataque. profundizar sobre este debate puede leerse: Camarero, Hernán y Schneider, Alejandro, La polémica Penelón-Marotta (marxismo y sindicalismo soreliano, 1912-1918), Bs. As., CEAL, 1991. 108 Matsushita, Hiroshi, op.cit., p. 58. 109 Ibídem, p. 79. 110 Ibídem, p. 80.


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Los golpes impartidos contra el anarquismo y el comunismo, incluyendo el asesinato de militantes, luego se extenderían hacia el sindicalismo moderado. Pero el silencio de la CGT frente a la represión iniciada no resguardaría a los dirigentes sindicales de la cárcel y la persecución. El principio de prescindencia política, en este caso, lejos de ser una salvaguarda actuó como un factor que debilitó la resistencia obrera a la dictadura. A mediados de la década del ‘30 se irá operando un cambio en el tratamiento de la prescindencia política, haciendo que la postura de los primeros años, vaya fluctuando de rígida a una más maleable. La sociedad argentina, y en particular la clase trabajadora, no per­ manece insensible ante los grandes acontecimientos políticos que tiñen la situación mundial, como son el ascenso del fascismo al poder en Alemania, la revolución española y el posterior comienzo de la Segunda Guerra. El debate sobre qué postura adoptar ante ellos invade las filas de la CGT y del movimiento obrero. En 1934 se origina en el seno de la CGT un debate sobre qué po­ sicionamiento debía tomarse frente al gobierno conservador. Cabona, dirigente sindicalista, responde que la prescindencia “no significaba des­ entenderse de los problemas que interesan a los obreros, sino el propósito de resolverlos independientemente de los partidos políticos, mediante la aplicación de una política propia y de clase”111. En otra declaración similar, la UF distinguía “partidos políticos” de “cuestiones políticas” aclarando que si bien el movimiento obrero no debía intervenir en los primeros, no podía permanecer al margen de las segundas. En 1935 la CGT se fractura en dos. El origen de la ruptura innega­ blemente revestía un claro contenido político, pues estaba en cuestión de qué manera interactuar frente a las instituciones estatales. El suceso marca un punto de inflexión en el tratamiento de la prescin­ dencia política y en la orientación seguida por el movimiento obrero. El programa elaborado por la dirección de la CGT Independencia va a incluir el reconocimiento de los sindicatos como instituciones de interés público y su participación en organismos gubernamentales para supervisar la implementación de las leyes laborales. De esta forma se delimitaba de la CGT Catamarca, criticando a sus dirigentes por haber mantenido al movimiento obrero al margen de las resoluciones políticas. 111

Ibídem, p. 114.


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Y si ahora se la dejaba de lado sería sólo parcialmente. Ésta volvería a ser hermética cuando se trataba de cercar la influencia de las tenden­cias izquierdistas. En manos de Doménech, la prescindencia política reaparece en la CGT Independencia para limitar el peso comunista dentro de la central mayoritaria. Finalmente, los gremios comandados por el PC son aceptados bajo la condición de que la CGT “no aceptará ni tolerará ninguna consigna que emane de grupos exteriores, por con­siderar que constituye discordia en el movimiento obrero y es causa de debilitamiento y hasta de destrucción”112. Surge así una primera conclusión: la afirmación o negación de la prescindencia política no va a ser absoluta, sino más bien una estratagema empleada de acuerdo a las necesidades del momento, tanto sea porque el movimiento obrero reclame determinadas respuestas políticas, por las relaciones establecidas entre los sindicatos y el Estado o en la disputa por el control de las organizaciones sindicales entre distintas fracciones. En los años 1935 y 1936, crece entre los obreros un fuerte cuestiona­ miento al monopolio del capital extranjero sobre el transporte. La CGT Independencia, toma el reclamo y desarrolla el movimiento de protesta contra las empresas imperialistas. La postura de la central dirigida por socialistas y comunistas difería de la actitud tomada por los sindicalistas puros para quienes no importaba si el capital era extranjero o nacional. La encargada de comandar esta campaña era la UF. Tengamos en cuenta que el gremio había quedado bajo la órbita de la CGT Indepen­ dencia por una escasa diferencia de votos a favor del grupo de Doménech y que para ese momento existía una paridad de fuerzas importante entre los sindicalistas socialistas y los sindicalistas “puros”. Es lícito conjeturar que al tomar la campaña, el grupo mayoritario de la dirección de la UF estaba en mejores condiciones para debilitar la influencia de su oponente dentro del gremio. Pero la campaña contra el monopolio empezaba a fortalecer a los comunistas y a un nuevo sector de izquierda surgido en el PS. Este hecho, y en especial el posterior apoyo del PC y el PS a los países aliados (de los cuales las empresas imperialistas formaban parte), harían alejar a la CGT Independencia del movimiento antimonopolista. Sin embargo, mientras sucedía dicho alejamiento, la CGT Catamarca comenzaba a plantear la necesidad de luchar contra el monopolio del transporte, liquidando de esta manera una de las tesis fundamentales del sindicalismo tradicional. 112

Ibídem, p. 143.


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Entre los años 1936 y 1943 bajo un sistema embrionario de relaciones laborales, la prescindencia política se vuelve un medio inadecuado para lograr la integración al Estado pretendida por el sindicalismo. Desaparece también la vieja postura antiestatista dando lugar a un discurso político que brega por la inclusión de las organizaciones obreras al Estado para acceder a las decisiones políticas tomadas por éste. En este período se establece un juego doble: la negociación con el régimen trata de articularse desde el frente opositor, donde la CGT colabora con los partidos políticos en reclamo de mayores libertades democráticas. Pero su intervención política es limitada y oscilante, pues ésta depende de la relación de fuerzas que se va estableciendo entre los bandos en pugna y de la posibilidad de acomodarse con el sector que detenta el poder. En 1941, el régimen en un giro bonapartista, suprime el Concejo Deliberante de Buenos Aires y la CGT no participa de las protestas contra esta medida. Entre 1943 y 1945, su ambivalencia política se orientaba hacia un apoyo político a Perón y la STP, mientras que no se privaba de mantener un coqueteo con las posturas de la oposición “democrática”. Finalmente como vimos, la creación del Partido Laborista termina de producir el cambio esbozado a mediados de la década del ‘30. Sobre la base de estos hechos puede extraerse al menos una segunda conclusión: ya en sus inicios, la prescindencia política aparece como un formalismo más cargado de prejuicios que de realidad. Si en rasgos generales, la dominación capitalista se establece mediante la fuerza (represión) y el consenso (leyes), prevaleciendo una sobre la otra de acuerdo al momento determinado y la relación de fuerzas existente entre las clases, la estrategia sindicalista no prescinde de la política. La emplea para conciliar, buscando entablar un consenso permanente con el poder político. Este es todo el misterio. Su política corporativa pasa a transformarse en instrumento exclusi­ vo para establecer especies de contratos con el Estado y los patrones en cuanto a mejoras parciales. Pero como en una transacción, la mercancía ofertada requiere de su equivalente. En cómo encarar los vaivenes del “comercio”, radica su pragmatismo y la manera de articular el uso de la prescindencia. Desde una supuesta posición de clase, el sindicalismo fue adaptando su discurso político en función de estructurar una estrategia que no apuntaba a liquidar la sociedad de clases sino a fortalecer su rol nego­ciador con


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el Estado. De la FORA IX Congreso en adelante, el “clasismo” pregonado por el sindicalismo fue completamente falso. Para justificar la prescindencia política se necesita del uso de otro “concepto” que la apuntale y complemente. Así aparece la categoría de “obreros genuinos” o “auténticos”. Tal denominación es reaccionaria de principio a fin. Al utilizarla se está haciendo un juicio de valor para afirmar o rechazar lo que es propio o legítimo. Si estuviera referido sólo a la pertenencia de clase, el adjetivo no tendría razón de ser. Así utilizado, habrían de ser tan genuinos aquellos obreros reaccionarios como los combativos, tan ge­nuinos quienes se juegan todo en una huelga como los que permanecen pasivos y expectantes. Pero el término está utilizado intencionalmente, y sirve para excluir de la categoría de “trabajadores genuinos” a aquellos que pertenecían a las diversas tendencias políticas obreras y de izquierda. La cuestión empeora si se es dirigente y se tiene algún cargo o puesto de relevancia como podría ser un diputado obrero. La única finalidad perseguida por tal arbitrariedad, pasa por aislar a los trabajadores mi­litantes políticos, o mejor dicho a aquellos militantes que representan tendencias de izquierda. Como todas las flechas del sindicalismo conducen hacia un mismo lugar, se aclara que sólo serán organizaciones “genuinas”, todas aquellas que no estén influenciadas o dirigidas por partidos políticos. Una vez más no importa si estos partidos son obreros o burgueses, sólo importa el rechazo a la política revolucionaria. En su rol de jueces implacables, los sindicalistas ponen al desnudo su alma conciliadora: al dictaminar que lo propio o legítimo pasa por no ejercer una política clasista, le regalan únicamente a la burguesía la facultad de ejercer ese derecho.

El dilema de los sindicatos en la época imperialista El período abarcado desde el fortalecimiento de las organizaciones obreras hasta la constitución del Partido Laborista como expresión po­ lítica de ello, su posterior disolución y su ingreso al partido peronista, es contemporáneo con el análisis que hiciera León Trotsky durante su exilio en México sobre los sindicatos en los países semicoloniales. Trotsky sostiene que bajo dominación del capital imperialista, los sindicatos no pueden mantener su independencia por mucho tiem­po,


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tornándose esta realidad mucho más aguda en los países donde el capital extranjero juega un papel decisivo. Su agudo pensamiento le permitirá explicar el surgimiento de movimientos y regímenes nacionalistas burgueses y la compleja relación de éstos con la clase obrera y sus organizaciones, aspectos sobre los que se hace necesario detenernos un momento. Aunque en un análisis referido a la situación de México113, León Trotsky hace una apreciación que es útil para comprender la realidad argentina: “Estamos en un período en que la burguesía nacional busca obtener un poco más de independencia frente a los imperialismos extranjeros. La burguesía nacional está obligada a coquetear con los obreros, con los campesinos y, por eso, tenemos al hombre fuerte del país orientado a la izquierda como ahora en México. Si la burguesía nacional está obligada a abandonar la lucha contra los capitalistas extranjeros y trabajar bajo su tutela directa, tendremos un régimen fascista, como en Brasil, por ejemplo”114. Efectivamente, la ofensiva liderada por el imperialismo norteamericano sobre América Latina, en competencia con otros imperialismos como el británico, fue el marco que permitió el surgimiento de movimientos nacionalistas burgueses. Estos fueron expresión del intento de las burguesías semicoloniales de conquistar una relativa autonomía y mejores condiciones de negociación con el imperialismo. Sin embargo, la debilidad de las burguesías latinoamericanas frente al imperialismo, así como la relativa fortaleza del proletariado de sus países, dio lugar al desarrollo de regímenes peculiares caracterizados por oscilar entre la burguesía nacional y la clase obrera, así como entre el capital imperialista extranjero y el capital nacional. León Trotsky los denominará “bonapartistas sui generis” 113 Si bien la definición de “bonapartismo sui generis” fue desarrollada por Trotsky en base a sus análisis sobre México y el Cardenismo y, desde este punto de vista, puede aplicarse a la caracterización y el estudio del peronismo, es necesario aclarar que el régimen bonapartista mexicano dirigido por Cárdenas tuvo importantes diferencias con el encabezado por Perón. Aunque el análisis de las mismas exceden este trabajo, puede afirmarse que el primero expresó claramente en su política una mayor resistencia al imperialismo, la cual se reflejó por ejemplo en su política de nacionalizaciones como en el caso del petróleo. Para un estudio más profundo pueden consultarse los artículos de León Trotsky: “Las expropiaciones mexicanas del petróleo”, “México y el imperialismo británico” y “La industria nacionalizada y la administración obrera”, en Trotsky, León, Escritos Latinoamericanos, op.cit. 114 Trotsky, León, “Discusión sobre América Latina”, 1938, Escritos Latinoameri­ canos, op.cit., pp. 135-36.


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y la ofensiva norteamericana sobre la Argentina ofrece un claro ejemplo de esta situación. Como explica Alicia Rojo, “La burguesía argentina necesitaba reacomodarse a la nueva situación internacional, frente al avance del imperialismo norteamericano y el debilitamiento del inglés, tradicionalmente dominante en el país y al que se encontraban profundamente ligados los sectores de clase más fuertes de la economía argentina. La ofensiva imperialista dio origen a un movimiento nacionalista que intentaba resistir esta ofensiva respaldándose para esto en el imperialismo británico, es decir, intentaba utilizar esta rivalidad para obtener un espacio de negociación más favorable con el nuevo imperialismo. Sin embargo, la relativa debilidad de la burguesía argentina en el marco de las divisiones internas que la ofensiva imperialista produce, y la fortaleza del proletariado, dio origen a un régimen que puede definirse como bonapartista sui generis, en tanto, oscilando entre las clases fundamentales de la sociedad, se apoya en el proletariado y, en este sentido, ‘de izquierda’ -en resguardo de las relaciones sociales de producción.”115 Para conquistar mejores condiciones de negociación con el imperialismo, el régimen liderado por Perón debió entonces apoyarse en la clase obrera, pero a la vez tuvo que controlarla, estatizar sus organizaciones, crear una burocracia sindical que evitara que la clase obrera quisiera ir “más allá”. Como también sostiene Alicia Rojo, “El régimen peronista se caracteriza por un lado, por las concesiones a la clase obrera para contar con una fuerza contra la ofensiva norteamericana y, por otro lado, amortiguar la lucha de clases, impidiendo que el proletariado asuma una organización independiente que implique la amenaza al régimen burgués en su conjunto”116. La burguesía nacional argentina, –como todas las burguesías semicoloniales–, por su debilidad y por su naturaleza de clase propietaria, era incapaz de encarar una lucha consecuente contra la dominación imperialista del país. No sólo por sus múltiples lazos e intereses comunes con el capital imperialista –de los cuales dependía–, sino fundamentalmente por el temor a que una lucha nacional contra el imperialismo desatara la potencialidad revolucionaria de su propia clase obrera. 115 Rojo, Alicia, op.cit. p. 27. En este trabajo, la historiadora Alicia Rojo aborda la emergencia del peronismo utilizando las categorías teóricas de León Trotsky para América Latina, haciendo un balance crítico de las posiciones de las corrientes trotskistas argentinas de la época. 116 Ibídem, p. 24.


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Así, al depositar la tarea de lograr la independencia del imperialismo en un movimiento cuyo carácter era burgués, los dirigentes obreros sindicalistas liquidaban por esa vía la posibilidad misma de su realización. Desde un inicio, la estrategia de la dirección obrera se había orienta­ do hacia la conciliación de clases. En definitiva, y más allá de los roces circunstanciales que en el balance del proceso sólo tuvieron un valor secundario, el Partido Laborista había ayudado a fortalecer al peronismo. Su integración al movimiento peronista y su débil resistencia, fueron la prueba cabal del fracaso de la estrategia sindicalista. La utopía sindicalista de alcanzar una democracia burguesa estable, en la cual los sindicatos pudieran jugar un papel de grupo de presión in­ dependiente, era desmentida por la dinámica de los acontecimientos. La injerencia de Perón sobre los sindicatos, y en particular sobre la CGT, crece aceleradamente al punto tal de ser decisoria en el desplaza­miento y en la designación de los dirigentes obreros. La central obrera fue perdiendo personalidad propia y pasó a transformarse cada vez más en un apéndice del Estado, que se volvía más complaciente con las exigencias de la gran burguesía y del imperialismo. La independencia sindical pasaba a ser un pergamino del pasado, a la que aquellos dirigentes que no habían sido cooptados, recordarían con nostalgia y con el rotundo desaliento sentido por quienes se entregan sin luchar. En un plano más general, los hechos corroboraban la afirmación hecha por Trotsky: los sindicatos al enfrentarse a un poder centralizado y monopólico, no tienen margen de maniobra; se enfrentan al capital hasta derrotarlo o establecen una convivencia con él. El sindicalismo argentino había optado por el segundo camino. Su núcleo duro, estaba asentado principalmente en los sectores de servicios. Basado exclusivamente en la obtención de mejoras, había construido su historia en la presión al Estado para que éste oficiara de mediador entre el capital y las demandas obreras y, al decir de Trotsky, este hecho refor­zaba la necesidad de establecer lazos de cooperación con las empresas imperialistas y los gobiernos nacionales quienes, en definitiva, dependen del poder económico de estas empresas. Bajo el peronismo la clase obrera elevaría su nivel de vida, pero en términos históricos esta situación sería excepcional. El devenir posterior del movimiento obrero reafirmará que la posibilidad de reformas ascendentes y perdurables es irrealizable tanto en las semicolonias como en los países imperialistas, disminuyendo aún más, en el caso de los países


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atrasados como Argentina, cualquier posibilidad de elevar al conjunto del proletariado a un nivel medio de existencia. Una de las particularidades de los países semicoloniales están dadas por la tendencia imperialista a desarrollar en ellos ciertas ramas de la economía en detrimento de otras, creando un proletariado que es homogéneo por su rol social pero heterogéneo también en cuanto a los distintos niveles de cultura, ingresos y explotación. El sindicalismo, representando a los sectores mejores pagos, en su intento de mantener esta posición semiprivilegiada, no se propone cuestionar de fondo la expoliación del capital extranjero. Su ubicación en gremios estratégicos va a ser utilizada corporativamente para regatear una porción ínfima de las ganancias imperialistas. Alejadas de un programa revolucionario para los sindicatos, las or­ ganizaciones sindicales sucumbieron frente al aparato estatal y la clase obrera resultaba impedida de luchar por terminar con la dominación imperialista del país.


Introducción | 117

Conclusiones

Para encarar el estudio crítico sobre el sindicalismo intentamos exponer uno a uno sus rasgos fundamentales. Aclaramos que en sus orígenes no se trataba una corriente burocrática, ni tampoco lo eran sus dirigentes. Pero sin embargo, esta característica no sería impedimento para que ese “sindicalismo revolucionario” tuviera una existencia breve, abarcando un período corto de la historia de la lucha de clases y de la formación del movimiento obrero de nuestro país. Tratamos de exponer cómo en su teoría (donde la lucha económi­ca quedaba separada de la lucha política, negando la perspectiva de la toma del poder político del Estado por parte del proletariado), se anidaba el germen para la futura desviación que más tarde terminaría consumándose. Nos quedaba preguntarnos cuáles fueron las causas internas que limitaron su experiencia, e hicieron que los rasgos más revolucionarios de aquel sindicalismo fueran perdiéndose hasta encontrar su negación en la consolidación de un sindicalismo reformista surgido de sus propias entrañas. Y para encontrar esta respuesta no puede dejarse de lado las bases materiales que fueron moldeando su ideología, así como también su programa y estrategia.

Las bases materiales de una ideología pragmática Las clases sociales, incluida la clase obrera, están compuestas por diferentes estratos. Estos pasan por distintos momentos de desarrollo y se van formando bajo diferentes condiciones. A su vez, esas capas no son inamovibles ni encarnan en realidades estáticas. Están formadas por hombres sometidos permanentemente a la influencia de otras clases sociales y pueden ser pasibles de cambios bruscos. A principios de la década de 1910, la clase obrera argentina comienza a diversificarse y estratificarse. Va apareciendo, sobre todo bajo el gobierno


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yrigoyenista, una franja de trabajadores que ahora pueden conquistar una posición material relativamente superior al resto, y es en los servicios (ferrocarriles y marítimos, por el papel clave que jugaban en la economía de país agroexportador), fundamentalmente, donde se vuelve posible elevar el nivel de vida relativo por encima del conjunto del proletariado. Con el correr de los años, en la década de los ‘30, esta nueva realidad crece en sintonía con el desarrollo económico del país y va constituyendo, en cierta forma (pues las bases materiales en un país semicolonial son precarias en relación a los países imperialistas), una clase obrera que comienza a contemplar un mayor estrato superior de trabajadores ubicados por sobre las capas más bajas del proletariado y la de un sector de las clases medias. De este último sector, los trabajadores “más privilegiados” irán asimilando su pensamiento y sus aspiraciones. En este contexto, las potentes federaciones sindicales que nuclean a estos gremios se encuentran frente a nuevas y fuertes presiones. Por un lado, al ampliarse y crecer, la organización sindical es más apta para conseguir mejoras, pero también es mayor la fuerza de atracción que ejerce el orden social burgués para neutralizar su contenido de lucha de clases. Antonio Gramsci describió cómo la organización sindical, en estas circunstancias, experimenta un “incremento cuantitativo” de sus fuerzas y poder de mediación que “determina un empobrecimiento cualitativo y un fácil acomodarse a las formas sociales capitalistas”117. Es la posibilidad tangible de obtener esas mejoras, la que alimenta la ilusión de que se puede humanizar la sociedad existente. Y esta es la base del pensamiento pragmático, una forma de pensar y ac­tuar fijada en las consecuencias de los hechos inmediatos. Una ideología típica de la pequeñoburguesía que, traducida en programa político, se manifiesta en la defensa corporativa de los intereses de sus propios gremios y en actuar como grupo de presión dentro de la sociedad capitalista. La corriente sindicalista revolucionaria se hace reformista en la práctica, y una vez afianzada dicha práctica, la misma limpia el camino para la reformulación de la teoría original. De tal modo, la perspectiva de la revolución se va dejando de lado hasta desaparecer por completo. En este viraje, “el sindicalismo no es revolucionario más que por la posibilidad gramatical de acoplar estas dos expresiones”118. Gramsci, Antonio, Consejos de fábrica y estado de la clase obrera, México D.F., Roca, 1973, p. 50. 118 Ibídem, pp. 50-51. 117


Conclusiones | 119 Introducción

Una aspiración gradualista que culmina en la integración al Estado Para el pensamiento marxista, por el contrario la lucha de clases es la fuerza motora del desarrollo histórico y, por ende, de la revolución. No es así para el pensamiento sindicalista de los orígenes. Sin dejar de reconocer las contradicciones sociales, el sindicalismo en el fondo va a negar su alcance histórico. El “sindicalismo revolucionario” entendía que el crecimiento y poderío económico y social de la clase trabajadora era mecánico y ascendente, por lo que no hacía falta una estrategia específica para luchar por la toma del poder, ya que el derrumbe de la sociedad capitalista era inevitable. Este tipo de pensamiento es pasivo frente a la posibilidad concreta de la crisis capitalista, ya que si el capitalismo se derrumba y el Estado burgués se queda sin sustento, no es necesario proponerse dirigir contra éste la revolución. La evolución “natural” de la organización obrera, está llamada a ocupar el vacío que deje el viejo orden. La realidad se encargó de demostrar que bajo el imperialismo las mejoras conseguidas se vuelven cada vez más efímeras. Si en períodos de auge económico los trabajadores, a través de sus luchas, pueden conse­guir vender más cara su fuerza de trabajo, la llegada de la crisis disuelve toda ilusión y la fe en el progreso se evapora. En un período como el de comienzos de la década del ‘30, ya eran completamente manifiestas las dificultades para seguir manteniendo la aspiración a una evolución gradual. Pero lejos de reformular su estrategia, los sindicalistas ya no podían volver sobre sus pasos. No hubo, luego de la Semana Trágica, ninguna conclusión que permitiera girar hacia posiciones revolucionarias. El sindicalismo caía en una descomposición interna irreversible y, si en los inicios esa aspiración gradualista era sincera, los dirigentes que pre­dominan en los ‘30 se convierten, para mantener la posición lograda, en actores conscientes y garantistas de las relaciones de clase impuestas bajo el capitalismo. Sólo persiste la aspiración de mantener los cargos y consolidar una casta burocrática al interior de los sindicatos. Desde la dirección de la UF, el sindicalismo había creado la CGT transformándola en una organización respetable. Pero su tarea inicial (entre otras) será abortar, el surgimiento de un frente único obrero para enfrentar al golpe de Uriburu. Va consolidándose una burocracia cada vez más definida al interior de las organizaciones obreras, haciendo que los lazos con los gobiernos de turno sean más directos. Bajo Perón, esta relación se hace


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estrecha y la ecuación de cambiar reivindicaciones por apoyo político, encuentra un punto culminante. El correlato de este recorrido, es la pérdida de independencia y autonomía de las organizaciones obreras con respecto a las patronales y al Estado capitalista.

Clase obrera y partido Los “sindicalistas revolucionarios” nunca comprendieron la relación existente entre partido y sindicatos. Subsidiarios en un principio del rechazo anarquista a la política, consideraban que el sindicato era una organización autosuficiente para alcanzar la emancipación. Veían la política sólo como acción parlamentaria, como política burguesa y rechazaban la construcción de un partido político por entender que éste sólo podía constituir una organización ajena y aislada del movimiento real de las masas. Originariamente, el rechazo al reformismo parlamen­tario era una posición progresiva pero sectaria y equivocada, ya que igualaba a los partidos de la burguesía y los partidos obreros, la política reformista y la política revolucionaria, negando por consecuencia la necesidad de todo partido, incluyendo al partido revolucionario. Luego con el correr del tiempo, ese sectarismo inicial se fue transformado en oportunismo político. A diferencia de esta tendencia, los marxistas no desprecian la orga­ nización sindical ni cometen el error inverso de oponer unilateralmente el partido a los sindicatos. Por el contrario, el marxismo revolucionario fomenta su creación y crecimiento entendiendo al sindicato como la organización básica del proletariado, aquella que permite agrupar a una gran masa de trabajadores. El partido es la organización política de la vanguardia obrera, de los elementos más conscientes que comprenden la necesidad de elevar a la clase obrera de la lucha económica a la lucha política por el poder. Y la necesidad de agrupar a la vanguardia obrera surge del propio carácter de la sociedad capitalista. Vladimir Lenin (quien en la Rusia de principios del siglo XX había enfrentado políticamente las posiciones anarquistas y economicistas) señala como una conclusión estratégica que “en la época del capitalismo, cuando las masas obreras son sometidas a una incesante explotación y no pueden desarrollar sus capacidades humanas, lo más característico para los partidos políticos obreros es justamente que sólo pueden abarcar a una minoría de su clase. El partido político puede agrupar tan sólo a una minoría de la clase, puesto que los obreros verdaderamente conscientes en toda sociedad capitalista no constituyen sino una minoría de todos los


Conclusiones | 121 Introducción

obreros. Por eso nos vemos precisados a reconocer que sólo esta minoría consciente puede dirigir a las grandes masas obreras y llevarlas tras de sí”119. En efecto, el valor de un partido revolucionario está dado precisamente porque la clase obrera no puede ser ni es homogénea ideológica y políti­ camente. Si lo fuera, y si por sí sola comprendiera que es preciso acabar con la explotación capitalista, no haría falta ninguna clase de organización porque automáticamente se pasaría a luchar por el socialismo, entonces no sólo serían innecesarios los partidos sino también los sindicatos. La realidad demuestra que al interior de los sindicatos actúan los revo­ lucionarios, como también lo hacen aquellas corrientes conciliadoras que a cada paso tratan de mantener a los trabajadores dentro de los marcos del régimen burgués. El papel de un partido revolucionario es orientar la organización de masas de la clase obrera precisamente en un sentido revolucionario, el de educar a su vanguardia y dotarla de un programa y una estrategia. Contrariamente al decir sindicalista, la pelea del partido por dirigir a los sindicatos no busca liquidar la finalidad de los mismos, sino más bien otorgarles a éstos un contenido distinto al que le asignan los reformistas. Si estos últimos convierten a los sindicatos en organizaciones dóciles que no cuestionan la propiedad privada, ni el poder político de la burguesía, los marxistas buscan transformarlos en instrumentos para la revolución proletaria. Los marxistas del siglo XX, fundamentalmente la Internacional Comunista de Lenin y Trotsky, tenían una valoración muy superior de la organización sindical de la que poseían los sindicalistas. Para la Internacional Comunista: “El papel de los sindicatos en el período que precede al combate del proletariado por la conquista del poder, durante ese combate y tras él, después de la conquista, difiere en muchos aspectos pero siempre, antes, durante y después, los sindicatos siguen siendo una organización más vasta, más masiva, más general que el partido, y en relación con este último desempeñan hasta cierto punto el papel de la circunferencia con relación al centro. Antes de la conquista del poder, los sindicatos verdaderamente pro­letarios organizan a los obreros principalmente en el orden económico para la conquista de posibles mejoras, para el total derrocamiento del capitalismo, pero en un primer plano de toda su actividad figura la or­ganización de la lucha de las masas proletarias contra el capitalismo de cara a la revolución proletaria. Lenin, V. I., “Discursos pronunciados en los congresos de la Internacional Comunista”. Publicado el 5 de agosto de 1920 en el Boletín del II Congreso de la Internacional Comunista Nº 5. En http://www.marxist.org, 2001. 119


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Durante la revolución proletaria, los sindicatos realmente revolucio­ narios organizan, junto con el partido, a las masas para el asalto a las fortalezas del capital y se encargan de los primeros trabajos de organiza­ción de la producción socialista. Después de la conquista y el afianzamiento del poder proletario, la acción de los sindicatos se traslada sobre todo al campo de la organización económica y consagra casi todas sus fuerzas a la construcción del edificio económico sobre bases socialistas, convirtiéndose así en una verdadera escuela práctica del comunismo”120. Vuelve a aclararse, la tarea del partido revolucionario en su relación con la organización sindical es llevar adelante la lucha de estrategias contra las demás tendencias y partidos que actúan en su seno. De tal manera, la tendencia sindicalista que se agrupaba en torno a un programa y una estrategia común era, por lo tanto, una “minoría activa” y, en tal sentido, representaba también a un partido, pero a un partido que no se reconocía como tal. Para atacar la idea de partido como algo ajeno al movimiento, los sindicalistas se escudaban en la espontaneidad de las masas. Las experiencias revolucionarias de principios del siglo XX habían dejado en claro que la espontaneidad de las masas liberaba una gran energía y creatividad revolucionaria, llegando a constituir los soviets y consejos como organizaciones de un doble poder y proyecto de un nuevo Estado. Fueron los marxistas revolucionarios rusos quienes comprendieron el carácter del soviet (que a diferencia del sindicato –reducido a los obreros sindicalizados– expresaba el frente único de las masas explotadas) y lo inscribieron en su programa como base organizativa de la lucha por el poder y la construcción de un nuevo Estado. Pero incluso el soviet en sí mismo, como creación de las masas insurrectas, era insuficiente para resolver la conquista del poder, ya que los movimientos espontáneos que terminaban con el viejo orden entregaban el poder a quienes buscaban silenciar la revolución. Tal fue el caso de la Revolución de febrero de 1917 en Rusia. Valga la redundancia, el espontaneísmo de los sindicalistas nada tenía de espontáneo; más bien, el “sindicalismo revolucionario” era un embrión de dirección revolucionaria consciente, que en la medida que se iba burocratizando, se alejaba de esa perspectiva. 120 “La Internacional Comunista y la Internacional Sindical Roja”, El Tercer Congreso de la Internacional Comunista (1921), en Los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista, Vol. 2, Edicions Internacionals Sedov. En http://grupgerminal.org/?q=node/195, pp. 98-99.


Conclusiones | 123 Introducción

Su apoliticismo impulsaba a los obreros a alejarse de la política, dejando a ésta por omisión en manos de la burguesía o las tendencias políticas reformistas. De esta manera, la “prescin­dencia política” conducía a subordinar a la clase obrera al capital, haciendo un gran favor a la ideología dominante. Pues si bien la burguesía no podía entonces invitar abiertamente a los sindicatos a apoyar a los partidos burgueses, si los invitaba a no sostener a los partidos proletarios, y menos que menos revolucionarios. La influencia que la burguesía ejerce entre las masas obreras y la participación de tendencias políticas al interior de sus organizaciones, liquida la aspiración sindicalista de tener sindicatos políticamente neutrales. Por lo tanto, estos terminan siendo una correa de transmisión de la ideología burguesa. La III Internacional también rebatirá la argumentación sindicalista sosteniendo que: “En el duelo entre el trabajo y el capital, ninguna gran organización obrera puede permanecer neutral. En consecuencia, los sindicatos no pueden quedar al margen en la pugna entre los partidos burgueses y el partido del proletariado. Los partidos burgueses se dan cuenta perfectamente de ello. Pero así como la burguesía tiene necesidad de que las masas crean en la vida eterna, también necesita que se crea que los sindicatos pueden ser apolíticos y pueden conservar la neutralidad respecto al partido comunista obrero. Para que la burguesía pueda continuar dominando y oprimiendo a los obreros y obtener la plusvalía, no necesita sólo del sacerdote, del policía, del general, sino también del burócrata sindical, el ‘líder obrero’ que predica a los sindicatos obreros la neutralidad y la indiferencia ante la lucha política”121. Quien bucee de manera crítica en la historia del movimiento obrero argentino comprobará que aquellas corrientes que negaron la acción política y se opusieron a la construcción de un partido revolucionario, terminaron prestando su apoyo, directo o indirecto a los partidos de la clase enemiga. Tal fue el recorrido sindicalista, trazando una parábola negativa que culmina en la consolidación de una burocracia sindical, la cual prestó sus favores y finalmente fue absorbida, en su gran mayoría, por el peronismo.

La actualidad del debate entre marxismo y sindicalismo Como dijimos en la Introducción de este trabajo, la relevancia de la crítica a los viejos postulados del sindicalismo es que, aunque ya sin el vigor de aquellos años, estos siguen influenciando a sectores de la vanguardia obrera. 121

Ibídem, p. 96.


124 | Historia Crítica del Sindicalismo

En los últimos años asistimos a la emergencia de una nueva gene­ ración obrera, de nuevos activistas y delegados, lo que hace en nuestra opinión indispensable señalar la gigantesca tarea que ésta tiene por de­ lante: conquistar un programa y una dirección política independiente. El desafío no surge solamente de las condiciones de la crisis capitalista mundial en curso, de la situación política del país y del grado de la lucha de clases, sino también de las conclusiones extraídas del proceso histórico. Los marxistas recurrimos al pasado como uno de los medios para hacer presente las lecciones de quienes nos precedieron. Sólo así podrán enriquecerse y dinamizar las experiencias actuales y preparar los combates futuros. Un balance histórico de la clase obrera argentina en el siglo XX muestra a las claras que las condiciones combativas y posibilidades revolucionarias no estuvieron ausentes. Y no tenemos motivos para suponer que mañana no se presentarán otras nuevas. El problema radica en otra parte y se trató siempre de una cuestión de dirección política. Los marxistas nos oponemos a la orientación sindicalista porque ésta renuncia a enfrentar a los movimientos burgueses como el peronismo y, por lo tanto, a influir en la conciencia obrera. Su pretensión de mantener una organización obrera aséptica y “apolítica”, no ayuda ni puede ayudar a combatir la finalidad de la burocracia sin­dical y sólo consigue mantener a los trabajadores alejados de las ideas socialistas revolucionarias a la vez que esconde la subordinación de la clase obrera a la política burguesa. Por el contrario, decimos claramente que es posible luchar contra la burocracia sindical. Por eso, orientamos nuestra lucha hacia recuperar los sindicatos como organizaciones de lucha de la clase obrera, pero también como base de una política independiente para construir un partido propio de la clase trabajadora. Con este último punto llegamos al final, creyendo haber aporatado a la restitucón de un viejo debate histórico que aún perdura. Y que se recrudecerá en la medida que la recomposición subjetiva de la clase obrera siga su marcha, al calor de la propia crisis capitalista. Porque son los vendavales que se acercan y comienzan a correr el polvo de huellas ocultas, los que le otorgan a la polémica con el sindi­calismo una vigencia indeleble. Conscientes de que los viejos postulados sindicalistas sólo pueden ayudar a obstaculizar la lucha obrera por su emancipación, preferimos alejarnos de todo escepticismo o facilismo ingenuo y aportar a reconstruir un proyecto socialista y revolucionario para ponerlo a conocimiento de los nuevas generaciones de trabajadores y trabajadoras.


Introducción | 125

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128 | Historia Cr铆tica del Sindicalismo

Este libro se termin贸 de imprimir en el mes de septiembre de 2009, en Primera Clase Impresores, California 1231, Buenos Aires, Argentina.


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