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Diván Virtual

Rafael Ramirez R.

A Gustavo y Eugenia

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Doctor!, gracias, muchas gracias. En verdad, con esto de la cuarentena obligatoria, lo mejor que se le pudo ocurrir fue atenderme de esta manera. No crea que se trata de una urgencia. Aunque virtual no veo porque no puedo hablarle como si estuviera tendido en su diván. ¿Me escucha bien?, ¿Me ve bien? ¡Bien! Pues, empecemos si le parece. Aquí me tiene; con el mismo tema que hoy tiene al mundo entero de cabeza y a muchos con los pelos de punta. Y no es para menos, ¿Se imagina?

¡El virus éste pegado a la ropa, a las bolsas plásticas, a los zapatos, quizás al pelo! Mis provisiones se agotaron hace dos días y no he querido salir a comprar nada. El dinero con que cuento por ahora es para pagar estas citas. He comenzado a practicar las técnicas de

sobrevivencia que imagino de un comando en peores circunstancias. He secado en el horno algunas cucarachas que he cazado de noche cuando no puedo dormir. Quedan crujientes y no saben tan mal, es un sabor entre tierra y maní. El botellón de agua está a punto de acabarse así que bebo unas cuántas gotas al día que mido con el gotero de la valeriana que ya también se acabó. Cuando no quede agua creo que beberé de la maceta sin tierra cuando llueva. Pero bueno, no quiero que piense que he llevando las cosas a un extremo difícil de creer para los demás. El mundo no se está acabando. La verdad, me siento tranquilo y creo, en lo personal, que esto de la pandemia, realidad o no, es de las cosas más emocionantes y estimulantes que he vivido. ¿No siente usted que es como si fuera una de esas películas donde la humanidad se ha extinguido?

Me conoce y sabe desde que consultó con usted que disfruto de la soledad, que me da pánico la vida social, la familia, el simulacro. De algún modo, antes que llegara el virus, ya estaba acuartelado y desde mi trinchera, armado de libros y de mi computador, destilaba veneno a través de mis dedos sobre el teclado. No he vuelto a escribir. ¿Acaso se puede superar lo que ya este virus está escribiendo en la vida de las gentes?

Cuando pienso que por fin todos se encarcelaron en su vivienda, perdón, acabo de preguntarme por los habitantes de la calle, lo cierto es que imagino las calles desoladas, limpias y diáfanas: sin la contaminación de los cláxones, de los exhostos y por qué no, de las muchachas exhibiendo sus muslos y su trasero para pena de tipos como yo. El aire, ¡qué delicia!, ¿ha asomado su nariz afuera estos días, sin el tapabocas, por supuesto? Eso sí es una bendición. Yo, tras horas frente al computador, atiborrándome de esto y aquello, abro la escotilla. Así le llamaba mi hermano a la pequeña ventana del altillo. Por ahí asomo discreto la cabeza y aspiro profundo, larrrrrrgo…, con fuerza, no paro hasta que siento llegar el aire al último rincón de mis pulmones. ¡Qué sensación! Es como… bueno, usted ya sabe de mi manía por asociar cada cosa a lo sexual. La última vez que lo hice metí la cabeza porque advertí que tenía una erección y bueno ya imaginará el resto. La culpa de que diga todo esto no es mía, es de Freud. ¿Quién me mandó a leerlo? Pero… por otro lado: si la gente leyera al menos un poco, pero… ¡qué va! Para qué se van a complicar la vida con lo que hacen en privado, con lo que desean en silencio y con lo que se niegan en público. ¡Doctor!, ¿sigue ahí?, ¿No me pregunta nada hoy? ¡Ah, bueno! Pensé que se había caído la llamada. Sigo, ¿Qué decía? ¡Qué memoria la mía! Y eso

que durante estos días he practicado memorizando versos de Shakespeare… mire:

To be, or not to be: that is the question: Whether ‘tis nobler in the mind to suffer The slings and arrows of outrageous fortune.

Pero me estoy desviando de lo que quiero decirle hoy. La vecina del 905 que vive sola y el vecino del 907 que vive solo han decidido pasar el aislamiento juntos, en el 907 que es el de ella y que da justo al lado del mío que es el 909. Hacen el amor todas las noches y de un modo que hacen pensar que en verdad el mundo se va acabar. Antes, no podían ni verse pues el perro de él, un criollo, acosaba a su perra con pedigrí. Hasta que la coronó y entonces la cantaleta de ella de que si la preñó o no, y el tipo le repetía una y otra vez que no, que el perro estaba operado, que estaba operado, que estaba operado. Hoy creo que era un cortejo de humanos camuflado de disputa y de encono. El par de perros eran el anzuelo que cada uno le lanzaba al otro. Jorge, así se llama él, se ofreció para hacer la compra de algunos vecinos y cuando le vino a golpear a ella para entregarle, ella le insistió que entrara a tomar algo pues no soportaba la idea de seguir hablando sola como si acaso estuviera loca. Entonces Jorge mordió el anzuelo. Yo lo escuché todo desde mi puerta cuando me asomé a la mirilla indiscreta porque tenía curiosidad. Yo fui el único del piso que rechacé su oferta de arriesgarse a comprar cosas para todos. El caso es que a su heroísmo le está sacando provecho. No crea que le estoy hablando de una reina de belleza o de una modelo. Si viera: se trata de una flaca enclenque de anteojos, con una nariz de bruja que por poco le falta la escoba y él, un gordito calvo de medio metro y con un mostacho que le tapa la boca. Solo que en las noches, desde que andan en esas, sin pena ni gloria, con esos gritos y con lo que se dicen, cualquiera podría pensar que se trata de un par de adolescentes en forma que exploran con frenesí su recién descubierta sexualidad. Sí, ya recuerdo, solo tenemos 15 minutos.

Lo último. Igual nos veremos la otra semana, ¿sí? Por lo visto esto del virus se va a tardar y nos podríamos ver del mismo modo. Un vecino del edificio de al frente se suma a la locura colectiva: se asoma a su ventana y con un cuerno de altavoz empieza a pregonar que ni de riesgo podemos pronunciar el nombre del virus, porque al hacerlo le damos fuerza y lo orientamos para que, como un sabueso, nos huela el rastro. No más por hoy doctor, debo apagar el horno, ya casi es hora de cenar. Gracias.

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