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Diván virtual Rafael Ramirez R

Segunda cita

¿recuerda que también mencioné a los habitantes de la calle pero sin que me esforzara por decir mayor cosa sobre ellos? Pues vea usted que tengo la soberana razón: ayer las cifras de muertos por este virus casi se duplicaron porque en lo último en que pensó el gobierno y en lo último que pensamos todos, después de pensar solo en nuestras propias familias, en las provisiones y en lavarnos las manos, fue precisamente en ellos.

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Los encontraron tirados, a muchos junto a las bolsas de basura donde quizá la muerte los sorprendió mientras hurgaban qué comer y a otros, casi podridos en sus covachas, bajo puentes o en potreros, tiesos, con sus cuerpos derrotados, quizá por el mismo virus que debió batirse en desigual duelo contra sus anémicos cuerpos, con sus memorables defensas, pero ya por el suelo. Cuando nos acordamos de ellos, el virus, protagonista de cuánta cosa importante se ha cancelado, sin que lo supiéramos, había erigido con sus cuerpos una verdadera obra en desarrollo, también como un happening, y en las calles, ante los ojos de nadie, como para resaltar y sin ser criticado por su estética dantesca, nuestro verdadero humanismo.

Mientras seguimos aferrados al estigma alimentado por la memoria fotográfica del hambre en África, de los cuerpos amontonados en los campos de concentración en espera de pasar al crematorio o de lo que usted quiera, nos hemos olvidado de nuestro propio vecino. La verdad creo que nos hemos olvidado de todos.

¡Pero… y usted! Dígame doctor, ¿cómo está?, ¿Su familia?

- Bien, todos bien.

Me alegra, en verdad. Solo quiero decirle que lo he pensado mucho y hasta lo he envidiado. ¡De buena manera, claro está! Pero déjeme aclarar: usted seguramente con lo mucho que ha estudiado y con lo mucho que debe conocerse, se cuida de perder la cabeza, aun en estas circunstancias.

- No crea, algunos de nosotros también requerimos apoyo.

¿Cómo es eso doctor?, ¿apoyo de qué tipo? Si hay algo en lo que le pueda servir, ¡no más… dígame!

- Entonces, gracias Pedro. Pero…, por favor, continúe, recuerde el tiempo, ¡es suyo!

Es cierto. El tiempo es mío. ¡Diablos!, quedan cinco minutos. ¿Qué puedo decir de mí en cinco minutos? Sí, ya sé, solo por aquello de la reserva. La otra noche, mientras Margarita roncaba, salí a dar una vuelta, era la séptima noche de la cuarentena y quise desafiar mi destino. No tentar al demonio, es decir al virus, sino a las autoridades. ¿Y sabe qué? ¡Puro cuento! Ni policías, ni nada. La cosa, como en todo, funciona es por el miedo. Conduje a toda prisa por la autopista. Apenas logré distinguir una unidad de levantamientos que hacía lo propio, al parecer, con algunos habitantes de la calle. Es un placer conducir a toda marcha por una ciudad fantasma. Sin el riesgo de otro loco como uno, o una moto o algún peatón distraído con qué sé yo. Hay placeres y deseos que solo se satisfacen con la ciudad desierta.

En cierto modo es otra utopía. ¿Ha leído usted Las Ciudades Invisibles de Calvino? A lo mejor, no recuerdo, a ese inventario de ciudades fantásticas le falte una como la nuestra, pero sin gente, como esa que imaginamos allá afuera y que yo, por pura y simple rebeldía de adolescente, recorrí a mis anchas. ¡Pero claro!, no se preocupe. Lo hice con todas las precauciones que fui capaz de guardar:

Tapabocas, gafas de buceo, gorro de plástico, guantes desechables, anti bacterial. ¡Ni me bajé del carro! Solo abrí un poco la ventana para sentir ese aire nuevo de paraíso que empieza a ser recuperado por los animales del bosque. Luego, al entrar a casa, me desnudé frente a la lavadora metí todo en ella y me duché con agua hirviendo y jabón espumoso. Pero lo más importante de todo esto y la verdadera razón por la que se lo cuento es porque todas esas medidas, todas esas prevenciones y toda esa agua, todo ese jabón y todo, de nada me sirvieron. Desde aquella impublicable escapada no he podido dormir bien. Me despierto lavado en un caldo de sudor, oliendo a viejo, a soledad, a insomnio. Y empiezo a pensar, a dar vueltas. Pienso que el virus flota en el aire, a la deriva, que basta con cruzarse en su azarosa trayectoria y que ya, aunque me sienta muy bien, como nunca antes me había sentido, el virus se ha instalado en algún lugar de mí vida, donde ningún examen de laboratorio lo puede detectar. Con esto termino por hoy doctor: ¡Pienso que el virus se ha instalado en mi mente!

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