+
ICOSAEDRO Roberto Bolaños Carlos A, Jaramillo F. Picuore Johanna Carvajal
Maín Suaza Fernando Cuartas Rafael Ramirez R. Gloria Rendón
Gustav Klimt Maria Luisa Bombal Robinsón Úsuga Edward Hopper
AÑO 1 | VOLUMEN 1 | NUMERO 002
sordina
Notas del editor Extinción de dominio
04
In Box Cartas de los lectores
06
Llamadas Telefónicas Roberto Bolaños
09
Hopper Carlos Andrés Jaramillo
14
La enfermedad de Gelberto F. Picuore.
20
Taxonomia de las diosas olvidadas Johanna Carvajal
24
Los cuentos de Maín 2 Maín Suaza
29
Maria Luisa Bombal, la aveja ardiente Fernando Cuartas
32
El Arbol Maria Luisa Bombal
38
¿Quien Será tu “Dora Brudel”? Róbinson Úsuga
51
Diván virtual Rafael Ramirez R.
57
En este número Lista de colaboradores
60
Extinción de dominio
V
ivimos al borde del desastre. Si miramos la historia de la humanidad, y por extensión la historia de este planeta que habitamos, son tantas las vicisitudes por las que hemos pasado para llegar a este momento -nada particular por cierto- que resulta sorprendente no habernos extinguido, al igual que otras incontables especies, o no haber terminado convertidos en polvo interestelar, flotando a la deriva en la inmensidad del universo. Haber sobrevivido a un número casi incontable de catástrofes no significa, por supuesto, que estemos a salvo. Que no vamos a cruzarnos con un meteoro gigante, venido de la profundidad del espacio, y en un solo segundo apoteósico reduzca a polvo todo lo que somos. La historia, el arte, los imperios, los dioses… Quizás, como dice Borges, “el porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer” y no podemos escapar a los designios del tiempo. O quizás seamos una historia que se cuente a sí misma, una y otra vez, inmutable por toda la eternidad. Como quiera que sea, la incertidumbre parece ser, ya que ni de eso podemos tener certeza, la única constante en nuestra existencia. A casi cinco meses de ser decretado el estado de emergencia como medida de control de la pandemia, el número de contagios en Colombia saltó de 66 en el mes de marzo a 286.020 en agosto. Un inaudito aumento del
433.263% en cuatro meses. La proliferación de los contagios es atribuible a varios factores: El pésimo manejos de la pandemia por parte del gobierno, la indisciplina social, la falta de recursos de la población para resistir el aislamiento, y la proliferación de todas suerte de teorías conspirativas, y tratamientos sin ningún respaldo científico que, desafortunadamente, han influido ostensiblemente en el comportamiento de la población. Hoy nos encontramos de nuevo ante una encrucijada potencialmente catastrófica, capaz de alterar la suerte de nuestra especie y del planeta. El “dress rehearsal” del fin del mundo para decirlo en el lenguaje del espectáculo. Si bien el Covid-19 no parece tener la capacidad de aniquilarnos completamente, si es un campanazo de alerta de lo que nos depara el futuro. En este contexto la publicación de ICOSAEDRO puede parecernos como un ejercicio trivial e inutil, y a lo mejor lo sea, nunca le he apostado a la trascendencia, pero si sobrevivimos este embate y sacamos las conclusiones correctas, quizás algo podremos hacer para evitar que se repita nuevamente. Dos cosas para destacar en este número (002): la cantidad de autores, nueve en total, entre los que se encuentran algunos ya publicados en las ediciones anteriores y la lamentable ausencia de una sección de fotografía a la que pretendía darle continuidad en este número. Confio que no volvera a suceder. Un agradecimiento a todas las personas que de una u otra forma colaboraron en este número. Alfonso Sánchez icosaedro.magazine@gmail.com
ICOSAEDRO icosaedro.magazine@gmail.com Dirección y Edición
Alfonso Sánchez
Direccción de Arte Alfonso Sánchez Ilustraciones Gloria Rendón Gustav Klimt Edward Hopper Jason Behnke Fotografía
Narcissa Gray
Dirección Editorial
Marie Morphine
IN BOX Nadie puede escapar a su propio destino
Felicitaciones, el primer número resultó mejor de lo que me había imaginado. Siempre he desconfiado de las publicaciones de aficionados porque les falta, perdonenme por decirlo, profesionalismo. Icosaedro, en contraste, es una publicación bien diseñada, con atención al detalle y un contenido interesante y contemporáneo. Van por buen camino, igan adelante.
Ramón García Ibagué
Hacía mucho que no leía nada de Cortázar. Años. Para mi Cortázar siempre tuvo un sabor a adolecencia y a verano y “Tu más profunda piel”, ese bello poema de amor, no es la excepción. Mi primera libro de Cortázar fueron las divertidas “Historias de cronopios y de famas”. Tenía entonces doce o trece años, y aún puedo recordar mi asombro al descubrir lo que se podía hacer con la escritura. Por muchos años creí que escribir era mi verdadera vocación, pero como suele suceder terminé dedicándome a asuntos más mundanos, que con el tiempo han apaciguado los sueños de la adolescencia. Mis mejores augurios!
Jorge Hernán Montoya V. Itagüi.
Bellísima publicación, uno de los mejores fanzine que he visto. Pueden contarme entre sus futuras colaboradoras. Soy tatuadora, y aunque muchos clientes lo ignoran,
tengo un grado en artes de la Facultad de Artes de la U de A. Los tatuadores hoy estamos lejos de los artistas autodidactas de antes, dedicados a dibujar recuerdos en la piel de marineros y artistas de ferias y circos. La mayoría hemos pasado por las aulas de las mejores escuelas de artes del país lo que puede verse en la calidad de los trabajos. Pero el arte del tatuaje sigue siendo subvalorado sin razón alguna. Lo único que nos diferencia de los dibujantes y pintores es el soporte sobre el que hemos decidido plasmar nuestras obras. No me cabe duda que es el tatuaje será eventualmente reconocido y aceptado por el establecimiento artístico. Pero es muy difícil cambiar la forma de pensar de quienes han estado acostumbrados a pensar en el arte como una mercancía transaccional que deriva su valor del cambio de propietario. Me encantaría que en algún momento dedicaran unas cuantas páginas al arte del tatuaje, creo que hay artistas extraordinarios que se merecen un reconocimiento. Marie Lumiere. Medellín.
Me encantó la revista, muy bonita. Con unos textos muy buenos, incluso lo “refritos”. Beatriz Elena Estrada Bogotá
Una sorpresa muy agradable encontrarme con la extraordinaria obra de Hernán Marín. Un dibujante excepcional sin duda, capaz de darle sentido, justamente, a los espacios donde no ha puesto el lápiz. También me gustó el ensayo sobre su obra. Tal vez demasiado académico para mi gusto, pero con un encantos derivado, quizás -no puedo asegurarlo-, de la amistad del artista y el escritor. Gracias. Cathalina Arenas Bran Envigado.
© NARCISSA GRAY
Llamadas telefónicas Roberto Bolaño
B
está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado. B, en una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años. Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas telefónicas, ponerse en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota en sus voces que cruzan España de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo de unos días deciden reencontrarse. Ambas partes arrastran divorcios, nuevas enfermedades, frustraciones. Cuando B toma el tren para dirigirse a la ciudad de X, aún no está enamorado. El primer día lo pasan encerrados en casa de X, hablando de sus vidas (en realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando pregunta); por la noche X lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene ganas de acostarse con X, pero acepta. Por la mañana, al despertar, B está enamorado otra vez. ¿Pero está enamorado de X o está enamorado de la idea de estar enamorado? La relación es
problemática e intensa: X cada día bordea el suicidio, está en tratamiento psiquiátrico (pastillas, muchas pastillas que sin embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa aparente. Así que B cuida a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también son torpes. Sus cuidados remedan los cuidados de un enamorado verdadero. B no tarda en darse cuenta de esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue llevar a X a un callejón sin salida o que X estima sin salida. A veces, cuando está solo o cuando observa a X dormir, B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta recordar a sus amores perdidos como una forma de antídoto, intenta convencerse de que puede vivir sin X, de que puede salvarse solo. Una noche X le pide que se marche y B coge el tren y abandona la ciudad. X va a la estación a despedirlo. La despedida es afectuosa y desesperada. B viaja en litera pero no puede dormir hasta muy tarde. Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que camina por el desierto. El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso. Pero el mono prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de noche, cuando las estrellas heladas barren el desierto. Al despertar (ya en la Estación de Sants, en Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo tuviera) y es capaz de dirigirse a su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama a X y le cuenta el sueño. X no dice nada. Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca consuelo en un libro. Pasan los días. Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en reconocer su voz. Ah, eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los pelos. B percibe, no obstante, que X quiere decirle algo. Me escucha como si no hubiera pasado el tiempo, piensa, como si hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?, dice B. Cuéntame algo, dice B. X contesta con monosílabos y al cabo de un rato cuelga. Perplejo, B vuelve a discar el número de X. Cuando contestan, sin embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al otro lado, la voz de X dice: bueno, quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El tiempo —el
tiempo que separaba a B de X y que B no lograba comprender— pasa por la línea telefónica, se comprime, se estira, deja ver una parte de su naturaleza. B, sin darse cuenta, se ha puesto a llorar. Sabe que X sabe que es él quien llama. Después, silenciosamente, cuelga. Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar. B entiende que no debe telefonear nunca más a X. Un día llaman a la puerta y aparecen A y Z. Son policías y desean interrogarlo. B inquiere el motivo. A es remiso a dárselo; Z, después de un torpe rodeo, se lo dice. Hace tres días, en el otro extremo de España, alguien ha asesinado a X. Al principio B se derrumba, después comprende que él es uno de los sospechosos y su instinto de supervivencia lo lleva a ponerse en guardia. Los policías preguntan por dos días en concreto. B no recuerda qué ha hecho, a quién ha visto en esos días. Sabe, cómo no lo va a saber, que no se ha movido de Barcelona, que de hecho no se ha movido de su barrio y de su casa, pero no puede probarlo. Los policías se lo llevan. B pasa la noche en la comisaría. En un momento del interrogatorio cree que lo trasladarán a la ciudad de X y la posibilidad, extrañamente, parece seducirlo, pero finalmente eso no sucede. Toman sus huellas dactilares y le piden autorización para hacerle un análisis de sangre. B acepta. A la mañana siguiente lo dejan irse a su casa. Oficialmente, B no ha estado detenido, sólo se ha prestado a colaborar con la policía en el esclarecimiento de un asesinato. Al llegar a su casa B se echa en la cama y se queda dormido de inmediato. Sueña con un desierto, sueña con el rostro de X, poco antes de despertar comprende que ambos son lo mismo. No le cuesta demasiado inferir que él se encuentra perdido en el desierto. Por la noche mete algo de ropa en un bolso y se dirige a la estación en donde toma un tren con destino a la ciudad de X. Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: por eso, precisamente, soy yo el que está vivo. Durante el viaje, insomne, contempla a X por primera vez en su real estatura, vuelve a sentir amor por X y se desprecia a sí mismo, casi con desgana, por última vez. Al llegar, muy temprano, va directamente a casa del hermano de X. Éste queda sorprendido y confuso, sin embargo lo invita a pasar, le ofrece un café. El hermano de X está con la cara recién lavada y a medio vestir. No se ha duchado, constata B, sólo se ha lavado la cara y
FOTOGRAMA DE “THE KILLERS” / AVA GARDNER AND BURT LANCASTER / DIRECTOR R
pasado algo de agua por el pelo. B acepta el café, luego le dice que se acaba de enterar del asesinato de X, que la policía lo ha interrogado, que le explique qué ha ocurrido. Ha sido algo muy triste, dice el hermano de X mientras prepara el café en la cocina, pero no veo qué tienes que ver tú con todo esto. La policía cree que puedo ser el asesino, dice B. El hermano de X se ríe. Tú siempre tuviste mala suerte, dice. Es extraño que me diga eso, piensa B, cuando yo soy precisamente el que está vivo. Pero también le agradece que no ponga en duda su inocencia. Luego el hermano de X se va a trabajar y B se queda en su casa. Al cabo de un rato, agotado, cae en un sueño profundo. X, como no podía ser menos, aparece en su sueño. Al despertar cree saber quién es el asesino. Ha visto su rostro. Esa noche sale con el hermano de X, entran en bares y hablan de cosas banales y por más que procuran emborracharse no lo consiguen. Cuando vuelven a casa, caminando por calles vacías, B le dice que una vez llamó a X y que no habló. Qué putada, dice el hermano de X. Sólo lo hice una vez, dice B, pero entonces comprendí que X solía recibir ese tipo de llamadas. Y creía que era yo. ¿Lo entiendes?, dice B. ¿El asesino es el tipo de las llamadas anónimas?, pregunta el hermano de X. Exacto, dice B. Y X pensaba que era yo. El hermano de X arruga el entrecejo; yo creo, dice, que el asesino es uno de sus ex amantes,
ROBERT SIODMAK
mi hermana tenía muchos pretendientes. B prefiere no contestar (el hermano de X, a su parecer, no ha entendido nada) y ambos permanecen en silencio hasta llegar a casa. En el ascensor B siente deseos de vomitar. Lo dice: voy a vomitar. Aguántate, dice el hermano de X. Luego caminan aprisa por el pasillo, el hermano de X abre la puerta y B entra disparado buscando el cuarto de baño. Pero al llegar allí ya no tiene ganas de vomitar. Está sudando y le duele el estómago, pero no puede vomitar. El inodoro, con la tapa levantada, le parece una boca toda encías riéndose de él. O riéndose de alguien, en todo caso. Después de lavarse la cara se mira en el espejo: su rostro está blanco como una hoja de papel. Lo que resta de noche apenas puede dormir y se lo pasa intentando leer y escuchando los ronquidos del hermano de X. Al día siguiente se despiden y B vuelve a Barcelona. Nunca más visitaré esta ciudad, piensa, porque X ya no está aquí. Una semana después el hermano de X lo llama por teléfono para decirle que la policía ha cogido al asesino. El tipo molestaba a X, dice el hermano, con llamadas anónimas. B no responde. Un antiguo enamorado, dice el hermano de X. Me alegra saberlo, dice B, gracias por llamarme. Luego el hermano de X cuelga y B se queda solo. l
Hopper Carlos Andrés Jaramillo ILUSTRACIÓN EDWARD HOPPER
I.
S
upongamos que un hombre sale de su casa. Tiene el rostro severo que da la introspección. Supongamos que habla sólo lo estrictamente necesario. Y lo necesario es, a veces, una sola palabra. Supongamos que el hombre camina, agradablemente, en una mañana de frío. Los árboles están perdiendo sus hojas, las fachadas parecen más solas que nunca. Le alegra la soledad de la calle. Le alegra no encontrarse con los vecinos. Nunca ha visto un perro deambulando por el vecindario, pero sí algunos gatos dormidos en los porches de las casas. Lo lamenta. Los perros son agradables. Casi nunca están tristes si salen a la calle. Supongamos que tal hombre espía la luz, pero sin motivo. Que la sigue con el rabillo del ojo por donde quiera que pasa. Algo de ella le agrada sin saber por qué. Supongamos que, tras doblar una esquina, ve a un hombre solo sentado en una silla de jardín delante de un prado o que, en lo alto de una azotea, ha divisado una silla similar, pero vacía. Sufre una conmoción. ¿Qué ha pasado? Nuestro hombre, ha vivido hasta anularse. Está tan vacío, que reconoce esa falta de contenido en los
demás. Un instinto de desintegración lo guía. Ese hombre que pasea, sea quien sea, esté donde esté, será siempre Edward Hopper. II. Supongamos que una mujer ha llegado a casa después del trabajo. Supongamos que no tiene amigos, que sube las escalas hasta llegar al cuarto piso. Es media tarde todavía y los sonidos del mundo se han acallado. Cualquiera diría que es domingo. Supongamos que ha soportado una larga temporada de tristeza. No importa por qué. No tiene deseos de escuchar música, de usar el teléfono o mirar el televisor. Ha renunciado a preparar el almuerzo. Se desnuda mecánicamente con el deseo de recogerse en la cama. Supongamos que, en lugar de dormir, permanece sentada, ausente es la palabra. Atrapada en una contemplación vacía, en un limbo inmaterial, que ni siquiera es una forma de pensamiento, ni sensación. Anulada.
Esa mujer, sea quien sea, es una pintura de Edward Hopper. III. Supongamos que es una tarde soleada, pero fría, como corresponde a finales del otoño, en Washington Square. Hay pocas personas caminando en la calle. En el aire se extiende un rumor sordo, que algunos llaman silencio. La luz cae a esa hora, casi de manera horizontal, contra la fachada del edificio Miller. Aceptemos que la luz no necesita pedir permiso para entrar. Supongamos que tras alguna ventana hay un cuarto solitario. Una mesa revuelta de papeles, y alguna fotografía que ya nadie verá. Supongamos que es la casa de un muerto. Aceptemos que nada necesita de nosotros para ocurrir. Que la luz entra, late, despojada de cualquier sentido. Supongamos que tal vez haya ciertos lugares, tal vez haya ciertos objetos en el catálogo de lo visible, transformados por la presencia de la luz. No es este el caso, ya que nadie mira esta escena.
Esa luz, esté donde esté, recuerda nuestra propia nada. VI. Se equivoca quien vea en el tema de la soledad un propósito. Lo que pinto, no depende de mí. La soledad, una vez hecha consciente, empieza a verse en todas partes. Hubiera querido pintar, como Hammershøi o Vermeer, sencillos interiores bañados por la luz melancólica de algún atardecer del Norte, pero, en cambio, no dejé de reconocer la nada de nuestra vida. También se equivoca si ve en la luz un sentido metafísico. No soy inmune a la metafísica, pero tampoco la cultivo. Sólo soy consciente de la soledad. Y es muy grande. Tan grande que ha engullido mi vida. ¿Se ha demorado a contemplar la luz, una mañana cualquiera, en Washington Square? Bien, sabrá que no difiere en nada de la de mis cuadros. Le estoy revelando un secreto. Sólo quise pintarla, tal y como la veía en la vida real. Aunque estoy dispuesto a reconocer, sin demasiado aspaviento, que la luz es un objeto extraño, que inhibe el pensamiento hasta averiarlo, que es el elemento en el que se diluye la conciencia. La opresión que dice sentir en mis cuadros, viene de la falta de necesidad de la escena, no de la luz. Los personajes no hacen nada, no se dirigen a ninguna parte y, aunque no lo reconozca, hacemos parte de una sociedad industrial en la que la gente tiene un propósito.
Imagine que hace un alto. Quiere pensar y se da cuenta de que no hay nada en su interior de lo que pueda ocuparse. La soledad está completa. ¿En qué piensan mis personajes? En nada. Se encuentran como yo, muy cansados para pensar. Han recorrido y refutado todas las teorías filosóficas sin saberlo. Se hallan en ese momento en que la mente entorpecida está en blanco, abatida por su nulidad y solamente se mira los pies. No importa si tienen historia. Tampoco piensan en la muerte. Sólo piensan quienes creen en la profundidad, quienes no han desembocado en la nada. Y la nada es una superficie. Yo sólo acumulo los días. Me hallo delante de la nimiedad de la vida, sin la apacible actitud de los budistas. ¿Ha leído Bartleby? Es increíble lo que hizo Herman Melville hace ya casi un siglo. Piense en que, a través de su ventana, había un muro iluminado por el sol a ciertas horas del día. Sólo eso. No se puede pensar delante de un muro, no se puede amar tampoco. El muro no es ni siquiera un reflejo. Y, sin embargo, no se cansaba de mirar. V. Supongamos que un hombre interroga a Edward Hopper. Supongamos que Hopper contesta con algo más que un gruñido. … l
dijo: manténgase a 2 metros y así podremos hablar. El profesor le dirigió una mirada condescendiente que compartió con el médico residente y 2 estudiantes de medicina que se habían acercado sigilosamente. Como primera medida, empezó Gelberto, en este momento estamos 5 personas en un salón, con esto se completo el “aforo” por lo cual no puede entrar nadie más a esta aula, y si alguien se va a sentar, que dejen una silla vacía de por medio. El profesor anotó la palabra “aforo” en una libreta con el fin de consultarla más tarde en un diccionario. ¿ Será un neologismo ? pensó , y comenzó a barajar diagnósticos en su interior: Obseso – compulsividad, delirio de persecución, paranoia rubra vera...¿ o será una sicosis exógena secundaria a alguna droga sicodélica ? He visto muchos obsesivos, reflexionaba, se lavan las manos hasta 200 veces diarias, pero ninguno con este tipo de disfraz, ni armados de un atomizador con alcohol. Y entonces, señor Gelberto... ¿ Desde cuando...? Gelberto permaneció un momento en silencio y luego habló con lentitud y claridad: desde dentro de cuatro meses, marzo del próximo año para ser más exactos. Y les advierto a todos, ya que los veo tan relajados en su
comportamiento: vayan consiguiendo alcohol, tapabocas, guantes y todo lo que yo traigo puesto. De esta manera cuidarán de sus abuelitos y de todos sus familiares con “preexistencias”. El profesor anotó en su libreta: “preexistencias”, y con una sonrisa maliciosa le dijo ¿ desde cuando considera que sus familiares tuvieron reencarnaciones previas? Hizo pasar al paciente a un salón adyacente y mientras hacía anotaciones en la historia clínica decía en voz alta para compartirlo con sus alumnos: Caso típico de Paranoia Pura, el paciente se considera un viajero del tiempo, cree en conceptos de la “nueva era” como preexistencias de sus familiares, está convencido de que en el futuro le enseñaron que la mejor manera de cuidar a los viejitos es envolviéndose en ropas desechables y atomizando alcohol, a todo el que se le acerque. Por el momento no lo considero de peligro inminente para los demás o para sí mismo. Cuidarse, eso sí, de una aspersión de alcohol en la cara, pues puede llegar a producir conjuntivitis química. Se recomienda a sus acompañantes el uso de gafas para evitar riesgos oculares. En cuanto a medicación recomiendo el uso de un anti psicótico atípico a dosis promedio. Puede continuar su tratamiento ambulatoriamente. l
TAXONOMIA DE las diosas olvidadas Johanna Carvajal
INCENDIO EN OTOÑO Cruzamos una frontera invisible a medida que la angustia ya no hace parte de nuestro vocabulario. Después de poner un pie fuera de la frontera, lo que nombramos libertad consiste en disolvernos con el viento extranjero. Rasguñamos los días intentando descifrar la voluntad de nuestras palabras, la torre de Babel cae sobre nuestros hombros y los hogares desconocidos abren sus portones en nuestra cara. La geografía y la historia no entienden de emociones cuando ya no hacemos parte de todo lo que conocíamos antes… Los incendios en otoño auguran que la luz se romperá dentro del hombre, que los latidos del corazón se iluminarán en saldo blanco, rojo y amarillo, como la verdad de la noche. Aunque el otoño no hace parte de la tierra que me vio nacer, caminé muchos siglos para entenderlo… Vivo en un mundo lleno de otros mundos, la hojarasca de los abedules cantan un himno mudo en memoria de los sueños desaparecidos. Soy forastera de mi propia vida, mis ojos están al reves y miro hacia dentro lo que quisiera ver afuera, no hay anuncios para la experiencia…Solo recorro el suelo dibujando con mis manos, los países imaginarios e inventados que algún día recorrí.
Del poemario Jardines de Onix
BENZAITEN La flauta se mezcló con el acunar de los bosques, la madera trajo hoy peces de bambú. * El ruido de los laúdes despertó al animal, a la fiera que dormitaba dentro de la caverna… Desde la oquedad de la piedra, la montaña floreció.
YEWÁ Los ángeles vigilan las puertas cercanas al origen, coronan con flores a las palomas que se envuelven en velos de satín.
RATI Acoge en el crujir de los huesos la desesperación hecha roca la miel corre por los labios y da el sabor de las hojas en la lengua al encontrarse fugitivamente con la baba goteante… no se desangra el querer cuando la sal toca las venas… El cuerpo es herida eterna que se acumula en las grietas de los azahares.
GANGA Una joven es río además de ser isla, regresa a las orillas para enajenarse de sí… Se baña desnuda entre lotos esperando la tempestad… Las aguas corren con el abandono ansiando ser naufragio.
Los cuentos de Maín 2 Maín Suaza ILUSTRACIÓN GLORIA RENDON
CANTAR Y TOCAR
D
esde pequeña he deseado ardientemente ser invisible, volar tan alto como las águilas y cantar. Hubiera querido que mi aliento se convirtiera en, por ejemplo, la potencia de Janis Joplin cuando canta Cry baby, o la profundidad de Mick Jagger con esa bocota inmensa cantando Love is strong, o el cálido desparpajo de la Florecita Roquera avisándonos que Es que soy cosita seria. O Celia Cruz nostalgeando, Te busco perdida entre sueños. O Ismael Rivera deseando que no amanezca porque Sale el sol y no estás a mi lado. O Beatriz Castaño, con esa voz de terciopelo y su homenaje, Si mis amigos no son una legión de ángeles clandestinos, que será de mí. O tocar el saxo y cantar como Louis Amstrong, cuando le avisa a su amada que Some day you´ll be sorry, o las manos maravillosas del Richi Rey y Bobby Cruz haciendo bailar el piano y avisándonos que nos agucemos porque nos están velando, o la potencia de la voz de las cantaoras del pacifico que parecieran tener el mar adentro. Y pues no. Hasta ahora no se han inventado el trasplante de voces.
LEER Y VIAJAR
L
os viernes a las diez de la mañana llegaba a la entrada de la escuela Monseñor Toro, el bibliobús de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Era azul y lo esperaba ansiosamente, con mi carnet en la mano. Fue el único carnet que conservé realmente activo ya que fui expulsada de la “Legión de María” y los Boy Scout, pero del bibliobús no. Recuerdo que a mano izquierda estaba la colección del Tesoro de la Juventud, y a mano derecha todo un estante lleno de novelas de aventuras. Viajé por Arabia, Asia, África y América. Asistí a reyertas de piratas, corrí al lado de los mosqueteros, me quemaba el fuego de los dragones, navegue el río Congo y me perdí
en la selva espesa, corrí con los cosacos en Siberia, me volví pequeña diciendo "tafo, tufo tifo, hazme tan chiquita como Sifo", me identifique con la pequeña Lulú y su amiga Anita, tuve muchos encuentros con príncipes y princesas. Después de los once años el juego se me complicó, las historias eran más serias, muy serias, demasiado serias. En segundo bachillerato descubrí en la biblioteca del colegio el “Índice de los Libros Prohibidos” y me dediqué con ansias a leerlos. Recuerdo “Todos los hombres son Mortales”, de Simone de Beauvoir, cómo sufrí con ese pobre hombre inmortal y esa rata compañera, aterrorizados por la eternidad, viendo envejecer a sus seres queridos, acompañados solo por su soledad. La rectora del colegio estuvo preocupada porque pensaba que debía leer solo lo que los profesores me pedían y que esos libros existencialistas me iban a volver loca. Mi mamá se puso muy nerviosa cuando la señorita Elisa la llamó a decirle que me prohibiera leer, ya que al contrario, a ella le encantaba que leyera porque ahí si me quedaba quieta. A mis compañeras, porque era un colegio solo para mujeres, no les gustaba leer. Leer era como estar haciendo tareas, ellas preferían hablar. Incluso comentaban que yo era un poco rara. Todavía ahora mi tía me dice: ¿Y a vos para que te sirve haber leído tanto si ni siquiera tenés plata?
LOS LOCOS Y LOS CUERDOS
O
currió hace como cuarenta años, pero esta historia continúa dándome vueltas en la cabeza. Bajaba desde el alto de Santa Elena al Valle de Aburrá y en el bus que me traía venia un hombre que no parecía ni muy joven ni muy viejo, le brillaban los ojos y hablaba mucho, estaba exaltado. Es un loco me dijo mi vecina de silla. Él decía que era Jesús porque su mamá se llamaba María, y la vecina de su casa en Itagüí tambien se llamaba María y la maestra que más lo quiso pues se llamaba María. Luego siguió con las profecías de Nostradamus y aseguró que realmente el mundo ya se había acabado hace mucho tiempo y que lo que veíamos eran puras sombras, recuerdos de recuerdos. Un joven de esos burletas prototípicos en medio de risas le dijo, que va guevón vos lo que estás es más loco que un hijueputa. El hijo de María lo miró fijamente a los ojos y con un aire soberbio, como lo podría haber hecho Zaratustra el de Nietzsche, le dijo; sabés que, es que de mí no se ríe el que quiera sino el que pueda. Hizo un movimiento altivo con la cabeza, nos dijo que su mamá todavía era virgen y que ella creía que él era dios, tocó el timbre y se bajó en la calle Ayacucho con la carrera del Palo, en el centro de la ciudad de Medellín. Main en cuarentena. l
MaríaLuisa Bombal, LA ABEJA ARDIENDO Fernando Cuartas Acosta
L
a infatigable mujer que desnudó su vida en amores donde tormentas y deseos se yuxtaponen, una neblina oscura y una feminidad atribularia y gigantesca, brota en toda su obra. Su vida desde niña hacia poemas a la luna, a un canario y a los copihues blancos, siempre con una inventiva desbordante y siempre a contracorriente. Su vida estaba más allá de las cuecas, las guitarras, el criollismo, el folclor de su tierra. Ella habitaba lo ignoto, la neblina, la muerte, lo insondable, una literatura entre lo fantástico y lo real maravilloso, juego de pesadumbres y nostalgias, junto con un erotismo vivificante y una vida en claro oscuro
entre la luz y las sombras. Nacida un 8 de junio de 1910, paseo Monterrey, en Viña del Mar y muerta en Santiago de Chile, mayo de 1980. Hija de Martín Bombal Videla, proveniente de Argentina y de una madre de origen alemán, Blanca D’Anthes Precht, casados en 1909. La prematura muerte de su padre, le causó un hondo sentimiento de orfandad, él falleció cuando ella tenía nueve años. De viva voz escuchaba de su madre cuentos traducidos del alemán por ella misma. Los Hermanos Grimm y Christian Andersen, motivando en ella una vivaz imaginación, que fue notoria durante toda su vida.
“La música siempre le fascinó, aunque la escritura terminó por despeinarle el alma.” Siempre fue destacada en lecturas, en ortografía, en idiomas, las hermanas del colegio de señorita Los sagrados Corazones, la vieron como una niña muy adelantada, desde muy temprana edad aprendió a leer aun antes de entrar a la escuela. Hay en esa genialidad una obstinada aversión por la rigidez, las lógicas normativas, las matemáticas y el cálculo, que nunca la motivaron de verdad. Pero si la música, el violín, el teatro, algo de danza y una compulsiva escritura. Una vida errante, a los nueve años, cuando muere su padre, la familia se traslada a Paris, donde estudia en el Colegio Notre-Dame, con una estricta formación católica, férrea y de disciplinas duras. Estuvo en otro colegio, también católico. El Sainte Geneviévé, de monjas secularizadas. En esa severidad María Luisa, va creando una apatía a esos rituales y repeticiones catequísticas, hasta que llega a la Sorbona a estudiar literatura Francesa. Intentó graduarse con una tesis sobre Prosper Mérimée, el famoso creador de la novela Carmen, que fue llevada a la ópera por Bizet, más nunca se graduó por no terminar el curso obligatorio de latín. Es cuando, el aguijón dramático empieza a jugar sus picazones, y se mete a estudiar con el actor, director y cineasta Charles Dullin, casi siempre a escondidas, abandonado materias de la universidad, y convirtiendo su vida a los 18 años en una bohemia cultural junto con el poeta y actor Antonin Artaud y Jean-Louis Barrault, actor y mimo bastante celebre posteriormente, ambos compañeros de estudio en artes dramáticas. Con el profesor Dullin, participó como extra en algunas obras, hasta que su tío, que cuidaba de ella en París, mientras su madre había vuelto a Chile, se dio cuenta y hasta ahí llegó la tutoría. La sacó del teatro y le negó la ayuda, épocas difíciles para una chica joven, de reputación católica, haciendo teatro, todo un escándalo. En el mundo que habitó la “Abeja de fuego”, como la
llamó Neruda posteriormente, se fue formando en ella, una personalidad fuerte, con una gran capacidad crítica. Fue alumna del gran violinista francés Jacques Thibaud, considerado todo un maestro en el arte de las cuerdas frotadas, aunque ella ya había rasgado cuerdas con un chileno, Paco Moreno. La música siempre le fascinó, aunque la escritura terminó por despeinarle el alma. A su regreso a Chile 1931, se inicia el fuego. La apasionante novela intima que ella va construyendo. En el trasatlántico Reina del Mar, una joven de apariencia tímida pero de comportamiento audaz, conoce a Eulogio Sánchez Errázuriz, uno de los primeros aviadores de Chile, familiar de ex presidentes, heredero de grandes fortunas, y del cual nuestra poeta se enamora de una manera sórdida, amores tormentosos y dichas inmensas en medio de trágicas desapariciones y controversias. Dicho piloto era como dicen en mi tierra, todo un “avión”, la enamora, la enloquece, pero era casado y nunca se separó formalmente de su esposa. Todo era discreto y a escondidas, creando un mito erótico, una sensualidad explosiva y un temor atávico entre deseo y certeza. Eulogio fue una explosión algo fugaz en la vivencia, pero una cicatriz de por vida le marcó la existencia a la poeta. Promesa de matrimonio frustrada, angustia, dolor enorme
“Eulogio fue una explosión algo fugaz en la vivencia, pero una cicatriz de por vida le marcó la existencia a la poeta.” de pérdida, llegando al punto de tomar el arma de su amante y pegarse un tiro en el hombro, dejándole una cicatriz en el músculo y una más grande estigma en el alma. Algo de dramatismo había en ese acto, un acto para llamar la atención, pero a la vez un gran resentimiento y mucha congoja. En Chile se encuentra con una mujer un poco mayor que ella, que está entre una literatura infantil, algo existencial en algunos relatos y en el mundo de las recetas de cocina, Marta Brunet, quien la introdujo en los grupos literarios de su época. Por ella conoció a Pablo Neruda y su ya creciente celebridad, junto con Julio Barrenechea, por ese entonces connotado líder estudiantil contra la dictadura de Carlos Ibañez, poeta ya más o menos reconocido, luego político y diplomático chileno. El mundo que vivió en Chile, en ese entonces era de gran similitud con las tertulias de París. Ya se conocía poetas traducidos al español, y muchos de los participantes hablaban y escribían bien el francés. Verlaine, Baudelaire, Rimbaud, algunas obras del surrealismo, las discusiones de la nueva historia con la escuela de los ANNALES, no eran lejanas a María Luisa, que ya había vivido algunas de esas
experiencias en París. En 1932 estuvo en una compañía de teatro de Marta Brunet, Compañía Nacional de Dramas y Comedias, donde ella definitivamente abandona las tablas y se decide por la escritura. Si la muerte no la acompañó esta vez, lo hizo con la huida, y se escapó para Argentina, 1933. Su amigo Pablo Neruda lo acaban de nombrar cónsul en Buenos Aires, él se la llevó buscando aplacar esa tormenta. Allí conoció a Federico García Lorca, que pasó un tiempo en Argentina, Jorge Luis Borges, Lugi Prandello, Oliverio Girondo (que le ayudó a publicar su primera novela). Alfonso Reyes y a
“En esos años salía de paseo con Borges, a cine y a restaurantes y a escuchar tango.” Amado Alonso. Este último en el instituto de filología, mientras él daba clase, le prestaba la máquina de escribir a ratos a María Luisa. En la cocina de la casa donde vivía Neruda, ella escribía con pasión delirante. El poeta la llamó no sólo “la abeja de fuego”, también le decía “la mangosta” por la capacidad de acomodarse en los lugares más diversos. Allí, en ese lugar ambos escribieron dos obras importantes: Residencia en a Tierra, de Neruda y La Última Niebla, 1934. Ambos autores se tenían mutua admiración y cariño. Aunque a decir verdad, Neruda cuando reunía su público era algo grandilocuente, un paternalismo amigable y un pontificado más o menos notorio. La liebre salta y da tumbos, en Buenos Aires conoce a un pintor amigo de Federico García Lorca, Jorge Larco, homosexual entre cortinas, se casa con María Luisa, en un matrimonio de fachada, 28 de junio 1935, época donde ella escribe la Amortajada, una manera de ver embalsamada la vida social, llena de convencionalismos y protocolos. En esos años salía de paseo con Borges, a cine y a restaurantes y a escuchar tango. Por medio de Victoria Ocampo, le pide una reseña de la película de Luis Saslavsky, Puerta Cerrada, que fue publicada en revista Sur. El mismo director le pide que haga un guión para su próxima película, de ahí salió la propuesta de una adaptación de la novela la María de Jorge Issacs, proyecto trunco, que se convirtió después en el guión La Casa del Recuerdo. Proyectada en 1940 con bastante éxito. Un ir y venir, la intelectualidad argentina envuelta en nieblas o cubierta por sudarios y mortajas, casas de reuniones de humo y palabras nacidas al instante, fuego y silencios, divorcios y penas, poemas y novelas. Es cuando sale su segundo libro 1938, la Amortajada, editorial Sur
dirigida por Victoria Ocampo. Ya Angélica, la hermana de Victoria le había presentado a Gabriela Mistral, con la cual hizo una amistad entre diálogos directos y correspondencia. Los fracasos amorosos reactivan los dolores originales donde se inició el placer y también las penas. Su tal Eulogio no lo había podido olvidar, divorciada del pintor, anhelando amor y poesías, vuelve a Chile, busca a su antiguo enamorado, le pega un tiro, le da en el brazo, otro drama inconcluso, es llevada a la cárcel, más paga poco tiempo. El mismo Eulogio, habla por ella y quita los cargos. Ella buscaba matar la mala suerte ahogar con la muerte las huidas. En 1942 le dan el premio Municipal de novela, en Argentina. Viaja a Estados Unidos, trabaja como doblaje de películas al español y en algunas publicidades. Vuelve y agita ya un manto pardo de un amor tardío, se casa con un conde francés, Raphael Fal Saint-Phalle y Chabannes, título nobiliario en épocas de un capitalismo galopante, es como tener el artificio y la elegancia en un paraíso en fábricas. Con él tiene una hija, Brigitte, también logra escribir unos bellos relatos como “La maja y el ruiseñor” y las “Trenzas”. Junto con “La historia de María Griselda” que le dio notoriedad en Estados Unidos. Al llevar al inglés su obra “La última niebla”, su prosa conmovió y muchos lectores le pedían algo más. Con su esposo que le ayuda a traducir,
“ Ella buscaba matar la mala suerte ahogar con la muerte las huidas.” recompone dicha novela, y sale “House of Mist” 1947, logrando un impacto mayor y convertida en una escritora de culto, extraña, e inconfundible, con su seño de ángel sin alas, mecida por las sombras. Estados unidos le dio la posibilidad de volver a encontrarse con la Mistral, una amistad ineludible. María Luisa fue de las pocas personas latinoamericanas que estuvieron en el sepelio de la Nobel Chilena, en Nueva York. Ya para 1969 muere su conde, y vuelve a Buenos Aires. Vuelve a Chile con sus fantasmas a cuestas, 26 de agosto 1973, en Viña del Mar. Inicia una racha de premiaciones y homenajes, el 22 de septiembre de 1976 recibe el Premio Academia, por el buen uso del idioma castellano. En 1976 publica su antigua novela inédita La historia de María Griselda, con la que obtiene el premio Libro de Oro, entregado por la Agrupación de Amigos del Libro. En 1978 el Ministerio del Interior dicta un decreto que le concede una pensión de gracia. Ese mismo año, el 22 de diciembre, recibe el Premio "Joaquín Edwards Bello", otorgado a los valores literarios de la Quinta Región. Pero ya su quebrantado corazón en tantas derivas y
hundimientos personales, había hecho mella sobre su cuerpo alcoholizado. Pasa sus últimos años en una casa de reposo, sola, metida entre alcoholes y nostalgias, muere de una crisis hepática en Santiago de Chile, 6 de mayo 1980. Aunque su familia desmiente esa leyenda romántica de la escritora atormentada y sola, que muere en el olvido. Más bien se ha dicho que si tuvo asistencia y compañía. Pero sabiendo la hondura trágica de su vida, Bombal murió de desamores y silencios. ... En vida fue condecorada con el Premio Ricardo Latcham en 1974, con el Premio Academia Chilena de la Lengua en
“Su vida y su obra están al destapado, arisca, pasional, bella y conflictiva.” 1976 y el Premio Joaquín Edwards Bello en 1978. Aunque muchos intelectuales del país pedían que María Luisa recibiese el Premio Nacional de Literatura, este nunca le fue concedido. Su obra, relativamente breve en extensión, se centra en personajes femeninos y su mundo interno, con el cual escapan de la realidad. Destacó, además, por no vincularse a ninguna corriente de la época. Sus obras más conocidas son las novelas, La última Niebla, La amortajada, el árbol, entre novelas, cuentos, guiones, artículos y traducciones. Dicen que dejó un baúl, el cofre de los piratas secretos, con cantidad de manuscritos sin publicar, piezas dramáticas, dejó una novela sin terminar sobre Caín y Abel, cartas, artículos, traducciones, al momento se desconoce si dicho baúl quedó Brigitte su única hija con él. Está por abrirse para una publicación de sus inéditos. Su obra escarba con una precisión de relojería fantástica, el mundo femenino, sus vicisitudes, sus contracorrientes sus nostalgias, deja entrever ese velo gris de niebla que está en el mundo erótico de la feminidad, los pliegues, las curvaturas del sentir, el deseo hecho literatura y orfandad, locura y angustia, belleza onírica y confusa procesión de sus fantasmas. María Luisa nos ha dejado una escritura entre abierta, de pasadizos y compuertas, de amores suspendidos, esos agobiantes amoríos inconclusos. No es una narrativa que cuenta la vida banal y las componendas frívolas de damas mal casadas, atormentadas por la vida social y el qué dirán. Su vida y su obra están al destapado, arisca, pasional, bella y conflictiva. Un mundo nada sosegado para ser convertido en modelo de “niñas decorosas”. Su obra es profunda, a ratos dolorosa, una prosa poética que embriaga y nos somete a su dictado. l
El
árbol Maria Luisa Bombal ILUSTRACIÓN GUSTAV KLIMT
E
l pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa. “Mozart, tal vez” —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. “Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a
sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella… Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura”. Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. “No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue”. Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante. ¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora. Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente
suspendido sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino como una telaraña, abierto sobre el hombro. —Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a tu exmarido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco. Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles. Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la fuente? En nada. “Es tan tonta como linda” decían. Pero a ella nunca le importó ser tonta ni “planchar” en los bailes. Una a una iban pidiendo en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie. ¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como
una lluvia desordenada. “Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de pájaros”. Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto… Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las luces artificiales. De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor. Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis. —No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a
Luis. Latía tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo? —Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis! —Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? ¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . . —Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. Apaga la luz. Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una planta encerrada y sedienta que alarga sus ramas en busca de un clima propicio. Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo fuertemente por los hombros. “Cinco minutos, cinco minutos nada más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos más conmigo, Luis”. Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero — era curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba como por encanto. Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. ¿Es Beethoven? No. Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir, hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la ciudad, se despeñaba directamente al río.
—Estoy ocupado. No puedo acompañarte… Tengo mucho que hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo… Hola, sí estoy en el club. Un compromiso. Come y acuéstate… No. No sé. Más vale que no me esperes, Brígida. —¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que empezar desde chica, ¿no es verdad? A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara secreta? Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para estrechar la vieja relación de amistad con su padre. Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! Su padre tenía razón al declararla retardada. —Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis. —Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver nevar. —Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy! A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis, Luis, Luis… —¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres? —Nada. —¿Por qué me llamas de ese modo, entonces? —Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte. Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.
Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido. —Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre? —¿Sola? —Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes. Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar. —¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida? Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho. —Tengo sueño… —había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas. Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio. Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios. —¿Todavía está enojada, Brígida?
Pero ella no quebró el silencio. —Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un esclavo de mil compromisos. ... —¿Quieres que salgamos esta noche?… ... —¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo? ... —¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo? ... —¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame… Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio. Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la casa dando portazos. Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. “Y yo, y yo —murmuraba
desorientada—, yo que durante casi un año… cuando por primera vez me permito un reproche… ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa…” Y abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo. Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana. Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano. Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis. Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin. Estudios de Federico Chopin. ¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había escurrido del lecho? El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo de neblina. Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia. ¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio. —Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres? Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado: “No, no; te quiero, Luis, te quiero”, si él le hubiera dado tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual: —En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho. En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis
la quería con ternura y medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial. Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando: “Siempre”. “Nunca”… Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la vida! A1 recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto. ¡Siempre! ¡Nunca!… Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin. El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que trae el “clavel del aire” y lo cuelga del inmenso gomero. Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego. Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar. Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche. Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las
estrellas de una calurosa noche estival. Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto. Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una melancolía tras otra, imperturbable. Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente. Las hojas se desprendían y caían… La cima del gomero permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de oro triste. Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables. Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás toda temblorosa. ¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe. Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que empezaron muy de mañana. “Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, naturalmente, la comisión de vecinos…” Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira? ¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente
que se dispersa? No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las cretonas de colores chillones. Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, patean una pelota en medio de la calzada. Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con canarios. Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones. ¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor… —Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había preguntado Luis. Ahora habría sabido contestarle: —¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero. l
¿Quién será tu «Dora Bruder»? Róbinson Úsuga Henao
L
a primera vez que escuché sobre Dora Bruder fue años atrás, en un fragmento de un programa radial. La segunda vez fue en una conversación con el escritor Pablo Montoya, a comienzos de agosto de 2019. Mientras esperábamos nuestros platos en un restaurante de comida de mar, Pablo me hablaba de su última obra y cómo el libro Dora Bruder, de Patrick Modiano, influyó para que él se decidiera a escribir una novela donde los desaparecidos de La Escombrera, Comuna 13 de Medellín, tuvieran un papel importante. El cuento es este: A finales de 2015 Pablo cursaba una beca en la pequeña ciudad francesa de SaintNazaire, ubicada en la desembocadura del río Loira. Durante la estadía en aquella ciudad asolada por los bombarderos alemanes en la Segunda Guerra Mundial,
Pablo escribía su novela La escuela de música. Como el apartamento del edificio donde se hospedó tenía presencias extrañas que perturbaban su sueño, Pablo sufría de agotadores insomnios que intentaba paliar con las líneas y páginas de los libros que leía. Uno de esos libros fue Dora Bruder. «Compré ese libro en una pequeña librería de la ciudad y me pareció tan conmovedor… recuerdo muy bien aquella noche en que no podía dormir, terminando de leerlo, y se me vinieron encima los desaparecidos de Medellín, y particularmente los desaparecidos de La Escombrera. Me llegaron en caravana. Es como si hubieran salido de La Escombrera y atravesaran el atlántico hasta Saint-Nazaire para decirme: “bueno señor, ¿usted se va a ocupar de nosotros, o no?”». Es que los desaparecidos de Medellín en general, y los de La Escombrera en particular, se habían convertido en un tema de interés y preocupación para Pablo. Por eso, cuando regresó a Medellín en diciembre de 2015, ya tenía esa poderosa determinación de escribir sobre aquellos ausentes en su próxima novela que titulará La Escombrera. Escuchando a Pablo supe que era mi momento propio de leer a Dora Bruder. ¿Por qué era un libro
relevante? Lo descubrí en las primeras páginas. El nombre Dora Bruder es visto por el escritor e historiador Patrick Modiano en un anuncio de periódico a finales de los ochenta. Se trataba de una joven de 15 años de edad. Era judía. Escapó del internado católico en donde cursaba sus estudios durante los días de la ocupación alemana. «1,55 m, rostro ovalado, ojos gris-marrón, abrigo sport gris, pullover burdeos, falda y sombrero azul marino, zapatos sport marrón. Ponerse en contacto con el señor y la señora Bruder, bulevar Ornano, 41, París», rezaba el anuncio. Ornano era el mismo vecindario donde Patrick Modiano había pasado parte de su juventud, y por eso se interesó en la chica. Más de cuarenta años después de aquellos acontecimientos, una misteriosa fuerza lo llevaba a recorrer medio París tratando de esclarecer cuál había sido el destino de Dora Bruder. Por eso Dora Bruder es la historia de una búsqueda. Una novela de la obsesión de un hombre por el entendimiento, por la verdad y la memoria de una jovencita con la que no tenía nada en común, salvo que ambos eran judíos y vivieron en la París
ocupada por los alemanes. Esclarecer el destino de Dora Bruder era una forma de restablecer su dignidad humana, al menos para la posteridad. Y lo logró. Leer la novela me evocó mi propio pasado, cuando hacía mis primeros artículos como estudiante de periodismo. Uno de esos relatos fue la historia de Omar, un sindicalista desaparecido a quien su esposa Amparo buscaba incansablemente. Por medio de esa historia me enfrenté al dramático e injusto fenómeno de la desaparición forzada en Colombia. Caminé algunos días en compañía de Amparo y la tristeza que sentía por su esposo desaparecido terminó por afectarme. En 2003 publiqué la crónica en el periódico universitario y nunca más regresé. En mi vecindario, en la Comuna 13, ya habíamos sufrido la guerra urbana, y conforme pasaban los años empecé a ser testigo de cómo las mujeres buscaban a
los desaparecidos que dejaron la Operación Orión y los paramilitares infiltrados en la zona. Ahora vivimos ante una misma realidad que todavía no cambia: el drama de los desaparecidos que ha dejado el conflicto armado en Colombia. En el país hay unas 80.000 personas a las que no se les conoce su rumbo. Y Medellín es la capital de la desaparición forzada. En la ciudad existen alrededor de 3.000 mil casos sin esclarecer. Creo que los escritores no debemos ser ajenos a esa realidad. Deberíamos hacer como Patrick Modiano, o como recién lo hace Pablo Montoya, y adoptar en alguna de nuestras obras la historia de uno de los miles de desparecidos que esperan algo de justicia, aunque sea por su dignidad y en el nombre de su memoria. Sería interesante el ejercicio de pensar: si fueses a escribir una obra de largo aliento sobre un desaparecido… ¿Quién sería tu Dora Bruder? l
+ © Jason Behnke
Diván Virtual Rafael Ramirez R.
Tercera cita
E
n mis cuentas han transcurrido tres años de cuarentena. Mi aspecto en el espejo ha cambiado. Nunca pensé que me quedaría aquí tanto tiempo, entre libros y revistas por leer, redactando reseñas de libros para la biblioteca, destapando latas de atún, de sardinas y de coca cola para no perder la costumbre de tragar. Cuando reabrieron logré persuadir al director sobre la calidad y la cantidad de mi trabajo en casa, así que mi salario además de mantenerse intacto se ha librado de pagos en gasolina, en ropa, en zapatos, en desodorantes y en cuchillas de afeitar. Ante el espejo suelo creer que soy el gemelo que no prosperó, el mismo con el que imagino conversaciones sobre mi versión del mundo que no conoció. He engordado aunque sólo lo percibo como una ligera ondulación en el abdomen que no tolera los pantalones y el cinturón. Mi barba hace que no pueda recordar al de aquellas fotos que me tomé con ese par de
turistas extranjeras en el Chorro de Quevedo y que me enviaron por correo electrónico hace tres meses desde Oslo. Mi hermano viene a verme y lo acepto a pesar de sus bromas y sus reiteradas peticiones para que abra las cortinas, para que ponga música y para que beba unas cuantas cervezas con él. Me quiere hacer creer que escapar del coronavirus sin contagiarse es tan absurdo como pensar en una democracia sin trampas. Yo me defiendo y le digo incluso que en casa me he librado de tanto consumo y no puedo dejar de decirle que hasta la gente se ha librado de mí. Me ha invitado para que visitemos a nuestra madre y yo le digo que no puedo resarcir el número de visitas que no hice en vida con idas al cementerio. Él dice que ahora más que nunca me debe estar haciendo falta una amiguita, como las que solía presentarme cuando agarré el vicio de la lectura y a las que yo pretendía reformar leyéndoles poemas y cuentos que creían imposibles.
A
Es cierto, tiene razón, pero nuestra visceral disputa fraternal nunca nos ha permitido aceptar la derrota de la razón propia frente a la mirada del otro. Con mi trabajo he comprobado que en nuestras casas solo hemos aplazado la fecha de contagio, que de poco valieron los esfuerzos de tantos por verse a salvo de una amenaza que al principio de la cuarentena el mundo creyó pasajera. El único modo en que las cifras no fueron mayores era que no se practicaran suficientes pruebas, como ocurrió. De cualquier modo no era coherente descreer y salimos a ocultarnos en nuestras trincheras. Todo parece retornar a la normalidad en medio de una crisis sin precedentes en la historia del terco capitalismo que minimiza la quiebra de empresas a las que creíamos gigantes capaces de prescindir de la gente, de sus dos manos y de su sudor. La gente poco a poco se va olvidando de la distancia prudencial y de las medidas de protección mientras el virus sigue ahí, a la espera involuntaria de un nuevo vehículo que le permita ampliar las fronteras de su cruzada. Se trata de una especie infinitesimalmente menor a nuestro tamaño y a nuestra capacidad de dominio sobre el medio, sin embargo, puede tratarse de un nuevo recordatorio de que
nuestra existencia en el planeta podría verse seriamente amenazada por la aparición de nuevas e insospechadas amenazas. Mi hermano se ha marchado y con él todas nuestras diferencias, nuestros viejas contiendas por ser mejor que el otro ante nuestros padres. Sin embargo yo sigo aquí, haciendo malabares en la cabeza, tratando de engañarme con un duelo secreto. La evolución, que es el lenguaje de la vida a través del tiempo, no es algo para medir o juzgar con presupuestos morales, ni con modelos exponenciales incapaces de imaginar o sospechar lo impredecible. Debemos aceptar la existencia de nuestra especie, quizá como algo pasajero, como la vida de cada individuo que no es más que una mutable manifestación de la existencia que a la naturaleza no le pesa perder porque carece de un propósito y porque su suerte no es más que la deriva a través del tiempo. Mi hermano ha regresado. Trae consigo una maleta de cuero. De ella va sacando como un comerciante toda suerte de artilugios que por una hora me raptan a un mundo de recuerdos de infancia cuando yo lo llevaba de la mano y cruzábamos las calles cuidando no ser arrollados por los carros. Le he comprado para regalar entre mis amigos dos relojes de arena, una navaja suiza, tres pares de dados cebados y un puñal retráctil. Le he pagado casi el doble por cada cosa con el pedido de no traer más cosas. El promete regresar sin nada más. Para él es imprescindible disimular mi decisión inquebrantable de poner en su bolsillo algunos de los billetes que a su juicio me sobran. No sé equivoca. Como tampoco yo me equivoco en que nunca abrirá la boca para decir, necesito, me hace falta esto o estoy enfermo. Siempre, aunque se ría de mis cosas, siempre, será bienvenido. A su lado siempre me sentí seguro aunque haya parecido que era yo quien lo cuidaba, al principio, para que no se metiera porquerías a la boca y luego, cuando el puente tendido entre los dos era ya un precipicio de ruinas, para que su orgullo no lo echara a perder. - ¡Doctor¡... ¿Está ahí? l
En Este Número Todo aquello que siempre quiso saber sobre nuestros colaboradores y nuca se había atrevido a preguntar
Maria Luisa Bombal (Viña del Mar 1910 Santiago 1980) Escritora chilena, condecorada con el Premio Ricardo Latcham en 1974, con el Premio Academia Chilena de la Lengua en 1976 y el Premio Joaquín Edwards Bello en 1978. Aunque muchos intelectuales del país pedían que María Luisa recibiese el Premio Nacional de Literatura, este nunca le fue concedido. Sus primeros años transcurren en Chile y en la década de 1920, luego de la muerte de su padre, se instala en París en compañía de su madre y hermanas hasta su regreso a Chile en 1931. Su obra, relativamente breve en extensión, se centra en personajes femeninos y su mundo interno, con el cual escapan de la realidad. Destacó, además, por no vincularse a ninguna corriente de la época, alejándose conscientemente de Las vanguardias y el Criollismo. Sus obras más conocidas son las novelas La última niebla y La amortajada, y el cuento El árbol. Mantuvo una estrecha amistad con figuras tan destacadas como Antonin Artaud, Jorge Luis Borges y Pablo Neruda.
Gustav Klimt (Baumgarten 1862 Alsergrund 1918)1 Fue un pintor simbolista austriaco, y uno de los más conspicuos representantes del movimiento modernista de la secesión vienesa. Klimt pintó lienzos y murales con un estilo personal muy ornamentado, que también manifestó a través de objetos de artesanía, como los que se encuentran reunidos en la Galería de la secesión vienesa. Intelectualmente afín a cierto ideario romántico, Klimt encontró en el desnudo femenino una de sus más recurrentes fuentes de inspiración. Sus obras están dotadas de una intensa energía sensual, reflejada con especial claridad en sus numerosos apuntes y esbozos a
lápiz,3 en cierto modo herederos de la tradición de dibujos eróticos de Rodin e Ingres.
JOHANNA CARVAJAL (Medellín - Colombia, 1993). Es estudiante de Historia y Formación Musical con énfasis en saxofón. Además, se ha desempeñado como gestora cultural, conferencista, redactora, y editora ocasional. Sus poemas han sido publicados en varias revistas literarias, en distintos medios virtuales y en antologías nacionales e internacionales. Ha participado en diversos encuentros de poesía de carácter local, nacional e internacional. Ha sido traducida al árabe, canarés, vietnamita, francés, nepalí, italiano y al inglés, y publicada en algunos medios en Vietnam, Egipto y España. Es autora de los poemarios Ensoñaciones Grises (2018), Jardines de Ónix (2020) y la antología personal Fotografía del Vacío (2020).
Main Suaza Desde que aterricé en este planeta tierra, he hecho muchas o poquitas cosas depende de donde se lo mire. Aprendí algunas por obligación y muchas por placer. Mi vida no ha sido una tragedia y tampoco una comedia. A veces escribo pequeñas historias.
F. Picuore. Nació en Medellín (Colombia) en la década del 50 del siglo pasado. Amante de la naturaleza y de las ciencias biológicas, las ejerció durante algún tiempo, para luego dedicarse a la vida contemplativa, a la conversación y a tomar café. Escribe por diversión y comparte sus historias con amigos.
Carlos Andrés Jaramillo Nació en Medellín en 1986. Es un poeta, narrador, ensayista y filósofo colombiano. Tiene formación en historia del arte. Ganador en 2014 y 2017 de Estímulos al Talento Creativo otorgado por la Gobernación de Antioquia. En el 2015 Publica “Extinciones” y es elegido ganador en el IV Premio de Poesía Joven de Medellín, otorgado por el Festival Internacional de Poesía de Medellín, por su libro: “Lo callado”, que también recibe, en el 2016, una mención especial del Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero, de Ecuador. En el 2017 publica “Toda la soledad que era mía” su primer libro de relatos. Artículos suyos de crítica literaria han aparecido en revistas y periódicos de
circulación nacional e internacional. En 2019 publica Lo Callado.
Rafarl Ramirez Rada. Bogotá, en 1971. Comunicador, trabajó durante mas de quince años en diferentes bibliotecas universitarias del pais. Padre de tres hijos, piensa que los libros y la lectura son la mejor escuela a la que debe aspirar una persona. En la actualidad prepara la publicación de su primer libro de relatos.
Roberto Bolaños Santiago de Chile 1953 - Barcelona 2003. Novelista, poeta, y ensayista chileno, autor de más de dos decenas de libros, entre los cuales destacan sus novelas Los detectives salvajes, ganadora del Premio Herralde en 1998 y el Premio Rómulo Gallegos en 1999, y su novel la póstuma 2666.
Fernando Cuartas Acosta Historiador de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, 2006, Diplomado en políticas públicas (2011) y en gestión cultural (2012). Director de actividades culturales de la biblioteca universitaria Efe Gomez. Promotor cultural y director de talleres poesía y escritura creativa. Ha participado en diferentes certámenes literarios y culturales internacionales y su obra ha sido publicada en diferentes revistas nacionales y extranjeras.
Gloria Rendón. Nací en 1948, o sea hace más de 7 décadas, por cuestiones del destino no estudie arte si no ciencias sociales, dualidad que a decir de astrologas y demás, se representa en mi carta astral, con la luna opuesta al sol natal en virgo. Así que me moví entre la inspiración de la razón y la de la imaginación, y bueno, aquí me tienen.
Robinson Úsuga Periodista y escritor. Ha trabajado para El Colombiano, Pacifista, Semana y El Espectador, entre otros. Autor de la novela A un hermano bueno hay que vengarle la muerte y del libro de crónicas Volver de mi infierno, salir de la cárcel.
relรกmpago