ICOSAEDRO 001

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ICOSAEDRO Ray Bradbury Jennifer García Lucia Berlin Ramiro Posada

Mauricio Naranjo R. Fernando Cuartas Maín Suaza Rafael Ramirez R.

Gloria Rendón Pedro P. Rubens Giovanni Piranesi Pablo Picasso

AÑO 1 | VOLUMEN 1 | NUMERO 001





Notas del editor

04

In Box Cartas de los lectores

06

La lluvia Ray Bradbury

09

Este lugar de la luz Jennifer García Acevedo

26

Manual para mujeres de la limpieza Lucia Berlin

33

Memoria sobre el cultivo de la caña... Ramiro Posada

46

Mitología incidental Mauricio Naranjo Restrepo

59

Fervor urbano Fernando Cuartas

66

Los cuentos de Maín Maín Suaza

72

Diván virtual Rafael Ramirez R.

77

En este número Lista de colaboradores

80


El año de la peste

Y

bien, Icosaedro 001 ya está aquí y la buena noticia es que seguimos vivos. La mala es que no sabemos hasta cuando. La pandemia sigue tan campante por el mundo sin que veamos un fin próximo a las restricciones de movilidad y al aislamiento. Lo que todos creíamos sería un asunto de quince días se ha transformado en un asunto de meses. Dadas las circunstancias no puede dejar de alegrarme de que nuevamente nos encontremos aquí, en esta encrucijada, sobre las páginas luminosas de un fanzine electrónico. No son muchas las novedades, en cuanto a ICOSAEDRO se refiere, desde la edición de prueba (000), pero hay varios cambios importantes que quiero destacar: Primero, prácticamente se duplicó el número de páginas pasando de 58 en el número anterior a 88 páginas en el presente. Todo un logro si se considera que casi todo el trabajo de diseño y edición sigue recayendo casi exclusivamente sobre mis hombros. Segundo, el material inédito sobrepasa ampliamente los refritos, y tercero, la creación de dos nuevas secciones, una para recoger el correo y la colaboraciones espontáneas de los lectores y la otra con información relevante a los colaboradores del número en curso. Mis planes de tener, para este número, establecido un comité editorial mínimo que se ocupara de algunas de las


labores para mantener la publicación en marcha parecen estar todavía por realizarse. Un pequeño contratiempo que espero se resuelva con el tiempo. De este número vale la pena destacar también no solo la cantidad de textos inéditos sino las ilustraciones de Gloria Rendón, especialmente hechas para esta edición de ICOSAEDRO, y un ensayo fotográfico de Ramiro Posada cuya trabajo se puede visitar en en instagram @posadaramir y http://www.ciudadcubica.com. Tengo algunas ideas que me gustaría implementar más adelante pero la verdad el tiempo a penas me alcanza. Me gustaría por ejemplo hacer algunos números temáticos, dedicados a temas concretos. Sobre cine por ejemplo, o literatura femenina, o el impacto de la tecnología en la cultura por decir algo. Me gustaría también tener más artículos y ensayos que trascendieran la esfera de la literatura y las artes visuales. Me encantaría una columna permanente sobre música o teatro, es más me gustaría tener muchas columnas sobre muchos temas. Pero ya veremos, eso es pisar en el terreno del futuro, algo de lo que cada dia tenemos menos... Finalmente quisiera recordarles que las paginas de ICOSAEDRO estan abiertas a todo proyecto creativo. Sería un honor poder publicar tus primeros cuentos, tu primer ensayo, el ultimos de tus poemas, tus más recientes fotos, o el registro del performance interrumpido por la pandemia... Si tu interes es un proyecto periodistico y te interesa trabajar en un proyecto retador e interesante ICOSAEDRO es el proyecto indicado. Alfonso Sánchez

ICOSAEDRO icosaedro.magazine@gmail.com Dirección y Edición

Alfonso Sánchez

Direccción de Arte Alfonso Sánchez Ilustraciones Gloria Rendón Giovanni Battista Piranesi Pablo Picasso Pedro Pablo Rubens Fotografía

Alfonso Sánchez Ramiro Posada

Dirección Editorial

Marie Morphine


IN BOX Nadie puede salvarnos de nuestro propio destino

Nunca, sabemos que nos va a cambiar la vida. En nuestra vida existen paradojas que nos hacen reflexionar; recordemos por ejemplo a este filósofo "Las personas pierden la salud por ganar dinero, luego pierden el dinero para ganar salud. y por pensar ansiosamente en el futuro, no disfrutan el presente, por lo que no viven ni el presente, ni el futuro. y viven como no tuviesen que morir nunca.. y mueren como si nunca hubieran vivido"- Dalái LamaComo nunca estamos preparados para el cambio en nuestra vida, es por esto que la humanidad se sorprende ante los cambios, la pandemia covid19 nos sorprendió a todos y estamos en la etapa de no vivir el presente, estamos prediciendo el futuro, nos atiborramos de información y nos proveemos de alimentos hasta los ojos, nos olvidamos del presente. Miremos por un rato a los docentes, ellos se tomaron su tarea y la están haciendo, pero según los padres es un atropello para sus hijos tal vez el maestro dejó de lado al padre de familia y se proyecto en su futuro por que debe presentar unas notas a su regreso; ahora miremos el profesional que tenemos en casa, todo un día pegado en su computadora, tras de tener todos casa por cárcel siendo todos inocentes se debe estar en completo silencio porque aquel profesional lo necesita; ahora miremos aquellos Ni Ni esos aun sin conciencia relajados sin tapabocas y todo lo que queremos decir aquí es que ellos son el antónimo de la canción la culpa no era mía, por que no salia y obedecía. Colombia tiene falta de cultura ciudadana, esto no es de Gobierno ni de Políticas esto es de decir pongo mi granito de arena con lo poco o mucho que pueda dar, en cualquiera de los casos que estemos busquemos la felicidad de nuestros hijos vivamos el presente con los pies en la tierra. Vamos a convertirnos en solución no en problema. desde la ventana de mi casa vi a mis vecinos sentados en las afuera de sus casas sin tapabocas y pensaba que falta de amor, sobre ellos mismos, y seguía pensando qué hago qué hago; pensé en poner mi parlante con la canción quédate en casa


quédate en tu puta casa pero dije no se ofenden y son mis vecinos de toda la vida, me arme de valor y desde adentro decía como me gustaría que pasara la policía para ver si no se van a entrar, ellos sonrieron cogieron sus sillas y se entraron. Con lo mucho o poco que podamos hacer sin ofender, se puede ver y vivir mejor el presente. Lic. Diana Mogollón

La Trama Adentro el tejido, el bordado, las miradas Afuera los pájaros, las montañas, los ríos que fluyen. Adentro mis palabras son puntadas Mi lenguaje está en mis manos Soy portadora de nudos y puntadas materializados en tejidos, He podido escuchar el canto de la lana, la aguja y la hilaza Saborear cada nuevo punto lanzado por el ganchillo Soy el silencio que permite escuchar cada color que se desliza en mis manos Voy Tejiendo el olvido entre lágrimas y risas Brotando entre mis dedos la armonía de una danza que no para, una trama que recorre todo mi cuerpo. María Catherine Franco Morales Tejedora y Docente-Artista



La lluvia Ray Bradbury ILUSTRACIÓN ALFONSO SÁNCHEZ

a lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una resaca en los tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia sólida y vidriosa, y no dejaba de caer.

L

-¿Cuánto falta, teniente? -No se. Un kilómetro, diez kilómetros, mil kilómetros. -¿No está seguro? -¿Cómo puedo estarlo? -No me gusta esta lluvia. Si supiésemos, por lo menos, a qué distancia está la cúpula solar, me sentiría mejor. -Faltará una hora o dos. -¿Lo cree usted de veras, teniente? -¿O miente para animarnos? -Miento para animarlos. ¡Cállese! Los dos hombres estaban sentados bajo la lluvia. Detrás de ellos había otros dos, empapados, cansados,


derruidos, como arcilla deshecha. El teniente abrió los ojos. Tenía una cara que alguna vez había sido morena. La lluvia la había blanqueado. La lluvia la había quitado el color de los ojos. Tenía los ojos blancos, blancos como los dientes, blancos como el pelo. El teniente era todo blanco. Hasta eluniforme se le estaba volviendo blanco, y quizá también un poco verde, a causa de los hongos. El teniente sintió la lluvia en las mejillas. -¿Cuándo habrá dejado de llover en Venus? Hace muchos años quizá. -No desvaríe -dijo otro de los hombres-. En Venus nunca deja de llover. Llueve y llueve. He vivido aquí durante diez años, y no ha habido un minuto, ni siquiera un segundo, sin estos chaparrones. -Como si viviéramos debajo del agua -dijo el teniente, y se incorporó ajustándose las armas al cinturón-. Bueno, será mejor que sigamos. Pronto llegaremos a esa cúpula. -O no llegaremos -dijo el cínico. -Sólo falta una hora, más o menos. -Ahora trata de mentirme a mí, mi teniente. -No, me miento a mí mismo. A veces es necesario mentir. No aguantaré mucho más. Los hombres se metieron en la selva, mirando sus brújulas de cuando en cuando. No había ningún punto de referencia, sólo lo que señalaba la brújula. Un cielo gris, y la lluvia, y la selva, y algún claro entre los árboles, y detrás de ellos, muy lejos, en alguna parte, el cohete destrozado. El cohete en el que yacían dos de sus compañeros, muertos, y chorreando lluvia. Los hombres caminaron en fila india, sin hablarse. De pronto, llegaron a la orilla de un río, ancho, aplastado y de aguas oscuras, que corría hacia el mar Único. La lluvia cubría la superficie del río con un billón de puntos. -Vamos, Simmons -dijo el teniente. Hizo una seña, y Simmons sacó un paquete que bajo la acción de alguna sustancia química se infló hasta formar un bote. El teniente dirigió el corte de algunas maderas y la rápida construcción de unos remos y los hombres se lanzaron al río, remando rápidamente, a través de las aguas tranquilas, bajo la lluvia. El teniente sintió la lluvia fría en las mejillas, en el cuello y en los móviles brazos. El frío le llegó a los pulmones. Sintió la lluvia en las orejas, en los ojos, en las piernas. -No dormí nada anoche -murmuró. -¿Quién pudo dormir? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cuántas noches sin sueño? ¡Treinta noches! ¡Treinta días! ¿Quién puede dormir mientras la lluvia le rebota a uno en el cráneo? No sé qué daría por un sombrero. Cualquier cosa, con tal de que la lluvia dejara de golpearme. Me duele la cabeza. Continuamente.


-Lamento haber venido a la China -dijo otro. -Nunca oí que Venus se llamase la China. -Sí, la China. La hidroterapia china. ¿No recuerdas aquella antigua tortura? Te atan contra un muro. Cada media hora te cae una gota en la cabeza. Te vuelves loco esperando la próxima gota. Bueno, lo mismo pasa en Venus, sólo que en gran escala. No hemos nacido para vivir en el agua. No se puede dormir, no se puede respirar, y uno se vuelve loco al sentirse empapado. Si hubiésemos podido prever ese accidente, hubiéramos traído impermeables y sombreros. Lo peor es esta lluvia que te golpea la cabeza. Es tan pesada. Es como un cañonazo. No sé si podré aguantarlo mucho tiempo. -Oh, ¡si encontráramos una cúpula solar! El hombre que inventó esas cúpulas tuvo una buena idea. Los hombres atravesaban el río, y pensaban, mientras tanto, en la cúpula solar que estaba en alguna parte, ante ellos. Una cúpula resplandeciente bajo la lluvia selvática. Una casa amarilla, redonda y brillante como el sol. Una casa de cinco metros de alto por treinta de diámetro. Calor, paz, comida caliente, y un refugio contra la lluvia. Y en el centro de la cúpula brillaba, es claro, el sol. Un globo de fuego amarillo que flotaba libremente en lo alto del edificio. Y mientras uno fumaba o leía o bebía el chocolate caliente con burbujas de crema, se podía mirar el sol. Allí estaba, amarillo, del mismo tamaño que el sol terrestre, cálido, continuo. Dentro de esa casa. mientras pasaban ociosamente las horas, era fácil olvidarse del mundo lluvioso de Venus. El teniente se volvió y miró a los tres hombres que remaban apretando los labios. Estaban tan blancos como setas, tan blancos como él. Venus lo blanqueaba todo en sólo unos meses. Hasta la selva era un enorme papel blanco con unas pocas líneas un poco menos blancas: un dibujo de pesadilla. Cómo podía ser verde, si no había sol, si la lluvia caía sin cesar en un permanente crepúsculo. La selva blanca, blanca, y las hojas del color del queso y la tierra como húmedos trozos de queso Camembert y los troncos de los árboles como tallos de setas gigantescas... todo negro y blanco. ¿Y cuándo veían el suelo? ¿No era casi siempre un arroyo, un pantano, un estanque, un lago, un río, y luego, por fin, el mar? -Llegamos. Los hombres saltaron a tierra, chapoteando. Desinflaron el bote e hicieron de él un paquete. Luego, de pie junto a la orilla lluviosa, trataron de fumar. Pasaron unos cinco minutos antes que, estremeciéndose, con el encendedor invertido y protegido por las manos, pudieran aspirar unas pocas bocanadas de unos cigarrillos que se mojaban rápidamente y que una repentina ráfaga de lluvia les arrancaba de la boca. Echaron a caminar. -Un momento -dijo el teniente-. Creo haber visto algo ahí


adelante. -¿La cúpula solar? -No estoy seguro. La lluvia se cerró en seguida. Simmons comenzó a correr. -¡Simmons, vuelva! Simmons desapareció bajo la lluvia. Los otros lo siguieron. Encontraron a Simmons en un claro de la selva. Se detuvieron y miraron a Simmons, y lo que Simmons había descubierto. El cohete. Allí estaba, donde lo habían dejado. Habían dado, de algún modo, una vuelta completa, y se encontraban otra vez en el punto de partida. Entre los restos del cohete yacían los dos cadáveres. Unas algas verdes les salían de las bocas. Se quedaron mirándolos, y las algas florecieron. Los pétalos se desplegaron bajo la lluvia, y las plantas comenzaron a morir. -¿Cómo hemos vuelto? -Una tormenta eléctrica, probablemente. La electricidad desarregló nuestras brújulas. Eso lo explica todo. -Puede ser. -¿Qué haremos ahora? -Empezar de nuevo.


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Entre los restos del cohete yacían los dos cadáveres. Unas algas verdes les salían de las bocas.

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-¡Dios mío! ¡Estamos tan lejos como antes! -Calma, Simmons. -¡Calma, calma! ¡Esta lluvia me enloquece! -Tenemos bastante comida como para dos días, si no nos excedemos. La lluvia bailó sobre la piel de los hombres, sobre los trajes empapados. La lluvia les corrió por las narices y las orejas, por los dedos y las rodillas. Parecían unas fuentes de piedra rodeadas de árboles. Echaban agua por todos los poros. Y mientras estaban allí, mirando el cohete, oyeron un lejano rugido. Y el monstruo salió de la lluvia. El monstruo se alzaba sobre un millar de eléctricas patas azules. Caminaba rápidamente, terriblemente Cada paso era un golpe. Donde se posaba una pata, un árbol caía fulminado. El aire se llenó de bocanadas de humo. La lluvia aplastaba las débiles humaredas. El monstruo tenía mil metros de altura y quinientos de ancho, e iba de un lado a otro como un gigante ciego. A veces durante unos instantes, no tenía ninguna pata. Y en seguida, en un segundo, mil látigos le salían del vientre, látigos azules y blancos que herían la selva. -La tormenta eléctrica -dijo uno de los hombres-. Arruinó las brújulas. Y viene para aquí.


-Échense todos -dijo el teniente. -¡Corran! -gritó Simmons. -No pierda la cabeza, Simmons. Échense. La tormenta sólo golpea los lugares elevados. Quizá salgamos ilesos. Echémonos aquí, lejos del cohete. Descargará ahí toda su fuerza y pasará sin tocarnos. ¡Cuerpo a tierra! Los hombres se echaron al suelo. -¿Viene? -se preguntaron después de un rato. -Viene. -¿Está cerca? -A unos doscientos metros. -¿Más cerca? -¡Aquí está! El monstruo llegó y se detuvo sobre ellos. Diez relámpagos azules golpearon el cohete. La nave se estremeció como un gong y dejó escapar un eco metálico. El monstruo lanzó otros quince relámpagos que bailaron alrededor del cohete, en una ridícula pantomima, palpando la selva y el suelo barroso. -¡No! ¡No! Uno de los hombres se puso de pie. -¡Échese, idiota! -le gritó el teniente. -¡No! Los relámpagos golpearon la nave una docena de veces. El teniente volvió la cabeza sobre el brazo y vio las enceguecedoras llamaradas azules. Vio cómo se abrían los árboles y caían en pedazos. Vio la monstruosa nube oscura que giraba como un disco negro y arrojaba otro centenar de lanzas eléctricas. El hombre que se había puesto de pie corría ahora, como por una sala de columnas. Corría zigzagueando entre ellas, hasta que al fin doce de esas columnas se abatieron sobre él, y se oyó el sonido de una mosca que se posa sobre un alambre incandescente. El teniente había oído ese sonido en su infancia, en una granja. Y en seguida se sintió el olor de un hombre reducido a cenizas. El teniente bajó la cabeza. -No miren -les dijo a los otros. Tenía miedo de que también ellos echaran a correr. La tormenta descargó sobre los hombres una nueva serie de relámpagos, y luego se alejó. Y otra vez volvió a sentirse sólo la lluvia. El agua limpió el aire rápidamente y borró el olor de la carne chamuscada. Y los tres sobrevivientes se sentaron a esperar a que se les calmaran los sobresaltados corazones. Luego se acercaron al cuerpo, pensando que quizá podrían salvarle la vida. No podían creer que no fuese


posible ayudarlo. Era una actitud natural. No admitieron la muerte hasta que la tocaron, pensaron en ella, y empezaron a discutir si debían enterrar el cadáver o dejarlo allí para que la selva misma lo sepultara con las hojas que crecerían en no más de una hora. El cuerpo del hombre era un hierro retorcido envuelto en un cuero chamuscado. Parecía un maniquí de cera, metido en un incinerador y retirado en seguida, cuando la cera comenzaba a aplastarse alrededor del esqueleto de carbón. Sólo la dentadura era blanca. Los dientes brillaban como un raro brazalete blanco, caído a medias sobre un puño apretado y negro. -No debió correr -dijeron todos, casi al mismo tiempo. Y mientras miraban el cadáver, la vegetación creció rápidamente a su alrededor, ocultándolo con hiedras, enredaderas y hasta flores para el hombre muerto. A lo lejos, la tormenta corrió sobre relámpagos azules, y desapareció. Los hombres cruzaron un río, y un arroyo, y un torrente, y otros doce ríos, y más torrentes y arroyos. Nuevos ríos nacían continuamente ante sus ojos, y los viejos ríos alteraban su curso... Ríos del color del mercurio, ríos del color de la plata y la leche. Los ríos corrían hacia el mar. El mar Único. En Venus sólo había un continente. Una tierra de cuatro mil kilómetros de largo por mil kilómetros de ancho, y alrededor de esta isla, sobre el resto del lluvioso planeta, se extendía el mar Único. El mar Único, que golpeaba levemente las costas pálidas... -Por aquí. -El teniente señaló el sur-. Podría asegurar que allá hay dos cúpulas solares. -¿Ya que empezaron por qué no construyeron cien cúpulas más? -Hay ciento veinte cúpulas, ¿no? -Ciento veintiséis, hasta el mes pasado. Hace un año trataron de que el Congreso votara una ley para construir otras dos docenas; pero, oh, no, ya conocen la musiquita. Prefirieron que la lluvia enloqueciera a algunos hombres. Partieron hacia el sur. El teniente y Simmons y el tercer hombre, Pickard, caminaron bajó la lluvia. bajo la lluvia que caía pesadamente y dulcemente, bajo la lluvia torrencial e incesante que caía a martillazos sobre la tierra y el mar y los hombres en marcha. Simmons fue el primero en verla. -¡Allá está! -¿Qué? -¡La cúpula solar!


El teniente parpadeó sacándose el agua de los ojos, y alzó las manos para protegerse de las mordeduras de la lluvia. A lo lejos, a orillas de la selva, junto al océano, se veía un resplandor amarillo. Se trataba, indudablemente, de una cúpula solar. Los hombres se sonrieron. -Parece que tenía razón, teniente. -Suerte. -Oigan, al verla me siento otra vez lleno de vida. -¡Vamos! ¡El último en llegar es un hijo de perra! Simmons comenzó a trotar. Los otros lo siguieron automáticamente, sin aliento, cansados, pero sin dejar de correr. -Para mí un tazón de café -jadeó Simmons, sonriendo-. Y una hornada de pan, ¡dioses! Y luego acostarse y dejar que el sol caiga sobre uno. ¡El hombre que inventó la cúpula solar merece una medalla! Corrieron con mayor rapidez. El resplandor amarillo se hizo aún más brillante -¡Pensar que tantos hombres enloquecen antes de encontrar el remedio! Y sin embargo es tan sencillo. -Las palabras de Simmons siguieron el ritmo de

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Ningún sol sintético flotaba, con su silbido de gas, en lo alto del cielo raso azul.

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sus pasos-. ¡Lluvia, lluvia! Hace años. Encontré‚ un amigo. En la selva. Caminando. Bajo la lluvia. Diciendo una y otra vez: «No sé qué hacer, para salir, de esta lluvia. No sé qué hacer, para salir, de ésta lluvia. No sé qué hacer...» Y así seguía. Sin detenerse. Pobre loco. -¡Ahórrese fuerzas! Los hombres corrieron.. Todos se reían. Llegaron, riéndose, a la puerta de la cúpula solar. Simmons empujó la puerta. -¡Eh! -gritó-. ¡Traigan el café y los bizcochos! Nadie respondió. Los hombres atravesaron el umbral. La cúpula estaba desierta y en sombras. Ningún sol sintético flotaba, con su silbido de gas, en lo alto del cielo raso azul. Ninguna comida estaba esperando. En la habitación reinaba el frío, como en una tumba. Y a través de mil agujeros, abiertos recientemente en el techo, entraba el agua, y las gotas de lluvia empapaban las gruesas alfombras y los pesados muebles modernos, y estallaban sobre las mesas de vidrio. La selva crecía en la


habitación, como un musgo, en lo alto de las bibliotecas y en los hondos divanes. La lluvia se introducía por los agujeros y caía sobre los rostros de los tres hombres. Pickard empezó a reírse dulcemente. -Cállese, Pickard. -Oh, dioses, miren lo que estaba esperándonos... Nada de sol, nada de comida, nada. ¡Los venusinos! ¡Por supuesto! ¡Es obra de ellos! Simmons asintió con un movimiento de cabeza. El agua le corrió por el pelo plateado y por las cejas blancas. -Una vez cada tanto los venusinos salen del mar y atacan las cúpulas. Saben que si acaban con las cúpulas acabarán también con nosotros. -¿Pero las cúpulas no están protegidas con armas? -Por supuesto. -Simmons se dirigió hacia un lugar un poco menos mojado que los otros-. Pero desde el último ataque han pasado cinco años. Se descuidaron las defensas. Sorprendieron a estos hombres. -¿Pero dónde están los cadáveres? -Los venusinos se los llevaron al mar. He oído decir que lo ahogan a uno con un método delicioso. Tardan cuatro horas. Realmente delicioso. Pickard se rió. -Apuesto a que aquí no hay comida. El teniente frunció el ceño y señaló a Pickard con un movimiento de cabeza, mirando a Simmons. Simmons hizo un gesto y entró en un cuarto, a un lado de la sala redonda. En la cocina había mojadas rodajas de pan y trozos de carne donde crecía un vello verde. La lluvia entraba por unos agujeros abiertos en el techo. -Magnífico. -El teniente miró los agujeros-. Me parece que no podríamos tapar esos agujeros e instalarnos aquí. -¿Sin comida, señor? -gruñó Simmons-. La máquina solar está rota. Sólo nos queda buscar la próxima cúpula. ¿Está muy lejos? -No mucho. Recuerdo que en esta región construyeron dos no muy alejadas la una de la otra. Quizá si esperásemos aquí, una dotación de la otra cúpula podría... -Ya han estado aquí probablemente. Enviarán algunos hombres para reparar el lugar dentro de unos seis meses, cuando el Congreso vote el dinero. Me parece que no nos conviene esperar. -Muy bien. Entonces nos comeremos el resto de las raciones y nos pondremos en seguida en camino. -Si por lo menos la lluvia no me golpeara la cabeza -dijo Pickard-. Sólo por unos minutos... Si pudiera recordar en qué consiste sentirse tranquilo. -Pickard se apretó la cabeza con ambas manos-. Recuerdo que cuando iba a la escuela un granuja que se sentaba detrás de mí me


pinchaba y me pinchaba y me pinchaba cada cinco minutos, todo el día. Y así durante semanas y meses. Yo tenía siempre los brazos lastimados, con manchas negras o azules y pensaba que esos pinchazos terminarían por volverme loco. Un día, perdí la cabeza y me volví en mi asiento con una escuadra de metal que usaba en las clases de dibujo técnico, y casi lo mato a aquel bastardo. Casi le saco la cabeza. Casi le arranco un ojo. Me echaron de la clase, mientras yo gritaba: «¿Por qué no me deja tranquilo? ¿Por qué no me deja tranquilo?» -Pickard se apretaba los huesos de la cabeza con ambas manos. Cerraba los ojos-. ¿Pero qué puedo hacer ahora? ¿A quien voy a golpear, a quién le diré que se vaya, que deje de molestarme? ¡Esta lluvia maldita, como aquellos pinchazos, siempre sobre uno! ¡No se oye nada más! ¡No se siente nada más! -Llegaremos a la otra cúpula solar a las cuatro de la tarde. -¿Cúpula solar? ¡Miren ésta! ¿Y si todas las cúpulas de Venus estuviesen así, eh? ¿Y si hubiese agujeros en todos los techos? ¿Y si entrara la lluvia en todas las cúpulas? -Tenemos que correr ese riesgo. -Estoy cansado de correr riesgos. Sólo quiero un techo y un poco de descanso. Que me dejen en paz. -Llegaremos dentro de ocho horas, si aguanta hasta entonces. -No se preocupen. Aguantaré muy bien -dijo Pickard y se echó a reír sin mirar a sus compañeros. -Comamos -dijo Simmons, observándolo. Caminaron por la costa, siempre hacia el sur. A las cuatro horas tuvieron que internarse en la selva para evitar un río de más de un kilómetro de ancho, y de aguas demasiado rápidas. Recorrieron unos ocho kilómetros y llegaron a un sitio en que el río surgía abruptamente de la tierra, como de una herida mortal. Volvieron al océano bajo la lluvia. -Tengo que dormir -dijo Pickard al fin. Se derrumbó-. No he dormido en cuatro semanas. He probado, pero no puedo. Durmamos aquí. El cielo estaba oscureciéndose. Caía la noche en Venus, una noche tan negra que todo movimiento parecía peligroso. Simmons y el teniente cayeron también de rodillas. -Bueno -dijo el teniente-, veremos qué se puede hacer. Ya lo hemos intentado antes, pero no sé... Este clima no parece invitar al sueño. Los hombres se tendieron en el barro, tapándose las cabezas para que el agua no les entrara por las bocas. Cerraron los ojos. El teniente se estremeció. No podía dormir. Algo le corría por la piel. Algo crecía sobre él, en capas. Caían unas gotas, sobre otras gotas, y todas se unían formando unos hilos de agua que le corrían por el cuerpo.


Y mientras, las raíces de las plantas se le metían en la ropa. Sintió que la hiedra lo cubría con un segundo traje; sintió que los capullos de las florecitas se abrían, y que caían los pétalos. Y la lluvia seguía y seguía, golpeándole el cuerpo y la cabeza. En la noche luminosa (pues la vegetación brillaba ahora en la oscuridad) podía ver las figuras de los otros dos hombres, como troncos caídos cubiertos por un manto de hierbas y flores. La lluvia le golpeó la cara. Se cubrió la cara con las manos. La lluvia le golpeó entonces el cuello. Se volvió boca abajo, en el barro, entre las plantas de tejidos elásticos, y la lluvia le golpeó la espalda y las piernas. El teniente se incorporó y comenzó a sacudirse el agua del cuerpo. Mil manos lo estaban tocando, y no quería que lo tocaran. Ya no lo aguantaba más. Trastabilló y chocó contra alguien. Era Simmons, de pie bajo la lluvia. Simmons escupía, tosía y estornudaba. Y en seguida Pickard, gritando, se incorporó y echó a correr. -¡Un momento, Pickard! -¡Basta! ¡Basta! -gritaba Pickard. Disparó seis veces su arma contra el cielo de la noche. En el resplandor de la pólvora, durante un instante, con cada detonación, los hombres pudieron ver ejércitos de gotas de lluvia. como incrustadas en una vasta e inmóvil piedra de ámbar, como sorprendidas por la explosión. Quince billones de gotitas, quince billones de lágrimas, quince billones de joyas en


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Y la lluvia seguía y seguía, golpeándole el cuerpo y la cabeza.

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una vitrina forrada de terciopelo blanco. Y luego, cuando la luz desapareció, las gotas que se habían detenido para ser fotografiadas, que habían suspendido su rápido descenso, cayeron sobre los hombres, como una nube de voraces insectos, fría y dolorosa. -¡Basta! ¡Basta! -¡Pickard! Pero Pickard ya no se movía. El teniente encendió una linterna e iluminó el rostro húmedo de Pickard. El hombre tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, y el rostro vuelto hacia arriba, de modo que el agua le golpeaba la lengua y le estallaba en la boca, y le lastimaba y le mojaba los ojos abiertos, y le salía en burbujas de la nariz como un murmullo espumoso. -¡Pickard! Pickard no contestó. Se quedó allí, sin moverse, mientras las pompas de la lluvia se rompían sobre su pelo descolorido, y los collares y las pulseras del agua se le desprendían del cuello y las muñecas. -¡Pickard! Nos vamos. Síganos.


La lluvia resbalaba por las orejas de Pickard. -¿Me oye, Pickard? Como si estuviese gritando dentro de un pozo. -¡Pickard! -Déjelo -murmuró Simmons. -No podemos seguir sin él. -¿Y qué vamos a hacer? ¿Llevarlo a la rastra? -exclamó Simmons-. Será totalmente inútil. Tanto para él como para nosotros. ¿Sabe qué hará? Se quedará ahí hasta ahogarse. -¿Qué? -Debía saberlo. ¿No conoce la historia? Se quedará ahí, con la cabeza levantada, y dejará que el agua le entre por la nariz y la boca. Respirará agua. -No. -Así lo encontraron al general Mendt. Sentado en una roca, con la cabeza echada hacia atrás, respirando lluvia. Tenía los pulmones llenos de agua. El teniente volvió a iluminar aquel rostro inmóvil. De la nariz de Pickard salía un sonido húmedo. -¡Pickard! -El teniente lo abofeteó. -No puede sentirlo -dijo Simmons-. Unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no tiene ni cara ni piernas ni manos. El teniente se miró horrorizado la mano. No la sentía. -Pero no podemos dejarlo aquí. -Le enseñaré qué podemos hacer. Simmons disparó su arma. Pickard cayó en un charco. -No se mueva, teniente -dijo Simmons-. Tengo el arma cargada. Reflexione. Pickard se hubiese quedado ahí, de pie o sentado, hasta ahogarse. Esto es más rápido. El teniente miró parpadeando el cuerpo de Pickard. -Pero usted lo mató. -Sí, porque se hubiese convertido en una carga, y hubiese terminado con nosotros. ¿Le vio la cara? Estaba loco. Pasó un rato, y al fin el teniente asintió. -Bueno. Los dos hombres volvieron a caminar bajo la lluvia. En la noche sombría, las linternas lanzaban unos rayos que apenas atravesaban la lluvia. Después de media hora tuvieron que detenerse devorados por el hambre, y esperar la llegada del alba. Cuando amaneció, la luz era


gris, y seguía lloviendo. Los hombres se pusieron otra vez en camino. -Hemos calculado mal -dijo Simmons. -No. Falta una hora. -Hable más fuerte. No puedo oírlo. -Simmons se detuvo y sonrió-. Por Cristo -dijo, y se tocó las orejas-. Mis orejas. Ya no las tengo. Esta lluvia me pelará hasta los huesos. -¿No oye nada? -dijo el teniente. -¿Qué? -Los ojos de Simmons parecían asombrados. -Nada. Vamos. -Creo que esperaré aquí. Siga usted adelante. -No puede hacer eso. -No lo oigo. Siga usted. No puedo más. No creo que haya una cúpula por estos lados. Y si la hubiese, tendrá probablemente el techo lleno de agujeros, como la otra. Creo que voy a sentarme. -¡Levántese, Simmons! -Hasta luego, teniente. -¡No puede abandonar ahora! -Tengo un arma que dice que sí. Ya nada me importa. No estoy loco todavía, pero no tardaré mucho en estarlo. Y no quiero morir de ese modo. Tan pronto como usted se aleje dispararé contra mí mismo. -¡Simmons! -Oiga, es cuestión de tiempo. Morir ahora o dentro de un rato. ¿Qué le parece si al llegar a la próxima cúpula se encuentra con el techo agujereado? Sería magnífico, ¿no? El teniente esperó un momento, y al fin se fue, chapoteando bajo la lluvia. Se volvió una vez y llamó a Simmons, pero el hombre siguió allí, con el arma en la mano, esperando a que el teniente se perdiera de vista. Simmons sacudió la cabeza y le hizo una seña como para que siguiera caminando. El teniente no oyó ni siquiera la detonación. Mientras caminaba masticó unas flores. No eran venenosas ni tampoco muy nutritivas. Las vomitó un minuto después. Trató de hacerse un sombrero con hojas. Pero ya lo había intentado otras veces. La lluvia le disolvió las hojas sobre la cabeza. Desprendidas de sus tallos las hojas se le pudrían rápidamente entre los dedos, transformándose en una masilla gris. -Otros cinco minutos -se dijo a sí mismo-. Otros cinco minutos y luego me meteré en el mar y seguiré caminando. No estamos hechos para esto. Ningún terrestre ha podido ni podrá soportarlo. Los nervios, los nervios. Avanzó tambaleándose por un mar de fango y follaje, y subió a una loma. A lo lejos, entre los finos velos del agua, se veía una débil mancha amarilla.


La otra cúpula solar. A través de los árboles, muy lejos, un edificio redondo y amarillo. El teniente se quedó mirándolo, tambaleante. Echó a correr. y volvió a caminar. Tenía miedo. ¿Y si fuese la misma cúpula? ¿Y si fuese la cúpula muerta, sin sol? El teniente resbaló y cayó al suelo. Quédate ahí, pensó. Te has equivocado. Todo es inútil. Bebe toda el agua que quieras. Pero se incorporó otra vez. Cruzó varios arroyos, y el resplandor amarillo se hizo más intenso, y echó a correr otra vez, quebrando con sus pisadas espejos y vidrios, y lanzando al aire, con el movimiento de los brazos, diamantes y piedras preciosas. Se detuvo ante la puerta amarilla donde se leía CÚPULA SOLAR. Extendió una mano entumecida y la tocó. Movió el pestillo y entró, tambaleándose. Miró a su alrededor. Detrás de él, en la puerta, los torbellinos de la lluvia. Ante él, sobre una mesa baja, un tazón plateado de chocolate caliente, humeante, y una fuente llena de bizcochos. Y al lado, en otra fuente, sándwiches de pollo y rodajas de tomate y cebollas verdes. Y en una percha, en frente, una gran toalla turca,


{

Se detuvo ante la puerta amarilla donde se leía CÚPULA SOLAR.

}

verde y gruesa, y un canasto para guardar las ropas mojadas. Y a la derecha, una cabina donde unos cálidos rayos secaban todo, instantáneamente. Y sobre una silla, un uniforme limpio que esperaba a alguien, a él o a cualquier otro extraviado. Y allá, más lejos, el café que humeaba en recipientes de cobre, y un fonógrafo del que nacía una música serena, y unos libros encuadernados en cuero rojo o castaño. Y cerca de los libros, un sofá blando y hondo donde podía acostarse, desnudo, a absorber los rayos de ese objeto grande y brillante que dominaba la habitación. Se llevó las manos a los ojos. Vio a otros hombres que se acercaban a él, pero no les dijo nada. Esperó, abrió los ojos y miró. El agua le caía a chorros del uniforme y formaba un charco a sus pies. Sintió que el pelo, la cara, el pecho, los brazos y las piernas se le estaban secando. El teniente miraba el sol. El sol colgaba en el centro del cuarto, grande y amarillo, y cálido. Era un sol silencioso, en una habitación silenciosa. La puerta estaba cerrada y la lluvia era sólo un recuerdo para su cuerpo palpitante. El sol estaba allá arriba, en el cielo azul de la habitación, cálido, caliente, amarillo, y hermoso. El teniente se adelantó, arrancándose las ropas.


ESTE LUGAR DE LA LUZ Jennifer García Acevedo ILUSTRACIÓN GIOVANNI BATTISTA PIRANESI


ESTE LUGAR DE LA LUZ

ijo Saint-John Perse: “¡Muchas cosas sobre la tierra por oír y por ver, cosas vivas entre nosotros!”, y no se equivocó en decirlo, pues ¿qué vemos de las cosas, sino su sombra? Más allá del círculo que rodea los ojos, los peces son también navegantes de la tierra, y los pájaros sucumben en las cortinas del agua bajo vuelos giratorios. Posiblemente el viento contenga un olor más allá de todo, pero le asignamos el del vino, el de la arcilla, el de la sangre, el de la carne que hierve sobre la madera. No hemos sabido darle un olor a la ausencia, pero como es debido decimos: esa mujer olía a pan, los pájaros arrullaban su sueño, por tanto esa mujer olía a pan y a pájaro. Así disimulamos nuestra incapacidad para dar un nombre a las cosas que aún no lo tienen. En el lugar donde el árbol funda su patria, se escuchan los rumores del agua, los animales arrancando las semillas de las copas, el espantapájaros que calcula el trigo, pero en su raíz ningún sonido, ninguna galería de ruidos, aunque sabemos bien que ahí están. Un rey ciego debió habitar entre nosotros

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haciéndonos creer que lo visto y escuchado no era sino una vaga figuración del sueño, de ahí que ahora lo imposible solo desemboque en ese espacio de la vida. Cosechando su oído, el hombre al que han llamado loco lidia con la angustia de sentir la voz de dios latiéndole en el oído izquierdo y ve el río cruzar sus manos lo mismo que las piedras. Debe ser que el círculo de su ojo está abierto, pero no puede decirlo y calla. Así en un lugar del sueño, la grieta de luz atraviesa los límites de la noche y nuestro ojo es ahora un gigantesco péndulo girando en medio de todo. Vemos entonces el alma del grillo cruzando el campo, los valles y las mesetas entablando diálogo con el agua, los buques que navegan sobre la hierba lo mismo que sobre un -cúmulo de olas; escuchamos la voz de los hermanos muertos, la voz del animal doméstico, la voz del reloj que atraviesa los corredores. En este lugar de la luz, hemos aprendido a ver cómo regresan las cosas que siguen estando lejos.

RETRATO DEL PADRE QUE VIAJÓ A BAKÚ

ntes de que penetrara en los patios con su silenciosa sombra roja, después de su viaje a Bakú, el padre ya había conocido el Islam, caminado la ciudad vieja, el centro de la plaza de fuentes, la playa de las mil y una noches, escuchado a Rain Sultanov en las afueras de un museo, hablado largamente con un amigo acerca de Gari Kaspárov, de Vladímir Akopián. Pues antes que de cualquier cosa padre fue siempre un amante del ajedrez, de las piezas blancas más que de las negras. Ciertamente todo viaje es una preparación, por eso mis hermanos y yo no hemos demorado en el gesto de ese rostro cansado ni procurado las preguntas acerca de la ciudad europea. Simplemente miramos al hombre que descarga por su voluntad las gruesas palabras acerca del tiempo, la geografía y lo lejana que vio estar por un momento a una estrella de la otra. También y sin que se lo preguntáramos, nos ha dicho que prefiere el Lavangi a los kebabs pues nunca le pareció bueno comer cordero. Este es nuestro padre, pese a que la lentitud en su paso nos resulta ahora penosa. Toda meditación, todo recuerdo hacen parte de la formula innecesaria, un intento forzoso por recuperar el objeto perdido en el paisaje extranjero. Padre es ahora una piedra inmóvil en el centro del día, algo que nos mira desde el fondo mudo y misterioso, un ser gigantesco que se defiende de las cosas pequeñas, una isla en medio de todas las islas.

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PLAZA DE MERCADO

e abre la puerta de la plaza de mercado y el deseo de las mujeres sobreviene. Unas esperan encontrar el río de leche dentro de las jarras marcadas con figuras orientales, otras atienden el balanceo de la pesa que en un lado carga semillas y en el otro frutos de ébano. Así funciona. La cáscara sobre la palma de la mano, el sol verde encima de los manteles. La cosecha de cebada regándose en una esquina de la mesa.

S

No habitaremos para siempre esta tierra roja, las mujeres de la plaza lo saben, las moscas que se paran sobre el pan fresco, el papagayo pintado en un cuadro que venden los indígenas del norte. Todos lo sabemos. No permaneceremos sobre la tierra roja. Por eso, náufragos en la isla de los objetos, buscamos encontrar al menos una cosa parecida a la permanencia, algo que confunda a la muerte con las bolsas de arroz que cuelgan de las estanterías.

LA HORA DETENIDA

“La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo.” Dylan Thomas.

espués de todo, quedan los cuerpos inclinados ante el último vestigio del paisaje y el azúcar, el polvo y la sal que poblaron del mismo modo nuestra mesa. Ahora que los amigos se han ido, las imágenes de la casa tiemblan y los animales domésticos adoptan el mismo lenguaje del silencio. ¿Qué van a saber ellos de este tiempo extraño? Nadie les contó que su ama lloró por la luz de los naranjos en la infancia, al fondo vacío de un corredor en ruinas, nadie les contó que con cada amigo que regresa y con cada amigo que se

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va, es otra la quemadura. En el lomo de este sol que muerde el tejido del mundo, viajan ahora los años de la niñez muerta, el caballo y su relincho en la plaza del pueblo, el hueco en el mantel, el olor a paja y albahaca, el vidrio dorado de las puertas, las botas de cuero que calzó el padre. Es así como corren ahora los años fuera de nosotros. La liviana existencia del animal herido no nos sugestiona con igual tenacidad, sin embargo las ausencias parecen ser de la misma materia. Hoy que las cosas nos hablan con un idioma esperado, creemos ver en el nuevo amigo al niño inquieto que desde la terraza nos arrojó una azulada canica y, por las improbabilidades del tiempo, nunca nos alcanzó.

LA PREGUNTA “Es la sombra lo que retengo, la belleza de alejarse cada vez más” Lucía Estrada

regunto a las mujeres de la casa por el tiempo, me señalan una escalera al fondo del pasillo, la más antigua e inestable. Acepto su respuesta a simple vista incomprensible, con el fin de no desafiarlas. Después, ya se sabe, viene la incertidumbre con más fuerza. Mis ideas sobre el tiempo son nulas ante la complejidad de la escalera, me encuentro en un escenario desprovisto de razón; la lengua reclamando su cercanía con la certeza, la sombra de la madera y los relojes haciendo su aparición inútil. Nada me revela la intención de su señalamiento, mientras que afuera el día avanza con su legión de resignados y aquí se levantan las visiones más terribles e inciertas. Tratan de prolongar mi duda, se oponen a mi encuentro con la luz, se complacen con cada máscara puesta sobre mis manos.

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Fui traída a un lugar inmóvil, marcado por la dominación, al fondo descansan las señales del desprecio, el temblor de los ojos ante un destino desfigurado. Las mujeres de la casa me desconocen, me sentencian a una búsqueda laberíntica, mis manos se cruzan con las suyas en un interminable intento por confluir, pero esto que retengo es tan solo la sombra del miedo. Como esa escalera por la que el tiempo asciende con una precisión inadvertida, mi cuerpo asciende por cada uno de sus años y tal vez desde arriba alguien nos señale y diga: Eso es el tiempo, pero


EN MI DEFENSA A ustedes, por quitarme la potestad sobre mis palabras.

ejé de nombrar la poesía como la única patria, incapaz de reconocer por segunda ocasión la voz de dios que latía en mi oído izquierdo o el rugir del tigre que vio caer lentamente la luz sobre la casa. Hubo un día en que quise retornar de mi descanso a las orillas de lo banal y lo efímero, pero sentí piedad por esa extraña alegría que descendió veinte años después y fue a caer al centro de mi carne. Nunca se olvida el país de origen, el águila no olvida el nido donde descansan sus hijos, ni el libro la desgarradura de la hoja, por eso la poesía siempre vuelve a mí, como un destino implacable semejante al abismo de los primeros años. Hay quienes me acusan injustamente, se jactan diciendo que no son mías mis palabras ¿y de quién si no? He vivido en las tierras bajas de la incertidumbre, recordando una infancia de trazos incomprensibles, vigilando el árbol eternamente arraigado al centro del patio. Nunca descansé bajo un naranjo, ni vi el mar amarillo que tantas veces nombro, tampoco es verdad que mi padre viajó a Bakú, y que las mujeres de la casa dejaron la puerta abierta antes de la partida. Sin embargo en la hora del sueño todas las imágenes toman una validez absoluta. Nunca escribí sobre aquello que vi, escribí sobre aquello que nunca me será permitido ver, pues dadas las leyes de lo inabarcable, cualquier hombre podría ser forastero de sí mismo y sin embargo reconocerse.

D

PESCADORES

n día llegan los que profesan el oficio de la pesca, hablan del mar como de una mujer conocida, dicen que es agua y no sal lo que toca la red cuando es arrojada al vacío. Dentro de los barcos se sostiene la luz como una mano abierta, resistente, igual que el grito sometido a la desgarradura. Los pescadores creen en el agua como los demás hombres creen en Dios, en su lenguaje la palabra sed cobra más valor que la palabra historia, aunque ambas las hayan padecido tantas veces. “Toda el agua del mundo es dulce” dicen los pescadores de río. “Toda el agua del mundo es salada” dicen los pescadores de mar. Desconocen que no es lo mismo nombrar al tigre que nombrar cada una de las manchas verticales que cubren su cabeza.

U


42

–PIEDMONT. Autobús lento hasta Jack London Square. Sirvientas y ancianas. Me senté al lado de una viejecita ciega que estaba leyendo en Braille; su dedo se deslizaba por la página, lento y silencioso, línea tras línea. Era relajante mirarla, leer por encima de su hombro. La mujer se bajó en la calle 29, donde se han caído todas las letras del cartel PRODUCTOS NACIONALES ELABORADOS POR CIEGOS, excepto CIEGOS. La calle 29 también es mi parada, pero tengo que ir hasta el centro a cobrar el cheque de la señora Jessel. Si vuelve a pagarme con un cheque, lo dejo. Además, nunca tiene suelto para el desplazamiento. La semana pasada hice todo el trayecto hasta el banco pagándolo de mi bolsillo, y se había olvidado de firmar el cheque. Se olvida de todo, incluso de sus achaques. Mientras limpio el polvo los voy recogiendo y los dejo en el escritorio. 10 A. M. NÁUSEAS en un trozo de papel en la repisa de la chimenea. DIARREA en el escurridero. LAGUNAS DE MEMORIA Y MAREO encima de la cocina.


Manual para mujeres de la limpieza Lucia Berlin

Sobre todo se olvida de si tomó el fenobarbital, o de que ya me ha llamado dos veces a casa para preguntarme si lo ha hecho, dónde está su anillo de rubí, etcétera. Me sigue de habitación en habitación, repitiendo las mismas cosas una y otra vez. Voy a acabar tan chiflada como ella. Siempre digo que no voy a volver, pero me da lástima. Soy la única persona con quien puede hablar. Su marido es abogado, juega al golf y tiene una amante. No creo que la señora Jessel lo sepa, o que se acuerde. Las mujeres de la limpieza lo saben todo. Y las mujeres de la limpieza roban. No las cosas por las que tanto sufre la gente para la que trabajamos. Al final es lo superfluo lo que te tienta. No queremos la calderilla de los ceniceros. A saber dónde, una señora en una partida de bridge hizo correr el rumor de que para poner a prueba la honestidad de una mujer de la limpieza hay que dejar un poco de calderilla, aquí y allá, en ceniceros de porcelana con rosas pintadas a mano. Mi solución es añadir siempre


algunos peniques, incluso una moneda de diez centavos. En cuanto me pongo a trabajar, antes de nada compruebo dónde están los relojes, los anillos, los bolsos de fiesta de lamé dorado. Luego, cuando vienen con las prisas, jadeando sofocadas, contesto tranquilamente: «Debajo de su almohada, detrás del inodoro verde sauce». Creo que lo único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia. Hoy he robado un frasco de semillas de sésamo Spice Islands. La señora Jessel apenas cocina. Cuando lo hace, prepara pollo al sésamo. La receta está pegada en la puerta del armario de las especias, por dentro. Guarda una copia en el cajón de los sellos y los cordeles, y otra en su agenda. Siempre que encarga pollo, salsa de soja y jerez, pide también un frasco de semillas de sésamo. Tiene quince frascos de semillas de sésamo. Catorce, ahora. Me senté en el bordillo a esperar el autobús. Otras tres sirvientas, negras con uniforme blanco, se quedaron de pie a mi lado. Son viejas amigas, hace años que trabajan en Country Club Road. Al principio todas estábamos indignadas… el autobús se adelantó dos minutos y lo perdimos. Maldita sea. El conductor sabe que las sirvientas siempre están ahí, que el 42 a Piedmont pasa solo una vez cada hora. Fumé mientras ellas comparaban el botín. Cosas que se habían llevado… laca de uñas, perfume, papel higiénico. Cosas que les habían dado… pendientes desparejados, veinte perchas, sujetadores rotos. (Consejo para mujeres de la limpieza: aceptad todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento). Para meterme en la conversación les enseñé mi frasco de semillas de sésamo. Se rieron a carcajadas. —¡Ay, chica! ¿Semillas de sésamo? Me preguntaron cómo aguantaba tanto con la señora Jessel. La mayoría no repiten más de tres veces. Me preguntaron si es verdad que tiene ciento cuarenta pares de zapatos. Sí, pero lo malo es que la mayoría son idénticos. La hora pasó volando. Hablamos de las señoras para las que trabajamos. Nos reímos, no sin un poso de amargura. Las mujeres de la limpieza de toda la vida no me aceptan de buenas a primeras. Y además, me cuesta conseguir trabajo en esto, porque soy «instruida». Sé que ahora mismo no puedo buscarme otra cosa. He aprendido a contarles a las señoras desde el principio que mi marido alcohólico acaba de morir y me he quedado sola con mis


cuatro hijos. Hasta ahora nunca había trabajado, criando a los niños y demás.

43–SHATTUCK–BERKELEY. Los bancos con carteles de SATURACIÓN PUBLICITARIA están empapados todas las mañanas. Le pedí fuego a un hombre y me dio la caja de cerillas. EVITEMOS EL SUICIDIO. Era de esas que, absurdamente, llevan la banda de fósforo detrás. Más vale prevenir. Al otro lado de la calle, la mujer de la tintorería estaba barriendo la acera. A ambos lados de su puerta revoloteaban hojas y basura. Ahora es otoño, en Oakland. Esa misma tarde, al volver de limpiar en casa de Horwitz, la acera de la tintorería volvía a estar cubierta de hojas y porquería. Tiré mi billete de transbordo. Siempre compro billete de transbordo. A veces los regalo, pero normalmente me los quedo. Ter solía burlarse de esa manía mía de guardarlo siempre todo. —Vamos, Maggie May, en este mundo no te puedes aferrar a nada. Excepto a mí, quizá. Una noche en Telegraph Avenue me desperté al notar que me ponía la anilla de una lata de Coors en la palma de la mano y me cerraba el puño. Abrí los ojos y lo vi sonriendo. Terry era un vaquero joven, de Nebraska. No le gustaba ver películas extranjeras. Ahora sé que era porque no le daba tiempo a leer los subtítulos. Las raras veces que Ter leía un libro, arrancaba las páginas a medida que las pasaba y las iba tirando. Al volver a casa, donde las ventanas siempre estaban abiertas o rotas, me encontraba un remolino de hojas en la habitación, como palomas en un aparcamiento del Safeway.

33–BERKELEY EXPRESS. ¡El autobús se perdió! El conductor se pasó de largo en el desvío de SEARS para tomar la autopista. Todo el mundo empezó a tocar el timbre mientras el hombre, avergonzado, giraba a la izquierda en la calle 27. Acabamos atascados en un callejón sin salida. La gente se asomaba a las ventanas a ver el autobús. Cuatro hombres se bajaron para ayudarle a retroceder entre los coches que había aparcados en la calle estrecha. Una vez en la autopista, empezó a acelerar como un loco. Daba miedo. Hablábamos unos con otros, emocionados por el suceso. Hoy toca la casa de Linda. (Mujeres de la limpieza: como norma general, no trabajéis para las amigas. Tarde o temprano se molestan contigo porque sabes demasiado de su vida. O dejan de


caerte bien, por lo mismo). Pero Linda y Bob son buenos amigos, de hace tiempo. Siento su calidez aunque no estén ahí. Esperma y confitura de arándanos en las sábanas. Quinielas del hipódromo y colillas en el cuarto de baño. Notas de Bob a Linda: «Compra tabaco y lleva el coche a… du-duá, duduá». Dibujos de Andrea con amor para mamá. Cortezas de pizza. Limpio los restos de coca del jespejo con Windex. Es el único sitio donde trabajo que no está impecable, para empezar. Más bien está hecho un asco. Cada miércoles subo como Sísifo las escaleras que llevan al salón de su casa, donde siempre parece que estén en mitad de una mudanza. No gano mucho dinero con ellos porque no les cobro por horas, ni el transporte. No me dan la comida, por supuesto. Trabajo duro de verdad. Pero también paso muchos ratos sentada, me quedo hasta muy tarde. Fumo y leo el New York Times, libros porno, Cómo construir una pérgola. Sobre todo miro por la ventana la casa de al lado, donde viví un tiempo. El 2129 ½ de Russell Street. Miro el árbol que da peras de madera, con las que Ter


hacía tiro al blanco. En la cerca brillan los perdigones incrustados. El rótulo de BEKINS que iluminaba nuestra cama por la noche. Echo de menos a Ter y fumo. Los trenes no se oyen de día.

40–TELEGRAPH AVENUE–ASILO DE MILLHAVEN. Cuatro ancianas en sillas de ruedas contemplan la calle con mirada vidriosa. Detrás, en el puesto de enfermeras, una chica negra preciosa baila al son de «I Shot the Sheriff». La música está alta, incluso para mí, pero las ancianas ni siquiera la oyen. Más abajo, tirado en la acera, hay un cartel burdo: INSTITUTO DEL CÁNCER 13:30. El autobús se retrasa. Los coches pasan de largo. La gente rica que va en coche nunca mira a la gente de la calle, para nada. Los pobres siempre lo hacen… De hecho, a veces parece que simplemente vayan en el coche dando vueltas, mirando a la gente de la calle. Yo lo he hecho. La gente pobre está acostumbrada a esperar. La Seguridad Social, la cola del paro, lavanderías, cabinas telefónicas, salas de urgencias, cárceles, etcétera. Mientras esperábamos el 40, nos pusimos a mirar el escaparate de la LAVANDERÍA DE MILL Y ADDIE. Mill


había nacido en un molino, en Georgia. Estaba tumbado sobre una hilera de cinco lavadoras, instalando un televisor enorme en la pared. Addie hacía pantomimas para nosotros, simulando que el televisor se iba a caer en cualquier momento. Los transeúntes se paraban también a mirar a Mill. Nos veíamos reflejados en la pantalla, como en un programa de cámara oculta. Calle abajo hay un gran funeral negro en FOUCHÉ. Antes pensaba que el cartel de neón decía «touché», y siempre imaginaba a la muerte enmascarada, apuntándome al corazón con un florete. He reunido ya treinta pastillas, entre los Jessel, los Burn, los McIntyre, los Horwitz y los Blum. En cada una de esas casas donde trabajo hay un arsenal de anfetas o sedantes que bastaría para dejar fuera de circulación a un Ángel del Infierno durante veinte años. 18–PARK BOULEVARD–MONTCLAIR. Centro de Oakland. Hay un indio borracho que ya me conoce, y siempre me dice: «Qué vueltas da la vida, cielo». En Park Boulevard un furgón azul de la policía del condado, con las ventanas blindadas. Dentro hay una veintena de presos de camino a comparecer ante el juez. Los hombres, encadenados juntos y vestidos con monos naranjas, se mueven casi como un equipo de remo. Con la misma camaradería, a decir verdad. El interior del furgón está oscuro. En la ventanilla se refleja el semáforo. Ámbar DESPACIO DESPACIO. Rojo STOP STOP. Una hora larga de modorra hasta las colinas neblinosas de Montclair, un próspero barrio residencial. Solo van sirvientas en el autobús. Al pie de la Iglesia Luterana de Sion hay un letrero grande en blanco y negro que dice PRECAUCIÓN: TERRENO RESBALADIZO. Cada vez que lo veo, se me escapa la risa. Las otras mujeres y el conductor se vuelven y me miran. A estas alturas ya es un ritual. En otra época me santiguaba automáticamente cuando pasaba delante de una iglesia católica. Tal vez dejé de hacerlo porque en el autobús la gente siempre se daba la vuelta y miraba. Sigo rezando automáticamente un avemaría, en silencio, siempre que oigo una sirena. Es un incordio, porque vivo en Pill Hill, un barrio de Oakland lleno de hospitales; tengo tres a un paso. Al pie de las colinas de Montclair mujeres en Toyotas esperan a que sus sirvientas bajen del autobús. Siempre me las arreglo para subir a Snake Road con Mamie y su señora, que dice: «¡Caramba, Mamie, tú tan preciosa con esa peluca atigrada, y yo con esta facha!». Mamie y yo fumamos. Las señoras siempre suben la voz un par de octavas cuando les hablan a las mujeres de la limpieza o a los gatos. (Mujeres de la limpieza: nunca os hagáis amigas de


los gatos, no les dejéis jugar con la mopa, con los trapos. Las señoras se pondrán celosas. Aun así, nunca los ahuyentéis de malos modos de una silla. En cambio, haceos siempre amigas de los perros, pasad cinco o diez minutos rascando a Cherokee o Smiley nada más llegar. Acordaos de bajar la tapa de los inodoros. Pelos, goterones de baba). Los Blum. Este es el sitio más raro en el que trabajo, la única casa realmente bonita. Los dos son psiquiatras. Son consejeros matrimoniales, con dos «preescolares» adoptados. (Nunca trabajéis en una casa con «preescolares». Los bebés son geniales. Puedes pasar horas mirándolos, acunándolos en brazos. Con los críos más mayores… solo sacarás alaridos, Cheerios secos, hacerte inmune a los accidentes y el suelo lleno de huellas del pijama de Snoopy). (Nunca trabajéis para psiquiatras, tampoco. Os volveréis locas. Yo también podría explicarles a ellos un par de cosas… ¿Zapatos con alzas?). El doctor Blum está en casa, otra vez enfermo. Tiene asma, por el amor de Dios. Va dando vueltas en albornoz, rascándose una pierna peluda y pálida con la alpargata.La, la, la, la, Mrs. Robinson… Tiene un equipo estéreo de más de dos mil dólares y cinco discos. Simon & Garfunkel, Joni Mitchell y tres de los Beatles. Se queda en la puerta de la cocina, rascándose ahora la otra pierna. Me alejo contoneándome con la fregona hacia el office, mientras él me pregunta por qué elegí este tipo de trabajo en particular. —Supongo que por culpabilidad, o por rabia —digo con desgana. —Cuando se seque el suelo, ¿podré prepararme una taza de té? —Mire, vaya a sentarse. Ya se lo preparo yo. ¿Azúcar o miel? —Miel. Si no es mucha molestia. Y limón, si no es… —Vaya a sentarse —le llevo el té. Una vez le traje una blusa negra de lentejuelas a Natasha, que tiene cuatro años, para que se engalanara. La doctora Blum puso el grito en el cielo y dijo que era sexista. Por un momento pensé que me estaba acusando de intentar seducir a Natasha. Tiró la blusa a la basura. Conseguí rescatarla y ahora me la pongo de vez en cuando, para engalanarme. (Mujeres de la limpieza: aprenderéis mucho de las mujeres liberadas. La primera fase es un grupo de toma de conciencia feminista; la segunda fase es una mujer de la limpieza; la tercera, el divorcio). Los Blum tienen un montón de pastillas, una plétora


de pastillas. Ella tiene estimulantes, él tiene tranquilizantes. El señor doctor Blum tiene pastillas de belladona. No sé qué efecto hacen, pero me encantaría llamarme así. Una mañana los oí hablando en el office de la cocina y él dijo: «¡Hagamos algo espontáneo hoy, llevemos a los niños a volar una cometa!». Me robó el corazón. Una parte de mí quiso irrumpir en la escena como la sirvienta de la tira cómica del Saturday Evening Post. Se me da muy bien hacer cometas, conozco varios sitios con buen viento en Tilden. En Montclair no hay viento. La otra parte de mí encendió la aspiradora para no oír lo que ella le contestaba. Fuera llovía a cántaros. El cuarto de los juguetes era una leonera. Le pregunté a Natasha si Todd y ella realmente jugaban con todos aquellos juguetes. Me dijo que los lunes al levantarse los tiraban por el suelo, porque era el día que iba yo a limpiar. —Ve a buscar a tu hermano —le dije. Los había puesto a recoger cuando entró la señora Blum. Me sermoneó sobre las interferencias y me dijo que se negaba a «imponer culpabilidad o deberes» a sus hijos. La escuché, malhumorada. Luego, como si se le ocurriera de pronto, me pidió que desenchufara el frigorífico y lo limpiara con amoniaco y vainilla. ¿Amoniaco y vainilla? A partir de ahí dejé de odiarla. Una cosa tan simple. Me di cuenta de que realmente quería vivir en un hogar acogedor, que no quería imponer culpabilidad o deberes a sus hijos. Más tarde me tomé un vaso de leche, y sabía a amoniaco y vainilla.

40–TELEGRAPH AVENUE–BERKELEY. Lavandería de Mill y Addie. Addie está sola dentro, limpiando los cristales del escaparate. Detrás de ella, encima de una lavadora, hay una enorme cabeza de pescado en una bolsa de plástico. Ojos ciegos y perezosos. Un amigo, el señor Walker, les lleva cabezas de pescado para hacer caldo. Addie traza círculos inmensos de espuma blanca en el vidrio. Al otro lado de la calle, en la guardería St. Luke, un niño cree que lo está saludando. La saluda, haciendo los mismos gestos con los brazos. Addie para, sonríe y lo saluda de verdad. Llega mi autobús. Toma Telegraph Avenue hacia Berkeley. En el escaparate del SALÓN DE BELLEZA VARITA MÁGICA hay una estrella de papel de plata pegada a un matamoscas. Al lado, tienda de ortopedia con dos manos


suplicantes y una pierna. Ter se negaba a ir en autobús. Ver a la gente ahí sentada lo deprimía. Le gustaban las estaciones de autobuses, en cambio. Íbamos a menudo a las de San Francisco y Oakland. Sobre todo a la de Oakland, en San Pablo Avenue. Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue. Él era como el vertedero de Berkeley. Ojalá hubiera un autobús al vertedero. Íbamos allí cuando añorábamos Nuevo México. Es un lugar inhóspito y ventoso, y las gaviotas planean como los chotacabras del desierto al anochecer. Allá donde mires, se ve el cielo. Los camiones de basura retumban por las carreteras entre vaharadas de polvo. Dinosaurios grises. No sé cómo salir adelante ahora que estás muerto, Ter. Aunque eso ya lo sabes. Es como aquella vez en el aeropuerto, cuando estabas a punto de embarcar para Albuquerque. —Mierda, no puedo irme. Nunca vas a encontrar el coche. O aquella otra vez, cuando te ibas a Londres. —¿Qué vas a hacer cuando me vaya, Maggie? —repetías sin parar. —Haré macramé, chaval. —¿Qué vas a hacer cuando me vaya, Maggie? —¿De verdad crees que te necesito tanto? —Sí —contestaste. Sin más, una afirmación rotunda de Nebraska. Mis amigos dicen que me recreo en la autocompasión y el remordimiento. Que ya no veo a nadie. Cuando sonrío, sin querer me tapo la boca con la mano. Voy juntando somníferos. Una vez hicimos un pacto: si para 1976 las cosas no se arreglaban, nos mataríamos a tiros al final del muelle. Tú no te fiabas de mí, decías que te dispararía y echaría a correr, o me mataría yo primero, cualquier cosa. Estoy harta de bregar, Ter. 58–UNIVERSIDAD–ALAMEDA. Las viejecitas de Oakland van todas al centro comercial Hink, en Berkeley. Las viejecitas de Berkeley van al centro comercial Capwell, en Oakland. En este autobús todos son jóvenes y negros, o viejos y blancos, incluidos los conductores. Los conductores viejos blancos son cascarrabias y nerviosos, especialmente en la zona del Politécnico de Oakland. Siempre paran con un frenazo, gritan a los que fuman o van escuchando la radio. Dan bandazos y se detienen en


seco, haciendo que las viejecitas se choquen contra las barras. A las viejecitas les salen cardenales en los brazos, instantáneamente. Los conductores jóvenes negros van rápido, surcan Pleasant Valley Road pasándose todos los semáforos en ámbar. Sus autobuses son ruidosos y echan humo, pero no dan bandazos. Hoy me toca la casa de la señora Burke. También tengo que dejarla. Ahí nunca cambia nada. Nunca hay nada sucio. Ni siquiera entiendo para qué voy. Hoy me sentí mejor. Al menos he entendido lo de las treinta botellas de Lancers Rosé. Antes había treinta y una. Por lo visto ayer fue su aniversario de bodas. Encontré dos colillas de cigarrillo en el cenicero del marido (en lugar de la que hay siempre), una copa de vino (ella no bebe) y la botella en cuestión. Los trofeos de petanca estaban ligeramente desplazados. Nuestra vida juntos. Ella me enseñó mucho sobre el gobierno de la casa. Coloca el rollo de papel de váter de manera que salga por abajo. Abre la lengüeta del detergente solo hasta la mitad. Quien guarda halla. Una vez, en un ataque de rebeldía, rasgué la lengüeta de un tirón con tan mala suerte que el detergente se vertió y cayó en los quemadores de la cocina. Un desastre. (Mujeres de la limpieza: que sepan que trabajáis a conciencia. El primer día dejad todos los muebles mal colocados, que sobresalgan un palmo o queden un poco torcidos. Cuando limpiéis el polvo, poned los gatos siameses mirando hacia otro lado, la jarrita de la leche a la izquierda del azucarero. Cambiad el orden de los cepillos de dientes). Mi obra maestra en este sentido fue cuando limpié encima del frigorífico de la señora Burke. A ella no se le escapa nada, pero si yo no hubiera dejado la linterna encendida no se habría dado cuenta de que me había entretenido en rascar y engrasar la plancha, en reparar la figurita de la geisha, y de paso en limpiar la linterna. Hacer mal las cosas no solo les demuestra que trabajas a conciencia, sino que además les permite ser estrictas y mandonas. A la mayoría de las mujeres estadounidenses les incomoda mucho tener sirvientas. No saben qué hacer mientras estás en su casa. A la señora Burke le da por repasar la lista de felicitaciones de Navidad y planchar el papel de regalo del año anterior. En agosto. Procurad trabajar para judíos o negros. Te dan de comer. Pero sobre todo porque las mujeres judías y negras respetan el trabajo, el trabajo que haces, y además no se avergüenzan en absoluto de pasarse el día entero sin hacer nada de nada. Para eso te pagan, ¿no? Las mujeres de la Orden de la Estrella de Oriente son


otra historia. Para que no se sientan culpables, intentad siempre hacer algo que ellas no harían nunca. Encaramaos a los fogones para restregar del techo las salpicaduras de una Coca-Cola reventada. Encerraos dentro de la mampara de la ducha. Retirad todos los muebles, incluido el piano, y ponedlos contra la puerta. Ellas nunca harían esas cosas, y además así no pueden entrar. Menos mal que siempre están enganchadas como mínimo a un programa de televisión. Dejo la aspiradora encendida media hora (un sonido relajante) y me tumbo debajo del piano con un trapo de limpiar el polvo en la mano, por si acaso. Simplemente me quedo ahí tumbada, tarareando y pensando. No quise identificar tu cadáver, Ter, aunque eso trajo muchas complicaciones. Temía empezar a pegarte por lo que habías hecho. Morir. El piano de los Burke lo dejo para el final. Lo malo es que la única partitura que hay en el atril es el himno de la Marina. Siempre acabo marchando a la parada del autobús al ritmo de «From the Halls of Montezuma…».

58–UNIVERSIDAD–BERKELEY. Un conductor viejo blanco cascarrabias. Lluvia, retrasos, gente apretujada, frío. Navidad es una mala época para los autobuses. Una hippy joven colocada empezó a gritar «¡Quiero bajarme de este puto autobús!». «¡Espera a la próxima parada!», le gritó el conductor. Una mujer de la limpieza gorda que iba sentada delante de mí vomitó y ensució las galochas de la gente y una de mis botas. El olor era asqueroso y varias personas se bajaron en la siguiente parada, como ella. El conductor paró en la gasolinera Arco de Alcatraz y trajo una manguera para limpiarlo, pero lo único que hizo fue echarlo hacia atrás y encharcar aún más el suelo. Estaba colorado y rabioso, y se saltó un semáforo; nos puso a todos en peligro, dijo el hombre que había a mi lado. En el Politécnico de Oakland una veintena de estudiantes con radios esperaban detrás de un hombre prácticamente impedido. La Seguridad Social está justo al lado del Politécnico. Mientras el hombre subía al autobús, con muchas dificultades, el conductor gritó «¡Ah, por el amor de Dios!», y el hombre pareció sorprendido. Otra vez la casa de los Burke. Ningún cambio. Tienen diez relojes digitales y los diez están en hora, sincronizados. El día que me vaya, los desenchufaré todos. Finalmente dejé a la señora Jessel. Seguía pagándome con un cheque, y en una ocasión me llamó cuatro veces en una sola noche. Llamé a su marido y le dije que tengo mononucleosis. Ella no se acuerda de que me he ido, anoche me llamó para preguntarme si la había visto un poco pálida. La echo de menos. Una señora nueva, hoy. Una señora de verdad.


(Nunca me veo como «señora de la limpieza», aunque así es como te llaman: su señora o su chica). La señora Johansen. Es sueca y habla inglés con mucha jerga, como los filipinos. Cuando abrió la puerta, lo primero que me dijo fue: «¡Santo cielo!». —Uy. ¿Llego demasiado pronto? —En absoluto, querida. Invadió el escenario. Una Glenda Jackson de ochenta años. Quedé hechizada. (Mirad, ya estoy hablando como ella). Hechizada en el recibidor. En el recibidor, antes incluso de quitarme el abrigo, el abrigo de Ter, me puso al día sobre su ida. Su marido, John, había muerto hacía seis meses. A ella lo que más le costaba era dormir. Se aficionó a hacer puzles. (Señaló la mesita de la sala de estar, donde el Monticello de Jefferson estaba casi terminado, salvo por un agujero protozoario, arriba a la derecha). Una noche se enfrascó tanto en el puzle que ni siquiera durmió. Se olvidó, ¡se olvidó de dormir! Y hasta de comer, para colmo. Cenó a las ocho de la mañana. Luego se echó una siesta, se despertó a las dos, desayunó a las dos de la tarde y salió y se compró otro puzle. Cuando John vivía era Desayuno a las 6, Almuerzo a las 12, Cena a las 6. Los tiempos han cambiado, ¡a mí me lo van a decir! —Así que no, querida, no llegas demasiado pronto — concluyó—. Solo que quizá me vaya de cabeza a la cama en cualquier momento. Yo seguía de pie en el recibidor, acalorada, sin apartar la mirada de los ojos radiantes y somnolientos de mi nueva señora, como si los cuervos fueran a hablar. Lo único que tenía que hacer era limpiar las ventanas y aspirar la moqueta; pero antes de aspirar la moqueta, encontrar la pieza que faltaba del puzle. Cielo con unas


hojas de arce. Sé que se ha perdido. Disfruté en el balcón, limpiando las ventanas. Aunque hacía frío, el sol me calentaba la espalda. Dentro, ella siguió con su puzle. Absorta, pero sin dejar de posar en ningún momento. Se notaba que había sido muy hermosa. Después de las ventanas vino la tarea de buscar la pieza del puzle. Repasar centímetro a centímetro la alfombra verde, encontrar entre las largas hebras migas de biscotes, gomas elásticas del Chronicle. Estaba encantada, era el mejor trabajo que había tenido nunca. A ella le «importaba un rábano» si fumaba o no, así que seguí gateando por el suelo mientras fumaba, deslizando el cenicero a mi lado. Encontré la pieza lejos de la mesita donde estaba el puzle, al otro lado del salón. Era cielo, con unas hojas de arce. —¡La encontré! — gritó—. ¡Sabía que se había perdido! —¡Yo la he encontrado! —exclamé. Entonces pude pasar la aspiradora, y entretanto ella terminó el puzle con un suspiro. Al irme le pregunté cuándo creía que me necesitaría otra vez. —Ah… ¿qué será, será? —dijo ella. —Lo que tenga que ser… será —dije, y las dos nos reímos. Ter, en realidad no tengo ningunas ganas de morir. 40–TELEGRAPH AVENUE. Parada del autobús delante de la LAVANDERÍA DE MILL Y ADDIE, que está abarrotada de gente haciendo turno para las lavadoras, pero en un clima festivo, como si esperaran una mesa. Charlan de pie al otro lado de la vidriera, tomando latas verdes de Sprite. Mill y Addie alternan como estupendos anfitriones, dando cambio a los clientes. En la televisión, la Orquesta Estatal de Ohio toca el himno nacional. Arrecia la nieve en Michigan. Es un día frío, claro de enero. Cuatro motoristas con patillas aparecen por la esquina de la calle 29 como la cola de una cometa. Una Harley pasa muy despacio por delante de la parada del autobús y varios críos saludan al motorista greñudo desde la caja de una ranchera, una Dodge de los años cincuenta. Lloro, al fin.


Memorias sobre el cultivo de la caña de azúcar en el Valle del Cauca. Ramiro Posada WITH A LITTLE HELP FROM MY FRIENDS


E

n 1998 una empresa de Medellín me contrató para realizar una serie de fotografías sobre labores agrícolas y cuyo propósito era ilustrar el calendario promocional que la empresa regalaba a sus clientes a final de cada año. En cumplimiento de aquel contrato viaje repetidamente a diferentes regiones del país . Las fotos que integran esta serie fueron hechas durante mi visita una hacienda azucarera de Valle del Cauca, propiedad de una de las grandes empresas agrícolas del país. A mi llegada lo que más me sorprendió fue encontrar que ninguno de los funcionarios del ingenio, a pesar de haber sido informados de mi visita, parecían tener la menor idea de que era lo que debía fotografiar. Eventualmente, y después de una corta deliberación, me condujeron a un lugar donde se realizaban labores de corte y me abandonaron allí con la promesa de recogerme


al final de la tarde. El lugar en donde me ubicaron distaba mucho de ser el adecuado para las fotos, un estrecho de tierra y caña quemada de unos cien metros, flanqueado de un lado por una cerca de árboles ya maduros, y del otro lado un camino de tierra frente al cual se extendía un mar de caña que de cuando en cuando se estremecía con el viento. La calma antes de la tormenta pensé, y empecé a desempacar mi equipo. A unos veinticinco o treinta metros un grupo de corteros había detenido sus labores y


me observaban con curiosidad. Decidido, como estaba, a sacar el mayor provechos de las circunstancias me acerque a los trabajadores con la intención de obtener alguna información que me ayudara en mi tarea, pero rápidamente la conversación cambió de rumbo y terminamos hablando de su situación en la empresa. Me contaron que les habían asignado ese lugar, uno de los lotes más malos de la hacienda, para obligarlos a




renunciar. Eran los corteros de mayor antigüedad y querían deshacerse de ellos. El método ideado por la empresa consistía en asignarles las condiciones más difíciles de trabajo y los lotes más improductivos para reducir su salario y doblegarlos físicamente. “Partirnos el espinazo” en el lenguaje coloquial de los corteros. Ese día trabajaban un terreno que había sido quemado el dia anterior y el olor de caña quemada y el polvillo de carbón que se levantaba a cada golpe de la rula, lo impregnaban todo. Me hablaron de cómo el polvillo de carbón se metía bajos las uñas, en los ojos y los oídos, en la nariz y bajo las axilas y adentro, en los pulmones, y en la garganta formaba una película áspera a lo largo de esófago. La comida nunca vuelve a saber igual, concluyó uno de ellos. Al final del día se limpiaron como pudieron con el agua que cargaban en grandes recipientes de plástico y mientras esperaban el bus que los llevaría de regreso continuaron hablaron de su difícil situación laboral y como prueba de que no mentían me enseñaron sus colillas de


pago. Me pidieron que los fotografiara y que denunciara sus condiciones de trabajo en la prensa. Accedí por supuesto, aunque por entonces no conocía nadie que trabajara en los medios. De regreso en Medellín envié las fotos acompañadas de una carta a una conocida revista pero jamás me respondieron. Hoy, veintiún años después, no se si alguno de aquellos hombres siga trabajando en ese lugar o si habrán muerto. Tampoco se si las condiciones de trabajo han mejorado, espero que así sea. Aunque investigando un poco descubrí que la explotación laboral es una práctica rampante en la industria azucarera de todo el mundo. Hace unos cuantos días, cuando publiqué algunas de las fotos en mi cuenta de Instagram, alguien hizo un comentario que confirmaba mi hallazgo y me recomendó un documental, disponible en Netflix, titulado Rothen (Podrido) en donde se trata el tema. Ninguna de las fotos de los corteros fueron usadas en el dichoso calendario.







MitologIa IncIDENTAL Mauricio Naranjo Restrepo ILUSTRACIÓN PEDRO PABLO RUBENS / PABLO PICASSO

GÉNESIS

E

xhausto después de la creación del cosmos, comenzó a delirar y en medio de sus alucinaciones engendró una extraña criatura parlante, bípeda, con un cerebro de kilo y medio. Cuando escuchó sus plegarias, comprendió su imperfección y lloró como un mortal. VAN GOGH

C

ansado de tanta incomprensión, mezcló los colores primarios en su mente y con precisión de cirujano desprendió todo su cuerpo, dejando de sí sólo la oreja derecha, con la cual (en medio de un silencio matizado por pinceladas gruesas y contundentes) percibió la música más pura y libre jamás imaginada. EL CONFUSO

V

iajero inmóvil, era como humo líquido en las entrañas de un volcán apagado. Cítrico, moraba en verdes páramos contaminados por la lluvia ácida de sus ideas, que como mala hierba, brotaban por doquier y araban en el desierto. Smog en las madrugadas, nunca erró su vocación de contribuir a la confusión general. LA FUGA l niño reía mientras observaba cómo luchaban a muerte el camello y el león. Atravesó las murallas, cruzó la frontera y alcanzó el punto de no

E


retorno, con una mezcla de melancolía y felicidad. "Somos libres", le dijo Friedrich, su amigo imaginario, en voz baja. LA ETERNIDAD

L

a mitad de su vida la pasó en el paraíso islámico, en pabellones donde se encontraban tiendas maravillosas hechas con perlas y en cada esquina una esposa sensual. La otra mitad en el cielo cristiano, un país de melodías y cánticos donde no había dolor, ni enfermedad, ni muerte. Cumplida su estadía, se fue extinguiendo hasta morir para siempre. EL DIOS

E

ra un dios olvidado, se sumergió en la melancolía más profunda, incluso llegó a dudar de su propia existencia, de su divinidad. Nadie lo adoraba, nadie le ofrecía sacrificios. Una indiferencia cósmica surgió de su inmensidad cóncava. Se descuidó a sí mismo, se refugió en el alcohol y odió su inmortalidad, eternamente. EL AUTISTA

D

ibujaba paisajes metafísicos todo el tiempo. Pintaba su naturaleza muerta, sus abismos, su infinito desierto. Observaba su topografía irregular y se detenía en cada pliegue verde-azul. Navegaba en el océano innombrable de su ser. Solipsista se preguntaba si más allá de sus recovecos geográficos existía algo, si más allá de su yo sombrío había un mundo inaccesible, incognoscible e inefable. Pero como carecía de lenguaje, nunca pudo escapar del laberinto.

EL LIBRE

P

refería la libertad, con sus vicisitudes e incertidumbres, sus extravíos e intensidades. Pasajero en el tren de medianoche, atravesó naturalezas muertas. Entre excesos y trances místicos, habitó en el mar de niebla y en las ruinas de la abadía. Se olvidó por un largo tiempo del mundo de los hombres, y bajó de la montaña para expresar su mensaje delirante. Fue


arrestado por incitar al desorden, y el libre vivió en prisión dibujando extraños signos en el denso aire de la penumbra. LA NOCHE EN VELA

S

u intención era introducir la noche en la llama de una vela. Después de varios experimentos fallidos, logró comprimir la oscuridad a un nivel

microscópico. Entonces, la tomó en su mano izquierda y jugó con ella como un niño con una minúscula canica negra. Finalmente la arrojó a la llama, y pasó la noche en vela. LOS ANTEOJOS

C

uando se colocaba los anteojos, observaba su interior con claridad: vísceras, huesos, músculos, fluidos. Incluso, en ocasiones podía percibir su yo en el laberinto del cerebro, danzando como un juglar unas veces, llorando como un mártir otras. EL GRITO

U

n grito vagabundo era su bien más preciado. Intentó enterrarlo en una isla, guardarlo en una caja fuerte, esconderlo bajo el colchón, sin ningún resultado. Finalmente puso el grito en el cielo. La tierra tembló escandalizada. CAPERUZA entonces caperucita roja (apodo que se ganó por su sed de sangre) clavó su daga en el corazón del lobo. Luego, realizó un aquelarre solitario gritando palabras en un lenguaje atávico y delirante.

Y

MORFOSIS

E

l escarabajo, desde su nacimiento, tuvo un devenir azaroso y caótico, pleno de intensidades. Pero un día, infortunadamente, despertó convertido en Gregorio Samsa, un funcionario aburrido y rígido que tenía un itinerario preciso para cada uno de sus


monótonos días. Entonces añoró aquel bicho travieso y loco que confundía los bombillos con la luna. Tristemente, tuvo que conformarse con su repugnante condición de burócrata por el resto de su vida. ÉRASE UN HOMBRE CON LA NARIZ TORCIDA

É

rase un hombre con la nariz torcida. Por la fosa izquierda respiraba con dificultad, por la derecha olía el jazmín de noche. Se miraba al espejo siempre de perfil, saludaba el mundo cabizbajo, sufría con su rostro

armonioso y su nariz imperfecta. Con los años dejó de respirar, de oler, de mirarse en el espejo, de saludar, de sufrir. Se olvidó de sí mismo y emprendió un viaje sin retorno, sin recuerdos. Leve como el aroma sutil de un crisantemo se deshizo de su cuerpo, excepto de su nariz torcida. Desde entonces, como en un cuento de Gogol, transcurre por la ciudad y por los parques reptando hacia la muerte y la putrefacción. EL MANTO

S

olía ir con su manto blanco a las nubes, con su manto negro a los funerales, con su manto anaranjado a los incendios, con su manto verde a las montañas, con su manto ocre a los desiertos, con su manto transparente a los pensamientos, con su manto equivocado a misa, los domingos, temprano. MUCHA TELA QUE CORTAR

E

l sastre, también hijo de sastre, comenzó a cortar la tela entre monólogos y soliloquios. Sin percatarse, inmerso en su mundo de tramas y urdimbres mentales, cercenó su brazo izquierdo. Sintió un dolor agudo, que confundió con su melancolía, y continuó mutilando su cuerpo hasta que de sí sólo quedó su mano derecha aferrada a las tijeras rojas y resplandecientes. JOHN SPEED

J

ohn Speed era el automovilista más veloz del mundo. La realidad transcurría a través del parabrisas de su carro, como una mancha de colores. El


vértigo, su pasión. Vencer la fricción y la inercia, su deseo. La aceleración, su naturaleza. Hasta que un buen día, John Speed se desvió de la pista y sin rumbo alguno desapareció para siempre. La leyenda cuenta que ante la imposibilidad de alcanzar la velocidad de la luz, quedó estupefacto, con su mente en blanco. Y que vivió el resto de sus días trabajando como una estatua en un semáforo del barrio triste en la ciudad metálica DELIRIO

Q

uería ser presidente del mundo y jerarca de todas las religiones, quería gobernar a todos los terrícolas, pero víctima de su sombra, terminó hablando solo en una lengua incomprensible, en un pequeñísimo cuarto de hospital, en un islote recién formado por erupciones volcánicas submarinas. GEÓFILO

G

eófilo era un cartógrafo muy avanzado. Levantó mapas por doquier, con una precisión de cirujano. Pero no sabía dónde estaba parado: ¿En sus pies?, ¿En el suelo?, ¿En la tierra?, ¿En un vacío azul?. Desorientado, deambuló desnudo por los territorios que había trazado a pulso, sin saber quién era, sin rumbo alguno. Fue sepultado en un valle aún por descubrir. CALEN DARÍO

C

alen Darío era un relojero muy impuntual. Se despertaba a cualquier hora y trastocaba los almanaques para evadir sus obligaciones. De manera que los martes aparecían como sábados de asueto y los

miércoles como domingos de solaz. Hasta que un buen día, Calen Darío perdió la noción del tiempo por completo y habitó en un mundo sin principio de realidad, guiado exclusivamente por sus deseos ocasionales. La noche de su muerte, las campanas doblaron tres días antes. EL MITO

C

uando Sísifo subió la roca a la cima de la montaña la primera vez, pensó en la rutina


eterna y en el tedio infinito. Pero cada vez que subía y bajaba era otro siempre distinto, de tal forma que al final de su condena ya no era Sísifo. EL NIHILISTA

B

uscaba historias en los libros no leídos, amores en las mujeres desconocidas, territorios en los mapas ignotos. Ese era su trabajo: hallar cosas en la nada. UNA VEZ

E

sta es la trágica historia de una vez, que una vez decidió no elegir nada nunca. El tiempo pasaba por sus ojos, como una nube que discurre en el vacío azul. Así que una vez, sentada en el balcón de los sueños, escuchaba pasar la realidad, con sus motores y murmullos, sumida en la dulce confusión de su mente en blanco. Al final, una vez recordó sus promesas y cabalgando en la flecha del olvido como una estrella fugaz se extinguió en las rojas montañas del azar. LA TERTULIA

C

uentan que después de la medianoche, mientras todos duermen, las estatuas y los bustos de los próceres se reúnen en ‘La playa’ con ‘El palo’ a fumar, beber y narrar siniestras historias de transeúntes que como pálidas sombras perturban sus silencios de piedra y bronce. ODISEA

P

enélope, en tierra, hacía y deshacía el amor, mientras Ulises batallaba en ultramar, solitario, con los engendros de su mente. SIN PISO, AL MODO DE GEÓFILO

P

equeño, en clase de educación física nunca aprendí a pararme en la cabeza; mucho tiempo después que practiqué yoga, tampoco. Un maestro zen posteriormente, trató de enseñarme a caminar en las pestañas. Lo sigo intentando, sin resultados. Hoy me dijeron: es que usted no sabe dónde está parado. Y es verdad, no sé si en mis pies, en mis zapatos, en mi mente, en el piso, en la tierra, en el cosmos. Y recordé que un amigo muy sabio me dijo alguna vez: "uno está donde está su atención". Entonces comprendí que soy un funámbulo y un hiperbóreo. Me mantengo en la cuerda floja unas veces y al borde de un volcán otras. EL PUPILO

A

tento a las palabras de su mentor, comenzó a trabajar en el asunto: pasar un camello por el ojo de una aguja. Al final, atravesó con la aguja el ojo del camello.



Fernando Cuartas FOTOGRAFÍA ALFONSO SÁNCHEZ



Besos de zaguán

B

esaba alocadamente en los zaguanes, solía hacerlo en las terrazas, en media calle, era un suspiro que nacía y se transformaba en labios, era una urgencia, algo que rugía en mí, una desolada condición de errante me hacía palidecer y buscaba una fuente fresca donde remojar mis palabras. Una glotonería de fantasmas carnales, de abrazos que me llevaran a los pabellones de un infierno nuevo. Soy Mario Muro, el ex convicto, el que anda vagabundo por las calles, por eso si no tomo el ron diario debo de apurarlo en unos labios, la mujer ebria es fantástica, ella es un ángel poseso, una figura caída del cielo urbano, ella sabe el lugar exacto y la urgencia necesaria para dar un beso. Más no bebo ya de los infiernos, ahora mi ser enloquece entre los brazos de un fantasma que habita los zaguanes y algunas terrazas de mi barrio. Antes de un destierro a los patios de la soledad, busco un ser en donde poder mirar mi rostro en otro rostro y donde poder tocar mi alma carnal en otra alma que de deje desnudar.

Santa teresa de los barrios.

U

n farol de luz amarillosa, el parque solo, la noche cabalgando como un galope de silencios sin relinchos y sin crines, una mujer que piensa sobre la aurora como si el día nunca fuera a llegar, todo parece estático, algo habla y no son las palabras, es un murmullo


de accidentes en las autopistas mentales. Cada rayo de las lámparas parecen las lanzas que atraviesan el orgásmico acto de una Santa Teresa, levitando, sacra, intacta, perfecta alucinación para nunca despertar.

Las sulamitas del desorden

N

o hay mujeres pecadoras, hay mujeres deseosas. Se arrinconan, se sancionan, más ellas se sublevan, se extienden, se liberan. Son las sulamitas del desorden, no obedecen al sultán sino al placer. Bailan hasta dejar rayas sobre el placer de los escribas; la leyenda está hecha, la sulamita desnuda deja caer la corona del mismo Salomón, sentada es un universo que redondea el salón de los banquetes, de pie es una columna que se mueve por el jardín de un nuevo Edén. La sulamita está en nosotros, como odalisca que juega en la mente del poeta y el pintor, como naufragio de una embarcación que partió de un puerto en juncos de placeres y en viajes por el resto de la imaginación. Ella conserva la osadía de habar convertido el agua en vino, al sibarita en huésped, al libertino en santo y al demonio le concedió un arrebato de ángel para que volara sobre sus labios como una abeja amarilla. La sulamita es la imagen perfecta de un harén donde todas las mujeres del mundo serían libres y hacen de su estadía por la tierra una fragancia erótica y una pasión sin límites. Sulamitas de todos los países unidas, que la belleza en cualquier edad y condición sea la divisa y su escudo. La sulamita es una mujer liberada de sí misma, una no sumisa.


Agua Se perdió la saliva en una conversación de catedráticos. Todos hablaban a la vez. Afuera la lluvia hacía miles de ceros con el agua. Todo seco después, se reinventó la añoranza de lo húmedo. Ni la lágrima, ni la sangre, ni un mercurio derretido en su trompeta mística. No hay agua. No hay ese alcohol que se derrama. Ni desierto alguno. Pues el oasis hace perdurar a las palmeras, y una gota de olvido refresca la memoria. No hay agua. En todos los idiomas hay que segregar el zumo de la última pecera. Alguien pregunta, con su boca insípida si es posible volver al mar, y ¿el mar ya dónde queda? Una capa sucia, entre montañas, trata de pescar en la noche una breve ebriedad para las plantas. Los ríos se crecen de asfalto y pequeñas libélulas sobreviven libando en la tinta de los párpados. Mañana no tenemos agua. Todavía no nos llega la madrugada, podemos sembrar guijarros y hacerlos conversar con sus entrañas. Mañana no tendremos agua. Aún en la oscuridad, ya sin horarios, podemos escarbar entre los labios. Mañana no tendremos agua. Se puede aún perdurar el semen de una nube? Agua, agua, agua, ¿Podríamos invocar aún la luz secreta de la vía Láctea? La lengua del fuego puede humedecer la secreción del magma Más sería suficiente si ahora, que todavía es de noche, Que no amanece y no se siente sed, ¿Quebramos el cántaro y nos vamos? Mañana no tendremos agua. Qué no amanezca Antes que nuestra naranja azul no sea más que piedra.

El barco No es un simple barco, es la madera crujiente de una embarcación donde huyen las penas. El agua la da sedante condición de ebrio marino, el va y ven agotado de sus paredes, lo hace parecer un viejo lobo en el mar de la inventiva. No quiere llegar a puerto alguno, flota, sólo flota en un sueño permanente es la aparición fantasmal de un viejo galeón sin bitácora de una nave vikinga sin trompetas, del barco pirata sin piratas.


Allí viajan las penas, los amores olvidados, las historias de un antiguo pasajero que siempre quiere regresar de su pasado para hacer mañanas felices en las islas nuevas. Es un barco cargado de historias, no siempre alegres, allí van las derrotas, unas batallas leves ganadas contra el viento, una mapa de un amor futuro, un continente virgen, una copa de ron y un loro sabio. Allí viaja el marino que purificó sus palabras contemplando una mulata como si en ella reconociera el paraíso.

Se van Se están yendo las cosas, se van a ninguna parte, hay desalojo de las almas que pernoctan en silencio y sólo dejan gemidos en las camas largos llantos que de perdurar ya fueran ríos.. se van los armarios, las mesas, los libros, las persianas, las almohadas, las risas y los verbos. Se están yendo sin yacer sin descansar, sin brazos abiertos, se van por que se van, sin agotar del todo la magia y la palabra se van los seres que uno ha buscado entre las cortinas del asombro se van los días, las noches, los meses, los segundos, lo que estuvo sin estar lo que nunca estuvo y uno creyó ver que estaba allí. Es un ir que no regresa un ir a una isla sin gentes sin paraguas para soportar el sol más inclemente, se van a un paraíso de ceniza y cal. lo más temible que muchas veces lo que se va, aún queda ahí mirándonos como una estatuilla de mármol que no sabe a dónde ya viajar. Nos vamos, me voy, yo mismo aquí me pierdo, cada día ya no soy, me invento en otros parajes, me desnudo en otros planetas y cuando creo regresar ya todo es distinto se ha ido ya las cosas, no queda más que el murmullo lejano de una frase que sin despedirse siquiera uno siempre supo que la amo, que le hace falta, una palabra al menos para vestir un pensamiento.


Los cuentos de Maín Maín Suaza ILUSTRACIÓN GLORIA RENDON

01 Entre limpiar y pensar

E

n estos días he estado muy hacendosa y pensativa. Cuando sacudo el polvo, pienso que somos polvo de las estrellas.

Cuando doblo la ropa, recuerdo que Adán y Eva fueron los que iniciaron la moda al darse cuenta de que sus cuerpos no les gustaban y debían taparlos. Cuando cocino, viene a mi cabeza la frase de Sor Juana Inés de la Cruz que dijo que si Aristóteles hubiera cocinado habría filosofado mejor. Cuando lavo mis manos, me detengo en el dedo oponible y recuerdo lo importante que fue para separarnos de los otros primates. Cuando oigo música, viene a mi cabeza una inquietud: ¿La primera mujer o el primer hombre que hablaron lo hicieron luego de oír cantar a los pájaros y pensaron que si ellos podían era que era posible? Cuando me miro en el espejo y veo mis ojos, recuerdo


que mi abuelita decía que los ojos eran el espejo del alma. Cuando oigo una canción de los Rolling Stones, siento que es el sonido del corazón que quiere escapar de estas costillas que lo aprisionan. Cuando como una fruta, recuerdo la manzana de Adán, la de la Bella Durmiente, la de Guillermo Tell y las miles de manzanas podridas. Y así voy de un lado a otro de mi casa.

02 Ciudad en cuarentena

U

n lobo que vive en las montañas de Choachí y una osa residente en el páramo de Chingaza se encontraron en la Carrera Séptima con Calle120.

- ¿Qué pasó con esa especie que camina en dos patas? se preguntaron. - Nos están mirando desde esos huecos luminosos que tienen en sus guaridas, dijo el lobo. - ¿Será que están hibernando? dijo la osa. - Pues qué bien porque no quiero encontrarme ni con Caperucita ni con su abuela ni con ningún cazador furioso. -Yo lo que quiero es bailar, dijo la osa, bien contenta y moviendo las caderas.

03 Yo y yo

M

e encuentro conmigo misma en una esquina de la casa.

- ¿Para dónde vas? me digo. - Es que yo vengo, me respondo. - Ah, bueno, pero no me pierdas.


- No te preocupes. Si me pierdo me encuentras.

04 Todo quieto

P

adezco sensación de extrañeza.

Igual que mis zapatos preferidos que no entienden por qué motivo están metidos en un armario, sabiendo que me llevaban de paseo todos los días. Mis zapatos que necesitan pies, tobillos, piernas, muslos, caderas, rostros que los saquen a pasear. Lo mismo ocurre con mi bicicleta roja con canastilla y flores de colores. Ella, toda ruedas y llantas, está ahí parqueada y quieta. - Nos encontraremos de nuevo en la calle, les digo mirándolos al tacón y a la rueda.

05 La cama

E

s que a mí me llama mi cuarto, me quiere mi cama.

Es que a mí me llaman los personajes de las novelas que tengo al lado de mi cama y con los cuales duermo. Cuando voy del baño a la oficina y tengo que pasar por la entrada a mi cuarto, me guiña el ojo mi cama. Yo no sé por qué me quiere tanto. Bueno, yo también la quiero mucho a ella que me llama tanto. Desde que me levanto estoy soñando con el momento


sublime de volver a mi cama.

06 Confieso que he lavado

H

e lavado platos con el acompañamiento del sonido de la olla a presión que a cada momento repite, “ya voy a explotar”, “ya voy a explotar”, “pónganme atención porque ya voy a explotar.”

Agarro un palo y salgo de la sala, voy a la cocina meneando la cola como una gallina. (¿Ya se dieron cuenta de que es la adivinanza para la escoba de barrer?) Tender una cama no es sencillo. Son muchos movimientos que deben sincronizarse. Levantas, aireas, cuadras, das la vuelta, revisas la simetría, tiras de aquí, vuelves y revisas. Finalmente, la mano abierta acariciando la superficie da el último toque. He picado, molido, amasado, asado. También me he lavado mucho las manos, pero hoy con mucho cuidado de no mojarme ninguna otra parte del cuerpoporque realmente hoy no me quiero bañar. Main en cuarentena

07 Noticias rápidas

S

iete flores rosadas de borrachero amanecieron adornando el jardín de mi casa.

Detrás de ellas llegaron pájaros que, veloces como siempre, libaron y libaron.

¿Se emborracharían, alucinarían estos pajaritos o ellos no distinguen entre la locura y la realidad? Ayer a las 5:17 de la tarde vi pasar desde mi ventana a una bandada de pájaros. Iban volando rápido y subían por la Calle 76 hacia el cerro de Monserrate en contravía.



Segunda cita


¿recuerda que también mencioné a los habitantes de la calle pero sin que me esforzara por decir mayor cosa sobre ellos? Pues vea usted que tengo la soberana razón: ayer las cifras de muertos por este virus casi se duplicaron porque en lo último en que pensó el gobierno y en lo último que pensamos todos, después de pensar solo en nuestras propias familias, en las provisiones y en lavarnos las manos, fue precisamente en ellos. Los encontraron tirados, a muchos junto a las bolsas de basura donde quizá la muerte los sorprendió mientras hurgaban qué comer y a otros, casi podridos en sus covachas, bajo puentes o en potreros, tiesos, con sus cuerpos derrotados, quizá por el mismo virus que debió batirse en desigual duelo contra sus anémicos cuerpos, con sus memorables defensas, pero ya por el suelo. Cuando nos acordamos de ellos, el virus, protagonista de cuánta cosa importante se ha cancelado, sin que lo supiéramos, había erigido con sus cuerpos una verdadera obra en desarrollo, también como un happening, y en las calles, ante los ojos de nadie, como para resaltar y sin ser criticado por su estética dantesca, nuestro verdadero humanismo. Mientras seguimos aferrados al estigma alimentado por la memoria fotográfica del hambre en África, de los cuerpos amontonados en los campos de concentración en espera de pasar al crematorio o de lo que usted quiera, nos hemos olvidado de nuestro propio vecino. La verdad creo que nos hemos olvidado de todos. ¡Pero… y usted! Dígame doctor, ¿cómo está?, ¿Su familia? - Bien, todos bien. Me alegra, en verdad. Solo quiero decirle que lo he pensado mucho y hasta lo he envidiado. ¡De buena manera, claro está! Pero déjeme aclarar: usted seguramente con lo mucho que ha estudiado y con lo mucho que debe conocerse, se cuida de perder la cabeza, aun en estas circunstancias. - No crea, algunos de nosotros también requerimos apoyo. ¿Cómo es eso doctor?, ¿apoyo de qué tipo? Si hay algo en lo que le pueda servir, ¡no más… dígame! - ¡Pedro, tranquilo! No es para hablar de mí que hacemos esto, es para que usted hable de usted.


Disculpe doctor. Solo trataba de ser cortés. Por eso empecé hablando de… - Entonces, gracias Pedro. Pero…, por favor, continúe, recuerde el tiempo, ¡es suyo! Es cierto. El tiempo es mío. ¡Diablos!, quedan cinco minutos. ¿Qué puedo decir de mí en cinco minutos? Sí, ya sé, solo por aquello de la reserva. La otra noche, mientras Margarita roncaba, salí a dar una vuelta, era la séptima noche de la cuarentena y quise desafiar mi destino. No tentar al demonio, es decir al virus, sino a las autoridades. ¿Y sabe qué? ¡Puro cuento! Ni policías, ni nada. La cosa, como en todo, funciona es por el miedo. Conduje a toda prisa por la autopista. Apenas logré distinguir una unidad de levantamientos que hacía lo propio, al parecer, con algunos habitantes de la calle. Es un placer conducir a toda marcha por una ciudad fantasma. Sin el riesgo de otro loco como uno, o una moto o algún peatón distraído con qué sé yo. Hay placeres y deseos que solo se satisfacen con la ciudad desierta. En cierto modo es otra utopía. ¿Ha leído usted Las Ciudades Invisibles de Calvino? A lo mejor, no recuerdo, a ese inventario de ciudades fantásticas le falte una como la nuestra, pero sin gente, como esa que imaginamos allá afuera y que yo, por pura y simple rebeldía de adolescente, recorrí a mis anchas. ¡Pero claro!, no se preocupe. Lo hice con todas las precauciones que fui capaz de guardar: Tapabocas, gafas de buceo, gorro de plástico, guantes desechables, anti bacterial. ¡Ni me bajé del carro! Solo abrí un poco la ventana para sentir ese aire nuevo de paraíso que empieza a ser recuperado por los animales del bosque. Luego, al entrar a casa, me desnudé frente a la lavadora metí todo en ella y me duché con agua hirviendo y jabón espumoso. Pero lo más importante de todo esto y la verdadera razón por la que se lo cuento es porque todas esas medidas, todas esas prevenciones y toda esa agua, todo ese jabón y todo, de nada me sirvieron. Desde aquella impublicable escapada no he podido dormir bien. Me despierto lavado en un caldo de sudor, oliendo a viejo, a soledad, a insomnio. Y empiezo a pensar, a dar vueltas. Pienso que el virus flota en el aire, a la deriva, que basta con cruzarse en su azarosa trayectoria y que ya, aunque me sienta muy bien, como nunca antes me había sentido, el virus se ha instalado en algún lugar de mí vida, donde ningún examen de laboratorio lo puede detectar. Con esto termino por hoy doctor: ¡Pienso que el virus se ha instalado en mi mente!


En Este Número Todo aquello que siempre quiso saber sobre nuestros colaboradores y nuca se había atrevido a preguntar

Mauricio Naranjo Restrepo Medellín, 1964. Comunicador socialperiodista de la U de A, Magíster en Ciencias de la Administración, con énfasis en Estudios sociales de las organizaciones, de la Universidad EAFIT. Docente en la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia. Escritor y periodista. Ha publicado varios texos literarios, periodísticos y académicos en algunas revistas y periodicos colombianos. En 2012 publicó el libro de poesía surrealista PALIMPSESTOS Y TÁBULA RASA. En 2019 publicó su libro académico EL ÁRBOL Y EL BOSQUE. En 2019, también, publicó el libro de cadáveres exquisitos “Rara Belleza y El Hada Helada” con el escritor Oscar González. Actualmente está en proceso de edición del libro “Signo Cero”, compuesto de poemas y relatos breves.

Jennifer García Acevedo Nació en Medellín, en 1995. Poemas suyos han sido publicados en diversas revistas y periódicos de su país y del exterior. Premio Nacional de Poesía José Santos Soto (Tarso 2019). Ha participado en festivales internacionales de cine y literatura, entre ellos el Festival Internacional de Poesía de Medellín, que organiza y convoca la revista Prometeo. Actualmente colabora con la revista Liberoamericana; y es tallerista y fundadora del Festival de Poesía de Fredonia (Colombia).

Ray Bradbury Waukegan, 1920 – Los Angeles, 2012. fue un escritor estadounidense de los géneros fantástico, terror, misterio y ciencia ficción. Principalmente conocido por su obra Crónicas marcianas (1950) y la novela distópica Fahrenheit 451 (1953). También trabajó como argumentista y guionista en numerosas películas y series de televisión, entre las que cabe destacar su colaboración con John Huston en la adaptación de Moby Dick para la película homónima que este dirigió en 1956. Además escribió poemas y ensayos.


Lucia Berlin Juneau, Alaska, 1936 - Los Ángeles, 2004. Escribió 77 cuentos, con temas relacionados a su a su propia experiencia. Tuvo una vida compleja que la convirtió, a los ojos del publico, en un personaje de leyenda. Serios problemas económicos la llevaron a solventarse limpiando casas ajenas. Su obra se ha comparado con la de Hemingway y Carver. En 1991, ganó el American Book Award1 con Homesick. Pero su trabajo quedó olvidado durante años, hasta que en 2015 se publicó a título póstumo Manual para mujeres de la limpieza, un libro considerado como uno de los mejores del año por las principales revistas literarias.

Rafarl Ramirez Rada. Bogotá, en 1971. Comunicador, trabajó durante mas de quince años en diferentes bibliotecas universitarias del pais. Padre de tres hijos, piensa que los libros y la lectura son la mejor escuela a la que debe aspirar una persona. En la actualidad prepara la publicación de su primer libro de relatos.

Ramiro Posada D. Fotógrafo comercial desde 1978: Fotografía de productos, inmobiliaria, turismo, industrial, editorial. Desde el año 2005 dedicado a la fotografía panorámica en 360º y a la producción recorridos y visitas virtuales. Ejemplos de este trabajo pueden verse en www.ciudadcubica.com Investigador de métodos y procedimientos para la digitalización de materiales fotográficos análogos y la presevacion del patrimonio fotográfico.

Main Suaza Nací, crecí, viví, soñé dormida, soñé despierta y no me reproduje.

Pablo Picasso Pablo Ruiz Picasso (Málaga, 1881 Mougins, 1973) fue un pintor y escultor español, creador, junto con Georges Braque, del cubismo. Es considerado como uno de los mayores pintores de siglo XX participó en muchos de los movimientos artísticos que se propagaron por el mundo y ejerció una gran influencia en







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