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ICOSAEDRO Julio Cortázar Daniel J. Tobón Rafael Ramirez R.
Jorge Luis Borges Italo Calvino Hernán Marín
Denis Maillard Porfirio Barba J.
AÑO 1 | VOLUMEN 1 | NUMERO 000
imaginario
Notas del editor
04
Tu más profunda piel Julio Cortázar
06
Funes el memorioso Jorge Luis Borges
12
Las nuevas luchas de clase Denis Maillard
20
Un diccionario para Hernán Marín Daniel Jerónimo Tobón
24
Las ciudades y el deseo Italo Calvino
38
Poemas de amor y muerte Porfirio Barba Jacob
44
Diván virtual. Rafael Ramirez R.
50
Los circulos del infierno
S
i usted está leyendo estas líneas quiere decir que, hasta ahora, ha sobrevivido a la pandemia y que la edición piloto (prototipo o prueba de concepto) de ICOSAEDRO ya está en circulación. Me alegra mucho que se encuentre bien de salud y que este ojeando y hojeando esta primera edición. Gracias de todo corazón. Como tal vez lo sepa hace un par de semanas anuncié, a mis amigos de Facebook, mi intención de aprovechar el confinamiento decretados por el gobierno nacional para poner en circulación un fanzine que he venido imaginando hace ya varios años. Dadas las circunstancias -epidemia, posibilidad de muerte y toque de queda- una revista virtual se presenta como un buen compromiso ante la imposibilidad de una revista impresa. Pero NO cualquier clase de publicación virtual. No se trata de un website o un blog. Lo ideal es una publicación que, una vez superada la crisis del corvid 19, pueda convertirse fácilmente en un fanzine impreso tal y como debe ser. Pues bien amigo esto que está leyendo es el resultado de esas dos semanas pasadas. Espero le guste. Creo que es importante mencionar que esta es una edición de prueba, un prototipo o edición piloto, una
prueba de concepto pues carece del suficiente material inédito, gráfico y textual, como para considerarla una verdadera primera edición. Salvo el material, amablemente aportado por mis amigos Rafael Ramirez R y Hernán Marín, todo lo demás son refritos tomados prestado para la ocasión. No voy a posar de experimentado diseñador de revistas virtuales o impresas o de alguna otra cosa util o inutil de entre los miles, posiblemente millones, de cosas diferentes que hacemos los humanos. La revista fue hecha de acuerdo a mi mejor criterio por lo cual todos los errores recaen sobre mis hombros igual que los aciertos. El software empleado es Affinity Publisher y es parte de un grupo de software que junto a Affinity Designer y Affinity Photo se presenta como la mejor alternativa a los productos Adobe, incluido Photoshop. Debo decir que me sorprendieron gratamente. De lo que se trata entonces con este número cero es de la retroalimentación, de escuchar las opiniones, los comentarios y las críticas que tengan. Saber qué les gusta y que no, que se puede mejorar y que suprimir. Por favor no se abstengan, todas las opiniones son bienvenidas. El paso siguiente es establecer un comité editorial mínimo, encargado de evaluar el material y llevar a cabo las tareas que se imponga: Solicitar material nuevo y determinar la fecha de cierre de la próxima edición entre muchas otras... Por fortuna al menos dos personas con experiencia de sobra en estas funciones se han ofrecido a ayudarme desinteresadamente. De aquí en adelante todo es territorio desconocido. Que empiece la aventura! Alfonso Sánchez
ICOSAEDRO Dirección y Edición
Alfonso Sánchez
Direccción de Arte Alfonso Sánchez Ilustraciones Hernán Marín Lebbeus Woods Luis Caballero Direccion de Fotografia Alfonso Sánchez Fotografos Alfonso Sánchez Direccion Editorial
Marie Morphine
Tu más profunda piel Julio Cortázar FOTOGRAFIAS DE ALFONSO SÁNCHEZ | MODELO CAMILA MONSALVE A
Pénetrez le secret doré Tout n’est qu’una flamme rapide Que fleurit la rose adorable Et d’toú monte un parfum exquis Apollinaire. Les collines
C
ada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía —sábelo, allí donde estés— es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas. No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacía de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo
más que eso, pero en el recuerdo me vuelves volcada, nuestro planeta más preciso fue ese donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido, de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada poza, cada río, cada colina y cada llano los ganamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro. Yo aprendía contigo lenguajes paralelos; el de esa geometría de tu cuerpo que me llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente, tu lenguaje insular que tantas veces me confundía. Con el perfume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como un vórtice, sé que dijiste: “Me da pena”, y yo no comprendí porque nada creía que pudiera apenarte en
esa maraña de caricias, que nos volvía ovillo blanco y negro, lenta danza en el que uno pesaba sobre el otro para luego dejarse invadir por la presión liviana de unos muslos, de unos brazos, rotando blandamente y desligándose hasta otra vez ovillarse y repetir las caídas desde lo alto o lo hondo, jinete o potro, arquero o gacela, hipógrafos afrontados, delfines en mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tu boca era otro nombre del pudor y la vergüenza, y que no te decidías a mi nueva sed que ya tanto habías saciado, que me rechazabas suplicando con esa manera de esconder los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para no dejarme en la boca más que el negro nido de tu pelo. Dijiste: “Me da pena, sabes”, y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblar los brazos, murmurar mi último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas, sintiendo como a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el
perfume que ahora me devuelve tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alcanzara en una misma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el paisaje hurtado y prieto que desde allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada. Con el perfume de tu boca del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, se que mi boca buscó la oculta boca entumecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa y bronce que te libraba a mis más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco, pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne que
oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del fuego. No era sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en el que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tu boca tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente, después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas. En esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.
Funes el memorioso Jorge Luis Borges ILUSTRACIONES DE HERNÁN MARÍN
L
o recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables
limitaciones. Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro mínutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro. Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también,
absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latin. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio: El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las
palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum. Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche. Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me
dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles. Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero
cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como 1a vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoría, señor, es como vacíadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo. Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in— mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy complicadas... Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en
la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez. Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucios y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente. Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra. Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles. Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar. 1942
La nueva lucha de clases Denis Maillard ILUSTRACIONES DE BANSKY
¿Y si la epidemia fuera el gran revelador de las fracturas sociales al hacer pasar a la primera fila a todos los trabajadores invisibles de la sociedad de servicios? Es la hipótesis que acá plantea el ensayista Denis Maillard, ya contaminado… y muy molesto con los que aprovechan elconfinamiento con negligencia.
F
rente a la pandemia, el presidente de Francia finalmente le declaró la guerra al virus y llamó a la movilización general. Los trabajadores de hospitales, los de la seguridad civil, los de la medicina en la ciudad... pero también los de los demás servicios de salud y los de los refugios de ancianos... son los combatientes de esta guerra moderna; secondados es cierto por el ejército y las fuerzas del orden; están en primera línea con los enfermos que comienzan a pagar un pesado tributo. Cada noche a las 8, los ciudadanos no se equivocan amontonándose cada vez más numerosos en las ventanas y balcones para aclamarlos, aplaudirlos y animarlos. Habría pues un frente, el del hospital. Pero también estarían las masas de los soldados de infantería
que esperan confinados en casa que el diagnóstico les caiga como una orden: ¡enfermo! Dirección el frente... Es en todo caso de esta manera cómo las personas actualmente afectadas por el Covid-19 –como es mi caso– escrutan la variación de sus síntomas. Si la opresión en el pecho y la respiración corta, se sienten desde hace algunos días y está empeorando, ¿debo ir también yo al hospital? ¿Tengo suficiente fortaleza para ocupar mi sitio en el seno de la tropa de choque?... Si la metáfora guerrera tiene alguna utilidad –ella permite la movilización de todos–, también posee sobre todo un defecto: es impropia para dar cuenta de lo que está pasando realmente en la sociedad en este momento. Y especialmente lo que se juega en el otro «frente», igualmente esencial en caso de guerra: la retaguardia. Pues contrariamente a la imagen que nos mandan los «diarios de confinamiento» de simpáticos burgueses que se fueron a ocultarse al borde del mar o a la campiña en sus fincas o en casas de campo alquiladas para la ocasión, disertando sobre la inefable belleza de la primavera o sobre los encantos de la torta de duraznos con pistachos,
contrariamente a esas imágenes sulpicianas pues, la sociedad no se ha detenido. Incluso podríamos decir que la infraestructura económica de la sociedad de los servicios y sus nuevas divisiones de clases, disimuladas en tiempo normal, aparecen esta vez a plena luz del día. Marx definía las clases sociales en función de su lugar en las relaciones de producción. En momentos en que el proletariado industrial en parte ha sido deslocalizado y en los que la burguesía capitalista se ha diseminado por el «espacio-mundo» de las finanzas, una nueva fractura toma forma en el seno de cada sociedad entre lo que he propuesto llamar, en mi libro Une colère française, el «back office» y el «front office». La autonomía del trabajo y un menor esfuerzo –es decir la posibilidad de escoger los lugares, las horas y las modalidades de su labor– son de acá en adelante los marcadores de la diferencia social entre, por un lado, los cuadros y las profesiones intelectuales (el «front office») y, por el otro, todos esos sostenes del «back office»; todos esos trabajadores de la retaguardia que mantienen la sociedad, que hacen que ella continúe a pesar de todo, que siga cada mañana como un milagro invisible renovado cotidianamente. El «back office» al frente Ahora bien, a la hora del confinamiento, precisamente, todo ocurre como si, el «front office» se hubiese retirado a «sus aposentos», y el «back office» subiera al primer rango, a «frente»: son todos los que continúan cada noche y cada mañana trabajando en los centros de abasto u organizando las góndolas en los supermercados, transportando o entregando miles de productos que los ciudadanos confinados van a consumir el resto de la jornada: logísticos, montacargistas, manipuladores de todo tipo, choferes, repartidores, cajeras, muchachos del domicilio… están ahí, fieles al puesto y con el miedo en la tripa. Por dos veces en Francia estos últimos años, ese «back office» se ha revelado a plena luz; una primera vez con la crisis de los «chalecos amarillos» cuando la
revuelta subía directamente de los territorios periurbanos donde viven esos trabajadores; y una segunda vez en la gran huelga de diciembre–enero pasado, que ha hecho patente la existencia de esos trabajadores. En efecto, el «back office» no tele-trabaja y tiene, a pesar de todo y contra viento y marea, que ir a su trabajo. Y una vez más, en momentos de la epidemia, tienen que hacer presencia así escasee el transporte, mientras el resto de la sociedad se repliega y se confina. El frente no pasa pues por las solas líneas que los massmedia nos dan a admirar, los héroes que hay que aplaudir no son únicamente los trabajadores de la salud. Si estos últimos están mal armados (sin suficientes máscaras, ni geles, etc.), el «back office» está igualmente desprotegido; se ha declarado la guerra al virus sin explicarle que su movilización se requería y que él se iba al frente con aún menos información y protecciones que nuestros héroes de bata blanca. Que no nos sorprendamos entonces de que las plataformas logísticas y la gran distribución tengan dificultades en motivar a sus asalariados, que hacen valer su derecho al retiro o que amenazan con ir a la huelga... Tengan dificultades digo de enrolar millares de independientes, de artesanos y de intermediarios que gravitan en torno. Amazon recluta, Lidl ofrece una prima excepcional, las agencias de trabajo temporal enganchan a toda marcha y el gobierno parece descubrir que el país sólo funciona económicamente gracias al «back office». ¡Ya era tiempo! Más que nunca, la crisis revela fracturas y diferencias sociales; ahora Ud. las tiene a la vista. Cada vez que un empleado, un comerciante, un domicilio le entregue con qué vivir durante el confinamiento, es con un héroe, frecuentemente con una heroína, con el que Ud. está teniendo que ver. Recuérdelos esta noche cuando aplauda a los héroes anónimos de la guerra contra el virus.
Un diccionario para Hernán Marín Daniel Jerónimo Tobón
C
ada una de las entradas que componen este ensayo sugiere una vía de acceso a los dibujos de Hernán Marín (Medellín, 1983), una idea que acompañe la contemplación de estas imágenes. No siguen otro orden que el que provee la serie alfabética, por lo que no piden una lectura lineal ni tienen la pretensión de ofrecer una interpretación total de una obra que se encuentra en pleno proceso de configuración. El lector podrá detectar, sin embargo, que algunos conceptos aparecen en más de un momento, lo que simplemente da testimonio de la coherencia de un artista que vuelve una y otra vez a los mismos problemas.
Absorción
L
os personajes en las obras de Marín rehuyen la mirada del espectador y parecen concentrarse más bien en su propio reflejo (Sin título, 2010; Lago, 2014), en el paisaje (ATM, 2011), en una conversación privada (Sombra, 2014) o en un acontecimiento que se nos escapa (Nube, 2015). Ese gesto los dota de un secreto: estén en un lugar público o en la mitad de la naturaleza, se saben observados y ocultan algo que no están dispuestos a compartir fácilmente. ¿Cómo penetrar
en estas imágenes sin perturbar ese estado de tranquila concentración? Borrar
“Por debajo de cada obra de arte hay un acto de sacrificio. Se castiga, se poda. (…) Un cuadro, una novela, tienen ciertas maneras de entrar en él que se determinan a base de cortes.” (José Donoso, cit. Por Fontaine (2000))
S
e podría caracterizar los dibujos con personajes que hace Marín a partir de todo aquello que no aparece en ellas. Borra el suelo, que sólo ocasionalmente es sugerido por una sombra (Sombra, 2014; Tema de
conversación, 2016) o un reflejo (Sin título, 2010; Lago, 2014). Borra casi toda arquitectura, de la que no queda más que algún vestigio ocasional, algún objeto capaz de acentuar la sensación de espacio (Proyección, 2016). Borra el fondo, casi siempre, y en las pocas ocasiones en las que permanece alguna clase de fondo (ATM, 2011; The Mountain, 2015) disloca su relación espacial con los personajes, como si pertenecieran a dos planos que no encajan perfectamente. Borra, sobre todo en sus últimos trabajos, el rostro y los bordes de algunos personajes, desdibuja sus detalles. Este trabajo de borrado permite que un amplio vacío rodee las figuras y las penetre, algo que se ve con especial
claridad en sus dibujos de multitudes (The Crowd, 2014; Crowd 5, 2015). Vacío y figura interactúan y se mezclan en los bordes, y dan lugar a que trate las multitudes como masas ondulantes, perfiles de montaña o nubes que se disipan. Caballeros
E
l traje para caballeros fue la expresión visible de la rápida extensión de la modernidad occidental alrededor del globo. Le permitió a sus portadores mimetizarse en la multitud urbana: renunciaban a cualquier seña de individualidad demasiado evidente, así como cualquier particularidad nacional, y proclamaban en cambio su pertenencia a un mundo moderno. Desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, ser
elegante equivalía a ser moderno. A pesar de las variaciones mínimas que la moda exigía periódicamente, los rasgos básicos permanecieron inalterados por un período de tiempo extraordinariamente largo: saco y pantalón oscuros, en ocasiones complementados por un sombrero. De ahí que, vistos desde nuestros días y a través de las múltiples capas que construyen los dibujos de Marín, estos caballeros bien vestidos sean simplemente representantes anónimos del pasado, un pasado que no es posible fijar a una fecha o un lugar concreto y que, por esta misma razón, nos acecha de manera todavía más siniestra.
Dibujo
P
. Maynard (2005, 2009) ha sugerido que para acercarse a la naturaleza del dibujo conviene empezar por señalar las constelaciones semánticas a las cuales está asociado. Una de ellas es la serie instrumento-movimiento-huella-superficie-espacio. Dibujar, en su forma más básica, implica alguna forma de trazo, arrastrar un instrumento relativamente seco sobre una superficie, que deje sobre esta superficie una marca que registra su movimiento (y genera, así, una línea). Estas marcas, a diferencia de lo que suele ocurrir con la pintura, ni se mezclan con la superficie ni la ocultan del todo. Más bien, las marcas son visibles y hacen visible la textura de la superficie, a la vez que la dividen en sectores. Además, las líneas crean inevitablemente la impresión de un espacio en profundidad: sobresalen y hacen retroceder la superficie a su alrededor como fondo. Dibujo es también diseño (en inglés, la palabra design abarca ambos significados, al igual que disegno en italiano): modo en el que el pensamiento puede prefigurar la existencia material de un artefacto, comprensión de la naturaleza intrínseca de las cosas, boceto. El arte occidental, durante mucho tiempo, no le dio al dibujo otra función que la de crear bocetos, permitir una materialización tentativa y preliminar a lo que luego sería una obra creada. El dibujo servía para la experimentación y el aprendizaje, pero era borrado por la obra que, frecuentemente, lo recubría (o era borrado para reutilizar el papel, que no siempre ha sido un material barato). El dibujo sigue cumpliendo su función de mediación, por ejemplo, en el dibujo técnico, que trasmite el conocimiento necesario para producir un objeto. Implica, por tanto, una abstracción estructural, y se asocia así al estudio de la naturaleza y el funcionamiento de las cosas. La relación del dibujo con los bordes del papel es diferente a la que tiene la pintura: un dibujo, como ha señalado A. Danto (1987), generalmente no tiene que ocupar todo el espacio de la superficie sobre la cual se inscribe; como ocurre en los magníficos cuadernos de dibujo de Leonardo, puede que no exista relación entre los bordes de la superficie y los bordes de la obra, o entre diversos dibujos en una misma página. Este carácter fragmentario del dibujo es una herencia de los tiempos en los que los dibujos funcionaban casi exclusivamente como bocetos. La obra de Marín, por su parte, tematiza esa relación peculiar que se da en el dibujo entre figura y borde. Pero lo hace a contrapelo de la concepción tradicional del dibujo como boceto, eliminando todo rastro de improvisación, sometiéndolo a un control radical, convirtiendo la superficie vacía en el entorno que da sustancia a los personajes. Entorno
C
rowd 4 (2015) muestra un recurso compositivo que aparece frecuentemente en la obra de Marín: dibujar sólo un fragmento de una imagen, dejándolo rodeado por una franja de vacío, de superficie
no tocada. Entre el borde del dibujo y el borde de la superficie se abre un espacio que, por varias razones, es necesario considerar parte integral de la obra. Permite estructurar rítmicamente el bloque central, no sólo en relación consigo mismo sino por el equilibrio que mantiene con los límites de la obra, su posición centrada o el peso que le da a uno de las zonas pictóricas. Además, la superficie se convierte en espacio tridimensional: por virtud de ese fragmento central adquiere cierta profundidad, se convierte en un lugar que se extiende delante y detrás de esas figuras amontonadas en el centro, que las rodea, las aísla y las acoge. Este espacio, sin embargo, no está ocupado, lo que despoja a estos personajes de cualquier situación histórica concreta: los convierte en cosas mentales. Sus dibujos no son, quizá, acerca de aquellos personajes que registra la fotografía, y quizá tampoco acerca de las fotografías mismas, o no sólo sobre ellas, en todo caso. Parecen, en cambio, hablar de cómo las imágenes que grabamos en nuestra memoria se independizan de sus orígenes y flotan en nuestra mente, sin que podamos saber de dónde han venido ni precisar aquello que muestran. Son metáforas de la imprecisión y las dificultades que rodean el recuerdo de imágenes. Fotografía
L
a fotografía está ligada a experiencia de la inevitable desaparición de todas las cosas. Es una huella marcada en una película química por la luz que ha tocado un objeto, y por esa razón certifica la existencia del objeto a lo largo de ese breve período de tiempo durante el cual se ha mantenido abierto el obturador. Dice: “esto ha existido”; y también: “ese instante ha pasado”. La obra de Marín siempre ha recurrido a la intermediación de la fotografía: todos su dibujos de figuras y de paisajes parten de fotografías, no de la observación del natural. Pero hay algo más: sus dibujos dicen más acerca de las fotografías, y lo que significa mirarlas, que acerca de los objetos o paisajes que las fotografías captan. Como ha sugerido J. Berger (2008), la temporalidad del dibujo es muy diferente de la temporalidad de la fotografía. “La imagen dibujada contiene la experiencia de mirar. Una fotografía es la evidencia de un encuentro entre un acontecimiento y un fotógrafo. (…) Una fotografía es estática porque ha detenido el tiempo. Un dibujo o pintura es estático porque abarca el tiempo.” El tiempo del dibujo no es sólo el tiempo de la visión, sino el tiempo que la memoria y la mano deben tomarse para convertir esa visión en un trazo. Así, al dibujar fotografías, Marín inscribe con el lápiz las horas que pasa mirando esa imagen a medida que va traduciéndola a su propio medio, seleccionando lo que pasará o no a la obra, transformando tonos y texturas, aislando elementos. Como si intentara devolver a la contemplación de la fotografía una cierta lentitud, o como
si quisiera enseñarnos a mirar fotografías con una atención concentrada. Pero este método de trabajo tiene, a la vez, un núcleo profundamente antifotográfico. Pone en duda ese vínculo inmediato con su objeto del que se jacta la fotografía. Cada uno de los pasos de su método de trabajo añade una nueva capa interpretativa que se interpone entre la imagen y el objeto (a partir de una fotografía, una impresión, a partir de esta, un esquema, a partir de este, un dibujo). Estas capas terminan por ser mucho más importantes que cualquier pregunta respecto a la existencia o no del objeto fotografiado, a su lugar de procedencia y su época precisa. Baudelaire (1996) oponía la fotografía (a su juicio, una copia servil de la realidad material) y el dibujo (que, al pasar por la memoria, liberaba las figuras permanentes y sintéticas de las cosas, desechando todo detalle accidental). Marín los reúne al hacer que la fotografía recorra el camino introspectivo del dibujo, desatando así los vínculos que la enlazan con una existencia concreta. Grafito
E
l término grafito proviene del griego gráphō: escritura, trazo. Con ello se aproxima a uno de núcleos semánticos asociados a la idea de dibujo: el
trazo propio, con sus asociaciones de individualidad e identidad, de firma. En la obra de Marín, sin embargo, el trazo termina por borrarse a sí mismo. Al sobreponer las líneas, al pasar el lápiz una y otra vez por la superficie, las líneas mismas desaparecen casi por completo y se convierten más bien en mancha. Hay marcas, pero estas resultan indistinguibles, se ocultan unas a otras hasta que casi sólo es visible el polvo del grafito, que se acerca al estado de mancha o de textura pura: en el mundo de estos dibujos, este polvo es la sustancia de la que están hechas todas las cosas. En Fragmento 1 (2014), justo en el límite entre el bosque y el cielo, se pueden ver como algunas líneas todavía se resisten a la desaparición completa. Hielo
L
a instalación experimental Paisaje congelado (2008) puede servir de punto de partida para considerar un rasgo central de los paisajes de Marín. Esta instalación presentaba el dibujo de un paisaje sobre un cajón de metal lleno de hielo seco. Al principio, la lámina metálica con el paisaje se cubría de una escarcha que creaba nubes y horizontes que se superponían al dibujo inicial; con el paso de los minutos la escarcha comenzaba
a derretirse, generando transformaciones imprevisibles en la línea del horizonte, cubriendo y descubriendo el primer plano, creando gotas de agua que se condensaban sobre la superficie y caían al piso en riachuelos. Este artilugio le permitió a HM presentar de manera directa esa sensación del frío en el paisaje, y la manera en que esta sensación se materializaba construyendo, por capas, un cierto espacio. Frío (2012) ofrece un acercamiento diferente a este mismo problema, uno que tiene más ejemplos en su obra reciente. El vidrio esmerilado, con su peculiar transparencia, con su textura opaca, recuerda al hielo: genera la impresión de frialdad a través de las cualidades visuales del material. El delicado tratamiento por capas, el juego con la profundidad, invitan a penetrar en la imagen, a dejarse envolver por ella. El uso del formato cuadrado permite que el motivo del bosque, en la parte inferior del cuadro, respire, y que toda la zona superior se convierta, sin necesidad de un sólo trazo, en niebla. Se trata de una forma, más metafórica y sinestésica, de hacer presente la sensación de frío que puede producir un paisaje. Imagen
M
. Seel (2010) sugiere que “la imagen es la aparición en una superficie de una experiencia visible que se diferencia del sustrato material en el cual se presenta.” También sostiene que lo peculiar de las imágenes artísticas es la manera en que ellas ponen de relieve el juego entre ambos niveles, entre la imagen que aparece y los destellos de la superficie material en la cual aparece. En el caso de Marín, varias estrategias permiten que la imagen se hunda en el material en el que se inscribe, o que este material se convierta él mismo en imagen, o que salga a la luz la discontinuidad entre el espacio de la imagen y el espacio material de la superficie. En Sin título (2010), desde la esquina superior derecha desciende la sombra de una persona sobre lo que parece ser un charco en el suelo, con lo que resulta que estamos viendo, quizá, el dibujo de un reflejo de una sombra. El vidrio sobre el que está realizado este dibujo, a su vez, se convierte en imagen del agua: es soporte a la vez literal y metafórico de las sombras que muestra, oscila entre lo que es y lo que representa. Pared (2011) juega con los efectos de la profundidad que permite el dibujo para convertir un muro blanco en un espacio translúcido. En él se mueven figuras que intentan mirar o pasar hacia nuestro lado, que empujan de diversas maneras, y sin lograr traspasarlo el límite entre espacio virtual y espacio real que constituye la superficie. Multitud
E
n los dibujos de Marín las multitudes se convierten en paisaje, en naturaleza (Crowd 5, 2015). Estos grupos de personajes absortos fluctúan y pierden sus perfiles; adoptan los contornos ondulantes de una cadena montañosa o de un bosque; se desgajan como
nubes empujadas por el viento o se arremolinan en torno a vórtices secretos. Atrapados en la ebriedad de las multitudes, estos personajes no son individuos, ni los mueve una voluntad propia, los lleva un huracán del que no saben nada. Otra forma de ver estas multitudes, no del todo incompatible con la primera: M. Berman (1988), siguiendo a Marx, caracterizó la condición moderna por la experiencia de que «todo lo sólido se desvanece en el aire». Y es así como las existencias de estos caballeros pierden toda firmeza y se muestran como fantasmagorías que se desvanecen ante nuestros ojos. Naturaleza, nubes
L
as semejanzas de una obra como Caminante (2016) con el famoso Caminante en el paisaje de nubes (1817-18) de C. D. Friedrich son evidentes. Las diferencias son, sin embargo, más interesantes. En el caminante de Friedrich confluyen todas las líneas del cuadro, y ante su mirada pietista se extiende una naturaleza que permite acceder a la presencia de lo sagrado, nubes y montañas cuya grandeza y sereno equilibrio ofrecen ocasión para una meditación que acerca a Dios. El caminante de Marín, en cambio, dirige su mirada hacia una oscura nube (¿montaña?) de polvo de grafito. Al mismo tiempo penetra en ella como quien se pierde a sí mismo, deshaciéndose en sus elementos compositivos. Una imagen, digamos, más terrenal y materialista, en la que el sujeto es casi accesorio, una momentánea configuración que se apresta a retornar a la materia indiferenciada de la que ha surgido. Paisaje
L
a experiencia del paisaje natural se diferencia, por muchas razones, de la representación artística de un paisaje. La más importante, quizá, es que la obra de arte ofrece un significado creado por un ser humano para un ser humano, mientras que la experiencia de la belleza natural es siempre el milagro del encuentro con lo no humano. Pero, además de esto, ambas tienen una estructura fenomenológica diferente. En la verdadera experiencia de la belleza natural no nos encontramos nunca simplemente frente a algo sino sobre todo en algo. Se trata de una experiencia sinestésica total, en la cual el olfato y el tacto tienen la misma importancia que la vista, y en la cual el movimiento del cuerpo transforma en todo momento la relación con el entorno. El paisaje no es tanto objeto de visión como de una percepción atmosférica, que incluye todas las dimensiones de la sensibilidad. Marín ha realizado ensayos en los que se ocupa de aspectos de esta experiencia. Paisaje contenido (2014) es un dibujo que recorre todos los lados de un pequeño domo de vidrio: por tanto debe ser contemplado a través de un movimiento del espectador, rodeando el objeto, de tal manera que enfatiza el carácter inabarcable e interminable de la experiencia del paisaje en general, algo que no se da
en la experiencia de un cuadro, que se muestra siempre como un objeto delimitado por su marco. Paisaje congelado (2008) juega con las dimensiones temporales del paisaje. Este dibujo sobre un cajón de metal con hielo no sólo genera directamente la impresión de frío. A medida que el hielo se derrite y transforma el paisaje dibujado, introduce en su experiencia el carácter efímero del paisaje, los ritmos que provienen de la velocidad del deshielo y las etapas por las que pasan las mutaciones visuales que nos ofrece: un acontecimiento irrepetible y que sólo se abre a la mirada paciente. Recuerdo “—Sí, viejito —Cué hablaba todavía— porque si estuvieras, si hubieras estado enamorado no recordarías nada, no podrías recordar siquiera si los labios eran finos o gordos o largos. O recordarías la boca pero no podrías recordar los ojos y si recordabas su color no recordarías la forma y lo que nunca, nunca, nunca podrías hacer es recordar pelo y frente y ojos y labios y barbilla y piernas y pies calzados y un parque. Nunca. Porque no sería verdad o no estuviste enamorado. Escoge tú.” (Cabrera Infante, 1990)
L
a contraparte de la absorción es el secreto. Aquello que contemplan los personajes, como ocurre en Tema de conversación (2016) es invisible a nuestros
ojos: sólo sabemos que algo ocurre por la dirección de sus cuerpos y sus miradas, que apuntan a algo que ocurre justo por fuera del espacio de la representación. Esta situación transforma al espectador en un intruso, de tal manera que cuando uno de los personajes mira en su dirección, como ocurre con el En una breve nota sobre el proyecto Anónimo, V. Mejía (2012) señaló que algunas de las obras de Marín sugieren, por su carácter difuso y la manera en que ocultan su identidad, la experiencia de quien reconoce a una persona amada en los figuras o gestos que encuentra por la calle. Y es que la nostalgia es una emoción muy poco selectiva: basta que se encuentre con el más mínimo parecido para que se adelante y abra la puerta a un tropel de recuerdos. En efecto, algunas de estas imágenes comparten la textura del recuerdo, su carácter de cifra borrosa que requiere cierto trabajo de reconstrucción y es imposible captar de una vez o claramente. Son los fantasmas que habitan Pared (2011), o los Espectros de 2011, que de pronto se diluyen como si fueran humo, cuya consistencia es tan impalpable que no se puede saber si se trata de recuerdos o invenciones, pero que a pesar de -o gracias a- esa indeterminación mantienen su carga afectiva intacta: una tarde fría, una mujer que de pronto nos da la espalda, el momento después de la lluvia, la imposibilidad de volver a
ese lugar en el que alguna vez fuimos felices. Secreto
L
a contraparte de la absorción es el secreto. Aquello que contemplan los personajes, como ocurre en Tema de conversación (2016) es invisible a nuestros ojos: sólo sabemos que algo ocurre por la dirección de sus cuerpos y sus miradas, que apuntan a algo que ocurre justo por fuera del espacio de la representación. Esta situación transforma al espectador en un intruso, de tal manera que cuando uno de los personajes mira en su dirección, como ocurre con el personaje del centro, su mirada se carga de amenaza. Trabajo
C
rear un estilo es, entre otras cosas, encontrar unas formas de trabajo, algo que se parezca a un orden de pensamiento y acción. En el caso de Marín, el primer paso es la elección de una imagen que guarde cierto misterio, que no se deje comprender de manera inmediata. Luego vienen la selección de los fragmentos de la imagen que se van a utilizar y el paso de los contornos de las figuras principales al papel. Finalmente, el lento trabajo de transformación de estas imágenes al convertirlas en dibujo, que puede ocupar muchas noches. Se trata quizá del momento más artesanal, el que implica más maestría en el manejo del medio, no sólo por el cuidadoso tratamiento de las superficies, sino por el esfuerzo de mantener la unidad de impresión, el equilibrio de las gamas tonales, las más delicadas elecciones respecto a los bordes que se difuminan y los que se acentúan. Vacío
H
ay aspectos de la obra de Marín que pueden hacernos recordar la antigua pintura china de paisajes: la firmeza con la que deja de lado el color y se decanta por la exploración de las posibilidades expresivas del monocromo, la preferencia por los bordes desdibujados a través de los cuales figura y superficie se comunican, el énfasis en la capacidad del paisaje para expresar o constituir estados de ánimo, atmósferas espirituales. Quizá estas semejanzas se remiten a una afinidad más profunda: la función constitutiva que le da al vacío. F. Cheng ha sugerido en Vacío y plenitud (2004) que el concepto fundamental de la estética china es el de vacío. En la filosofía taoísta el vacío es el origen insondable e irrepresentable de todas las cosas; además, al introducirse en las cosas permite el devenir, la interacción entre las diversas polaridades que conforman la realidad. Según el Laozi “Los diez mil seres se recuestan contra el yin / Y abrazan el yang contra su pecho / La armonía nace en el aliento del vacío intermedio.” La pintura china expresa esta intuición ontológica y cosmológica de las más diversas maneras. La tinta puede servir de metáfora del vacío en la medida en que contiene en potencia todas las cosas, y en
la medida en que el vacío penetra en la tinta y la diluye crea todos los matices de tono a partir de los cuales es posible representar el mundo fenoménico. La mediación entre los dos polos fundamentales de las montañas y el agua se da por la nube, que es la interacción del agua con el vacío (de acuerdo con Mi Fu, “Las nubes son la recapitulación del paisaje, pues en su inasible vacío vemos muchos rasgos de montañas y métodos de agua disimulados.”). Resulta sorprendente con cuánta facilidad se pueden aplicar estas ideas a los dibujos de Marín. En ellos el grafito asume las posibilidades expresivas de la tinta; la neblina y las nubes comunican las figuras entre sí y con los espacios abiertos y no marcados. En ellos también lo borrado y lo ausente dan pie a que la imaginación penetre en el cuadro y lo dote de vida y movimiento. No habría que permitir que estas afinidades oculten una profunda diferencia: aunque en ambos casos el vacío sea el eje productivo de las obras, en la obra de Marín ya no puede cumplir la función cosmológica que cumplía en la cultura china. Las leyes que rigen su obra no son las del universo entendido como cosmos, sino las de la mente, las del mundo interior que construyen nuestra experiencia y nuestra memoria. El vacío que da forma a sus dibujos es más bien el de la ausencia, las elisiones y los olvidos que hacen posible nuestra vida.
Referencias
Baudelaire, C. (1996). Salones y otros escritos sobre arte. (C. Santos, Trad.). Madrid: Visor. Berger, J. (2008). Selected Essays of John Berger. Knopf Doubleday Publishing Group. Berman, M. (1988). Todo lo sólido se desvanece en el aire : La experiencia de la modernidad. (A. Morales Vidal, Trad.). Madrid, Buenos Aires, México: Siglo XXI. Cabrera Infante, G. (1990). Tres tristes tigres. Caracas: Biblioteca Ayacucho. Cheng, F. (2004). Vacío y plenitud: el lenguaje de la pintura china. (A. Hernádez & J. L. Delmont, Trads.). Madrid: Ediciones Siruela. Danto, A. C. (1987). The Albertina Drawings. En The State of the Art (pp. 72-76). New York: Prentice Hall Press. Fontaine Talavera, A. (2000). Donoso en su taller. Estudios Públicos, (80). Maynard, P. (2005). Drawing Distinctions: The Varieties of Graphic Expression. Cornell University Press. Maynard, P. (2009). Drawing, painting, and printmaking. En S. Davies, K. M. Higgins, R. Hopkins, R. Stecker, & D. Cooper (Eds.), A Companion to Aesthetics (2nd ed, pp. 82-85). Chichester, U.K. ; Malden, MA: Wiley-Blackwell. Mejía, V. (2012). Tres escenas de un doble. Medellín. Seel, M. (2010). Estética del aparecer. (S. Pereira Restrepo, Trad.). Madrid / Buenos Aires: Katz Editores.
Las ciudades y el deseo Italo Calvino ILUSTRACIONES DE LEBBEUS WOODS
Dorotea
D
e la ciudad de Dorotea se puede hablar de dos maneras: decir que cuatro torres de aluminio se elevan desde sus murallas flanqueando siete puertas del puente levadizo de resorte que franquea el foso cuya agua alimenta cuatro verdes canales que atraviesan la ciudad y la dividen en nueve barrios, cada uno de trescientas casas y setecientas chimeneas; y teniendo en cuenta que las muchachas casaderas de cada barrio se enmaridan con jóvenes de otros barrios y sus familias se intercambian las mercancías de las que cada una tiene la exclusividad: bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas, hacer círculos a base de estos datos hasta saber todo lo que se quiera de la ciudad en el pasado el presente el futuro; o bien decir como el camellero que me condujo allí: “Llegué en la primera juventud, una mañana, mucha gente caminaba rápida por las calles hacia el mercado, las mujeres tenían hermosos dientes y miraban derecho a los ojos, tres soldados sobre una tarima tocaban el clarín, todo alrededor giraban ruedas y ondulaban papeles coloreados. Hasta entonces yo sólo había conocido el desierto y las rutas de las caravanas. Aquella mañana en Dorotea sentí que no había bien que no pudiera esperar de la vida. En los años siguientes mis ojos volvieron a contemplar las extensiones del desierto y las rutas de las caravanas, pero ahora sé que este es solo uno de los tantos caminos que se me abrían aquella mañana en Dorotea”.
Anastacia
A
l cabo de tres jornadas, andando hacia el mediodía, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y sobrevolada por cometas. Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata, ónix crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se cocina sobre la llama de leña de cerezo estacionada y se espolvorea con mucho orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces -así cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos uno por uno, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo circundan. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañadora: si durante ocho horas al día trabajas como tallador de ágatas ónices crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma, y crees que gozas por toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo.
Despina
D
e dos maneras se llega a Despina: en barco o en camello. La ciudad se presenta diferente al que viene de tierra y al que viene del mar.
El camellero que ve despuntar en el horizonte del altiplano los pináculos de los rascacielos, las antenas radar, agitarse las mangas de ventilación blancas y rojas, echar humo las chimeneas, piensa en un barco, sabe que es una ciudad pero la piensa como una nave que lo sacará del desierto, un velero a punto de partir, con el
viento que ya hincha las velas todavía sin desatar, o un vapor con su caldera vibrando en la carena de hierro, y piensa en todos los puertos, en las mercancías de ultramar que las grúas descargan en los muelles, en las hosterías donde tripulaciones de distinta bandera se rompen la cabeza a botellazos, en las ventanas iluminadas de la planta baja, cada una con una mujer que se peina. En la neblina de la costa el marinero distingue la forma de una giba de camello, de una silla de montar bordada de flecos brillantes entre dos gibas manchadas que avanzan contoneándose, sabe que es una ciudad pero la piensa como un camello de cuyas albardas cuelgan odres y alforjas de frutas confitadas, vino de dátiles, hojas de tabaco, y ya se ve a la cabeza de una larga caravana que lo lleva del desierto del mar hacia el oasis de agua dulce a la sombra dentada de las palmeras, hacia palacios de espesos muros encalados, de patios embaldosados sobre los cuales bailan descalzas las danzarinas, y mueven los brazos un poco dentro del velo, un poco fuera. Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone; y así ven el camellero y el marinero a Despina, ciudad de confín entre dos desiertos.
Fedora
E
n el centro de Fedora, metrópoli de piedra gris, hay un palacio de metal con una esfera de vidrio en cada aposento. Mirando dentro de cada esfera se ve una ciudad azul que es el modelo de otra Fedora. Son las formas que la ciudad habría podido adoptar si, por una u otra razón, no hubiese llegado a ser como hoy la vemos. En todas las épocas hubo alguien que, mirando a Fedora tal como era, había imaginado el modo de convertirla en la ciudad ideal, pero mientras construía su modelo en miniatura, Fedora dejaba de ser la misma de antes, y aquello que hasta ayer había sido uno de sus posibles futuros ahora era solo un juguete en una esfera de vidrio. Fedora tiene hoy en el palacio de las esferas su museo: cada habitante lo visita, elige la ciudad que corresponde a sus deseos, la contempla imaginando que se refleja en el estanque de las medusas donde se recogía el agua del canal (si no hubiese sido desecado), que recorre desde lo alto del baldaquín la avenida reservada a los elefantes (ahora expulsados de la ciudad), que resbala a lo largo de la espiral del minarete de caracol (perdida ya la base sobre la cual debía levantarse).
En el mapa de tu imperio, oh gran Kan, deben ubicarse tanto la gran Fedora de piedra como las pequeñas Fedoras de las esferas de vidrio. No porque todas sean igualmente reales, sino porque todas son sólo supuestas. Una encierra aquello que se acepta como necesario mientras todavía no lo es; las otras, aquello que se imagina como posible y un minuto después deja de serlo.
Zobeida
H
acia allí, después de seis días y seis noches, el hombre llega a Zobeida, ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran sobre sí mismas como un ovillo. Esto se cuenta de su fundación: hombres de naciones diversas tuvieron un sueño igual, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, la vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la seguían. A fuerza de vueltas todos la perdieron. Después del sueño buscaron aquella ciudad; no la encontraron pero se encontraron ellos; decidieron construir una ciudad como en el sueño. En la disposición de las calles cada uno rehizo el recorrido de su persecución; en el punto donde había perdido las huellas de la fugitiva, cada uno ordenó de otra manera que en el sueño los espacios y los muros, de modo que no pudiera escapársele más. Esta fue la ciudad de Zobeida donde se establecieron esperando que una noche se repitiese aquella escena. Ninguno de ellos, ni en el sueño ni en la vigilia, vio nunca mis a la mujer. Las calles de la ciudad eran aquellas por las que iban al trabajo todos los días, sin ninguna relación ya con la persecución soñada. Que por lo demás estaba olvidada hacia tiempo. Nuevos hombres llegaron de otros piases, que habían tenido un sueño como el de ellos, y en la ciudad de Zobeida reconocían algo de las calles del sueño, y cambiaban de lugar galerías y escaleras para que se parecieran más al camino de la mujer perseguida y para que en el punto donde había desaparecido no le quedara modo de escapar. Los que habían llegado primero no entendían que era lo que atraía a esa gente a Zobeida, a esa fea ciudad, a esa trampa.
Poemas de amor y muerte Porfirio Barba Jacob ILUSTRACIONES DE LUIS CABALLERO
ELEGÍA
DEL
MARINO
ILUSORIO
Pensando estoy… Mi pensamiento tiene ya el ritmo, ya el color, ya el ardimiento de un mar que alumbran fuegos ponentinos. A la borda del buque van danzando, ebrios del mar, los jóvenes marinos. Pensando estoy... Yo, cómo ceñiría la cabeza encrespada y voluptuosa de un joven, en la playa deleitosa, cual besa el mar con sus lenguas el día. Y cómo de él cautivo, temblando, suspirando, contra la Muerte, su juventud indómita, tierno, protegería. Contra la Muerte, su silueta ilusoria vaga en mi poesía. Morir… ¿Conque esta carne cerúlea, macerada en los jugos del mar, suave y ardiente, será por el dolor acongojada? Y el ser bello en la tierra encantada, y el soñar en la noche iluminada, y la ilusión, de soles diademada, y el vigor… y el amor… ¿fue nada, nada? ¡Dame tu miel, oh niño de boca perfumada!
LOS DESPOSADOS DE LA MUERTE Michael Farrel ardía con un ardor puro como la luz. Sus manos enseñaban a amar los lirios y sus sienes a desear el oro de las estrellas. En sus ojos bullían trémulas luces oceánicas. Sus formas eran el himno de castidad de la arcilla, suave y fragante y musical. Bajo sus bucles rubios, undosos y profusos, parecían temblar las alas de un ángel. Emiliano Atehortúa era muy sencillo y traía una infantilidad inagotable. Su adolescencia láctea, meliflua y floreal, fluía por las escarpas de mi madurez como fluye por el cielo la leche del alba. Cuando le vi en el vano ejercicio de la vida me pareció que me envolvía el rumor de una selva y me inundó el corazón la virtud musical de las aguas. Hay almas tan melódicas como si fueran ríos o bosques en las orillas de los ríos. Guillermo Valderrama era indolente y apasionado. Como un licor de bajo precio, la vida le produjo una embriaguez innoble. Sus formas pregonaban el triunfo de una estirpe. Había en su voz un glu-glu redentor y su amante le llamó una vez “el príncipe de las hablas de agua”. Leonel Robledo era muy tímido bajo una apariencia llena de majestad. En el recóndito espejo de su ternura se le reflejaba la imagen de una mujer. Toda su fuerza era para el ensueño y la evocación. Le vi llorar una vez por males de ausencia
y me dije: hay una tempestad en una gota de rocío, y, sin embargo, no se conmueven los luceros. Stello Ialadaki era armonioso, rosáceo, azulino, como los mares de Grecia, como las islas que ellos ciñen. Efundía del mundo algo irreal, risueño, fantástico. Se le veía como marchando de las playas de ensueño que rozaron las quillas de Simbad el Marino, hacia las vagas latitudes por donde erró Sir John de Mandeville. Cuando le conocí tuve antojo de releer la Odisea, y por la noche soñé en el misterio de las espigas. ¡Evanaam! ¡Evanaam! Juan Rafael Agudelo era fuerte. Su fuerza trascendía como los roncos ecos del monte a los pinos. Alma laboriosa, la soledad era su ambiente necesario. Sus ilusiones fructificaban como una floresta oculta por los tules del todavía no. Sus palabras revelaban la fuerza de la realidad, y sus actos tenían la sencillez de un gajo de roble.
RETRATO DE UN JOVENCITO Pintad un hombre joven, con palabras leales puras; con palabras de ensueño y de emoción. Que haya en la estrofa el ritmo de los golpes cordiales, y en la rima el encanto móvil de la ilusión. Destacad su figura, bella, contra el azul del cielo, en la mañana florida y sonreída: que el sol la bañe al sesgo y la deje bruñida; que destelle en sus ojos una luz encendida. Que haga temblar las carnes un ansia contenida; y que el torso, y la frente, y los brazos nervudos, y el cándido mirar, y la ciega esperanza, ¡compendien el radiante misterio de la Vida!
ELEGÍA PLATÓNICA Amo a un joven de insólita pureza, todo de lumbre cándida investido: la vida en él un nuevo dios empieza, y ella en él cobra número y sentido. Él, en su cotidiano movimiento por ámbitos de bruma y gnomo y hada, circunscribe las flámulas del viento y el oro ufano en la espiga enarcada. Ora fulgen los lagos por la estría… Él es paz en el alba nemorosa. Es canción en lo cóncavo del día. Es lucero en el agua tenebrosa...
FUTURO Decid cuando yo muera…(¡y el día esté lejano!): soberbio y desdeñoso, pródigo y turbulento, en el vital deliquio por siempre insaciado, era una llama al viento… Vagó, sensual y triste, por islas de su América; en un pinar de Honduras vigorizó el aliento; La tierra mexicana le dio su rebeldía, su libertad, su fuerza… Y era una llama al viento. De simas no sondadas subía a las estrellas; un gran dolor incógnito vibraba por su acento, fue sabio en sus abismos –y humilde, humilde, humilde– porque no es nada una llamita al viento… Y supo cosas lúgubres, tan hondas y letales, que nunca humana lira jamás esclareció, y nadie ha comprendido su trágico lamento… Era una llama al viento y el viento la apagó.
CANCIÓN DE LA VIDA PROFUNDA Hay días en que somos tan móviles, tan móviles, como las leves briznas al viento y al azar… Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonría… La vida es clara, undívaga y abierta como un mar… Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles, como en Abril el campo, que tiembla de pasión; bajo el influjo próvido de espirituales lluvias, el alma está brotando florestas de ilusión. Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos, como la entraña obscura de obscuro pedernal; la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas, en rútilas monedas tasando el Bien y el Mal. Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos… –¡niñez en el crepúsculo!¡lagunas de zafir!– que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza, ¡y hasta las propias penas! nos hacen sonreír… Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos, que nos depara en vano su carne la mujer; tras de ceñir un talle y acariciar un seno, la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer. Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres, como en las noches lúgubres el llanto del pinar: el alma gime entonces bajo el dolor del mundo, y acaso ni Dios mismo nos pueda consolar. Mas hay también ¡oh Tierra! un día… un día… un día en que levamos anclas para jamás volver; un día en que discurren vientos ineluctables… ¡Un día en que ya nadie nos puede retener!
Porfirio Barba Jacob (1883-1942)
Diván Virtual Rafael Ramirez R.
A Gustavo y Eugenia
D
octor!, gracias, muchas gracias. En verdad, con esto de la cuarentena obligatoria, lo mejor que se le pudo ocurrir fue atenderme de esta manera. No crea que se trata de una urgencia. Aunque virtual no veo porque no puedo hablarle como si estuviera tendido en su diván. ¿Me escucha bien?, ¿Me ve bien? ¡Bien! Pues, empecemos si le parece. Aquí me tiene; con el mismo tema que hoy tiene al mundo entero de cabeza y a muchos con los pelos de punta. Y no es para menos, ¿Se imagina? ¡El virus éste pegado a la ropa, a las bolsas plásticas, a los zapatos, quizás al pelo! Mis provisiones se agotaron hace dos días y no he querido salir a comprar nada. El dinero con que cuento por ahora es para pagar estas citas. He comenzado a practicar las técnicas de
sobrevivencia que imagino de un comando en peores circunstancias. He secado en el horno algunas cucarachas que he cazado de noche cuando no puedo dormir. Quedan crujientes y no saben tan mal, es un sabor entre tierra y maní. El botellón de agua está a punto de acabarse así que bebo unas cuántas gotas al día que mido con el gotero de la valeriana que ya también se acabó. Cuando no quede agua creo que beberé de la maceta sin tierra cuando llueva. Pero bueno, no quiero que piense que he llevando las cosas a un extremo difícil de creer para los demás. El mundo no se está acabando. La verdad, me siento tranquilo y creo, en lo personal, que esto de la pandemia, realidad o no, es de las cosas más emocionantes y estimulantes que he vivido. ¿No siente usted que es como si fuera una de esas películas donde la humanidad se ha extinguido? Me conoce y sabe desde que consulto con usted que disfruto de la soledad, que me da pánico la vida social, la familia, el simulacro. De algún modo, antes que llegara el virus, ya estaba acuartelado y desde mi trinchera, armado de libros y de mi computador, destilaba veneno a través de mis dedos sobre el teclado. No he vuelto a escribir. ¿Acaso se puede superar lo que ya este virus está escribiendo en la vida de las gentes? Cuando pienso que por fin todos se encarcelaron en su vivienda, perdón, acabo de preguntarme por los habitantes de la calle, lo cierto es que imagino las calles desoladas, limpias y diáfanas: sin la contaminación de los cláxones, de los exhostos y por qué no, de las muchachas exhibiendo sus muslos y su trasero para pena de tipos como yo. El aire, ¡qué delicia!, ¿ha asomado su nariz afuera estos días, sin el tapabocas, por supuesto? Eso sí es una bendición. Yo, tras horas frente al computador, atiborrándome de esto y aquello, abro la escotilla. Así le llamaba mi hermano a la pequeña ventana del altillo. Por ahí asomo discreto la cabeza y aspiro profundo, larrrrrrgo…, con fuerza, no paro hasta que siento llegar el aire al último rincón de mis pulmones. ¡Qué sensación! Es como… bueno, usted ya sabe de mi manía por asociar cada cosa a lo sexual. La última vez que lo hice metí la cabeza porque advertí que tenía una erección y bueno ya imaginará el resto. La culpa de que diga todo esto no es mía, es de Freud. ¿Quién me mandó a leerlo? Pero… por otro lado: si la gente leyera al menos un poco, pero… ¡qué va! Para qué se van a complicar la vida con lo que hacen en privado, con lo que desean en silencio y con lo que se niegan en público. ¡Doctor!, ¿sigue ahí?, ¿No me pregunta nada hoy? ¡Ah, bueno! Pensé que se había caído la llamada. Sigo, ¿Qué decía? ¡Qué memoria la mía! Y eso
que durante estos días he practicado memorizando versos de Shakespeare… mire:
To be, or not to be: that is the question: Whether ‘tis nobler in the mind to suffer The slings and arrows of outrageous fortune. Pero me estoy desviando de lo que quiero decirle hoy. La vecina del 905 que vive sola y el vecino del 907 que vive solo han decidido pasar el aislamiento juntos, en el 907 que es el de ella y que da justo al lado del mío que es el 909. Hacen el amor todas las noches y de un modo que hacen pensar que en verdad el mundo se va acabar. Antes, no podían ni verse pues el perro de él, un criollo, acosaba a su perra con pedigrí. Hasta que la coronó y entonces la cantaleta de ella de que si la preñó o no, y el tipo le repetía una y otra vez que no, que el perro estaba operado, que estaba operado, que estaba operado. Hoy creo que era un cortejo de humanos camuflado de disputa y de encono. El par de perros eran el anzuelo que cada uno le lanzaba al otro. Jorge, así se llama él, se ofreció para hacer la compra de algunos vecinos y cuando le vino a golpear a ella para entregarle, ella le insistió que entrara a tomar algo pues no soportaba la idea de seguir hablando sola como si acaso estuviera loca. Entonces Jorge mordió el anzuelo. Yo lo escuché todo desde mi puerta cuando me asomé a la mirilla indiscreta porque tenía curiosidad. Yo fui el único del piso que rechacé su oferta de arriesgarse a comprar cosas para todos. El caso es que a su heroísmo le está sacando provecho. No crea que le estoy hablando de una reina de belleza o de una modelo. Si viera: se trata de una flaca enclenque de anteojos, con una nariz de bruja que por poco le falta la escoba y él, un gordito calvo de medio metro y con un mostacho que le tapa la boca. Solo que en las noches, desde que andan en esas, sin pena ni gloria, con esos gritos y con lo que se dicen, cualquiera podría pensar que se trata de un par de adolescentes en forma que exploran con frenesí su recién descubierta sexualidad. Sí, ya recuerdo, solo tenemos 15 minutos. Lo último. Igual nos veremos la otra semana, ¿sí? Por lo visto esto del virus se va a tardar y nos podríamos ver del mismo modo. Un vecino del edificio de al frente se suma a la locura colectiva: se asoma a su ventana y con un cuerno de altavoz empieza a pregonar que ni de riesgo podemos pronunciar el nombre del virus, porque al hacerlo le damos fuerza y lo orientamos para que, como un sabueso, nos huela el rastro. No más por hoy doctor, debo apagar el horno, ya casi es hora de cenar. Gracias.
imaginado