Después del fuego Mercè Alegre & Noelia Pérez
El 31 de octubre del 2008 fui a una fiesta y me quemé.
Para decorar, habíamos colocado velas en el suelo. Yo llevaba una falda de fibra sintética, larga y negra, y me paré al lado de una de las velas, larga y blanca. En cuestión de segundos, la vela encendió mi falda. Fue así de estúpido y así de rápido. Pero supongo que casi todos los accidentes lo son. Pasé un mes y una semana en el hospital y me operaron dos veces. Tenía el 30% del cuerpo quemado: las piernas, los muslos, los antebrazos y las manos. Algunas quemaduras eran superficiales y otras mucho más profundas. Tuve mucha suerte. No me quemé ni la cara, ni los pies, ni la barriga. No tuve que vivir más de un año en un hospital, ni pasar por más de quince operaciones quirúrgicas. No me quedé nunca sola, ni me faltaron medicamentos ni médicos. Puedo nadar, correr, saltar, sentarme, caminar, hacer la croqueta. A veces incluso me olvido de que tuve un accidente y creo que nací así, con las piernas rosadas. Mi cuerpo es feliz. Me siento normal. De hecho, me gustan mis cicatrices. Son las palabras que las llamas me introdujeron en el cuerpo. Las que oía, mientras era de noche y yo me quemaba. Palabras encendidas, quién sabe si para ver un poco mejor. Palabras escritas sobre mi piel, como un tatuaje, para que no olvide nunca lo que me enseñó, a mordiscos de fuego, el fuego.
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No me apetece hablar de mí.
En el mundo de los quemados, mi caso no tiene nada de extraordinario. Lo más original, quizás, es que me quemé con una vela. Pero esto lo atribuyo al hecho de que soy una metafísica y una romántica. Y también, cabe mencionar, una gran despistada. En el fondo, quien más, quien menos, todo el mundo tiene cicatrices: la diferencia es que algunas pueden verse y otras no. El verdadero reto es decidir qué hacemos con nuestras heridas, de qué manera las cicatrizamos y cómo nos reinventamos a nosotros mismos para renacer de nuestras propias cenizas. Yo tardé un año y medio en recuperarme físicamente del accidente, y eso que mi caso no era grave y no tuve ningún tipo de complicación. Y es que las quemaduras suelen curarse muy pero que muy lentamente. Por otro lado, lo tuve bastante fácil puesto que, como el fuego sólo afectó a la periferia de mi cuerpo, si no quería ver mis cicatrices o no las quería enseñar, me las tapaba y punto. Aún así, me costó mucho tiempo digerir lo que había vivido. Cerrar mis heridas no quería decir tan sólo esperar a que la piel quemada se regenerase. También significaba muchas más cosas, enfrentarme a mis múltiples miedos, vergüenzas, odios y rabias. Necesitaba vaciarme de todo lo que me hería, hacer algo con todo aquello. Dibujar, pintar, escribir, hacerme fotografías. Volver al lugar donde me quemé. Bailar con una vela. Compartir las historias que viví y sentí. Hablar desde mi propia piel. Cantar. Ha pasado el tiempo. Cuando me quemé tenía 23 años y quería dar la vuelta al mundo. Ahora aún quiero viajar, pero he entendido que no siempre es necesario coger un barco o un avión para hacerlo. Cuando prácticamente no podía moverme, aprendí a viajar por mi interior. He caminado muy despacio, muchas veces completamente sola, pero también me ha acompañado mucha gente. Gente de antes, gente nueva. Y Noe. Una chamana del siglo XXI, que con el clic-clic mágico de su cámara de fotos, me ha ayudado a transformar la tristeza y el dolor del pájaro devorado por las llamas en plumas multicolores. Cogedlas. Pintaos con ellas. Cantadles canciones de cuna. Pegadlas a un avión de papel. Haced de ellas libertad. Haced con ellas lo que más os apetezca. No hagáis nada. Pero por favor, un último consejo: por muy bonito que os parezca, nunca dejéis una vela en el suelo. Id al bosque y buscad luciérnagas. Son más ecológicas y, además, no queman. Hacen cosquillas en las manos.
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Cuatro notas preliminares que no puedo dejar de escribir.
Uno. Cuando me quemé decidí que haría todo lo posible por no convertirme en una persona amargada y triste. Imaginarme que podía abrazarme a mi propia queja y quedarme sentada en un rincón, corroída por la pena y la rabia, me producía un pánico monstruoso. Visceral. Posiblemente porque fui una adolescente autodestructiva y sabía muy bien qué quería decir quedarme voluntariamente en un rincón sin luz. Y es que de golpe, ¡tenía tantas ganas de vivir! Dos. Por eso quiero dejar muy claro, subrayar y, si hace falta, repasar con rotulador fosforito, que si mi existencia a partir de aquel 31 de octubre cambió de color y se tiñó de vida no fue gracias a una vela sino, únicamente gracias a mí. En aquella época me sentía muy perdida, tenía la sensación asfixiante de caminar a ciegas, sin saber muy bien hacia dónde ir. Es muy fácil decir esto y, seguidamente, caer en la metáfora del fuego salvador enviado desde el más allá para iluminar mi camino (en este caso, en sentido literal). Pero no: el fuego que me quemó no tenía ninguna intención de ayudarme a clarificar mi caos existencial con su luz. La que decidió salir del pozo y transformar aquella experiencia extrema en una oportunidad de cambio no fue la llama que me incendió, fui yo. Tres. He crecido y me he criado en una sociedad que ignora y niega la muerte, la pérdida y el sufrimiento. Una sociedad en la que estar enfermo es un fracaso, ser vulnerable es de idiotas y envejecer es antinatural. En la escuela nunca me enseñaron qué hacer cuando te pasa algo bien gordo y tienes que dialogar, cara a cara, con el dolor. Creo que esta manera de esquivar la realidad y de no prepararse para poder afrontar el dolor nos estupidiza y nos quita autonomía y dignidad. El dolor forma parte de la existencia humana y si no sabes cómo relacionarte con él, cuando te toque, seguramente te hará cien veces más de daño que si antes te hubieran enseñado a mirarlo a los ojos sin tenerle miedo. Cuatro. Antes del accidente, yo era una especie de renacuajo cabezudo, sostenido por un cuerpo prácticamente invisible. Cuando, de golpe, se me encendió la piel, redescubrí que era un animal, un ser vivo de verdad. En definitiva, que tenía cuerpo. El dolor me despertó de arriba abajo y mis sentidos se reactivaron. Todo lo que antes aprendía con el cerebro ahora lo aprendía con las células de mi carne. Dejé de ser una cabeza pensante que flotaba en medio de la pura teoría. Me sentía viva, presente, arraigada, con ganas de respirar por todos los poros de mi cuerpo. Pero, para llegar hasta aquí, ¿era necesario quemarme la piel? Fin. Mi respuesta es que no. Un cuerpo que siente la vida con toda su intensidad no tiene porqué ser exclusivamente un cuerpo que sufre. El saber no es más auténtico y verdadero si se ha adquirido mediante el dolor físico extremo. Para ser más sabia no hace falta recurrir a rituales de escarificación y para pasar de la infancia a la edad adulta, no hace falta que nos mutilemos y renunciemos a una parte de nuestro cuerpo. Estar enfermo o tener un accidente no son cosas que se tengan que esconder como si fueran una vergüenza, ni tampoco una meta que tengamos que buscar y admirar en un intento de sacralizar el dolor como única vía de conocimiento profundo. Lo que realmente tenemos que amar es la sabiduría y la fuerza naturales de nuestro cuerpo, y la voluntad de vivir y de reír que lo habita, a pesar de todo, pase lo que pase.
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CRONOLOGIA Octubre Yo odiaba terriblemente las fiestas y los disfraces. Pero decidí que iría. Al fin y al cabo, aquella no era una fiesta de disfraces cualquiera. Era la del piso al que me iba a vivir. Un piso que parecía un palacio y en el cual teníamos que vivir cinco personas: un príncipe y cuatro princesas. Rebusqué por el armario, cogí la única falda que encontré y la puse en una bolsa de plástico. “No llegaré muy tarde”, les dije a mis padres antes de salir de casa, “guardadme un poco de cena”. Era el último día del mes de octubre. El primer día de verdadero otoño, con hojas por el suelo y una especie de lluvia que hacía resbalar por las aceras mis pies equipados con botas de montaña. El piso estaba prácticamente vacío y muy sucio. Por suerte, había agua corriente y electricidad. Para contrarrestar la oscuridad que habitaba las paredes quilométricas, fuimos a buscar velas y las distribuimos por todas las habitaciones. Una de ellas, la típica vela larga y blanca que se usa cuando se funden los plomos, se cayó al suelo. La puse en pie y la volví a encolar en los azulejos modernistas del comedor con su propia cera. Los invitados empezaron a llegar. Me dio uno de mis ataques de timidez habituales. No conocía a casi nadie. No sabía de qué hablar ni dónde meterme. Además, me sentía bastante incómoda con mi disfraz: llevaba una camiseta de manga tres cuartos, tejanos y unos calcetines de ir a la montaña. Por encima de los pantalones me había puesto una falda larga y negra y en la cintura, otra falda, corta y verde. Me tapé la cabeza y los hombros con mi pañuelo de ir por la calle: era una pieza de cachemir muy bonita. Me refugié en sus colores del ocaso teñido de rojo e intenté convencerme de que era una princesa afgana. La única cosa que tenía clara era que tenía mucha hambre. En una de las esquinas del comedor había una mesa con mucha comida. La gente se había esparcido por la sala mientras esperaban que empezara la fiesta. Piqué una patata frita, hice un gran esfuerzo por vencer mi timidez y empecé a hablar con dos chicas que iban vestidas de chinas. Esto me calmó un poco y me animé. Todo empezaba a ir bien. De golpe, un olor muy intenso a quemado me llegó a la nariz. Lo más curioso es que venía de detrás de mí. Me giré: un hilo de humo salía del borde de mi falda. De debajo del todo. Miré fijamente aquel hilo de humo: nació una llama pequeña y brillante. Mi cerebro no entendía nada. No puede ser. ¿Hay una llama en mi falda? Parecía imposible, una broma. Una cosa sobrenatural. Surrealista. Tras unos segundos que se me hicieron eternos, mi cerebro se iluminó: debajo de mi falda había una vela. La misma que unos minutos antes yo había vuelto a pegar. Di un paso atrás. La vela se quedó dónde estaba pero la llama me siguió. Me giré para mirar a las dos chinas: tenían los ojos increíblemente abiertos y asustados. Intenté quitarme las faldas de encima. Pero estaban demasiado fuertemente atadas. Me giré hacia la llama. Había empezado a crecer. Intenté apagarla con mis manos. Pero era muy difícil hacerlo porque me tenía que girar mucho para llegar. Las manos empezaron a dolerme. Me volví a girar. A mi alrededor había un gran círculo de gente que me miraba. Parecían estatuas petrificadas por el miedo. Yo también estaba petrificada. Me quería tirar al suelo pero no podía moverme. Y de repente, como un autómata, me puse a caminar. Sabía que era justamente lo que no debía hacer. Pero no podía dejar de caminar. Creo que esperaba un milagro. Pero el milagro no venía. Nunca me había sentido tan sola. Nunca había estado tan cerca de mí misma. El tiempo cambió de aspecto. Todo se alargó: las distancias, los segundos. El mundo que me rodeaba desapareció. No veía nada. Sólo estábamos el fuego y yo. De repente entendí que si me sentía sola era porque hacía mucho tiempo que me había abandonado a mí misma. ¿Por qué no me quería? ¿Por qué no confiaba en mí? No podía esperar a que los demás lo hicieran por mí. No podía continuar haciendo cosas que yo no quería hacer. No podía seguir negando todas las posibilidades que tenía dentro de mí. Podía hacer cualquier cosa que deseara, por loca que pareciera. No me tenía que justificar ante nadie. Repentinamente, volví a ser aquella niña pequeña que corría por los bosques y nadaba desnuda en la playa, la niña que quería ser como un pájaro, un ciervo, un pez, una piedra. Me sentí más libre que nunca. Libre y sin miedo.Lavidameparecíainmensa,casiinfinita.
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Pero el fuego me dijo que tenía que espabilarme. No sé cuánto rato había pasado desde que había empezado a caminar pero cuando llegué a la puerta del comedor, las llamas me rozaban los hombros. Esto me lo explicaron después, yo no lo recuerdo. Empecé a sentir dolor. Un dolor profundo, rabioso. Oí un grito agudo de color amarillo, que parecía el de otra persona. Pero era yo quien gritaba. Pensé que moriría carbonizada. Pero ahora ya no quería irme sin haber vivido de verdad, sin haber hecho todo lo quería hacer. De repente, el milagro llegó en forma de chica. Se me tiró encima y caímos al suelo. La apartaron de mí para que no se quemara con el fuego. Oí: “¡rueda, rueda!”. Rodé. Las llamas se me clavaban al cuerpo como trozos de cristal. El fuego se apagó. Me miré las piernas. Las faldas se habían volatilizado, sólo quedaban los tejanos. Los calcetines y la camiseta de algodón estaban intactos. Y yo, enroscada sobre mi misma como si acabara de nacer, respiraba entrecortadamente. Me llevaron a la bañera. Encendieron el agua al máximo. Me cortaron los pantalones. Me los quitaron muy despacio: por suerte, la ropa no se me había enganchado a la piel. Era como si mis brazos se hubieran querido deshacer, como la cera de las velas: les colgaban tiras de piel muerta y blanca. Tenía una ampolla gigante debajo del culo. Y una piscina de agua congelada me remojaba los pies. Cuando entró el enfermero de la ambulancia, yo estaba temblando de frío y me castañeaban los dientes. Me estiraron en el sofá. Me mojaron las heridas con botellas de suero fisiológico. Iban muy lentos porque sólo tenían botellas pequeñas y cada vez que abrían una, maldecían al que se había olvidado de poner botellas grandes nuevas en la ambulancia. Me ayudaron a respirar: “Coge aire, saca aire”. Me vendaron. Me taparon con una manta y bajé las escaleras peldaño a peldaño. Casi no podía flexionar las piernas. No sé cómo subí a la litera. Salí del edificio mirando hacia arriba. Vi el cielo oscuro y húmedo, las ramas de los plataneros. “Mírame a los ojos”, me dijo el enfermero. Le miré a los ojos y me aguanté. Le llamó su novia. “Sí, vendré a cenar”, le dijo. Yo pensé en la comida que me esperaba en casa de mis padres. Aún tenía hambre. Me dieron casi de manera clandestina un trocito de empanada. Estaba deliciosa. Era como un pedacito de cielo despejado en medio de la tempestad. Vi techos blancos de pasillos. Dos puertas blancas que se abrían. Urgencias. Un auxiliar quiso saber de qué me había disfrazado. “De princesa”, conseguí articular. “Si es que siempre lo decimos, ¡son muy peligrosos los disfraces!” Durante el lapso de un segundo me morí de vergüenza ante la posibilidad de que se imaginara que me había puesto un vestido súper mega inflamable y horroroso de la Cenicienta de Walt Disney. Pero acto seguido pensé: “bah, que piense lo que quiera”. Creo que era la primera vez en mi vida que me daba igual lo que los demás pensaran de mí. De repente me sentí increíblemente fuerte. Nunca me había sentido tan bien. Soy una princesa, descubrí. Mi princesa. Y por ella haría lo que fuera necesario. Acabé encima de la mesa de operaciones. Las enfermeras me mojaron de arriba abajo con suero fisiológico para poder quitarme las vendas y las gasas que se me habían enganchado. El líquido entraba dentro mío al instante. Era como si mi cuerpo entero bebiera. Me habría gustado que me lloviera encima durante horas y horas, porque así mi cuerpo quemaba menos. Cuando vi mi piel me sorprendí mucho: no sabía dónde empezaba y dónde acababa la quemadura. Toda la piel era pellejo y carne viva. Era como si mi piel se hubiera abierto por todas partes. Me rodearon unos cuantos médicos. Era muy curioso porque no me miraban a la cara. Me miraban las piernas, claro. Y no porque fueran bonitas, precisamente. Eso me hirió el orgullo. Siempre me habían dicho que tenía las piernas bonitas. Uno de ellos me hizo firmar un documento por si me tenían que operar. No sé qué ponía en aquel papelote pero conseguí agarrar el boli con mi mano llena de pellejos y firmar. No entendía para qué me querían operar. Si total, tampoco estaba tan mal, sólo me había quemado. En ese preciso momento me di cuenta de que no tenía ni puñetera idea de lo que significaba quemarse, ni de lo que me esperaba. Noviembre Estuve una semana en la UCI, tres semanas en la sección de pequeños quemados y, cuando ya estaba a punto de ser dada de alta, se colapsó la unidad y me hicieron emigrar hacia la sección de
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Trauma. Finalmente, me enviaron a casa. En total, no pasó de un mes y una semana. Pero a mí se me hizo eterno. Había gente que tenía que estar más de un año en el hospital. ¿Cómo era posible aguantar tanto tiempo metido allí dentro? No podía evitar pensar en los niños burbuja, protegidos y a la vez atrapados dentro de su útero artificial. En los presos, aislados del mundo exterior por muros, pasillos y rejas. ¿Cómo lo hacen para no volverse locos? Y los pacientes de un geriátrico o de un psiquiátrico, ¿cómo sobreviven a lo que les rodea? Se tiene que ser muy fuerte. Y creer que la mejor medicina, la que realmente te puede salvar, eres tú mismo. Lo peor era no poder moverme. Las tres primeras semanas me las pasé en posición horizontal, quieta como una reina egipcia dentro de su sarcófago. ¿Qué haces cuando la vida te dice que te tienes que quedar quieto para siempre? Sólo te puedes mover por dentro, convertirte en el astronauta de tu propio universo. ¿Qué haces cuando pierdes un órgano de tu cuerpo o cuando te estropeas, como los coches de juguete el día después de reyes, y ya no puedes caminar o moverte como antes? El hospital parecía otro mundo. Para empezar, no había colores bonitos. Para continuar, las palabras eran muy extrañas y volaban por encima de mi cabeza como si fueran ovnis extraterrestres. Al principio no entendía de qué me hablaban las batas blancas. Después me acostumbré y me divertía coleccionando palabras raras. Las “grapas”, por ejemplo, eran literalmente grapas en miniatura que servían para unir el injerto a la herida abierta. El “bistec” era la sangre congelada que te inyectaban si tenías hemorragias. Parecía un paquete de carne envasada al vacío. Y la pinza que me ponían en el dedo gordo para medir las pulsaciones de mi corazón de llamaba “pulsi”, pobrecito. Estar conectada a cables, vías, tubos y bolsas me hacía sentir un poco como un ciborg de laboratorio. Todas las máquinas que me rodeaban eran extensiones de mi propio cuerpo. Para beber, como casi no me podía incorporar, utilizaba una pajita. Las pajitas eran bonitas porque tenían rayas de colores y si cerraba los ojos mientras bebía, me transportaban muy lejos, a bordo de un barco o en medio de una playa desierta, y el agua se transformaba en limonada u horchata o en batido de zumo de fruta. Beber usando una pajita era casi mágico. En el hospital dejé de pensar. Cerebro cero coma cinco. Lo mínimo. Sólo sentía, dormía, comía, bebía y pedía el orinal cuando lo necesitaba. Cada día era una calcomanía del anterior. Me aburría. Contemplaba la ventana desde mi cama, pero no se veía nada. La punta verde de unos árboles y los cascos amarillos de los obreros cuando iban hacia los andamios. Y ya está. Me habría gustado poder ver la cara de los obreros y saludarles. Me habría gustado que me sonrieran. Si las puntas de los árboles se movían, tocadas por la lluvia o el viento, eso ya era todo un acontecimiento. De noche, aquello parecía la rambla: las enfermeras entraban y salían de la habitación cada dos por tres. Dormir era una utopía. Algunas chicas se ponían a hablar en voz alta justo delante de la puerta. Sinceramente: ¡era para matarlas! Había enfermeras de todo tipo. Algunas nos manipulaban como si fuéramos simples objetos. Pero también había verdaderos ángeles. Yo me encontré con uno que tenía los ojos azules y estoy convencida de que su presencia me regeneraba al instante diez millones de células. La mayoría de las enfermeras eran mujeres. En cambio, los médicos eran casi todos hombres. De alguna manera, creo que se consideraba la tarea de las enfermeras como secundaria. No lo digo por despreciar lo que hacen los médicos, al contrario: su trabajo es muy noble y muy duro. Pero creo que aún hoy no se valora lo suficiente la labor de las enfermeras. Se pasan el día limpiando sangre, tocando mierda, levantando pesos muertos y sobretodo, conviviendo con el dolor del paciente de manera directa y constante. Ser una buena enfermera, es decir, experta, humana, alegre, dulce, llena de energía, atenta y no morir en el intento, no me parece nada fácil. La cura era el momento estrella del día. A mí, por suerte, sólo me hacían una a las diez de la mañana. Duraba una hora, más o menos. Venían de dos en dos: una enfermera y una auxiliar. Solía
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tener la misma pareja durante una semana entera. La auxiliar me daba el desayuno, lo desinfectaba todo, me cortaba las uñas, me lavaba el pelo y también las partes del cuerpo que no me había quemado. La enfermera me destapaba las heridas con la ayuda de la auxiliar, las lavaba y las volvía a tapar. Después me preguntaba en una escala del 0 al 10 cuánto dolor había sentido. Yo nunca sabía qué responder. Recuerdo que a menudo decía 4, casi por decir algo. ¿Se puede medir el dolor? El que ya no sabía medir nada de nada era mi cuerpo. Hay quienes dicen que los quemados tenemos el termostato estropeado. Normalmente tenía calor, pero cuando me hacían la cura, si no iban rápido, me congelaba. En el techo de la litera de la UCI había un dispositivo de luces rojas que generaban calor, como si aquello fuera una incubadora de huevos. Sin mis vendas y con la piel quemada, desprotegida como un polluelo desplumado, me moría de frío y las uñas se me volvían azules. El aire me hacía daño en la carne. Realmente, ¿qué haríamos sin piel? No podríamos tocar ni sentir nada, todo se nos pegaría, nos heriría y nos contaminaría. Quizás, la piel es la única frontera que realmente tiene que existir. Desde mi cama, a centenares de quilómetros del estrecho de Gibraltar, me imaginaba como se alzaban las olas oscuras y saladas, feroces como el fuego ardiente. Que yo me hubiera quemado, ¿qué quieres hacerle? La vida es así. Fue un accidente. Pero que niños de doce años continúen muriendo ahogados por culpa de una raya en un mapa, no, lo siento. Eso no es un accidente, eso es un crimen. Entonces me entraba más frío y pedía a las enfermeras: “¡por favor, encended la luz de las gallinas!”. Cuando la cura era un poco bestia (por ejemplo, la primera después de una operación) me inyectaban morfina. De todos modos, se tenía que luchar un poco para obtener una dosis. Una enfermera me dijo: “mira, a mí los médicos no me escucharán, dirán que soy una blanda. Pero si tú les lloras, te darán”. En efecto, el médico al principio me dijo que no me daría: según él, la cura no me dolería. ¿Qué sabía él de si dolía o no? “Por favor”, insistí. “Está bien”, accedió otro de los médicos, “tendrás un pequeño suplemento”. No sé qué quería decir exactamente con aquello de un pequeño suplemento, pero la morfina me provocó tanta felicidad que incluso tuve miedo de volverme adicta. Era como si de golpe se abriera una flor blanca dentro de mi cerebro, ¡plop! y yo me pusiera a flotar dentro de una nube de polvos de talco. Muy curioso. Al principio el dolor era lejano. Como el rugido de un león escondido en la sabana. Casi no lo oía. Era un ronquido subterráneo que circulaba por debajo de mi piel, dormida por los calmantes y por las terminaciones nerviosas destruidas. Era un dolor que se confundía con las pesadillas, el calor y la sed. Después, el león se fue acercando. Cada vez estaba más cerca. La piel se empezó a despertar, descubrió que se había quemado y se puso a gritar. No lo hacía siempre con la misma intensidad, pero cuando eran las diez de la mañana, sí. A veces, sólo me daba cuenta de que estaba llorando porque las lágrimas se me metían en la boca y sabían a mar. Una fuerza desconocida y descomunal pesaba sobre mi cuerpo, lo ocupaba todo y no me dejaba espacio para mí. Nunca había sentido nada tan fuerte como aquello. Y, por supuesto, me daba mucho miedo. Después, no sé cómo, acepté el dolor. Dejaba que viniera y se fuera. Y en menos de cinco minutos, lo olvidaba. Hasta el día siguiente. El dolor me enseñó todo lo que el nido de algodón en el que había vivido encapsulada durante años me había negado. Cuando la piel gritaba siempre me venían a la cabeza un montón de pensamientos intensos, atropellados e inconexos: ¿te puedes morir de dolor? ¿Cómo aguantan el dolor las mujeres al parir? ¿En qué piensan los monjes budistas que se suicidan con fuego? ¿Por qué tenemos que morir en hospitales si los hospitales son tan feos? ¿Por qué aquí no hablamos de la muerte? ¿Por qué todo el mundo quiere pastillas y más pastillas? ¿Por qué nos da tanto miedo el dolor? Cuando las enfermeras se iban, me quedaba sola en mi cama, reventada como si hubiera acabado de correr una maratón. Cansada pero contenta de haber superado, una vez más, la prueba de las diez de la mañana. A parte de la morfina, mi droga más habitual (y asequible) era la música: Vivaldi, Mercedes Sosa, Violeta Parra, Totó la Momposina... Mi canción preferida me mecía como a un bebé en su cuna:
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“Vamos decime, contame Todo lo que a vos te está pasando ahora Porqué sino cuando está sola tu alma llora Hay que sacarlo todo afuera, como la primavera Nadie quiere que adentro algo se muera Hablar mirando hacia los ojos Sacar todo lo que se pueda afuera Para que dentro nazcan cosas nuevas” Como no podía leer ningún libro (leer significa usar el cerebro durante más de treinta segundos seguidos…), me aprendí de memoria un poema de Iannis Ritsos. El comunista griego que había acabado en el calabozo durante la dictadura de los coroneles, me descubrió que la poesía puede ser tan útil como un destornillador: “Entre los cardos silvestres Una florecita dorada Ha dicho “presente”. ¿Y tú qué has hecho? Has dicho, también, “presente”. Y hacía sol.” Cuando me desenvolvieron la mano derecha pedí papel y lápiz. Hice un pájaro rojo en llamas que abría el pico para pedir ayuda a gritos. Todo él era un grito. El pájaro era yo, claro. A partir de entonces, y a pesar del gran esfuerzo físico que me suponía hacerlo, dibujar se convirtió en algo tan necesario como beber un vaso de agua. Cuando lo hacía, me vaciaba un poco de todo aquello que llevaba dentro: rabia, miedo, ira, desconcierto, dolor, tristeza. Una masa amorfa y oscura que se movía en mi interior sin saber qué hacer ni por dónde salir. Después de la primera operación escribí esto: “Hoy ha sido un día de verdad porque me he visto las piernas. De arriba abajo. Sola. En el lavabo de la habitación. Era muy feo. Pero no he llorado. Al menos, no de momento. Era una sensación rara. Tampoco era desagradable. La fealdad, si la miras de cerca, no es tan fea. Y los guapos, si los miras de cerca, no son tan guapos”. De golpe, las serpientes me dieron mucha envidia. Sería tan práctico quitarse la piel quemada y ¡hop! tener otra preparada debajo, completamente nueva… Pero bajo las vendas me esperaba una sorpresa: ¡me había aparecido una peca nueva justo al lado de la rodilla izquierda! Una de las frases que más oí mientras estaba ingresada en la unidad de quemados fue “es normal”. Era normal que me doliera la cura. Era normal que tuviera mucha sed. Era normal que me saliera una ampolla. También era completamente normal que, de golpe, viniera un grupito de médicos y delante de mí dijeran: “éste es un caso de bla bla bla. Mirad, mirad. Niña, levanta las piernas”. Y yo las levantaba para que las fotografiaran y pensaba en las bailarinas de can-can del Moulin Rouge. Me sentía como un mandril del zoo, enseñando su culo rojo al mundo entero. Por suerte, cuando recitaba una poesía recordaba que debajo de las vendas, aparte de carne y hueso, había otra cosa que no era exactamente una cosa, quizás un alma, no lo sé. Me acostumbré a hablar sola, cuando nadie me oía. Hablaba con mi cuerpo, para calmarlo. Cantaba bajito las canciones que más me gustaban. Cantar era mi nueva forma de bailar por dentro y de volar. Cantaba para no estar sola y, sobretodo, para no olvidar que era una persona. Mi actividad principal era comer. Como no me movía nada, no tenía hambre y entonces iba muuuuuy lenta. Si venía una visita, me pillaba con el tenedor en la mano, no fallaba. Me sentía como una oca con un embudo en la boca. Me pusieron una sonda, un tubo de plástico que me entraba por la nariz y me bajaba por la garganta hasta el estómago y me llenaba de papilla sintética, tanto de día como de noche. Cuando se atascaba, la limpiaban con Coca Cola. También me tenía
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que beber unos concentrados caloríficos tres veces al día. Eran unos brebajes densos y plastificados, que no se terminaban nunca y me provocaban náuseas, ¡puaaaaaj! Una vez me negué a cenar. Simplemente no me entraba. La enfermera del turno de noche aparcó su sonrisa, se transformó en una medusa y me pegó un sermón espectacular. Me puse a llorar como una madalena. Y ella venga: que si los otros chicos de la planta comían mucho, que todos querían vivir, y yo que ¿por qué no quería vivir? Un momento, ¿pero qué dice esta mujer? ¡Claro que quería vivir! “¡Pues come!”, tronó la medusa. “Es que me duele el estómago”. “Vaya tontería, tú no tienes ningún problema en el estómago”. “Es que estoy nerviosa. A mí los nervios me quitan el hambre”. Nada que hacer: “¡come!”. Imposible negociar con una medusa. Tuve que tragarme el trozo de pescado mientras otra enfermera adoptaba el papel de policía bueno y me explicaba no sé qué de unos maquillajes de color verde que sirven para disimular las cicatrices de las quemaduras. Si no hubiera estado tan cansada, le habría explicado que no lloraba por el color de mis piernas sino porque hacía días que no me movía de la cama, que no caminaba, no corría, no bailaba, no saltaba, no tocaba el viento, no veía el mar, no veía el sol, ni hablaba con la gente de la calle. También me habría gustado decirle que no se preocupara por mí, que ya me las arreglaría y que para ser feliz, esperaba no tener que recurrir al maquillaje. Finalmente me llevaron a la sala de rehabilitación. En silla de ruedas y derrapando por las esquinas. El corazón me saltaba de alegría. Fue como si el ratoncito de campo fuera de visita a la ciudad. Por fin podía ver el lugar en el que estaba desde hacía semanas. Conocí a la gente de las otras habitaciones. Todo me parecía interesante. La fisioterapeuta me dijo: “¿bailamos el chotis?”. Bailamos juntas algo que se parecía a un vals desbaratado, la excusa perfecta para hacerme levantar las rodillas y doblar las piernas. Pensaba que la piel se me desgarraría cual papel de churrería. Por mucha suerte que tuve, pensaba en los meses que me esperaban y lo veía todo muy negro. Todo eran dudas, incertezas. ¿Cuándo volveré a estar bien? ¿Cómo me quedarán las cicatrices? ¿Quién me querrá? ¿Quién me dará besos en las piernas sin sentir asco? De noche, me levantaba para ir al baño y me interrogaba en el espejo. Me sorprendía al verme los ojos tan grandes y brillantes: “¡ésta soy yo!”, me repetía, incrédula. Y estaba contenta de haberme conocido. Diciembre El viernes 5 de diciembre del 2008 salí del hospital. Mi madre me ayudó a vestirme de persona “normal”. Bueno, esto de “normal” es muy relativo: ¡no llevaba ni bragas ni sujetador! (fui así durante mucho tiempo porque la ropa interior me escocía la piel). Lo que más me gustó fue ver el horizonte: de lejos se veía el mar. Tenía la sensación de que hacía siglos que no lo veía. Era muy bonito. Todo plano y azul. El mundo se volvió a abrir y era enorme. No me cabía entre los brazos. Desde la ventanilla del coche, aprovechando un semáforo en rojo, observé un cartel de la calle. Era el anuncio de una película. Australia, se titulaba. Con Nicole Kidman. Me dio la sensación de toparme con un marciano. “Qué mujer tan rara”, pensé, “parece de plástico.” Mi cabeza estaba desorientada. Me había acostumbrado a ver otro tipo de cosas: sangre, costras, pus, ampollas, gasas, agujas. Y aquella muñeca derivada de la Barbie me provocaba escalofríos de inquietud. Dentro del hospital las cosas eran simples y a la vez profundas. Ahora, miraba a mi alrededor y todo me parecía superficial e inútilmente complejo. Pensé: “el mundo está enfermo”. Al lado de aquel anuncio prefabricado y sintético, la flora y la fauna de la unidad de quemados me parecía mil veces más bonita y más real. Me sentí, de golpe, muy afortunada de haber visto lo que había visto. De saber qué se esconde detrás de las vendas. Mi piel sangrante y medio desecha era la prueba empírica de que yo no era de plástico. De que todos los seres humanos somos materia combustible, deformable. Materia en movimiento. Y no un producto de escaparate brillante e impoluto, eterno, como nos quieren hacer creer que tenemos que ser todos nosotros.
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Mis padres se repartieron las funciones: mi madre era la enfermera y mi padre el chófer. A mi aún me quedaban algunas heridas leves por cicatrizar. Las enfermeras las llamaban “chispas”. Tardé unos tres meses en cerrar todas aquellas chispas. El primer mes fui a hacerme las curas a varios ambulatorios. Aquello más bien parecía un deambulatorio, ahora hacia aquí, ahora hacia allá, y cuidado con que no se te caigan las vendas cuando salgas haciendo equilibrios del taxi o del coche de papá. Siempre recordaré la primera cura fuera de la Vall d’Hebron. Era fin de semana y había mucha cola. La clínica tan sólo disponía de tres enfermeras para atender a toda la gente que iba llegando a Urgencias. Tras insistir bastante, me cogieron. Automáticamente, me empecé a quitar toda la ropa que llevaba encima delante del enfermero. En el hospital me había acostumbrado a ir casi siempre medio desnuda. Pero se ve que el pobre enfermero no se lo esperaba, desvió la mirada y me pasó, rápidamente, una bata para que me tapara. Por un instante, me pregunté si había hecho algo mal pero opté por no tener vergüenza y me estiré sobre la camilla. El enfermero resultó ser muy simpático. Era de Paraguay y hacía muchas bromas. Me preguntó si había querido hacerle vudú a alguien. “Hombre”, contesté, “más bien me lo han querido hacer a mí”. Me curó las heridas con mucha delicadeza y respeto, como si yo fuera un bebé. No me podía creer que no me doliera. Era hasta agradable. Me preguntó: “¿estás nerviosa?” Pues sí que lo estaba. Hacía tanto tiempo que nadie me tocaba de aquella manera. Había olvidado que mi piel también podía sonreír. Pero no se lo dije, claro está. Concluyó: “uno sale de casa por la mañana y no sabe si volverá por la noche”. Yo salí de allí dentro un poco enamorada. El último mes de curas lo hice en el lavabo de casa, con mi madre. Aquello fue una especie de máster acelerado en enfermería práctica. Al final nos sabíamos todos los pasos de memoria y al milímetro (creo que hasta lo podríamos haber hecho con los ojos cerrados): 1. me quitaba las vendas elásticas exteriores, las vendas de algodón interiores y las gasas grandes, y me metía en la bañera. 2. intentaba quitarme las gasas que se habían pegado a la herida, con agua a presión o con los dedos. La pomada de Betadine era muy pegajosa así que nos pasamos al Purilon (¡vaya nombres!), que era una especie de gelatina transparente que se tenía que tapar con una reja grasosa para evitar que la gasa se pegara a la herida. De todos modos, tenía que rascarme el Purilon con mucho cuidado para no hacerme daño. Todo esto, con un espejo en la mano a modo de retrovisor porque claro, yo no podía verme las piernas por detrás. 3. me enjabonaba con una esponja de la farmacia y me lavaba tan suavemente como podía (es decir, dejando que la ley de la gravedad hiciera resbalar, solita, el agua y el jabón piernas abajo). 4. me secaba las piernas con el secador de pelo o, cuando perdía la paciencia, con una toalla limpia, que quizás tenía más bacterias pero acababa más rápido. 5. me untaba varias veces la piel con una crema hidratante, una de especial para las zonas abiertas y una de normal para las zonas que ya se habían cerrado. 6. cuando la piel se había secado un poco, mi madre y yo íbamos tapando, de una en una, todas las heridas: gelatina, reja, gasa pequeña, gasa grande, venda de algodón, venda elástica y el toque final del esparadrapo que consistía en saber calcular como de fuerte tenías que apretar el embalaje para que no se te cayera todo al suelo pero tampoco te hiciera daño en la piel. En total, si éramos rápidas, duraba una hora. Lo más exasperante fueron las ampollas. Justo cuando casi no me quedaba ninguna herida abierta, hicieron su aparición estelar. Dicen que las ampollas son las primeras en llegar y las últimas en irse. Cada mañana me despertaba viendo llamas a través de mi piel. El cuerpo me pesaba como si me lo hubieran llenado de piedras. Todo era muy extraño. Me sentía como el escarabajo de Kafka, paralizado sobre su espalda. No sabía cómo salir de la cama sin doblar las rodillas. Y, además, ¿y si se me deshacían las vendas y me ensuciaba con las sábanas saturadas de bacterias asesinas? En fin. Cuando, tras muchas tentativas frustradas de escarabajo torpe me ponía en pie, había volado una
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media hora larga. De hecho, no tenía ningún tipo de prisa. Me podía pasar, perfectamente, tres horas enteras contemplando una pared blanca sin hacer nada en absoluto. Continuaba con el cable mental desenchufado, pero al menos ahora ya podía leer libros. Me reencontré con Cortázar. Viajé a Grecia y a México. Cuando ya no sabía qué hacer, me encerraba en el lavabo y me hacía fotos mientras sonaba la radio latinoamericana. El hit del momento se llamaba Llamada de emergencia, y a mí me gustaba mucho, sobre todo cuando decía: “Control: necesitamos asistentes en el área. Lo estamos perdiendo, lo estamos perdiendo... Control: ¡se nos va, se nos va!” Y entonces sonaba el electrocardiograma a punto de desfallecer: tut, tut, tut… Puede parecer extraño o incluso macabro, pero yo acababa de salir del hospital y cualquier palabra médica me resultaba cercana y familiar, y me hacía sentir menos sola en mi pequeño mundo de gasas y vendas. Aquel invierno fue muy frío pero yo iba por los pasillos de casa sin ropa, con las vendas encima, una toalla y poca cosa más. Me moría de calor. Era como si el incendio continuara por debajo de la piel. Bebía agua sin parar, me abanicaba, pero nada funcionaba. Mi cuerpo se pensaba que estaba en el Caribe. Por la noche, cuando nadie me veía, salía desnuda al balcón para que el aire helado me tocara la piel y soñaba que era un pingüino y que me bañaba entre glaciares gigantescos. Pero como no me podía pagar un viaje al país de las auroras boreales, simplemente me iba a la cocina y abría la puerta de la nevera. Allí me quedaba, quieta y satisfecha, hasta que la máquina se ponía a pitar sin parar. La piel se despertó del todo. Antes, sólo la notaba de vez en cuando, cuando me hacían una cura o cuando un relámpago de dolor me sumergía momentáneamente en una tempestad eléctrica tan inesperada como efímera. Ahora la sentía sin interrupción, como un zumbido agudo y constante de un moscardón. Lo peor eran los ataques de picor. Muchas noches me las pasaba sin poder dormir, rascándome. En teoría tenía estrictamente prohibido rascarme, pero casi siempre me saltaba la norma a la torera. ¡Tenía unas ganas de poder descansar ni que fuera una milésima de segundo de aquel festival de pulgas invisibles! Caminar. Sentarme. Subir las escaleras. Bajarlas. Estirarme. Todo me pedía paciencia y esfuerzo. Tenía la sensación de que mi cuerpo era el de otra persona y de que en lugar de piernas tenía dos palos de madera. Cuando me sentaba en una silla sólo podía poner la punta del culo, dejando las piernas estiradas hacia delante como si fuera una señorita fina, abandonada en una “chaise longue” de un balneario de Baviera. Siempre entraba al coche de pie, agarrándome al asa del techo. A finales del mes de febrero se me cerraron las últimas chispas y desaparecieron las últimas ampollas. Al día siguiente, tomé el metro para ir a trabajar. Hacía tiempo que no veía tanta gente junta. También volví a la universidad. La verdad es que tan sólo transportaba mi cuerpo. Mi cabeza aún estaba ausente, perdida en un mar de niebla espesa en el que navegaban palabras lejanas, inaccesibles para mi comprensión. Pero ahora que ya no dependía de nadie para vestirme, desplazarme y cuidarme podía marcharme de casa de mis padres e irme a vivir al piso en el que me había quemado. Marzo Por fin mi habitación estaba pintada de blanco. De hecho, me la pintaron mis compañeros de piso, yo casi no tuve que hacer nada. Me ofrecieron una cama y un colchón, y allí instalé mis cosas: la alfombra turca, los libros, la música, los medicamentos, la ropa y unos cuantos muebles. Las cuatro paredes perdieron muy pronto el perfume condensado de Titanlux y yo empecé una nueva vida en el palacio. Cuando entré al piso por primera vez después del accidente, había una barrita de incienso que se consumía lentamente sobre una mesa de madera. El olor del humo me fue directo al cerebro. Todas mis neuronas se pusieron a gritar: “¡cuidadooooo!” Me giré como si detrás de mí hubiera una bomba a punto de explotar: no había nada… Me sentí ridícula. ¿Cómo podía ser que una simple
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barra de incienso me pusiera el corazón a mil por hora, me provocara un sudor frío y unas ganas locas de huir? Eso me recordó una anécdota del hospital: se ve que una vez habían ingresado a la mujer de un patriarca gitano. Las enfermeras la dejaron limpia y suave como un bebé, pero cuando su marido fue a visitarla, exclamó: “¡desgraciadas! ¿Qué le habéis hecho? ¡Habéis robado el olor de mi mujer!” No sé qué es exactamente lo que veía este hombre cuando olía a su mujer, pero a mí, el incienso me hizo revivir todo el accidente de la A a la Z en un periquete. Así: ¡fiuuuuuuu! Dicen que la parte más antigua de nuestro cerebro es la reptiliana, que data más o menos de la época de los dinosaurios. Se activa a partir de estímulos externos que desencadenan en nuestro organismo acciones instintivas y mecánicas y que, por lo tanto, son muy difíciles de controlar. Este sistema, llamado límbico, es el que gestiona los nervios y las emociones, y es particularmente sensible a los estímulos del olfato. Por eso, dependiendo de nuestras experiencias anteriores, un olor nos puede provocar alegría, tristeza, miedo, dolor, etc. En resumen: era lógico que el diplodocus que me habitaba se hubiera asustado al detectar señales de humo sospechosas. Durante mucho tiempo, el simple olor de unas tostadas o de un arroz quemado me hacían un doble nudo marinero en el estómago. Cuando la caldera gruñía, pensaba que me explotaría en las narices y la verdad sea dicha, nunca conseguí encender la calefacción del comedor sin rezar en voz baja para que la bombona de butano no explotara. A menudo, me despertaba a las cuatro o las cinco de la madrugada pensando en qué haría si se incendiaba el piso. Una noche, hasta soñé que me enamoraba de un chico que se llamaba Fuego. Con el tiempo acabé aceptando que tenía muchos más números de morir cruelmente atropellada por una masa de guiris de los que buscan desesperadamente el Museo Picasso. En el fondo, mis manías eran bastante cómicas. Por ejemplo, como me dijeron que el azúcar mata las células de la piel, huía de él como si fuera el mismísimo diablo. “Prueba este pastel.” “No, que tiene azúcar.” “¿Quieres un bombón?” “No, que tiene azúcar.” “Ten, tómate este te.” “¡Nooo! ¡Que tiene azúcar!” Así que sólo tomaba pastelitos árabes con la esperanza de que sólo tuvieran miel. Mis nuevas ocupaciones eran muy sencillas: trabajo, universidad, ñam ñam, zzzzzzz… Nunca salía de fiesta. Siempre estaba cansada. Durante meses, cualquier cosa, por insignificante que fuera, me agotaba: caminar por el pasillo, cocinar, colgar la ropa, poner la mesa, ir a comprar. Más de una vez me tenía que estirar en la cama un rato para llenar mi depósito de energía y si no hacía una siesta, no llegaba entera hasta la noche. En la calle era sensacional: todo el mundo me adelantaba. Incluso la vecina de abajo que iba con un bastón toda encorvada, subía las escaleras más rápido que yo. Definitivamente, parecía un caracol. Y descubrí que me gustaba serlo. Me gustaba ir lenta. ¿Por qué está bien ser el más rápido y correr para ser siempre el primero de la lista? Entre paso y paso, observaba la gente y veía muchas caras de pocos amigos, bocas inexpresivas, ojos que no veían. Robots unifuncionales: trabaja, compra, gasta. Fue entonces cuando entendí que no quería pasarme la vida entera en una ciudad llena de humo, coches, velocidad, agresividad, hipocresías, inutilidades y ridiculeces. Pero de momento, todo eso quedaba aparcado dentro del garaje de ideas de mi cabeza. Las cicatrices me reclamaban a todas horas, como un bebé recién nacido y no tenía tiempo para soñar. Dos veces al día me metía en mi habitación, cerraba a cal y canto, ponía una toalla enorme sobre la alfombra turca y cumplía un ritual para intentar hacer revivir las plumas rojas de mi cuerpo quemado. Durante media hora me hacía masajes en la piel con aceite de rosa mosqueta y de almendra dulce. Muy despacio, intentaba doblar las piernas, flexionarlas y estirarlas hasta que la piel se ablandaba y me podía sentar encima de la toalla. Me miraba las cicatrices en un espejo e intentaba pensar: “bueno, tampoco es para tanto”. A menudo, mientras hacía de contorsionista de circo, de las habitaciones vecinas llegaban notas alegres y encendidas que me acompañaban: “Al cuarto de Tula, le cogió candela.
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Se quedó dormida y no apagó la vela.” Cuando emergía de mi habitación, iba directa a la ducha. Con una pastilla de jabón, intentaba eliminar la película grasienta de aceite que me recubría. El agua resbalaba por encima de mis cicatrices como una lluvia lejana, que nunca acababa de entrar al interior de mi cuerpo. Las ventanas de mi piel, allí por donde el fuego se había paseado, estaban tapiadas, y tenía la sensación de que toda yo estaba envuelta en plástico. Me secaba. Gel de aloe. Dejaba que se secara. Medias compresoras. Ropa. Abría la puerta. El cronómetro imaginario me indicaba que había pasado una hora y media desde que había empezado. Con tantos litros de aceite que se iban por el desagüe (¡pobre mar!) era inevitable que la tubería se atascara y que la bañera se convirtiera en una piscina. Durante un año la limpié cada día dos veces (365 días multiplicados por 2 son 730 veces: no está nada mal, ¿verdad?). Estaba tan harta que a menudo me olvidaba de ponerme los guantes y abandonaba la cerámica tal cual, sucia y resbaladiza de aceite. Y entonces el siguiente que entraba en la ducha… Aquella porquería no la quitaba ni el Fairy Plus Ultra ni el Don Limpio ni nada de nada. Mientras fregaba, protestaba enérgicamente: “¡ves, si no te hubieras quemado, ahora no estarías aquí como una estúpida, intentando quitar toda esta porquería!” Y entonces maldecía a la bañera, y también maldecía a la vela, a la fiesta, a mi mala suerte y, ya puestos, ¿por qué no?, maldecía al mundo entero. Ah, y también a aquel maldito aceite que me perfumaba la habitación de una inolvidable peste a rancio. Toda mi ropa olía igual: las medias, las sábanas, el albornoz, la ropa interior, las camisetas… Pero en general, todo iba bien. Después de estar tanto tiempo metida entre cuatro paredes, el simple hecho de ir completamente sola por la calle me ponía la serotonina de la felicidad a mil. Me paseaba por el parque y con los dedos reseguía la corteza desnuda de los árboles. Bultos, cortes, agujeros. Si cerraba los ojos me parecía que estaba tocando mis propias cicatrices. De repente, todas las cosas tenían piel. Vestidos heridos. Historias por explicar. Murmullos prácticamente inaudibles en medio del magma urbano. Una tarde cualquiera, me tropecé con un gato. Era un gato bastante curioso: sabía hablar no sé cuántos idiomas, trabajaba de noche en un hotel, no tenía miedo a bailar bajo la lluvia mientras sonaba música de los Balcanes y sus orejas olían a jazmín. Como el gato era mucho más alto que yo, me ayudó a colgar el mapa del mundo en la pared de mi habitación. En aquel momento, mi cuerpo se transformó en un globo muy ligero y me puse a volar sobre los tejados de la ciudad. El gato trotaba a sus anchas por los tejados y, de vez en cuando, me decía: “miau, miau, que bonita eres”. Hasta que un día, no lo vi más. Aquél verano me convertí en un vampiro. Una vampira, para ser más exactos. Tenía la impresión de que si el sol me tocaba, me fulminaría en el acto. Caminaba pisando islas de oscuridad, de sombra en sombra, para que la luz no llegara a mi piel. Cogí unos calcetines negros, los agujereé para poder pasar los dedos de las manos y ya está. En pleno mes de agosto iba por todas partes con unos guantes hasta los codos y las medias compresoras por debajo de los pantalones. Tampoco era tan terrible. Simplemente, me acostumbré a sudar. Cuando veía los anuncios de la calle, me daban unas ganas locas de crear una agencia de modelos con mujeres de verdad. Y cuando buscaba con urgencia un vestido que no tuviera ni viscosa, ni poliamida, ni cualquier otra monstruosidad, tenía muchas ganas de montar una tienda de ropa que sólo usara fibras naturales. Leía los componentes químicos de las etiquetas y comprobaba que, en efecto, las grandes industrias textiles quieren convertirnos a todos en bidones ambulantes de petróleo. Las empresas multinacionales hacen de nuestras vidas un producto más, altamente explotable e inflamable, pero como la moda comercial actual es una religión para miles de adeptos incondicionales (previo lavado de cerebro), pensé que, sin duda alguna, mi modesta empresa de algodón, seda y lana haría bancarrota en un visto y no visto.
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No siempre tenía las ideas tan claras. A veces, cuando compraba ropa, mis convicciones de guerrillera anti-Barbie se deshacían cual cubito de hielo. Envidiaba a los maniquís que llevaban minifaldas. Ironías de la vida: yo que nunca había querido ponérmelas, ahora me moría de ganas. Dentro de los probadores, intentaba no mirarme al espejo. Lo habría roto. Por la calle, mi instinto destructor se multiplicaba. Habría matado a todas las chicas que enseñaban las piernas. Habría ametrallado todos los anuncios de moda y de belleza. Me sentía como una muñeca rota, en descomposición. Estropeada. De repente, los zombis de Michael Jackson que siempre me habían causado mucho miedo, me caían muy bien. Ellos eran los únicos que en estos momentos me podían acoger entre sus brazos putrefactos y llenos de amor, y yo me volvía pequeña y me refugiaba en ellos, me agarraba bien fuerte y lloraba de rabia porque, una vez más, me había dejado engañar por el canto estúpido y vacío de las sirenas. Octubre II Octubre dio paso a noviembre. Un día, pensé en Noe. Era una chica de ojos grandes y oscuros y pelo liso y negro como las pinturas del antiguo Egipto. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos y, de hecho, casi ni nos conocíamos. Pero algo me decía que aquella era la persona que yo buscaba: una mujer, fotógrafa, comprometida con sus ideales y muy sensible. Si alguien tenía que fotografiarme era ella. Nadie más. Me recibió con su hija de meses en brazos, Luciérnaga. Así empezó todo: alrededor de una mesa llena de papeles, con el ruidito del bebé que le chupaba el pecho y dos tazas de te caliente en las manos. Enseñar las cicatrices no me supuso ningún problema. Las fotos más difíciles fueron, justamente, aquellas en las que no se veía nada. Quizás porque eran las más simbólicas y hablaban de aquello que no se ve a simple vista: las emociones, los sentimientos. Volver al lugar en el que me quemé o bailar con una vela en la mano fueron dos momentos importantes para mí, aunque aparentemente no sintiera nada en especial. Comprar el paquete de velas en el supermercado de la esquina fue un momento histórico inolvidable: me costó 1,69 euros y el cajero me dedicó una sonrisa luminosa como una bombilla de 1.000 vatios (no sé si existen este tipo de bombillas, pero a mí me lo pareció). Noe y yo charlábamos cual cotorras de nuestras cicatrices y de las cosas que nos afectaban: - Sí, en el hospital, muchas veces parece que tú no puedas opinar, y eso que lo que está en juego es tu cuerpo, tu vida. - Y si eres diferente, resulta que no eres “normal”. No encajas con el patrón estético e ideológico dictado por el resto de la sociedad. - No hay bombas ni muertos, pero es como si hubiera una guerra muy higiénica y silenciosa que nos quisiera aniquilar a todos. Tienes la sensación de que la televisión y los anuncios y los políticos y los bancos te rodean e intentan ocupar tu cuerpo y tu mente para llenarte de necesidades ajenas a lo que tú realmente quieres y buscas. - ¿De dónde sale tanta agresividad urbana antihumana? Mira como son, que dicen que esta sociedad está sana y si la observas un ratito, enseguida te das cuenta de que le supuran las llagas sin cesar. Rabia. Eso era lo que nos conectaba. No era una rabia destructiva. Eran muchas ganas acumuladas de decir que no. Que no estamos de acuerdo con muchas de las cosas que nos rodean diariamente y que dependen del actual sistema de represión y de control social. Hablar de las cicatrices no era sólo hablar de sangre, vendas y pomadas. Era, sobretodo, hablar de lo que hay detrás de ellas: las reacciones de la gente ante el dolor, la capacidad de empatía, la necesidad de establecer lazos para no sentirnos solos ante la presión ambiental que amenaza con robotizarnos, las luchas internas para vencer al miedo y ser nosotros mismos, y no lo que se espera que seamos. Finalmente pude sentarme correctamente en una silla y el 9 de abril del 2009 me subí a un avión hacia Siria. Allí nadie me miraba mal si hacía calor e iba tapada de pies a cabeza. Una mañana, me miré en el espejo ovalado de mi habitación. Con los ojos aún entre-cerrados vi, de pronto, que las cicatrices me sonreían, bonitas, rosadas. Y yo también les sonreí.
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HISTORIAS La pareja de Salou llegó en helicóptero. Primero uno y luego el otro. Los tuvieron que intubar. Se habían quemado de arriba abajo. Una fuga de gas. Encendieron el mechero y el gas acumulado en el chalet sin ventilar explotó. El abuelo de la habitación de al lado era un pesado y siempre pedía la enfermera a gritos. Así: “¡enfermeraaaaaaaaaaaaaaa!” Tres veces seguidas e incluso más. No me dejaba dormir. En una de las habitaciones del hospital había un preso que se había quemado. Un guarda vigilaba su puerta día y noche. A mí, esto, me dio mucha rabia. Si estaba quemado de gravedad, ¿se puede saber cómo querían que se escapara? Nunca supe qué le había pasado exactamente. Pero en mi cabeza resonaban historias macabras, historias de carceleros que provocan accidentes para que parezca que los presos se han suicidado. O bien historias en las que el preso prende fuego a su cama con un cigarrillo pero nadie acude a sacarlo de la celda hasta que ya es demasiado tarde. A la señora Juliana le había explotado el horno de gas. Por suerte sólo se le quemaron las piernas y una mano. Resumió su situación con muy pocas palabras: “tengo el cuerpo triste”, me dijo. Por la noche, oíamos a su antigua compañera de habitación que pedía agua y gemía porque la herida se le había gangrenado y le habían tenido que amputar la pierna. Los calmantes ya no le hacían efecto. “Pobre señora Cloti”, decía entonces Juliana, y la tristeza de su cuerpo se acentuaba. A mi segunda compañera de habitación se le habían quemado la cara y el cuello mientras cocinaba. “Piensa que tenía unas ampollas en las orejas que me colgaban hasta rozarme los hombros”, me explicaba. “¡Parecían pendientes!” Yasmin se había quemado la barriga con agua hirviendo. La operaron cuatro veces. Tenía unos ojos grandes y abiertos y la piel de color caramelo. A veces, se escapaba por los pasillos y sacaba la cabeza por detrás de la puerta de mi habitación. Yo le decía “¡hola!” desde la cama y ella se escondía, entre risitas de niña traviesa. El niño que jugaba a lego en la sala de rehabilitación se había quemado la cabeza con aceite caliente. La llevaba tan vendada que sólo se le veían cuatro huecos para los ojos, la nariz y la boca. Se había echado encima de su hermana pequeña para salvarla de una sartén que se cayó de los fogones. A Jour se le había prendido la falda con el tubo de escape de la moto, mientras conducía. Cuando le despegaron la ropa de la piel, la enfermera también había llorado. Jour me dijo: “llora siempre que lo necesites, siempre. No te dé vergüenza llorar”. El chico de la gorra de visera se había quemado con una descarga eléctrica. “Cuando te electrocutas es peor, porque no te quemas de afuera hacia adentro sino de adentro hacia fuera”, me explicó. “Ya verás, cuando se te haya cicatrizado todo, te rascarás siempre. ¡No te darás ni cuenta!” Fofana, el africano sin papeles. Se había quemado la mano. Huyó del hospital sin que ni siquiera se le curaran del todo las heridas. Tenía miedo de que viniera la policía a detenerlo y lo deportaran. Me quedé con las ganas de poder saludarlo. La señora Antonia se quemó con el fogón de su casa. Lo explicaba así: “salí de casa toda yo llena de llamas gritando socorro y entonces un chico chino que subía por la escalera le dijo a un chico marroquí que también estaba allí “¡abrázala!””. Estaba muy sedada. “Estoy bien”, repetía, “no me duele”. La señora Antonia estaba sorda como una tapia pero yo le prometí a gritos que si necesitaba algo durante la noche llamaría a los enfermeros, ya que tenía más práctica (como no funcionaba el timbre, daba golpes con la cuchara en la barandilla de la cama). Pero aquella misma noche llegaron, de pronto, como un alud, los veinte y pico quemados de Gavà, me trasladaron de planta y perdí de vista a la señora Antonia.
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Los quemados de Gavà eran todos gitanos. Montaron tiendas delante del hospital y vino un guardia de seguridad para impedir que entraran dentro de la unidad de quemados fuera de las horas de visita. Había una cola enorme de familiares en la puerta, para oír los nombres de los que iban muriendo. Casi todos tenían quemaduras gravísimas en más del 60% del cuerpo. Cuando salí de la sala de rehabilitación con la silla de ruedas hacia mi habitación de Trauma, oí que leían en voz alta pero suave: “María”. Y un chico muy joven, alto y delgado dijo: “sí”. Fue muy triste. El sin techo era un tipo bastante quejica y chulillo, pero a la vez muy entrañable. No sé cómo se quemó las piernas, no me lo dijo ni me atreví a preguntárselo. Nos dieron el alta el mismo día. Nos dimos la mano y nos deseamos buena suerte. Yo me fui a casa de mis padres y él se marchó a un centro de día, solo. Pensé: “¿quién le cuidará, a él?” No podía evitar recordar que en el 2005, tres adolescentes quemaron viva a una mujer que dormía en un cajero automático de Barcelona. Mis padres me quisieron esconder la portada del periódico pero la acabé encontrando: un policía griego, durante los enfrentamientos en Atenas, justo después del asesinato del joven estudiante de 15 años, Alexis Grigoropoulos. En llamas. Me dolió la piel tan sólo mirarlo. Uno de los premios Fotopress del 2009 era “La violencia de género en Pakistán” de Emilio Morenatti. Mostraba los rostros quemados de varias mujeres víctimas de ataques con ácido: Munira Aseef, Irum Saeed, Shanaz Bibi y Najaf Sultana, entre otras. En las paredes del metro había carteles de la exposición con la cara de una mujer a quien le faltaba un ojo. En su lugar, algún imbécil había pegado, de manera sistemática, un chicle masticado de color verde. Ali me enseñó su brazo: “mira, aquí me cayó la gota de cemento”. Tenía una cicatriz redonda y pequeña, más clara, sobre el fondo moreno de su piel. Conocí a Cecilia en el metro. Tocaba la guitarra. Su padre se había quemado de cintura para arriba, durante una manifestación en Venezuela. Coctel molotov. Tuvo que vivir durante mucho tiempo sin poder cerrar los ojos porque el fuego le había quemado los párpados. Paseábamos por el Raval cuando, de repente, una ambulancia nos adelantó por la derecha, a toda pastilla, seguida de un camión cisterna de los bomberos. “¿Qué ha pasado?” preguntamos. “Una chica, que se ha tirado por el balcón. Se le había incendiado el gas butano.” No quise mirar. Ahora la chica debía estar en el suelo, tapada con una sábana blanca. Oí, de lejos, quizás en el interior de mi cabeza, el sonido metálico que hacen los hombres cuando transportan el montón de bombonas naranjas: clang, clang, clang… Como una campana estridente que no tiene tiempo para llevar el duelo.
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DICCIONARIO Ácido: producto químico que los joyeros usan habitualmente para tratar el oro. En Nigeria, Afganistán, Paquistán, India y Camboya se registran cada año un número muy elevado de ataques con ácido a mujeres. El ácido es altamente corrosivo y sus efectos sobre la carne humana son devastadores: destruye la piel e incluso llega a disolver los huesos. La mayoría de las mujeres atacadas son menores de edad o muy jóvenes y quedan con el rostro desfigurado para el resto de sus vidas. Los agresores son, casi siempre, familiares, maridos o pretendientes de la víctima y, a menudo, cometen el crimen porque la chica los ha rechazado, porque la quieren repudiar o porque tienen conflictos de tierra o de dote con la familia. Ai: en japonés “ai” significa amor. Albinismo: anomalía genética caracterizada por la ausencia de pigmentación de la piel, el vello, el pelo y los ojos. Los albinos suelen quedarse ciegos o desarrollar cáncer de piel. En África, una de cada 4.000 personas es albina. En muchas sociedades subsaharianas, los llamados africanos blancos son considerados seres malditos o demonios que se deben marginar y exterminar. Muchas parteras los hacen desaparecer justo al nacer. En algunos lugares se les considera seres mágicos que traen buena suerte y entonces, son presa de traficantes de órganos humanos y de brujos, que sacrifican a los albinos comprados o raptados, la mayoría niñas y niños pequeños. Con los restos de sus cuerpos, principalmente la piel, fabrican amuletos carísimos que venden a empresarios y políticos que quieren asegurarse el negocio. El músico de Mali Salif Keita es albino. Belleza: las viejecitas de Myanmar explican a sus nietas la razón por la cual, en el pueblo Chin, todas las chicas se tatúan la cara de negro. Hace muchos y muchos años, un rey paseaba a caballo por su reino cuando, de repente, descubrió en medio del campo a una chica más bonita que la luna. El monarca decidió convertirla en su concubina y se la llevó. Pero pronto se cansó de ella y la abandonó. Las chicas del pueblo Chin tenían miedo de que el rey volviera y raptara a otra chica, así que decidieron pintarse la cara con carbón. Cuando el rey, al cabo de un tiempo, pasó por allí, salió a recibirle una hilera de chicas con la cara oscura y sucia. Del susto, el caballo se encabritó y fue de un pelo que el jinete no se cayera al suelo. Hombre y montura se fueron para no volver nunca jamás. Desde aquél día, las chicas Chin se tatúan la cara de negro. Bruja: las brujas que salen en los cuentos para niños son feas, malas y tienen una verruga en la nariz. Las brujas de verdad, con verruga o sin, muy a menudo acababan lapidadas, colgadas de una horca o quemadas en la hoguera. Aún hoy, en algunos rincones del mundo, mueren personas acusadas de brujería. Si nos centramos en la historia de las brujas de Europa veremos que, contrariamente a lo que se acostumbra a decir, el momento de máxima persecución no se produjo durante la época medieval sino a partir del siglo XV. El término bruja se ha aplicado a un espectro de personas muy variado y se ha ido redefiniendo, ampliando o reduciendo según el contexto histórico del momento. Normalmente se culpaba al acusado de mantener relaciones con seres maléficos y servirse de los poderes que éstos les otorgaban para causar daño a otras personas, ya fuera por encargo o por voluntad propia. La bruja era, casi siempre, una persona marginal, sin muchos recursos, normalmente una mujer pobre, sola y vieja, o bien una persona con un idioma, una cultura o una religión diferentes, como por ejemplo los gitanos o los judíos. También las personas consideradas herejes por la iglesia cristiana dominante o los disidentes políticos eran juzgados y quemados, acusados de brujería. En general, la gente, incitada o apoyada por el poder establecido, encontraba en todas estas personas una víctima fácil a quien culpaban de todos sus males. Así, las grandes epidemias, las malas cosechas, las hambrunas, las guerras y otras desgracias que asolaron Europa desde finales de la Edad Media hasta mediados del siglo XVIII llevaron a la hoguera a millones de supuestas brujas y, en menor grado, brujos. A partir del sistema de castigo popular basado en la ejecución de un chivo expiatorio, la persecución de las brujas también se fue sistematizando desde las altas esferas del poder, recorriendo, a menudo, a la manipulación de la opinión pública a través del terror y del chantaje para incitar denuncias a cambio de una recompensa económica. Aunque el verdugo de las brujas tuvo siempre múltiples cabezas y manos, sin duda quien sistematizó la muerte de manera más implacable fue un organismo de la iglesia
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católica llamado Santo Oficio o Santa Inquisición. Creada en Roma en el siglo IV, no fue hasta a partir del siglo XV cuando su tribunal adquirió poder real. Funcionó hasta bien entrado el siglo XIX, principalmente en Francia, Portugal y España, para proteger los intereses de la iglesia católica, así como los del poder secular. En la Península Ibérica, la Inquisición se dedicó principalmente a perseguir a musulmanes, judíos y conversos, aparte de herejes y opositores políticos y también a mujeres consideradas brujas. En el 1610, el tribunal de la Inquisición juzgó en Logroño a cincuenta y tres personas del pueblo de Zugarramurdi, la mayoría mujeres: once de ellas fueron quemadas en la hoguera, seis vivas y cinco muertas a causa de las torturas perpetradas durante el juicio. En este caso, la razón verdadera por la que se cometieron estos crímenes en nombre de la ley y de dios era castigar de manera ejemplar a una población insumisa que se negaba a pagar los impuestos. Fuera del ámbito católico también se produjeron importantes cazas de brujas: un ejemplo de ello son los juicios de Salem, un pequeño pueblo de Massachusetts donde en el 1692 murieron veinticinco personas (de nuevo, la mayoría mujeres) de las aproximadamente doscientas que se llegaron a detener durante todo el proceso. Que la palabra bruja sea femenina y no masculina no es una casualidad. El concepto de bruja se fue construyendo a lo largo de toda la Edad Media, a través del filtro patriarcal y misógino de la iglesia católica de Roma. Tradicionalmente, la mujer había estado vinculada al cuidado del cuerpo, ya fuera durante el parto, la elaboración de la comida, el cuidado de un enfermo o la preparación de la mortaja. Había etapas de la vida exclusivamente dirigidas por la mujer, como por ejemplo el parto. La mentalidad popular precristiana veía en la mujer un ser casi divino, sensible a los secretos de la vida y de la muerte, capaz de engendrar, alimentar, curar e incluso, comunicarse con lo invisible o predecir el futuro. La iglesia de Roma, en su afán de imponer su voz por encima de cualquier otro referente espiritual e intelectual, rompió este esquema mental popular. Se empezó a producir una demonización progresiva de la mujer y, en especial, de la mujer sabia, que basaba su saber en la práctica y en la intuición y los transmitía desde tiempos inmemorables, de generación en generación. La iglesia quiso deshacerse de estas figuras femeninas autosuficientes y libres, respetadas y consultadas, que no se amoldaban a sus cánones de mujeres dependientes y serviles, argumentando que las descendientes de Eva son malas por naturaleza, más débiles que el hombre y susceptibles de obedecer al diablo. El saber, poco a poco, fue acaparado por los hombres: ninguna mujer podía ir a la universidad y ejercer de manera legal el oficio de médico aunque tuviera tanta o más experiencia que cualquiera de los médicos que se licenciaban con título oficial. Los gremios ligados a la medicina como son los apotecarios y los cirujanos tampoco admitían mujeres en sus círculos. Analfabetas en su gran mayoría, eran muy pocas las mujeres que podían escribir manuales de ciencia y las que lo hacían tenían que disimular su persona o afirmar, como lo hizo en el siglo XII la abadesa Hildegard Von Bingen, que todos sus estudios de biología, medicina y física estaban directamente inspirados por la palabra de Dios. Las mujeres no podían cobrar por ofrecer sus servicios medicinales porque no eran consideradas profesionales. Tan sólo de vez en cuando, cuando la reina o alguna mujer de la nobleza no quería ser atendida por un hombre, el rey daba una licencia para ejercer la profesión con dignidad a alguna mujer de reconocido prestigio en el ámbito de la medicina popular, fuera cristiana o no. Con todo, la voz de la iglesia acabó por imponerse. Tras varios siglos de menosprecio y de prohibiciones constantes, estas mujeres casi divinas fueron transformadas en seres diabólicos que debían ser exterminados. Electricidad: en el 1886, el estado de Nueva York decidió que se tenía que sustituir la horca por un instrumento de ejecución más “humano”. Thomas Edison, que acababa de patentar su primera bombilla en el 1879, y Harold P. Brown, su ayudante de laboratorio, fueron los encargados de crear la silla eléctrica. Ésta se puso en funcionamiento en el año 1889. Las pruebas y las demostraciones se hicieron con gatos, perros, caballos y Topsy, el elefante de un circo. El primer hombre ejecutado fue William Kemmler, en el 1890, y la primera mujer, Martha M. Place, en el 1899. La silla eléctrica se popularizó muy rápidamente por gran parte de los Estados Unidos, sobretodo en el este. En el 1929 se realizó una ejecución múltiple, de hasta siete personas. En el 1927, Sacco y Vanzetti, dos trabajadores italianos acusados de robo y asesinato, fueron electrocutados. El veredicto se basó en pruebas manipuladas y en los sentimientos xenófobos y ultraconservadores que despertaban los dos inmigrantes anarquistas en los miembros del jurado. La ejecución provocó manifestaciones masivas en Nueva York, Londres, Ámsterdam y Tokio, huelgas por toda Latinoamérica y grandes protestas en París, Ginebra, Johannesburgo y Alemania. Finalmente, al hacerse públicos algunos casos en los que el condenado no moría al instante y tenía que ser electrocutado varias veces, la silla eléctrica
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perdió adeptos y fue reemplazada por la cámara de gas y la inyección letal. Algunas sillas eléctricas veteranas, como la Old Sparky y la Old Smokey, recuerdan con su nombre que la electrocución consiste en quemar a las personas por dentro: “spark” significa chispa y “smoke”, humo. Actualmente aún existe como posibilidad alternativa a la inyección letal en los estados de Alabama, Florida, Carolina del Sud, Tennessee y Virginia. Gasolina: en el Vietnam de los años 60, Thich Quang Duc, un monje budista de poco más de diecinueve años, se inmoló públicamente para protestar contra las atrocidades del régimen dictatorial de entonces. Se roció con gasolina, se sentó en medio de la calle en la postura del loto, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados para meditar y así se quedó, quieto como una estatua de piedra extraída de un templo, mientras las llamas lo iban consumiendo. Horno: según una antigua leyenda de Ghana, Iyaloda era una divinidad que vivía en la tierra con su amigo, los animales y las plantas. Como se aburría mucho, un día decidió fabricar hijos: “mira”, le dijo a su compañero, “haremos pastelitos y los meteremos en el horno para que se cuezan”. “Muy bien”, dijo él. Crearon unas figuritas y las metieron al horno. Los primeros niños y niñas salieron blanquitos como la nieve. Los siguientes salieron oscuros como la noche. Los últimos salieron medio hechos, tostaditos y dorados. “Muy bien”, dijo Iyaloda, entusiasmada, “ahora haremos más…” “No”, exclamó su amigo un poco acalorado, “¡ya tenemos bastantes hijos por ahora! Deberíamos despertarlos para que se puedan mover y caminar”. “Tienes razón”, contestó Iyaloda. Entonces los dos espíritus insuflaron vida a los pastelitos y es así como nacieron los primeros seres humanos. Incendio: 1) el jueves 7 de febrero del 2009 se declaró un incendio descomunal en el sur de Australia, en los estados de Nueva Gales y de Victoria. Destruyó millones de hectáreas, arrasó más de 2.000 hogares y mató a unas 200 personas, así como a centenares de animales: canguros, coalas, vacas, caballos, etc. La ola de calor subió las temperaturas hasta 46 grados y en Camberra los tanatorios recibían una media de 50 muertos al día a causa de la asfixia. 2) El día internacional de la mujer trabajadora es el 8 de marzo. El porqué de esta fecha es bastante polémico. Hay quien dice que fue un 8 de marzo de 1857 cuando un grupo de 129 trabajadoras que habían ocupado la fábrica Cotton de Nueva York murieron a causa de un incendio provocado. El propietario de la fábrica las habría encerrado allí dentro y él mismo habría encendido el fuego para que murieran. También hay quien dice que fue el 8 de marzo de 1911 cuando un incendio fortuito quemó vivas a 146 trabajadoras de la fábrica de blusas Triangle de la misma ciudad. El accidente se habría podido evitar si se hubieran tomado las medidas de seguridad laboral que se habían denegado un año antes a las trabajadoras declaradas en huelga. Juana de Arco: Juana de Arco (o Jehanne Darc) nació en Domrémy y participó activamente en la Guerra de los Cien años (1337-1453) hasta que fue capturada por los borgoñones, revendida a los ingleses, metida en prisión, juzgada por la Inquisición y finalmente, quemada en la plaza de Rouen, el día 30 de mayo de 1431. Con el tiempo, el gobierno francés recuperó su figura y se la apropió, transformándola en la heroína de una gesta épica y patriótica, símbolo del centralismo francés más conservador: el año 1920 Juana fue canonizada y declarada patrona de Francia. Ocho años más tarde, el cineasta danés Carl Theodor Dreyer revisitó su historia desde una óptica muy diferente a la versión oficial. La pasión de Juana de Arco es una cinta muda en blanco y negro centrada en el juicio inquisitorial de la muchacha, basándose en documentación histórica de su proceso, que muestra el abuso de poder de las altas jerarquías religiosas y políticas, y sobre todo de qué manera este poder, de rostro eminentemente masculino, oprime, tortura y castiga con la pena de muerte a todas aquellas mujeres que no encajen con el modelo femenino pasivo y sacrificado propugnado. Tres años más tarde, Bertold Brecht estrenó una pieza teatral titulada Santa Juana de los mataderos con la cual denunciaba la explotación y la corrupción generadas por el mundo capitalista: Juana Dark terminaba en la hoguera por ser fiel a sus ideales de solidaridad humana. Lluvia: entre el 27 de diciembre del 2008 y el 18 de enero del 2009, tuvo lugar la Operación Plomo Fundido (llamada también Lluvia de verano). Durante tres semanas, Israel asedió y atacó militarmente por tierra, mar y aire la franja de Gaza, en Palestina. Se calcula que murieron entre
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1.166 y 1.417 palestinos, la mayoría población civil desarmada, y 13 israelís. La ofensiva se llevó a cabo, según declararon los portavoces oficiales del gobierno, como respuesta defensiva ante el incremento de ataques de Hamas con cohetes Qassam sobre territorio israelí. Durante los bombardeos se utilizó un producto químico altamente inflamable y explosivo que no se puede apagar con agua: el fósforo blanco. Los aviones incendiaron la escuela que había construido la ONU en la zona y donde se había refugiado la población civil para protegerse de los raids aéreos. Muñeca: antes las muñecas eran de tela, de madera, de paja, de barro. Eran imperfectas, como las niñas de verdad. Pero un día apareció una muñeca de plástico. Su nombre completo es Barbara Millicent Roberts, pero todos la llaman Barbie. Nació en el 1959 de la mano de Ruth Handler, una ejecutiva norteamericana que trabajaba para la compañía de juguetes Mattel Inc. Barbie es una chica delgada, rubia y de ojos azules que siempre sonríe. Tiene un novio llamado Ken Carson, de quien se separó entre el 2004 y el 2009, período durante el cual flirteó con un surfero australiano llamado Blaine. También tiene una amiga afro, Christie, una amiga hispana, Teresa, y una amiga pelirroja que está embarazada por tercera vez consecutiva, Midge. No tiene hijos pero sí un jardín con piscina y muchos animales, y Ken hace poco se compró un perrito, Sugar. La madre de Barbie, Lilli, es alemana, y hasta mediados de los 60’s salía en las tiras cómicas del Bild-Zeitung de Hamburgo, vestida en biquini. Lilli ha tenido que luchar para ser económicamente independiente y trabaja como secretaria. Fuera de América, las Barbies también se han multiplicado. Fulla nació en Damasco en el 2003, en el seno de la compañía New Boy. Tiene dos amiguitas: Yasmin y Nada, las tres llevan velo, tienen una alfombrita rosa para rezar y juegan a hacer pastelitos. Fulla es doctora y profesora. Dicen que no se casará nunca. Napalm: el 1972, aviones de guerra norteamericanos bombardearon el pequeño pueblo de Tran Bang, Vietnam del sur, con napalm (“gasolina gelatinosa” altamente inflamable, inventada por los militares nazis durante la guerra española del 1936-1939). Mientras los supervivientes del ataque huían de sus casas de paja en llamas, Nick Ut fotografió a una niña desnuda que corría hacia él: “está demasiado caliente, está demasiado caliente”, gritaba. Se llamaba Phan Thi Kim Phuc, tenía nueve años y el napalm se le estaba comiendo el cuerpo por segundos. Nick Ut la llevó a un hospital, donde la niña pasó catorce meses: tenía quemaduras de tercer grado en el 65% del cuerpo y le tuvieron que realizar diecisiete operaciones quirúrgicas para implantarle piel en el 35% de su cuerpo. La foto de Nick Ut es la imagen más conocida del conflicto armado que asoló Vietnam entre 1964-1975 debido a la ocupación militar de Estados Unidos. El mismo año 1972, recibió el premio Pulitzer. La niña que se quemaba fue convertida en un icono mediático por los mismos que habían mandado descargar napalm sobre su casa de paja. Piernas: Aimée Mullins nació con un problema genético que obligó a los médicos a amputarle las dos extremidades por debajo de las rodillas cuando tenía un año. Le diagnosticaron que no podría caminar nunca. Cuando tenía dos años la niña se puso por primera vez dos piernas ortopédicas y aprendió, poco a poco, a caminar y después, a correr. Ha sido campeona de los cien metros lisos y de salto de longitud. También ha hecho de actriz y de modelo, llegando a desfilar por la pasarela con dos prótesis tan largas que la transformaban en una chica de más de dos metros de altura. Para Aimée haber sido amputada no es una limitación sino un reto que le hace superarse. “Pamela Anderson tiene más prótesis que yo y nadie dice que sea una minusválida”, declara. Pirómano: persona que cruza (o “quema”) la frontera entre Marruecos y España de manera ilegal. Pirotecnia: la pirotecnia nació en China, entre los siglos VI y X. Los chinos descubrieron que si llenaban cañas de bambú con pólvora negra y las encendían se producía una explosión: ¡pum! La “rata de tierra” (o “cohete borracho”) nació en el 1200 y cuando le colocaron alas, el cielo empezó a llenarse de fuegos artificiales. El uso militar de la pirotecnia se sitúa oficialmente en la batalla de Kai-Keng, el 1232, cuando los chinos consiguieron intimidar a los mongoles a base de cohetes militares. La expansión de la pirotecnia al resto del mundo se llevó a cabo entonces, gracias a los mongoles, quienes la perfeccionaron para contraatacar a los chinos y la transportaron con ellos en su periplo hacia Europa. Así es como nace la artillería militar europea, con cañones que lanzan piedras y trozos de hierro, durante la batalla de Crécy, el 1346. Siglos de perfeccionamiento han
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dado lugar a millones de armas de fuego: mosquetes, carabinas, pistolas, escopetas, metralletas, tanques, obuses y más. Vestido: a lo largo del siglo XIX las praderas norteamericanas se fueron vaciando a un ritmo vertiginoso de las enormes manadas de búfalos que desde tiempos inmemoriales las habitaban. El negocio de las pieles del Far West se aceleró con la construcción de líneas ferroviarias que atravesaban el continente de punta a punta. Se organizaban concursos de tiro para los pasajeros de los trenes, quienes disparaban indiscriminadamente desde el vagón, matando a tantos búfalos como podían. Los negociantes pasaban después para quitar la piel a los animales muertos y se iban, dejando centenares de cadáveres desnudos que se pudrían bajo el sol.
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EPÍLOGO Nos conocimos alrededor del 2005, en la habitación oscura de un laboratorio fotográfico de la Escola Massana. Enseguida nos llevamos muy bien. Ella era pequeña, con una voz muy dulce y curiosa. Me gustaban sus imágenes, aunque no se lo decía. De hecho, un día, sin que ella se diera cuenta, cogí a escondidas una copia que había descartado y había tirado a la papelera: una pared blanca con una pintada. “Parece la bandera palestina”, me dijo. Al acabar el curso de la Massana, yo le dejé un libro de cocina de Salah Jamal titulado Aroma árabe. Así fue como el mjadarah (un plato típico de Oriente Próximo a base de arroz y lentejas) nos mantuvo unidas, presagiando una excusa para reencontrarnos. Desde entonces, nos fuimos viendo por pura casualidad en diferentes manifestaciones de Barcelona. Entre la multitud, los gritos, los empujones y las huídas de los mossos siempre nos despedíamos con un: “¡Tengo que devolverte el libro de Jaaaamal!” La última vez que tuve noticias de ella fue en junio del 2008. Inauguraba una exposición colectiva en el Cercle Artístic de Sant Lluc, y desde entonces hasta el invierno del 2009, no supe nada más de ella. El día 9 de noviembre, Mercè me escribió un mail. Recuerdo que era tarde y que yo estaba muy cansada; justo hacía un mes que había parido. El título del correo me sorprendió y, a pesar del sueño, me puse a leerlo: “Mail súper largo, ¡ups! ¡¡¡Pero vale la pena!!! :-)” En el correo me explicaba su accidente y que quería hacerse fotos de las quemaduras. Enseguida entendí que no quería hacérselas para auto-compadecerse ni para dar pena, sino para mostrarse tal y como era y aceptarse así, con aquel cambio físico, pero también interno. Por otro lado, el deseo de fotografiarse significaba que, dentro de unos años, cuando las cicatrices estuvieran un poco mejor, pudiera recordar todo lo que había vivido: “¿sabré conservar la lección de esta historia?”, me diría tiempo después. En aquel mail Mercè ya expresaba que quería que las fotos fueran más allá de ella misma: le gustaba la idea de que las vieran más personas, en especial mujeres, para ayudarlas a ser más libres y menos dependientes. El accidente y las cicatrices hacían que no fuera nada fácil mirarse al espejo. Y después, encima, ver las mujeres de los carteles publicitarios, de las revistas o de la televisión. Nada fácil. Me removió mucho ese correo: yo no había sufrido nunca un accidente tan brutal, pero también sentía muchas veces que el espejo me devolvía una imagen que no era la mía. Todos aquellos pensamientos y emociones compartidas, todas aquellas contradicciones pensadas y sufridas, terminaban con dos preguntas que me entraron bien hondo: “¿Qué es ser normal? ¿Qué es ser bonito?” Aquella historia llegaba también en un momento importante para mí: un momento de cambios externos e internos. Enseguida tuve muy claro que QUERÍA HACER AQUELLAS FOTOS y, en cierta manera, le agradecía que confiara en mí para hacerlo. Lo teníamos que intentar, y si al final no salía nada, siempre nos quedarían nuestras palabras y las experiencias que viviríamos juntas. Mi reciente maternidad (el embarazo y el parto como experiencia física-emocional global, transformadora del cuerpo y de la persona) también podría alimentar y hacer crecer nuestro proyecto aunque, sin ningún tipo de duda, aquello que se tenía que explicar era el accidente de Mercè. Creo que las dos teníamos claro que no queríamos un proyecto auto-contemplativo (aunque en la base de éste latiera una intención terapéutica y, por lo tanto, de auto-reflejarse), sino un diálogo compartido sobre unas experiencias concretas. Ella tenía tanto miedo como ganas de sacarlo adelante y yo, prácticamente igual, pues me suponía pensar en mis propias cicatrices y
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heridas. Era muy importante hablar de todo esto antes de hacer las fotos, no sólo en cuanto a la técnica y a la estética, sino porque las dos sabíamos que de la misma manera que las fotos nos podían ayudar, si nos tirábamos de cabeza a la piscina, podría muy bien ser que nos sintiéramos fatal. Hasta aquél momento, Mercè no había podido hacerse ninguna foto de las cicatrices. Lo tenía complicado, no sólo por el hecho psicológico de verse las quemaduras sino también porque éstas estaban principalmente detrás de las piernas y los muslos, y se tenía que ser muy contorsionista para poder hacérselas. Así pues, no se había fotografiado nunca directamente las heridas de su cuerpo, pero en cambio sí que había dibujado y escrito sobre ellas. El invierno del 2009 al 2010 fue un continuo de encuentros para hablar, ver los materiales que teníamos (dibujos, diarios, objetos), realizar las sesiones fotográficas… Mientras ella me explicaba su historia, yo tenía la oportunidad de pensar sobre mi propio proceso. La medicalización extrema e inhumana con la que viví el nacimiento de mi hija había abierto en mí heridas, tanto internas como externas. Me gustaba la idea de ver mi embarazo y mi parto, con sus marcas físicas, como un ritual iniciático a partir del cual, a través del cuerpo, incorporaba un saber. Me gustaba la idea de ver los accidentes y las experiencias fuertes como un poner los pies en el suelo. Para Mercè fue el hecho de quemarse. Para mí, parir. Lógicamente no es que equipare las dos experiencias pero, de algún modo, podía entenderla muy bien. Y si la historia de Mercè llegaba en un momento biológico importante para mí, también lo fue a nivel fotográfico. Volviendo a aquel mismo verano del 2005, justo cuando Mercè y yo nos despedimos después del curso de la Massana, descubrí una fotógrafa que fue una especie de catalizadora de todas mis ansias por salir de la fotografía documental que tanto asco me daba ver reproducida en la televisión o en la prensa de masas. Recuerdo que fue el 12 de junio del 2005, el día de mi cumpleaños. Paseaba por el Raval, tal y como acostumbro a hacer los días en que me gusta estar sola cuando, de repente, al pasar por delante del MACBA, un cartel en el que se veía a una mujer con una sábana mirando directamente a la cámara, me atrajo: “Más allá de la imagen perfecta” Entré enseguida a la exposición. La fotógrafa era Jo Spence y, al ver sus trabajos, tuve aquella sensación que se tiene a veces, cuando escuchas o ves algo que consigue anclar tu vida en un cruce sin marcha atrás. En series como The Picture of Health, obra que la artista fue desarrollando durante los diez años que van desde el diagnóstico de su cáncer de mama hasta su muerte el 1992, Jo combinó sus imágenes con la fototerapia y una profunda reflexión sobre la representación de la salud en relación al género y la clase social, sin caer nunca en el victimismo. Me gustaba como Jo hizo de la fotografía un instrumento de rebelión y, a la vez, de terapia. El espíritu de Jo me acompañó desde entonces, y aquel invierno del 2009 en el que trabajé tan intensamente con Mercè, no me podía quitar de la cabeza aquella frase: “write or be written off” Escribe o sé borrada, decía Jo en el año 1988. Escribir, fotografiar, es tomar el poder, es explicar tus propias historias en vez de asumir las historias que han fabricado otras personas sobre ti. Sí, teníamos que explicar la historia de Mercè, nuestra propia historia, pero… ¿cómo? Una serie de dudas y pensamientos me golpeaban. Muchos frentes abiertos que no sabía exactamente cómo resolver.
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1) El planteamiento tenía que ser biográfico, dado que la auto-representación era un eje central del trabajo. Quería focalizarme en esto y en los estereotipos de belleza y salud, y de aquí dar un salto y ampliar nuestro discurso para reflexionar sobre los modelos de representación social, a través de la fotografía y la ilustración. Pero enseguida surgieron problemas reales de la representación o la documentación que son, sobretodo, los de la censura institucional, la familiar y la propia: ¿qué imágenes mostrábamos y cómo? ¿Podíamos caer en la morbosidad enseñando las quemaduras y las cicatrices? ¿Y si enseñábamos las piernas no depiladas? ¿Cómo se sentiría Mercè mostrándose así? ¿Sucia? ¿Fea? Es interesante ver que estamos tan cargadas de vergüenza, deseo, temor o trauma que casi no podemos decir nada sobre nosotras mismas, aunque como fotógrafas o artistas parecemos tener mucho que decir sobre las otras (*). 2) Desde el principio, además, veía que era importante entender que siempre que hubiera una fotógrafa y una fotografiada, siempre que hubiera una historia por explicar, a menos que la fotografía o el intercambio de conocimientos fuera recíproco, siempre habría un desequilibrio de poder. Es por esta razón por lo que entendía que sólo podíamos plantear este trabajo de manera conjunta, desde nuestra amistad y nuestra solidaridad como mujeres. Me interesaba trabajar aquello que nos ayudaba a encontrarnos a nosotras mismas. Este proyecto empezó como una historia de alianzas femeninas, descubriendo secretos, partiendo de una abundante batería de experiencias y emociones, y con muy pocas soluciones. Quizás lo más valioso era el acto mismo de recoger las experiencias y el relato de recordar, no solamente los meros acontecimientos, sino su manera de situarse en nosotras, el efecto que tuvo en nuestra manera de ver las cosas y el establecimiento de un nuevo sistema de valores para enfrentar la vida. 3) En todo el proceso ha habido diferentes crisis. La primera recuerdo que fue el impacto que tuvo Mercè al no sentir nada al llevar a cabo la mayoría de sesiones de fotos. Se sentía como un robot y, a la vez, le ponía mucho sentimiento: “¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué me estoy haciendo fotos? ¿Qué hago aquí donde me quemé? ¿Qué es toda esta pesadilla que no parece una pesadilla?” Supongo que, de repente, se dio cuenta de que no quería pensar en lo que le había ocurrido ni explicar a los demás nada de lo que había vivido. Creo que tomó conciencia de lo que significaba hacer público algo tan privado y se sintió débil y desprotegida. Por unos instantes, sus dibujos y sus escritos la sumergían en la tristeza, en una cosa sobre la que se dio cuenta de que no era fácil hablar sin hacerse daño, a pesar de la aparente normalidad con la que hablaba sobre el tema. Entonces, en aquel momento, Mercè decidió que tenía que parar de escribir y pintar sobre el accidente. Aún no era el momento. Simplemente no podía hablar de ella misma en primera persona. Otros momentos delicados fueron aquellos en los que se le tenía que ver la cara en las fotografías. Recuerdo que en las primeras escenificaciones dudaba. Supongo que asociaba el accidente a una distracción, a un error, a una debilidad y, de algún modo, le daba vergüenza. Las crisis iban y venían, y cada vez que Mercè las exteriorizaba, yo también me replanteaba qué sentido tenía:
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¿Por qué la estoy fotografiando? ¿Para qué le hago fotos? ¿Qué hago aquí? Cabe añadir que yo tenía miedo de mi reacción ante sus cicatrices. Soy una persona muy aprensiva y normalmente me mareo al ver heridas o sangre. Tenía miedo de no poder fotografiarla y, en el caso de que pudiera, no quería reproducir una imagen televisiva y victimista de la mujer quemada que “ha perdido la belleza”. No soportaba la idea de que las fotografías se pudieran leer así. El coraje de Mercè, su inteligencia, generosidad y sensibilidad hicieron que, al final, todo fuera mucho más fácil de lo que me había imaginado. Con tantas dudas y crisis de idas y venidas, a menudo teníamos que parar y recordarnos porqué era importante realizar aquellas fotos y que teníamos dentro de nosotros dos razones súper fuertes y sentidas: la crítica y la divulgación. La crítica hacia la sociedad machista y autoritaria en la que vivimos y la divulgación para dar a conocer una realidad, la de las quemaduras, común pero bastante oculta. Tras un tiempo de trabajar juntas vimos que cuando nos poníamos a racionalizar el proceso creativo, el accidente y el porqué de todo, nos bloqueábamos. Mercè empezaba a encontrarse mal e incluso le venían ganas de vomitar. Esto nos hizo pensar que quizás el camino que nos iría mejor para trabajar sería el intuitivo, emocional y metafórico. Íbamos amontonando mucho material, pero a la vez teníamos la sensación de estar perdidas, lo veíamos demasiado grande, no sabíamos por dónde empezar. Mercè me decía que ojalá yo pudiera ser la vía “reflexiva racional cartesiana” del proyecto, pero fue bastante difícil para mí serlo, dado que yo también estaba hablando indirectamente de mis propias cicatrices y heridas. 4) No hemos sido demasiado buenas amigas de las líneas rectas y por eso nos hemos perdido mucho hasta llegar donde estamos ahora. Nuestra “Pequeña enciclopedia o diccionario ilustrado de cómo quemarse la piel y seguir siendo bonita” (título provisional que le dimos al libro, siguiendo la huella de aquellos tochos ilustrados del siglo XVIII, estilo Diderot o D’Alembert) evolucionó hasta convertirse en una primera maqueta que no nos acabó de convencer: abandonaba el proyecto estrictamente fotográfico y tomaba la forma de uno más visual y gráfico, haciendo del libro un objeto en sí mismo. No nos gustaba. Seguimos dándole forma al proyecto, esta vez retomando la visión fotográfica y textual inicial, lo volteamos, lo golpeamos, lo matamos y salió esto que ves aquí. 5) Quiero dejar clara una cosa: ni la enfermedad es guay ni las palabras ni las imágenes son neutras. Mediante el tan de moda “pensamiento positivo” veo, con cierto asco y mucha rabia, como algunos documentos visuales sobre la crisis económica capitalista (foto-reportajes sobre los parados, las huelgas, los desahuciados…) y sobre desgracias varias (enfermedades, muertos, guerras, hambrunas…) incorporan y reproducen ideas y lenguajes de las clases dominantes para reforzar y sostener la ideología reaccionaria que mantiene en pie al capitalismo. La pandemia del pensamiento positivo, que se utiliza para intentar convencer a la gente de que perder el trabajo es una “gran oportunidad para abrirse a nuevos horizontes” o de que tener cáncer es un “regalo para ver la vida con más optimismo” es, como decía Pierre Bourdieu, una violencia simbólica en la que un grupo impone significados, ideas y símbolos sobre el resto. Este pensamiento positivo se ha infiltrado en todos los aspectos de nuestra cotidianidad mediante un colonialismo visual brutal y cada vez menos subliminal: desde el primer café del día nos llueven mensajes y órdenes para ver las injusticias como oportunidades. “Tu día es lo que tú decides”,
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“Esto lo arreglamos entre todos”, “De la crisis saldremos todos reforzados”, “La crisis es un momento de oportunidades”, “Se tiene que pensar en positivo”. La dictadura del pensamiento positivo predicado por el neoliberalismo anima a negar la realidad. Quemarse la piel en un accidente no es guay. Que las imágenes hayan buscado cierta belleza o una estética determinada no significa que haya querido embellecer algo que ha sido una dura experiencia que ojalá se hubiera podido evitar. Como fotógrafas y artistas, tenemos el deber y la lucha constante de aprender a escuchar, mirar, ver e identificar la posible infiltración del neoliberalismo y del lenguaje positivo en nuestras prácticas fotográficas para mantener nuestros espacios libres del control neoliberal y para acabar con este consentimiento. 6) Supongo que a las dos nos gustaría que este libro animara a otras personas a decir que son felices y bonitas en su imperfección. Me gustaría pensar que este trabajo puede ser un paso para liberarnos de los discursos que nos adiestran para ser identificadas como ejemplares del sexo femenino. Me interesa mucho todo aquello que visibiliza la construcción social (tanto a través de los medios de comunicación como de la publicidad) de un determinado cuerpo femenino basado en una belleza estandarizada y normativa: pelo largo y brillante, faz redondita con los pómulos marcados, pestañas largas y ondulantes, labios gruesos y sensuales, cuerpo estilizado, delgado y moldeado, piel de muñeca… Elementos de un canon excluyente que nos determina socialmente como mujeres, que genera frustraciones, tensiones, enfermedades y represión. Estoy harta de la normalidad. Estoy cansada de que se me imponga esta feminidad. Y supongo que este trabajo también va de esto. Hay vida más allá de la “dieta milagro”. Me encantan las mujeres desarregladas, sucias, felices con sus pelos, sus cicatrices, sus uñas nada pulidas, el rímel corrido y que quieren huir del Paraíso anunciado por un cartel brillante de Corporación Dermoestética. Feminidad y masculinidad son dos polos de adoctrinamiento masivo y no me creo que ninguna mujer recree su feminidad sin cortocircuitos, miedos y renuncias. Hace mucho tiempo que no me identifico con aquello de “me encanta ser mujer” con lo que pretenden vendernos compresas inmaculadas y proto-cancerígenas, pero eso no significa que lo tenga todo superado. Me gustaría vernos a Mercè y a mí como autoras colectivas. En este proceso me cuesta ver dónde termina mi trabajo y dónde empieza el suyo. Además, creo que nos tenemos que alejar de los parámetros de evaluación artística hegemónicos (autores y derechos de autor, influencias, técnicas…). Quiero que mi voz se confunda con la suya y con la de tantas otras que llegaron a mí a través del activismo, de los libros, de las fotografías. Quiero hacer míos los recuerdos y las experiencias ajenas. Ya lo hemos dicho, escribir en primera persona es un ejercicio de estriptis íntimo muchas veces autocomplaciente, muchas veces torturador. Como si se tratara de un álbum de hip-hop Mercè se marca un “solo” entrecortado por mi voz. Así es como veo yo este trabajo colectivo. Éste es un libro que tiene como metodología la pasión, la rabia, la amistad y las emociones. Es un libro de visibilización lúdica, estética y política. Punto. (*) Desobedeciendo las reglas gramaticales androcéntricas utilizaré el genérico femenino para escribir.
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NOTA FINAL A todos los quemados del mundo mundial. A las mujeres quemadas vivas por sus maridos, amantes o hermanos. A todas las plantas y animales que mueren cada vez que un imbécil prende fuego a un bosque o a una selva. A los niños de Gaza que desaparecieron bajo una lluvia de fósforo blanco mientras yo me recuperaba de mis últimas heridas. A la señora Juliana, mi querida compañera de habitación. A todos los doctores, enfermeras y personal sanitario que me ayudaron a recuperarme. A Conchita, que sabía momificarme como nadie, y a Cati, que entraba en mi habitación diciendo: “¡buenos días, florecita!”. A Mercedes Sosa, que murió el 2009, y a todos los artistas que sanan las heridas invisibles. A Ester Casals, que me hizo Reiki a distancia desde la primera semana tras mi accidente. A Joan Casas, que me guardó el puesto de trabajo mientras yo aún estaba convaleciente. A Carolina y a Jimena, que bailaron conmigo y las velas. A toda la gente que me ha explicado sus historias de ceniza y fuego. A Radio Nikosia, Bea Cantero y toda la gente que nos ha ayudado a difundir este libro. A mis amigos, que me llamaron, me escribieron, me mandaron regalos y me visitaron. Al gato-que-olía-a-jazmín. A mis compañeros de piso de la calle Princesa y a todos los que vivieron conmigo el accidente. A Olatz, que me salvó de las llamas: nunca tendré suficientes palabras para darte las gracias. A Cris, que se quemó de pequeña y es mi mitankala. A mi familia. A mis padres, sin quienes no habría nacido ni sería la que soy. A la vela que me quemó. A Noe y Lucía: sois mágicas y os quiero.
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NO HAGO LAS COSAS SOLA GRACIAS: A mi querida Lucía, por llenarme el corazón de alegría cada mañana y por todo lo que me enseña. A mis padres, Manuel y María, por estar siempre a mi lado. A Manuel, Alex y Mario, con todo mi cariño. A Alba y Gemma Quinto: sois las mejores hermanas del mundo. A Steffi Fock, mi querida hermana y amiga. A Laura P. Sola, mi amiga de toda la vida. A Laura García, Carol Jobé y Lúa Ocaña, amigas con quienes he aprendido a mirar. A Llorenç Raich i a Carles Costa del Instituto de Estudios Fotográficos de Cataluña. A Srta.Jess Spinoza, hermana y musa. A Jaume Quinto. A Jaume Roqueta, mi amor loco y querido. A Mercè, por abrir y compartir su cabeza y su corazón. Te quiero, hermana.
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Edición en castellano, marzo del 2017 https://lescomares.tumblr.com/
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