Casapalabras 13

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AmĂŠrica Latina, tierra de libros

Juan Goytisolo

gana el Premio Cervantes Narrativa actual de

Bolivia

Once mil asistentes a la Casa

Cine Fest Obra de

CĂŠsar Carranza

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Feria DĂ­a internacional

del

libro 2015

del 20 al 25 abril

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editorial

El Buen Vivir

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etenta años han pasado desde el día en que Benjamín Carrión tuvo la luminosa idea de crear una casa que nos contuviera a todos. Adelantándose a la filosofía del Buen Vivir que ahora lo buscamos. Benjamín abrió las puertas de una Casa que promoviera y auspiciara la democratización y el disfrute del tiempo y del espacio público, para la construcción de relaciones sociales inteligentes, alegres, profundas, solidarias, entre los niños, los hombres y las mujeres de nuestro pueblo, de la mano de sus artistas y sus creadores. Benjamín soñó una potencia cultural, y a eso aspiramos todo el equipo que, dentro de la Casa, nos multiplicamos para realizar su sueño, a pesar de que cada vez su presupuesto se ve disminuido, y en cada momento tengamos que suplantar esa falta de recursos inventando con pasión y denuedo nuevas formas de gestión cultural, pidiendo que la imaginación venga en nuestro auxilio, y con la colaboración decidida de artistas y creadores, la mayoría de los cuales también han sentido durante toda su vida la humillación y el olvido. Yo lo decía en algún momento: la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión es la gestora de la cultura de nuestro país; esa cultura permanente y transversal que se bifurca por todos los rincones del saber humano, por todas las expresiones de los pueblos; es la cultura que nos identifica y nos integra, la forma que tenemos de amar, de respetar la memoria de nuestros héroes y heroínas, de honrar nuestras luchas de liberación del siglo XIX como un Patrimonio Cultural, de multiplicar el pensamiento de Espejo, de Mejía, de Montalvo, de Alfaro y de Peralta. Es la forma como estamos recogiendo ese pensamiento, la manera como nos insertamos en la revolución, el modo en que desplegamos para enfrentar las burdas expresiones neocoloniales del imperio, la defensa de nuestra soberanía; esa cultura que se expresa en la calle, en el barrio, en la comunidad; esa inteligencia que anda suelta, como un viento bueno; esa inteligencia que se vuelve contagiosa, como decía Pepe Mujica, y nos alerta ante el enemigo, y nos solidariza con el hermano, y nos llena de lealtad con el amigo porque toda liberación es un patrimonio cultural. Casapalabras entra al año 2015, con imaginación y fortaleza en sus dones.

número trece • febrero 2015 Presidente Raúl Pérez Torres Vicepresidente Gabriel Cisneros Abedrabbo Director Patricio Herrera Crespo Editores Patricio Viteri Paredes Yuliana Marcillo Colaboran en este número: Rafael de Águila, José Aldás, Sandra Araya Jorge Basilago, Jorge Dávila Vázquez, Samir El Ghoul, Christian J. Kanahuaty, Josué Daniel Puma, Pablo Ramos, Silvia Stornaiolo. Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila López Portada Serie Mujeres, César Carranza.

Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. Seis de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 426 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com

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índice

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Rafael de Águila nos presenta su cuento Patas al aire.

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Una mirada sobre la obra de César Carranza a cargo de Jorge Dávila Vázquez.

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El escritor Juan Goytisolo ha sido distinguido con el Premio Miguel de Cervantes de las Letras.

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Musical weapons es el cuento que José Aldás nos ofrece en esta edición.

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La Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión publicará un libro de poesía en homenaje a Alfredo Gangotena.

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La escritora Sandra Araya realiza un comentario de Funda Mental, obra de Silvia Stornaiolo.

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Capítulo 1 de la novela Entre esbozos y delirios, de Josué Daniel Puma.

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Cuando lo peor haya pasado, cuento de Pablo Ramos. Luz y color en la obra de Salvador Bacón. Christian J. Kanahuaty delibera sobre el presente de la narrativa en Bolivia.

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Dossier de la séptima edición del encuentro América Latina tierra de libros. Vivir para contar, que se realizó en Italia en diciembre del 2014, de la mano de Patricio Herrera.

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La microficción y minicuentos, de Raúl Pérez Torres.

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Oaxacalifornia, cuento de Luis Felipe Lomelí (México).

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Alejandra Costamagna nos presenta su cuento Había una vez un pájaro (Chile).

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Almuerzo en Santo Domingo, cuento del escritor Eduardo Heras (Cuba).

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Eduardo González Viaña nos ofrece su cuento Usted estuvo en San Diego (Perú).

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Selección de poemas de Zingonia Zingone (Costa Rica/ Italia).

Once mil personas asisten al II Festival la Casa Cine Fest.

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Samir El Ghoul reflexiona sobre la ópera alemana.

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El humor extraterrestre de Groucho Marx, a cargo de Jorge Basilago.

Homenaje a Miguel Donoso Pareja, quien fue reconocido por el Fondo de Cultura Económica de México (FEC), por su trayectoria literaria.


relato

Yuliana Marcillo

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ntre sus compañeros de oficio, Juan Goytisolo siempre fue visto como un periodista, un colega. Es vastamente conocida su experiencia como reportero en los conflictos de Bosnia, Argelia, Palestina y Chechenia, que siguió muy de cerca y que se visibilizan en los artículos que publicó como corresponsal del diario El País, de España. Goytisolo es ese alguien que va a un sitio donde hay problemas, habla con la gente, comparte su vida durante un tiempo, va tomando notas, sintetiza su experiencia en unas cuantas hojas que luego serían publicadas; pero también, y con mayor reconocimiento internacional, es un gran conocedor de lo mejor del judaísmo, el cristianismo y el islam. Goytisolo ha sido distinguido este año con el Premio Miguel de Cervantes de las Letras, por el conjunto de su obra, que ha contribuido a enriquecer el legado literario hispánico. Este es el galardón más importante de las letras en español. El anuncio lo hizo público el 24 de noviembre el ministro de Cultura, José Ignacio Wert. El galardón está dotado con 125.000 euros (aproximadamente 153.656 dólares). La entrega del premio será el 23 de abril de 2015, en homenaje a la fecha de la muerte del autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. «Cuando me dan un premio siempre sospecho de mí mismo. Cuando me nombran persona non grata sé que tengo razón», decía Juan Goytisolo a El País, en una entrevista desde su casa de Marrakech (meses antes había muerto su esposa, la novelista francesa Monique Lange). Él se refería al Premio Nacional de las Letras que le dieron en 2008 y al vaivén de su relación con Almería: «Primero me declararon persona non grata por ‘Campos de Níjar’, luego me declararon hijo predilecto en agradeci-

miento; y luego, persona non grata otra vez por tomar partido por los inmigrantes en El Ejido (localidad y municipio español de la provincia de Almería y la comunidad autónoma de Andalucía)». Goytisolo señala en la entrevista que arrastra últimamente una perforación del tímpano que le produce lo que, sin perder el humor, él llama «eyaculación auricular». Es por la edad, dice resignado: «Ahora los niños de mi barrio corren a besarme la mano. Cosas de anciano». Goytisolo compró esta casa, a unos pasos de la plaza de Xemaá-el-Faná, en 1981, cuando nadie quería vivir en la Medina de Marrakech.

«Todo arte brota de la contradicción. Si se tiene todo claro, no se escribe».

Él había llegado a la ciudad por primera vez en 1976 para estudiar árabe dialectal y allí surgió en 1980 Makbara, una novela escrita en «verso libre narrativo» que mezcla con toda libertad voces, tiempo y espacio, escatología y erotismo.

«Si me preguntan si me considero parte de la sociedad española, digo que no» Goytisolo no ha parado de viajar. De hecho ha cultivado el ensayo, la narrativa, el reportaje, la literatura de viajes o las memorias. Sin embargo nunca ha querido volver a vivir en España: «Tanto en París

como cuando daba clases en Nueva York me había acostumbrado a una sociedad heterogénea. El barrio del Sentier me procuró una educación que ninguna universidad me podía proporcionar: el contacto con migrantes de todas las partes del mundo. Pasear por allí era pasar de Pakistán a India, de India a Turquía. Cuando volvía a España en el setenta y seis sólo había españoles y me pareció terrible. En aquella época no había inmigrantes y ver una sociedad tan homogénea me decepcionó». A pesar de haber nacido en Barcelona, se ha considerado una especie de apátrida, tal como se define él mismo en sus novelas autobiográficas, aunque desde 1996 reside habitualmente en Marrakesh: «Por un lado, pertenezco totalmente a la cultura española. Por otro, por el hecho de vivir fuera, he sustituido la noción de tierra por la noción de cultura. No obstante, si me preguntan si me considero parte de la sociedad española digo que no. No comparto los valores de esta sociedad, me siento extraño a ella». Su carrera como narrador arrancó a los 23 años, en 1954, con Juegos de manos, una novela que lo ubicó entre los más destacados autores del realismo crítico de la posguerra. Sus primeros trabajos literarios estuvieron marcados con la misma tinta y se ve reflejada en: Duelo en el paraíso (1955), situada esta última en los días finales de la guerra civil y centrada en la vida de unos muchachos cuya crueldad reproduce la de los mayores. Sus objetivos críticos y políticos, a través de una técnica objetivista influida por la narrativa norteamericana, se exponen en el ensayo Problemas de la novela (1959), auténtico manifiesto por una literatura inspirada en los principios del realismo socialista, y se plasman en la trilogía El pasado efímero, compuesta por las novelas El circo (1957), Fiestas (1958) y La resaca (1958).


Crítico de la vida del país y de la literatura En el seno de una familia burguesa de origen vasco-catalana, en 1931 nació Juan Goytisolo. Su vida ha sido la de un intelectual rebelde al franquismo. La muerte de su madre en 1938, cuando él tenía sólo siete años, en un bombardeo en Barcelona por la aviación nacional, fue un hecho decisivo en su vida. Probablemente es el origen de su rechazo hacia la España tradicional y conservadora. Se instaló en París en 1956 y trabajó como asesor literario de la editorial Gallimard. Entre 1969 y 1975 fue profesor de literatura en universidades de California, Boston y Nueva York. Fue condenado a soportar, como otros muchos de su generación, las consecuencias de una guerra civil salvaje y cruel. De ahí la muerte de su madre, la enfermedad de su padre y por consiguiente el derrumbe económico de su familia. La generación a la que pertenece Goytisolo lleva como título ‘Generación del medio siglo’ o ‘Generación del 50’, siendo ésta la de los escritores que nacieron entre 1924 y 1936; aquellos que presenciaron la Guerra Civil y sufrieron las restricciones literarias y la censura de la posguerra. La mayoría de intelectuales tuvieron que abandonar el país; unos se marcharon a Francia otros a México. Con el exilio de los mayores, aquellos jóvenes escritores se quedaron abandonados y sometidos a un régimen de vigilancia y censura, que les privó leer las obras de los exiliados y de los grandes renovadores de cada género literario. Así, la novela se encontró en una lamentable situación, que no sólo sufría las consecuencias negativas de la guerra, sino además, la marcha al exilio de los mejores novelistas españoles.

Cada libro debe ser una propuesta literaria nueva, no es cambiar de tema y escribir siempre lo mismo. Cuando yo era joven soportaba la censura política y tuve que exiliarme fuera y durante trece años todo lo que escribí estaba prohibido en España, ahora hay algo mucho peor, es la censura comercial. Nunca hay que caer en la tentación de lo comercial, busco el mayor número de relectores. Toda obra importante me obliga a releer. «El teléfono no me para de sonar» Juan Goytisolo sigue la actualidad política española con mucho interés desde Marrakech. Lo hace a través de la prensa nacional e internacional, ésta última lo entrevista a menudo extrañada de su situación de expatriado que, a pesar de ser el mejor escritor español, no puede ganarse el sustento en España. También ve la televisión con sus múltiples canales por satélite, muy populares en Marruecos. Incluso le cuentan sus amigos escritores y los turistas españoles que se le acercan en la plaza de Xemaá-elFaná, donde asoma todas las tardes a tomar el té. A propósito del premio Cervantes señala: «El aparato no me para de sonar, ayer tuve que descolgarlo porque no quiero hablar con ningún periodista ni hacer ninguna entrevista con las habituales preguntas estúpidas». El escritor convive ahora con la familia de su amigo Abdelhadi a la que llama «mi tribu». Para Goytisolo, cualquier escritor jamás debe confundir el texto literario con el producto editorial ni «puede entregar en su obra el

idioma tal como lo recibió» tiene que hacer algún aporte, algún cambio. «Cada libro debe ser una propuesta literaria nueva, no es cambiar de tema y escribir siempre lo mismo. Cuando yo era joven soportaba la censura política y tuve que exiliarme fuera y durante trece años todo lo que escribí estaba prohibido en España, ahora hay algo mucho peor, es la censura comercial. Nunca hay que caer en la tentación de lo comercial, busco el mayor número de relectores. Toda obra importante me obliga a releer». En 2012 Juan Goytisolo afirmó que ha dejado la narrativa para siempre: «Es definitivo. No tengo nada que decir y es mejor que me calle. No escribo para ganar dinero ni al dictado de los editores». Continúa, eso sí, con los ensayos literarios y debuta en poesía con su libro Ardores, cenizas, desmemoria (2012). Al respecto dice: «Son nueve, ni uno más ni uno menos. Cuando dejé la narrativa pasaron por mi cabeza como bandas de cigüeñas que me dejaron esos poemas».

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Patas al «Tot quant es gela. Mas ieu non posse frezir».

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Arnaut Daniel de Ribeirac

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uando llegué Roger hablaba con alguien, un tipo alto y pelirrojo. Me fui a la terraza, el piso estaba lleno de hojas secas y flores, unas flores rojas y pequeñas con manchas blancas. Siempre me gustó sentarme allí, uno se sentaba y la paz bajaba quién sabe de dónde, pero bajaba, uno la sentía llegar, dar vueltas y vueltas hasta echarse ahí, a los pies, como lo haría un perro. Roger me abrazó, nos quedamos así un rato, él sin mover un dedo, yo le acariciaba los cabellos ralos encima de la nuca, siempre me había gustado hacerlo. La paz nos miraba hacer y se estaba muy quieta. Gracias.

Rafael de Águila ¿Por qué? Por venir. Roger era muy tonto, apenas ayer me había llamado: me voy el martes. ¿Adónde? Me voy a Gaewtzee. Me reí: ¿y eso… dónde es? En Holanda, quiero verte. Por eso estaba yo ahora acá, y lo abrazaba y dejaba que la palma de mi mano regresara una vez y otra a pincharse con los ralos cabellos encima de su nuca. Al fin nos separamos, nos acodamos a la baranda de la terraza, debajo había todavía más hojas y basura, mucha basura. La paz quedó detrás, mirándonos. ¿Cuánto tiempo vas a estar en Holanda? Tres meses…, en principio. En principio los amigos se iban, en principio era tan sólo por unos me-


cuento ses, después, en principio, no regresaban, en principio una se iba quedando sola, todo eso en principio. Por eso volví a abrazarlo, a llevar la palma de la mano sobre los cabellos ralos, allí, encima de la nuca. Él estuvo oliendo mi cabello hasta advertir una fragancia nueva. Cambié de champú. Maravillosos los cambios, dijo, y aquello, evidentemente, era una ironía. La paz hizo una mueca. Siete meses antes yo había dejado a Roger. Lo había dejado por otro hombre. Un hombre mayor. Un tipo que parecía muy interesante. Parecía. Aquello duró poco pero después ya no tuve deseos de regresar a Roger, en realidad no tuve deseos de regresar a hacer algo. Y ahora Roger se iba a un sitio raro. Glaesky, o como se llamara. Y la paz hacía una mueca. ¿Qué es ese lugar donde vas? Un pueblo pequeño, en la frontera con Bélgica. Sonrió. Hay molinos de viento, vacas y mucho queso. Seguro también hay lienzos de Van Gogh, dije yo. También. Y cerveza. Claro, hectolitros de cerveza, de la negra. Yo entorné los ojos como alucinando y Roger me llamó borracha. La paz también lo era porque se relamió los labios. Roger era abstemio, casi totalmente abstemio, alguna que otra vez accedía a tomar del vaso de alguien, eso ante la insistencia, después sonreía y mencionaba la úlcera. Una úlcera inexistente. ¿A quién conoces allí? A Matty, dijo. Yo no sabía quién demonios podría ser Matty pero tenía nombre de vaca, una vaca lechera, se le ordeñaba y daba muy buena leche, excelente queso, una vaca que pastaba muy cerca de un molino de viento, un molino del que colgaba un lienzo. Uno de Van Gogh. ¿Quién es Matty? La paz enarcó las cejas. La conocí chateando. La advertí, no me faltaba razón, Matty era femenino, y era una vaca. Chateamos unos dos meses, después ella vino acá, ahora voy yo. La paz enarcó todavía más las cejas. La

vaca se había alejado del pasto, en principio, todo eso para venir acá, un sitio donde no había molinos, ni viento, ni pasto. Un sitio donde ella sería la única res. Todo eso en principio. No quise seguir preguntando, era obvio que Roger y la vaca te-

Nos fuimos al cuarto, allá todo estaba igual, todo salvo la foto de una rubia, la foto estaba encima de la mesa de noche, una rubia muy rosada y algo adiposa, una rubia de pechos enormes. (...) Del cuello de la rubia en la foto no colgaba campana alguna. Tampoco una soga. Ni de cáñamo ni sintética. La rubia sería la vaca. Matty... nían una relación. Roger con una vaca holandesa, leche de calidad superior. Top quality. Y queso. A mí me gustaba a morir el queso. Gruyère, Gouda, azul, el que fuera. ¿Vive en ese sitio de nombre raro? En Gaewtzee, sí, vive allí, tiene un coffee shop con Internet. La vaca pastaba en un coffee shop y consultaba twitter, colocaba su foto en facebook, administraba un blog en el que

explicaba cómo ingerir toneladas de hierba y evitar deposiciones verdes. Una vaca cibernética. Yo no sabía qué mierda de idioma se hablaría en Holanda, imaginé a Roger tratando de tirar de la vaca, tiraba de Matty con una soga, una muy gruesa, de cáñamo, una buena soga de cáñamo, no una de esas sintéticas. La vaca tenía una campana colgante del cuello, ding dong, se ponía terca y se negaba a avanzar. Ding dong, era una vaca muy tozuda. Ven, dijo Roger. La paz nos miró, desilusionada al saber que perdería el resto de la historia. Nos fuimos al cuarto, allá todo estaba igual, todo salvo la foto de una rubia, la foto estaba encima de la mesa de noche, una rubia muy rosada y algo adiposa, una rubia de pechos enormes. También había una bandera, una tela a tres bandas, roja, blanca y azul, la tela colgaba de un extremo del cuarto, encima habían unas letras, me esforcé en leer Koninkrijk der Nederlanden, vaya Dios a saber lo que podría significar aquello. Del cuello de la rubia en la foto no colgaba campana alguna. Tampoco una soga. Ni de cáñamo ni sintética. La rubia sería la vaca. Matty. Y la bandera, holandesa. Quiero dejarte todos mis libros, o los que quieras llevarte. Bueno, dije, me los llevo todos. El viento movía la bandera y yo lamenté haber dejado a Roger por aquel tipo, el tipo era un estúpido, el muy anormal era casi impotente y siempre estaba dispuesto a hablar de cualquier mierda, eso durante horas. También puedes llevarte mis CD. Simulé alegría, Roger tenía muy buena música, y montones de filmes de culto, la colección completa de Von Tiers y Tarantino, casi todo Kaurismäki, un tesoro pero yo habría preferido que Roger no se fuera a sitio alguno, llegar alguna noche acá para volver a ver juntos Breaking the waves o Antichrist, la jarra de té con hielo encima de la mesita, la terraza

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Siete meses antes yo había dejado a Roger. Lo había dejado por otro hombre. Un hombre mayor. Un tipo que parecía muy interesante. Parecía. Aquello duró poco pero después ya no tuve deseos de regresar a Roger...

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abierta, la paz acurrucada en algún sitio, todo eso aunque al final le diera un beso en la frente y me fuera a dormir a casa. Si quieres también puedes llevarte el equipo de música, la PC necesito que la vendas, pueden darte seiscientos, tal vez más, el display no es aquel que se nos ponía negro, es nuevo, lo trajo Matty, y el disco duro es de 500 GB. La vaca Matty no sólo pastaba, también era un animal de carga, cruzaba el Atlántico cargada de vituallas y mugía, todo el Atlántico lo cruzaba a puros mugidos. Tengo un amigo que puede ayudarme a venderla, a buen precio. Si quieres te quedas con el módem. No, tengo uno, bueno. Éste lo trajo Matty, míralo, tal vez sea mejor que el tuyo. Yo no tenía deseo alguno de quedarme con algo que hubiera traído una vaca, por eso insistí en que el mío era mejor. No sé, dijo él, dime de alguna otra cosa con la que quieras quedarte. Estuve a punto de decir que sólo deseaba quedarme con él pero no tenía derecho. No tenía el menor derecho. Eso la paz lo sabía, yo lo sabía, él lo sabía. Puede que el viejo impotente y la vaca también lo supieran. Era algo que en principio sabíamos todos. ¿No vas a volver? Roger demoró bastante en responder: no… no creo, dijo. Fue un error haber dejado a Roger, todo eso por un viejo, un viejo impotente, una va por la vida cometiendo errores y después la gente se va a Gaewtzee o a cualquier sitio. En principio. Se van y una no puede enmendar los errores. ¿Tienes dónde vivir allá? Al viejo no se le

paraba y tenía aquello bastante chico. Viviré con Matty, ella vive sola, encima del coffee shop. Yo había dejado a Roger por un imbécil, tuve deseos de quitarme un zapato y darme con él. Duro. En la cabeza. Una. Dos. Muchas veces. La vaca y el viejo impotente habrían hecho buena pareja, el queso y los molinos de viento alcanzarían a solucionar los problemas de erección del viejo. Hasta podrían ahorcarse juntos, con la soga de cáñamo. O con una sintética, eso no importaba. ¿Y trabajo?, ¿tienes trabajo? Presumí que aludiría a alguna faena en el coffee shop, Roger era experto en computadoras, no tendría la vaca que enviarlas a algún taller o comprar nuevas, Roger crearía un taller a un lado del molino de viento, cambiaría motherboards mientras contemplaba pastar a las amigas de Matty, todo el rebaño ahí, Roger miraría a través de la ventana y las vacas harían lo suyo. Crunch, crunch, vacas pastando. Y muuuuuu, mugiendo. Las vacas siempre mugen. Eso es lo suyo. Voy a trabajar en el coffee shop, dijo. Quise saber en qué idioma se entendía con la vaca. Hablamos inglés, Matty estudió hotelería en Londres. Vaca Picadilly Circus, vaca Trafalgar Square, vaca Buckingham Palace, vaca que engullía verde pasto y se solazaba con el herbaje, una hierba muy verde, inglesa, pasto del alegre bosque de Sherwood. Todo verde Lincoln. El inglés de Roger no era bueno y quizá no haya logrado entenderse a derechas con la vaca: ella: te vas a mi coffee shop de esclavo, fucking boy. Él: no importa

abundan en Holanda los eslavos, honey; ella: a la noche dormirás en el cepo, fucking boy; él: dormir junto a tu pecho será romántico, sweetheart. Roger llegaba a Holanda y terminaba con grilletes a los pies, camina sudaca de mierda, fucking boy, gritaba la vaca, y Roger: no soy sudaca, anormal, soy del Caribe, y la vaca Matty se deshacía gritando que todos éramos sudacas, todos la misma mierda, sudaca, you are sudaca, all of you are sudacas, fucking boy, aullaba, y el viejo impotente tomaba viagras junto al molino y las vacas todas se regodeaban felices, y el pasto era de lujo, buen pasto verde Lincoln, toda Europa luce buen pasto verde Lincoln, todo eso hasta que Roger lograba enviarme un mail: ayúdame, coño, y del cielo caía un grupo especial dispuesto a rescatarlo. Me gustaría quedarme con la butaca, dije. Es tuya, concedió él. Era una butaca de tela rosada con listas verdes, de tono playero, muy cómoda, yo solía sentarme ahí horas, a veces me dormía y Roger me cargaba para llevarme a la cama. Me senté, seguía siendo muy cómoda, rogué para que Roger no dijera que la vaca se había sentado allí. ¿Qué otra cosa quieres llevarte? Negué con la cabeza y cerré los ojos. Quería llevarlo a él, en mi mochila, tenerlo allí, a salvo, lejos de la vaca Matty, lejos del coffee shop, de todos los coffee shops del mundo. Pero no tenía ese derecho. No lo tenía. ¿Qué te pasa? Cité mi clásica migraña. Roger se sentó al borde de la cama: acá no resisto más, dijo, tengo que irme. Yo estaba segura de no resistir más en sitio alguno, ni acá, ni encima de un molino de viento allá en Holanda. O donde fuera. Todo podría verse de un exuberante verde Lincoln pero en realidad era un espejismo. Todo era la misma hediondez. Con molinos o sin ellos. Todo negro. Gris mortuorio. En cualquier sitio abundaban las vacas Mattys y los


tipos Roger, tipos que se marchaban para compartir la vida con reses. Reses seductoras. Y viejos impotentes. Si un tipo estaba obligado a tomar viagras para tener sexo prefería cortarme las venas. O cortárselas al tipo. Un buen corte en las venas. En las venas del glande. Eso en principio. Y que se desangrara el muy energúmeno. O tal vez una buena soga. De cáñamo. Nunca de las sintéticas. Suelen partirse. Roger se sentó en el suelo, frente a la butaca bicolor: no quiero que estés triste, dijo, voy a escribir, mandaré fotos. Roger a lomo de la vaca; Roger a un lado del molino; Roger junto a un lienzo de Van Gogh; Roger sentado en el coffee shop, a los labios una sonrisa que era un SOS. Divina sonrisa Morse de Roger. También yo voy a mandarte fotos, prometí: chica encima de butaca (masturbándose); chica encima de butaca (amago de sonrisa); chica encima de butaca (llorando). Aca-

ricié el lado izquierdo de la cara de Roger, con el envés de los dedos, así me gustaba antes hacerlo, estaba muy bien afeitado, quise pensar que se había afeitado así para mí, siempre me gustó aquel rasurado perfecto. Ven, dijo. Nos sentamos ahí, en el piso, nos abrazamos muy fuerte, la cabeza de Roger entre mi greña, entre mi greña y mi cuello, yo triste, muy triste entre Roger y una vaca. Nos apretamos muy duro. Si yo no te hubiera dejado por ese viejo de mierda… no te irías ahora, dije. Él, que no era mi culpa, las culpas son un tema recurrente para los cubanos, encontrar culpas y culpables, así había sucedido siempre, todo eso explicó él. Tal vez fuera aquella una tesis vacuna, la vaca la habría expuesto en su chat, en Holanda no urgía andar buscando culpables, en Holanda todo cuanto sucedía era maravilloso, verde Lincoln, el mejor de los mundos posibles, el mejor queso, la mejor leche,

las mejores vacas, la felicidad, Dios lo sabe, no tiene culpables, o tal vez acaecieran multitud de hechos terribles, el queso con un regusto a hiel; en los molinos una pestilencia de muerte; las vacas todas con brucelosis, pero los holandeses las miraban pastar, y los culpables miraban las aspas hendiendo el aire, idílicas las aspas, monísimas, y el queso no tenía ya ese sabor ni los molinos olían tan mal, y las vacas sanas que era un primor, y los holandeses muy primorosos ellos y cero culpas, de culpables ni el olor. Todos absueltos. Inocentes que era un primor. Es cierto, dije, no hay culpables. O todos lo somos, pensé. Todos. De haber estado juntos pudo haber ocurrido cualquier otra barbaridad, dijo, es la vida. Claro, volví a decir: la vida. No es precisamente un primor la vida. Pero de haber estado juntos no habría optado él por irse, irse con una vaca, una vaca holandesa, unos cuartos trase-

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Foto: Ana Rubio Ruiz

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ros poderosos, el mejor solomillo. Aunque quizá sí. Y es que eso era la vida. Una porquería la vida. De este lado. Del otro. Siempre se opta por el mejor solomillo. El mejor solomillo borra las culpas. El mejor solomillo favorece hacer elección. De este lado había sólo una mísera chica, una chica sin leche ni cuartos traseros. Una chica que nunca había comido solomillo. Una chica llena de culpas. Una chica no elegida. Roger me besó, casi no moví la lengua, respiré profundo para dejar entrar su olor, bien adentro, y no cerré los ojos, lo miré desde muy cerca, él movía la lengua dentro de mi boca y yo respiraba, el olor de Roger entraba y entraba y la vaca Matty se me hacía un nudo sobre el ombligo. Y más arriba. También abajo, sobre todo más abajo. La vida era experta en hacer nudos. Gordianos. Y no cabalgan ya Alejandros capaces de cortarlos. Una los busca y los busca y no existen. Ni en Macedonia. Roger quiso besarme los pechos, o verlos por última vez, postrera visión de mis pe-

chos, podía llamarse aquello, pechos estos blancos, mucho más pequeños que las ubres de una vaca, Roger los miró un rato, después quiso saber si deseaba jugo. ¿Jugo? Sí, de tamarindo, anunció él, no creo que lo haya en Gaetwzee. Quedé sobre el suelo, pechos descubiertos, la bandera blanca, roja y azul a tres listas moviéndose, el viento entraba por la ventana y la movía y yo pensé en Bonifacio Byrne, aquello de «no deben flotar dos banderas donde basta con una, la mía», esos versos uno los aprende desde la escuela, quise saber si Roger se llevaría a Holanda una bandera cubana, una bien grande, una que ondeara cuando el aire gélido del norte moviera las aspas del molino de viento y el pasto cabeceara, un pasto que engullirían las vacas. Muuuuuuuu. Todo verde Lincoln. La bandera cubana y el pasto verde Lincoln. Me cerré la blusa y Roger regresó con el jugo. Estaba muy ácido, montones de gramos de vitamina C, una vitamina maravillosa que no obstante no movía un jodi-

do dedo para que Roger no se fuera a rumiar con una res. Roger cerró la ventana y reincidió en zafarme la blusa, en mirar mis pechos. Lo dejé hacer. Me eché al suelo, la cabeza sobre sus piernas, Roger se quejó del calor, se levantó para activar un artilugio en la pared, un aire acondicionado Hitachi. Nunca hubo aire acondicionado allí, sólo ventilador, uno viejo, un General Electric muy sucio, hacía ruido y Roger se mataba poniéndole lubricante, troc, troc, así sonaba, ahora era un Hitachi, un equipo pequeño, blanco, casi no hacía ruido. Seguramente lo había traído Matty. La vaca. Toda una caravana de acémilas cruzando el Atlántico. Una caravana mugiente. Voy a dejárselo a la vieja, dijo, y daba vueltas y vueltas con el dedo índice a mi ombligo. Vueltas en el sentido de las manecillas del reloj. Yo quería que mi vida girara en sentido inverso. Vueltas y vueltas a la vida hasta llegar al preciso instante en que tomaba yo la decisión de no dejar a Roger. No dejarme seducir por las artes de un viejo. No


No quise seguir preguntando, era obvio que Roger y la vaca tenían una relación. Roger con una vaca, holandesa, leche de calidad superior. Top quality. Y queso. dejar que la vida fuera la mierda que es. Que no enfríe mucho, por favor, sabes que me llega la alergia. Roger volvió a pararse para correr el mecanismo a low. Una lástima no alcanzar a hacer lo mismo con la vida, correrla a low. Después me contó que en el coffee shop era legal fumar marihuana, en Holanda era legal aquello, de toda Europa llegaban tipos a Gaewtzee, cruzaban la frontera para visitar el coffee shop de Matty, la vaca los recibía a puros mugidos, los ding dong de la campana, el pueblito muy cerca de la frontera belga y todos llegaban a fumar hierba, buena hierba marroquí y fuerte moka negro de Etiopía, al rato todos estaban muy felices con los mugidos de Matty, y la vida estaba en high. Claro, era Holanda. En Holanda la vida siempre está en high. Y no hay culpables. Tú no vayas a tocar la jodida hierba, dije. Roger se rió: sabes que yo ni cerveza, de ser tú en Gaewtzee… habría que tomar precauciones. Nos reímos, Roger tenía razón, el vicio asomaba vestidito de frac y se anunciaba: buenas noches, y yo sin reparos abría todas las puertas, albricias, Alvar Fáñez, como profiriera un día el Cid, el vicio y yo nos dábamos los mil abrazos, emocionadísimos. Me imaginé sentada en el coffee shop allá en Gaewtzee, na-

vegando en Google, el humo de cannabis llenando deliciosamente el local, un tazón de moka etíope aderezado con chocolate suizo, Nestlé, mixtura esa de las más raras, los holandeses me miraban con los ojos muy grandes y los belgas cruzaban la frontera para conocerme y la vaca mugía de rabia, de tanta sorda envidia, alguien acudía a ordeñarla y se llevaba una garrafa humeante de leche ácida, y los belgas reían, y los holandeses reían, y cada vez el humo de cannabis era más denso, un humo que se religaba con música holandesa, una música rarísima, unos acordes como para provocar migraña, en un extremo había un jukebox, una de aquellas cajas ridículas de los años cincuenta, llena de luces de colores, luces que hacían guiños, yo me levantaba y ahora era Love in an elevator, de Aerosmith, verdad esa mayor que un templo, y después Stairway to heaven, de Led Zeppelin, escalera como no hubo ni habrá jamás otra; y más tarde Angie, de los Rolling, un Jagger todavía más grande que todas las escaleras y todos los templos, y los holandeses aplaudían, y los belgas aplaudían, todos aplaudían como locos, y la vaca Matty, de pésimo gusto, miraba con sus muy vacuos ojos y volvía a mugir. Si te hiciera falta algo me lo dices, ya veré yo cómo mandártelo. Lo abracé, tuve deseos de pedirle que no se fuera, pero sólo lo abracé, dije (él, desde luego, lo sabía) que mis necesidades eran muy reducidas, pocas veces necesitaba yo algo, ahora, por ejemplo, necesitaba no seguir acá, en el suelo mis posaderas; en Holanda puede que el suelo fuera menos duro, muy holandés él, mullido, acá el suelo era duro, acá era mejor la cama, acá siempre la cama había resultado la mejor de las opciones, el mejor sitio, tal vez no fuera así en Holanda, acá siempre lo había sido, el mejor de los mundos posibles, mi reino por una cama, dadme una

cama y moveré el mundo, dejad que las camas vengan a mí, camas de todos los países, uníos, cama que estás en los cielos, bienaventurada seas. La cama is an elevator. ¿Quieres que lo hagamos… por última vez? ¿Hacer qué?, quise saber. Desde luego, yo sabía muy bien de qué se trataba. Él sonrió: pues, eso… No entiendo. Roger me tomó de la mano: ven. No sé cuánto podría gustarle a Roger la vaca Matty, a mí me gustaba mucho Roger, quedamos en la cama, sentados, desnudos, las piernas recogidas a lo hindú, mirándonos. Mientras más se acercan los días más… difícil es, confesó él. Yo quise saber qué era difícil. Que cada día sea un día menos, dijo, como un canceroso, el médico dice al tipo que le quedan tres meses, el tipo los va contando, uno, dos… Yo me reí: es Gaewtzee, tonto, no es cáncer. Nos abrazamos. ¿Y Matty?, volví a decir. En realidad estuve muy cerca de decir y la vaca. Matty es buena, dijo él. Pasta bien, pensé yo, una rumiante de lujo, tiene el estómago dividido en las conocidas cuatro partes; panza, bonete, libro y cuajar, así estaba dividido el estómago de un rumiante. Y me quiere, volvió a decir él. También yo te quiero, anormal, me dije, muy bajito, también yo, pero cometí la torpeza de dejarte por un tipo, un viejo impotente que adoptaba poses, un viejo que me había parecido interesante. Por supuesto, el viejo no era culpable. Nadie era culpable. Los cubanos debemos dejar de creer que existen culpables. Los cubanos debemos declararnos libres de culpas. Exculparnos. Los monos se espulgan todo el tiempo. Nosotros debemos exculparnos. Sobre las camas. Sobre las camas no hay culpables. Sobre las camas, todos inocentes. Not guilty. El sexo de Roger estaba laxo, un sexo que había tenido yo muy dentro para después adentrarse en las entrañas de una vaca, zoofilia, se llamaba

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Foto: Vitor Hugo

aquello. Creo que no voy a poder hacerlo, discúlpame. Expliqué que no tenía importancia, era lindo estar así, los dos, por última vez. ¿Tú no quieres irte?, quiso saber. No, no quiero. ¿Por qué? Porque en cualquier sitio es la misma mierda. Roger no dijo nada, se quedó así, laxo, arrebujado en mi regazo, los ojos tan cerrados que parecía un muerto. Quizá pueda venir cada dos o tres años. Acaricié con la palma de la mano aquellos cabellos ralos encima de la nuca. Tal vez para ese entonces alcanzaría yo a estar con alguien, y Roger nos invitara a cenar, y mira X te presento a Roger, y mira, Roger, éste es X, tanto gusto, el gusto es mío, langosta thermidor y mucha cerveza, y nos divertíamos a morir, y él se deshacía en infinitas historias sobre la mierda que era Holanda, y al final me decía: me encanta X, de verdad, estoy contento de que hallaras a alguien como él. Se lo dije. Ojalá sea así, mereces un tipo bueno, dijo él. Tú no mereces una vaca, pensé. La foto de Matty estaba en el mismo sitio, Matty que lo miraba todo con aquellos ojos de res, vacuos ojos de vacuno, Roger se fue al baño y aproveché para sacarle la lengua, mentarle la madre, nunca le había sacado la lengua a un retrato. Roger se demoraba y me vestí, estar sola sobre aquella cama era muy triste, mirar alrededor, allá mi butaca, aquella bandera rara colgando allí, y el viento soplando afuera, uuuuuuuuu, el viento que no alcanzaba ya a mover la bandera, y la vaca que miraba desde su sitio encima de la mesa de noche. Koninkrijk der Nederlanden, volví a leer. Roger regresó, también se había vestido. Trata de lograr el mejor precio para la PC, dijo, me preocupa mucho mi madre, no sé cuándo pueda yo mandarle algún dinero. Roger tenía los ojos brillantes, y no quise pensar en qué había estado haciendo tanto tiempo en el baño. En la casa sólo

había un baño, podríamos llorar y lavarnos la cara, todo eso por turnos. Me voy, dije. Roger me miró sin atreverse a decir algo, al rato aclaró que el viaje sería el martes, a las dos de la tarde, Iberia, a Madrid, de ahí a Ámsterdam, en Air France. No tenía la intención de ir al aeropuerto y lo dije. No quiero que vayas, dijo él. Fuimos hasta la puerta, la paz estaba todavía echada allí, en la terraza, al principio la creí dormida pero después abrió los ojos y se puso a mirarnos. ¿Cuándo vengo a buscarlo todo?, quise saber. Te dejo la llave, cuando logres vender la PC y llevarte lo que desees le llevas la llave a la vieja. Estuve segura de que sería muy difícil regresar a aquel lugar, Roger estaría con una vaca allá en Gaewtzee y yo acá, sentada en mi butaca. Sola. Muy injusto eso. Una mierda. Pero el mundo lo era. Casi todo el mundo. Y la vida. La vida a la que no le bastaba estar en low, la muy puta se regodeaba en off. La paz me miró y estuvo de acuerdo. La vida colgaba del cuello, y pataleaba, y la soga era

de cáñamo. No nos veremos más, dijo él. Por Dios, no seas dramático, suena como si fueras a morirte, te vas a Holanda, allá te espera una muchacha, comerás queso, regresarás en dos o tres años, y estarás muy gordo y muy blanco y serás adicto a la marihuana. Nos reímos. A la paz aquello no le hizo gracia y quedó muy seria. En la puerta volvimos a abrazarnos, yo acaricié otra vez los cabellos ralos encima de su nuca y maldije al viejo impotente, el muy imbécil se ponía siempre gel en el cabello y tenía blancos los vellos del pubis, hasta entonces había ignorado yo que un pubis alcanzara a ponerse blanco. Cuídate, pidió él. Cuídate tú, acá no hay vacas y la marihuana es ilegal. La paz se puso de pie, no logré saber cuántas patas. Otra vez nos reímos. Cuídate de las vacas, de los molinos de viento, de los lienzos de Van Gogh, de los belgas y de los holandeses, cuídate mucho, todo eso lo pensé y una vez más quise sacarle la lengua a la foto de Matty, mentarle la madre, en realidad deseaba cagarme estrepi-


tosamente en su madre. Vamos a separarnos como si fuéramos a vernos mañana, propuse. La paz gritó que aquello era una farsa. ¿Y cómo se hace eso? No puede hacerse, gritó la paz. Pues… me das un beso, suave, acá, sin aspavientos, y yo uno suave, aquí, sin aspavientos, y entonces yo digo chao, y tú chao, y abres la puerta y yo salgo y te miro y te hago así con la mano y ya está. La paz gritó que yo era una imbécil. Él sonrió, una tristeza que dejaría sin leche a las vacas allá en Gaewtzee, sin una gota de leche en las cabronas ubres. ¿Y entonces te vas? Entonces. Ahí está mi beso, dijo. Y el mío. Habían sido dos los besos, dos muy suaves, dos sin aspavientos, y la paz aullaba, casi no se entendía cuanto decía. Chao, dije yo. Él quedó mirándome con aquella tristeza aniquiladora de ubres. Ahora tú abres la puerta, advertí. No, no la abras, no, gritaba la paz. Lo hizo y yo salí. Tocaba mirarlo, y no supe qué otra cosa hacer, quedé allí, en aquel pasillo de mierda, mirándolo, sabiendo que Holanda estaba más lejos que Dios, que una vaca llamada Matty se llevaba así de lejos a mi hombre. Ahora tú mueves la mano, anunció él. Sonreí: ¿cómo la muevo? Así. Roger decía adiós con la mano. No, anormal, no, no hagas eso, chillaba la paz. No supe cómo pero también yo dije adiós. También yo moví la mano. Se trataba de mover la mano y la moví. Era un gesto sencillo y lo hice. Ese era el guión, de acuerdo con el guión la puerta ahora debía cerrarse y se cerró, yo debía caminar por el pasillo y caminé. La paz quedó del otro lado de la puerta, gritando. El guión no explicaba algo más, y es que así son los guiones, mierderos, uno los sigue hasta un punto, después hacen mutis y todo se queda blanco. O negro. Como la vida. Colgando de una soga. De cáñamo. En off. Y uno mira, se mira las manos sin saber qué demonios

hacer. Uno también en off. La paz quedó detrás, gritando, tirándose de los cabellos. Afuera había sol y el calor era horrible, miré arriba, la ventana de Roger estaba cerrada. En Gaewtzee Matty servía un moka muy negro y el humo de la marihuana era denso, la música horrible, más allá de la ventana el viento movía trigales, pasto verde Lincoln, y las aspas de los molinos daban vueltas y vueltas, los belgas y los holandeses discutían, de fútbol, el Ajax se medía con un equipo de la Bundesligue, y hacía frío, mucho frío. Koninkrijk der Nederlanden, ¿qué carajo querría decir aquello? Roger abrió la ventana pero no quise mirar arriba, Roger que ahora mismo gritaba mi nombre, yo que corrí, sin mirar, corrí hasta doblar la esquina, más allá había un parque y me senté. Al centro, de piedra gris, un patriota a caballo. De niña mi padre explicaba que si el caballo elevaba las patas delanteras al aire el patriota había muerto en combate, así estaba éste, patas al aire. En Gaewtzee las nubes eran densas y no dejaban ver el sol, el frío arreciaba y las vacas mugían. Montones de vacas. Acá hacía cada vez más calor, el sol era una enorme bola de fuego y nos habíamos quedado sin vacas, nos habíamos quedado sin amigos, todos se habían ido, todos se iban, a Gaewtzee, a cualquier sitio, todos patas al aire. Así estaban todos acá, patas al aire. Así estaba la estatua del héroe, una mole de piedra gris, y yo no recordaba quién coño podría ser, no recordaba, el héroe me miraba llorar, muy serio me miraba y no decía nada.

Rafael de Águila

(La Habana, 1962). Narrador, ha publicado los libros de cuento Último viaje con Adriana, Premio Pinos Nuevos 1996 (Editorial Letras Cubanas, 1997); Ellos orinan de pie (Editorial Letras Cubanas, 2006) y Del otro lado (Editorial Letras Cubanas, 2010), que obtuvo el Premio Alejo Carpentier de Cuento ese mismo año. Su relato Patas al aire mereció el Premio La Gaceta de la UNEAC 2010. Consta en varias antologías cubanas de cuento.

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Musical weapons 14

José Aldás


cuento

L

a. Así que pasen veinte años «i. El lenguaje silencioso engendra fuego. El silencio se propaga, el silencio es fuego. Era preciso decir acerca del agua o simplemente apenas nombrarla, de modo de atraerse la palabra agua para que apague las llamas del silencio. Porque no cantó, su sombra canta. Donde una vez sus ojos hechizaron mi infancia, el silencio al rojo rueda como un sol. En el corazón de la palabra lo alcanzaron; y yo no puedo narrar el espacio ausente y azul creado por sus ojos». Pizarnik

as calles son de oro —dijo Lady Bee cuando entró en la ciudad—. Encima de las astas brillaban antorchas con estructura dorada (y el fuego, sonrisa entre paréntesis, brillando menos que el circo de chispas y palabras que salía del metal precioso), las casas de construcción básica eran, igual, de oro macizo. Y todo había sido tan casual: la manera en que planeaba el viaje con la sombra de un escritor muerto antes de morir; cómo se cancelaba de improvisto todo (porque los imprevistos existen, dirás en una casa o en universo paralelo) y, por la simple culpa de su diario olvidado en el camarote 3B, regresando justo antes de que el barco partiese hacia rumbos desconocidos. Al zarpar Lady Bee pensó pedir al capitán que regresara, que había un error en los planes y que ella debía bajar, pero el ruido silencioso de la oscuridad sobre el agua, la placenta de las mariposas de papel colgadas encima de la cama, instaladas placenteramente en la pared y mirando directamente hacia las bufandas de terciopelo, se lo impidieron. El camarote estaba tan bien acondicionado que le recordaba los tiempos viejos, los ancianos tiempos en que cosía las telas y bordaba nombres para los trabajos de manualidades en el colegio. Entonces no había rastros de Lady Bee en su cuerpo de Little Bee. Una capa transparente de hielo le hacía una imagen iridiscente de niña Venus, saliendo de alguna parte de Zeus. Little Bee, niña demonio nacida en la leyenda bíblica de un libro maldito, apóstata. Little Bee: palabra tras palabra encima de lo que resta del recuerdo, libertad para el cielo negro, estrella maldita de un ritual podrido. Lo malo, lo único, eran los ojos, demasiado hermosos, demasiado niños, demasiado. Incongruencia entre lo que es y lo que no: por un lado están los colo-

Una capa transparente de hielo le hacía una imagen iridiscente de niña Venus, saliendo de alguna parte de Zeus. Little Bee, niña demonio nacida en la leyenda bíblica de un libro maldito, apóstata. Little Bee: palabra tras palabra encima de lo que resta del recuerdo... res de las botas, colores niños, y la maleta con botones estrambóticos por donde se agujerea al sol (la historia paralítica de un dedo: estoy. estamos.somos.y.no.atrapado(s). en.el.t…i…e…m…p…o…de.no. ser.incluso.un.recuerdo. Sabrás de lo que hablo cuando las mariposas digan hola, se despidan de un golpe y se vayan [experto en malos entendidos. Soy lo que viene —dijo Little Bee la noche en que soñó ser mujer. Antes, mucho antes de que tuviese a mano las armas secretas de una ciudad sin modelos para armar—. Soy lo que está después de los arquetipos y las cosas. Mi cabeza maldecirá sin decir una sola palabra. Sin mencionar siquiera las post-estructuras. Será el conjuro {hasta en el sueño lo ejerzo}, de expirar infinitamente. Una muerte sin fin]. Con la vigilia musical. Con la noche que pasa sin tener que pasar), y por el otro las desinencias telúri-

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cas encima de su cuerpo (adelantado justo el momento mismo en que se inventó la máquina del tiempo), la geografía del camarote que la llevó de nuevo hasta las entrañas de la naturaleza, para jamás volver. Y así, aun cuando era Little Bee, sabía que su vida estaría relacionada con la perfección y sus círculos concéntricos. También estaba la espiral, que ya era sonido de otro costal. Ya en el agua, años niños después, Lady Bee con las armas secretas esparcidas por su cuerpo, pensaría que bajarse sería inútil. No tendría sentido hacer que los demás pasajeros del barco, sentados en las sillas desplegables para tomar sol, hicieran reclamos al capitán por bajar a una sola mujer (capitán maldito: Lady Bee, vestida de niña, le narraría la equivocación mientras él, sin fijarse en las manos, diría que sí, que se le permitía destruir, modificar o por lo menos ensuciar al mundo, dado el caso, él mismo dispondría de todos los mundos que tuviera a disposición, todos los que recolectó jugando a nadar encima de los charcos, y todos los mundos que recolectó cuando viajó de ciudad en ciudad para tener recuerdos que sortear en los últimos viajes al centro de la memoria, pero no lo hizo). Lady Bee escuchó al atardecer mientras patinaba con los ojos alrededor de la luna marrón. Tan aficionada a Lorca como solo podría serlo alguien que caminaba por vez primera sobre las páginas de los libros. Que existieran como quisieran. Que cantaran como les diera su regalada gana. El barco naufragó en algún punto inexacto del río Amazonas. La selva se encaramaba como un gato verde encima del cielo para despojarlo de su color azul. Little Bee que dejó el capullo y se transformó en Lil’ Bee de un día para otro. Las cosas cambian, los soles mueren. Los días se repiten y así hasta encontrar el punto que re-

presente un inicio. Un punto de partida. La bitácora hundida solo albergaría las notas precedentes, cuando Lil’ Bee estaba en tránsito. La corriente del río la llevó inconsciente hasta la orilla más próxima, y así, inconsciente, despertó en la ciudad. Lady Bee llevaba tres libros entre sus pertenencias, pero solo el de Lorca conservaría algo de la forma que el agua le negaba. ¡Esto es El Dorado! —pensó, al abrir sus ojos veinteañeros, todos llenos de sudor—. Había regresado de la muerte para contar pesadillas. Para conjurar ideas.

b. Forse Qualcuno ti disfiorerà «ii. Con una esponja húmeda de lluvia gris borraron el ramo de lilas dibujado en su cerebro. El signo de su estar es la enlutada escritura de los mensajes que se envía. Ella se prueba en su nuevo lenguaje e indaga el peso del muerto en la balanza de su corazón». Pizarnik Había escrito notas para todo: para las mediciones isocrónicas de las aves y otra muy diferente para el malestar de las moscas. Para los libros que leía guardaba la tradi-

ción de las jarchas, escribiendo versos para recordar el pasado. Para los truenos y para los tres hijos del sol que salían cada tarde en forma de aire para azotarle en el rostro. Había escrito jaulas en los diarios. Había escrito que Lewis Carroll le había robado la idea del gato cuando miraba una luna en cuarto. De todo había escrito Lady Bee en las páginas y en los cuerpos: un tratado entero sobre la reconstrucción de la memoria y otro muy diferente para la reconstrucción de los recuerdos. Había escrito encima de la piel de los magos oscuros que surcaban la altura como una égloga de Garcilaso de la Vega. Exactamente de eso escribía Lady Bee con su sola mano hecha de perfumes y maldiciones. Creaba, la maldita. A ella se le acusaba de dejar en el mundo una estela de posibilidades falsas. Invocada: harás un desierto lo que toques, como Midas (parecía que Midas había pasado por la ciudad tocando hasta los pozos donde orinaban y otro, muy diferente, en donde defecaban. Menos la catedral de los espejos, por supuesto). ¿Cuántas palabras falsas podían salir de una sola mente?, la deformada y podrida, la engendrada en el vacío y libre de demonios (ahí, José Donoso sostenía que al enfrentarse con Vargas Llosa en eso de los demonios y los tranquili-

Se crearon los errores en el mismo tiempo en el que se crearon las maldiciones. Dios dijo hágase el insomnio y jamás volvió a dormir. Después los sueños siguieron: los árboles dejaron frutos y se desnutrieron ferozmente en el invierno. El tiempo puso su mano junto con la tierra, se amaron al tedio la luna y la noche, el sol con el día, para parir crepúsculos y engendrar ocasos.


c. Mademoiselle Satan

zantes [puesto que el endemoniado dormía, el monstruo se iba], había afirmado que los verdaderos, los hechos de pesadillas cosidas no se iban ni aunque el mundo explotase en mil pedazos). Viviendo en una especie de pretérito. Harto de luchas inútiles y de plagas sobrias. Lady Bee en contra de enemigos cuerdos. Cuántas palabras cuando la privacidad (el diario, dixit) se invadía de mil maneras. Con micrófonos hasta en el culo. Con cámaras en los destapa caños. La soledad no existe cuando han asesinado a la luna. Qué hará Lady Bee cuando sienta el estruendo de los años contados uno por uno, segundo y milímetro por cuadrado, sin un solo círculo que quede vacío y sin revisar, sin un pétalo virgen, sin una sombra sin besar. Pero cuando entró, la ciudad se rindió a sus pies. Los calderos de los magos hicieron pequeñas implosiones. Las mujeres se quedaron ciegas. Había sentido en iniciar la pelea una vez más y grabar en donde se pudiera lo que pensaba pensar (hay de ti si no escribieras, serías el cero a la izquierda entre los ceros a la izquierda, tendrías una vida o fingirías tenerla, pero entre el oro no existe el papel ni los medios de comunicación). Con el sistema de nudos grababan las cantidades. Los brujos narraban de casa en casa las leyendas. Era el deber sagrado de la gente de pieles pálidas hacer que su memoria quedara viva, pero solo en sus labios. El secreto se moriría con ellos (per omnia saecula saeculorum, dixit). Las ciudades de oro sin

sus habitantes no valdrían nada en torno a la luna. Entre ellos vivió Lady Bee hasta entender, en la más absoluta soledad mental, que escribir era una necesidad irracional. Había algo de trauma en la misantropía o en la autotortura. En la más absoluta soledad mental descifró gatos estelares y comió música sorda al ritmo de las lombrices. Había algo de trauma en la insistencia necia. Algo de absoluta futilidad. Y los monos croaban de alegría, mientras las ranas caminaban a prisa para llegar a tiempo a su cita de rayos con la serpiente fría, cuyo vehículo era de veneno puro. Las nubes ladrando de insomnio con y sin el abrigo de las hojas, sin el tiempo silbando su canción triste con tono de barítono mudo, ciego y sordo, genio como Beethoven. Sordo de los ojos como Borges. Sin color en la sangre como Rilke. Sin asesinatos que investigar como Sherlock Baley. Entre ellos Lady Bee fue centro de fuego y smalldestructions sobre las pieles pálidas que nevertouchtheboiledskin. Así será en el infierno, si los gnósticos tienen razón: nuda te, nudo io, pero jamás, neverafter, theaferratasolitudine. Entre ellos Lady Bee fue viajante y pasante: vivió hasta cifrar el silencio en agua y obstinarse con las noches ilustres y los veranos desnudos. La podrida hierba del óseo deseo se entorpeció con el color, inédito, de la viajera sorda, ciega y muda. Pero un día se durmió, y olvidó el tiempo azul.

«iii. Y el signo de su estar crea el corazón de la noche. Aprisionada: alguna vez se olvidarán las culpas, se emparentarán los vivos y los muertos. Aprisionada: no has sabido prever que su final iría a ser la gruta a donde iban los malos en los cuentos para niños. Aprisionada: deja que se cante como se pueda y se quiera. Hasta que en la merecida noche se cierna la brusca desocultada. A exceso de sufrimiento exceso de noche y silencio». Pizarnik Se crearon los errores en el mismo tiempo en el que se crearon las maldiciones. Dios dijo hágase el insomnio y jamás volvió a dormir. Después los sueños siguieron: los árboles dejaron frutos y se desnutrieron ferozmente en el invierno. El tiempo puso su mano junto con la tierra, se amaron al tedio la luna y la noche, el sol con el día, para parir crepúsculos y engendrar ocasos. ¿Por qué me diste lo que no tenías? Y el hueco de tu voz que me persigue, el payaso, el payaso, los juegos y el payaso, el reloj y los payasos, crearemos días cuando digamos días, pintaremos el cielo de amarillo y jugaremos a conjugar cerebros, a desmantelar noches repetidas. La vida de Lady Bee se resumiría en las bitácoras de los astronautas. Los enemigos cuerdos no. ¿Solo para condecorar mi obligatoria oscuridad? ¿Es seria tu preprubescentproposal? —pensaba Lady Bee mientras dejaba la crisálida de Lil’ Bee, la serpiente—. Salía del todo a la luz, la maga. Todas esas palabras lanzadas en propulsión innecesaria, sin programación previa. Así Lady Bee hablaba de garzas y el hechicero de plantas alucinógenas. Lady Bee pensaba en elefantes

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como colinas blancas y la anciana pensaba en la receta para curar el dolor de muela. Lady Bee pensaba en la música muda de los cuerpos ejecutados (en A maj.) y el mago oscuro pensaba en los diarios de piratas antiguos, la relación de ellos con el destino y el libre albedrío, las tesis de Kierkegaard y las de Nietzsche. Lady Bee nació el día en que los vientos se juntaron para negar más vida a lo que vida no merecía. Las condiciones en el tiempo y en el universo eran ya las adecuadas para que Lady Bee conociera la catedral de piedra en donde brillaban los relojes cercanos, muy cercanos al sol, lanzando sus destellos repetidos en los espejos de las paredes y en los espejos que colgaban del techo y en los espejos que nacían como flores desde el suelo y en los espejos que extendían sus brazos oculares por los pasillos. La catedral no tiene oro. Es el único edificio de El Dorado que no tiene rastros de oro. La piedra se refleja en los espejos y se repite en los relojes que hacen tictac, tic-tac, en medio de las tinieblas. La catedral en sí misma no es oro. Tiene otro propósito. En algún lugar de sus pasillos intrincados se encontraba el altar único. Los espejos nacían y los relojes parían. Los unos en la memoria de la piedra y los otros minutos y segundos. La piedra era un laberinto, en el inicio. La tradición decía que dos personas entraban en el laberinto: la primera en llegar cortaba la cabeza de la que llegaba después. La fiesta se celebraba una vez al año y por ella la ciudad seguía en calma. Era una ofrenda para los dioses que nacían, vivían y morían con ellos. La piedra sabia, sabía. La catedral estaba en El Dorado desde antes que se creara su propia leyenda. Lady Bee llegó para cerrar el círculo de profecías. Cerrar es una forma de iniciar. Rehacer las cenizas. La catedral estaba en el centro de las profecías muy alrededor de El

Dorado, ciudad de tentáculos repetidos, para ser de nuevo una nueva leyenda. La tradición así lo decía. El día señalado Lady Bee quiso entrar, desde lejos, a la catedral de los espejos.

d. Cerca del suelo «iv. Las metáforas de asfixia se despojan del sudario… El terror es nombrado con el modelo delante, a fin de no equivocarse». Pizarnik No se podía ya temer al lenguaje en estas circunstancias. Si decías en inglés, o en italiano o en estupideces, lo que sucedía en la tierra de El Dorado era cuestión del día, la hora y el aborto del segundo segundo. A fin de no equivocarse. Decir con todos los dientes. Decir con todas las palabras. Superados los tedios en cápsulas. Superadas las medias tintas en el drama. Arrastrar el espíritu con forma de sistema nervioso también era un arte. No se podía ya temer al lenguaje, en estas circunstancias. Casi nadie había visto la hora exacta en la que Lady Bee entró al laberinto de espejos y relojes. Aquí, en el palacio del desorden, en al anfiteatro de la desgracia, se ejecutarían los más desconcertantes conciertos de flautas y maldiciones: el mundo, en teoría, es una teoría —pensaba el sábado a medianoche, cuando los relojes pensaban en parir al domingo celeste, medio cuerdo—. Los restos de la cordura: fantasma convocado: tu centro será mi centro desde el humo hasta los dedos. Los dedos cuerdos que tocaron guitarra y los dedos cuerdos que jugaban con las letras y las naranjas —pensaba, mientras la noche mutaba de piel­—. Francisco Pizarro había salido hacia la enorme serpiente del río Amazonas para descubrir, descon-

certado, que no descubría El Dorado. Pero los cronistas de indias olvidaron que el sentido pierde el sentido cuando su utilidad pierde valor. Como El Dorado estaba lleno de oro, allí el oro no valía nada. El maíz, verdadero oro. La miel, verdadero oro. Pero Pizarro y Almagro no sabían de vida pacífica. No sabían escribir sino dibujar su nombre. No pensaban en El Dorado sino para saquearlo y sacarlo de su tiniebla tierna hacia la luz cruel de la civilización. En cambio Lady Bee: recuerdo de añísimos luz cuando no era un recuerdo. Antes de que se inventaran las buenas y las malas palabras. Antes de que salieran a la luz los tumores de la literatura. Antes de que lo fallido tomara consistencia. Los días pasarían. Las lunas no se cansarían de sonreír. Aquí en el palacio del sol y la sombra hay una colección privada de gárgolas fúnebres y diáfanas. Con caras y gestos. La pietra prima de la catedral marcada con los dibujos ceremoniales. Las escaleras de piedra que subían y bajaban como caracoles inmensos por todos los pasillos. La piedra arrastrándose. Los pasillos reflejados una y otra vez sobre los espejos (la catedral infinita) con los relojes vomitando segundos (tic-tac, tic-tac), en breves espacios por donde entraba un rayo de sol (rish-rash, rish-rash). Caminaba Lady Bee. Caminaba. De alguna forma saldría de los recuerdos. De una manera u otra se presentaría, la ingrata, a la sucesión de ritos y rituales, de nombres y apellidos, de horarios y relojes, de espejos y reflejos. A lo largo del laberinto, como dentro de una pesadilla la piedra iría tomando forma hasta que la ilusión de todos los espejos se terminara (por lo menos en su mente) y hasta que el concierto de todos los relojes se concentrara en uno solo (haciendo siempre tictac) debajo de la piedra diseñada como altar.


De entre una arruga en el cerebro saldría. Por los pasillos del laberinto caminó hasta llegar y acostarse, con la luna, en el altar: cumpliendo sentencia, destino libre aprisionado, solo dejándose guiar por las palabras dentro de un camino grande como el mar, azul como la melancolía. Los relojes hicieron tic-tac. Las sombras se movieron dentro de los espejos. La luna desarmada: símbolo, estandarte por la muerte de alguien, entraba ilesa dentro de la habitación en donde volaban, de repente, mariposas emperador, empireants, y murciélagos cíclopes. Las fantasmas desayunaron conciertos de campanas, calmas equilibradas. Y los espectros ayunaron su concierto de organismos crudos. Las ratas esparcieron granos de maíz, el verdadero oro, en forma de un camino imaginario hasta el cielo de los quesos, regido por un francés. En la ciudad de El Dorado, por el lado oeste de la catedral de piedra entraba otra persona. En los estadios imperfectos del día, en los espacios viciados del tiempo, se escondía la llave que finalizaría la secuencia repetitiva (¿se cansa el círculo de ser círculo?) o en básica teoría, existencialismo tardío, última verruga del mundo por reventar. Los cantores con sus flautas de caña continuaron con la leyenda durante mil noches con sus lunas y mil días con sus soles. Algunos decían que Lady Bee tomó meses en encontrar la lápida ritual; otros dicen que años (entretenida en el juego de pasillos y escaleras). Otros que horas y otros que segundos (perturbada por el carnaval de silencios). Los cantores de la selva adornaron la historia con plumas de pájaros. Le dieron pies con alas para que se moviera, sola, por el mundo. Por entre los bosques se escapaba la leyenda fabricando ondas encima del agua (recordarás mi nombre), volaba como persiguiendo a la úl-

tima metaforización de la vida (con todas las letras), dejando nidos vacíos de palabras (con todas las pestañas y la ropa interior), por entre las ramas volaba de una a otra como un mono enloquecido (recordarás la noche en que bebiste de mi cáliz, no olvidarás nunca la noche en que succionaste, a voluntad, mi veneno) la leyenda de colores insólitos, burbujeantes cuadrados (recordarás por qué y cómo nacieron los mundos para morir en tus manos: el tiempo te ha alcanzado para hacerte más viejo, que en lenguaje de alienígenas significa más sabio), la leyenda, cantada de generación en generación, con flautas y quenas, en la lengua de los gnomos y en la lengua de las abejas (no olvidarás mi mandamiento de sal y arena, mi cama te lo prohibirá, hay demasiado aliento en la almohada para que te marches antes de que salga el sol), las leyendas que contaba en el lenguaje de los simios y de las avispas lo que sucedió en la ciudad de El Dorado, la noche en que encontró el altar para morir sin sacrificio (itwasthelark, bichito, es verdad, porque no llega más que el bostezo de la luna que apenas se presenta para la función, eso y mis pies cosquillosos no olvidarás, eso y que recordaba a todos los hombres con todos los nombres que te acribillaban la espalda como serpientes desnudas, eso y mis piernas, eso y mi ombligo); por generaciones se supo que un error en la planificación de las estrellas cerraba el ciclo de armas y perfecciones únicas.

(Recordarás que no era más que una leyenda). Nevermind.

e. A woman in the blue «v. Y yo sola con mis voces, y tú, tanto estás del otro lado que te confundo conmigo». Pizarnik Yosoytú: por lo menos la noche final, aquella del sacrificio. Extraña relación azul. La leyenda se cumplió al pie de la letra. Se abalanzó de un lado para otro, de derecha a izquierda, de manera que Lady Bee nunca combatió con su asesino. Todo encajaría con justa simetría en las despedidas y los viajes. De una manera pacífica, se cuelgan las armas. José Aldás

(Quito, 1989). Estudió Literatura en la Universidad Central del Ecuador. Ha publicado su traducción del Satán de los suburbios, de Bertrand Russell; Marcapáginas, que es la traducción de una selección de poemas de Edoardo Sanguineti, y el libro de relatos istoria calamitatis (CCE, 2014).

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Jorge Dávila Vázquez

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ésar Carranza (Ambato, 1943) es un pintor admirable: dueño de un oficio magnífico ligado a la cultura popular en sus aspectos más simples y puros, en lo que tiene que ver con el colorido y la fiesta, la pareja, la familia, el amor y el desamor, sin caer jamás en el costumbrismo o en lo pintoresco; siempre amante de la figura y el rostro femeninos, cálido recreador del vínculo sentimental, de los lazos entre el hombre y la mujer, a los que pone en sus cuadros en una actitud afectuosa, próxima, de intimidad, de silencioso diálogo, de callada ternura, de gestos apenas insinuados, pero llenos de palabras no dichas, que bien pueden ser de intenso afecto o de dolorosa despedida. En años y años de práctica de la pintura, ha logrado un dominio total de su arte figurativo, con una personalidad fuerte y al mismo tiempo poética, cargada de significados y sentidos, que ni hace concesiones ni se deja desviar o seducir por las novelerías de lo abstracto y otras corrientes, que han estado en el ambiente desde sus inicios en la plástica. El color en Carranza es fundamental, pues si bien se apega a las formas explosivas del vestido de la mujer del pueblo, lo plasma en


paleta

En años y años de práctica de la pintura, ha logrado un dominio total de su arte figurativo, con una personalidad fuerte y al mismo tiempo poética, cargada de significados y sentidos, que ni hace concesiones ni se deja desviar o seducir por las novelerías de lo abstracto y otras corrientes. 21


el lienzo estilizándolo, agrisándolo sabiamente, tanto como cuando recrea lo aterciopelado del cutis de sus protagonistas femeninos o la energía de los tonos de la piel de los personajes masculinos, generalmente minoritarios. Sus óleos son de una serenidad admirable, sin que ello quiera decir que renuncie a una cierta sensualidad o que deje de trasponer a la tela los gustos un tanto ‘kitsh’ del atuendo popular urbano. Un verdadero artista como él sabe bien cómo manejar las situaciones, el sentir de la gente, su alegría o sus actitudes melancólicas, y cuando se trata de manejar grupos, lo hace con total maestría, distribuyéndolos en la superficie del cuadro, efectuando un sabio ejercicio de composición, en el que nada falta ni sobra, y en el que la verdadera protagonista es la vida de nuestra gente, con sus sueños, con sus melancolías, con su deseo de evasión, aunque no sea más que brevemente hacia el espíritu fiestero y sentimental.

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Sí, porque César es testigo privilegiado de lo que se llama ‘la leyenda urbana’, aquella que se da, por ejemplo, en la farra, a la que concurren sus ojos sedientos de la viveza, el contoneo, los aires coquetos o de conquista, resueltos en el vigoroso cromatismo de las figuras; sitios y circunstancias a los que se trasladan sus pinceles, ansiosos de trasvasar al soporte aquello que el artista contempla, con su gesto de hombre bondadoso e introspectivo, que ha pasado ya por todas las mareas del deseo o del erotismo de la época juvenil, que, ciertamente, dieron bellos frutos, y que es capaz de contemplar plácidamente la Eva paradisíaca, millones de veces reproducida en lo femenino del mundo, de un modo crítico, aunque tierno; pleno de carácter y comprensión del mundo y de la vida, pero, sobre todo, profundamente estético. En esta muestra asistimos a la gran madurez del artista, en todos los campos: en el de la composición, en el de la cromática, en el sutil tra-

tamiento de los temas, en el admirable manejo de los materiales; pero quizá el aspecto más llamativo sea el de los dibujos de Carranza. El dibujo es como una suerte de poema en la obra de los artistas plásticos, es ese momento privilegiado en que un gran pintor —no el borroneador ni el mancha lienzos, el verdadero— se vuelca en la magia de la línea, en el color apenas insinuado, evanescente, en la construcción de la figura, sin subterfugios ni engaños que se amparen en los conceptualismos de cualquier naturaleza. Carranza despliega todo su saber de maestro en estos dibujos, que son una prueba admirable de su capacidad para evocar la realidad y volverla obra de arte, milagro del trazo, prodigio del color, y cuya cualidad suprema es ese esfumado que confiere a las imágenes un no sé qué de irrealidad, de sueño. La neofiguración adquiere en sus delicados pasteles unas calidades magníficas, que son sutilmente resaltadas por


el uso sapiente del aerógrafo, que otorga, una y otra vez, a las figuras, un aire visionario, unos contornos sutiles, inaprensibles casi, afirmándolas, sin embargo, en el mundo de los sentidos y su plenitud. «Era la luna que la había vuelto tan pálida, y algo de los dioses la envolvía como un vapor sutil», nos dice Flaubert en la descripción de la princesa Salambó, en la novela homónima. Lo mismo podríamos decir nosotros sobre esos rostros de mujer tocados por una leve claridad, translúcida, lunar, y envueltos como en una niebla de maravilla que los hace inigualables. Realmente experimentamos una emoción cercana al culto, a lo devoto, ante esas figuras que emergen de un mundo nebuloso y que niegan con su delicada presencia todas las reglas del realismo. El neofigurativo de Carranza se transforma en un arte pleno del misterio de lo bello, que lo envuelve todo, y transforma estos dibujos en objetos que pertenecen a lo más indefinible del alma humana. Toda la capacidad creativa del pintor se vuelca en ellos y en su color tenue, apastelado, y en esas auras que rodean cuerpos y rostros, de un modo que absorbe a quien los mira de manera absolutamente envolvente, seductora, como si de una melodía visual se tratara. Sí, porque el secreto del arte de este magnífico pintor es la música, que mueve con distinta cadencia, desde dentro, la concepción y realización de las distintas piezas artísticas. Realmente, la contemplación de esta serie de cuadros de César

Carranza nos ha puesto, de modo definitivo, ante una obra de innegable madurez, construida con las mejores cualidades de un oficio reposado, plácido, pero al mismo tiempo de una vitalidad, un ritmo, un vigor, una energía y una emo-

tividad que, felizmente, los años, el tiempo implacable, el dominio total de su arte —que a veces esteriliza a los creadores, los vuelve mecánicos y repetitivos en su quehacer— no han logrado desvirtuar jamás.

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uando se han cumplido 110 años del nacimiento y 70 del fallecimiento (abril de 1904 – diciembre de 1944) del poeta Alfredo Gangotena, la Casa de la Cultura Ecuatoriana le rendirá homenaje con la publicación de un libro de su poesía como el volumen 5 de la Colección Esenciales. El libro será una reedición de la obra que publicó la CCE en 1956 con el título Poesía, y en el 2004 Poesía como el volumen VI de la Serie de Poesía que comprende los libros Orogenia, La tempestad secreta, Ausencia, Noche, traducidos por Gonzalo Escudero; Tempestad secreta, textos en español; Poemas varios, traducidos por Filoteo Samaniego. En esta edición del 2015 se incluirá el artículo ‘Retrato de Alfredo Gangotena’, de Carlos Tobar Zaldumbide. Alfredo Gangotena Fernández Salvador nació en Quito el 19 de abril de 1904, hijo del matrimonio entre Carlos Gangotena Álvarez y Hortensia Fernández Salvador y Chiriboga. Sus estudios los realizó en Quito y en París, donde la familia se trasladó a vivir luego del fallecimiento de su padre en 1920. Estudió Bellas Artes y Arquitectura, después continuó sus estudios en la Escuela de Minas de Francia. Sus inicios tienen lugar dentro del contexto modernista ecuatoriano, marcado por el simbolismo francés y el parnasianismo. Durante la década del veinte, en París, el poeta se relaciona de manera cercana con Max Jacob, Jean Cocteau, Jules Supervielle, y con los belgas Henri Michaux y Pierre Louis Flouquet. Tangencial a las vanguardias y los manifiestos de la época, su estética se nutre de la ciencia contemporánea, la exploración del catolicismo y el pensamiento de Nietzsche, Heidegger, Bergson, dentro de las corrientes de la ‘poesía del pensamiento’ europeo de la primera mitad del siglo XX, según se dice en Wikipedia. En 1928 regresó al país y se refugió en su propiedad de San José de Puembo, donde escribió, como un exiliado dentro de su propia patria, el poemario Ausencia, dedicado a Michaux. Su última voluntad fue que lo enterraran con la Cruz de Lorena, símbolo de la Resistencia Francesa a la que tanto apoyó. Póstumamente, en 1945, le entregaron la Legión de Honor por disposición del general De Gaulle. Sobre el poeta dice Cristina Burneo Salazar: «Sin duda, en la poesía de Gangotena hay una pregunta permanente por la existencia, hay una decisión por poetizar la circunstancia existencial para inquirirla y, definitivamente, se trata de una poesía que no elude la angustia ontológica, más bien hace de ella su sustancia. Sin embargo, y por esas mismas razones, la obra de este poeta rebasa con mucho su aspecto biográfico, el cual, en cada poema, se transforma en reflexión sobre el ser, no sobre la mera vivencia de dicho ser, mucho menos reducida al dato cronológico del curso de una vida». (PHC).


poesía

«Sin duda, en la poesía de Gangotena hay una pregunta permanente por la existencia, hay una decisión por poetizar la circunstancia existencial para inquirirla y, definitivamente, se trata de una poesía que no elude la angustia ontológica, más bien hace de ella su sustancia».

Alfredo Gangtena, pintura por Enriquestuardo Álvarez.

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anaquel

H culpa,

Por mi

por mi

culpa Sandra Araya

«El odio siempre ha sido mayor ilusión que la miseria de amor que ha tocado recibir. Y eso es quizá por la edad de la ira y estupidez o las hormonas, feromonas o la cistitis o el llanto o las espinillas o la pobre lucidez de los treinta, que está más pobre que la de los veinte, y todas esas cosas que me hacen llegar a la sencilla conclusión de que ha sido muy poco y corto lo bueno». Silvia Stornaiolo

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ace años ya que leí el primer libro de cuentos de Silvia Stornaiolo, Cuerva críos, y noté en él un humor oscuro que conjugaba situaciones crueles y risibles, imágenes de pesadilla, personajes que se levantaban de camas trasnochadas. Ahora, en Funda Mental, noto lo mismo, pero más cargado el sentido hacia la crueldad en las situaciones cotidianas e imaginarias. Empecemos por el título. Cuando me llegó el escrito, la construcción Funda Mental me trajo a la memoria una escena de la película La historia de David Blane, donde una mujer muere, desnuda, asfixiada por una bolsa de plástico que recubre su cabeza. Cerré los ojos y pensé: ¡Ay, Silvita! Y pasé al primer relato, ‘No’, un encuentro en medio de una ficción idealizada en el marco de la violencia. Ella se negará a que él la rescate y él se negará a dejarla, la matará, en verdad, o por equivocación, o en su mente, para no perderla. No. ¡Ay, Silvita! Paso al relato de una nueva mujer rota, menos histérica que la de la francesa De Beauvoir, pero intensa, igual. Aunque, de hecho, sí hay una diferencia, y radical. A esta mujer rota, con la cual siempre vas a crear más cercanía por su charla en primera persona (qué miedo, Silvita, eso sí me da miedo), la han roto desde afuera. La han quebrado el novio soberanamente idiota, el viejo plomero que la violenta, sí, la vejez no es exculpación de la violencia, y esas cañerías, ese hogar que hace aguas, como su vida, y así, su única tabla de salvación puede ser la máquina de escribir. Catarsis a través de la literatura, en ficción… Este hilo narrativo de una mujer rota continúa su camino en ‘Replay’ y en ‘Necio’. En este último relato, esa ansia autodestructiva, la violen-

cia de la mujer sobre sí misma llega al clímax. Esta mujer ya no agrede a su ex, no agrede a su hijo, en realidad, agrede su propia conciencia de madre y de mujer. ¿Cuál es la peor violencia ejercida sobre una mujer? La que ella misma se inflige, con la espera, con la dichosa y cruel esperanza que le sirve de trinchera frente a esa guerra que ha iniciado contra sí misma. Por qué si no tiene cabida en el mundo, real o de ficción, el personaje de ‘Pesado’. Porque la mujer que lo acompaña le permite a éste que ejerza violencia contra ella, propicia su destrucción, la de ambos. Y violenta de forma sicológica es la voz de ‘MUC’, que añora su príncipe, que anhela la salvación, aunque sea de parte de un traidor. Los hombres que protagonizan algunos cuentos, ‘Sin corriente’ y ‘Poor Mindi’, son seres frustrados, tristes, que de forma implícita o explícita, como en el segundo caso, esperan a su madre. La odian por no estar ahí. La odian. Odian. Odian ese padre que violenta a su hija, odian los hombres de las hijas. Las mujeres de la familia en ‘Solo sufren’, odian, también, pero sufren, más que nada, la carga de pertenecer a una tribu o entorno que vive en una violencia solapada, y que la permite, al fin y al cabo. Repito mi apreciación del principio. Hay una mujer, en algún sitio, que muere asfixiada por sí misma, sobre todo, porque ella se ha impuesto esa Funda Mental para ahogarse, para no despertar, para no morir de una vez. La mujer más valiente de estos relatos es seguramente la primera, la que dice ‘no’ y corre, a la muerte, al despertar, a una realidad menos cruel que sus pesadillas. Y es que el sueño, la ficción más retorcida, nunca será tan cruel como la realidad.


Roma-Italia

ENCUENTRO AMÉRICA LATINA TIERRA DE LIBROS Séptima Edición 27


Patricio Herrera Crespo

L En uno de esos grandes edificios, el Palazzo dei Congressi, rodeado de otros dedicados a museos, se instaló la Feria del Libro que presentó la producción editorial de 383 expositores, además de una muestra de libros latinoamericanos, entre ellos, los de la Casa de 28

la Cultura Ecuatoriana.

Texto y fotos

a séptima edición del encuentro América Latina tierra de libros. Vivir para contar, se realizó en Roma, Italia, el último mes del año pasado, en el marco de la Feria Nacional de la Pequeña y Mediana Empresa Editorial. La Ciudad Eterna ‘termina’ en el punto en que empieza la zona suburbana que comenzó a edificarse en el período de la revolución urbanística proyectado y ejecutado por el gobierno fascista de Mussolini. Allí nacieron nuevos barrios, entre ellos el conocido como EUR, construido para albergar a la Exposición Universal de Roma de 1942, pero jamás fue inaugurado debido a la Segunda Guerra Mundial. En uno de esos grandes edificios, el Palazzo dei Congressi, rodeado de otros dedicados a museos, se instaló la Feria del Libro que presentó la producción editorial de 383 expositores, además de una muestra de libros latinoamericanos, entre ellos, los de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Fue impactante ver los grupos de gente, sobre todo de jóvenes que visitaban la Feria y asistían a todos los eventos literarios; pero emocionaba las instalaciones para los niños, en las que ellos interactuaban con los autores, cuenta cuentos y facilitadores con quienes participaban en juegos didácticos. Parte importante de la Feria fue el encuentro de editores y once escritores latinoamericanos, organizado por el Instituto Italo-Latino Americano (IILA), que debatieron cinco temas: La nueva novela latinoamericana, El microcuento: cuentos breves, La nueva forma de narrativa, Recorrido literario entre Europa y América Latina, Formas de la literatura latinoamericana en el nuevo milenio; y, Homenaje a Gabriel García Márquez. Según Sylvia Irrazábal, secretaria cultural de IILA, esta séptima edición de América Latina tierra de libros propone dos temas fuertemente relacionados entre sí: el homenaje a Gabo y el microrrelato, y las nuevas formas de narración. «Lo que propone el IILA —dijo— es seguir jugando su papel de puente cultural entre Europa y América Latina y continuar transitando por ese camino que emprendió hace muchos años y que nos ha revelado puntos de observación inéditos y sorprendentes sobre los nuevos protagonistas del panorama cultural y literario de los países latinoamericanos». Del grupo de escritores latinoamericanos, desconocidos en nuestro medio, pero algunos de ellos con sus libros traducidos al italiano, publicamos la obra de algunos como: Zingonia Zingone, Eduardo Heras, Alejandra Costamagna, Luis Felipe Lomelí, Eduardo González Viaña, junto a una selección de microcuentos de Raúl Pérez Torres.


Talleres para ni帽os.

Libros de la CCE en la feria de Roma.

Lectura de cuentos infantiles.

Panel de escritores latinoamericanos.

Sesi贸n inaugural.

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Raúl Pérez Torres

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El cuento es un rayo, un deslumbramiento, una flecha encendida en la noche, una flecha que parte rauda hacia el corazón de 30

la inteligencia.

lguna vez decía yo que el cuento es muchas cosas pero ninguna de las que dice la teoría literaria. El cuento es una garrapata que nos camina en el corazón, en los intestinos, es la manera desdichada que tenemos de afianzar la melancolía de un instante. Contiene la duración de una lágrima, de un beso, de una bala. Es la mala pasada que nos hace la memoria, el hijo ilegítimo del recuerdo que ha dejado huella, es sacarse el escarabajo de la espalda, es como el bolsillo del payaso o el sombrero del mago, o la cartera de la mujer amada, donde siempre cabe algo que te sorprenderá. El cuento es un rayo, un deslumbramiento, una flecha encendida en la noche, una flecha que parte rauda hacia el corazón de la inteligencia. En el cuento pretendemos atrapar el espacio y el tiempo de un solo manotazo, en una cohesión donde cada palabra tiene el deber de ser inteligente, cada final una descarga eléctrica, buscando lo que buscaba Eliot, la plenitud de la fórmula verbal. Y el cuento corto, desde luego posee todas esas características pero más concentradas, más secretas, donde quizá importa más lo que no se dice que lo que está expresado, un mecanismo de relojería, exacto, una impresión rotunda, mágica, porque también lleva dentro de ese artilugio la pulsión, los latidos del escritor. Filosofía y matemática en unas pocas líneas. Cuando la intencionalidad del autor radica en la máxima concreción, en la economía del lenguaje, surge la microficción, el microrrelato, el minicuento, la minificción, todos ellos sinónimos de cuento corto, breve, brevísimo. Lo que los iniciados conocen como la breve brevedad. Es una construcción narrativa en la cual todos sus elementos constitutivos son recreados con un mínimo de palabras hasta alcanzar la sensación de una historia perfecta. La selección in extremis de vocablos hace del lenguaje poético uno de los más ideales para obtener los fines propuestos. Cuanto menos palabra se utilice para explicar las diversas situaciones confabuladas, más, mucho más se oculta el sentido que su autor pretende comunicar. La microficción ha existido siempre, basta recordar las parábolas, los epigramas, los epitafios, las fábulas, los aforismos y hasta los slogans y graffitis, sin olvidar las últimas derivaciones cibernéticas de la comunicación actual, conocidas como los tweets del mundo contemporáneo. Un buen microcuento nos estremece como si recibiéramos un balazo en la imaginación.


Raúl Pérez Torres SUEÑA

ZAPATAZO

La flaca. Nunca la olvidaré. Su cara triangular, profunda y misteriosa como las ruinas de Machu Pichu. Su piel de película quemada. Sus ojos espesos y abatidos. Se parecía a los amores de Gardel. Lástima que no vivió nunca. Explotó como pompa de jabón en el momento en que Adriana me despertó para el desayuno…

Y el zapatazo se dirigía a mí injustamente. Me gritaba a gritos con su boca enorme abierta hasta el infinito. Zapato viejo, viejísimo, su color sin color, ancho y desgarrado como un país invadido, dirigiéndose a mí como si yo tuviera algo que ver con su tinta, su suela o su dueño. Dando alaridos el muy cobarde, por el frente y hasta un poquitín por el costado, si me dan ganas de reírme, el muy lagarto, el muy ataúd. Como si en definitiva el pie no pudiera andar suelto.

Y VA DE RETRO Ahora estaba muerto. El verdugo lo levantó por los pies y lo asió como un péndulo. Luego le dio una palmada en las nalgas. Sonó su primer grito.

HOTEL 3 AM El insomnio es un lagarto chapoteando en el agua turbia de la noche. En los cuartos de al lado se celebra misa…

EL TIEMPO Ayer domingo la conocí. Tenía 18 años. Nos hicimos el amor. Hoy lunes la he visto nuevamente con sus cuarenta cumplidos…

Zapato bocón…

ONETTI Yo le vi en la misma reunión tomar el vino. Y decir con su ojo pálido, acongojado: —Prosigan nomás sin mí, afánense, porque yo estoy como el genio de Aladino, metido en el país de una botella del que no se regresa.

ANARCO …en un libro de Proudhon vio reflejada su vida, eran palabras que como ratas caóticas trastabillaban alrededor de sus ojos, leía lo que él había sido, vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, arancelado, sellado, medido, evaluado, cotizado, licenciado, contenido, reformado, enmendado, explotado, reprimido, maltratado, agarrotado, encarcelado, juzgado, ametralla…

LEJANA Si el alfiler guarda el hechizo del que me habló la abuela Epifanía cuando clavamos tu retrato, ¿por qué, entonces, por qué?

ETERNIDAD Te amaré siempre me decías, estremecida por el oleaje de mi carne, te amaré siempre, eternamente. Y yo pensaba absorto, asustado, casi fuera de la vida: ¿fue por la muerte de Patroclo que los caballos de Aquiles lloraban o por su desgracia de ser eternos?

ZARA TUSTRA Abatido por el insomnio, se levantó a la madrugada y salió aturdido a buscar la cuerda tendida entre el hombre y el superhombre. Al cruzar la calle, le atropelló el carro de la basura.

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Luis Felipe Lomelí

–¡V

Ya casi llegaba, ya los manglares y las salicornias dueñas de la llanura salobre, ya la termoeléctrica y aún así sintió ansias de preguntar la hora porque, como ráfaga, zumbó por el asfalto el primer cámper de 32

turistas de la mañana.

ete a la verga, oaxaco! Eso mismo oyó que salía cual grito de la camioneta que, si bien no intentaba arrollarlo, le habría pasado por encima de no ser porque tuvo Doroteo tiempo, al venir encontrados, de divisarla y saltar a la gobernadora de la vera, desde donde oyó lo que oyó. Para su mala dicha, bajo la gobernadora habían cavado raíces retoñitos de viznaga y pitahaya dulce, así que la queja, ni lerda ni a deshora, surgió en lugar de la mentada de madre que le tenía preparada al güerejo conductor. Nomás a conformarse de mantener al güero entre ceja y ceja para remitirle el recado en su oportunidad, de frente, porque lo había observado con pausa desde antes de que le aventara los fierros y porque el insulto dolió, pues en realidad sí: sí, Doroteo desde hacía rato que se quería ir a la verga: llámase Oaxaca o llámese California, pero la otra, la de adeveras, la

que sí paga buenos billetes aunque sea la misma chinga, la que él había confundido con ésta al inicio y aunque luego no: el error fue la creencia de que quedaba ahí tras lomita. Se levantó titiritando de ayes. La neblina se había disipado hacía rato y el sol como que quería empezar a calar, sólo que la frialdad y la velocidad del viento no le hacían hueco. Con el único afán cerciorador se jaló la camisa para ver los lunares de sangre. Luego se quedó a punto de la inmovilidad por un momento. Miró la vía que va a dar an’ca San Carlos, ya estaba a tiro; y el retache, a Constitución. Como cuando no se está decidido de lo que se hace, pensó que el incidente era lo justo para mandar al carajo su rumbo y volverse a descansar. A fin de cuentas era su día libre de la chamba de allá y al siguiente tendría que estar de pie para irse a la pizca en la madrugada. Siguió parado, hurgándose con los dedos en la espalda para sentir si le quedaban espinas, mirando el entorno de palo andames, cactos, gobernadoras y otras plantas embadurnadas de líquenes que veía sin ver por no saberse los nombres. Decidió caminarle como antes, total que San Carlos estaba más en corto y, si no se hacía negocio, bien se podría atlacuachear bajo una palma, además el patrón lanchero podría enojarse si no iba. No era la primera vez que le insultaban nomás de verlo y adivinar su procedencia. Desde el capataz hasta cualquier hijo de vecino ha-


bía soltado ponzoña: prieto, oaxaco, gato. Y no dilató mucho en saber que los sudcalifornianos entre ellos utilizaban la palabra «oaxaco» para vilipendiarse. Pero cómo entablar venganza, mejor irse. Para eso iba a San Carlos, para juntar morralla y ahora sí: vete a la verga, oaxaco: con todo gusto. Porque con lo de la pizca apenas. No entendieron el chanchullo ni él ni sus coterráneos y solitos se echaron la soga al cogote. Les dijeron: tanto con comidas, tanto sin comidas. Újule, un dineral: no, pues sin comidas. Así sin preguntar de a cuánto salía la despensa en Baja California Sur, ahí estuvo el aunque. Los postes de luz penacheados por nidos de águilas pescadoras fueron apareciendo a su flanco. Doroteo se cambió de lado de la carretera porque ya una vez, por andar de fisgón, una aguilita le había empapado la nuca de tremenda zurrada, y eso que alcanzó a agacharse. De cuando en cuando el dolor inamovible a causa de las espinas se volvía punzada y anda la mano a la espalda en búsqueda de los aguijones: nada, parecía que se había sacado todos pero es que las espinas de las viznaguitas estaban largas y gruesas. Ya casi llegaba, ya los manglares y las salicornias dueñas de la llanura salobre, ya la termoeléctrica y aún así sintió ansias de preguntar la hora porque, como ráfaga, zumbó por el asfalto el primer cámper de turistas de la mañana. Eso de andar de lanchero los domingos llevando curiosos, gringos por lo general, a ver las ballenas tampoco daba mucha feria, pero lo suficiente para ir juntando la vaquita del boleto. Cuando de entrada se paró a pedir la chamba sintió que todo iba a valer para pura chingada, que mejor hubiera sido ponerse a vender marihuana —como le había invitado un camarada oaxaqueño de ahí del Valle—, porque aunque

el agua de la bahía estaba sosiega a Doroteo se le volvieron a trepar la náusea y el pánico de estar a la mitad del mar y entre animalotes. Se contuvo: agarrándose un huevo, literalmente. Y salió todo bien. Cuando regresó con los turistas y la panga, después de los gudbáis y los good-byes, fue a plantársele al patrón. —Estás lívido, pinche oaxaco. Todos ustedes son recoyones para el agua. Nomás porque ladras tantito inglés, tienes el jale. Para adentro agradeció las clases que su primo Edgardo le había impartido entre vuelta y vuelta de la otra California. Entró a San Carlos. El raudal del viento había cesado un poco y también el dolor de la espinas, aunque los lunares de sangre en la camisa habían crecido: igual y le hacía el fuchi el patrón por no andar presentable: pues cómo pues con la camisa tan manchada. Al ver que se aproximaba el primer autobús del día, se fue corriendo hacia donde el patrón para empezarle de una vez. Se fue por las calles de arena, bajo los datilillos y las palmeras blancas, pasó por la casa de la buganvilla, se enfiló hacia la playa. Primero vio algunos cámpers estacionados, luego varias casas de campaña y después un camión con el logotipo reconocible de una televisora nacional, hombres cargando cámaras y equipo. Se detuvo. Miró las lanchas del patrón en las inmediaciones del mangle, a los hombres de la televisora. Y se fue lento, sonriente, vengativo, hacia los segundos. Pasaron varios ve-con-éste y otros vecon-aquel para llegar con el que era el productor. —Oiga, disculpe usted —le dijo Doroteo—, yo tengo una historia que le puede interesar. —A-ah. —Pues es que acá en el Valle, en Constitución, nos tienen a varios oaxaqueños... casi como esclavos.

Luis Felipe Lomelí

(Etzatlán, México, 1975). Ingeniero, ecólogo y doctor en Filosofía. Obtuvo el Premio Nacional de Bellas Artes por su primer libro, Todos santos de California, y el Premio Latinoamericano de cuento ‘Edmundo Valadés’. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2013. Se le considera el autor del cuento más corto en lengua hispana. Indio borrado es su segunda novela. 33


I Había una vez un pájaro. Dios mío. Clarice Lispector

Mi papá corre al comedor, me rescata de la silla y con el cuerpo agachado, medio reptando los dos, me lleva con el resto de la familia. Aún retumban las ráfagas de metralleta allá afuera, en el cielo, como relámpagos de una primavera metálica. Mi madre me abraza fuerte, culposa, y yo 34

pregunto qué pasa.

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i padre es el protagonista de esta historia, pero mi padre no está. Tengo que ir hacia atrás y raspar mi cabeza con una astilla para que aparezca. Con su partida hubo un cambio en la casa. No hablo de la renovación del papel mural ni de los electrodomésticos. Me refiero a que todos empezaron a estar un poco locos. Aunque suene cuerdo, creo que yo también estuve loca. Raspo y aparece: mi padre como una figura de cristal a punto de romperse. Yo vengo saliendo de una hepatitis que me ha tenido dos meses en cama y de la que sólo recuerdo el olor a fritanga allá lejos, en la cocina, y las compotas de fruta desabrida que me traían a la pieza. Lo que ocurre esa noche no llego a comprenderlo bien entonces. No en su precisión, digo, no en sus alcances. Los días previos todos andan alterados y supongo que aún no existe la voz nocturna que luego acompañará a mi madre. O existe en unos decibeles y en unos sitios muy discretos, no lo sé. Durante esas noches yo prendo el televisor y lo dejo sin volumen. Veo pasar las imágenes por la pantalla, mientras oigo los murmullos de la casa. Me gusta esa banda sonora. A veces miro unos dibujos animados de gente con ojos grandes y caras geométricas. La historia de Candy, por ejemplo, que se llama como nuestra gata. Imagino que la voz de mi padre es igual a

Alejandra Costamagna la de Anthony, el novio de Candy, con una entonación áspera que lo vuelve elegante. Es lejos lo que más me gusta de mi padre, su voz. Mi madre en cambio habla como soprano. No sé cómo la soportan con su vocecita de flauta, pobre. Nada que ver con el vozarrón seco de su hermana Berta. Ronca, rasposa la voz de mi tía, como de cantante nocturna y no de la profesora de castellano que es en realidad. Pero la noche de la que hablo, la noche que necesito recordar para ordenar esta historia, mis padres fuman como si estivieran compitiendo y tal vez no duermen ni un minuto. Una de las secuelas de la hepatitis es que todo me da asco. El olor del tabaco me revuelve la guata, pero no reclamo. Yo nunca reclamo. A la mañana siguiente, en el desayuno, mis padres son un par de zombis. Antes de que las tazas de té con leche esteń vacías y con los panes a medio comer, de golpe me encuentro sola, sentada en el comedor, escuchando un sonido de balas que vienen de la calle, ¿Y la Amanda? ¿Dónde quedó la Amanda?, grita mi mamá desde el pasillo. Están los tres apilados en el suelo, un solo bulto entrelazado. Los tres y la gata, en realidad, que mi hermana Virginia sostiene en sus brazos. Mi papá corre al comedor, me rescata de la silla y con el cuerpo agachado, medio reptando los dos, me lleva con el resto de la familia. Aún


retumban las ráfagas de metralleta allá afuera, en el cielo, como relámpagos de una primavera metálica. Mi madre me abraza fuerte, culposa, y yo pregunto qué pasa. Pero ella dice que no estamos en edad de entender, que paciencia, que algún día nos van a explicar todo. Y nunca estamos en edad y no hay explicaciones y el cielo retumba, vidrios rotos, olor a pólvora, camiones blindados, pájaros ardiendo en la noche, y mi padre desaparece. Y vienen unos días en que el silencio se vuelve una sustancia espesa, casi masticable en el aire, y no tenemos noticias de mi padre ni del tío Ramón ni de Lucas. Recién empezamos a entender algo unas semanas más tarde cuando mi madre y Berta nos sientan a las tres primas y nos piden que escuchemos bien lo que nos dirán. Todo es redundante entonces, a pesar de los silencios. Todo suena demasiado grande, demasiado solemne. Lo que nos dicen es que volveremos a ver a mi papá y

a Ramón. A Lucas no lo veremos porque está escondido, admiten, afortunadamente está a salvo. Y no dicen mucho más. Al día siguiente nos levantan temprano y nos llevan a San Miguel. En una cárcel improvisada, en realidad, una cancha de cemento con cientos de personas, más hombres que mujeres. Después sabremos que las mujeres son visitas, familiares de los detenidos, igual que nosotras. Algunos están sentados en bancos de madera, otros conversan de pie y otros —mi hermana, mi prima, yo— leemos los diarios murales y nos quedamos pegadas en esos fusiles, en esas letras gordas trazadas con plumón, llenas de exclamaciones. Berta abraza al tío Ramón, flaco como un poste. Tiene puesta una chaqueta de mezclilla clara, casi blanca, que contrasta con sus mechas negras. Mi padre demora en llegar al galpón desde su celda, no sé por qué lo tramitan. Lo primero que veo es su cabeza cubierta por la boina rojinegra que le regaló

Lucas en sus años de estudiantes. Se ve raro, pienso, como fuera de lugar. También se ve débil y ojeroso, pero no parece malhumorado. No todavía. Mi madre le dice algo al oído y también se abrazan y ahora se besan. Es un beso largo, aunque nada de intenso. Me parece un beso irreal, no sé cómo decirlo. Virginia mira para otro lado y prácticamente no habla durante toda la mañana. Yo me siento sobre las rodillas de mi padre y le pregunto hasta cuándo va a estar acá. Él me mira como si no entendiera mi lengua, como si yo fuera una extraña, y sólo atina a encender uno de los cigarros que le hemos entrado en la encomienda. Le pido que no fume encima mío, a pesar de que soy yo quien está encima suyo. Un poco de humo no te va hacer nada, Amanda, me dice. Pienso que le habla a otra persona, a mi madre o a mi tía, no a mí. —Tienes que tener pacienca — le hace ver mi madre con su voz finita—. Tú sabes que esto va a pasar luego.

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—¿Luego de qué? —se ríe mi padre. Es una risa impostada, parecida al beso que se han dado al incio—. ¿Luego de quedar hechos mierda? —Por favor, por favor... —lo frena ella. No sé cuál será el favor que le pide. Mi padre tampoco lo sabrá, porque entonces le dice que no hable leseras y todos nos quedamos callados un buen rato hasta que Virginia saca el mate de la bolsa y la yerba nos devuelve el ánimo. A las once de la mañana cebamos mate en un galpón de San Miguel. Desde entonces y por un buen tiempo, cada martes a las once de la mañana cebaremos mate amargo con mi padre —sólo a mí me gusta con azúcar, pero no hay ni un gramito dulce ahí adentro—. Luego iremos aprendiendo otras formas de matar el tiempo. Con Camila y Virginia agarraremos las sillas desocupadas, pondremos el respaldo hacia el suelo y las patas metálicas hacia arriba y nos ubicaremos en línea. La que tenga el número mayor a la ficha que nos entregan los gendarmes al entrar, dará la partida. El chirrido de los fierros contra el cemento será el inicio de la carrera de sillas, y la primera en llegar a la meta tendrá que dar una vuelta en u y desandar el trayecto. Casi siempre gana Camila, más grandota y forzuda, mucho más veloz que mi hermana y yo. Pero no hay premios para la ganadora, eso ni se nos ocurre. Recién ahora que los miro de lejos me doy cuenta de que me gustan esos mates. Aunque mi padre esté muy caviloso y fume como el condenado que es entonces, me gustan los martes de visita. Cuando suena el timbre siento que nos golpean el cráneo, que nos electrifican. Es mucho peor que el del colegio. Veo el gesto desafiante del gendarme posando su dedo en el interruptor y me tapo los oídos. Pórtense bien, dice mi

papá, haciendo el quite al timbre. Y claro que nos portamos bien, no nos queda otra. Cuando vamos sin mi prima ni mi tía, con Virginia salimos unos minutos antes para que nuestros padres puedan despedirse solos. Cinco o seis minutos, nada más. A veces mi madre cruza la puerta metálica de salida con la misma expresión de mi padre. Hundida, ojerosa. Como si fuera ella la que estuviera detrás de las rejas. Yo le digo mamá acá estamos. Pero su silencio es una corriente densa y contagiosa, y no hay quién la saque de ahí durante los primeros pasos por la calle. Hasta que de a poco empieza a recuperar sus gestos originales, vuelve a ser ella, y entonces ya hemos llegado a la Gran Avenida y subimos a una micro que nos trae de vuelta a la casa. Yo intento que el circulito de tinta morada con el que los gendarmes nos marcan el

brazo me dure la semana completa. Y me arremango el polerón del colegio para que todo el mundo lo vea. Mi madre me reta, dice que tenemos que borrarlo con alcohol, que es peligroso dar esas señales en público. Pero a veces se le olvida. Todos los martes de ese tiempo mis padres discuten y luego se abrazan. Apenas veo que abren la boca, me encuclillo al lado del banquito y dejo que uno de los dos me acarice el pelo. Creo que lo hacen por inercia, me acarician para tener las manos ocupadas en algo. Yo podría ser un peluche y actuarían igual. Sus diálogos van y vienen por un camino ripioso. Discuten un buen rato hasta que uno dice discúlpame y el otro responde no, por favor, discúlpame tú a mí. Después se abrazan sin mucho entusiasmo y vuelven a hablar en murmullos, a agarrar el tono normal, a subirlo paulatinamente,


...Qué tontos, si nosotras nos damos cuenta de lo que pasa. De esas cosas, al menos, creemos darnos cuenta entonces. Incluso llegamos a pensar que Lucas duerme con nuestra madre. Las sospechas empiezan una madrugada en que oímos ruidos en su pieza. No es el televisor ni una coversación telefónica: es ella con alguien. a casi insultarse otra vez. Cuando llegan a ese punto del diálogo me convenzo de que sus voces provienen de un cuenco vacío. Ya no les sirven las palabras, pienso, porque ya se han dicho todo, de todas las formas posibles. Pero ellos siguen hablando y no paran y no pararán hasta que uno de esos martes en la mañana mi madre tenga la ocurrencia de contarle que Lucas apareció y está en nuestra casa. —¿Lo estás cuidando? —pregunta mi padre. —Me imagino que esa pregunta no es en serio —responde ella. La voz le suena delgadísima, un hilito a punto de romperse, pero la sotiene hasta el final. El abogado dice que tiene que estar en un lugar con gente, acompañado.

Hablan de Lucas, pero no pronuncian su nombre. Supongo que lo hacen para despistarnos. Qué tontos, si nosotras nos damos cuenta de lo que pasa. De esas cosas, al menos, creemos darnos cuenta entonces. Incluso llegamos a pensar que Lucas duerme con nuestra madre. Las sospechas empiezan una madrugada en que oímos ruidos en su pieza. No es el televisor ni una coversación telefónica: es ella con alguien. Pasa una semana y los ruidos aumentan y Lucas duerme en la casa y desayunamos juntos y lo vemos en pijama y pantuflas y después de comer se quedan en el living hasta tarde y luego vienen sus pasos subiendo la escalera y las risitas y los murmullos y dos más dos son cuatro.

Alejandra Costamagna (Santiago de Chile,1970).

Ha publicado las novelas En voz baja (1996), Ciudadano en retiro (1998), Cansado ya del sol (2003), Dile que no estoy (finalista del Premio Planeta-Casa de América 2007), y los libros de cuentos Malas noches (2000) y Últimos fuegos (2005). En Editorial Cuneta publicó la novela corta Naturalezas muertas (2010). 37


Eduardo Heras Para Freddy Ginebra

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a me lo habían dicho: Santo Domingo es algo así como Palma Soriano en colores. Y tenían razón. Una ciudad provinciana, que ha comenzado a crecer desmesuradamente, con grandes avenidas y edificios enormes que aparecen de repente, como de la nada, y cuyos habitantes todavía no acaban de creérselo. Algo más: me dijeron que Eddy era el príncipe de los dominicanos. Y también tenían razón. Nos había recibido con los brazos y la botella de ron abiertos, nos ofreció Santo Domingo como un obsequio, y Santo Domingo había resultado un verdadero regalo para los sentidos: un día se había unido con el otro, y una comida con una fiesta, y la fiesta con un concierto, y el concierto con un almuerzo y el almuerzo con una nueva fiesta, más llena de alegría, de ron y de amistad. Entre estos menesteres, algo también trabajábamos: leíamos las novelas de un concurso literario que el propio Eddy organizaba, y habíamos dejado un poco atrás, al menos por unos días, los agobios y las miserias cotidianas, y el peso siempre presente de los diarios combates ideológicos que cada cubano —quiéralo o no— entabla con el resto del mundo y consigo mismo. «Nada de política», había dicho, «quiero que disfruten estos días en paz con el mundo». Y le habíamos hecho caso. Así que cuando nos invitó ese día a almorzar, comenzamos a prepararnos mentalmente para una nueva jornada, que intuíamos cómo iba a empezar pero no cómo terminaría. Ir a casa de Eddy es entrar en un universo casi encantado: una mansión de ensueño, de grandes salones y escaleras, muebles de estilo, lámparas descomunales, profusión de cuadros y esculturas, todas de buen gusto, y una extensa biblioteca para el lector más exigente. En el centro del comedor habían instalado una mesa rectangular de cristal de roca y estaban colocando una cantidad de manjares que quitaban la respiración. Cuando Miriam y yo llegamos, todos se abalanzaron sobre nosotros: era un grupo como de diez personas y los cubanos íbamos a ser —ya lo éramos— el centro de atención. Casi sin darnos cuenta se sirvió el primer trago y Eddy hizo el brindis, como solo él sabe hacerlo, salpicado de ese típico humor dominicano, que es casi su segunda naturaleza. Antes de sentarnos a la mesa, le echó el brazo por encima a un hombre canoso, bajito y grueso, que sonreía alegremente, y me llamó. —Quiero que conozcas a José Antonio Gutiérrez, a Tony, mi hermano del alma —dijo medio emocionado—. Es cubano, pero vive en Miami… —Hizo la aclaración enarcando las cejas y quedó expectante, observando mi reacción, pero yo no hice ningún gesto. «Vaya, aunque uno no quiera, otra vez la política asomando su oreja peluda», pensé. —¿Tú vienes de Cuba? —dijo Tony. —Ajá —dije sin mucho entusiasmo. —Pero, ¿vives allá?


Foto:Maryam Yahyavi

—Sí, claro. —Tony es como mi otro yo —dijo Eddy—. Hace muchos años, en los peores momentos de mi vida, él acudió en mi ayuda, como sólo puede hacerlo un hermano. Es más que un hermano, ¿me entiendes? Yo no respondí, porque en ese momento la esposa de Eddy nos invitó a la mesa, y nos sentamos y Tony quedó justamente frente a mí, mirándome. —Así que tu nombre es José Antonio Gutiérrez, ¿no? —le dije para quitarme sus ojos de encima. Él asintió. —Es curioso. Yo recuerdo en Cuba, lejanamente, un nombre parecido: José Antonio Gutiérrez Rosell —él levantó la cabeza. —Bueno, ése era mi padre. —¿No era periodista? —No, más bien dueño de periódicos. Era dueño de Alerta y El Mundo. —¿Y a él no lo mataron en los cincuenta? —Sí, es cierto. Fue un crimen pasional. Lo mató una amante que tenía. Pero, ¿cómo tú sabes tanto de mi padre? —Yo leía mucho en Cuba cuando joven. —Nosotros allá éramos millonarios. Teníamos casas, edificios de apartamentos, negocios. ¿Entiendes? La revolución se quedó con todo, con todo. —¿Y cuándo te fuiste tú? —Enseguida, en el mismo 59. Van a ser cuarenta años sin ir a mi país. Daría cualquier cosa por ver el Malecón. Tengo una nostalgia que me oprime el pecho. —Porque quieres. —¿Cómo porque quiero? —Claro, cuántos como tú visitan Cuba todos los años. —Lo sé, pero yo no puedo. —¿Estás enfermo? —No —se echó a reír—, claro que no. El problema es otro…

Ya me lo habían dicho: Santo Domingo es algo así como Palma Soriano en colores. Y tenían razón. Una ciudad provinciana, que ha comenzado a crecer desmesuradamente, con grandes avenidas y edificios enormes que aparecen de repente, como de la nada, y cuyos habitantes todavía no acaban de creérselo.

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Eddy levantó la copa y todos lo imitamos, y brindó por Miriam y por los cubanos, «por todos», dijo, «los de dentro y los de fuera, porque Cuba es una sola», y todo el mundo aplaudió y bebió a nuestra salud.

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Eddy levantó la copa y todos lo imitamos, y brindó por Miriam y por los cubanos, «por todos», dijo, «los de dentro y los de fuera, porque Cuba es una sola», y todo el mundo aplaudió y bebió a nuestra salud. Y alguien destapó una hermosa fuente de frijoles negros, entre exclamaciones, alabanzas y ruido de platos que se disputaban los honores del potaje. ¿Debía seguir aquella conversación que podía llegar a ser desagradable? ¿Era casual? Eddy era incapaz de elucubrar algo así, y a mí no me interesaba en lo más mínimo continuarla, así que… —El problema es otro —repitió Tony—. Si voy a Cuba, el exilio no me lo va a perdonar nunca. —¿Y por qué se tiene que enterar el exilio? ¿Tú tienes yate? —Sí, tengo, pero qué… —Sales un día, llegas a la Marina Hemingway, y nadie te va a preguntar quién eres, y vas a ver Cuba, y vas a disfrutar, y después recorres la costa y ves el Malecón, y tao, tao, ya volviste a tu país… Adiós nostalgia. —No, no, qué va —dijo moviendo lentamente la cabeza—, en mi caso no es tan fácil… —Hizo silencio y quedó mirando hacia algún punto por encima de mí. —Vaya, luego dicen que donde no hay libertad es adentro. Pero parece que afuera… Eddy, que había quedado en silencio después del brindis y le hacía los honores a los frijoles negros, levantó la cabeza. «Está olfateando el peligro», pensé. —Pásame el pan, Tony —dijo, y me pareció que le hacía con la cabeza una señal afirmativa. —No, no, no es eso… —Hizo una pausa—. El problema es que yo he sido durante muchos años dirigente del exilio y… —Pero es que hay dirigentes del exilio que han ido. —Sí, yo lo sé, pero es que además, yo soy veterano de la Brigada 2506. —¿La de Girón? —Ahora fui yo quien levantó la cabeza y lo miré fijamente. —La de Bahía de Cochinos, sí. Y he hablado mucho, y declaraciones y televisión y radio y periódicos. Qué va, me matan en Miami si voy allá… —Así que de la Brigada… ¿Y tú estuviste preso? ¿A ti te canjearon también por compotas? —El tono me salió tan irónico, a mi pesar, que sentí que Eddy se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa—. Digo, ¿estuviste en los combates y caíste prisionero? —No, yo era de comunicaciones. Entré y salí de la Bahía como tres veces. La última vez, cuando subí al avión, la gente de Castro entraba. Yo no caí preso.


—Así que en realidad tú no combatiste allí, tú pasaste por allí —no sé qué me estaba sucediendo, por qué esa manera de decirle las cosas—. Quiero decir, tú no disparaste tu arma, lo tuyo eran los teléfonos, ¿no? —Bueno, es que mi misión eran las comunicaciones. Y eso yo lo cumplí. Yo no tenía que disparar. —Aunque estabas preparado para eso. Siempre se dijo que los habían entrenado bien. En Guatemala, ¿no? —dije mientras Miriam me pasaba la fuente de la carne y le noté una arruga de preocupación, y yo le sonreí para tranquilizarla. De repente me pareció que toda la mesa estaba pendiente de nosotros, solo se oía el ruido de los cubiertos y algún murmullo apagado por nuestras voces. —Sí, en Retalhuleu, pero eso lo sabe todo el mundo. Verdad que nos prepararon bien, y con mucho armamento. Casi sobraba. —Como para echarse a Fidel en unos días, ¿eh? —dije en el mismo tono. —Para serte sincero, sí. Eso era lo que pensábamos. —Que iba a ser un paseo. —¿Cómo no íbamos a pensarlo? Además, en esa época éramos unos románticos… Casi habíamos terminado de comer y alguien se llevaba los platos y colocaba en la mesa los platicos del postre. Noté que Eddy comenzaba a impacientarse. —Pero el paseo se les convirtió en un infierno, Tony. Él simuló no escucharme, volvió a llenarse la copa con aquel delicioso vino tinto y la levantó mirándonos a Eddy y a mí: —Mira, voy a hacer un brindis por ti. Has estado tratando de herirme todo el tiempo; en otra época esto no hubiera acabado bien. Pero déjame decirte que cuarenta años después, discutir por estas cosas me parece casi ridículo. Ha habido demasiada sangre y demasiados muertos. Y ya para mí eso se acabó. Yo estoy por el diálogo, por la paz entre los cubanos. Por eso, a tu salud… Todos respiraron como aliviados y levantaron sus copas. —No es que esté tratando de herirte, Tony. Es que cuando hablabas de Girón, de tu Brigada, de tu romanticismo, yo también estaba recordando esos días, mis ideas, mi romanticismo, y qué le voy a hacer, siempre me sucede igual… —¿Por qué…? —Porque yo también estuve allí… —¿Cómo? Espera… espera… —Del otro lado, Tony. De aquel lado. Todo quedó como suspendido, porque nadie se movió. Me pareció que estaban esperando algo y la tensión casi podía tocarse con los dedos. Después, Eddy fue depositando muy lentamente su copa en la mesa y yo pensaba que iba a decir algo que rompiera aquella espesa capa de silencio que comenzaba a envolvernos. Y entonces Tony se levantó, el cuerpo tenso, las manos contraídas. —Pudimos habernos matado, ¿te das cuenta? —dijo y se fue acercando sin dejar de mirarme a los ojos. Yo me puse de pie. Me aferré con las dos manos a la silla para levantarla, pero él acercó una mano, y la mantuvo en el aire unos segundos, esperando. Yo también extendí la mía. Una de ellas. La otra quedó aferrada a la silla. Por el momento no la iba a soltar. En estos casos, hasta ahora, nadie sabe lo que puede suceder.

Eduardo Heras León (La Habana, 1940).

Narrador, periodista, crítico literario y de danza. Licenciado en Periodismo y Filología por la Universidad de La Habana. Ha publicado entre otros libros: La guerra tuvo seis nombres (Premio David 1968); Los pasos en la hierba (Mención única, Premio Casa 1970); Acero (1977), A fuego limpio (1981); Cuestión de principio (Premio UNEAC, 1983 y Premio de la Crítica, 1986); La nueva guerra (1989); La noche del capitán (1995); Balada para un amor posible (1996); El viejo y el horno (2009, 2013), Desde la platea (2010), Dolce vita (2012); Cuentos completos (2013). Ha impartido cursos y dictado conferencias en varias universidades de América y Europa. Es fundador y director del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Premio Nacional de Literatura, Cuba 2014.

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Eduardo González Viaña

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sted estuvo allí, ¿se acuerda? Era una de esas tardes gloriosas del otoño en las que un color rojo invade lentamente el mundo. Había hojas rojas y amarillas en el cielo y en la tierra, y el ómnibus avanzaba indolente por las calles de San Diego, en la California púrpura y soñolienta de octubre. Era como un tour a través del otoño. El carro iba lento como flotando para que los turistas observaran el vuelo de las hojas, exploraran recuerdos en el aire y se extraviaran buscando el sentido de sus propias vidas. Usted estuvo allí. No diga que no. El otoño es una estación de la memoria, aquí y allá y en cualquier parte, bien sea en un París amarillo de los setenta, en un San Francis-

co de fin de siglo, en algún puerto del Pacífico en Sudamérica, en un pueblo cercano al Escorial, en una estancia próxima a Buenos Aires, o si no estuvo en ninguno de esos lugares, aun en una casa sin ventanas donde de todas formas se cuelan las evocaciones y el otoño. Por eso, de todas maneras, usted tiene que recordar. Para Hortensia Sierra, aquel era el día más resplandeciente de su vida. Había llegado esa misma mañana a California, y después de mucho tiempo pensaba que era feliz. Era un día que la hacía sentirse leve y libre como cuando uno es niño, o como cuando uno se va a morir, aunque tan sólo se tengan 26 años. Cuando entraba en una de las calles principales de la ciudad,


el bus súbitamente se detuvo y la puerta inmediata al chofer se abrió para dejar pasar a un grupo de seis individuos uniformados. Eran gente del Servicio de Inmigración y andaban buscando extranjeros ilegales. —Todo el mundo saque sus papeles. Sus papeles, por favor —dijo el que parecía ser el jefe, pero tuvo que reiterar la orden porque el chicle entre los dientes había tornado incomprensible su fonética castellana. Resultaba fácil reconocer a los foráneos porque eran los mejor vestidos. Las señoras se habían hecho peinados de moda y los caballeros se habían comprado ropa nueva para confundir a los ‘americanos’ quienes suponen siempre que los ‘hispanos’ son sucios y pobres. Pero los agentes sabían esto y, aunque el carro estaba colmado de personas de pelo negro, únicamente solicitaban documentos a los mejor vestidos y a los que posaban los pies en el suelo. Por su forma de sentarse, los que lo hacían a la manera de yogas con los pies sobre el asiento, o apoyándolos contra el respaldar delantero, podían ser chicanos o latinos poseedores de una visa legal que ya estaban adecuados a los modales de los gringos, y no había por qué molestarlos. Por otra parte, de acuerdo con los reglamentos, los hombres de la migra tenían que recitar exactamente el texto de sus manuales, y decirlo con cierta cortesía: —Sus papeles, por favor. Por favor, señor. Un señor, carente de documentos, no sabía cuándo levantarse. Estaba solo en un asiento para dos personas y aducía que se le habían perdido los anteojos. —Muévete de una vez. Anteojos, ¿para qué quieres anteojos?, ¿no les basta con el bigote a los mexicanos?, ¿también tienen sitio en la cara para anteojos?

El hombre no podía contener la ira, y cuando los agentes de Inmigración se acercaron a preguntarle por qué armaba tanto escándalo, levantó sus papeles de identidad norteamericana con la mano derecha mientras seguía gritando: ¡Llévensela! Mi mujer ha olvidado sus papeles otra vez... y otra vez vamos a perder el tiempo en la oficina de ustedes... y yo estoy que me muero de hambre. Ella siempre hace esto... ¡Ustedes deberían llevársela para que yo vuelva a ser soltero! El jefe reprendió con una seña al agente que había querido ser bromista, lo hizo salir del bus y le ordenó que controlase desde afuera la salida ordenada de los ilegales y su ingreso a un camión verde estacionado junto al ómnibus. No había razón para excederse porque los buscados aceptaban las órdenes con mansedumbre. Cuando llegaron a los asientos del centro, los agentes ya habían descubierto a dos muchachos y a una familia entera conformada por siete miembros que aparentemente llegaban de Jalisco. Usted dirá que no estuvo allí porque no conoce San Diego, porque no es mexicano ni antimexicano y porque los acontecimientos ocurrieron muy lejos de allá donde usted vive, pero no se olvide que la mayoría de los norteamericanos dispone de una geografía diferente a la que se usa en otras partes. Si usted es gringo, es normal; de lo contrario, es étnico, aunque haya nacido en Europa o Brasil. En muchos colegios y universidades, los estudiantes creen que su país se llama ‘América’ y limita por el sur con una nación llamada México, de la cual provienen los hispanos. Buenos Aires, Montevideo, Lima,

Bogotá y Quito, según eso, están en México... Pero, en cuanto a usted se refiere, de todas formas, venga de donde viniera, nosotros tenemos pruebas de que ese día usted estuvo en San Diego. Los policías no habían llegado todavía hasta Hortensia, y no podían notar que la muchacha estaba temblando y que las lágrimas se le salían sin que pudiera contenerse, pero el caballero sentado junto a ella sí lo advirtió. La miró un instante extrañado, pero no se decidió a preguntarle por qué lloraba. No la habría creído ilegal porque la chica era rubia y desafiaba el estereotipo norteamericano según el cual todos los hispanos son ‘personas de color’. Además, en el caso improbable de adivinar que estaba en problemas y de querer ayudarla, eso le habría resultado peligroso. Por su parte, cuando Hortensia fuera aprehendida no iba a ser enviada solamente a su tierra, sino a encontrarse con su destino. La muerte iba a recibirla agitando pañuelos y tomándole fotos en los corredores del aeropuerto. Como una madre cariñosa, la muerte iba a decirle: «Ven hijita querida, hace rato que te andaba esperando». La

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muerte estaba cerca de ella por motivos que ahora desfilaban velozmente por su memoria. Los motivos de la muerte y los recuerdos se mezclaban en la calle con las hojas rojas y amarillas que inundaban el cielo y la tierra, y estaban sepultando al autobús. Unos meses atrás, en su país, un pelotón de soldados había forzado la puerta de su casa a medianoche. Buscaban a un terrorista, según dijeron después, pero la verdad era que estaban interesados en repartirse la bien surtida tienda que la Hortensia y su esposo poseían. Se acercaba Navidad y los militares querían llevar algunos regalos a sus familias. El marido fue asesinado de un balazo, pero a la muchacha no la vieron al comienzo. Cuando terminaban de desvalijar todo lo que encontraron, movieron un mueble y apareció la joven: —¿Y esta gringuita? ¿de dónde ha salido?... No estaba en el inventario, pero no está nadita mal. Vamos a tirar una moneda al aire para ver a quién le toca primero. En su desesperación por escapar, Hortensia había levantado el fierro de la puerta y había dado con él en la cabeza del comandante que cayó

Creo recordar que el rabino de Berkeley nos decía que uno no ejercita la libertad solamente haciendo lo que uno quiere. La cobardía, por ejemplo, no es un ejercicio de la 44

libertad.

pesadamente... Después, todo en su vida había sido correr y esconderse, y esconderse y correr a lo largo de un continente largo y colmado de fronteras, arruinado, espacioso y maldito. Había llegado a México con documentos falsos, pero en la última ciudad de ese país, la más próxima a Estados Unidos, tiró a un basurero los papeles y pasó hacia una calle de San Diego, vestida con blusa y jeans y parecida a cualquier otra joven de su edad nacida en el norte. En la esquina de las calles Maple y Main, abordó el bus y fue a sentarse cerca de usted. No, por favor, no diga usted que las autoridades de los Estados Unidos iban a darle asilo. Los gringos piden pruebas. Necesitan papeles del país de origen en los que el gobierno diga que persigue a esa mujer por disidente, o quieren ver la sentencia exculpatoria de un juez, pero cualquier juez de su país de origen, a ojos cerrados, la habría declarado terrorista. Los únicos que pueden conseguir papeles correctos de disidente perseguido, en ese caso, son los soldados encargados de perseguir a Hortensia a través de las fronteras.

Pero la joven seguía llorando, y el señor sentado a su costado no pudo contener la pregunta sobre su estado de salud. —No es eso. Lo que pasa es que no tengo papeles. Soy ilegal, y los agentes van a detenerme. ¿Qué hizo usted entonces? Buena pregunta, ¿no? Usted sabe que según las leyes de inmigración, a los ilegales se les envía a su país de origen, pero quienes los ayudan pueden ser considerados contrabandistas de seres humanos y podrían ser enviados a prisión por algunos años. El hombre miró alternativamente a los soldados y a la mujer que estaba a su lado, y luego no pudo contenerse. Una mueca de cólera se dibujó en su cara. Se puso extrañamente rojo, tan rojo como aquella tarde de otoño en San Diego. —¡Y qué piensas, estúpida! ¡Qué estás pensando, perra! ¡Cómo se te ocurre seguir sentada a mi lado! Tal vez me equivoco y de veras usted que me lee no estuvo allí. Quizás tampoco yo estuve. Es posible que esta historia la haya leído en alguna parte, lejos de aquí, pero no la estoy inventando. Creo que escu-


Los agentes rieron, hicieron una broma, mascaron más chicles y bajaron del carro. Años después, en Óregon, Hortensia Sierra contaba que nunca había vuelto a ver a su benefactor. Ni siquiera supo alguna vez su nombre.

ché algo similar sobre la Alemania de Hitler a un viejo rabino en la escuela judía de Teología, frente a la de los jesuitas, que yo solía frecuentar cuando era profesor visitante de la universidad de Berkeley. Pero usted y yo estábamos en ese bus, aunque tratemos de negarlo. Cuando usted va hacia algún lado, no tiene por qué preocuparse porque no pertenece a ninguno de los grupos humanos que sufren o han sufrido persecución y odio. Y, sin embargo, usted comparte el mismo mundo, o acaso el mismo bus, y hay siempre una opción o una tarea que lo está esperando. A veces la tarea requiere sacrificio personal y riesgo, y entonces usted camina hacia adelante y se encuentra con su destino, lo cual no significa que usted tenga que asumirlo. Significa solamente que usted va a saber exactamente en qué mundo está viviendo y quién es usted de veras. Creo recordar que el rabino de Berkeley nos decía que uno no ejercita la libertad solamente haciendo lo que uno quiere. La cobardía, por ejemplo, no es un ejercicio de la libertad. Pero cuando usted acepta la tarea que el destino le ha puesto delante, entonces usted se convierte en una persona libre. Quizás esa sea la única forma de ejercer la libertad. Puede ocurrir en Múnich, en Santiago de Chile, en Buenos Aires, en

Lima, en Arkansas, en Miami, en cualquier lado y momento en que por cualquier motivo se odie o se torture, se maltrate o se viole, se insulte o se persiga, se encarcele o se asesine a alguien que viene al costado de usted, sentado dentro del mismo mundo. –¡Estúpida!...! ¡Y se te ocurre decírmelo a estas horas! El hombre no podía contener la ira, y cuando los agentes de Inmigración se acercaron a preguntarle por qué armaba tanto escándalo, levantó sus papeles de identidad norteamericana con la mano derecha mientras seguía gritando: ¡Llévensela! Mi mujer ha olvidado sus papeles otra vez... y otra vez vamos a perder el tiempo en la oficina de ustedes... y yo estoy que me muero de hambre. Ella siempre hace esto... ¡Ustedes deberían llevársela para que yo vuelva a ser soltero! Los agentes rieron, hicieron una broma, mascaron más chicles y bajaron del carro. Años después, en Óregon, Hortensia Sierra contaba que nunca había vuelto a ver a su benefactor. Ni siquiera supo alguna vez su nombre. Se lo contó a alguien que me relató la historia con algunos detalles adicionales, y por eso conozco algunos secretos de usted, y le pregunto de nuevo: ¿está seguro de que nunca ha estado en San Diego?

Eduardo González Viaña (Chepén, Perú, 1941).

Reside en los EE.UU., donde trabaja como catedrático en la universidad de Óregon. Es doctor en literatura y ha recibido la distinción académica de Doctor Honoris Causa de parte de diez universidades. Ha publicado alrededor de cuarenta libros entre novelas, colecciones de relatos y ensayos. Entre estos: Los sueños de América (Alfaguara 2000), Premio Latino de Literatura de los Estados Unidos. En 1999 recibió el Premio Internacional Juan Rulfo por el relato ‘Siete días en California’, incluido en ese libro. Y entre sus novelas: El corrido de Dante, Vallejo en los infiernos y El amor de Carmela me va a matar. El Congreso del Perú le otorgó en noviembre del 2009 la Medalla en su más alto grado, por una vida dedicada a la literatura y por su defensa de los inmigrantes del mundo.

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Zingonia Zingone

Trato de contener la ira de amar por encima de toda injusticia trato de seguir la ruta caigo me quiebro levanto los ojos al cielo me pregunto cómo la bandada logra tan impecable coreografía

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¿cómo hará el pájaro solitario? ¿podrá él cerrar sus alas romper las filas sin destrozar la danza?


Cuando el recuerdo toma una senda desconocida y me lleva a tus brazos

Nunca sentí la exigencia de escarbar mis raíces semilla en la tierra/mundo que originó mi sangre.

sé que es tarde y debo irme antes que tus labios cubran mi existencia aturdan las sirenas que habitan los charcos de la noche.

¿Qué importa si no fue Adán si sólo soy célula de una célula del mar? ¿Qué importa si en otra vida fuimos hermanos o amantes desconocidos gente nacida del mismo latir del tiempo? El barro húmedo es señal de pertenencia el aire el silencio parpadeante inagotable que se renueva y es respiro del alma.

Ayer anduve por tu barrio recorrí tus bares

Me preguntan quién soy. Me encojo de hombros. La tradición es un marco sobre una mesa de noche jaula que encierra el futuro nombre que define el límite se agota como hoja seca o sigue su curso desde el cauce del río. ¿Qué busca tanto atrapar el hombre? El grano de arena recibe indefenso la ira del mar su caricia su lunático ir y venir sin fronteras.

tomé tu ron tu whisky me puse tu sombrero (para repararme de mí misma y del crepúsculo matutino). En la barra había un muchacho de pelo negro y barba apretada una bufanda elegante envolvía el transitar de sus emociones. Le toqué la solapa del saco pero él no me veía. Grité su nombre arrojé mi copa al piso. Tu sombra en la distancia se hizo más grande. Una colonia familiar invadió la barra los bares el barrio ciñó la muchacha que tomaba para olvidarte y arrastró el recuerdo hacia tus brazos hacia la utopía del olvido.

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Entrar en la vida de un hombre que está triste y tiene a otras mujeres entrar sin que se dé cuenta como un sueño una promesa o la muerte. Mirarlo esconder los ojos cerrar la voz, soltar un grito del tintero acuclillado sobre su cama; mirarlo desde la memoria ausente de mi fantasía. Forzar la mano dulcemente forzar un puesto entre las fotos que encienden las paredes de su soledad. Descubrir que ya estaba escrita mi presencia,

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que los otros cuerpos sobran, que sólo quedará el eco mudo de párvulos implorares y que aquellas noches se harán partícula del recuerdo; descubrir de pronto que soy pila bautismal luz al fondo del camino una apnea y el más hondo respiro; descubrir que él sigue triste, porque está feliz.

Zingonia Zingone Poeta, narradora y traductora italo-costarricense (1971). Licenciada en Economía, vive entre San José y Roma. Ha publicado cuatro poemarios en castellano; dos han sido traducidos y editados en Italia. Equilibrista del olvido / L’equilibrista dell’oblio (Editorial Germinal, 2012; Raffaelli Editore, 2011) ha sido traducido al inglés (Poetrywala, 2011), al kannada (Aharnishi Prakashana, 2012) y al marathi (Poetrywala, 2014). Su último libro Los naufragios del desierto (Vaso Roto Ediciones, 2013) se compone de tres cuentos escritos en versos. Sus poemas aparecen en numerosas antologías y revistas literarias, y han sido traducidos a varios idiomas.


memoria

Silvia Stornaiolo

E

n el marco de la Feria Internacional del Libro de Quito, el querido escritor guayaquileño Miguel Donoso Pareja (Guayaquil, 13 de julio de 1931) fue reconocido por el Fondo de Cultura Económica de México (FEC), debido a su trayectoria innegablemente exitosa y por el aporte que brindó al desarrollo de la profesión de la pluma en México. En este homenaje se presentó la publicación del libro de Cuentos Completos de Miguel Donoso Pareja, como un homenaje a su trayectoria literaria. José Carreño, el actual director del FCE, es uno de los antiguos colegas del escritor guayaquileño y sobre él expresó: «Miguel Donoso Pareja es un hombre muy bueno, brillante, muy generoso, algo mayor de los que llegábamos a una redacción en aquellos años y un gran guía no solo por su conocimiento y sus habilidades en el periodismo, sino también ya como un escritor cuajado que hacía las mejores reseñas de libros de la sección cultural del periódico en el que estábamos». El Fondo de Cultura Económica, uno de los sellos iberoamericanos con mayor prestigio a escala mundial, trajo al país al cronista, escritor y periodista Juan

Villoro, quien conjuntamente con los escritores ecuatorianos Paúl Puma y Luis Carlos Mussó, durante la noche del miércoles 26 de noviembre rindieron homenaje al autor ecuatoriano Miguel Donoso Pareja. Villoro dijo que Miguel Donoso Pareja era su maestro eterno y que la palabra que define a Donoso Pareja, como maestro, es ‘correc-

Donoso Pareja juega siempre con los niveles de verdad en la realidad recalcando lo insólito de ella; mezcla los planos de la invención y radicaliza la idea flaubertiana de que todo lo inventado es cierto, hace de la literatura un ejercicio lúdico entre quien escribe y quien lee.

ción’. Recordó que hace algunos años, en un homenaje que antiguos alumnos le realizaron en San Luis de Potosí, cuando Miguel Donoso Pareja tomó la palabra dijo: «Ustedes saben que me gusta corregir». Y procedió a corregir las ponencias de sus alumnos. En ese momento se dieron cuenta de que no había dejado de ser su maestro. También destacó que en cierta ocasión, el famoso escritor mexicano Juan Rulfo, cuando era quizás el más importante escritor latinoamericano, se acercó a Donoso y al español Juan Marsé, con ejemplares de sus libros, para pedirles una dedicatoria. Esto señaló Villoro para significar la valía de Miguel Donoso Pareja como escritor. Como bien nos dice Raúl Vallejo en el prólogo del libro, Donoso Pareja ha sido la profundización de una tradición que arranca con Pablo Palacio, pasa por César Dávila Andrade y es continuada por él mismo con novedosos planteamientos; es también una experiencia estética que, en su conjunto, puede ser definida como una escritura sin ningún tipo de concesiones, en el marco de la narrativa latinoamericana correspondiente al llamado boom.

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La visión descarnada de la muerte es un elemento central de la escritura sin concesiones que ha desarrollado Miguel Donoso Pareja, «escritura sádica para lectores masoquistas», ha

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bromeado acerca de su producción: «Para mí la literatura es la fusión de dos conceptos, el uno de Flaubert, el mayor realista del orbe, quien señala que todo lo que inventamos es cierto; el

otro de la brasileña Clarice Lispector, que nos recuerda que la realidad es lo increíble». Donoso Pareja juega siempre con los niveles de verdad en la realidad recalcando lo insólito de ella; mezcla los planos de la invención y radicaliza la idea flaubertiana de que todo lo inventado es cierto, hace de la literatura un ejercicio lúdico entre quien escribe y quien lee.


Es quizá uno de los más radicales continuadores de la tendencia de la literatura ecuatoriana inaugurada por Pablo Palacio. En Donoso Pareja, al igual que en Palacio, los procesos que ponen en evidencia el carácter literario, es decir el artificio de su narrativa, están siempre presentes. Tienen profundas resonancias simbólicas y su construcción se asienta sobre lo situacional. Las narraciones de Donoso Pareja están en busca de una perspectiva diferente. Es en este juego permanente entre lo inventado y lo real, en el que Donoso Pareja apuesta por la ficción —es decir lo escrito— como lo que en verdad existe, como en su cuento Títere, en el que el narrador dice: «Él era un hombre triste, a pesar de que solía tener pequeñas alegrías. Una de ellas —la más importante— era el modo cómo lo llamaban (…). Lo llamaban títere, pero solo los niños, y era tal vez por eso que se sentía un poco feliz en medio de su gran tristeza…». El proceso de transformar al autor en personaje de la ficción: el narrador es personaje que se ve a sí mismo.

Donoso Pareja cuenta en su memoria novelada que junto a su mujer de entonces, la pintora Judith Gutiérrez, y el poeta Nani Cazón, montaron un retablillo llamado Títeres de la carreta, que ofrecía funciones para adultos en el American Park y que les tocaba su número después de Laika González, «una rumbera cubana despampanante». Recuerda que tenían «terror» de que el público los linchara pero, al final, la gente quedaba encantada con los títeres, pues eran sacados del erotismo adulto de la bailarina y llevados de vuelta a su niñez. Cuando los niños lo veían en la calle le gritaban «títere, títere». El reconocimiento que el FCE le hace a nuestro prestigioso escritor es bien merecido, no solo por su aporte profesional, sino por su calidad humana. La tarea literaria de Donoso Pareja ha sido complementada también con el trabajo de difusión cultural. Es imprescindible señalar que junto con Julio Cortázar, Pedro Orgambide, José Revueltas, Juan Rulfo y Eraclio Zepeda dirigió, entre 1976 y 1971, la re-

vista Cambio, en México. Entre 1970 y 1981 fue coordinador del taller de literatura de la UNAM y del Instituto Nacional de Bellas Artes, en San Luis Potosí. Desde 1982 ha sido coordinador de talleres de literatura de varias instituciones culturales del Ecuador. Entre 1982 y 1985, fue consejero de editorial El Conejo. En la función pública estuvo, en 1989, al frente de la campaña de alfabetización Monseñor Leonidas Proaño en la provincia del Guayas. Entre 1987 y 1991, ejerció la presidencia del Núcleo del Guayas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión. Por el conjunto de su obra literaria le fue otorgado en 2007 el Premio Nacional Eugenio Espejo, que es el máximo reconocimiento que el Estado ecuatoriano puede conceder a un autor. Reunidos en esta fabulosa publicación están los cuentos completos de los libros: Krelko (1962), El hombre que mataba a sus hijos (1968), Lo mismo que el olvido (1986), Todo lo que inventamos es cierto (1990), La cabeza del náufrago (2009).

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Samir El Ghoul

A

pesar de la ola masiva y libidinosa que acabaría curtiendo las celebraciones del bicentenario wagneriano en muchos teatros del mundo, la sede berlinesa de la Ópera Alemana se la jugó con un montaje escénico de muchísimo garbo y sobriedad, sin toma de riesgos innecesarios. La movida se produjo sin genitales colgantes evocando tesoros legendarios, y sin planchas de aglomerado sustituyendo al árbol Yggdrasil, mítico fresno del mundo.

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Sigfrido no se parecía a Elvis Presley, y jamás abandonó su espada Notung por un Kalashnikov o a su valquiria Brunilda por alguna ramera surgida de la nada; la misma Brunilda, la hermosa, la bélica, la redentora, no vestía pijamas y mucho menos parecía un tomate caído del espacio sideral. Las tres nornas tejían hacendosamente los hilos que definirían el destino de dioses y mortales, en lugar de estar confinadas a la entrada inmunda de alguna estación de metro de Berlín un viernes festivo por la noche practicando la santería y el canibalismo. En cuanto a Erda, madre de aquellas nornas juiciosas, y mujer eterna, omnisciente y vidente, hizo aparición desde las profundidades de la tierra tal como dispuesto en el meticuloso libreto del anillo wagneriano. Al dios Odín tranquilo lo dejó, y su bragueta ni de reojo miró. En tiempos de proliferación de rimas de poca monta y de propuestas estéticas basadas en el mero placer del desafío sin sustancia ni desembocadura, que además se sostienen muchas veces enclenques, en detrimento de valores más seguros, alguna que otra aclaración un tanto absurda y obstinada queda plenamente justificada, mucho


partitura conmemorativo nos supone un conflicto con mil y un tentáculos de seda, que perturban y sacuden hasta la reavivación del recuerdo de lo que en algún momento fuimos. Y finalmente, sobre la ola masiva y libidinosa que parece intentar curtirlo todo… ¡Si por lo menos ésta nos abriese la puerta hacia algo verdaderamente desconocido! ¡Si por lo menos la presente modernidad ausente del siglo XXI compitiese con lo que vio el amanecer de la España apenas muerto Franco! Donde sea que te corresponda estar, Götz Friedrich, ¡bravo por tu anillo intemporal! Nos vemos luego de tu Crepúsculo programado para el 2017, a la salida de la Deutsche Oper de Berlín.

Foto: © 2010, Bettina Stöß — hier: Deutsche Oper Berlin.

más aún cuando el tratamiento estético de la obra de arte otrora evidente y normal, nos resulta hoy inverosímil o inesperado. Tres décadas después de su estreno, El anillo del Nibelungo de la sede berlinesa de la Ópera Alemana nos resultó amable, escrupuloso, reverente, sin provocaciones ni pretensiones, sin tragos avinagrados, más bien devoto en el tratamiento del texto y visualmente grandilocuente. Fue un canto de esperanza y de fe en la especie humana, y narró con altura la saga wagneriana, zenit del repertorio músicoteatral de aquel país encantado que si se mantiene en vida, es gracias al imaginario de un buen puñado de aquellos raros seres que viven de añoranzas, que conocen el fervor, o que se aferran a glorias pasadas tristemente tornadas en veneno. «¡Fue un verdadero idilio!», suspiraban por ahí. Al tiempo y en otros contextos se denunciaba, en cambio, la ausencia de poética de propuestas precedentes —que conscientemente la erradicaban para favorecer la causticidad de la narración—, y rememoraban las supuestas vejaciones recientes que el anillo wagneriano venía sufriendo en varios escenarios del planeta, antes, durante, e incluso transcurrido el 2013, año del ya mencionado bicentenario del nacimiento del compositor Richard Wagner. El anillo del Nibelungo, escenificado por el director alemán Götz Friedrich, patrimonio muy bien resguardado de la Ópera Alemana —o Deutsche Oper en lengua vernácula—, se inclina ante el amor y lo acoge con humildad; cree firmemente en la posibilidad de resurrección y purificación de todo aquello que se corrompió y que avanza a gran galope hacia el último ocaso. No se trata de un anillo más: éste, el de los dioses imperfectos y acongojados, encapsulados en el túnel del tiempo que Götz Friedrich nos presentó por primera vez a principios de los noventa, desafía con mucho tino nuestra triste mutación afectiva en lugar de denunciarla con brutalidad, y sobrevive al cambio de siglo y civilización manteniendo intacto su gran poder de convocatoria. Ha de ser precisamente porque en ningún momento se va por las ramas de nuestro querido Yggdrasil, mítico fresno del mundo. Dice la leyenda nórdica que sus raíces… Hecho el inventario de las celebraciones wagnerianas que hasta hace poco se llevaban a cabo en muchos teatros del planeta, la finísima cereza con la que Berlín corona el pastel

Samir El Ghoul (Guayaquil, 1977). Pianista clásico, se forma en su ciudad natal e ingresa en 1997 al Conservatorio Tchaikovski de Moscú. Diplomado de la Escuela Normal de Música de París, y residente regular de la Ciudad Internacional de las Artes de la misma ciudad. Ha sido premiado en concursos nacionales e internacionales. Se ha presentado en las principales ciudades del Ecuador, y en el exterior ha ofrecido recitales en escenarios de Francia, Inglaterra, Bélgica, Estados Unidos, Chile, Italia y Finlandia.

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Josué Daniel Puma

DARÍO «En un egoísmo tan latente como el mío, es preciso advertir que esta historia no trata sobre mí, pese a que posee mi nombre».

Capítulo 1

«S

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e interrumpe continuamente la corriente de aire», pensaba cauteloso. Parecería mágico, pues se estremecían las llanuras precavidas en siluetas casi ajenas a aquella-esta realidad alérgica al candor de la belleza, al sentido de la estética sin aerosol o des-habida de la póstuma inocencia surrealista y sus abrumadoras ventas consumadas en los mercadillos entre la avenida Patria y la Amazonas, así les quitaban entonces y aun ahora la identidad a los trazos solventes de los artesanos, clérigos del arte vespertino, situados rencorosamente en el antaño sabatino frente a la Casa de la Cultura.

Darío conciliaba las nubes con miradas húmedas y silencios pausados, hacía ya mucho que vio la misma escultura, el mismo crucifijo de latas, un crucifijo de hierro, aluminio y falacias fundidas… Se escondía en su desorden, el cabello crecido, pues no consideraba mayor halago al viento que el invitarlo a coexistir en su cabeza… eviden-

¿Por qué llorar en plena lluvia? O es que acaso no crees que este naufragio ínfimo, este maltrato que nos limpia, este glorioso golpe de cielo no es por diminuto lo más cercano que tenemos de vida…

ciando el caos que ésta abrigaba, desatando sus pasiones y desosegadas aflicciones a la balada confusa de ventiscas milenarias que recorrieron los absolutos de este mundo, para culminar allí… en poesía, la más osada e inútil arista de la comprensión de lo eterno. Palabras, ¿qué sería del psicoanálisis sin ellas? ¿Qué sería de Darío, entumecido y gozoso en su soledad paulatina y bien acompañada sin ellas? Se situaba como la vida y las religiones, en un azar geográfico entre su infinito oxigenado y asfixiado por el carácter exclusivo de 25 centavos de ida y 25 de vuelta, a donde estos le llevaran a desprenderse de fronteras o de agazapados ambientes de intelectualidad o de placidez forzada… donde nadie lo conozca por su rostro o por sus ropas, allá donde la carne no expone nada sino espacio-tiempo, allá donde por existencialismos se muere y se brinda entre festividades y matrimonios condenados a la podredumbre de la condición humana.


novísimo Diecisiete mensajes sin leer, su solvencia se veía acontecida por su desprecio a la confidencialidad de sus virtudes, al desdén insólito de su carácter como estudiante o como soltero o como ausencia presencial. Parecía no comprender, oscilación peligrosa entre el conformismo dulce y la consulta dolorosa a la penumbra…, sus noches eran tormentosos augurios de desacato a las letras y a los gemidos ahogados entre el masturbarse y mirar cansado y casi asqueado su reflejo estorbando el paisaje sosegado y suspicaz de las montañas y los árboles más allá de los valles desiertos y consumidos por el mercurio embotellado. Adjetivos, arrebato al desespero e incomprensión existencial, forja de cicuta y moldes despreciables asemejados a la dependencia del poder, Darío se perdía gustoso en cada anuncio, en cada grafitti torpe o ingenioso que veía incendiaba las aceras o las vitrinas de cemento y ladrillos… Búsqueda insostenible de sentido y aceptación dentro de una pecera social degenerada y condicionada al desprecio y al juicio a la voz abierta, pupilas del miedo... Uno llamado Julio ya lo dijo allá en París, cuando las nubes eran echadas del cielo a marcar pregones de ‘sangre de nube’ entre las sombras que con miedo se evaporaban…, se dogmatizan los señuelos y se justifican valerosos los individuos labrados en penumbra, su lucha inicia en la palabra y su falta a la misma… su pequeñez frente a un esbirro intolerante a la soberbia, los consume y des-habita…, ‘hombre nube’, divagaba Darío, aquel Darío de 17 años, la libertad marca contorno, en cuanto a la precariedad de entendimiento humano permite y somete. —¿Qué fue ñaño? Disculpa, normalmente soy yo el que espera, creí que llegarías tarde pendejo —sonaba cansado, soñaba cansado, susurros comparecientes a una

Ya bastante desenfocada era allí la realidad para él, un espacio-tiempo indirecto a la más pobre de las epistemes de vida. El crecer entendiendo que la miseria, su miseria, se conjugaba oportuna con el folclor comercial que los turistas consumían, la hipocresía se indignaba, pero le duraba pocos segundos, de vez en cuando una foto, una plegaria a contraluz, una sonrisa vacía que sirva de excusa, que escude aquellas manos entretenidas con la desdicha de los impunes y pecadores del tercer mundo.

amistad domada por los años, insignificante delegación de tiempo. —Te sorprendería el miedo que tiene esta gente a los que guardan silencio, apenas y rondaba en trayectos variantes las diferentes pinturas, unos pocos de aquellos que cuidan y de los otros que al parecer son cuidados me pusieron el ojo firme y poco observé después, ya me tocó sentarme en estos incómodos bancos, pedazo de idiota… mal día para cobrarme mi elegante costumbre de llegar atrasado. Risas detenidas agraciadas por el metódico afán y virtud de ser sinceras, la felicidad arremete dolorosa en cuanto uno se afana en ser neblina con lengua y verbo candente, la cadencia humana, el regocijo homogéneo, musical y caótico, difiere únicamente de un apretón de manos. —Ayúdame a pararme Nicolás, veamos si dormiste la noche de ayer —algo de fuerza, las manos permanecían como un gancho que te estruja y hace de dos uno mismo. —Vamos «Sir Darío» —risas burlonas—, su realeza se excede en sus desayunos y trasnochados festines. —Parecería que hablas de mí como un fetichista tentado por su refrigerador —sonrió viéndolo a los ojos con cierta complicidad, confidencia casi melancólica en el trasfondo de una mirada de picardía afable y seguridad prevaleciente. Tanto se conocían, tanto se habían temido y odiado, un mucho más, un poco más que el resto se conocían. Su madre trabajaba en un hospital desde hacía siete años, sincronía perfecta o tal vez solamente escrúpulos adecuados en intereses ligados a propósitos de honra o… amor. Allí Nicolás fue existente a la conciencia prematuramente marchita de Darío, claro…, con un criterio puro de utilidad indirecta, ¿manipulador? Eso no existe…, solo la vaga confianza en lo incierto

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de la inadvertencia humana. Darío sufría convulsiones desde los diez años, la censura e ineficiencia de un sistema público alimentado con migajas de una economía dedicada en empeño inconciliable e interminable al pago cínico de una inaudita deuda externa ilegal (rayuela de adjetivos). Ya bastante desenfocada era allí la realidad para él, un espacio-tiempo indirecto a la más pobre de las epistemes de vida. El crecer entendiendo que la miseria, su miseria, se conjugaba oportuna con el folclor comercial que los turistas consumían, la hipocresía se indignaba, pero le duraba pocos segundos, de vez en cuando una foto, una plegaria a contraluz, una sonrisa vacía que sirva de excusa, que escude aquellas manos entretenidas con la desdicha de los impunes y pecadores del tercer mundo. Agosto de 2004, la madre de Nicolás cumplía su turno matutino, entre el llanto de los niños y el hedor de los miembros putrefactos saludaba el desespero cual acompañante fiel en cada tratamiento a ejecutar…, faltaban jeringas, carecían de guantes, el ibuprofeno, por orden de la escasez, curaba desde el resfrió hasta la más tosca y voraz

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infección, las mantas que cubrían a los niños reposando en los corredores, ávidos de llanto y corazones en fiebre, venían de las camas de aquellas enfermeras condenadas al no-descanso después de sus quince horas diarias de trabajo. A lo mejor las deidades, en bien de la sepultura de los santos, se empeñan en su intransigencia. «El exceso de población», le habían dicho hace unos meses cuando con receloso arrebato le susurró al oído su padre el porqué de tanta desventura. Así se justifica la alquimia ingrata del sistema, la morfosis extenuante del oro transfigurado en chatarras, de las frutas rasgando podridas las gargantas de los hombres que las cultivaron. ‘Población’, ‘exceso’, palabras confusas pero enigmáticas, se repetían como temporizando rítmicamente el tránsito de las sombras aceleradas en medio de un cambalache de quejidos y disculpas. Hospital Infantil Baca Ortiz. Lo miraba sin confianza pero excedido en curiosidad, aquel muchacho de corte militar arrodillado en una esquina de la sala

de espera, donde muchos niños se arrodillaban para cesar en angustia, sujetaba oxigenado en inquisitorial despecho dos trozos de la cerámica cuarteada que forraba el piso… y que en ese momento encaminaba su imaginación. Despiértame loco..., despiértame en abundancia de bullicio y regocijo..., despiértame loco, y no me des más lata, ni vehemencia... con calma, con miedo, contigo... porque... pucta hermano..., despiértame, despiértame con el suplicio de estar vivo, despierta en mí esta dulzura con un «Todo se fue a la mierda, ñaño...», sin lloriqueo..., sin tránsito o ajenidad entre cada palabra. De los vidrios cuarteados pasaron a las anécdotas primitivas de los sueños desaforados que desvisten la inocencia, que impermeabilizan la humildad en lechos de infantil e incólume confidencia, así construyeron sus mundos, regidos por el azar de este dominó de sombras y placebos, que si agachas suficiente la cabeza, ves en lo alto… la pieza que caerá sobre ti.


«La fosa común de la que nacimos los poetas, no pide que celebremos el holocausto que fue el parirnos». —¿Sabes? —Habla ñaño. —Algún día me gustaría despertar sin culpa, exento de todo instinto y halagado por mi audacia frente al tabú y la inconcebible naturalidad de las cosas, degenerados son ellos, infamadores que por tener una imaginación compartida, creen destinarnos las respuestas a toda la inquietud humana, moralistas cristiano-occidentales, fetichistas retenidos en lo heterosexual, y aquella infantil concepción de un mundo precariamente dividido entre bien y mal, estas realidades desatadas como filmes que se suman en una desventurada dependencia por objetividad, todo y nada por su cercanía no van más allá de la causa y consecuencia de nuestras acciones…, lo más cercano a un enigma o a un misterio reside allí, en medio de un manojo de pupilas dilatadas y ojos como cristales afrontando la crueldad de esta cortina que convulsiona —Aún tenía la botella de cerveza vacilando entre los labios mientras sus córneas compilaban las gotas que recorrían temerosas la ventana—. Tiritaba… Enjambres de aire enfriaban el sopor salado y húmedo que resbalaba esquirlando sus meji-

llas, difuminando con cariño y violencia cada peca…, cada espinilla. —A la final lo más oscuro en la sombra humana es lo que la produce —mencionó Amalia. Consumía juguetona y triste sus pasos, cuán diabólicamente tiernos se exponían su caminar y cadencia… Chasqueaban aún las gotas como en un eco dividido y disperso, eco detonado por su boca en un deliberado susurro de caos, a una catástrofe de escala cielo-tierra, delirio acompañado y sustentado por su pena. Darío solo la observaba, como observa un todo compareciente y destructivo…, como quien se asusta y adhiere a una historia de pecaminoso desconsuelo, de trama nostálgica y final que por peligrosa que fuere, parecía iniciar. Tomó algo de aire… —A tu teoría la debate únicamente aquella lágrima que me saluda bailando entre tus labios. ¿Por qué llorar en plena lluvia? O es que acaso no crees que este naufragio ínfimo, este maltrato que nos limpia, este glorioso golpe de cielo no es por diminuto lo más cercano que tenemos de vida…, este riesgo de hipotermia, este trance conflictivo que usaron como consuelo al frío… y una excusa para amarnos, para odiarnos un poco más, un poco menos que lo que se aman estas hojas secas que nos visten como sueños

perdidos que flotan danzando en trayectos aleatorios y rítmicos para un fin vulnerable a la intranscendencia, como las rompemos cuanta más prisa tengamos, si camino lento, es porque voy lejos…, si escampo en una vereda desierta es que... —desvió la mirada en un gesto de risueña picardía— a lo mejor ya he llegado.

Josué Daniel Puma (Quito, 1996).

Egresado del Instituto Nacional Mejía, donde participó y lideró actividades político-culturales. Ha escrito microcuentos, poemas, ensayos y novelas; dirigió espacios de difusión artística y literaria mediantes redes sociales, brindando cobertura a jóvenes de habla hispana. Actualmente estudia en la Universidad Central del Ecuador. 57


Pablo Ramos

Pez, te amo y te respeto demasiado, pero antes de que termine el día voy a matarte. Hemingway, El viejo y el mar.

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odo comienza bien. Ella lo deja dormir un poco más y viste al chico en la otra habitación. Ella le trae al chico vestido con el delantal de la guardería, lo inclina sobre la cabecera de la cama y le dice a él que le dé un beso. —Papá —dice el chico, señalándolo. —Papá —confirma ella. Ver al chico con el delantal de la guardería lo hace sonreír. Hoy no irá a trabajar, desconectará el teléfono y se hará un té: se sentará a escribir un cuento. Sale de la cama, se mete en el baño y abre la ducha. Mientras se

afeita el vapor llena el lugar con una nube cálida. Las voces de ella y del chico le llegan desde la cocina: tardías, apenas perceptibles. El agua tibia lo despabila. Se ducha despacio, despreocupado de lo que pueda tardar. Sale del baño, se seca y se pone un calzoncillo limpio y planchado que encuentra en su cajón. Movido por un impulso que él no podría definir, se apura y sale al pasillo. Su familia espera el ascensor. —Chau, papá —dice ella, agitando la mano. —Chau, papá —se esfuerza su hijo.


cuento Está sentado en el comedor, frente al teclado de su computadora, cuando se acuerda del té. Va hasta la cocina y pone la pava en el fuego. Piensa que lo mejor será apurarse con la idea principal, acelerar las primeras acciones antes de que ella regrese (debería comprarse un microondas, el agua se calienta más rápido en un microondas), aunque seguro, al verlo escribir, ella se irá a la pieza para dejarlo solo. Pero siempre existe la posibilidad de que también le parezca perturbador que ella esté ahí, en la pieza, y no lo podrá decir. ¿Qué decir? «¿Me molesta que estés en la casa? ¿Mirá, mi amor, te quiero como a nada en el mundo pero necesitaría que hoy desaparezcas hasta las doce de la noche?». Siempre le ha costado escribir por la falta de silencio y ahora le cuesta porque hay demasiado silencio. Demasiado silencio por poco tiempo. Demasiado silencio como preludio al ruido de la llave en la cerradura y por lo tanto a la llegada de ella. Así es imposible. Él necesitaría ese mismo silencio por varios días antes de ponerse a escribir. El problema en su casa es que llegan y le hablan directamente a él, le preguntan cosas y se quedan ahí, esperando una respuesta. ¿Por qué piensa en plural? Vuelca el agua hirviendo en la taza y exprime el saquito hasta dejarlo seco. Al fin y al cabo, piensa, ella tiene algo de razón: a él no hay nada que le venga bien. Toma un sorbo de té y siente ganas de ir al baño, pero le vienen a la mente las primeras palabras, o le vienen a los dedos. Entonces va hacia el comedor, se sienta y escribe: Negros marineros de tu pelo. Las siguientes palabras las tiene en la punta de los dedos. —¿Se podrá decir punta de la mente?—. Mira la puerta. El tiempo se le escapa. Él se distrae, se pierde, se levanta, suspira y va al baño. Está sentado en el inodoro cuando escucha la llave en la puerta

de entrada. Siente los pasos, el ruido de una bolsas que crujen cuando ella las acomoda. Son las nueve de la mañana y eso significa que hay tiempo de sobra para que el cuento o ahora, quizás, el poema, terminen por salir. Sale del baño decidido y se sienta frente a la máquina. Ella está a un costado, sentada sobre el sillón, debajo de la biblioteca de estantes de vidrio. Lee el diario y come un pedazo de pan. Él se distrae mirándola comer. No es en realidad un pedazo sino un pan enorme, entero. Ella come un pan entero y lee los clasificados, deja que las migas le caigan sobre la ropa, las sacude con indiferencia, siempre con la vista sobre los anuncios, como si nadie más existiera. Él abre un texto viejo y comienza a leerlo en voz apenas alta. En realidad lo murmura, para sí, sin ninguna intención, solamente por la costumbre que tiene de hacerlo. Lee el texto y siente que no está nada mal. Piensa que nada está mal en realidad. Tiene una familia, un empleo, alquila un departamento de tres ambientes, ha dejado definitivamente de tomar. ¿Por qué no comerá un pedazo de pan en vez de un pan entero? Se va a atragantar. —Te vas a atragantar —le dice en voz baja. —¿Qué? —Que soy el mejor jugador de fútbol de la historia —dice él en voz alta—; de fútbol americano. Soy el futuro de la literatura argentina —y esta vez es casi un grito. ¿Por qué dijo esas cosas? No tuvo intenciones de que ella le contestase. Es más, le hubiera molestado que le contestase. Tampoco tuvo intenciones de ser gracioso. Lo dijo porque ella está ahí sentada en lo que a él le parece una actitud expectante, simulando leer el diario, controlándolo todo. ¿Por qué se empeñará en ponerlo en evidencia? ¿Qué espera para irse a la pieza?, ¿el

sonido de las teclas?, ¿que él mismo se lo diga? Miamormiamormiamor, teclea. Siente la necesidad de encender el televisor. Trata de contener el impulso pero lo único que logra es sentir la desesperada necesidad de encender el televisor. Miamormiamormiamor. Encender el televisor tiene grandes posibilidades de ser interpretado equívocamente por ella. Miamormiamormiamor, teclea. No debería encender el televisor. Miamor. Enciende el televisor. —Voy a llamar al service del lavarropas —dice ella. Él apaga el televisor y después levanta el teclado y lo tira contra la mesa. Varias teclas saltan de su lugar, se cae el portalápices. —¡Y ahora qué pasó! —grita ella. —Pasó que en esta casa no se puede escribir, no se puede leer, no se puede una mierda —dice él, que ahora sabe que tal vez no pueda parar. —¿Vas a empezar? —No. —Porque no sé si te acordás que esta madrugada pateaste el televisor. —Pateé al boludo que hablaba por televisión. —Es lo mismo. —No, no es lo mismo. —Lo pateaste porque vine a ver qué te pasaba. Es lógico que me preocupe si son las tres de la mañana y estás mirando televisión. —Estaba escribiendo. —Estabas mirando televisión y con la televisión encendida no podés escribir. ¡Nadie puede! —Lo que pasa es que este departamento es muy chico, ya te lo dije, yo pongo la plata y no tengo derecho a nada. —¡Ahí va mejor! Siempre que no te salga algo te la vas a agarrar con los demás —dice ella, busca en su cartera, saca un cigarrillo y lo enciende. —Te vas a agarrar cáncer. —Deberías escribir de noche si

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tanto te preocupa —dice ella—, en vez de mirar televisión. Él sabe que no debe enfurecerse, que no debe hacer lo que acaba de hacer, que después de una primera concesión viene una segunda, una tercera y una cuarta, y que el departamento y a veces alguno de los dos terminan por pagar las consecuencias. Pero ella acaba de decir deberías, y él siente que debería: nada. ¿Quién es ella para decirle a él lo que debería? Él mantiene la casa porque hace un año que ella no consigue trabajo. Y eso no es culpa de él, las cosas que pasan no son todas culpa de él. Ella debería dejarlo en paz, salir un rato de la casa para que él pueda escribir. Va hacia la cocina, saca de la heladera jalea de membrillo y varias rodajas de pan lacteado. Unta una rodaja con una cantidad generosa de jalea y empieza a comer. Pone el agua en el fuego y mete un saquito de té en una taza grande. Mastica. Unta otro pan. Cuando le parece que está por calmarse se da cuenta de que ella está detrás con la taza que había quedado sobre el escritorio, limpiando las migas y cerrando el frasco de jalea. Él le dice que está comiendo, que no limpie el lugar mientras él todavía está comiendo. Se lo dice con la boca llena. También le dice que deje la taza sobre su escritorio, que si quiere tomarse diez tés y tener diez tazas sucias sobre su escritorio lo puede hacer. Se lo dice primero y se lo grita después. Entonces se atraganta con el pan. Intenta escupirlo pero es inútil y se queda tosiendo, ahogado, rojo y con los ojos abiertos. Ella se asusta, le pide que se calme un poco, que no se ponga así, que pare la mano. Él sigue tosiendo y apenas puede respirar. —Hernán, Hernán, ¿estás bien? Hernán, tendríamos que ver a un médico —le dice, mientras le da golpes en la espalda.

Él logra escupir el pan, hecho una bola blanda y mojada, sobre su mano. Siente la repugnante humedad del bolo sobre su mano, la siente y la ve, después la tira en la pileta y hace correr el agua. Quiere decir algo pero le duele la garganta, como si se la hubieran raspado con un rallador. Se saca las pantuflas y entonces ella retrocede. Él la sigue hasta el comedor, le tira una pantufla y le da en la cabeza. Apenas lo hace ya está arrepentido pero, aunque le sería imposible adivinar por qué, sonríe. Tiene la otra pantufla en la mano y más que tirarla la ve volar por el aire. Ella se agacha y la pantufla da contra la biblioteca de estantes de vidrio, voltea la serpiente de hierro forjado que sostiene la hilera de libros y la serpiente parte el estante en dos, justo entre los soportes. Los pedazos quedan haciendo la V de la victoria, apoyados sobre el respaldo del sillón, y los libros se deslizan y caen aparatosamente hasta quedar desparramados por el piso. Otra vez cosas que se rompen. Cosas que él rompe. Tiembla. Tiene miedo, un miedo que lo paraliza. ¿Por qué no se le borra esa mueca de la cara? Amaga recoger los libros pero no lo hace. Amaga patear el sillón pero tampoco lo hace. Sabe que ya no va a poder parar, que lo mejor será que ella salga de la casa lo más rápido posible. Ahora mismo. Andate ya. Ya es lo que quisiera gritarle, pero no puede, porque le duele la garganta, porque uno de los pedazos del estante se resbala y estalla contra el piso. —Hijo de puta —grita ella, y el tiempo retrocede—, ¿vas a romper todo? ¿Qué vas a hacer? Vas a empezar de nuevo, ¿no? —¡De nuevo con qué! Yo nunca te hice nada, nunca les hice nada. —Claro, nada. ¡Hijo de puta! Nunca nos hiciste nada. Te la pasaste colgado de una botella: nada. Desaparecías cada dos por tres:

Toma el cuchillo sucio de jalea de arriba de la mesada y empieza a caminar hacia ella. Siente que las cosas no deben quedar así. Si el juego es lastimar, a él no le va a ganar nadie. La dejó soltar la lengua y ahora ella no va a poder evitar que pase lo que tenga que pasar. Avanza con el cuchillo, el rostro inexpresivo, el puño cerrado contra el mango. nada. Me pasé todos estos años esperándote de día y de noche, buscándote: bares, hospitales, comisarías, morgues: nada. Destapando cadáveres ajenos: detalles de la vida conyugal. ¡El alcohol te habrá cocinado la cabeza! Él piensa. La escucha gritar y piensa. Intenta concentrarse para poder defenderse de las acusaciones que ella le está haciendo. ¿Pero cuándo pasaron las cosas que ella dice que pasaron? —... todas las llaves abiertas, todavía se me hiela la sangre cada vez que pienso —le está diciendo ella—, a las cuatro de la mañana, borracho, tirado en el piso, intentando arreglar el horno. Él quiere decirle que no siga y no puede hacerlo, quiere avisarle, prevenirla de algo, pero no sabe con exactitud de qué. —... miren todos al muy machito arreglando el horno —le está


diciendo ella—, miren todos al ¡Escri-tor! arreglando el horno. Toma el cuchillo sucio de jalea de arriba de la mesada y empieza a caminar hacia ella. Siente que las cosas no deben quedar así. Si el juego es lastimar, a él no le va a ganar nadie. La dejó soltar la lengua y ahora ella no va a poder evitar que pase lo que tenga que pasar. Avanza con el cuchillo, el rostro inexpresivo, el puño cerrado contra el mango. —Me voy —dice ella—, calmate que ya me voy. Él cree que no debe dejar que se escape así porque sí, que llegó el momento de hacerse cargo, y entonces le cierra el paso y ella, aunque más alta que él, rebota contra su cuerpo. Enseguida nota la ventaja que existe entre ser hombre y ser mujer, al menos para estos casos. Ella depende de lo que él decida hacer y él ha decidido algo ahora mismo. Extiende su mano izquierda junto a la cara de ella, se la muestra y se apoya la hoja contra la palma. Mirándola fijo a los ojos comienza a cerrar el puño, lo aprieta más y más, hasta que siente el ardor, y la sangre le inunda el interior de la mano cerrada. Entonces, con el puño desbordado de sangre, le empuja la cara suavemente. La sangre está en el piso y está en la cara de ella que comienza a llorar. —Hernán, Hernán, ¿qué hiciste? —suplica ella, cubriéndose la cara con las manos—. Hernán, Hernán, mi amor. Él se queda parado, con el brazo extendido, mirándola llorar; mirando cómo la sangre cae en circunstanciales chorritos hasta el piso. Ella se abre camino y, despacio, sale del rincón. Sin dejar un instante de llorar, comienza a hablarle. Le dice cosas que lo hacen sentir mejor. Le dice que valora lo que él está haciendo, que está orgullosa del esfuerzo que él hace por dejar de tomar, que hay detalles pero que está en el cami-

no correcto y que no debe permitirse que sucedan estas cosas. —Vos lo sabés bien, esto no va a durar para siempre, y cuando lo peor haya pasado yo voy a estar acá: al lado tuyo —le dice. Le envuelve la mano en una toalla, le besa las mejillas, lo lleva hasta el baño, le quita la toalla y le hace correr el agua por la herida. —No es nada, no es ni siquiera profunda —le dice. A él no le duele en lo más mínimo. Se siente mejor y se deja atender por su mujer, se deja poner los desinfectantes y se deja envolver la mano en la gasa suave. Ella, como un cachorrito asustado, no ha parado un instante de gemir. Él le mira las mejillas pegoteadas por las lágrimas, su pelo negro contra la cara húmeda. —Hernán, Hernán —repite cada tanto—. Querido, querido. Nuevamente se encuentra sentado frente a la computadora. Ella salió de la casa para buscar al chico, se fue una hora antes, apenas recompuesta, para tomar un poco de aire y que el chico no notase nada. Él se mira la mano lastimada y, ahora sí, siente un pequeño ardor y un latido suave y veloz bajo las vendas.

Entonces lee lo que había escrito antes: Negros marineros de tu pelo; y le llegan las palabras, las siguientes palabras, y escribe: borracho como el océano.

Pablo Ramos

(Avellaneda, provincia de Buenos Aires, 1966). Ha publicado el libro de poemas Lo pasado pisado (1997), las novelas El origen de la tristeza (2004) y La ley de la ferocidad (2007), y el libro de relatos Cuando lo peor haya pasado (2005), que obtuvo el primer premio del Fondo Nacional de las Artes (2003) y el primer premio en el concurso Casa de las Américas de Cuba (2004). Su obra ha sido traducida al francés y al alemán.

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o vengo de los profundos pajonales del Chimborazo, emergiendo como una roca dura y eterna, pero sensible y tierno cual chuquirahua yo trato de recoger con mi corazón y mis manos, y plasmar sobre la superficie blanca de un lienzo aquellos sueños y vivencias de un pueblo olvidado». Este es el pensamiento y el sentimiento de Salvador Bacón (Guamote 1954), pintor que recoge parte de su obra en el libro El color de los Andes, distribuido en cuatro capítulos: ‘Paz y ternura’, ‘Mi pueblo’, ‘Naturaleza muerta’ y esculturas, que ha publicado la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Precisamente su presidente, Raúl Pérez Torres, decía que «en sus cuadros, así no aparezcan, se huelen las montañas, los ríos, el páramo; las siemprevivas, esa ‘andina y dulce Rita de junco y capulí’ que, con nostalgia, recordaba César Vallejo». Por su parte, la escritora Susana González afirma que: «Salvador es el artista que enciende de armonía y colorido las imágenes que mágicamente fluyen de su filosofía de vida, aprendida en el cosmos, porque diferentes brisas lo han llevado a compartir escenarios encendidos de talento, experiencia y dominio de paleta, donde el único lenguaje con el que se puede hablar es el del arte que habla solo. Su propia esencia es su escuela que dirige el pincel, creando figuras vivas que saltan de los cuadros en armonía con su conciencia y visión de vida, en esa vida que no concibe sin paz, libertad, respeto y amor como el valor más preciado de los seres humanos, que envuelve de felicidad la existencia. El calendario renueva hojas como

Monalisa criolla, 90 x 70 cm, óleo sobre lienzo, 2011.


boceto

«Salvador es el artista que enciende de armonía y colorido las imágenes que mágicamente fluyen de su filosofía de vida, aprendida en el cosmos...». Paz y ternura, 120 x 120 cm, óleo sobre lienzo, 2014.

el árbol en otoño y en esta permanente danza entre el arte y la vida, se llenan de sabiduría artística, que su acertado pulso imantado de luces lo precisa en su obra». El alcalde de Riobamba, Napoleón Cadena Oleas, dice que «la obra pictórica El color de los Andes, del pintor Salvador Bacón, es viajar sin moverse y palpar la fortaleza de los hijos de esta tierra, el tinte de los paisajes y la vida al estilo natural». El maestro Salvador Bacón nació en esta provincia; ha plasmado en su obra tintes de costumbrismo y ambientalismo. Es aquí donde los paisajes andinos recobran vida más allá de sus verdes colores y su imponencia natural, pues representan nuestra identidad étnica y cultural. (PHC). La familia, 90 x 80 cm, óleo sobre lienzo, 2014.

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Christian J. Kanahuaty

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a narrativa, en distintos países de la región, quizá haya atravesado los mismos caminos y las mismas preocupaciones tal vez se hicieron presentes a lo largo y ancho de todas las historias que los escritores anteriores fueron capaces de contar y experimentar, ya sea para entretener o alertar a los lectores sobre el mundo en el que se encontraban y lo poco que podían hacer para cambiar las cosas.

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La narrativa boliviana tiene varios nudos de conflicto y varias tradiciones que se yuxtaponen y se contradicen. Pero es esa suma de corrientes antagónicas lo que marca su vitalidad. Su permanente exploración es más una virtud que un dejo amanerado de modernismo.

La literatura minera dio paso a la literatura campesina o indigenista y esta a su vez cedió el rumbo de las historias a la literatura centrada en la feminidad. Ni siquiera en el género, sino en la figura de la mujer como matriarca de una sociedad que se veía a sí misma como machista, egocéntrica y discriminadora, y sin embargo la mujer empezaba a ganar páginas dentro de las narraciones que empezaron a configurar la idea de nación en países tan iguales, aunque diferentes, como Ecuador, Bolivia, Perú, Colombia o Argentina. Un paso hacia otro lugar narrativo fue la literatura de la guerra, que si bien constituye gran parte de la obra fundacional de los Estados antes nombrados, puede muy bien ser una reinterpretación del pasado a través de la mirada difusa del presente. La consigna de ‘sin olvido ni perdón’ configuró muchas de las preocupaciones de los escritores nacidos en los setenta y que empezaron a escribir muy entrada la década de los noventa. Tenían, por decirlo de alguna manera, que ajustar cuentas con su propia historia. Familias que escapaban de la dictadura. Familias rotas por el golpe militar. Desaparecidos. Militares adictos al poder. Políticos corruptos. Silencios. Literatura y periodismo comprometidos en la política. Violencia. Esos

eran los caminos por contar... y luego, algo pasó. Una pregunta flotó en las cabezas de muchos escritores, y es más o menos la siguiente: ¿Qué debería hacer el escritor de narrativa, un escritor que intentara capturarnos en nuestra época, sin distorsiones? Y que se complementa con una pregunta que quizá se hizo el mismo Stendhal cuando escribió Rojo y negro: ¿Cuál es la prosa que alzará un espejo frente a nuestra condición dispersa? En Bolivia (y todo lo que se diga a continuación debe ser visto como un apunte, como un adelanto de quizá futuras entradas que aborden más y mejor la narrativa de este país que está en el radar de todos, por motivaciones políticas e inclinaciones ideológicas, pero que sigue siendo desconocida), la narrativa dio un giro cuando empezó a abordar lo urbano. Las cuatro novelas que dan el campanazo de partida son: Felipe Delgado, de Jaime Sáenz; La tumba infecunda, de René Bascopé Aspiazú; Los deshabitados, de Marcelo Quiroga Santa Cruz; y La virgen de las siete calles, de Alfredo Flores. Las cuatro plantean a la ciudad como horizonte de llegada, como el mundo que deben conocer, narrar y descubrir en un acto existencial que llevará a los personajes de la novela a atravesar los horizon-


ensayo

Edmundo Paz Soldán

Rodrigo Hasbún

tes de la muerte, de la epifanía, del rencor, la duda, el miedo y cierta faceta del abandono. La desolación: esa es la consigna de buena parte de la narrativa boliviana durante estos años. La ciudad se aleja de lo que fue, se ausenta de sí misma y se transforma en algo que no se sabe muy bien qué es o de qué nos puede servir. Y si la desolación marca un camino, las exploraciones contemporáneas hacen eco de ella. Recordemos que existe la explosión de la televisión, de la prensa escrita y de la Internet hacia mediados de los noventa, pero la radio y la televisión se disputan un lugar de privilegio en la vida de las personas desde más

o menos comienzos de los ochenta. Gana, por supuesto, la segunda, y se enfrenta a un nuevo actor: el cine. Muchos de los escritores actuales verán en el cine su mayor influencia o una influencia que se manifiesta tanto en el tratamiento temático de las historias como en su abordaje estructural. El cine modificó de alguna manera la forma en que se cuentan las historias. Las imágenes en ciertas novelas han desplazado a las palabras. Existen nombres en la narrativa contemporánea en Bolivia, así es. Básicamente son diez los que no se deben olvidar. Wílmer Urrelo, autor de tres novelas: Hablar con los perros, Fan-

Liliana Colanzi

tasmas asesinos y Mundo negro; Edmundo Paz Soldán, autor de Río fugitivo, Palacio quemado, Los vivos y los muertos, Norte, y la más reciente, Iris. Iván Gutiérrez que tiene publicadas las novelas: Laura se ve hermosa así, El pulpo y la fogata. Rodrigo Hasbún tiene cuatro libros de cuentos: Cuatro, Cinco, Los días más felices y Nueve y la novela El lugar del cuerpo. Sebastián Antezana ha publicado las novelas, La toma del manuscrito y El amor según. Giovanna Rivero tiene publicadas las novelas Camaleonas y Tukson. Liliana Colanzi y sus dos libros de cuentos: Vacaciones permanentes y La ola. Claudio Ferrufino Coqueugniot: las novelas Señor Don

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En Bolivia la narrativa dio un giro cuando empezó a abordar lo urbano. Las cuatro novelas que dan el campanazo de partida son: Felipe Delgado, de Jaime Sáenz; La tumba infecunda, de René Bascopé Aspiazú; Los deshabitados, de Marcelo Quiroga Santa Cruz; y La virgen de las siete calles, de Alfredo Flores.

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Rómulo, Exilio voluntario y Diario secreto. Cecilia Romero con su libro de cuentos Las horas, y Lourdes Saavedra publicó la colección de cuentos Memorias del Walkman. Más allá de sus particularidades, la literatura que aparece en estas obras está marcada por escritores y personajes que están acomodados económicamente y confundidos moralmente. Capacitados, eso sí, para sorprenderse ante las pequeñas cosas. Es una escritura muchas veces minimalista, como en el caso de Hasbún, Antezana y Colanzi. Y en ciertos cuentos Rivero, Gutiérrez, Romero y Saavedra también gozan de mundos mínimos donde corren cosas cotidianas que están marcadas por las indisposiciones personales de sus personajes que no se deciden si seguir adelante o no. Les falta experiencia y no saben cómo ganarla. En los casos de Urrelo, Paz Soldán y Ferrufino, la narrativa más

bien transita hacia una dimensión de contradicciones, y de encuentros mínimos, pero nunca sin dejar de narrar y prefigurar lo exterior. A veces, lo que sucede en el exterior es la manifestación de lo que ocurre en el interior de los personajes. Otras veces, su intención es narrar las ciudades y la historia política de esas ciudades, sin caer necesariamente en la novela histórica o en la novela social que intenta dictar sentencia sobre lo que acontece en el país. Se ha dicho que la narrativa de un país se desarrolla a medida que la economía de ese país tiene mayor independencia y estabilidad. Y si esto es cierto, lo que sucede en Bolivia podría estar condicionado por un determinado modelo de gobierno; pero las cosas en el escenario de la creación literaria no son tan simples. Hay un rechazo hacia las tradiciones y las herencias y se han buscado más bien los límites en otros territorios. Las influencias de la literatura argentina, mexicana, norteamericana, inglesa y chilena han marcado la muerte de ciertos paradigmas que fueron necesarios asumir a la hora de arrastrar la realidad al papel. No se trata de un proceso de simulación, más bien, lo que pasa es que se ha dado el espacio para el reconocimiento de las historias que se desean contar. Aquellas historias importantes que dicen más de los autores que de la realidad que intenten denotar y connotar por medio de paradojas, hipérboles, imágenes y metáforas. Acá no importa, entonces, que los personajes encuentren o no una forma de estar en el mundo. Encuentran, a pesar suyo incluso, su razón de existir en medio de la tempestad de la incertidumbre. Es un esquivo momento en que el tiempo aciago los hace nacer y crecer; y es, de alguna manera, el espíritu de los tiempos lo que los hace estar aho-

ra presentes en una narrativa que siempre se reclamó social e integrada a su pueblo. La narrativa boliviana tiene varios nudos de conflicto y varias tradiciones que se yuxtaponen y se contradicen. Pero es esa suma de corrientes antagónicas lo que marca su vitalidad. Su permanente exploración es más una virtud que un dejo amanerado de modernismo; y por ello, los libros que hoy circulan de esta literatura hablan de un país que después de mucho tiempo se anima a mirarse a los ojos sin miedo, sin timidez, sin frialdad y sin rencor. Saben que hay un fracaso inminente en toda obra estética que intenta englobar la vida, pero eso ha dejado de importar. Lo que importa es poder contar lo que nunca se contó y no sentir vergüenza al hacerlo.

...Hay un rechazo hacia las tradiciones y las herencias y se han buscado más bien los límites en otros territorios. Las influencias de la literatura argentina, mexicana, norteamericana, inglesa y chilena han marcado la muerte de ciertos paradigmas que fueron necesarios asumir a la hora de arrastrar la realidad al papel.


literatura infantil

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a Biblioteca Nacional del Ecuador Eugenio Espejo con el propósito de afianzar el acercamiento de la Biblioteca con la comunidad, está realizando mensualmente en el Auditorio Jorge Carrera Andrade, jornadas de motivación a la lectura dirigidas por la escritora Verónica Bonilla, quien, por medio de sus palabras, mímicas y emoción a través de un trabajo en equipo, proporciona las bases para la creación de cuentos fantásticos en la escuela y el hogar. En el primer taller, efectuado del 16 al 18 de diciembre de 2014, participaron estudiantes de tercero, cuarto y quinto años de educación básica de la Escuela Pedro Pablo Borja N.2; es de esperarse que se sigan sumando las escuelas que tengan como prioridad el incentivo de la imaginación, la creatividad y el disfrute por la lectura. Además, el 18 de diciembre en la tarde asistieron al Taller profesores de diversas escuelas con el objetivo de dotar a los docentes de herramientas que motiven en sus estudiantes hábitos de lectura placentera. Al finalizar, a los niños se les entregó el cuento La rana Juliana, de la escritora Verónica Bonilla (foto), publicado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, en la colección Casa de los niños.

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a primera vez que vi a Groucho Marx yo era apenas un niño y no tenía idea de quién era él. Tampoco sabía que ese era su nombre o que se trataba de una persona real. Fue en una de aquellas viejas caricaturas con

numerosos invitados hollywoodenses, como las Merrie Melodies (o Sinfonías animadas de ayer y hoy, como las conocíamos por estas tierras) que dirigían Tex Avery y Friz Freleng en los años cuarenta. O puede que haya sido en alguna de las Silly Symphonies de la factoría Disney; esas donde nadie llevaba zapatos nuevos, los sombreros eran


cinefilia

Jorge Basilago

una colección de agujeros y hasta los remiendos tenían parches mal cosidos encima, como reflejo de la Gran Depresión que castigó a los Estados Unidos desde 1929 hasta bien entrada la década siguiente. Sí. Digamos que Groucho apareció, para mí, en una de estas últimas. Como para respetar su propia memoria de pobreza infantil: hijo

de inmigrantes, afirmaba que su familia pasó «de la nada a la más absoluta de las miserias» en su persecución del tan mentado sueño americano. Hijo de un sastre al que apodaban ‘Misfit Sam’ por su incapacidad para dar la talla, y nieto de un mago mediocre al que solían escapársele los conejos, nació con la cruz del humor sobre la espalda. Y hacia allí lo impulsó su madre, Minnie, quien pretendía que sus cinco hijos triunfaran en el showbusiness: casi todos ellos cambiaron las aulas por los escenarios del vaudeville barato antes de cumplir los 15 años. Pero todo esto lo supe mucho después; cuando el hombre del bigotón y las cejas embetunados, los ojos saltones, el andar acechante, la levita oscura y el puro siempre a mano ya no era una caricatura, sino la voz cantante de ese grupo de locos sueltos conocidos como ‘Los Hermanos Marx’. Los que habían filmado películas cuyos únicos rasgos de coherencia eran —valga la paradoja— el absurdo, el caos, la insolencia y un absoluto desprecio por las convenciones sociales, los ricos y sus privilegios. Quizás por

pura conciencia de clase: «Éramos tan pobres que cada vez que alguien golpeaba la puerta de nuestra casa, todos corríamos a escondernos», recordaba Groucho sobre aquellos años en que los acreedores eran los únicos que llegaban a visitarlos.

«¡Mula desbocada! ¡Una mula desbocada!», gritó un individuo desde la puerta de un miserable teatro donde actuaba el grupo musical ‘Los Cuatro Ruiseñores’, alrededor de 1910. El público salió desbandado en busca de un espectáculo más atractivo que ese hatajo de pajarracos desafinados. Ofendidos por la falta de respeto a su actuación, cuando los espectadores regresaron a sus butacas, los ruiseñores de marras —Marx, de apellido— decidieron vengarse: dejaron de torturarlos con su canto y pasaron a castigarlos con una serie de incoherencias discursivas que provocaron carcajadas interminables en lugar de enojo. Así fue como los jóvenes hermanos dejaron de-

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finitivamente la música y pasaron a la comedia. Y el tercero de ellos, Julius Henry, saltó al centro de la escena a fuerza de frases picantes y respuestas mordaces: «Groucho insultaría a un rey para hacer reír a un mendigo», lo definió el mayor del clan, Chico, el fabuloso pianista de fingido acento italiano. Luego de triunfar en Broadway, la llegada del cine sonoro les abrió esa puerta llamada oportunidad que todo artista espera con ansias. Contratados por la Paramount, tal vez sin quererlo reflejaron su sociedad y su tiempo a través del humor. El crack financiero de 1929 había trastocado el sentido de la vida de mucha gente; y esa anarquía, en clave cómica, era el secreto del éxito marxiano. En especial al hacer objeto de sus burlas a las clases altas y el belicismo dominante entonces: «¿Cavar trincheras cuando nuestros hombres mueren como moscas? No hay tiempo de cavar trincheras, las compraremos hechas. Tenga, vaya a comprar trincheras», es uno de los desopilantes parlamentos de Rufus T. Firefly, el personaje de Groucho en la célebre Sopa de ganso. Aunque los Marx trabajaron en cine con varios de los mejores guionistas de su época, el núcleo de los argumentos de sus películas se basaba en la larga serie de gags que era

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Allá por los años cincuenta, cuando ya casi no hacía películas pero era una figura prominente de la TV estadounidense, el FBI lo mantuvo bajo investigación por... presunto marxista.

capaz de generar la ácida impronta de Groucho. Y en su interacción tan perfecta como contrastante con Margaret Dumont, la eterna dama de sociedad que siempre daba el pie justo a la barbarie dialéctica de su compañero: «Ella fue una mujer muy importante en ese rol, a pesar de que jamás entendió ninguno de mis chistes», la ¿elogió? Groucho al recibir un Óscar honorífico en 1974.

Quienes tampoco entendían muy bien sus bromas eran muchos de sus destinatarios. En especial los políticos, los empresarios y las fuerzas de seguridad. A fines de la década del cuarenta, cuando estaba a punto de estrenar —con sus hermanos Chico y Harpo— Una noche en Casablanca, recibió una intimación de la Warner Brothers. Responsables del clásico filme Casablanca, con Humphrey Bogart, los dueños de ese estudio querían impedir el uso del nombre de la ciudad marroquí y amenazaban con iniciarles acciones legales. En lugar de tomárselo en serio, Groucho respondió por escrito con una colección de disparates digna de su sello, que acabó por desalentar a los abogados: en su carta, afirmaba estar seguro «de que el espectador promedio podría, con el tiempo, aprender a distinguir la ‘sutil’ diferencia que hay entre Ingrid Bergman y Harpo». Y también sostenía que si Casablanca pertenecía a los Warner por haberla usado antes, los Marx estaban dispuestos a litigar por otro término: «Probablemente ustedes tienen el derecho de usar el nombre Warner, pero ¿qué pasa con ‘Hermanos’? Profesionalmente, nosotros éramos hermanos mucho antes de que ustedes lo fueran».

Allá por los años cincuenta, cuando ya casi no hacía películas pero era una figura prominente de la TV estadounidense —donde conducía un espacio de entretenimiento llamado Apueste su vida—, el FBI lo mantuvo bajo investigación por... presunto marxista. En plena caza de ‘brujas comunistas’, se había resistido todo lo posible a despedir al director de la orquesta de su programa, miembro declarado del PC. Pero su decisión era humana, no política. Él criticaba a los ‘comunistas de Hollywood’, a quienes describió como unos «hipócritas capaces de cantar ‘Arriba parias de la tierra’ mientras daban vueltas alrededor de sus piscinas». Bastante tiempo después, en una entrevista que pasó desapercibida para el gran público, el cómico opinó que la única esperanza para su país era «el asesinato de [el presidente Richard] Nixon». Los eternos buscadores de sospechosos trataron de acusarlo de traición por promover el magnicidio, aunque la iniciativa no prosperó. Cuando un periodista quiso comprobar la veracidad de su afirmación, la doble negativa de Groucho dejó todo más que claro: «Yo no dije eso; nunca digo la verdad», argumentó, en una voltereta idiomática muy semejante a su conocida «no puedo decir que no estoy en desacuerdo contigo». Pero lo cierto es que aún siendo sincero, solía usar sus palabras a modo de arma y se comportaba como un auténtico miserable con mucha gente, que sufría sus ataques sin razón aparente. En especial, se ensañaba con quienes se encontraban a su servicio o lucían más indefensos ante la clase de artillería que él manejaba tan bien. Como le sucedió a sus tres esposas. Cierta vez, en una reunión colmada de invitados en su casa, Groucho le preguntó en voz alta a su mujer de entonces, Ruth Johnson: «¿Cariño, en qué cárcel me dijiste que aprendiste a preparar esta sopa?».


Insomne, tacaño e inseguro, mal padre y peor esposo, su velocidad mental y verbal lo hizo famoso, pero también lo ayudó a construir un personaje tras el cual esconder su verdadero yo. «A mí me dijo, en más de una ocasión: ‘Bob, yo sólo tengo confianza en ti... y muy poca’», contó alguna vez Bob Dwan, el director de Apueste su vida. Ni siquiera en sus libros con pretensiones autobiográficas —como Groucho y yo y Memorias de un amante sarnoso— bajó el telón de su creación ficcional para hacerle sitio al verdadero Julius Henry ante las candilejas. Después de todo, fue esa máscara llamada Groucho la que pavimentó su camino a la celebridad. «¿Usted es Groucho Marx, la leyenda viviente?», le preguntaron cuando ya la vejez le aflojaba las piernas pero aún no detenía su lengua filosa. «No es mi culpa si todas las demás leyendas están muertas», respondió quien por la misma época había confesado que cambiaría todos los honores recibidos «por

una erección». Ateo practicante, por completo escéptico acerca de una supuesta vida eterna, prefería en su lugar los placeres terrenales como el sexo o un buen puro. Aunque admitía ciertas dudas: «Creo en mí antes que en Dios, pero el problema es que me lleva ventaja porque hay un libro que habla de él, mientras que Playboy aún no quiere editar un desnudo mío». Finalmente, la muerte lo invitó a comprobar si existía algo más allá de su última frontera. Groucho partió a su encuentro en agosto de 1977. Le atribuyeron un supuesto epitafio, fiel a su estilo, que rezaba: «Perdonen que no me levante». Pero era falso: «Quiero que me citen diciendo que se me ha citado mal», era una de sus frases predilectas. En cambio sí fue real otro de sus pedidos, que nadie tomó muy en serio: «Cuando muera, quiero que me incineren y que el diez por ciento de mis cenizas sean esparcidas sobre mi representante», dijo, dando una prueba concreta de lo poco que le gustaba compartir sus ganancias.

También el borrador de su testamento incluía varias líneas disparatadas y una de sus más reputadas biógrafas, Charlotte Chandler, reveló que su última voluntad manifiesta fue escribir en su lápida la frase «nunca besó a una mujer fea». Hubiese sido justo —la belleza, como el humor, es cuestión de perspectivas—, aunque sus familiares no cumplieron el deseo. Poco antes de ese momento, alguien quiso saber cómo le gustaría que lo recordaran: «de preferencia, vivo», contestó con su chispa habitual. Así, vivo, fue como se me presentó en aquella caricatura, cuando ya llevaba muchos años bajo tierra. Como si acabase de caer de un planeta que sólo él conocía. Cruzó por la pantalla haciendo gala de sus cejas y su bigote inconfundible, mientras me invitaba a tratar de seguirle el paso a su irónica inteligencia. Hoy, todavía lo intento y no siempre lo consigo. «Es usted una persona de mente muy abierta — pienso a veces que me diría Groucho—. Casi puedo sentir la brisa desde aquí».

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Fotos: Archivo Cinemateca Nacional

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lrededor de once mil personas asistieron al II Festival la Casa Cine Fest, realizado del 28 de enero al 11 de febrero, organizado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana y su Cinemateca, con la participación de las respectivas Embajadas, Flacso Cine y el Consejo Nacional de Cinematografía. Se crearon los premios Ulises Estrella a la Mejor Película Latinoamerica y a la Mejor Película Ecuatoriana. Veinte y siete películas de Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, Ecuador, México, Perú, Uruguay y Venezuela se exhibieron en la sala Alfredo Pareja Diezcanseco, que resultó estrecha para la gran cantidad de espectadores que concurrieron a admirar esta propuesta cinematográfica. El Cine Fest contó también con invitados internacionales de jerarquía como Diego Ayala Riquelme (Chile), Miguel Cohan (Argentina), Pablo Fernández (Uruguay), Juan Carlos Melo (Colombia) Ernesto Padrón (Cuba) y Carla Ortiz (Bolivia). Como actividades paralelas se realizaron el taller: ‘Cómo se hace un largometraje de animación 3D: La experiencia cubana de Meñique’, la charla: ‘El dilema del archivo fílmico y la preservación digital’ y la mesa de diálogo ‘Cinco miradas del cine Latinoamericano’.


escaleta Veinte y siete películas de Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, Ecuador, México, Perú, Uruguay y Venezuela se exhibieron en la sala Alfredo Pareja Diezcanseco, que resultó estrecha para la gran cantidad de espectadores que concurrieron a admirar esta propuesta cinematográfica.

Foto: Iván Mejía

Según la directora de la Cinemateca, Wilma Granda, «nuestro cine siempre puede ser lo que le falta y no lo que le sobra al monopolio del cine. El estratégico escenario que nos corresponde es una dimensión simbólica que fortalece los vínculos de pertenecer a una comunidad y nos convierte en creadores que logren erosionar el mercado y el individualismo. »En este sentido, queremos pensar y problematizar a las cinematografías participantes, dando cuenta de que su realización y exhibición son como una expresión de arte y/o cultura popular que persiste por su esfuerzo y que, pese a la falta de incentivos y escenarios para su circulación, bien podría —y de hecho lo hace— mirarse en sitios no usuales de proyección para regresar a los ámbitos convencionales de antes cuando las películas existían realmente…».

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Wilma Granda y Laura Godoy, directora y coordinadora de la Cinemateca Nacional, con los cineastas ecuatorianos Miguel Salazar y Tito Molina.

En el contexto del II Festival la Casa Fest, se creó el concurso ‘Ulises Estrella’ en homenaje al ex director y fundador de la Cinemateca Nacional, recientemente fallecido. Se entregaron incentivos y reconocimientos a la producción latinoamericana participante para el Premio Ulises Estrella a la Mejor Ficción Latinoamericana y estatuilla, así como el Premio Ulises Estrella a la Mejor Ficción Ecuatoriana y estatuilla. El segundo y tercer lugar recibieron la estatuilla. El jurado estuvo integrado por Raúl Pérez Torres, Ivonne Quevedo, Christian León y Lucas Taillefer, que tuvieron la responsabilidad del 50% del voto; el otro 50% correspondió al público, quienes dieron el siguiente veredicto:

CATEGORÍA PELÍCULA LATINOAMERICANA

El ministro consejero de la Embajada del Perú, Édgar Gutiérrez, recibe el Primer Premio a la película de su país, de manos del vicepresidente de la CCE, Gabriel Cisneros.

Primer lugar: El evangelio de la carne (Perú). (Drama, suspenso, policial/2013,110’). Director: Eduardo Mendoza Guión: Eduardo Mendoza de Echave, Úrsula Vilca García. Fotografía: Mario Bassio. Edición: Eric Williams. Sonido: David Romero. Música: Jorge Sabogal. Dirección de arte: Cecilia Herrera. Producción: La Soga Producciones. Reparto: Giovanni Cicciaa, Jimena Lindo, Norma Martínez, Lucho Cáceres, Aristóteles Picho, Gianfranco Breno, Cindy Díaz, Ebelin Ortiz, Víctor Prada, Ismael Contreras, Carlos Montalvo, Sebastián Monteghirfo, Emanuel Soriano. Segundo lugar: Conducta (Cuba). 2014. Director: Ernesto Daranas. Tercer lugar: Volantín Cortao (Chile). 2013. Directores: Diego Ayala y Aníbal Jofré

Foto: Iván Mejía

CATEGORÍA PELÍCULA ECUATORIANA

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Tito Molina recibe el trofeo a la Mejor Película Ecuatoriana, entregado por el director de Talento Humano de la CCE, Raúl Pazmiño.

Primer lugar: Silencio en la tierra de los sueños (Tito Molina, 2014). (Ficción, 2014/94´) Guión: Tito Molina y Ana Felicia Scutelnicu. Asistente de dirección y talento: Ana Felicia Scuterlnicu. Jefe de producción: Miguel Salazar. Arte y decorados: Miguel Salazar, Nicolás Platanoff. Entrenador canino: Diego Chuquín. Sonido directo: José Germán, Ana Felicia Scutelnicu y Tito Molina. Diseño de sonido. Estebanoise Brauer. Mezcla de sonido: Lothar Segeler/Soud Vision. Colorista: Rico Danschke. Coordinador post-producción: Herbert Gehr/ Weydemann Bros. Diseño gráfico: Juan Alvarado y Patricio Arévalo. Productor: Miguel Salazar. Productores: Jonas y Jakob D. Weydemann. Fotografía y edición: Tito Molina. Segundo lugar: Feriado (Diego Araujo,2014). Tercer lugar: El facilitador (Víctor Arregui,2013).


Fotos: Archivo Cinemateca Nacional

Personal de la Cinemateca Nacional con su director Ulises Estrella.

Ulises Estrella: adi贸s al amigo y compa帽ero.

Con la actriz Liv Ullmann.

Dirigiendo un Taller de Cinearte Infantil.

Con Federico Mayor, director de la UNESCO.

Ulises Estrella, Edmundo Ribadeneira, ex presidente de la CCE, y cineastas cubanos.

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Todo me diste para el tiempo incierto que habitaré este cuerpo desnaciente; amontonaste de dulzura el puerto para la erranza por el mar doliente; tuve tu amor de par en par abierto, amor, amor legítimo y ardiente, y tu palabra con dulzor de caña, la que habló en el Sermón de la Montaña. Me diste para el breve desentierro la llorona guitarra enamorada, la soledad con su portón de hierro, la voz de la calandria en la alborada, la esperanza en las rutas del destierro, el verbo con su luz encarcelada y la muchacha, música en la niebla, boquita en luz y ojazos de tiniebla. La párvula fogata de la rosa, el mesón de Belén muerto de frío, la huerta rozagante y buenamoza, la piedra charlatana de mi río; esta muerte puntual que nos acosa en sueño y en fulgor y en desvarío y el monte de los astros balbucientes donde mueren de lila los ponientes.

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Tu voz acongojada en melodía preludia en su rumor la caracola; tu voz de nebulosa lejanía viajera en el arpegio de la ola; esa voz que inventó la luz del día en sonata de sol y barcarola; esa voz del Jordán que me dijiste y vuelves a decir cuando estoy triste. En los astros tu mano fundadora, en la ría de plata refulgente, en el rojo tumulto de la aurora, en el motín violeta del poniente, en la inleve magnolia soñadora, en las palpitaciones de la fuente, en la edición de lujo de las flores y en el iris cuajado de colores.

El buche alborotado de violines, las arpas con perfiles de canciones; altaneros los gallos mandarines, la romántica abeja entre ilusiones; el aroma que teje en los jardines, la placita de amor de los gorriones; la linda mariposa de ojos brujos que entreabre su cuaderno de dibujos. La lluvia excursionista en el celaje, mala traza el gorrión: mota de trinos; el limonero con su verde encaje, los búhos: querubines de ojos chinos; la tarde pinturera en el paisaje, los adioses que van por los caminos y ese lado perfecto de las cosas que aroman el vivir como las rosas. Tú guardas el ocaso en la laguna entre peces y cisnes de colores y bordas los encajes de la luna con dibujos de espejos y de flores; tú incendias el plafón del agua bruna donde sueñas dorados pescadores; y dejas que se lleven los barqueros un noctámbulo enjambre de luceros.


¿Con qué sedas bordaste la mañana que me ha puesto a cantar como un jilguero? ¿Con qué trinos forjaste la campaña que le ha puesto de plata al campanero? ¿Con qué esencias cuajaste la manzana de rosa y miel y fuego colmenero? ¿Qué cítaras colgaste en los turpiales que pulsan los cantores cipresales? Me has pensado en amor desde aquel día en que fundó tu mano el universo; desde el pasado de la melancolía, desde el escombro pálido del cierzo; desde el rocío y su cristalería, desde que la palabra se hizo verso; y luego de pensarme en la semana, me pensarás mañana de mañana. Que me has querido va cantando el río en su fabla de piedra melodiosa y repite en brillantes el rocío engarzado en el nácar de la rosa; y me dice en su gozo manantío el vaivén de la espuma vagorosa; y el viento en el palmar estremecido se me ha puesto a gritar que me has querido. Te he visto en la pupila estremecida que tiene en el suburbio la pobreza; en la rústica mano encallecida; en la madre que muere de tristeza; en la muchacha que perdió la vida cuando la vida a florecer empieza; en el zaguán de un hospital perdido, en la cárcel, la tumba y el olvido. He sentido tu amor de tal manera que vivo la ilusión de conocerte; este amor es amor de primavera sin abalorios de la mala suerte. ¡Alma mía! ya ves cómo te espera más allá de la vida y de la muerte. ¡Hazle entrar, no sea que, cansado, se aleje para siempre de tu lado! Y ¡mira como soy de inconsecuente! (Amargos son los vinos de mi vaso). Te hablo de amor y mi palabra miente, te digo ven y, al punto, te rechazo; te ansío con el cuerpo y con la mente y abomino el calor de tu regazo; me habitas con ternuras de infinito y, al poco rato, yo te deshabito.

Y así voy por mi mar, de tumbo en tumbo, cayendo y levantando a cada paso. Navegante sin brújula ni rumbo, pirata en aventura y en fracaso. Me yergo, a veces, y otras, me derrumbo buscando una esperanza en el ocaso y solo encuentro en soledad y frío el carrusel chirriante del hastío. De modo que yo tuve un paraíso del Éufrates al Tigris de mi casa; y permuté la gloria sin permiso y perdí la zagala montaraza; hice de la esperanza caso omiso y de las ilusiones, tabla rasa. Ferié el amor, puse la dicha en venta y todo lo perdí sin darme cuenta. Mi vida es un puñado de hojarasca en las manos traviesas del destino; un ave fugitiva en la borrasca, un puente desolado en el camino; la muerte de la aurora antes que nazca, parábola del triste peregrino que perdió el principado y la princesa por darse en cuerpo y alma a la tristeza. ¡Amigo Dios! ¿Qué puedo darte mío si todo lo que soy tú me lo has dado, este cuerpo de barro labrantío, esta alma con su tiempo alborozado; la libertad, el sueño, el albedrío, el futuro, el presente y el pasado? ¡Permite, pues, que te devuelva en canto este poema que me duele tanto… Manuel Zabala Ruiz

(Riobamba 1928 – Quito 2014) Sus estudios universitarios los realizó en la Universidad Central, donde se graduó de Licenciado en Castellano y Literatura. Su carrera docente la hizo en varios colegios y universidades. Fue miembro del Grupo Caminos. Sus primeros poemas juveniles se reúnen en el libro La risa encadenada, publicado en 1962. Luego vendrían: Teoría de lo simple, Variaciones del estío, Credencial de la semana, Del romance a la espinela, Dibujos, Sonetos del redondel, Epinicio, El soneto y la imagen, Inmersión, De difuntos y otras despedidas, Cuadernos del salmista, Cenestesias, El vals del primer encuentro, Salón de la escritura, Tedéum por la tierra. Su obra ha sido incluida en varias antologías nacionales e internacionales.

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Un toleño habla de Quito Autor: Mario Paz y Miño C. Género: Testimonio Editorial: CCE Año: 2014 Páginas: 122 “Hay libros-máquinas-del-tiempo; hay libros hacedores de sonrisas; hay libros que nos caen simpáticos. En estas tres categorías está Un toleño habla de Quito, de Mario Paz y Miño, que con 30 historias logra devolvernos un Quito casi desvanecido por completo, cuyas costumbres sencillas nos hacen gracia y nos llenan de ternura y nostalgia. La memoria de Mario Paz y Miño constituye un repositorio invaluable de la cotidianidad de Quito de las dos décadas (1950 y 1960) previas al boom del petróleo, que hizo de Quito esa pequeña metrópoli que es hoy, ya incapaz de reconocerse en las fotos de aquella época”. I.G.

Concha acústica

Funda Mental

Autor: Pablo Rodríguez Género: Testimonio Editorial: CCE Benjamín Carrión Año: 2014 Páginas: 199

Autor: Silvia Stornaiolo Género: Cuento Editorial: CCE Año: 2014 Páginas: 77

“Este libro recoge la historia de la Concha Acústica de la Villaflora como epicentro del movimiento rockero de Quito, historia que no ha sido narrada antes y que es parte de un movimiento nacional visible y contestatario que durante décadas ha sido ignorado, reprimido y menospreciado… Este libro recoge diversos testimonios, fotografías y datos, en el que surgen las voces de los protagonistas contando una y otra vez su historia, de manera que casi podemos ver sus rostros, la multitud enérgica y diversa que nos rodearía en un concierto de rock”. E.P.V.

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“Sinceridad, valentía, riesgo. En Funda Mental, su segundo libro de cuentos, Silvia Stornaiolo crea situaciones extremas. Juega con la narrativa y sus posibilidades temporales, indaga en un estilo visceral y a la vez fresco, pero, sobre todo, se adentra en la mente femenina. Rompe con varios clichés al mostrar mujeres en situaciones reales, a veces humillantes, a veces excitantes, a veces crueles. Excepto de dos o tres cuentos, Funda Mental está narrado por una mujer, que a pesar de adquirir diversas identidades, mantiene una misma mirada, un mismo deseo”. A.C.V.


La rana Juliana Autor: Verónica Bonilla Género: Cuento Editorial: CCE Colección: Casa de los niños Año: 2014 Páginas: 49

Palabras por la paz (Antología poética) Autor: Varios autores Género: Poesía Editorial: CCE Año: 2014 Páginas:264

Los Nazarenos Autor: Marcelo Lalama Género: Novela Editorial: CCE Colección: Letras Claves Año: 2014 Páginas: 227

Verónica Bonilla es una escritora infantil que ha recorrido un camino de gran producción literaria; ha publicado, en el lapso de dos años, 37 cuentos infantiles ilustrados a todo color con impresión de alta calidad. En el último año, 24 libros en diferentes formatos digitales o impresos le han permitido llegar a los 61 registros internacionales en los ISBN.

“La Asociación de Escritoras Contemporáneas del Ecuador y América Madre AMA tienen como objetivo integrar a las y los poetas en sus países, en América y en el mundo. Hoy nos hemos citado a otro Encuentro de la Palabra, para continuar en esta empedernida misión, felizmente autoimpuesta. Presentamos ante ustedes esta Antología, que resalta y plasma todo nuestro empeño, todo nuestro pensamiento, todo nuestro mensaje para el presente y el futuro de reivindicación de los valores en su amplio contenido, pretendemos aflorar el amor en su esencia, el respeto en su necesidad de la paz como requerimiento básico”.

“El Quito del siglo XVII aparece dibujado en Los Nazarenos como una villa en la que cada acto, individual o público, está unido a la Iglesia y a su poder. Los conventos son el espacio del cotilleo, la maledicencia y la lujuria. Un monje dominico nombrado por el rey de España como Inquisidor acude a las tierras paganas a poner orden en medio del caos. Encontrará que las formas de vida en el pequeño pueblo andino responden a un ritmo disoluto, lleno de secretos y trampas… Leer Los Nazarenos es un reconfortante ejercicio para azuzar el placer y para no perder la memoria”. M.M.S.

El color de los Andes Autor: Salvador Bacón Género: Arte Editorial: CCE Año: 2014 Páginas: 71

“Observar la obra pictórica El color de los Andes, del pintor Salvador Bacón, es viajar sin moverse y palpar la fortaleza de los hijos de esta tierra, el tinte de los paisajes y la vida al estilo natural. El maestro Salvador Bacón nació en esta provincia; ha plasmado en su obra tintes de costumbrismo y ambientalismo. Es aquí donde los paisajes andinos recobran vida más allá de sus verdes colores y su imponencia natural, pues representan nuestra identidad étnica y cultural”. N.C.O.

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aniversario tributo

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1949 2014

2004 1956

80

1945

1944

1954

1964

ste libro reúne la memoria gráfica de la Casa de la Cultura Ecuatoriana a través de su historia y presenta los acontecimientos más importantes de su devenir cultural. Es un recorrido de la mano de los intelectuales, pintores, escritores, dramaturgos, músicos y personalidades de la cultura que nos visitaron o colaboraron con la CCE. Incluye también lo más destacado de su producción editorial, la historia de sus edificios y museos, y las exposiciones y conciertos más relevantes en estos 70 años de vida dedicados a consolidar la identidad nacional.

1944, José María Velasco Ibarra, presidente de la República, y Benjamín Carrión, presidente de la CCE; 1954, el pintor colombiano Omar Rayo expone en el Museo de Arte Colonial de la CCE; 1964, Antonio Ordóñez y Fabio Pacchioni; 1945, primer número del Periódico Letras del Ecuador; 1956, Velasco Ibarra con Piedad Paredes, en la exposición organizada por la CCE; 2014, Afiche Fiesta de la cultura, la CCE cumple 70 Años; 2004, Raúl Pérez Torres y José Saramago en la CCE; 1949, El ballet de Alicia Alonso en Ecuador.




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