Casapalabras 21

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Centenario

Blas de Otero Literatura actual de

República Dominicana Quinientos años

Hieronymus Bosch Eduardo Heras León

Dolce vita

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MUSEO DE ARTE COLONIAL

DE PRESENCIAS Y EVOCACIONES LA INFANCIA EN EL ARTE ECUATORIANO

DIRECCIÓN Calles Cuenca y Mejía esquina (Centro Histórico). Teléfono: 2 2282297 Correo electrónico: museodeartecolonial@yahoo.com Facebook: museodeartecolonialquito www.casadelaculturaecuatoriana.gob.ec

HORARIOS DE VISITA Martes a sábado 09h00 a 17h00 Reservación previa para visita de grupos.

CLAUSURA: 3 de septiembre de 2016


editorial La Casa, 72 años

L

a Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión nació el 9 de agosto de 1944, como necesidad histórica de transformar la crisis de autoestima nacional a través de las manifestaciones creativas de la cultura. Institución viva, que va implementando procesos de gestión en los que la vida, como elemento generatriz, debe defenderse en tiempos donde la estructura social, política y económica pone en crisis no solamente la civilización sino el ecosistema global. A partir de la revolución industrial en el siglo xviii, cada vez es más dramática la relación de la humanidad con los otros habitantes del planeta, hemos llegado a un punto en el que según la Organización de las Naciones Unidas, cada día desparecen en el mundo 150 especies por el desarrollismo, que ve a la naturaleza como un elemento ajeno al que hay que explotar a fin de satisfacer al mercado y sus perversas construcciones de consumo. Para la Casa, en esta crisis civilizatoria es imposible pensar en la gestión cultural si en ella no está implícita, a más de la defensa de los patrimonios, la circulación de las artes, la protección de la vida y los derechos humanos. Más aún cuando la Constitución Política del Ecuador genera dos nuevos presupuestos epistemológicos con los que América aporta al debate global: el reconocer derechos a la Naturaleza y la construcción urgente del sumak kawsay, que no es otra cosa que vivir en alteridad con el otro, lo que al mirarnos posibilita nuestra existencia. Por estas razones, la Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas sobre Vivienda y Desarrollo Urbano Sostenible, Hábitat iii, que se realizará en octubre, tendrá su epicentro político, social y cultural en nuestra institución, en la que durante los últimos 72 años se ha generado debate crítico, que de muchas maneras ha aportado a la construcción del Ecuador contemporáneo. En los próximos meses, como dossier de Casapalabras publicaremos Espacios Humanos, Conferencia Global Hábitat iii, en el que aportamos al debate con varios acercamientos a la realidad urbanística de nuestro país. Alrededor de sesenta presidentes de la república, veinticinco mil delegados, de aproximadamente 190 países, construirán, en nuestra entidad, el Acuerdo de Quito, que será la arquitectura moral a través de la cual deban planificarse las ciudades para el futuro. Aspiramos a que al tener en ese debate la presencia del quehacer cultural de un país que ha demostrado dignidad, los productos, más allá de lo protocolario, generen contenidos para definir la nueva arquitectura y las nuevas formas de equidad social en esas selvas posmodernas donde los grandes depredadores de la naturaleza se encuentran amenazados por la barbarie del capital. La Casa, al conmemorar 72 años, se abre a la construcción de una sociedad donde las artes conmuevan y transformen el espíritu colectivo.

número veintiuno • junio 2016 Presidente Raúl Pérez Torres Vicepresidente Gabriel Cisneros Abedrabbo Director Patricio Herrera Crespo Editores Patricio Viteri Paredes Yuliana Marcillo Colaboran en este número: Isis Aquino, Jorge Basilago, Andrés Borja, Ricardo Rafael Cabrera, Johanna Díaz, Beatriz Espinoza, María Sara Gabela, Luis Franco González, Samir El Ghoul, Eduardo Heras León, Patricio Jara, Luis Reynaldo Pérez, Miguelángel Rengifo, Juan Romero Vinueza, Alexéi Tellerías. Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila López Portada Niña con muñeca, anónimo, Siglo xix. Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 426 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com

Gabriel Cisneros Abedrabbo

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índice

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Yuli Marcillo recrea la vida y obra del poeta español Blas de Otero, en el centenario de su nacimiento.

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Juan Romero Vinueza analiza el mundo de las computadoras en la literatura de Isaac Asimov.

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El escritor cubano Eduardo Heras León nos entrega su relato Dolce vita.

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Muestra de la literatura actual de República Dominicana.

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De redentores, condenados y granujas, cuento de Samir El Ghoul.

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El escritor ecuatoriano Andrés Borja nos presenta su relato Un café con Mr. Pichincha.

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Pánfilo, poemario de Miguelángel Rengifo Robayo.

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Artículo de Jorge Basilago sobre la vida de Sigmund Freud.

Cuento La gárgola y la mujer exánime, de Beatriz Espinoza. Poemas de Luis Franco González, Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada

Tributo a Alfredo Costales, antropólogo e investigador ecuatoriano.

Quinientos años de la muerte del Bosco, artículo de Patricio Viteri Paredes.

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Perros-bomba, relato del escritor chileno Patricio Jara.

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María Sara Gabela comenta sobre la exposición ‘De presencias y evocaciones: la infancia en el arte ecuatoriano’.

Centenario del nacimiento de doña Laura de Crespo, bibliotecaria y fundadora de la CCE.


centenario


Yuliana Marcillo

U

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n buen día un bilbaíno abandonó de prisa el piso número 28 del edificio donde vivía. Bajó por las escaleras y caminó largo rato por la calle Hurtado de Amézaga; se paró ante el cielo y dijo: «Aquí me tienes, Dios. Soy Blas de Otero, que algunos llaman el mendigo ingrato». Era la rendición. ¿Qué camino debía tomar? Esperó. Alguna señal era lo que necesitaba. Nada. Se sentía fatigado, al borde de la esquizofrenia, débil y ya sin ánimos de andar. Estaba decidido a renunciar a esos largos interrogatorios entre el ‘yo’ (el poeta) y el ‘tú’ (Dios), en los que el ‘yo’, solitario y sufriente, anhelaba a ese ‘tú’ para dialogar, para que disipara de alguna forma el conflicto social, político y bélico en el que vivía.

Era la guerra del 14, aquella que permitió a la burguesía española realizar abundantes negocios al amparo de la neutralidad, sobre todo en la industria de los metales. Y Blas de Otero estaba ahí: «en calidad de huérfano nonato y en condición de eterno pordiosero», tratando de sobrevivir, sin dinero e invadido del dolor colectivo, que también era su dolor, exigiéndole al creador la paz, pero también la palabra. Siempre hubo silencio, y el silencio significó el fracaso de esa búsqueda (que era poética, pero también vital) y pronto eso daría paso a la confirmación de una nueva fe: la fe en la solidaridad humana a la cual él se aferraría el resto de su vida. En ese escenario se desarrolló la obra de Blas de Otero, nacido un

15 de marzo de 1916 (se cumplen cien años de su natalicio), quien desde 1955 ya fue considerado uno de los grandes poetas de la posguerra y uno de los más fuertes representantes de la Generación del cincuenta, de la llamada ‘poesía social’, que luchó contra el franquismo.

De niño rico a huérfano desterrado Blas de Otero fue nieto de un capitán de la Marina Mercante y de un famoso médico; diez años le duró su infancia de niño rico. Una institutriz francesa cuidaba de los tres hijos de la familia, sobre todo del pequeño Blas, su preferido, y quien creció rodeado de un ambiente muy religioso: todos sus


amigos eran jesuitas, lo que significó una especie de ‘infierno represor’ para él durante toda la etapa estudiantil. Su familia también sufrió las consecuencias de la depresión económica que acabó en 1929 con los sueños de los ‘felices veinte’. La muerte de su hermano mayor en plena adolescencia, y dos años más tarde la del padre, amargado por la ruina total, determinan su futuro: «Iba a estudiar Letras, pero un hermano que murió a los dieciséis años había iniciado ya Derecho y mi familia me animó a ocupar su lugar», dijo el escritor. Su carácter alegre por naturaleza se agrió; se volvió introvertido y pesimista. El precio de ‘ocupar el lugar de otro’ fue pagándolo y sufriéndolo a lo largo de toda su vida. Entonces la situación cambió para todos: llegó la intro-

versión, el pesimismo y la obsesión por la muerte. En ese ambiente comenzó a escribir. La suerte de Blas estaba dividida entre el abogado que le exigían ser y el poeta que era, y a pesar de la dicotomía, en 1931 comenzó la licenciatura de Derecho, pero poco después tuvo que abandonarla. La situación de ruina se había agravado («tuvimos que vender hasta la última silla para sacar billete a Bilbao», le confiesa a su segunda esposa, Sabina de la Cruz), lo que impuso el regreso a la ciudad natal, para ayudar a su familia. Siguió estudiando Derecho por su cuenta, hasta que se licenció, pero nunca ejerció la profesión. Después de una madura reflexión, en noviembre de 1943 se traslada a Madrid para estudiar Filosofía y Letras, carrera que consideró la más apropiada para satisfacer, al mismo tiempo, sus deberes familiares y su voz interior, pero también la tuvo que dejar debido a que su hermana enfermó gravemente. Y otra vez por la familia, regresa a Bilbao. Esa época intensificó sus lazos con la religión, que le brindó parte de la estabilidad que necesitaba para sobrellevar sus problemas (incluso firmaba sus poemas en aquel entonces como ‘Blas de Otero, C.M.’: Congregante Mariano). La situación fue demasiado para su frágil estabilidad emocional, hasta que se quebró. El poeta empezó a padecer serias crisis nerviosas y fue internado en 1945 en el sanatorio de Usúrbil. Durante esta crisis «se destruyó su bucólica visión de la amistad, su firme posición religiosa y su cándida valoración poética», señalan. Sin embargo, encontró en la creación artística la mejor terapia. Sus biógrafos explican la tensión del escritor por el momento histórico: la poesía de Blas como la de sus compañeros del cincuenta, aparece como la poesía de una ge-

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neración «desarraigada» (en denominación de Dámaso Alonso). Por eso, se identifica a Blas como poeta social —aunque el calificativo ‘social’ aparezca muy reductor en su caso—, según sus estudiosos. Cabe recalcar que su obra parte de la angustia metafísica que desemboca en lo social y testimonial. Ésta es una de las más importantes de la lírica de posguerra, y un ejemplo del llamado ‘exilio interior’, que caracterizó a buena parte de la resistencia contra el franquismo ejercida desde la propia España.

Ansia de paz y justicia

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Según sus biógrafos, la obra de Blas de Otero se encuentra dividida en cuatro etapas: en la primera, que constituye su poesía inicial, se encuentra Cántico espiritual, publicada en 1942, caracterizada por una gran religiosidad. Estos fueron los primeros años de su escritura, donde hay versos claramente marcados por su creencia religiosa y bajo la influencia de los místicos españoles y la literatura cristiana, que fueron publicados en la revista jesuítica Los Luises. Sus influencias oscilaban entre Juan Ramón Jiménez y la Generación del 27, pasando por poetas tan dispares como Rabindranath Tagore, Miguel Hernández y César Vallejo. Más adelante, a raíz de una crisis existencial —en la que influyó la obra de Dámaso Alonso, Hijos de la ira—, Blas de Otero desecharía esta poesía primeriza e iniciaría otra etapa con dos obras importantes: Ángel fieramente humano, en 1949, y Redoble de conciencia, un año después. Su tercera etapa se sitúa dentro de la poesía ‘desarraigada’, que surge de su visión «de un mundo que ha sufrido una guerra devastadora tras la que el hombre se ve sumido en el caos y la duda».

Ya en su última época publica: Mientras e Historias fingidas y verdaderas en 1970 y va componiendo, entre otras, las poesías de Hojas de Madrid (1968-1979). En sus últimos poemas, superados los temas existenciales de búsqueda de Dios, aborda temas de naturaleza social. Entre sanatorio y sanatorio su poética cambia de rumbo; pasa de ser afirmativa a interrogativa, inquiriendo al mismísimo Dios. Sus versos recogen las inquietudes sociales que canalizará en libros sucesivos, y que convertirían la lucha por una sociedad cada vez más justa y solidaria en su quehacer poético. Hay que señalar que lo que produce la poesía existencial de Blas es, precisamente, su pérdida de fe; es decir, el fracaso de los temas de su primera etapa y la oposición a estos. Justo en ese quiebre, en el antes y en el después, está la belleza de su palabra.

«La angustia existencial y la búsqueda de una respuesta para combatir el dolor son el núcleo de la obra poética de Blas de Otero».

De toda esta producción poética, Ancia (título compuesto de la fusión de las dos primeras y últimas sílabas de Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia: ‘An’ y ‘cia’, respectivamente) fue un grito de alerta en medio de la desolación


Sabina de la Cruz (su esposa) y Blas de Otero

de ambas posguerras. Ancia ganó el Premio de la Crítica en 1958 y el Premio Fastenrath en 1961, y es quizá la mejor parte de su obra: «poesía bronca y ‘desarraigada’, de imprecación religiosa y de intensa desolación existencial; expresión asimismo de una poderosa energía verbal, con predominio de formas clásicas (en especial el soneto), agresiva imaginería y juegos conceptistas, coexistencia de niveles léxicos dispares (culto, coloquial), hábil recurso a la armonía imitativa, empleo del collage», señala Dámaso Alonso en un estudio sobre la poesía de Blas de Otero. Esta lengua poética singularizará siempre su obra, a pesar de los cambios que se gestaron durante toda su vida. Y así, a pesar del ansia dolorosa de paz y libertad, de esta poesía

frente a la muerte y el vacío, también se asoma el amor y la esperanza. Otero le habla a la inmensa mayoría con intención de democratizar —al menos— la poesía e intentar que envolviera a la clase trabajadora: «Soy sólo poeta: levanto mi voz / en ellos, con ellos. / Aunque no me lean». Amaba los pueblos de España, su costumbrismo, sus palabras: «Mi gente dice cosas formidables / que hacen temblar a la gramática», y vivía en un romance enfermo con la patria: «Madre y madrastra mía / España miserable / y hermosa. Si repaso / con los ojos tu ayer, salta la sangre / fratricida y el desdén / idiota ante la ciencia...». Esa inmensa mayoría de hombres que, al igual que el poeta, nacen, viven, aman, sufren y mueren,

provocaron en la obra de Blas, el despertar de la conciencia humana, expresado en un lenguaje sencillo, coloquial, que a ratos tiende a la narración y que pretende dirigirse a ‘una mayoría’ de lectores. El poeta muere a causa de una embolia pulmonar, que pone fin a la lucha contra un tumor cancerígeno que mantuvo por once años consecutivos. La muerte le llega en Majadahonda, el 29 de junio de 1979, pocos meses después de haber cumplido sesenta y tres años. Como lo han dicho ya, leer a Blas de Otero significa conocer mejor las guerras, los conflictos, las tensiones humanas y sociales, la necesidad de un Dios ante la furia del hombre, las ausencias que siempre golpean, en fin, el grito de un siglo que merece ser leído.

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Hombre en desgracia Me cogiera las manos en la puerta del ansia, sin remedio me uniesen para siempre a lo solo, me sacara de dentro mi corazón, yo mismo lo pusiese, despacio, delante de los ojos… O si hablase a la noche con el labio enfundado y detrás de la nuca me tocasen de pronto unas manos no humanas, hasta hacerme de nieve, una nieve que el aire aventase, hecha polvo… Soy un hombre sin brazos, y sin cejas, y acaso una sábana extiende su palor desde el hombro; voy y vengo en silencio por la haz de la tierra, tengo miedo de Dios, de los hombres me escondo. Doy señales de vida con pedazos de muerte que mastico en la boca, como un hielo sonoro; voy y vengo en silencio por las sendas del sueño, mientras baten las aguas y dan golpes los olmos… ¿Hasta cuándo este cáliz en las manos crispadas y este denso silencio que se arrolla a los codos; hasta cuándo esta sima y su silbo de víboras que rubrican el vértigo de ser hombre hasta el fondo? ¿Hasta cuándo la carne cabalgando en el alma; hasta heñirla en las sombras, hasta caer del todo? Oh, debajo del hambre Dios bramea y me llama acaso como un muerto —dios de cal— llama a otro.

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Relato Recuerdo. No recuerdo. El viento. El mar. Un hombre al borde del cantil. El viento. El mar desamarrando olas horribles. Un hombre al borde de un cantil. Recuerdo. No recuerdo. Los brazos alzados hacia un cielo ceniciento. El viento. El golpe de las olas contra las rocas. Un hombre al borde de la muerte. El mar. El cielo, mudo. Ceniciento. El cielo. Recuerdo. Oigo las olas. El viento. Entre las sienes. No recuerdo. Un hombre al borde de un cantil, gritando. Abriendo y cerrando los brazos. Un hombre ciego. Recuerdo. Alzó la frente. Un viento frío le azotó el alma. No recuerdo. Veo el mar. Nado por dentro. Avanzo hacia una luz, hacia una luz. No veo. Escucho un silencio de yelo. y braceo, braceo hacia la luz, y tropiezo, y braceo, y emerjo bajo el sol ¡oh júbilo!, y avanzo... y no recuerdo más. Esto es todo cuanto sé. Sabedlo.


Última noche en Cuba Ultima noche en Cuba. Brava suerte la mía: el mar rodea el horizonte destrozado: cantábrico es el monte. hirsuto el cielo: alrededor la muerte.

Lástima Cosa de grande maravilla y lástima que sea aquí tanta flaqueza e impurezas del ánima, que, siendo la mano de Dios de suyo tan blanda y suave, la sienta el ánima aquí tan grave y contraria.

Vida brava la mía: cierzo fuerte, tenaz llovizna, pésimo horizonte: no me pesa el amor, pésame el monte del desamor: alrededor la muerte. Doy señales de vida al enemigo y sigo halando infatigablemente, acercando a la tierra el horizonte. Última etapa que acometo y sigo, sigo, sigo subiendo airadamente hacia la luz suavísima del monte.

Tú, que hieres Arrebatadamente te persigo. Arrebatadamente, desgarrando mi soledad mortal, te voy llamando a golpes de silencio. Ven, te digo como un muerto furioso. Ven. Conmigo has de morir. Contigo estoy creando mi eternidad. (De qué. De quién). De cuando arrebatadamente esté contigo. Y sigo, muerto, en pie. Pero te llamo a golpes de agonía. Ven. No quieres. Y sigo, muerto, en pie. Pero te amo a besos de ansiedad y de agonía. No quieres. Tú, que vives. Tú, que hieres arrebatadamente el ansia mía.

San Juan de la Cruz

Me haces daño, Señor. Quita tu mano de encima. Déjame con mi vacío, déjame. Para abismo, con el mío tengo bastante. ¡Oh Dios!, si eres humano, compadécete ya, quita esa mano de encima. No me sirve. Me da frío y miedo. Si eres Dios, yo soy tan mío como tú. Y a soberbio, yo te gano. Déjame. ¡Si pudiese yo matarte, como haces tú, como haces tú! Nos coges con las dos manos, nos ahogas. Matas no se sabe por qué. Quiero cortarte las manos. Esas manos que son trojes del hambre, y de los hombres que arrebatas.

Ecce homo En calidad de huérfano nonato, y en condición de eterno pordiosero, aquí me tienes, Dios. Soy Blas de Otero, que algunos llaman el mendigo ingrato. Grima me da vivir, pasar el rato, tanto valdría hacerme prisionero de un sueño. Si es que vivo porque muero, ¿a qué viene ser hombre o garabato? Escucha cómo estoy, Dios de las ruinas. Hecho un cristo, gritando en el vacío, arrancando, con rabia, las espinas. ¡Piedad para este hombre abierto en frío! ¡Retira, oh Tú, tus manos asembrinas —no sé quién eres tú, siendo Dios mío!

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D Eduardo Heras León

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A Julio Cortázar

esde hace muchos años he vivido como un viejo solterón y maniático, que ama la música sin estridencias y se pasa las horas leyendo novelas clásicas que casi he aprendido de memoria. Antes me gustaba Chaikovski, pero pronto me pareció demasiado edulcorado; después preferí a Beethoven, y últimamente sólo resisto algo de Mozart, Bach, por supuesto, y alguno que otro cuarteto de César Franck. En cuanto a las lecturas, cada cierto tiempo releo Los miserables, El conde de Montecristo, esa novelita de Paul Feval, El jorobado o Enrique de Lagardere. Y también los Corsarios de todos los colores, de Emilio Salgari. Ya sé que son lecturas casi infantiles, pero al menos me

entretienen y con ellas paso el rato, lo que no sucede con los bodrios de Robbe-Griller, las esteparias novelas de Thomas Mann, o los interminables ensayos de Sartre. Nunca me ha dado por ir a la iglesia a escuchar misa, o a cantar salmos con los protestantes, o a tirarme los caracoles con algún babalao. A mi edad, no estoy para perder mi tiempo. Ya no creo en nada, ni en la paz de los sepulcros. Durante la semana, después de desinformarme con los aborrecibles periódicos de la mañana, doy mi paseíto de mediodía y tomo el sol en el Parque Trillo. Me entretengo con los bisneros que intercambian sus mercancías ante la mirada indolente de algunos policías que recorren el parque para multar a los viejitos vendedores de maní, los cigarros de


relato su cuota, o alguna botellita de miel. Casi siempre una vecina me trae el pan y los exiguos productos de la libreta de abastecimientos. Jubilado como estoy, el tiempo me sobra y a veces no sé qué hacer con él. Apenas hablo con nadie. Creo que me he convertido en un viejo insoportable. Los domingos, sin embargo, he establecido algo así como un ritual: por la mañana me baño concienzudamente; para el desayuno me preparo dos cucharadas de leche en polvo, las únicas que consumo en toda la semana, y al pan que me trae la vecina (ya se sabe, es sólo un pan), le echo lo que tenga: una lasquita de guayaba, un poco de azúcar prieta, o si ella es generosa conmigo (sólo en los días de fiesta) un cuarto de cucharita de margarina. Por supuesto que este desayuno no es gran cosa, pero al menos rompe la rutina diaria de la tacita de agua con sabor a café y el pan mojado en la tacita. Después me afeito con una gastadísima cuchilla Gillete que guardo desde tiempo inmemorial para los fines de semana (los otros días uso una Astra checa que es un horror), lo que completo con unas gotas de alcohol que me hacen ver las estrellas. No tengo que mirarme al espejo: sé que luzco bien, la cara arrugada, pero presentable. Ya es casi la hora del almuerzo y exactamente a las 12 y 45 caliento un plato de sopa que preparé la noche anterior (tengo una buena reserva de cuadritos de caldo, adquirida en tiempos mejores), le añado unas cucharadas de arroz que guardo en el refrigerador y con dos vasos de agua bien administrados, el estómago queda satisfecho, al menos por un par de horas. A la una de la tarde, la vecina toca la puerta, y cuando me asomo anuncia que va a comenzar el noticiero. Si algo sabe ella es que soy un poseso de la información y quiero, necesito, me exijo estar al

día de todo cuanto sucede dentro y fuera del país. Así que después de ponerme la única muda de salir que tengo, los zapatos bien lustrados la noche del sábado, me siento en la sala de la vecina y juntos vemos el noticiero en un horrible televisor Admiral en blanco y negro, que es posiblemente el único que sobrevive en el país. Ella, siempre amable, me ofrece un café, y terminadas las noticias, me invita a ver la Tanda del Domingo a lo que casi siempre me niego: no soporto a los comentaristas que anuncian las películas y que hablan y hablan sin parar, y no dicen nada interesante. Cuando regreso a mi cuarto, duermo un par de horas y quedo listo para la única actividad memorable de la semana: la visita a la pizzería. La pizzería es el restorán de los pobres. Al menos para mí. Es el único lujo que me doy cada semana. Desde el lunes comienzo a soñar con ese momento que es único, imborrable. Porque la pizzería es el último eslabón que me conecta con el mundo que conocí hace años, cuando todavía valía la pena. La pizzería es un templo, una catedral de los olores, un espacio casi mágico donde el estómago, estragado por los caldos, el té caliente, o ese espantoso cerelac, puede recibir la bendición de unos espaguetis con jamón, o a la boloñesa, a la amatriciana, al pesto, o simplemente a la napolitana, con abundante queso parmesano, que se esparce por la superficie de la pasta para lograr una combinación inolvidable. Y luego la pizza, que es el faisán del menú, el filete de las pastas, completa la fiesta; una pizza de jamón es la vida misma, el digno colofón de esta ceremonia semanal. Nunca me levanto después de las cinco, porque esa es la hora precisa para iniciar mi periplo, «a las cinco en punto de la tarde», la preferida de García Lorca. Ya a

Me quedé tan sorprendido que no supe qué responderle. ¿Cómo una pizzería? ¿Qué pizzería? Llevaba más de veinte años viviendo en Centro Habana, había pasado por ese lugar centenares de veces y jamás me enteré de que allí en Consulado, muy cerca del cruce con Neptuno había una pizzería. ¿Era una broma? ¿Me estaría vacilando aquel tipo?

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esa hora no hay nada que ver en la televisión, «la hora del suicidio» la llamo yo desde hace mucho. Con el radio roto y la televisión (que no tengo) insoportable, salir a dar un paseo es una bendición del cielo; o mejor, de la vida, aunque sea tan miserable como la mía.

Cuando cruzo Belascoaín, trato de alejar los malos pensamientos, y lo logro. No voy a echar a perder mi ritual del domingo, el único día decente de mi vida actual. Mejor es sonreír, mirar el presente con optimismo y añorar no el pasado, sino el futuro, como dicen las consignas del gobierno.

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Así que me despido de la vecina, siempre en la puerta para verme pasar y hasta dedicarme un piropo, que acostumbro tomar como una broma: independientemente de que ella está infumable, como para tirársela a los perros, ya yo no me preocupo de ese tema. Hace bastante que dejé de hacerlo. Bajo los cuatro pisos aguantando la respiración, porque la escalera, bautizada a menudo por los perros

y borrachos, está impregnada de un olor nauseabundo. Cuando salgo a la calle Marqués González, respiro profundamente, y echo a andar, buscando Neptuno. Soy animal de costumbres y siempre tomo el mismo camino: al llegar a Neptuno, doblo a la derecha y luego sigo recto hasta llegar a Prado, otra vez a la izquierda y dos o tres cuadras después llego al único templo que visito, la pizzería de Prado 264. Neptuno es una calle espantosa. Imaginen una ciudad bombardeada, donde han sobrevivido algunos edificios y casas semidestruidas y apuntaladas, los restos de cemento, maderas y cristales rotos andan dispersos por las aceras, el polvo y la suciedad lo cubren todo, y las paredes cariadas son como un grito disparado hacia el cielo en medio de un Guernica tropical. Pero no importa: los que deambulamos por esta calle, antes bulliciosa, llena de comercios y bares, ya estamos acostumbrados. Nada nos sorprende en este país donde todo puede suceder. Quién sabe si mañana al despertar, nos encontramos con la Neptuno de hace cuarenta años, o descubrimos que La Habana ha desaparecido y en su lugar pastan las reses en un gigantesco potrero. Y lo peor de todo es que nadie nos avisaría de nada, ni ofrecería ninguna explicación. Aquí nadie explica nada, ya lo sabemos. Cuando cruzo Belascoaín, trato de alejar los malos pensamientos, y lo logro. No voy a echar a perder mi ritual del domingo, el único día decente de mi vida actual. Mejor es sonreír, mirar el presente con optimismo y añorar no el pasado, sino el futuro, como dicen las consignas del gobierno. No queda más remedio si uno no quiere que el estrés o toda esta lucha diaria sólo para sobrevivir, y que cada día tiene menos sentido, te devore

o te deje postrado para siempre con un alzheimer o un parkinson: eso sí no tendría remedio. Así que al permanente mal tiempo, permanente buena cara: esa es la fórmula de la sobrevivencia, al menos para mí. Al llegar a Perseverancia, precavidamente tomo la acera derecha: el edificio que hace esquina es uno de los milagros de La Habana, creo que lleva apuntalado como veinte años y casi todo está como perdido en una red de maderas que han conformado un tejido decrépito que está a punto de caerse. Claro, hay que ser honestos: lleva tantos años cayéndose que ya nadie cree que eso vaya a suceder: es un edificio inmortal, como tantas cosas en este país que parece que van a desaparecer o que ya han desaparecido y todavía siguen viviendo en nuestra imaginación. Entonces llego a Consulado y me detengo unos segundos en esta calle que es un poco más ancha en el cruce con Neptuno, para observar lo que queda del establecimiento de la esquina. Aquí antes había uno de aquellos Mar INIT que vendían pescados y mariscos y que hoy sólo viven en el recuerdo. Cuando voy a cruzar la calle para llegar a Prado, me llama la atención una minúscula cola que un grupo de gente está haciendo frente a una pequeña puerta, apenas a unos metros del Mar INIT en ruinas. La cola es más bien una filita de 5 ó 6 personas, bien vestidas y que conversan animadamente. Apenas titubeo y hago lo que siempre se hace en estos casos y lo que la experiencia dicta en esta ciudad: llegar y preguntar de qué es la cola. Quién sabe lo que están ofertando: tal vez algún producto ‘en falta’, o quizás pan por la libra, o alguna cosa ‘de las que ya no vienen’ o de las que no dan por la libreta. A veces estas colas me han sorprendido: en ellas he conseguido cubos,


paquetes de trigo, galletitas de chocolate, pan de molde, ¡hasta jamón! Esa es una de mis divisas: más sabe el diablo por colero que por diablo. Así que me acerco a la cola, doy las buenas tardes al último y le pregunto qué están dando ahí. «Es la cola de la pizzería», me responde. «¿De qué pizzería?» «¿Desde cuándo hay una pizzería ahí?», le pregunto extrañado. «No sé desde cuándo, pero ahí hay una pizzería», dice sonriendo, «y yo soy el último». Me quedé tan sorprendido que no supe qué responderle. ¿Cómo una pizzería? ¿Qué pizzería? Llevaba más de veinte años viviendo en Centro Habana, había pasado por ese lugar centenares de veces y jamás me enteré de que allí en Consulado, muy cerca del cruce con Neptuno había una pizzería. ¿Era una broma? ¿Me estaría vacilando aquel tipo? Pero no, parecía un hombre decente, serio. Miré la

hora y sopesé la idea de hacer la pequeña cola de aquella pizzería desconocida. Total, no iba a perder nada, salvo algunos minutos de mi tiempo. Además, la de Prado seguía allí, digo, salvo que cuando llegara allá me encontrara con que había desaparecido, y esta de Consulado fuera la sustituta. Cosas así sucedían en esta ciudad casi a diario y ya estábamos acostumbrados a aceptarlas. La experiencia me decía que había que aprovechar lo primero que se presentara. Además, el que da primero da dos veces. Quién sabe si este domingo fuera especial y esta pizzería estuviera llena de sorpresas: la primera había sido su propia existencia. Me hubiera jugado cualquier cosa a que nunca había existido una en aquel lugar. Estaba absorto, hablando conmigo mismo, sopesando las ventajas o desventajas de hacer la cola, cuando me sorprendió una voz:

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«¿Viene solo?» «Sí, solo», le dije sin pensar. «Pues bien, pase adelante» y me dejó el paso libre en aquella puertecita de entrada. Inmediatamente llegó hasta mis oídos una melodía que identifiqué enseguida como napolitana. Entonces recibí la segunda sorpresa: ante mí un pequeño vestíbulo desembocaba en un patio encantador, con varias mesas ocupadas por parejas, arrulladas por la música de tres violinistas, vestidos a la usanza italiana típica. Quedé hipnotizado mirando

Por supuesto que volvería. Cada domingo. Porque a pesar de todo él había sido siempre un luchador y su vida una permanente lucha por creer, siempre por creer, aunque cada día se le hacía más difícil.

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aquel patio lleno de plantas, que se unían formando un finísimo tejido de helechos gigantes. Miraba a todos lados cada vez más sorprendido ante semejante espectáculo, incapaz de decir nada, cuando el camarero, con voz suave y persuasiva, me dijo: «Pase usted. Venga». Y dio unos pasos a la izquierda, en dirección a una escalera que conducía a un piso superior. Subí mirando la hermosa balaustrada, como si flotara por encima de aquellos escalones.

Cuando llegamos al nuevo piso, me vi de repente en una terraza de madera, una baranda del mismo color protegía sus bordes, e inmediatamente detrás, un grupo de mesas iba siguiendo su contorno. El camarero me condujo a una de ellas, me ofreció una silla y depositó el menú frente a mis ojos. Después, sin apenas darme cuenta, se escurrió de mi vista. Todavía no repuesto de estas pequeñas sorpresas, descubrí una nueva: era un menú típicamente italiano: comenzaba por el antipasto, y aparecían en aquella lista verdaderos tesoros, desaparecidos de mi vista y de mi gusto hacía mucho tiempo: quesos, aceitunas… Luego: las pastas. Y aquí casi me da un vuelco al corazón: el primer plato era raviolis, y después, sorrentinos, tortellinis, lasagna, pizzas… Me fijé en los precios: eran los mismos de cualquier pizzería. Cerré los ojos y me dije que esto no podía ser cierto, que no era serio, que alguien me estaba jugando una broma macabra, y sobre todo con la comida, algo con lo que no se podía jugar en estos tiempos, algo sagrado. No podía ser. Los raviolis eran solamente un recuerdo lejano, de muy lejanos momentos de mi vida, y de repente, en aquel extraño lugar, volvían a aparecer como una realidad bien palpable. «Esto se va a acabar de un momento a otro», pensé, «no es posible, no lo estoy viviendo, lo estoy imaginando». No pude continuar. Levanté la vista, e instantáneamente, sin saber de dónde había salido, el mismo camarero se me acercó. «¿Ya va usted a hacer su pedido?», me dijo sonriendo. «Sí, quisiera algo de queso y algunas aceitunas y después raviolis». El camarero asintió. «¿No anota el pedido?». «No», dijo solícito, «no es necesario». «¿Y tiene espaguetis con jamón?». «Claro, están en el menú. ¿Algo más?». «No, es suficiente». «¿De beber?». No supe de momento qué

decirle, ni siquiera me había fijado en las bebidas del menú. «¿Me deja recomendarle algo?», continuó él. «Bueno», «¿qué me recomienda?». «Una media botella de Lacryma Christi, un tinto excelente». Estuve a punto de soltar una carcajada. Era mi vino predilecto en la década del cincuenta. ¿Pero todavía existía? No, era demasiado. «¿Lacryma Christi?», le dije apenas en un susurro. «¿Está seguro?» «¿Se la traigo?», me dijo por toda respuesta. «Sí, claro, tráigala», le dije casi automáticamente. Mientras esperaba, cerré los ojos y me dejé llevar por la hermosa música de los violines napolitanos. No podía creer en nada de lo que me estaba sucediendo, pero que sin embargo ocurría delante de mis ojos; yo estaba bien despierto y sentía los olores, los sonidos, las voces de los ocupantes de las mesas que conversaban, en el patio se movían otros camareros con bandejas colmadas de platos, la música penetraba los rincones de aquella pizzería que sólo podía comparar con un sueño. Pero era real. Estaba ocurriendo. Finalmente, me rendí. Decidí que seguiría viviendo este insólito presente, sin preguntar nada más, aceptando lo que ocurriera de ahora en adelante, una verdadera operación de laissez faire, laissez passer. ¿Qué podía ocurrir? ¿Que de pronto todo desapareciera sin explicación y me viera nuevamente en Neptuno y Consulado? ¿Que me despertara y me diera cuenta de que todo había sido un sueño? ¿Que estaba viviendo una novela escrita por alguien? ¿Que el capitalismo había regresado a La Habana y ofrecía una pizzería cinco estrellas? ¿Que habíamos por fin alcanzado el comunismo y no me había enterado? ¿Que aquel lugar era el set de alguna película y que de pronto una voz estridente gritara ¡corten!? Pero nada me importaba. Ya tendría tiempo de meditar


en esto, incluso no lo comentaría con nadie, ni siquiera con la vecina a quien tantos favores le debía. Cuando el camarero me trajo la botella de Lacryma Christi, mis dudas se disiparon: el sabor de aquel vino delicioso era una realidad no sólo palpable, sino degustable. Yo no quería pensar en nada que no fuera disfrutar esos momentos, la comida maravillosa que aquel camarero me servía como si sacara los platos de la nada. Terminé con los raviolis, liquidé los espaguetis con jamón y, finalmente, cuando parecía que iba a reventar, sabiendo que esta oportunidad sería tal vez irrepetible, tuve fuerzas y apetito suficientes para culminar la cena con una pizza de champiñones digna de los ángeles. A la primera botella de Lacryma Christi le siguió una segunda que terminé a duras penas, porque me parecía que no podría levantarme de aquella mesa. O quizás porque no quería levantarme. Tuve la sensación de que algo así debía ser el comedor del Paraíso, la recompensa que Dios, supuestamente, debía concederles a todos los hombres justos de este mundo. De esas divagaciones entrecortadas, me vino a sacar la amable voz del camarero: —¿Satisfecho? —No, satisfecho no, encantado —le dije con una sonrisa de lado a lado del alma. —Cuánto me alegro —dijo él sonriente— ¿Tal vez algún postre? —Ya he perdido el discernimiento para escoger —le dije—, ¿Me recomienda algo? —Bueno, Gelati de varios sabores: cioccolato, vaniglia, caffé; el tiramisú está delicioso; aunque también el pastel de ricotta. O si quiere algo más cubano o tradicional, ahí tenemos los cascos de guayaba con queso o un excelente tocinillo del cielo. —Tráigame lo que mejor le parezca. Confío en su juicio… y en su gusto.

Unos segundos después, depositaba en la mesa un tocinillo del cielo rodeado por dos bolas de helado de chocolate, que yo despaché como si estuviera cantando un himno. Volví a mirar a mi alrededor, esperando que sucediera algo inusitado: que aquel camarero comenzara a reír y quitándose la máscara anunciara: ¡La comedia è finita! Pero nada ocurrió. La cuenta no era nada excesiva, y una propina que me pareció adecuada para compensar tantas amabilidades. Salí nuevamente a Consulado, pensando que quizás todavía la vida merecía ser disfrutada, mientras existieran lugares como aquella pizzería. Ya estaba oscureciendo y regresé a mi casa, con pasos inseguros por los efectos de aquel vino delicioso, y con el alma encantada como Romain Rolland. Cuando llegué a mi edificio, tuve el impulso de contárselo todo a mi vecina, de compartir con ella aquella increíble aventura, decirle que los milagros todavía existían y que eran capaces de hacer renacer la esperanza en un futuro mejor, y lo que parecía aún más imposible: de hacerme concebir y repetir consignas como esas que hacía mucho tiempo habían roto el medidor de los lugares comunes y en las cuales había dejado de creer desde hacía tantos años. Pero ya era muy tarde. Decidí que esa noche iba a compartir mi secreto sólo con la almohada, y con los lejanos recuerdos de un pasado que me pertenecían sólo a mí. Y así, después de tantos años de insomnio, de diazepanes y meprobamatos, con la sonrisa de un niño como escudo, dormí profundamente aquella noche: era un hombre feliz. Me desperté muy tarde al otro día, y para mi sorpresa, comencé a ver la vida con otros colores: los grises dejaron de serlo, y los verdes brillantes, los magentas inusitados, los encendidos rojos estallaban ante mis ojos en una verdadera sinfonía

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de colores. Es un lugar común decir eso, ya lo sé, pero entonces, ¿cómo llamar a aquella avalancha de amarillos, naranjas, azules, verdes, que me iban penetrando hasta por los poros y me insuflaban una energía, y sobre todo, una alegría que creía perdida hace años? Esa fue la sensación que tuve cuando bien temprano en la mañana, inesperadamente, fui a la panadería a comprar el pan diario, y pese a la promesa que me había hecho de analizar todo lo sucedido, no lo hice. ¿Para

Cerré los ojos y me dije que esto no podía ser cierto, que no era serio, que alguien me estaba jugando una broma macabra, y sobre todo con la comida, algo con lo que no se podía jugar en estos tiempos, algo sagrado. No podía ser.

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qué?, ¿qué sentido tenía buscarle una explicación a lo que pasó? ¿Qué iba a ganar con eso? Además, aunque no quisiera confesármelo, yo acariciaba la remota esperanza de repetir el próximo domingo lo vivido en aquella singular pizzería, y de repente tuve algo así como una revelación: que el recuerdo de aquel par de horas, debía mantenerse prístino, libre de los pensamientos impuros y de las miserias de todos los días; que era necesario que man-

tuviera intacto el ritmo habitual de mi existencia, sin alterar nada, porque el más mínimo cambio podía clausurar aquella extraña puerta que se había abierto esa tarde. Tuve que refrenar mis impulsos, porque a cada rato me sorprendía un intenso deseo de regresar a aquel lugar, a repetir la insólita experiencia vivida, pero me convencí de que debía esperar al próximo domingo y repetir el ritual de todas las semanas para que el sueño, o lo que fuera, volviera a repetirse. Los días transcurrieron con una lentitud insoportable. Viví esa semana como flotando. Apenas salí de mi cuarto y la vecina me preguntó varias veces si me pasaba algo, si estaba enfermo, ella podría llamar al médico de la familia. No le hice caso. Le respondí que todo estaba bien, para que me dejara tranquilo. Lo mío era que pasara el tiempo, que el nuevo domingo llegara con la esperanzadora posibilidad de que todo se repitiera. La ansiedad comenzó a rondarme y se fue apoderando paulatinamente de mí. Ni siquiera la música de Franck, el Cuarteto en Re, que no dejé de escuchar durante toda la semana, y que tenía la virtud de calmarme en los peores momentos, pudo con mis nervios. El sábado por la noche me tomé un diazepán y me acosté temprano, haciendo oídos sordos a una invitación de la vecina para ver las películas. A pesar de todo, no dormí bien, me levanté más de tres veces a orinar, para recordarme que pronto debía sufrir un nuevo y humillante tacto prostático. Al fin llegó el domingo con toda su carga de promesas, y yo sencillamente repetí mi ceremonia semanal. Cuando la vecina me trajo el pan del día, como era su costumbre, yo estrené una nueva sonrisa. «Vaya», me dijo, «parece que ya se le pasó. Me alegro de que haya amanecido bien. Recuerde la Tanda del Domingo, ¿eh?». No le respondí. Yo tenía mis


pensamientos dirigidos en una sola dirección, hacia un solo punto. Era el día de la pizzería. De mi pizzería. Mi día. Y ya sentía en mi paladar la textura de aquellos espaguetis al dente, la suavidad de la pasta de los raviolis, y su relleno de ricotta o de pollo; la exquisita combinación del jamón y el queso mozzarella; y el inolvidable sabor dulce, generoso, del Lacryma Christi. Por fin llegaron las cinco de la tarde. Yo me había bañado cuidadosamente, y de un recóndito rincón de mi escaparate saqué el pomito de perfume Moscú Rojo, el de las grandes ocasiones, que allí guardaba desde hacía siglos. Apenas quedaba un fondito, pero valía la pena: me eché dos gotas en ambas manos que deslicé casi como una caricia por mis mejillas, orejas y cuello, cubriéndolo todo de una

fragancia un poco anticuada, pero a mi juicio, aceptable. Bajé los cuatro pisos de mi edificio con una rapidez que a mí mismo me sorprendió. Pero no había ninguna explicación misteriosa: yo tenía la sangre corriéndome ardiente por las venas. Iba a hacer realidad un encuentro memorable, a repetir la más grandiosa experiencia de mi vida. Y de pronto me sentí nuevamente joven y una extraña alegría se apoderó de mis sentidos. En cuatro zancadas llegué a San Miguel y seguí hacia Neptuno con creciente agitación. Pero cuando llegué a Neptuno, me detuve. Así no podía seguir. Podía arruinarlo todo. Intenté tranquilizarme. «No voy a cambiar nada, ni siquiera el ritmo de mis pasos. Así que calma, tranquilo». Y comencé a caminar con el ritmo de siempre, con pau-

sada lentitud, saboreando cada paso porque cada paso me acercaba al esperado encuentro. Así, cuadra por cuadra. Me detuve en el timbiriche de Perseverancia y compré cigarros. Aquel era un día especial que exigía decisiones especiales. Yo había dejado de fumar hacía más de un año, pero me pareció que ninguna ocasión mejor que ésta para inaugurar una nueva etapa de mi vida. Porque si el primer encuentro había alterado mis hábitos, me había hecho conocer una alegría casi olvidada, yo estaba seguro de que el segundo me cambiaría la vida, como decía Rimbaud, haría de mí otro hombre, crédulo, afortunado. Me detuve. Había llegado al cruce de Consulado y Neptuno, y allí seguían intactas las ruinas del Mar INIT. Dos viejos de aspecto miserable conversaban sentados en

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los restos del piso del restaurante y me observaron mientras cruzaba Consulado. Yo tenía los ojos casi cerrados. Pensé que al abrirlos, mirando hacia la izquierda, allí estaría la minúscula colita que llamó mi atención el domingo anterior, oiría los deliciosos compases de la música napolitana que había arrullado mis oídos, la suave voz del camarero que me entregaba el menú con una sonrisa complaciente. Abrí los ojos. Miré. No había nada, ninguna cola, ninguna puerta, ninguna música. Volví a cerrarlos. Estuve así varios segundos. Nuevamente los abrí. Nada. Sólo el polvo que hacía pequeños remolinos y se llevaba algunos papeles hacia Neptuno. Caminé unos pasos y me detuve. Era por allí. Tenía que estar allí. La puerta. La pizzería. Pero sólo había puertas cerradas, polvorientas y sucias. Una tabla de madera claveteada cruzaba una de ellas de lado a lado. Toqué aquellas puertas, pero sólo logré ensuciarme las manos. Un extraño vacío se hizo dentro de mí y pensé que iba a llorar, a estallar en sollozos como un niño. Pero me contuve. Me sacudí las manos con el pañuelo y alguien me preguntó: —Oiga, mayor, ¿está buscando algo? —Uno de aquellos hombres sentados en el Mar INIT se me acercó. —Sí, la pizzería —le dije conteniendo un ligero temblor de las manos. —¿Qué pizzería? Aquí no hay ninguna pizzería. —Claro que había. Comí en esa pizzería el domingo pasado. Estaba ahí, en una de esas puertas. Ahora el otro hombre se puso de pie y se acercó. —Oye lo que dice el compañero —señaló el primero—. Dice que ahí había una pizzería —se dirigió a mí–: oiga, vivo en esta calle hace más de treinta años y aquí nunca ha

habido una pizzería. El Mar INIT sí, pero hace más de diez años que está así, en ruinas. —No, había una pizzería ahí —insistí—. Ahí comí el domingo pasado. Yo no estoy loco. Los hombres se miraron y soltaron una risita burlona: —Bueno, mayor, si usted lo dice —dijo el segundo hombre, le dio un golpecito con el codo al otro, y echaron a andar Consulado abajo. Mientras se alejaban, uno dijo: —Óigame, compadre, cada día hay más locos en la calle. Y yo quedé solo, detenido en la acera de la calle Consulado. La alegría que me había alimentado durante tantas horas había desaparecido y los pies comenzaban a pesarme, mientras yo seguía mirando aquellas puertas cerradas. El pulso se me había acelerado y tuve que sentarme para poder asimilar lo que estaba sucediendo. Pasaron varios minutos. ¿Por qué se había puesto así? ¿Acaso no sabía que esto podía suceder? ¿No era una de las variantes posibles? Sí, claro que sí, y él lo sabía. Claro que lo sabía. Pero ¿qué hacer si nadie puede controlar las ilusiones? ¿Qué hacer si las puertas casi siempre se abren sólo una vez. ¿O tal vez no? ¿Y ésta, volvería a abrirse? ¿Quién podía saberlo? Entonces se levantó y se sacudió ligeramente el polvo. Volvería a este lugar. Por supuesto que volvería. Cada domingo. Porque a pesar de todo él había sido siempre un luchador y su vida una permanente lucha por creer, siempre por creer, aunque cada día se le hacía más difícil. Miró el reloj. Apenas las seis. ¿Aún tenía tiempo de alcanzar un turno en Prado 264? Le parecía que sí. Y caminó unos pasos. Solo tenía que apresurarse un poco y llegaría a tiempo, claro, si el intenso dolor que comenzaba a sentir en el lado izquierdo del pecho se lo permitía.

Eduardo Heras León (La Habana, 1940) Narrador, periodista, crítico literario y de danza. Licenciado en Periodismo y Filología por la Universidad de La Habana. Ha publicado entre otros libros: La guerra tuvo seis nombres (Premio David, 1968), Los pasos en la hierba (Premio Casa de las Américas, 1970), Acero (1977), A fuego limpio (1981), Cuestión de principios (Premio UNEAC, 1983, Premio de la Crítica, 1986), El viejo y el horno (2009), Desde la platea (2010). Fundador, en 2000, del proyecto cultural Universidad para Todos; en 2001 recibió el Premio Nacional de Edición y en 2007 el galardón Maestro de Juventudes de la Asociación Hermanos Saíz. Es director del Centro de Formación Onelio Jorge Cardoso. Premio Nacional de Literatura 2014.


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De lunes a viernes

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De lunes a viernes soy un duende oculto en la Zona Colonial. Así me llaman, Duende. He llenado de piercings mi hablar, combinado con miradas andróginas. Los días de la semana confundo a todos, guachimanes, taxistas, turistas, los cueros de la Palo Hincado, camareros recién llegados y uno que otro Politur. Así brota mi leyenda, robándole cigarrillos a los indigentes, tumbándole mi diezmo a los falsos mendigos del sida bailando sin música en el parque Colón rodando el horizonte de salitre desde el obelisco macho al hembra. Duende sin magia con los Converse sucios hasta el tobillo los pantalones de corduroy gastados que delatan mi ser entre los bares. De lunes a viernes soy la envidia del dedo del Almirante, el alma de los palos cada miércoles en La Espiral conocedor de cada adoquín de la Meriño mano derecha de la diestra de Satanás. La Duarte con Nouel me ha visto vomitar la jiel varias veces y caminarla en otros hombros hasta la emergencia del Padre Billini, cazadores de la dextrosa perdida. Soy el duende. Los días de semana ni yo mismo sé quién soy. Mi refugio es la hierba, me escondo entre músicos, metálicos, poetas y mochilitas. A medianoche del viernes la historia es otra. Torno en licántropa, bella, majestuosa. Me miro en el espejo y me enamoro del sueño en que me he transformado:

Santa Bárbara de los bares nuestra señora de las plataformas madre del rímel divino. Soy Changó, dueña de truenos y relámpagos al choque de mis uñas. Bembé infinito indefinido Estrellita losminera que traga whisky como agua Mientras tiene fantasías de psicóloga clínica al volar entre nicotina y alcohol levantando machos, secuestrando maridos. Los sábados, cuando Bárbara me habita la piel me siento bella, esplendida, caminando frente a la Catedral tirándole besitos a su excelencia reverendísima cuando está dando misa (pero solo por joder, él no es mi tipo) robando atenciones al bailar salsa en Secreto Musical ¡pa’ gozá! todos hacen una ronda para verme gozando como bestias. Ricthie Rey y yo somos una misma cosa muy mía. Las papeletas llueven sobre la pista también de vez en cuando una botella vacía pero yo no me intimido ni siquiera cuando me agacho a recoger lo que mi sudor me ofrece. Soy Bárbara, Changó, la guerrera, con dos toneladas de calamina en cada oreja. No le tengo miedo a la candela vestida de rojo con paños blancos. Soy la cuñada astral de Celina y Reutilio acuchillo con la mirada a quien se me meta en el medio. El ron va bajando y el calor subiendo Igual que los deseos de que nunca llegue el lunes y haya que volver a mutar para sobrevivir.

(De (Sobre)vivir, Santo Domingo, 2012).


En crudo

Cosas imposibles Estuviste preñada de sueños, esperando alumbrar una pequeña estrella verde. ¡Qué doloroso se ha vuelto este aborto! Presenciar el dolor maldito de tu vientre cercenado por las filosas aspas del azar. Vorágine en espiral, hambrienta de esta carne, agua del infierno y fuego de los cielos, linaje perverso, concebido en primavera al choque de nuestras verdades. No, escapaba al deseo de los astros presenciar tal infamia conviviendo entre ellos, vestigio de su flaqueza. Por eso aquí estamos, frente a nosotros mismos, deshojando la tristeza. (De Secretos amor-dazados, poemario inédito).

Voy dejando que la distorsión arruine el poco de sordera que aún pervive entre mis oídos y que mis dedos canalicen todo el amasijo de emociones que se van acumulando con la secuencia de los segundos de un día bizarro. He tenido sueños particularmente raros y respetables, he volado y vuelto a caer entre tierra y ansiedades. Hurgando con las uñas comidas hasta el tuétano y reflexionando sobre las posibilidades de elevar vuelo, maleficiando las esferas que se me escaparon de entre los dedos… ¡Sí, los dedos! Alojando esa carencia de uñas que empiezo a extrañar con dolor de parto, al contacto cercano de la piel con la atmósfera. Y mientras todo esto pasa, la misma vibración que me destroza con alegría el cráneo, se pregunta si alguna vez llegaré a volar a la velocidad que mi subconsciente ansía, la misma que me brinda una guitarra desafinada en re menor y que destroza como sierra eléctrica a Britney Spears. No, que no hay nada como una guitarra que llora en clave de death metal. (De Cuaderno de catarsis, Santo Domingo, 2011).

Una isla es la posibilidad de un abrazo Media isla, la circunstancia de agua por todas partes. Los huracanes nos consumen lentamente. Allende los paralelos se decidió nuestra suerte. Archipiélago de fuego, granizo en el centro del Caribe. Media isla (dos tercios, más bien). Besos de sal y yuca. Asidos de isleñoranzas, nos sospechamos abandonados a suertes imprecisas. Las dagas de Colón perforan la noche cuando la electricidad se antoja. Caminamos orgullosos en la pretensión de Alicia. No hay gatos de Chesire que nos alumbren la oscuridad. Guarapo de sangre es nuestra historia, tantas veces canibalizada desde el origen. Verano e infierno nos dibujan la piel de sudor. ¿Qué nos queda? Acaso bailar al compás de maretazos ficticios, porque el plástico tomó el lugar del agua frente al Ozama. ¿Nos atreveremos a profanar decálogos? (De Cicatriz, poemario inédito).

Alexéi Tellerías

(Santo Domingo, República Dominicana, 1981) Periodista, escritor, gestor cultural y artista multidisciplinario. Autor de los libros Cuaderno de catarsis (poemario, 2011) y (Sobre)vivir (poemario, 2012) e incluido en revistas literarias y antologías publicadas en Puerto Rico, México, Venezuela, Perú, Estados Unidos y República Dominicana. Ganador del premio de cuento del concurso literario Alianza Cibaeña 2009 con Los peces del subsuelo. Fundador/coordinador de ‘El Arañazo, Plataforma Cultural’, que organizó en 2013 el Encuentro Caribeño de Escritores Lengua de Mar. 21


Crows Los cuervos que anidan en tu pelo me sacan los ojos y los sostienen en sus picos como cerezas de luz, hacen malabares, los meten en tu boca: te miro comerlos, saborear la fruta madura de mis pupilas. Me miras mirarte y acaricias las cuencas descabaladas. Al toque de tus dedos me van creciendo dos ojos: agua liviana en la que te miras.

Un árbol de lluvia me muerde los dedos Bajo el aguacero escribo tu nombre: dibujo sílabas pequeñas como si trazara tu rostro girasol. Susurro oración viento, presiento tu boca guarapo sobre mi boca desamparada. Te dibujo en el aire mientras tu nombre, sílabas pequeñas, me crece un tatuaje de cenizas en el pecho.

Fundación Una ciudad ha sido fundada entre mis poros. Se mecen balcones en mis dedos, los ventanales abiertos dejan entrar el aire a mi piel. Mi ciudad es un sueño: destrozado polvo que bosteza bajo este sol de puñales.

Delirio con libélula Más que nada tu piel

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Extraño ahora el golpeteo de la lluvia en la ventana, el resplandor de la luz sobre los espejos de agua, tu rostro de abril y aleluya, tu pelo maraña de sol y almendra, tu boca carne endiablada, tu pubis pintarrajeado estrellas, tus muslos sal y chulería; pero más que nada tu piel cocuyo y semilla en la que tantas veces, vestido de mala fe, viví la pequeña muerte de los amantes.

Deshojas entre los dedos las voces de los flamboyanes muertos. Esa luna clavada en el silencio llena de palabras aladas la memoria. Desatado de nubes, entre las manos calladas del alba, rueda el horizonte: temblor de agua que lame la noche. La ciudad y su sinfonía de raíces se astillan en la boca. Sumergida en el sueño que brota del corazón de brea y azogue, la ciudad, temblor y marasmo, habita en un incesante parpadeo.


Silente latir de acacias

Carta de ruta

En el ramaje amarillento de los árboles rocío de estrellas desnuda la noche. Una palidez de cenizas deshace la piel. Los pájaros grises de la lluvia golpean a esta ciudad, reverbero y espanto. Cargado de luceros en mis puños busco las calles memorables, las esquinas de viento y estraza, el tamizado espanto que recorre mi pelo. Y así como una gaviota de carbón se zambullen las sombras en el mar.

Navegar velero en tu lengua, temblar en tu boca deshecho en ti: náufrago asido a tu saliva.

Naturaleza muerta

Vicio Mi vicio eres tú, estas ganas rabiosas que tengo de ti y de tu cuerpo girasol hendido sobre mi cuerpo hoja llovida y de tu boca entibiada de cilantro y fruta. Mi vicio eres tú: tentación y lujuria ardida en mis dedos.

La ciudad despierta: animal que yace moribundo a orillas del mar y con sus bostezos de salitre asusta a los árboles. En este instante, un chorro de sol en las aceras picotea el día y andamos colgados del viento: ojos anegados de plumas y arena, boca llena de azul y pantano. Andamos, fantasmas de cal y llanto, como esqueletos de azogue que revientan el cielo de crujidos. Andamos, esperanzas moribundas, desandando horizontes.

Poema de lunes en la mañana ¿Qué es esta palpitación de pájaros salobres en mis dedos? ¿Acaso tu nombre? Ramillete de sombras en mi pecho. La luz se negó a salir de la redondez amarilla: se apagó la lluvia, se secó el tiempo, se quemó la radiante orilla de nubes. En la pared una helada estrella late como un cadáver de perro entre esta negritud que empapa la ciudad. Los cocuyos sin patria alumbran tu pelo y a lo lejos las chicharras preñan el cielo con su canto. En el aire hay gusanos escarbando su memoria: una sacudida de sangre remueve la existencia. Gobierno de silencios se trepa entre nosotros que caminamos como árboles sin raíces en esta ciudad de mierda. Ahora, ¿quién eres? Vocación de dudas martillando mis huesos. Ahora, ¿quién soy? desorden hecho carne que pudre las aceras. ¿Quién soy, ovillo de sueños roto sobre el asfalto? ¿Quién soy ahora? Relámpago que quiebra la tarde, belleza desafinada que vive en tus labios ¿Quién eres? Ramillete de sombras en mi pecho. Soy pez detenido en las llagas, ángel que cae sobre una plaza cualquiera. Soy la perversa enredadera sin luz que ahorca los nombres de esta ciudad.

Luis Reynaldo Pérez

(Santo Domingo, República Dominicana, 1980) Poeta, editor y gestor cultural. Fue miembro fundador y coordinador del Taller Literario Litervolución y miembro fundador y coordinador editorial de El Arañazo, Colectivo Literario, función en la que coordinó la publicación de Esto no es una antología: palabras que sangran. Ha coordinado diversos espacios y eventos culturales. Fue parte el equipo coordinador de Lengua de mar: Encuentro de escritores del Caribe. Ha publicado las plaqués ‘Poemas para ser leídos bajo la lluvia’ en Esto no es una antología: palabras que sangran (Santo Domingo, 2012) y Dolor que maúlla (Santo Domingo, 2014); los poemarios Temblor de lunas (Santo Domingo, 2012, edición bilingüe español-japonés, edición bilingüe español-francés) y Urbania (Santo Domingo, 2013); el ebook Toda la luz (Santo Domingo, 2013) y el libro para niños Lunario (Santo Domingo, 2014). Compiló las antologías Material inflamable: 30 poetas dominicanos del siglo XXI (Santo Domingo, 2014) y Sobre un costado del planeta. Muestra de poesía dominicana (1970-1990) (Ciudad de Guatemala, 2015).

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Johanna Díaz

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as mañanas te son dulces desde que emprendiste el camino de lo correcto, experimentas una paz indescriptible con tu milagrosa conversión, sorbes chocolate caliente y en él mojas el pan, suspiras pensando lo maravillosa que es la vida. Tu casa, aún no terminada, se sustenta sobre firmes cimientos, es un verdadero hogar. El señor es tu pastor, por eso nada te falta, abunda tu trabajo, gozas de excelente salud y tu incipiente familia es un gran regalo. «Gloria a Dios», alabas mientras terminas de desayunar, contemplas a tu esposa con tu hijo adherido al pecho glotón y feliz, ella lo amamanta buscándose en tus ojos, sonríes agradecido mientras te vuelves declinando la mirada, ella es la mujer virtuosa descrita por los proverbios, bendita sea, aunque desabrida, te has convencido de que los alimentos más sabrosos son los más dañinos, así, la comparas con la comida saludable, jamás la harías sufrir, a veces te preguntas si tu hijo se concibió a control remoto, ellos juntos son y deben ser tu universo. Es viernes, hoy tu jornada es más corta, al final de la tarde irás al estudio bíblico donde hace unos meses ibas con tu esposa que te presentó a ese grupo, te gusta ir allá, las amistades son excelentes, mentes sanas que despejan tus dudas y temores porque eres el más nuevo, ahora tu mujer no puede ir, siempre en casa afanando con el bebé y los quehaceres domésticos, hasta ha perdido el deseo de salir. El tema favorito del estudio es el de predicar, tocar puertas, anunciar la segunda venida del Señor, ustedes han de ser pescadores de hombres, compartir la dicha de su bendición, de su iluminación, allí se alaba tu retórica y don de persuasión, te creces engriéndote, consciente de tu liderazgo, por eso sales a predicar en tu tiempo libre de casa en casa, tus amigotes de antes te han vuelto la espalda hastiados de tu monótona conversación, para ellos perdiste la vida, el sentido, lamentan la dormidera que te embargó, te dicen que respetan tu decisión pero que no insistas, ya te advirtieron en el grupo que tu voz se perdería en el desierto siendo tu deber insistir para ser escuchado, tú sí experimentas deleite con tu cambio de vida y suerte «¡Aleluya! Gloria a Dios», repites nuevamente.

El estudio termina y sales con bríos, esa noche insistirás con los paganos de tu pasado, hace tiempo que no los visitas, continuarás firme en tu conquista, que todos alaben y bendigan. Mientras haya vida existirá el arrepentimiento, con ello el perdón y la vida eterna, promesa que te sostiene. Conduces en la autopista por rumbos desandados pero conocidos, en el otro asiento delantero está la Biblia marcada con el capítulo que les leerás a tus amigos ¡Qué feliz estás! Sabes donde encontrarlos a todos juntos. Llegas, te estacionas, la música de ese club nocturno, una resonada bachata, domina el parqueo, las luces de neón sugieren el acercamiento, te desmontas aferrado a las Sagradas Escrituras, como si pudieran sostenerte, entras al lugar bien vestido, tan correcto como para ir a la oficina esperando que tu tiempo de ausencia lo compensen escuchándote a pesar de la música, miras a tu alrededor, sabes que ellos están ahí por ser ese lugar un punto de encuentro fijo, además, has visto algunos de sus carros afuera, ya a través de la oscuridad los divisas, ubicas la mesa, ellos atónitos te reciben poniéndose de pie, entre guiños y relajos te denominan el hijo pródigo pidiendo vino para ti y hasta te permiten leerles mientras bebes con agrado y lentamente la primera copa para que te escuchen, luego la segunda, tercera e incoherente prosigues tu discurso con la lengua anestesiada, tu humor inusitado los alegra, se eleva una risa tonta,


fan de ti, los miras de reojo hasta que decides marcharte. Conduces borracho y sin fuerzas, llorando buscas tu Biblia ausente, estás fuera de la gracia de Dios, no te lo han dicho pero lo presientes, el reloj de tu carro marca las cinco y quieres creer que está dañado, la oscuridad que se cierne indica que el amanecer se aproxima, no quieres volver a casa y sientes el impulso de estrellar el carro contra un poste para ver si terminas con tu mísera existencia, desechas esa idea de inmediato, María, la pobre, debe estar angustiada, mortificada. Tomas tu celular, marcas a casa y cierras antes de que te contesten. ¿Qué vas a hacer? Te preguntas mientras diriges el rumbo hacia tu firme hogar, tal vez no debas preocuparte, quizás sí. Humano, hombre sobre todas las cosas, hombre, la mentira que inventes debe ser muy verosímil, no la elabores demasiado, porque da lo mismo, la santa de tu mujer no es ninguna tonta, también tiene su pasadito inmerso bajo toneladas de opio, ella de todos modos sabrá reconocer muy bien de qué son las manchas blancas que salpican tu pantalón.

Johanna Díaz López

han bastado dos botellas de vino rápidamente consumidas para que la Biblia caiga a tus pies. Dejaste de preguntar la hora, la noche transcurre y comienza el esperado espectáculo donde la música incrementa su tono y sentido, atacan los senos descubiertos, las tangas y vulgares contorsiones, te incomodas levemente haciendo ademán de marcharte, no quieres ver pero te quedas mirando a una rubia que semidesnuda se te acerca incitada por los muchachos y baila sobre ti que eres de carne, cedes y tu cuerpo reacciona abultando tu bragueta, tu evidente excitación te ridiculiza ante todos, te les alejas revisando tus bolsillos, vas a un apartado conducido por esa mujer, allí involucionas tirando al suelo tus nuevos principios y pantalones, ella se te aproxima y actúa con avidez sacudiéndose sobre ti, ves esa cabeza rubia como una luz de movimiento rítmico y constante, cierras los ojos dedicado al goce y gimes: «Ay Dios mío esto sí es bueno», se te oye decir, suspiras, jadeas, nadas en la lujuria «Aaahh», exclamas deteniéndote en su mirada astuta, embriaguez y succiones, te sostienes de su cabellera dirigiéndola y entonces «¡Gloria a Dios!», exclamas, y ella se ha retirado permitiendo que te vuelvas un desastre, vuelves en ti de inmediato y la escupes: «ramera inmunda, por lo que me has hecho, repréndela Señor», dices con la vista trastornada apuntando el cielo raso mientras te vistes con movimientos incoherentes y vuelves a la mesa donde se mo-

(Santiago de los Caballeros, República Dominicana) Es Licenciada en Derecho, egresada de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM). Ingresa en el 2006 al Taller de Narradores de Santiago y ese mismo año ganó una mención en el concurso de cuento, ensayo y poesía Eugenio Deschamps, de la Alianza Cibaeña, con el cuento Tu ruta tu liberación. Primer lugar en el Concurso de Cuentos Profesor Juan Bosch de la Fundación Global y Desarrollo (Funglode) 2007 con Silverio de tal. En el concurso de cuentos de Radio Santa María ganó en 2007 el cuarto lugar con su cuento El gotero rojo, y mención de honor en la versión del año 2008, con el cuento La guarida. En el 2010 publica su libro de cuentos Tu ruta tu liberación. Ha sido antologada en: Replicantes, antología de cuentos dominicanos y argentinos, Antología de los jueves literarios de Sosúa. Ruptura del límite, Colombia 2010, Los mejores cuentistas dominicanos contemporáneos y en la antología Y este era el principio, del Taller de Narradores de Santiago. 25


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Evaristo

Scriabin

Mi barrio no tenía parque, por tal, la cancha era el patio del olor de los pedestres. No tenía barra, ahora sí. Los halcones sin mujer no bebían con Hopper un ángulo negro y salvaje para el fondo de la física waits no conoció a bukowski, ni a iggy, no se fumaba, los que lo hacían eran rads el primer skate fue una maña para calzar la acera, comenzaba a rendir su pulsión de capital en las torres crecientes el concreto se erectaba, con ellas las faldas queridas, sus morbos de familia linda no tenían escondrijo para los peepin tom de arriba, patios españoles como anteojos cuadrados para su cárcel de gato godiva sin caballo, hipatia sin caballo, la rubia de la esquina se retiraba al motel a sangrar su ojiva de cardo la iglesia masticaba su erudición en recolectarnos la culpa por el bolsillo mi barrio no tenía pulmón, ni jardín primigenio, era un gavetero de clase media tendiendo su piel ombligo al calor no habrá porno que borre esa tribu de copas rotas adiós, es tarde para hablar de trapos

yo soy el cieno yo soy la herencia el opaco brillo del material un salón enjaulado polvo acusando grilletes de estrellas miras mal el compás gravitas por la nieve dorada con tus trenzas serenas no me llames no hay caza esta ilusión que todavía no maúlla, es lo perfecto

Dios errante «Al perro que tiene dinero se le llama señor perro». Proverbio árabe hay un cenicero muy vacío en el borde de la mesa también el borde de la mesa tenía un borde un barco a medio morir lleno de trigo y palabras la sombra torcida del mar nunca nos hará dragones queda la gota en la clavija queda un hierro en el haber esta mañana besé un botón al sur del alcohol cuánta escoria hace falta para hacer el canto de un cisne?


(Sin título) Kiskeya no el nombre Ya estamos viejos pa esta arenga Cráneos vendados haciendo el vuelo del tormento Temidas pisadas coagulan la caña Mítico saber de vidrio Machete, bailando el metal en humo verde Zafra caldera cráneos Cobalta el cielo el campo en bosque huido Kiskeya no es el nombre Trafica un gusano su heredad de alas Libros presos de ron Maestros y padres soñándose las uñas He de vivir severo en rojo otoño cayendo Nuestros manteles negros no darán el pan negro Piélago herido Adentro están las causas y las especias Baila el metal su falo de caña Esta noche brujan los pañuelos y las aguas de la fortuna Beneméritas empresas donan un enorme manatí de cobre Manjar hacía lodo, nuestra las muelas Y es entonces un moño de fuego Hupias roen la luna del yaque Abrimos hacia la carne del legado verde Emblemas de basura punzando Ayer no estábamos tan tristes El hierro en piso Horizonta al hueso dormido en tiniebla Kiskeya no es el nombre Antes de las faldas mediaban hormigas carreteras Marcos de cuadro mejor Escobas bajaban a bailar en mosaicos más lumbrosos Una silla de colores madera el tranquilo Tazas filosofan la siembra del hembro Mastica un chivo un cordel de barro Miro al mirón cemí planchar los líquidos del trabuco Tónicos Vuelta desafiar dadácontes en su escritura silal Mientras coñan a la madre entre la coa Kiskeya no es el nombre La calles ya no hieden a caballo Domesticados perros embotellan su sal, al mar de los mensajes perdidos Un loco piafa un báculo Eso fuimos al volver Cuando no éramos los que no somos

Ricardo Cabrera

(Santo Domingo, 1983) Estudiante de término de Letras en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Ha sido corrector de estilo, asistente de editor, asistente de bibliotecario. Miembro fundador del Taller de Narradores de Santo Domingo. Ganador del Primer Lugar en el Concurso de Literatura Deportiva Profesor Juan Bosch, Premio Nacional Estudiantil de Ensayo del Ministerio de Deportes, Educación Física y Recreación 2009 y del Primer Lugar en Poesía en el Certamen Nacional para Talleristas 2011 del Sistema Nacional de Talleres Literarios. Textos suyos están incluidos en 4m3r1c4 Novísima Poesía Latinoamericana (Santiago de Chile, 2010.) Ha publicado ‘¡Siéntese pintura fresca!’ dentro del libro colectivo Esto no es una antología: palabras que sangran de El Arañazo, Colectivo Literario (Santo Domingo, 2012.). El ebook Viñetas Ojepse (Amazon, 2013).

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Manifiesto Para los que no me conocen yo soy Isis de Ningún Sitio Nací el 25 de octubre de un año sin laureles Poesía me hizo al fornicar con el Abismo y vine al mundo entre azul de metileno y espirales A los siete años aprendí lo que era el odio a los catorce ya tenía pensamientos genocidas a los veintiuno me inyectaba cables de alta tensión para sentir el tiempo y esquilmaba sueros narcóticos de todos los toneles que encontraba Todas mis heridas supuraban versos y anestesia Una noche la histeria me tomó entre sus brazos y nunca he dejado de sentir su perfume en mis cabellos

El amante hostil Te beso y tu veneno se me queda como un hito te toco y sobre mi piel crecen zarzas espinosas que se hienden en cada pensamiento cada palabra tuya es una bala para la cual brindo mi pecho desnudo Morir de amor es más digno y más absurdo que morir de una fiebre o enfisema o un festín de insomnios recetados o de un golpe de dudas un ginebrazo directo a la conciencia

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Sí, morir de amor es más humilde que morir de silencio o de vacío

Involuntad Hay tardes que son como un escopetazo en la voluntad zigzag/caída a la absurdidez/ceromatacero recordar la inutilidad del latido en medio de la nada Hay tardes en que se desvisten las neuronas e incluso los recuerdos toman vacaciones… este odio que no es más odio de lo que es tristeza Y esta tristeza que no es más que haraganería porque ser feliz cuesta mucho y todos estamos en olla Antes, tal vez había nubes negras batallas en el desierto, qué se yo ahora solo están unas cadenas que besamos porque de todos modos ya todo está maldito Y esta tarde es una de esas en que se detona una bomba o se desliza un bostezo con tanta naturalidad como desgano porque da lo mismo ser una flor o un engranaje una piedra o un nuómeno Lo que importa es que el cuerpo hace cosas sin que uno lo desee y respirar es una de ellas


Los disparos Si nos atrevemos a salir nos matarán los otros René del Risco y Bermúdez Tengo miedo y ya no soy la única que sabe que la poesía acaba justamente cuando empiezan los disparos La noche el humo violeta de las esquinas oscuras sombras que se mecen esperando la presa doctas en la dialéctica del puñal y del veneno... Cada paso es esta urbe infame es una muerte que te espera para arrancar los versos aún no escritos Atrás quedaron en las fotos de antaño aquellas noches de botellas ambarinas de músicas silvestres que trepaban las neuronas excitando el alma y elevando el espíritu Ahora solo queda la sangre manchando vulgarmente el metal de la ignominia ahora solo quedan piedras para amolar las ansias: tus infantiles miedos a la noche, solo que ahora el monstruo no disuelve su silueta tras encender la vela ahora que el monstruo está ya hecho de tu sombra puedes voltear en cualquier momento y encontrarte cara a cara con la angustia Ahora atreverse a ser feliz es un suicidio y una carcajada del azar recordar bajo un farol amarillo los versos del poeta muerto hace mil lunas pero es cierto: sin los brazos protectores del amor ¿qué más nos queda? ¿ser arropados por el miedo en la noche eterna de las incertidumbres? ¡Ay de aquel que no tenga quien le abrace! Que estas horas le tomen por asalto sin siquiera una estrella a la cual elevar una plegaria La calidez de amor infunde fuerzas, sí mas los cabellos del miedo son largos y oscuros cuando menos lo esperas los encuentras flotando ante la sonrisa ingenua y recuerdas el peligro de estar vivo Los besos aún impronunciados los versos que contiene cada lápiz Y retornas a tus antiguos miedos porque sabes que la poesía acaba justamente cuando empiezan los disparos.

Isis Aquino (Santo Domingo, 1986) Poeta, narradora, gestora cultural y traductora. Inicia su vida cultural en el Círculo Literario Yelidá (2002-2004). En 2003 crea la revista underground Tábula Rasa. En 2004 poemas suyos aparecen en revistas y antologías tanto nacionales como extranjeras. Fundó el Círculo Literario ‘El viento frío’ y fue miembro de El Arañazo, Colectivo Literario. Forma parte del colectivo ‘Y también soy palabra’ desde su fundación en el 2011. Es autora de QuodScripsi (2011), Balas perdidas (2014), Desandar el abismo (inédito, 2015) y la novela En la cuerda floja (2016, pendiente de publicación). Obtuvo el 2º lugar en el VI Certamen Nacional Para Talleristas (poesía, 2010), el 2º lugar en el VIII Certamen Nacional Para Talleristas (cuento, 2012), en República Dominicana, y un accésit en el 8º Certamen Internacional de Poesía ‘La lectora impaciente’ (España, 2010). 29


Patricio Viteri Paredes

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Patricio Viteri Paredes

mediados del siglo XIV la peste negra devastó Europa. Casi la mitad de la población (unos 70 millones de personas) pereció en esa pandemia que se extendió hasta el siglo XVII. Las malas cosechas, el hambre, las guerras, los brotes de sífilis se sumaron a la plaga bubónica como bárbaros jinetes del apocalipsis. La muerte señoreaba en campos y ciudades


aniversario los Países Bajos, la Reforma protestante, el Humanismo y la invención de la imprenta dieron un nuevo sentido a la filosofía, a las ciencias y las artes. El Renacimiento neerlandés no rompió totalmente con el gótico tardío y tampoco consideró necesario inspirarse en la antigüedad grecorromana (como hicieron los italianos); el arte flamenco siguió conservando el gusto por los detalles más nimios, los colores brillantes heredados de la escuela de miniaturistas, el interés por lo cotidiano y el descubrimiento del paisaje propio como fondo de sus cuadros. Pero, aunque era una nueva forma de mirar al mundo, existía todavía un sentido de culpa, un cariz atormentado, una zozobra provocada por la persistencia de las desgracias colectivas que se presentaban en forma de epidemias, hambres y guerras que dejaron una estela de muerte y espacios despoblados.

El hombre y su obra

El jardín de las delicias

y, en esa época, nadie podía explicar las causas de la hecatombe. Se culpaba a los cielos, pues en 1345 hubo una conjunción de Saturno, Júpiter y Marte y esto habría ocasionado «una gran pestilencia en el aire»; se atribuyeron los males a los terremotos y volcanes; se acusó de todas las crisis a los judíos, a los extranjeros, a los peregrinos, a los vagabundos, a los leprosos y a los gitanos, y a miles los exterminaron.

Y se extendió la certidumbre de que la ira de Dios caía sobre el mundo por los pecados que seguían cometiendo los hombres. En la Edad Media, la religión fue el pilar sobre el que se sustentaba la vida, el entorno social y el devenir. Y el arte no escapó de la influencia de la Iglesia católica durante todos esos siglos. Pero, en el siglo XV, el Renacimiento italiano y el Renacimiento de

Hieronymus Bosch (su verdadero nombre fue Jeroen van Aken) nació hacia 1450 en el sur de los Países Bajos, en la ciudad de ‹s-Hertogenbosch, a la cual se la denominaba comúnmente ‘Den Bosch’ (‘el Bosque’, de donde proviene el sobrenombre español ‘El Bosco’). A diferencia de Durero —que dejó sus diarios, cartas y firmaba y fechaba sus obras—, de Bosch poco se conoce sobre su vida. Su nombre aparece por primera vez en 1474, en los archivos municipales de su ciudad natal, donde se cita también a sus dos hermanos y una hermana. Hacia 1480 se casó con Aleyt Goyaerts van den Meervenne, y entre 1486 1487 el nombre de él aparece en una lista de miembros de la Hermandad de Nuestra Señora, en la catedral de San Juan en

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Den Bosch; años después hizo varios trabajos para esta hermandad: un vitral para la nueva capilla, un crucifijo, las esculturas de los arbotantes y una lámpara de techo; se afirma que su abuelo y su padre también eran pintores de esa cofradía. En los registros de la congregación se inscribe la muerte de Bosch el 9 de agosto de 1516 y la misa fúnebre en la catedral de San Juan, donde le proclamaron insignis pictor. Actualmente, sólo de unas treinta a cuarenta pinturas (únicamente siete están firmadas y ninguna tiene fecha) y una pequeña cantidad de dibujos han sido atribuidas al Bosco. Entre las obras representativas de su primer período están: Extracción de la piedra de la locura, Crucifixión, La adoración de los reyes, Los siete pecados capitales, Las bodas de Caná, Ecce Homo y El prestidigitador, en las cuales empieza a representar la vulnerabilidad humana a las tentaciones del mal, la atracción del pecado y la lujuria, la ignorancia y la credibilidad de los hombres; pero en estos primeros trabajos las imágenes son aún convencionales y lo extraño sólo aparece ocasionalmente en la forma de un demonio escondido o de un mago vestido estrafalariamente. Bosch no se hacía ilusiones sobre la racionalidad de la naturaleza humana y sus pinturas son discursos sobre la locura y el pecado. Foucault, sobre esa época, señala: «Hasta la segunda mitad del siglo XV, o un poco más, reina sólo el tema de la muerte. El fin del hombre y el fin de los tiempos aparecen bajo los rasgos de la peste y de las guerras. Lo que pende sobre la existencia humana es esta consumación y este orden al cual ninguno escapa. La presencia que amenaza desde el interior mismo del mundo es una presencia descarnada. Pero en los últimos años del siglo, esta gran inquietud gira sobre sí misma: bur-

larse de la locura, en vez de ocuparse de la muerte seria. Los elementos están ahora invertidos. Ya no es el fin de los tiempos y del mundo lo que retrospectivamente mostrará que los hombres estaban locos al no preocuparse de ello; es el ascenso de la locura, su sorda invasión, la que indica que el mundo está próximo a su última catástrofe, que la demencia humana llama y hace necesaria». El período medio del pintor corresponde a los trípticos panorámicos como El carro de heno, Las tentaciones de san Antonio y El jardín de las delicias, obras muy complejas y ambiciosas donde explota la fantasía y se plasman escenas apocalípticas, caóticas y alucinantes; sin embargo existe también un retrato idílico de la humanidad antes del pecado. La preocupación de Bosch sobre los males del mundo no excluía toda la belleza de este mismo mundo, pero su pesimismo le quitaba toda ilusión sobre la sensatez de los hombres. En sus pinturas, la obsesión por la muerte se alimentaba de otro horror: la convicción de que después de la disolución del cuerpo, el alma seguía existiendo y posiblemente sería condenada al sufrimiento eterno en el infierno; y es quizá en la representación de los tormentos del alma después de la muerte donde Bosch hace su contribución más importante a la historia de la pintura.

El jardín de las delicias El jardín de las delicias, una de las creaciones más enigmáticas y célebres, es una síntesis de la interpretación religiosa y simbólica que tiene Bosch de su mundo. El tríptico probablemente fue pintado hacia 1500, adquirido por Felipe II en 1591 y destinado al monasterio del Escorial; después de la Guerra Civil española pasó al Museo del Prado.

En el panel izquierdo se describe el momento en que Dios (en forma de Cristo) presenta a Adán a su compañera Eva en el paraíso terrenal; en un estanque, en primer plano, emergen varias figuras aladas, animales reales o imaginarios que contradicen la inocencia que se podría esperar del jardín del edén antes de la expulsión; a la derecha se encuentra el árbol del bien y del mal con la serpiente enrollada en su tronco, y varios anfibios y seres fantásticos. En el panel central, el propio jardín de delicias, el horizonte coincide con el del panel izquierdo, como una conexión espacial entre las dos escenas. El jardín está repleto de mujeres y hombres desnudos, blancos y negros (sólo hay un hombre vestido en la parte inferior derecha, y se especula que podría ser un autorretrato de Bosch); los animales y las frutas tienen un tamaño muy superior al normal. Los desnudos que aparecen aquí casi no tienen sustancia y parecen almas, no tienen sensualidad y son casi transparentes. Unos han visto en este panel al mundo entregado al pecado, otros dicen que representa «una utopía, un jardín de delicias divinas antes de la Caída o una circunstancia que surgiría si, después de la expiación del pecado original, se permitiera a la humanidad regresar al Paraíso en un estado de tranquilidad y armonía con toda la creación». En el panel derecho está el infierno y es donde Bosch desata aún más toda su imaginación y destreza artística para describir un paisaje dantesco, con ciudades incendiadas, cientos de personas conducidas al tormento eterno, y los animales y seres más paradójicos e inconcebibles. Hacia el plano medio se encuentra la figura del hombre-árbol, asociado con lucifer, que alberga en su tronco a los glotones que esperan que los demonios les sirvan


sapos y otros animales inmundos. Los demonios fantásticos, amalgamas imposibles de animales, humanos, monstruos, objetos domésticos, casi no tienen precedente en el arte religioso anterior. El infierno, cuya oscuridad humeante domina el panel, está repleto de peces con botas militares, pútridos demonios verdes y roedores con alas, todos los cuales están concentrados en administrar castigos espantosos. El pecado —desde su inicio, propagación y castigo— es el único tema que une los tres paneles. En las últimas obras del Bosco hay un cambio radical en la escala y, en lugar de esos paisajes habitados por cientos de seres pequeños, pinta grupos compactos presionados contra el plano de la pintura, en unos dramáticos primeros planos tan cercanos que el espectador participa en el evento tanto física como sicológicamente, como se aprecia en La coronación de espinas y Cristo con la cruz a cuestas. Las obras maduras de Bosch son más apacibles y tranquilas, y representan a varios santos en contemplación o en reposo, como San Juan en Patmos y San Jerónimo en oración. Desde una perspectiva contemporánea, resulta difícil desentrañar el significado de los símbolos que el Bosco introduce en sus pinturas. Se han intentado interpretaciones psicoanalíticas, surrealistas, esotéricas, sectarias, pero ninguna de ellas

puede explicar el genio infernal del neerlandés y los cientos de alegorías que pueblan sus obras. Se nota que él tenía un gran conocimiento de los deseos y los miedos más profundos de los hombres, y su arte reflejaba las esperanzas y temores de una Edad Media azotada por los flagelos y en espera del apocalipsis. Pero, en realidad, muchas de las claves se han perdido: las formas góticas manifiestan algo indescriptible y muestran un rostro enigmático que ya no puede ser descifrado. Y aunque Bosch pinta los monstruos que existen dentro del corazón humano y retrata a los hombres tal como son desde el interior, el siguiente pasaje del Apocalipsis de san Juan prefigura la materia onírica del inmenso pintor: «El aspecto de las langostas era como de caballos equipados para la guerra. Llevaban en la cabeza algo que parecía una corona de oro, y su cara se asemejaba a un rostro humano. Su crin parecía cabello de mujer, y sus dientes eran como de león. Llevaban coraza como de hierro, y el ruido de sus alas se escuchaba como el estruendo de carros de muchos caballos que se lanzan a la batalla. Tenían cola y aguijón como de escorpión; y en la cola tenían poder para torturar a la gente durante cinco meses. El rey que los dirigía era el ángel del abismo, que en hebreo se llama Abadón y en griego Apolión».

En sus pinturas, la obsesión por la muerte se alimentaba de otro horror: la convicción de que después de la disolución del cuerpo, el alma seguía existiendo y posiblemente sería condenada al sufrimiento eterno en el infierno; y es quizá en la representación de los tormentos del alma después de la muerte donde Bosch hace su contribución más importante a la historia de la pintura.

Fuentes Fraenger, Wilhelm and Kaiser, Ernst. The Millennium of Hieronymus Bosch, New York, 1976. Foucault Michel, Historia de la locura en la época clásica, México, 2015. http://www.eldiario.es/cultura/arte/Bosco-exposicion-Prado/ http://www.hieronymus-bosch.org/ http://www.all-art.org/early_renaissance/bosch1/ http://www.newyorker.com/culture/culture-desk/hieronymus-bosch http://www.britannica.com/biography/Hieronymus-Bosch http://www.abc.es/cultura/arte/ http://www.patrimonionacional.es/escorial2016/ http://www.lavanguardia.com/cultura/ https://www.museodelprado.es/

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Perros

bomba Patricio Jara

E

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l protagonista de esta historia es el capitán Alexander Salenko, quien bajo el mando del general Nikolái Fiódorovich Vatutin y éste, a su vez, a las órdenes del supremo comandante en jefe del Ejército Rojo, Gueorgui Konstantinovich Zhukov, desarrolló y probó un extravagante sistema para detener el avance de los tanques enemigos durante la invasión de Alemania a la Unión Soviética, iniciada en junio de 1941. La figura del capitán Salenko es evocada por la profesora Tatiana Dmitrieva en el bar y cafetería Tierra Firme, al interior del aeropuerto Tocumen de Ciudad de Panamá. La profesora Dmitrieva, quien ha ordenado una Coca Cola con limón y una hamburguesa con pepinillos y cebolla, vino hasta Centroamérica tras la pista de algunos familiares del capitán Salenko

emigrados a esta región tras el fin de la guerra. Tenía la esperanza de que entre sus pertenencias conservaran algo —un documento, algún recuerdo, alguna foto— sobre este poco conocido héroe de su país y cuya historia, pese a su ingenio y determinación para con la Gran Guerra Patria, finalmente estuvo determinada por la fatalidad del destino en el que pudo haber sido su momento de mayor gloria. Todo lo que Tatiana Dmitrieva hubiese podido encontrar habría sido de gran importancia para su tesis doctoral, la cual prepara en la Universidad de Moscú. Sin embargo, luego de visitar algunas localidades en Honduras, El Salvador, Costa Rica y en la propia Panamá, la investigadora regresa a su país sin nada concreto, o dicho mejor, sin hallar absolutamente nada. Es más, junto con la sensación de ha-


relato ber perdido dos semanas de su vida y casi cuatro mil euros en pasajes, alimentación y alojamiento, cuenta decepcionada —y con algo de enojo— que los pocos Salenko que conoció no tenían ni la remota idea sobre sus antepasados europeos. Incluso en algunos casos estos Salenko que rastreó con ayuda de embajadas y consulados hoy figuran en los registros de identificación como ‘Zalenco’ o bien ‘Sarlenco’ e incluso ‘Sacalenco’ y todos niegan rotundamente —y con un nerviosismo que la desconcertó— tener vinculaciones con el comunismo internacional, como le dijeron en El Salvador o, en su defecto, con la guerrilla financiada por Cuba, como tuvo por respuesta luego de sus averiguaciones con tres familias hondureñas cuyos miembros no bajaban de los setenta años. La profesora Dmitrieva piensa en voz alta y dice que tal vez la misma mala suerte que tuvo su personaje la ha acompañado a ella en este viaje lleno de calor, humedad, mosquitos y vegetación tan verde que hace doler los ojos. En cualquier caso, su presencia en el aeropuerto de Ciudad Panamá es obligada por una escala de cuatro horas mientras aguarda la salida de su vuelo rumbo a Moscú, previa escala en Frankfurt. Cuenta Tatiana Dmitrieva que antes de la guerra Alexander Salenko había sido alumno de Instituto de Medicina Experimental de la Academia de Ciencias de Rusia y, como tal, pudo acceder a la bitácora de los experimentos que allí realizara el destacado profesor Iván Pavlov, especialmente de aquellos referidos al reflejo condicional en perros y los progresos en su reeducación mediante estímulos. De manera que años después, en plena guerra y ante la impotencia de ver el avance implacable de las tropas alemanas sobre territorio soviético, Salenko expuso a sus superiores una

idea que maduró durante algunas noches en su tienda de campaña: hacer frente a los carros enemigos utilizando perros cargados con explosivos. Si estos lograban meterse debajo de las máquinas y hacerlos estallar ahí, en la única parte donde no tenían blindaje, podían dejar fuera de combate a muchos taques enemigos a muy bajo costo. Desde luego que no los harían saltar por los aires, pero la explosión sería suficiente para cortar las correas de las orugas e imovilizarlos. El capitán dio una detallada explicación de su ocurrencia, sin embargo todos convinieron que lo mejor era demostrar las cosas en terreno. Para entonces el Ejército Rojo estaba desmoralizado. Los alemanes entraban como un vendaval desde el oeste y no había suficientes vehículos blindados para hacerles frente. La investigación de la profesora Dmitrieva establece con certeza que la primera prueba del capitán Salenko fue con un perro callejero al que preparó siguiendo estrictamente los protocolos pavlovianos: luego de tres días sin darle comida, lo puso frente a un tanque T-34 instalado en un campo de tiro y lo hizo buscar debajo de la máquina, específicamente entre las ruedas

oruga. Allí, entrando de frente, o bien por detrás del resquicio entre las dos series de rodados, el perro encontró un hueso carnudo que el capitán había puesto un rato antes. Las dos mañanas que siguieron practicó el mismo ejercicio. Luego, con un día de pausa, Salenko desplazó al tanque cincuenta y luego cien metros más atrás de donde estaba en un comienzo. Tal como lo supuso, el perro fue capaz de acercarse con decisión e identificar el sitio exacto donde podía encontrar su alimento. Al cabo de una semana, Salenko incorporó otra variante: hizo encender el motor del tanque para que el perro hambriento se familiarizara con la dificultad del ruido y posteriormente del movimiento. Por un minuto sospechó que el traqueteo del motor del T-34 —no muy distinto al del Panzer— echaría por tierra sus experimentos, sin embargo, cuatro días más tarde y en los que no recibió nada más que un poco de agua, el animal había resuelto las dificultades para meterse debajo del tanque hasta conseguir el hueso, ahora amarrado con un fino alambre al cableado interior. Mientras Salenko trabajaba con el perro, un grupo de técnicos confeccionaba el arnés en que el animal llevaría los explosivos sobre

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su lomo. Ni bien resolvieron que la carga ideal era entre dos y tres kilos o, en su defecto, una mina antitanque, concentraron sus esfuerzos en el detonador de palanca que iría sobre éste, de tal forma que el animal activase el mecanismo apenas se metiera debajo del tanque. Los primeros resultados de los perros-bomba en el campo de batalla fueron un éxito. —¡Великая Отечественная война! —gritaban los soldados rusos antes de soltar a los perros que corrían directamente hacia los tanques enemigos. Demás está decir el desconcierto que esta estrategia causó en los alemanes, sobre todo porque desde la altura de un Panzer los tripulantes no podían ver cuando

un simple perro callejero iba directo hacia ellos. A mediados de 1942 se contaron quince tanques alemanes inutilizados con este método. Una cantidad modesta si se compara con las bajas contabilizadas en incursiones convencionales, sin embargo los perros-bomba —con su capacidad de aparecer silenciosamente en cualquier momento y en cualquier lugar— naturalmente despertaron temor entre los invasores al punto que en algunos poblados, antes del paso de los blindados, destacamentos de infantería tomaban la delantera y eliminaban a todos los perros que se cruzaran por su camino. En otros casos, algunos tripulantes bajaban del tanque con ametralladoras y hasta lanzallamas

para ahuyentar a los animales que les salían al paso. Cada vez que los veían aparecer, los alemanes tenían dos formas de referirse a ellos: los llamaban Panzerabwehrhunde (que significa perros antitanque) o bien Hundenminen (que significa perros-mina). La profesora Dmitrieva no tiene certezas sobre las asociaciones que hiciera el capitán Salenko en su propósito de masificar la preparación de perros-bomba, sin embargo cree que lo ocurrido con la 22ª División Panzer en la ribera del río Kurtlak, a varios kilómetros de Stalingrado, lo alentó en sus convicciones de que la fuerza de la naturaleza —y de los animales en especial— podía detener al enemigo.


En esto habría sido clave lo ocurrido a comienzos de noviembre de 1942, cuando el teniente general Ferdinand Heim decidió detener el avance de sus tanques hacia Stalingrado a la espera de instrucciones del alto mando y racionalizar así el combustible y las municiones. Para evitar que en la espera el frío y la lluvia dañaran los cien vehículos que tenía al mando, Heim hizo cavar fosos de seguridad y cubrirlos con toda la vegetación disponible en los alrededores del Kurtlak. La espera, sin embargo, terminó de la peor manera: los alemanes vieron aparecer en el horizonte una hilera de blindados rusos y Heim dio la orden de prepararse para el combate, pero fueron muy pocos los carros capaces de echar a andar sus motores, pues el sistema eléctrico de las máquinas había sido devorado por cientos de ratas de campo que tomaron los tanques como nuevas madrigueras. Finalmente debieron hacer frente a los rusos con apenas cuarenta tanques. Al enterarse de su derrota, Hitler ordenó que Heim fuera arrestado y conducido a una prisión en Berlín. Un par de semanas después, el capitán Salenko presentó a sus superiores un plan para el entrenamiento de perros-bomba a niveles industriales, pero sólo fue autorizado a trabajar treinta ejemplares en vez de los doscientos que solicitó. No hubo razones, pero supuso que era la forma que tenía la comandancia de moderar su entusiasmo. Como sea, necesitaba de al menos dos semanas de preparación intensiva y un hombre por cada dos perros. El trabajo se realizó sin contratiempo y al cabo de quince días el capitán Salenko, sus perros y el equipo de adiestradores llegaron hasta una zona industrial al sur de Stalingrado. Los animales fueron transportados en dos camiones que

se estacionaron en el patio de una fábrica de ladrillos. Tatiana Dmitrieva se ha enterado de algunos detalles del entrenamiento de los perros gracias a los apuntes del propio Salenko que se conservaron por años en una bodega del ejército, aunque mucho más importante que eso es la información del día en que los animales estuvieron listos para enfrentar a los tanques enemigos y que sin embargo terminó en un gran desastre. Los documentos que halló la profesora están fechados en enero de 1943 y dan cuenta de una emboscada a una división de tanques que contó con el apoyo de algunos francotiradores instalados en edificios de altura. Poco antes de las diez de la mañana los soldados rusos avistaron los primeros carros alemanes y de inmediato Salenko y su gente comenzaron a cargar con explosivos a los perros. Según los cálculos, en menos de una hora los carros pasarían frente a la fábrica de ladrillos. Entonces se abriría un portón y los animales —que llevaban tres días de hambre— saldrían a toda velocidad en busca de comida. Y así exactamente sucedió: apenas comenzó a temblar la tierra por del peso de los blindados, el capitán Salenko alentó a su gente con el puño en alto: —¡Великая Отечественная война! Al comienzo, todo ocurrió como estaba planificado: los perros corrieron hacia los tanques y de inmediato se escucharon las primeras explosiones. Se contaron al menos cinco antes de que la formación alemana se desperdigara en completo desorden: mientras algunos vehículos aceleraban, otros intentaban retroceder o buscaban abrirse paso por un costado. Además, cada tripulante que asomaba la cabeza desde la escotilla recibía el disparo de un francotirador. Pero lo que vino después no

estaba en los planes de nadie: un avión ruso apareció entre las nubes y comenzó a atacar a la columna de tanques. Fue una lluvia de bombas que no sólo destruyó algunos blindados alemanes, también ahuyentó a la veintena de perros que aún estaba con vida y con su carga en el espinazo. Parapetado entre los escombros en que quedó transformado el depósito de ladrillos, el capitán Alexander Salenko vio cómo sus animales corrieron aterrorizados calle abajo en dirección a zonas urbanizadas que poco tenían que ver con lo que estaba pasando. Minutos después llegó el estruendo de las explosiones. En ese momento supo que la Gran Guerra Patria había terminado para él.

Patricio Jara

(Antofagasta, Chile, 1974) Ha publicado libros de crónica musical, de perfiles y novelas. La primera de ellas, El sangrador, fue galardonada por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura en 2002, mientras que Geología de un planeta desierto obtuvo el Premio Municipal de Literatura 2014. Su última novela es Antipop. Es profesor de la Universidad Diego Portales y del Centro de Extensión de la Universidad Católica. Escribe en la revista Qué Pasa. 37


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Beatriz Espinoza


cuento

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n el antiguo hospital, el viento frío del invierno se propagó por el pasillo que unía a los tres pabellones de internación, cada uno estaba separado por un pequeño jardín; a las siete de la noche la luz mortecina de los faroles a medias cobijaba el reposo de las flores. En la capilla permanecía el eco de las oraciones surgidas desde lo profundo: pacientes pidiendo por su salud, familiares rogando por la paz y el consuelo ante la inevitabilidad de la pérdida. Eso fue antes; en el presente, Santa Luisa de Marillac fue trasladada al museo, donde le acompaña la Virgen de Legarda, destituida de su sitial de madre de todos los vivientes para convertirse en una pieza de museo; el Cristo de Caspicara, según dicen, se perdió, de los copones y custodia se desconoce su paradero, los autores de la desaparición cruzaron las puertas del Hades asegurándose de borrar toda huella; al construirse el nuevo hospital los antiguos pabellones fueron remodelados para museo y salones de eventos. Pese a los cambios, quizá por la altura de las habitaciones —tres metros de alto—, el frío penetraba en los salones interiores y por los resquicios invisibles repartía los murmullos de las altas cumbres; el silencio fue esfumándose como las nubes, y como en cortejo en él partieron cuerpos y almas provocando la sensación extraña del más allá. El lunes diez de abril, en el pabellón uno del hospital estaba listo el auditorio para la presentación del libro del decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Almería. Alice Goud llegó diez minutos antes de que se iniciara la ceremonia; a pocos pasos de ella dos hombres conversaban animadamente, el uno un periodista importante, el otro de regular estatura, de unos cincuenta y un años, un tanto excedido de peso, su cabello

rizado y negro. Alice recordó el nombre del periodista: Juan Pedro Espinoza Pareja, quien no estuvo en contacto con ella en el pasado, no obstante, en el presente, los lazos y conexiones que tejieron la trama de su encuentro fueron dándose de manera natural e imprevisible. —Soy Alice Goud —dijo mirando al editorialista—. Es un placer dirigirme a usted. Fui amiga de su esposa —añadió. —¿Conoce a mi esposa? —¡Claro! El hombre de cabello rizado y negro permaneció en silencio, su pensamiento estaba ocupado en la proximidad del evento; minutos más tarde pasó a ocupar su asiento en la mesa principal. Fue una de las sorpresas de Alice, «¿cómo así?», se preguntó, lejos estaba ella de imaginar lo que sucedería después. La mirada de Alice recorrió todo el auditorio, estaba buscando algo, alguien, sin tener claro de qué cosa se trataba, inquieta por lo desconocido pensó que hasta ese instante todo encajaba en los parámetros de lo normal. Sin mayor interés observó una puerta ubicada en el ala derecha del salón, se dirigió hacia allá; su conducta no fue premeditada, respondió a un impulso, que no define, ni ubica, ni aclara, simplemente fue. Cuando abrió la puerta no escuchó ninguna alarma, no fue sobresaltada por ruidos extraños; pese a que en el salón principal hacía frío, en el interior del cuarto la temperatura era cálida; la leve tibieza fue un imán para Alice, la escasa iluminación no la detuvo ni despertó en ella ningún temor, siguió avanzando… La última puerta era diferente, el descuido de la misma contrastaba con la del salón principal, sin detenerse a dudar la abrió. No estaba buscando nada específico, su acción no correspondía a un objetivo, era un movimiento sin causa, algo oculto en el sustrato desconocido de su mundo la impulsaba.

Sin mayor interés observó una puerta ubicada en el ala derecha del salón, se dirigió hacia allá; su conducta no fue premeditada, respondió a un impulso, que no define, ni ubica, ni aclara, simplemente fue.

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Alice no descubrió una explicación para lo que estaba mirando, esperó encontrar una bodega con cosas inútiles, polvo, desorden, basura… Precisamente por la contradicción entre lo que esperaba y la evidencia, fue paralizada por la sorpresa y cautivada por el misterio de las percepciones únicas…

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La puerta mencionada tenía un rótulo visible en su parte superior, con letras mayúsculas estaba escrito: «prohibido el paso». Bajo éste, una nueva advertencia: «no entrar». La doble prevención no tuvo ningún efecto, Alice Gould ingresó al cuarto prohibido. En el instante en que se desarrollaban estos acontecimientos eran las ocho de la noche… Al cruzar el umbral su sorpresa no tuvo límites, del techo colgaban gruesos cortinajes de terciopelo lacre con ribeteados negros. Cada pliegue de la cortina se sujetaba lateralmente con un cordón grueso, amarillo, que estaba sujeto a un gancho de bronce. Alice no descubrió una explicación para lo que estaba mirando, esperó encontrar una bodega con cosas inútiles, polvo, desorden, basura… Precisamente por la contradicción entre lo que esperaba y la evidencia, fue paralizada por la sorpresa y cautivada por el misterio de las percepciones únicas… A poca distancia de ella, estaba un lecho cubierto con una sábana blanca de seda… Alice inclinó un poco su cabeza y permaneció así unos segundos. Cuando enderezó su espalda, observó algo que se escapó de su campo perceptivo, no logró entender cómo sucedió… Con su mano izquierda tocó su mejilla, gesto usual en ella cuando las cosas no estaban claras. Pese a sus dudas, estaba allí sobre

el lecho, no se atrevería a afirmar lo contrario… Cerró sus ojos con la esperanza de que en la segunda mirada desapareciera lo que la estaba desconcertando. Detuvo su mente dejándola descansar de cualquier contenido, voló al jardín de la serenidad, las hojas de los árboles se mecían con el viento, una mariposa blanca volaba lentamente, mientras una tórtola se balanceaba en la hoja de una palmera… Escuchó el ruido de un disparo de escopeta de perdigones… La tórtola cayó muerta… La quietud se apoderó de todo lo que ella podía contemplar. Esta vez no realizó ningún movimiento corporal. —¡Oh no, sigue allí! —dijo. Sobre el lecho estaba una mujer exánime, extendida a lo largo, su cabeza colgaba fuera del borde superior, su cabellera rubia casi rozaba el suelo, sus brazos abiertos en toda su extensión parecían suspendidos en la actitud de un abrazo que no alcanzó a dar. La túnica estaba ceñida a su cuerpo y formaba caprichosos pliegues a la altura de su cintura. La seda transparente permitía adivinar la piel de sus muslos. Solo su pie derecho sobresalía de la túnica, el izquierdo estaba oculto. Alice dudó por un instante: ¿la mujer descansaba de un éxtasis sexual? ¿Estaba muerta? No se atrevió a acercarse, ni a tocarla; solo podía mirarla, su conciencia desapareció. Alice olvidó por completo la razón por la que


fue a la sala de conferencias. Como siempre, esto no era todo, aún faltaba una parte. Sobre el vientre de la mujer estaba una gárgola, guardián de las catedrales góticas, probablemente medía un metro de alto. Estaba sentada en cuclillas, con el rostro dirigido hacia la mujer exánime. Parecía contemplarla sin sorpresa ni asombro. Su mano sostenía la mejilla izquierda, solo su brazo y su rostro estaban iluminados; lo demás era sombra, oscuridad; sus ojos cerrados emitían un leve resplandor, parecía mirar con insistencia a la mujer: era a ella a quien cuidaba la gárgola. Por ella descansaba sobre su esternón, a poca distancia del vértice de sus senos. La cortina de terciopelo como si fuera un espejo reflejaba la parte posterior de su cabeza, mostrando el poder de los seres oscuros que habitan en las tinieblas. Las dos orejas paradas, parecidas a las de los felinos, manifestaban su fuerza y su dominio. A los pies de la mujer, la cabeza de un caballo negro, con la boca abierta y los ojos sin pupilas totalmente blancos, se prendía en la gárgola.

La imagen de las bestias mitológicas mostró a Alice la evidencia de que la mujer no estaba muerta, pero tampoco estaba viva; estaba presa en el mundo del erotismo cautivo, de la dominación sin freno, estaba atrapada. Alice, después de mirar lo que miró, dejó de ser la misma; tampoco comprendió lo que era, ni lo que podía ser, fue afectada por la visión de la mujer exánime. Cerró la puerta del cuarto prohibido, para darse cuenta de que la presentación del libro de Caetano había terminado; decidida a solidarizarse con los escritores se acercó a la mesa donde el autor firmaba autógrafos, y descubrió, en medio de su asombro, que el hombre que estaba parado con el editorialista, al que en un primer instante tuvo el impulso de hablar y se detuvo, era el autor. Cuando tuvo el libro en sus manos, fue sorprendida por el título: Una lectura filosófica de E. A. Poe. El brazo de Alice permaneció suspendido en el aire: en la carátula estaban la mujer exánime, la gárgola y el caballo ciego.

Beatriz Espinoza Romero Nació en Riobamba, provincia de Chimborazo. Es Licenciada en Enfermería en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, Directora Provincial de Enfermeras en 1974. Tiene una licenciatura en Psicología Clínica en la Pontificia Universidad Católica. Es integrante del Taller de Literatura de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y miembro de la directiva de la Asociación de Escritores Médicos; así como miembro de la CCE, sección de Literatura. En 2014 publicó el libro de relatos Los cuartos vacíos.

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Juan Romero Vinueza

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Isaac Asimov fue uno de los autores más prolíficos de la historia de la literatura. Editó más de quinientos libros de ciencia, literatura e historia. Las editoriales no podían seguir su ritmo de producción, así que tuvo que repartir sus textos entre muchas de ellas.

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xisten personajes que son casi dioses o que se asemejan a ellos. Ejercen una fuerza sobrehumana, son omniscientes y omnipresentes. El resto de personajes les hacen reverencia, les temen y están completamente dominados por ellos. No podemos decir que Isaac Asimov (1920-1992), escritor ruso de ciencia ficción, haya inventado un personaje que sea un dios. Pero sí podemos señalar que creó una máquina que podría sustituir esa idea: el ordenador Multivac. Isaac Asimov fue uno de los autores más prolíficos de la historia de la literatura. Editó más de quinientos libros de ciencia, literatura e historia. Las editoriales no podían seguir su ritmo de producción, así que tuvo que repartir sus textos entre muchas de ellas. Los libros de la Saga de la fundación son sus obras más conocidas. Sin embargo, hay que destacar también sus descripciones proféticas de la inteligencia artificial y las tres leyes de la robótica: 1) Un robot no hará daño a un

ser humano o, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño; 2) Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la primera Ley, y 3) Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o la segunda ley. La obra literaria de Asimov tiene una gran relación con los mundos futuros y el poder dominante de las máquinas sobre la humanidad. Multivac ocupa ese trono en varios de sus cuentos. El narrador ruso ubica a este ordenador en algunos de sus relatos, con funciones diferentes. La única constante es la idea de su inconmensurabilidad y el respeto (y miedo) que le tienen los hombres a dicha máquina. Multivac aparece ante el lector como si fuese el dios de una sociedad futura que ha sido creada por el escritor ruso. El primer relato en el cual aparece Multivac se llamó Sufragio


ensayo

universal. El texto nació luego de que, en 1952, la primera computadora comercial, denominada UNIVAC 1, acertó el inesperado triunfo en las elecciones estadounidenses del candidato republicano Dwight D. Eisenhower, utilizando una muestra del 1% de la población. Asimov creó a Multivac en 1955 y dicha máquina podía concluir cuál sería el resultado de las elecciones, examinando la opinión de un sólo ciudadano. El ordenador seleccionaba un individuo típico, común y corriente: «No el más listo ni el más

fuerte ni el más afortunado, sólo el más representativo», dice Asimov en el cuento. Luego, la máquina le formulaba unas preguntas muy triviales a su individuo muestral y procesaba sus respuestas. Así podía pronosticar cuál candidato a la presidencia era el más indicado en esa ocasión. Simulaba ser el progreso de la democracia tecnológica y autoritaria del futuro. Pero sus apariciones no terminan ahí. En el relato Todos los males del mundo, Multivac es una máquina con sede en Washington D.C.

—con tentáculos que se extienden por toda la faz de la Tierra— que maneja la economía mundial y aporta en los avances científicos. Además, guarda en su base de datos toda la información de los seres humanos. Así puede protegerlos en caso de posibles ataques, incluso los alerta de las posibles enfermedades del futuro. Al conocer todo sobre los ciudadanos, la intimidad era una utopía. Pero, a cambio de eso, los hombres tenían paz, seguridad y prosperidad. Existían sucursales del ordenador para consultas con

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Si la entropía no existiese, todo colapsaría. Imaginemos un mundo sin la muerte. Pero no con la idea romántica de querer a la vida y mirar a la muerte como algo sublime. Un universo en el cual nadie pueda morir alteraría todo el orden de las cosas. Quizás, la vida eterna sea el peor de los castigos que un ser humano o una máquina podría tener.

las mejores respuestas disponibles. Obviamente, las preguntas realizadas por los hombres ayudaban a la máquina a seguir alimentando su memoria con información sobre los ciudadanos para así ejercer un mayor control sobre la humanidad. El ordenador decide jugarles una pasada a los ingenieros que monitoreaban la información y les comunica que existe el riesgo de un posible plan de asesinato en contra de la propia máquina. Todos se desesperan y no saben cómo parar ese presunto ataque. Si el ordenador colapsaba, toda la sociedad como la


Existen personajes que son casi dioses o que se asemejan a ellos. Ejercen una fuerza sobrehumana, son omniscientes y omnipresentes. El resto de personajes les hacen reverencia, les temen y están completamente dominados por ellos. conocían se iría a pique. Arrestan a un hombre sin percatarse de que el probable asesino es su joven hijo (en la base de datos, las personas menores de 18 años no son ciudadanos y alimentan la información de sus padres. He ahí la confusión). Al final, encuentran al joven implicado y salvan a Multivac. Sin embargo, lo que maquinó Multivac fue su propia autodestrucción porque se hartó de resolver los problemas de los seres humanos, escuchar sus quejas, y únicamente deseaba morir. ¿Nuestra idea de Dios alguna vez habrá pensado en eso? ¿Un hombre que controle toda la información de la humanidad podría hartarse hasta el punto de suicidarse? ¿El poder sucumbe ante el sentido de la vida? Asimov ubica aquí una de las cuestiones que se evidencian en su obra: la tendencia de la máquina por asemejarse al hombre. El narrador no plantea un ciborg (hombre con partes de máquinas), sino que piensa en ordenadores que poseen sentimientos y puedan ser tan complejos como el ser humano mismo. Así lo vemos también en el texto Factor clave, donde Multivac deja de funcionar porque está siendo tratada como un objeto y no como un ser humano. Ahora el ordenador tiene sentimientos y reclama amabilidad en las preguntas porque ha dejado de ser, enteramente, una máquina.

Por último, tomaré como relato más importante —de lo que denominaremos Saga Multivac— al texto llamado La última pregunta. Este cuento es especial, no solamente porque es el que posee un mayor valor literario, sino porque en él se pone sobre el tapete una de las preguntas más complejas sobre el universo. Asimov construye el texto en cinco diferentes etapas. En ellas, un personaje diferente —pero, en el fondo, aparentemente, el mismo— realizará una pregunta a la máquina que esté gobernando a la humanidad en ese momento. Primero, es el ordenador Multivac quien la responde; luego Microvac; seguirá el AC Galáctico; después vendrá AC Universal; y, al final, el AC Cósmico. Todos estos ordenadores son las versiones posteriores a Multivac, las adaptaciones nuevas y más complejas que ha desarrollado el hombre (insólitamente AC Universal se ha construido a sí misma), en las cinco etapas de la vida humana que idealiza el autor ruso. Siempre, cada una posee más poder y más operatividad que la otra. Los seres humanos que realizan la pregunta también cambian en los cinco escenarios propuestos por Asimov. En esta sociedad futura, los nombres se cortan y se acercan a los números: Alexander Adell y Bertam Lupov, en la primera; Je-

rrodd, Jerrodine, Jerrodette I y Jerroderre II, en la segunda; VJ-23X y MQ-17J, en la tercera; Zeta Prima y De Sub Uno, en la cuarta; y, por último, el nombre genérico de Hombre. Acortar el lenguaje, llevarlo a los números y, luego, al uso genérico de ‘Hombre’ es otra de las ideas futuristas que plantea Asimov y que, quizá, algún día llegue a cumplirse. La pregunta que se plantea en las cinco etapas es la misma, pero con distintas palabras. Solo citaremos la que fue realizada por Hombre: «¿Cómo se puede revertir la entropía?», y a la cual el AC Cósmico responderá: «Esta pregunta se nos ha planteado muchas veces a mis predecesores y a mí. Todos los datos que dispongo siguen siendo insuficientes». Entendemos que la entropía es el orden y el agotamiento del universo. La muerte y la vejez de todo lo que existe son sus principales aliados. Si la entropía no existiese, todo colapsaría. Imaginemos un mundo sin la muerte. Pero no con la idea romántica de querer a la vida y mirar a la muerte como algo sublime. Un universo en el cual nadie pueda morir alteraría todo el orden de las cosas. Quizás, la vida eterna sea el peor de los castigos que un ser humano o una máquina podría tener. Asimov lo sabía y por eso nos planteó esa última pregunta, antes de irse.

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10o Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada

[Los números del sueño] a Edison Arley Monsalve V.

1 Era la ausencia gritándome en los sueños, signando los pájaros vespertinos en busca de tu cabeza, como revelando el miserable paraíso donde los ángeles sodomizados buscaban la piel como refugio para volverse metáfora. Era el arpegio recogiendo la sombra o la espuma y creando el paisaje descosido de tus manos a mitad de la lectura o del espanto. Sobre el campo de tus ojos alguien gritará mi nombre como invocando la bruma, la danza o la guerra. Pienso en la música detrás de la noche vertiéndose en un espejo.

2 […] Acerquémonos, podemos lamer como bestias la zarza de este exilio.

3 La selva labra el canto. Inútilmente estoy aquí, donde el gesto se enraíza en los secretos de las vísperas. Para intentar salir de esta celda deberé tomar el puñal con mis dientes y degollar el beso adormecido en la lámpara. ¿Qué soledad no sufre metamorfosis y termina en lascivia? 4 Piensa en lo que uno sufre cuando se vuelve insecto. Todas las noches abrazadas al recuerdo infernal del violado sobre las manecillas de la carne. Al final solo una silueta trastocada en la expresión de los muertos. ¿Algo sobre la mar nos mira? […]

5 Tenía la necesidad de partir. […] El sol seguirá escribiendo una mentira. 46

(De Ángeles Sodomizados, 2012).


novísimo

– Abetos – los niños quiebran su voz en un cáncer de luz mientras mi padre duerme en otra habitación de la noche

esta unión ahora es posible

nadie está detrás solo un rostro que se cierra como el ritmo un animal que se abre en la profecía una lengua que alguien viste de ojos una orfandad de lirios devorados en el poema la esperanza más tierna que puede hallarse en el mundo números que saltan a otra tristeza para cantar sobre los cuerpos números que sólo abren otra hipótesis sobre las despedidas números que emigran que espero que violo que transfiguro números que el viento encuentra en el rostro que veo cruzando esta puerta

que no existen que no viven que no se escriben que no son vírgenes que no son dios he desplegado el violín como un mapa para encontrar a mis muertos para habitar / desmentirme / y ladrar bocabajo los deseos / el poema pero todavía hay un rumor encarnizado en los plumajes del cielo moviéndose despacio en los números de seda que gimen por mi alma nemopotestomniascire1

1 «No es posible saberlo todo»

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espejos convexos que evocan el artificio de tu nombre en la ausencia fauces y plegarias que oscilan en la noche más huida para descolgarse de las pestañas y acabar con el asedio y la estulticia en mi propia miseria me arrojo al abismo sin el mínimo afán de arrepentirme de carcomer la luna en la solitaria oración del ignorado tengo una memoria que es un puñal espada espalda espiral escape que sueña otro nombre para resucitar el dogma adormecido de tu exilio que escarba con las uñas la selva saliva salvaje de tu sexo cabezas que vuelven a invocar la brutalidad de la tiniebla para censurar tu orgullo momentos exactos que mi lucidez no alcanza a transcribir por amor a los signos pero no vuelvo a dormir ni a soñar […] de cualquier forma esto es una bala una gran isla donde existe la posibilidad de que este espíritu pueda ser más crudo y nos podamos asegurar que será nuestro tiempo el amor debe ser claro para que nunca se nos olvide para que dejemos de abusarnos. (De Jardines inconexos, 2014).

Epístola para la ciudad No es tan fácil levantarse con este rostro todos los días un rostro que se abre y se cierra en el lomo de la bestia la bestia caída a mitad del signo el signo que las estrellas dibujan cada noche la noche en la que tú no estás la noche de los ojos tristes cayéndose al filo de esta metáfora completamente aburrida los niños me han dicho que yo podría convertirme en una marioneta los niños ___________ podría[n]___________ o el decirse♀♂∞

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y la ciudad me arroja a ellos como carne empozada detrás de un reflejo que es otra madre abandonada en la calle pidiendo que no amanezca en su estómago esa apretada lamentación de comerse de comerse esta ciudad


y la ciudad me dice que me vaya que me esperan que me necesitan y la ciudad me arrastra desde los cabellos a punto de estampar mi cara en lo vacío de mi nombre de esta noche sólo me llevo los gritos de esta noche sólo me llevo las últimas sílabas de esta noche sólo el ritual de caerme al revés y reírme de mí si quise conservar mi estado animal para cuando tú llegaras es porque a esta comedia le hace falta un poco de dramatismo le falta abrir a los lectores a un círculo más vicioso esto no es una narración poética porque no es lo mismo acostarse y tener sed todos los días es lo mismo y la sed penetra las hendijas de este vértigo como si fuera un delito estancarme aquí y querer seguir viviendo lucho con el humor y cada día estoy tan ensimismado en ese personaje que la ciudad merece esta ciudad es tan blanca y necesita excusas para hundirse en mi rostro esta ciudad es tan blanca que necesita que fluidos filtren en su nacimiento porque para eso vinimos al mundo para circuncidarlo para herirlo para qué sino para volver lograr que cada flagelo sea un recordatorio de este inmenso amor a los astros y por eso digo no es fácil decir que aquí estuvimos y mañana regresaremos más sobrios a escarbar en el asesinato del lirio que ve con pavor crecer en los ojos de mis hijos esa pulsación que todos han ignorado y el encuentro de tanto cero en cada cara conocida es un misterio ya resuelto y el encuentro con tanto cuerpo conocido es un misterio ya resuelto pero al final me queda esta línea que puedo golpear hasta la madrugada. (De Fragmentos para armar una ciudad debajo de un asterisco, 2016).

Luis Franco González

(Santa Rosa, Santa Elena,1988) Ha publicado los poemarios: Sueños inconstantes (Santa Elena, 2011); Ángeles sodomizados (Jaguar Editorial, 2012); Jardines inconexos (Premio Nacional de Poesía Desembarco; Cadáver Exquisito & Rastro de la Iguana, 2014); Detrás / los pájaros (Premio Juegos Florales Hispanoamericanos, Guatemala 2015). Su proyecto poético Addimú [poética desde el camino de los dioses huancavilcas hasta el sincretismo yoruba] recibió el Premio Fondos Concursables para las Artes y la Cultura por el Ministerio de Cultura y Patrimonio (2015). Recientemente, la Universidad Autónoma de México le otorgó el Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada por su libro Fragmentos para armar una ciudad debajo de un asterisco. Su poesía aparece en diversas antologías virtuales e impresas. 49


Samir El Ghoul

N 50

ecesité una buena hora de tren desde Brusantaqui para llegar a Rixenaquil, aldea anclada en pleno corazón del medio de la nada. En el único andén de la estación me recibía un desconocido, verdadera escultura humana de dos metros de altura; se trataba de un caballero del absurdo, y fue por su propia boca e iniciativa que ese curioso detalle de tinte sectario saldría a la luz en una de mis visitas ulteriores.

Ya durante la caminata hacia su guarida nuestra relación se instauraba rápida y exitosa. Dejamos de lado todo preludio, me invitó a pasar, fuimos directo al grano y nos instalamos en el comedor para disponer de espacio suficiente y esparcir los documentos sobre la mesa. Litros de café goteaban de una máquina vetusta y abusada, único testigo aparente de la historia de su extraño dueño, mientras yo organizaba las conclusiones,

pruebas y otras tantas letanías que Dorotea acababa de enviar a los involucrados. La audiencia, una de tantas, iba a tener lugar ante la corte en menos de un mes. Del contenido de los documentos ya tenía cierta idea, pero para replicar frente a los jueces sería precisamente mi anfitrión de estreno quien me ayudaría a afinar mi lectura del texto, íntegramente escrito en la lengua vernácula de la Comuna de Hipocritania.


narrativa Otrora traductor, el caballero era hijo único de muleros sin educación. Muy a su pesar, había aprendido el hipocritanés a la perfección en un gesto evidente de pragmatismo total, para así lograr salir más o menos airoso de las tantas discordias sociales y lingüísticas de la Comuna a la que la vida lo había confinado. Desde niño su cotidiano había consistido en devorar libros y en hacer lo necesario para no caer en el mismo charco del que sus padres jamás habían salido. Llevaba jubilado un par de años, el dinero no le interesaba, y supe más tarde que publicaba ocasionalmente para la revista mensual del Colegio de Patafísica bajo el seudónimo de La Clota Zita-Py. Habían pasado casi tres años de iniciada la querella legal entre mi persona —me llamo Leocadia Engulash, mucho gusto— y Urbain Grandier; de repente decía él querer ejercer sus derechos de paternidad sobre Minimalina, nuestra única hija, ella y yo expatriadas años atrás de mutuo acuerdo, homologado a la ligera y pese a sus inconsistencias por Marturbio. Para bien y para mal, la corte de Hipocritania se declaraba competente para tratar lo referente a Minimalina, y así, Dorotea y apoderado sacaban gran ventaja por su dominio total del idioma nativo, mientras que el caballero del absurdo y yo lográbamos arremeter in situ, carcomidos por la incertidumbre, pero con la verdad a favor. Y sin embargo, esa verdad nos era como un objeto de lujo, obsoleto, caduco. Para nuestra contraparte hipocritanesa era una amenaza constante que no hacía sino azuzar su violencia hasta el delirio. Para nosotros, los no tan blancos y justamente por no tan blancos, era latente la posibilidad de que se evaporase y escurriese por las grietas de convenios internacionales existentes, raramente practicados en casos no

relacionados con el secuestro transfronterizo de menores, sino que más bien estaban vinculados al ego y a las maniobras legales de un padre que se acordaba de sus derechos justo cuando alguien le hablaba de sus deberes, olvidados todos desde el instante mismo en el que puso a su hija en el avión. Caso un tanto ordinario, sí, surgido innecesariamente del virtuoso tejemaneje de Urbain para evadir el ejercicio de sus obligaciones, y agravado dramáticamente con su prosa siempre coherente, verosímil, fantásticamente nutrida de su Shakespeare, de su Molière, de su depravación y obsesividad, por tanto útil tan solo para divertirse envenenando su entorno. Resolverlo por la vía legal implicaba la confrontación de dos jurisdicciones geográfica y culturalmente adversas e irreconciliables, que no compartían sino un convenio sin alma firmado por más de medio planeta años atrás. Pese a que la rectitud política ya había ganado gran rating por doquier, Dorotea y Urbain Grandier trajeron cuchillo de herrero a casa de herrero, evocando insistentemente la ralea de mis antepasados con el ánimo de golpear fuerte la psique de quienes más tarde emitirían el fallo, pues entre herreros… Marturbio a la cabeza, la ratificación tan demorada de la competencia internacional de la corte de Hipocritania, que inicialmente Dorotea y Urbain tanto temían pues aquello les suponía tener al sayón a la vuelta de la esquina, se transformó entonces en el debut de procesos legales oscuros y sobre todo eternos, durante los cuales el abanico que de un buen soplo barre con lo políticamente correcto se abría ipso-facto: «… Que la turca de la señora Leocadia Engulash y su turca familia» esto y lo otro; «… que el mercado negro y el comercio informal del país tercermundista de la turca de la señora Leocadia

Para bien y para mal, la corte de Hipocritania se declaraba competente para tratar lo referente a Minimalina, y así, Dorotea y apoderado sacaban gran ventaja por su dominio total del idioma nativo, mientras que el caballero del absurdo y yo lográbamos arremeter in situ, carcomidos por la incertidumbre, pero con la verdad a favor.

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Engulash», esto, lo otro y lo de más acá… Con tal de ganar el caso, todo recurso y patraña parecían válidos para Urbain. Era como si se hubiese puesto a hurgar en la fosa común de los argumentos, hasta que ésta acabó por abrirse, su hedor humano nos regó encima a todos y, dictada la primera sentencia fuertemente influenciada por la brillantísima y atinada verborrea de Urbain, nos quedó bien claro que en Hipocritania la justicia había sido concebida por blancos con el único fin de que solo los no tan blancos cumpliésemos con ella a carta cabal. Dorotea era uno de esos seres sin rostro, sin color, sin aura, zombificado y atragantado con su propia pequeñez. Condenado y triste ser. Venía de un caserío aledaño a Brusantaqui, sin rastro ninguno de paso de migrantes, insípido igual que ella; era primeriza no solo en las cortes, pues se estaba estrenando como madre, o sea que, de haberse

puesto un segundo en mis zapatos hubiese dado por terminada la relación con su cliente de un buen mazazo en la cabeza; sin embargo, gracias al ingenio de Urbain lograba sostenerse sobre los rieles de un litigio cuya causa defendía mecánicamente y como por inercia. O por dinero. Mucho. Él dictaba, ella avalaba. La ecuación quedaba ya clara a tales alturas del camino. Él ya estaba de regreso cuando apenas ella iba, sin nunca caer en la cuenta de cómo su rol, en principio conciliador, se había reducido gradualmente hasta quedar para la posteridad como una simple firmante. Nunca se atrevió a mirarme directo a los ojos durante las audiencias, y mucho menos en la última, a la que llegó con una descomunal panza, a poco de parir. Algo le habrá removido en su conciencia el embarazo, asumo. En Rixenaquil, absorto bajo la típica inmensa nube de café que su cafetera vetusta y cómplice ema-

naba, el que generosamente había aceptado reconectarse con lo irreal para tenderme la mano, leía, traducía, se fruncía o soltaba alguna carcajada seca cortada por el sarcasmo y la burla; en cuanto a mi persona, pese al vértigo que la lectura minuciosa de la prosa de Urbain me producía, lograba mantenerme más o menos firme. Lo único que en algo alivianaba mi carga era la constatación directa de la humanidad del caballero del absurdo, humanidad que me mostró un infierno en muy alta resolución, y humanidad que me ayudó a salir poco a poco de él. En pleno corazón del mismo medio de la misma nada nuestras citas se sucedieron, siempre recluidos en su guarida, oasis, refugio, fortín o como se desee imaginar el cuadro, hasta el día en que nos llegó la tan temida notificación de que, irremediablemente, Minimalina tendría que cruzar el mar Pónico para rendir indagatoria.


Alta tensión cuando a la tarima subió mi dulce niña de trenzas rubicundas, impelida por la justicia a proferir la verdad y nada más que la verdad; a cada paso suyo veíamos su rostro transfigurarse, y quien finalmente se encontró cara a cara con los jueces resultó un ser de infinita e inesperada elocuencia, roído ya no por el temor sino por el hastío y la ira, bien dispuesto a denunciar el horror. De mi pobre Minimalina, que cuando le daba la buena gana por niña autista se hacía pasar, ni Marturbio ni ningún otro juez obtuvo la más mínima declaración, o mejor dicho, ninguna de aquellas declaraciones babosas y sin médula que apenas sirven para engrosar y subsanar expedientes desde siempre inertes. Y como si más bien la hubiesen subido a un ring, la muy insolente no tardaría en esparcir su poquito de donosura y en aventar un buen par de gracias, chicle en boca. —Nombres completos, mijita. —Tanta payasada, jueza Marturbio... —¿Nos cuentas algo de tu vida en el Sur? —¿Qué? ¿Preocupada por mi bienestar? Si no fuese por su falta de nariz, y por ese que se dice mi padre, me la pasaría bomba en el Sur con mi mamá. Tanto Marturbio como su séquito de jueces presentes, quienes pese a la longevidad de la querella no habían hecho hasta ese momento más que preocuparse por un supuesto dilema en torno a los límites de su propia competencia internacional —«que competentes somos, que no somos, que a lo mejor sí que lo somos para ciertos aspectos pero para otros, dado el desplazamiento de la menor y su nueva situación geográfica, por lo visto, no»—, además de ver a Minimalina como un objeto fácilmente divisible entre dos dueños, abrieron bien grande los ojos y se hundieron estupefactos

en sus respectivos estrados. Mi hija adolescente y rebelde, detallitos de los que me percaté por primera vez con lo sucedido segundos antes, no parecía precisamente dispuesta a colaborarles, y con una destreza que erizaría a cualquiera se mantuvo tangente. —Que todo acuerdo de matrimonio, dicen, no digo yo, debería redactarse como si se tratase del arriendo de una casa… por un año, por dos o incluso tres, si se quiere… ¡Y que luego todo quede automáticamente anulado! ¡Anule entonces de su agenda todo lo que tenga que ver conmigo, y que cada cual se vaya para su casa! Algo le susurró al oído Marturbio al procurador general de la Comuna, que no sé qué diablos hacía allí. Ni ella ni ninguno de los del séquito se atrevieron a seguir con el interrogatorio. Solo tomaron un par de notas mientras Minimalina, con ojos de pantera y ceja alzada, les clavaba la mirada. —¿Ahora sí ya me puedo ir?, que mi mamá y yo estamos con jet lag. Dicho todo lo anterior, yo, complacida, apaciguada, estupefacta, agradecida, esperanzada y reconfortada con la suculenta movida de la joven declarante, logré apenas quitarle los ojos al cuadro tan pimentado y volteé hacia el caballero del absurdo, que había permanecido de pie, fantasmagórico, espalda contra el muro, lo más alejado posible del conciliábulo de jueces. Su obstinación inicial en no incorporarse a la manada de acusados y acusadores se sumaba ahora a su sonrisa victoriosa, apenas dibujada y no obstante visible. Pero su mirada me dejaba entrever que todo él acababa de ser succionado nueva y enteramente por su añorada dimensión de silencio, de la que yo lo había sacado; a ella volvía. Entre el runrún de los jueces que no lograban disimular su turbación y los crujidos de expedientes manipulados, vi cómo

él iba girando cuidadosamente la manija del gran portón de salida para esfumarse desapercibido. Dos días después del improvisado e histórico despliegue de solidaridad por parte de mi Minimalina cruzamos juntas el mar Pónico, hacia el Sur, a esperar la siguiente arremetida del granuja de Grandier. Al caballero del absurdo le envié mensajes de agradecimiento. Un par de cartas me fueron retornadas; supuestamente el destinatario ya no vivía en la dirección indicada. Hasta la fecha, la revista mensual del Colegio de Patafísica no ha vuelto a publicar a La Clota Zita-Py. Ni Grandier ha arremetido, aunque sé que en cualquier momento lo hará; se lo leí en la cara a la salida de la corte, mientras Minimalina le seguía dando a su chicle, y mientras los jueces de la Comuna de Hipocritania seguían con su atónito runrún. (Este cuento quedó finalista en el XXV

Premio Internacional de Relatos Cortos

‘Ateneo de Sanlúcar 2015’, España).

Samir El Ghoul (Guayaquil, 1977) Pianista clásico, se forma en su ciudad natal e ingresa en 1997 al Conservatorio Tchaikovski de Moscú. Diplomado de la Escuela Normal de Música de París y residente regular de la Ciudad Internacional de las Artes de la misma ciudad. Ha sido premiado en concursos nacionales e internacionales. Se ha presentado en las principales ciudades del Ecuador, y en el exterior ha ofrecido recitales en escenarios de Francia, Inglaterra, Bélgica, Estados Unidos, Chile, Italia y Finlandia. 53


«Cuando el poema muere, queda solo el grito». Leopoldo María Panero Andrés Borja

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unca he sido el tipo de persona que se deslíe por los vicios mundanos, colmados de vertientes doradas y orgasmos guturales. Todo lo contrario, he tenido una actitud estoica frente a ellos. Los he pulverizado con mis bíceps convirtiéndolos en insignificantes granos de arena. Soy un Atlas de Cristo. Soy un Atlas de Dios. Vi al papa Juan Pablo II cuando tenía 19 años y recién me iniciaba en el mundo del fisicoculturismo. Sentía la presencia de Dios en mis músculos. En cada uno de ellos. Había algo celestial en cada átomo de sodio. En cada átomo de potasio. Recuerdo que la misa Papal tomó lugar en un aeropuerto abandonado a las afueras de Toronto. Seiscientos mil feligreses peregrinamos agarrados de las manos hacia la pista de aterrizaje. Éramos un solo músculo. Un solo Dios. Durante el desfile, el papa Juan Pablo II reafirmó mi existencia en cada fibra con atrofiada elegancia. Entendí que todo lo que sentía era real. El verbo se hizo carne y hueso y músculo. Nos convertimos en una legión de mármol que militaba bajo una tormenta celestial dispuestos a sacrificarse por el Mensaje. You are the light of the world and the salt of the earth. El Papa nunca se equivoca. Es la palabra de Dios. Y yo comprendí que la única forma de alcanzar lo que te propones en la vida es llevar la cruz de Cristo en tus músculos. Fui tres

veces campeón de fisicoculturismo. Primero fui Mr. Alangasí a los veinte y tres años. Después me coronaron como Mr. Rumiñahui a los veinte y seis años y para dar continuidad helénica a mi carrera, fui Mr. Pichincha a los veinte y siete años. Estuve en la cima del Olimpo. Me codeaba con seres mitológicos perfectos, de proporciones áuricas. Soñaba que levantaba cien ninfas policromadas con mi verga. El torrente sanguíneo de mis cuerpos cavernosos se convertía en el Amazonas. Alrededor de mis gemelos se edificaban civilizaciones enteras de la Era de Hierro, cuyos azadones reflejaban mi inmortalidad a las estrellas. Pero como todo Dios, era de carne y hueso. Mi derrota llegó el 1 de julio del año 2009. El hijo de puta del Roberto Granda me destrozó con su templanza. Nunca me he sentido tan humillado en mi vida. Mis músculos se habían debilitado por el uso continuo de anabólicos y no soportaron la exigencia. Cuerpo débil y miserable, algún día te convertirás en polvo y sentirás la vergüenza cósmica de haberme fallado. Recuerdo que me arranqué la medalla plateada del cuello y juré nunca más volver a competir. Esa noche salí del coliseo Julio César Hidalgo y en la ciudad llovía como en el Génesis. Se palpaba la ira de Dios en la estática del diluvio. Los adoquines eran pequeñas cascadas andinas inundadas de

recuerdos. No pude evitar arrancar una pequeña rama de un arupo que estaba a mi lado, para liberarla en la corriente y verla navegar hasta lo que en ese momento parecía el final de los días. Un granizo me sacudió la cabeza. Y después otro. Y otro. Un millón de bastardos helados me empezaron a acribillar, pero como varón que soy, me quité la chompa y la camiseta en un solo movimiento, abrí los brazos y con un grito negué mi derrota al cielo inundando mis pulmones en el acto. Me quedé congelado en la escena. Perdí contacto total con la realidad. Me convertí en un monumento cívico. Mis pectorales podían soportar el peso akásico del mundo sin inmutarse, pero el silbatazo de un chapa los desinfló en un segundo. Chapa verga. No entendía nada de lo que me decía, pero era obvio lo que quería. Agarré mis cosas y me encaminé al Café D.F. a merced de un clima apocalíptico. Un letrero de neón verde y rojo me dio la bienvenida. No había muchas personas en el café, si se puede llamar personas a esos seres escuálidos, que recitaban poesía a la luz de las velas. Ridículos. El ambiente estaba húmedo y olía a cafeína pura. Inmediatamente respiré con todos mis alveolos y sentí un cosquilleo en mi glande. Sonreí. Cóndor negro, de Biorn Borg, sonaba a todo volumen. Colgué mis cosas cerca de la estufa para que se sequen y me senté en la barra. Pedí dos expresos con una güitig. Me los tomé al unísono. Pedí dos más. Otra vez al unísono. Cuatro cafés. Dos más. Seis unísonos. Dos cafés más. Ocho cóndores. Dieciséis alas. Sentía a la cafeína viajar a la velocidad de la luz en mi músculo cerebral. Cada acorde desataba un caos eléctrico en mis axones. Destapé la güitig con toda mi fuerza y la derramé en la barra. Eufórico, traté de limpiarla con la mano pero el bartender me lo impidió bruscamente con un trapo


cuento manabita que estaba intacta y la derramé sobre el insecto que tenía a mis pies. «Así te gusta, ¿no cierto? Longo verga. Eso es lo que eres: un longo de mierda. Todos ustedes siempre han sido unos resentidos miserables. Ni Atahualpa tuvo la dignidad suficiente. Es un linaje de cobardes». Sentí tres cuchillazos en mi hidalgo cuerpo. Me di la vuelta y tenía a los tres poetas con cuchillos y botellas rotas. Mi visión se empezó a nublar por la pérdida de sangre. Los tres mamavergas volvieron al ataque, sólo que esta vez sus puñaladas eran más certeras. Cada vez que me acuchillaban gritaban nombres extraños. «¡Por Ulises Lima!». Y el acero se introducía en mi piel con precisión quirúrgica. «¡Por Baudelaire, Ginsberg y Bukowski!». Y mi riñón derecho se desangraba por cada una de sus venas renales. «¡Por Lezama, Borja ‘El Decapitado’ y Kélver Ax!». Y mi corazón cerraba los ojos. Logré reventarle la cara al más viejo, pero los otros dos como hienas africanas continuaron con mi carnicería. En la estocada final, el bartender los detuvo. «No vale la pena muchachos. Siéntense que les invito una botella de mezcal Los Suicidas». Los hiénidos, antes de brindar, lanzaron tres carcajadas al cielo. mugriento lleno de grasa. ¡Impertinente de mierda! Automáticamente lo agarré del pescuezo y le pregunté si sabía quién era yo, pero cada vez volaban más cóndores en mi bóveda craneal y las palabras del viejo no llegaban a mis oídos. Lo volví a sacudir, dándole una oportunidad más, pero sus labios se movían sin emitir sonido alguno y yo sólo escuchaba las guitarras aletear con fuerza. Todo esto ha sido una gran confusión. Todo esto ha sido una gran confusión. Todo esto ha sido una gran confusión. Lo empujé hacia el fondo de la barra, estrellándolo contra

las botellas de trago, esa droga que transforma en animales a las personas. ¡Me da asco el trago! ¡Asco! Me paré en la barra y me arranqué el pantalón, revelando al mundo mi tanga platinada con el escudo de la Liga. Advertí a los tres idiotas que quedaban en el bar que si se atrevían a interrumpir mi ritual, como el longo del bartender, tendrían el mismo final. Salté al piso y con toda mi fuerza impacté mi rodilla en el pecho del indio, haciéndolo escupir sangre, si se puede llamar sangre a ese líquido putrefacto. Me levanté y cogí una botella de caña

Andrés Borja (Quito, 1985)

Licenciado en Comunicación. Estudió Literatura de la mano del monstruo Alberto Laiseca e incursionó en el Art Brut. Formó parte de un colectivo artístico llamado ‘El imperio de la buena onda’. Sus cuentos han cautivado a las alcantarillas bonaerenses, quiteñas y mexicanas. Actualmente se encuentra recopilándolos para formar su primer libro de cuentos. 55


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Jorge Basilago


ensayo El mejor de la clase

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on las 18:30 del martes 6 de mayo de 1856. En un pequeño pueblo austríaco llamado Freiberg (hoy Příbor, República Checa), Amelie Nathanson alumbra al primogénito que concibió con su esposo, Jakob Freud. A decir verdad, Jakob —un comerciante de lanas 20 años mayor que Amelie— ya tiene dos hijos adultos, Emmanuel y Philipp, fruto de su primer matrimonio en 1832. Pero será este bebé bautizado como Sigis-

mund Schlomo Freud, el encargado de hacer trascender el apellido familiar. Contará, para eso, no sólo con su propia capacidad sino con el apoyo incondicional de su madre: «Las personas que se saben preferidas o favorecidas por sus madres —dirá Sigismund muchos años más tarde— dan pruebas en la vida de esa particular confianza en sí mismas, de ese inconmovible optimismo, que no rara vez parecen heroicos y llevan a un éxito real».

Al nacer, Sigismund ya era tío, debido a que en 1854 había visto la luz John, hijo de Emmanuel. Con un sobrino mayor y dos hermanos que bien podrían haber sido sus padres, el marco familiar del niño no fue precisamente común. Y pronto vio agrandar su círculo íntimo con la llegada de sus hermanos Julius (fallecido a los ocho meses de edad) y Anna. Según Sigi recordaría luego, la temprana muerte de su hermano menor lo colmó de remordimientos: pese a ser tan pequeño, recordaba haber deseado la desaparición de ese bebé que lo ponía tan celoso. Cuando contaba apenas con tres años, sus padres decidieron abandonar Freiberg: el factor decisivo fue la explosión del nacionalismo checo y la persecución de todo lo judío, como la familia de Sigi. Los Freud se establecieron en Leopoldstadt. Allí llegarían cinco hijos más: Rosa, Marie, Adolfine, Pauline y Alexander. Los niños, en aquella Austria decimonónica, ingresaban a la escuela secundaria a los diez años. Pero Sigismund tenía tan solo nueve cuando lo admitieron en el Leopoldstaedter Realgymnasium, donde fue el primero de su clase durante seis de los ocho años que cursó. También en esas aulas se hizo inseparable de Eduard Silberstein. No obstante, esta y casi todas las amistades futuras de Freud oscilarían entre el afecto y la competencia. A los 17 años Sigi se graduó con mención de honor y aprobó el examen de ingreso a la Universidad de Viena. En ese momento todavía soñaba un futuro como abogado, idea que abandonó luego de escuchar una lectura del ensayo poético La Naturaleza, atribuido a Johann Wolfgang von Goethe: esa experiencia lo inclinó hacia la medicina. A través de esa carrera esperaba

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La vejez de Sigmund fue una época de cosecha. Sus contactos con personas de diferentes ámbitos le sirvieron para volcarse, en sus ensayos, hacia temas no tan científicos: de esta etapa son El porvenir de una ilusión y El malestar en la cultura, donde utiliza sus teorías psicoanalíticas para profundizar en las relaciones del hombre con su entorno social.

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desentrañar los grandes misterios del ser humano. Su sueño pronto encontró un enemigo en la falta de recursos económicos, aunque eso no hizo menguar el interés de Sigismund por la investigación y el estudio. Pero pese a su empeño tardó ocho años, en lugar de los cinco de rigor, para culminar la carrera. En parte el hecho se explica porque tomó seminarios no obligatorios que lo demoraron, aunque le permitieron formarse con destacados hombres de ciencia de la época: Carl Claus (zoología), Ernst Brücke (fisiología) y Franz Brentano (filosofía). En 1876 comenzó sus prácticas en el Instituto de Anatomía Comparada y ganó una beca de estudios que le permitió viajar a Trieste, para realizar investigaciones en el Laboratorio de Zoología Marina. A su retorno de Italia ingresó al Instituto de Fisiología de Ernst Brücke, una influencia decisiva para él: «Allí encontré tranquilidad y satisfacción —dijo más tarde—; y hombres, también, a los cuales podía respetar y tomar como modelos». Uno de estos era Josef Breuer, con quien compartió trabajos de campo y trabó amistad casi de inmediato. De esa época data también su cambio de nombre por el célebre ‘Sigmund’. Freud se recibió de médico en 1881. Pese a contar con un título universitario y una sólida experiencia, muy pronto advirtió —porque el propio Brücke se lo hizo notar— que su raíz judía era la excusa para impedirle conseguir puestos académicos remunerados en el instituto. Aún cuando sus padres y amigos, en especial Breuer, lo alentaban tanto moral como económicamente pues eran conscientes de su talento, el joven médico solía sentirse frustrado y pasar por períodos de depresión. A pesar de su disgusto inicial, decidió ganarse la vida como médico y aguardar tiempos más pro-

picios para regresar a la investigación científica. Había una razón de peso: en 1882 conoció a Martha Bernays, con quien se comprometió y empezó a hacer planes de matrimonio. Aunque el casamiento debería esperar, ya que la familia de su prometida se mudó a la ciudad de Wandsbek y Sigmund sólo pudo ver a Martha cinco veces en los siguientes tres años. Durante ese lapso fue tomado como médico interno en el área de neurología del Hospital General de Viena. Y también se incorporó a la Clínica Psiquiátrica de Theodor Meynert, donde trabajó en el laboratorio de anatomía cerebral. Todas estas experiencias desembocarían en la madurez de sus ideas y su consolidación como hombre de ciencia.

Contra viento y marea Por distintas razones, Freud afrontó siempre duras resistencias a sus postulados. Algo así ocurrió con sus estudios sobre la cocaína, sustancia que tomó erróneamente por un inocuo anestésico. Incluso llegó a experimentar consigo mismo y en 1885 se la sugirió a sus colegas Carl Koller y Leopold Keonigstein, quienes realizaron una exitosa cirugía ocular a su padre. Pero el ejemplo más claro de los nocivos efectos de la nueva sustancia fue el del fisiólogo Ernst von Fleischl-Marxow: para que abandone la morfina, que se aplicaba a causa de un doloroso tumor en la mano, Freud le recomendó la cocaína, que terminó funcionando como una adicción sustituta. A pesar de que la comunidad médica lo criticó duramente, obtuvo el título de Privatdozent en neuropatología en septiembre de 1885. También recibió una nueva beca para viajar a Francia y para tomar clases con Jean Martin Charcot, el neurólogo de más renombre de la época. Sin embargo, su atracción


hacia la psicopatología no encontró la mejor disposición del maestro: como buen mecanicista, Charcot le prohibió hacer preguntas de orden psicológico. Más allá de eso, se sintió muy interesado en las teorías que éste tenía sobre la histeria, que evidenciaban un origen neurológico de la afección y el descubrimiento de que no solo afectaba a las mujeres como se creía hasta entonces. Tras su regreso de Francia inauguró su consultorio particular, que durante muchos años apenas le permitiría sobrevivir; por aquellos días era frecuente que Sigmund recibiera ayuda económica de sus amigos. Y la situación se complicó aún más luego de su matrimonio con Martha Bernays. Freud, que ya se hacía cargo de sus padres y hermanas, muy pronto extendió su propia familia con la llegada de seis hijos: Mathilde (1887), Jean Martin (1889), Olivier (1891), Ernst (1892), Sophie (1893) y Anna (1895). Mientras tanto, en el aspecto profesional, cada vez se sentía más distanciado de sus colegas: cuando presentó su estudio sobre un caso de histeria masculina con un cuadro de hemianestesia, fue recibido con frialdad y escepticismo. Esta situación se combinó con las primeras manifestaciones de cocainomanía en el mundo, y muchos levantaron su dedo acusador para señalarlo como culpable. En parte, Freud afrontó la tormenta con el apoyo de Wilhelm Fliess, un otorrinolaringólogo de Berlín que conoció en 1887 y se convirtió en un consejero y amigo además de ser su médico personal. En 1891 Sigmund presentó su primer libro: Sobre la concepción de la afasia. Poco después, en colaboración con Breuer, publicó la Comunicación preliminar sobre el mecanismo psíquico de la histeria, en el que destrozó algunas de las concepciones reinantes en el tema. Luego, en Un caso de curación hipnótica (1889)

comenzó a esbozar su nuevo mapa de la psiquis humana, al afirmar que los síntomas neuróticos se originan en la existencia de una voluntad inconsciente que se opone a la consciente. Como colofón de estas investigaciones apareció en 1895 Estudios sobre la histeria, su última colaboración con Breuer, quien no compartía su creencia en el origen sexual de las neurosis y llegó a acusarlo de plagiar sus trabajos.

Lenta consolidación Su ‘nueva era’ se inició con un artículo para la Revue Neurologique, donde Sigmund utilizó por primera vez el término ‘psicoanálisis’ para definir el método de tratamiento que había descubierto. En él, combinaba elementos de la ‘cura del habla’ de Breuer y de la ‘asociación libre’, donde el paciente decía lo primero que le venía a la mente y, a través de ello, se empezaba a indagar en su historia. En 1897 le anunció a Fliess su descubrimiento del complejo de Edipo y además comenzó su autoanálisis, precisamente a través de su correspondencia con él. Asimismo, empezó la redacción de un volumen sobre los sueños. «Exteriormente, muy poco me ocurre —escribía entonces a Fliess—, pero en mi interior hay algo de gran interés. Mi autoanálisis, que considero indispensable para la elucidación de todo el problema, ha continuado en sueños durante los últimos días y me proveyó de invalorables informaciones e indicios. No puedo darte una idea de la belleza intelectual de este trabajo». Sin embargo, por esa causa, en 1898 surgieron cortocircuitos con su amigo: éste se disgustó por el contenido sexual de las cartas que Sigmund le enviaba autoanalizándose. El punto final de esta experiencia fue también el del epistolario entre ambos, en 1902. Aunque las ideas de Freud co-

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menzaban lentamente a ganar espacio, todavía estaba lejos el momento del prestigio: incluso La interpretación de los sueños (editado en 1899 pero fechado en 1900 a instancias del autor) fue recibido con tanto desinterés como sus anteriores trabajos. No obstante, algunos seguidores de sus teorías empezaron a reunirse con él en su casa. Seis años más tarde, las informales tertulias de amigos tomarían el nombre de Sociedad Psicoanalítica de Viena, la primera entidad de su tipo en el mundo. Pronto se publicaron también Psicopatología de la vida cotidiana (1901) y El chiste y su relación con lo inconsciente (1905). Y con la aparición de Tres ensayos de teoría sexual, también en 1905, Sigmund despertó no sólo el rechazo de sus opositores sino también divisiones entre sus iniciales discípulos. En contraposición, conoció a quien sería su ‘hijo dilecto’ por un buen tiempo: Carl Gustav Jung. «A favor de Jung —sostuvo Freud— estaban sus excepcionales talentos, las contribuciones que ya había realizado al psicoanálisis, su posición independiente y la impresión de seguridad que su personalidad transmitía. Además, parecía dispuesto a iniciar una relación amistosa conmigo y a abandonar, para mi satisfacción, algunos prejuicios raciales que solía permitirse hasta entonces». Como remate de ese exigente período llegó su viaje a los Estados Unidos en 1909, invitado para un ciclo de disertaciones en la Clark University de Worcester. Acompañado por Jung y Sándor Ferenczi —un discípulo húngaro—, Freud no se mostró muy satisfecho de la travesía: llegó a decir que el país era «un gigantesco error», pues encontró allí que muchos supuestos seguidores del psicoanálisis en realidad lo desvirtuaban. En 1910, Ferenczi propuso

crear la Asociación Psicoanalítica Internacional. Su idea fue apoyada y el primer presidente de esa nueva institución fue Jung. Freud aseguró luego que en aquel momento «terminó la infancia» de su movimiento. Un símbolo de esa madurez fue la aparición de las primeras revistas temáticas: el Anuario de investigaciones psicoanalíticas y psicopatológicas (dirigido por Jung), la Revista de Psicoanálisis y, finalmente, la célebre Imago que condujeron Otto Rank y Hans Sachs.

Éxito y divisiones internas Sigmund comenzaba a pensar que tantos años de esfuerzo no habían sido en vano. Incluso se sentía satisfecho por el ensayo Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci («Es la única cosa hermosa que escribí», sostuvo), publicado en esos momentos. Pero la concordia no reinó demasiado dentro de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Algunos integrantes tenían diferencias teóricas con Freud; y otros, además, rechazaban su actitud paternalista y casi dictatorial de colocarse como la única fuente de conocimiento psicoanalítico legítimo. Para el movimiento iniciado por Freud, la Primera Guerra Mundial marcó un obligado receso por dificultades monetarias ineludibles en las guerras: hacia 1915 Sigmund había perdido mucho dinero y, tras la paz, sus ahorros se esfumaron a causa de la incontenible inflación. No obstante, en medio de los enfrentamientos concibió una de sus obras más reconocidas, La introducción al psicoanálisis, una compilación de diferentes conferencias que agotó cinco ediciones en poco tiempo. Con recursos aportados por el empresario Anton von Freund, Freud fundó en 1919 la Editorial Psicoanalítica Internacional. En esa


casa publicó todos sus trabajos posteriores en lengua alemana. Además, en octubre recibió el título de profesor ordinario de la Universidad de Viena. Sin embargo, estas pequeñas alegrías se empañaron durante la epidemia de influenza desatada a principios del año siguiente, donde padeció la muerte de su hija Sophie y de su amigo Von Freund. Tal vez para superar el golpe afectivo, se sumergió en la escritura de Más allá del principio del placer. La aparición de esta obra en 1921 causó una revolución entre sus discípulos, porque allí estableció la dualidad entre la pulsión de vida (Eros) y la de la muerte (Tánatos). La muestra más clara del paso del tiempo fue la aceptación de quienes antes habían criticado fríamente sus postulados. Aunque ahora los disgustos se los daban sus continuadores, enfrascados todavía en sus peleas internas. En 1923 sufrió la pérdida de su nieto preferido (Heinerle, hijo de Sophie) y le detectaron un tumor canceroso extendido por todo el lado derecho del maxilar superior y el paladar. Luego de extirparlo le colocaron una enorme prótesis que le afectó el habla, la audición y la alimentación. Pero nada logró mermar su capacidad de trabajo. Ese mismo año publicó el libro El yo y el ello, donde expuso el nuevo esquema tripartito de la psiquis humana. La idea provenía de Georg Groddeck, discípulo suyo y director de un sanatorio en Baden-Baden. Freud sintió que por fin su trabajo contaba con bases teóricas sólidas.

Los últimos años La vejez de Sigmund fue una época de cosecha. Sus contactos con personas de diferentes ámbitos le sirvieron para volcarse, en sus ensayos, hacia temas no tan científicos: de esta etapa son El porvenir de

una ilusión y El malestar en la cultura, donde utiliza sus teorías psicoanalíticas para profundizar en las relaciones del hombre con su entorno social. A comienzos de 1930, su hija Anna viajó a Frankfurt para recibir en su nombre el premio Goethe, el más grande honor para un hombre de letras en lengua alemana. Casi enseguida, Freud observó con recelo el ascenso de Adolf Hitler al poder: el antisemitismo volvió a ser moda y hasta debió soportar el dolor de ver a Jung entre los acólitos del régimen. Sus libros fueron quemados en hogueras públicas. «Hemos hecho un gran avance —deslizó con sarcasmo—. En la Edad Media, me hubiesen quemado a mí». Ante los renovados peligros, su familiares y amigos intentaron convencerlo de abandonar su país, pero recibieron una y otra vez su negativa. Sólo cuando el Tercer Reich consiguió la anexión de Austria, en marzo de 1938, no le quedó más remedio que el exilio. Mediante rápidas gestiones se le consiguió un permiso de residencia y trabajo en Inglaterra y, tras pagar una elevada suma, la autorización de salida del gobierno alemán. Así escapó del holocausto, cosa que no pudieron hacer sus hermanas, quienes corrieron la fatal suerte de otros varios millones de judíos. En Londres continuó trabajando intensamente, pese a los dolores de ese cáncer que ya no admitía más operaciones. Sin embargo, no permitió que le administraran calmantes que redujesen su lucidez: sólo pidió a su médico que, cuando ya no soportara más, lo ayudase a buscar el final. Eso ocurrió el 23 de septiembre de 1939, mediante una dosis extra de morfina. La última anotación en su diario, el 25 de agosto, fue «Pánico de guerra». Ocho días después, el luto de la Segunda Guerra Mundial comenzaba a cubrir Europa.

Para el movimiento iniciado por Freud, la Primera Guerra Mundial marcó un obligado receso por dificultades monetarias ineludibles en las guerras, no obstante, en medio de los enfrentamientos concibió una de sus obras más reconocidas, La introducción al psicoanálisis, una compilación de diferentes conferencias que agotó cinco ediciones en poco tiempo.

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María Sara Gabela

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Niñas de los capulíes, Joaquín Pinto, siglo XIX.

odos los rostros tienen algo de tristeza… o de seriedad. Rostros adustos de niños-viejos, rostros de niños santos, rostros de niños muertos revividos en la pintura, en fin, rostros de niños plasmados en el arte a través de los siglos reunidos en la muestra: ‘De presencias y evocaciones: la infancia en el arte ecuatoriano’. Están en el Museo de Arte Colonial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en esa casa patrimonial de 1914 ubicada en el Centro Histórico de Quito, en la calle Mejía y Cuenca, por donde se ingresa a través de un callejón de piedra y hueso. Junto al patio central en la primera planta, se encuentra esta exposición, basada, en parte, en la investigación que hizo Blanca Muratorio sobre la infancia y el arte en el siglo XIX y cuya curaduría estuvo a cargo de Ximena Carcelén, coordinadora del Museo, Matthias Abram e Iván Cruz. Allí comenzamos a vivir un viaje por el tiempo y la memoria, rostros que nos dejaron aquellos artistas representativos de la época de la Colonia y del siglo XIX; también de aquellos artistas contemporáneos que todavía nos invitan a visitar las salas de exposiciones del país. Todos ellos retrataron la infancia en diferentes técnicas.


exposición Todos los rostros tienen algo de tristeza… o de seriedad. Rostros adustos de niños-viejos, rostros de niños santos, rostros de niños muertos revividos en la pintura, en fin, rostros de niños plasmados en el arte a través de los siglos reunidos en la muestra: ‘De presencias y evocaciones: la infancia en el arte ecuatoriano’.

Yapanga, anónimo.

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Niña María de la Encarnación Regalado, anónimo, siglo XIX.


En la primera parada de la visita guiada, el arte colonial nos deja ver hermosas piezas del niño Jesús con poses y miradas evocadoras, talladas en madera por artistas quiteños y europeos, cuadros con la presencia de querubines en el cielo y piezas de marfil traídas en el Galeón de Manila, por las Órdenes Religiosas para adoctrinar al pueblo. Trasladándonos hacia el siglo XIX, se puede evidenciar más la presencia de los niños, todos ellos de familias de la burguesía que eran retratados en tres circunstancias especiales que al ver los cuadros se las puede sentir: pinturas postmórtem en óleos sobre tela, de niños que murieron tempranamente y a quienes sus padres querían recordar a su imagen y semejanza; niñas que morían para la sociedad al ingresar a los monasterios de clausura; retratos exvotos de aquellos niños que se curaban de graves enfermedades y demostraban su agradecimiento a los santos a los que se encomendaron. Mas sentimental y costumbrista, el arte del siglo XX permite ver a los niños de una manera diferente, en circunstancias cotidianas de la vida. Los artistas retratan a sus hijos, sobrinos, nietos, a los niños de la calle y de todo estrato social. Se pueden encontrar excelentes pinturas trabajadas por Víctor Mideros, Oswaldo Guayasamín, Oswaldo Viteri, Aníbal Villacís, Miguel Varea, Rafael Salas Alzamora, David Santillán, Galo Galecio, Joaquín Pinto, Lloyd Wulf y Eduardo Kingman. Esculturas en madera y en bronce de Malvine Tcherniak, Jaime Andrade Moscoso, Oswaldo Rodríguez Morales, Luis Cornejo Rosales, Shirma Guayasamín. Dos espacios más muestran, por un lado, los rituales impuestos por la sociedad colonial que perduran hasta nuestros tiempos: el bautismo, la primera comunión y

Niño con perro, anónimo, siglo XIX.

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Cabeza, Shirma Guayasamín, Siglo XX.

Allí comenzamos a vivir un viaje por el tiempo y la memoria, rostros que nos dejaron aquellos artistas representativos de la época de la Colonia y del siglo XIX; también de aquellos artistas contemporáneos que todavía nos invitan a visitar las salas de exposiciones del país. Todos ellos retrataron la infancia en diferentes técnicas. 66


Nacimiento, Shirma Guayasamín, Siglo XX.

la muerte; y, por otro lado, el juego que siempre estuvo presente. En el corredor del museo la exposición se complementa con elementos alusivos a la educación de los niños desde la época de la Colonia hasta el siglo XXI; el papel de las Órdenes Religiosas que llegaron al país y de los centros educativos que se fueron creando. La historiadora del arte Susan V. Webster y el filólogo Matthias Abram hacen una reflexión sobre la historia de la educación desde la Audiencia de Quito, plasmada en artículos que forman parte del catálogo de la muestra. Los fotógrafos invitados, María Teresa García, Hernán Navarre-

te, Gottfried Hirtz, Luis Jácome y Taller Visual, plasman la visión popular e histórica de la niñez ecuatoriana. Cada espacio dedicado a la exposición provoca una reflexión y por lo tanto una experiencia al momento de visitarla. Son muchas las sensaciones que causan las obras y que están relacionadas con la vida de los niños y sus circunstancias, en las que muestran seriedad, adultez prematura, muerte, opulencia, invisibilidad, soledad. Al salir del Museo me queda el asombro de esta extraordinaria muestra y en la retina la tristeza reflejada en los rostros infantiles.

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Patricio Herrera Crespo

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«Durante un tiempo, Jorge Carrera Andrade editó Letras del Ecuador en las grandes mesas de mi biblioteca. Me decía: ‘Mañana vamos hacer Letras del Ecuador. Me tienes goma, tijeras y papel de empaque’. Y es que Letras se armaba en papel de empaque —a diferencia de ahora que se arma con botones—…».

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oña Laurita, como cariñosamente le conocíamos, siempre tenía una frase amable y una sonrisa, el don de la palabra y los recuerdos, era la memoria viva de la Casa de la Cultura y de los escritores que siempre encontraron en ella la palabra y la mano generosas. Nació en Baños, el 18 de marzo de 1916 y falleció en Quito en el 2011. «Aquel día los libros quedaron huérfanos», decía una nota de prensa a la muerte de Laura Romo de Crespo. Y era verdad. Más de sesenta años de su vida dedicó a la Casa de la Cultura Ecuatoriana y en especial a la Biblioteca Nacional. Pero más que una librera los escritores, los estudiantes, los visitantes, en general, encontraban en su palabra la orientación precisa, el consejo, la información que sobrepasaba lo requerido. Este año celebramos el centenario de su nacimiento con una sesión solemne y en cada intervención los recuerdos venían a la mente y al corazón, sus palabras y sus anécdotas. Y recordamos que en agosto del 2004, último mes de la anterior administración del escritor Raúl Pérez Torres, publicamos el No. 7 de la revista La Casa, edición especial, en homenaje a los 60

años de la CCE, de la cual vamos a reproducir algunas declaraciones de doña Laurita, pues ella fue una de las fundadoras, con un grupo de intelectuales presididos por Benjamín Carrión.

La Casa «La Casa heredó los bienes que formaron parte del Instituto Cultural Ecuatoriano que funcionó en la época de Arroyo del Río. La Revolución de Mayo movió a Velasco Ibarra a aceptar el proyecto de Benjamín Carrión. Y lo hizo con tanto entusiasmo que no solo se convirtió en miembro de la Casa de la Cultura, sino que además ofreció a ésta todo tipo de apoyo económico. Y aunque más tarde, por diversas razones, se lo retiró, permitió a Benjamín Carrión realizar una labor inmensa. »La primera Casa funcionó en la Montúfar y Vergel, lo cual nos convenía mucho pues podíamos usar, con autorización del ministro de Educación Alfredo Vera, el teatro Sucre como salón de actos. Y aunque seis meses después nos mudamos a la amplia casa que el presidente Córdoba había ocupado


homenaje en la García Moreno y Santa Bárbara, Benjamín Carrión no descansó hasta tener algo propio. ‘La Casa de la Cultura tiene que afincarse en una propiedad material’, aseguraba, y removió cielo y tierra hasta lograr que el Municipio de Quito le donara esta manzana. Durante la administración de Humberto Albornoz y José Ricardo Chiriboga Villagómez, Benjamín Carrión puso de manifiesto sus inmensas dotes de gestor y constructor y en mayo de 1947 nos mudamos a la antigua Casona. »Si bien Benjamín Carrión era socialista, el primer vicepresidente de la Institución fue Jacinto Jijón y Caamaño, el presidente del partido Conservador. Independientemente de sus ideas, a la Casa de la Cultura ingresaban únicamente los más capacitados profesionales. Entre sus miembros titulares se encontraban el ensayista Isaac Barrera, el músico Segundo Luis Moreno, el pintor Eduardo Kingman y el escritor Alejandro Carrión. Y entre sus miembros correspondientes, Jorge Bolívar Flor, educador; Julio Arauz, científico y fundador del Boletín de informaciones científicas, y Carlos Manuel Larrea, bibliófilo cuyas obras son, incluso ahora, frecuentemente consultadas». Laura Romo de Crespo.

Los escritores Recuerda a Alfredo Pareja Diezcanseco, a quien una enfermedad se le había ensañado con sus piernas: «Subía las escaleras con muchísima dificultad y me decía: ‘¿Pero quién te manda a vivir tan arriba?’ A lo que yo replicaba: ‘¿Por qué, Alfredo, no te quedas en la planta baja y me mandas a llamar?’, sabiendo de antemano que por cariño y caballerosidad nunca lo haría. »Poco antes de morir me nombró su heredera universal y me regaló los primeros manuscritos de

sus libros y, entre otros importantísimos tesoros, una carta en la que el arzobispo Federico González Suárez cuenta la historia de esta biblioteca a fin de que la exhibiera en el Museo del Libro. Pero la generosidad de Alfredo no murió con él, pues poco después su familia cumplió uno de sus últimos deseos y nos legó su biblioteca. »Durante un tiempo, Jorge Carrera Andrade editó Letras del Ecuador en las grandes mesas de mi biblioteca. Me decía: ‘Mañana vamos hacer Letras del Ecuador. Me

tienes goma, tijeras y papel de empaque’. Y es que Letras se armaba en papel de empaque —a diferencia de ahora que se arma con botones—, y pasaba a la caja de la antigua imprenta que Benjamín Carrión le compró a la Editorial Colón cuando la Casa funcionaba en la García Moreno y Santa Bárbara. »Las tiras que salían de la caja debían ser corregidas por Alejandro Carrión y César Dávila Andrade, el corrector de pruebas de la editorial, pero como su vida trashumante muchas veces lo impedía,

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Laura Romo de Crespo y Alejandro Carrión.

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era yo quien terminaba haciendo el trabajo. Recuerdo que César Dávila me decía: ‘Laurita, aquí le dejo el material, hágame el favor de corregirlo porque Alejandro lo necesita para mañana y esta noche yo me voy a emborrachar’. Por eso digo que mi ortografía está en deuda con las juergas de César Dávila. »Cuando se fundó la Casa, Alejandro Carrión trajo consigo a un innumerable grupo de poetas y los puso a desempeñar todo tipo de labores. Por lo tanto, era muy común decir llamen al poeta fulano, llamen al poeta zutano, ante el asombro de los porteros que en cierta ocasión me preguntaron: ‘¿Y por qué a nosotros no nos llaman como a todos los demás, poetas?’. Uno de estos poetas era Galo René Pérez, que empezó laborando como bodeguero y terminó siendo Presidente de la Institución.

»Agradezco a Dios el haberme permitido conocer a las extraordinarias personalidades que frecuentemente visitaban a Benjamín Carrión, una de ellas León Felipe, poeta español de inmenso sombrero y peculiar facha, que hizo amistad con César Dávila Andrade. ‘Vamos por el mundo vendiendo chucherías, escribiéndoles versos a las chicas que encontremos en el camino. Vístete como yo, de manera sencilla’, le decía a César Dávila, sin percatarse que su vestimenta, lejos de ser sencilla, era de lo más visible. »Al igual que muchos, yo quería mucho a César Dávila. Le prestaba mi máquina para que escribiese sus versos e incluso le ayudé a editar su primer libro, Espacio, me has vencido. »Cuando estábamos en la García Moreno, los poetas, trabajasen o no en la Casa de la Cultura, se instalaban a conversar en la biblio-


«La Biblioteca Nacional empezó con 200 libros y ahora tiene 150.000. Se ha ido incrementando con compras pero también y, sobre todo, con donaciones de organismos nacionales e internacionales (...). El prestigio que ha adquirido la biblioteca ha movido a la Unesco a incluir libros nuestros, como el de Bonpland, en la memoria del mundo». teca ante el malestar del Secretario General, Humberto Mata, quien decía: ‘¡Se pasan conversando aquí, me voy a quejar al presidente!’. Pero en la medida en que el mayor conversador de todos era Benjamín Carrión, replicaba: ‘Humberto, no les moleste, déjelos en paz, de sus conversaciones salen las cosas para la Casa’. Y todos continuaban reuniéndose en la biblioteca e incluso los ocupábamos. Alguna vez, por ejemplo, le dije a Diógenes Paredes: ‘Oye, ¿para dónde te vas? ¿Para el norte o para el sur? ¿Por qué no te llevas este paquete y lo dejas en el correo?’. »Cuando Velasco Ibarra nos disminuyó las rentas y las vacas empezaron a flaquear, Benjamín Carrión, que tenía grandes ambiciones editoriales y había descubierto que en Colombia el papel era más barato, le pidió a Gonzalo Maldonado que lo acompañara a hacerse del preciado material. Imagino que los soldados aduaneros se hicieron de la vista gorda, pues Benjamín Carrión llenó las bodegas de la imprenta con papel biblia. En él se imprimió la traducción que Francisco Alexander hizo de Hojas de hierba, de Whitman, así como los enormes tomos de historia de Federico González Suárez. »Y es que no había cosa que Benjamín Carrión no hiciera cuan-

do se trataba de ayudar a la Casa de la Cultura. Si tenía que hacer ‘contrabando’ de papel, pues lo hacía, qué caray, no faltaba más».

Libros y biblioteca «La Biblioteca Nacional empezó con 200 libros y ahora tiene 150.000. Se ha ido incrementando con compras pero también y, sobre todo, con donaciones de organismos nacionales e internacionales. Los herederos de Alfredo Pareja y de Alberto Coloma Silva nos legaron sus biblioteca completas; Japón nos donó el instrumento que empleamos para hacer la microfilmación de los libros antiguos, y la entrañable relación que Benjamín Carrión tuvo con México determinó que el Fondo de Cultura Económica nos hiciera una inmensa donación. Más aún, el prestigio que ha adquirido la biblioteca ha movido a la Unesco a incluir libros nuestros, como el de Bonpland, en la memoria del mundo. »En la presidencia de Edmundo Ribadeneira establecimos ferias del libro y entregamos, a cambio de libros y no de dinero, stands a los expositores. Nunca recibí las obras que estos, tras mirarme de reojo, querían endilgarme, sino las que yo consideraba se solicitarían en biblioteca. »Es muy linda la biblioteca. La

gente que viene se maravilla con la luz que ingresa a ésta por todos lados. Y es que Benjamín Carrión la diseñó para que sus usuarios y empleados se sintieran bien alojados. ‘Una persona trabaja mejor si el lugar que le rodea es cómodo, amplio, limpio’, aseguraba. Y tenía razón. Alguna vez, por ejemplo, un joven solicitó un libro que lastimosamente no teníamos, y cuando le dije en qué biblioteca podía encontrarlo, éste me dijo que aquella no le gustaba tanto como la nuestra y que se quedaba tanto aunque tuviera que pedir otro libro».

Creo que Jorge Dávila Vázquez la describe perfectamente: «Culta, extremadamente delicada con todo el mundo, no solo con su infinidad de amigos, quienes recurrían a ella en búsqueda de información y de bibliografía; pasó por la institución luminosamente. Pienso que la mejor evocación de su alma transparente y magnífica nos la dejó en el poema ‘Canción a la bella distante’ el poeta de Espacio, me has vencido, que en la dedicatoria del libro escribió: ‘Toda la luz que tienen estas páginas es suya’. Gracias, doña Laurita, qué hermoso volver a conversar contigo a los 100 años de tu nacimiento.

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Dos (m) Qué detiene la noche, la bastedad, la flama, un espacio adolorido en todo el cuerpo. Qué detiene sino el leve gemir, las otras palabras, los labios lánguidos, la afonía.

Ganador del Premio Nacional Paralelo Cero 2016

Habitante Escribo afiebrado, a un paso del delirio, pero escribo. En un acabose fraterno y ruin, lo acepto: rotundamente me haces falta para cruzar la calle. Como entenderás, he empezado a odiarte; un odio abismal, frívolo, caníbal, impostergable. Yo esperaba un rumor, una historia fingida. Pero no creo ya en vos. Por eso quiero evitar pensarte, nombrarte, enumerarte; a contracorriente, evito este ejercicio íntimo de escribirte. Pero es inevitable. Para ser el poema debe haber sido otro el azar y el alfabeto, otra el álgebra; habito en el rencor y los celos, en una ciudad en ruinas, es Hiroshima, Solentiname, Apocalipsis ahora, aquí vivo calle arriba. No hay tranvía. 72

Qué has venido hacer a diluir entre los dedos el corazón pardo, a acariciar el lomo cenizo de mis silencios. Qué has hecho que me duela el corazón en todo el cuerpo; ¿Qué? Si esta ausencia y vacío sólo se alivia mientras acaricio con los ojos una imagen de hace tiempos, mientras cuentas con los dedos, con todas las falanges, el alcanfor de los años que me muestras, maúllan las letras y se duplican, se elevan, se entretejen, se quejan. Al otro lado de esta ausencia, atino que la sospecha abrace tu cuerpo como anaconda, erupcione la fatiga en mitad de la noche desordene el corazón, todas las palabras; contigo está mi sangre, dejándose leer en iniciales duplicadas, agujeradas, desde hace dos insomnios contigo va mi sangre, a otro galopar debe acostumbrarse. Muelles, pañuelos, distancias. Mordiscos, besos, horizontes, tiques de ida, estaciones, papeles inesperados, bolígrafos, iluminaciones, dos o tres letargos, libros con apuntes en las orillas; goteras en el lavabo taladrando la cordura autos, un silbo difuminándolo todo, un cuerpo (el tuyo) alumbrado por un sol pálido necio testigo de esperanzar la caricia y el ansia, el reptar manta raya sobre la piel, la codicia del cuerpo, imagen apretada con los párpados, con todas las ganas; la misma pregunta: Qué detiene mi noche el hecho que me duela el corazón en todo el cuerpo.


premios Desconocida ven,

penetra, busca tu lugar, ábrete paso entre la carne por entre la sangre; métete en el corazón por esa puerta como herida abierta; cuando estés dentro: suelda, apunta la herida, aldaba la puerta con candados, y bota al abismo todas las llaves. entonces quédate, muérete adentro, sé fermento, para que nazca un árbol para que sus ramas hagan que me explote el corazón. 1997

A mí también me dan ganas de que un día

cualquiera

a ti te den ganas de largarnos a donde sea, hasta el despilfarro de los átomos; el baño azul, al náutico, al centro del damero, al Gólgota, al cine Rex, al teatro, a una de Lorel, a un concierto. Me dan ganas de que esta cuidad sea la misma aún siendo otra. Me dan ganas que un día abras la puerta y te quedes. Pero es mejor este silencio de manos, de boca, de tacto, Así el milagro de descubrirlo todo de nuevo motivará el latido. Aunque no deba ni en sueños quererte, porque me lo han dicho como un portazo en la cara, que soy yo el que ha inventado esta falsa asunción de ti, este amor de ánimas, de fantasmas, de pesadilla.

En mitad de mis muertos y entre los muertos.

Prójimo, entre la carroña un perro romántico roe el cadáver del adulterio; se enamora, recuerda las lunas, los días de celo. Perro convaleciente de mi tristeza.

Miguelángel Rengifo Robayo (Latacunga, 1978) Escritor y Periodista. Estudió Comunicación Social en la Universidad Central del Ecuador; cursa estudios de Ingeniería en Diseño Gráfico por la Universidad Técnica de Cotopaxi. Ha sido editor del Proyecto Bicentenario 1809-2009 de la Universidad Técnica de Cotopaxi, también de Leña verde, Antología de la cocina andina ecuatoriana; articulista y director de Editorial de Cotopaxi Magazine. Textos suyos se han publicado en las revistas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, columnista de Diario Regional La Hora, colaborador del periódico cultural Molinos de Monserrat del Núcleo de Cotopaxi. 73


Voces y pisadas Autor: Stalin Alvear Género: Testimonio Editorial: CCE Año: 2016

Manuela Sáenz, biografía novelada Autora: Raquel Verdesoto de Romo Dávila Género: Novela Editorial: CCE Año: 2016

¿Por qué Daniel y no Gardel…? Autor: Voltaire Medina Orellana Género: Narrativa Editorial: CCE Colección: Cosecha Tardía Año: 2016 74

En el libro Voces y pisadas predomina lo testimonial. El humor es un invitado especial, también la nostalgia, sin que quiera decir que otros huéspedes no lo sean. El protagonismo lo asume esa prole que convivió o convive con el autor y con los sencillos avatares de su tiempo. No hay estrictez cronológica ni sujeción a un solo género literario. No van a encontrar historias fastuosas. Sus personajes —en su mayoría— se deben a la vida simple, alegre y creativa del pueblo. Atizar rescoldos, hincarse ante el terco pasado, despertarlo de su cargante sueño, es la misión del memoralista.

«…Así Manuela llega a la primera etapa de su juventud, ostentando una naturaleza multiforme, presidida por una fuerte inteligencia y voluntad; hay también una mezcla de audacia, de erotismo y de pasión que lo arrastra todo, como un remolino. Extrovertida y desbordante no pone diques a sus impulsos, aunque ello disguste a los más íntimos. La silueta de Manuela adquiere una redondez elegante y delicada; su cuerpo se torna marcadamente esbelto, sin que su estatura alcance grandes proporciones; es grácil, fresca, arrogante y de porte acentuadamente aristocrático».

«En estos relatos bulle la ciudad, con su desafinada orquesta de retazos de canciones, de burlas y pregones y las fábulas que cuentan miles de narradores anónimos sin nadie que les reciba la exageración, el énfasis o la mentira necesaria, que podría ser escrita, con un desorden meditado y varios episodios interiores para conformar el libro inconcluso de nuestros sueños». JM


Narrativa Autor: Adalberto Ortiz Géneros: Cuento y novela Editorial: CCE Colección: Esenciales Año: 2016

Antología básica del cuento ecuatoriano Compiladora: Eugenia Viteri Género: Relato Editorial: CCE Colección: Letras Claves Año: 2016

Río de sombras Autor: Jorge Velasco Mackenzie Género: Novela Editorial: CCE Colección: Letras Claves Año: 2016

«En sus relatos, Adalberto Ortiz se mueve más allá de la intertextualidad de Esmeraldas y de la experiencia negra para interpretar las facetas más amplias de la condición humana. Y lo hace con una compenetración sagaz y sensible de los personajes que retrata, y evita hurgar innecesariamente en los estereotipos y en los conceptos erróneos. El entorno natural es un componente fundamental en las creaciones literarias de Ortiz. Aunque la naturaleza, a veces, es un obstáculo para los protagonistas, también puede ser un elemento esencial para su supervivencia. La dialéctica entre los seres humanos y el mar, evidente en Los contrabandistas, así como el diálogo que se establece entre estas dos fuerzas en La entundada, demuestra el alcance de la fuerza de la naturaleza». MAL

«La Antología básica del cuento ecuatoriano tiene trece ediciones entre 1987 y 2011, las cuales siguieron el esquema planteado desde la primera: ser una obra de consulta para los estudiantes del nivel medio del país, para lo cual se incluía cuestionarios, bibliografía recomendada, glosario, etc. Para esta publicación (la décima cuarta y la primera de la CCE), bajo la aceptación de la compiladora, se ha suprimido el carácter didáctico dejando exclusivamente la obra literaria de los autores. En esta edición se han incorporado nuevos nombres, con el fin de que el lector especializado y no especializado conozca la evolución del cuento».

«Jorge Velasco Mackenzie (Guayaquil, 1949), buceador de lenguajes y estilos, artífice paciente y obsesivo de la palabra, nos ofrece esta novela, Río de sombras, que se lee con satisfacción por el manejo del texto, pero con una sensación de vacío provocado, intencional, como si cada página se ofreciese íntegra y, a la vez, huyera de sí misma, escapara incluso de lo que cuenta y de los personajes que crea, siempre hacia otros textos para, al fin, como un caracol, envolverse y perderse en ellos». MPM 75


Ecuador en la ruta de don Quijote Autor: Franklin Cepeda Astudillo (editor) Género: Ensayo – Poesía Editorial: Káustica, Riobamba Año: 2016 «Este nuevo libro compendia, sistematiza y selecciona una diversidad de materiales que dan fe de la siempre fresca actualidad de El Quijote en tierras equinocciales. Las páginas de este tomo se dividen en cinco apartados. El primero presenta una versión modificada, corregida y relativamente actualizada, del artículo preparado como preliminar de la primera edición ecuatoriana. En el segundo se incluye el prólogo que a la misma dedicara Hernán Rodríguez Castelo, ilustre Miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. El tercero y cuarto ofrecen fragmentos de ensayos y narrativa, en el primer caso, y de poesía, en el segundo; dichas secciones, más que antologías, pretenden ofrecer —sin más orden que sus respectivos años de publicación— un repertorio plural de voces, discursos y sensibilidades, de ahí que se haya procurado hacerlo tan diverso como incluyente. El quinto y último acopia, sin pretender alcanzar la exhaustividad, una serie de fuentes generadas o publicadas en nuestro país con respecto a Cervantes y su obra». FCA

Bajo el signo de la bestia Autora: Mayarí Granda Luna Géneros: Poesía y relato Editorial: Los decapitados Año: 2015

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«Bajo el signo de la bestia, un trabajo que agrupa poesía, narrativa y ensayo. Provocador desde su portada, alude desde la mitología cristiana a aquella bestia cruenta y salvaje, sinónimo de castigo, llamada Satán. Pero más allá de lo que pretendería hallar el lector: textos de conceptos satanistas, encantos, hechizos, rituales…, lo que contienen estas páginas es poesía, una que habla desde la crítica social, que confronta la frivolidad de la juventud, que ataca soterradamente a la moral cristiana y a sus seguidores. Poesía directa, que habla del ejemplo que impone la voz poética hacia una libertad intelectual más que física». AC


Janche Autor: Hilario Zhinín Quezada Género: Cuento - Poesía Editorial: CCE Núcleo de Zamora Chinchipe Año: 2016

Desde el otro lado del fuego. Confesiones detrás de la sombra Autor: Jorge Patarón Herrera Género: Poesía y cuento Editorial: CCE Núcleo de Chimborazo Año: 2016

A espaldas de dios (Behind God´s Back) Autor: Sándor Kányádi Género: Poesía Editorial: Ragged Sky Press Año: 2015

«Janche es una obra literaria en donde Hilario nos muestra la cualidad, capacidad, imaginación, creatividad y destreza, así como la retentiva para construir con las palabras, al igual que cualquier otro trabajo que requiere pulirlo, para alcanzar su plenitud... Nos entrega once cuentos, todos tienen el condimento de la emoción; esa ensalada de ideas con las cuales va formando la trama, que se vuelve llamativa, elegante, y que el lector no quiere interrumpir su lectura con el fin de saborear el desenlace, el que está revestido, de acuerdo al relato, de tragedia, comedia o drama». JIAZ

«Desde el otro lado del fuego llega la poesía delatora de los desfases humanos que agobian la existencia cotidiana, versos repletos de sensualidad y pieles ardiendo en la hoguera del deseo, evocaciones de soledad y de infortunio abriendo paso al arribo nefasto de la muerte, remembranzas de horas vagabundas desgastadas en los asedios de la pasión o condolidas por el paso desacompasado de los malvivientes». GM

«En un lenguaje inteligente y casi desnudo, Kányádi encara de frente las cuestiones importantes de nuestro tiempo. Sin embargo, a través de su modesto y cultivado léxico, entreteje lo cultural con lo personal para crear una visión a la vez asequible, palpable y empática sencillamente. Su profunda poesía hace un eco de la conciencia social sin necesidad de predicar. Confronta una hipocresía que nos atormenta a todos, ciudadanos terrestres, y lo hace con la humildad de su padre, que apenas se graduó de cuarto grado, y a quien Kányádi honra a lo largo de su poesía». AB

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NACIONAL: CINEMATECA GA E Y CHAMAN N IS U M N E E DE CIN PROYECCIÓN ectases Estrella’ proy alli ‘U al n io ac N Cinemateca de abril que se Ecuatoriana y su s por el sismo ocurrido el 16 de Esmeraldas. ra tu ul C la de La Casa la provincia s damnificado l y familiar a lo ga y Muisne, en jornadas, con la asistencia ti an n fa am in h e C n ci de n s le ro s ientos tempora cial de las del Niño, en do bergan en alojam se realizó el Día Internacional tribuir al restablecimiento so La proyección familias, lo que permitió con por la 314 libros editados on ar aproximada de s por el desastre natural. eg tr en se mbién es donados da personas afecta as de Chamanga y Muisne ta rte de los doscientos ejemplar En las parroqui , relato, entre otros, fueron pa eca esía to a la Cinemat n ie m ci CCE: cuento, po de ra ag y con su satisfacción s of recieron su le on e ar qu es a los niños. a, pr n ex ia as or bergad Cultura Ecuat Las familias al a la Casa de la y ’ lla re st E s se Nacional ‘Uli al. tingente cultur

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panel PINTANDO SOBRE LOS ESCOMBROS ‘Arte sobre escombros’ es el proyecto que lleva adelante un grupo de artistas con la finalidad de pintar murales que sirvan de inspiración en Manabí, tras el terremoto de 7.8 que azotó a la provincia el pasado 16 de abril. La idea nace de Sixtina Ureta, Marvin Parrales, Ariana Andrade y Édison Javier Santacruz, que sin remuneraciones, invirtiendo tiempo y movilizándose a diferentes espacios, pintan las ciudades devastadas de la provincia. Pintan para que ese paisaje, grafiti o mandala pueda alegrar el espíritu del que lo perdió todo. Gracias a la colaboración económica de amigos de la Casa de la Cultura Ecuatoriana ‘Benjamín Carrión’, más la aportación de otros amigos de Manta, el grupo de artistas pudo financiar la compra de materiales de pintura para llegar hasta la comunidad mantense. Con lo recaudado realizaron dos murales en el centro de la ciudad. Próximamente irán a Los Esteros, parroquia de Manta que también fue afectada por la catástrofe. Igualmente se realizaron reuniones de lectura con niños, para lo cual la Dirección de Publicaciones de la CCE donó libros de literatura infantil.

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tributo

Sin Alfredo Costales, el quishihuar queda inconcluso

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a otra rama del quishihuar fue podada. Alfredo Costales Samaniego (Riobamba 1925-2016) ha muerto. Su esposa, Piedad Peñaherrera (Quito 1929-1994), se adelantó en la partida. Me he permitido tomar el título de su diccionario Quishihuar o árbol de Dios, porque creo que compendia la vida de los esposos Costales Samaniego dedicada a la investigación y al estudio de nuestras raíces así como a la reivindicación de los indígenas. Fue una vida de sabiduría dedicada al Ecuador y la región. Conocí a Alfredo en la recordada Misión Andina del Ecuador, y en la Facultad de Arquitectura a doña Piedadcita, como cariñosamente la llamábamos en la década del setenta. Conocí y admiré su trabajo y gocé de su amistad. Hoy siento su ausencia corporal porque su conocimiento y su obra están en más de cien investigaciones publicadas y seguramente estarán algunas inéditas. En un homenaje que hace unos años hizo la Universidad Católica, se manifestó que pocas personalidades han contribuido con la profundidad y dimensión al estudio de las ciencias sociales contemporáneas. «En el siglo pasado enfrentó el reto de abrir el camino de la Antropología como ciencia fundamental para cimentar el sentido de pertenencia a una nación, como base de

la comprensión y respeto de las diferencias lingüísticas y culturales. Su obra intelectual contó siempre con el apoyo de su esposa, también destacada antropóloga, Piedad Peñaherrera, con quien fundó el Instituto Ecuatoriano de Antropología y Geografía, a través del cual se realizaron investigaciones y publicaciones pioneras en el estudio y conocimiento de la realidad socio-cultural del Ecuador de mediados del siglo XX. Los resultados de las investigaciones históricas y etnológicas de estos autores permitieron incorporar en el cuerpo social del Ecuador la presencia del indio como actor del proceso de construcción de una nación. A partir de sus estudios, por primera vez se enfrentó la necesidad de implementar museos etnográficos con el fin de romper la tradicional visión de que la sociedad ecuatoriana era únicamente mestiza. Temas que hoy son parte de las nuevas corrientes teóricas de las ciencias sociales, como la identidad, la interculturalidad y el patrimonio inmaterial». Fueron reconocidos nacional e internacionalmente, pero alguna fuerza negativa impidió el otorgamiento del Premio Eugenio Espejo que lo merecían con sobradas razones. Pero Piedad y Alfredo siempre estuvieron por encima de eso. (PHC)


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