Casapalabras 22

Page 1

22

Literatura guayaquileña actual

Ramón del Valle Inclán

150 años de su nacimiento

Óscar Godoy Barbosa La castigada

Raymod Carver Diles a las mujeres que nos vamos

1


MUSEO DE ARTE COLONIAL

EL TEJIDO QUITEÑO UNA TRADICIÓN BARROCA

DIRECCIÓN Calles Cuenca y Mejía esquina (Centro Histórico). Teléfono: 2282297 2 electrónico: museodeartecolonial@yahoo.com Correo Facebook: museodeartecolonialquito www.casadelaculturaecuatoriana.gob.ec

HORARIOS DE VISITA Martes a sábado 09h00 a 17h00 Reservación previa para visita de grupos.

INAUGURACIÓN: 15 de septiembre de 2016 19h00 CLAUSURA: 31 de diciembre de 2016


editorial La utilidad de lo inútil

LA CASA DE LA CULTURA ECUATORIANA

L

se prepara para recibir al

a Casa de la Cultura Ecuatoriana, sus autoridades nacionales reelegidas para el período 2016-2020, tenemos un nuevo reto y enfrentamos una nueva utopía. En un mundo utilitarista donde se ha globalizado el mercadeo y la trivialidad, en un mundo donde se ha invisibilizado cualquier saber que no produce réditos económicos, donde ‘se consideran inútiles los saberes humanísticos que no producen beneficios’, nosotros, los artistas, los escritores, los músicos, todos los trabajadores de la cultura, tenemos que unirnos más y estar conscientes de que este posmodernismo naranja nos está llevando a la degeneración del espíritu, transformándonos en mercancías autómatas dentro de un universo utilitarista donde «un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que una pintura», como lo dice Nuccio Ordine en su extraordinario manifiesto, La utilidad de lo inútil. Con un descarnado y singular análisis Ordine nos recuerda que ya todas las manifestaciones culturales que no generan beneficios económicos, pasan a ser inútiles para los gobiernos, y toda manifestación del espíritu ha quedado relegada, pues son sensiblerías que no producen dinero. Si queremos estar dentro, tenemos que seguir paso a paso los lineamientos de la economía naranja, receta inventada en el Banco Mundial para que la poesía se convierta en cheque al portador. Muy claramente dice Ordine: «Si dejamos morir lo gratuito, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, sólo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agostado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante ‘homo sapiens’ pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad». Aprovechando la visita de Martha Harnecker al Ecuador, tuvimos oportunidad de conversar con ella sobre el tiempo en que vivimos, sobre cultura y política, y de esta chilena universal extraigo sus palabras «Para que podamos avanzar exitosamente en este desafío se requiere de una nueva cultura de izquierda: una cultura pluralista y tolerante, que ponga por encima lo que une y deje en segundo plano lo que divide: que promueva la unidad en torno a valores como la solidaridad, el humanismo, el respeto a las diferencias, la defensa de la naturaleza, rechazando el afán de lucro y las leyes del mercado como principios rectores de la actividad humana. »Una izquierda que se dé cuenta de que la radicalidad no está en levantar las consignas más radicales ni en realizar las acciones más radicales —que sólo unos pocos siguen porque asustan a la mayoría—, sino que sea capaz de crear espacios de encuentro y de lucha para amplios sectores; porque constatar que somos muchos los que estamos en la misma lucha es lo que nos hace fuertes, es lo que nos radicaliza. Una izquierda que entiende que hay que ganar hegemonía, es decir, que hay que convencer en lugar de imponer. Una izquierda que entiende que más importante que lo que hayamos hecho en el pasado, es lo que hagamos juntos en el porvenir». Este es el nuevo reto de la CASA, crear espacios de encuentro y de lucha, espacios amables donde se promueva y difunda el pensamiento de la patria y del mundo, ese pensamiento creativo que no busca réditos sino enriquecimiento espiritual.

número veintidos • agosto 2016 Presidente Raúl Pérez Torres Vicepresidente Gabriel Cisneros Abedrabbo Director Patricio Herrera Crespo Editor Patricio Viteri Paredes Colaboran en este número: Abril Altamirano, Jorge Basilago, Hans Behr Martínez, Nadia Sol Caramella, Siomara España, Mayarí Granda Luna, Óscar Godoy Barbosa, César Eduardo Galarza, Johnny Jara Jaramillo, Sonia Manzano, Yuliana Marcillo, José Núñez del Arco, Mónica Ojeda Franco, Juan Romero Vinueza, Silvia Stornaiolo, Jorge Vargas Chavarría, Jorge Velasco Mackenzie. Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila López Portada Vestimenta sacerdotal, siglo xix.

Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 426 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com

del 17 al 21 de octubre de 2016

1


índice

3 8 10

Retrato de Ramón del Valle Inclán, a los 150 años de su nacimiento, por parte del maestro Raúl Andrade.

20

Yuliana Marcillo nos reseña los oficios que desempeñaron varios escritores para sobrevivir y poder seguir escribiendo.

Homenaje al gran poeta francés Yves Bonnefoy, quien falleció en julio de 2016. La castigada, relato del escritor colombiano Óscar Godoy Barbosa.

30 33

Poemas de la escritora argentina Nadia Sol Caramella.

66

Los extraños designios del padre Anselmo, relato de Johnny Jara Jaramillo.

74

Sol descalzo, relato de Mayarí Granda Luna.

80

Crónica sobre Cristóbal Garcés Larrea, exdirector de Cuadernos del Guayas, por Patricio Herrera.

86

Premios Eugenio Espejo 2016.

62

24

Diles a las mujeres que nos vamos, relato de Raymod Carver.

Dossier: Literatura guayaquileña actual.

Retrato de Jack London, por Jorge Basilago.

70

Análisis de Juan Romero Vinueza sobre la novela El lamento del perezoso, de Sam Savage.

58

Silvia Stornaiolo bosqueja a Vincent van Gogh.

76

Ensayo de Abril Altamirano sobre los cuentos del escritor francés Guy de Maupassant.


aniversario


Raúl Andrade

D

4

etrás de la figura esquelética, mutilada y barbuda de Valle Inclán, una ilusión de óptica literaria deja ver la silueta, empingorotada y soberbia, del gentil hombre normando Julio Barbey d’Aurevilly. Tal como ocurre al menos en las ‘Sonatas’ sobre las que gravita, impalpable y visible como la niebla, la sombra espectacular y majestuosa del ‘último chuan’. Pero, cuando Valle desciende a la cueva del esperpento, con un farol de vidrios verdes en la mano sobreviviente, dispuesto a solazarse como Goya en el amanecer del 3 de mayo contemplando los fusilamientos de La Moncloa, en un mundo sonambúlico y destripado que animan larvas humanas y brujas desgreñadas, en aguafortesco concilio, la ilusión óptica se desvanece. Queda un Valle espectral, esbozado como un trasgo maligno, gozoso de la impúdica fealdad del conciliábulo, subrayada por las luces oblicuas. Es que, en el espacio literario de Valle Inclán coexisten dos estilos que son como el anverso y el reverso de su sensibilidad. El demonio galante y

heroico de las ‘Sonatas’ ha de reflejarse, más tarde, en su madurez de escritor, en uno como espejo cóncavo, con caricaturesca simplicidad, en la atmósfera alucinada de ‘kiff ’ que Valle Inclán ha aprendido a fumar en las guaridas mexicanas de Santa María la Redonda y a través de cuyo humo, diabólico y ultratumbal, sus ojos de taladro se aguzan y alcanzan aptitud para perforar el misterio y la sombra. Si Valle Inclán, como Barbey d’Aurevilly, asume una postura romántica en política, la postura del perdedor, del afiliado al carbonarismo literario, del heraldo de la causa perdida o de imposible retorno, en su primera época, más tarde, se trueca en un demoníaco aguafortista, por más que se obstine en conservar ese yelmo carlista, con penacho de crines blancas que es su propio rostro enmarañado de barbas nostálgicas. Valle Inclán es de una céltica arrogancia, como Barbey, de una normanda bravura. Nace el gallego en una aldea del norte español —la Puebla del Caramiñal— ha-

bitada por la leyenda medrosa, a la vera de las rías tersas y melancólicas. Su infancia está nutrida de tradiciones, de fúnebres mentiras, de crueles episodios. Su infancia, como un desván, va rellenándose de un repertorio de hierros viejos, de muebles inservibles, de cacharros desportillados. Y, de ese desván revuelto, va a extraer una insólita


En Valle InclĂĄn no se hace indispensable la certeza. Hay que entenderlo como fue: una mezcla de niebla y de leyenda, de pelos largos y mitomanĂ­a graciosamente enrollados alrededor de un esqueleto. 5


Recuerdan aún los madrileños su silueta inconfundible, plantada en la calle Alcalá como un arbolillo más, desnudo y desamparado, agitando su heroico muñón frente a las cargas de caballería, en los días que precedieron a la caída de la dictadura. Con vocablos arcaicos y sonoros, con injurias por él mismo inventadas, filosas y agudas como guijarros, don Ramón increpaba a los sayones y escupía sus graves maldiciones, crepitantes como disparos en crepúsculo invernal. 6

colección de recuerdos que vistos a la diurna luz, desempolvados y liberados de su pátina de vejez, se convierten en relucientes cobres y brocados alucinantes. Carlismo literario fue su postura política, pues que le hacía falta adoptar una etiqueta en el revuelto batiburrillo español y disfrazar su inalterable anarquismo. La campiña gallega, orlada de piedra y hiedra, se adentra en el alma valle inclanesca y no le abandona ya más. Advierte el mozo, díscolo y ceñudo, toda la poesía contenida en su comarca y logra conservarla y depurarla en su tránsito. Antes de ir a Madrid que era su ruta natural, el contradictorio mozuelo se embarca para México. Un vigoroso aire de aventura infla las velas de su ensueño. Anhela el encuentro de lo extraordinario y descomunal. Con la cabeza henchida de maleza heroica, que la experiencia se encargará de desbrozar, desembarca en Veracruz y según dice alguno de sus biógrafos, su gestión consistirá en acercarse a un periódico en el que, aquel mismo día de su arribo, se ha publicado una diatriba criolla, antiespañola, que se iniciaba injuriando a Hernán Cortés y concluía injuriando al «último gachupín recién desembarcado». Y aquel último gachupín era el entonces ignorado y fabuloso Valle Inclán que recogía el ultraje y lo vengaba a garrotazos. Verdad o mentira, el episodio pinta al irascible novelista en todo su hidalgo pundonor. En Valle Inclán no se hace indispensable la certeza. Hay que entenderlo como fue: una mezcla de niebla y de leyenda, de pelos largos y mitomanía graciosamente enrollados alrededor de un esqueleto. «Don Ramón —ha escrito Gómez de la Serna— tuvo el primer sombrero de copa a los dieciséis años y su primera barba a los diecisiete». De esta afirmación se induce como en Valle Inclán alentaban la urgencia de una mayoría

de edad y el anhelo de encajar en el menor tiempo posible en el caparazón esperpento, manco, barbudo e irritado que había imaginado ser. A don Ramón, como el sombrero de pelo y la barba de su primera infancia, se le volvían indispensables la mutilación heroica y la capa de embozos encarnados para sentirse, paradójicamente, completo y total. La mano cortada fue para don Ramón una suerte de «cruz de guerra», obtenida con heroica legitimidad. No importa, ¡no!, que la perdiese en una riña tabernícola que en una batalla de sueños, si la aureola heroica y el halo conspirativo estaban alcanzados. Él mismo ha definido la teoría estética del esperpento por intermedio de su personaje en Luces de Bohemia. «El esperpentismo —dice Max Estrella— lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse por el callejón del Gato… Los héroes clásicos reflejados en el espejo cóncavo dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española solo puede darse en una estética sistemáticamente deformada». Es así como insinúa que si Goya inventó el esperpento, en los Caprichos, él ha venido a redescubrirlo bajo la envoltura de un capricho también, en el ‘sperpento’ literario, que había de bautizar a sus piezas dramáticas, tratadas con inalterable pureza trágica casi con los mismos lápices que Goya dibujara sus extravagantes pero verídicos ‘Caprichos’. Sombra compostelana, nacida para habitar en ‘la Plazoleta de los Literarios’ de Compostela, don Ramón fue un voluntario arruinado emigrado de su tierra gallega y anclado en Madrid, en ese distrito esperpéntico y sinuoso que abarca desde la puerta de Toledo hasta el Arco de Cuchilleros, habitado por daifas pintadas y brujas fúnebres. Solitario embozado, Valle Inclán era la clásica ‘alma en pena’ vagando


La mano cortada fue para don Ramón una suerte de «cruz de guerra» obtenida con heroica legitimidad. No importa, ¡no!, que la perdiese en una riña tabernícola que en una batalla de sueños, si la aureola heroica y el halo conspirativo estaban alcanzados.

por las calles de Madrid, huésped de las tertulias nocherniegas, abrigado en doble esbozo del orgullo y el tupido paño de Béjar. Recuerdan aún los madrileños su silueta inconfundible, plantada en la calle Alcalá como un arbolillo más, desnudo y desamparado, agitando su heroico muñón frente a las cargas de caballería, en los días que precedieron a la caída de la Dictadura. Con vocablos arcaicos y sonoros, con injurias por él mismo inventadas, filosas y agudas como guijarros, don Ramón increpaba a los sayones y escupía sus graves maldiciones, crepitantes como disparos en crepúsculo invernal. Aquella figura de viejo hidalgo manco, de asceta barbudo, escapa de los lienzos de Rivera, frágil y desmedrada imponía temeroso respeto, entre los claroscuros de la calle.

Voy caminando entre escombros. La alforja del infortunio agobia mis viejos hombros… Aquella sería una de las últimas hazañas del noble Bradomín que, para nada deber a los Borbones, instituyó sus propias leyes heráldicas y diseñó sus propios blasones, eligiendo un título inexistente, pero cuando menos de tanta legitimidad como el de los más rancios ‘grandes’ cuya grandeza, en suma, se reduce a las escasas dimensiones de un palmo de pergamino. Los acontecimientos se precipitarían poco a poco tiempo después. Sintiendo que la muerte seguía sus pasos es-

pectrales, don Ramón emprendería el viaje final, con voluntarioso estoicismo, a la solemne Compostela. Allí iría a morir, cerca de las rías rumorosas, en las inmediaciones del Palacio de Bendaña, que fuera el escogido escenario del Bradomín. No asistiría a su epílogo, seguro y lento, otro séquito que el de los sueños, logrados y malogrados. Con su barba nivosa y sus pupilas de fantasma, vería más allá de la muerte. Por eso, antes de ver trizada su tierra el 6 de enero de 1936, don Ramón entregaría su alma a Dios, de manera tan irrevocable que sus restos no han sido encontrados jamás.

7


La rapidez de las nubes

La cama, la ventana cercana, el valle, el cielo, la rapidez espléndida de esas nubes, la súbita garra de la lluvia en los cristales como si la nada rubricase el mundo. En mi sueño de ayer el grano de otros años ardía a fuego lento, sin calor, en el suelo embaldosado. Descalzos, lo apartaban nuestros pies como un agua límpida. ¡Oh amiga mía, qué distancia tan débil separaba nuestros cuerpos! La hoja de la espada del tiempo que merodea hubiese allí buscado en vano lugar para vencer! (Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán).

8

V

Salgo. Sueño que salgo en la noche nevada. Sueño que llevo conmigo, lejos, fuera, es sin retorno, el espejo de la recámara superior, aquel de los veranos de otro tiempo, la barca y la proa donde, simples, fuimos, nos preguntamos, en el sueño de veranos que fueron breves como es la vida. En aquellos tiempos fue a través del cielo que brillaba en sus aguas que los magos de nuestro sueño, retirándose, propagaban sus tesoros en el cuarto oscuro. (Traducción por Gustavo Osorio de Ita)


homenaje El adiós

Hemos vuelto a nuestro origen. Fue el lugar de la evidencia, aunque desgarrada. Las ventanas mezclaban demasiadas luces, Las escaleras trepaban demasiadas estrellas que son arcos que se hunden, escombros, el fuego parecía arder en otro mundo. Y ahora hay pájaros que vuelan de una habitación a la otra, los postigos se cayeron, la cama está cubierta de piedras, la chimenea llena de restos del cielo que van a apagarse. Allí, por las tardes, hablábamos casi en voz baja debido a los rumores de las bóvedas, allí, sin embargo, formábamos nuestros proyectos: pero una barca, cargada con piedras rojas, se alejaba irresistiblemente de una orilla, y el olvido depositaba ya su ceniza en los sueños que sin fin recomenzábamos, poblando con imágenes el fuego que ardió hasta el último día. ¿Es cierto, amiga mía, que no hay más que una palabra para nombrar en la lengua que llamamos poesía el sol de la mañana y el de la tarde, una para el grito de alegría y el de angustia, una para el desierto río arriba y los golpes de hacha, una para la cama deshecha y el cielo tormentoso, una para el niño que nace y el dios muerto? Sí, lo creo, quiero creerlo, pero ¿qué sombras son esas que se llevan el espejo? Y, mira, la zarza crece entre las piedras en el camino de hierba aún apenas abierto por el que nuestros pasos iban hacia los jóvenes árboles. Hoy me parece, aquí, que la palabra es el pesebre medio roto del que se escapa en cada amanecer de lluvia el agua inútil. La hierba y en la hierba el agua que brilla, como un río. Todo está siempre a la espera de que una vez más se lo ate al mundo. Sé que el paraíso está diseminado, es tarea terrestre el reconocer sus flores dispersas en la hierba pobre, pero el ángel ha desaparecido, una luz que no fue, de golpe, sino un sol poniente. Y como Adán y Eva caminaremos por última vez en el jardín.

Como Adán el primer pesar, como Eva la primera osadía, querremos y no querremos pasar por la puerta baja que se entreabre allá a lo lejos, en la otra punta del ronzal, coloreada como auguralmente por un último rayo. ¿Se toma el porvenir en el origen como cabe el cielo en un cóncavo espejo? ¿Podremos recoger, de esa luz que fue de aquí el milagro, en nuestras sombrías manos la simiente, para otros charcos en el secreto de otros campos “cercados de piedras”? Por cierto, está aquí el lugar para vencer, para vencernos, el lugar de donde salimos esta tarde. Aquí sin fin como esa agua que se escapa del pesebre. (Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán)

Yves Bonnefoy

(Tours, 1923 – París, 2016) Poeta, traductor y crítico de arte francés. Mereció el Premio Franz Kafka 2007 y el Premio FIL de literatura en Lenguas Romances 2013. Candidato eterno al Premio Nobel de Literatura, especialista en Shakespeare, Baudelaire y Rimbaud; escribió también ensayos sobre Picasso, Balthus, Giacometti y Mondrian. Profesor del Colegio de Francia y otras universidades. Fue miembro de la Academia Americana de las Artes y las Ciencias. Autor de una extensa obra poética: Traité du pianiste (1946; ampliado en 2008), Du mouvement et de l’immobilité de Douve (1954), Anti-Platon (1953), Récits en rêve (1987) y Les planches courbes (2001). 9


¡P

obrecita! ¡Deberíamos liberarla! —dijo Diana, con ese tono de indignación que tanto inquietaba a Javier. El guía les había contado la historia del castigo: un mediodía, casi setenta años atrás, un campanero inexperto puso a sonar la campana en una de las torres de la Catedral Metropolitana del Distrito Federal. Don Polo, el campanero mayor de entonces, requería la ayuda de varios jóvenes para lograr que las 39 campanas tañeran al unísono en esa hora, como se lo exigían las autoridades eclesiásticas. Nadie presenció lo ocurrido, pero todo indica que el joven de 18 años no supo retirarse a tiempo y la campana, de casi dos toneladas de peso, fabricada con bronce y estaño, en uno de sus vaivenes le propinó un golpe mortal en la cabeza. Cuando encontraron el cadáver y la noticia se hizo pública, los canónigos de la famosa iglesia, ubicada en el Zócalo, la plaza principal de la ciudad, decidieron castigar a la campana. Le retiraron el badajo, esa lengua metálica que cuelga en su centro con la función de golpear el metal y hacerlo tañer, la amarraron sólidamente contra uno de los muros de la torre para impedir sus movimientos, y pintaron en su costado una cruz en pintura blanca, en señal de duelo por el joven fallecido. La Castigada empezó a llamar la gente a aquella mole metálica, inmovilizada y muda, expuesta a la curiosidad de los turistas de todo el mundo que realizan el recorrido por los campanarios de la catedral. Así la vio Diana, conmovida, siete días antes de su regreso a Colombia. Le hizo una señal a Javier, Emiliano y Joshua, el gringo apasionado por los íconos, para que se quedaran atrás del guía y los demás turistas, y se acercó a examinarla con detenimiento. Tocó su metal tallado a mano, recorrió con sus

Óscar Godoy Barbosa 10


relato dedos la cruz pintada, de un blanco casi desvanecido por la acción del tiempo, posó su oído contra la superficie corroída y se apartó bruscamente, como si hubiera escuchado un mensaje de auxilio desde las entrañas de metal. Un grito, un estremecimiento, hizo su camino desde La Castigada hasta el corazón de Diana. De regreso en el apartamento, no dejaba de hablar de su experiencia: —¡Es absurdo! —decía—. ¿Qué culpa tiene la campana de la torpeza de un campanero? ¿Y por qué castigar a una cosa, un objeto tan bello, por un accidente humano? Javier estuvo a punto de decirle que su indignación por ese objeto resultaba igualmente absurda, pero desistió: conocía lo suficiente a Diana para saber que nada lograría con objetar sus apasionamientos repentinos. Por suerte la voz de Emiliano se atravesó en su camino. Los llamaba a comer. Spaghettis, el plato que mejor se le daba. En esos últimos días, Emiliano estaba decidido a darles todos los gustos a sus carnales colombianos. Culminaban dos años largos de la maestría en artes plásticas en la unam. Diana y Javier, viejos cómplices desde Bogotá, acababan de cumplir con una sustentación meritoria y un título que, esperaban, serviría para algo a su regreso. Y si no servía, al menos llevaban consigo, cada uno, un par de docenas de trabajos de pintura, bosquejos, proyectos de exposiciones y de performances, que darían para hablar a los amigos y a la indescifrable crítica, si es que de crítica podía hablarse en su ciudad natal. Llevaban obra, decía Javier con orgullo, y eso era lo único importante. Los invadía la tristeza al pensar en el regreso. Aquellos dos años sumaban siglos, no tanto por las clases, aunque muchas de ellas valieron la pena, sino por la cantidad

de romances bien y mal vividos, de botellas de tequila escurridas hasta la última gota, de amigas y amigos y conocidos que valieron la pena, de viajes por el México profundo, de comidas y sabores y olores, de discusiones apasionadas sobre el presente y el futuro del arte, de días con sus noches gozados a fondo en el querido DF que ya hacía parte de su ADN, como repetía Diana en sus horas de euforia. Temerosa de las preguntas de la familia en Bogotá, en los últimos días Diana se había dado a la tarea de tomarse fotografías en los lugares famosos, para que nadie fuera a pensar que dos años no fueron suficientes para conocer el DF de los turistas. Recorrieron Xochimilco, las pirámides de Teotihuacán, las ruinas de Tenochtitlán, el Museo de Antropología, la casa de Frida Khalo, el Palacio de Chapultepec, los demás museos y lugares de las guías turísticas, con dedicación casi obsesiva. Para Javier aquel recorrido fue más un repaso nostálgico, pues cada lugar se mezclaba con rostros, con risas, con anécdotas chistosas. El último paso había sido la Catedral que nunca antes, ni en los momentos de mayor aburrimiento, les mereció una visita. No hablaron de la campana mientras saboreaban los spaghettis de Emiliano, acompañados con vino rojo. Aunque Diana pareció ausente buena parte de la cena, intervino lo suficiente para hacerlos reír con sus anécdotas famosas de aquellos dos años, los fiascos, los desencuentros de lenguaje, y para hacerles prometer que no se olvidarían, que se valdrían de cualquier excusa para regresar al DF en cuanto pudieran, que abrirían sedes del grupo en Buenos Aires, en Chicago, en Bogotá, en donde pudieran verse de nuevo para sacudir conciencias aletargadas. Algo había nacido en aquella comunidad de estudiantes llegados de medio mundo, de-

Nadie presenció lo ocurrido, pero todo indica que el joven de 18 años no supo retirarse a tiempo y la campana, de casi dos toneladas de peso, fabricada con bronce y estaño, en uno de sus vaivenes le propinó un golpe mortal en la cabeza.

* Premio Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá 2014

11


Hacia las cuatro de la mañana, agotada la última remesa de botellas de vino comprada entre todos, el grupo ya tenía un nombre, ‘La Hermandad de la Campana’; una causa, la lucha contra todas las formas de la tontería planetaria; un plan, la conspiración para liberar a La Castigada…

12

cía Joshua en tono exaltado. Algo que no podría perderse, dijeron los otros. El internet sería el canal para mantenerse vivos. Esa noche nacía el grupo que revolucionaría las artes plásticas del continente. —Deberíamos dejar hablar a la campana. La voz de Diana resonó en medio de la alegría desatada por el vino. Los platos vacíos se acumulaban en el fregadero, la música presagiaba una buena noche, el teléfono anunciaba la llegada de más amigas y amigos. Emiliano, Javier y Joshua la miraron con gestos de sorpresa. —¿Qué? —Deberíamos liberarla. Cortar las sogas, atarle un badajo y hacerla sonar como se merece. ¿Se imaginan? ¡Que el Zócalo se sacuda a medianoche por el sonido de esa campana acallada durante setenta años! Reinó el silencio. Javier se llevó las manos a la cabeza, convencido ahora sí de que su amiga coqueteaba con la locura. Joshua reía sin saber qué decir. Lo que nadie esperaba fue la reacción de Emiliano: —¡Claro! ¡Ese podría ser nuestro primer manifiesto! ¡Un acto artístico contra la censura! No se habló de otra cosa en el resto de la noche. A quienes fueron llegando se les puso al tanto de lo que ya era una conspiración desde el arte contra la moral y las normas establecidas. La propuesta de Diana se fue perfeccionando con los aportes de cada quien. Telefonearon a Rafael, el amigo de la facultad de ingeniería, para pedirle asesoría técnica. Buscaron información por internet. Hacia las cuatro de la mañana, agotada la última remesa de botellas de vino comprada entre todos, el grupo ya tenía un nombre, ‘La Hermandad de la Campana’; una causa, la lucha contra todas las formas de la tontería planetaria; un plan, la conspiración para liberar a La Cas-

tigada, e incluso un manifiesto, un desordenado escrito lleno de frases eufóricas, digitadas por Amelia en su portátil, que justificaban y engrandecían el acto a punto de ser acometido. Javier no participaba del entusiasmo general. Miraba a Diana, en medio de todos, y se preguntaba en qué momento la muchacha tímida de la que se enamoró en primer semestre, en los lejanos días de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Bogotá, se había transmutado en la mujer que hoy era el centro de atracción de este grupo de múltiples nacionalidades, y en la líder de un plan disparatado. Mucha agua había corrido desde sus lejanos amores. Siempre le consoló pensar que lo suyo había sido el punto de quiebre en la vida de ella, el momento de romper inhibiciones para abrirse al mundo. Javier fue testigo privilegiado de las transformaciones de Diana. Paso a paso, desde el noviazgo primerizo hasta los múltiples amantes de todo el mundo, desde la voz vacilante hasta la estudiante capaz de poner contra la pared a los profesores mediocres, desde los bodegones sin garbo hasta las pinturas desbordantes de vitalidad. Se consolaba con su papel para no pensar en eso tan complejo que los unía, que muchas veces llevó a los amigos, aun a los más discretos, a preguntarles «bueno, pero ustedes, ¿al fin qué son?». La Diana desatada requería de él como último refugio, como hombro para llorar, como consejero y cómplice, y también como amante para los momentos de despecho. En el fondo no eran más que un par de incondicionales, dos hermanos incestuosos, dos trazos de la misma tinta sobre papel indeleble. Por eso le aterraba su amiga de las últimas semanas. Pensar en el regreso a Colombia la había llenado de aprehensiones, como si significara ajustarse ataduras que el DF le había liberado. La


veía allí, en medio de la algarabía, dispuesta a emprender una locura con tal de sembrar su huella en todos los recuerdos, y se preguntaba hasta qué punto esta era su Diana, el extracto de Diana que guardaba para sí. Faltaba una semana para el regreso a Colombia. Por sugerencia de Emiliano, la Hermandad de la Campana organizó tres comisiones. La primera, a cargo de Rafael y sus amigos ingenieros, para estudiar el objetivo, calcular su peso, consultar con expertos, definir la viabilidad técnica, física y matemática del proyecto, y conseguir las herramientas necesarias para que el tañido retumbara por el centro de la ciudad dormida. La segunda, liderada por Joshua, recorrería los anticuarios en busca de un badajo que se pudiera atar por dentro de la campana en el momento indicado. El badajo debía tener dimensiones apropiadas de tamaño, y no ser demasiado pesado ni llamativo para que lo pudieran ingresar a la iglesia sin llamar la atención de los vigilantes. Y una tercera comisión, a cargo del mismo Emiliano, se encargó de visitar por turnos, en grupos distintos para no llamar la atención, mimetizados entre los turistas, el sendero de las 39 campanas de la Catedral. Su misión era tomar fotografías, definir posibles escondites, dibujar el plano de los pasadizos y los tramos de escaleras que comunicaban los diversos campanarios, y establecer rutas de escape para después de alcanzar el objetivo. Esa madrugada, Diana tuvo su primera pesadilla. Abotagado por el vino, a punto de dormirse, Javier alcanzó a escuchar los gemidos de ella y corrió a su habitación. La encontró sudando, agitada, con expresión de angustia. Tuvo que llamarla en voz alta y sacudirla para que despertara. Apenas abrió los ojos, Diana lo miró.

—¡Vi la campana! ¡La vi! —le dijo. Luego siguió durmiendo, ahora sí dulcemente. La Hermandad de la Campana se reunió dos noches después para conocer los avances de las comisiones. Fue la noche de los objetos. Primero llegaron Rafael y sus amigos, que sacaron de un morral una gruesa barra metálica. La habían tomado ‘en préstamo’ de uno de los laboratorios de la Universidad. Con un peso manejable, la aleación de metales que la constituía le permitiría aguantar el peso de varias toneladas sin doblarse. Su dimensión bastaba y sobraba para introducirla en las ranuras de piedra de la parte superior del campanario. «Yo sabía que esta era», se ufanaba Ismael, un salvadoreño grueso y simpático que pensó en aquel trozo de metal tan pronto vio las fotografías de la campana. Junto a la barra metálica, Rafael y su grupo habían traído una cuerda gruesa, pesada, extraída de una bodega, y un rústico sistema de poleas que, aseguraron, bien utilizado bastaría para izar la campana, con la fuerza de un grupo pequeño, hasta el nivel superior del campanario. Javier miraba aquellos objetos esparcidos por la alfombra. ¿En qué momento aquel grupo cordial y razonable se había comprometido con semejante proyecto? Recordó que la noche anterior Diana había tenido su segunda pesadilla con la campana, más larga, con gemidos más agudos y el cuerpo empapado de sudor. Despertó llorando, aterrada, y al preguntarle sobre lo que había visto, de nuevo dijo no recordar nada. Debió acompañarla mucho rato hasta que volvió a cerrar los ojos. Una hora más tarde llegó Joshua. Los ojos se abrieron de sorpresa cuando abrió su morral y extrajo un badajo antiguo, un trozo de metal con una argolla en un extremo, atada a una cuerda gruesa, y en el otro extremo una cabeza redondeada.

—¡No será el más apropiado, pero el vendedor me aseguró que así mero la hará sonar! —dijo, en su mejor español chilango. Los gritos de júbilo. Circuló el tequila en copas pequeñas. Observar el badajo, allí sobre la alfombra, los convenció de algo que la barra metálica, las poleas y la cuerda no habían logrado: el complot iba en serio y no tenía vuelta atrás. Extendieron las fotos y la información recopilada sobre la mesa del comedor. Estudiaron el horario de los recorridos guiados. Identificaron tres puertas de madera mal aseguradas a lo largo de los pasillos, que tal vez condujeran a habitaciones donde podrían esconderse hasta la medianoche. Identificaron un arrume de materiales acumulados para trabajos de mantenimiento de la iglesia, en una bodega improvisada junto a una de las escaleras, donde podrían mimetizar la barra metálica y las poleas. A los ingenieros les faltaban algunos elementos: una base rodante para mover la campana desde su puesto en la pared hasta el centro del campanario, en caso de que cayera al suelo, algunos mecanismos de las poleas, una barra pequeña para hacer palanca si tuvieran necesidad. Y les faltaba idear la forma de entrar todo aquello a la catedral, junto al grupo que ejecutaría la acción, sin despertar sospechas. A las dos de la mañana, Emiliano sugirió conformar una comisión de comunicaciones, un grupo que preparara la noticia, le pusiera cita al mayor número posible de estudiantes, periodistas y amigos en la Plaza del Zócalo, a la medianoche, para entregarles una noticia importante, una intervención artística sin precedentes, sin decirles de qué se trataba. Si llegaba la policía, si las fuerzas a cargo de la seguridad del Palacio Nacional y demás edificios del alto gobierno que rodeaban la Plaza, quisieran apresar a los culpa-

13


Como empujada por fuerzas inexplicables, La Castigada empezó a moverse por sí misma. La sombra oscura de la campana se alejó de sus liberadores y osciló hasta el extremo opuesto del campanario. Su tañido metálico atacó los oídos de los seis jóvenes como una explosión atómica.

14

bles de semejante atentado contra las instituciones, la presencia de mucha gente podría desanimarlos. Ya para ese momento el manifiesto circularía entre todos los concurrentes, en las redes sociales, en los medios de comunicación, y las imágenes circularían por la red a velocidades nunca vistas. La noticia saldría en las primeras planas de todo el mundo. La Hermandad de la Campana se haría famosa con su primer golpe. Luego se armó una discusión sobre quiénes debían integrar el ‘comando’ a cargo del operativo. Diana se daba por descontada, en su calidad de cerebro de la idea. Emiliano también, como coordinador de las comisiones, y además como poseedor de la espalda más fuerte y el cuerpo más atlético, capaz de cargar barra y badajo juntas, y de asumir las delicadas maniobras con la campana liberada. Joshua fue escogido sin duda, en su calidad de campeón olímpico de natación, estilo libre, antes de caer en las garras del amor al arte antiguo. Su país de origen, además, podría ser garantía de un trato cuidadoso por parte de la policía. A él se agregaron Rafael y el salvadoreño Ismael, ingenieros de formación pervertidos por el arte, que se habían ganado su puesto por el aporte de la barra y su pericia con las poleas. —Falta uno más —dijo Diana entonces, y se volvió hacia Javier. Las miradas recayeron en él. Miraron su cuerpo delgado y su uno con sesenta y ocho centímetros. Sopesaron su temperamento tranquilo, la fuerza contenida de sus ojos, la mesura de sus opiniones. Si hubo dudas, nadie se atrevió a expresarlas. —Si los agarra la policía se pueden meter en problemas serios. No olviden de dónde vienen —Amelia, en su acento argentino, fue la única que se atrevió a opinar.

—¿Y qué importa? ¡Igual nos largaremos dentro de cuatro días! El desparpajo de Diana llenó de risas el apartamento, mientras a Javier le corría un frío por el estómago. El golpe estaba preparado. La Hermandad de la Campana actuaría la noche siguiente. Por fin, setenta años después, la estructura completa de la campana colgaría de su centro natural, en el lugar del que nunca debieron desplazarla. Cuando todos se fueron, Javier llamó a la puerta de Diana. —¿Te volviste loca? —le dijo—. ¡No tenías derecho a meterme en esto! —Nadie te obliga —dijo ella, con la puerta abierta a medias—. No será difícil reemplazarte. —¡Si nos meten presos, no te imaginas las cosas que pueden hacernos! ¡Ya sabes la fama de la policía! Javier se sintió un tanto ridículo con su dramatismo para hablar. Pero ya no aguantaba los alcances que estaba tomando esta nueva etapa de Diana. —No es ningún delito. ¡Y tenemos amigos! ¡Y estará Joshua! ¡Y habrá periodistas! ¡Tranquilízate! —Ella le sonrió, con esa sonrisa que lo desarmaba siempre. Diana abrió bien la puerta. Vestía una camiseta larga en la que se transparentaban las puntas de sus senos. —¿Quieres seguir? No me gustan las pesadillas. No tenía remedio. Al dar un paso al frente, al cerrarse la puerta, al volverse y recibir el beso de Diana, Javier supo que lo suyo con ella no tenía remedio. >>> La sombra más oscura en un mundo de sombras. Así le pareció a Javier La Castigada, tan pronto traspuso la puerta y se quedó mirando la forma metálica sólidamente atada a la pared de piedra del campanario.


El resplandor del alumbrado público de la Plaza del Zócalo apenas les alcanzaba para no tropezar contra las paredes, y para distinguir al objeto que tanto los había obsesionado en los últimos días. A duras penas podían distinguirse unos a otros. Allí estaban Diana y Joshua, tocando la campana, examinándola palmo a palmo, como para estar seguros de la labor que se disponían a emprender. De pie contra la ventana que daba a la plaza, Emiliano se asomaba con prudencia, para comprobar que amigos e invitados ya conformaran la esperada multitud, ansiosa de gritar y desatarse cuando el tañido despertara el centro del DF. En el costado opuesto del campanario, Rafael e Ismael se apuraban con sus herramientas y poleas.

—¡No ha llegado nadie! —murmuró Emiliano. —Son apenas las once. ¡No te preocupes! Pasado mañana partirían para Colombia. Por fin las cosas parecían salir bien. El tercer intento sería el bueno. La primera tarde, el guía notó la falta de algunos de sus turistas, regresó de prisa por los pasillos y encontró a Diana, Javier y Joshua antes de que pudieran esconderse. En el segundo intento encontraron un candado nuevo en la puerta que habían identificado como la más fácil de abrir para entrar y esconderse, y para colmo, los dos ingenieros no alcanzaron a llegar a tiempo ni comprar boletas para la última visita guiada. Tuvieron que llamar de urgencia a todo el mundo para que no fueran a perder

el viaje hasta el Zócalo, y encerrarse a tomar tequila y rumiar las razones de cada fracaso. Esta tarde, por fin, habían tenido éxito en burlar al guía: veinte muchachos, vestidos con camisetas blancas y bluyines azul oscuro, lo acosaron con preguntas y lo rodearon para que no pudiera pasar revista a la totalidad el grupo. En cierto momento, mientras el guía hablaba, Ismael cortó con la gruesa pinza de trabajo que traían para liberar a la campana, la cadena que soportaba el candado nuevo, y tal como esperaban, lo que encontraron al abrir la puerta fue una habitación oscura y húmeda, prácticamente vacía, donde podrían esconderse. El comando entero se ocultó allí, mientras los de afuera ubicaban candado y cadena en su

15


En la plaza, la multitud lanzó tal exclamación de júbilo que los soldados y policías no tuvieron más remedio que voltear a mirar hacia la Catedral. Pero Javier ya no miraba los sucesos de afuera. Miró la sombra delgada de Diana y cayó en cuenta del peligro. Corrió hasta ella, la abrazó con fuerza e intentó apartarla de la trayectoria de la campana.

16

lugar, asegurados desde adentro, como si nada hubiera ocurrido. En cuestión de dos minutos la Hermandad de la Campana anotó su primer punto real, tres días después de lo planeado. El resto del plan consistía en que el grupo seguiría acosando al guía hasta el final del recorrido, y luego se dispersaría con rapidez, de manera que no pudiera llevar la cuenta de sus turistas. Al parecer había dado resultado, pues un silencio profundo se extendió por los pasillos cuando el hombre cerró la puerta del primer piso. La barra metálica, las poleas y la cuerda se encontraban desde el primer día en el depósito de materiales identificado días atrás. Tres grupos de la Hermandad las habían entrado en sus morrales, en tres visitas guiadas distintas. El gran temor de los dos primeros fracasos vino de pensar que los obreros podrían encontrar aquellos objetos y reubicarlos en otra parte, o arrojarlos a la basura, pero la suerte les sonreía: los ‘exploradores’ de cada día, incluidos los de esa misma tarde, les avisaron que seguían allí, y que el plan podía ponerse en marcha. El morral de Joshua, además del badajo, almacenaba tortas de jamón y queso, y botellas de agua suficientes para resistir la noche. Con esas provisiones se acomodaron en el piso de la habitación cerrada, e intentaron pasar las horas acurrucados unos contra otros para burlar al frío almacenado entre los viejos muros de piedra. No hicieron uso de la linterna de bolsillo que traía Emiliano, y conversaron apenas lo justo, concentrados en no delatarse, mientras escuchaban los rezos y cantos de la última misa, las voces de los feligreses y el golpe seco de las gruesas puertas de madera al cerrarse para culminar un día más de labores consagradas al altísimo. Tras el cierre de la puerta, los ruidos de la Plaza colmaron su escon-

dite: el paso de los autos, las charlas de turistas y transeúntes, la música de algunos restaurantes y sitios nocturnos de las cercanías, la algarabía de los vendedores callejeros. También escuchaban otros ruidos más próximos, más inquietantes, desde adentro de la Catedral. No resultaban identificables. Algo como quejidos, como voces atormentadas, como si los habitantes de los pueblos sepultados en el terreno sobre el que edificaron la Catedral, hubieran decidido salir esa noche a recorrer sus viejos territorios.


—Es el viento —murmuró Joshua—. Son muy comunes los lamentos del viento en estos edificios viejos. Javier podía sentir el temblor de Diana contra él. Tal vez aquellos ruidos le recordaban las pesadillas de las últimas noches. La abrazó con suavidad y la atrajo más, mientras recordaba lo que venía ocurriendo entre ellos: tres noches continuas haciendo el amor una y otra vez, como no ocurría desde los tiempos de Bogotá. Como de costumbre, cada amanecer ella ha-

bía vuelto a marcar distancias, pero los sucesos de cada noche lo tenían fascinado. Cuando se acomodaron en el escondite, ella buscó estar a su lado, le dio un beso corto y se estrechó contra él en silencio, en la oscuridad, con una actitud nueva. Javier se negaba a pensar que lo hacía por frío o por miedo. Ella había cambiado desde su primer contacto con la campana, pero las últimas noches iban más allá de eso. Cuántas veces se había empeñado en darle otro sentido a los arrebatos de Diana.

—¿Les parece si comemos? —había dicho Emiliano, siempre dueño de la situación. Dar cuenta de las tortas los distrajo de los quejidos de la iglesia. Las siguientes horas se escurrieron en aquel silencio extraño, colmado de ruidos a los que costaba acostumbrarse. Diana, acurrucada contra Javier, durmió un rato largo, por una vez sin pesadillas. Luego él sintió que se le cerraban los ojos, y no los abrió hasta que Joshua le tocó el hombro y le indicó la hora en su reloj fosforescente.

17


18

Y allí estaban, en el campanario, contemplando a La Castigada. Ya habían trasladado barra, poleas y cuerda desde el depósito, y no hacían caso de los aullidos entre los muros, ahora más nítidos por el silencio reinante en el Zócalo. Muy de vez en cuando circulaba un auto. La música se había extinguido en los restaurantes del vecindario. Pocos transeúntes dejaban oír sus pasos por la plaza. Ismael abrió su morral y extrajo un juego de gruesos guantes de carnaza para cada miembro del ‘comando’. Rafa e Ismael, con gran agilidad, habían ubicado la barra en las ranuras de la parte superior del campanario, y la aseguraron con sus herramientas. Luego guindaron la cuerda, que en su otro extremo ya estaba atada a la argolla de la campana, y en la mitad pasaba por el sistema de poleas. En instantes templaron la cuerda y dejaron todo listo para empezar a liberar la campana sin temor a que ésta cayera sobre el suelo. Javier, aunque se reconocía torpe con todo aquello, se aprestó a ayudarles con la cuerda. Diana no perdía detalle. Joshua y Emiliano fueron los encargados de accionar la pinza contra la gruesa cuerda que sujetaba la campana. No resultó una labor sencilla. Javier los veía sudar mientras hacían fuerza con sus brazos a punto de estallar. De repente la cuerda cedió y la campana quedó liberada. Los ingenieros y Javier se vieron a gatas para evitar que su peso los derrotara, y apenas pudieron sostenerla a unos cuarenta centímetros del suelo. —¡Ayúdenme! —dijo Joshua, badajo en mano, cuando la campana se estabilizó en el centro del campanario. Diana, Javier y Emiliano se acercaron, sin saber muy bien qué se esperaba de ellos. Joshua les indicó que la empujaran

hacia un lado, para poder introducirse por allí. Sus uno con ochenta centímetros se tendieron sobre el suelo, boca arriba, y con unos pocos movimientos de reptil logró introducirse dentro de aquel enorme cuerpo hueco. Escucharon los gruñidos de Joshua allí dentro, su respiración pesada, un golpe breve del badajo contra el costado de la campana, un fuck apagado. Acostumbrados a guardar silencio por varias horas, temieron que los ruidos de Joshua atrajeran la atención de los soldados, del sacerdote, del vigilante, de la ciudad entera. —¡Listo! —la voz triunfal de Joshua resonó por el campanario. —¡Sssssshhh! —lo acallaron los demás, aterrados por el vozarrón. Joshua salió de debajo de la campana, con la respiración agitada. Sin verle la cara, su sombra rezumaba felicidad. —¡Ahora podemos liberarla! —dijo Joshua. —¿Puedes hablar más bajo? —Por primera vez, Emiliano parecía nervioso. —Perdón —susurró Joshua, en tono de broma. Joshua y Emiliano se sumaron a los ingenieros y a Javier, que hacían esfuerzos para evitar que la campana tocara el suelo. Empezaron a tirar de la cuerda, y la campana a subir centímetro a centímetro. Diana se acercó a la ventana y miró hacia la plaza. —¡Ya están aquí! Javier, sin soltar la cuerda, estiró el cuerpo para mirar. En el centro del Zócalo, entre cuarenta y cincuenta personas se habían reunido y miraban hacia la Catedral. Varios soldados se acercaban a ellos. —¡Nos van a expulsar del país! ¡No podremos regresar nunca! —murmuró Javier. —¡Tranquilo, colombiano! ¡No estás solo! —le dijo Emiliano. Diana se acercó para unir esfuerzos con los de la polea.


Junto a la barra metálica, Rafael y su grupo habían traído una cuerda gruesa, pesada, extraída de una bodega, y un rústico sistema de poleas que, aseguraron, bien utilizado bastaría para izar la campana, con la fuerza de un grupo pequeño, hasta el nivel superior del campanario —¿Están seguros de que la barra resistirá? —preguntó Javier. —Resistirá. No te preocupes —dijo Ismael. Emiliano sacó ahora sí su linterna de bolsillo para alumbrar lo que hacían. Trabajaron de manera febril durante largos minutos. Cada centímetro de ascenso se acompañaba con una callada celebración. —¡Van a ser las doce! —dijo Javier. —¡Tranquilo! ¡Ya casi terminamos! —dijo Emiliano. La campana se alzaba un poco más de dos metros sobre el suelo. Javier, con los dedos agarrotados, dio otra mirada por la ventana. Lo que vio lo conmovió. Al menos dos centenares de personas se congregaban en silencio, expectantes. Cuántos amigos entre ellos. Cuántas caras familiares en la universidad. Cuántos desconocidos pendientes de su hazaña. El número de soldados también había aumentado alrededor del gentío, pero no tenían razón para intervenir. Dos autos de la policía se habían detenido junto al costado norte de la plaza. Sus luces giratorias lanzaban destellos sobre la multitud. Por primera vez, Javier se sintió orgulloso del loco proyecto de Diana. —¡Cuidado! —gritó Joshua, como si hubiera olvidado el mandato de la prudencia. Y entonces Javier entendió. Como el joven campanero de don

Polo, setenta años atrás, percibió un rumor sordo en la entraña del metal. Pensó en las pesadillas de Diana. En los cambios operados en el grupo. Y percibió el soliloquio de la campana. Como empujada por fuerzas inexplicables, La Castigada empezó a moverse por sí misma. La sombra oscura de la campana se alejó de sus liberadores y osciló hasta el extremo opuesto del campanario. Su tañido metálico atacó los oídos de los seis jóvenes como una explosión atómica. En la plaza, la multitud lanzó tal exclamación de júbilo que los soldados y policías no tuvieron más remedio que voltear a mirar hacia la Catedral. Pero Javier ya no miraba los sucesos de afuera. Miró la sombra delgada de Diana y cayó en cuenta del peligro. Corrió hasta ella, la abrazó con fuerza e intentó apartarla de la trayectoria de la campana. No supo nada más. La Castigada, no contenta con haber aturdido los oídos de la Hermandad, osciló un poco más, se mantuvo en vilo en el otro extremo del campanario, como si se regodeara con su siguiente crimen, giró sobre sí misma y se lanzó sobre ellos. En la plaza, la multitud seguía vitoreando.

Óscar Godoy Barbosa

(Ibagué, Colombia, 1961) Comunicador Social Periodista de la Universidad Externado de Colombia, con estudios de literatura en la Universidad Sorbona III (París) y una Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad de Texas en El Paso (EU). Periodista por 12 años en diversos medios de comunicación de Bogotá. Profesor de creación literaria en la Universidad Central de Bogotá, donde coordina el Taller de Escritores y el Pregrado de Creación Literaria. Director de talleres de creación literaria en el Instituto Distrital de las Artes, Idartes, y el Instituto Chihuahuense de Cultura (Ciudad Juárez, México), entre otras entidades. Ganador del Concurso Nacional de Cuento para Trabajadores, Medellín, 1998, con el relato Mis jueves sin ti; ganador del Concurso Nacional de Novela Aniversario Ciudad de Pereira, 1999, con Duelo de miradas; segundo lugar en el Concurso Nacional de Cuento Revista Número Bogotá Capital Mundial del Libro, 2008, con Susana y el sol; ganador del Concurso Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá 2014, con La castigada. Ha publicado las novelas Duelo de miradas (2000) y El arreglo (2008). Relatos suyos han sido publicados en revistas y antologías literarias de Colombia, Estados Unidos, México y Alemania. 19


C

Yuliana Marcillo

20

De izquierda a derecha William Faulkner, Jack London, Franz Kafka y Charles Bukowski.

uando a Charles Bukowski le dieron su primer sueldo por escribir, se quedó paralizado por el terror toda una semana, y sólo después de que se recuperó de tal suceso, se puso a trabajar. El escritor y poeta estadounidense proveniente de Alemania, considerado uno de los escritores ‘malditos’ de todos los tiempos, tuvo que dedicarse a otras actividades antes de llegar a obtener su primera publicación y poder recibir un pago como recompensa por el desarrollo de dicha tarea. Sin embargo, las conferencias a las que le invitaban llegaron a asustarle tanto que se aseguraba de embriagarse lo suficiente antes de hablar, luego vomitaba, incluso algunas veces, de la irritación que le causaba el público, respondía a botellazos. Era más fácil trabajar


ensayo en la fábrica —sostenía— pálido de miedo, porque en la fábrica ‘no había tanta presión’ como en el oficio de ser escritor. A pesar de que comenzó a estudiar la carrera de periodismo, no logró graduarse. Así como se emborrachaba hasta el delirio, pasó su tiempo desempeñándose en varias actividades como de lavaplatos, aparcacoches o sobreviviendo con el seguro de desempleo, hasta que se ubicó como cartero, trabajo que llevó a cabo disciplinadamente durante catorce años. Experiencia que sin duda tuvo que ver con su primera novela, El cartero. Bukowski dedicó un poema a su trabajo: «Y tras diez horas/ de duro trabajo/ después de intercambiarnos insultos/ en continuas escaramuzas/ con los que no tienen las pelotas para/ resistir/ nos vamos/ todavía frescos/… / a beber hasta tarde/ discutiendo con nuestras mujeres/ para volver por la mañana después/ a fichar».

Ocupaciones en tiempos difíciles Trabajos forzados (Impedimenta, 2011), el libro donde la escritora Daria Galateria rastrea las ocupaciones que permitieron a muchos novelistas y poetas subsistir en los tiempos difíciles, nos acerca a interesantísimos perfiles de muchos escritores que, con empleos diversos y disparatados, lograron formar su carácter e incluso ayudaron en la creación de literatura, con la experiencia y las vivencias adquiridas en esos empleos. Por medio de este estudio, podemos comprender qué vivieron los escritores detrás de esas largas jornadas lejos de la máquina de escribir. Desde buscadores de oro, soldados, contrabandistas de opio, fogoneros de barcos, choferes, verdugos,

guardias, vendedores de bisutería… son algunas de las actividades que a lo largo de la historia tuvieron que ser las ocupaciones de diversos escritores para no morirse de hambre. Así por ejemplo, André Malraux, antes de ser novelista se dedicó a la política: fue ministro; Jack London sobrevivió como cazador de ballenas en el Ártico y George Orwell, escritor y periodista británico, pasó de ser policía en Birmania a vivir lavando platos en Londres, señala el libro de Galateria. De los perfiles resaltados en el libro, detengámonos por un momento en el de Sidonie-Gabrielle Colette, más conocida como Colette, novelista, periodista y guionista de revistas francesas. Después de lograr el éxito como autora de novelas, Colette quiso hacer de su nombre una marca para productos de belleza. Su justificación, según sus biógrafos, resulta impensable como eslogan de cremas antienvejecimiento: «Encuentro bellísimas a las mujeres cuando emergen bajo mis dedos de escritora; sé lo que hay que poner en la cara de una mujer tan aterrorizada, tan llena de esperanza, en su declive». Gracias a este empleo, la escritora pasó algún tiempo viajando y haciendo demostraciones de sus maquillajes. «Los locales se llenaban de lectoras, sus viajes de promoción de cosméticos terminaban siendo conferencias literarias. Durante esas giras en perfumerías y almacenes no dejó de escribir, y hay quien piensa que ese período rodeada de personas comunes y corrientes benefició a su obra», señala Galateria. Este es un claro ejemplo de cómo algunos grandes escritores transformaron su experiencia laboral en literatura, descubriendo —a medida que hacían otros trabajos— que la escritura necesita también de largas temporadas entre los seres humanos. Franz Kafka lo dijo: «El trabajo manual nos acerca a las

Virginia Woolf dijo que todo lo que necesita un escritor para escribir es dinero y una habitación propia, ¿pero y si no gozamos de ese espacio, tiempo, libertad y silencio del que habla la autora?, quedan horas y horas de trabajos forzados, madrugadas creativas para unos cuantos y bolsillos vacíos para otros tantos.

21


personas», en relación a la labor que desempeñó como agente de seguros, y del que sus superiores decían que era «un empleado que trabaja mucho, dotado de un talento y de una dedicación excepcional», trabajo del cual, vale la pena también mencionar, se inspiró para su brillante obra La metamorfosis, donde Gregorio Samsa, hostigado del tedio del trabajo obligado por su padre (a pesar de que Kafka fue un brillante empleado público) amanece un día cualquiera convertido en un bicho, impedido así de cumplir con sus obligaciones rutinarias laborales.

De la cocina a la literatura En ejemplos más poéticos en Trabajos forzados, fue lo que sucedió con Maxim Gorki, pseudónimo utilizado por Alekséi Maksímovich Peshkov, escritor y político ruso identificado con el movimien-

to revolucionario soviético, quien a los doce años se embarcó en el barco Dobry, como asistente de cocinero. «Laboraba de las seis de la mañana a la medianoche, pero más allá del conocimiento de las miserias humanas que supuso (el vapor transportaba en una barcaza a gente obligada a realizar trabajos forzados), la jornada le llevó a leer numerosos libros. Smoury, el cocinero, amaba la lectura y hacía que el joven Gorki le leyera en voz alta aquellos títulos, incluso si eso significaba dejar de lado sus tareas de cocinero. Cuando Gorki fue despedido, el cocinero le hizo la siguiente recomendación: ‘Lee, lee libros; no hay nada mejor en el mundo’», se apunta en la obra. El otro astro de la novela negra en Estados Unidos, Raymond Chandler, desempeñó 36 trabajos antes de entrar como contador para una empresa petrolera, la Dabney, en donde rápido ascendió de asistente de contabilidad a subdirector. Era increíblemente bueno para las finanzas y, de hecho, pudo jactarse Raymond Chandler

22


Sidonie-Gabrielle Colette

de haber sido uno de los mejores managers del mundo. Tras su jubilación a los 44 años, se dedicó a escribir. La conexión más clara entre ese empleo y su ficción es la presencia en sus libros de ese mundo de ricos corruptos, al que servía en sus años de la Dabney, recalcan sus biógrafos. A James Joyce, por ejemplo, mientras le rechazaban una y otra vez Dublineses, tuvo que ganarse la vida tocando el piano y cantando. ¿Podemos imaginar a Joyce poniendo música ambiente en cualquier lugar? Una anécdota similar fue la de William Faulkner, quien tuvo que realizar algunos trabajos con los que intentaba pagar sus facturas, uno de ellos fue de cartero, en la universidad en la que estudiaba. Pero como cartero no era tan bueno como escritor: se quedaba dormido en vez de hacer el reparto y leía las revistas antes de entregarlas. Solo

con el poeta suizo Blaise Cendrars podrían llenarse varias páginas: fogonero, apicultor, saltimbanqui, pianista, cazador de ballenas, actor secundario para un montaje de ópera, camarógrafo, asistente de joyero, entre otros empleos a los que sus biógrafos, en cambio, no han relacionado para nada con su prosa.

Máximo Gorki

Virginia Woolf dijo que todo lo que necesita un escritor para escribir es dinero y una habitación propia, ¿pero y si no gozamos de ese espacio, tiempo, libertad y silencio del que habla la autora?, quedan horas y horas de trabajos forzados, madrugadas creativas para unos cuantos y bolsillos vacíos para otros tantos. George Orwell

23


B

Raymond Carver

Traducción del inglés: Patricio Viteri Paredes

24

ill Jamison y Jerry Roberts fueron siempre los mejores amigos. Los dos crecieron en la zona del sur, cerca del viejo parque de atracciones; hicieron juntos la primaria y secundaria, y luego fueron a la Eisenhower, donde elegían los mismos profesores cuando podían, se ponían las camisetas, los suéteres y los pantalones con pinzas del otro, y salían y follaban con las mismas chicas —cualquiera que apareciera—, por lo general. Trabajaban juntos en los veranos: recolectar duraznos, cosechar cerezas, encordar lúpulo, cualquier cosa que pudieran hacer donde pagaran algo de dinero y no tuvieran un jefe que los jodiera. Más tarde compraron juntos un auto. El verano anterior al último año de estudios, juntaron el dinero y se compraron un Plymouth rojo del 54 por $325.


otras lenguas Lo compartieron. Todo salió bien. Pero Jerry se casó antes del final del primer semestre y abandonó el colegio por un trabajo fijo en Robby’s Mart. Bill, por su parte, también había salido con esa chica. Su nombre era Carol y se llevaba bien con Jerry, y Bill iba a casa de ellos cada vez que podía. Tener amigos casados le hacía sentirse mayor. Iba allí para el almuerzo o la cena, y escuchaban a Elvis o a Billy Haley and the Comets. Pero a veces Carol y Jerry empezaban a besarse mientras Bill todavía estaba ahí, y él tenía que levantarse y disculparse y caminar hasta la estación de servicio Dezorn’s para tomarse una Coca Cola porque sólo había una cama en el apartamento, una empotrada que se desplegaba en la sala de estar. O a veces Jerry y Carol se dirigían al baño y Bill tenía que irse a la cocina y pretender estar interesado en los armarios y el refrigerador, intentando no escuchar. Así que dejó de ir allá con tanta frecuencia. Se graduó en junio, consiguió un empleo en la planta Darigold y se alistó en la Guardia Nacional. En un año tenía su propia ruta de distribución de leche y salía regularmente con Linda. Así que Bill y Linda iban donde Jerry y Carol, bebían cerveza y escuchaban discos. Carol y Linda congeniaban bien, y Bill se sintió halagado cuando Carol dijo que, confidencialmente, Linda era «una persona de verdad». A Jerry también le gustaba Linda: «Ella es genial», decía él. Cuando Bill y Linda se casaron, Jerry fue el padrino. La recepción fue en el Hotel Donnelly, por supuesto. Jerry y Bill alborotaban juntos y cogidos del brazo se tomaban de un trago los vasos de ponche con alcohol. Pero en cierto momento, en medio de toda esta

felicidad, Bill observó a Jerry y pensó que parecía mucho mayor, muchísimo mayor de veintidós años. Para entonces Jerry era el feliz padre de dos niñas y había ascendido a subgerente en Robby’s, y de nuevo Carol tenía otro crío en la panza. Se veían todos los sábados y domingos, a veces más a menudo si había un día feriado. Cuando hacía buen tiempo iban donde Jerry para asar hot dogs en la parrilla y soltar a las niñas en la piscina de juguete que él compró por casi nada, como muchas otras cosas que conseguía en el Mart. Jerry tenía una casa bonita. Estaba encima de una colina desde donde se divisaba el río Naches. Había otras casas en los alrededores, pero no demasiado cerca. A Jerry le estaba yendo bien. Cuando Bill, Linda, Jerry y Carol se reunían, era siempre en casa de Jerry porque él tenía la barbacoa y los discos, y demasiados niños como para llevarlos a otro lado. Era un domingo en casa de Jerry cuando sucedió. Las mujeres se encontraban en la cocina ordenando las cosas. Las hijas de Jerry estaban en el jardín arrojando una pelota de plástico en la pequeña piscina, gritando y luego chapoteando detrás de ella. Jerry y Bill, sentados en las sillas reclinables del patio, bebían cerveza y se relajaban. Bill era el que más hablaba —sobre gente que conocían, Darigold, el Pontiac Catalina de cuatro puertas que pensaba comprarse—. Jerry miraba el tendedero o al Chevy del 68 de techo rígido que estaba en el garaje. Bill pensaba que Jerry estaba ensimismado, por la forma en que miraba todo el tiempo y casi no hablaba. Bill se movió en su silla, encendió un cigarrillo y dijo: —¿Pasa algo malo, chaval? Es decir... ya sabes.

Bill entendía. Le gustaba salir con los muchachos de la planta los viernes por la noche para jugar la liga de bolos. Le gustaba detenerse un par de veces por semana, después del trabajo, para tomar unas cervezas con Jack Broderick. Bill sabía que los hombres tenían que salir.

25


Disminuyó la velocidad cuando estuvo casi a la par de las chicas. Metió el auto en el arcén frente a ellas. Las muchachas continuaron pedaleando sus bicicletas, pero se miraban entre ellas y se reían. La que iba hacia el lado interior tenía el pelo oscuro, era alta y delgada. La otra era rubia y más pequeña. Ambas llevaban shorts y tops. —Perras — profirió Jerry y esperó a que pasaran los autos para hacer un giro en U.

26

Jerry terminó su cerveza y aplastó la lata. Se encogió de hombros. —Ya sabes —dijo. Bill asintió con la cabeza. —¿Qué te parece si nos damos una escapada? —propuso entonces Jerry. —Me parece bien —respondió Bill—. Les diré a las mujeres que nos vamos. Tomaron la autopista del río Naches hasta Gleed, Jerry manejaba. El día era soleado y cálido, y el aire atravesaba el auto. —¿Adónde vamos? —preguntó Bill. —Juguemos unas partidas de billar. —Me parece bien —dijo Bill. Se sentía mucho mejor simplemente al ver que Jerry se alegraba. —Los hombres tenemos que salir —dijo Jerry y miró a Bill—. ¿Sabes lo que quiero decir? Bill entendía. Le gustaba salir con los muchachos de la planta los viernes por la noche para jugar la liga de bolos. Le gustaba detenerse un par de veces por semana, después del trabajo, para tomar unas cervezas con Jack Broderick. Bill sabía que los hombres tenían que salir. —Todavía está en pie —dijo Jerry mientras frenaba sobre la grava enfrente del Rec Center. Entraron, Bill sostuvo la puerta para que pasara Jerry y éste, al franquear, le dio un puñetazo suave en el estómago. —¡Hola! Era Riley. —Hola, ¿cómo están, muchachos? Riley salía de atrás de la barra, sonriendo. Era un hombre corpulento. Llevaba una camisa hawaiana de manga corta que colgaba fuera de sus jeans. Riley preguntó de nuevo: —¿Cómo están, muchachos?

—Ah, cierra la boca y danos un par de Olys —saludó Jerry, guiñándole un ojo a Bill—. ¿Cómo has estado, Riley? —¿Cómo les va, chicos? ¿Dónde se han metido? ¿Quieren algo más? Jerry, la última vez que te vi, tu señora ya estaba de seis meses —dijo Riley. Jerry se quedó callado un minuto y parpadeó. —¿Qué pasó con esas Olys? —preguntó Bill. Se sentaron en unos taburetes cerca de la ventana. Jerry dijo: —¿Qué clase de lugar es este, Riley, donde no hay ninguna chica un domingo por la tarde? Riley rió y contestó: —Creo que todas están en la iglesia rezando por venir acá. Cada uno se tomó cinco latas de cerveza y les tomó dos horas jugar tres partidas de pool americano y dos de billar inglés. Riley estaba sentado en un taburete y hablaba y los observaba jugar, Bill miraba siempre su reloj y luego miraba a Jerry. —¿Entonces qué piensas, Jerry? O sea, ¿qué piensas? —preguntó Bill. Jerry vació su lata, la trituró y luego la estuvo dando vuelta en su mano por un momento. De regreso por la autopista, Jerry aceleró un poco, a ochenta y cinco y a noventa millas por hora. Vieron a las dos chicas justo cuando adelantaban a una vieja camioneta cargada con muebles. —¡Mira eso! —exclamó Jerry y redujo la velocidad—. Yo podría usar a una de ellas. Jerry condujo algo así como una milla y salió de la carretera. —Regresemos —dijo—. Intentemos algo. —Dios —repuso Bill—. No sé —Yo podría usar una —persistió Jerry.


—Sí, pero yo no sé —dijo Bill. —Oh, por Dios —respondió Jerry. Bill echó un vistazo a su reloj, luego miró alrededor y dijo: —Tú serás quien hable. Yo ya no estoy para eso. Jerry dio un grito mientras velozmente daba una vuelta total al auto. Disminuyó la velocidad cuando estuvo casi a la par de las chicas. Metió el auto en el arcén frente a ellas. Las muchachas continuaron pedaleando sus bicicletas, pero se miraban entre ellas y se reían. La que iba hacia el lado interior tenía el pelo oscuro, era alta y delgada. La otra era rubia y más pequeña. Ambas llevaban shorts y tops. —Perras —profirió Jerry y esperó a que pasaran los autos para hacer un giro en U. —La morena es para mí —di-

jo—. La pequeña para ti. Bill recostó su espalda contra el asiento delantero y tocó el puente de sus gafas. —Ellas no van a hacer nada —advirtió. —Ellas estarán a tu lado —replicó Jerry. Cruzó la carretera y tomó el camino de regreso. —Prepárate —dijo Jerry. —Hola —saludó Bill mientras las chicas seguían pedaleando—. Me llamo Bill. —Es bonito —dijo la morena. —¿Adónde van? —preguntó Bill. Las chicas no contestaron. La pequeña se reía. Continuaron en sus bicicletas y Jerry siguió conduciendo. —Oh, venga, ¿adónde van? —repitió Bill. —A ningún lugar —respondió la pequeña.

—¿En dónde queda ese ningún lugar? —inquirió Bill. —No te gustaría saberlo —dijo la pequeña. —Les dije mi nombre —siguió Bill—, ¿cuál es el de ustedes? Mi amigo se llama Jerry. Las muchachas se miraron y rieron. Un auto venía por atrás. El conductor pitó. —¡Vete a la mierda! —gritó Jerry. Se salió un poco de la carretera y dejó que el auto pasara. Luego siguió avanzando junto a las chicas. —Las podemos llevar. Las llevaremos donde quieran. Lo prometo. Deben estar cansadas de montar en esas bicicletas. Se ven cansadas. Demasiado ejercicio no es bueno para las personas. En especial para las chicas —añadió Bill. Las muchachas rieron.

27


—Ya ven —siguió Bill—. Ahora dígannos sus nombres. —Yo soy Barbara, ella es Sharon —indicó la pequeña. —Muy bien —intervino Jerry—. Ahora averigua adónde van. —¿Adónde van chicas? ¿Barb? —preguntó Bill. Ella se rió. —A ningún lugar. Simplemente carretera abajo —contestó ella. —¿Adónde carretera abajo? —¿Quieres que les diga? —preguntó ella a la otra muchacha. —No importa. Me da igual. De todas formas, no voy a ir a ningún sitio con nadie —respondió la otra chica, la que se llamaba Sharon. —¿Adónde van? —insistió Bill—. ¿A Picture Rock? Las chicas rieron. —Allá es donde van —repuso Jerry. Aceleró el Chevy y lo aparcó en el arcén para que ellas tuvieran que pasar por su lado. —No sean así —dijo Jerry—. Vamos, ya nos hemos presentado todos. Las chicas siguieron de largo. —¡No las voy a morder! —gritó Jerry. La morena regresó a mirar. A Jerry le pareció que ella le miraba de la manera correcta. Pero con las chicas nunca se puede estar seguro. Jerry volvió a meterse rápidamente en la carretera, tierra y gravillas salieron volando bajo los neumáticos. —¡Nos veremos! —gritó Bill mientras las adelantaban. —Ya la tengo —comentó Jerry—. ¿Viste la mirada que me dirigió esa puta? —No sé —afirmó Bill—. Tal vez sería mejor regresar a casa. —¡Pero si lo hemos logrado! —repuso Jerry.

28

Salió de la carretera y aparcó bajo unos árboles. La autopista se

Cuando aparecieron las muchachas, Jerry y Bill salieron del auto. Se apoyaron en el parachoques delantero. —Recuerda —dijo Jerry, apartándose del coche—, la morena es mía. La otra es tuya. Las muchachas dejaron las bicicletas y empezaron a subir por uno de los senderos. Desaparecieron detrás de un recodo y luego reaparecieron de nuevo, un poco más arriba. Allí se detuvieron y miraron hacia abajo. —¿Por qué nos están siguiendo? —gritó la morena…

bifurcaba allí en Picture Rock, un ramal iba hacia Yakima y el otro a Naches, Enumclaw, el desfiladero Chinook y Seatle. A unas cien yardas de la carretera se alzaba una negra loma rocosa, alta y empinada, que formaba parte de una baja cadena de montañas, llena de senderos y cuevas pequeñas. Inscripciones indígenas por doquier en las paredes de las cuevas. El lado del acantilado de la loma miraba hacia la autopista y allí estaban escritas cosas como: naches 67 — gleed wildcats — jesús salva –derroten a yakima –arrepiéntete ahora. Estaban sentados en el auto, fumando cigarrillos. Entraron los mosquitos y trataron de picarles las manos. —Cómo me gustaría tener unas cervezas ahora —comentó Jerry—. Con gusto me tomaría una cerveza. —Yo también —dijo Bill y miró su reloj. Cuando aparecieron las muchachas, Jerry y Bill salieron del auto. Se apoyaron en el parachoques delantero. —Recuerda —dijo Jerry, apartándose del coche—, la morena es mía. La otra es tuya. Las muchachas dejaron las bicicletas y empezaron a subir por uno de los senderos. Desaparecieron detrás de un recodo y luego reaparecieron de nuevo, un poco más arriba. Allí se detuvieron y miraron hacia abajo. —¿Por qué nos están siguiendo? —gritó la morena. Jerry empezó a subir por el sendero. Las chicas se dieron vuelta y se alejaron de nuevo trotando. Jerry y Bill continuaron subiendo a paso normal. Bill iba fumando un cigarrillo, deteniéndose con frecuencia para dar una buena calada. En una curva del sendero miró hacia atrás y atisbó el auto.


—¡Muévete! —exclamó Jerry. —Voy —respondió Bill. Siguieron ascendiendo. Pero Bill tenía que recobrar el aliento. Ahora ya no podía ver el coche. Tampoco podía ver la autopista. A su izquierda y abajo, podía ver una franja del río Naches, como una cinta de papel de aluminio. —Tú irás por la derecha y yo de frente. Les cortaremos el paso a esas calientapollas —indicó Jerry.

Bill asintió. Jadeaba demasiado como para poder hablar. Subió un poco más durante un momento, y entonces el sendero comenzó a descender hacia el valle. Miró y vio a las chicas. Las vio acurrucadas detrás de un farallón. Quizá estaban sonriendo. Bill sacó un cigarrillo, pero no pudo encenderlo. Luego apareció Jerry. Después de eso ya no importaba.

Bill solo quería follar. O incluso verlas desnudas. Por otro lado, no le importaba que las cosas no hubieran salido bien. Él nunca supo lo que Jerry quería. Pero todo empezó y terminó con una piedra. Jerry utilizó la misma piedra con las dos chicas, primero en la que se llamaba Sharon y luego en la que se suponía iba a ser de Bill.

29


30


poemas pero los besos ay, esas pequeñas jaulas donde cabe un niño muerto o dos a todo desierto le llega la primavera, sabés el sol se estaciona por el fondo y ni una flor ni una sola tus amigos hablan de cosas grandes los amigos de tus amigos hablan de cosas grandes mis amigos me hablan y yo asiento con la cabeza mientras adentro dejo todo quieto muteo el paisaje lo tejo en silencio para alejarme de la herencia familiar el grito y la tanada que nos llegó deforme por una vieja de mierda, migrannie, una vieja maldita una vieja ebria de sexo. una ebria de locura. todavía vive a veces pienso que la poesía no existe que todo pasa simplemente de lado a lado de una hoja como algo sin importancia prefiero la vuelta a casa volver a casa en invierno volver a casa sola mi casa es un desierto de botellas vacías Lo fue mucho tiempo cuando mi viejo vivía Y se aventaba a la vida

Invierno caminar destapada todo un invierno nada quiero de estas colchas más que fingirme una mosca sobre un teclado de arena Y saber que no es cierto que no soy esta pequeña sombra ni el desierto que podría quedarme quieta mientras el invierno hace quiebra y va

lo vi salir a de una pileta llena de mugre lo vi salir con una moto vieja lo vi como a un caballero en su corcel lo vi ser grande lo vi gigante lo vi ser en la noche oscura una figura brillante una noche que hoy la reminiscencia trae cambiada mi papá fue un borracho pero me enseñó a escribir con estos días se me da por fingir un lazo con los míos a mí también me dirán como a la vieja

31


la Caramella y no me voy a dar vuelta a mirar como cuando a los otros me pregunten por mis miedos no diré ni una sola palabra voy delante de mi furia por eso escribo. ¿qué vamos a hacer con este vacío de internet ahora que hay cosas reales en el mundo? simplificar la ecuación despoblar la imagen pedirle a las piedras que hablen por vos construir una montaña de silencio vivir en la ambigüedad del intento en la metáfora del intento voy a buscarte como a mí misma un algoritmo en ruinas en la isla del sol vive un dios de arena en círculos de piedra en la isla del sol vive una como vos quesos de piedra piedra sobre piedra y silencio encomendarme a mis amigos a los astros al movimiento de los astros la marea sube y baja la marea son dos pestañas gigantes acariciando un desierto este mar es mi ventana un espejo que se abre y se cierra de tu jaula me quedan frases sueltas antes que tristeza la falta antes que vacío piedras afiladas con la lógica del silencio antes que amor ¿antes que amor? un corazón en expansión el mundo es una prueba más de tu existencia como otras así de vulgar es la esencia está en todos lados hasta en la mierda.

32

Nadia Sol Caramella (Buenos Aires, 1986) Poeta, editora y gestora cultural. Publicó Temporada de ciervos en el bosque (Buenos Aires. 2015), 15 minutos con vos (Antología de poetas contemporáneos, Jujuy. 2015), Himnos Nacionales (Antología poética, Buenos Aires, 2014). Variaciones del silencio, obra crítica basada en el film Pendejos, de Raúl Perrone (Buenos Aires, 2013). Como poeta participó de Enero en la Palabra (Cusco, 2016), Tea Party, Festival de Poesía Latinoamericana (Arica-Tacna, 2015), ‘Mundial de Poesía’ Encuentro Federal de la Palabra (Buenos Aires, 2015), Feria Internacional del Libro de Buenos Aires (Buenos Aires, 2014). Es coeditora de Difusión Alterna ediciones. Dirige, desde 2009, Escrituras Indie, medio de difusión de arte y literatura independiente. Actualmente se encuentra trabajando en una nueva colección de poesía de Difusión A/terna ediciones.


33


T

Sonia Manzano

34

ómate este té que he preparado especialmente para ti. Lo vas a encontrar ligeramente amargo y discretamente tibio, pero con la superficie teína como para que, después de que te lo bebas, sientas que te inunda una oleada de placer parecida a la que experimentas cuando besa tu espalda de paralítico insigne —porque eres lo uno y lo otro— el primer sol de la mañana. Te lo ofrezco, te ofrezco el té como muestra elocuente de que deseo pactar contigo una suerte de armisticio, un adiós a las armas que para nada nos vendría mal. No después de treinta años de una tediosa vida matrimonial a la que yo compararía con una tácita guerra fría, por la estimable cantidad de

frígidos encuentros amatorios, alternados con dilatados paréntesis de silencios, que hemos tenido que sobrellevar a lo largo de un período de tiempo que a los dos nos ha parecido interminable. En esta tarde gris, insoportablemente calurosa, tanto que hasta los vidrios de las ventanas chorrean un sudor mugriento, hubiera sido más considerado de mi parte ofrecerte una bebida helada: una cerveza, por ejemplo: aunque he terminado por decidirme por lo del té después de haber reflexionado largamente que entre personas de nuestra edad, que desean cerrar, antes de que sea tarde, por lo menos unas cuantas de sus hondas diferencias, resulta mejor entrechocar tazas de infusiones inofensivas que copas de un vino


tinto aguado y dulzón, como lo es el único que por ahora tenemos en la socavada cava de nuestra casa. ¿Qué tratas de expresarme a través de esos sonidos guturales que salen de la garganta? De seguro me estás pidiendo que te caliente un poco más el té porque lo has encontrado menos tibio. Lo siento, y lo siento al ciento por ciento, pero vas a tener que bebértelo así, tal como está, ya que no tengo el menor deseo de moverme de aquí para ir a calentártelo. No justo ahora, cuando en el edificio de enfrentarte, puntualmente en el departamento del segundo piso, que por estar a la misma altura del que ocupamos, nos permite observar, a nuestro antojo, todo lo que pasa o deja de pasar dentro de éste, acontecerá en breves minutos más, algo en verdad impactante; algo llamado a superar en truculencia a todos los sucesos truculentos que a lo largo de treinta años nos ha tocado observar desde este palco alto, al que siempre he considerado ‘de primera’ por la vista espectacular que ofrece. El otro día me tocó presenciar el suicidio de un gato: suceso que tú no presenciaste porque te habías quedado dormido, con la bocaza abierta, en tu silla de ruedas. El gato, que antes de lanzarse desde la cornisa de la terraza al vacío, realizó calentamientos previos que me maravillaron por su elasticidad, se estampó en el asfalto como un vómito de purulencia amarilla que no dejó de estremecerse sino hasta después de que le pasaron por encima las llantas de, por lo menos, cinco vehículos que iban a toda velocidad con rumbo incierto, precisamente a la hora en la que muere el día. Muerte que dizque suele acontecer a las seis y media en punto de la tarde, ni un minuto más y ni un minuto menos. Creo saber por qué se mató el gato: se mató por viejo y por impotente. Tú eres viejo e

impotente y, para colmo, tienes paralizado el lado derecho del cuerpo por el derrame cerebral que te sobrevino cuando te enteraste de que todos los ahorros de tu vida, así como le pasó a un montón de gente, se habían hecho ‘nada’ a causa de la famosa quiebra bancaria que sufrió el país hace ya algo más de una década. No sueltas en la casualidad palabra alguna. Lo que se afloja de manera frecuente son esos sonidos guturales de los que ya hice mención, con los que logras poner en evidencia tus cambiantes estados de ánimo: si son débiles, estás triste; si son intensos, estás enojado. Sonidos que también, indistintamente, transmiten el gran monto de depresión que sobrellevas… ¿Y cómo no ibas a estar deprimido con esa incapacidad física que te manejas?, la que resulta por demás contradictoria al compararla con esa lucidez de animal ilustrado con la que, años atrás, deslumbraste a tus alumnos en los claustros universitarios; lucidez a la que el derrame no ha podido mermar; pues, aunque hoy por hoy no puedas emitir ni siquiera unos cuantos monosílabos y aunque poco, muy poco, y con la letra temblona logres escribir uno que otro poema desmañado, no hay manera de que se vea reducido todo ese monto admirable de enunciados filosóficos, de citas de hombres célebres y de datos históricos que, de manera permanente, circulan por tu cabeza, la que no sé cómo ha sido capaz de cargar con tanta erudición sin reventarse. Pero, volviendo a lo del té, no pretendas tomártelo de un solo tirón. A más de que no te sería posible hacerlo, te estarías privando del placer de paladearlo sorbo a sorbo, mientras tus ojos de voyerista retirado observan el teledrama que dentro de unos instantes será transmitido por la

Te lo ofrezco, te ofrezco el té como muestra elocuente de que deseo pactar contigo una suerte de armisticio, un adiós a las armas que para nada nos vendría mal. No después de treinta años de una tediosa vida matrimonial a la que yo compararía con una tácita guerra fría.

35


Yo fui quien llamó por teléfono, en esta misma mañana, a la trigueña para advertirle que su marido estaba en pleno conocimiento de lo que ella tenía por costumbre hacer cada miércoles por la tarde.

36

pantalla panorámica que, a tiro de piedra, tenemos a nuestra completa disposición. Te estarás preguntando que cómo puedo pronosticar que se desatará una tempestad dentro de poco, así que mejor es que te diga que lo he llegado a saber por esas nubes negras, preñadas de presagios que, como colchones con secreciones variopintas, flotan por el cielo sucio y triste de esta tarde, una de las cuales se ha posado justo sobre la terraza del edificio al que apuntan directamente nuestros ojos penosamente desprovistos de binoculares (los últimos que tuvimos los dejamos olvidados en el palco bajo de un teatro, al que habíamos asistido para ver una poco briosa Cavalleria rusticana). Tú y yo sabemos que todos los miércoles, alrededor de las cinco de la tarde, la mujer que habita en ese departamento, aquella que nunca ha dejado de concitar nuestra enfermiza curiosidad —una trigueña maciza, atractiva y cuarentona—, recibe con los brazos abiertos, y no sólo con los brazos, a su amante: un hombre fornido, alto y oscuro, diferente al coreano frágil y menudo que ella tiene como marido. El coreano es dueño de la zapatería que queda a la vuelta de la esquina, la que abre de lunes a lunes, desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde; hora en la que suele retornar a su departamento para merendar en compañía de su

esposa y con nadie más, ya que, por lo visto, o sería mejor decir ‘por lo no visto’, ningún otro bípedo mamífero vive con ellos. Te cuento, maridillo mío, que hoy fui a la zapatería: más que a comprar calzado, a echarle el chisme al coreano de lo que hace su suculenta mujer, una vez por semana y con un cinismo impresionante, en su propia casa y en su propia alcoba y, lo que es más indignante, con las cortinas de las ventanas descorridas, como para que los vecinos, nosotros en primerísimo lugar, no nos perdamos ni una sola de las acrobacias de alto riesgo que ella, sin red de protección, hace con su fornido y oscuro amante. El coreano escuchó con una calma que no era de este mundo, al menos no del mundo occidental, lo que yo había ido a revelarle, mientras me pasaba cajas de cajas con sandalias de variados estilos, ninguna de las cuales se avenía a mi exigente gusto. Así y todo, y como para sacarle algo de provecho a mi incursión en la zapatería, compré unas sandalias que consideré eran las menos feas de todas las que me había probado (unas que pienso usar en la procesión de Jesús del Gran Poder que se llevará a efecto, Dios mediante, el viernes próximo —viernes de dolor, por más señas— en la avenida Quito, que, curiosamente, es la más larga y congestionada avenida que tiene Guayaquil).

¡Atención!, discapacitado consorte, el coreano acaba de ingresar a su departamento. Ahora está colocando su gorra en el perchero que está cerca de la puerta; ahora sale a recibirlo, con aspavientos hipócritas, la trigueña maciza; ahora cruza con ésta unas cuantas palabras y ahora el coreano se sienta en la silla situada en la cabecera de la mesa del comedor, mientras que la cínica de su mujer se aleja rumbo a la cocina con el propósito, como es obvio deducir, de servirle la merienda. ¿Ves lo que yo estoy viendo?, ¿ves que el oriental está sacando desde uno de los bolsillos de su pantalón, un objeto que coloca sobre la mesa? Desde aquí no puedo identificar de qué misma cosa se trata, pero juraría que se trata de una pistola. ¡Sí, es una pistola!, sólo así se explica que la mujer, quien acaba de retornar de la cocina con un plato entre sus manos, esté retrocediendo hacia un costado del comedor con los brazos en alto y, como es obvio, ya sin plato alguno, pues el que traía acaba de depositarlo sobre la mesa, mientras el coreano la apunta, ahora sí puedo decirlo con total certeza, con una pistola de esas que escupen balas de verdad. ¿Quién creyera, baldado y erudito marido, que el hambre puede más que la dignidad herida? En ese caso sí resulta inevitable creerlo, ya que el coreano, en vez de ajustar cuentas de inmediato con la adúltera, le está metiendo cuchara al plato que hace poco le fue servido, lo que está haciendo con una sola mano, pues en la otra tiene la pistola con la que no ha dejado de apuntar a la calzón flojo de su mujer. ¡Ay!, esto se está poniendo bueno: tras las espaldas del coreano acaba de entrar en la escena, desde algún ángulo oscuro del comedor donde no duerme ningún arpa olvidada ni nada que se le parezca,


el mismísimo amante de la maciza, blandiendo entre sus manos un martillo, porque lo que blande no es otra cosa que un martillo, con el que ahorita mismo se ha puesto a propinarle tremendos porrazos a la cabeza del surcoreano. ¿No sientes piedad por ese hombre al que le están dando muerte a martillazos? ¿No sientes asco por esa mujer que con una impasibilidad escalofriante está viendo cómo su amante reduce a puré de papas el cráneo de su esposo? Te confieso, hemipléjico y hierático cónyuge, que no puedo evitar sentir asco de mí misma, porque, fiel a mi inveterada costumbre de provocar conflictos realmente graves, he provocado éste del que ahora estamos plenamente disfrutando. Yo fui quien llamó por teléfono, en esta misma mañana, a la trigueña para advertirle que su marido estaba en pleno conocimiento de lo que ella tenía por costumbre hacer cada miércoles por la tarde. El resto es pan comido, ya que resulta fácil deducir que la infiel, quien ni siquiera el día de hoy dejó de realizar su gimnasia amatoria, pese a saber que ya el coreano estaba en autos de su proceder de zorra, le pidió al oscuro que se pusiera a buen recaudo hasta que fuera llegado el momento de confrontar juntos, como hermanos, las iras legítimas del Otelo achinado. No creas, mi otrora poderoso esposo, que el crimen que acabamos de presenciar se va a quedar impune, porque aunque esos dos estén tramando la mejor manera de deshacerse del cuerpo del delito y aunque estén urdiendo qué es lo que tiene que decir la mujer para explicar, a quienes le inquieran al respecto, la súbita desaparición del coreano, te juro, enciclopédico marido, que así como así esos promiscuos no se van a salir con la suya. ¿Quieres saber en qué mismo concluye este drama? Sólo espera un poco, un poquito más ¡Escucha!

No oyes que suena largo y tendido un timbre? Sí, es justo lo que tú y yo estamos pensando: el timbre que suena no es otro que el de la puerta del departamento en cuestión, el que repica de una manera tan insistente que el oscuro ha optado por echarse al lomo el cadáver del coreano para llevárselo en peso hasta la alcoba. Mira, pero mira con qué desconsideración, como si fuera un hatillo de ramas secas, lo tira sobre la cama; y mira, pero mira con qué precipitación procede a cubrirlo con una manta. El timbre ahora suena con mayor insistencia, lo que parece desesperar a la tipa, la que, sin saber qué hacer, entra en pánico y a la vez entra en la alcoba agitando los brazos, como pidiéndole instrucciones al oscuro, el que en este momento, con un brazo extendido con dirección a la puerta, parece que le está dando la orden de que vaya a abrirla. La mujer procede en consecuencia y se encuentra de manos a boca con tres policías, los que, de un solo empujón, la quitan del paso para desplazarse, a su gusto y placer, como cucarachas con patines, por todo el departamento. No se necesita ser adivino para saber qué es lo que irá a acontecer después de la irrupción de los uniformados; sólo hay que inferirlo, deducirlo, colegirlo o como tú, mi ilustrado marido, quieras calificarlo. ¿Qué me están preguntando en estos momentos tus ojillos borgianos de ratón de biblioteca? Ah, ya sé, quieres saber quién llamó a la policía… Pues yo, nada menos que yo, la autora de que hayas podido disfrutar de un cortometraje de impactante calidad; uno que, así como así, en palco de primera y, de paso, sin tener que pagar medio centavo, sólo es posible disfrutar una vez nada más en la vida. A propósito: ¿no deseas que te sirva otra taza de té?

Sonia Manzano Vela (Guayaquil, 1947). Poeta, narradora y pianista guayaquileña. Ha publicado Flujo escarlata (cuento, 1999), Premio Nacional Joaquín Gallegos Lara; No abras la ventana todavía (1993), primer premio en la III Bienal de la Novela Ecuatoriana; Eses fatales (novela, 2006); Solo de vino a piano lento (novela, 2013), Mención de Honor en el I Reconocimiento José Icaza al Libro del año y Trata de viejas (cuento, 2015). En poesía ha publicado: El nudo y el trino (1972); Casi siempre las tardes (1974); La gota en el cráneo (1976); La semana que no tiene jueves (1978); El ave que todo lo atropella (1980); Caja musical con bailarina incluida (1984); Carcoma con forma de paloma (1986); Full de reinas (1991); Patente de corza (1997). 37


H

a sido solo un juego —explica la maestra mientras conduce a dos pequeños al baño—. Cosa de niños —agrega—. El más alto parece haber perdido un diente: tiene el uniforme manchado de la sangre que aún le sale de la boca; el otro, en cambio, no deja de llorar. Los tres desaparecen al final del pasillo en que nos encontramos. Mi mujer y yo seguimos caminando, todavía sin ver a nadie además de la maestra y los niños. Encuentro extraño el sosiego de esta casa. Algo no me cuadra. Llegamos a una puerta al final del corredor y enseguida una mujer alta y delgada nos recibe. Con sus dedos largos encuentra la llave en el manojo que saca de un bolsillo y abre la puerta: —Discúlpenme, mes chers, estaba ocupada terminando de atender un asunto —aclara la mujer—. Los enfants pueden ser un caos a veces, y de ello será mejor que estén conscientes desde ahora. —Usted debe ser Madame Foissard, la directora. —Así es, ma chère —responde—. Y ustedes deben ser Elliot y Eloise, ¿no es así? Tomen asiento, por favor. El escritorio ocupa la mayor parte del despacho; el suelo está cubierto de alfombra y las paredes de tapiz. Me aterra el orden con que los objetos están colocados: el reloj, los bolígrafos, los documentos bajo la lámpara, todo parece tener una superficie minuciosamente calculada y fuera de la cual no puede encontrarse nada bajo ningún concepto; sospecho que a Madame Foissard le apasiona el orden. Resulta curioso también que las repisas, cuadros, y todos los adornos se conserven perfectamente, como si acabasen de ser pulidos, como si semejante tarea fuese necesaria al final de cada jornada. De cualquier forma, uno no cuestiona las

Jorge Vargas Chavarría

* Tomado del libro inédito Aquí empieza lo extraño.

38


prácticas de los amantes del orden porque suelen estudiar los diálogos para dar respuesta inmediata a cuanto comentario surja de nosotros, los no amantes del orden. Eloise toma la posta: —Disculpe la demora en mi respuesta, pero me temo que no acostumbro usar el servicio de correo. —Nadie lo acostumbra en estos tiempos —susurro. Y a mis palabras le sobreviene el pisotón de mi mujer. Madame Foissard escucha bien lo que digo y a pesar de ello nos devuelve una sonrisa. Y aquello también es curioso: su sonrisa luce elaborada, como si el acto de sonreír consistiera en abrir los labios conservando firmes todos los demás músculos de la cara. Debo decir que su sonrisa me resulta perversa, pero eso es algo que Eloise no nota. Está demasiado concentrada en parecer una francesa delicada y cortés, tal como la directora, como para advertir una sonrisa forzada y con muy poca precisión. —He analizado su caso —continúa la directora—, y me complace informarles que son aptos para adoptar a uno de nuestros enfants. Debo confesarles que a pesar de lo permisiva que soy con ellos, mis pequeños no llevan vidas felices. Supongo que ningún orfanato satisface la necesidad afectiva de una familia —explica—. Creo que ustedes suponen un grand modèle para cualquiera de ellos. Eloise sonríe, voltea y me besa. Respondo con un abrazo y me muestro algo contento para no disgustarla. Siempre me han costado las emociones fingidas. Mi mujer es infértil y los tratamientos de la medicina moderna no han logrado efecto alguno sobre ella. En los últimos años hemos gastado nuestros ahorros en fallidos intentos de embarazo, de modo que encontramos en la adopción una última alternativa para asegurar una vida adulta con más ruido

en casa que el que se oye durante nuestras discusiones de pareja, que son pocas, pero encendidas. Me alegra retomar la posibilidad de ser padre, es solo que no termina de convencerme nada de lo que Madame Foissard dice. —¡Fantástico! —dice finalmente Eloise. Madame Foissard expone de nuevo su malogrado intento de sonrisa y nos ofrece tisane de romarin de una tetera escondida bajo la mesa. A mi mujer le resulta exquisito, yo prefiero ser franco: —Gracias, pero no disfruto el té. Extrañada, devuelve la tetera a su lugar y ordena los papeles de nuestra aplicación —me queda claro que esta mujer es en efecto una amante del orden. —Madame, ¿cuál es el siguiente paso? —pregunta ansiosa mi mujer. Y la tomo de la mano porque sé que disfruta sentirse apoyada. —Pues… Eloise suelta mi mano tan pronto como se escucha el timbre, y entonces Madame Foissard se pone de pie y se acerca a la puerta dejando a un lado los papeles, como si el pánico le hiciese olvidar el enfermizo orden que la apasiona. Eloise y yo también nos levantamos, y la seguimos con la mirada, en cierto modo, esperando instrucciones. La mujer se muestra inquieta, incluso temerosa. De hecho pareciera que también espera instrucciones. —Hora del receso —explica—. Eloise y yo nos miramos confundidos mientras se escuchan pisadas que vienen del piso de arriba. Madame Foissard se asoma por la puerta y parece descubrir el pasillo despejado. Se aventura al primer paso, y nos abandona en cuanto nos cree distraídos en medio de las risas y el cotilleo que percibimos desde su despacho. Eloise me toma de la mano de nuevo. Todos los sonidos que sobrevienen a las risas me resultan familia-

Aún desde el despacho, consigo ver a un grupo de niños bajar las escaleras a prisa. Justo en el último escalón, los enfants dan un brinco después del cual desaparecen de mi vista. Entonces veo a la maestra, quien desde el otro extremo del pasillo parece buscar refugio con desesperación, a juzgar por sus movimientos.

39


Eloise grita, grita y se aleja de mí; la apartan de un tirón. Eloise grita e intento alcanzarla aun cuando no consigo ver nada. Mis únicas certezas son que estoy consciente y de pie, que mi mujer grita desconsolada y que su grito se aleja de mí cada vez más.

40

res porque crecí en una casa como esta: con pisos de madera, con los que todo puede predecirse a través del sonido. Aún desde el despacho, consigo ver a un grupo de niños bajar las escaleras a prisa. Justo en el último escalón, los enfants dan un brinco después del cual desaparecen de mi vista. Entonces veo a la maestra, quien desde el otro extremo del pasillo parece buscar refugio con desesperación, a juzgar por sus movimientos. Descubre las puertas de ese extremo bajo llave y sigue su camino con torpeza. Eloise abandona el despacho y se dirige a la maestra: —Disculpe… La maestra nos mira espantada, con una expresión en los ojos que bien podría ser la representación más cercana del miedo. ¿A qué le teme tanto esta mujer que antes pareció gozar de buen aplomo? —¿Qué sucede, maestra? ¿Por qué el alboroto? —pregunta mi mujer con dulzura, intentando calmarla—. ¿Está usted bien? —Váyanse… —susurra—. Váyanse de aquí cuanto antes —dice entre sollozos. —¿Qué sucede? ¿Por qué debemos irnos? Dígame, por favor. —¡Silencio! La maestra se asegura de que estamos solos en el corredor y se apoya en la pared con los brazos cruzados, abrumada. Luego se acerca a Eloise con cautela mientras me mira, y coloca las manos sobre los hombros de mi mujer, quien permanece quieta. De cara a la maestra, examino cada movimiento que ejecutan sus delgadas manos; y sé que ella también examina los míos. —Espero que no le temas a la oscuridad, porque es allí donde juegan los enfants —advierte entre balbuceos, al oído de Eloise—. No dejes que vean que les temes, pero sobre todo, no los hagas enojar. Si son gente de esperanza, aférrense a

ella mientras esperan que culmine el receso. La maestra se aleja de mi mujer y suelta un respiro. —Tu esposa es muy bonita —dice—. Lástima que aquí las bonitas no corran con la misma suerte que allá fuera. —¡Voy por ti!… —anuncia la voz de una niña y la maestra sale disparada por el pasillo y luego por la puerta por donde parecen haber salido los enfants. Eloise me toma del brazo y escuchamos risas cerca de nosotros. Y entonces llega la oscuridad. —Vámonos de aquí, Elliot, vámonos ya, por favor. Nos movemos por el pasillo guiándonos con la pared a mi iz-


quierda, intentando encontrar una puerta, aquella por donde parecen haber salido los enfants tras el timbre. Después de caminar por varios minutos entiendo que no hay puerta alguna delante y que lo único que conseguimos es adentrarnos más en la penumbra. La incertidumbre crece: en una casa llena de niños hay demasiado ruido como para que se escuche el rechinar de las tablas viejas sobre el suelo —pienso—. No aquí. Aquí hay silencio. Por otro lado, ¿qué clase de niño no le teme a una oscuridad como esta? —Visiteurs —anuncia emocionado un pequeño con una voz que se oye cansada, incluso ronca.

Cuesta creer que es un niño—. ¡Bienvenues! Han llegado justo a tiempo para el receso… —¿Quién diablos eres? ¿Por qué han apagado las luces de la casa? —exijo saber. —Te diré por qué —responde el niño con arrogancia—: todo espacio construido bajo un orden estricto necesita un momento en que los principios que lo fundamentan sean derogados a los ojos de quienes instauraron ese orden, o a sus espaldas, o sobre sus cadáveres si es necesario; un momento para dejar salir a los monstruos sosegados por el orden y el silencio. Porque el caos aparece incluso dentro de los límites más férreos.

—Nous sommes le chaos —dice la niña, la misma que con su voz trajo la oscuridad; una voz dulce en que se esconde un poco de burla y perversión; una voz que se disfraza de inocencia. Eloise grita, grita y se aleja de mí; la apartan de un tirón. Eloise grita e intento alcanzarla aun cuando no consigo ver nada. Mis únicas certezas son que estoy consciente y de pie; que mi mujer grita desconsolada y que su grito se aleja de mí cada vez más. Escucho el roce de dos piezas: bien podrían ser dos cuchillos, el extremo de una varilla oxidada chocando contra la pared, una cadena arrastrándose sobre el suelo, pero eso no lo sé.

41


Escucho el roce de dos piezas: bien podrían ser dos cuchillos, el extremo de una varilla oxidada chocando contra la pared, una cadena arrastrándose sobre el suelo, pero eso no lo sé.

42

La niña ríe y mi mujer suplica. La desesperación me enloquece y tropiezo. También suplico, suplico que se detenga, que no la lastime. Las risas siguen y mi mujer implora. El metal cruje, cruje y el ritmo del crujido se intensifica hasta el sonido de un golpe en seco contra el suelo. Eloise deja de gritar. La niña se regocija en nuestro dolor. Exploro el suelo con las manos, y me guío con los sollozos de mi mujer; la niña deja de reír y escucho pisadas. —Tranquila, cariño, ya estoy aquí —le digo al encontrar su cuerpo. —¡Me ha cortado el cabello! —dice en medio del llanto—. ¡Lo ha cortado todo! Toco su cabeza convencido de que exagera y de que todo es producto de su desesperación; para mi horror, en efecto, a Eloise le quedan un par de mechones disparejos sobre el cráneo. —¡Por aquí! ¡Rápido! —susurra Madame Foissard desde una puerta de donde sale un haz de luz, y me muevo con mi mujer a mi lado, evitando verla para no mortificarme. Una vez frente a la puerta Eloise ingresa de inmediato mientras me distraigo cuidando nuestras espaldas. Todo sucede muy rápido: volteo hacia la habitación y veo a la maestra atada de manos, con mi mujer intentando retirarle la mordaza. —¡Déjeme ir, por favor! —balbucea la maestra—. ¡Le he servido bien! Se lo suplico. Y entonces Madame Foissard aparece frente a mí y me golpea en el pecho con fuerza, sacándome del marco de la puerta, y tirándome al suelo por donde se esparce la penumbra. Madame Foissard cierra la puerta de contado antes de que mi mujer consiga reaccionar, y el estruendo rebota como eco desde detrás de mis orejas: vuelven las risas macabras de aquellos que vigilan nuestros pasos como una especie de espectáculo;

de aquellos que se saben a salvo detrás de las tinieblas. Cuando consigo incorporarme, camino dispuesto a encontrar la puerta —pues no me queda más que fingir certeza de ello—. —Vamos a jugar contigo. Tan pronto como la niña habla, unas manos diminutas me doblegan y mi cuerpo es arrastrado por los corredores y escaleras de la casa hasta una habitación llena de niños vestidos de traje. Los enfants llevan zapatos de charol, uniformes pulcros, cabellos bien peinados, cordones atados, todo en ellos luce impoluto, incluso las máscaras que algunos llevan puestas, y que apenas distingo. El niño, el líder de los enfants, me toma de la cara con fuerza. —¿Quiénes son ustedes? —Somos el monstruo que vivía bajo nuestras camas, en las que morimos enfermos y solos —susurra entre risas—. Bienvenido a nuestra oscuridad, Elliot. ¡Te va a encantar jugar con nosotros! No recuerdo haber gritado tan fuerte antes; es como si mis gritos nacieran desde mis vísceras y ya entre mis dientes se intensificaran de modo que el eco de mi dolor se escuchase en cada rincón de la casa. Eloise seguramente los oye, y espero que así sea. Soy un compendio de estruendos, bramidos y dolor, que no cesa hasta que se detienen los martillazos. Con las manos deshechas, con cada uno de mis dedos pulverizados, ya no me queda fuerza para intentar soltarme. Levanto la cabeza sin conseguir una imagen clara; todo es borroso bajo esta condición, aunque la oscuridad es menos densa porque utilizan velas para contemplar mi cuerpo malherido. Sospecho haber visto el rostro del niño cuando me examinaba; el dolor vuelve inciertos mis recuerdos a corto plazo. La niña parece ser quien más se deleita


Soy un compendio de estruendos, bramidos y dolor, que no cesa hasta que se detienen los martillazos. Con las manos deshechas, con cada uno de mis dedos pulverizados, ya no me queda fuerza para intentar soltarme. con este espectáculo de llanto y sufrimiento; apenas consigue aguantar las carcajadas. —¡Sigue consciente! ¡Se los dije! —anuncia un pequeño—. Me deben tres chocolates, idiotas. —Eres más fuerte de lo que creí, Elliot —añade el niño, a quien consigo reconocer por esa voz de orador bien formado. —¡Intrusos! —advierte la niña. Escucho gritos de los enfants y pasos a mi alrededor. Algunos piden auxilio pero dudo que quede alguien en esta casa que no sienta aversión por su demencia. En instantes de certeza pueden hacerse todo tipo de preguntas, pero en estos momentos seguir vivo resume todo lo preguntable, y lo desvirtúa. La maestra muestra un cuchillo a los enfants, que se resisten a dejarnos huir. Mi mujer, ahora con el maquillaje corrido y la ropa rasgada, me aleja de la mesa; me recoge como a piezas rotas de porcelana. Entretanto, los enfants se avientan sobre la maestra; intentan golpearla con el mismo martillo con que me destrozaron las manos. La bala perfora el pecho del niño, y mi mujer me saca de la habitación en medio del desconcierto de los enfants, que miran perplejos el cadáver de su líder. La maestra baja el revólver y lo esconde en su vestido también rasgado. Mientras corremos por los corredores las lu-

ces empiezan a encenderse una a una, como si la casa advirtiese la derrota de los enfants: primero el candelabro sobre la escalera, después cada uno de los focos dispuestos en los pasillos. Finalmente, suena el timbre. Todo luce despejado en la planta baja y en el jardín, en cuanto Eloise abre la puerta. A juzgar por el color del cielo son casi las siete, y aún hay luz que ilumina el trayecto que nos resta hasta las rejas del portón de entrada. El disparo ahuyenta a las aves que aguardan la noche en las ramas de los árboles. Con el rabo del ojo, veo a la maestra caer sobre el césped y ya ni siquiera tengo fuerza para la perplejidad. Eloise y yo continuamos sin mirar a atrás, pero el camino no parece acortarse, como si la salida se alejara de nosotros, como si la casa fuese un cómplice más de los enfants. —Lástima —susurra Madame Foissard—, parecían buenos aspirantes. —¿De verdad lo cree? —pregunta la niña en un instante de seriedad, de pie en el portal de la casa. —Siempre podemos cambiar la hora del timbre en medio de la siguiente visita, chérie. Los siguientes disparos estremecen a las aves, y a nuestros cuerpos tirados sobre el césped, cuatro metros delante del cadáver de la maestra. La niña ríe de nuevo.

Jorge Vargas Chavarría (Ecuador, 1992) Ha publicado dos libros en español e inglés, y cuentos en medios impresos y digitales de Ecuador, Chile y Estados Unidos; con adaptaciones que van desde fotonovela hasta cortometraje. Nominado en 2013 para una beca de escritura creativa en la Universidad de Iowa, maneja un blog que se incluye entre las recomendaciones de lectura de la Secretaría de Educación Media Superior de México. Además de dedicarse a la literatura es ingeniero químico y educador. Blog: www.jorgvargas.com 43


Vivo cien años más vivo que la cólera del tiempo … No creo en la virtud en la elocuencia en la palabra No creo en las cubiertas ni en la malsana estolidez de escaparates atestados de preciosos artilugios Soy un hombre ambiguo ambiguo como la música como los acordes matemáticos del piano … La escritura es un bien irreversible La escritura es un mito irreversible como los acordes que acompañan el tambor de mis visiones columpios que se alejan en secreto ascensor que besa el cielo en las partituras más excelsas Tadzio me eleva
hacia la más terrible diástole de turbación y celo Tadzio me envuelve
hacia la más vil de las seducciones me penetra
como la inmundicia de la muerte me socava
como el más voraz de los monstruos me derrumba
como la más sagaz de las angustias … Me abandono
 me someto ante la furia del amor y sus desgracias
 porque postrarse salva
 aun en el último rincón
de la memoria (Del libro Construcción de los sombreros encarnados

44

(Música para una muerte inversa), Ediciones Polibea, Madrid, 2016)

Dios es un hombre generoso Dios es un hombre generoso que me ha dado a veces, cigarrillo y sopa, que se sienta silencioso sobre la cama de mis penas y me reza versos de mentiras que le creo, porque dios es un santo generoso que sabe lo que creo, cómo y cuándo creo. Porque dios se asoma tras el humo de mis desventuras. Emerge como Ifrit de su lámpara kamikasica se ríe de mis fantasmas se horroriza de mis aberraciones y se coloca de espaldas en mi puerta. Porque dios siempre fue conmigo un hombre generoso, porque dios es un hombre generoso, que no se cansa de inspirarme y de insultarme. (Del libro Jardines en el aire, Editorial Mar Abierto, 2013)


El regreso de Lolita

Madre

Yo soy Lolita. Así los Lobos esteparios me desenreden las trenzas con sus dientes, y me lancen caramelos de cianuro y goma. Intuí mi nombre aquel día del puerto con los náufragos ¿recuerdas?

Yo que aprendí el amor de las poltronas y me salté el abecedario entre cien nombres yo que aprendí a contar entre las piedras y domestiqué la lengua en las portadas. Por qué madre no me diste en letanía las primeras sílabas corrientes y amamantaste estrofas que apuñalan como dagas por qué me instruiste en repertorios y no colmaste de rosarios, este cuerpo en llamas.

Y aquel combate con Vladimir, el imperecedero. Sé que soy Lolita, lo supe cuando me entregó sus manos laceradas de escribirme.

Porque me diste la demencia entre renglones y rociaste con historias las primeras carcajadas

Por eso cuando apareciste libidinoso y suplicante a contarme tus temores, te dejé tocarme, morder mis brazos y rodillas, te dejé mutilar entre mis piernas los temores de Charlotte. Sabía que tu vieja espada cortaría una a una mis venas, mis pupilas, y me burlé cien veces de tu estupidez de niño viejo llorando entre mi vientre. Y cuando todos los náufragos del mundo volvieron a mi puerto a entregarme dádivas que yo pagaba con calostro y carne tú saltaste tras mi sombra, mientras yo huía, mientras yo bailaba. Por eso sé que soy Lolita, la nínfula de moteles y anagramas que vuelve con la maleta al hombro a retomar tras años el pasado. (Del libro El Regreso de Lolita, Editorial El Quirófano,2014)

porque madre no me besas y trocamos con abrazos tanta nada. (Del libro De cara al fuego, Editorial El Ángel /2010)

Siomara España (Guayaquil, 1976) Poeta y catedrática de Literatura, Estética, y Crítica Literaria en la Universidad de Guayaquil; Máster en Estudios Artísticos, Literarios y de la Cultura por la Universidad Autónoma de Madrid, Especialista en Literatura Comparada, Teoría de la Literatura y Retórica; Ph.D. (en curso) Estudios Artísticos Literarios y de la Cultura por la Universidad Autónoma de Madrid. Primer Premio de Poesía Juegos Florales, Casa de la Cultura Ambato 2012; Primer Premio de ‘Poesía Universitaria’, Universidad de Guayaquil 2008; finalista del concurso de cuentos ‘Jorge Luis Borges’ Argentina 2008. Ha publicado los poemarios: Concupiscencia (2007), Alivio demente (2008), De cara al fuego (2011), El regreso de Lolita (2014), Construcción de los sombreros encarnados /Música para una muerte inversa (2013, 2016), Contraluz (2012). 45


José Núñez del Arco

F

46

ederico se despertó en un banco del parque con un ojo morado, manchas de sangre y vómito en su camisa, intentando recordar lo que había sucedido la noche anterior. Sentía un gran vacío en su estómago, como si en lugar de órganos su interior hubiera sido reemplazado por un agujero negro. La gente al pasar lo miraba con desprecio y asco. Él, confundido y mareado, los observaba sin poder entender lo que sucedía a su alrededor, no sabía cómo había llegado allí, solo que el gran vacío parecía inundar sus entrañas a gran velocidad. Compró una hamburguesa con algo de dinero que encontró en un bolsillo de su pantalón, y la devoró en un par de segundos, pero su hambre no estaba saciada, deseaba más y empezó a revisar toda su ropa con la esperanza de encontrar más monedas, pero solo halló un paquete de polvo blanco que supuso era cocaína. La mano que sostenía la funda plástica tembló ante lo que estaba observando y un sudor frío fue deslizándose por su cabeza. Él nunca había consumido ningún tipo de drogas. Corrió a tropezones a su casa tratando de esconderse de las miradas despectivas de la gente, al llegar vio que la puerta estaba abierta, al parecer había sido forzada, buscó por todas partes pero nada de valor había sido sustraído, después de cambiar su asquerosa

camisa blanca por otra igual y un par de minutos de nervioso caminar tratando de recordar lo que le había sucedido, decidió dirigirse al baño a lavarse la cara con la esperanza de que el agua fresca le diera la respuesta que necesitaba. Al mirarse al espejo sus ojos parecían vacíos, al abrir la boca pudo ver una gran oscuridad detrás de sus dientes y lengua; fijándose con más detenimiento parecían flotar estrellas y planetas, al observar aquella imagen cerró su mandíbula y volvió a observar sus ojos grises; no había nada fuera de lo común en su rostro, con excepción del moretón, pero al volver a abrir la boca observó nuevamente aquella visión que lo hizo retroceder más confundido que antes. «Tranquilo Fred, es una alucinación, tal vez un mal sueño», se decía a sí mismo, tratando de consolarse mientras se daba suaves golpes en el rostro. El tiempo pareció detenerse mientras regresaba a la pequeña sala

de su departamento y volvía a observar la fundita de cocaína en silencio. «Probablemente alguien me drogó y estoy en un mal viaje», pensó él, alternando su mirada entre la sustancia sobre la mesa y el baño. Lanzó tres suspiros profundos, intentando limpiar sus pulmones y con decisión caminó hasta el lavabo tomando su cepillo de dientes en la mano, «Esto es solo una alucinación», volvió a decirse introduciéndose el cepillo de dientes en la boca para acto seguido ser absorbido por una fuerza poderosísima hacia la nada que lo poblaba por dentro. Federico, pálido por lo que había pasado y los sucesos anteriores, empezó a reír descontroladamente y decidió que iba a tratar de disfrutar este viaje aspirando la coca que tenía en la mano. Caminó hacia donde se encontraba la sustancia, regó el polvo blanco sobre la apolillada mesita de café y sentándose en su destartalado sofá empezó a buscar algo para cortarla y espirarla


La mano que sostenía la funda plástica tembló ante lo que estaba observando y un sudor frío fue deslizándose por su cabeza. Él nunca había consumido ningún tipo de drogas. de forma correcta, pero por más que buscaba no había sorbete, cédula, billete o ningún otro material en ningún cuarto o esquina de la casa, hasta que al fin encontró un sucio sorbete en la basura y una cartulina mal recortada; cuando regresó a la salita el polvo que debía estar desperdigado por la mesita de la sala ya no estaba allí, no había ni rastros del paquete de cocaína por más que el joven terminó despedazando cada rincón de la casa. Nervioso, intentó salir de la vivienda pero la puerta ya no estaba con el seguro roto, estaba cerrada con tres candados y diferentes chapas, no había llaves en ninguna parte de la casa, como si hubieran desaparecido junto con la bolsa de polvo blanco. Casi al borde de la histeria Federico golpeó, arañó y destrozó la puerta hasta que pudo salir a buscar a alguien que pudiera proveerle de aquel polvo mágico. Caminó por las calles hasta que los faroles se volvieron espectros y los rostros de la gente se deformaban en facciones peligrosas, pero el joven se arriesgó a preguntar dónde podrían proveerle aquel preciado polvo; al principio ninguno supo contestarle, hasta que un marihuanero balbuceó que a lo mejor podría tener el ‘Indio negro’, tres cuadras más al fondo; sus pasos se volvieron más torpes y apresurados tratando de ubicar a aquel sujeto que había sido descrito como un serrano de tez negra y pelo pintado de rubio, cuando al fin lo encontró estaba vendiéndole algo de marihuana a

un muchachito de trece años, quien al ver a Federico se alejó como si hubiera visto al mismo diablo. —Qué querrá vos a esta hora? –preguntó el Indio negro. —Me dijeron que me podrías dar algo de coca, ya sabes, para la calor —dijo Federico nervioso. —¡Pst! Veras mijo, eso no te puedo vender ahora, recién a las ocho me traen la merca, si quieres vos esperaraste hasta esa hora. Regresó sus pasos nerviosos con miedo de volver a casa o de buscar a otros traficantes, escuchó las sirenas de la policía, una batida policial en toda la cuadra anterior, viró la esquina intranquilo y se encontró con el muchacho de trece años que estaba acuclillado en medio de las sombras de un callejón, a punto de mezclar la marihuana con cocaína y encenderla en un gigantesco cigarro. En ese momento, la desesperación y confusión de Federico estalló en una locura desenfrenada e intentó quitarle al muchacho la funda con el polvo, este forcejeó y entre la pelea de un adulto al borde del colapso y un muchachito con los restos de la droga, el adulto ganó rompiéndole el cuello y pateándole las costillas en el piso. Al recobrar la cordura, segundos después, intentó asistirlo, pero el muchachito con su último aliento solo pudo escupir sangre y vomitar la poca comida que quedaba en sus intestinos sobre la camiseta de Federico. Voces amenazantes y sirenas parecían abalanzarse sobre él mientras gritaban: «Cógelo, có-

gelo, asesino, mata al hijueputa»; parecía que por momentos las voces desaparecían y emergían una y otra vez desde diferentes lugares y por segundos el jaleo parecía provenir de su interior, se detuvo tratando de razonar pero solo pudo verse lleno de sangre y vómito mientras el vacío parecía inundarlo cada vez más como robándole un poco de sus órganos vitales, volviendo aquel vacío más grande. Su miedo y confusión aumentaron y casi en actitud desquiciada tomó la bolsa de cocaína e introdujo su nariz en ella para absorber su contenido; un extraño mareo lo inundó, las voces y sirenas volvieron y de inmediato sus piernas reaccionaron a aquella cacofonía de sonidos y maldiciones hasta que cayó desfallecido sobre una banca del parque. Federico se despertó en un banco del parque con un ojo morado y manchas de sangre y vómito en sus ropas, se sentía con un gran vacío en el estómago, como si en lugar de órganos un gran agujero negro hubiera tomado posesión de su interior… José Núñez del Arco (Guayaquil, 1980) Joven fotógrafo y escritor ecuatoriano aficionado a la literatura fantástica y la cultura japonesa. Miembro del grupo cultural guayaquileño ‘Buseta de papel’. Ha publicado poemas en la Antología de poesía joven ecuatoriana Hugo Mayo en el 2006 y en la primera Antología de su agrupación cultural en el 2005. Ganador del cuarto puesto en el concurso artístico en el área de fotografía de Córdoba, Argentina, llamado ‘Arte en tres tiempos’, en el 2006. Ha publicado cuentos en periódicos y revistas ecuatorianas. 47


Calma corazón Calma corazón calla y contempla ¿Qué son los temores: la ausencia de los taciturnos lares, el porvenir dispuesto como una alegría cierta, el tiempo de las pérdidas que sabemos inminentes, el mal presagio que rompe las venas cuando suena el teléfono y estamos cruzando la calle?

Ciudad Estigma Gastadas las palabras interpreto la paciencia que me das. La noche reúne en ti dádivas de siglos. Ansiedad de mar. Sequedad. Arrullo. Nada nos será negado cuando nos atrevamos a morir: Hacer y rehacer la vida, esperar la tormenta, zozobrar. Conocer nuestro fin, único don de los dioses. Esclarezco mi verdad: sólo una ciudad lleva tu nombre. Amanecer es el estigma.

48

Calma corazón No te aflijas por los perdidos placeres que sea tu boca una página volcada al silencio —que vale más estarse quieto y no pronunciar palabras que serán tu espina— Calla Busca tu antesala de fríos cuerpos tus discursos olvidados en los autobuses tus imágenes del tiempo que sufres como un sol exorcizado a mediodía tus metáforas empañadas en los cristales y apenas percibidas en el reflejo de unos ojos que se miraban a sí mismos —la exploración cotidiana de la piel que a la vejez acude— Contempla corazón repliégate en tu coraza no te apresures a buscar la calle resígnate a pensar en la muerte como un sueño profundo que interrumpirá tu constante vigilia Calma corazón disfruta cada latido quedamente.


Alaspalabrasadios Hoy dejo mi voz (mi herramienta de nombrar pájaros) Carlos Vallejo Moncayo Adiós, al material de los días, vertido en sueños a la rabia que acompaña los noticieros a esta incertidumbre de esperar, siempre a esa ignota región del amor volcado en frases insólitas, que precisa del estupor y de la noche y del dolor de la mañana siguiente a la mueca que trasiega los pasos porque siempre es mejor la sonrisa a claudicar y a celebrar que nadie se entere porque todo hálito que otra vida pronuncie es inútil (como cada cuerda que pulso y cuya imprecisa vibración desgaja el aire) porque no tengo más y todo se repite y no puedo malgastar mi tiempo porque ni siquiera en esto de decir se está uno conforme celebro así la ebriedad de mis diosas y dioses acudo callado a sus homilías decanto mi vaso de sosas cosechas y vierto en mi sangre el licor de sus soledades porque aquí no hay nada y acaso, quizá, nunca existió algo y aunque aquello que fue dicho seguirá ahí —como la belleza en la retina— cúmpleme la solitaria saudade de esto que a veces es tristeza pero la mayoría de los silencios, poesía a las palabras, adiós gracias por su compañía

César Eduardo Galarza (Guayaquil, 1981) Bachiller del Experimental Aguirre Abad; en 1998 esta institución presentó su producción de esa época. Participó en algunos recitales realizados entre 1999 y 2001. En 1999 aparece en la plaqueta Puerto de Poetas (Casa de la Cultura del Guayas – Radiorrevista cultural Caminarte) junto a otros poetas de la ciudad. Ese año ingresa al taller literario del Banco Central del Ecuador coordinado por el escritor Miguel Donoso Pareja, donde participa hasta la actualidad. En el 2000 la radiorrevista Caminarte lo reconoce como Promesa Poética. A fines de ese año empieza la elaboración del poemario Polvo fue su piel, el cual se publica en agosto de 2001 como parte de un proyecto personal llamado Lítera Prima, donde se pretende dar a conocer a autores inéditos. Recientemente (noviembre, 2002), el Banco Central del Ecuador publica una primera versión de Madera muerta en el libro Mensaje en una botella, selección de textos (cuento, poesía) de los miembros del taller literario de esta institución. Actualmente incursiona en la escritura de cuentos. 49


Lectora de J.M. Barrie y H.G. Wells Dibujante de monstruos debajo de la cama Habitación de estrellas fosforescentes* Mónica Ojeda Franco

E

l padre, que tenía un moco blanquecino colgándole de un pelo del orificio izquierdo de la nariz, lanzó a la hija a la piscina como un saco de arroz y ella cerró la boca para que el agua no la quemara por dentro. Apretó los músculos faciales formando una pasa de labios amoratados y cayó sin gracia, pero con valentía, o al menos eso creyó que hizo cuando dejó los gritos encerrados en la garganta —la jaula de los canarios amarillos, decía la madre— aunque en el fondo sabía que tragarse el miedo era un acto de supervivencia sin sentido y que acabaría abriendo la boca igual que todo el mundo. Mientras se hundía en el líquido celeste atravesado por una luz que proyectaba sombras densas en los azulejos grandes, del tamaño de su cabeza, la hija pensó en el moco del

50

*

padre para distraerse del miedo que tenía de volverse a morir. Lo peor, pensó, no era ahogarse, sino que el padre la reviviera y ella tuviera que vomitar mares de agua con cloro para ser lanzada a la piscina otra vez, como la pesadilla dentro de una pesadilla, eternamente, porque el fin, había llegado a creer, no existía si el padre estaba cerca para devolverla al punto de partida y empujarla a un camino sin horizonte. Esta vez, sumergida en el rectángulo áureo de la piscina, no pataleó. Sintió las extremidades flácidas como las de una muñeca de trapo y decidió, ladeando la cabeza, dejarse caer, aflojar el cuerpo, rebelarse contra la natación y contra los designios del padre. Descendió en el celeste con los brazos y las piernas abiertas igual que las estrellas de su habitación y soportó el ardor en los

ojos porque era lo que menos dolía; porque los azulejos con las sombras y la luz eran mejor paisaje que la niebla detrás de los párpados. Debajo del agua podía ver el sol, la figura ondulante del padre con las manos en la cintura y escuchar las carcajadas subacuáticas que le provocaban inmensas ganas de llorar. Su cuerpo tenía el peso de todos sus juguetes; su cuerpo era como un prisma que descomponía la luz que refractaba. El padre le gritó «¡Chapotea, hija de puta!» y esta vez ella se mantuvo firme en su decisión de no hacerlo. De cualquier manera acabaría ahogándose, pero al menos así, quieta, entregándose al celeste, no se sentía como el payaso del padre que reía con un moco crisálida colgándole de la nariz. A veces la hija se sorprendía de su capacidad para abstraerse cuando el

Capítulo de la novela inédita Nefando, que publicará la editorial Candaya, de España, en octubre de este mismo año.


contexto le aburría o le resultaba espantoso. Hundiéndose en la piscina lograba, no sin cierta dificultad, recordar la famosa frase de Peter Pan: «Morir sería una aventura terriblemente formidable». Y, aunque estaba claro que el señor Barrie lo había escrito porque desconocía que la muerte era una escena cíclica, un estribillo diáfano y, por ende, inexplorable, monótono y tortuoso, esas palabras lograban hacerle olvidar el agobio del dolor trashumante que percutía en su cuerpo de estrella. Los pulmones, mientras tanto, se le desinflaban como dos globos marchitos y el agua urgía en transformarla en una pecera vacía. Para soportar la caída se aferraba a la aventura de morir mil veces y a interpretar el papel que se le había asignado. Cuando el padre la filmaba, la hija solía imaginar que era la actriz de una película romántica. El hijo de en medio, dos centímetros

más pequeño que ella, le seguía el juego para sobrellevar lo que pasaba cuando el padre corría las cortinas. A la hija menor, en cambio, le costaba entender la estrategia de sus hermanos y a veces lloraba y el padre se reía tan fuerte que la panza se le derramaba un centímetro fuera del pantalón y temblaba como un enorme pedazo de gelatina. Desde el fondo celeste podía ver esa montaña cetrina de grasa acumulada; una barriga excelsa que a ratos le eclipsaba parte del cielo. No comprendía cómo era que los ruidos del mundo, que en esos momentos se reducían a una cadena de carcajadas adustas, entraban en el agua para que ella los escuchara en su caída hacia las profundidades de la piscina. A la hija no le gustaba la risa del padre: era un sonido excoriado, estuprador, como el de una campana oxidada. El celeste distorsionaba el «¡Muévete, hija de pe-

Descendió en el celeste con los brazos y las piernas abiertas igual que las estrellas de su habitación y soportó el ardor en los ojos porque era lo que menos dolía; porque los azulejos con las sombras y la luz eran mejor paisaje que la niebla detrás de los párpados.

51


La madre hablaba de la felicidad de los hijos que lo tenían todo, que aprendían del mundo a través de los juegos, que eran amados, protegidos, y luego los dejaba solos con el padre (…). La infancia tenía una voz baja y un vocabulario impreciso.

52

rra!» y lo hacía sonar a espejismo, a pregunta: ¿Quería el padre enseñarle a nadar o vengarse de aquella vez que le pidió que lo besara y ella le sacó la lengua manchada de chocolate en una reacción natural de desprecio? La hija quería creer lo primero y por eso lo creía con una convicción árida que no dejaba espacio para la duda. Todos los padres deseaban que sus hijas supieran nadar. La intención era lo único que contaba; aunque las tardes de piscina le significaran una tortura, aunque tuviera pesadillas con peces lagarto escondidos entre los azulejos, aunque fuera necesario practicarle primeros auxilios un par de veces, vomitar un líquido transparente que ardía como napalm, toser la muerte de vuelta a la piscina, recibir unas cuantas cachetadas… Lo importante era que el motivo, el verdadero, era el de salvarla. El padre la ahogaba para que no se ahogara; el padre le abría la boca con los pulgares y le acariciaba los dientes para devolverle el aliento; el padre se reía para impulsarla a aprender a través del ridículo. El problema era que, por mucho que lo intentara, la hija no podía formular ni articular la bruma que se arremolinaba en una esquina de su relación con el padre. Había algo contaminante, algo que no era tangible ni visible, algo que percibía pero que no sabía decir. La situación le recordaba a un cuento que había leído, escondida debajo de la cama, en donde un hombre malo creía robar una muestra de un virus, pero en realidad, y sin quererlo, se hacía con una inofensiva bacteria que generaba manchas azules en sus huéspedes. Lo que el hombre malo tenía entre sus manos estaba muy lejos de ayudarlo a cumplir con su objetivo de enfermar a todo Londres, sin embargo, en el cuento él estaba seguro de ser el portador de un virus letal. La acción dentro de la historia estaba escindida, descom-

puesta, y el hombre erraba porque creía que estaba haciendo algo distinto de lo que en verdad hacía. La hija intuía que, en ciertos aspectos, ella era como el villano de ese relato; que había una versión de su vida que le resultaba ajena, una definición de las cosas que hacía, y que el padre hacía, que ella ignoraba y que le impedía disipar la bruma que le impedía verse. Cuando pensaba demasiado en lo que no podía decir, en todo aquello que no sabía contar, su convicción se volvía menos árida y las intenciones del padre más oscuras. Pero, ¿cómo podía leer las intenciones de otros? ¿Cómo saber qué era lo que alguien quería hacer cuando hacía algo? ¿Importaba, acaso? ¿Cómo medir las distancias entre lo que uno pretendía hacer y el resultado final? La hija jugaba a preguntarse cuáles eran las razones del padre para lanzarla a la piscina por cuarta vez consecutiva en menos de una hora; jugaba a ir más allá de lo que sabía, más allá de la relevancia de la natación, y entonces imaginaba al padre como una criatura esperpéntica que la acariciaba de todas las formas incorrectas y que la hacía sentirse ahogada incluso fuera del agua. Lo cierto era que, haciendo a un lado los juegos y las suposiciones, el padre la lanzaba a la piscina porque esa era su intención —no se trataba de un acto fortuito—, pero sus razones para hacerlo eran lógicas y comprensibles, pensaba la hija, como cuando disparó en la pared de la habitación del hijo de en medio por haber intentado escaparse de casa y, apuntándolo con el arma, le dijo: «Si algún día te disparo será para que aprendas». Y el hijo de en medio aprendió. El padre no podía saber lo que sentían los hijos; no sabía lo mucho que a ella le dolía hundirse como un submarino deshabitado. Tal vez tragar agua era necesario para acabar con el miedo, después de todo, para no ahogarse de verdad


primero había que ahogarse de mentira. El problema era que la hija no podía identificar los motivos del padre para ponerla frente a la cámara e insistirle en que besara con mucho cariño al hijo de en medio, ni por qué hacía que la hija menor anduviera en cuatro patas por el suelo del salón que a veces estaba sucio con cosas que le marcaban las rodillas. Le resultaba misteriosa la forma de la realidad, similar a la de un tótem de máscaras blancas, y le costaba contar lo que ocurría porque no estaba segura de qué era lo que pasaba a su alrededor. Mentir en esas condiciones acababa siendo un accidente, un acto involuntario que sucedía cada vez que abría la boca. No tenía la intención de engañar a nadie, pero mentía todo el tiempo porque era fácil distorsionar las cosas cuando estaba bajo el agua y la imagen del padre era igual a dos manchas informes. ¿Cómo creer en lo que veía con los pulmones medio vacíos? La madre jamás le creería si primero ella no se creía. «¡Nada, pendeja de mierda!», le gritó el padre mientras la hija alcanzaba el fondo de la piscina. Allí, donde todo era más vivo, su pelo se le presentó de frente como un fantasma autónomo. Intentó echarlo hacia atrás, pero los dedos se le enredaron en la maraña marrón y así, atada a sí misma, privada de su mano, sintió una angustia ciega que le trepó por los talones y le hizo perder el equilibrio de su posición de estrella. Para ver bien tenía que desenredarse de sí, arrancarse el pelo por el que sólo se asomaban retazos del paisaje de azulejos. A veces la madre le decía que ella no podía entender las cosas del mundo porque todavía era una niña. Por eso la hija intentaba sacarse la infancia de encima igual que el padre le quitaba la ropa manchada para lavarla con los puños cerrados. Estaba segura de que cuando fuera mayor podría decir todo lo que per-

cibía, nombrarlo con las palabras adecuadas, hacer una verdad convincente, darle cierto sentido al caos. Quería crecer y que su cerebro floreciera en el ruido. Quería saber por qué se sentía despojada de su identidad cada vez que se quedaba sola con el padre. Había llegado a la conclusión de que los adultos no se sentían confundidos por lo real; todos respiraban por la boca para formar un sólido nido de conceptos articulables con los que moldeaban lo que veían, lo que escuchaban y lo que decían. La madre de treinta y seis años hablaba siempre con una seguridad envidiable y su nido era completamente macizo. Cada vez que ponían el noticiero, en la radio o en la televisión, ella miraba a los hijos y les decía que eran afortunados, pero la hija no se veía a sí misma como una persona afortunada cuando el padre la obligaba a lamerle los dedos de los pies, uno a uno, y a chupárselos aunque estuvieran muy sucios y olieran mal. La madre hablaba de la felicidad de los hijos que lo tenían todo, que aprendían del mundo a través de los juegos, que eran amados, protegidos, y luego los dejaba solos con el padre. Alguna vez la hija menor intentó poner en palabras su disgusto hacia la cámara y las manos callosas que la tocaban por debajo de la ropa, pero nadie la escuchó. La infancia tenía una voz baja y un vocabulario impreciso. En el colegio la profesora solía decir que desde una sola posición no se podían ver todos los lados de un cubo. A la hija le molestaba ser un submarino sin periscopio. También le dolía quedarse sin aire y ya no ser dueña de sus movimientos porque, poco antes de morir, su cuerpo era independiente de ella y cuando abría la boca de un solo impulso y el agua le cascaba la garganta, el estómago, los pulmones, lo único que existía era el dolor físico sacudiéndola como una marioneta, humillándola, y el ruido de

miles de burbujas reventando o ascendiendo, ilustrando su desesperación mientras que el padre se carcajeaba afuera de la piscina. ¿Qué tan grande era la distancia entre la risa y la aflicción? Sus brazos y piernas se agitaban solos y la hija los miraba con estupor mientras escuchaba el peso del padre estallando sobre el agua como una bomba. Los párpados se le cerraban, pero todavía tenía tiempo de hacerse una pregunta: ¿por qué también ella quería reírse?

Mónica Ojeda Franco (Guayaquil, 1988) Licenciada en Comunicación Social con mención en Literatura, Máster en Creación Literaria y Máster en Teoría y Crítica de la Cultura. Docente a tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil en el área de Literatura. Ha sido antologada en Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013); obtuvo el Premio Alba Narrativa 2014 con la novela La desfiguración Silva (Arte y Literatura, 2015) y el III Premio Nacional de Poesía Desembarco 2015 con El ciclo de las piedras (Rastro de la Iguana Ediciones, 2015). Su segunda novela, Nefando, será publicada por Editorial Candaya en octubre de 2016. 53


Aeropuerto Jorge Velasco Mackenzie

A

54

lejandra con traje estilo sastre, con maletita de mano con iniciales, con pañolón de bolas blancas sujetándole el cabello, desde ahora rubio oxigenado, ríe, y mientras ríe habla del tiempo, del señor cónsul dándole la visa, del sucre al dólar, hasta que la llaman por los altavoces, señorita Alejandra Sánchez, favor acercarse a información, señorita Alejandra Sánchez y ella de golpe suspende la risa. Se suelta rápida del brazo del primo y camina entre el tumulto de gentes que hablan y maletas que se alzan. ¡Dios mío el peso!, dice entre dientes y apura el paso sin decir perdón, sin volver la cara para mirar a la madre hundida en ese cómodo sillón de cuero negro, inconsolable y vaciada de llanto, sin sentir al padre que camina junto a ella, vestido con ropa de

domingo, luciendo fuerte, sobreponiéndose a la próxima partida. Todos están de pie, nadie falta, Alejandra tiene tiempo para mirarlos juntos cuando vuelve, el pasaporte y la vacunación en una mano, la otra suelta al viento, cumpliendo el acto de grabar con los dedos los nombres de todos los presentes, Elisa y Julia siempre juntas, el tío Francisco, mejor hubiera sido Europa, la abuela Rita que ha venido enferma, dulces para el avión hijita, tampoco falta el antiguo novio, el que la amó desde la escuela, Pablo y Luis los otros novios, pero hay que mirarlos a todos otra vez, alguien más puede llegar, el vuelo es a las diez y… salir de la ciudad es empezar a amar su música, Alejandra que se agitaba en las kermeses, con dificultad se aprendió el comienzo de un pasillo, ahora, hace una hora nada más lo canta, dejaaapo-

saaaaarmiiiis labios sobre tu piel de armiñooooo, dicen que la letra la escribió un poeta, y mientras la tararea los ojos se le ponen tristes, los tiene profundos y negros, pero se le ven extraños rodeados de esas sombras púrpuras y verdes. Madre no te preocupes dice a punto de llorar, todo irá bien y ensaya despacito las primeras palabras que dirá al descender «tacsiplis, manjatantri», y luego a celebrar la llegada, porque fue eso lo que le dijo Eugenia en su última carta, días de emociones darling y sin vender tu cuerpo, sin esfuerzo Oh mother. El tío Francisco ha llegado hasta ella, le toma un brazo y Alejandra tiene tiempo para mirar el reloj, oye la voz lejana del tío musitando las recomendaciones, entonces recuerda, tipo raro él, siempre rodeado de libros y hablando


Cuando llegues sigue como si nada, no mires afuera, no llores, le había escrito Eugenia, ella fue quien le enseñó a vivir. de la comunidad de ese Miller, su escritor favorito, pero nunca la voz del tío Francisco le ha parecido tan noble, tan suaves esos pedimentos que la mantienen sumergida pensando, hasta que oye un ruido fuerte, murmullos y al fin la voz ceremoniosa del altoparlante anunciando la llegada del jet. Cuando llegues sigue como si nada, no mires afuera, no llores, le había escrito Eugenia, ella fue quien le enseñó a vivir, le dio esos consejos sabios, pide más, le decía, engorda y Alejandra que era huesos, empezó a tomar emulsiones, a subirse la falda, a beber whisky sin cara de náusea, los hombres deben ser ricos repetía, nada de engrupimientos, porque el amor no entraba en sus planes, Eugenia era la amiga sabia, la calmosa ninfa del diván que miraba a los hombres con aire de artista sueca… ¡Chica, estás linda!, le dice el novio titular que la mira tras sus grandes anteojos verdes, la mira verde de pelo y de sonrisa verde esperanza hasta la punta de los pies, de los zapatos zancos que la mantienen una cuarta arriba del piso y que ahora se mueven y hacen mover a Alejandra que lo besa en la pálida mejilla, adelantada a un regreso tal vez imposible. En la pared los círculos del reloj dan la hora en cien ciudades distintas, París, Dakar, las diez, pero ¿serán las diez allá? ¿estará esperando Eugenia?, sin ella la vida hubiera vuelto a ser la de antes: levantarse, bañarse, irse, volver, comer, vivir asomada a la ventana de rejas, donde noche a noche llegaban a mirarla los hombres a prometerle cosas demasiado hermosas para que existieran.

Alejandra lo olvida todo, adopta un aire como de ya estar de vuelta, suspirando se arregla la tira del sostén nuevo que la aprieta, mientras los altavoces vuelven a sonar: pasajeros del vuelo setecientos ocho con destino a Nueva York, sírvanse abordar el avión, y uno a uno los va abrazando a todos, hablando con una voz cortada, adiós Amílcar, adiós Luis, chicas adiós, escriban, con la mirada en la nada porque solo esa nada la asiste, frente al padre que antes de abrazarla y bendecirla ya le ve cara de olvido, ante la madre que también se llama Alejandra, mandaré por ti mamá Alejandra, sin darse cuenta de que es la primera vez que le dice su nombre, el suyo y de ella, triste, tímida, temblando, dejándose tocar por ellos, por los amigos que la deseaban tanto, por la abuela Rita que es la que más llora, ahora que los altavoces hacen su último llamado en dos idiomas distintos. Camina lento dijo Eugenia, no mires atrás, detente en la mitad de la escalera, te tomarán la foto para el recuerdo ¡sí!, sonríe, pero bajo la luz del flash Alejandra no pudo distinguir a nadie, solo vio manos y pañuelos agitándose entre el humo caliente y el ruido de las turbinas. Adentro todo es azul, le tocó ventanilla como en todos sus viajes, favor ajustarse el cinturón, vamos a despegar dijo otra voz y la nave tomó pista, se movió lenta, corrió veloz y de pronto como de un salto, alzó el vuelo. Arriba Alejandra mira las luces de la ciudad, divisa clarísimo el reflejo del río y la canción le viene solita a los labios, dejaaaaposaaaaarmiiiis labios

sobre tu piel de armiñooooo…, cómo sigue mierda, cómo sigue, y la ciudad se queda atrás, perdida definitivamente entre las luces y el sueño que Alejandra siente que viene, haciendo más pesados los párpados con la sombra púrpura, tan pesados como los siente Eugenia al levantarse, lavarse, irse, camino de la factoría en Nueva York cero nueve usa.

Jorge Velasco Mackenzie (Guayaquil, 1949) Obra: Cuento: De vuelta al paraíso, 1975; Como gato en tempestad, 1977; Raymundo y la creación del mundo, 1979; Músicos y amaneceres (Premio ‘José de la Cuadra’), 1986; Palabra de maromero (antología), 1986; Clown y otros cuentos, 1988; Desde una oscura vigilia, 1992 (Tercer Premio Concurso Nacional de Cuento ‘Ismael Pérez Pazmiño’, 70 años de diario El Universo, 1991); No tanto como todos los cuentos (antología) 2004; La mejor edad para morir (2006). Novela: El rincón de los justos, 1983; Tambores para una canción perdida (I Premio ‘Grupo de Guayaquil’ 1985), 1986; El ladrón de levita, 1990; En nombre de un amor imaginario (I Premio IV Bienal Ecuatoriana de Novela, 1996), 1997; Río de sombras, 2003; Tatuaje de náufragos (Premio Ministerio de Cultura, 2009). Poesía: Colectivo, 1981; Algunos tambores que suenan así, 1981. Teatro: En esta casa de enfermos, 1983. 55


Hans Behr Martínez

N

56

In memoriam, Joe

i que hubiera sido la garza de oro o el Dios de la primavera para los aztecas, o como repiten en las calles, la última coca cola del desierto, el vestido preferido de Lady Di, pensó la mujer, justificándose. —¡Un pobre diablo, eso es lo que eres, K-9! —vociferó, golpeando la escoba contra el piso—. Un animal común y corriente, con rabo, garras y hocico apestoso. Así y todo, su marido se había empecinado en traerlo desde el trópico, pese a que una veintena de familias andaba tras la alimaña y prometían darle cobijo y cariño. Le consiguieron los obligatorios papeles requeridos para el viaje, la cartilla de vacunación expedida por el veterinario y el certificado de buena salud firmado y sellado por el Ministerio de Agricultura, el cual costó un platanal, un ojo de la cara, con tanta hambruna en las calles, solo porque el animal, en su primer año, había sido atendido en veterinarias particulares, y eso, en términos oficiales, no servía, aunque el profesional contara con su permiso inscrito y numerado. Por si la crítica no fuera completa, la jaula antialérgica para transportarlo (ni a ella le compra-

ban la Cetirizina LST con tanta urgencia cuando le agarraban sus crisis y estornudos incontenibles), y la despedida de los tipos del barrio, porque dizque se trataba del único descendiente directo de la mascota del Che Guevara —lo aseguran un par de fotos nunca publicadas— cuando el entonces inédito hombre pasó su reconocida temporada en Guayaquil, en el cincuenta y tres, en el barrio Las Peñas. Una variante tierna e inédita de la historia que repiten los ancianos de aquel barrio, entonces niños de ocho o diez años, que eran quienes se encargaban de conseguirle los habanos, abajo, en la Calle de las Rosas, en el local de un sastre malhumorado pero admirador de las ideas revolucionarias. Fue así que don Carlos, uno de esos pequeños, después suegro de la pobrecita mujer de la escoba, se amistó con el personaje, mientras acariciaba al animal (del que nunca se supo o reveló su procedencia, sino que apareció así por así como si la tierra lo hubiese vomitado), en el lomo y en la cabeza, y observaba el gran río que se extendía en el malecón Simón Bolívar. Cuentan también que el can lo seguía a todo sitio con la misma

parsimonia y silencio del comandante, que eran tal para cual, y que cuando éste tuvo que marcharse a Guatemala, en agradecimiento, se lo obsequió a él, a don Carlos, con el dictamen: —Cuidálo. Hay pocos como él. Y don Carlos no sólo que siguió su consejo sino que se encargó de preservar la línea de manera conveniente. Propició cruces con hembras idóneas al estilo de Maximilian von Stephanitz, capitán de caballería del ejército alemán, el creador de la raza, hasta llegar a K-9, un pastor alemán legítimo, bello, cabeza de cuña, ojos almendrados, mordida de tijera, color negro y bordes cafés, orejas puntiagudas, erectas, y cola colgante con ligera curva hacia arriba. —Todos se comieron el cuento —replicó la mujer de la escoba, duplicando con vocecilla de marioneta las palabras dichas tantas veces por su esposo—. Una de las razas más versátiles, excelente guardián, protector de niños, fidelidad incuestionable, equilibrio psicológico, guía de ciegos, policía, salvador de santos en apuros (ver biografía de Don Bosco) y escritores, resistencia al calor, al frío. Pamplinas. No saben que quienes describen las características de ciertas razas es para que los cachorros nunca se desvaloricen. Sencillamente, de haber sabido, cuando novia, todos los incidentes perrunos que tendría en su vida matrimonial, no se hubiera casado nunca. Empezando con la mierda en el lugar de siempre, desparramada, pese a los ruegos, insultos y embates de histeria, en el corredor, junto a la puerta de baño (como para que ella la pisara accidentalmente cuando acudiera a orinar en las noches) de aquel apartamento pequeño situado en el barrio de La Latina, donde es común el mercadillo de los gitanos. Luego ese inolvidable y terrible cosquilleo en


el tobillo para darse cuenta, horror de horrores, de la garrapata diminuta que transitaba descarada sobre su piel de princesa —al menos así se lo hizo creer su padre, cuando era una pequeña—, también de las otras, las que la rodeaban o esperaban encapsuladas en las cortinas, sábanas y almohadas, porque si hay una garrapata ésta nunca se encuentra sola, ley de tenencia de perros, confirmada, y el no te preocupes de su marido, ya compraré el tóxico, dos días y las cosas volverán a la normalidad, y ella con las ganas contenidas de gritar, inquirir asediar, porque desde que dejaron el trópico no tenía dónde acudir en la ciudad extraña, sin familiares ni amigos que pudieran consolarla. Se adicionan los pelos soberanos, los cuales parecían reproducirse y tomar decisiones turísticas por sí mismos, ya que eran encontrados desde el interior de sus cajones, en la sección de prendas íntimas, hasta en el borde los vasos donde bebía agua. Y un día de locura, aprovechando la ausencia de su consorte por motivos laborales, abrió la puerta y salió con K-9, correa en mano, por si acaso era vista por los

vecinos, y lo llevó tres manzanas, no, seis, quince, treinta, como para que esté bien desubicado, y lo soltó sin lástima como a esos animales que los liberan en los bosques. —Anda —le dijo—. Eres libre. K-9, como si la entendiera, emprendió la carrera en dirección contraria al apartamento. Ella se quedó allí, manos sobre el vientre, congelada, no otorgando una esperanza a que volviera, feliz, respirando hondo, sintiéndose liberada, viéndolo marcharse, veloz, presuroso, con su lengua afuera, babeando entre las calles. El resto fue melodrama de ocasión, aprendido de las telenovelas en blanco y negro, llorar sobre el hombro del marido, dos días completos, otros tres aparentando estar enferma, gemir, suspirar, señalarse como la burra culpable que no se perdona, sobre todo sabiendo cuánto lo querías, y colocar alguna mirada barata al horizonte. Sí, no sé cómo ocurrió. El exacto momento del descuido, cuando K-9 salió tras ese gato. ¿Un gato? Qué raro amor, nunca antes K-9 había tenido esos impulsos, siempre fue un perro controlado, por el entrenamiento, también por su raza noble,

no te preocupes, ya coloqué su foto en árboles y postes, en el Internet, ya aparecerá. Ahora el temor y la desesperanza la dominan, han borrado su sonrisa furtiva. No sabe qué es peor, si haberlo abandonado o haberlo seguido soportándolo. Tal vez lo hubiese regalado, medita, o… Y es que, así como imaginó a K-9 despotricándose por la calle Toledo, y atravesando la Plaza Mayor, llena de turistas, con niños que intentaban acariciarlo, ahora piensa que cualquier mañana podría escuchar el rasgar de sus uñas en la puerta de madera, distinguir su olor característico, de perro de alcantarilla; claro, si se presenta el can esperará que llegue su amo, no es tonto, habría que darle el mérito de ser un pastor alemán, un Rin TinTin de carne y hueso no aparecerá cuando ella esté sola, a no ser que intente una agresión, una lucha colmillo a colmillo donde saldría derrotada, en especial por lo que escuchó anoche en el noticiero, ¿Lo escuchó o soñó? Estaba medio adormitada. Mejor dejarlo así. Pero el periodista fue claro: jauría de perros en las afueras de Madrid, sobre los rieles del ferrocarril. Se agrupan en los bosques. Merodean. Cada vez la mancha es más grande, al punto que puede ser monitoreada por satélite. Que un pastor alemán parece ser el líder de todos ellos, que repelieron el ataque de un guardia que quiso espantarlos con un par de tiros al aire, que parecen organizados, como si siguieran órdenes determinadas, que después de ser desarmado, el guardia mismo dijo que el perro líder le habló, sí, como escucharon damas y caballeros, le habló, después de bufarle en el oído, le dijo en serio tono, «Se les acabó la crueldad para con nosotros y otras especies, vaya repítalo», que se investiga el hecho, que el hombre fue llevado a un sanatorio de enfermos mentales.

57


Vincent

Silvia Stornaiolo

«Sueño con pintar y luego pinto mis sueños». 58

U

n genio lunático e impetuoso amante del arte, el pintor holandés Vincent van Gogh fue una de las figuras más relevantes del movimiento im-

presionista. En el aniversario de su muerte contaremos parte de su historia. Van Gogh es, hasta la fecha, uno de los artistas más populares del postimpresionismo, debido a


paleta sus impactantes escenarios y retratos tan finamente pincelados y llenos de colores. Es considerado uno de los grandes genios de la pintura moderna. Su producción ejerció una influencia decisiva en todo el arte del siglo XX, y tras más de un siglo de experimentos artísticos, la pincelada atormentada del artista holandés, alimentada por el vigor de su pasión interior, conserva toda su fascinante fuerza expresiva. Nació en Holanda en el año 1853 y desde joven trabajó en una empresa de arte; tenía dieciséis años cuando entró como aprendiz en la filial de La Haya de la galería de arte parisina Goupil, una sociedad de comerciantes de arte, lo que le introdujo en el mundo de la plástica y la fascinación por la misma, entregándose enteramente y con devoción desde 1885. Al mudarse a París recibe una profunda inspiración del impresionismo francés, lo que provoca que su paleta de colores se vuelva más vívida. En las décadas finales del siglo XIX, el impresionismo marcó el inicio de una profunda renovación de las artes plásticas, que tendría continuidad en la sucesión de las corrientes del arte contemporáneo, donde Van Gogh ocupa una posición notable. Allí, en la capital artística de Europa, el contacto con el impresionismo encauzó su estilo. Se relacionó con los impresionistas y postimpresionistas y descubrió el arte japonés. Su hermano le presentó a Camille Pissarro, Georges Seurat y Paul Gauguin; conoció asimismo a Toulouse-Lautrec y Émile Bernard, y dentro de ese nuevo ambiente se encuentra con la ver-

dadera definición de su pintura. Sus colores se tornaron definitivamente claros y coloridos y sus composiciones menos habituales, dando forma a su visión personal de la realidad. Siendo la encarnación del artista incomprendido, Van Gogh no llegó a vender más que un cuadro, de los cientos que pintó a lo largo de su carrera artística y que actualmente alcanzan desorbitantes cotizaciones. El reconocimiento de su obra no empezó sino hasta un año después de su muerte, a raíz de una exposición retrospectiva organizada por el Salón de los Independientes. Por recomendación de su hermano Theo, y su interés por el color y la naturaleza, se trasladó en 1888 a Arlés, donde su obra fue paulatinamente expresando sus sentimientos sobre lo representado y sus estados de ánimo. Trabajó apasionadamente y pintó la mayoría de sus telas más famosas. Para Van Gogh, en esos momentos el problema más doloroso era la soledad, y fue por eso que tuvo la intención de formar un taller colectivo y para esto, alquiló una casa donde invitó a los artistas afines. Paul Gauguin se instaló en la ‘Casa amarilla’ (así llamada por el color de sus paredes), pero la relación fue haciéndose difícil con el tiempo por el fuerte temperamento de los dos pintores. En el transcurso de una discusión, Vincent atacó a Gauguin con una navaja de afeitar y después, muy arrepentido por ese acto arrebatado, se cortó el lóbulo de la oreja para expiar su culpa y se la hizo llegar a Gauguin, quien no lo

Diez años de consagración a la pintura otorgaron a Vincent van Gogh un lugar exclusivo entre los genios de la historia del arte. Su dedicación fue tan corta como vehemente y apasionada: componen su legado más de ochocientos cuadros, además de numerosos dibujos y aguafuertes.

En bellísimo Autorretrato con sombrero de paja (1887-1888, Museo de Arte Metropolitano, Nueva York). El color y funcionamiento de la obra reflejan la influencia del divisionismo o puntillismo, Van Gogh consigue con este cuadro una cercanía a los principios neoimpresionistas. Este autorretrato refleja

el temperamento de Vincent, quien hace poco había escrito a su hermano Theo: «Prefiero pintar ojos de seres humanos en vez de catedrales, ya que hay algo en los ojos que no está en las catedrales, no importa lo solemne e imponentes que éstas puedan ser. El alma de un hombre, así sea la de un pobre vagabundo, es más interesante para mí».

59


Los comedores de patatas (1885, Museo Vincent van Gogh, Ámsterdam) es su obra más ambiciosa: cinco personajes se reúnen a las siete de la tarde en un

lúgubre comedor para comer patatas y tomar café. Con inclemencia, Van Gogh transmite los rostros deformados y una miseria sin esperanza. Una tenue

lámpara ilumina los alimentos, la mesa y los cuatro personajes. En primer plano, a contraluz, se halla una mujer en una escala exageradamente reducida, las facciones son caricaturescas, los cuerpos deformes y el ambiente tétrico y claustrofóbico, ese reconocimiento del artista por el sufrimiento de los pobres encuentra su vehículo en esta inmediatez de los medios pictóricos utilizados, totalmente ajenos a los convencionalismos.

60

tomó como Van Gogh hubiera esperado y más bien lo juzgó como a un hombre peligroso, un demente. De esta escena tan importante en la vida de Van Gogh dan fe dos populares autorretratos del pintor con una oreja vendada. Una obra entre las más representativas de Vincent van Gogh es La noche estrellada, la pintó desde la ventana de su habitación en el asilo Saint- Paul- de- Mausole en el que fue internado después de haber sufrido un colapso mental en 1888. La vista que tenía fue la base de su inspiración para desarrollarla. En su correspondencia constante con su hermano Theo, y respecto a esta pintura, le escribió «Esta

mañana he visto el campo antes de amanecer desde mi ventana, con nada más que la estrella de la mañana, la cual era muy grande». Algunos historiadores de arte determinaron que Van Gogh se tomó varias libertades de alterar la vista que tenía desde la ventana de su habitación, la cual, según una carta que escribió a su hermano, indica que tenía unos barrotes. En la carta le cuenta a su hermano: «A través de la ventana abarrotada puedo ver un campo de trigo…, encima de el cual, por la mañana, puedo ver el sol salir en todo su esplendor». Se especula que la obra se basó más en su creatividad que en la rea-

lidad, puesto que desde su ventana no era posible ver la provincia de Saint-Remy. Sin conseguir superar el estado de melancolía que le dominaba, en 1890 se trasladó a París para visitar a su hermano Theo. Por consejo de éste, viajó a Auvers-sur-Oise, donde fue sometido a un tratamiento homeopático por el doctor y pintor aficionado Paul-Ferdinand Gachet. Meses más tarde el doctor Gachet consideró que se encontraba significativamente mejor en cuanto a su salud emocional, pero no fue así, su estado de ánimo no mejoró: perseguido por sentimientos de culpa debido a la dependencia hacia su hermano Theo y a sentirse


Los girasoles (1888, National Gallery, Londres). Este cuadro formaba parte de una serie destinada a decorar el estudio donde trabajaban juntos Van Gogh y

Gauguin, está pintado en distintas gamas de amarillo, color que en el artista se asocia a la luz del sol y la felicidad. Pintó también paisajes, naturalezas muertas y retratos, así como sus conocidos lienzos de campos de trigo luminosos y resplandecientes bajo un cielo azul intenso.

fracasado como artista, se encontraba irremediablemente perturbado por una tristeza inconsolable. El 27 de julio de 1890, en el silencio de los campos bajo el sol, Van Gogh se descerrajó un disparo en el pecho; murió dos días más tarde, sin haber cumplido los treinta y siete años. Al cabo de seis meses, sumido en el dolor, le siguió su hermano Theo, enterrado a su

lado en el pequeño cementerio de Auvers. Diez años de consagración a la pintura otorgaron a Vincent van Gogh un lugar exclusivo entre los genios de la historia del arte. Su dedicación fue tan corta como vehemente y apasionada. Componen su legado más de ochocientos cuadros, además de numerosos dibujos y aguafuertes.

61


Jorge Basilago 62


geografías

H

ay quienes afirman que Jack London murió hace cien años, luego de triplicar en experiencias los 40 que marcaba su calendario personal. Pero no será este artículo el que se atreva a confirmar la versión. La ausencia de documentos, los datos incongruentes o contradictorios y las anécdotas ‘adornadas’ para agigantar el mito del escritor californiano hacen imposible, a estas alturas, diferenciar entre lo cierto y lo dudoso de su biografía. Ambos extremos, e incluso el supuesto componente autobiográfico de sus obras, pasan entonces a formar parte de un todo esmerilado y confuso. Un territorio donde lo blanco y lo negro se funden en el gris de la conjetura literaria.

Leyenda blanca «Ningún escritor, salvo que se trate de Mark Twain, tuvo jamás una vida más romántica que la de Jack London. La prematura muerte del más popular de los autores de ficción estadounidenses ha conmovido profundamente a un mundo que esperaba que viviera y trabajara muchos años más», escribió Ernest Hopkins, del San Francisco Bulletin, en el obituario del 2 de diciembre de 1916. Apoyada en incontables artículos similares, con el correr de las décadas avanzó la leyenda blanca del escritor, que lo presenta como criado en la miseria y construyéndose a sí mismo un destino mucho más acorde al ‘sueño americano’. Hijo de padre ausente y madre —Flora Wellman— con severos trastornos de carácter, London tuvo algo parecido a un hogar por muy breves períodos de su infancia, adolescencia y juventud. De hecho, poco después de su nacimiento el 12 de enero de 1876, fue entregado a la nodriza negra Virginia Prentiss, quien lo cuidó como si fuese

suyo por varios años. «Mi infancia fue odiosa y desagradable. No había nada sensible en mi entorno, lo que me hizo aprender a ser reservado, reservado desde dentro», recordó en una entrevista. Entre los 9 y los 22 años tuvo más oficios y aventuras de los que puede imaginar el común de los mortales: de repartidor de diarios a cazador de focas; de buscador de oro en Alaska a pirata de ostras; de cursar un semestre en la exclusiva universidad de Berkeley a polizón de trenes; de guardacostas a palear carbón en el ferrocarril; de feroz individualista a agitador y candidato socialista. Padeció la explotación y la miseria. Y en medio de todo ello, la lectura y escritura incesantes fueron su rutina diaria y rigurosa. En los caminos o en la Biblioteca Pública de Oakland. Como una forma de conjurar las crudas experiencias de su vida y los demonios internos que su alcoholismo sólo exacerbaba. Cuando lo alcanzó el éxito literario —con la colección de relatos sobre Alaska titulada El hijo del lobo— y económico, tenía apenas 24 años. Le cambió la vida, aunque no del todo. A un ritmo de trabajo infernal, publicó alrededor de 50 libros en la siguiente década y media; pero se lo recuerda casi exclusivamente por dos de ellos: La llamada de la selva y Colmillo blanco. Fue corresponsal de guerra en México y Japón. Recorrió los barrios más miserables de Londres buscando historias. Compró tierras en California, donde hizo construir una granja modelo que se incendió poco antes de estar terminada. Quiso dar la vuelta al mundo en barco pero su salud apenas le permitió llegar a Australia. Regresó a casa agobiado por las deudas y los malos negocios. Quebrado físicamente por una insuficiencia renal apenas tolerable con dosis crecientes de morfina, y adicto a la heroína quizás como ‘bastón’

Cuando lo alcanzó el éxito literario —con la colección de relatos sobre Alaska titulada El hijo del lobo— y económico, tenía apenas 24 años. Le cambió la vida, aunque no del todo. A un ritmo de trabajo infernal, publicó alrededor de 50 libros en la siguiente década y media; pero se lo recuerda casi exclusivamente por dos de ellos: La llamada de la selva y Colmillo blanco.

63


…novelas como El llamado de la selva o Colmillo blanco son, por mérito propio, referencias ineludibles del nivel de su pluma. En ellas se plantean varios temas centrales de la narrativa de London, como la relación entre el ser humano y los animales, que casi siempre implica una animalización del primero.

64

para su creatividad maltrecha por la necesidad y la sobreexigencia. Murió en otoño y de madrugada, el 22 de noviembre de 1916. El certificado de defunción estableció «uremia derivada de cólico renal» como la causa principal. Pero no faltan indicios acerca de una sobredosis, tal vez involuntaria, acaso intencional. «Jack London murió a los cuarenta años y agotó hasta las heces la vida del cuerpo y la del espíritu. Ninguna lo satisfizo del todo y buscó en la muerte el tétrico esplendor de la nada», escribió Jorge Luis Borges, con sus ojos ciegos deslumbrados por el fulgor de aquel mito.

Leyenda negra Paulatinamente, con cierto pudor, aparecieron fisuras en ese sórdido retrato ideal, que dieron origen a una leyenda negra sobre Jack London. Una de las primeras grietas puso en cuestión su tan promocionada capacidad creativa: según el Premio Nobel de Literatura Sinclair Lewis, hacia 1909 su colega tenía muchos problemas para pensar los argumentos de los relatos breves que le permitían subsistir. El propio Lewis, por entonces estudiante universitario, confesó haberle vendido a London 14 argumentos —varios de los cuales fueron luego publicados— por 70 dólares de entonces. Otra de las sospechas salpica al presunto contenido real y autobiográfico de sus creaciones. En un trabajo del médico e investigador Dale Gieringer, referido a los experimentos del escritor con el consumo de hashish, las propias declaraciones de London parecen acusarlo: «Vagué durante eones a través de incontables mundos, mezclándome con todos los tipos humanos, desde las personas más santas hasta los tipos más bajos de la brutalidad abismal», le confiesa a su amigo Frank Atherton sobre aquellos ‘viajes’, para agregar que «en orden de escribir inteligentemente, uno debe tener ciertas experiencias que coincidan con el tema». Aunque, sin dudas, las críticas más duras hacia la ‘historia oficial’ del autor de Colmillo blanco provinieron del catedrático Miles Mathis. Este especialista en ‘contracrítica’ desmiente la supuesta miseria que atravesó London durante buena parte de su vida: para él, Flora Wellman jamás rompió relaciones con su padre, un acaudalado hombre de negocios que no dejó de ayudar económicamente a su nieto escritor. Así se explicarían los viajes a sitios remotos y la compra de embarcaciones a muy temprana edad, detalles un tanto

sospechosos o incongruentes con los magros recursos que se supone manejaba el joven literato. Mathis va incluso más allá: considera que London fue un ‘topo’ de la derecha estadounidense infiltrado en el partido socialista, considerando desde su árbol genealógico —tres miembros de la familia Wellman testificaron en los juicios contra las ‘brujas’ de Salem— hasta su relación cercana con familias poderosas como la del magnate comunicacional William Randolph Hearst, sin olvidar su abierto racismo y darwinismo social. Una vez más, los escritos de nuestro personaje suenan a confesión de parte: en su relato The unparalelled invasion, por ejemplo, apunta que «la única solución posible al problema chino» es una guerra biológica de los Estados Unidos contra ese país oriental. Claro que la percepción de London como un ‘hijo del poder’ con un elevado nivel de vida, no es exclusiva de este análisis particular. El mismo Sinclair Lewis, citado por Gore Vidal, recordaba al escritor de San Francisco como un hombre «más interesado en jugar al bridge que en ser un lobo de mar». Y hasta algunas de las fotografías que se conservan de él —la serie en traje de baño junto al poeta George Sterling es un buen ejemplo— lo muestran como un joven despreocupado, con un cuerpo y un rostro libres de la musculatura fibrosa, las marcas y las cicatrices típicas en quienes vivieron casi a la intemperie durante largo tiempo. Ni siquiera el punto final de la narración es lo que parece, desde el escéptico punto de vista de Mathis, quien ensaya una hipótesis sobre la ‘muerte ficticia’ de London. El desenlace no se habría precipitado a causa de las deudas o los dolores físicos; fue, en su opinión, una ficción dentro de la realidad, para ocultar otra ficción: la posibilidad cierta de ser descubierto en su rol de espía.


«Mi infancia fue odiosa y desagradable. No había nada sensible en mi entorno, lo que me hizo aprender a ser reservado, reservado desde dentro»…

Gris literatura A medio camino entre el blanco ideal y el negro oprobioso, emerge la obra de London, de un gris potente y descarnado. Ya indiscutible en su rango de clásico. Directa. Despojada de adornos vanos. Como la vida misma, sin importar si es real o imaginaria: «La impresión que se extrae de los mejores y más característicos relatos de Jack London es la de una terrible crueldad», opinó cierta vez George Orwell, quien lo consideraba «esencialmente» un escritor de cuentos a pesar del éxito alcanzado por algunas de sus novelas. Es cierto, su estilo luce mucho más en los textos breves. Como en Sólo carne, el preferido de Orwell; o en Amor a la vida, que fue lo último que escuchó Lenin en su lecho de muerte. Incluso si sólo hubiese escrito Un buen bistec —tal vez el mejor relato de boxeo del que se tenga memoria—, London sería un gran cuentista de todas formas. Pero allí están también sus formidables colecciones de historias breves de los mares del sur y de Alaska, tan crudas y amenazadoras como sus helados paisajes. «Realismo es la única mercancía que se puede cambiar por alimentos a la puerta de una cocina», reconoció alguna vez sobre sus comienzos en la escritura, con una máquina de escribir alquilada y el sustento diario por todo objetivo. Claro que novelas como El llamado de la selva o Colmillo blanco son, por mérito propio, referencias ineludibles del nivel de su pluma.

En ellas se plantean varios temas centrales de la narrativa de London, como la relación entre el ser humano y los animales, que casi siempre implica una animalización del primero. Es decir, su retorno a la prolongada noche de los instintos atávicos, cuando las garras del hambre o del miedo apagan la luz del intelecto. «Un hueso para el perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando estás tan hambriento como él», llegó a escribir. Y si bien no forman parte de lo mejor de su producción, se consideran asimismo valiosas otras dos novelas suyas: John Barleycorn, llamada en castellano Rey Alcohol, y El talón de hierro. En la primera revela su lucha para dejar la bebida, mientras que en la segunda —texto de anticipación que serviría de inspiración a Orwell para escribir 1984— predice el surgimiento de los fascismos que atravesarían el siglo XX. «Se podría decir que comprendió el fascismo porque tenía un cierto rasgo fascista», consideró el propio Orwell, en un elogio que se asemeja más a una dura crítica. Pero una de las claves que condensa lo negro y lo blanco de su historia es tal vez el final de Martin Eden. En esa novela de tono autobiográfico, el escritor que da nombre al libro —alter ego del propio London— huye a los mares del sur en su bote La Mariposa, decepcionado de sí mismo por su ascenso social y su bienestar económico. Lejos de todo, reencuentra la paz

perdida y las riendas de su destino final: «Primero nadó un rato. Un bonito de los que siguen a los barcos lo mordió y le arrancó la carne. La Mariposa se alejaba. Dejó de nadar y se instaló en la vertical. Lo rodeó como una hoguera radiante. Después, tenebrosidad». Su vida, su muerte y su obra continúan envueltas en ella.

65


Johnny Jara Jaramillo

M

66

e veo escurriéndome entre las sombras leves del atardecer, buscando una de las cantinas que, en ese tiempo, proliferaban a espaldas de la catedral: antros infestados de burócratas ojerosos, de novios de nadie que esperaban en vano la llegada de la última ilusión, zaguanes de citas vergonzosas y prestamistas agazapados en los quicios de la mala suerte. Pero, había algo fascinante en esa atmósfera de requintos lúgubres y espejos deslustrados que reflejaban viajes imposibles: era la ilusión desvaneciéndose entre el humo y los focos recubiertos de celofán rojo, la ilusión de quienes habían decidido jugarse, en un golpe de dados, todo lo que la Divina Providencia se negó a darles. Por eso buscaban este lugar, a espaldas

de la catedral. Entre ellos el padre Anselmo. Julián Anselmo Ramírez era un cura de sonrisa fermentada, mirada sediciosa y espaldas de capataz; vestía un saco de pana gris, y se había fugado del ámbito de las armonías celestiales para ingresar furtivamente en el reino prometeico de la perversidad. Cada vez que recuerdo aquella noche me viene a los ojos —más que a la memoria— la imagen del curita: un mariachi senil con ojos de foca, dueño de una epopeya confidencial llena de espacios negros y filones de suspiros de pecadores confesos. Además, el Padre Anselmo, como le gustaba que lo llamaran, era un gran bebedor de licor adulterado. Me lo presentaron los consuetudinarios que se sentaban en la mesa del fondo, debajo de los

farolitos alcahuetes, seres egresados de la escuela de la vida y náufragos del sistema. Fueron ellos quienes me contaron que el padre Anselmo se escondía detrás de las bancas del coro, agazapado como un mono enajenado esperando la oportunidad de unirse al coro lleno de muchachitos voceadores, lustrabotas y adolescentes flaquitas de aire desolado; me lo imaginaba con su aliento de ajos y cerveza caliente acechando, desnudándolos con los ojos detrás del proscenio, temblando por el empuje de la abstinencia carnal que le subía como un animal embravecido por todos los rincones de su cuerpo. No son los instintos sino las represiones las que convierten al hombre en una bestia; el padre Anselmo me enseñó que el placer es el lado opuesto de la felicidad, su lado trágico.


cuento Aquella tarde, el padre Anselmo pidió una botella de aguardiente casero, se sentó a mi mesa y me ofreció un trago de caña mezclado con alcohol industrial. No era la primera vez que bebía ese combustible y ya me había acostumbrado a la idea de la posterior visión borrosa que provocaba esa bebida. Me preguntó si había visto a la ‘Flaca’, la putona pedigüeña que rondaba estos antros y de quien se decía que era sifilítica. La Flaca era como una aguja caliente enloquecida por el licor adulterado que se enhebraba en el ojo de la bragueta de quien le invitara una botella, generalmente borrachos amanecidos, restregándose la luz del sol de ojos que se asemejaban a pasas recogidas de algún vómito; un vapor como nauseabundo sudor emanaba de su esencia, apestoso y rancio como las lenguas muertas que hablaba el padre Anselmo en sus pesadillas, mientras hacía desfilar, desnudos, a los demonios por los balcones de su mente enferma. Sí. Y tenía apenas quince. —No la he visto últimamente —le dije. Se bebió un trago enorme; su mirada era como una veleta varada apuntando al norte en un aire degenerado, buscando en la oscuridad de las sombras a la Flaca, único ser con quien podía confesar su alma sin que le produjera vómito. Cualquier otro confesor caería enfermo, incluyéndome a mí. Para los cristianos la duda, por sí sola, constituye ya un pecado. El padre Anselmo no tenía ninguna duda, se abandonaba sin pensarlo en la fe, olvidándose de la razón, como poseído por un milagro; lanzar una simple mirada a la tierra firme, pensar que quizá la existencia sea algo más que nadar en el mar de la eterna contemplación, que nuestra anfibia naturaleza demanda estar ciegos y ebrios, y pecar, era elevar un cántico poderoso

por encima de la olas que lo habían arrojado, como un náufrago, en las arenas movedizas de la naturaleza humana. Tirarse a la Flaca no era un pecado, sino un verdadero acto de fe, la virtud imposible de la auténtica misericordia, de ser compasivo, sumiso y humano. El milagro sólo opera en los pecadores y el padre Anselmo era el mayor de todos en este infierno con focos recubiertos de celofán rojo, aguardiente adulterado y requintos lúgubres; por eso amaba a la Flaca, su ángel guardián caído de los cielos como un pájaro abatido en pleno vuelo por la piedra de algún cazador furtivo. «Las pasiones se vuelven malas y falsas cuando se las considera de una forma mala y falsa», sostenía el padre Anselmo; pero Eros y Afrodita eran seres del infierno en su mundo cristiano y los remordimientos llegaron a constituirse en un verdadero tormento. Por eso bebía hasta perder todos los sentidos y era común encontrarlo de bruces sobre alguna mesa, babeando, con moscas pululando por sus labios deformes y con la Flaca a su lado, desplomada en su única convicción de que lo más importante era ese sentimiento de estar allí con él, como una fiel perra sarnosa (lo que a la mente aparece como una vergüenza es todo belleza para el corazón). El padre Anselmo amaba incluso el más vergonzoso desorden. Estaba en el camino correcto de la verdadera salvación, porque en sus monólogos ebrios pensaba: «¡Qué espantosa morada supo hacer de la tierra el cristianismo, con sólo exhortar que se colgaran crucifijos y suponer que el mundo es un lugar en que el justo es atormentado hasta la muerte! Pero incluso la muerte ha sido convertida por el cristianismo en un lecho del martirio». La enclenque figura de la Flaca se filtró entre los pliegues de la cortina mugrosa que servía de an-

El milagro sólo opera en los pecadores y el padre Anselmo era el mayor de todos en este infierno con focos recubiertos de celofán rojo, aguardiente adulterado y requintos lúgubres; por eso amaba a la Flaca, su ángel guardián caído de los cielos como un pájaro abatido en pleno vuelo por la piedra de algún cazador furtivo.

67


68

La enclenque figura de la Flaca se filtró entre los pliegues de la cortina mugrosa que servía de antesala de esta madriguera de perdedores roñosos; el padre Anselmo levantó el brazo derecho, el brazo del náufrago que hacía señales de socorro y ella, sumisa y feliz, se acercó, le besó la mano y se sentó en su regazo. Él la abrazó y Dios se apartó prudentemente de la mesa.


tesala de esta madriguera de perdedores roñosos; el padre Anselmo levantó el brazo derecho, el brazo del náufrago que hacía señales de socorro y ella, sumisa y feliz, se acercó, le besó la mano y se sentó en su regazo. Él la abrazó y Dios se apartó prudentemente de la mesa. Era como si todo lo que procedía de sus intestinos, del ritmo cardíaco, de los nervios, de la bilis, del semen; todas las indisposiciones, debilidades e irritaciones, todo lo que procedía de la máquina humana dejó de atribuírsele a dios o al

demonio, al bien o al mal, a la salvación o a la condena: era la unidad del amor, del amor carnal, del amor humano, aquel con el que tratamos de complementar el vacío de nuestra individualidad. Por un breve instante, el padre Anselmo sintió la ilusión de la plenitud; pero, en el fondo, sabía que era sólo una ilusión; él sabía que los jugadores y los enamorados juegan en realidad para perder, que la salvación del alma no existe sino en este preciso y eterno momento de plenitud en el que él abrazaba a la Flaca: la verdad eterna se aprehende directamente de la realidad que nos circunda, no se llega a ella por una escala de conceptos mentales. Y allí, sentados a esa mesa marrana, el padre Anselmo le confesaba al oído, con una dulzura celeste, los extraños designios de su amor. «Insólito lugar para encontrar el amor», pensé para mis adentros. «Sí, pero la sed puede saciarse así». Luego de esa sesión suprasensible, el padre Anselmo caminó en la oscuridad, incoherente como un loco, con una sensación de alivio tan pleno que era casi insoportable. Tenía ganas de cantar, de bailar alguna danza babosa; se podía decir que estaba liberado, purgado, expiado, porque, como decía un poeta: «al hombre no le es dado ser sin deslustrar la hermosura del mundo»; él estaba ahí, como un arcángel leproso, infectado por el amor carnal y la Flaca a su lado, como una fiel perra sarnosa: era la ilusión desvaneciéndose entre el humo y los focos recubiertos de celofán rojo, la ilusión de quienes habían decidido jugarse, en un golpe de dados, todo lo que la Divina Providencia se negó a darles. Los demás éramos apenas los testigos del amor perverso entre dos arcángeles abatidos, con trombones desafinados, y brindábamos en silencio, entre espejos deslustrados por nuestra maldita soledad.

Johnny Jara Jaramillo (Cuenca, 1956) Estudió Literatura en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Cuenca y Musicología en la Pontificia Universidad Católica de Cuenca. Fue profesor de Literatura del Colegio Benigno Malo de su ciudad y en el Colegio Fray Agustín de Azkúnaga en Puerto Villamil (Galápagos). Ha publicado Un día de invierno en Nueva York y otros relatos (CCE, Quito, 2012). 69


Juan Romero Vinueza

E

70

s normal conocer a un personaje por sus actos. Conocerlo por lo que dicen los demás sobre él es más entretenido, porque los puntos de vista y los chismes esconden cosas que el personaje no se atrevería a contarnos. Pero conocerlo por lo que él mismo escribe sobre lo que está viviendo, es como leer un diario íntimo. Es estudiar cómo un sujeto nos relata lo que él dice que sucede en su vida. No sabemos si es verdad o mentira lo que nos está contando. Mas, aun así, el lector puede adentrarse en la psicología de este personaje para descubrir sus deseos más profundos, sus problemas, sus aspiraciones, sus traumas, sus mentiras y, sobre todo, sus frustraciones y fracasos. Cuando existe un protagonista que se muestra a sí mismo con sus propias palabras, el lector prefigura que hay un pequeño escritor o demiurgo escondido dentro de él. El propio personaje es quien se va creando página a página. Empero, la narración se vuelve ambigua

porque solo tenemos un punto de vista, y no sabemos qué piensan los demás interlocutores de la historia. Sin embargo, esta técnica narrativa ha servido para configurar a grandes personajes de la literatura. Uno de ellos es Andrew Whittaker, el antihéroe de la novela El lamento del perezoso (2009), del escritor estadounidense Sam Savage. Andrew Whittaker o Andy —como él mismo se denomina, a veces— es un hombre normal. Fracasado, pero normal. Mantiene una revista literaria de muy mala calidad y casi en bancarrota, llamada Soap, e intenta hacer que sus inquilinos le paguen la renta. Nada extraordinario. Sin embargo, Whittaker es una bomba de tiempo. Su vida transitará a través de una cuerda floja para caer al abismo del fracaso. Su esposa lo ha abandonado, tiene una relación casi invisible con su madre y su hermana, su revista literaria está a punto de desaparecer por falta de fondos y colaboradores, varios inquilinos hacen caso omiso


ensayo a sus peticiones (porque la casa que les arrienda es un desastre y se cae a pedazos), una de sus inquilinas pretende acusarlo de intento de violación, no tiene dinero ni para pagar el teléfono, y, además, está quedándose cada vez más solo. No obstante, la trama no es lo interesante del texto. Esta podría ser la historia de cualquier novela. Sam Savage ha configurado El lamento del perezoso como una narración epistolar. Todo el texto se construye a través de las cartas, notas, apuntes y relatos escritos por Whittaker, durante cuatro meses. El lector únicamente puede mirar lo que el protagonista ha escrito, porque la correspondencia no es bilateral. El único punto de vista que se tiene es el de los escritos de Andy y, éste, como era de esperarse, es bastante particular. Las cartas del protagonista están dirigidas a diferentes grupos de personas. Whittaker les escribe a los posibles colaboradores de su revista, y, en general, les dice que su textos «en este momento no responden a nuestras expectativas». Pero, como es obvio, hay colaboradores que no entienden la indirecta del director de Soap, por lo que él debe explicarles que «en el mundo editorial, ‘en este momento’, quiere decir ‘nunca’». Total, la revista es una ruina, con o sin esos colaboradores. Salen ejemplares mal impresos y mal cosidos, con errores en las páginas, con literatura de baja calidad. Sin embargo, él se empeña en desechar a todos los contribuyentes que podría tener, aduciendo que es una revista que se lee a nivel nacional. Los desprecia por ser canadienses, por escribir textos sobre caballos, por enviarle poemas eróticos, etc. Las otras cartas están dirigidas a su familia. Su madre y su hermana, por un lado, y su ex esposa y una aventura, por el otro. La relación con estas mujeres es muy

extraña. Su madre está en un asilo, a punto de morir. Después de su fallecimiento, Whittaker comunica mediante sus cartas que no le tenía mucho cariño a su madre porque «era una imbécil, una antipática y una egoísta»; Peg, su hermana, no vive con Andy y éste le pide una explicación sobre por qué no existen fotos de su niñez en el álbum familiar y solo las hay de ella. La respuesta de Peg debió haber sido desagradable para que Andy le dijera que «Si quieres que te mande una caja con los pedacitos, no dejes de decírmelo», en referencia a las fotos de su hermana; Jolie, su ex esposa y secretaria, lo abandonó para hacerse actriz y ahora sale con un escritor famoso, Marcus Quiller, a quien Andy odia por ser un «famoso cazador del Pulitzer y no menos famoso lameculos»; Andy recuerda a su aventura, Anita, como una «hembra muy revoltosa, muy indecente y muy atlética», pero ella no quiere saber nada de él nunca más porque cree que es un acosador neurótico. Y quizás no se equivoca. Whittaker es muy sincero y directo en sus cartas hacia estas mujeres, a diferencia de otro tipo de público con quienes también tiene correspondencia. Con sus inquilinos, en cambio, intenta ser cordial y les explica, mediante cartas y carteles, ciertas normas de comportamiento que deberían tener mientras vivan ahí. Les da explicaciones prácticas sobre la vida en dichos apartamentos, se disculpa por los inconvenientes que tienen las piezas en lo que respecta a los techos, baños y ventanas. Y, claro, les insiste en que le paguen la renta. Ellos no lo hacen. También les escribe cartas a sus amigos de juventud —que ahora son escritores famosos— y les pide que formen parte de un festival de literatura que él mismo está organizando en su ciudad. Les promete todo, les dice que hasta habrá ele-

Esta novela de Savage podría inducir al lector a reírse a carcajadas. Whittaker es una especie de Quijote norteamericano de la era moderna. Es un soñador y un anarquista, que podría pecar de inocente o hasta idiota. La única diferencia es que él está completamente solo y el Quijote tenía una compañía en su andar.

71


Sam Savage

72

fantes en la ceremonia. Pero, recordemos que Whittaker no puede pagar la cuenta de la luz. Además, siempre les recalca: «Era yo, al fin y al cabo, quien lideraba a nuestra pequeña banda en aquellos experimentos». Esa es su manera de no sentirse tan miserable al ver que sus intentos literarios no han pasado de una revista mediocre a la cual nadie

toma en serio, y que sus viejos compañeros han logrado tener obras consolidadas y fama. Las misivas que escribe a los diarios locales son las más atractivas. En ellas firma como Warden Hawkitter o Dyna Wreathkit (que son anagramas de su nombre) para poder expresar su disconformidad con el hecho de que no se tome en


Es normal conocer a un personaje por sus actos. Conocerlo por lo que dicen los demás sobre él es más entretenido, porque los puntos de vista y los chismes esconden cosas que el personaje no se atrevería a contarnos. Pero conocerlo por lo que él mismo escribe sobre lo que está viviendo, es como leer un diario íntimo.

cuenta la labor que realiza Andrew Whittaker —es decir, él mismo— con su revista Soap y su proyecto de festival de literatura, y que sólo se mencione a The Arts News, a la cual califica como «un periodicucho para semianalfabetos». Aquí, el personaje se configura por medio de esos nombres, mediante la impostura del otro, para decir cosas sobre él mismo. Es como si, en la actualidad, un sujeto se creara varias cuentas en una red social para alabar su nombre. Además de las cartas, existen listas de compras y un relato. ‘Adam’, su protagonista, es un alter ego de Whittaker. La soledad del personaje del texto de Andy se ve reflejada en la fragilidad e inconstancia en las relaciones que posee con la gente (como también se ve en sus cartas). Todo es líquido y superficial. Se nota que, tanto a Adam como a Andy, les cuesta manejarse en este mundo de apariencias, a pesar de que ellos son, básicamente, una apariencia de lo que quisieron ser y no pudieron. Esta novela de Savage podría inducir al lector a reírse a carcajadas. Whittaker es una especie de Quijote norteamericano de la era moderna. Es un soñador y un anarquista, que podría pecar de inocente o hasta idiota. La única diferencia es que él está completamente solo y el Quijote tenía una compañía en su andar. Lo que sucede con esta

obra es que nos saca una sonrisa por varias páginas y luego nos lanza a un agujero interminable: la soledad y la miseria del protagonista. Andy es un hombre vacío, rendido ante la sociedad. Es un sujeto que intentó huir del establishment, con sus revolucionarias ideas sobre la vida y su comportamiento políticamente incorrecto. Su única manera de estar en contacto con el mundo y de salvarse de la soledad era la escritura. Es un fracaso completo como escritor, como editor y como organizador de festivales. Toda empresa que lleva a cabo está condenada a arruinarse antes de haber empezado. Pero este ejercicio le ayuda a desfogar toda la frustración guardada y que solo sale cuando coge una pluma y escribe una carta para alguien. Esta novela nos pone frente a un ser diferente, un Igantius Reilly — como el de La conjura de los necios de John Kennedy Toole— pero que se dedica a la literatura. Whittaker es un hombre que no cabe en este sistema de valores, es un activista pasivo que no hace nada más que escribir cartas, y que dice no cree que se haya desplazado «más de doscientos metros en las últimas cuarenta y ocho horas». Savage creó a Andy a imagen y semejanza de un oso perezoso y éste es su lamento: fracasar, infinitamente, en lo que ama y seguir colgado en esa rama, que es su balcón hacia el abismo.

73


Mayarí Granda Luna

M 1

e llamo Tiburcio, Tiburcio Lucero2 según fe de bautismo dada por el señor cura que desde niño me enseñó que Dios era aquel hombre crucificado que vivía entre las paredes de la iglesia. Me dijo que él era justo con todos, bueno con todos, pero nunca

1 Tomado del libro Bajo el signo de la bestia, Colección Decapitados, Quito, 2015. 2 Tiburcio Lucero fue un indio acusado de parricidio y sentenciado a muerte en la ciudad de Cuenca, aproximadamente en el año 1855, inmortalizado por la poeta Dolores Veintemilla de Galindo en su famosa composición en prosa titulada Necrología.

74

mencionó que su mano siempre protegía al patrón y a quienes acusaban a los indios de todos los pecados. Nadie me advirtió que su inmenso poder podía volcarse en cualquier momento contra los más indefensos, y uno de ellos era yo, el más devoto, el más fiel, el que nunca dejó de llevar su urna sobre los cansados hombros como señal de penitencia. El que descalzo, con la piel curtida, con las manos encallecidas de trabajar la tierra y servir en la casa de hacienda, había ya perdido todo amor propio, todo sentido de pertenencia, humillado por los ricos donde todo olía a mentira y traición. Entre el adobe de mi pequeña choza esperaban mis cinco hijos, mi esposa, mi padre,


relato

¡Cuán amargos pueden ser los últimos minutos de un condenado a muerte en forma injusta! La cuerda estaba lista, el verdugo pateó mis pies, mientras aquel sol, aquel que me había acompañado benévolo tantas veces, aquel sol color maíz, ahora me quemaba las pupilas y ensangrentaba el día.

que en muchas ocasiones no se habían llevado ni un bocado de alimento en el día, pues Ramón Aray, el capataz del lugar, nos arrebataba las escasas cosechas porque así lo ordenaba el señor de la casa, o en otras ocasiones era él quien decidía quitar el sustento a los míos y llevárselo a los suyos. Como todos los días, desperté con el canto del gallo y me dirigí de un solo trote a los establos donde ensillé al preferido del patrón y lo llevé para su cabalgata matutina. Aquel día una ligera llovizna caía sobre los campos; recordé que Luisa, mi esposa, se encargaría de trabajar la parcela junto a mis hijos. Mi padre, por su avanzada edad y el dolor frecuente de sus piernas, se quedaría en la choza. Fui a

buscarlo para prender un poco de leña y así procurarle abrigo; pero de pronto vi a Ramón Aray sobre su caballo huir rápidamente, apretó las riendas y desapareció. Me acerqué a la puerta, allí estaba el cuerpo de mi padre con un puñal hundido en el pecho, su rostro ya sin expresión. Quedé allí de pie, como si me hubiera congelado, luego de unos instantes escuché el galope apresurado y varios gritos de hombres comandados por Ramón Aray, que a voz en cuello decían: «¡Tiburcio, asesino, parricida! ¡Dios te condene!». Luisa, de regreso con mis hijos, en absoluto desconcierto observaba todo. Me llevaron a rastras hasta la cárcel donde me encerraron en un calabozo, pues decían

que había matado a mi propio padre, que los indios éramos animales, no personas, tampoco teníamos alma, ni sentimientos. Aquel Dios blanco ante quien me había postrado tantas veces hoy me castigaba, un tal juez me sentenció a ser ahorcado a la mañana siguiente en la plazuela de San Francisco, ante las mórbidas miradas de los asistentes que con gritos soeces me acusarían. ¡Cuán amargos pueden ser los últimos minutos de un condenado a muerte en forma injusta! La cuerda estaba lista, el verdugo pateó mis pies, mientras aquel sol, aquel que me había acompañado benévolo tantas veces, aquel sol color maíz, ahora me quemaba las pupilas y ensangrentaba el día.

75


76

Abril Altamirano


ensayo

E

n la diversa e infinita taxonomía del escritor, el cuentista se destaca por su habilidad de condensación, gracias a la cual puede crear, en pocas páginas, un mundo autónomo e irrepetible del cual selecciona un aspecto singular, que le sirve de base para la narración de una única peripecia y su desenlace. Este arte requiere de un alto grado de sensibilidad por parte del escritor, quien debe hallar el ‘justo medio’ entre el placer estético y la economía del lenguaje. Entre los maestros del cuento en la literatura universal, es injustificable pasar por alto la figura de Guy de Maupassant (1850-1893), escritor francés, autor emblemático del naturalismo y el cuento de terror del siglo XIX. La imagen de Maupassant está marcada por la demencia que lo aquejaría como efecto de la sífilis que padeció años antes de su muerte. La composición de su obra se resume a la última década de su vida, antes de que fuese internado en una clínica parisina tras varios intentos de suicidio. En este corto período, Maupassant logró consolidar una obra extensa, en la que cuentan seis novelas y más de trescientos cuentos, además de obras de teatro, crónicas periodísticas y una antología poética. Diswcípulo y admirador de Gustave Flaubert, con quien forjó una estrecha relación en su juventud, Maupassant fue lanzado al estrellato en el mundo literario por Émile Zola, quien incluyó en la antología naturalista Las veladas de Medán (1880) el cuento Bola de sebo, la primera obra magistral de Maupassant, con la cual el autor adquirió notoriedad. El cuento, de corte realista, relata la problemática social tras la derrota francesa en la guerra franco-prusiana, donde se expone ingeniosa y cínicamente el conflicto ideológico entre la clase baja y la burguesía.

En sus cuentos de tendencia realista, la prosa de Maupassant, sencilla y libre de artificios, logra evocar con precisión aspectos fundamentales de la sociedad de su época. Sus personajes son, con frecuencia, pequeñoburgueses solitarios, atormentados por sus demonios personales, que no logran hallar en el recuerdo un resquicio para la huida. Los escenarios de sus cuentos son enormes castillos casi deshabitados, rodeados por hectáreas de bosques lúgubres y lluviosos. Los paseos de los hacendados por estos bosques —ensimismados en la caza— son hábito cotidiano, cuando de forma súbita llega el encuentro con la muerte, motivo recurrente en toda la obra de Maupassant. El aislamiento que brinda el campo, donde se sitúan casi todos los relatos, favorece el desarrollo de eventos fatídicos de los cuales el detonante principal son, generalmente, las pasiones humanas. El amor, por tanto, es otro de los motivos predilectos de Maupassant, aunque su concepción es totalmente contraria al ideal romántico. Maupassant, de carácter huraño y misántropo, niega el amor sentimental y lo coloca como mero instrumento del placer carnal, al cual se debe el instinto. Sus personajes recrean de forma paródica la muerte trágica del amante, que se da en circunstancias absurdas, provocadas por los impulsos del hombre torpemente ejecutados. Esto sucede, por ejemplo, en cuentos como Confesiones de una mujer (1882) y Una viuda (1882), el primero, basado en el conflicto sentimental de una mujer atrapada en un matrimonio arreglado y, el segundo, en el recuerdo del joven suicida que aún remueve la conciencia de su victimaria. Es erróneo suponer que el desprecio de Maupassant por el amor sentimental

En la diversa e infinita taxonomía del escritor, el cuentista se destaca por su habilidad de condensación, gracias a la cual puede crear, en pocas páginas, un mundo autónomo e irrepetible del cual selecciona un aspecto singular, que le sirve de base para la narración de una única peripecia y su desenlace.

77


78

se deba a un sesgo misógino. Las mujeres en Maupassant son seres independientes, libres, autónomos, que salen de caza lo mismo que los hombres, muestran autoridad y son firmes en sus convicciones políticas y morales. Esto se evidencia, por ejemplo, en la lectura de su cuento Una vendetta (1882), donde una humilde anciana conjuga su fuerza de voluntad e ingenio para vengar la muerte a traición de su único hijo. Parte sobresaliente de su obra son —además— sus relatos de terror, equiparados a la altura de Edgar Allan Poe, que generaron admiración en otros autores de renombre, como Antón Chéjov y León Tolstoi, y sirvieron de inspiración para autores del mismo género, entre ellos, el uruguayo Horacio Quiroga, quien menciona a Maupassant como uno de sus maestros en el famoso Decálogo del perfecto cuentista (1927). Para H.P. Lovecraft, figura clave del cuento de horror cósmico, los relatos de terror de Maupassant «son más bien efusiones morbosas de una mente realista en estado patológico», opinión compartida por algunos sectores de la crítica, que atribuyen los mejores cuentos de horror de Maupassant a

los delirios que aparecieron paralelamente a su última etapa creativa. No obstante, Lovecraft no niega la pericia narrativa del autor para conseguir el efecto escalofriante en la lectura de sus cuentos, a los cuales califica también como poseedores de una «maravillosa intensidad» en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura (1927). Lovecraft pone como uno de los exponentes del cuento de terror el más famoso relato corto de Maupassant, El Horla (1887), donde el personaje principal narra, a manera de diario, de forma tensa y angustiante, cómo un ente invisible de naturaleza desconocida va apoderándose de su casa y de su cordura. Otro de los cuentos de terror de Maupassant muy alabado por la crítica es La cabellera (1884), en el cual utiliza como recurso no solo el fenómeno sobrenatural, sino también otra fuente del mito: el tabú. Como naturalista, Maupassant apuesta por una explicación lógica que, no obstante, no deja de ser perturbadora. El personaje principal del cuento es un loco, quien está recluido en el manicomio por su conducta fetichista. La maestría del cuento está en el juego con los narradores, que en este caso son


Parte sobresaliente de su obra son —además— sus relatos de terror, equiparados a la altura de Edgar Allan Poe, que generaron admiración en otros autores de renombre, como Antón Chéjov y León Tolstoi, y sirvieron de inspiración para autores del mismo género, entre ellos, el uruguayo Horacio Quiroga, quien menciona a Maupassant como uno de sus maestros… dos: el primero es un testigo, quien introduce al lector en la situación y se encarga de crear la atmósfera, punto fundamental de todo relato corto y, en especial, de los cuentos de terror. Con la descripción que este narrador hace del personaje principal, se crea un aura sombría e inestable que se acrecienta a lo largo del relato. En segundo plano, aparece el loco como protagonista, quien cuenta cómo se desarrolló su fascinación por una cabellera rubia que encontró guardada en un mueble antiguo. Los detalles de la cabellera son minuciosos, así como de las sensaciones que provoca el objeto en el personaje. El narrador no solo dice, sino que muestra su obsesión por medio de acciones específicas: «Me encerraba a solas con ella para sentirla sobre mi piel, para hundir mis labios en ella, para besarla, morderla. La enroscaba alrededor de mi rostro, la bebía, ahogaba mis ojos en su onda dorada, con el fin de ver el día rubio a través de ella.» Al finalizar el relato del loco, el narrador vuelve a ser el testigo, pero su cercanía con el otro es más evidente. El personaje secundario sujeta la cabellera y se debate entre dos sensaciones: la repulsión y el deseo. El objeto inanimado adquiere un aire siniestro por el hecho de reproducir las sensaciones que provocó en el fetichista en una persona cuya voz —contrastada con la del loco— da la apariencia

de cordura. Ese es el gran efecto final del cuento, que desestabiliza la idea de que todo era resultado de una parafilia del recluso y abre la posibilidad de que la cabellera sea portadora de poderes sobrenaturales. A pesar de que en su tierra natal no alcanzó el reconocimiento que su obra ameritaba, tanto por su misantropía como por su aislamiento con respecto a los movimientos literarios surgidos en Francia en el XIX, a nivel mundial se reconoce a Maupassant como uno de los maestros del cuento y como una figura esencial de la literatura universal, cuya obra continúa latente por la profundidad con la cual el autor explora y describe los dramas esenciales del alma humana.

Abril Altamirano (Quito, 1994)

Poeta, cuentista y ensayista ecuatoriana. Estudió Comunicación y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Participó en el recital de poesía ‘Encuentro de jóvenes escritores ecuatorianos’ (2015) organizado por IURE. Durante sus años de estudiante publicó varios artículos en la sección de Cine del periódico digital El Imperdible. Ha trabajado como correctora de estilo para Editorial El Conejo y Santillana. Actualmente, trabaja como redactora y editora independiente. 79


Patricio Herrera Crespo

E

80

l auditorio estaba lleno. Raúl Pérez Torres, presidente de la Casa de la Cultura, y Rosa Amelia Alvarado, presidenta del Núcleo del Guayas, presidían la sesión. Se cumplían 70 años de la institución y se presentaba la edición especial antológica de Cuadernos del Guayas, que contenía «ese transitar por las artes, ese ser testigo y parte de la historia y el desarrollo de nuestro pensamiento», según decía Matilde Ampuero, su editora y antologadora. En primera fila, con rostro afilado que reflejaba los años que había caminado, estaba un hombre con la mirada fija y el oído atento: era Cristóbal Garcés Larrea. Con todos sus sentidos concentrados en las palabras, sus recuerdos iban escribiendo su historia, esa historia que acompañó a la publicación de Cuadernos del Guayas desde sus inicios, primero como jefe de circulación y a partir de 1969 como su director, recogiendo el pensamiento guayaquileño y ecuatoriano para luego

de su andar por el mundo «traernos de vuelta, de sus múltiples viajes, la palabra, siempre poética, siempre amiga, de los escritores cuyas ideas hoy constituyen la base del pensamiento latinoamericano». Son setenta años, debe estar pensando Cristóbal Garcés Larrea al recordar que al crearse la Casa de la Cultura se plantearon que debían tener un periódico, y esa fue el acta de nacimiento de Cuadernos del Guayas. Recuerda que su primer director fue Carlos Zevallos Menéndez, quien nombró secretario a Adalberto Ortiz, poeta y novelista esmeraldeño, autor de Juyungo. Un día Carlos Zevallos, interesado más en la historia, amigablemente le dijo: «Adalberto, quédate tú con esta revista» y fundó Historia y Arqueología, ese era su campo. «Cuadernos del Guayas lo dirigió Adalberto Ortiz muchos años, yo era su colaborador —dice—, y contábamos con el Municipio que prestaba su imprenta; la revista salía cuando podía y desde el principio fue una publicación eminentemente literaria.

»Cuando Adalberto entró al mundo de la diplomacia se fue al exterior y la revista cayó en manos de un joven poeta, uno de los dueños de diario El Universo, Francisco Pérez Febres Cordero, que me nombró su ayudante y los dos trabajamos la revista, a su gusto, claro. Un día se hostigó porque el colaborador de Guayaquil es renuente, acepta escribir y hay que perseguirlo y si la revista sale sin su artículo, porque nunca lo envió, se resiente. Algo así pasó con Pancho Pérez que un día me dijo: ‘Tú, que eres mi ayudante, quédate con Cuadernos del Guayas’, así comenzó mi labor de director de la revista, la fecha no recuerdo (era 1969). En la misma época le dieron a Ileana Espinel una publicación periódica que se llamaba Semana. »No puedo decir que Cuadernos del Guayas era importante, sería muy vanidoso, pero de allí surgieron buenos escritores, por ejemplo, el admirable y querido David Ledesma Vázquez, poeta jovencito y gran


crónica amor de Ileana Espinel; también apareció —vivía en Costa Rica— Sergio Román, quien perteneció, con dos de sus hermanos, a un movimiento guerrillero que se llamaba URJE. Debo decir que en esa época estaba muy de moda el Grupo de Guayaquil, cuyos miembros, directa o indirectamente, se vincularon como colaboradores a la revista». Pero a la par que dirigía o colaboraba con la revista estableció una serie de vínculos internacionales, pues, como él dice, «con la revista en mano aprendí a caminar, conociendo, sea con becas, invitaciones o financiación personal, casi toda Europa, el norte del África y América». El hecho de recorrer América y el mundo fue positivo, pues Cuadernos del Guayas recibió importantes colaboraciones del exterior, producto de su amistad con escritores y poetas que conoció en sus viajes. Volvemos al presente. Matilde Ampuero informa que la publicación abarca un período aproximado de 30 años con lo mejor de Cuadernos del Guayas, período en el que se consolidaron las bases para la producción de un arte con voz propia, sentado dentro de una mismidad iniciada por la generación de escritores del Grupo de Guayaquil, quienes también contribuyeron con sus publicaciones, artículos y opiniones a Cuadernos del Guayas, según la editora.

Cristóbal cambia de posición en su asiento y su atención se centra en las palabras de Raúl Pérez Torres, quien dice que «esta Memoria de Cuadernos del Guayas es un documento bello, acariciable. Revista que recoge las propuestas más lúcidas de poetas, narradores, ensayistas, críticos de arte y otros escritores del Ecuador, América y el mundo que buscaron a través del verso, la metáfora, el cuento o la novela, configurar la obra que marcaría su vida, trazar el decurso artístico cultural de Guayaquil, develar con sus escritos los secretos y milagros que aún oculta nuestra región costanera y, literariamente, consolidar la evolución lírico-ficcional del país durante la segunda mitad del siglo XX. »En esencia —afirma—, Cuadernos del Guayas destaca una panorámica amplia sobre las nuevas corrientes del pensamiento guayaquileño y ecuatoriano que, a esa época, habían adquirido la prevalencia y proyección artística que la historia de nuestra Literatura les ha asignado. De igual forma, es una publicación que visibiliza a los notables y controvertidos escritores de la patria y, sin lugar a dudas, se convierte en el referente de la vanguardia creativa. Todo lo expuesto, gracias al insoslayable compromiso asumido por Cristóbal Garcés Larrea, eterno e infatigable director que ha entregado su vida entera a la edición, publicación y difusión periódica e internacional de tan emblemáticos Cuadernos». Los ojos de Cristóbal tenían esa mirada indefinida, hacia el pasado, ese pasado que trajo a la entrevista con Matilde Ampuero, en la que se describe como guayaquileño, bachiller del Colegio Vicente Rocafuerte, pésimo alumno en matemáticas pero brillante en literatura. Sus años de estudiante y sus ilustres maestros, la revista literaria Nosotros y casi todos los concursos de poesía

Cristóbal Garcés Larrea y Patricio Herrera Crespo.

ganados que le abrieron las puertas de la amistad y la enseñanza con sus maestros y escritores. «Luego los dos años como estudiante de Derecho, nada más porque no servía para eso». De esos años de estudiante cuenta que su compañero, el gran nadador Abelito Gílbert, le dijo un día: «Tengo un primo que escribe las mismas pendejadas que tú, te lo voy a presentar»; era nada menos que Enrique Gil Gilbert. O aquella otra ocasión cuando Welby Campos le llevó a presentar a su abuelo, era José Antonio Campos, el famoso Jack the Ripper. Las palabras terminaron para dar paso a los murmullos de las conversaciones. —Don Cristóbal —le digo, y parece volver al presente, en su imaginación puso punto final a sus recuerdos—, le obsequio este libro, Antología Básica del Cuento Ecuatoriano, de Eugenia Viteri. Levanta la vista y me pregunta: —¿Cómo está Eugenia? —Siempre hermosa, con el brillo en los ojos y la sonrisa —le respondo. —Dígale que ya me morí pero el diablo no quiso recibirme en el infierno, y aquí me tiene todavía. —Así lo haré. Fuente: Cuadernos del Guayas

Entrevista de Matilde Ampuero

81


Historia gráfica de las casas flotantes del Ecuador Autor: José Manuel Castellano Gil Género: Historia Editorial: CCE Año: 2016 «Esta Historia gráfica de las casas flotantes del Ecuador constituye una primera aportación de un proceso de investigación todavía en fase de ejecución denominado Las casa flotantes de Babahoyo: un proyecto histórico, social, cultural, ambiental y ecoturístico. Este estudio tiene como principal objetivo desarrollar el diseño del primer complejo museístico flotante del mundo... Esta propuesta aspira, por tanto, a fomentar e impulsar un desarrollo social, económico y cultural del cantón y su provincia sustentado en el alto contenido histórico y patrimonial de las casas flotantes. Su pretensión es convertirlo en una herramienta de concienciación social respecto del medioambiente, en rentabilizar su enorme potencial para impulsar un crecimiento sostenible».

Magia, cultura y cotidianidad Autora: Cecilia Bravo Muñoz Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2016

Magakán Autor: Tito Cerón Género: Novela Editorial: CCE Año: 2016

82

«Lo mágico está presente en la existencia de las personas, en la cotidianidad de la vida, en tanto tiene que ver con el mundo de los deseos, de lo simbólico, de los imaginarios y subjetividades que nos constituyen como sujetos. La vivencia de lo mágico no es más que una manera de enfrentar la realidad y una forma de relacionarse con un mundo demasiado complejo, críptico y misterioso. Los avatares del destino, obligan a los seres humanos a buscar diferentes métodos y sistemas para protegerse, organizar la realidad y proveerla de sentido para no perecer. La magia viene en su auxilio y le concede el poder para modificar la realidad y dominar los objetos de su temor. Se intenta así, no solo compensar el temor y la impotencia, sino también afrontar y desentrañar los misterios del mundo».

«Tito Cerón, escritor profuso y transparente, recoge esa magia en su obra y, mediante el grandioso Magakán, nos conduce hacia un universo que nos sumerge en descarnadas realidades, seres que brillan entre la basura y el abandono, mujeres y hombres envueltos en extraordinarios sucesos, mundos y colores fascinantes que invitan a soñar, a asegurarnos que es maravillosa la existencia, que la condición humana se puede redimir en cada acto creativo, en cada lectura de libros como este...» VFG.


«Este libro recoge las fantasías de las niñas y niños de las escuelas de la parroquia La Merced, sus reflexiones y su experiencia en las fiestas del Corpus Christi. La motivación Autor: Varios Género: Literatura infantil para realizar los talleres en los que los niños escribieron estos cuentos y reflexiones nace del deseo de conectarlos con su Editorial: CCE identidad, con sus raíces. Si bien la fiesta actual sincretiza la Año: 2016 cultura ancestral con la cultura extranjera, es en esta tierra y en este tiempo, que está presente y se mantiene a través de la riqueza de elementos nativos y foráneos». La fiesta real

«Presentamos una antología de una serie de manifestaciones lúdicas que se practicaban y que aún son una realidad en muchos espacios e imaginarios de niños, que dan rienda suelta a su creatividad, ensayando formas de simulación Autor: Iván Petroff Rojas Género: Literatura infantil como procesos de preparación para la vida. Espero que esta obra sea una guía y constituya un aporte más en el concepto Editorial: CCE de afirmación y rescate de nuestra identidad cultural en el Año: 2016 ámbito de las tradiciones lúdicas del Ecuador». Juegos tradicionales del Ecuador

Sí a la vida, no a la mercancía Autor: Hernando Rojas R. Género: EnsayoTestimonio Editorial: CCE Año: 2016

Antología poética Autora: Xymena Mendoza Género: Poesía Editorial: CCE Año: 2016

La razón y el presagio Autor: Francisco Proaño Arandi Género: Novela Editorial: CCE Año: 2016

«La mercancía y la competencia son factores de acumulación más allá de las necesidades vitales y, por lo tanto, de desequilibrio en la relación entre los integrantes de la especie humana y de estos con la naturaleza, desnaturalizando la función de satisfactores de necesidades vitales —valor de uso— que tienen los productos de la naturaleza y del trabajo humano... La posibilidad de enriquecimiento de unos pocos a costa del empobrecimiento de muchos aparece cuando producimos para vender y comprar, por la diferencia en la capacidad para competir con ventaja, entre los que poseen más recursos y los que no los tienen». «Frente a las nuevas voces está repercutiendo la fresca voz de Xymena Mendoza Párraga, trae un mensaje cargado de metáforas luminosas, de giros coloquiales, de desnudamiento y hallazgos sorprendentes por su transparencia, su lenguaje recordado y su adentramiento en el receptor. A no dudarlo, constituye la voz más importante de la mujer manabita y ecuatoriana». EG.

«La razón y el presagio es una apuesta por integrar en el discurso novelesco diferentes registros narrativos. En sus páginas confluyen técnicas tomadas de la novela policiaca, de la historia y del relato de aventuras, a las que se suman su penetración sicológica en la creación de personajes y algunos elementos propios de la literatura fantástica. El resultado es una novela fascinante, que cautiva al lector con una historia sencilla, pero cuyos significados se superponen unos a otros para ahondar en la búsqueda de los orígenes metafísicos del mal» XM.

83


APOYO TOTAL EN LA ELECCIÓN DE RAÚL PÉREZ TORRES Y GABRIEL CISNEROS La Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE), a nivel nacional, dio su mayoritario respaldo a la gestión de Raúl Pérez Torres y Gabriel Cisneros, como presidente y vicepresidente de la institución. 22 de los 23 Núcleos y la Matriz los eligieron como sus representantes. La Junta Plenaria de la CCE los nominó con 19 votos a favor y dos en contra, pues tres presidentes de los Núcleos no pudieron llegar a tiempo a la sesión por motivos de demora en el tráfico aéreo, pero ratificaron su apoyo a las autoridades que dirigirán la primera institución cultural del país por cuatro años, 2016-2020. Los dos dignatarios resumieron su propuesta en los siguientes puntos: defensa de la autonomía; integración al Sistema Nacional de Cultura de acuerdo a la Constitución; defensa de la soberanía cultural; apoyo a los proyectos que armonicen y enriquezcan la interculturalidad; propiciar y fortalecer el crecimiento de los Núcleos Provinciales; procurar la igualdad de oportunidades para crear y difundir la cultura; consolidar, a escala nacional e internacional, la presencia de la CCE; crear talleres para los diferentes géneros artísticos; estimular la comprensión de una conciencia social de respeto y preservación de la biodiversidad; mantener permanentemente abiertos los espacios de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. El presidente de la República, Rafael Correa Delgado, la presidenta de la Asamblea Nacional, Gabriela Rivadeneira, ministros, embajadores, gente de cultura, entre otros, felicitaron la elección y desearon éxito a Raúl Pérez Torres y Gabriel Cisneros.

Fotos: Iván Mejía

Edmundo Rivera, Raúl Pérez Torres, Argentina Chiriboga, Gabriel Cisneros e Irving Zapater, en el juramento de posesión.

84

Reunión de la Junta Plenaria de la CCE.


panel ‘EL MUSEO VISITA TU BARRIO’ RECUPERA EL ESPACIO PÚBLICO Y EL VÍNCULO CON LA COMUNIDAD Los museos de la CCE formaron parte del proyecto ‘El museo visita tu barrio’, organizado por la Fundación Museos de la Ciudad, a través del Sistema Metropolitano de Museos y Centros Culturales y su Comisión de Comunidad y Territorio, en la Plaza de los Presidentes de la Mariscal. Hoy los museos son, por definición y constitución, espacios de encuentro, de búsqueda, de promoción y divulgación del conocimiento. Desde hace varias décadas los museos han dejado de ser meros contenedores de colecciones para convertirse en divulgadores y detonadores de la valoración de la riqueza cultural y patrimonial de los pueblos. Es en este contexto que ‘El museo visita tu barrio’ se acerca a los vecinos y visitantes de la Mariscal, como una forma de vincularse al ciudadano desde la ocupación del espacio público para conocerse, reencontrarse y generar nuevas dinámicas de diálogo para la ciudad. Los Museos de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (entre ocho de los más representativos de Quito) estuvieron presentes de 09:00 a 15:00 con sus colecciones de Arte Colonial y Moderno, Etnografía e Instrumentos Musicales. Presentaron una exposición con obras digitalizadas de arte moderno, de la Colección Pedro León, con temática del Indigenismo Ecuatoriano. Esta exposición se intercaló con piezas etnográficas de uso cotidiano, utensilios de cocina, vestimenta, instrumentos musicales, objetos de producción de la zona andina. Se realizaron con esta muestra, varias actividades lúdicas e interactivas, en la que se proyectaron videos, se vistieron muñecas de papel, se pintaron personajes festivos de las comunidades andinas, entre otras. Por su parte, el Museo de Arte Colonial presentó una muestra fotográfica de las mejores obras del arte colonial quiteño del siglo XVI y XVII, que se exhiben de manera permanente en el museo. Especial atención tienen las obras de Andrés Sánchez Gállque, uno de los pintores más representativos de la Colonia. Adicionalmente se realizó una demostración de juegos tradicionales como zumbambico, valeros, entre otros.

Museo Etnográfico

85


premios

86

Manuel Cruz Padilla (Guayaquil)

Beatriz Parra Durango (Guayaquil, 1939)

Jorge Dávila Vázquez (Cuenca, 1947)

Categoría: Creaciones, realizaciones o actividades científicas.

Categoría: Realizaciones, creaciones o actividades de cultura o de artes.

Categoría: Creaciones, realizaciones o actividades literarias.

Es director del laboratorio de Biología Marina del Instituto Oceanográfico de la Armada (Inocar) y docente de la facultad de Ciencias Naturales de la Universidad de Guayaquil; imparte las asignaturas de Zoología de Invertebrados y de Malacología, por más de 42 años. Ha presentado más de 52 publicaciones científicas y ha participado en proyectos internacionales de investigación, como la expedición realizada a la Antártida en 1990, donde se inició la construcción de la Estación Científica ‘Pedro Vicente Maldonado’. Mientras Manuel Cruz era estudiante universitario, en 1972 descubrió con otros científicos al único ejemplar de la especie Chelonoidis abingdonii, el Solitario George, que se convirtió en un símbolo de nuestra región insular. Ha participado, en representación del Inocar, en reuniones, simposios, seminarios nacionales e internacionales sobre investigaciones marinas.

Empezó sus estudios musicales en el Conservatorio Neumane de Guayaquil. En 1960 viajó a Moscú, con una beca propuesta por el Ministerio de Cultura de la URSS, y estudió canto clásico en el Conservatorio Tchaikovski de Moscú; se graduó con el Premio a la Excelencia en 1966. En 1965 ganó la medalla de plata y el segundo lugar en el Concurso Internacional de Canto organizado por la ciudad de Toulouse, Francia. Cantó como solista con la Orquesta Filarmónica de Moscú y la Orquesta de Cámara de Moscú. Ese mismo año recibió la medalla de oro en el Concurso de Música de George Enescu, en Rumania. Ha cantado en algunos de los mejores teatros de ópera del mundo. En 1975 recibió el premio Conchita Badía en Santiago de Compostela. Durante quince años fue una prima donna y solista del teatro Ópera de Colombia. Actuó en la ópera Carmen de Bizet en el escenario del Teatro Bolshói. Se retiró de los escenarios y actualmente es profesora de voz y directora de la Fundación Beatriz Parra.

Doctor en Filología por la Universidad de Cuenca, donde fue docente. Escritor y crítico de arte. Obras: María Joaquina en la vida y en la muerte (novela, Premio Aurelio Espinosa Pólit 1976); Este mundo es el camino (cuentos, Premio Aurelio Espinosa Pólit 1980); Los tiempos del olvido (cuentos, Premio CCE, 1977); Con gusto a muerte y Espejo Roto (Premio CCE, 1990, teatro); Historias para volar; Entrañables, Libro de los sueños (Premio Joaquín Gallegos Lara 2001), Arte de la brevedad, (cuentos, 2001); Río de la memoria (poesía, 2004 y 2005); Sinfonía de la ciudad amada (libropoema, 2010); Jardín Nocturno (poesía, 2012); La oveja distinta y otros cuentos (Premio César Dávila Andrade, Ministerio de Cultura, 2010); Danza de fantasmas (narraciones, 2011); y El sueño y la lluvia (novela, 2011). Consta en diversas antologías, con textos traducidos el francés, inglés, alemán, italiano, hebreo. Colabora en El Mercurio de Cuenca y diario Hoy de Quito.


87


88


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.