Casapalabras 24

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Andrea Crespo

Premio Aurelio Espinoza Pólit 2016

Senel Paz

Pero no le digas que la quieres

Jaime Sáenz

A treinta años de su muerte

Elena Garro El anillo

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MUSEO DE ARTE COLONIAL

CUATRO SIGLOS DE TRANSITAR POR QUITO APORTES PARA UNA HISTORIA DEL RETRATO

DIRECCIÓN Calles Cuenca y Mejía esquina (Centro Histórico). Teléfono: 2282297 Correo electrónico: museodeartecolonial@yahoo.com Facebook: museodeartecolonialquito 2 www.casadelaculturaecuatoriana.gob.ec

HORARIOS DE VISITA Martes a sábado 09h00 a 17h00 Reservación previa para visita de grupos.

ABIERTO HASTA: 28 de febrero de 2017


editorial A propósito de la Ley de Cultura

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n el mes de noviembre del año anterior, la Junta Plenaria de la Casa de la Cultura Ecuatoriana dio a conocer su criterio sobre la Ley de Cultura, aprobada en la Asamblea Nacional, e hizo público un manifiesto cuyos puntos más destacables radican en la defensa de la autonomía y la contradicción contenida en el Art. 151 donde al reconocer que la Casa es una entidad con personería jurídica de Derecho Público, se contradice señalando que dicha autonomía debería ser “responsable”, término tecnocrático que se presta a equívocos. De otra parte —dice el manifiesto—, el despojo de las atribuciones hoy vigentes y hasta su denominación, convierten a la Casa matriz, ahora Sede Nacional, en un simple órgano de enlace de planes, programas y proyectos concebidos desde la rectoría del sistema. Asimismo, al determinar que en las asambleas provinciales de los Núcleos, en las cuales se deberán elegir al director y a los miembros del Directorio de cada uno de ellos, participen no sólo los miembros de la Casa sino también artistas y gestores culturales inscritos, sin selección alguna, en un registro único administrado por el Ministerio de Cultura y Patrimonio, no hace otra cosa que distorsionar gravemente el carácter de la Institución, al permitir que en la elección de sus autoridades intervengan quienes no son miembros de la entidad, y por tanto, desconocen su funcionamiento y su esencia primigenia. Este absurdo jurídico permitiría suponer que en las más altas decisiones de una corporación, de un partido político o de un club deportivo, por ejemplo, puedan participar, con voz y voto, quienes no sean socios, miembros o afiliados a estas entidades. Además, el hecho de que las autoridades de los Núcleos sean elegidas en asamblea, conllevará a que todo tipo de populismo permita que la administración de la Casa pueda estar en manos de los menos preparados, por el solo hecho de haber logrado alcanzar una mayoría. Aunque consideramos fundamental la participación más amplia de la ciudadanía en la vida cultural, y así se lo ha hecho en todos los Núcleos provinciales, esta forma propuesta de concebir la democracia es una de las más propensas a destruir las instituciones y ponerlas al servicio de intereses opuestos a la cultura y al bien común. La Ley instituye un proceso de asignación de recursos a los Núcleos a través de un mecanismo aparentemente técnico, no sólo reglamentado por el Ministerio de Cultura y Patrimonio, órgano político por naturaleza, sino con la posibilidad de convertirse en instrumento para calificar o descalificar la labor de los Núcleos conforme a las conveniencias del órgano rector o para corresponder a intereses políticos y aun partidistas del gobierno de turno, desconociéndose el principio de equidad. En los próximos días se reunirá la nueva Junta Plenaria, con la presencia del Ministro de Cultura y Patrimonio o su delegado, como parte integrante de la dirección de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.

número veinticuatro • diciembre 2016 Presidente Raúl Pérez Torres Vicepresidente Gabriel Cisneros Abedrabbo Director Patricio Herrera Crespo Editor Patricio Viteri Paredes Colaboran en este número: María Auxiliadora Balladares, Jorge Basilago, Gabriel Cisneros Abedrabbo, Andrea Crespo, Eduardo Halfon, Yuliana Marcillo, Senel Paz, Irving Zapater.

Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila López Portada San Diego, José Enrique Guerrero, 1946. Museo de la CCE. Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 426 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com

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índice

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A los cien años del nacimiento de la escritora mexicana Elena Garro, Yuliana Marcillo analiza su vida y obra.

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Arrastrada por el viento, relato de T.C. Boyle.

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Selección poética de Adonis (Ali Ahmad Said Esber), escritor sirio que fue candidato al Premio Nobel.

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Conmemoramos treinta años de la muerte de Jaime Sáenz, el gran poeta boliviano.

66 Andrea Crespo, Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit 2016.

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70 María Auxiliadora Balladares analiza el libro Obituarios de la carne y Acto textual, de Gabriel Cisneros Abedrabbo y Rolando Kattán.

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76 En busca de los cantos perdidos, nuevo libro poético de Diego Oquendo.

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El escritor guatemalteco Eduardo Halfon, finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2016, nos presenta su cuento Lejano.

Poemas de Eduardo Lizalde, Premio Carlos Fuentes de Poesía 2016. Pero no le digas que la quieres, relato del reconocido escritor y guionista cubano Senel Paz. 62 Irving Zapater hace un homenaje al poeta cuencano Efraín Jara Idrovo, por sus noventa años.

80 Poemas de Juan Romero Vinueza, de su último libro Revólver escorpión. Semana cultural de El Salvador en la CCE.

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Juan Pablo Villalobos gana el Premio Herralde de Novela 2016 con su obra No voy a pedir a nadie que me crea.

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Manifiesto de la Casa de la Cultura Ecuatoriana sobre la Ley de Cultura. Tributo a Ana María Iza.

Dossier sobre la poesía ecuatoriana actual.

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Leonard Cohen, en un homenaje de Jorge Basilago.

La odisea pictórica de Jorge Artieda.


centenario


Yuliana Marcillo

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os dos relojes de péndulo ubicados en la sala de la casa, hacían que Elena Garro niña delirara con que alguna vez, en algún momento del día, el tiempo se detuviera. También de niña imaginaba que la felicidad debía ser una especie de paraíso, y que seguramente habría un pozo donde uno pudiera bañarse con un recipiente de barro. Jamás la felicidad significaría el amor, y vale anotar, en ninguna de sus muchas formas. De pequeña también fue muy distraída, nunca apacible, torbellino sin descanso, siempre estaba clavada en algún pensamiento fantasioso que le robaba la concentración. En la escuela, por ejemplo, no pudo aprender a leer a la par con los demás niños, porque ella estaba ‘fijada’ en los polvos que se desprendían de los rayos de luz que se filtraban por la ventana del aula. Ella pensaba-soñaba con que esas pequeñas partículas de colores que parecen formarse por la refracción de la luz, eran planetas donde habitaban seres pequeñitos. Con el tiempo la niña distraída llegó a dominar varias lenguas y vivió algunos años en Europa, antes de regresar a México en 1963.

Hija de padre español y madre mexicana, Elena nació en Puebla el 11 de diciembre de 1920 (algunos fechan su nacimiento en 1916). A lo largo de su vida fue narradora, dramaturga, coreógrafa y periodista mexicana que a contracorriente forjó una de las obras literarias más solventes en Hispanoamérica: Los recuerdos del porvenir (1963).

Una historia de amor y de envidia En La cuarta casa, un retrato de Elena realizado por José Antonio Cordero, señala que por el único motivo por el que se casaría sería para tomar leche con café, porque en su casa, sus padres eran los únicos que podían desayunar café, a los hijos solo le daban avena. Inmediatamente dice: «la convivencia no funcionó, no fue como esos amores bonitos de novela. Las cosas siempre tienen un revés, y la gente suele mostrar solo lo bonito, lo otro lo deja oculto, como el lado opuesto de la cama, donde están los fierros y resortes oxidados». El matrimonio se dio el 24 de mayo de 1937. Ante cuatro testigos, Elena, que en ese entonces soñaba

con ser bailarina, contrajo matrimonio con el poeta Octavio Paz. Llevaban dos años de noviazgo y se habían conocido en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En la misma entrevista señala que ella nunca supo que se casaría ese día, que Octavio le pidió que mintiera sobre su fecha de nacimiento, porque era menor de edad. Desde entonces hasta su muerte, desayunaría religiosamente todos los días leche con café. De este matrimonio, altamente conflictivo, decían: «Parecían predestinados uno para el otro. No lo fueron. Ella provenía de una familia revolucionaria partidaria de Pancho Villa. Era hermosa, enigmática, quiso ser actriz, fue periodista, escritora y dramaturga. Octavio Paz era hijo de una familia zapatista. Era apuesto, inspirado, activista de izquierda, poeta, ensayista. Pero desde el inicio fue una relación desigual, apasionada de parte de él, fría y distante de parte de ella. Aunque desdichado, aquel matrimonio fue literariamente fructífero. La correspondencia entre ambos comprueba que se trataban como pares: se admiraban, se apoyaban, se leían», explica el historiador Enrique Krauze, autor de la biografía de referencia Octavio Paz. El poeta y la Revolución. Ambos eran brillantes y ambiciosos. Ella misma lo dice: «Nuestra historia fue una historia de amor y de envidia». Siempre fue una «relación tumultuosa y conflictiva; encuentro destructor de dos personalidades fuertes, intransigentes y severas, en que los desmedidos autoritarismo e intolerancia de uno, muy cercanos al parecer al machismo; y la necedad solemne, hipersensibilidad y permanente inconformidad de la otra, marcaron la relación». Elena también dijo: «Yo vivo contra él, estudié contra él, hablé contra él, tuve amantes contra él, es-


cribí contra él y defendí a los indios contra él. Escribí de política contra él, en fin, todo, todo, todo lo que soy es contra él. (...) en la vida no tienes más que un enemigo y con eso basta. Y mi enemigo es Paz». A finales de los años cuarenta, Paz empezó a mantener relaciones con la pintora Bona Tibertelli de Pisis. Y Garro se enamoró locamente del escritor argentino Adolfo Bioy Casares, aunque tuvo muchos otros amantes. «Este 17 de junio de 1949 es definitivo en mi vida; se acabó Oc-

tavio», escribió Elena. El divorcio no llegó hasta 1959. «Ella es una herida que nunca se cierra, una llaga, una enfermedad, una idea fija», llegó a decir Octavio Paz.

Odiada y amada El 11 de diciembre de 2016 se celebró el centenario del nacimiento de Elena. Algunos de sus títulos más conocidos y estudiados son: Los recuerdos del por-

venir (1963), novela ganadora del Premio Xavier Villaurrutia; Un hogar sólido (1958), Andarse por las ramas (1958) y Los pilares de doña Blanca (1958), piezas dramáticas montadas por el grupo ‘Poesía en Voz Alta’; y La semana de colores (1964), reunión de cuentos al que pertenece La culpa es de los tlaxcaltecas, que se convirtió en uno de los clásicos dentro de la cuentística mexicana. Poco antes de su muerte, se publicó la novela Un corazón en un bote de basura (1996).

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…desde el inicio fue una relación desigual, apasionada de parte de él, fría y distante de parte de ella. Aunque desdichado, aquel matrimonio fue literariamente fructífero.

Elena Garro y Octavio Paz

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Todo lo que escribió Elena fue más o menos autobiográfico: «Yo no puedo escribir nada que no sea autobiográfico; en Los recuerdos del porvenir narro hechos en los que no participé, porque era muy niña, pero sí viví —le confía a Roberto Páramo—. Asimismo en las dos últimas novelas, Reencuentro de personajes y Testimonios sobre Mariana, trato las experiencias y sucesos que me acontecieron en la multitud de países donde he vivido. Y como creo firmemente que lo que no es vivencia es academia, tengo que escribir sobre mí misma», dijo la escritora. Algunos críticos la consideran la segunda escritora mexicana más importante, tras Sor Juana Inés de la Cruz; otros la calificaron como la madre del realismo mágico. Para Elena, el realismo mágico «era una etiqueta mercantilista que le molestaba porque decía que el realismo mágico era la esencia de la cosmovisión indígena, por lo tanto nada nuevo bajo el sol», explicaba su biógrafa Patricia Rosas Lopátegui.

Sin embargo numerosos autores señalan su novela Los recuerdos del porvenir, escrita cuatro años antes que Cien años de soledad, como el inicio de este movimiento literario. Hay un punto en la vida de Elena que marca todo su futuro como escritora: el autoexilio. Acusada por los intelectuales de traicionar el movimiento estudiantil de 1968 y señalada por el gobierno mexicano como su organizadora, Elena se fue al exilio y con ello quedó rezagada al olvido de las letras mexicanas. Su personalidad contradictoria y su relación con Paz quedan descritas en las palabras de Elena Poniatowska, amiga íntima de la pareja: «Amada y odiada, adulada y repudiada, transita sola y no pocas veces desorientada por una existencia que no le ha reconocido el derecho a la felicidad». Señalan sus biografías que, a raíz de la masacre de Tlatelolco en 1968, la prensa manipuló sus declaraciones en las que ella supuestamente declaraba contra va-


rios intelectuales mexicanos a los que responsabilizó de instigar a los estudiantes para luego abandonarlos a su suerte. Repudiada por la comunidad intelectual mexicana, se fue a vivir a Estados Unidos, España y luego a Francia durante veinte años, siempre acompañada de su hija Helena Paz, con quien había mantenido siempre una relación casi patológica, de dependencia mutua. La otra cara de la moneda es que nunca hubo complot ni confabulación ni conspiración en contra de ella; de hecho, sus novelas y cuentos eran leídos y comentados. Su ‘traición’ sólo acentuó el mito que empezó a fabricarse en torno suyo. Un mito que nunca fue aclarado en su totalidad.

Rodeada de gatos franceses y mexicanos Al final de sus días Elena dijo en una entrevista: «Si pudiera, le echaría un borrón a toda mi vida. Yo pude haber hecho algo bueno, solo hice tonterías. De niña fui majadera, luego muy frívola y en la vejez muy buena». Se declara devota del Arcángel San Miguel, de quien asegura es el santo que intercede por todos «para que Dios no nos mande al cuerno». Antes de regresar a México, ambas Elenas vivían de las regalías por la venta de los libros de Garro, y al parecer del apoyo económico que Octavio Paz jamás le negó. La frustración llevó a Elena a intentar suicidarse dos veces en 1947. Cuando regresaron, se instalaron en un pequeño departamento en Cuernavaca, al que Elena le llamaba «la cárcel», por los barrotes que bordeaban el lugar. Murió en la indigencia a consecuencia de cáncer de pulmón por su hábito de fumar. Hasta su muerte, el 22 de agosto de 1998, vivió rodeada de gatos fran-

ceses y gatos mexicanos, que no se llevaban entre sí y necesitaban dos piezas para no pelearse. En el documental La cuarta casa, un retrato de Elena Garro, se la observa sentada en un sillón con sus inseparables cigarros Lucky Strike. La escritora, en los huesos, se alimentaba solamente de café, Coca-Cola y cigarros.

Bibliografía El asesinato de Elena Garro, de Patricia Rosas Lopátegui, Porrúa, México, 2007. Yo, Elena Garro, de Carlos Landeros, Grijalbo, México 2007. La cuarta casa, un retrato de Elena Garro, de José Antonio Cordero.

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El anillo Elena Garro

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iempre fuimos pobres, señor, y siempre fuimos desgraciados, pero no tanto como ahora en que la congoja campea por mis cuartos y corrales. Ya sé que el mal se presenta en cualquier tiempo y que toma cualquier forma, pero nunca pensé que tomara la forma de un anillo. Cruzaba yo la Plaza de los Héroes, estaba oscureciendo y la boruca de los pájaros en los laureles empezaba a calmarse. Se me había hecho tarde. «Quién sabe qué estarán haciendo mis muchachos», me iba yo diciendo. Desde el alba me había venido para Cuernavaca. Tenía yo urgencia de llegar a mi casa, porque mi esposo, como es debido cuando uno es mal casada, bebe, y cuando yo me ausento se dedica a golpear a mis

muchachos. Con mis hijos ya no se mete, están grandes señor, y Dios no lo quiera, pero podrían devolverle el golpe. En cambio con las niñas se desquita. Apenas salía yo de la calle que baja del mercado, cuando me cogió la lluvia. Llovía tanto, que se habían formado ríos en las banquetas. Iba yo empinada para guardar mi cara de la lluvia cuando vi brillar a mi desgracia en medio del agua que corría entre las piedras. Parecía una serpientita de oro, bien entumida por la frescura del agua. A su lado se formaban remolinos chiquitos. «¡Ándale, Camila, un anillo dorado!» y me agaché y lo cogí. No fue robo. La calle es la calle y lo que pertenece a la calle nos pertenece a todos. Estaba bien frío y no tenía ninguna piedra: era una alianza. Se

secó en la palma de mi mano y no me pareció que extrañara ningún dedo, porque se me quedó quieto y se entibió luego. En el camino a mi casa me iba yo diciendo: «Se lo daré a Severina, mi hijita mayor». Somos tan pobres que nunca hemos tenido ninguna alhaja y mi lujo, señor, antes de que nos desposeyeran de las tierras, para hacer el mentado tiro al pichón en donde nosotros sembrábamos, fue comprarme unas chanclitas de charol con trabilla, para ir al entierro de mi niño. Usted debe de acordarse, señor, de aquel día en que los pistoleros de Legorreta lo mataron a causa de las tierras. Ya entonces éramos pobres, pero desde ese día sin mis tierras y sin mi hijo mayor, hemos quedado verdaderamente en la desdicha. Por eso cualquier gustito nos da tantísimo gusto. Me encontré a mis muchachos sentados alrededor del corral. —¡Anden, hijos! ¿Cómo pasaron el día? —Aguardando su vuelta —me contestaron. Y vi que en todo el día no habían probado bocado. —Enciendan la lumbre, vamos a cenar. Los muchachos encendieron la lumbre y yo saqué el cilantro y el queso. —¡Qué gustosos andaríamos con un pedacito de oro! —dije yo preparando la sorpresa—. ¡Qué suerte la de la mujer que puede decir que sí o que no, moviendo sus pendientes de oro! —Sí, qué suerte… —dijeron mis muchachitos. —¡Qué suerte la de la joven que


puede señalar con su dedo para lucir un anillo! —dije. Mis muchachos se echaron a reír y yo saqué el anillo y lo puse en el dedo de mi hija Severina. Y allí paró todo, señor, hasta que Adrián llegó al pueblo, para caracolear sus ojos delante de las muchachas. Adrián no trabajaba más que dos o tres veces a la semana reparando las cercas de piedra. Los más de los días los pasaba en la puerta de ‘El Capricho’ mirando cómo comprábamos la sal y las botellas de refrescos. Un día detuvo a mi hijita Aurelia. —¿Oye, niña, de qué está hecha tu hermanita Severina? —Yo no sé… —le contestó la inocente. —Oye, niña, ¿y para quién está hecha tu hermanita Severina? —Yo no sé… —le contestó la inocente. —Oye, niña, ¿y esa mano en la que lleva el anillo a quién se la regaló? —Yo no sé… —le contestó la inocente. —Mira, niña, dile a tu hermanita Severina que cuando compre la sal me deje que se la pague y que me deje mirar sus ojos. —Sí, joven —le contestó la inocente. Y llegó a platicarle a su hermana lo que le había dicho Adrián. La tarde del siete de mayo estaba terminando. Hacía mucho calor y el trabajo nos había dado sed a mi hija Severina y a mí. —Anda, hija, ve a comprar unos refrescos. Mi hija se fue y yo me quedé esperando su vuelta sentada en el patio de mi casa. En la espera me puse a mirar cómo el patio estaba roto y lleno de polvo. Ser pobre señor, es irse quebrando como cualquier ladrillo muy pisado. Así somos los pobres, ni quién nos mire y todos nos pasan por encima. Ya usted mismo lo vio, señor, cuando mataron a mi hijito el mayor para

quitarnos las tierras. ¿Qué pasó? Que el asesino Legorreta se hizo un palacio sobre mi terreno y ahora tiene sus reclinatorios de seda blanca, en la iglesia del pueblo y los domingos cuando viene desde México, la llena con sus pistoleros y sus familiares, y nosotros los descalzos, mejor no entramos para no ver tanto desacato. Y de sufrir tanta injusticia, se nos juntan los años y nos barren el gusto y la alegría y se queda uno como un montón de tierra antes de que la tierra nos cobije. En esos pensamientos andaba yo, sentada en el patio de mi casa, ese siete de mayo. «¡Mírate, Camila, bien fregada! Mira a tus hijos. ¿Qué van a durar? ¡Nada! Antes de que lo sepan estarán aquí sentados, si es que no están muertos como mi difuntito asesinado, con la cabeza ardida por la pobreza, y los años colgándoles como piedras, contando los días en que no pasaron hambre…». Y me fui, señor, a caminar mi vida. Y vi que todos los caminos estaban llenos con las huellas de mis pies. ¡Cuánto se camina! ¡Cuánto se rodea! Y todo para nada o para encontrar una mañana a su hijito tirado en la milpa con la cabeza rota por los máuseres y la sangre saliéndole por la boca. No lloré, señor. Si el pobre empezara a llorar, sus lágrimas ahogarían al mundo, porque motivo para llanto son todos los días. Ya me dará Dios lugar para llorar, me estaba yo diciendo, cuando me vi que estaba en el corredor de mi casa esperando la vuelta de mi hijita Severina. La lumbre estaba apagada y los perros estaban ladrando como ladran en la noche, cuando las piedras cambian de lugar. Recordé que mis hijos se habían ido con su papá a la peregrinación del Día de la Cruz en Guerrero y que no iban a volver hasta el día nueve. Luego recordé que Severina había ido a ‘El Capricho’. «¿Dónde fue mi hija que no ha vuelto?» Miré el cielo y vi cómo

Mi hija empezó a hablar el idioma desconocido y sus ojos se clavaron en el techo. Así estuvo varios días y varias noches. Fulgencia no podía sacarle el mal, hasta que llegara a su cabal tamaño.

las estrellas iban a la carrera. Bajé mis ojos y me hallé con los de Severina, que me miraban tristes desde un pilar. —Aquí tiene su refresco —me dijo con una voz en la que acababan de sembrar la desdicha. Me alcanzó la botella de refresco y fue entonces cuando vi que su mano estaba hinchada, y que el anillo no lo llevaba. —¿Dónde está tu anillo, hija? —Acuéstese, mamá. Se tendió en su camita con los ojos abiertos. Yo me tendí junto a ella. La noche pasó larga y mi hijita no volvió a usar la palabra en muchos días. Cuando Gabino llegó con los muchachos, Severina ya empezaba a secarse. —¿Quién le hizo el mal? —preguntó Gabino y se arrinconó y no quiso beber alcohol en muchos días. Pasó el tiempo y Severina seguía secándose. Sólo su mano seguía hinchada. Yo soy ignorante, señor, nunca fui a la escuela, pero me fui a Cuernavaca a buscar al doctor Adame, con domicilio en Aldana 17. —Doctor, mi hija se está secando…

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El doctor se vino conmigo al pueblo. Aquí guardo todavía sus recetas. Camila sacó unos papeles arrugados. —¡Mamá! ¿Sabes quién le hinchó la mano a Severina? —me preguntó Aurelia. —No, hija, ¿quién? —Adrián, para quitarle el anillo. ¡Ah, el ingrato!, y en mis adentros veía que las recetas del doctor Adame no la podían aliviar. Entonces, una mañana, me fui a ver a Leonor, la tía del nombrado Adrián. —Pasa, Camila. Entré con precauciones: mirando para todos lados para ver si lo veía. —Mira, Leonor, yo no sé quién es tu sobrino, ni qué lo trajo al pueblo, pero quiero que me devuelva el anillo que le quitó a mi hija, pues de él se vale para hacerle el mal. —¿Qué anillo? —El anillo que yo le regalé a Severina. Adrián con sus propias manos se lo sacó en ‘El Capricho’ y desde entonces ella está desconocida. —No vengas a ofender, Camila, Adrián no es hijo de bruja. —Leonor, dile que me devuelva el anillo por el bien de él y de toda su familia. —¡Yo no puedo decirle nada! Ni me gusta que ofendan a mi sangre bajo mi techo. Me fui de allí y toda la noche velé a mi niña. Ya sabe, señor, que lo único que la gente regala es el mal. Esa noche Severina empezó a hablar el idioma de los maleados. «¡Ay, Jesús bendito, no permitas que mi hija muera endemoniada!» Y me puse a rezar una Magnífica. Mi comadre Gabriel, aquí presente, me dijo: «Vamos por Fulgencia, para que le saque el mal del pecho». Dejamos a la niña en compañía de su padre y sus hermanos y nos fuimos por Fulgencia. Luego, toda la noche Fulgencia curó a la niña, cubierta con una sábana.

—Después de que cante el primer gallo, le habré sacado el mal —dijo. Y así fue, señor, de repente Severina se sentó en la cama y gritó: «¡Ayúdeme mamacita!». Y echó por la boca un animal tan grande como mi mano. El animal traía entre sus patas pedacitos de su corazón. Porque mi niña tenía el animal amarrado a su corazón… Entonces cantó el primer gallo. —Mira —me dijo Fulgencia—, ahora que te devuelvan el anillo, porque antes de los tres meses habrán crecido las crías. Apenas amaneció, me fui a las cercas a buscar al ingrato. Allí lo esperé. Lo vi venir, no venía silbando, con un pie venía trayendo a golpecitos una piedra. Traía los ojos bajos y las manos en los bolsillos. —Mira, Adrián desconocido, no sabemos de dónde vienes, ni quiénes fueron tus padres y sin embargo te hemos recibido aquí con cortesía. Tú en cambio andas dañando a las jóvenes. Yo soy la madre de Severina y te pido que me devuelvas el anillo con que le haces el mal. —¿Qué anillo? —me dijo ladeando la cabeza. Y vi que sus ojos brillaban con gusto. —El que le quitaste a mi hijita en ‘El Capricho’. —¿Quién lo dijo? —y se ladeó el sombrero. —Lo dijo Aurelia. —¿Acaso lo ha dicho la propia Severina? —¡Cómo lo ha de decir si está dañada! —¡Hum!… Pues cuántas cosas se dicen en este pueblo. ¡Y quién lo dijera con tan bonitas mañanas! —Entonces ¿no me lo vas a dar? —¿Y quién dijo que lo tengo? —Yo te voy a hacer el mal a ti y a toda tu familia —le prometí. Lo dejé en las cercas y me volví a mi casa. Me encontré a Severina sentadita en el corral, al rayo del sol. Pasaron los días y la niña se

empezó a mejorar. Yo andaba trabajando en el campo y Fulgencia venía para cuidarla. —¿Ya te dieron el anillo? —No. —Las crías están creciendo. Seis veces fui a ver al ingrato Adrián a rogarle que me devolviera el anillo. Y seis veces se recargó contra las cercas y me lo negó gustoso. —Mamá, dice Adrián que aunque quisiera no podría devolver el anillo, porque lo machacó con una piedra y lo tiró a una barranca. Fue una noche que andaba borracho y no se acuerda de cuál barranca fue. —Dile que me diga cuál barranca es para ir a buscarlo. —No se acuerda… —me repitió mi hija Aurelia y se me quedó mirando con la primera tristeza de su vida. Me salí de mi casa y me fui a buscar a Adrián. —Mira, desconocido, acuérdate de la barranca en la que tiraste el anillo. —¿Qué barranca? —En la que tiraste el anillo. —¿Qué anillo? —¿No te quieres acordar? —De lo único que me quiero acordar es que de aquí a catorce días me caso con mi prima Inés. —¿La hija de tu tía Leonor? —Sí, con esa joven. —Es muy nueva la noticia. —Tan nueva de esta mañana… —Antes me vas a dar el anillo de mi hija Severina. Los tres meses ya se están cumpliendo. Adrián se me quedó mirando, como si me mirara de muy lejos, se recargó en la cerca y adelantó un pie. —Eso sí que no se va a poder… Y allí se quedó, mirando al suelo. Cuando llegué a mi casa Severina se había tendido en su camita. Aurelia me dijo que no podía caminar. Mandé traer a Fulgencia. Al llegar nos contó que la boda de Inés y de Adrián era para un domingo y que ya habían invitado a las fa-


milias. Luego miró a Severina con mucha tristeza. —Tu hija no tiene cura. Tres veces le sacaremos el mal y tres veces dejará crías. No cuentes más con ella. Mi hija empezó a hablar el idioma desconocido y sus ojos se clavaron en el techo. Así estuvo varios días y varias noches. Fulgencia no podía sacarle el mal, hasta que llegara a su cabal tamaño. ¿Y quién nos dice, señor, que anoche se nos pone tan malísima? Fulgencia le sacó el segundo animal con pedazos muy grandes de su corazón. Apenas le quedó un pedazo chiquito de su corazón, pero bastante grande para que el tercer animal se prenda a él. Esta mañana mi niña estaba como muerta y yo oí que repicaban campanas. —¿Qué es ese ruido, mamá? —Campanas, hija… —Se está casando Adrián —le dijo Aurelia. Y yo señor, me acordé del ingrato y del festín que estaba viviendo mientras mi hijita moría. —Ahora vengo —dije. Y me fui cruzando el pueblo y llegué a casa de Leonor. —Pasa, Camila. Había mucha gente y muchas cazuelas de mole y botellas de refrescos. Entré mirando por todas partes, para ver si lo veía. Allí estaba con la boca risueña y los ojos serios. También estaba Inés, bien risueña, y allí estaban sus tíos y sus primos, los Cadena, bien risueños. —Adrián, Severina ya no es de este mundo. No sé si le quede un pie de tierra para retoñar. Dime en qué barranca tiraste el anillo que la está matando. Adrián se sobresaltó y luego le vi el rencor en los ojos. —Yo no conozco barrancas. Las plantas se secan por mucho sol y falta de riego. Y las muchachas por estar hechas para alguien y quedarse sin nadie… Todos oímos el silbar de sus palabras enojadas.

—Severina se está secando, porque fue hecha para alguien que no fuiste tú. Por eso le has hecho el maleficio. ¡Hechicero de mujeres! —Doña Camila, no es usted la que sabe para quién está hecha su hijita Severina. Se echó para atrás y me miró con los ojos encendidos. No parecía el novio de este domingo: no le quedó la menor huella de gozo, ni el recuerdo de la risa. —El mal está hecho. Ya es tarde para el remedio. Así dijo el desconocido de Ometepec y se fue haciendo para atrás, mirándome con más enojo. Yo me fui hacia él, como si me llevaran sus ojos. «¿Se va a desaparecer?, me fui d i c i e n d o, mientras caminaba hacia delante y él avanzaba para atrás, cada vez más enojado. Así salimos hasta la calle, porque él me seguía llevando, con las llamas de sus ojos. «Va a mi casa a matar a Severina», le leí el pensamiento, señor, porque para allá se encaminaba, de espaldas, buscando el camino con sus talones. Le vi su camisa blanca, llameante, y luego, cuando torció la esquina de mi casa, se la vi bien roja. No sé cómo, señor, alcancé a darle en el corazón, antes de que acabara con mi hijita Severina… Camila guardó silencio. El hombre de la comisaría la miró aburrido. La joven que tomaba las declaraciones en taquigrafía detuvo el lápiz. Sentados en unas sillas de hule, los deudos y la viuda de

Adrián Cadena bajaron la cabeza. Inés tenía sangre en el pecho y los ojos secos. Gabino movió la cabeza apoyando las palabras de su mujer. —Firme aquí, señora, y despídase de su marido porque la vamos a encerrar. —Yo no sé firmar. Los deudos de Adrián Cadena se volvieron a la puerta por la que acababa de aparecer Severina. Venía pálida y con las trenzas deshechas. —¿Por qué lo mató, mamá?… Yo le rogué que no se casara con su prima Inés. Ahora el día que yo muera, me voy a topar con su enojo por haberlo separado de ella… Severina se tapó la cara con las manos y Camila no pudo decir nada. La sorpresa la dejó muda mucho tiempo. —¡Mamá, me dejó usted el camino solo!… Severina miró a los presentes. Sus ojos cayeron sobre Inés, ésta se llevó la mano al pecho y sobre su vestido de linón rosa, acarició la sangre seca de Adrián Cadena. —Mucho lloró la noche en que Fulgencia te sacó a su niño. Después, de sentimiento quiso casarse conmigo. Era huérfano y yo era su prima. Era muy desconocido en sus amores y en sus maneras… —dijo Inés bajando los ojos, mientras su mano acariciaba la sangre de Adrián Cadena. Al rato le entregaron la camisa rosa de su joven marido. Cosido en el lugar del corazón había una alianza, como una serpientita de oro y en ella grabadas las palabras: «Adrián y Severina gloriosos».

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(Ali Ahmad Said Esber)

Traducción del árabe: María Luisa Prieto

Desiertos (Fragmentos)

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Las ciudades se deshacen y la tierra es una locomotora de polvo. Sólo el poeta sabe cazar este espacio. No hay camino hacia mi casa: estado de asedio, las calles son cementerios. Desde lejos, sobre su casa, una luna ensimismada se cuelga en los hilos del polvo. Dije: «Este es el camino a mi casa». Respondió: «No, no pasarás», y me apuntó con el fusil... Está bien. Tengo en todos los barrios amigos, y todas las casas del mundo. Caminos de sangre. Los evocaba un niño y su amigo le susurraba: No hay en el cielo sino agujeros llamados estrellas...

Encontraron a seres en sacos: el primero sin cabeza el segundo sin manos ni lengua el tercero estrangulado y el resto sin forma y sin nombre. —¿Te has vuelto loco? Por favor, no hables nunca de esto. Una página de libros por los que aparecen las bombas, aparecen las profecías y los proverbios pasajeros, aparecen los mihrabs, alfombra de letras, caen, hilo tras hilo, sobre el rostro de la ciudad desde las agujas del recuerdo. Del vino de la palmera a la calma de los desiertos... a una mañana que pasa de contrabando sus entrañas y duerme sobre el cadáver de los rebeldes... calles, camiones para soldados y grupos...


geografías sombras, hombres y mujeres... bombas cargadas de plegarias, de fieles y de herejes, un hierro que supura hierro y se desangra en carne, campos nostálgicos de trigo, hierba y hortelanos, fortalezas que cercan nuestros cuerpos y vierten sobre nosotros oscuridad, la mitología de los muertos que la vida dice y guía... una palabra que es a la vez víctima, sacrificio y todos los verdugos... tinieblas, tinieblas, tinieblas... Respiro, palpo mi cuerpo, me busco, te busco, le busco a él y a los otros. Cuelgo mi muerte entre mi rostro y esta palabra: la hemorragia... Pronuncia su nombre, di: he dibujado su rostro. Extiende los brazos hacia ella, sonríe. Di: una vez conocí la alegría, una vez conocí la tristeza. Verás que aquí no hay patria... La muerte ha cambiado la forma de la ciudad. Esta piedra es la cabeza de un niño y este humo es un suspiro humano. Departieron con ella, prolongaron la velada. Ella sienta a la noche en su regazo y palpa sus días una hoja vieja. Guarda las últimas imágenes en sus pliegues. Ellas palpan en su arena, en un océano de chispas, y sobre su cuerpo hay un campo de gemidos humanos. Semilla a semilla se esparce en nuestra tierra y se conserva el secreto de esta sangre. ¡Oh, campos! Comed nuestros mitos. Hablaré de un perfume en las estaciones y de un relámpago en el espacio. Plaza de la torre: figura que susurra sus secretos a los puentes rotos...

Plaza de la torre: recuerdo que busca su estado en el polvo y el fuego... Plaza de la torre: desiertos abiertos que los vientos eligen y arrastran... Plaza de la torre: magia que ve cadáveres que se mueven. Sus bordes están en los callejones, sus siluetas están en los callejones y se escuchan sus gemidos. Plaza de la torre: Oriente y Occidente, los patíbulos alzados, mártires y testamentos. Plaza de la torre: un grupo de caravanas, hiel, leche y almizcle. Las especias inauguran el festival. Plaza de la torre: grupo de caravanas, trueno, explosión y relámpago, y los torbellinos inauguran el festival. Plaza de la torre. He escrito la historia de esta época con el nombre de este lugar. Ahora soy un espectro que vaga por un desierto y acampa en una calavera. El espacio es un límite que se debilita, una ventana que se aleja, y el día son hilos que se cortan en mis pulmones y cosen el cielo, una piedra bajo mi cabeza, todo cuanto he dicho de mi vida y de su muerte se repite en su silencio. ¿Me contradigo? Es cierto, ahora soy semilla y ayer fui cosecha. Estoy entre el agua y el fuego, soy brasa y flor, sol y sombra, no soy señor. ¿Me contradigo? Es verdad... 13


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Cerrada está la puerta de mi casa y la oscuridad es túnica, luna pálida que lleva en las manos un puñado de luz. Mis palabras no pueden dirigir mi gratitud hacia ella. Cerró la puerta, no para encadenar sus alegrías sino para liberar sus tristezas. Todas las cosas que vendrán son antiguas. Elige un amigo distinto de esta locura y prepárate para permanecer apartado. El sol no ha vuelto a despuntar: se cuela en secreto y oculta los pies en la paja. Espero que la muerte venga una noche, con una almohada en los brazos, agotada con el polvo que cubre la frente del alba, cansada de los suspiros de los hombres. La noche cae (es una página que había dado a la tinta, a la tinta de la mañana que no ha venido). La noche cae sobre el lecho (el lecho preparado para el amante que no ha venido). La noche cae sin ruido (nubes, humo...). La noche cae (un ser en cuya mano hay un conejo o una hormiga). La noche cae (los muros del edificio vibran, todas las cortinas son transparentes). La noche cae (se oyen estrellas mudas que la noche conoce y los últimos árboles al final de la muralla no recuerdan lo que el viento dice a sus ramas). La noche cae (entre las ventanas y el viento hay un susurro). La noche cae (una luz se filtra, un vecino se tumba desnudo). La noche cae (dos siluetas, un vestido abraza a otro vestido, las ventanas son transparentes). La noche cae (es una mezcla. La luna de la noche cuenta a los zaragüelles las quejas de todos los amantes). La noche cae

(reposa en su jarra llena de vino, no de arrepentidos. Un hombre solo da vueltas por su cabeza). La noche cae (lleva algunas arañas que reposan para los insectos que no atacan más que a las casas con luz). ¿Ha venido un ángel o son proyectiles, llamadas? Todas nuestras vecinas fueron a hacer la peregrinación y han vuelto menos atrofiadas y más presumidas). La noche cae (entra en los pechos de mis días, y nuestras vecinas son mis días). La noche cae (aquel sofá, aquella almohada, este pasaje y esa morada). La noche cae (¿qué contamos? ¿Vino, sopa o carne? La noche se esconde de nosotros, ávida de sus vísceras). La noche cae (se divierte un poco con sus caracolas, con una extraña paloma que ignoramos de dónde vino y con insectos que no vagan por las estaciones del libro que escribe el semen de los animales y las especies). La noche cae (¿trueno o alboroto de los ángeles que vienen en sus caballos?) La noche cae (delira y se revuelve en su vaso). ¿Quién me mostrará la estrella? ¿Quién me dará la tinta para escribir mi noche? Ha escrito el poema: (¿Cómo convencerlo de que mi futuro es un desierto?) Ha escrito el poema: (¿Quién moverá la roca de palabras que pesa sobre mí?). Ha escrito el poema: (No eres de los nuestros si no matas a tu hermano). Ha escrito el poema: (¿Cómo comprender este lenguaje cazado entre la pregunta y la poesía?) Ha escrito el poema: (¿Podrá el alba errante abrazar a su sol?) Ha escrito el poema: (Entre el rostro del sol y el horizonte hay un equívoco). Ha escrito el poema: (Que muera...).


Me fue concedido ser desgarrado, ser dispersado en un bosque de fuego para alumbrar el camino. Tiéndeme tu mano afectuosa, devuélveme lo que tus noches le han quitado a mi sangriento sol. ¡Oh amigo! ¡Oh fatiga! Después de que el poeta desgarre el traje del tiempo invitaré al viento y le mostraré el camino para que sus dedos se tornen agujas y cosa el espacio con los restos del tiempo. No mueres porque seas un creador o porque tengas este cuerpo. Estás muerto porque eres el rostro eterno. Sí. Mis sueños tienen derecho a abandonar mi cuerpo, y mi cuerpo tiene derecho a traicionar el insomnio que le frecuenta. Invito al lobo para que lave el espejo de los corderos: han olvidado su imagen... No hemos vuelto a encontrarnos. No hay entre nosotros más que renuncia y exilio. Las promesas han muerto, el espacio ha muerto. Sólo la muerte es encuentro. Una flor sedujo al viento para que trasladara su perfume. Murió ayer. Cada vez que anuncio: Este es mi país que se aproxima y ofrece sus frutos en una lengua próxima, otra lengua me exilia a otro país. Los árboles se inclinan para despedir a las flores que se abren, orgullosas, ponen sus hojas boca abajo para despedir a los caminos semejantes a zanjas, entre suspiros y palabras se despiden. Un cuerpo se viste de arena, cae en su vagar para decir adiós. Las páginas de amor de la tinta, el alfabeto y los poetas dicen adiós, y el poema dice adiós.

Toda esta certidumbre que he vivido se desvanece. Todas estas antorchas de mis deseos se desvanecen. Todo lo que había entre mí y la existencia luminosa en mi hégira se desvanece. Ahora comienzo desde el principio... (Tomado de: http://www.poesiaarabe.com/desiertos_adonis.htm)

Ali Ahmad Said Esber (Al Qassabin, Siria, 1930) Conocido por su seudónimo Adonis, es considerado uno de los más influyentes e importantes poetas árabes de la era moderna. Estudió en la Universidad de Damasco, donde se licenció en Filosofía en 1954, y desarrolló su carrera literaria principalmente en el Líbano y Francia. El seudónimo de Adonis lo eligió tras haber visto sus obras rechazadas en varias revistas bajo su nombre real. En 1955, Said estuvo preso durante seis meses por ser miembro del Partido Social Nacionalista Sirio. Tras su liberación, se instaló en Beirut, donde fundó, junto con el poeta Yusuf al-Khal, la revista Shi’r (‘Poesía’). Recibió una beca para estudiar en París en 1960 y 1961. Entre 1970 y 1985 fue catedrático de literatura árabe en la Universidad del Líbano. En 1976 fue nombrado profesor invitado en la Universidad de Damasco. En 1980 emigró a París para escapar de la Guerra Civil Libanesa, y durante unos años fue profesor en la Sorbona y en el Colegio de Francia. Ha publicado veinte libros de poesía, trece de crítica literaria y traducciones al árabe de Saint-John Perse, Yves Bonnefoy y Ovidio. Entre otros galardones, ha recibido el Premio Nazim Hikmet (1994, Estambul), Premio de Poesía Nonino (1999, Italia), Premio Alain Bosquet (2000, París), Premio Goethe 2011, Frankfurt am Main). Es considerado desde hace varios años uno de los aspirantes a obtener el Premio Nobel de Literatura. 15


T. C. Boyle

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a gente puede hablar, puede chismorrear y poner reparos y menospreciar a este o aquel; sin duda tenemos nuestros defectos, nuestras depresiones y suicidios, y las esposas de los granjeros se escapan con el primer hombre que las posea; y tenemos una noche invernal que se extiende por días y semanas como un anticipo de la tumba; pero, en definitiva, la única historia real aquí es el viento. Sus soplos y ráfagas. Su perennidad. El aplastante lamento del aire en movimiento, circulando con sus corrientes como un nuevo mar aprisionado encima del viejo y reduciendo a la nada todo

lo que avienta, desgarra y retuerce. El viento rastrilla las islas día y noche, sin respetar las estaciones, pero si se pregunta a los habitantes de Yell, Funzie y Papa Stour (a un hombre, una mujer, un cordero, un poni) ellos considerarán al invierno como lo peor, por la forma en que muerde y el auténtico frenesí que produce su llegada. Un enero del que se guarda memoria, el viento sopló con fuerza de vendaval durante veintinueve días sin aplacarse, y en la Nochevieja del 92 se estimó que las rachas alcanzaron 201 mph en el faro Muckle Flugga, en la punta más septentrional de la isla de Unst. Pero esa fue solo una

estimación: ese día el anemómetro de la estación meteorológica fue arrancado de su anclaje y lanzado hacia la eternidad, junto con muchas otras cosas vivas o rocosas. Junie Ooley debió haberlo sabido. Era una mujer estadounidense —la ornitóloga americana, fue la forma en que la gente del pueblo empezó a referirse a ella, o a veces simplemente como la mujer de los pájaros— que apenas desembarcada del ferry se vio atacada por el viejo gato tuerto de Robbie Baikie, el cual había estado tratando de deslizarse mañosamente a través de las tejas del techo de la iglesia persiguiendo una paloma imaginaria. O


otras lenguas

Traducción del inglés: Patricio Viteri Paredes

quizá la paloma no era imaginaria, pero en el momento en que los ojos del gato parpadearon, cualquier cosa que él hubiera visto se fue con el viento. En todo caso, Junie Ooley, que en ese rato era una desconocida para todos nosotros, ascendía por la calle principal vestida con una falda escocesa comprada en una tienda y un par de medias negras que subían por sus piernas majestuosas, una mochila sacudiéndose en la parte baja de la espalda y ambas manos agarradas firmemente a su gorro de lana, y ella nunca vio venir al gato, a pesar de su agudeza visual y los lentes fotográficos de grano fino que ella llevaba consigo a todos lados.

El gato —se llamaba Tiger y debe haber pesado unas buenas diez o doce libras alimentándose con carne de paloma— fue alcanzado por una ráfaga y voló desde las tejas de la iglesia como un misil aéreo disparado contra la figura encorvada y agitada de Junie Ooley. El impacto fue impresionante, como uno podría testificar si se encontraba ese día meditando frente a una pinta de cerveza amarga junto a la ventana vibrante del Magnuson’s Pub, y la mujer de los pájaros, incluso antes de tener la oportunidad de descubrir dónde quedaba su posada o de decir un «buenos días» o «¿cómo está usted?» a alguna persona, quedó tendida sobre los adoquines, sus labios temblando inconscientemente con la letra de una canción del Artista Anteriormente Conocido Como Prince. Al menos eso fue lo que Robbie afirmó después, y él siempre fue un apasionado entusiasta del Artista, desde que encontró un CD de Purple Rain en el cajón de discos usados de una tienda de música y lo compró por menos de la mitad de lo que habría costado nuevo. Tuvimos que creer en su palabra. Fue el primero que salió por la puerta y corrió a ayudarla. Allí se encontraba, tirada sobre las piedras como una flor marchita en medio de los tallos plegados de sus extremidades, la mochila repleta de medias y equipo para observar las aves, su estuche y el hilo dental y todo lo demás, y Tiger levantándose como una bola, parpadeando y lamiendo distraídamente sus patas extendidas, cuando Duncan Stout, con noventa y dos años en este planeta y en posesión del primer automóvil Morris que se fabricó, descendía por la calle al doble de su velocidad normal de cinco millas y media por hora, y nadie sabe si él divisó a Junie Ooley tendida allí. Robbie Baikie agitó sus brazos para desviar el auto de Duncan, pero éste

Era una mujer estadounidense —la ornitóloga americana, fue la forma en que la gente del pueblo empezó a referirse a ella, o a veces simplemente como la mujer de los pájaros— que apenas desembarcada del ferry se vio atacada por el viejo gato tuerto de Robbie Baikie.

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era el último hombre en estas islas que podría haber esperado encontrar algo inesperado en mitad de la calle principal designada y reservada exclusivamente para el tráfico de automóviles y camiones y la ocasional bicicleta bamboleante. Él siguió conduciendo. Tenía la mandíbula apretada, la gorra bajada hasta las órbitas de sus ojos blanquecinos. Robbie Baikie no era conocido por pensar rápido —como muchos de nosotros, él era más bien del tipo meditativo— y en el momento en que pensaba levantar en sus brazos a Junie Ooley el auto ya estaba encima de ellos. O casi. La gente gritaba desde la puerta abierta del pub. El mismo Magnus Magnuson estaba ahora en la calle, moviendo sus brazos como aspas y abriendo de par en par sus piernas en señal de alarma, el trapo del bar todavía agarrado a su mano como una bandera de rendición. El auto continuó. Robbie estaba de pie allí. Se lo veía desesperanzado. Pero no habíamos tomado en cuenta al viento, ¿y cómo pudimos haber olvidado sus caprichos, incluso por un minuto? En ese instante crucial, una ráfaga vino desde el barranco de la calle principal y lanzó a Robbie Baikie encima de la mujer de los pájaros mientras el viento levantaba la parte delantera del carro de Duncan y lo arrojaba contra el cercano poste de luz, que nunca cedió. El viento aullaba por la calle y arrastraba trozos de papel, latas, botellas, huesos viejos, andrajos y otros desechos. Los ojos de la mujer de los pájaros se abrieron, parpadeando. Todas las 210 libras de Robbie Baikie presionaban encima de ella, que estaba en una postura defensiva anticipando el impacto del coche, y él ni siquiera había pensado en apoyarse en los codos para amortiguar en algo el choque contra ella. Junie Ooley pudo oler en él la cerveza, el suave humo de

su tabaco de pipa, la dulzura de la estufa de carbón en el Magnuson’s y tal vez incluso algo de la oveja que él cuidaba, pero no podía imaginar quién era ese hombre o qué hacía encima de ella en mitad de la calle pública. «Bájate», dijo ella con una voz tan simple y calmada que Robbie no estaba seguro de haberla escuchado, y debido a que era una mujer estadounidense y por lo general no utilizaba el término ‘zopenco’, ella añadió «tú, imbécil». Robbie era tímido con las mujeres —todos lo éramos, excepto las mujeres, pero ellas eran tímidas con los hombres, al menos durante los primeros cinco años después de la boda— y todavía le resultaba complicado discernir lo que les había pasado a él y a ella y al auto de Duncan Stout, pero no podía pro-

nunciar una palabra así lo hubiese querido. «Bájate», repitió ella y empezó a sumar fuerza física al imperativo, retorciéndose debajo de él y apuntalando las palmas de sus manos contra las inmovibles losas de sus hombros. Robbie apoyó una rodilla en el suelo, luego levantó un poco su cuerpo mientras la mujer de los pájaros salía rodando debajo de él. Poco después ella se puso de pie, desplazando con rabia las correas de la mochila que habían mordido en la carne, maldiciéndolo calladamente pero de forma rotunda y con una especie de genio improvisador que hizo que el rostro de él se iluminara de asombro. A unos veinte pasos, Duncan trataba de salir del automóvil, pero el viento no le de-


jaba. Ahora Howith Clarke, el tendero, estaba en la calle evaluando los daños con un rostro amargo, y Magnus estaba justo ahí, en medio de todo, con la voz ronca por los nervios. Estaba preguntando por el estado de Junie Ooley —«¿Se encuentra bien, muchachita?»— cuando una ventolera los levantó a los cuatro y los lanzó revolcándolos como bolos. Eso fue suficiente para Robbie, se levantó, asió el brazo de la mujer de los pájaros y la llevó a la fuerza al pub. Entraron, y el viento junto con ellos: paquetes de papas fritas y posavasos se deslizaron por la superficie pulida de la barra, y todos nosotros instintivamente llevamos las manos a nuestros sombreros. La cabeza de Robbie estaba inclinada y su pelo se había estirado recto ha-

cia la corona como si un peluquero loco le hubiera hecho la permanente, y Junie Ooley arrastrándose y golpeándose contra él hasta que la soltó y ella fue dando vueltas a lo largo del bar. Al principio nadie pudo ver lo bonita que era, su rostro deformado por la sorpresa y la rabia y esa arruga petulante estampada entre sus ojos. Ella ni siquiera miraba en nuestra dirección, sino que se dio vuelta para lanzarse contra Robbie y le dio un empujón como si fuesen niños jugando a la guerra en un parque infantil. «¿Qué diablos piensas que estás haciendo?», reclamó ella, con voz aguda por la agitación. Y luego, mirando alrededor de nosotros: «¿Vieron lo que me hizo este maldito idiota afuera?». Nadie dijo una palabra. El humo de la estufa de carbón se prendía alrededor de nosotros como una cortina transparente. El terrier de Tim Maconochie levantó la cabeza del suelo y la recostó de nuevo. La mujer de los pájaros apretó los dientes, enderezó los hombros: «¿Bien, es que no van a hacer nada?». Magnus fue quien rompió el silencio. Se deslizó detrás del bar, inconsciente de los trocitos de cualquier cosa que el viento había depositado en sus cabellos. «Ese hombre salvó su vida, eso es todo». Robbie agachó la cabeza con modestia. Sus orejas se pusieron rojas. «¿Salvó...?». Una especie de comprensión se instaló en sus ojos. «Yo estaba... algo me golpeó, algo que arrastró el viento». Tim Maconochie, pese a que no era el menos tacaño de todos nosotros, aclaró su garganta e invitó a la muchacha a tomar un vaso de whisky para que se le despejara la mente, y entonces el rostro de ella se abrió como un sol saliendo de entre las nubes para que todos diésemos un buen vistazo a su belleza, y era una

Tim Maconochie, pese a que no era el menos tacaño de todos nosotros, aclaró su garganta e invitó a la muchacha a tomar un vaso de whisky para que se le despejara la mente, y entonces el rostro de ella se abrió como un sol saliendo de entre las nubes para que todos diésemos un buen vistazo a su belleza, y era una hermosura que nos ponía contentos por estar vivos en ese momento y poder presenciarla.

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hermosura que nos ponía contentos por estar vivos en ese momento y poder presenciarla. Circularon rondas de whisky. Una ráfaga de viento sacudió los cristales y pensamos que iban a estallar. Alguien entró con Duncan y lo hizo sentar en una esquina con su pipa y una pinta de cerveza. Y entonces hubo otra ronda, y otra, mientras Junie Ooley se había encaramado en un taburete en la barra y hablaba directamente en las grandes orejas encendidas de Robbie Baikie.

Ese fue el inicio de un romance que puso de cabeza a toda la isla. Nadie había visto algo así —al menos desde que dos adolescentes que se habían escapado en Cullivoe se ahogaron en un pacto suicida en Ness of Houlland—, y era más sor-

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prendente porque nadie había sospechado nunca la intensidad de la pasión en un pobre haragán como Robbie Baikie. Él no pasaba de los treinta años, pero eran la flojera y el muro de introspección lo que hacía que se sentase en el bar hasta que cargaba con el peso de un hombre del doble de su edad, y ninguno de nosotros podía recordarlo en compañía de una mujer, no desde que murió su madre, por cierto. Era de los que dejaban que su oveja comiera las flores enfermas de los brezos y las algas que el viento sacó del mar, y mantenía cerrado su corazón como una caja fuerte. Y ahora, de repente y ante nuestros ojos, este hombre se había transformado. La primera noche acompañó a Junie Ooley subiendo la calle hasta la posada, como un galán salido de las películas, los dos cogidos de las manos e inclinados contra el

viento mientras gatos y macetas y niños pequeños pasaban volando a su alrededor, y pareció que él nunca se alejaba de ella por más de cinco minutos desde entonces. La llevó en auto a través de la carretera azotada por el viento hasta el santuario de aves en Herma Ness, y la ayudó a instalar el equipo en la abandonada cabaña de un granjero de origen tan ignoto que ni siquiera Duncan Stout podía decir quién fue alguna vez el propietario. La cabaña tenía el techo de paja y, pese a que estaba podrido en una media docena de sitios y bullía con las pequeñas vidas de bichos rastreros y roedores, a ella parecía no importarle. La caseta se encontraba en el lugar correcto, sobre un páramo extenso y desolado que se precipitaba al mar entre acantilados donde los pájaros hacían sus nidos, y eso era todo lo que a ella le importaba.


Sería inútil negar que todos estábamos esperando simplemente a que pasara algo malo e inevitable. Había algo inhumano en una pasión tan intensa como esa — era un amor de conejos, un amor de carneros y ovejas, y estaba destinado a estrellarse contra el suelo. No hubo mucha alharaca acerca de Junie Ooley. Ella era muy independiente, y no había ninguna duda sobre esto. Había venido a observar y estudiar las bandadas que se reunían aquí en la primavera —gaviotas, frailecillos, golondrinas de mar y fulmares boreales que anidaban en los altos salientes y desplegaban completamente sus alas para atravesar el mar—, y poseía una diversidad de cámaras y teleobjetivos para tomar fotografías que saldrían en las revistas caras y de alta calidad. Si las cosas se le ponían difíciles, ella estaba preparada. Había algunos cínicos entre nosotros que pensaban que simplemente estaba usando a Robbie Baikie por conveniencia, por su miniván Toyota y el cariño total y envolvente de él, y eran interminables los chismes de las viejas y de los pobretones y de aquellos que no distinguen una cosa buena así les cayese del cielo y les golpeara la cabeza; pero estaban aquellos que lo vieron como lo que era: amor, puro y simple.

Si bien Robbie nunca se preocupó mucho por las ovejas y carneros que su pobre y enterrado padre crió durante años, ahora él los había olvidado totalmente. Si perdió seis ovejas de cara negra empantanadas por la marea o un carnero Leicester atrapado en un trozo de alambre en su propio patio, él nunca lo supo. Estaba muy ocupado en otra parte. Los dos —él y la mujer

de los pájaros— podían desaparecer una semana cada vez para escalar las paredes rocosas que caían al mar, ella con sus cámaras, él con las mochilas y los lentes y las botellas de cerveza negra y los sándwiches de lengua ahumada, y cuando los veíamos en el pueblo estaban tomando té en el hotel o agarrados de las manos en el rincón al fondo del pub. Ellos escandalizaron a la señora Dunwoodie (que alquilaba por mes a Junie Ooley las habitaciones que estaban encima de la tienda del carnicero) porque había visto más de una vez a Robbie bajando las escaleras con la muchacha y una noche escuchó los jadeos y los gritos amortiguados de éxtasis sexual que se filtraban desde arriba. Y un hombre de Haroldswick —cuyo nombre omitiremos por decencia— incluso afirmó que los vio a los dos juntos retozando en las afueras de la cabaña de piedra en Herma Ness. Una noche, cuando el viento arreciaba, se quedaron en el Magnuson hasta después de la hora de la cena, murmurando entre ellos en una suave e indistinguible combinación de voces, y Robbie bebiendo continuamente pintas de cerveza y whisky. Lo mirábamos levantarse a por otra ronda, luego regresaba zigzagueando, con una pinta en cada una de sus manos enrojecidas, a la mesa donde ella le esperaba. «¿Sabes lo que decimos en esta época del año cuando las gaviotas regresan acá?», le preguntó a ella, su voz retumbando de repente y el rostro

ardiente por los tragos y el puro gozo de su presencia. Las conversaciones cesaron. La gente los miró. Él le entregó la cerveza y ella le ofreció una sonrisa dulce y curiosa, y todos deseábamos que esa sonrisa fuera para nosotros y tal vez lo envidiamos un poquito. Él abrió los brazos y recitó un pequeño poema para ella, un poema que todos conocíamos tan bien como nuestros nombres, la inspiración de un amante de los pájaros que ahora se ha perdido en la arquitectura del tiempo: ¡Pequeñita! ¡Pequeñita! ¡Oh, el amor, la alegría, la belleza! ¿De dónde vienes? ¿Dónde has estado? ¿Con tus patitas mojadas y tus ojos brillantes? Fue desconcertante escuchar estos sentimientos por parte de Robbie Baikie, un hombre que era duro incluso las veces en que se ponía suave, un hombre que no se ponía a divagar, y por entonces nosotros ya sabíamos a los extremos que él había llegado. El amor era una cosa —una rosa floreciendo encima de un tallo espinoso que se eleva desde un suelo pobre en estas islas azotadas por el viento, y sin duda era algo necesario, que se debía alimentar—, pero esto era una cosa totalmente diferente. Esto era una especie de vasallaje, una esclavitud, una fatalidad —él le bahía dado a ella nuestro poema, y en público nada

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¿Dónde estarán los pájaros?, se preguntaba. ¿Cómo soportan esto... con sus alas? ¿Yéndose mar adentro? Tenía frío y tiritaba, el fuego apagado hace mucho tiempo por las ráfagas que azotaban la chimenea. Y después la chimenea fue arrancada, con un sonido de garras rastrillando los cristales de la ventana.

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menos— y todos nos estremecimos al observarlo. «Robbie», gritó Magnus con una desesperación que hablaba por todos nosotros. «Robbie, déjame invitarte un vaso de whisky, muchacho», pero él no dio señales de haberlo escuchado. Tomó la mano de la mujer de los pájaros —un manojito de nudillos agrietados y ampollados por el viento— y se la llevó a sus labios. «Esto es lo que siento por ti», dijo él, y todos lo escuchamos. Sería inútil negar que todos estábamos esperando simplemente a que pasara algo malo e inevitable. Había algo inhumano en una pasión tan intensa como esa —era un amor de conejos, un amor de carneros y ovejas, y estaba destinado a estrellarse contra el suelo, tal como el Artista lo lamentaba tan memorablemente en When Doves Cry. Algunos de nosotros nos preguntábamos si Robbie escuchaba alguna vez sus propios CD, o si les prestaba atención. Y entonces, un día triste, gris y melancólico, con el viento viniendo del norte y las temperaturas amenazando con llevarnos de vuelta al umbral del invierno, Robbie entró estruendosamente a través de la puerta delantera del pub en medio de un huracán de hojas revueltas, abrojos, cajas de fósforos y papeles de pescado y papas fritas, y se fue directo al bar para pedir un whisky doble. Era la primera vez, desde que la ornitóloga apareció entre nosotros, que lo veíamos solo, y si esa no era una señal suficiente, estaban aquellos que adivinaban, por la forma en que él se contenía y por la tonalidad rosácea de sus orejas, que el fin había llegado. Bebió continuamente durante una hora o dos, evitando cualquier comentario —incluso la observación más inofensiva sobre el tiempo— con

un resoplo o incluso con un gruñido. Le dejamos en su espacio y nos sentamos al lado de la ventana para mirar cómo se caía el mundo. Más tarde, la luz del sol moviéndose hacia el occidente entró inclinada por el vidrio, acentuando las sombras de los parteluces y, por un momento, proyectó la cruz resplandeciente de nuestro Salvador en el preciso lugar donde se juntaban los omóplatos de Robbie. Entonces él suspiró —en realidad fue un quejido ronco matizado con whisky y tabaco— y finalmente esos hombros enormes empezaron a estremecerse y jadear. La camarera (Rose Ellen MacGooch, la menor de las hijas de Donald MacGooch) colocó una mano sobre su antebrazo y le preguntó qué le pasaba, aunque todos lo sabíamos. La gente empezó a hablar en voz alta para que él no pensara que estábamos conteniendo la respiración. A un extremo del bar, Magnus hizo un show para encender su pipa; el perro de Tim Maconochie se echó un pedo audible. Una calma se asentó sobre el pub, y Robbie Baikie suspiró y dio la noticia con una voz que parecía lija. Le había pedido que se casara con él. Allá arriba, en la cabaña del granjero, con el viento fuerte y las gaviotas surcando el aire como grandes y pretenciosos copos de nieve. Habían estado fuera toda la mañana, escalando los acantilados con las manos entumecidas, luchando contra el viento, y luego compartieron un sándwich y cerveza negra junto al fuego de la chimenea. Robbie la había besado, fue el beso largo y lento de un amante, y entonces, dominado por la emoción del momento, le había pedido eso. Junie Ooley se levantó, los ojos brillando sobre su rostro enviado del cielo, y le dijo que ella estaba halagada por la petición, halagada y conmovida, profundamente conmovida, pero que ella no estaba lista para comprometerse en algo así,


como casarse, es decir, que él era un pastor de ovejas de Shetland y ella una mujer estadounidense con título universitario y una trotamundos. ¿Podía venir con ella a la Patagonia para fotografiar al chimango y al ñandú1? ¿O al pantano de Okefenokee en búsqueda del huraño carpintero real? ¿A Singapur? ¿A Sao Paulo? ¿O Edimburgo? Él dijo que sí podía. Ella lo llamó mentiroso. Luego empezaron a gritarse y ella salió al viento de afuera, su gorro de lana fue arrancado en un santiamén y sus cabellos golpearon locamente sus ojos verdes, y él trató de jalarla, agarrar su brazo y retenerla, pero ella ya estaba al borde del acantilado, ya bajaba lentamente entre la pestilencia fecal y los estridentes gritos de las aves. «¡Junie!», gritó él. «¡Junie, toma mi mano, perderás el equilibrio con este viento, tú lo sabes! ¡Toma mi mano!». 1 En español en el original.

¿Y qué respondió ella? «No necesito agarrarme de ningún hombre». Eso fue todo. Todo lo que dijo y todo lo que escribió. Y él se quedó de pie entre las ráfagas, mirándola hacer su camino desde un asidero a otro, encima del enorme mar y las aves balanceándose alrededor de ella y sus cabellos ahogando su rostro, y entonces él caminó a zancadas hasta la miniván, encendió el motor y manejó de regreso al pueblo. Esa noche el viento susurró profunda y agitadamente, como un montón de tuberías sonando a través del cañón de la calle principal hasta la medianoche, más o menos, y luego llegó hasta nosotros un nuevo sonido, un sonido que la gente no había oído por estos lares desde el 92. Estaba soplando un vendaval. Las tejas volaron con las rachas, los matorrales desistieron de sujetarse

a la tierra, las ovejas en los campos fueron arrebatadas del suelo y volaron a través de la campiña como nubes de pelusa. Los garajes colapsaron, las bicicletas corrían calle abajo manejadas por un fantasma. En ese momento, Robbie se encontraba inconsciente en la sala de su cabaña, triste víctima de la bebida y la tristeza. Había regresado a casa desde el pub antes de que el viento alcanzara su furia, calentó un plato de bacalao con hígado de pescado, luego se quedó como muerto mirando a la televisión antes de que pudiera levantar el tenedor. Algo, que estaba golpeando a un costado de la casa, hizo que recuperara el sentido. Se despertó en la oscuridad, la electricidad se había ido con la primera racha furiosa, y en un primer momento no sabía dónde se encontraba. Después la casa se sacudió de nuevo, y el bramido espantado de la vaca Ayrshire, que conservaba para tener leche y man-

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tequilla, hizo que se levantara de su sillón, caminó hasta la puerta y sacó la cabeza hacia la noche salvaje. Inmediatamente la puerta fue arrancada de su mano, las bisagras se tensaban con un chillido constante mientras la pálida silueta de la vaca pasó volando y se elevó hasta disolverse como una nube sobre las tejas del techo. Entonces tuvo un pensamiento, y solo un pensamiento: Junie. Junie me necesita. Fue una suerte que llevara quinientas libras de carbón en la parte de atrás de su miniván como lastre, como muchos de nosotros hacemos, porque sin eso él nunca hubiera podido mantener el vehículo en la carretera. Sin embargo, tuvo que esquivar las ovejas que se abalanzaban, los conejos que salían despedidos de las sombras como chotacabras, postes arrancados de sus anclajes, un

tejado suelto o una pared, inclusive un bote o dos arrancados del mar embravecido. Casi no podía ver el camino por la basura que volaba, el viento lo golpeaba como un puño y él tenía que forcejear con el volante para evitar que el auto diera volteretas. Si estaba medio borracho cuando subió al auto, ahora estaba tan sobrio como un juez, todo el alcohol se había quemado en sus venas por la terrible ansiedad que lo impulsaba. Pisó el acelerador hasta el fondo. Sólo podía rogar que no fuese demasiado tarde. Y ya estaba allí, bregando por salir del auto, aferrándose a la puerta para no salir volando él también. El páramo era tan negro como la piel de un toro angus. El viento chillaba en todos los callejones, aplastando los brezos hasta que yacían acostados gritando su agonía. Él escucha-

ba al mar embistiendo contra los acantilados. Fue entonces cuando la puerta de la miniván se rompió y en un segundo él ya se estaba deslizando sobre la maleza como sobre un tobogán despeñándose por el cerro Burrafirth, pero en esa loma habría hombres que contarían que un árbol lo salvó de la caída, ¿pero qué árbol podía crecer en una isla tan mezquina como ésta? Fue un matorral espinoso el que lo hizo, una masa endurecida y enmarañada de negros tallos leñosos apisonados contra el suelo con cincuenta años soportando los golpes del viento, pero fue suficiente. La brillante puerta blanca de la miniván fue llevada hacia el mar, como si fuese a volar para siempre, una extraña placa grande de acero que bien podría haber sido un frisbee surcando sobre las olas; pero Robbie Baikie


se había salvado, pese a la espinas clavadas en su manos, y el viento revolvió fuertemente sus cabellos y su barba. Entrecerró los ojos contra el viento, contra la tierra que volaba y la oscuridad, y allí estaba, a unas doscientas yardas y detrás de él a la izquierda: la cabaña del granjero, con ella adentro. «¡Junie!», gritó, pero el viento superó al sonido de su voz y lo alejó hasta que no se escuchó nada. «¡Junie!». En cuanto a ella, la mujer de los pájaros, la muchacha americana con unas piernas que cortaban el aliento y con una cara y una figura que eran casi tan perfectas como muchos hombres de aquí nunca lo soñaron en sus vidas, ella nunca supo que Robbie había ido a buscarla. Lo que sabía es que el viento estaba terrible. Muy terrible. Ella debió haber luchado contra él y se

dio cuenta de cuán inútil era hacer cualquier cosa que no fuera sucumbir al viento, acurrucarse y agarrarse y esperar. ¿Dónde estarán los pájaros?, se preguntaba. ¿Cómo soportan esto... con sus alas? ¿Yéndose mar adentro? Tenía frío y tiritaba, el fuego apagado hace mucho tiempo por las ráfagas que azotaban la chimenea. Y después la chimenea fue arrancada, con un sonido de garras rastrillando los cristales de la ventana. Hubo un chasquido, y las vigas del techo cedieron, y entonces fue la noche la que la miraba a ella desde arriba. Ella se aferró a los caballetes de hierro para leña, pero estos volaron y ella luego se aferró a las piedras de la chimenea, pero las piedras fueron barridas por el viento como si fueran motas de polvo, ¿y entonces de qué iba ella a agarrase? Nunca la encontramos. Nadie lo hizo. Hay unos que dicen que ella fue arrastrada por todo el camino hasta la costa de Noruega y llegó a tierra hablando noruego como una nativa, o que el capitán de un barco, anclado en mitad de un mar tormentoso, la encontró acurrucada detrás del agujereado vidrio de seguridad del puente, como un mascarón vivo, pero en realidad nadie cree en esto. Robbie Baikie sobrevivió esa noche y también sobrevivió al duelo por ella. Incluso ahora él se sienta frente a su pinta de cerveza y su vaso de whisky en el rincón de atrás del Magnuson’s, y si alguien le pregunta sobre el único amor de su vida, la mujer estadounidense de los pájaros, él dirá que escucha su voz en los gritos de las gaviotas que se arremolinan en los cielos durante la primavera, y que también ve su rostro en las alas rígidas de un pájaro flotando sobre el negro y bravo mar. Pobre Robbie.

* Este relato, originalmente titulado ‘Swept Away’, forma parte del libro Tooth and Claw, Bloomsbury Publishig, Londres, 2005.

Thomas Coraghessan Boyle (T.C. Boyle) Nació en Peekskill, Nueva York, en 1948. Se licenció en Inglés e Historia en la Universidad de Nueva York en Postdam, y tiene un Ph.D. en Literatura Británica del Siglo XIX por la Universidad de Iowa. Desde 1978 ha sido miembro del Departamento de Inglés de la University of Southern California, donde se desempeña como Catedrático Distinguido. Ha escrito veintiséis libros de ficción, entre ellos: After the Plague (2001), Drop City (2003), The Inner Circle (2004), Tooth and Claw (2005), The Human Fly (2005), Talk Talk (2006), The Women (2009), Wild Child (2010), When the Killing›s Done (2011), San Miguel (2012), T.C. Boyle Stories II (2013), The Harder They Come (2015) y The Terranauts (2016). Sus obras han sido traducidas a más de veinte idiomas y sus relatos se han publicado en las principales revistas literarias estadounidenses: The New Yorker, Harper›s, Esquire, The Atlantic Monthly, Playboy, The Paris Review, GQ, Antaeus, Granta y McSweeney›s. Ha recibido los premios PEN/Faulkner por la mejor novela del año (World’s End, 1988), el PEN/Malamud de cuentos (T.C. Boyle Stories, 1999) y el Premio Médicis Étranger para la mejor novela extranjera en Francia (The Tortilla Curtain, 1997). Está considerado en la actualidad uno de los escritores más relevantes de la narrativa estadounidense.

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VI

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En las pródigas luces humedecidas y en los aires de navegación de las montañas, en las solitarias inmensidades de la limpidez y en las humaredas, al calor fugitivo de la grave curvatura del mundo —en las calles y en los árboles, la lluvia refleja la callada ternura de tu visión. Y de las tumbas un suspiro enciende perdidos y escondidos fuegos en tu sentida imagen, a la ascensión de aquel melancólico vaho desde las oscuridades, que ha resquebrajado los sudarios de tus rumorosos antepasados —y en las entrañas del agua, al compás que escucho del olvido, llueve, y llueve y yo no te miro, en realidad puedo mirar que me miras tú, —¡cómo me miras!, de unos confines, de la infancia y de los mares profundos de la juventud —¡me miras en el vacío y a través de la distancia, cómo llega tu mirar, de tanta lejanía y en qué conmovida manera,

que me hace saber que yo no te miro! —y un gran llanto me sacude al deseo de encontrarte, y hablar contigo sobre la gratitud, sobre la primavera y la alegría y sobre cosas tantas y tan diversas, y a un tiempo te escucho —en la huella que ha quedado en mi frente, en una sombra que roza la pared—, te escucho hablar de todo cuanto me hace llorar —y así respondes a lo que digo en mi corazón.

(Aniversario de una visión)

VII Que sea larga tu permanencia bajo el fulgor de las estrellas, yo dejo en tus manos mi tiempo —el tiempo de la lluvia perfumará tu presencia resplandeciente en la vegetación. Renuncio al júbilo, renuncio a ti: eres tú el cuerpo de mi alma; quédate —yo he trasmontado el crepúsculo y la espesura, a la apacible luz de tus ojos y me interno en la tiniebla;


aniversario y mueven desde abajo y desde lo alto los flujos y los contornos de una broza de los sueños que nuestro paso aplasta rítmicamente. Una llamarada se cierne en las pláticas y ensombrece la borra de vino, y anuncia la llegada de un muerto a los quehaceres matinales —miedoso de la luz, el muerto de orejas de oro y cacao tiene el tórax grabado en la memoria, lágrimas tan hermosas como las arañas y las manos dispuestas en su sitio, entre la quietud de los salmos.

(Visitante profundo)

8. (II)

a nadie mires, no abras la ventana. No te muevas: hazme saber el gesto que de tu boca difunde silenciosa la brisa; estoy en tu memoria, hazme saber si tus manos me acarician y si por ellas el follaje respira —hazme saber de la lluvia que cae sobre tu escondido cuerpo, y si la penumbra es quien lo esconde o el espíritu de la noche.

Evocan las aguas un canto para helar el vaho y la sombra. Que de tu cabeza lavada alargue hacia aquí la medida y escudriñaré los costados del mar y la perdida lumbre que brilla en la orgullosa humedad muerta. (En la lejanía del abismo, de pronto la mariposa nocturna se volvió contemplativa, invisible y paciente como la devoción y flexibilidad que se le volaban por las patas). Uno llega, se oculta por no saber que ha llegado y se encuentra un estruendo: se diría tu voz, pero la incidencia de la luz y un olor de vejez no dejan ver su trance original, que era una sonrisa.

(Visitante profundo)

(Aniversario de una visión)

1. (I) Este visitante profundo habita en el vello y en las trompetas, decora una penumbra. Vaga por los acordes y los perfiles diversos aquí, en la ventana y allá, en el monte de la suprema finura, este viajero me contempla, inexplicable, se esconde en el olor claro y denso de las luminarias y en aquellos tejidos que dibujó el olvido —su mirada de piedra lisa y lavada no suele posarse en el don de la vida, sus ojos y aires y su bastón profundo cantan vapores nocturnos a las esferas grises

Como una luz Llegada la hora en que el astro se apague, quedarán mis ojos en los aires que contigo fulguraban. Silenciosamente y como una luz reposa en mi camino la transparencia del olvido. Tu aliento me devuelve a la espera y a la tristeza de la tierra, no te apartes del caer de la tarde —no me dejes descubrir sino detrás de ti lo que tengo todavía que morir. 27


IV Los grandes malestares causados por las sombras, las visiones melancólicas surgidas de la noche, todo lo horripilante, todo lo atroz, lo que no tiene nombre, lo que no tiene por qué, hay que soportarlo, quién sabe por qué. Si no tienes qué comer sino basura, no digas nada. Si la basura te hace mal, no digas nada. Si te cortan los pies, si te queman las manos, si la lengua se te pudre, si te partes la espalda, si te rompes el alma, no digas nada. Si te envenenan no digas nada, aunque se te salgan las tripas por la boca y se te paren los pelos de punta; aunque se aneguen tus ojos en sangre, no digas nada. Si te sientes bien no te sientas bien. Si te quedas no te quedes. Si te mueres no te mueras. Si te apenas no te apenes. No digas nada. Vivir es difícil; cosa difícil no decir nada. Soportar a la gente sin decir nada no es nada fácil. Es muy difícil —en cuanto pretende que se la entienda sin decir nada, entender a la gente sin decir nada. Es terriblemente difícil y sin embargo muy fácil ser gente; pero es lo difícil no decir nada.

(Recorrer esta distancia)

VII En el extraño sitio en que precisamente la perdición y el encuentro han ocurrido, la hermosura de la vida es un hecho que no se puede ni se debe negar. La hermosura de la vida, por el milagro de vivir. La hermosura de la vida, que se da, por el milagro de morir. Fluye la vida, pasa y vuela, se retuerce en una interioridad inalcanzable. En el aura de los seres que transitan, que se hace perceptible con un latido, en el viento que vibra con el ir y venir de los seres, en los decires, en los clamores, en los gritos, en el humo

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—en las calles, con una luz en la paredes, unas veces, y otras veces, con una sombra. En ese mirar las cosas, con que suelen mirar los animales; en ese mirar del humano, con que el humano suele mirar el mirar del animal que mira las cosas. En la hechura de la tela, en el hierro que el hierro es hierro. En la mesa, en la casa. En la orilla del río. En la humedad del ambiente. En el calor del verano, en el frío del invierno, en la luz de la primavera —en un abrir y cerrar de ojos. Rasgando en el horizonte o sepultándose en el abismo, aparece y desaparece la verdadera vida.

(Recorrer esta distancia)

4. (III) Cuando pienso en el misterio de la noche, imagino el misterio de tu cuerpo, que es sólo una manera de ser de la noche; yo sé de verdad que el cuerpo que te habita no es sino la oscuridad de tu cuerpo; y tal oscuridad se difunde bajo el signo de la noche. En las infinitas concavidades de tu cuerpo, existen infinitos reinos de oscuridad; y esto es algo que llama a la meditación. Este cuerpo, cerrado, secreto y prohibido; este cuerpo, ajeno y temible, y jamás adivinado, ni presentido. Y es como un resplandor, o como una sombra: sólo se deja sentir desde lejos o en lo recóndito, y con una soledad excesiva, que no te pertenece a ti. Y sólo se deja sentir con un pálpito, con una temperatura, y con un dolor que no te pertenece a ti. Si algo me sobrecoge, es la imagen que me imagina, en la distancia; se escucha una respiración en mis adentros. El cuerpo respira en mis adentros. La oscuridad me preocupa —la noche del cuerpo me preocupa. El cuerpo de la noche y la muerte del cuerpo son cosas que me preocupan.

(La noche)


5. (III) Y yo me pregunto: ¿Qué es tu cuerpo? Yo no sé si te has preguntado alguna vez qué es tu cuerpo. Es un trance grave y difícil. Yo me he acercado una vez a mi cuerpo; y habiendo comprendido que jamás lo había visto, aunque lo llevaba a cuestas, le he preguntado quién era; y una voz, en el silencio, me ha dicho: Yo soy el cuerpo que te habita, y estoy aquí, en las oscuridades, y te duelo, y te vivo, y te muero. Pero no soy tu cuerpo. Yo soy la noche.

(La noche)

6. Nadie podrá acercarse a la noche y acometer la tarea de conocerla, sin antes haberse sumergido en los horrores del alcohol. El alcohol, en efecto, abre la puerta de la noche; la noche es un recinto hermético y secreto, que se hunde en lo hondo de los mundos, y no se podrá mirar en sus adentros, sino por la vía del terror y del espanto. Además, existen ciertas afinidades con lo oscuro; y quien no las tiene, jamás podrá acercarse a la noche. Tales afinidades prosperan bajo un signo que podría parecer inconsistente al no iniciado; pero este signo es ya de por sí indicativo, y lo constituye un extraño y permanente temor de caer en el camino. De ahí que el iniciado en los secretos de la noche, camine siempre con cautela, como si de súbito hubiera enceguecido, o hubiera perdido la noción del espacio. Y es éste en realidad un caminar en las tinieblas —es de hecho un caminar en el seno de la noche. Pues el iniciado habrá perdido la luz para siempre, aunque, por otra parte, podrá encontrarla el momento que lo desee, dispuesto como está a pagar el alto precio que se le exige. Pues para el hombre que mora en la noche; para aquel que se ha adentrado en la noche y conoce las profundidades de la noche, el alcohol es la luz. El que su cuerpo se vuelva transparente, y el que esta transparencia le permita mirar el otro lado de la noche, es obra exclusiva del alcohol.

(La noche)

Jaime Sáenz (La Paz, Bolivia 1921 – 1986) Uno de los poetas más importantes de la literatura boliviana, además de novelista, dramaturgo, ensayista y periodista. En 1938 viajó a Alemania donde conoció las modernas técnicas de la creación literaria. Vuelve a Bolivia, trabaja en el ministerio de Defensa y progresivamente se introduce en la vida nocturna de la ciudad. En este período frecuenta espacios periféricos, bodegas donde convive con alcohólicos, indigentes y migrantes indios marginalizados. Después de sufrir dos ataques de delírium trémens y después del fracaso de un matrimonio, decide dejar la bebida y se aboca a la escritura. A partir de la década de los cincuenta comienza a escribir el grueso de su obra. En 1955 publica El escalpelo, libro de prosa poética y a partir de allí, hasta los años ochenta publicará 12 títulos más: Muerte por el tacto (1957), Aniversario de una visión (1960), Visitante profundo (1964), El frío (1967), Recorrer esta distancia (1973), Bruckner (1978), Las tinieblas (1978), Imágenes paceñas (1979), Felipe Delgado (1979), Al pasar un cometa (1982), La noche (1984) y Los cuartos (1985). De forma póstuma se publican: Vidas y muertes (prosa, 1986), La piedra imán (prosa, 1989), Los papeles de Narciso Lima Achá (novela, 1991), Carta de amor (poesía, 1996), Obra dramática (teatro, 2005), Prosa breve (2008) y Tocnolencias (prosa poética, 2014). Murió en 1986 fruto de una recaída en el alcoholismo. 29


Lejano Eduardo Halfon

M

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e estaba moviendo entre ellos como si quisiera encontrar la salida de algún laberinto. El carácter doble de la forma del cuento, leímos juntos del ensayo de Ricardo Piglia, y ya no me sorprendió ver todos aquellos semblantes repletos de acné y la más tierna confusión. Un cuento siempre cuenta dos historias, leímos. Un relato visible esconde un relato secreto, leímos. El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto, leímos, y entonces les pregunté si habían entendido algo, cualquier cosa, y era como estar hablándoles en algún dialecto africano. Silencio. Y audaz, impávido, seguí adentrándome en el laberinto. Varios estaban medio dormidos. Otros hacían dibujitos. Una muchacha demasiado flaca jugaba aburridamente con su rubia melena, enroscándose y desenroscándose el flequillo alrededor del índice. A su lado, un chico bonito se la estaba comiendo con la mirada. Y desde el más profundo mutismo, me llegó un retintín de cuchicheos y risas contenidas y chicles masticados y, entonces, como todos los años, me pregunté si esa mierda en verdad valía la pena. No sé qué hacía enseñándoles literatura a una caterva de universitarios, en su mayoría, analfabetos. Cada comienzo de ciclo, ingresa-

ban a la universidad aún emanando un aroma a cachorritos lúgubres. Bastante descarriados pero con la fachosa noción de no estarlo, de ya saberlo todo, de poseer un entendimiento absoluto sobre los secretos que gobiernan el universo entero. Y para qué la literatura. Para qué un curso más escuchando a un pendejo más hablar aún más pendejadas literarias, y cuán maravillosos son los libros, y cuán importantes son los libros, y entonces mejor quítense de mi camino porque me las puedo solo, sin libros y sin pendejos que todavía creen que la literatura es una cosa importante. Algo así pensaban, supongo. Y supongo que, de cierto modo, viendo todos los años su misma expresión de altanería y percibiendo esa misma mirada tan soberbia e ignorante, los entendía perfectamente, y casi les daba la razón, y reconocía en ellos algún rastro de mí mismo. Es como las estrellas. Me di la vuelta y observé a un chico moreno y delgado cuyo frágil semblante, por algún motivo, me hizo pensar en un rosal, pero no en un rosal frondoso, sino en uno triste, seco, sin rosa alguna. Varios alumnos se estaban riendo. ¿Perdón? Es como las estrellas, susurró él de nuevo. Le pregunté su nombre. Juan Kalel, dijo igual de

quedito, sin verme. Le pedí que nos explicara qué quería decir con eso y él permaneció callado durante unos segundos, como para poner en orden sus pensamientos. Que las estrellas son las estrellas, dijo tímidamente, y otra vez algunas risitas, pero le supliqué que continuara. Pues eso, dijo, las estrellas son las estrellas que nosotros vemos, pero también son algo más, algo que no vemos pero que igual está allí arriba. No dije nada, dándole tiempo y espacio para que profundizara un poco más. Si las ordenamos, entonces también son constelaciones, susurró, que también representan signos zodíacos, que a su vez nos representan a cada uno de nosotros. Le dije que muy bien, pero qué tenía que ver eso con un cuento. De nuevo guardó silencio y, mientras duró ese silencio, me dirigí al escritorio donde había dejado el café con leche y me tomé un largo y tibio sorbo. O sea, dijo con dificultad, como si le pesaran las palabras, un cuento es algo que vemos y podemos leer, pero también, si lo ordenamos, es algo más, algo que no vemos pero que igual está allí, entrelíneas, sugerido. Los demás alumnos seguían callados, mirando a Juan Kalel como si fuese un bicho raro y esperando mi reacción. Pensé en las implicaciones metafísicas y estéticas de su comentario, en todos los posibles derivados que seguramente ni el mismo Juan Kalel reconocía. Pero no comenté nada. Entre traguitos de café, me limité a sonreírle. Después de la clase, ya de vuelta en el salón de catedráticos, eché más café en mi vasito de cartón y encendí un cigarro y me puse a hojear el periódico, distraídamente. Una profesora de psicología cuyo apellido era Gómez o González se sentó a mi lado y me preguntó qué curso estaba dando. Literatura, le dije. Uy, qué difícil, dijo la seño-


narrativa

ra pero no entendí por qué. Tenía demasiado maquillaje en el rostro y el pelo teñido de un ocre cansado, como el de un micoleón o el de una muñeca olvidada. El borde de su vasito estaba ya todo besuqueado de rojo. ¿Y qué están leyendo los niñitos?, preguntó demasiado jovial. Así los llamó, niñitos. Me quedé mirándola con cuanta seriedad e intolerancia cabía en mi mirada y, suspirando una nube de humo, le dije que por el momento sólo algunos cuentos del Pato Donald y Tribilín. Vaya, dijo ella y no dijo más. • Me pasé los días siguientes pensando en Juan Kalel. Había logrado informarme que estaba cursando, con beca total, el primer año de ciencias económicas. Tenía diecisiete años y era oriundo de Tecpán, una hermosa ciudad de alcachofas y pinabetes en el altiplano occidental del país, aunque decir ciudad sea un tanto excesivo, y decir pinabetes sea un tanto optimista. Todo Juan Ka-

lel desentonaba con el resto de los alumnos de mi curso y, por supuesto, con los de la universidad. Su sensibilidad y elocuencia. Su interés. Su aspecto físico y estatus social. Como en muchas universidades privadas latinoamericanas, la gran mayoría del alumnado de la Universidad Francisco Marroquín proviene de familias adineradas o que se creen adineradas y que entonces también creen tener asegurado el porvenir económico de sus hijos. Los títulos universitarios, por lo tanto, se pueden volver meros embustes decorativos para menguar protocolos familiares y qué decires sociales. Se podría afirmar sin ningún titubeo que esta actitud desdeñosa y pedante es aún más marcada, aún más obvia, en los alumnos de primer año, a los que yo, con indisputable fatiga, recibía en mi curso. Estoy generalizando, por supuesto, y quizás peligrosamente, pero el mundo sólo se entiende a través de generalizaciones. De cuando en cuando, sin embargo, en medio de toda esa gran

masa de falsedad e hipocresía, aparece una estrellita fugaz (para seguir su propia metáfora) como Juan Kalel, que con decir unas breves palabras pone en evidencia no sólo la falsedad e hipocresía de los demás alumnos sino, a veces, luctuosamente, la del mismo profesor y su viciado sistema académico. • El primer autor del programa era Edgar Allan Poe: trampolín natural para un curso de cuentos contemporáneos, me parece. Les había pedido que leyeran dos de sus cuentos, La carta robada y El gato negro, cubriendo así su vertiente policíaca con uno y su vertiente de suspenso con el otro. Al iniciar la clase, una chica algo gorda levantó la mano y dijo que no le habían gustado para nada. Muy bien, le dije, válido, pero por qué no. A lo que ella, mientras hacía una mueca de asco, simplemente respondió que muy feos. Algunas personas se rieron y otras la secunda-

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No sé qué hacía enseñándoles literatura a una caterva de universitarios, en su mayoría, analfabetos. Cada comienzo de ciclo, ingresaban a la universidad aún emanando un aroma a cachorritos lúgubres.

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ron. Ay, sí, muy feos. Les expliqué, entonces, que el gusto tenía que ir acompañado de un entendimiento más refinado, que casi siempre no nos gustaba algo sencillamente porque no lo entendíamos, porque no habíamos hecho un esfuerzo por entenderlo y lo más fácil, consecuentemente, era decir que no nos había gustado y lavarnos las manos de todo el asunto. Hay que fomentar el criterio, les dije, ejercitar la habilidad de análisis y síntesis, y no sólo escupir opiniones vacías. Hay que aprender a leer más allá de las palabras, les dije, según creía entonces, poéticamente, pero ahora estoy seguro de que sólo confundiéndolos más. Luego me pasé casi todo el período profundizando en los vericuetos de ambos cuentos, en la red casi intangible de simbolismos que Poe había tendido justo por debajo de los textos, como para sostenerlos. ¿Alguna duda?, les dije al terminar. Y un muchacho de pelo largo preguntó, igual que otros muchachos en años anteriores, si un autor como Poe hacía eso a propósito, es decir, entretejer una historia secreta en los intersticios de una historia visible, o si sólo le salía así, espontáneamente. Y entonces, igual que todos los años, le respondí que habría que preguntárselo a él, es decir, a Poe, pero que en mi opinión esa era precisamente la diferencia entre un escritor y un escritor genial, el poder estar diciendo una cosa cuando en realidad se está diciendo otra, el poder usar el lenguaje para llegar a un sublime y efímero metalenguaje. ¿Como un ventrílocuo?, preguntó él. Sí, supongo, le contesté, aunque después, pensándolo con más detenimiento, me arrepentí. Al finalizar, la chica gorda se me acercó mientras yo estaba guardando mis cosas. Todavía no me gustan los cuentos, dijo. Sonreí y le pregunté su nombre. Ligia Martínez. No hay problema, Ligia, ni yo

ni el señor Poe nos vamos a ofender. Pero eso sí, licenciado, ya los entiendo mejor, y la regañé por decirme licenciado. Perdón, ingeniero, y la regañé de nuevo. No le gusta que le digan así, dijo de pronto otra chica que yo no había visto y que la estaba esperando en la puerta. ¿Entonces cómo?, me preguntó Ligia. Sólo Eduardo, dijo la otra chica con una ligera sonrisa, y me fijé que tenía ella los ojos color de melaza, o al menos así me pareció en ese momento, bajo esa luz. Mire, comentó Ligia, le quería preguntar por qué no hay más escritoras en el programa del curso. Apenas hay una mujer, Eduardo, esta tal O’Connol y o no sé qué. ¿No le parece incorrecto, o sea, políticamente?, preguntó con un dejo de malicia. Y le contesté lo que contesto todos los años. Tampoco incluí a un negro, Ligia, ni a un oriental ni a un enano, y sólo, que yo sepa, a un homosexual. Le dije que mis cursos, gracias a Dios, eran políticamente incorrectos. En otras palabras, Ligia, son sinceros. Igual que el arte. Grandes cuentistas, y punto. Dijo ella que bueno, que únicamente quería saber, y se marchó con su amiga. Solo, recostado contra la pared, Juan Kalel estaba esperándome afuera del aula. ¿Tiene un minuto, Halfon?, me dijo, pronunciando mi apellido de una manera muy peculiar, como si éste tuviese acento en ambas sílabas o algo así. Le dije que por supuesto, luego le dije que me había extrañado su silencio durante la clase. Quería molestarlo, dijo, ignorando mi comentario y mirando hacia el suelo. Me di cuenta de que tenía una enorme cicatriz purpúrea sobre la mejilla derecha. Como un machetazo, pensé. Después pensé fugazmente en los chisguetazos blancos de aquel muro tan negro de Auschwitz que me había mencionado mi abuelo polaco. Juan sacó un papel doblado del bolsillo


de su camisa y me lo entregó. Es un poema, Halfon. Le pregunté si quería que lo leyera allí mismo y, retrocediendo un par de pasos, asustado, me dijo que no, que más tarde, por favor, cuando tuviese yo un poco de tiempo. Con mucho gusto, Juan, y le iba a tender la mano en despedida pero siguió retrocediendo, muy despacio, mientras me daba las gracias sin mirarme. • De Maupassant leyeron El horla. Antes de iniciar la clase, pedí que levantaran la mano todos aquellos a quienes no les había gustado el cuento. Seis personas, timoratamente. Luego siete. Y ocho. Muy bien, ustedes ocho pasen al frente, les dije y con languidez, poco a poco, se fueron ordenando enfrente del grupo hasta formar algo similar a una línea torcida de sospechosos. A ver, ¿por qué no les gustó? Primero: no sé. Segundo: porque no lo terminé de leer y entonces no me gustó. Tercero: porque no se entiende nada de nada y sólo estupideces habla el autor y a mí no me gustan los que hablan estupideces. Cuarto: porque muy largo. Quinto: porque muy largo (risas). Sexto: porque me dio lástima el loco. Séptimo: porque a mí sólo me gustan los cuentos bonitos que me inspiran y me dan ánimos de vivir y no los que sólo me deprimen. Octavo: sí, igual, me hizo sentirme mal y no me gusta sentirme mal. Me quedé callado, viéndolos a ellos y viendo al resto del grupo y dejando que así tal vez les calara algo sin que tuviera yo que nombrarlo. Inútilmente. Luego les dije que muchas gracias, que podían sentarse, y procedí, despacio, a analizarles el cuento, a señalarles los elementos importantes y las temáticas recurrentes y las distintas frases que eran como bellísimas puertas de entrada a una historia secreta. Un cuento difícil, elíptico,

quizás incomprensible, pero a fin de cuentas magistral. Nos vemos la semana entrante, dije al concluir. Señor Kalel, tú quédate, por favor. Y tras responder algunas preguntas individuales y recoger mis cosas, le pedí a Juan que me acompañara a fumarme un cigarro en la cafetería. Él sólo sacudió la cabeza afirmativamente. De pocas palabras, Juan Kalel. Caminamos en silencio, un silencio agradable, adecuado, como el de una película muda en donde ya ni siquiera es silencio sino simplemente un estado normal. Compré dos cafés con leche y luego fuimos a sentarnos a la mesa más alejada. Encendí un cigarro. Muy bueno, Maupassant, susurró Juan mientras revolvía el azúcar. Un profesor de arquitectura se acercó a saludarme, pero no me puse de pie y se marchó enseguida. Juan se había quemado con su café y estaba sobándose los labios con un dedo. Me gustó mucho eso del tallo de una flor doblado por una mano invisible, dijo con una tristeza arrolladora, y yo pensé que en cualquier momento se echaría a llorar. A mí también, pero no sé por qué, le dije alcanzando el cenicero. Mira, Juan, leí tu poema, y luego me quedé callado, dándole pequeñísimos sorbos al café con leche. Él seguía soplando el suyo. Le dije que estaba muy bien. Juan levantó la mirada y me dijo que lo sabía. Ambos sonreímos. Mordí suavemente el cigarro para poder sacar el papel doblado de mi bolsón de cuero verde. En silencio, leí el poema otra vez. ¿Y el título?, le pregunté. No tiene, no creo en títulos, dijo. Son un mal necesario, Juan. Tal vez, pero igual no creo en ellos. Hizo una pausa. Al igual que usted, Halfon, añadió con una sonrisa guasona, que tampoco cree en títulos personales. Touché, señor, y mientras machacaba mi cigarro, le pregunté si tenía más poemas, si había escrito otros. Aún estaba

él soplando su café. Sin mirarme, dijo que ese lo había escrito aquel día, en mi clase, mientras yo hablaba sobre los cuentos de Poe. Dijo que escribía poemas cada vez que sentía algo muy fuerte, estuviese donde estuviese, pero que el poema nunca trataba sobre aquello que estaba sintiendo, sino sobre algo muy distinto. Dijo que en su casa tenía cuadernos llenos de poemas. Dijo que yo era el primero en leer uno. • Dos días después recibí un correo electrónico de la chica con ojos color de melaza. Se llamaba Ana María Castillo, pero firmaba su carta, melosamente, con el apelativo Annie. De inmediato pensé en una huérfana de rizos anaranjados, aunque esta chica era alta, muy pálida y tenía el pelo lacio y de un extraordinario negro betún. La carta era breve y, para mi sorpresa, estaba impecablemente bien redactada. Decía que a ella tampoco le había gustado el cuento de Maupassant, pero que le había dado mucha pena admitirlo enfrente de todos. Por eso le escribo, decía. Para explicarle por qué no me gustó el cuento. Primero quiero que sepa que lo leí dos veces, tal como usted siempre nos dice que debemos hacer, y que también lo entendí, o al menos entendí algo. No es por eso por lo que no me gustó, sino porque me identifiqué demasiado con el protagonista. A veces, yo también me siento igual de sola, y no sé qué hacer, no sé cómo manejarlo. Supongo que odiamos aquello que somos. Le contesté esa misma noche, y el tono de mi carta resultó más petulante de lo que había previsto. Te felicito, le escribí. Así se lee un cuento: dejándose arrastrar por el río del autor. Ya sean esas aguas plácidas o vertiginosas, no importa. El asunto es tener el coraje y la confianza para zambullirse de lleno.

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Entonces la literatura, o el arte en general, se vuelve un tipo de espejo, Annie, donde se reflejan todas nuestras perfecciones e imperfecciones. Algunas asustan. Otras duelen. Es curiosa la ficción, ¿no? Un cuento no es más que una mentira. Una ilusión. Y esa ilusión sólo funciona si confiamos en ella. Al igual que los trucos de un mago nos impresionan sabiendo muy bien que son sólo trucos. El conejo no ha desaparecido. La mujer no ha sido serruchada en dos. Pero así lo creemos. Es una ilusión verdadera. La literatura, escribió Platón, es un engaño en el que quien engaña es más honesto que quien no engaña, y quien se deja engañar es más inteligente que quien no se deja engañar. •

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Chéjov, entonces. Leyeron tres cuentos relativamente cortos de Chéjov y creo que nadie entendió nada. O tal vez nadie los leyó. Frustrado, les pasé un examen que duró el resto del período, mientras yo, sentado ante ellos, me deslumbraba con cada página de uno de los cuadernos de Juan Kalel. Al salir del aula, allí estaba Juan de nuevo, esperándome recostado contra la pared. Nos dirigimos a la cafetería y esta vez insistió en pagar los cafés con leche. Le agradecí. Ya sentados, coloqué su cuaderno sobre la mesa y encendí un cigarro. Le pregunté por qué estaba estudiando economía, pero él sólo se encogió de hombros y ambos entendimos que era una pregunta ridícula. ¿Qué hace tu familia? Mi padre cuida una parcela de hortalizas en Pamanzana, justo afuera de Tecpán, dijo, y mi madre trabaja en una fábrica de textiles. ¿No tienes hermanos? Tres hermanas, dijo, todas menores. Me contó que su beca también le pagaba un dormitorio en una residencia estudiantil de la capital. ¿Y usted por qué estudió

ingeniería? Le dije que por idiota y luego permanecimos callados unos minutos, tomando café con leche mientras yo fumaba y pensaba en cómo sería su vida familiar. Era contradictorio, Juan Kalel, por momentos, parecía emanar una inocencia absoluta, una ingenuidad tan obvia y tan sincera como ese machetazo en el rostro. Pero otras veces daba la impresión de comprender todo, de haber vivido y sufrido muchas cosas que el resto de nosotros sólo conoce por lecturas o suposiciones o teorías pueriles. Sin sonreír, aparentaba estar sonriendo; y sin llorar, parecía tener lágrimas indeleblemente en las mejillas. Le pregunté qué poetas le gustaba leer y me dijo que Rimbaud y Pessoa y Rilke. Especialmente Rilke, dijo. No veo mucho de Rilke en tus poemas, Juan, o al menos en aquellos que he leído hasta ahora. Rilke está en todos mis poemas, dijo, y no quise preguntarle por qué lo decía, aun que mucho después entendí perfectamente. ¿Usted no escribe poemas?, me preguntó y, machacando mi cigarro, le dije que nunca, y luego le iba a decir que no me sentía un poeta, pues un poeta, en mi opinión, tiene que sentirse así, nacer así, en cambio un narrador puede ir formándose poco a poco, pero no logré decirle nada. Me habían saludado desde atrás y, al darme la vuelta, encontré los ojos color melaza de Annie Castillo, lo cual es un decir, pues de melaza no tenían más que un recuerdo equivocado. Y me puse de pie. Qué tal, Eduardo. Llevaba sus libros abrazados fuerte contra el pecho, como un salvavidas, pensé, y nos preguntó si estábamos ocupados. Le dije que un poco. Bueno, sólo quería agradecerle su respuesta, personalmente. No hay de qué, Annie. Y decirle, Eduardo, que tal vez podríamos juntarnos a platicar algún día, musitó tornándose rosada, si usted puede. Le dije que por


supuesto, que me encantaría, y ella sonrió nerviosa. Pues nos escribimos, entonces, dijo y me tendió su mano, una mano larga y delgada y demasiado fría. Al sentarme encendí otro cigarro y noté que, mientras Annie se iba alejando, Juan Kalel estaba muy concentrado mirándole las nalgas. • En este cuento no pasa nada, alegó un chico algo raquítico de apellido Arreola. Qué, un tipo se toma unos tragos con su viejo amigo y después se marcha para su casa. O sea, qué tiene eso de maravilloso, se mofó, si es lo mismo que yo hago todos los viernes. Algunos se rieron, apenadamente. Les dije que a Joyce había que leerlo con mucho más cuidado. Había que entender un poco la historia de Irlanda y el conflicto religioso de los irlandeses. Había que comprender el contexto de cada uno de los cuentos, su orden y sus múltiples simbolismos. Y sobre todo había que sentir las epifanías. ¿Alguien aquí sabe qué significa epifanía? Una chica con rasgos de gatúbela dijo que algo así como la epifanía de Jesús. Sí, más o menos, pero qué es eso. Ay, no me recuerdo, dijo. Muy bien, pongan atención, y una ráfaga de papeles y lapiceros alistándose. En el teatro griego, una epifanía es el momento climático en el cual un dios aparece e impone orden en la escena. Ahora, en la tradición cristiana, la epifanía se refiere a la revelación de la divinidad de Jesús a los Reyes Magos. De igual manera, es una especie de momento de claridad. En el sentido joyceano, entonces, una epifanía es una revelación súbita que sufre alguno de los personajes. Una manifestación espiritual repentina, escribió el mismo Joyce, dije muy despacio. ¿Está claro?, y silencio, lo cual siempre quiere decir que no.

La niña parecía una copia en miniatura de su madre: vestido negro y mantilla blanca sobre la cabeza. Volví la mirada y noté que, en la esquina, alrededor de las veladoras, habían colocado flores marchitas y un rosario y algunas viejas fotografías y, entonces, en un solo instante, lo entendí todo. Para empezar, el título, Una nubecilla, les dije, es una pésima traducción. Todos los traductores castellanos, incluyendo al cubano Cabrera Infante, no han hecho bien su trabajo. El título original es A Little Cloud, el cual sabemos que Joyce tomó de un pasaje bíblico, de Reyes 1. ¿Alguien recuerda qué pasó en Reyes 1? Una chica intentó decir algo y luego se quedó callada. Les expliqué, a grandes rasgos, que el pueblo de Israel se había alejado de Dios. Entonces, les dije, Elías profetizó una sequía total hasta que el pueblo dejara de venerar a falsos dioses y regresara a Jehová. Después de dos años sin una gota de lluvia, tras la derrota de Achab y los falsos profetas, el pueblo de Israel volvió a Dios, y el criado de Elías, felizmente, pronunció: Yo veo una pequeña nube como la palma de la mano de un hombre, que sube de la mar. En otras palabras: Ya viene la lluvia, señores. Fíjense. No una nubecilla, dije, sino una pequeña nube. ¿Y por qué es esto importante en el contexto del cuento? Pausa. ¿Por qué insisto en que Cabrera Infante y compañía han hecho no sólo una muy mala traducción del título, sino una traducción que aleja al lector del sentido último del cuento?

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Juan Kalel levantó la mano y dijo que tal vez pudiese haber alguna relación entre el optimismo de la nube que se avecina en la Biblia y el falso optimismo de Chico Chandler. Porque en inglés, dijo, sería Little Chandler y Little Cloud, ¿no? O sea, en español, el Pequeño Chandler y la Pequeña Nube. Se relacionan a través de la palabra pequeño, dijo. Contento, caminé al escritorio buscando mi café con leche. Es decir, continuó Juan, Chandler sólo habla de todo lo que hará, de todos los poemas que escribirá, de que él también algún día se marchará de

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Dublín y vivirá tan libremente y liberalmente como su amigo Gallaher. Pero luego, al llegar a su casa, lo único que puede hacer es gritarle a su hijo y hacerlo llorar. Es patético, creo yo, dijo. Y también es irónico, dijo. La relación entre los dos pequeños del cuento, la nube y Chandler, es irónica, pues es obvio que él jamás hará todo lo que quiere hacer. A diferencia de la nube bíblica, él no tiene ninguna esperanza. Está como paralizado, dijo Juan con la mirada perdida, como si acabase de comprender algo mucho más íntimo pero también inalcanzable.

Sonriendo, les pregunté si habían entendido. Annie Castillo levantó la mano. Pero a mí me parece, susurró, que hay algo más. Le dije que desde luego, que había algo más. No sé, continuó despacio, me parece que el uso de la ironía en el título no es gratuito. Y se quedó callada. Exacto, le dije, ¿pero por qué no? ¿Qué otra ironía, Annie, se vislumbra en el cuento? Ella sólo sacudió la cabeza y levantó los hombros. Volteé a ver a Juan para que la auxiliara, pero él estaba ya absorto garabateando algo en su cuaderno. Un poema, quizás. No sé, balbuceó


Annie con timidez, también es irónica la actitud del mismo Chandler. ¿Por qué?, insistí. Porque Chandler, dijo, envidia todas las cosas equivocadas e inmorales, por decirlo así, que representa su amigo Gallaher. Y eso es irónico. Sin decir más, tomé un trocito de yeso y anoté una cita de Joyce en la pizarra: Mi intención fue escribir un capítulo de la historia moral de mi país, y escogí a Dublín como escenario porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis. Entonces, dije aún dándoles la espalda, en todo este hermoso desmadre joyceano, ¿dónde está la epifanía? • La semana siguiente, leyeron dos cuentos de Hemingway, Los asesinos y Un lugar limpio y bien iluminado. Les hablé del estilo hemingwayano, parco y directo y tan poético. Les hablé de Nick Adams. Les hablé de los tres meseros, que luego son dos, que luego son uno, y que luego son nada. Los puse a escribir un breve ensayo sobre la orientación de ambos títulos, ¿qué han asesinado?, ¿quiénes?, ¿existe realmente un lugar limpio y bien iluminado o es ésta una metáfora de algo más? Me quedé observándolos mientras fingía leer el periódico. Nunca llegó Juan Kalel, pero no le presté mayor atención. Habíamos acordado Annie Castillo y yo tomarnos un café a media mañana en el salón de catedráticos. Cuando se asomó, yo estaba fumándome un cigarro y platicando travesuras marxistas con un profesor de economía neoliberal. Le dije que con permiso, que la señorita venía conmigo, y él inmediatamente se puso de pie. Annie se sentó. Le pregunté si se había cortado el pelo y ella, arreglándose el flequillo, dijo que un poquito. ¿Nos servimos café? Muy bien, dijo, y caminamos juntos ha-

cia la cafetera. Noté que no sólo se había cambiado el peinado, sino que llevaba puesto más maquillaje que de costumbre. Lucía una diminuta blusa color turquesa que dejaba a la vista su burbujita de ombligo y acentuaba vigorosamente sus hombros y pechos. ¿Azúcar? Por favor, dijo, y mucha crema. Ya sentados de nuevo, platicamos un poco de sus demás cursos y, por supuesto, de su previsible incertidumbre con la carrera. Tanto me impresionó su manera de mirarme directamente a los ojos que, de vez en cuando, yo era el que me sentía apenado y entonces buscaba con la mirada mi café o un nuevo cigarro o algún papel. Dijo que se había quedado pensando en el cuento de Joyce. Dijo que mucho de lo que Joyce estaba señalando en los dublineses también se encontraba en los guatemaltecos. Dijo que nunca le había gustado la literatura, pero que mi curso no estaba mal. Muchas gracias, le dije, y luego le pregunté por qué se había identificado tanto con el narrador del cuento de Maupassant. No sé, dijo después de pensarlo un momento, como si estuviese tratando de recordar la respuesta que había memorizado. Me rodeo de gente, Eduardo, para no sentirme sola. Pero con o sin gente, siempre me siento sola. Igual que el personaje, supongo. Una soledad que casi no se tolera, ¿me entiende? Y no dijo más. Y yo tampoco quise indagar más. Mirando la hora, exclamó que ya iba tarde. Álgebra, susurró con desesperación. Nos pusimos de pie. Le pregunté si sabía por qué Juan Kalel no había llegado a la última clase. ¿Quién es Juan Kalel?, dijo, y yo sólo le sonreí. Annie se mantuvo quieta, aunque muy nerviosa, abrazando sus libros y mirando hacia todas partes. Le pregunté si estaba bien. Claro, ¿por qué pregunta? Me quedé callado, jugando con mi cigarro. Y ella de pronto abrió leve-

Supongo que los nombres de los pueblos guatemaltecos son, a fin de cuentas, igual que su gente: una mezcla de sutiles vahos indígenas y toscas frases de conquistadores españoles igualmente toscos y un imperialismo draconiano que se impone de una manera irrisoria y brutal, pero siempre recalcitrante.

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Una amiga de Juan llegó a saludarlo y se pusieron a platicar en cakchikel. Sonaba bellísimo, como a gotitas de lluvia cayendo en una laguna, o algo así. Cuando se marchó, le pregunté a Juan si escribía poemas en cakchikel. Me dijo que por supuesto.

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mente la boca, como si fuese a decir algo importante o al menos algo revelador, pero no dijo nada. • ¿Quién sabe qué es un negro artificial?, les pregunté refiriéndome al título del cuento de Flannery O’Connor que habían leído. El pupitre de Juan Kalel estaba, de nuevo, vacante. Sonó el móvil de una muchacha muy alta y luego, sin tener que decírselo, agarró sus cosas y se salió de mi clase. ¿Qué es un negro artificial?, repetí algo frustrado, y estaba a punto de explicarles que así se les llama a unas estatuillas de negros vestidos como jockeys, muy comunes en el sur de Estados Unidos y símbolos inequívocos del racismo y la esclavitud, cuando de pronto me llegó, desde la última fila, quizás la respuesta más literaria que me pudiesen haber dado. Un negro artificial, gritó un chico con la cabeza rasurada, es Michael Jackson. Después de la clase, fui a la Facultad de Ciencias Económicas y le pregunté a la secretaria si había pasado algo con Juan Kalel, que llevaba dos semanas sin presentarse a mi curso. Ella frunció la frente y me dijo que no sabía quién era Juan Kalel. Casi le grito que no sólo era un alumno becado de primer año, sino también un verdadero poeta. Juan Kalel se retiró de la universidad, escuché que dijo el decano desde su oficina. Dígale a Eduardo que pase adelante. Estaba por llamarte, dijo mientras ordenaba unos papeles. Siéntate. Contestó una llamada a la vez que respondía un correo electrónico y le decía a su secretaria que le diera unos minutos, que luego hablarían. ¿Qué tal tu curso?, preguntó, firmando algo. Le dije que bien. Estaba por llamarte, Eduardo, repitió. Temo que Juan Kalel se ha retirado de la universidad. Le pregunté si sabía por qué. Proble-

mas personales, me parece, dijo, y era obvio que no me quería decir más. Ambos nos quedamos callados, y pensé estúpidamente en alguna especie de tributo u homenaje a un soldado caído. Hace unos días recibimos esto, dijo entregándome un sobre. Llegó en el correo y se lo di a mi secretaria para que te avisara, Eduardo, pero supongo que ella no ha tenido tiempo. El sobre era de un blanco sucio y no tenía ningún remitente, aunque el matasellos púrpura era, claro está, de Tecpán. Guardé la carta en la bolsa interior de mi saco y, agradeciéndole, me puse de pie. Una lástima, dijo el decano y yo le dije que sí, una lástima. • El sábado me monté al auto a las siete de la mañana y salí para Tecpán. Llevaba conmigo el cuaderno de poemas de Juan Kalel y su carta, nada más. Le había enviado un correo electrónico anunciándole mi viaje, pero el sistema operativo o lo que sea me lo envió inmediatamente de vuelta. En la universidad no habían querido proporcionarme su dirección física ni su número de teléfono, argumentando que él, oficialmente, ya no era un alumno y, por lo tanto, su información había sido eliminada, oficialmente, de los archivos. Como si Juan Kalel jamás hubiese existido, oficialmente. En el camino, decidí detenerme a desayunar en la casa de mi hermano, ubicada en una pequeña aldea de San Lucas Sacatepéquez, a unos veinte kilómetros de la capital, que se llama, tan poéticamente, Choacorral. Toqué el timbre hasta que por fin lo desperté. ¿Y usted?, me preguntó sosteniendo la puerta, todavía medio dormido. Le dije que traía champurradas para el desayuno y que iba en ruta a Tecpán. Hizo una cara de confusión o de


disgusto, no sé, y me franqueó la entrada. Aún en bata y pantuflas, me mostró algunas esculturas que estaba trabajando en mármol blanco y luego un mural que presentaría en yeso. ¿Yeso pintado?, le pregunté y me dijo que sí, que tal vez, que todavía no estaba del todo seguro. Preparó una jarrilla de café y nos sentamos a desayunar en la terraza. Hacía frío, pero frío de montaña, el cual es muy distinto al frío pavimentado de una ciudad. Más casto y brillante. En el aire había un aroma a desnudez. Sentí calor en el rostro y me percaté de que el sol apenas empezaba a asomarse, tímidamente, por encima de un peñasco verde. Le dije que me dirigía a Tecpán para buscar a un alumno. Bueno, ex alumno. ¿Y eso?, preguntó mientras me echaba más café. Abandonó la universidad. ¿Un alumno de primer año? Sí, le dije, y le iba a decir que era un alumno de ciencias económicas que también escribía poemas, pero luego me arrepentí. ¿Y por qué abandonó la universidad? Le dije que

no sabía, pero que justamente eso quería averiguar. No es un alumno cualquiera, me imagino, comentó mi hermano con discreción. No, dije, no lo es. Y en silencio nos terminamos el café. Los nombres de los pueblos guatemaltecos jamás dejan de asombrarme. Son todos como suaves cascadas o como gemidos eróticos de algún bello felino o como bromas peripatéticas, depende. Ya de vuelta en la carretera, pasé por Sumpango, y cada vez que paso por Sumpango y leo el rótulo que dice Sumpango, me siento obligado a declamarlo en alto, Sumpango, pero no sé por qué. Pasé por El Tejar (donde, por supuesto, hacían muchísimas tejas) y por Chimaltenango y luego por Patzicía, que también tengo que pronunciar cada vez que lo leo. Todos estos nombres poseen algún hechizo lingüístico, pensé mientras manejaba y los iba entonando como pequeñas plegarias. Quizás entre mis favoritos siempre han estado los tenangos, es decir, Chichicastenangoy Quetzaltenango y Momostenango y también Huehuetenango, que me gustan como palabras, como lenguaje puro. Tenango, según

me han dicho, quiere decir lugar de, en lengua cakchikel o tal vez en kekchí. Luego está Totonicapán, cuyo sonido me hace pensar en buques antiguos, y Sacatepéquez, que me recuerda a una mujer masturbándose. Asimismo me encantan Nebaj y Chisec y Xuctzul, tan secos y crudos, casi violentos, aunque jamás he estado en ninguno de ellos y a duras penas podría ubicarlos en un mapa. Sin embargo, también hay pueblos con nombres tan rústicos y vulgares, nombres ya prosaicamente castellanizados como por ejemplo Bobos y Ojo de Agua y Pata Renca y, en lo que ahora es territorio beliceño, Sal Si Puedes. Pero, en mi opinión, el pueblo guatemalteco con el nombre más característico y más (o quizás menos) creativo es sin duda El Estor, situado en la orilla del lago de Izabal y donde, hace un par de siglos, una familia de extranjeros tenía tierras y fincas y una tienda muy famosa a la que todos los indígenas locales le decían, copiándoles a los dueños, El Store. Por lo tanto, El Estor. Supongo que los nombres de los pueblos guatemaltecos son, a fin de cuentas, igual que su gente: una mezcla de sutiles vahos indígenas y tos-

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…y luego le iba a decir que no me sentía un poeta, pues un poeta, en mi opinión, tiene que sentirse así, nacer así, en cambio un narrador puede ir formándose poco a poco, pero no logré decirle nada.

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cas frases de conquistadores españoles igualmente toscos y un imperialismo draconiano que se impone de una manera irrisoria y brutal, pero siempre recalcitrante. Llegué a Tecpán casi a mediodía. Estacioné mi auto y entré a un comedor llamado Tienda Lucky. Una señora regordeta estaba echando tortillas sobre un enorme comal, pero tortillas moradas o de un azul empañado. Seguramente notó mi sorpresa porque rápido me susurró que se llamaban tortillas negras. Ah, le dije, y luego me senté. Una canción ranchera sonaba a lo lejos. En las paredes había tres fotografías enmarcadas: una cabaña que parecía suiza, un par de caballos blancos tirados sobre el césped y un patrullero rubio de pie ante su lustroso auto policiaco, con todo y pastor alemán al lado y un magno titular por encima que decía Beverly Hills Police Department. Hola, me dijo de repente una niña de quizás diez años de edad, con facciones muy hermosas y emperifollada por completo con tela típica. Le pedí una cerveza y estaba a punto de encender un cigarro cuando ella hizo un chasquido con los labios y después señaló el letrero que prohibía fumar. Aunque le puedo preguntar a mi tía, dijo con un acento fuertísimo, como si le costara un gran esfuerzo pronunciar cada palabra. No, no hay pena, y guardé de nuevo los cigarros. En otra mesa, un señor con sombrero y botas se estaba tomando una botella de gaseosa India Quiché. Un trapo negro le colgaba del cinturón, como una especie de delantal o algo así. Me saludó con la mano, bajando la mirada. La niña volvió con mi cerveza. Le pregunté su nombre. Norma Tol, dijo sonriendo. Qué bonito, ¿y cómo escribes Tol? Una te, una o, una ele, me respondió mientras, con la punta del índice, iba dibujando cada letra en el aire. Dime,

Norma, ¿está tu tía? Sí, está, dijo, y no dijo más. ¿Podrías llamármela?, y ella corrió hacia la parte postrera del local. Hacia la cocina, supuse. Una camioneta llena de gente atravesó la calle, dejando tras de sí una recia estela de polvo y ruido. Buenas, me dijo de pronto una señora muy chaparra y vestida de negro, y noté que Norma estaba justo a las espaldas de ella, como parapetada. Le dije que mucho gusto, que perdonara la molestia. No se preocupe, dijo con un acento aún más fuerte que el de su sobrina. Tenía ella las manos embarradas de alguna salsa roja y no paraba de limpiárselas y restregárselas contra los costados de su falda. ¿Usted es doña Lucky, me imagino? Así es, joven, ¿en qué puedo servirle? Le expliqué que yo era de la capital y que estaba en Tecpán buscando a un alumno. Soy su profesor, o bueno, era su profesor. Ah, vaya, dijo frunciendo la frente, ¿y él vive aquí, su alumno? Sí, en Tecpán. ¿Y cómo se llama? Es de apellido Kalel. Se llama Juan Kalel. Ella se quedó pensando unos segundos y luego me dijo que en Tecpán había muchos Kalel, que era un apellido muy común. Sé que su padre cuida una parcela de hortalizas en Pamanzana, le dije, pero ella sólo sacudió la cabeza. Y su madre trabaja en una fábrica de textiles. Doña Lucky se volvió hacia el señor de sombrero y botas y le preguntó algo en cakchikel. Les iba a decir que Juan Kalel tenía un machetazo en la mejilla derecha, pero decidí quedarme callado. Vaya usted a Pamanzana, me dijo el señor. Sí, joven, agregó doña Lucky, es muy cerca y seguro que allí lo conocen. Luego, con dificultad, entre los dos me explicaron cómo llegar. Dejé unos cuantos billetes sobre la mesa y me puse de pie. ¿No quería usted comer algo, joven?, me preguntó doña Lucky y le dije que no, muchas gracias. ¿Unos chicharines o un poco de estofado,


tal vez? No, gracias. ¿Sabe usted que el estofado es el plato local de Tecpán? Le dije que no lo sabía. ¿Y cómo lo preparan, señora? Pues lleva las cuatro carnes, dijo, marrano, pollo, res y chivo. Se cocinan en un recado hasta que estén bien deshechitas, con un poco de tomillo y laurel y jugo de naranja y vinagre y un chorrito de cerveza y otro chorrito de Pepsi. Ella sonrió, pero no sé si estaba bromeando. Disculpe, le dije al señor que seguía sentado, ¿cómo se llama esa tela que lleva colgada del cinturón? ¿Ésta?, preguntó levantándola. Es un rodillero, dijo. Muy típico, dijo.

Los patojos ya no quieren usarlo, dijo. Le pregunté cómo se decía en cakchikel y el tipo, sosteniéndolo como si fuese una libélula herida, me respondió que xerka. ¿Perdón? Xerka, repitió casi sin abrir la boca. ¿Con equis?, le pregunté y él sólo levantó los hombros y dijo que eso ya no lo sabía. • Pamanzana es, legalmente, un caserío. Aunque llamarlo caserío sea un tanto bondadoso. Sobre la carretera había media docena de chozas de adobe y lámina oxida-

da que parecían estar a punto de derrumbarse. Estacioné el auto y luego caminé hacia la tiendita con un letrero de Rubios Mentolados sobre su puerta de entrada. Afuera, un perro dormía feliz en el único charquito de sombra. Una muchacha estaba sentada detrás de una reja, como encarcelada, y al verme se levantó. Muy buenas, le dije. Ella únicamente sonrió nerviosa. Percibí un fuerte olor a sardinas deshidratadas y, sin pensarlo, di un paso hacia atrás. Estoy buscando a la familia Kalel, le dije, estoy buscando al joven Juan Kalel, pero la muchacha seguía sonriendo con más mie-

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do que pena. ¿Conoce usted a Juan Kalel? Y ella, cruzando los brazos, murmuró algo ininteligible. Su padre cuida una parcela de hortalizas aquí en Pamanzana. Nada. Me mantuve en silencio unos segundos. Pensé en todos esos barrotes que nos separaban, en tantos barrotes, y me sentí inútil. Le compré una cajetilla de cigarros y, tras encender uno, salí de vuelta a la calle. Caminé hacia las chozas, pero no había nadie a la vista. El perro se había despertado y estaba ladrándole a algo. Una culebra, pensé. O una rata. Me recosté contra mi auto y, por alguna razón, me puse a pensar en Annie Castillo, en sus ojos que algún día habían sido color de melaza, en su palidez, en su soledad, y momentáneamente percibí una mezcla de amor y desprecio y aprensión. Pensé en los alumnos como Annie Castillo, que vivían tan cerca de un caserío como Pamanzana, pero que también vivían tan ciegamente lejos de un caserío como Pamanzana. Mirando el polvo y las chozas, pensé en todos esos cuentos que, enclaustrados en un mundo más perfecto, leíamos y analizábamos y comentábamos como si en realidad fuese importante leerlos y analizarlos y comentarlos. Y ya no quise seguir pensando. Encendí otro cigarro. Estaba por ponerme a leer algunos poemas de Juan Kalel, cuando escuché pasos atrás de mí. Era una señora vestida de negro y cargando un bolsón lleno de verduras o frutas. Llevaba una fina mantilla blanca sobre la cabeza. Se detuvo justo a mi lado, seria y muy acalorada. Usted debe de ser el señor Halfon, dijo sin ninguna expresión y pronunciando mi apellido de la misma forma que lo hacía Juan Kalel. Le sonreí, perplejo. Ella continuó seria. Su rostro me pareció triste y demacrado, como el de un viejo lanchero de la costa. Juan tiene un libro suyo, dijo, lo reconocí por la foto. ¿Usted es su

madre? Ella asintió con el mismo gesto afirmativo que solía hacer su hijo. Le dije que me alegraba mucho conocerla, que había viajado desde la capital para platicar un poco con Juan, pero que no sabía dónde encontrarlo. Sin mirarme, dijo que tenía suerte, que ella estaba en Pamanzana únicamente recogiendo coliflores de la hortaliza que atendía su marido y que ahora mismo iba de vuelta a Tecpán. Ofrecí llevarla y aceptó sin decirlo. Sentada incómodamente en el auto, me preguntó si mi intención con Juan era convencerlo de retomar sus estudios. De ninguna manera, le dije, sólo quiero platicar un

poco con él. No quise mencionarle su poesía. Ella se mantuvo callada un buen rato, mirando hacia fuera y sosteniendo el bolsón de coliflores. Le aseguro que no volverá, dijo súbitamente. Estuve a punto de repetirle que no era ese mi propósito, pero no dije nada. Ahora, balbuceó, necesitamos a mi Juan aquí cerquita. No quise volver la mirada, pero podría haber jurado, por su tono de voz, que estaba llorando. • La casa de los Kalel quedaba en las afueras de Tecpán, sobre la carretera que conduce a las rui-


nas mayas de Iximché. Una vez, de niño, había visitado Iximché con la familia de un amigo de la escuela, y lo único que recuerdo es haberme comido unos gajos de mango verde con limón y pepitoria, y luego vomitarlos todos al lado de unas piedras de algún templo o altar. También recuerdo a la madre de mi amigo abanicándome con una revista mientras me iba dando sorbitos amargos de agua de quina. Una moña, hecha de listón negro, adornaba insólitamente la puerta de entrada. Siéntese, por favor, Juan no tardará en volver, me dijo su madre. La casa, a pesar de

todo, me pareció limpia y agradable. En un solo ambiente estaba la cocina, una pequeña mesa que servía de comedor y un rústico sofá negro de cuero falso. Veladoras iluminaban vaporosamente una esquina. Me acerqué a la repisa donde tenían las fotos enmarcadas de sus hijos haciendo la primera comunión y, mientras las miraba, no me había percatado de que estaba jugando con un cigarro hasta que la madre de Juan me alcanzó un cenicero. Puede usted fumar, dijo poniéndolo sobre la mesa. Le agradecí y tomé asiento, pero preferí guardarlo de nuevo en la cajetilla. Sin preguntarme, ella me

sirvió una taza de atol de plátano y se sentó a mi lado. Nunca había probado el atol de plátano. Le pregunté cómo lo preparaba. No me respondió. ¿Sabe usted, señor Halfon, por qué dejó mi Juan sus estudios? Le dije que no, que en la universidad no habían querido decirme más que por razones personales. Eso les solicitamos, dijo y bajó la mirada, pero la bajó de una manera excesiva, como si quisiese atravesar con ella el piso de granito y dejarla clavada en la tierra. Se mantuvo así hasta que, de pronto, se abrió la puerta y en el umbral apareció Juan sosteniendo de la mano a una niña de quizás seis o siete años. Sobre una camisa blanca demasiado pequeña, lucía un chaleco negro que también le quedaba demasiado pequeño. La niña parecía una copia en miniatura de su madre: vestido negro y mantilla blanca sobre la cabeza. Volví la mirada y noté que, en la esquina, alrededor de las veladoras, habían colocado flores marchitas y un rosario y algunas viejas fotografías y, entonces, en un solo instante, lo entendí todo. • Almorzamos caldo de chompipe (de chunto, decían ellos) y ayote en dulce. Después, mientras caminábamos juntos hacia la plaza Central, me dijo Juan que su padre había estado enfermo durante muchos años, con cáncer en la próstata que luego se había propagado por todas partes. Me dijo que su padre no había querido viajar a la capital para que lo revisara un médico, que siempre prefirió seguir trabajando. Mi padre murió en el campo, dijo, y no dijo más. No había nada más que decir, supongo. Pero la imagen de su padre muriendo en una parcela de hortalizas, sobre su propia tierra que tampoco era suya, se quedó conmigo.

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Me invitó Juan a tomarnos un café con leche. El mejor de Tecpán, me dijo con orgullo mientras le pagaba a una señora que tenía su mesita bien instalada en el corazón de la plaza Central. En dos vasos de plástico, vertió ella un chorrito de esencia de café, luego un poco de agua hirviendo, luego leche. Algo dijo ella en cakchikel y Juan sólo sonrió. En silencio, nos dirigimos hacia una banca vacía.

Esto es tuyo, le dije, entregándole su cuaderno y el poema que me había enviado por correo. Pensé que intentaría rechazarlos, pero los recibió sin comentario alguno. Una señora descalza pasó ofreciendo semillas de marañón. Ya leí sus libros, Halfon, dijo mirando hacia el tumulto de hombres que se estaban lustrando los zapatos alrededor de la fuente. Y después, durante un tiempo, nadie dijo nada. Quería decirle que entendía perfectamente por qué


había dejado la universidad, que no tenía que explicármelo. Quería decirle que me hacía mucha falta su presencia en clase. Quería decirle que por favor siguiera escribiendo poemas, pero no había necesidad. Alguien como Juan Kalel, aunque quisiese, jamás dejaría la poesía, principalmente porque la poesía jamás lo dejaría a él. No era una cuestión de forma, ni de estética, sino de algo mucho más absoluto, mucho más perfecto que poco o nada tenía que ver con la perfección. Una amiga de Juan llegó a saludarlo y se pusieron a platicar en cakchikel. Sonaba bellísimo, como a gotitas de lluvia cayendo en una laguna, o algo así. Cuando se marchó, le pregunté a Juan si escribía poemas en cakchikel. Me dijo que por supuesto. Le pregunté cómo decidía si escribirlos en español o en cakchikel. Él se quedó callado un buen tiempo, mirando hacia la fuente de lustradores. No sé, dijo finalmente, nunca lo había pensado. Y luego volvió ese silencio tan natural entre él y yo, como si ninguno de los dos necesitase realmente decir algo o como si ya todo entre nosotros estuviese dicho, igual daba. Olía a elote asado. A lo lejos, un niño estaba vendiendo pollitos y nadie le hacía caso a un predicador. ¿Sabe, Halfon, cómo se dice poesía en cakchikel?, me preguntó de repente. Le dije que no, que ni idea. Pach’un tzij, dijo él. Pach’un tzij, dije yo. Y me quedé un tiempo saboreando esa palabra, degustándola únicamente por su sonido, por el delicioso encanto de pronunciarla. Pach’un tzij, dije de nuevo. ¿Sabe qué significa?, me preguntó y, aunque vacilé, le dije que no, pero que tampoco importaba. Trenzado de palabras, dijo. Es un neologismo que significa trenzado de palabras, dijo. Pach’un tzij, entonándolo él con la elegancia que sólo se adquiere a través de una espiritualidad incauta. Es algo así, dijo, como un

huipil de palabras, como un tejido de palabras, y no dijo más. Ya era tarde. El sol estaba cayendo y decidimos caminar de vuelta a su casa. Cerca de la iglesia colonial, un anciano estaba de pie ante una pequeña jaula blanca. Nos acercamos. Tenía un canario amarillo y estaba como susurrándole o cantándole algo. Me dijo Juan que ese canario podía leer el futuro, y yo sólo sonreí. En serio, dijo. ¿Cuánto cuesta?, le pregunté al anciano. Él levantó dos dedos. Saqué dos monedas de mi bolsillo y se las entregué. Pero es para él, dije señalando a Juan, prefiero saber su futuro que el mío. El anciano tomó una rueda llena de finos papelitos de todos los colores, luego llamó al canario con un suave silbido y le puso la rueda enfrente. Con su pico, el pájaro escogió un papelito rosado. Entonces el anciano, mientras le cuchicheaba algo, tomó el pedazo de papel de su pico, lo dobló en dos y se lo entregó a Juan, que observaba fijamente al canario. Pero en su mirada no había nada de ternura, nada de compasión. Sino una furia desmedida, casi violenta, casi colérica, como si ese canario le estuviese revelando algún oscuro secreto. Juan abrió el papelito rosado y se puso a leerlo en silencio. Yo sólo lo observé, también en silencio, y quizás debido a la luz del farol, quizás debido a algo más, pude distinguir claramente la cicatriz purpúrea en su mejilla derecha, la cual ahora me pareció mucho más que un machetazo. Como regresando de algún infierno, Juan empezó a sonreír. Pensé en preguntarle qué decía el papelito, pensé en preguntarle qué futuro le había vaticinado el canario amarillo, pero preferí no hacerlo. Hay sonrisas que no deben ser entendidas. Juan le comentó algo en cakchikel al anciano, guardó el papelito rosado en el bolsillo de su camisa y, mirando hacia el cielo, dijo que muy pronto empezaría a anochecer.

Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971). Estudió Ingeniería Industrial en la Universidad Estatal de Carolina del Norte, Estados Unidos. Durante ocho años fue catedrático de Literatura en la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Ha publicado Esto no es una pipa, Saturno (2003), De cabo roto (2003), El ángel literario (2004), Siete minutos de desasosiego (2007), Clases de hebreo (2008), Clases de dibujo (2009), El boxeador polaco (2008), La pirueta (2010), Mañana nunca lo hablamos (2011) y Elocuencias de un tartamudo (2012), Monasterio (2014) y Signor Hoffman (2015). Algunas de sus obras han sido traducidas al inglés, francés, alemán, italiano, serbio, portugués y holandés. En 2007 fue nombrado uno de los 39 mejores jóvenes escritores latinoamericanos por el Hay Festival de Bogotá. En el 2008, su libro Clases de dibujo ganó el Premio Literario Café Bretón & Bodegas Olarra. Recibió el Premio de Novela Corta José María de Pereda por La pirueta. En 2011 recibió la beca Guggenheim. Finalista de del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2016.

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Premio Carlos Fuentes de Poesía 2016

3 Lo he leído, pienso, lo imagino; existió el amor en otro tiempo Será sin valor mi testimonio. Rubén Bonifaz Nuño

Amada, no destruyas mi cuerpo, no lo rompas, no toques sus costados heridos. No me lastimes más. Me duele el pelo al peinarme. Duéleme el aliento. Duéleme el tacto de una mano en otra. No destruyas mi cuerpo pensando en sus miserias: doliendo a pierna suelta se destruye él solo, amada, como si creciera hacia una lanza clavada en la cabeza. Ya me destrozo, mira, no hieras, suelta el arma, detente, no pienses más, no odies, dame solo una tregua; deja de respirar dos líneas de mi aire, para que corrompa en paz esta carroña.

Recuerdo que el amor era una blanda furia no expresable en palabras. Y mismamente recuerdo que el amor era una fiera lentísima: mordía con sus colmillos de azúcar y endulzaba el muñón al desprender el brazo. Eso sí lo recuerdo. Rey de las fieras, jauría de flores carnívoras, ramo de tigres era el amor, según recuerdo. Recuerdo bien que los perros se asustaban de verme, que se erizaban de amor todas las perras de sólo otear la aureola, oler el brillo de mi amor —como si lo estuviera viendo—. Lo recuerdo casi de memoria: los muebles de madera florecían al roce de mi mano, me seguían como falderos grandes y magros ríos, y los árboles —aun no siendo frutales— daban por dentro resentidos frutos amargos. Recuerdo muy bien todo eso, amada, ahora que las abejas se derrumban a mi alrededor con el buche cargado de excremento.

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(Tomado de http://circulodepoesia.com/2014/02/arte-poetica-no-005-eduardo-lizalde/)


poesía El tigre real, el amo, el solo, el sol... El tigre real, el amo, el solo, el sol de los carnívoros, espera, está herido y hambriento, tiene sed de carne, hambre de agua. Acecha fijo, suspenso en su materia, como detenido por el lápiz que lo está dibujando, trastornada su pinta majestuosa por la extrema quietud. Es una roca amarilla: se fragua el aire mismo de su aliento y el fulgor cortante de sus ojos cuaja y cesa al punto de la hulla. Veteado por las sombras, doblemente rayado, doblemente asesino, sueña en su presa improbable, la paladea de lejos, la inventa como el artista que concibe un crimen de pulpas deliciosas. Escucha, huele, palpa y adivina los menores espasmos, los supuestos crujidos, los vientos más delgados. Al fin, la víctima se acerca, estruendosa y sinfónica. El tigre se incorpora, otea, apercibe sus veloces navajas y colmillos, desamarra la encordadura recia de sus músculos. Pero la bestia, lo que se avecina es demasiado grande —el tigre de los tigres—. Es la muerte y el gran tigre es la presa.

Caja negra La noche sobre las almas. Todos los sueños, toda la sangrienta memoria, las pasiones más pútridas, los amores más bellos, las más altas traiciones, los estupros más viles, los delitos incruentos y preciosos de los amantes perseguidos, los crímenes también de los impuros, toscos chacales de la urbe, los secretos más crueles de la felicidad y del dolor, los crímenes imaginarios, heroicos, bucaneros, de los adolescentes incestuosos, la clave de la guerra entre hermanos, punto fino, el solapado origen de toda la tragedia, el ojo mismo para contemplarlos, están todos ahí, en la caja negra, nuestro centro invisible y expansivo que vibra entre la válvula cardíaca y el florecido sexo al que servimos con suerte desigual. Pero nunca ha de abrirse. Todo a su alrededor ha de morir si ella se abre, agujas, cardos ha de volverse el agua que se bebe si ese turbio corazón se rompe. Sobre las almas cerraría la noche si esa caja se abriera en las entrañas de una sola criatura del frágil universo, como si se rompiera el corazón de Dios —la miel enferma del panal está en la caja—. Freud se traumara con la idea de ese custodio visceral, ángel interno, que nos protege como un tumor benigno de la basta miseria. Se han de romper las naves, ha de astillarse el aire como el vidrio corriente, pero la caja, no. Dios puede enloquecer y ha de quebrarse al fin como un volátil superior, pero la caja, no.

Poeta, narrador y ensayista. Estudió Filosofía y Música en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es uno de los grandes exponentes de la actual poesía mexicana. Ha ocupado diversos cargos en el campo universitario, artístico y cultural. Actualmente dirige la Biblioteca Nacional de México. Su obra poética iniciada con La mala hora en 1956 fue seguida por otras publicaciones entre las que se destacan, Cada cosa es Babel en 1966, El tigre en la casa en 1970, La zorra enferma en 1974, Caza mayor en 1979, Tabernarios y eróticos en 1989, Rosas en 1994 y Otros tigres en 1995. En 1984 le fue concedida la beca de la Fundación John Simon Guggenheim. Su obra ha sido distinguida con importantes galardones: el Premio Xavier Villaurrutia en 1969, el Premio Nacio-

Eduardo Lizalde (Ciudad de México, 1929).

nal de Poesía Aguascalientes en 1974, el Premio Nacional de Lingüística y Literatura en 1988, y el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde en 2002.

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Senel Paz

A

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rnaldo enteró a todo el mundo de que aquella noche yo me acostaría con una mujer. Claro, no les dijo que era Vivian, pero vaya, alguien tuvo que imaginárselo porque en esa escuela nadie es bobo. Entonces aquel día esperé a que todos se bañaran y cuando no faltaba nadie y nadie me iba a apurar, entré a bañarme yo, con toda mi calma. Me restregaba bien duro, jabón una y otra vez, uña, enjuagándome, enjuagándome. Los rusos, ellos son muy buenos, los que nos defienden a nosotros, pero hacen unos jabones muy apestosos. Pensaba que a lo mejor ella me olería aquí, allí, me tocaba, no sé, seguramente me iba a tocar y quería estar bien limpio y oler bien y repasaba mentalmente los lugares donde a mi vez la besaría, donde tenía que besarla, según Arnaldo, para que nunca me olvidara, para que nunca olvidara esta primera vez con un hombre, conmigo, y que cuando sea incluso una viejecita al pensar en mí me tenga en un alto concepto. Entonces Arnaldo me había explicado tres o cuatro cosas que hay que hacerle a las mujeres, y

sobre todo me explicó que nunca, por nada de la vida, le dijera que la quería, ni en el momento supremo, porque si una mujer sabe que tú la quieres, mira, ahí mismo te perdiste, te coge la baja y te hace sufrir lo que le dé la gana. Pero aquel día yo cantaba y todo. Me restregué las orejas, por aquí, por allá, me lavé la cabeza con shampoo, tres veces, me froté la espalda, me afeité de lo mejor, me cepillé los dientes y la lengua, ya te digo. Quedé que brillaba y tenía una contentura tan grande que me sonreía cada vez que tropezaba conmigo en el espejo y

me hacía señitas como si fuera un Charles Chaplin o alguien así porque, imagínate, sabía lo que iba a pasar, y era la primera vez, y era con Vivian y, te lo juro, trataba de no pensar en nada, no adelantarme a los acontecimientos y respetarla con la mente. Pero tú sabes cómo es la mente de uno, la mente mía, que a la mente mía tú le dices no pienses esto porque es una falta de respeto y ella te dice: «Sí, sí, no lo voy a pensar». Mentiras, es lo que más piensa. Entonces figúrate, me di cuenta de lo que la mente mía estaba pensando, pero yo quería


cuento

respetar a Vivian y no quería adelantarme a los acontecimientos. Sin embargo, mi mente, te digo, estaba pensando eso; y el sexo, él solo, se me fue embullando, y lo que hice fue agarrarme fuerte del lavamanos y concentrarme bien e imaginarme un campo de florecitas, bien extenso, muchas florecitas, y se me pasó, y la respeté, porque cuando yo me excito por gusto o en un lugar donde no debe ser, en el aula, vamos a decir, un ejemplo, pienso en florecitas y me da resultado. Pero tienen que ser amarillas.

Entonces aquel día estaba en el baño, te lo dije, muy contento y sintiendo esa emoción que yo siento cuando pienso en Vivian, y otras emociones, y ya había acabado y estaba resplandeciente cuando abrí la puerta, aquel día. Alabao, todo el mundo estaba esperándome, tan calladitos que no los había oído, formados en una doble hilera que iba hasta mi cama, la corte esa que va a despertar a los reyes. «¡Eheeéeeeh!», me recibieron aquellos bandidos, y almohadazos y pescozones. Traté de cerrar. «¿Así que te ibas a hacer el hombre sin

decírselo a los socios, eh?». «¡A perfumarlo!». Me cargaron en cueros y me subieron a una silla. «¿Le untamos betún en los huevos para que le brille?». «No, caballeros, eso no que se demora». «¿Y pasta de dientes en los sobacos?». Decidieron que no estaría elegante con mi camisa de salir, qué calladito me lo tenía ¿eh?, sino con el pulóver lilita que le trajeron a Jorge de Checoslovaquia, ¿había tomado ostiones, eh? Me echaron como cinco tipos de desodorantes y perfumes, me obligaron a comer un caramelo de menta para que tuviera buen aliento. «Yo no tengo mal aliento, ¿quién dijo eso?». «La menta también sirve para otra cosa, bobito». Me llevaron hasta el espejo y cuando se cansaron de peinarme opinaron que no había actor de cine mejor tipo, parecía primo de Alain Delon. Revisaron mi cartera y agregaron la contribución de los socios. Estaban burlones, amigos, envidiosos, pero eran como las tres, caballeros, tarde, y me dejaron, aquellos bandidos. Arnaldo me explicó una vez más cómo tenía que hacer para que en el lugar no notaran que era novato, y me deseó suerte, mucha suerte, que cuando regresara lo despertara y le contara, y que no le dijera a Vivian que la quería, mira que a mí se me notaba que podía caer en esa debilidad, que no se lo dijera. Lo dice porque le he contado que cuando nos besamos yo veo chispas, flores, fuegos artificiales, qué sé yo la maraña que se me forma en la cabeza cuando beso a Vivian y me parece que doy vueltas en un tiovivo. «No jodas, David. Qué chispas ni tiovivos. Lo que tienes es que resoplar como caballo, sacar la lengua, decir puta, yegua y empujar con toda tu alma para que te sienta el bulto. Eso es lo que les gusta». Yo todavía dudaba, te lo digo. No, a esa hora empecé a dudar más que nunca y a ponerme nervioso. Quería que el tiempo echara para atrás y que no llegara

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…y sobre todo me explicó que nunca, por nada de la vida, le dijera que la quería, ni en el momento supremo, porque si una mujer sabe que tú la quieres, mira, ahí mismo te perdiste, te coge la baja y te hace sufrir lo que le dé la gana.

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el momento, a esa hora. Me preguntaba si estaba haciendo bien, si hice bien al exigirle esto a Vivian, si era quererla como yo la quería. Pero ya no podía arrepentirme. No había modo. ¿Arnaldo qué pensaría?, ¿Vivian qué pensaría? Y ahora lo sabían los otros. ¿Comprendes que no podía arrepentirme? Al menos que me diera un dolor de estómago muy grande, de apendicitis o algo así, o que empezara a llover de verdad. Pero nada, y me acordé de los flanes, de eso me acordé. A mí no me gustaban estos dulces, o no me gustaban especialmente, pero aquí en la escuela los sirven a menudo y su movimiento suave, su modo de ser erectos, su color, esa manera en que te miran los flanes con ganas de que te los comas, a mí me recuerdan los senos de Vivian, dirías que estoy loco, sus senos son tan lindos que caben en el hueco de mi mano, en un solo beso de mi boca, y me como tres, cuatro, cinco flanes, los cambio por el pescado. Aunque no sé si fue en ese momento que me pasaron los flanes por la cabeza o si fue después, cuando llegué a su albergue, que me salió vestida de negro. Una rubia vestida de negro es lo más lindo que hay. O de verde. Y tampoco podía echarme para atrás porque tenía un compromiso político. Sí. El año pasado me eligieron joven ejemplar, pero no quedé militante de la Juventud porque me faltaba madurez, dijeron, y tenía que trabajar, me dieron un año para que trabajara y adquiriera la madurez, leyera los periódicos y estuviera al tanto de la situación internacional. Y yo hacía todo eso, podía enumerar por continentes los golpes militares y las injusticias cometidas por el imperialismo en el último semestre, hasta que llegó Vivian al aula, que ya te dije cómo me puse. Nadie me había advertido que teníamos una compañera nueva y cuando entré al aula la vi, así de repente. Tuve que sentarme.

Había oído decir que las muchachas lindas daban mareos, pero no sabía que era verdad. Y entonces en la asamblea de los ejemplares, muchacho, no alcancé ni nueve votos. Una hora ahí criticándome, diciendo que había perdido condiciones y que cuál era mi opinión porque lo importante era que ya aceptara las críticas, que las interiorizara como dice el compañero de la Juventud, y yo dije que sí, que las aceptaba, que las interiorizaba, pero me fijé en todo el que no votó por mí. Javierito no votó. Después Arnaldo me dijo que guardar reservas era peor, que admitiera que yo no atendía a clases, que el mundo me importaba un pepino y que me pasaba la vida detrás de Vivian. Así, ¿qué militante comunista podía ser? «Aparte de que tú no tienes combatividad, David. Tú oyes a alguien expresando una idea incorrecta y no le sales al paso». Yo y Arnaldo en un rincón analizando estas cosas. A él lo mandaron a hacer trabajo político conmigo, me di cuenta en seguida, y lo sentía porque lo quiero como a un hermano, pero la tarea le iba a quedar mal, hasta que dijo: «¿Sabes lo que a ti te pasa, compadre? Tu problema con Vivian». «¿Qué problema con Vivian, mi socio? Déjate de esas. Yo no tengo ningún problema con Vivian, para que lleves carta». Yo no hablo así pero en la escuela hay que hablar así, y atajando a Arnaldo porque sabía por dónde podía venir. «Sí, chico —se suavizó él—, Vivian es una mujer que exige mucho, y las relaciones de ustedes han llegado a un punto, han alcanzado un desarrollo, cómo decirte... Vaya, que se tienen que acostar o más nunca serás militante». «Párate ahí, ¿de qué clase de mujer crees que estás hablando? Yo la respeto y ella me respeta. Nosotros nos respetamos». «Vosotros os respetáis, pero debéis acostarse. A mí no me quieras tupir con tu carita de santo y tus poesías. Sí,


escribes poesías, pero a la hora de buscar novia te buscaste una con tremendo culo». «Oye lo que te voy a decir, yo no te permito...». «Tremendo culo bien, tremendo culo. Si te tira un peo en la cara te tumba los dientes». Arnaldo es así y no se puede discutir con él. «Además —continuó—, éste es un país en peligro. ¡Qué bonito que mañana nos invadan los yanquis y tú caigas en combate así, sin haberla visto!». Lo miré, ese argumento sí era para tenerlo en cuenta. Me tiró el brazo sobre los hombros y echamos a caminar. «¿Tú sabes lo que pasa? Que ahora no es como antes. En el capitalismo cumplías los trece o catorce años y tu papá o un hermano tuyo te llevaba a un prostíbulo y ya, empezabas. Ahora no, porque eso era una lacra social y hubo que eliminarlo, yo estoy de acuerdo. Pero, ¿sabes qué?, que nosotros nos quedamos en el aire. En esa no pensó nadie. Debieron haber dejado un prostíbulo, uno solito, pedagógico, para los estudiantes, ¿no crees?». Lo miré no muy convencido y tratando de adivinar adónde quería llegar. «Entonces uno se tiene que acostar con las novias, y no hay problemas. El Manifiesto comunista dice que en el socialismo el amor es libre». «¿El Manifiesto comunista dice eso? ¿Que el amor es libre? Voy a leerlo». «Léelo, léelo, que dice otras cosas, además». «Con Vivian no se va a acostar más nadie». Me quedé pensando en todo esto. La cosa política, quiero decir, y cuando estuve solo juré que, sin dejar de pensar en Vivian, no iba a tener más fallas ni egoísmos en mi comportamiento social. No le juré eso al Che, porque el Che no es un santo ni nada, pero me estaba acordando de él cuando me lo prometí a mí mismo. Claro que no era esto lo que yo pensaba cuando iba a recoger a Vivian aquel día. No.

Yo pensaba en ella y la veía como me arreglaba el menudo para que no me siguiera sonando en el bolsillo al caminar. Recordaba nuestras conversaciones, las volvía a conversar, esas interminables conversaciones nuestras en el aula, en los recreos. Gracias a ella sé de memoria el nombre de sus familiares, los cumpleaños, y ella el de los míos, la disposición de su casa, los lunares que tenemos. Nos hemos contado millones de veces cómo están ordenados nuestros albergues, quién duerme en cada litera, si roncan, si comparten la comida, los militantes que consideramos buenos de verdad. Hemos hablado y hablado: del director, de los profesores, de la escuela, de lo que haríamos si de pronto vemos a Fidel. Le he contado casi todo lo que sé de lo que significa ser hombre, cómo es el desarrollo de nosotros, que las tetillas me dolieron como loco a los doce o trece años y que no hay como un golpe en los testículos y ella en los senos, que su primera regla fue a los doce y que el huequito por donde orina es otro. ¿Tú no hablas esas cosas con tu novia? Nosotros sí, y nos escribimos en las últimas páginas de las libretas, de las mías porque con las suyas es muy celosa. Las tiene forradas y sobre cada forro una fotografía del Che. Lo miramos a veces, al Che. «¿Dónde estará ahora?», me pregunta. «En un lugar de América». Estaba en Bolivia pero

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Nadie me había advertido que teníamos una compañera nueva y cuando entré al aula la vi, así de repente. Tuve que sentarme. Había oído decir que las muchachas lindas daban mareos, pero no sabía que era verdad.

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no lo sabíamos. «A veces pienso que puede pasarle algo». «¿Al Che? No, muchacha, no. ¿Tú eres boba? Sus ideales son justos, él lucha por la libertad de los pueblos». Y mientras conversábamos nos mirábamos de cerquita, a los ojos, su boca tan roja, qué boca tiene Vivian, y nos tomábamos las manos para saber si las teníamos frías, para ver quién las tiene más grandes, y siempre era yo, para estudiarnos las líneas de la vida y de la muerte. Todo eso disimulando, ¿tú entiendes?, porque cuando esto todavía no éramos novios. A ella le gustan Los Beatles y Silvio Rodríguez y a mí sólo Los Beatles; aunque no sé si será correcto porque son americanos o ingleses. Lo que más le gusta de Silvio Rodríguez es que siendo revolucionario anda con melena y la ropa sucia. «Eso es ser hippie, rebelde por gusto, en nuestra sociedad no hay que protestar», me incomodo a veces, pero ella lo defiende. «¿No comprendes que lo que quiere decir es que nosotros somos como nosotros y que no nos planifiquen tanto las cosas?». ¿Y te acuerdas de aquel día terrible? Le había dicho que teníamos que conversar, teníamos que vernos en el receso. Iba a enamorarla. No podía seguir sin enamorarla y quería encontrar una forma bien original. Arnaldo enamoró a una muchacha jugando a adivinar palabras en una libreta. Le escribió «Me gustas», la M y los guiones, y ella lo adivinó; pero Vivian en cuanto comprendió lo que

decía no quiso seguir. En una novela leí que una muchacha le dijo al muchacho, ofreciéndole las manos: «Léeme el destino». Y él le contestó: «Tu destino no está en tus manos sino en las mías». Oye, qué lindo eso, compadre, ¿por qué no se me ocurrió a mí? Entonces cuando llegamos a la escuela, aquella mañana, todo el mundo estaba formado en el patio central y la gente guardaba silencio como jamás se había logrado en aquel patio, la mañana esta. La busqué y la miré de lejos, queriéndole decir que en el receso íbamos a hablar aquella cosa tan importante, ¿se acordaba?; pero ella lo que me preguntó con los ojos fue: «¿Qué pasa, sabes qué pasa?». Y entonces yo también comprendí que pasaba algo. Los profesores estaban bajo los almendros, lo sabían y era terrible. Algunas maestras lloraban. ¿Vendría una invasión americana? El director subió a la tarima y nos miró a todos, atentos a él. Si hubieras visto aquella mirada del director. Ya no quedaban dudas de que algo grave había ocurrido, pero ¿qué era? El director, nervioso, dio unos golpecitos en el micrófono, que funcionaba perfectamente y no necesitaba que nadie lo golpeara, y es que no podía, no le salían las palabras y nos miraba, hasta que finalmente lo dijo de un tirón: «Mataron al Che en Bolivia. Iremos a la Plaza a una velada solemne, la mayor disciplina, vayan para las aulas». Así dijo, Vivian se recostó a mi hombro, oí que lloraba. «Sabía

que eso podía pasar un día», dijo, y nos fuimos hacia el aula, sintiéndonos mal, viendo la mirada del Che en todas partes, su sonrisa, cuando dice «en el imperialismo no se puede confiar ni un tantico así», como si camináramos bajo un cielo de imágenes del Che y en cada hoja de los almendros hubiera imágenes suyas y una lluvia. María se nos unió. «¡Ay Vivian, ay Davisito!», dijo, y los tres nos fuimos abrazados. Qué tristeza sus libretas. Quitó los forros y los guardó en silencio. Finalmente dijo que no lo creía, no lo creía de ninguna manera porque no, no podía ser. «Ojalá, Vivian, pero figúrate, ¿estás loca?». De todos modos nos quedamos con algún pedacito de ilusión, hasta que estuvimos en la Plaza, todos en la Plaza, y el Fidel más triste del mundo dijo que sí, que al Che lo habían matado en Bolivia pero que nosotros no podíamos morirnos por eso ni por nada, y regresamos a la escuela, ella y yo tomados de la mano, no porque fuéramos novios, no, sino para ayudarnos. Y no la enamoré esa semana, creo que tampoco la otra, no me acuerdo. Y no por nada, se me quitaron los deseos... Pero bueno, aquel otro día tenía puesto el vestido negro que te dije, fuimos al cine y cuando salimos del Payret qué linda estaba la noche. Había llovido y había luces y colores y mucha gente y humedad y caminaba a mi lado apretada contra mí, con el pelo suelto. «¿Por qué vamos tan de prisa? ¿Qué te pareció la película? Vamos a comentarla». Y empezó a decir su parecer, el enfoque social no se qué cosa. Yo ni la oía ni había visto la película y el corazón se me quería salir porque en el cine, imagínate, se me ocurrió acordarme de que hay parejas, dicen, que la primera vez no pueden: ella coge miedo, tiene unas hemorragias tremendas y hay que llamar a la ambulancia o él no reacciona


porque se pone nervioso, los nervios no lo dejan. Si mis nervios me hacen eso los mato. Y le dije: «No vamos para la escuela». «¿Y para dónde vamos?». «A un lugar». No le había explicado nada más desde que hablamos. «Es aquí». Entramos a un edificio, rápido, hablé con un hombre, rápido, pasamos puertas, pasamos puertas, pasamos puertas, la llave no quería abrir, no quería abrir, abrió y entramos... Me quedé contra la pared, oyéndome el corazón. La luz estaba encendida y Vivian avanzó dos o tres pasos, se detuvo, cambió la cartera de mano, así como cambia ella la cartera de mano. El cuarto era alto y feo, horrible, para qué te cuento. Había un escaparate pequeño, sin puertas y con percheros de alambre todos jorobados. Sobre una mesa despintada, una palangana con agua, una jarra de aluminio, dos vasitos soviéticos, papel sanitario y jaboncitos de olor. La luz amarillenta proyectaba las figuras contra las paredes, en las que había dibujos y palabras groseras. Ella fue hasta la ventana, que estaba abierta, y leí sobre su cabeza, pero lejísimos, ocultándose un poco en su pelo, ese letrero rojo que dice ‘Revolución es construir’ y

que está sobre algún edificio de La Habana. Lo leía como cinco veces y no me atrevía a hablar. En la ventana también estaba la luna y eso y unos celajes que le pasaban por delante. Era lindo, no pude dejar de fijarme, y de repente me calmé un poco. Yo sé que nosotros ya no tenemos que mirar la luna, que eso es ser romántico y dulzón, esta parte yo no se la cuento a Arnaldo, pero se veía lindo, tú, te lo juro, y Vivian se volvió, lentamente. Qué impresión me hizo. Como nunca. Cierro los ojos y la veo. Qué linda estaba, tú, qué linda. Estoy tan enamorado de ella que me da vergüenza, si no te lo contaba: los dolorcitos en el corazón, las cosas que hago. Me preguntó con una voz terrible: «¿Esto es una posada, verdad?» Iba a responder que no, a decirle que era un hotel malo, de segunda, pero le dije la verdad. «Sí». Un sí chiquitico. Me dio la espalda. «Es lo que dice mamá: yo soy mala, en mí no se puede confiar: Ella creyéndome muy tranquila en la escuela y yo en una posada, con mi novio». Me fui acercando, no sabía qué decir, qué hacer, imagínate, tenía razón, para uno no es lo mismo, si yo le digo a mi mamá que estoy en una posada

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con una mujer se pone contentísima, y empecé a sentirme mal, a arrepentirme de haberla llevado, a comprender su situación. Menos mal que me acordé de lo que dice Arnaldo, que a las mujeres no se les puede coger lástima porque ni a ellas mismas les gusta eso. Se viró, tú, con los ojos muy abiertos. «¿No tenías otro lugar adonde llevarme?». No tenía, no, ¿qué sabía yo de esos lugares?, yo también era la primera vez. Me dolió que me hablara así, que no me comprendiera, y me sentí peor. «Si tú quieres —le dije—, si no te gusta el lugar, nos vamos y no me pongo bravo ni nada». Y la abracé, para ayudarla a no estar sola, a no sentirse culpable ella sola; en todo caso el culpable era yo, ¿no?, y para decirle que sí, estaba allí pero con un hombre que, bueno, la quería tanto, era el hombre de su vida, y entonces el lugar no tenía esa importancia. También ella me abrazó y me quería y quedé frente a la ventana abierta y leí de nuevo el letrero de ‘Revolución es construir’. «No nos pongamos nerviosos —dijo—, sólo que es una pena que tengamos que hacerlo en un cuarto tan feo». De verdad, tú, esos lugares debían ser más lindos, y no que uno sienta que está haciendo algo malo. Luego apagó la luz, a las mujeres les gusta la luz apagada, y se fue desvistiendo. Qué lindo se quitó la ropa, no te figuras, y se sentó al borde de la cama. La claridad que entraba por la ventana, de la luna y eso, la iluminaba. Me quité el pulóver. Oí cómo el pulóver cayó al piso y me sentí satisfecho de haberme puesto el pantalón negro, no el otro, porque la portañuela del negro es de zíper, y me gustó tanto el ruido del zíper, me sentí tan varón al descorrerlo delante de una mujer y saber que también ella lo había escuchado, y al pantalón que bajaba por mis muslos, salía de mis piernas, caía al piso y estábamos ambos desnudos, sin mirarnos, un


poco amarillentos por la luz, un poco rojos, sin saber mucho qué hacer. Temíamos que en ese momento se abriera la puerta y aparecieran el director de la escuela, su mamá, el Ministro de Educación, escandalizados, y la mamá gritara: «Ay, Dios Santo, Virgen del Cielo, Gran Poder de Dios, lo que está haciendo mi hija. Si el padre la agarra la mata». Te lo juro. Esperamos, esperamos y no apareció nadie. Me acerqué, nos abrazamos como por primera vez en el mundo, y fuimos dejándonos caer sobre las sábanas. Empezamos a deshacer torpezas, a adivinar, a dejarnos llevar por una brisa que soplaba, fuerte olor a mar. El instinto nos guiaba y no nos pareció que estábamos suficientemente abrazados hasta que aparecieron las flores. Había flores húmedas en todo el cuarto: acolchonaban el piso y la cama, pendían del techo, sobresalían del descanso de la ventana. Pusimos atención y nos llegaron los pequeños ruiditos del amor: un río lejano, caracoles, dos hojas, y estaban también nuestros cuerpos, su piel y la mía, nuestros labios y manos y ojos y pelo. Nos estábamos bebiendo tanto que vimos lo mismo: dos niños que corrían un amanecer, cuesta arriba, por un prado de brillantes girasoles. Iban asustando mariposas. Ella llevaba una sombrilla, él una espada y un tambor, los dos vestidos de blanco y tomados de la mano. Cuando comenzó la lluvia se lanzaron sobre los girasoles, pero no se hundieron, quedaron flotando y comenzaron a girar, perseguidos por las mariposas, abrazados y como si los arrastrara una corriente, hasta quedar varados entre raíces de un árbol, y ella vio que él se erguía, levantaba la espada, que brilló en lo alto, destellos azulados, y sintió que la mataba y que la corriente se los llevaba de nuevo, se los llevaba, hasta un remolino, y mientras descendían entre hojas y limos iban viendo y pro-

nunciando todas las palabras: pomarrosa, hojarasca, arena, zaguán, obelisco, conejo, palmarreal, jícara, almidón, paloma... y cuando la última palabra posible se desprendió y se perdió estaban tendidos bajo el mismo árbol, abandonados allí por la resaca, y de las ramas colgaban hilachas de luz, y nosotros dos, Vivian y yo, nos moríamos en otra parte, o allí mismo, muy lejos o muy cerca, y en el último instante vimos, sentimos que los niños se incorporaban y se alejaban, tomados de la mano. Olvidaban la sombrilla y el tambor. Pasaron sobre nosotros, ella le dijo algo a Vivian, alto porque ya iban distantes, y él me dijo a mí, o cantaban, contentos, diciéndonos adiós, sin volver al rostro, felices y cada vez más

lejos, más lejos, hasta que se perdieron, se perdieron… Y nosotros Vivian y yo, poco a poco fuimos resucitando. Nos volvieron las palabras, la respiración, y me moví sobre ella, que sonrió, ya sin fuerza para mantener las manos en mi pelo. Me incorporé, algo, y no entendí lo que sentía: una música lejana, un aleteo en el pecho. Me incorporé, aún más, mire en derredor, allí, vi el pelo de Vivian desparramado en la almohada, su sonrisa, los senos, los ojos abiertos pero cerrados, de los que goteaba un brillo, y aunque me acordé de Arnaldo no pude y se lo dije. «Te quiero», le dije, me abracé de nuevo a su cuerpo, y una bandada enorme de pájaros levantó el vuelo en mi mente, como una estampida.

Senel Paz (Las Villa, Cuba, 1950) Escritor y guionista de cine. En 1986 empezó a trabajar en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Desde 1998 al 2001 se desempeñó como jefe de la Cátedra de Guión en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, y a partir de esa fecha como Decano de esa escuela. Su relato El lobo, el bosque y el hombre nuevo recibió el Premio Internacional de Cuentos Juan Rulfo 1990 y el Premio de la Crítica Literaria 1992; en 1993, Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío dirigieron el filme Fresa y chocolate, basado en esa obra y obtuvieron el premio al mejor guión en el XIV Festival Internacional de Cine Latinoamericano y único filme cubano nominado al Premio Oscar en la categoría de Mejor Película Extranjera. La más reciente novela de Senel Paz, En el cielo con diamantes, recibió el Premio de Creación Literaria Casa de América Latina 2008. Esta obra ha sido editada, además, en España, Portugal, Italia y Francia. Cuentos y relatos suyos han aparecido en numerosas revistas y antologías cubanas y extranjeras, tanto en español como en otros idiomas. Su obra literaria ha sido objeto de adaptaciones para la radio, la televisión, el teatro y el cine, en Cuba y otros países.

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a 34 edición del Premio Herralde de Novela la ganó el escritor mexicano Juan Pablo Villalobos con su obra No voy a pedir a nadie que me crea. Esta novela se impuso entre las cinco finalistas de las 512 presentadas al galardón; el premio estaba dotado con 18.000 euros. El jurado del premio estuvo conformado por Salvador Clotas, Paloma Díaz-Mas, Marcos Giralt Torrente, Vicente Molina Foix y el editor Jorge Herralde. Juan Pablo Villalobos nació en Guadalajara, México, en 1973. Estudió Marketing y Literatura Hispánica. Ha publicado crónicas de viaje, crítica literaria y crítica de cine. Ha investigado temas tan dispares como la ergonomía de los retretes, la influencia de las vanguardias en la obra de César Aira, la flexibilidad de los poliductos para instalaciones eléctricas, los efectos secundarios de los fármacos contra la disfunción eréctil o la excentricidad en la literatura latinoamericana en la primera mitad del siglo XX. Vivió en Barcelona, España, antes de trasladarse a Brasil. En una entrevista en el diario español El País, el escritor mexi-

cano afirmaba que toda su obra podría resumirse en «una exploración de los límites del humor: en mis novelas he abordado, por este orden, la violencia del narcotráfico, la pobreza y el duelo entre la memoria y el olvido aplicado a una realidad mexicana desarbolada por la violencia, un sistema de poder con un control absoluto hoy sobre las vidas de la gente, un auténtico narcocapitalismo en la era de la globalización». El Premio Herralde de Novela lo entrega la editorial Anagrama desde 1983. El año pasado lo ganó la española Marta Sanz con Farándula, y entre los galardonados anteriores figuran Sergio Pitol (1984), Alan Pauls (2003), Juan Villoro (2004), Daniel Sada (2008), Martín Caparrós (2011) y Guadalupe Nettel (2014). En cuanto a la realidad actual, Villalobos indicaba que «se está intentado acotar mucho el humor, se exagera lo políticamente correcto; y, en paralelo, también se opta como nunca por la literalidad: no se ve, ni se quiere ver, la ironía, la parodia, el doble sentido de nada...».


premio

Juan Pablo Villalobos

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or aquella época, cada mañana al salir de mi departamento, el 3-C, tropezaba en el pasillo con la vecina del 3-D, a la que se le había metido en la cabeza que yo estaba escribiendo una novela. La vecina se llamaba Francesca y yo, faltaba más, no estaba escribiendo una novela. El nombre había que pronunciarlo Franchesca, para que sonara más arrabalero. Después de saludarnos con un arqueo de cejas, nos parábamos a esperar delante de la puerta del elevador, que dividía el edificio en dos y subía y bajaba como la bragueta

de un pantalón. Por comparaciones como ésta, Francesca iba diciéndoles a todos los vecinos que yo me le andaba insinuando. Y también por llamarla Francesca, que no era su nombre de verdad, era el nombre con el que yo la había apodado en mi supuesta novela. Había días en que el ascensor tardaba horas en llegar, como si ignorara que los usuarios éramos ancianos y pensara que nos quedaba todo el tiempo del mundo por delante y no por detrás. O como si lo supiera pero le importara un pepino. Cuando por fin se abrían

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Había días en que el ascensor tardaba horas en llegar, como si ignorara que los usuarios éramos ancianos y pensara que nos quedaba todo el tiempo del mundo por delante y no por detrás. O como si lo supiera pero le importara un pepino. Cuando por fin se abrían las puertas, los dos entrábamos, empezábamos a bajar despacito y a Francesca se le subían los colores al rostro, por puro efecto metafórico.

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las puertas, los dos entrábamos, empezábamos a bajar despacito y a Francesca se le subían los colores al rostro, por puro efecto metafórico. El aparato iba tan lentamente que parecía que lo movían unas manos pícaras que demoraran a propósito, para aumentar la calentura y postergar la consumación, el descenso de la bragueta. Las cucarachas, que infestaban el edificio, aprovechaban el viaje y bajaban a visitar a las colegas del zaguán. Yo empleaba el tiempo libre en el ascensor para apachurrarlas. Ahí era más fácil darles caza que en casa, en los pasillos o en el zaguán, aunque también más peligroso. Tenía que pisarlas de manera firme pero sin exagerar, si no corríamos el riesgo de que el elevador se desplomara. Yo le pedía a Francesca que se quedara quieta. Una vez le había pisado un dedo y me había obligado a pagarle el taxi hasta el podólogo. En el zaguán la aguardaban sus achichincles de la tertulia literaria, pobrecitos: los obligaba a leer una novela tras de otra. Se pasaban

las horas en el zaguán, de lunes a domingo. Habían comprado en el tianguis unas lamparitas de pilas que se enganchaban a la portada del libro junto con una lupa. Hechas en China. Las cuidaban con un cariño tan indecente que parecía que fueran el invento más importante desde la pólvora o el maoísmo. Yo me escabullía entre las sillas, situadas formando una rueda, como en terapia de rehabilitación o secta satánica, y cuando alcanzaba la puerta y presentía la inminencia de la calle, con sus baches y su peste a fritanga, les gritaba como despedida: —¡Cuando terminen me pasan el libro! ¡Tengo una mesa con la pata coja! Y Francesca me respondía, sin variaciones: —¡Franchesca es nombre de puta italiana! ¡Viejo rabo verde! Eran diez tertulianos, más la lideresa. De vez en cuando se moría alguno, o era declarado incapaz de seguir viviendo sin asistencia y lo mandaban a un asilo, pero Francesca siempre se las arreglaba para engatusar al nuevo inquilino. En el edificio había doce departamentos, repartidos en tres pisos, cuatro por piso. Ahí nada más vivían viudos y solterones, o más bien viudas y solteronas, porque las mujeres eran mayoría. El edificio estaba en el número 78 de la calle Basilia Franco, una calle como cualquier otra de la Ciudad de México, tan descascarillada y cochambrosa como cualquier otra, quiero decir. La única anomalía en ella era justamente ésta, el gueto de la tercera edad: ‘el edificio de los viejitos’, como lo llamaban el resto de los vecinos de la cuadra, tan viejo y ruinoso como sus habitantes. El número del edificio era el mismo que mi edad, con la diferencia de que la numeración de la cuadra no aumentaba con cada año que pasaba. La prueba de que la tertulia era en verdad una secta era que aguan-


taran tanto tiempo sentados en esas sillas. Se trataba de sillas plegables, de aluminio, de cerveza Modelo. Estoy hablando de fundamentalistas literarios, gente capaz de convencer al gerente de publicidad de la cervecería de que les regalara las sillas como parte de su programa de fomento a la cultura. Resultaba de lo más rebuscado, pero la publicidad subliminal funcionaba: yo salía del edificio y me iba directo a la cantina, a tomar la primera cerveza del día. La tertulia no era la única desgracia en la rutina del edificio. Hipólita, del 2-C, daba clases de modelado en migajón los martes, jueves y sábados. Había un instructor que venía los lunes y los viernes para hacer ejercicios aeróbicos a la vuelta, en el Jardín de Epicuro, un parque repleto de maleza y arbustos en el que más que oxígeno lo que había era dióxido y monóxido de carbono, óxidos de nitrógeno y de azufre. Francesca, que había sido profesora de idiomas, daba clases particulares de inglés. Y además había yoga, computación y macra-

mé. Todo organizado por los propios vecinos, que creían que jubilarse era como la educación preescolar. Había que aguantar todo eso más el estado lamentable en el que se encontraba el edificio, pero, en compensación, el precio de la renta estaba congelado desde el inicio de los tiempos. También se organizaban excursiones a museos y a lugares de interés histórico. Cada vez que en el zaguán pegaban el aviso de la visita a una exposición, yo preguntaba: —¿Alguien sabe cuánto cuesta la cerveza en ese antro? No era una pregunta cualquiera, había llegado a pagar a cincuenta pesos la cerveza en la cafetería de un museo. ¡El precio de un mes de renta! Yo no podía permitirme esa clase de lujos, tenía que sobrevivir con mis ahorros, que, según mis cálculos, alcanzarían a este ritmo ocho años más. Lo suficiente, pensaba, para que antes la calaca se pasara a hacerme una visita. A este ritmo, por cierto, lo llaman elegantemente ‘vida estoica’, aunque yo lo llamaba mala vida a secas. ¡Tenía

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En otras ocasiones, mientras el ascensor bajaba, Francesca se ponía a darme consejos para la escritura de la novela, que, como ya dije, yo no estaba escribiendo. Bajar tres pisos a esa velocidad alcanzaba para recorrer dos siglos de teoría literaria.

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que llevar la cuenta de las copas que tomaba al día para no salirme del presupuesto! Y la llevaba, metódicamente, el problema era que por la noche la perdía. Así que los ocho años quizá estuvieran mal calculados y fueran siete o seis. O cinco. El hecho de que la suma de las copas que me tomaba cada día acabara dando la vuelta para convertirse en una cuenta regresiva me ponía bastante nervioso. Y entre más nervioso, más me costaba llevar la cuenta. En otras ocasiones, mientras el ascensor bajaba, Francesca se ponía a darme consejos para la escritura de la novela, que, como ya dije, yo no estaba escribiendo. Bajar tres pisos a esa velocidad alcanzaba para recorrer dos siglos de teoría literaria. Decía que a mis personajes les faltaba profundidad, como si fueran agujeros. Y que mi estilo necesitaba más textura, como si estuviera comprando tela para cortinas. Hablaba con una claridad asombrosa, articulando las sílabas de modo tan riguroso que las ideas que transmitía, por más estrafalarias que fueran, sonaban a evidencia. Era como si alcanzara la verdad absoluta a través de la pronunciación y, encima, empleara técnicas de hipnosis. ¡Y funcionaba! Así había llegado a dictadora de la tertulia, a presi-

denta de la asamblea del edificio, a autoridad última en materia de chismes y calumnias. Yo dejaba de ponerle atención y cerraba los ojos para concentrarme en el descenso de mi bragueta. Luego el ascensor rebotaba al llegar al zaguán y Francesca hilaba una última frase que yo agarraba deshilachada por haber perdido el hilo de su perorata: —Le va a pasar como a los yucatecos, que buscan y buscan y no buscan. Y yo le respondía: —Quien no busca no encuentra. Ésa era una frase de Schönberg que a mí me recordaba a mi madre hace setenta años, cuando yo perdía un calcetín. Yo buscaba y buscaba y luego resultaba que el calcetín se lo había comido el perro. Mi madre murió en 1985, en el terremoto. El perro se le adelantó más de cuarenta años y por atrabancado no se enteró del desenlace de la Segunda Guerra Mundial: se tragó unas medias de nailon, larguísimas, tan largas como las piernas de la secretaria de mi papá. (Tomado de http://www.elboomeran.com/ upload/ficheros/obras/2801_te_vendo_ un_perro_.pdf. La novela Te vendo un perro fue publicada por Editorial Anagrama, Barcelona, 2015.)


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Irving Zapater*

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l pasado mes de febrero Efraín Jara Idrovo llegó a sus noventa años. La intelectualidad del país y el país mismo han recordado este aniversario y lo han hecho en el convencimiento de que todo homenaje a su presencia y a su trayectoria no está desprovisto de esa admiración que en pocas ocasiones se tributa en vida a un hombre. Llegar a los ochenta, a los noventa años, no es superar una marca y menos aún conseguir el pase a un selecto círculo de supervivientes. Por más que en algunos casos, sobre todo en la vida familiar así pueda suponerse y así se lo festeje, hay algo más. En casos de excepción como el presente, es valerse de la oportunidad para depositar en la memoria social de una colectividad, los folios de una existencia que ha sobresalido por mérito propio y que por mérito propio ha ido dejando huella en este camino de la vida, siempre cubierto de interrogantes sin resolver. ¿Qué nos ha traído acá? ¿Qué misión se nos ha conferido? ¿Qué fin para todo esto en lo que nos empeñamos, bregamos y luchamos? ¿Qué es eso mismo de

lo que tanto se nos habla, la felicidad? ¿A dónde vamos al morir? La vida, la vida, él la ha sabido mantener en disfrute existencial por sobre la adversidad y, más, por sobre la siempre torturante capacidad de creación en ejercicio, es una lección a todo esto. Y, entonces, en medio de este drama de incertidumbres, ¿qué nos queda sino acudir a uno de esos tantos folios de la vida a la que hoy homenajeamos? Cierta vez, al responder a una pregunta en uno de los tantos interrogatorios a los que accedió, nos dio la voz de alerta para que superáramos el temor a la muerte, pues, de lo contrario, no podremos cambiar la vida. «Estamos tan preocupados de la muerte —decía— que entonces no tenemos tiempo de ocuparnos de la vida». Y agregaba: «Lo fundamental es, como ya alguien dijo, matar a la muerte para poder gozar de la vida». De allí su insistencia por conocerse a sí mismo, conocerse a sí mismo para conocer el mundo en devota filiación al mandato socrático. Nada nuevo quizás, pero siempre presente como una alerta que en muchas ocasiones no ad-


vertimos para saber vivir en plena posesión de nuestro yo. De estas dos fuentes existenciales debemos desprender toda una serie de posibilidades para entender la valía de una vida a la que hoy rendimos justo tributo. Depositemos siemprevivas en el ejemplo que ha dado a nuestra colectividad. En el plano literario, en el ámbito filosófico, en el mismo sentido humano. Johnny, su hijo, que, en sus propias palabras, ha crecido «bajo la sombra de un árbol tan frondoso», Julio Pazos, quien destaca por su advertido e inteligente análisis, han dicho ya lo que se debía decir en esta hora. Las deshilvanadas frases que he pronunciado añádanse con modestia al tributo que todos, aquí, en este auditorio, rendimos al poeta, escritor y maestro, y que, para esta Casa, brindó muchas de sus luces, sea como Presidente del Núcleo del Azuay, en fructífero período, sea como director y mantenedor de esa admirable publicación que fue El guacamayo y la serpiente. Esta Matriz de la Casa publicó recientemente, en homenaje a los noventa años del escritor amigo, una antología poética. En sus primeras páginas, Raúl Pérez Torres ha escrito lo que sigue, que me pidió transmita a ustedes acompañado de su admiración al poeta y amigo: «Adentrarse en la escritura poética de Efraín Jara Idrovo supone acceder maravillado al asombro, al descubrimiento de renovadas propuestas teóricas, temáticas; escenarios donde el hombre, más allá de mostrarse fascinado ante las evidencias del mundo, desacraliza la realidad, cuestiona el vano transcurrir del tiempo, admite colmado de

angustia la inequívoca presencia de la soledad, la nostalgia, la muerte y, desde estas reflexiones, propone la reconfiguración del caos existencial que no solo particulariza su obra, sino que lo ubica como uno de los poetas ecuatorianos e hispanoamericanos más trascendentes de nuestro tiempo. »Páginas en las cuales el lector percibirá la irrupción, el decurso, la modulación vanguardista de su palabra. Desde sus primeros versos, Jara confronta su yo interior con el cosmos, la historia, el océano más cercano y enigmático que lo encierra. Oposición que marca radicalmente su discurso lírico hasta volverlo único, intransferible, cruzado por aquellos desencuentros y metáforas que ahondan la desolación y el aniquilamiento. Melodía plena de subjetividad y desencanto. Requisitoria de un yo fragmentado que busca al otro lado de la ruptura, las variaciones expresivas que reunifiquen su unidad, que le confieran armonía y sosiego al extravío personal o simbólico que conmociona la existencia. »Antología que recupera la sensibilidad, el espíritu crítico, la lucidez artística de un apasionado dispuesto a potenciar su lenguaje hasta alcanzar la libertad creativa que sustente su permanencia sobre la tierra. Verbo ágil, profundo, sollozo desgarrador que desde múltiples resonancias se ahonda en su propia orfandad con la sola intención de explicarse los destinos impuestos, reinventar los sueños, aligerar las dudas, señalar los rumbos, y tornarse seductora, urgente en el compromiso de afincar y consolidar la identidad de nuestra poesía contemporánea».

* Discurso pronunciado en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el jueves 17 de noviembre de 2016, en el homenaje a Efraín Jara.

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Desencanto ¡Ah!, si la fulminante incandescencia del tiempo dejara al menos un vengativo rastro de ácidos, el ultraje cárdeno de la cicatriz, un rescoldo, un sabor, un saber y no la inconsistencia de la melancolía. Hoy ya es ayer, y ahora la deshora. Si la duración fuera tal y no polvareda de caballos; cristal reverberante y no nudo de niebla; canto del pájaro extraviado en el esplendor de un mediodía que no mengua… ¡Pero esta hedentina a muerte que no nos desampara! Y ambicionar la implacable geometría del fulgor del diamante, ¡nosotros!, que sólo somos fermentación de sombras. Acorralados contra el vacío, así nos empecinamos; con una desconsolada prisa de aguas que únicamente en el arrebato de su fluir escucha el eco de la persistencia. ¡Ah!, si al menos el viento se enredara en algo; si los comienzos demoraran la maravilla de su vacilación; o, a pesar de las amapolas envilecidas y los andrajos, la sangre salpicara con su escarlata más puro de desesperación la túnica del aire y de los días…

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Aunque, quizás, precisamente, por la intensidad del desencanto y la perplejidad, quisiéramos que todo esto empezara de nuevo…

Mirada inconmovible del insomnio Abro los ojos. No sucede nada: paso de la tiniebla a la tiniebla. Pero hay un fuera, donde el mar resuella, y un dentro en que reluces, como espada. Mirada inconmovible del insomnio: sol de la medianoche, ojo del pulpo. Rasga iracundo el mar sus vestiduras. Gira tu rostro en mi alma, como un astro. El mar y tú, obstinados en la mente: demencial alarido de las olas; tu imagen, como un faro, en la memoria. Tiempo y oscuridad petrificados. ¡El mar, tú, y el insomnio! Sin tu imagen, como sobrellevar las olas y horas...

(1968)


El lecho Este es un lecho, digo. Y sé que no fue un lecho, sino un acantilado batido por espumas y hogueras de delirio; bosque donde el amor atronó con torrentes de espadas y tropeles de animales en llaga. Ahora, solamente, barco inerte encallado en fango de estupor, coágulo gris de espacio. Pero aquí sumergió el tiempo sus témpanos de llamas. Aquí se desagarraron los arneses de seda de la carne.

Y, en la blancura de la almohada, tu cabellera fue como un río de trigo desbordado en la nieve, o una enredadera de soles y relámpagos (Todo es revelación, reiteración, refracción del incesante vaho de la sangre, formas que asume el vértigo para reconocerse.) Aquí fue la batalla y la derrota. (la transfiguración, no la victoria, permite sólo el tiempo.) ¡Ah palacio invadido por las vegetaciones del fuego y del tormento! Aquí estuvo tu cuerpo, como sobre un bloque de sal un látigo dormido de diamantes. Tu cuerpo que desata los oleajes e invoca las potencias del huracán y el sismo. Tu cuerpo en el que afila el halcón el dardo de sus ojos. Devastación y flores llovió aquí. Crujió este lecho al peso de los cuerpos como un inmenso escarabajo pisoteado; como las raíces de un pino que se suicidara dando un súbito salto; como el eje del mundo. Al pie, despojo triste del océano, tus prendas interiores, como un puñado de mariposas abatidas… Este es un lecho. Miro este espacio inerte, y sé que hubo un instante en que nos demoramos, en que nos devoramos, pero sin consumirnos…

(1970)

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(enero) miro los cuerpos en su desborde natural de insinuaciones. Extremidades blandas que transitan en el humor de luces y diafragmas – órganos fundamentales que no requieren oblicua saña, cazadores del polvo y la duna; del instrumento del músculo. Cuerpos con tickets y naftalina asegurando venturas de segundos en donde brota un rosetón de sangre con dentadura de cal bajo los arbustos, cuerpos de niñas adiestradas en la confesión del espéculo por la premura del pulgar. Opuesta es la capacidad del gen en abrir la mano con [fortaleza de trillones de años tecnificando el amor en confites y telenovelas, en frutos y cadáveres de peregrinaciones. Una hilera de recipientes que contienen la mordida, los diminutos trozos del estómago segmentado en la fragua del estiaje. Unto mi abdomen con trémulo ardor de un hombreojo que masculla kilogramos de hiatos. ¿saben las sombras del amuleto de la luz? Recipientes blancos y neones con partes de mi píloro Incendiado. Ardían mis manos esa tarde, he quemado las sienes de profetas, he quemado los recordatorios.

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Culebra goteando «/los niños al nacer o los viejos al morir no hablan, ven/» Jean Luc Godard La muchacha Nº 1 presenta los siguientes enunciados a la culebra: En la noche vi cabalgar a mi madre hacia el camposanto, recolectó el cabello de su hermano fallecido y cortó con navajas de cal los hilos de la ceniza; con este material elabora un morral que mi padre me muestra en el menguante del mar, allí —con sigilo— guardan tres monedas de oro para mi viaje hacia el centro del aire; pero no recibí un manual para vencer al viento, ni datos para besar demonios. - el demonio se llama tedio, engaña con su útil presencia. Los hombres descansan las visiones de topacio. El fuego danza como la vida dentro de cada mineral. Urgen las manos en vapor del sueño del beso en boca rota por el ruido de la leña. Aquí, personas que no conozco, me peinan. Dividen los cabellos de mi cabeza como se dividen las aguas para el paso de los justos. En cada caudal se diseña un tugurio de trenzados y fantasmas. Por cada brocado de hebras, las personas que no conozco despiden una queja tan atroz como el silencio de su boca; un susurro de rezos anhelan que dios me acompañe, pero yo he merendado con dioses y nada hacen en mí las lanzas de sus bocas. Mi madre acomoda sus miedos en mis recuerdos, lustra cada botón del chaleco que ha cosido con escamas de nutrias, en la noche vi cabalgar a mi madre hasta la cama, recolectó los frutos de sus tristezas.


Aforismos de ranuras (escritos de lo que guarda la boca)

1-2-3 Timbran las muchachas a la puerta de dios y abre el orificio el recuerdo aplanado de polvo. Ungidas en el blasonamiento del desierto, adolecen a sus fetos montadas en rosetones negros marinados en brillantes líquidos fríos de galaxia. Escribo sobre cualquier superficie, dice la muchacha 2 (que es un sonido transportado por la voz de los colibríes) y la brasa de un ala ciega lunar nos contagia de memoria. Los capullos doran el asfalto por sobre las auras de los vencidos, vemos entrecortado el fuego de los arcanos sustentadores de la heráldica madrugada con su semen carmesí en los nudillos de las jovencitas. sirve de algo incendiar las alcobas, sirve iniciar una despedida de fuego. Pero hay una trampa ocultando el deseo: una estafeta del cristal y las anémonas.

Una muchacha tejida en la rodilla de un ave se desploma con sus manchas mojando el zafiro de las horas en el traslucido vuelo de la roca. Es el amor una creciente hierba sobre el vértigo donde has de celebrar tus alumbramientos cada tarde. Hay un falso ingrediente de la binaria forma petrificante como gas metálico para amedrentar a las señoritas. Escribo sobre las articulaciones de los hombres, en las hendiduras de sustantivos y la cara de las palabras que se estrellan contra las murallas de la tráquea. Un bloqueo de voz disuena en el agua y los afectos de frutos. hasta que yo colisione con mi cuerpo serán los ruidos quienes palidezcan de furia. Aquí, la arena es un mejor cardumen y nicho. Lo que urdes multiplicará tus apariciones; lo que guarda la boca carcome desde el silencio a tus no-hijos. 67


13-14-15 Escriben las bocas de las muchachas en la frontera del gemido: iza la bandera de fuego, come el hígado de los vencidos por hologramas. finge recordar cada nombre.- construye un impérico muro desde la duda. Despilfarrando sus soles en el elemento del tiempo, Las Habitadas cocinan el ruin resplandor de la memoria y el Hombre es una molécula conectada al billón de esporas del bigbang y un Hombre es un cienplumas lleno del llanto de las supernovas. Escriben las bocas de las muchachas en la frontera del gemido: viene el cenáculo con nubes lilas.- pronuncia ante la muerte a todos tus deudos.

Parte B «en un sentido vean ustedes: el miedo es a pesar de todo el Hijo de Dios».

Estuvimos atoradas al ritmo de un demonio, en la cama en la que destruyes témpanos y la hiedra. En una duna se esconden tornillos y cadenas expulsadas por el exquisito perfume del cáliz en el que se derramó la consulta sobre solsticios del Hijo del Hombre. Y aunque están velados tus encuentros, el feto es una estela de roturas, de vidrios esmaltados con calcomanías irrumpiendo el nocturno romance de la polis.

Jean Luc Godard

9 de abril Acostada sobre una mano de hombre, blando el silencio del aire. Mi labor de parto inicia y doy a luz a un perro y con esto indico el nacimiento de una doxa. Espero a que el tiempo y los ojos se calcinen mientras esta ciudad nos exonera de los anzuelos. Acostada sobre la mano de un hombre, destierro el verso que lava las hojas del fundamento de sangre.

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Antes del inicio Esta vez la historia/movimiento será así: Iba cayendo el cuerpo en la oscuridad de un vacío primordial. El desvanecimiento de la piel nos mostró los conjuntos de lipocitos, luego una fina membrana blanca-traslucida-estriada recubriendo unos rancios músculos y su venar oscuro-lila; viaductos de sangre. Iba cayendo, esta vez, hasta desnudar los huesos y llegar a la conformación del polvo; pues es así que nos han formado todos los dioses desde el pardo amor de Moloch Baal hasta el amor conservado de John Frum. Esta vez la historia será hervir las cabezas ofertadas, los mitos de Tánatos y sus anhelos violados.

Andrea Crespo Granda Guayaquil-Ecuador Premio Nacional de Poesía de Ecuador Aurelio Espinosa Pólit, 2016, con el poemario Registro de La Habitada. El poemario L.A. MONSTRUO es su ópera prima (Cría Cuervos, 2013) y forma parte de un trabajo poético diacrónico conformado por los libros inéditos Influencia Americana y Matinée (el cinematógrafo tropical) En el 2013 fue invitada por el Ministerio de Cultura de Ecuador como miembro de la delegación de escritores ecuatorianos a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Forma parte de las siguientes antologías Naipes arreglados: 13 poetas contemporáneos de Ecuador, editorial Catafixia (Guatemala, 2012); Hijas de Diablo, Hijas de Santo de la revista La Raíz Invertida (Colombia, 2013); 8 POETAS AHORITA de las editoriales cartoneras DADAIF y AMARU-CARTONERA (EcuadorPerú, 2014). También conforma la muestra Sangre de Spondylus. Muestra de poesía ecuatoriana reciente (Vallejo & Co 2016). Poemas suyos han sido publicados en la Muestra de Poesía Ecuatoriana Emergente de la revista Literal (México, 2011); en el periódico de poesía de la UNAM (México, 2012) y en varias revistas digitales de Latinoamérica y España como Letralia, El Coloquio de los Perros, 400 Elefantes, Otro Lunes, Otras Palabras. 69


María Auxiliadora Balladares

L

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a práctica de juntar en un solo libro dos proyectos escriturarios diferentes, de dos autores más o menos lejanos, conlleva siempre un riesgo: que el canal de comunicación entre ambos no esté claro, que la idea de juntarlos parezca arbitraria. Al leer Obituarios de la carne, de Gabriel Cisneros Abedrabbo (Latacunga, Ecuador, 1972), y Acto textual, de Rolando Kattán (Tegucigalpa, Honduras, 1979), en un nuevo libro de la Colección 2 alas de El Ángel Editor surge inmediatamente la pregunta sobre qué une estos dos poemarios; dónde, más allá de sus méritos individuales radica la posibilidad de publicarlos en un mismo libro, si el libro de Cisneros Abedrabbo es un testimonio desgarrador de la muerte como catalizador de la escritura poética, y el de Kattán, una selección de sus poemas, cuyos pilares son el humor y las imágenes lúdicas. La respuesta me llegó, inesperada pero bellamente, por el lado de las genealogías. En el poema IV del libro del ecuatoriano, la voz poética hace un apóstrofe y se dirige a su

madre: «Madre, / no solamente / me falta el inventario / de los viajes que emprendimos juntos / sobre la luna dormida, / tus huesos tronando en el / misterio de hablar con los ancestros, / el tatuaje invisible de la abuela palestina, / los poemas encerrados en el pecho; / no solamente es tu muerte / la que baila en mi angustia» (15). Por su lado, en el poema ‘El árbol de la piña’, del hondureño, la voz poética menciona: «Al salir de Palestina, quería encontrar en / estas tierras el árbol de la piña, imaginaba / un árbol frondoso, parecido al que situó / Dios en el paraíso. // Abandonó su tierra con la esperanza de / una nueva y no encontró lo que esperaba. / En este poema, mi abuelo, puede / recolectar piñas de la copa de un árbol, / porque en un poema pueden crecer / incluso los árboles que no existen, los / milenarios frutos y hasta el país natal. // Sin embargo, insisto. Lo que quiero que / aquí retoñe no es el árbol, sino la / esperanza de que todavía hay un sitio / donde abundan los árboles de piña» (53). Am-


bos poetas cantan a sus abuelos palestinos en su ausencia. Desaparecidas, muertas, ambas figuras regresan para habitar estos textos. En el poema de Cisneros Abedrabbo se construye una suerte de cadena de afectos familiares por la cual la abuela es la metonimia de su tatuaje invisible. El yo poético que melancoliza en torno al padre ausente se dirige a su madre en su tumba quien, en su momento, padeció asimismo la ausencia de la mujer que la parió. Esa abuela palestina se dibuja en el poema como la primera pérdida, como el arcano al que se regresa para encontrar una imagen especular del dolor por la muerte del padre. En el poema de Kattán, el abuelo palestino se presenta como una figura quijotesca: el anhelo por encontrar el árbol de la piña en los territorios a los que llega es una forma de la utopía que asegurará para su estirpe no solamente una intensa relación con la nueva tierra, sino y sobre todo, la posibilidad siempre encendida del sueño, del deseo, de la esperanza. El abuelo, obviamente, no encontró lo que vino a buscar: el árbol de la piña como el que Dios situó en el paraíso. Ni árbol, ni paraíso; América es la promesa cuyo cumplimiento está siempre postergado. Obituarios de la carne, el poemario de Gabriel Cisneros Abedrabbo, consta de 26 poemas divididos y numerados; sin embargo, al leer el libro, este produce en el lector la impresión de que nos encontramos ante un solo gran poema. El tono melancólico que persiste de inicio a fin de Obituarios y el afán narrativo de estos textos son los motivos por los que se genera esa sensación. En los primeros poemas se presenta un yo poético moribundo; su cuerpo absolutamente destrozado, fragmentado, de extremidades ausentes; atado al lecho de muerte. Desde esa imagen inicial, la de una muerte

ralentizada, empieza a desarrollarse el ejercicio memorístico y el trabajo narrativo de estos poemas. Este poemario es un ejercicio de prospección, según el cual el yo poético, en ese escenario anticipado de su muerte, se dirige a todos sus afectos desaparecidos. El primero y el más importante, cuya pérdida se ‘presentiza’ es el padre (aunque en realidad, a partir de que ocurre, la muerte es el único estado del ser que se conjuga siempre en presente). El yo poético moribundo se refiere a él en los siguientes términos: «Mi padre me pregunta quién soy / tendido sobre el mundo, / parecería que su memoria se ha ido / con las escaras que le cubren; / estamos muriendo en futuros distintos / y este vernos ahora aumenta la zozobra» (13). El deambular del yo poético en los poemas posteriores dará cuenta de una forma de estar en el mundo atravesada de dolor: son muchas sus muertes en soledad en la ciudad. En esos poemas no hay apóstrofe: a nadie se dirige ese yo poético; no hay réplica posible. Las suyas son palabras como lanzadas al silencio. En los poemas finales del libro, el apóstrofe vuelve a surgir, sin embargo; pero esta vez no para dirigirse al padre o a la madre, sino a la mujer amada. Ahí ocurre lo inesperado. Esa mujer es su «último puente en el arribo feliz a la muerte» (41); ella idolatrará «las fotos de los que serán mis hijos» (42), según el yo poético, en un nuevo juego temporal ya no de prospección, sino de retrospección. Esta mujer, al hacer el amor, olvida los nombres de su padre y de su madre. Así cierra el poemario, ilustrando una nueva forma del olvido: aquel por el que es posible agenciar la propia vida, a pesar de que esta casi siempre implique forjarse unas cuantas verdades que la muerte eventualmente ‘confiscará’. Es un poemario de los ciclos este Obituarios de la carne de Gabriel Cisneros Abedrabbo.

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El deambular del yo poético en los poemas posteriores dará cuenta de una forma de estar en el mundo atravesada de dolor: son muchas sus muertes en soledad en la ciudad. En esos poemas no hay apóstrofe: a nadie se dirige ese yo poético; no hay réplica posible.

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Acto textual de Rolando Kattán es una selección de poemas suyos tomados de los libros Animal no identificado (2013), El árbol de la piña (2016), Ápsides y Otredad. Estos textos del escritor hondureño destacan por su originalidad. Llama particularmente la atención su cuidado e inteligencia al elaborar cadenas o, mejor, sistemas de ideas y de imágenes. El poemario abre con ‘Tratado sobre el cabello’, en donde describe las cabelleras de grandes figuras históricas y pensadores desde Noé pasando por Sócrates, Platón y Homero, Cervantes, Quevedo y Góngora, hasta los más cercanos cronológicamente a nosotros, Einstein y Hitler: «en la historia reciente / Albert Einstein fue el más despeinado del siglo XX / y Adolf Hitler por supuesto / el de los cabellos más ordenados / pero las cosas grandes también son cosas sencillas / como aquellos que llegan a casa apresurados por despeinarse / o los niños cuando aprenden del amor despeinando a sus madres / es obvio que los sueños nacen en las cabezas dormidas / porque siempre están despeinadas» (46). La sencilla sinécdoque a través de la cual se vinculan cabello y personaje o cabello e idea revela una suerte de inocencia y naturalidad del hablante lírico. Como diría Pessoa, a través de Alberto Caeiro, la cualidad de poeta implica ser siempre niño. Ese espíritu lúdico que recorre las páginas de este Acto textual inserta a su autor en la línea de escritores como Cortázar, Monterroso y Dalton. Ese poder de lo lúdico dicta al poeta un texto como «Animal no identificado» según el cual Noé dejó fuera del arca a animales extraños, mitológicos, aquellos que fueron creados por los poetas. Reza el poema «de las aves sólo las domésticas / las gallinas los gansos los patos el gallo / y como consta en las sagradas

escrituras: la paloma // se quedaron afuera los centauros / las nereidas los faunos y los animales esféricos de Borges / porque era muchos y muy grandes / también / la mayoría de los dinosaurios // pero de todos los animales que entraron / no reconozco al animal que recorre mi cuerpo» (47-48). La clave de la potencia de este poema radica justamente en que sus imágenes decantan en una vinculación con la propia corporalidad del yo lírico. Él no entiende, en el plano de la racionalidad, su devenir animal y quizás de eso se trata, de entender con el cuerpo esa potencia. La estructura semántica de este poema se plantea en los siguientes términos. Primero, la alusión a un referente histórico, en este caso, Noé y la labor de preservar la vida animal del planeta. Segundo, la enumeración —recurso frecuente de esta poesía— de los animales que no lograron entrar en el arca y los que sí lo lograron. Finalmente, el reconocimiento de parte del yo poético de una nueva forma de animalidad —la del devenir animal— que no se explica a partir de las dos primeras unidades semánticas en donde hombre y animal están separados. En esta última unidad semántica se abren nuevas posibilidades para el ser humano que se deja atravesar, recorrer, habitar por su animal. En sus poemas, Kattán juega a deconstruir juguetonamente los hitos de la cultura judeo-cristiana y la historia occidental. En ese sentido su poesía se contrapone al lenguaje académico y abre paso a la risa, a la mirada y la palabra frescas. Quizás en estas relecturas que son sus poemas se pueden encontrar las nuevas formas de la vida que el abuelo palestino le regaló a su descendencia al instalarse en estas tierras. Al leer a Kattán me queda la sensación de leer un tipo de poesía que hoy es posible sólo en América Latina.

* Extractos de la presentación del libro realizada el 15 de noviembre de 2016 en la CCE.


poesía Obituarios de la carne III

IV

No padre, no tenemos tiempo; cuelgas tus ojos en la pared de la sala junto al sacrificio de Cristo enfermos, no me atrevo a verte, ya no hay palabras, sólo un baúl que esconde tus notas, textos amarillos que también van muriendo.

Madre, no solamente me falta el inventario de los viajes que emprendimos juntos sobre la luna dormida, tus huesos tronando en el misterio de hablar con los ancestros, el tatuaje invisible de la abuela palestina, los poemas encerrados en el pecho; no solamente es tu muerte la que baila en mi angustia.

Ahí está la lista de todos mis muertos con una línea en blanco planeando el reencuentro. No padre, no entiendo la muerte, esa diminuta canción, esa nada, ese puñal boca arriba que nos corta el oriente. Cansados los críos se duermen y con ellos se apaga el alma de un hombre. No padre, no entiendo la muerte.

Nada se detiene, el alma es látigo, rastro de una divinidad que se desvanece en el réquiem de las flores marchitas, alfabeto envuelto en una mortaja que no puede escribir sin destruirse, nada cambia la simetría de las piedras, el dolor de los seres no desaparece con las estrellas. Madre, hay un hueco, un abismo, una herida mi padre ha muerto, su tumba a cuatro pasos de tu tiempo le da terrible sentido a la orfandad. Me paro en la punta del iceberg. a esperar el suicidio de las estrellas.

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XII No fueron tres los golpes en la herida interminable, ni tres las muertes en la oscuridad de las estrellas, son inenarrables los pecados y el paraíso por los que depositan nuestra osamenta en una fosa. Una semana en silencio, los labios cosidos, las tibias sienten que la carne se deshace y que el alma es tan solo un mito de los vivos para que nos duela menos la muerte, una semana haciéndome tierra y dejando que los elementos se multipliquen en la hierba donde los amantes se esconden y se pintan. Me duelen los cajones vacíos donde un día encerré mi nada. 74

poesía Acto textual A mi lado alguien lee un libro escrito en mandarín a mi lado alguien lee un libro escrito en mandarín las palabras caen como una lluvia sobre sus manos y sus manos abiertas se llenan de agua como las manos que entran a los ríos el hombre a mi lado bebe agua de un libro y su rostro como el de los santos se ilumina


qué está escrito allí que sin leerlo siento su humedad qué libro es ese en donde las palabras no huyen de la página como en los míos acaso lo que allí se lee no se olvida y permanece en la memoria muchos años como un río que sube y después llueve ¿esa brisa del agua al caer en sus manos es la poesía?

Animal no Identificado

El hombre que volvió a la tierra mi cabeza pudo ser una cruz pudo ser mármol mi cabeza pudo ser un desierto

Tríptico de un amor no encontrado I vuelvo a mil novecientos noventa y ocho a la ciudad en donde nos veían pasar y encuentro honduras en vez de calles y polvo en vez de casas y no encuentro nada en la ciudad donde nos veían pasar boquiabiertos nadie puede cambiar el pasado pero alguien que ensaya mi muerte destruye la ciudad que recorrí contigo

II

pero tú insistes en embellecer mi cabeza como las flores insisten en embellecer las tumbas olvidadas

la historia de un amor perdido comienza con polvo sobre la mesa que después el amante limpia hasta que la mesa se hace polvo y la casa entera se llena de polvo hasta que la casa se derrumba sobre el amante

mi cabeza también pudo ser enterrada en Spoon River pudo ser asfixiada en algún viejo libro pudo ser la cabeza de Yorik pudo ser cabeza o pudo no ser nada

III regreso a las montañas y no encuentro al amor tratando de moverlas

pero tú insistes en embellecer mi cabeza como las flores insisten en embellecer las tumbas olvidadas

Animal no Identificado

Animal no Identificado

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Patricio Herrera Crespo

C

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onocí a Diego a comienzos de los años sesenta. Nos encontramos en el recordado diario El Tiempo. Los dos con algunos meses de diferencia comenzábamos nuestra vida periodística. Él siempre en política defendiendo su palabra y su libertad que era la libertad de todos a través de la información, yo en sectores productivos, en una de las épocas más negras de la vida nacional: la dictadura militar que se inició el 11 de julio de 1963. Algunos días, más bien amaneceres, coincidíamos al terminar nuestra tarea, siempre pasada la medianoche; entonces íbamos caminando y conversando desde nuestra mesa de redacción en el edificio cercano al Arco de la Reina, hasta la visera de Santo Domingo donde esperábamos el Colón-Camal para regresar a nuestros hogares. Por nuestras conversaciones conocí al otro Diego: el poeta; hablábamos de sus libros Piedra blanca, Fuga, Apenas 6, libros que ya había publicado para entonces y que iban afianzando al poeta que llevaba dentro. Yo leía a la generación decapitada, a Escudero, Egas, Carrera Andrade, Machado, Salinas, a los poetas que conformaban una antología-repertorio realizada

por Berta Singerman, hermoso libro que me había traído mi novia de Argentina. Libro amado. Vale recordar que esta recitadora argentina, de quien dijo Gabriela Mistral: «Dios le hizo la garganta de otro limo» estuvo en la Casa de la Cultura en la década del cincuenta. Siempre la Casa como centro de la cultura, nuestra Casa, la Casa que los quiteños y ecuatorianos la llevamos tan dentro. La vida separó nuestros caminos; él en el periodismo político en prensa, televisión y radio; yo en la comunicación institucional y en la corresponsalía internacional. Pero siempre en algún punto los caminos se cruzaban y uno de esos encuentros fue en la cultura. El otro Diego, el poeta, «no ese de la radio», como le dijo alguna vez una primera dama, y yo, el editor de libros, volvíamos a encontrarnos en un proyecto para recuperar unos cantos perdidos, aquellos que correspondían a la década de 1961 a 1971 en los que Diego publicó «algunos cuadernos de poesía que fueron quedando en el camino sin mayores alardes». Volvía a la poesía de Diego. «A su palabra (que) a más de energía individual, se extiende como un manto de anchas resonancias colec-

tivas. Poesía de solidaridad y de silencios, agua de dorada ternura que se recoge desde las criaturas elementales para lavar el corazón del mundo. Versificación que se inspira en las cosas sencillas y va creciendo, cubriendo sinfónicamente, paso a paso, los grandes temas del hombre en sus diferentes estadios vitales, incluido Dios, la muerte y la esperanza», como dice Rubén Astudillo y Astudillo. Volví a la poesía de Diego para leerla y sentirla. Los textos hacen volar la imaginación del editor, más aún una poesía de ternuras en la que se mezclan la naturaleza y Dios, el viento y el pájaro, el amor y la nostalgia, no separados, juntos, siempre juntos. La poesía debe ser trasladada al papel, y el papel convertido en libro al lector. Un libro en que se sienta la poesía, que se deje acariciar, que nos embriague con su olor a tinta, que se convierta en un amigo y compañero para conversar con él en cada verso, en cada página. Lo logramos… creo que sí. Es un libro de ternuras con los versos del poeta y los dibujos de su pequeña hija Danielle que los ilustran. Es un libro de cabecera para encontrar la paz en cada búsqueda de los cantos perdidos.


Reconocimiento Cuando desaparezca en medio del boscaje se lamentarán los hongos, las lombrices y un río que se marchita poco a poco. En pago de esas lágrimas estableceré mi taciturna residencia en ellos. Fuga 1961

Estelar Te amo con vocación de rama, de cometa, de ventana iluminada, de astronauta que surca el espacio profundo. Un ala reemplaza a mi corazón. Apenas 6 1963

La semilla constante Me hablas de la quietud de las nubes, del buey que a pocos pasos dormita. Seguramente las hojas —dices—, se han bañado en el arroyo. …Y señalas aquel techo en el confín del valle. Ni una palabra del viento. Nada. Excepto mi corazón que late. Piedra blanca 1964

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Señal Que las horas transcurran presurosas como enamorados que acuden a una cita o niños que se dirigen a la escuela el primer día. Hasta que tú aparezcas. Después, que el tiempo se detenga. Mi amor se parece al de los pájaros 1967

Fábula Extasiémonos con los prodigios cotidianos. Y andemos en la certeza de que se tocará una frontera de modo inevitable. Las pausas convienen para llegar enteros y contentos. Hay que cultivar la felicidad en el huerto propio, sin envidiar la que cosechan en el vecino. Pongámosle alas al corazón y soltémoslo…, simplemente. No es mayor problema vivir en paz. (Reuthe, Austria) Mensajes desde la distancia. (Ocho poemas – 1967)

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Comuna Si estamos sobre la misma tierra deslumbrados por la misma sombra, es imperioso ahuyentar, con el mismo látigo, la dura soledad y la desesperanza. (Harlem, New York)

El trapense Todo lo he dado de mí: los sueños, que no fueron pocos. La lucha incesante, a mi manera, procurando cambiar el orden de las cosas. El pan que no tuve y el que yo amasé. Este silencio del que han brotado palabras y palabras que no serán arrastradas por el viento. Estos ojos que no se sacian con luz alguna, con sombra alguna. Esta esperanza anchurosa como el campo. Las derrotas que avivan el afán de nuevos júbilos. Todo lo he dado de mí: solo me queda este corazón que dejo a cada paso, este enorme corazón que no acaba de crecer!

El recuerdo, piedra a piedra 1971

Después, los muros 1968

Dibujos: Danielle Oquendo

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Aborto imaginario i.

la mente ha dibujado números en las venas / los cálculos indican que será un escorpión frustrado / sus manos poseen letras que simulan ser un libro / aún no puede leerlas porque no sabe dónde escondió sus ojos /

un feto es un individuo / un individuo será un número y querrá ser una palabra / las palabras y los números sólo quieren ser tiempo / el tiempo no quiere ser / el círculo está casi completo /

—el ojo está en la mano y por eso no puede verse a sí mismo—

—nacimiento = relojes ciegos detrás de una puerta entreabierta—

ii.

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iii.

iv.

¿cuál es el color del olvido? / ¿cómo autosabotear el nacimiento de uno mismo? / imaginar la propia muerte es cambiar de sistema / es reconocer que el tiempo no existe / la sombra no es más que agotamiento /

las manos del feto descubren que pueden ser árboles / las uñas siempre supieron que serían arco y flecha / y los dientes sospechan que un dardo de obsidiana podría ser su hermano gemelo / se cubren con la manta que cree ser piel

—el deseo reconoce el olor de la muerte—

—luce el color de los ojos que no miran —cuando sean mirados descubrirán —que su cabeza está fuera de su cuerpo


La cucaracha que fui ayer Despierto, pero ya no soy la cucaracha que fui ayer. Daniel Ramos Trávez ¿y a ti quién te patea el alma? me decían las alondras mientras lloraban una partida inminente // los espejos se rompen en mil pedazos //

[parezco una cucaracha]

ii. asiento la cabeza sobre un cesto lleno de alacranes // los alacranes parlotean entre sí sobre los bávaros y Hugo Mayo (¡quién lo diría!) // camino por una de las calles pequeñas de Quito y los alacranes salen de las paredes con afiches que dicen que debo comprarme una tumba con un espacio para mis poemas // patadas en el alma o alfiles corriendo detrás de una reina que por puta se le escapó el rey // abanicos de arena que fabrican los alacranes para vendérselos a los alfiles cuando ellos se pierden con las torres para embriagar a los caballos //

iii. i. mis mascotas ahora serán trocitos de algas crudas que no llegaron a ser cubierta de sushi // las cenizas son como adioses lunares y mesopotámicas leyes //

la cucaracha que fui ayer no ha hablado // sigue su rumbo // se esconde tras un velo y quiere comerse a la luna de plata // pero es demasiado pequeña para poder ingerir semejante postre // camina y camina por una calle llena de retazos de tela y microbios // quiere matar a alguien pero no lo encuentra // son millones las posibles víctimas // no saben que mañana podrían ser asesinados por la cucaracha que se esconde en una caja de madera dentro de mi cráneo azul // es necesario que me abandone y resuelva mis sueños en la vida real // estoy despierto // pero ya no soy la cucaracha que quise ser ayer

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Meloquitodencima un caracol en medio de lava cansado de mirar a través de telarañas grises Quito es una ciudad monocromática no lo había notado cuando veía ahora lo huelo y es triste más triste de lo que sería con colores eso es lo hermoso de este pútrido hueco estampado en un mapa por un niño ciego acosado por un mono con látigo los caracoles ya no van a las alamedas son elegidos por un pequeño Dios de goma para cortarle las venas a los monos que están lejos de casa en mitad de la nada que es una montaña de poemas quemados de películas xxx perdidas en vasos de whisky barato botellas llenas de melomanías negras o blancas o grises claro todo depende depende del sonido de la acera desolada de un tráfico sincopado de los travestis en la Y o de los presidentes ahumados macheteados y de aquellas fantasmagóricas apariciones que volvieron más loco al de Carondelet el corazón de la ciudad es un tren inexistente un seno grande e impuro un abismo de gritos dilatados por las lluvias y los relámpagos sabor a jueves las noches acá pesebres lúgubres con lucecitas amarillas y una virgen gigante ¿y Jesús se quedó en España? debe estar haciendo las maletas para venir a pedir trabajo de profesor de lengua y literatura o para limpiar los baños de los bares de la Foch con un sueldo de mierda 82

vivirá en un apartamento lleno de cubanos por la florida y su vida poco a poco devendrá en un delirio esquizoide en las faldas del Pichincha en los basureros verdes llenos de mierda de hombres de mierda de crucifijos ensangrentados y volverá a España y dirá que el sueño ecuatoriano no le funcionó pero Quito sigue vivo matando a más caracoles que juegan a la guillotina con los monos que se balancean entre los cables de luz para que la lava no los alcance


Je est un autre la proyección que se tiene sobre uno mismo se mantiene hasta que vemos más allá del espejo cuando lo rompemos y decidimos dejar de acicalarnos para la cita con la muerte para la que estamos un poco tarde cuando compramos una pecera para guardar los restos del espejo que ahora es una ceniza cuando vamos a una fiesta de disfraces con un terno y decimos que llevamos una máscara de seres humanos [mentir]: es la mejor alternativa para poder sobrevivir al espejo de ceniza que somos

Juan Romero Vinueza (Quito, 1994) Estudió Literatura en la PUCE. Consta en las Antologías: Sinfonía Lírica: muestra de poesía total (Perú, 2014); Noventa Revoluciones (Ecuador, 2015); HARAWIQ: muestra de poesía boliviana-ecuatoriana (Ecuador-Bolivia, 2015); Pata de Araña: Antología Poética (Ecuador, 2015); Memorias del VIII Encuentro Internacional de Poetas Poesía en Paralelo Cero 2016 (Ecuador, 2016); Tea Party V: Muestra dinámica de poesía latinoamericana (Chile, 2016); El mundo a través de la pantalla: Selección de poesía joven (Colombia, 2016). Actualmente colabora en las revistas La Barra Espaciadora y Casapalabras, en Ecuador, y en la revista POESÍA de la Universidad de Carabobo, en Venezuela. Tiene una columna de opinión en el diario La República. Edita el blog de poesía hispanohablante Cráneo de Pangea.

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Jorge Basilago Hey, that’s no way to say goodbye Leonard Cohen

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l canadiense del eterno sombrero borsalino lo supo desde temprano: no hay manera de decir adiós. Una mueca agria del destino lo hizo nacer el día inicial del otoño, cuando la naturaleza hace un ensayo general de

la muerte que sobrevendrá puntual y rigurosa. Pronto vio partir para siempre a su padre, desde la inocencia de sus nueve años de edad; ese mismo día comenzó a escribir y lo supo: no hay manera de decir adiós. Las palabras se van junto con la vida y sólo nos dejan reflejos, espejismos tan imprescindibles como inútiles para no quedar a la deriva.


homenaje «La herida no va a cerrar, la realidad es el sufrimiento», dijo alguna vez Leonard Cohen. Y a eso mismo le cantó —desde el papel o con su voz susurrante, cada vez más grave— durante casi cincuenta años: a un largo tajo entre dos nadas repleto de adioses, desengaños, caminos errados, tristeza y una buena cucharada de cinismo, que no cicatriza pero le dice al dolor «sé que estás ahí, sé que vas a volver y no me importa». ¿La religión? Una ficción desesperada. ¿El amor? Apenas un fugaz analgésico con muy buena prensa. Ahora que él mismo ha emprendido el último y definitivo viaje, todo lo que queda es bailar entre los escombros de su memoria. A la francesa, sin despedidas. O «a la Cohen», evitando los balances innecesarios: «No los hice cuando estaba sano, y ahora estoy menos dispuesto a hacerlos», rezongó, frágil pero firme, poco antes de su cita con el silencio. Bebamos entonces para que esto acabe y bebamos para cuando nos encontremos estaré parado en esta esquina donde solía haber una calle. (A street, inspirada en los atentados del 11-S)

Un destino posible Cuando se tiene tal conciencia de ser apenas otro espectro entre las ruinas de una civilización, la poesía es uno de los pocos destinos posibles. Hacia allí marchó Leonard, desde que su admirado Federico García Lorca le mostró el camino: «Abrí un libro suyo por casualidad en una librería. Su mundo me resultó muy familiar. Tenía la sensación de que allí estaba la razón de ser del lenguaje», le confesó a su amigo, traductor y biógrafo Alberto Manzano.

Estudió literatura, entonces. Y publicó un par de celebrados libros aun antes de graduarse: agotar doscientos ejemplares mimeografiados podía ser todo un éxito en aquella época de hippismo y malditos bardos beat. Hasta lo llamaron «el chico de oro de la poesía canadiense». Pero las certezas sobre la razón de ser del lenguaje no llegaron: «Si estoy mudo junto a tu cuerpo / mientras el silencio florece como tumores en nuestros labios / es porque escucho a un hombre subir escaleras y aclarar su garganta tras la puerta», escribió en su primer poemario, Comparemos mitologías (1955). La búsqueda infructuosa continuó en Europa. Entre Londres y la isla griega de Hydra conoció otros soles, nueva gente, amores pasajeros —todos lo son, tristes y mortales lectores— y distintas experiencias inspiradoras. Hurgó en el fondo de algunas religiones y de algunas drogas. Su imaginación y su espíritu se expandieron, pero la pequeña herencia de Nathan, su padre, hizo lo contrario y lo obligó a volver. Con los bolsillos vacíos advirtió que el prestigio poético y las críticas favorables no pagaban las cuentas. Hacía falta algo más.

Destino rentable Necesitaba ganarse la vida, empresa siempre tan simple y tan compleja. «Tuve que hacer algo y lo único que sabía hacer era tocar la guitarra», admitió, de mala gana, el bueno de Leonard. De modo que tomó sus modestos seis acordes — aprendidos en Montreal de un joven emigrante español que pronto se suicidó—, pluma, papel y marchó hacia Nueva York, donde alguien le comentó que había intérpretes y discográficas dispuestos a pagar por composiciones originales. Si la poesía era un destino posible, al que

«La poesía viene de un lugar que nadie controla y nadie conquista. Así que me siento un poco charlatán al aceptar un premio por una actividad que no domino», se excusó el canadiense, que donó el dinero del galardón para crear una cátedra con su nombre en la Universidad de Oviedo, que funciona como «espacio de encuentro entre la poesía y la música».

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jamás renunciaría, la canción se le antojó entonces como un destino rentable. Y no se equivocaba. «Todas mis canciones son hechos reales, no tengo el don de la inventiva», reconocería con el tiempo. Por eso el poeta se vistió de cronista y echó mano de los muchos amores efímeros de su vida —So long, Marianne o Suzanne—, de sus lecturas —Take this waltz está inspirada en Pequeño vals vienés, de su admirado García Lorca— de sus inquietudes existenciales y religiosas —Story of Isaac, Hallelujah, Bird on the wire— y de ciertas cuestiones políticas o históricas —Joan of Arc, There is a war— para darle forma a su cancionero. Entre sus primeros ‘clientes’ hubo grandes nombres como los de Judy Collins y un tal Robert Zimmerman, más conocido por su seudónimo: «Si no fuese Bob Dylan, me gustaría ser Leonard Cohen», lo elogió el reciente Nobel de Literatura. Collins, en tanto, fue la responsable de insistir hasta subirlo a un escenario como intérprete, cosa que nunca le atrajo del todo. Pero cantó como pudo, casi en un suspiro, con más elegancia que voz, y no le fue tan mal como podía suponerse. Porque en lugar de cantante aprendió a ser cantor, ese oficio que considera más importante el ‘qué’ y no el ‘cómo’ se canta. «Cohen cantaba verdad», ratificó, por si hacía falta, el periodista español Fernando Navarro en su obituario del artista. Tal vez porque lo consideraba una responsabilidad: alguna vez se definió como un «reportero» de la realidad, que pretendía «reflejarla de la mejor manera». Por eso, así como rechazaba maquillar los dolores o fingir eternidades inexistentes entre los límites de dos cuerpos unidos sobre un lecho revuelto, también creía que «un cantante debe morir por la mentira en su voz» (A singer must die).

Sin método Los años le sumaron arrugas, encorvaron su espalda y guardaron los susurros de su garganta en una caverna cada vez más lúgubre. Escribió algunas novelas —Beautiful losers es considerada una de las mejores obras de la literatura canadiense del siglo XX—, otros poemas y más canciones, aunque no fueron tantas. Quizás porque nunca pudo o quiso ‘domarlas’: «Ningún método funciona. Si uno pasa el tiempo suficiente con una canción, se producirá. Pero el tiempo suficiente está mucho más allá de cualquier estimación razonable», reflexionó sobre su forma de componer. Tal vez tampoco logró ser prolífico porque no le importaba, o porque prefirió empeñarse en probar todo lo que la vida ofrece: whisky, cigarrillos, trasnoches, mujeres, viajes, lluvias, frío, desánimo, angustia, pánico, sueños perdidos… Todo podía mezclarse en el caldero de su poesía y volverse versos. Incluso los intersticios oscuros que separan —¿unen?— esas experiencias: «Hay en Cohen una fuerte conciencia del vacío y el silencio», ha escrito la poeta colombiana Galia Ospina. En busca de ambos elementos, cuando se aburrió lo suficiente abandonó las giras y se recluyó cerca de una década en un monasterio budista: el desapego de los placeres y sufrimientos mundanos lo aburrió más todavía. Salió para encontrarse con la noticia de que casi todo su dinero se había esfumado junto con su ex manager. Quince años después de la última vez, volvió a trajinar los escenarios por necesidad, pero agradecido: «Siempre he tenido a la canción en alta estima, porque me ayudó a atravesar muchos fregaderos de platos y cortejos humillantes», afirmó.


Tiempo de cosecha Sobrevino un tiempo de cosecha, en que recorrió el mundo y obtuvo reconocimientos sorpresivos para él, pero largamente esperados por muchos de sus seguidores. Como el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, que le produjo tanto agradecimiento como pudor: «La poesía viene de un lugar que nadie controla y nadie conquista. Así que me siento un poco charlatán al aceptar un premio por una actividad que no domino», se excusó el canadiense, que donó el dinero del galardón para crear una cátedra con su nombre en la Universidad de Oviedo, que funciona como «espacio de encuentro entre la poesía y la música». Cuando las pérdidas de viejos amigos y amores comenzaron a marcarle el final del camino, lo tomó con calma: «Nunca desenredarás las circunstancias que te trajeron a este momento… Acepta tu destino», reflexionó, con la sensatez y la serenidad que la vejez y el budismo le habían obsequiado. Se refugió en sus escritos y en sus pinturas —durante años fue aficionado a esa actividad—, en sus hijos Adam y Lorca, y lloró con una sonrisa tranquila a Marianne Ihlen, eterna musa de una de sus canciones más célebres, fallecida en julio pasado: «Te seguiré muy pronto», escribió en una carta pública, sin mencionar la palabra imposible. En octubre pasado Cohen presentó su último disco: You want it darker (Lo quieres más oscuro), al que consideró uno de sus mejores trabajos. Definirlo sería volver una y otra vez sobre su título, con la fría sensación de un fin de fiesta recorriéndonos la espalda. «Mi padre estuvo escribiendo hasta sus últimos momentos, con su sentido del humor único», reveló su hijo y productor, Adam. Rodeado de los suyos, el «amo de la desesperación erótica»

Marianne Ihlen

murió a comienzos de noviembre, otra vez en otoño, mientras dormía, acaso soñando con una palabra para despedirse sin decir adiós. Porque

no hay manera. Porque sus canciones y la desesperación quedaron aquí. Será entonces So long, Leonard. Hasta pronto, viejo.

Para conocerlo mejor, escucharlo

Sin contar recopilaciones o registros en vivo, Leonard Cohen grabó catorce discos entre 1967 y 2016. La mayoría de los críticos coinciden en que el canadiense «no hizo ningún mal disco», como escribió recientemente el español Jordi Bianciotto. Pero, para conocerlo mejor, el núcleo de su obra podría concentrarse en un puñado de ellos. Los tres primeros de su carrera —Songs of Leonard Cohen (1967), Songs from a room (1969) y Songs of love and hate (1971)— resultan imprescindibles para entender su surgimiento y evolución inicial como cantautor. Ya en su madurez, destacan títulos como Various positions (1984, alberga su famoso Hallelujah), The future (1992) y Ten new songs (2001). El círculo, necesariamente, se completa con You want it darker (2016), su canto de cisne.

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e pronto se encontró en la mitad del cosmos mirando el fin que no existe. Empezó a caminar saltando estrellas y planetas «buscando el significado de los colores y de las formas con las que escribe la historia de su vida… la historia de la vida», trazando mapas de todos los infinitos, de todas las constelaciones, los átomos, moléculas, células, los agujeros negros, violetas o azules. Guido Díaz se pregunta si son caligrafías de un ser misterioso que nos cuenta en lenguaje poético sus aventuras en el cosmos o en el microcosmos, o el viajero que ha guardado sus travesuras infantiles… Quien ha tenido la magia de llevarnos a este viaje interestelar es Jorge Artieda a través de su pintura reunida bajo el título Odisea en el microcosmos. Me imagino a Jorge de niño queriendo llegar al sol a través de su cometa, mirando estrellas, soñando sueños en su barrio México, para después, en algún momento, hacerlos realidad en sus pinturas. Se integró en 1980 a la sección de artes plásticas del Grupo Caminos, los poetas que se unieron en la década del sesenta. Es economista y actor teatral; el Teatro Ensayo de la Casa de la Cultura es testigo de sus actuaciones. ¿Pudo más la pintura o es una conjugación de todos sus conocimientos los que intervienen al crear una obra de arte? Él lo dice: «El cuadro se trabaja con formas en un medio que es imponderable y en el que el espacio debe considerarse como un elemento de primer orden, absolutamente inevitable. Tal vez radica en ese detalle la calidad estética de la sensualidad creadora, las formas se presentan en el espacio y encierran una expresión: nacer, crecer, reproducir y morir. Sumar, restar, multiplicar, dividir. Invierno, verano, otoño, primavera. Una


paleta máscara simboliza gloria y pasión; otra dolor y soledad. Me doy cuenta de lo románticas que suenan estas expresiones ya pasadas de moda u olvidadas. Dicho de otra manera, no hay ahora ni bello ni feo, ni consonante ni discordante. No hay censura estética…». Fausto Jaramillo dijo en la presentación que Artieda nos invita a una extrema aventura pictórica con la obra, producto de los últimos tres años de un trabajo denodado y con una exagerada dedicación, una entrega casi mística y obsesiva con sus tareas pictóricas —impuestas por él mismo—, una obra casi endemoniadamente preciosista, característica de su estilo y su conocida propuesta estético-háptica, con ausencia figurativa, un neoexpresionismo abstracto constituyendo parábolas de lo humano. Agrega que realiza una dicotomía entre los fractales y enjambres anatómicos y biológicos en una representación que la podemos calificar como didáctica: nos muestra la profundidad de la estructuración de las expresiones formales de la materia que constituyen los seres orgánicos determinados por una manifestación de planos abstractos de lo viviente, son representaciones teatrales de las leyes de la naturaleza; sí, las ciencias naturales que deciden su camino en descubrir las leyes que rigen el desarrollo de la naturaleza y el pensamiento. Artieda lo consigue con fuertes trazos de pintura, con colores exacerbantes y casi agresivos, composiciones formales dramáticas, por lo cual podemos colegir que incide en su propuesta pictórica su largo deambular por las tablas en escenarios nacionales e internacionales; sus composiciones son dramáticas, son representación de su realidad, de tu realidad, de mi realidad y nos obliga, nos exige viajar en su universo pictórico visual y háptico, así, no podemos quedarnos inermes ante semejante invitación. Y no nos quedamos. Caminamos mirando y tratando de desentrañar el universo cósmico que nos presenta Jorge Artieda en cuadros de gran formato, con agujeros negros de rojos y sepias, con agujeros negros de lilas, azules y verdes, colores brillantes, formas y dibujos que se mezclan, que se alejan hacia puntos lejanos, y dibujos, como dice Guido Díaz, que guardan tesoros escondidos detrás de soles y lunas o dentro de cofres, de nidos de pájaros o de úteros. Cuando Jorge cumplía 20 años, exactamente en abril, presenta sus primeros cuadros en el Centro de Promoción Artística. Desde allí sus obras han sido presentadas en galerías del Ecuador, Colombia, República Popular China, Brasil, Perú, Bolivia, en exposiciones individuales y colectivas. Su camino no termina, tiene una imaginación inmensa para cubrir de colores su universo. (PHC).

Agujeros negros no son tan negros radiacion beta

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Del 16 al 20 de enero de 2017, Casa de la Cultura Ecuatoriana

ROQUE DALTON Tres poemas

Como tú Yo como tú amo el amor, la vida, el dulce encanto de las cosas el paisaje celeste de los días de enero. También mi sangre bulle y río por los ojos que han conocido el brote de las lágrimas. Creo que el mundo es bello, que la poesía es como el pan, de todos. Y que mis venas no terminan en mí, sino en la sangre unánime de los que luchan por la vida, el amor, las cosas, el paisaje y el pan, la poesía de todos.

Desnuda Amo tu desnudez porque desnuda me bebes con los poros, como hace el agua cuando entre sus paredes me sumerjo. Tu desnudez derriba con su calor los límites, me abre todas las puertas para que te adivine, me toma de la mano como a un niño perdido que en ti dejara quieta su edad y sus preguntas. Tu piel dulce y salobre que respiro y que sorbo pasa a ser mi universo, el credo que se nutre; la aromática lámpara que alzo estando ciego cuando junto a la sombras los deseos me ladran. Cuando te me desnudas con los ojos cerrados cabes en una copa vecina de mi lengua, cabes entre mis manos como el pan necesario, cabes bajo mi cuerpo más cabal que su sombra. El día en que te mueras te enterraré desnuda para que limpio sea tu reparto en la tierra, para poder besarte la piel en los caminos, trenzarte en cada río los cabellos dispersos. El día en que te mueras te enterraré desnuda, como cuando naciste de nuevo entre mis piernas.

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especiales

El mar Hay grandes piedras en tu oscuridad tempestuosa grandes piedras con sus fechas lavadas por tu sombra porque hasta el sol de día cómase tu sombra cruje en el frío despidiéndose del aire que no se atreve a penetrarte. Oh! mar donde los desesperados pueden dormir arrullados por explosiones impasibles alfabeto del vértigo paisaje diluido que los muros envisten las gaviotas y la espuma de los peces son tu primavera la furia es una pirámide verde una resurrección del fuego más agudo tu clima tu mejor huella sería un caracol caminando con pasos de niño el desierto. Amé siempre esas poblaciones disímiles al parecer robadas de las manos del mar pequeñas villas junto a la arena puertos escandalosos en la ebriedad del salitre caseríos tiritando entre la niebla llena de corales grandes ciudades titánicas frente a las tempestades humilladas aldeas de pescadores ciegos bajo un faro de aceite factorías acechantes entre los manglares con un largo cuchillo Valparaíso como una gran cascada en suspenso Manta Puná puertos del Ecuador que me negaron las hojas Buenaventura aromática como un gran puerto sucio Panamá con los ojos punzados por la depravación Cartagena siempre aguardando a los piratas hambrienta willemstadt náufraga en los dominios del petróleo Tenerife y su dulce copa de vino Barcelona bostezando entre los bancos y los carabineros Nápoles bellamente tumefacta Génova Leningrado Sochi La Guaira Buenos Aires Montevideo como una margarita Puerto Limón Corinto Acajutla en una lenta playa de mi patria todos mirándose en el espejo grave que surcan los delfines apartando como un sable veloz las infinitas espigas de esmeralda

MEMORÁNDUM DE ENTENDIMIENTO ENTRE EL GOBIERNO DE EL SALVADOR Y LA CASA DE LA CULTURA ECUATORIANA

El pasado 8 de diciembre se concretó la suscripción de un Memorándum de Entendimiento entre el gobierno de este país y la Casa de la Cultura Ecuatoriana, a fin de estrechar los lazos de cooperación cultural y artística entre el país centroamericano y el Ecuador. Con ocasión de este acontecimiento de especial relevancia para la consolidación de los lazos de fraternidad entre ambos países, se presentó la obra de teatro del poeta y escritor ecuatoriano Juan Carlos Miranda, No pronuncies mi nombre, tributo dramatúrgico que su autor dedica a la vida y obra del insigne poeta salvadoreño Roque Dalton. Con la firma de esta Carta de Entendimiento se consolida la voluntad de la CCE para expandir el conocimiento de la cultura de los pueblos hermanos, como El Salvador, el cual ya rinde importantes frutos como la semana cívico-cultural que del 16 al 20 de enero se celebrará por el XXV Aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz de El Salvador. 91


NO PRONUNCIES MI NOMBRE (Un cartograma sobre Roque Dalton) Juan Carlos Miranda Ponce

Uno La luz cenital se despierta despacio, se detiene a media luz, a lo lejos a la deriva se escucha una canción de Silvio. El estudiante revisa en su escritorio las correspondencias que llegaron desde el otro lado del vacío. La máquina de escribir es su testigo, junto a las páginas de invernal sucesión, un vaso triza el agua, un pequeño radio silenciado por la noche. Termina la canción y con ella la luz cenital de un cinema abstrae la conjetura de un tiempo sin espacio definido. El estudiante termina de leer esta cartografía de viajes y aventuras que desconocía sobre su amigo desaparecido hace muchos años.

Dos Soy el ciervo perseguido, el rapaz escapado. La celda no será mi refugio, la libertad en mis poemas me da silencio y mis cantos son la tormenta que borra las huellas de la muerte tras mi sombra. La proximidad, el paroxismo, los espasmos, el frío, el hambre, los gritos y mis libros son la llave para salir de mi otro yo. El instinto de la quietud, agudiza mis sentidos, no existe el cazador para asesinar a mis poemas. Sobrevivo a esta encrucijada. No tengo miedo. Soy la noche. Entren en mis dorados infiernos.

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Tres Aída desde mi cama te escribo esta piel de tambores y fuegos azules, te escribo la ventana que alumbra tu rostro. Escucha esta música. La playa juega con nuestros hijos, los árboles juegan con nuestros niños. Bailemos antes que las fotografías —donde mi rostro sonríe— se apaguen en su dormidera irreversible. Beso tu falda, tu blusa, abrazo el aroma de tu vientre, muerdo lentamente tu cuello en las ansias del sudor y nuestras nuevas promesas. Espérame. Te imagino diciendo mi nombre al costado del amanecer donde las canciones de Pulgarcito entran en los sueños de marineros que siempre retornan con tesoros y bálsamos secretos.


Cuatro La Metamorfosis de Ovidio descubre la máscara en el oficio del vacío. Los pequeños círculos que cruzan las areniscas de circo tatúan las pupilas del fuego, el domador de fieras desnuda a la maga de los estremecimientos. La evolución de las especies en la taberna convulsiona mis latidos, la celebración continúa por días y noches. Se imprimen los poemas sobre hojas de ébano, la máquina de imprenta es una orquestación mecánica donde sus músicos dibujan signos y señales, globos rojos en un cielo gris para olvidarme que nunca envejecí, que las celebraciones y festines sobre el arte de escribir poemas, se convertirían en una guerrilla para acercarme a un final desconocido en este relato de otro siglo.

Cinco Últimas noticias, últimas noticias. ¡Roque Dalton no ha muerto! Gritan los heraldos en las calles. Sus libros están húmedos de sal, saben que los espejos es un animal que nunca se ahoga en su propio enjambre de reflejos. Dicen que el mar es el animal más antiguo de la creación y que todo percibe cuando un cuerpo malsano sumerge su piel herida (es muy extraña la sensación, recuerdo sentir galopar la pólvora dentro de mi cabeza, la eclosión de bombas y estallidos afuera de mi cuello, también tengo un leve recuerdo de mis huesos crepitando sobre un frío desandado. No sé por dónde cruzaron los disparos. Hoy me siento más ágil, más liviano, parecería que nadie me mira, los colores de los objetos vibran y saltan en su felina diversión… floto, no me hundo en el asfalto ardiente. Ahora recuerdo haber escrito mucho sobre el mar, nuestro mar, ese animal que se sube en mi espalda y escribe un nuevo poema para que entienda, que yo nunca he estado muerto, que yo nunca pronuncié mi verdadero nombre.

No pronuncies mi nombre es una partitura de arte poético, donde se exploran cinco puntos cardinales en equidistantes momentos de la vida y obra del poeta salvadoreño Roque Dalton. Esta obra de teatro y movimiento es un viaje que cruza el vértigo de los sentidos y la odisea en las palabras, aquí sobrevive un eco profundo y misterioso que estremece el silencio. Este montaje está ejecutado desde distintas estéticas y géneros teatrales. Música: Varios autores Dramaturgia y puesta en escena: Juan Carlos Miranda Ponce Intérpretes: Belem Negrete Pessoa, Walter Durán y Juan Carlos Miranda Producción: La Máquina de Heidelberg y la Embajada de la República de El Salvador

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a Junta Plenaria de la Casa de la Cultura Ecuatoriana considera su obligación puntualizar algunos aspectos sobre el texto de la Ley Orgánica de Cultura, aprobada por la Asamblea Nacional en sesión del 10 de noviembre, sin desconocer los importantes aportes que ésta tiene para la generación de políticas públicas y la coordinación de las entidades y organismos del sector cultural, así como para establecer estímulos en beneficio de artistas y gestores culturales; sin embargo, varias de las normas en ella contenidas se apartan de los principios de autonomía que garantizan la creación y libre expresión de las letras y artes, pese a la declaratoria de respeto a la autonomía de esta institución, que en la propia Ley se menciona, pero que queda invalidada, entre otros, por los aspectos que a continuación se exponen. En primer lugar, por la expresión contenida en el artículo 151, la cual, al reconocer que la Casa es una entidad con personería jurídica de derecho público, se contradice al señalar que dicha autonomía debería ser «responsable», término utilizado en el ámbito tecnocrático y no jurídico, que permitiría el control directo por parte del órgano rector del sistema, es decir, el Ministerio de Cultura y Patrimonio, hasta en aspectos de administración interna, propios de una

persona jurídica en el pleno sentido del término. De otra parte, el despojo de las atribuciones hoy vigentes y hasta su denominación, convierte a la Casa Matriz, ahora Sede Nacional, en un simple órgano de enlace de planes, programas y proyectos concebidos desde la rectoría del sistema. Asimismo, al determinar que en las asambleas provinciales de los Núcleos, en las cuales se deberán elegir al director y a los miembros del Directorio de cada uno de ellos, participen no solo los miembros de la Casa sino también artistas y gestores culturales inscritos, sin selección alguna, en un registro único administrado por el Ministerio de Cultura y Patrimonio, no hace otra cosa que distorsionar gravemente el carácter de la institución, al permitir que en la elección de sus autoridades intervengan quienes no son miembros de la entidad, y por tanto, desconocen su funcionamiento y su esencia primigenia. Este absurdo jurídico permitiría suponer que en las más altas decisiones de una corporación, de un partido político o de un club deportivo, por ejemplo, puedan participar, con voz y voto, quienes no sean socios, miembros o afiliados a estas entidades. Además, el hecho de que las autoridades de los Núcleos sean elegidas en asamblea, conllevará a que todo tipo de populismo permita que la

administración de la Casa pueda estar en manos de los menos preparados, por el solo hecho de haber logrado alcanzar una mayoría. Aunque consideramos fundamental la participación más amplia de la ciudadanía en la vida cultural, y así se lo ha hecho en todos los Núcleos provinciales, esta forma propuesta de concebir la democracia es una de las más propensas a destruir las instituciones y ponerlas al servicio de intereses opuestos a la cultura y al bien común. La Ley instituye un proceso de asignación de recursos a los Núcleos a través de un mecanismo aparentemente técnico, no solo reglamentado por el Ministerio de Cultura y Patrimonio, órgano político por naturaleza, sino con la posibilidad de convertirse en instrumento para calificar o descalificar la labor de los Núcleos conforme a las conveniencias del órgano rector o para corresponder a intereses políticos y aun partidistas del gobierno de turno, desconociéndose el principio de equidad. La presencia del Ministro de Cultura y Patrimonio o su delegado en la Junta Plenaria y la del responsable de la unidad desconcentrada zonal del Ministerio de Cultura en los directorios de los Núcleos provinciales, no refleja otra cosa que la injerencia de instancias diferentes a las de la Casa en la toma de importantes decisiones en la administración de la entidad y constitu-


manifiesto ye, además, un retroceso a normas vigentes que han sido la pauta y la fuerza de nuestro quehacer cultural. Por estas consideraciones nos hemos dirigido comedidamente al señor Presidente Constitucional de la República solicitándole el veto parcial al mencionado proyecto de ley, en la certeza de que compartirá nuestras preocupaciones. La Casa de la Cultura Ecuatoriana y su Junta Plenaria, al presentar este manifiesto a la ciudadanía,

responde al reto histórico, ante la afectación de su institucionalidad, de promover una ley que debe favorecer las actividades culturales en un plano de igualdad y en pleno ejercicio de la libertad, bases esenciales de la democracia, a fin de que este término no pierda sentido o se convierta en simple declaración política. Una ley, cualquiera sea su contenido y ámbito de aplicación, debe ser concebida para que perdure a largo plazo y no, como ahora, para

Raúl Pérez Torres

PRESIDENTE NACIONAL

generar, de inmediato, la posibilidad de reformas y cambios. A la Casa de la Cultura Ecuatoriana, como lo demuestran setenta y dos años de historia, le fortalecen tanto el espíritu de sus fundadores cuanto el trabajo continuado de los jóvenes intelectuales, artistas y gestores que, en el presente, animan el pensamiento creativo y han legitimado a nuestra entidad como el espacio más representativo de la cultura en todo el territorio nacional.

Gabriel Cisneros

VICEPRESIDENTE NACIONAL

Iván Petroff Rojas

Julio León Bazán

Napoleón Yánez

Vicente Espinales

Luis Carpio Amoroso

Edmundo Marcelo Noguera

Jorge Ramiro Almeida

Olimpo Cabrera

Edmundo Rivera

Nicolás Paucar

Guillermo Montoya

Wagner Tello

Luis Serrano

Luis Rodríguez Reyes

María Luisa Gómez de la Torre

Graciela Torres

Magno Bennet

Efrén Gómez

Rosa Amelia Alvarado

Germán Calvache

Luis Fernando Revelo

Hilario Zhinín

PRESIDENTE NÚCLEO DE AZUAY PRESIDENTE NÚCLEO DE BOLÍVAR PRESIDENTE NÚCLEO DE CAÑAR PRESIDENTE NÚCLEO DE CARCHI PRESIDENTE NÚCLEO DE COTOPAXI PRESIDENTE NÚCLEO DE CHIMBORAZO PRESIDENTE NÚCLEO DE EL ORO PRESIDENTA NÚCLEO DE ESMERALDAS PRESIDENTE NÚCLEO DE GALÁPAGOS PRESIDENTA NÚCLEO DE GUAYAS PRESIDENTE NÚCLEO DE IMBABURA

Diego Naranjo

PRESIDENTE NÚCLEO DE LOJA

PRESIDENTE NÚCLEO DE LOS RÍOS PRESIDENTE NÚCLEO DE MANABÍ PRESIDENTE NÚCLEO DE MORONA SANTIAGO PRESIDENTE NÚCLEO DE NAPO PRESIDENTE NÚCLEO DE ORELLANA PRESIDENTE NÚCLEO DE PASTAZA PRESIDENTE NÚCLEO DE SANTA ELENA PRESIDENTA NÚCLEO SANTO DOMINGO DE LOS TSÁCHILAS PRESIDENTE NÚCLEO DE SUCUMBÍOS PRESIDENTE NÚCLEO DE TUNGURAHUA PRESIDENTE NÚCLEO DE ZAMORA

Irving Zapater

SECRETARIO GENERAL

Quito, 21 de noviembre de 2016 95


Momento Autor: Patricio Rivadeneira Arandi Género: Poesía Editorial: CCE Colección: Cosecha Tardía Año: 2016

«Mucha honestidad se siente en este gesto generoso que nos ofreces, amigo, porque no te ha movido la pretensión vanidosa de ser un poeta publicado. Es ante todo la urgencia de rebasar el límite del coloquio y multiplicar la resonancia de tu palabra avisadora y las advertencias certeras que contiene, esas que a los pretenciosos les resulta impertinentes, incómodas, porque la palabra escrita, cuando emerge desde la sangre, desde los tuétanos, desde la rabia necesaria y el dolor de saberla, desde las alegrías y la ternura también, esa palabra al ser leída, vuela liberada y se reproduce como las esporas». JCT

El secreto del migrante Autor: Gonzalo Baquero Paret Género: Novela Editorial: CCE Colección: Cosecha Tardía Año: 2016

«Ataviado con una raída sotana y la incertidumbre de su destino cubriéndole el alma, Pedro San Juan y Fernández, el ‘cura niño’, partió del puerto de Barcelona con la exclusiva misión de difundir la santa palabra de Dios y de la Madre Iglesia en tierras de ultramar: debía catequizar a los ‘salvajes ecuatorianos’ en algún rincón de ese exuberante paraje depositado por Dios en la cintura del mundo, allá donde un día sus valores, su fe y sus recuerdos se volvieron un solo amasijo de tormentos que lo sumieron en la nostalgia y en una peregrinación en vida». KAS 96


Ñawpa pachamanta purik rimaykuna Antiguas palabras andantes Autor: Varios autores Género: Poesía Editorial: CCE Colección: Casa Nueva Año: 2016

Diagramas del dios de la luna Autor: Wilson Cárdenas Género: Poesía Editorial: CCE Colección: Casa Nueva Año: 2016

La bella danza Autora: Silvia Tamayo Lucero Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2016

Un pianista entre la niebla Autor: Raúl Serrano Sánchez Género: Novela Editorial: CCE – Núcleo del Guayas Año: 2016

«Con este libro pretendemos compartir las palabras y sonidos de nuestras lenguas vivas y, por qué no decirlo, queremos también abrir la conciencia de los ecuatorianos para reconocerse y valorarse en la diversidad, queremos celebrar la plurinacionalidad, la pluriculturalidad y el plurilingüismo del cual somos parte todos. Esta compilación bilingüe (lengua materna y español) contiene la creación de diez poetas de las nacionalidades shuar, tsáchila y kichwa, y contempla tres momentos: poetisas mujeres, poetas hombres y poetas jóvenes». LLO «En cuanto a la poesía, Cárdenas se manifiesta como un clásico barroco y al mismo tiempo como un modernista retórico. Escribe microgramas a lo Carrera Andrade y con aliento telúrico describe a los seres vivos de la naturaleza: plantas y animales. La octava es una de las estrofas más usadas cuya destrucción delata un formalismo de pasados siglos. Bajo la modalidad del verso mayor y menor, el poeta trabaja con ideas, conceptos, imágenes, símbolos, todos ellos asumiendo la existencial batalla de una humanidad ya silvestre, ya urbana, pero al fin de cuentas absorta e insignificante frente al enigma de la vida, del tiempo, de la luz, es decir, del universo en todas sus dimensiones». LC «Como cultora de danzas orientales, flamencas y afropacíficas, Silvia Tamayo (Shivaya) nos descubre un sendero luminoso para arribar a la interpretación danzaria. A través de estas páginas vamos sintiendo que para bailar con verdadero espíritu es indispensable una interiorización, un zambullirse en los universos del cuerpo y el alma. Desde ahí brota la Bella Danza. Este primer libro escrito sobre las danzas orientales en nuestro medio es un valioso aporte al reconocimiento pleno de esta danza milenaria como un arte de primer orden».

«Un jurado integrado por los escritores Jorge Dávila Vázquez, Clara Medina y Modesto Ponce Maldonado, otorgó por unanimidad el Premio Único del XVII Concurso Nacional de Literatura ‘Ángel F. Rojas’ 2015, convocado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, a la novela Un pianista entre la niebla, “por la hondura en la construcción de un texto limpio y equilibrado, en el cual se subraya un manejo estético y apropiado de los lenguajes narrativos, así como el poder de sugerencia de una escritura que al tiempo que dice, crea en el lector múltiples resonancias».

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Juan Montalvo de frente y de perfil Autor: Rodrigo Villacís M. Género: Ensayo-Entrevista Editorial: CCE – Núcleo de Tungurahua Año: 2016

Obituarios de la carne Acto textual Autores: Gabriel Cisneros Abedrabbo y Rolando Kattán Género: Poesía Editorial: El Ángel Editor Año: 2016

Revólver escorpión Autor: Juan Romero Vinueza Género: Poesía Editorial: Editorial La Caída Año: 2016

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«Rodrigo Villacís Molina ahora presenta nada menos que una entrevista a Juan Montalvo, alta cifra de la cultura hispanoamericana. El profesionalismo de Villacís Molina, que lo induce a investigar muy seriamente sus temas, lo ha llevado a profundizar en el conocimiento de la personalidad del Cosmopolita. No de otra manera se explica esta lúcida y brillante entrevista al eximio escritor ecuatoriano —acompañada de otras páginas montalvinas de similar excelencia—, que nos deja la sensación de que, en efecto, Montalvo está vivo».

«En este libro están juntas las poéticas de Gabriel Cisneros Abedrabbo (Latacunga, 1972) y Rolando Kattán (Tegucigalpa, 1979). Sobre Cisneros, la poeta ecuatoriana Catalina Sojos dice: Precisa, como un puñal, la poesía de Gabriel Cisneros hiende nuestra carne y obliga a la lectura; cada verso es un imperativo a perseguir al escriba con su caudal interminable de metáforas y recursos estilísticos. Ese verbo que nos habita desde sus desfallecimientos y obituarios para transmutar la sangre en poesía. Sobre Kattán, el poeta español Juan Carles Mestre indica: Hay en su libro una gran celebración de lo inmenso, de la palabra y su duración en el diálogo con el tiempo de otros soñadores. Y la redentora memoria que acude en su voz a salvar, a acompañar, a fundar un espacio de resistencia moral ante la toxicidad de esta época».

«El libro consta de 37 poemas y está dividido en tres partes: Espejo de una ceniza, Vértigo sobre un paisaje andino y Ofensas soft. En la primera se trabaja cuidadosamente la conformación identitaria del yo poético a partir del leit motiv del espejo. En la segunda parte del libro, el autor escoge dibujar Quito y lo hace en tanto paisaje urbano que transmuta —moral y físicamente— al yo poético en algo parecido a la ciudad misma. En la última parte, la voz poética pasa de la ironía a la dureza con una movilidad asombrosa. Quizás, la elasticidad de sus movimientos se corresponde con la honestidad brutal que permea estos poemas».


anaquel

E

stá en circulación el N. 25 de la Revista Casa de la Cultura Ecuatoriana. Luego de cincuenta años, vuelven a abrirse las páginas de esta revista para nuestros escritores y artistas; para la creación de poetas y narradores; para la obra de pintores y las investigaciones de los científicos; para el trabajo de los ensayistas. La Revista Casa de la Cultura Ecuatoriana, retornando a sus raíces, las de la fervorosa siembra de una generación que creyó firmemente que el destino de nuestro país había que encontrarlo en la cultura, quiere retomar la tarea como muestra de fe en la persistencia de las instituciones y en la prevalencia de las ideas sobre las circunstancias, siempre pasajeras. Según su editor Irvin Zapater, los fundadores de esta publicación dijeron que por medio de esta revista, la Casa de la Cultura Ecuatoriana ofrecería “un campo para las expresiones de la inteligencia, para las inquietudes de la investigación científica, para las manifestaciones del arte”. Y añadieron que ese campo será “libre y ancho, sin limitaciones ideológicas, sin estrecheces de escuela, sin preferencias inhibidoras”. Los 24 números que aparecieron entre 1945 y 1966 constituyen prueba que el propósito fundacional cumplió su objetivo. Asimismo, los materiales allí contenidos son, en la hora actual, un importante acervo de la producción intelectual de aquellos años y de la contribución de muchos ecuatorianos de valía. Por las páginas de esta revista pasaron las plumas de Benjamín Carrión, Pío Jaramillo Alvarado, Alfredo Pareja Diezcanseco, Leopoldo Benites Vinueza, Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero, Alfredo Pérez Guerrero, Jorge Enrique Adoum, Alejandro Carrión y tantos más. Se publicaron obras íntegras como los trabajos de Pío Jaramillo de César Dávila Andrade, de Homero Viteri Lafronte, de José María Vargas; de Ramiro Borja y Borja, de Jaime Suárez Morales. Se redescubrieron páginas de antología como La flauta de ónix de Arturo Borja o El laúd del valle de Humberto Fierro o se publicaron primicias como la Biografía inconclusa de Miguel Ángel Zambrano. Se contribuyó a la dilucidación de interrogantes como el saber si la serie de pinturas de los profetas fue obra de Miguel de Santiago o de Hernando de la Cruz. Se dedicaron números especiales de carácter monográfico Se reseñaron infinidad de publicaciones, en buena parte gracias a la acuciosa dedicación de Alfredo Chaves. Y, en fin, sirvieron también para dar a conocer públicamente sobre las actividades realizadas en la Casa. Afirma Irvin Zapater que nuestra obligación, ahora, es empeñarnos en seguir la ruta trazada en abril de 1945, afirmar el espíritu fundacional y contribuir, así, al robustecimiento institucional de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, casa de todos y de la patria toda.

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tributo

Gabriel Cisneros Abedrabbo

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n los pasillos de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, la figura delgada de la estudiante del colegio 24 de Mayo, que había pedido entrevistarse con Benjamín Carrión, despertaba la inquietud y simpatía de la secretaria que había vivido la escena algunas veces y que no se imaginó que el gran gestor de la cultura ecuatoriana del siglo xx se iba a conmover con tal vehemencia ante la poética de Ana María Iza, que aplazó algunos de los trabajos de la imprenta para publicar su primera obra, este gesto no sólo que marca la gran visión de Carrión en cuanto a las estéticas, sino la importancia que tuvo y tiene la poética de Iza en la lírica ecuatoriana contemporánea. Su obra fue reconocida con el Premio Nacional de Poesía ‘Ismael Pérez Pazmiño’, convocado por diario El Universo, en cuatro ocasiones, en los años 1967, 1974, 1984 y 1995. En los ‘Juegos Florales’, Ambato, 1995, y el premio único de la séptima edición de ‘El poeta y su voz’ (Manabí, 2003). En el 2015, el Festival Internacional Poesía en Paralelo Cero fue en homenaje a nuestra autora. Ana María fue para muchos de nosotros esa amiga donde la risa siempre nos encontraba, donde el camino convocaba al abrazo y a la felicidad, tuve la suerte de compartir con ella en muchos encuentros de escritores, tertulias y recitales. Me quedo con los instantes en la pupila transparente de la memoria, con el abrazo y los buenos augurios, con el infinito mar de su poesía donde las palabras emancipan, cuestionan, graban el instante El 10 de diciembre del 2016, Ana María volvió a la Sala Jorge Icaza de la Casa de la Cultura, esta vez, más que un cuaderno de poemas, nos traía una vida de muchas siembras. Como en otro tiempo la acogimos, lloramos esa forma de su ausencia, velamos su cuerpo en su hogar y nos empoderamos de su memoria.

Pedazo de nada

Me acuso

Cuando salgas la puerta será solo el camino y alguna que otra cosa que te agrande la herida.

Me acuso porque sí, Me acuso porque quiero acusarme. de inconforme. Precavida de nacimiento Sinceramente, no confío en usted, como se pone en los autógrafos. en mí La noche es mi testigo mejor ni en nadie. porque no habla Vivo porque me gusta y no me llama víctima, y a nadie debo nada. ni loca, ni porfiada. Me acuso de llamarme Ana María Iza, de regatear los precios en las ventas y reclamar mi parte; de llevar escondida mi tristeza, como llevan los árboles sus húmedas raíces.

En cambio aquí me quedo abrazada a tus ojos, a tu voz, al frío de mis manos que era tu mismo frío. Antes de que te vayas pon todo en tu maleta… No te olvides mis lágrimas. 100


MUSEO DE ARTE COLONIAL

EL TEJIDO QUITEÑO UNA TRADICIÓN BARROCA

DIRECCIÓN Calles Cuenca y Mejía esquina (Centro Histórico). Teléfono: 2282297 Correo electrónico: museodeartecolonial@yahoo.com Facebook: museodeartecolonialquito www.casadelaculturaecuatoriana.gob.ec

HORARIOS DE VISITA Martes a sábado 09h00 a 17h00 Reservación previa para visita de grupos.

ABIERTO HASTA: 28 de febrero de 2017

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COLECCIÓN ESENCIALES

COLECCIÓN LETRAS CLAVES

COLECCIÓN CASA DE LOS NIÑOS

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