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William Trevor La hija de la modista
Jesús Cobo
Obra escultórica
Clara Obligado Interferencias
Andrés Caicedo Maternidad
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Radio CCE Benjamín Carrión
Primera radio pública cultural del país
68 años
contribuyendo con el patrimonio sonoro.
940 AM
Proximamente en FM
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editorial Cría cuervos
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unca quiso escucharme. La cultura es el eje transversal de toda transformación revolucionaria. Un pueblo sin cultura solamente podrá aspirar al cemento armado y al último modelo de carro. La nueva clase media olvida pronto a quien posibilitó su ascenso y se convierte en estrella semanal del supermercado. La competencia empieza a ser la ideología de los mass media, y el vestido de marca se transforma en su piel. Dios es el mercado, el centro comercial la nueva Iglesia y el cliente su esclavo fiel. La honradez, la lealtad, la solidaridad son lobos esteparios arruinados. El pueblo gordo de avaricia, tambaleándose en la nueva realidad, no sabe qué hacer con lo que tiene. Le han caído del cielo los hospitales, las universidades, las carreteras, el trabajo, el sueldo mensual, las pensiones. Ahora sí puede carajear, ahora sí puede insultar, solazarse y manifestar su ego escondido, ahora nadie le ningunea, puede hasta dilapidar y enseñorearse y pervertirse, porque es su derecho. Nadie le quita su derecho. El Estado vigila y propone su derecho. Se le entregó el pez sin enseñarle a pescar. Analfabeto de principios y de símbolos. Su egoísmo, su individualidad, su mediocridad, su ambición están garantizadas. Nunca quiso escucharme. Lo primero que define y permite una transformación es la cultura. Y la cultura es la percepción que tenemos del mundo, la forma en la que accedemos al otro, la posibilidad de llenar el espíritu de una sensibilidad bondadosa, es la fuente de nuestro comportamiento y la herramienta para manejar el buen vivir en la sociedad, en la comunidad, el aprendizaje diario de la generosidad y el respeto al otro. En la televisión denigrantes estereotipos de nosotros mismos, en el cine la manera más sofisticada de asesinar a tu padre, en la política falsos profetas, en la administración pública prestidigitadores del hurto, en la escuela el implacable ejemplo de las drogas, en la familia la violencia y el alcohol como un mueble más, en la vida cotidiana la grosería, el trato burdo, el insulto brutal. Amores eternos que terminan en la comisaría. Deseos de que a nuestros hermanos les azote otro terremoto por no pensar como uno. Por eso hay que llegar al pueblo con humildad, por eso hay que tocar sus resortes guardados para que salte su sensibilidad, por eso hay que llenarlo de poesía y de música y de literatura y de teatro, y de la sabiduría y el ejemplo de los hombres y mujeres que construyeron la patria. Por eso hay que poner en sus manos el arte, la ética y la estética, porque, si para algo sirve la cultura es justamente para eso, para sensibilizarnos, para hacernos más comprensivos e incluyentes. Nunca quiso escucharme. Y ahora la ceguera de un pueblo aturdido, de un pueblo al que no se le dio la oportunidad de abrir su corazón a la cultura, da cabezazos, grita y blasfema, sintiéndose olvidado y herido. Dispuesto a sacarte los ojos.
número veinticinco • febrero 2017 Presidente Raúl Pérez Torres Vicepresidente Gabriel Cisneros Abedrabbo Director Patricio Herrera Crespo Editor Patricio Viteri Paredes Colaboran en este número: Diego Araujo Sánchez, Jorge Basilago, Susana Cordero de Espinosa, Yuli Marcillo, Sonia Montenegro, Patricia Noriega, Clara Obligado, Antonio Ortuño, Javier Payeras, Hugo Ríos Cordero, Santiago Rivadeneira, Juan Romero Vinueza, Gustavo Salazar, Silvia Stornaiolo, Andrés Villalba Becdach.
Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila López Portada Buho, mixta acero inoxidable, cerámica rakú y madera, serie 2010-2016. Jesús Cobo. Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 426 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com
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índice
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La poeta Yuli Marcillo rinde homenaje a Ricardo Piglia, escritor argentino fallecido el 6 de enero de este año.
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La hija de la modista, relato del gran escritor irlandés William Trevor.
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Por el centenario del nacimiento de José Luis Sampedro, publicamos un extracto de su discurso de ingreso a la Real Academia Española.
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Tres tazas de té, relato del escritor argentino Andrés Rivera, fallecido el año pasado.
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El escritor ecuatoriano Diego Araujo Sánchez nos presenta el primer capítulo de su última novela, Los nombres ocultos.
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Interferencias, cuento de la escritora argentina Clara Obligado. Discurso del escritor y crítico de arte inglés John Berger, al recibir el Booker Price por su novela G.
Poemas de Sonia Montenegro, Premio Jorge Enrique Adoum. El detective Washington Chicas, cuento del escritor guatemalteco Javier Payeras.
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Silvia Stornaiolo rememora al escritor colombiano Andrés Caicedo.
El investigador Gustavo Salazar reseña sobre la revista Universitario, dirigida en París por el ecuatoriano César A. Pástor, de 1924 a 1927.
Maternidad, relato de Andrés Caicedo. El horóscopo dice, cuento del escritor mexicano Antonio Ortuño. Otra historia de gatos, relato del escritor puertorriqueño Hugo Ríos Cordero. Jorge Basilago conmemora los 100 años del nacimiento de Violeta Parra. Juan Romero Vinueza, entrevista al poeta Paúl Puma. Bases del Premio Mariano Aguilera 2017. Taller de Guión Cinematográfico dirigido por el escritor y cineasta cubano Senel Paz.
Susana Cordero de Espinosa evoca a Hernán Rodríguez Castelo.
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Santiago Rivadeneira analiza la obra del escultor Jesús Cobo y su última exposición en el Museo de Arte Contemporáneo de Quito.
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‘Los diablos se toman La Mariscal’, artículo de Patricia Noriega acerca de esta manifestación cultural.
Yuliana Marcillo
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uando aún no había cumplido los tres años de edad, imitando a su abuelo, cogió un libro de la biblioteca y salió a leerlo a los escalones de la casa. En algún momento de esa tarde se acercó un señor y le hizo ver que el libro estaba al revés. Esta es la imagen de un niño que leía a contracorriente, que leía al revés: un lector antes de leer. De esa anécdota él dijo después: «Vivíamos en una zona tranquila, cerca de la estación del ferrocarril, y
cada media hora pasaban ante nosotros los pasajeros que habían llegado en el tren de la capital. Y yo estaba ahí, en el umbral, haciéndome ver, cuando de pronto una larga sombra se inclinó y me dijo que tenía el libro al revés. Pienso que debe haber sido Borges, porque ¿a quién sino al viejo Borges se le puede ocurrir hacerle esa advertencia a un chico de tres años?». Hablamos de Ricardo Piglia, quien hoy por hoy es considerado un clásico de la literatura argentina contemporánea.
Nació el 24 de noviembre de 1941 en Adrogué, un suburbio de Buenos Aires, pueblo donde también nació su madre. Lector, crítico, editor, guionista, profesor de literatura y, sobre todo, narrador, el nombre de Piglia se ramifica virtuosamente en distintas esferas de la cultura argentina desde finales de los años sesenta. Ha sido considerado como el mejor escritor argentino después de Jorge Luis Borges y a la par de Juan José Saer.
Piglia, un creador de palabras, no hizo memoria, sino pensamiento, escribía novelas para quitarse de encima del hombro ese sabio que fue, para sacarse las ideas de la cabeza. Y aunque hubo episodios que olvidó por completo con el pasar de los años, hubo otros que permanecieron en su memoria por siempre, como la nitidez de una fotografía que el pasado no borra. El ‘destierro’ lo llevó a escribir El padre de Piglia era un peronista que sufrió en carne viva la llamada ‘Revolución Libertadora’ de 1955. Después de pasar un año en la cárcel, en 1957 decidió mudar a su familia de Adrogué a Mar del Plata, con la idea de empezar de nuevo, señalan sus biografías. En ese entonces, Piglia adolescente, asimiló la mudanza como si fuera un exilio o un destierro, a pesar de
solo estar a 400 kilómetros de distancia. «Todo lo vivía rabioso y con la sensación de que tenía que escapar. Pero fue muy benéfico, porque Mar del Plata es una ciudad con una vida cultural muy intensa. No sé qué hubiera sido de mi vida si me hubiera quedado en Adrogué», confiesa en 327 cuadernos, documental sobre su vida, escrito, dirigido y protagonizado por Ricardo Piglia y Andrés Di Tella. Anunciada la mudanza, tomó un cuaderno de tapas negras y
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«El diario, sin duda, es un género cómico. Uno se convierte automáticamente en un clown. Un tipo que escribe su vida día tras día es algo bastante ridículo. Es imposible tomarse en serio. La memoria sirve para olvidar, como todo el mundo sabe, y un diario es una máquina de dejar huellas…».
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anotó: «3 de marzo de 1957. Nos vamos pasado mañana. Decidí no despedirme de nadie. Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver. Hoy gané al billar, hice dos tacadas de nueve. Nunca había jugado tan bien. Tenía el corazón helado y el taco golpeaba con absoluta precisión (...). Después fuimos a la pileta y nos quedamos hasta tardísimo. Me zambullí del trampolín alto. Desde tan arriba las luces de la cancha de paleta flotaban en el agua. Todo lo que hago me parece que lo hago por última vez», fueron sus primeras anotaciones en aquel diario improvisado con el cual, sin darse cuenta, inició aquel juego literario entre la realidad y la ficción. Escribía de todo: sobre Perón, el golpe de 1966, la muerte del Che Guevara, la vuelta de Perón, el golpe militar, la dictadura, hacía ranking de sus boxeadores favoritos, y otras listas escritas al azar, como por ejemplo: «Amor, sentido de la vida, política, fútbol, teatro, cine, literatura», orden y sentido de aquellas palabras que solo aquel chico de dieciséis años sabía. Años después explicaría: «El diario, sin duda, es un género cómico. Uno se convierte automáticamente en un clown. Un tipo que escribe su vida día tras día es algo bastante ridículo. Es imposible tomarse en serio. La memoria sirve para olvidar, como todo el mundo sabe, y un diario es una máquina de dejar huellas. Me gustan mucho los primeros años de mis diarios porque allí lucho con el vacío total: no pasa nada, nunca pasa nada en realidad, pero en ese tiempo me preocupaba, era muy ingenuo, estaba todo el tiempo buscando aventuras extraordinarias. Empecé a robar la experiencia a gente conocida, las historias que yo me imaginaba que vivían cuando estaban conmigo. Escribía muy bien en esa época, di-
cho sea de paso, mucho mejor que ahora, tenía una convicción absoluta, que es siempre la mejor garantía para construir un estilo». Desde 1957 escribió todos los días hasta sumar 327 cuadernos repartidos en 40 cajas de cartón, que no salieron a la luz sino hasta finales del 2015. Año y medio después de que comenzara a hacerlos públicos, Ricardo Piglia murió.
La escritura sin prisa Fue el interés por una chica la llave que le llevó a descubrir el amor por los libros, así lo confesó a Leila Guerriero en una entrevista en la revista Babelia en 2010: «Yo ya leía, pero sin método. Había tenido una noviecita en Adrogué. El padre era de familia de anarquistas, leían mucho. Íbamos caminando, había un muro alto, y ella me dijo: ‘¿Estás leyendo algo?’. Y yo había visto, en una librería, La peste, de Camus. Y le dije: ‘Sí. La peste’. Y me dijo: ‘Préstamelo’. Me da vergüenza contar esto, pero compré el libro, lo leí esa noche, lo arrugué un poco para que pareciera usado, y se lo llevé al día siguiente. Y ahí empecé a leer». A los 18 descubrió a uno de sus dioses tutelares: William Faulkner. «La lectura de William Faulkner es uno de los grandes acontecimientos de mi vida», dijo en una entrevista. También se consideraba un admirador de F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Franz Kafka, Robert Musil, Nikolái Gogol y Fiódor Dostoievski; Piglia admiraba el género policial. Autor de tres libros de cuentos, seis ensayos y una novela corta, Piglia escribió sin prisa llegando a completar cinco novelas entre 1980 y 2013. Desde la primera, Respiración artificial, se ganó un lugar entre los autores latinoamericanos indiscutibles posteriores al boom. A
esa historia sobre la dictadura militar de su país le siguieron 12 años de silencio, hasta La ciudad ausente. Cinco años más tarde, en 1997, su literatura llegó al gran público con Plata quemada, película argentina dirigida por Marcelo Piñeyro y basada en la novela homónima de Piglia. Otros 13 años de silencio fueron interrumpidos con Blanco nocturno, en 2010. Su última novela fue El camino de Ida, en 2013, todas escritas a tiempo pausado, dándose el espacio necesario para leer y escribir contra el reloj de la inmediatez.
Volver atrás y recorrer la propia vida Su nombre completo era Ricardo Emilio Piglia Renzi y lo desdobló por décadas: Emilio Renzi fue el personaje de las novelas Respiración artificial y La ciudad ausente, entre otras ficciones. De hecho, todo lo escrito en sus diarios lo terminó titulando Los diarios de Emilio Renzi, divididos en tres entregas, desdoblando así su vida misma, regalándose a otro todo su pasado, que no era más que él mismo narrándose en tercera persona. Piglia, un creador de palabras, no hizo memoria, sino pensamiento, escribía novelas para quitarse de encima del hombro ese sabio que
fue, para sacarse las ideas de la cabeza. Y aunque hubo episodios que olvidó por completo con el pasar de los años, hubo otros que permanecieron en su memoria por siempre, como la nitidez de una fotografía que el pasado no borra. En 2014 se le diagnosticó esclerosis lateral amiotrófica (ELA) y su salud se vio muy afectada, al punto de recluirse en su casa. Una vez diagnosticada la enfermedad, Piglia se dedicó a organizar y editar los textos que tenía pendientes o inacabados, en especial sus diarios: «La enfermedad me ha hecho descubrir la experiencia de la injusticia absoluta. ¿Por qué a mí?, se pregunta uno, y cualquier respuesta es ridícula. La injusticia en estado puro nos hace rebelarnos y persistir en la lucha», le había dicho Piglia a EFE el pasado noviembre en una entrevista. La avanzada enfermedad le impidió escribir, pero logró continuar con su producción literaria hasta los últimos días gracias a la ayuda de una asistente, a la cual le dictaba sus pensamientos. Piglia muere el 6 de enero de 2017, a los 76 años de edad, y aun estando sentenciado a una muerte degenerativa, nunca dejó de creer que todo lo pasado siempre fue mejor, que tarde o temprano «uno vuelve al origen de su escritura», a la otra vida detrás del espejo.
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William Trevor
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ahal roció con WD-40 el único tornillo que se resistía a su llave inglesa. Todos los demás habían salido con relativa facilidad, pero éste había quedado incrustado por el óxido y el tubo de escape colgaba de él. Había intentado desprenderlo a martillazos y forzar el tubo a uno y otro lado con la esperanza de que algo cediese, todo en vano. A las cinco y media, le había dicho a Heslin, y a esa hora el condenado coche no estaría listo. Siempre tenían encendidas las luces del taller, porque unas estanterías tapaban las ventanas que se extendían en la pared del fondo. Coches abandonados, conservados por sus piezas, coches y motos en espera de recambios y gatos con ruedas ocupaban el poco espacio restante a ambos lados del pequeño despacho de madera, también al fondo. Había bancos de trabajo con tornos y soportes de herramientas adosados a una pared, e hileras de neumáticos reparados y otros nuevos, así como toneles de grasa y aceite. En el centro del garaje había dos fosos, y en ese mo-
cuento
mento el padre de Cahal, dentro de uno de ellos, estaba montando un embrague. En la radio alguien daba consejos acerca del cuidado de los peces en un acuario. —¿Quieres apagar eso? —vociferó el hombre desde debajo del coche en que trabajaba, y Cahal recorrió las bandas de frecuencia hasta encontrar música de los tiempos de su padre. Era el único hijo varón en una familia de mujeres mayores que él y que se habían marchado del pueblo, tres a Inglaterra, otra a Galway para trabajar en Dunnes y otra a Nebraska para casarse. El taller era cuanto Cahal conocía, porque desde niño hacía allí compañía a su padre, que con los años empezó a encargarle alguna que otra tarea. Por aquel entonces, su padre tenía un empleado, un viejo pariente, al que Cahal sustituyó con el paso del tiempo. Probó otra vez con el tornillo, pero el WD-40 aún no había hecho efecto. Cahal era un joven delgado, casi flaco, moreno, de rostro alargado al que rara vez le afloraba una sonrisa. Encima de una camiseta
amarilla llevaba un mono de mecánico, manchado de grasa y desvaído allí donde había perdido su color verde a fuerza de lavados. Contaba diecinueve años. —Hola —saludó una voz. En la amplia puerta abierta del taller, Cahal vio a un hombre y una mujer, forasteros. —Buenas —dijo. —Señor, ¿hay posibilidad de que nos lleve en coche a la santa Virgen? —preguntó el hombre. —¿Cómo dice? —replicó Cahal, a la vez que oía vociferar a su padre desde el foso, interesado en saber quién había llegado—. ¿De qué Virgen me habla? Los dos forasteros se miraron y, al no ver el menor indicio de que fueran a responder, Cahal supuso que eran extranjeros y que no lo habían entendido. Un año antes, un alemán había llevado al taller su Volkswagen por un ruido en el motor, o eso le parecía. «Yo ya me había ilusionado pensando que era la cabeza de una biela», reconoció después el padre de Cahal, pero se trataba sólo del cierre del capó, que
Trece años atrás, el entonces obispo y dos párrocos habían puesto fin al culto de aquella estatua situada a la vera de un camino en Pouldearg. Ninguno de los tres, como tampoco los sacerdotes y monjas que visitaron en otros momentos el cruce de Pouldearg, habían percibido nada especial; ninguno vio personalmente las lágrimas que, según se decía, resbalaban de aquellos ojos de mirada baja cuando los penitentes suplicaban el perdón de sus pecados.
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estaba un poco suelto. Más adelante, una pareja de norteamericanos había ido a cambiar un neumático de su coche de alquiler, pero desde entonces no había pasado por allí ningún extranjero. —De Pouldearg —contestó la mujer—. ¿Se dice así? —¿Es la estatua lo que buscan? Ellos asintieron, primero con actitud vacilante, luego más seguros de sí mismos, al unísono. —Pero ¿no van en coche, ustedes? —preguntó Cahal. —No tenemos coche —contestó el hombre. —Hemos viajar desde Ávila. La mujer tenía el cabello negro y sedoso, que llevaba recogido con una cinta roja y azul, ojos castaños, dientes muy blancos y piel aceitunada. Vestía con el desaliño de un viajero: vaqueros y chaqueta de
lana sobre una blusa roja a rayas. El pantalón del hombre era igual, y su camisa de un insulso azul grisáceo, con un pañuelo blanco al cuello. Cahal calculó que serían unos pocos años mayores que él. —¿Ávila? —preguntó. —España —aclaró el hombre. El padre volvió a levantar la voz, y Cahal le informó que habían entrado en el taller dos españoles. —En la tienda —explicó el hombre— dicen usted nos lleva en coche a la Virgen. —¿Han tenido una avería? —prorrumpió el padre. Podía cobrarles cincuenta euros por el viaje de ida y vuelta a Pouldearg, se planteó Cahal. Se perdería el partido Alemania-Holanda por televisión, quizá el mejor encuentro del Mundial, pero cincuenta euros bien valían la pena.
—El único problema es que tengo que montar un tubo de escape —explicó. Señaló el tubo y el silenciador que colgaban del viejo Vauxhall de Heslin, y ellos lo comprendieron. Con un gesto les indicó que esperaran un momento y movió las palmas hacia abajo, como si empujara el aire, dando a entender que no hicieran caso del alboroto que llegaba del foso. Los dos lo encontraron gracioso. Cahal probó otra vez a desenroscar el tornillo, y éste empezó a girar. Cuando el tubo de escape y el silenciador cayeron ruidosamente al suelo, levantó el pulgar hacia ellos. —Podría llevarlos a eso de las siete —propuso, acercándose a los españoles, ahora en voz más baja para que su padre no lo oyera. Los guió al patio de la entrada y se puso
de acuerdo con ellos mientras llenaba el depósito a un camión de cerveza negra Murphy’s. Cuando el padre de Cahal llevaba recorridos un par de kilómetros por la carretera de Ennis, giró en la entrada del criadero de caballos para cambiar de sentido y regresó al taller, satisfecho tras comprobar que el embrague instalado para el padre Shea estaba bien ajustado. Aparcó en el patio, listo para que el religioso recogiera el vehículo, y colgó las llaves en el despacho. Heslin, del juzgado, estaba extendiendo un cheque por el tubo de escape que Cahal había colocado. Éste estaba quitándose el mono y, después de marcharse Heslin, anunció a su padre que la pareja que había estado en el taller quería que los llevara a Pouldearg. Eran españoles, repitió, por si su padre no lo había oído en su momento. —¿Qué se les ha perdido en Pouldearg? —Nada, sólo van por la estatua. —Hoy día ya nadie va a la estatua. —Pues allí quieren ir. —Pero les habrás explicado de qué va la cosa, digo yo. —Claro que sí. —¿Y para qué querrán ir? —Hay gente que le saca fotos. Trece años atrás, el entonces obispo y dos párrocos habían puesto fin al culto de aquella estatua situada a la vera de un camino en Pouldearg. Ninguno de los tres, como tampoco los sacerdotes y monjas que visitaron en otros momentos el cruce de Pouldearg, habían percibido nada especial; ninguno vio personalmente las lágrimas que, según se decía, resbalaban de aquellos ojos de mirada baja cuando los penitentes suplicaban el perdón de sus pecados. La estatua pasó a ser objeto de atención en púlpitos y publicaciones religiosas, tachándo-
se de necedad toda afirmación en su defensa. Y por fin un coadjutor de aquella época demostró que lo que habían observado dos o tres lugareños que solían pasar junto a la estatua —cierta humedad bajo los ojos— no eran más que gotas de lluvia condensadas en dos huecos en exceso rebajados. Y ahí se acabó el asunto. Aquellos que con tal convicción habían creído en lo que en realidad nunca habían visto, aquellos que jamás se habían fijado en las hojas empapadas de las ramas que colgaban a gran altura sobre la estatua, se sintieron tan necios como sus maestros espirituales les habían vaticinado. Casi de la noche a la mañana, la Virgen llorosa de Pouldearg volvió a ser la imagen pintada que siempre había sido. Nuestra Señora de la Vera del Camino, la habían llamado durante un tiempo. —No sabía que le sacaban fotografías. —El padre de Cahal cabeceó como si pusiera en duda las palabras de su hijo, cosa que hacía a menudo, normalmente con razón. —Hace tiempo, había un hombre que escribía un libro. Viajaba por toda Irlanda, localizando estatuas que lloran. —En Pouldearg era sólo la lluvia. —Seguro que eso lo cuenta en el libro. Seguro que ese hombre lo explicó todo, que aparecían estatuas por todas partes, y algunas eran auténticas y otras no. —¿Y ya les has explicado a esos españoles las cosas sobre Pouldearg? —Claro que sí. —Vacía de gasolina la moto del joven Leahy y le soldaremos la fuga del depósito. Las sospechas del padre de Cahal estaban justificadas: la verdad sólo representaba una pequeña parte de lo que Cahal había contado acerca de Pouldearg a la pareja de
españoles. Con los cincuenta euros rondándole por la cabeza, habría considerado una falta de inteligencia por su parte permitirse revelar que el milagro atribuido en su día a la estatua de Pouldearg carecía de fundamento. Los españoles habían oído llamar a la estatua Nuestra Señora de las Lágrimas, así como Nuestra Señora de la Vera del Camino y Santa Virgen de Pouldearg, en una taberna de Dublín, de boca de un hombre con quien habían entablado conversación. Cahal se lo hizo repetir un par de veces antes de captar qué decían, pero al final le pareció entenderlo. No sería difícil alargar el viaje ocho o diez kilómetros, y si los habían confundido con los nombres dados a la estatua en Dublín, no era problema suyo. A las siete y cinco, después de tomarse un té y ver un rato la televisión, fue en coche a la entrada del hotel Macey. Esperó allí como habían quedado. Ellos aparecieron casi de inmediato. Se sentaron muy juntos en el asiento de atrás. Antes de arrancar, Cahal les dijo cuánto les costaría y ellos asintieron. Cruzó el pueblo, tranquilo como siempre a esa hora. Algunas tiendas permanecían aún abiertas y así seguirían durante unas horas —el quiosco y el estanco, las confiterías y los pequeños comercios de alimentación, el supermercado de Quinlan, todas las tabernas—, pero las calles se hallaban en calma. —¿Están de vacaciones? —preguntó Cahal. No entendió gran cosa de su respuesta. Hablaron los dos, corrigiéndose mutuamente. Tras muchas repeticiones, creyó comprender que iban a casarse. —Vaya, eso es estupendo —dijo. Tomó por la carretera de Loye. Detrás, hablaban en español. La radio no funcionaba, o la habría encendido para que le hiciera compañía. Cahal conducía un Ford Corti-
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Fue entonces cuando, poco después de los árboles resecos, apareció corriendo la niña. Salió de la casa azul y se precipitó hacia el coche. Cahal ya había oído hablar de eso: la niña que en esa carretera se abalanzaba sobre los vehículos.
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na negro con doscientos cincuenta mil kilómetros a cuestas; su padre lo había aceptado como parte del pago de una reparación. Lo utilizarían hasta que venciera el impuesto de circulación y entonces lo apartarían para aprovechar las piezas. Pensó en explicárselo para que no lo tomaran por un hombre sin gran cosa que contar, pero sería demasiado difícil. En los Hermanos Cristianos lo habían catalogado como un niño sin gran cosa que contar, y eso se le había quedado grabado, razón por la que a veces le preocupaba que la gente lo considerara corto de entendederas. Siempre que podía, intentaba desmentirlo haciendo algún comentario. —¿Piensan quedarse mucho tiempo? —preguntó, y la chica dijo que habían estado dos días en Dublín. Cahal repuso que él también había visitado Dublín unas cuantas veces y anunció que en adelante el terreno era montañoso, hasta llegar a Pouldearg. El paisaje era precioso, comentó la chica. Tomó el desvío en los dos árboles resecos, aunque siguiendo recto también habría llegado y tardado más, pero era una carretera con muchos baches. Aquel era un buen coche para la montaña, comentó el hombre, y Cahal, contento de haberlo comprendido, señaló que era un Ford. Al final acabaría acostumbrándose, pensó; con un poco más de práctica, pillaría el truco y los entendería. —¿Cómo se dice en español? —preguntó por encima del hombro—. Estatua. —Estatua—contestaron los dos al unísono—. Estatua —repitieron. —Estatua—repitió Cahal, cambiando de marcha para subir la cuesta de Loye. La chica batió palmas y Cahal la vio sonreír por el retrovisor. «Dios, una mujer así —pensó—. Dame una mujer así», se dijo, e imaginó que iba solo con ella en el coche,
que el otro no estaba allí, que no había ido a Irlanda con ella, que no existía. —¿Se habla aquí de santa Teresa de Ávila? ¿Se habla de ella en Irlanda? —Sus labios se abrían y cerraban en el retrovisor, los dientes relucían y por un momento asomó la punta de la lengua. Había formulado la pregunta con la misma claridad que cualquiera. —Sí se habla, claro que sí —aseguró él, confundiendo a santa Teresa de Ávila con la santa Teresa famosa por su humildad y atención a los
pequeños detalles—. Es estupenda —dijo, atribuyéndoselo también a ésta—. Estupenda de verdad. Para su decepción, volvieron a hablar en español. Cahal salía con Minnie Fennelly, pero no cabía duda de que su pasajera la aventajaba. En su imaginación, las dos caras aparecieron una junto a la otra; desde luego, no había comparación posible. Pasaron ante las casas de campo al otro lado del puente, y a partir de ese punto la carretera fue una sucesión de curvas y más curvas. Horas antes, la radio había
anunciado chubascos, pero no había ni rastro de lluvia; era una tarde de octubre sin un soplo de brisa, ya cerca del anochecer. —No faltan ni dos kilómetros —anunció sin volverse, pero ellos seguían hablando en español. Si pretendían tomar fotografías, quizá ya no tuvieran suerte para cuando llegaran. Con tanto árbol, Pouldearg era un sitio oscuro. Se preguntó si Alemania habría marcado ya. Si el dinero le sobrase, habría apostado por los alemanes. Antes de llegar a su destino, Ca-
hal se detuvo en el arcén allí donde se ensanchaba y parecía seco. Por el movimiento del volante había advertido algún problema en la rueda delantera del conductor: el neumático perdía aire por la válvula. Debía de haber perdido 0,3 ó 0,4 bares, calculó. —No tardo nada —aseguró a sus pasajeros mientras rebuscaba detrás del asiento que ellos ocupaban, entre periódicos viejos, herramientas y botes de pintura vacíos, tratando de encontrar la bomba.
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Por un momento pensó que quizá no estuviera allí, y se preguntó qué haría si la rueda de repuesto estaba deshinchada, como a veces ocurría cuando un coche procedía de un trueque. Pero la bomba sí estaba, así que añadió algo más de 0,1 bar al neumático parcialmente desinflado para poder seguir. Comprobaría la situación cuando llegaran al cruce de Pouldearg. Una vez allí, ya no había bastante luz para fotografías, pero la pareja se acercó a la Virgen de la Vera del Camino, que estaba más ladeada de lo que Cahal recordaba desde la última vez que había pasado por delante, hacía poco más de un año. El neumático había perdido la presión añadida, y mientras ellos estaban ocupados decidió cambiar la rueda, tras verificar que la de repuesto no estaba deshinchada. Los oía hablar en español en todo momento, pese a que lo hacían en voz baja. Cuando regresaron al coche todavía estaba puesto el gato, de modo que tuvieron que esperar un rato, de pie en la carretera junto a él, cosa que no pareció importarles. Aún llegaría a tiempo para ver casi toda la segunda parte, se dijo Cahal cuando por fin arrancó e inició el viaje de regreso. Uno nunca sabía a qué atenerse respecto a la espera, cuánto rato estaría la gente curioseando por ahí. —¿Les ha parecido bien? —les preguntó, encendiendo los faros para ver los baches. Contestaron en español, como si hubieran olvidado dónde se hallaban. La estatua se había inclinado un poco más, comentó Cahal, pero ellos no lo entendieron. Mencionaron al hombre que habían conocido en la taberna de Dublín. Repetían algo una y otra vez, un galimatías de palabras en inglés que parecían referirse de nuevo a su inminente boda. Al final, Cahal llegó a la conclusión de que el hombre de Dublín les había explicado que las
parejas a punto de casarse recibían una bendición cuando visitaban Pouldearg como penitentes. —¿Lo invitaron a una copa? —preguntó, pero tampoco lo entendieron. No se cruzaron con ningún coche, ni siquiera con una bicicleta, hasta llegar abajo. Cahal había tenido suerte con el neumático: habrían podido negarse a pagar si por su culpa se hubieran quedado aislados en las montañas toda la noche. Ya no hablaban; cuando miró por el retrovisor, se besaban, dos sombras abrazadas en la penumbra. Fue entonces cuando, poco después, de los árboles resecos apareció corriendo la niña. Salió de la casa azul y se precipitó hacia el coche. Cahal ya había oído hablar de eso: la niña que en esa carretera se abalanzaba sobre los vehículos. A él nunca le había ocurrido, ni siquiera había visto nunca a una niña al pasar por allí, pero el hecho se mencionaba a menudo. Sintió el golpe apenas un segundo después de ver, a la luz de los faros, el vestido blanco junto a la tapia y el repentino movimiento de la niña al echar a correr. No se detuvo. En el retrovisor, la carretera estaba a oscuras otra vez. Vio algo blanco allí tendido, pero se dijo que lo habría imaginado. En el asiento trasero proseguía el abrazo. A Cahal le sudaban las manos, la espalda y la frente. La niña se había lanzado contra el costado del coche y se había topado con la puerta de su lado. Su madre era la mujer soltera que vivía en esa casa, según había oído contar muchas veces en el taller. Fitzie Gill le había enseñado desperfectos en el guardabarros y comentado que la niña debía de llevar una piedra en la mano. Pero por lo general no había desperfectos, y nadie había mencionado que la propia niña sufriera algún daño. Los chalets anunciaron la cercanía del pueblo, a esas horas ya todos iluminados. Atrás empezaron
a hablar de nuevo en español, y le preguntaron si sabía a qué hora salía el autocar hacia Galway. Hubo un momento de confusión porque pensó que se referían a esa noche, pero luego comprendió que era por la mañana. Se lo dijo, y cuando le pagaron ante la entrada del hotel Macey, el hombre le entregó un lápiz y un cuaderno. Cahal no sabía para qué, pero cuando se lo explicaron con gestos, él anotó la hora de salida del autocar. Le estrecharon la mano y entraron en el hotel. En plena noche, poco después de la una y media, Cahal despertó y no pudo volver a conciliar el sueño. Intentó recordar qué había visto del partido, las jugadas, las paradas, las dos tarjetas amarillas. Pero nada parecía en su sitio, como si las imágenes de la televisión y las palabras del comentarista salieran de un sueño, aunque él sabía que no era así. Había examinado el lateral del coche y no había nada. Tras apagar las luces del taller, había echado la llave. Luego había visto el partido en el Shannon, aunque no se quedó hasta el final porque perdió interés dado que no sucedía gran cosa. Debería haber parado; no sabía por qué no lo había hecho. No recordaba haber frenado. No sabía si lo había intentado, no sabía si simplemente no había llegado a tiempo. El Ford Cortina había sido visto salir por la carretera de Loye, y luego regresar. Su padre sabía adónde había ido, y que por tanto había pasado por la casa de la mujer soltera. Los españoles contarían en el hotel que habían visitado la Virgen. Ya habrían contado que de allí seguirían a Galway. Podrían localizarlos en Galway para interrogarlos. A oscuras, Cahal intentó imaginar la situación. Seguramente habían oído el golpe. No habrían sabido qué era, pero seguramente
Cahal encendió la radio y subió el volumen. Cantaba Madonna, a quien imaginó con la indumentaria que ella misma había concebido para sí hacía unos años, tirantes y ropa interior. La encontraba fantástica.
lo habían oído mientras se besaban. Con toda probabilidad recordaban cuánto tiempo había pasado desde ese momento hasta que bajaron del coche frente al Macey. De pronto, Cahal cayó en la cuenta de que no era un vestido blanco: arrastraba por el suelo, demasiado largo para ser un vestido; se trataba más bien de un camisón. Había visto a la mujer que vivía allí varias veces cuando ella bajaba al pueblo a hacer la compra; decían que era modista, una mujer menuda y fibrosa, de ojos oscuros y mirada inquisitiva, con un rictus que le restaba atractivo. Cuando la hija nació, no se supo quién era el padre; ni siquiera ella lo sabía, o eso se rumoreaba, aunque quizá injustificadamente. La gente comentaba que nunca hablaba del nacimiento de su hija. Tumbado a oscuras, Cahal resistió el impulso de levantarse para regresar y verlo con sus propios ojos; de acercarse a pie a la casa azul, ya que ir en coche sería un disparate; de mirar en la carretera por si había algo, no sabía qué. A menudo, Minnie Fennelly y él se levantaban en plena noche para encontrarse en el cobertizo que había detrás de la casa de ella. Allí se acostaban en una pila de redes, susurrando y toqueteándose, como no podían hacer en ninguna parte a la luz diurna. A lo máximo que podían aspirar de día era a media hora en el Ford Cortina en algún rincón perdido
del monte. En el cobertizo podían pasar media noche. Calculó cuánto tardaría en llegar a pie al lugar del incidente. Quería ir: quería ir allí y constatar que no había nada en la carretera y luego, aliviado, cerrar los ojos. A veces ya amanecía cuando se separaba de Minnie Fennelly, e imaginó también eso, que empezaba a clarear cuando volvía del monte sintiéndose bien otra vez. Pero lo más probable era que no fuera así. «Un día esa niña acabará muerta», había oído decir a Fitzie Gill, y otro dijo que la mujer no cuidaba de su hija. La pequeña se quedaba sola en casa, contaban, incluso por la noche, cuando la mujer iba a beber sola al Leahy, buscando algún hombre que le hiciera compañía. Esa noche Cahal ya no volvió a dormirse. Y durante la jornada siguiente esperó a que alguien fuera al taller a contar lo que habían encontrado. Pero no ocurrió nada de eso, tampoco al día siguiente, ni al otro. A esas alturas, los españoles ya debían de haberse marchado de Galway, y a quienes tal vez se hubieran fijado en el Ford Cortina empezaría a fallarles la memoria. Y cuando Cahal recordó el número de conductores que le constaba que habían experimentado incidentes similares con la niña, se dijo que quizá, a fin de cuentas, había tenido suerte. Además, tardaría en volver
a pasar en coche por delante de esa casa, si es que alguna vez pasaba. De pronto ocurrió algo que lo cambió todo. Sentado una tarde con Minnie Fennelly en el cibercafé, ella dijo: —No te vuelvas, pero alguien te mira. —¿Quién? —Esa mujer, la modista; ¿la conoces? Habían pedido patatas fritas, que les sirvieron justo en ese momento. Cahal no respondió, pero sabía que tarde o temprano, incapaz de contenerse más, se volvería. Quiso preguntar si la mujer iba con su hija, pero en el pueblo siempre la había visto sola e intuyó que la niña no estaría allí. Si estaba, sería una posibilidad entre mil, pensó, a la vez que su conciencia era presa del temor que lo había obsesionado la noche del incidente, acallando todo lo demás. —¡Dios mío, esa mujer me pone la carne de gallina! —susurró Minnie Fennelly mientras rociaba de vinagre las patatas. Cahal miró alrededor. Alcanzó a vislumbrar a la modista, allí sola, antes de apartar rápidamente la vista. Sentía la mirada de ella clavada en la espalda. Debía de haber estado en el Leahy; por su postura en el asiento, se adivinaba que estaba bebida. Cuando terminaron las patatas y el café que también habían pedido, él preguntó si la mujer seguía allí.
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La hija de la modista fue encontrada allí donde yacía desde hacía unos días, en el fondo de una grieta parcialmente tapada con fragmentos de esquisto, en la cantera abandonada a un kilómetro de donde vivía. Hacía años que se habían llevado todo el mineral, cercado el perímetro con alambre de púa y colocado dos carteles que avisaban del peligro.
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—Sí que sigue aquí. ¿La conoces? ¿Va al taller? —Qué va. No tiene coche. Nunca viene. —Tendría que volver a casa, Cahal. Él no quería marcharse todavía, con la mujer allí. Pero, si esperaban, podían tardar horas. No deseaba pasar cerca de ella, pero en cuanto pagó y se levantaron vio que no había otro remedio. Al pasar por su lado, ella se dirigió a Minnie Fennelly, no a él. —¿Te haré el vestido de novia? —se ofreció—. ¿Te acordarás al menos de mí el día que lo quieras? Minnie se echó a reír y dijo que todavía no estaban preparados para vestidos de novia ni remotamente. —Cahal ya sabe dónde encontrarme —añadió la modista—. ¿Verdad que sí, Cahal? —Creía que no la conocías —dijo Minnie Fennelly cuando salieron. Al cabo de tres días, el señor Durcan dejó su Riley de antes de la guerra porque tenía flojo el freno de mano. Acordaron que iría a recogerlo a las cuatro, y antes de marcharse dijo: —¿Se ha enterado de lo de la hija de la modista? El señor Durcan no era una persona que entendiera mal las cosas. Hombre exigente, de bigote negro y fino, para quien el Riley deportivo era el orgullo de su vida de solterón, ponía tanto cuidado en lo que decía como en la ropa que vestía. —Ha desaparecido —añadió—. Los gardaí están en ello. Se había dirigido al padre de Cahal. Éste, que tenía desmontado en un banco de trabajo el sistema de refrigeración de la furgoneta de Gibney, la de reparto del pan, acababa de descubrir dónde se había estropeado el tubo. —Esa niña es retrasada —señaló su padre.
—Eso seguro. —Corren rumores. —El caso es que se fue por su cuenta. Han puesto controles en un par de carreteras para preguntar si alguien la ha visto. Cuando Cahal lo oyó, el malestar que sentía desde su encuentro con la modista en el cibercafé se agudizó. Le habría gustado saber qué preguntas hacían los gardaí, los policías irlandeses; le habría gustado saber cuándo se había marchado la niña; por más que se esforzó, no logró sacar ninguna conclusión. —¿No es ella misma, la madre, una mujer retrasada? —comentó su padre cuando el señor Durcan se fue—. Desde luego, jamás ha movido un dedo para cuidar de esa niña. Cahal permaneció callado. Procuró pensar en la perspectiva de casarse con Minnie Fennelly, aunque no había nada en firme, ni siquiera un acuerdo entre ellos. Por un momento, los rasgos francos y redondeados de la chica asomaron vívidamente a su conciencia, esa misma redondez en sus brazos y manos. Él la encontraba atractiva, siempre se lo había parecido, desde la primera vez que reparó en ella cuando todavía iba al colegio de monjas. No debería haber pensado en la chica española, no debería habérselo permitido. Debería haberles dicho que la estatua no valía nada, que el hombre a quien habían conocido los había enredado para que le pagaran unas copas. —Tu madre le encargó unas cortinas para la habitación del fondo — dijo su padre—. ¿Te acuerdas, hijo? Cahal negó con la cabeza. —Ah, por entonces tenías unos cinco años, quizá menos. En esa época ella empezaba a trabajar de modista; su padre seguía viviendo con ella en la casa. Los curas decían que había que darle trabajo porque era una obra de caridad. ¡Quisiera saber si aún lo dirían! Cahal encendió la radio y subió el volumen. Cantaba Madonna, a quien
imaginó con la indumentaria que ella misma había concebido para sí hacía unos años, tirantes y ropa interior. La encontraba fantástica. —Voy a sacar el Toyota —dijo su padre, y sonó el timbre del patio: alguien esperaba para repostar. Aquel asunto no tenía nada que ver con él, se dijo Cahal cuando fue a atender. Lo ocurrido la noche del Alemania-Holanda era un hecho
totalmente al margen de la noticia que el señor Durcan acababa de darles, era imposible que estuvieran relacionados. —Qué tal —saludó al conductor del autobús escolar junto a los surtidores. La hija de la modista fue encontrada allí donde yacía desde
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hacía unos días, en el fondo de una grieta parcialmente tapada con fragmentos de esquisto, en la cantera abandonada a un kilómetro de donde vivía. Hacía años que se habían llevado todo el mineral, cercado el perímetro con alambre de púa y colocado dos carteles que avisaban del peligro. La niña debía de haber pasado a rastras por debajo del alambre, dijeron los gardaí, y al día siguiente lo sustituyeron por una alambrada. En el pueblo, la modista fue condenada, culpada a sus espaldas por la tragedia. El rumor de que su propio padre, que la había criado solo desde la muerte prematura de la madre, era también padre de la niña no había pasado de ser una despreciable calumnia, nunca expresada hasta entonces, pero de pronto parecía ocupar un lugar natural en la mísera existencia de una niña que había vivido y muerto desdichadamente. —¿Cómo estás, Cahal? Cahal oyó a sus espaldas la voz de la modista cuando una madrugada a principios de noviembre se dirigía al cobertizo donde Minnie Fennelly y él se entregaban a su mutuo cariño. Aún no era la una, y las luces del pueblo llevaban ya largo rato apagadas, salvo unas pocas en la calle mayor. —¿Te apetece venir a casa conmigo, Cahal? ¿Te apetece que vayamos dando un paseo hasta donde vivo? Todo esto lo dijo a sus espaldas mientras él seguía avanzando. Él sabía quién estaba allí. Sabía quién era, no necesitaba volverse. —Déjame en paz —replicó. —Muchas son las noches que me siento a descansar en el banco del río, y muchas las que te veo. Siempre andas con prisas, Cahal. —Ahora tengo prisa. —¡A la una de la madrugada! ¡Anda ya, hombre! —No soy tu amigo. No quiero hablar contigo.
—Cuando fui a la policía, hacía ya cinco días que ella había desaparecido. No era la primera vez que desaparecía. No pasaba ni un minuto lejos de la carretera. Cahal no respondió. Pese a que seguía sin darse la vuelta, le llegaba el olor a alcohol de la mujer, rancio y acre. —No fui antes por temor a que siguieran el rastro cuando todavía era reciente. ¿Me entiendes, Cahal? Cahal se detuvo. Al volverse, ella casi se tropezó con él. Le dijo que se largara. —A ella la atraía la carretera. Nada más levantarse, corría hacia los coches sin un solo bocado en el estómago. Y luego se iba carretera arriba hacia la estatua. Se quedaba arrodillada delante de la estatua todo el día, hasta que la encontraba allí algún viejo y me la traía. Algún viejo la cogía de la mano y entraban por la puerta. Ay, Cahal, no sabes la de veces que pasó. Por algo fue el primer sitio donde la buscaron los gardaí cuando se lo expliqué al sargento. Cualquier mujer haría cuanto estuviera en sus manos por los suyos, Cahal. —¡Quieres dejarme en paz! —Eran pasadas las siete, quizá las siete y veinte. Yo acababa de abrir la puerta para ir al Leahy y vi pasar el coche negro, y a ti dentro. Siempre te fijas en un coche a esas horas del día, y luego, cuando volví del Leahy ya tarde, ella no estaba. ¿Me entiendes, Cahal? —No tengo nada que ver. —Él por fuerza tuvo que volver por el mismo camino que a la ida, me dije, pero no se lo mencioné a los gardaí, Cahal. ¿Tenía ella la costumbre de pasearse por ahí en camisón?, me preguntaron, y les dije que cuando querías darte cuenta ya estaba saliendo por la puerta. ¿Vamos a casa, Cahal? —Yo no voy a ningún sitio contigo. —Nunca oirás la menor acusación, Cahal.
—No hay nada de qué acusarme. Esa tarde llevaba gente en el coche. —Lo que pasó, atrás queda, te lo juro por Dios. Ahora vuelve conmigo, Cahal. —No pasó nada, nada queda atrás. En el coche fueron unos españoles todo el rato. Los llevé a Pouldearg y luego de vuelta al hotel Macey. —Minnie Fennelly no es para ti, Cahal. Nunca había visto a la modista de cerca. Era más joven de lo que pensaba; aun así, parecía bastante mayor que él, quizá doce o trece años. Su rictus no era feo, pero echaba a perder lo que de otro modo habría sido cierta hermosura, y recordó la belleza perfecta de la chica española, su pelo sedoso. La modista también tenía el pelo negro, pero greñudo y apelmazado, y le caía revuelto y apagado hasta los hombros. Aquellos ojos que tan intensamente lo habían mirado en el cibercafé estaban ahora llenos de legañas. Tenía los labios carnosos, contraídos en una sonrisa, y se le veía un diente un poco mellado. Cahal se alejó, y ella no lo siguió. Eso fue el principio; no hubo un final. En el pueblo, aunque ya nunca más de noche, ella siempre rondaba cerca: Cahal sabía que era una ilusión, que ella no siempre andaba cerca, pero lo parecía por cuanto significaba su presencia en cada ocasión. Se arreglaba; se vestía de colores oscuros, cosa que, según decía la gente, era el luto por su hija; y la gente comentaba también que había dejado de frecuentar la taberna de Leahy. La vieron pintar la fachada de su casa, del mismo tono azul, y cuidar del jardín delantero, hasta entonces abandonado. Volvía a pie de las tiendas del pueblo, y ya nunca se quedaba plantada en la cuneta, con la mano en alto, esperando a que alguien la llevara a casa.
Al proseguir con su rutina de reparaciones y puestas a punto y atención a los clientes de la gasolinera, Cahal descubrió que le era imposible desentenderse del vínculo existente entre ellos, vínculo del que lo había obligado a tomar conciencia la modista la noche que se acercó a él por detrás, y sabía que sus raíces se propagaban, fortalecían y nutrían dentro de él por efecto del miedo. Cahal sentía temor sin saber de qué, y cuando intentaba entenderlo se sumía en el desconcierto. Empezó a ir a misa y confesarse más a menudo que nunca. Su padre observó que aún tenía menos que contar a los clientes en los surtidores o cuando dejaban sus coches. Su madre pensó que tal vez estaba anémico y empezó a darle píldoras de hierro. Cuando su hermana, la que aún estaba en Irlanda, volvía al pueblo de vez en cuando a pasar un fin de semana, decía que seguramente el problema guardaba relación con Minnie Fennelly. Durante todo ese tiempo —que por lo demás transcurría con total normalidad—, la niña era extraída una y otra vez de la hendidura entre las rocas, aún en camisón, igual que la había visto Cahal, era tendida en el suelo y envuelta como se envuelve a los muertos. Si no hubiese tenido que cambiar la rueda, habría pasado por delante de la casa a otra hora y muy posiblemente ella no habría estado a punto para salir corriendo, no le habría apetecido hacerlo en ese preciso momento. Y si les hubiese explicado a los españoles que las lágrimas de la Virgen eran sólo lluvia, ni siquiera habría recorrido esa carretera. La modista no volvió a hablar con él, ni siquiera lo intentó, pero él sabía que la reciente pintura azul y el luto que, con el tiempo, no abandonó, y las flores que al final llenaban el pequeño jardín delantero, todo era por él. Poco más de un año después de la tarde en que llevó a la pa-
reja española a Pouldearg, asistió a la boda de Minnie Fennelly con Des Downey, un veterinario de Athenry. La modista no lo había dicho, pero en las calles a oscuras flotaba entre ellos: que él había vuelto a pie, como había estado tentado de hacer aquella noche mientras yacía en vela en su cama, que su hija estaba allí en la carretera, donde había caído, y que él la había llevado a la cantera. Pero Cahal sabía que había sido la modista, no él, quien la había llevado. Visitó a la Virgen de la Vera del Camino, cada vez esperando encontrársela allí. Se arrodillaba y no pedía nada. Hablaba sólo en su fuero interno, ofreciendo una compensación y prometiendo aceptar cualquier castigo que se le infligiese por sumarse al engaño del hombre a quien los españoles habían conocido por casualidad en Dublín, por burlarse de la imagen ladeada en la carretera, embolsándose cincuenta euros por una mentira. Los había mirado besarse. Había pensado en Madonna desnuda, sin importarle que ella se hiciese llamar así. Una vez, cuando estaba en Pouldearg, Cahal advirtió en la mejilla de la Virgen el brillo de lo que en su día se había tomado por lágrimas. Tocó el hueco donde se condensaba esa humedad y se llevó el dedo mojado a los labios. No sabía a sal, pero daba igual. Al regresar, cuando pasó por delante de la casa azul de la modista, la vio en el jardín, quitando las malas hierbas de los arriates. Aunque ella no alzó la vista, él deseó acercarse y supo que algún día lo haría. (Este cuento forma parte del libro Una
relación perfecta (Cheating at Canasta), Edicio-
nes Salamandra, Barcelona, 2012. Traducción de Isabel Ferrer Marrades.Tomado de: http://
masterlibros.com.ar/images/sistema/libros/ pdf/9788498384611.pdf )
William Trevor (Mitchelstown, Irlanda, 1928 – Dublín, 2016) Estudió en el St Columba’s College y en el Trinity College en Dublín, en donde se graduó en Historia. Luego de trasladarse a Inglaterra (vivió en Devon desde 1950 hasta su muerte) empezó a trabajar como profesor y redactor publicitario, hasta que en 1965 se dedicó a escribir a tiempo completo. Publicó más de cuarenta libros de ficción, incluyendo numerosas novelas y obras teatrales, pero fue más conocido como un maestro del cuento. Ha sido comparado con Chejov, Maupassant y Joyce. Entre sus libros de relatos se pueden citar: The Day We Got Drunk on Cake and Other Stories (1967), The Ballroom of Romance and Other Stories (1972), Angels at the Ritz and Other Stories (1975), Beyond the Pale (1981), A Bit On the Side (2004), The Dressmaker’s Child (2005) y Cheating at Canasta (2007). En novela: Mrs Eckdorf in O’Neill’s Hotel (1969), The Children of Dynmouth (1976), Fools of Fortune (1983), Felicia’s Journey (1994), su última novela fue Love and Summer (2009). Le otorgaron tres veces el premio Whitbread, el Irish PEN Award, el Hawthornden Prize for Literature, fue finalista en el Booker Prize y candidato al Premio Nobel. 19
José Luis Sampedro
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e de daros cuanto soy; os debo la verdad de mí mismo, en un acto del corazón más que del intelecto. Espero lograrlo exponiendo sencillamente el ámbito de mis preferencias más auténticas, sin caer por ello en egolatría ni exhibicionismo, puesto que es un campo existencial compartido por muchos. Se trata del mundo de la frontera y voy a referirme a él como hombre fronterizo que soy, más que el errante de la definición barojiana. Lejos de caminar sin rumbo, la frontera siempre fue mi norte, aun antes de que las circunstancias me llevaran a ejercer una profesión a ella vinculada. Los cambios generados en la frontera no serían posibles si el centro no contribuyera al sopor-
te de lo modificable. Tan vital es el cambio como la permanencia, tan lícita la actitud central como la fronteriza. Pero esta última vive más abierta a la innovación y al progreso porque, como cantó el gran fronterizo Pablo Neruda, «no es hacia abajo ni hacia atrás la vida». Por eso me declaro fronterizo, pues si bien me llevaron a esa orilla las corrientes de la vida, muy pronto mi voluntad se instaló a gusto entre gentes alerta, con ganas de vivir. Hasta los contrabandistas que he conocido eran alegres, despiertos, cordiales y sanamente pícaros. No vivían engañados: sabían que el contrabando solamente es delito porque lo impone la ley al servicio de la extorsión fiscal. Es más, para un
centenario creyente en el mercado libre, el contrabando no hace sino devolvernos la libertad de oferta que el Estado nos ha quitado. Desde aquella frontera aduanera la vida me llevó ante otras más graves y más encubiertas, cuando me dediqué a estudiar economía. Entre todas ellas recordaré ahora dos, como excelentes ejemplos de la actitud fronteriza frente a la interpretación del centro. La primera es el llamado durante años «telón de acero», entre ambos polos de la estructura mundial de la postguerra. Como es sabido ese telón se vino abajo al desaparecer el muro de Berlín, y así se pasó de un mundo dominado por una polaridad rival a otro bajo un solo poder hegemónico. El imperio central interpretó entusiasmado el acontecimiento, según la tesis del celebrado artículo de Francis Fukuyama, titulado El fin de la Historia. Ese título no quiere anunciar que ya no le esperan nuevas vicisitudes a la humanidad, sino afirmar que el fracaso del comunismo demuestra la verdad del capitalismo y le consagra como el Orden Natural definitivo, toda vez que el comunismo era el sistema opuesto y no ha podido subsistir. Vista desde la frontera, esa interpretación es errónea y el ‘telón de acero’ fue una falsa divisoria. El error consiste en creer que Occidente es el mercado libre, mientras el comunismo es la planificación. La verdad es que en el comunismo funcionaban mercados, como necesariamente ha de ocurrir en toda sociedad con división del trabajo, mientras el capitalismo aplica también programas y previsiones estatales, condicionantes del mercado. Aparte de que el mercado perfecto no ha existido ni podrá existir nunca, sólo los ingenuos y algún premio Nobel de economía llegan a creer que nuestro mercado encarna la libertad de elegir, olvidando algo tan obvio como que sin dinero no
es posible elegir nada. Lo esencial del capitalismo no está en que utilice el mercado mucho más que el plan. Lo fundamental es su creencia de que, gracias a la competencia privada, cuanto más egoístamente se comporte cada individuo, tanto más contribuirá al progreso colectivo. Por tanto, es deseable que cada uno aumente al máximo su beneficio a costa de quien sea y a partir de esa creencia se pasa insensiblemente a pensar también que en la vida sólo importa lo que produce ganancia monetaria. Así se desprestigian todas las actitudes cuyos móviles no sean los económicos; es decir, lo que no se cotiza en el mercado no tiene valor. «Cualquier necio», escribió Machado, «confunde valor y precio». Hablando en general, nuestra civilización padece esa necedad. Y si en el siglo XVIII, en que nació esa doctrina, la práctica religiosa podía paliar los excesos del sistema, en estos tiempos secularizados los valores no económicos pasan a segundo plano y el texto sagrado es el Evangelio según San Lucro. En el altar mayor son adorados el Becerro de Oro y su pareja la Técnica, santa madre de la productividad multiplicadora de los beneficios, de la que se espera la solución de todos los problemas. Los capitalistas y sus técnicos cuidan de ese altar, controlando los medios de producción y repitiéndonos a los fieles —reducidos a meros productores/consumidores— que lo que no vale dinero no merece la pena. Las fronteras tienen puertas, cuyo dios era Jano. Pueden ser superadas, asumidas e incluso desplazadas, puesto que son producto de la conveniencia humana y se establecen para interpretar mejor lo real o para comodidad de la vida. En cambio, los límites carecen de aberturas y no es lícito franquearlos: quien a ello se atreva corre un riesgo mortal para su cuerpo o para su espíritu, por ha-
Así se desprestigian todas las actitudes cuyos móviles no sean los económicos; es decir, lo que no se cotiza en el mercado no tiene valor. «Cualquier necio», escribió Machado, «confunde valor y precio». Hablando en general, nuestra civilización padece esa necedad.
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ber violado lo sagrado. Mi afirmación parecerá exagerada porque no nos educan ahora en el respeto a lo sagrado, pero no por eso es menos castigada la transgresión. Vulnerar el secreto orden del mundo acarrea la aniquilación del culpable, como ha sucedido siempre con las altas torres que despreciaron al aire. Los antiguos, en cambio, vivían lo sagrado, y lo mostraban de manera sublime en la tragedia. Sentían la existencia de un plano vital misteriosamente superior al hombre, aunque, al mismo tiempo, presente también en las más hondas cavernas de su espíritu. Sagrada era la belleza, la diamantina y cegadora belleza. Sagrado podía llegar a ser el oscuro seno de una caverna, la magia del plenilunio, el sortilegio de una fuente, la palabra de un asceta. En nuestro Génesis, un árbol del bien y del mal constituyó tan riguroso límite que con la transgresión se acabó el Paraíso. Sagrados eran los límites de la ciudad antigua y sus murallas no oponían sólo a los ataques su solidez, sino además el anatema contra el atacante. Nuestra civilización, en cambio, ha roto con lo sagrado y elevado a sus altares lo más opuesto; a saber; el dinero y la eficacia material. Como no se vive lo sagrado no se escriben apenas tragedias, y si alguna accede a la escena —entre vosotros está quien las ha escrito con tanto coraje como dignidad— el espectador no llega a estremecerse con el horror que invadía al público de Epídauro, pues tiene embotada la sensibilidad para el misterio. Es imposible sentir lo sagrado en la Naturaleza cuando los técnicos la degradan y manipulan como mero recurso explotable, provocando así el castigo de los desastres ecológicos. No puede haber lugares sagrados para el profanador turismo de masas creado por nuestro tiempo, a diferencia de las antiguas peregrinaciones. Tampoco el hombre es sagrado para el sistema,
que tritura su persona hasta degradarla a la mera condición de mercancía y mercader, acribillándola a diario con una invasora y condicionante publicidad, inspirada sólo en el lucro. Por eso no estremece el hambre de pueblos enteros ni los muertos por bombardeos militares cuya ‘rentabilidad’ se planea cuidadosamente, comparando las víctimas esperadas con el coste del material bélico. Ni es sagrado el cuerpo, mero instrumento incluso para quien lo anima, invocando un supuesto derecho a hacer con él lo que quiera, sin darse cuenta de que su cuerpo no es una propiedad suya, sino que es él mismo. No hace falta continuar porque un solo aspecto los resume todos: hasta el amor deja de ser sagrado, reducido a contacto y a sexo o técnica, cuando es pura vida en éxtasis, en vilo, en lo más alto del surtidor, allí donde es, pero ya se quiebra y desintegra en el aire, al borde del no ser. No osaré decir nada del amor porque no soy un gran poeta, pero sí pondré de manifiesto cómo se le maltrata, con sólo recordar dos frases tan habituales como reveladoras. Pues resulta que no provoca escándalo una expresión tan repulsivamente mercantil y degradante como la de ‘débito conyugal’, y, en cambio, muchos se sobresaltan cuando oyen hablar de ‘amor libre’; siendo lo cierto que el amor forzado no es amor y que no cabe amor sin libertad ni auténtica libertad sin amor. Pero es que el centro se escandaliza al revés, por miedo a la ambivalencia y la ambigüedad, cualidades tan vivas en el amor y en la frontera. Y si el amor no es sagrado, ¿cómo va a serlo la muerte? Hoy no se la recibe en su madurez, sino que a veces la apresuramos desatinadamente y otras la aplazamos, manteniendo una vida carente ya de dignidad humana. No se acepta la muerte, aunque nos acercamos a ella cada día, como lo hago ahora
mismo mientras hablo, sin entristecerme por estar muriendo, puesto que es la prueba de estar vivo. Pues la muerte no es lo contrario del vivir, sino el horizonte que lo confirma y contra el cual gana la existencia en intensidad, como el retrato sobre un fondo acertado. Si conscientemente dejamos a la muerte que nos acompañe, hace milagroso cada instante, retoca voluptuosamente el irrecuperable pasado, hace incierto el futuro y así más deseable. No es enemiga, sino amiga, quien nos salva de la decrepitud; pero esta civilización no lo entiende y escamotea la presencia de la muerte en nuestro escenario social. Muy colmado de ciencia está Occidente, pero muy pobre de sabiduría. Es decir, del arte de vivir, más abarcante que la ciencia porque, contando con ella, incluye además el misterio. Ahora no se procura alcanzar la iluminación, sino sentir el latigazo del deslumbramiento. Se busca el estrépito, lo aparatoso, los focos publicitarios; no el silencio, lo auténtico, ni el resplandor tranquilo de la lámpara. Un símbolo de nuestro tiempo es preferir la ducha, rápida, ruidosa y acribillante, en vez de envolverse voluptuosamente en la líquida seda del baño, lento y sosegado. Los países de la periferia conservan, aun en su atraso técnico, más sabiduría y eso es una esperanza para todos, porque cada día es más urgente compensar el desajuste esencial de esta civilización: el de tener muchos medios sin saber ponerlos al servicio de la vida. No hay convivencia sin tolerancia mutua, y así vuelvo a mis palabras iniciales, para rogaros tolerancia hacia el hombre que soy, humilde y fronterizo; aunque acaso no sea tanta mi humildad, puesto que vengo envaneciéndome de ella. ¿O quizás en el fondo la humildad tiene también su orgullo? «Llaneza muchacho, y no te encumbres, que toda afectación es vana», recomien-
da el maestro de todos por boca de maese Pedro, el del retablo. En todo caso, me sosiega saber que mis venideros pasos hacia mi última frontera los daré en vuestra compañía y al amparo de vuestro saber. Me esforzaré por no desentonar en esta Casa y, por si en alguna ocasión no lo consigo, permitidme justificarme de antemano concluyendo con una leyenda japonesa: En un antiguo monasterio el monje jardinero llevaba varias semanas preocupado. Había anunciado su visita el abad de otro cenobio cuyo jardín era reputadísimo, e importaba no desmerecer ante sus ojos. Para eso el monje venía perfeccionando el pequeño microcosmos de su jardín, repasando las ondas de arena finísima que representaban el océano, tallando el boj delimitador, aclarando el musgo y los líquenes que envejecían la roca central, símbolo de la montaña sustentadora del cielo. La víspera de la anunciada visita su propio abad acudió a felicitarle, pero el monje se sentía inquieto ante su jardín: algo faltaba. De pronto tuvo una inspiración. Se acercó al cerezo que descollaba entre los arbustos y sacudiéndolo con cuidado logró desprender de una rama la primera hoja del otoño. La hoja osciló despacio en su caída y se convirtió en una mancha amarillenta sobre el verdor impoluto del césped. El monje sonrió: el jardín perfecto quedaba completado con la imperfección. Ahora sí representaba el cosmos. Quisiera poder desempeñar aquí, al menos, la misma función que aquella hoja. Y quisiera creer, además, que mis palabras no han disonado demasiado en la serena armonía de esta solemnidad. Muchas gracias. Extracto del discurso de ingreso a la Real Academia Española, leído el día 2 de junio de 1991. (Tomado de http://www.rae.es/sites/default/files/ Discurso_Ingreso_Jose_Luis_Sampedro.pdf).
José Luis Sampedro (Barcelona, 1917 Madrid, 2013) Escritor, economista y humanista español. Vivió en Marruecos su niñez y adolescencia y participó en la Guerra Civil española; en 1940 empezó a trabajar como funcionario de aduanas en Melilla y once años después fue nombrado asesor del Ministerio de Comercio, período en el que escribió sus dos primeras obras de economía (se había doctorado en ciencias económicas en 1946). En 1955 fue nombrado catedrático de Estructura Económica en la Complutense. Fue profesor visitante de las universidades inglesas de Salford y Liverpool e impartió cursos en la Universidad de Barcelona. Entre sus novelas están: Octubre, octubre (1981), La sonrisa etrusca (1985), La sombra de los días (1994) y El amante lesbiano (2000); escribió además dos libros de cuentos y varias obras sobre economía. Recibió el I Premio Julián Besteiro de las Artes y las Letras, el XXIV Premio Internacional Menéndez Pelayo 2010 y el Premio Nacional de las Letras Españolas 2011. Ejerció su humanismo crítico acerca de la decadencia moral y social de Occidente, del neoliberalismo y las brutalidades del capitalismo salvaje. 23
Interferencias Clara Obligado
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cuento
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Para Carmen Valcárcel
mí, lo que me va, es la demonología, le solté a la médium en cuanto me abrió, y ella debía de estar acostumbrada a los exabruptos de sus clientes porque solo extendió la mano y contestó: «Rayja, para servirla». En la puerta decía «Rayja, taumaturga», lo que le daba un aire profesional a la cosa, luego juntó las manos sobre el regazo y me dejó hablar. Sí, continué, lo que me va es la demonología, porque el finado era más malo que Satán, me vació la cuenta del banco y me dejó plantada en Madrid con los tres varones. Con su cara de oriental, la médium me miró impertérrita. Parecía muy experta, y honesta, lo noté en cuanto me contestó que ella no sabía de diablos ni luciferes, como mucho, si no había viento, podía invocar a algún espíritu que venía oliendo a azufre, pero no era tema suyo a dónde se los había llevado la Parca. Dijo «la Parca» como quien dice, «la Petra», o «la Juana», y eso me gustó, por el aire natural que le daba al asunto, una siempre tiene sus prejuicios con estas cosas. Lo curioso de la médium era su aspecto maternal, como si se pasara el día haciendo mermeladas o tejiendo calcetines, la imaginé viviendo en un país con nieve, iba bien con su nombre, Rayja calentita junto al fuego y la imagen bucólica, después de tantos meses en tensión, hizo que me aflojara, así que, como si alguien hubiera abierto un grifo, me largué a llorar, entre hipos le solté lo de mi Vicente. Rayja me tendió un pañuelo de papel que parecía tener preparado en una cestita de ganchillo y esperó con paciencia a que me calmara. Después, me preguntó si había traído alguna prenda del difunto. No, le contesté, el muy cabrito me dejó sin nada. Y ella: ¿cuáles eran sus preferencias? Todavía moqueando empecé a describir su gusto por el tinto de vera-
no y la oreja a la vinagreta, la vuelta ciclística y el Real Madrid, y se ve que con la pena se me había quitado el pudor porque se me ocurrió que podía tener algún interés su gusto morboso por los pechos grandes. Seguro que se fue al Caribe, le dije, sin contener la llorera, ahí todas las mujeres tienen los pezones como chupa-chups. La médium volvió a estudiarme con pena y me hizo sentar, y venga los pañuelitos extendidos mientras escrutaba mi pelo rubio de ratón, mi cuerpo de adolescente vieja. Y luego soltó: ¿está segura de que su marido está muerto?, mire que aquí solo se personifican los difuntos, y yo, venga quien venga, cobro por horas, no vaya a ser que tire el dinero. Seguro, le dije, aunque no sé si vendrá, estamos tan lejos, y el finado desapareció en Madrid, aunque me imagino que con las ánimas el transporte no importa. ¿Y qué hace usted tan lejos de su tierra, en pleno barrio de Belgrano?, se sorprendió, los ojitos como rendijas, mire que esto está, como quien dice, a donde el diablo perdió el poncho. Y yo: es que me da pena que no descanse en su tierra, toda su familia es de Castilla-La Mancha así que, cuando recibí ese certificado de defunción de un pueblito perdido de la Patagonia, decidí tirar la casa por la ventana y venir a buscarlo a la Argentina. ¿Queda muy lejos la Patagonia? En el mismísimo culo del mundo, soltó la médium, luego se tapó la boca, como si se le hubiera escapado. Entonces metí la mano en el bolso y saqué los certificados, los estudió en detalle sacudiendo la cabeza, me hizo pasar a una salita muy coqueta, con sus cortinas floreadas, donde había un aroma intenso a jazmines, y tapó con una manta la jaula del canario. Qué bien que huelen los muertos, le comenté. No siempre, refunfuñó, no siempre, si supiera lo que gasto en ambientador. Pero ahora necesito
un poco de silencio. Entonces empezó con su parafernalia. Me tomó las manos por encima de la mesa, que también tenía un tapete de ganchillo, y yo sentí las suyas, muy secas y calientes, como brasas. Cerré también los ojos, volví a imaginarla como en otra dimensión, esta vez en un trineo, sobre la nieve, con una niña a su lado. La niña se llamaba Lyuba, y Rayja la había ido a rescatar, las dos lloraban como si algo muy grave hubiese sucedido, pero en mitad de mis ensoñaciones se rompió el silencio y la médium se puso a rezar en un idioma extraño. Digo yo que rezaba, pero vaya uno a saber, la cosa es que empezó a taconear sobre el parquet como si fuera una flamenca y eso me distraía un poco, luego pareció que entraba en un sueño profundo. Ya estaba anocheciendo, la penumbra hacía que me sintiera en otro planeta y, para colmo, mi silla tenía una pata floja. La médium volvió a hablar y me puse a pensar que, en esa jerga, era difícil que apareciera mi Vicente que, para los idiomas, era un negado. De pronto la médium abrió los ojos como no creí que pudiera hacerlo una asiática y empezó a revolearlos. El canario se puso a cantar en lo oscuro, desde
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algún lugar venía un aroma como de azúcar quemada. Yo quería recuperar mis manos, pero la médium me tenía atrapada y succionaba mi energía por encima de la mesa, sentía como que toda mi sangre se estaba apelotonando y se iba a volcar sobre el mantel. Una idea estúpida, lo sé, mi marido nada tenía que ver con la sangre, a menos, pensé temblando, que me lo hubieran asesinado. Y entonces la médium gritó que estaba llegando el espíritu de una mujer que venía vestida con un delantal a cuadritos, como para hacer la limpieza. ¿La conoces?, me preguntó. Ni idea, le contesté, y entonces la médium la interpeló con un tono imperativo: ¿Quién eres?, y ella, como si la hubieran pillado distraída: «la dueña de la pensión donde vivía el marido de esa desgraciada». «Desgraciada», dijo, refiriéndose a mí, y me pareció una
impertinencia, pero la muerta no era lo que se dice una dama, tenía una vocecita siniestra que te ponía los pelos de punta. Háblale, pregúntale lo que quieras, me ordenó la médium que, de pronto, se había vuelto muy autoritaria. Como no me gusta darme con desconocidos, empecé medio tímida a hacerle preguntas. Primero que cómo estaba, y me soltó «y a vos qué te importa», con lo que me di cuenta de que, española, no era. Luego quise saber cómo era que mi Vicente había llegado hasta la Patagonia, si era más urbano que un chicle pegado en el asfalto. La muerta contestó con su tonito desagradable que ella no se metía con la vida de sus huéspedes. Entonces le pregunté si no me había dejado nada. Sí que dejó, respondió furiosa la muerta, lo que dejó fue la cuenta sin pagar, y a ver quién se hace cargo ahora. Enton-
ces quise saber cómo había muerto, y la dueña de la pensión empezó a gritar que la difunta era ella y que me fuera a la mierda. Noté que a la médium le costaba repetir la palabra «mierda», pero seguía ahí, aferrada a mis manos, con la muerta montada y yo sin nada más que preguntar. De pronto, se me ocurrió: ¿y cómo tiene usted los pechos? Y la difunta, con un tonito entre petulante y grosero, contestó: ¡como melones! Justo en ese momento fue cuando vino esa interferencia como de líneas telefónicas que se cruzan y, sobre la voz de la dueña de la pensión, se solapó la de otro difunto que dijo que se llamaba Héctor Lejárrega-já-já, y cada vez que pronunciaba su nombre parecía que la médium se moría de la risa. Tenía tal tufo a naftalina que le tuve que pedir a la mujer que abriera las ventanas. Ni loca, soltó ella,
saliendo por un minuto del trance, con una voz de lo más normal, ni mamada, si me entra un hilito de viento se me vuelan las almas, y me dio un ataque de risa porque la imaginé con la aspiradora y todos esos fantasmas afinándose por el tubo pero, por suerte, me controlé, creo que eran los nervios. Entonces la médium me soltó las manos y empezó a retorcerse. «Soy Lejárrega-já-já» gritaba el difunto con una voz cavernosa, «y me han asesinado. Quiero justicia y no la quiero». ¿Y quién te mató? «No fue hombre ni mujer», declamó, haciéndose el interesante. Y ahí mismo, cuando parecía que iba a continuar para darle sentido a la sentencia, se solapó la voz con la dueña de la pensión, que empezó a reclamarme el dinero. No voy a pagar las locuras de ese desgraciado, le solté, y entonces la pata floja de la silla pareció bambolearse. Para qué. La dueña de la pensión, como si interpretara el movimiento de la silla como un intento de huida, gritó que ese hombre no estaba solo, y me debe lo que vale una cama de matrimonio con desayuno inglés. ¿Qué es el desayuno inglés?, dije yo, y ella me contestó, con una voz de lo más profesional: café o té con huevo frito y panceta, salchicha criolla y tostadas, el jugo de naranja es natural. Qué asco, pensé, y luego, en alto, ¿y para qué mierda quiere el dinero, si está muerta?, grité llorando, loca de celos, mientras perdía, a la vez, el equilibrio y la compostura, a mí el difunto nunca me había llevado ni a la esquina. La muerta pareció pensárselo y se hizo un silencio. Otra vez volvió el olor a mermelada y me dio pánico que se apersonara algún difunto más, porque en estas cosas, como en la cama, más de dos es multitud, pero el aroma parecía venir de la cocina. Entonces reapareció Lejárrega-jájá con su retintín: «no fue hombre ni mujer», y también «quiero y no
quiero que se haga justicia. Quiero y no quiero». Qué muerto más indeciso, me dije para mis adentros, lloriqueando todavía porque imaginaba a mi Vicente con el culo en pompa y los morros hundidos entre las tetas de la dueña de la pensión. La médium bizqueaba agotada, tantas almas dando vueltas por ahí por el mismo precio y no estábamos sacando demasiado en limpio. Estoy harta, pensé, harta de los engaños de ese cabrón, aquí no hay más que malas noticias y he hecho un viaje inútil, me voy a donde no oiga más a ese canario de los cojones que canta con la luz apagada. El bicho pareció oírme, y también el muerto, porque escuché un revoloteo de plumas, como si lo estuvieran acogotando. El azúcar mezclándose con la naftalina, las plumas sanguinolentas con el aroma del jazmín, los dos muertos gritando. Y, como si solo eso faltara, la médium se tiró al suelo y empezó a retorcerse, la piel de la cara se le puso tensa y como cerúlea, muy pegada a los huesos y empezó a soltar una especie de dentífrico por la boca, me pareció que iba a quedarse tiesa pero no, como si no hubiera pasado nada, justo cuando dieron las en punto se levantó, fue hacia el espejo y empezó a retocarse el maquillaje. Es la hora, dijo entonces, espero que le haya servido de algo lo que oyó. Cuando le pagué, con una voz de lo más profesional, añadió: muchas gracias. Y luego, con un tono distinto, muy bajito, como entre nosotras; mire, yo tiraría esos papeles, son todos falsos. Si me lo permite, le voy a dar un consejo: no se vaya hasta la Patagonia, ese hombre no vale nada. A menos que le gusten las bellezas naturales, en estos días el glaciar se derrumba y es todo un espectáculo. Y dejó caer en mi mano, que ya se extendía para saludarla, la dirección de un hotel económico y la tarjetita de un guía.
Clara Obligado Nació en Buenos Aires. Exiliada política de la dictadura militar, desde 1976 vive en España. Es Licenciada en Literatura y ha dirigido los primeros talleres de Escritura Creativa que se organizaron en España, actividad que ha llevado a cabo para numerosas universidades y diversas instituciones y que realiza de forma independiente. En 1996 recibió el premio femenino Lumen por su novela La hija de Marx. Ha publicado con Páginas de Espuma su volumen de cuentos Las otras vidas y las antologías Por favor, sea breve 1 y 2, señeras en la implantación del género en España. Tiene numerosos libros de ensayo, y es colaboradora en medios periodísticos. Su obra ha sido traducida a diferentes idiomas. (Tomado de: http://www.claraobligado.es/p/clara-obligado.html) 27
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a que ustedes me han otorgado este premio, tal vez les gustaría conocer brevemente lo que significa para mí. Considero desagradable la competitividad por los premios. Y, en el caso de este premio, la publicación de la lista de finalistas, el suspenso deliberadamente propagandístico, la especulación sobre los escritores participantes como si se tratara de carrera de caballos; todo el énfasis sobre los ganadores y perdedores es falso y está fuera de lugar en el contexto de la literatura. Sin embargo, los premios actúan como un estímulo —no para los mismos autores sino para las editoriales, lectores y librerías—. Y así, el valor cultural básico de un premio depende de a quién estimula. A la conformidad del mercado y al consenso de la opinión generalizada; o a la independencia imaginativa del lector y el escritor. Si un premio estimula solamente la conformidad, simplemente avala el éxito tal como se lo entiende convencionalmente. No es más que otro capítulo en una historia de éxitos. Si estimula la independencia imaginativa, estimula la voluntad para buscar alternativas. O, para decirlo de manera muy sencilla, estimula a que la gente cuestione.
La razón por la cual la novela es tan importante, es que la novela hace preguntas que ninguna otra forma literaria puede plantear: preguntas sobre el individuo forjando su propio destino; preguntas sobre los usos que uno puede darle a la vida —incluyendo la vida de uno mismo—. Y plantea estas preguntas de una manera muy íntima. La voz del novelista funciona como una voz interior. Aunque pudiera parecer inapropiado de mi parte, me gustaría saludar —y agradecer— al jurado de este año por su independencia y seriedad en este tema. Todos los cuatro libros finalistas demuestran la clase de no conformidad imaginativa de la que estoy hablando. Me satisface que ellos hayan premiado mi libro porque esto representa una respuesta, la respuesta de otros escritores. Me tomó cinco años escribir G. Desde entonces he estado planificando los siguientes cinco años de mi vida. He empezado un proyecto sobre los trabajadores inmigrantes en Europa. Desconozco qué forma final tendrá el libro. Tal vez una novela. Tal vez un libro que no encaje en ninguna categoría. Lo que sé es que deseo que algunas de las voces de los once millones
memoria
de trabajadores inmigrantes y de los cuarenta millones, más o menos, que constituyen sus familias, la mayoría dejada atrás en pueblos y ciudades pero que dependen de los salarios de los trabajadores ausentes, hablen a través y en las páginas de este libro. Año tras año, la
pobreza obliga a los inmigrantes a dejar sus propios hogares y cultura y vienen a hacer gran parte del trabajo más sucio y peor pagado en las áreas industrializadas de Europa, donde forman el ejército industrial de reserva. ¿Cuál es su visión del mundo? ¿De ellos mis-
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Antes de que empezara la trata de esclavos, antes de que el europeo se deshumanizara a sí mismo, antes de que se encerrara en su propia violencia, tuvo que haber un momento en que el negro y el blanco se aproximaron el uno al otro con el asombro de ser potencialmente iguales.
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mos? ¿De nosotros? ¿ Cuál es su visión de su propia explotación? Para este proyecto será necesario viajar y permanecer en muchos lugares. A veces necesitaré llevar conmigo a los amigos turcos que hablan turco, o amigos portugueses o griegos. Quiero trabajar de nuevo con un fotógrafo, Jean Mohr, con quien hice un libro acerca de un médico rural. Incluso si vivimos modestamente, como pensamos hacerlo, y viajamos de la forma más barata posible, el proyecto de cuatro años costará cerca de diez mil libras. No sé exactamente cómo conseguiremos este dinero. Yo mismo no tengo nada de dinero. Ahora el galardón del Booker Prize haría posible el inicio. Pero uno no tiene que ser un novelista en busca de conexiones sutiles para rastrear el origen de las cinco mil libras de este premio en las actividades económicas de las cuales provino. Booker McConnell tuvo grandes intereses comerciales en el Caribe durante más de 130 años. La pobreza moderna en el Caribe es el resultado directo de esta y otras explotaciones similares. Una de las consecuencias de esta pobreza caribeña es que cientos de miles de antillanos fueron forzados a ir a Gran Bretaña como trabajadores inmigrantes. Por tanto mi libro sobre trabajadores inmigrantes
sería financiado por las ganancias hechas directamente de ellos o de sus parientes y ancestros. Sin embargo, hay muchas más implicaciones. La revolución industrial, y los inventos y la cultura que la acompañaron y que crearon la Europa moderna, fue financiada inicialmente por las ganancias obtenidas por la trata de esclavos. Y la naturaleza fundamental de la relación entre Europa y el resto del mundo, entre blancos y negros, no ha cambiado. En G., la estatua de los cuatro árabes encadenados es la imagen más importante del libro. Esta es la razón por la cual yo tengo que dar la vuelta a este premio contra sí mismo. Y propongo hacerlo de una manera particular. La mitad que donaré cambiará a la mitad que me quedaré. Primero déjenme establecer muy claramente la lógica de mi posición. No es una cuestión de conciencia culpable o mala. Definitivamente no es una cuestión de filantropía. Ni siquiera es, ante todo, una cuestión de política. Es una cuestión de mi desarrollo continuo como escritor: el problema es entre yo y la cultura que me ha formado. Antes de que empezara la trata de esclavos, antes de que el europeo se deshumanizara a sí mismo, antes de que se encerrara en su propia violencia, tuvo que haber un momento en que el negro y el blanco se aproximaron el uno al otro con el asombro de ser potencialmente iguales. El momento pasó. Y desde entonces el mundo se dividió entre potenciales esclavos y potenciales dueños de esclavos. Y los europeos llevaron esta mentalidad a su propia sociedad. Se convirtió en parte de su manera de verlo todo. El novelista se preocupa de la interacción entre el destino individual y el destino histórico. El destino histórico de nuestra época queda claro. Los oprimidos están derribando el muro de silencio que
fue construido en sus mentes por los opresores. Y en su lucha contra la explotación y el neocolonialismo —pero no solamente por medio y en virtud de la lucha común— es posible que el descendiente de esclavos y el dueño de esclavos se aproximen de nuevo con la asombrada esperanza de ser potencialmente iguales. Esta es la razón por la cual voy a compartir el premio con los antillanos del Caribe que están luchando para poner fin a la explotación. El movimiento Panteras Negras, con sede en Londres, se ha levantado de las cenizas de lo que Booker y otras compañías crearon en el Caribe; quiero compartir este premio con el movimiento Panteras Negras porque ellos se resisten, como pueblo negro y como trabajadores, contra una mayor explotación de los oprimidos. Y porque, a través de su Centro de Información del Pueblo Negro, tienen lazos con las luchas en Guyana, la base de la riqueza de Booker McConnell, en Trinidad y en todo el Caribe: una lucha cuyo objetivo es el de expropiar todas estas empresas. Ustedes conocen tan bien como yo que la cantidad de dinero que esto implica es extremadamente pequeña —tan pronto como uno deja de pensar en ella como un premio literario—. Me hace mucha falta el dinero para mi proyecto sobre los trabajadores inmigrantes de Europa. Al movimiento Panteras Negras le hace mucha falta el dinero para su periódico y otras actividades. Pero compartir el premio significa que nuestros objetivos son los mismos. Y con ese reconocimiento transparentamos una gran parte. Y al final —y también al principio—, la transparencia es más importante que el dinero. Discurso pronunciado en el Café Royal de Londres, el 23 de noviembre de 1972, al recibir el Booker Prize por su novela G.
La razón por la cual la novela es tan importante, es que la novela hace preguntas que ninguna otra forma literaria puede plantear: preguntas sobre el individuo forjando su propio destino; preguntas sobre los usos que uno puede darle a la vida —incluyendo la vida de uno mismo—. Y plantea estas preguntas de una manera muy íntima. La voz del novelista funciona como una voz interior.
John Beger (Londres, 1926 – París, 2017) Novelista, crítico de arte, pintor y poeta. Estudió becado en la Central School of Art de Londres y en la Chelsea School of Art; se enroló en el ejército británico, donde sirvió entre 1944-1946, dos años más tarde, y hasta 1955, impartió clases de dibujo en el Chelsea Polytechnic; durante ese período traba vínculos con el partido comunista británico y empieza a publicar artículos en el Tribune, donde escribiría bajo la supervisión de George Orwell. En 1960 Berger dejó Inglaterra e inició su peregrinaje por Francia, Suiza e Italia. En 1972, la BBC emitió una exitosa y fundamental serie de televisión basada en el texto de Berger Modos de ver, que marcó a toda una generación de críticos de arte, y en ese mismo año ganó el Booker Prize con su novela G. En los años 1970-1990 fue publicando su excepcional trilogía De sus fatigas, compuesta por las novelas Puerca tierra (1979), Una vez en Europa (1987) y Lila y Flag (1990). Publicó también libros de poesía, teatro, guiones cinematográficos y ensayo. Recibió además los siguientes premios: James Tait Black Memorial Prize (1972), Petrarca-Preis (1991) y Golden PEN Award (2009). Este marxista de toda la vida y crítico tajante del capitalismo falleció el 2 de enero de 2017, en Francia. 31
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i abuelo alquilaba un pequeño departamento de dos piezas en la calle Parral, cuando Parral era ancha y de tierra. En una de las piezas dormían mis tíos Físhale y Meier; en la otra, el abuelo. Yo, los fines de semana, dormía en la pieza de mi abuelo. Me desvestía, y me acostaba en su cama. Mi abuelo apagaba la luz de la pieza, se sentaba en una silla y encendía un cigarrillo. Al rato, me preguntaba si estaba despierto. Yo le contestaba que sí, que estaba despierto, que no tenía sueño. Entonces, el abuelo desenvolvía la crónica de un pogrom inacabable. Petliura, Jmelnitzky, los cosacos, tal
relato vez Taras Bulba, brotaban de la helada oscuridad del invierno con sables, con antorchas, con blasfemias. (Demoré años y algunas lecturas para advertir que el abuelo omitía la cronología de los vertiginosos exterminios. Indistintamente, las turbas borrachas de vodka saqueaban y acuchillaban a los judíos, incendiaban sus casas y sus sinagogas, violaban a sus mujeres y a sus hijas, en 1918, en 1670, en 1890. Los siglos y el nombre de los jefes de las hordas; el crepitar de las llamas; el estrépito de los vidrios rotos; los relinchos salvajes de las bestias que montaban los degolladores; las procesiones que llevaban, envueltos en finos paños de lino, el pan y la sal de la súplica y la misericordia, se sucedían, despiadados, en el relato del abuelo. La abominación ocurría anoche —y yo olí, en un amanecer desolado y silencioso, el hedor de la sangre vertida y de los excrementos del pánico— o había estallado, quizá, en un pasado remoto. Pero el escenario permanecía ajeno a la inasibilidad del tiempo: el terco arrabal de una minúscula ciudad ucraniana, la infinita llanura, la oscuridad, el invierno). El abuelo, a veces, me hablaba de sus viajes a la frontera polaca, y de cómo la atravesaba furtivamente; de cómo intercambiaba, en una choza hospitalaria, tabaco por carne, tabaco por pan, tabaco por huevos. Petliura o Jmelnitzky o los cosacos, o, tal vez, Taras Bulba, se batían en los frentes de la primera guerra mundial. Recuerdo, en estos días, una historia que el abuelo trajo de uno de sus peregrinajes a la frontera polaca, y que me contó en una noche de sábado, porteña e irrepetible. La escribo, pero, estoy seguro, las degradaciones que le impuso el olvido, las lecturas en que todavía incurro, y mi memoria, la empobrecen. Como se sabe, los polacos son propensos a la demencia y a la
rebeldía. O, si se prefiere, sus rebeliones son insensatas y desesperadas. Para ser polacos tienen que ser locos. El buen Dios, a quien los polacos aman en sus horas de embriaguez, no deja de ponerlos a prueba. Eso lo supo el padre de Casimiro Bajuch, miembro de una organización patriótica y clandestina, cuando la policía del zar lo detuvo. Creyó que no resistiría, a bordo del desvencijado tren que se dirigía a San Petersburgo, los golpes metódicos de sus interrogadores, la pedantería soez de sus insultos, los salivazos que le descargaban entre risotadas licenciosas e indecentes. Acaso, escribió el padre de Casimiro Bajuch a la mujer que amaba, la Virgen medió para que no capitulara. También su alma, exhausta pero obstinada. El padre de Casimiro Bajuch pasó tres años en un lóbrego calabozo de la fortaleza Pedro y Pablo. Un juez de la autocracia zarista, cumplidos los tres años de prisión, ordenó que se desterrara al padre de Casimiro Bajuch a una perdida aldea de los Urales. La vida, en la inhóspita aldea, era sórdida y monótona: se prestaba a la obscenidad y el extravío. La madre de Casimiro Bajuch murió al dar a luz a Casimiro Bajuch. No la mató el alumbramiento del niño sino la pena, convencida como estaba de que no volvería a ver las luces de Varsovia, sus calles y sus plazas. El padre de Casimiro Bajuch, destrozada su alma —si es que el Señor se acordó de concederles alma a los polacos—, huyó a Francia, con el pequeño Casimiro Bajuch pegado a su corazón. Dos hermanos del padre de Casimiro Bajuch siguieron sus pasos: súbditos probos, temían, no obstante, las represalias policiales. Ellos, en Francia, se hicieron cargo del niño. El padre de Casimiro Bajuch regresó a una patria penitente y descarriada, a una Polonia
Un soldado, la respiración entrecortada, silenció las expresiones de mutua admiración: les avisó que habían localizado, a pocas cuadras del cementerio, un nido de agitadores extranjeros.
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irreal, y cayó abatido en una escaramuza sin importancia con soldados del Dueño de Todas las Rusias. Quiero creer que el abuelo me dijo, en este punto, que la historia perdía intensidad dramática, y que, quizá, las informaciones posteriores a la muerte del padre de Casimiro Bajuch no fueran tan precisas como esos tiempos exigían. Eso no asombró a mi abuelo, cosa que hoy, cuando supongo su lacónico comentario, está lejos de extrañarme. Por las siguientes razones, obvias, si se quiere: a) un judío se asombra en el escenario de un teatro; b) un judío que sobrevivió al pogrom —si se asombra— es un fenómeno excluido de la naturaleza humana; c) la conducta del hombre —aun la de un polaco— es hija de sus actos, salvo que se pruebe lo contrario. Así las cosas, los tíos de Casimiro Bajuch se contrajeron al cuidado del niño. El niño creció sano y hermoso. Los tíos —laboriosos, tenaces y honestos— le proporcionaron una esmerada educación. Lograron, tras considerables y fatigosas gestiones, cuyos detalles sería impropio enumerar, que Francia se convirtiese en la tierra natal de su sobrino y, por consiguiente, Casi-
miro Bajuch pasó a llamarse Henri Beaumont. Henri Beaumont ingresó, poco antes de cumplir quince años, a una de las academias militares más prestigiosas del continente europeo, que tenía (tiene, todavía) su sede en París. Alumno brillante, egresó, el primero de su promoción, con el grado de subteniente. Visitaba asiduamente a sus tíos —ancianos ya—, hacia los que guardaba una singular devoción, vistiendo el uniforme de oficial del ejército de Napoleón III. El kepí (mi abuelo contempló, atento, una borrosa fotografía del joven militar en la choza polaca que servía de zona franca para el intercambio de alimentos de subsistencia) no ocultaba una frente despejada y unos ojos bondadosos. También observó un incipiente bigote y una boca de amante cortés e impulsivo. Y mi abuelo dijo que, cuando tíos y sobrino se encontraban, los tíos calentaban un bruñido samovar, y los tres hombres bebían un té fuerte y aromático. La guerra franco-prusiana interrumpió las prolongadas tertulias. Henri Beaumont se batió como bueno en defensa de su patria, pero el valor que demostró en los cam-
pos de batalla, y que le deparó sucesivos ascensos, no impidió la victoria de los hunos. Militar disciplinado, no se preguntó por los motivos de la derrota, ni por qué una nefasta República, hundida en el caos y el espanto, reemplazó los esplendores del Imperio. El sobrino reanudó las visitas a sus tíos. Estos, atribulados, vieron llorar al capitán Henri Beaumont la derrota de Francia y las severas condiciones de paz que le dictó Bismarck; vieron cómo se le enfriaba la taza de té; se vieron, a sí mismos, llenar dos hojas de papel con signos opacos e inexpresivos, y doblar las hojas de papel e introducirlas en un sobre, y remitir el abultado sobre a lejanos parientes que residían en Polonia. Aturdidos, pretendieron transmitir en palabras la magnitud de la tragedia que los desasosegaba. La insurrección de los parisinos contra las autoridades legalmente constituidas —o una parte de los parisinos: sanglants imbéciles, según la calificación de Gustave Flaubert, un escritor que detestaba la aprobación pública— encontró, en el capitán Henri Beaumont, a un soldado dispuesto a preservar el orden, sea cual fuere el precio que, por tal causa, se debiera pagar. En consecuencia, marchó a Versalles, ciudad en la que sesionaba el gobierno legitimado por las fuerzas vivas de la Nación. Los tíos, solitarios y desvelados, no dejaron que se enfriara el samovar. El superior inmediato del capitán Henri Beaumont, coronel Guy Le Boudec, tenía 35 años y era oriundo del Languedoc. Un periodista de la época, cuya prosa erudita y fluida deslumbraba a sus lectores, alabó en él al guerrier intrépide et soldat de profession, puritano y arrojado como el caballero de Durero. El periodista no se privó de una línea de efecto: S’il tue, et même le plus possible, c’est par ‘moralisme’. La nota,
Como se sabe, los polacos son propensos a la demencia y a la rebeldía. O, si se prefiere, sus rebeliones son insensatas y desesperadas. Para ser polacos tienen que ser locos. El buen Dios, a quien los polacos aman en sus horas de embriaguez, no deja de ponerlos a prueba.
Andrés Rivera
(Buenos Aires, 1928 – Córdoba, 2016)
que suscitó una oleada de entusiasmo en las damas, se cerraba con una frase escandalosa: el coronel Le Boudec —a quien el emperador confirió la Legión de Honor por sus hazañas en África y México— era de una inteligencia inquietante. El capitán Henri Beaumont logró quebrar, en el cementerio del Père Lachaise, donde se libró el combate final contra la insurrección, la rígida distancia que el coronel Le Boudec dibujó entre su silueta de meridional austero y las de sus subordinados. La lucha fue feroz y mortal, y Beaumont se precipitó a ella con un coraje que dejó estupefactos a amigos y enemigos. (Años después, Beaumont intentó explicarse: la audacia y la valentía irracionales de los insurgentes lo enceguecieron; morían sin que una sola queja asomara a sus labios. Uno de los cabecillas del levantamiento, Delescluze, alto y flaco y canoso, trepó a una barricada, y erguido sobre ella esperó serenamente a que lo fusilaran. Eso era inhumano, y enfureció a Beaumont). Aplastados los últimos focos de resistencia, Le Boudec estrechó entre sus brazos al capitán Henri Beaumont y le ofreció, presumiblemente emocionado, su amistad, porque en la voz del coronel vibró comme un drapeau son accent languedocien. (La acotación pertenece al periodista de prosa erudita y
elegante que asistió al conmovedor episodio). Un soldado, la respiración entrecortada, silenció las expresiones de mutua admiración: les avisó que habían localizado, a pocas cuadras del cementerio, un nido de agitadores extranjeros. Excitados y jadeantes, Le Boudec y Beaumont, al frente de sus hombres, atravesaron velozmente calles nocturnas y desiertas. Luego, subieron, a los tropezones, una angosta escalera, irrumpieron en una pieza iluminada y sorprendieron a dos individuos, sentados a una mesa, que emitían sonidos guturales e ininteligibles. Al coronel le bastó escucharlos; le bastó que le presentaran papeles cubiertos de trazos que, a primera vista, revelaban un lenguaje codificado, para afirmarse en la exactitud de sus conjeturas: la bancarrota de Francia obedecía a la acción satánica de elementos e ideas extranacionales. Sin vacilar, dispuso que ejecutaran a los dos conspiradores. Estos fueron arrojados escaleras abajo y el capitán Henri Beaumont, revólver en mano, dio cumplimiento a la orden. Tres tazas de té y un samovar bruñido humearon, en la habitación devastada, hasta las primeras claridades del día.
Hijo de inmigrantes obreros europeos, nació en Villa Crespo, un barrio judío de Buenos Aires (lo bautizaron como Marcos Ribak). Abandonó el colegio y empezó a trabajar en una fábrica textil, se afilió al Partido Comunista y fue redactor del órgano clandestino de esa agrupación, donde firmaba sus artículos con el seudónimo de Andrés Rivera. En 1957 se editó su primera novela, El precio; en 1972, publica los cuentos policiales Ajuste de cuentas, pero llega la dictadura y le imponen un silencio forzado de diez años. En 1984 publicó En esta dulce tierra, con la que ganaría el Premio Municipal de Novela; Los vencedores no dudan, en 1989; El amigo de Baudelaire, en 1991; La revolución es un sueño eterno, 1992, con la cual ganó el Premio Nacional de Literatura, un galardón que antes habían recibido Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. En 2001, Rivera publicó Kadish, el último de una lista de más de 30 libros publicados en seis décadas. La muerte lo encontró en el barrio obrero de Córdoba donde se instaló en 1996.
(Tomado de: http://ciudadseva.com/texto/
tres-tazas-de-te/)
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or qué regresa a su memoria, de forma insistente, el rostro de Antonio Leiva en medio de un charco de sangre? El Buick sedán azul oscuro, de cuatro puertas, cuya carrocería siempre brillaba reluciente a las puertas del Ministerio de Hacienda, parecía un mueble desvencijado en la quebrada a la que se precipitó al salirse de la carretera. La huella del frenazo se prolongaba por más de veinte metros desde el empedrado de la calzada hasta la cuneta a la derecha de la vía en donde rodó hacia la zanja, dio una vuelta de campana y quedó llantas arriba detenido entre los matorrales, con dos boquetes en el techo atravesado por las ramas. ¿Alguna vez sospechó que esa pistola Walther calibre 6.35, que llevaba en el bolsillo del chaleco como un talismán para los viajes, le abriría las puertas al viaje sin retorno? Leiva, incorporado a medias, sostenía el arma con su mano derecha. Una mueca indefinida, que no delataba terror ni miedo, tal vez solo el encuentro con lo inesperado, quedó impresa en su rostro como sobre un amarillento pergamino.
En esa madrugada fría y lluviosa del miércoles 27 de febrero de 1935, el chofer de la Presidencia de la República había salido de Quito a las cinco de la mañana; cuarenta minutos más tarde le sorprendió la muerte, al volante del automóvil del Ministerio. ¿Por qué no manejaba el carro de la Presidencia? Los asientos delanteros se mantenían limpios; pero la sangre que brotaba de la sien derecha de Leiva había manchado el tapiz del techo y se deslizaba hasta quedar retenida cerca de la puerta; se veía un coágulo en la cubierta hacia el lado del asiento del chofer. No se habían roto o trizado el parabrisas, ni las lunas de los faros ni vidrio alguno, aunque a Manuel Romero le sorprendió hallar abierta la ventana posterior del lado derecho. Las salpicaduras de barro y rasgaduras en los recubrimientos interiores del vehículo, le recordaron los pajonales quemados del páramo. El olor de gasolina y aceite se le impregnó en la ropa, en el cuerpo, en su memoria, como una marca de muerte. El bus interprovincial había llegado pasadas las siete y media de la mañana al lugar del siniestro, cuando la neblina no se disipaba del todo y envolvía con un tono grisáceo y fúnebre el paisaje. Un hombre a caballo, sombrero de ala ancha negro, embozado con un poncho marrón y forradas las piernas con piel de borrego y botas de caña alta, les hizo señas para que se detuvieran; pero el bus no redujo la velocidad. El jinete espoleó el caballo para seguir la marcha del vehículo; los gritos de los pasajeros obligaron al chofer a frenar. «En la primera curva, se volcó un carro del Gobierno; una persona se halla adentro. Por humanidad, ayuden a salvarlo», se escuchó la voz grave del hombre desde la cabalgadura. Romero bajó al barranco junto con el conductor, su ayudante y un grupo de pasajeros; la mayoría se
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quedó al borde de la carretera. Al acercarse al vehículo, se topó con aquella visión de la muerte que, desde entonces, regresaría a su mente, sin que nada pudiera borrarla, y que removía una herida fresca, la de la muerte de su padre, hace un año y, otra más antigua, que destruyó la felicidad de su infancia, la de su prima María Augusta; las dos le traían el oscuro peso de la culpa. El ayudante se metió a gatas por la ventana trasera abierta. Manuel solo introdujo la cabeza. Leiva se hallaba sobre el interior del techo en el lado del asiento del acompañante; tenía una de las piernas recogida y la otra ligeramente doblada como para levantarse; la mano izquierda, en la frente; con la derecha sostenía una pistola en actitud de defensa; todavía mostraba el cuerpo esporádicos y frágiles movimientos intermitentes; pero, en segundos, se perdió el tenue brillo de los ojos entre los párpados amo-
ratados; la cabeza se inclinó sobre el pecho y el cuerpo quedó inmóvil. Así lo encontró Manuel Romero en el vehículo volteado. Leiva era bastante conocido en la ciudad: desde hacía más de quince años se desempeñaba como chofer oficial de los mandatarios que se sucedían en la Casa de Gobierno. Por su trabajo como reportero del diario La Mañana, Manuel lo había visto muchas veces al volante del automóvil presidencial; algunos domingos por la tarde, recordaba haberlo hallado correteando feliz en el parque de La Alameda, junto a su esposa y sus hijos. De contextura mediana, pero con unas libras demás de peso, que le daban una apariencia de más años que los cuarenta y cinco recién cumplidos, Leiva era de temperamento afable, tranquilo y muy poco extrovertido; casi nunca se le escuchaban gritos destemplados o palabras groseras; tampoco se excedía en el consumo
El propietario había asumido el mando de la operación: daba órdenes de pasar los cabestros por las llantas, traer palas y azadones, cortar la maleza y meter las vigas para dar la vuelta el vehículo y sacarlo de la zanja.
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de licor, ni se reunía con los amigos a jugar billar o cartas después de la jornada de trabajo; prefería llegar pronto al hogar. Estaba casado con una mujer trece años menor que él, con quien, en tres lustros de matrimonio, procreó cuatro hijos. El tiempo no había borrado en ella las atractivas facciones de su rostro. Los dos se llevaban bien, jamás habían tenido una pelea seria; vivían de forma modesta, pero contaban con una remuneración estable y no pagaban arriendo alguno por las habitaciones en la Cochera Presidencial. Manuel vio otra vez al hombre que momentos antes detuvo el bus San Francisco; supo que era el dueño de la hacienda en cuyos terrenos cayó el automóvil al salirse de la carretera. En su rostro descubierto, se notaba que el sol y el viento del páramo habían dejado unas huellas como de mordeduras en la piel blanca enrojecida. El propietario había asumido el mando de la operación: daba órdenes de pasar los cabestros por las llantas, traer palas y azadones, cortar la maleza y meter las vigas para dar la vuelta el vehículo y sacarlo de la zanja. A los lados de la carretera se habían detenido dos buses más y tres autocamiones que llevaban leche de las haciendas de la zona a la capital. Alrededor de sesenta personas acompañaban desde allí, con un coro de comentarios y murmullos, los esfuerzos de quienes rodeaban al automóvil para ponerlo sobre las cuatro llantas y sacarlo de la quebrada. Cuando lograron por fin darle la vuelta, se abrió de forma imprevista la puerta del lado del conductor, se deslizó desde el otro lado al suelo el cuerpo del hombre muerto y se escuchó el golpe de su caída y el ruido de las herramientas que rodaron del interior del vehículo. Las voces de las mujeres repetían, en un lúgubre y sibilante lamento, «pobrecito, pobrecito, el muerto». Manuel vio el cadáver
tendido en el terreno inclinado: los párpados hinchados, violáceos y ennegrecidos y los ojos que parecían fuera de sus órbitas. El olor a gasolina y aceite, empozado en la quebrada, lo penetraba todo. Uno de los individuos que ayudó a llevar el cadáver hacia la carretera, bajo las órdenes y vigilancia del dueño de la hacienda, revisó los bolsillos en los que encontró una libreta con el nombre de Antonio Leiva, unas pocas monedas, una pequeña llave para calibrar los platinos, un lapicero verde, un sello esmaltado con el escudo del Ecuador, dos números de la lotería; de la mano izquierda del muerto, desprendió a la fuerza un anillo de oro. Manuel se vio obligado a correr hacia el autobús. La bocina sonaba con premura insistente y desconsiderada. La imagen del chofer de la Presidencia muerto regresó con más fuerza a su conciencia, cuando al día siguiente se enteró, por la crónica de El Comercio, que había desaparecido la pistola. Sin embargo, él vio el arma en las manos inmóviles de Leiva. ¿Quién se la robó? La sospecha le vino de inmediato: el ayudante del conductor del bus San Francisco. No en balde le habían provocado rechazo y desconfianza su mirada esquiva, sus ojos pequeños y enrojecidos, el brillo de la calza de oro que exhibía al sonreír y hasta la casaca que llevaba, de color caqui, como de uniforme militar. El ayudante fue el primero en entrar al carro volcado; lo buscaría en la estación terrestre y le enrostraría el robo. El examen del arma era indispensable para conocer la verdad. Romero había salido de Quito para recuperarse del golpe de perder su empleo por la resolución del Gobierno de clausurar el diario. Al mal tiempo buena cara, pensó: pasaría los días de carnaval en Ambato, con los primos, hacia quienes se sentía ligado por el agradecimiento, el afecto y los recuerdos de la infan-
¿Alguna vez sospechó que esa pistola Walther calibre 6.35, que llevaba en el bolsillo del chaleco como un talismán para los viajes, le abriría las puertas al viaje sin retorno? Leiva, incorporado a medias, sostenía el arma con su mano derecha. Una mueca indefinida, que no delataba terror ni miedo, tal vez solo el encuentro con lo inesperado, quedó impresa en su rostro como sobre un amarillento pergamino. cia; después, visitaría a su madre en Riobamba. Pero la imagen de Leiva muerto no le dejaba tranquilo. Aunque su carrera de periodista se había truncado, las circunstancias parecían haberle elegido para revelar un hecho del que acaba de ser testigo. Se hallaba obligado a dar a conocer la verdad. Sería una forma de conjurar sus secretos demonios internos. «Chofer de la Presidencia muere al precipitarse su carro en un barranco. Trágico suceso ocurrió en una curva de Santa Rosa debido a la densa neblina y cuando viajaba a una velocidad de 30 ó 40 kilómetros por hora cayó el auto a cuatro metros de profundidad. Hay la conjetura de que, al recibir el fuerte golpe y en un momento de desequilibrio mental, se disparó un tiro en la sien derecha; fue robada el arma que siempre llevaba consigo. Médicos de la policía verificaron la autopsia». Los titulares de El Comercio bailaban ante sus ojos. Manuel compró el diario; lo tomó anhelante para dar un vistazo a la primera plana, con la intención de saltar a la página interior en donde se desplegaba la información. Sin embargo las dos fotos que acompañaban la noticia principal le retuvieron en la portada: en la imagen de la izquierda, se veía el vehículo que había sido retirado del barranco y puesto sobre sus llantas gracias a los pasajeros de los buses y camiones que se habían detenido a prestar auxilio y a los trabajadores de la hacienda que lindaba con la
carretera. La propiedad se llamaba Carapungo, si bien los diarios la identificaban como Santa Catalina. En la foto aparecían a un lado y al fondo, unos pocos policías que rodeaban el vehículo y las vigas que sirvieron como palanca y carriles para empujarlo entre la maleza; en primer plano, al otro lado, el Jefe de Tránsito y el Comisario Serrano. La placa No. 005 del carro oficial parecía la sonrisa de un náufrago a salvo en tierra firme. La foto de la derecha debió haber sido proporcionada por la familia de Leiva: Antonio, con el pelo corto, recién peinado, lucía terno oscuro y un chaleco de lana, de rombos. La esposa tenía puesta una mano sobre el hombro del marido. Dos de los hijos menores posaban con una sonrisa forzada. ¿Por qué la crónica del diario se adelantaba a asegurar que el carro se volcó por la neblina y que el chofer se quitó la vida? Más aún, conjeturaba que Leiva sufrió un golpe seco que le dejó aturdido «y que, en un momento de desequilibrio mental, sacó la pistola que llevaba siempre consigo y se disparó un tiro en la sien derecha». «Eso no tiene pies ni cabeza», pensó Manuel. Dobló el diario y decidió ir a la estación en búsqueda del ayudante del conductor que, un día antes, le había traído a la ciudad de Ambato. Primer capítulo de la novela del mismo nombre, Rayuela Editores, Quito, 2016. * El libro está en su segunda edición.
Diego Araujo Sánchez
(Quito, 14 de octubre de 1945)
Docente y periodista, ha publicado ensayo y crítica literaria. Fue por más de 30 años profesor de Lengua y Literatura en la Pontificia Universidad Católica. Fue también profesor visitante en el Departamento de Lenguas Clásicas y Modernas de la Universidad de Nuevo México, en Albuquerque, Estados Unidos. Se desempeñó como subdirector de diario Hoy, de Quito, en el que mantuvo una columna semanal de opinión por casi 30 años. Ganó en 1997 el V Concurso Símbolos de Libertad al mejor artículo de opinión publicado ese año. Es miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y, desde octubre de 2016, miembro de número.
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Se abrazan y la noche suelta sus ríos… Los relámpagos se asoman (a las vitrinas) (abiertas) a la ventana abierta y comienzan a danzar. Presiento tu felicidad de doble camaleón, después que dibujaste un lagarto en mi piel la luna se incendió. Y me quedé ciega, tú cantabas la sinfonía de tu vejez, yo bailaba y la flor de tus manos se empezaba a deshojar en la trampa del placer. Todo empezó a caer: tus lunares, como fresas amarillas rodaban sobre la sombra erizada de nuestros pies. Formando ese cielo jugoso y oloroso que se riega por nuestros caminos. Su sabor no nos dice nada, nos deja tan callados. Y nos hace más divinos. Tus caricias aletean como una torpe mariposa. Tú flotabas y te mueves en mí como un caracol en el agua. -----------------------------------
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Nuestros cuerpos se apresan, se deshacen, se reúnen, flotan como un caracol en el agua, sus sombras son dos piedras airadas que se abren y se duermen entre una fragancia distinta al amor. ******************************** Vuela una pluma por un espacio lentamente se desploma como una bala cae sobre mi espalda el peso de la eternidad recorre mis entrañas huye y huye tras tus alas arcángel de polvo ********************************* El cometa feroz Ala de polvo oriental Onza de Odio Agujero analfabeto La pólvora de Eros: relámpago Dionisiaco célula capricorniana
poesía ************************************** Llama sin alma astro sin eternidad. El Atila persigue la flor más negra del ser solar ******************* ***************************** Pinta el caos su locura se respira el milagro cruel pasa la miserable sombra como una granada muda a la que no se puede extrañar un grito que no se puede librar se hace perla se hace polvo en la ardiente intuición
Apenas empiezo a nacerme. A desencogerme desde esta raíz uterina. A desabrirme como una caracola debajo de la hojarasca, respiro un aire musical desde la tierna humedad, salgo y mi cuerpo es un tallo enorme, la lluvia pasa como un río, vence mi sed. El ritmo del paisaje hace danzar libélulas bajo el sol, juegan burbujas de terciopelo en mis cabellos; salgo y la lluvia es un tallo enorme verde y amarillo, me invaden, se mezclan entre abismales abismos mientras el alma fluye entre tanta lluvia.
Sonia Montenegro (Tulcán, 1988) Poeta y docente. Estudió Literatura en la Universidad Central del Ecuador. Formó parte del taller de creación literaria dirigido por Diego Velasco en la CCE. Ganadora de los premios: Jorge Enrique Adoum de poesía (Interfacultades Universidad Central, 2009) y Primer Concurso ‘Paralelo Cero’ en el 2011. Su poesía ha sido recogida en las antologías Fractales 2 de la desaparecida editorial independiente Drugos de la naranja (2011) y en Premonición a las puertas (Editorial Universitaria, 2012). Su libro La miel del silencio es hasta el momento su única publicación individual.
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Javier Payeras
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l lugar está completamente oscuro y zumba un enjambre de moscas que rebota por las paredes. Washington Chicas y sus subalternos soportan el muy fuerte olor a descomposición que invade el cuarto del Hotel Cielito. Buscan la ventana y le quitan la sábana que la cubre. Todo lenta y rutinariamente.
Encuentran: 1. Sobre una silla y metidos dentro de una bolsa de papel, los intestinos de la víctima. 2. Un cuerpo femenino desmembrado sobre la cama. 3. Un graffiti en las paredes de la habitación, justo encima de la cabecera, que dice: CRISTO ES LA PIEDRA.
relato
Rutina. El detective Chicas investiga crímenes como este todos los días. Así que muy frecuentemente estoy escribiendo notas sobre él. Cuando no está Atenógenes y paso por el infortunio de ir a cubrir las noticias, me encuentro al detective y sus hombres trabajando.
Me parece interesante verlo en su campo de acción. Interroga de una forma muy ruda a los testigos, pero curiosamente deja libres a los que comúnmente serían los primeros sospechosos: niños de la calle, mareros, adictos al crack, prostitutas y ladrones de poca monta. Chicas coordina todo con mucha seguridad y tiene fama de ser estricto e intolerante.
Un personaje muy extraño, con el tiempo fui conociendo detalles de su vida que me parecieron sumamente interesantes. Hijo de campesinos, Washington Encarnación Chicas Morales llegó a la ciudad capital a los dieciséis años. Aquí estudió la secundaria y se graduó de bachiller en una escuela nocturna. Desde muy joven le atrajo la literatura, al punto que ganó varios certámenes de cuento y poesía regionales. Ingresó a la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional para estudiar Filosofía. Como no encontró un trabajo que le permitiera seguir sus cursos, tuvo que interrumpir en varias ocasiones su carrera. La necesidad lo llevó a buscar un empleo mejor pagado, y el único que le ofrecía, al menos, estabilidad laboral, era el de agente de policía. Así ingresó a la Academia de la Policía. Pasó de patrullero a especialista y, por su capacidad, lo ascendieron a Detective Jefe. Entonces lo asignaron a la Sección de Criminología. Formó un hogar con una muchacha de su pueblo que laboraba como secretaria en una de las oficinas de la Policía y tuvieron una niña. Pero tres años después vino un golpe muy duro para Chicas: su esposa y su hija de dos años murieron en un accidente de tránsito, el bus donde viajaban fue a estrellarse contra un camión y mató a todos los pasajeros. El único sobreviviente fue el chofer que iba manejando borracho. La primera vez que tuve la oportunidad de hablar con Chicas fue cuando Orca me lo presentó en el Bar Leo. Ese día el gordo nos aburrió con uno de sus eternos monólogos, pero aproveché un momento que se levantó de la mesa, para conversar con el detective. Era un hombre de pocas palabras. Mantenía su vaso lleno durante largo rato, para luego darle un sorbo, retenerlo en la boca y tragarlo.
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—Me gusta el lugar— me dijo mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa la canción que sonaba en ese momento. —Sí, es interesante. Los viernes se llena de gente, ya sabe, artistas y demás. —Dice Alfonso que usted también es escritor. —La verdad me gano la vida como redactor en un semanario. Por cierto, a veces coincido con usted. —Qué jodido, ¿usted cubre esas noticias? —A veces. De algo tengo que vivir, aquí no se sobrevive de la cultura. —¡Ah, usted escribe para La Alerta! —Sí. —Yo conozco a Amílcar Pacheco, es un tipo raro. Es evangélico y le gusta andar metido en las casas de citas. Antes me
pedía que le proporcionara fotos de los crímenes, pero yo no quise, entonces se enojó conmigo. Es que los periodistas fastidian las investigaciones. Además, a él no le gustaría que le sacaran a un miembro de su familia todo hecho mierda así como los saca. Usted debería salirse de allí. Buscar trabajo en un periódico serio. Todos los que pasan por ese puesto terminan así, mire (con el dedo señala su sien)… ahí viene el gordo, apunte mi teléfono, cuando quiera lo puedo ayudar, es cinco, setecientos tres, cuarenta y dos, sesenta y uno… no, sesenta, sesenta y uno…, así mero. Orca regresó con otra botella de Whisky, pero Chicas ya no quiso seguir, se levantó y puso un par de billetes sobre la mesa. —Llámeme— me dijo antes de despedirse.
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Todos los días del año suceden hechos de sangre. La policía dice que son crímenes perpetrados por las maras. Pero la moda de destazar gente se ha convertido en una fiebre nacional. Por todos lados aparecen personas mutiladas. Dejan pedazos de cuerpos en las puertas de las iglesias, en los patios de las escuelas, en las bolsas de basura de los parques, en los restaurantes, en los hospitales. A veces hasta aparecen partes que al juntarlas con otras resulta que no eran de la misma persona. Los psiquiatras opinan que esto obedece a una conducta tribal (¿?). El Presidente dice que la culpa de todo la tiene la televisión y los antivalores que inculca en los niños. Miles de conjeturas.
Chicas le da seguimiento a casi todos los casos de este tipo. La mayoría se dan en hoteles de crack o donde trabajan prostitutas y travestis con sus clientes, un mensaje más que evidente: una sociedad como ésta se limpia en el basurero, o sea, donde están los marginales. Además como muchas de las víctimas tienen tatuajes, la ‘gente bien’ opina que se trata de mareros y lo celebran. Sin embargo Chicas no está de acuerdo. Cada mes captura a veinte tipos que luego son liberados porque ya no caben en la cárcel. De esa forma, los grupos más entusiastas con la pena de muerte y la limpieza social no pierden su popularidad. Todas estas situaciones son olvidadas rápidamente hasta que le suceden a alguien ‘importante’. Eso fue exactamente lo que pasó hace unos meses atrás. La dependiente de un céntrico almacén de saldos de 9.99, una mañana que llegaba a su trabajo se encontró con una bolsa negra recostada sobre la persiana del negocio. La muchacha casi cae muerta del susto al encontrarse dentro con una mata de pelo negro y opaco que al jalarla resultó ser la cabeza de una niña. La noticia habría pasado desapercibida de no ser por la identidad de la víctima. Era la hija adolescente de un empresario del transporte y financista del partido en el Gobierno. Durante semanas los diarios no soltaron la noticia del hallazgo y el Departamento de Criminología de la policía asignó el caso a Chicas. Los primeros datos que halló indicaban que la adolescente había sido vista por última vez en la discoteca Ef-X, un conocido antro donde dealers muy exclusivos proveen de drogas de diseño a los chicos de buenas familias. Descubrió que esa noche la muchacha había consumido pastillas de éxtasis y se había pasado de alcohol. Cuando dos compañeras
del colegio quisieron sacarla, Saúl, el novio de una de ellas, se ofreció a llevarla hasta su casa. Interrogar al muchacho fue de lo más difícil para Chicas. Su padre, un diputado de izquierda, lo había enviado a España y acusaba al investigador de ser un asalariado de la derecha en el Gobierno. Pero le sirvió de poco. Fue más fuerte la influencia del padre de la víctima y extraditaron al chico. Chicas descubrió que Saúl tenía una muy particular reputación de promiscuo y que en una ocasión había sido acusado de violar en su carro a una compañera de la universidad. Durante el proceso varios testificaron que al chico le gustaba llevar a muchachas intoxicadas a su departamento para abusar de ellas, tomarles fotos y luego enviárselas por correo electrónico a su grupo de amigos. El juez lo condenó a tres años por abuso sexual, pero no pudo vincularlo con el crimen del 9.99, pues muchos coincidieron en decir que esa noche Saúl regresó a la discoteca minutos después de dejar a la víctima, aduciendo que aparentemente la hija del empresario había sido recogida por sus guardaespaldas. De la sentencia el acusado sólo cumplió tres días, el juez le conmutó a un pago por día de prisión. Chicas se sentía frustrado y molesto. Intuía que Saúl decía la verdad, incluso, sospechaba que en realidad podría tratarse de un asunto político. Y lo confirmó cuando interrogó a Jerry, el dueño del billar Los Enanos, un conocido ajustador de cuentas por encargo. —¿Y ahora qué putas quiere? —preguntó Jerry sin soltar la mirada de la bola que quería enviar a la buchaca. —No me quiero sacar de onda. Quiero que me digás quién hizo lo del 9.99. —¿Qué? —No te hagás el baboso. Ya sabés, la hija del político.
Por todos lados aparecen personas mutiladas. Dejan pedazos de cuerpos en las puertas de las iglesias, en los patios de las escuelas, en las bolsas de basura de los parques, en los restaurantes, en los hospitales.
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—Vamos por partes dijo el Destripador, ¿y yo por qué tengo que saber? ( Jerry afina el pulso para darle a la bola 5). —No te hagás. Yo sé que todo tarde o temprano llega a tus oídos. Además todavía me acuerdo de varias cosas, como aquello de los niños de la calle. —¿Qué niños?¿Niños? Esos pedazos de mierda no son niños, además ganan buen dinero peleando, con eso compran algo para tragar y hasta les queda para un tonel de pegamento. Y si se matan, ¿qué?, eso ni a usted le interesa. Mire, eso de que ahora anda de achichincle de esos mierdas del Gobierno es su bronca, yo no tengo por qué ayudarlo a quedar bien. ¡Ve! buscando a quién mató a la putita esa. Si quiere saber, si de verdad quiere saber, pregúntele a uno de esos diputados mafiosos que usted defien-
de. Dígale a uno de esos mareros que trabajan de correo. A mí no me venga a chingar aquí. Chicas lo agarró fuertemente del hombro, volteándolo hacia él, lo vio a los ojos y le dijo —De verdad que sos una basura. ¿Cuántos años tenés? Veintitantos, y mirate, la piedra ya te quemó el cerebro. Ojalá que un día te maten todos tus pegamenteros, porque si no, yo mismo lo voy a hacer, un día que ande de mal humor. Jerry titubeó al escuchar a Chicas y dejó el taco de billar sobre la mesa. —Usted sabe cómo son esas broncas entre políticos y narcos. Todo lo planearon desde la cárcel. Pregúntele al Saico, ese más de algo sabe. El Saico es el líder de la clica más poderosa del país. Está condenado a la pena de muerte desde
hace tres años, pero no se la aplican porque, al parecer, hay ‘vicios en el proceso’, así que lo mantienen extremadamente vigilado en la cárcel de alta seguridad. De unos treinta y tantos años, fornido, pelo a la rapa y con la cara y el pecho completamente tatuados. Luego de un breve interrogatorio, Saico acepta hablar con Chicas. —Y yo qué gano. Saico mantiene una mirada seca. —Logro que trasladen para acá a un par de los que tenés pendientes —le dice Chicas. —(Saico piensa) Seguro fue la Trucha. Neta. Un tirín. Ya sabe. Esa mancha mueve mierda, pasan furgones de droga y de contrabando, a lo grueso. Ranflas llenas de pantalones con polvo; los dejan tirados en unas bodegas y suave allí les lavan todo lo que traen. Seguro querían ahuevar a la competencia. —¿Y quién mató a la muchacha? —Usted si que ya ni la chinga. No agarra onda. El güey ese, el riquín, el ruco de la jaina, ese es el que pasa todo, y el topete es el jefe de la tira. Llevan droga al Seduction, allí la pesan y toda mierda, y luego la venden. La tira se llevó a la jainita, la metieron a pura verga en un cuarto, luego la Trucha le dio negra y la hicieron mierda. Un mensaje pal ruco. Agarra onda. Ese es un bisne que sólo la mueve la tira. Cuando Chicas salió de la entrevista se dio cuenta de que ya no podía hacer más por el caso. El crimen lo había cometido la policía. Él sabía quiénes eran los comisarios implicados en el Seduction, una banda de criminales con poder político, entre los que estaba el mismo Jefe de la Policía Nacional; uno de los que más insistía en que investigara el caso. Esta vez sí se sintió molesto. No tenía sentido investigar un crimen donde la policía, el gobierno y todos eran los culpables. Lo primero que harían
sería cerrar el caso. Ya le había sucedido muchas veces. Presentó pruebas que desaparecieron como por arte de magia. Intentó por otros caminos, incluso los jueces parecían tener conocimiento de lo ocurrido, se atemorizaron y decidieron no intervenir. El Jefe de la Policía retiró a Chicas y le dio el caso a otro. La prensa olvidó rápido el crimen del 9.99 y el padre de la víctima, cuando Chicas le contó todo, bajó el perfil de su búsqueda. Con los meses hallaron más cuerpos en bolsas plásticas, algunos de varios policías y otros de algunos mareros. También el Jefe de la Policía sufrió un atentado. Digamos que Chicas estaba muy acostumbrado a este tipo de desenlaces. Un policía como él, en un país tan corrupto como este, difícilmente puede cambiar algo; simplemente se dedica a registrar todo lo que sucede. Me pregunto, ¿qué sucede dentro de su cabeza? Es un escritor y pareciera que sólo se está preparando para escribir algo y vengarse de toda esta podredumbre social que le toca vivir día con día. Cuando tengo la suerte de coincidir con él, me invita a tomar algo y me cuenta todas estas historias. Largos relatos sobre la corrupción del medio. Cuando pienso en los policías como Hércules Poirot o Sherlock Holmes, me hace gracia que nada hable tan bien de la cultura de un lugar como sus policías. El ideal, la razón y el orden. En la periferia, donde siempre están los sospechosos y casi siempre se encuentran los culpables, sólo se ve la imagen lacónica de Washington Chicas, haciendo notas con su bolígrafo azul, transcribiendo algo que de inmediato lanza al basurero, como si quisiera que nadie más lo leyera. (http://carajo.cl/guatemala-javier-payeras-
el-detective-washington-chicas/)
Javier Payera Ciudad de Guatemala, 1974. Narrador, poeta y ensayista. Es uno de los intelectuales destacados que surgieron después del conflicto armado interno y forma parte de la llamada ‘Generación de Posguerra’. Ha publicado: Limbo (novela, 2011), La resignación y la asfixia (poesía, 2011), Soledad Brother y Relatos de autodidactas (2011), Postits de luz sucia (poesía, 2009), Días amarillos (novela, 2009), Lecturas menores (ensayo, 2007), Afuera (novela, 2006), Ruido de fondo (novela, 2003), Poesía incompleta (antología ebook, 2006) y Once relatos breves (cuento, 2000). Su trabajo ha sido incluido en diversas revistas y antologías en Latinoamérica, Europa y Estados Unidos. Actualmente escribe para Revista de la Universidad de San Carlos, en el blog www.javierpayeras.blogspot.com y en la columna de opinión ‘El Intruso’, en el diario Siglo XXI en Guatemala. 47
Silvia Stornaiolo
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ndrés Caicedo personificó la insatisfacción y la provocación a cualquier forma de poder. Fue un grito de denuncia y resistencia. Su nombre le puso cara a una revolución literaria y fue una de las figuras fundamentales de la contracultura colombiana de la segunda mitad del siglo XX. Luis Andrés Caicedo Estela nació el 29 de septiembre de 1951, en Cali, donde transcurrió su vida. Fue el menor de cuatro hijos, y en su etapa escolar lo expulsaron de algunos colegios por ‘mala conducta’.
Su vida académica fue turbulenta e intermitente hasta que se graduó como bachiller del colegio Camacho Perea, en 1968. Desde muy temprano conoció y devoró la obra de Edgar Allan Poe, y le encantaban también los personajes de Lovecraft que llevaban el infierno adentro. Estos dos maestros de la literatura fantástica dejaron en Andrés el germen de la fatalidad, alimentado luego con su pasión por el cine de terror. Siendo muy joven escuchó a los Rolling Stones y el piano de Richy Rey y
variaciones
Andrés Caicedo personificó la insatisfacción y la provocación a cualquier forma de poder. Fue un grito de denuncia y resistencia. Su nombre le puso cara a una revolución literaria y fue una de las figuras fundamentales de la contracultura colombiana de la segunda mitad del siglo XX.
Bobby Cruz. Muy temprano se enfermó para siempre de una pasión desbordada. Sus amigos le decían ‘Pepito Metralla’, por estar siempre tecleando en su máquina de escribir; «Mientras esta máquina esté sonando me siento protegido como por una cortina de humo», escribió Andrés. En 1969 se inicia en el ejercicio de la crítica cinematográfica en los diarios El País, Occidente y El Pueblo; su relato Berenice es premiado en el concurso de cuento de la Universidad del Valle, mientras que Los dientes de Caperucita ocupa el segundo puesto en el Concurso Latinoamericano de Cuento. Dos años después funda el Cine-Club de Cali que atrajo a miles de personas. Entre 1971 y 1972 escribe varios relatos, guiones de cine y adaptaciones teatrales de varias obras y autores. En 1973 viaja a Estados Unidos para vender unos guiones del largometrajes que había escrito, pero su proyecto no tuvo éxito. En ese país empieza a escribir la que es
considerada por la crítica su mejor novela, ¡Qué viva la música! Su escritura es un antídoto, un escape de la angustia a su propio deterioro, su envejecimiento, como él lo llamaba. Al recordar su niñez despreocupada, señala la profunda tristeza que lo atormenta. Su adicción al ‘blues’ (válium) se haría incontrolable. Sus relaciones de pareja eran profundamente inestables; dos intentos de suicidio dejaban claro que esa vida conmocionada que llevaba se le escapaba de las manos. En 1974 aparece el primer número de Ojo al cine, revista que se convertiría en la más importante de Colombia en su género. También viaja nuevamente a Estados Unidos, esta vez para asistir a la Muestra Internacional de Cine. El 4 de marzo de 1977, Andrés se quedó dormido para siempre sobre su máquina de escribir. Se había tomado una sobredosis de somníferos y ponía fin a sus días; momentos antes recibió en su departamento un ejemplar de su primera novela ¡Qué viva la música!
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Maternidad Andrés Caicedo
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las vacaciones de quinto de bachillerato salimos con un saldo de muertos. «Es una verdadera tragedia terminar un año marcado por triunfo —la construcción de un nuevo pabellón deportivo, por ejemplo— con la desaparición de seis jóvenes que apenas despuntaban la que sería una brillante carrera», se lamentó el padre rector, en el discurso de clausura. Pepito Torres hizo un viaje repentino a Bogotá (faltó a un examen final) y dicen que vino a pie, devorando cuanto hongo mágico encontró a la vera del camino, y al llegar a Cali comenzó a dar escándalo público por la Sexta, lo agarraron dos policías sin avisar a sus papás, lo metieron en la radiopatrulla en donde murió como un perro, dándose contra las rejas, exhalando por boca y narices un polvito negro. Manolín Camacho y Alfredo Campos, los inseparables, se vola-
ron del colegio y fueron a pasar un viernes de tarde deportiva en el río Pance, hubo crecida, y a los dos días encontraron sus cuerpos ‘entrelazados’, pero el periódico no explicaba cómo. Tiempo después un campesino encontraría, entre las raíces de un carbonero a la orilla del río, una botella con un manuscrito de Alfredo, redactado compasivamente: «Vemos cómo crece el río. Es increíble. Es como si viniera a cobrar venganza por el pasado esplendoroso que le quitaron las modernas urbanizaciones. Pero ruge, recobra su poder. La idea se nos ha ocurrido a ambos. No seremos víctimas en vano. Mejorarán los tiempos. Cogidos de la mano caminamos hacia el río». Yo nunca pensé que las cosas mejorarían así no más. Un mes antes de exámenes finales Diego A. Castro (Castrico) salió con su hermano mayor, Julián, a la bocana
cuento del océano Pacífico. Le encantaba ese mar de agua, arena, cielo, selva y gentes negras. Ambos habían ganado medallas en intercolegiales, departamentales y nacionales de natación. No fueron a ninguna competencia internacional por el uso de las pepas. Así, podían nadar hasta la línea del horizonte, de allí alcanzar la línea que uno podría divisar si llegara al horizonte, y aun la otra. Pero no esa vez. A las pocas brazadas, Julián le resopló que se sentía muy mal, que se devolvía. Castrico, abstraído en sus movimientos parejos sobre las cresticas de cada ola, le dijo que bueno, y siguió nadando. Al regresar, feliz de su inmensa travesía, lo encontró en la playa, muerto, con el pescuezo inflado. Nadie sabe cómo regresó Castrico a Cali, pero ya se le había atravesado la existencia. Comenzó a buscarle pelea a todo el mundo, en especial a los más amigos de su hermano. Cargó puñal. Viajaba al campo y allá peleaba con machete y ruana envuelta. Lo encerraron en el manicomio y se voló del manicomio reclamando la presencia de su madre. No era más que ella le tuviera al lado su frasco de pepas y Castrico se quedaba calmado, acariciando las flores, jugando con los gatos. Salía a la Sexta una vez cada dos meses, y yo lo veía parado solo, hablando incoherencias sobre todas las mujeres, sonriendo. En la última pepera salió despavorido a buscar pelea, pero murió antes de que se la dieran: quedó como clavado en el suelo, gritó que se le abría el suelo y cayó muerto. Y van cinco. El sexto, Manolín Camacho, es el que más me duele. Mi compañero de pupitre. Solíamos caminar distraídos en los recreos, hablando de paisajes que nos imaginábamos en tres dimensiones de sólo mirar mapas. Nunca había probado ninguna droga, ni en las fiestas bebía. Sólo un sábado. Vaya a saber uno con quién se metió, quién lo invitó,
por qué‚ lo vieron recorriendo calles a la velocidad que iba, con la velocidad que iba, con la mirada desencajada, buscando qué, con la piel llena de huecos, insultando ancianas, pateando carros. Murió solo, en un baño cualquiera, esforzándose por vomitar lo que seguro se había tragado inocentemente y ahora le cercenaba el coxis, la próstata, el cerebelo. Le dieron una mezcla de analgésico para caballos y líquido de freno para aviones: «es una lástima, una serie así de muertes sin ningún sentido», decía el padre rector. Y yo, agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabía qué sentido había. Nos habían escogido como primeras víctimas de la decadencia de todo, pero yo no iba a llevar del bulto. «Haré mi afirmación de vida», pensaba, y no sonreí ni una sola de las seis veces que me llamaron para recibir diplomas de matemáticas, historia, religión, inglés, geografía y excelencia. Miraba a ese público compuesto por curas, alumnos y padres de familia, y recibía los aplausos con apretón de dientes. «Haré mi afirmación de vida». «¿Qué te pasaba?», me decían los compañeros, luego. «Como si no te gustara el éxito», y yo, a todos, silencio, y me negué a ir a la fiesta de curso que organizaba Mauricio Gamboa. A mi casa llegué en el carro de mis padres, entre sus cuerpos blandos. Ya me habían felicitado por tanto triunfo, y no se habló de más en el camino. Yo no me aburrí, pues llovió y
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Nadie sabe cómo regresó Castrico a Cali, pero ya se le había atravesado la existencia. Comenzó a buscarle pelea a todo el mundo, en especial a los más amigos de su hermano. Cargó puñal. Viajaba al campo y allá peleaba con machete y ruana envuelta. Lo encerraron en el manicomio y se voló del manicomio reclamando la presencia de su madre.
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me distraje imaginando que las gotas en el parabrisas eran gente, personitas con hombros y cabezas bien formadas, y venían las plumillas y chas, las barrían dejando minúsculas porciones de la primera gota, irrecuperable para siempre. Esa noche soñé con un viaje en tren por entre campos de mangos y trigo, y una muchacha rubia se me acercaba y nos volvíamos uno solo en la alborozada contemplación de esa feliz naturaleza. Luego el tren se metió a un túnel muy negro y desperté, demorándome en identificar como miedo o gozo el sentimiento con que empezaba ese nuevo día. Antes de almuerzo me llamó el mismo Mauricio a comunicarme que en la fiesta de anoche, una pelada, Patricia Simón, se había pegado la gran desilusionada ante mi ausencia, que era la mejor alumna de quinto del Sagrado Corazón y que quería, que se moría por conocerme. Yo le pregunté que entonces cómo. Él me indicó que en otra fiesta, esa misma noche. Yo accedí. Al llegar, no vi más que caras pálidas, poca amistosidad, puertas cerradas, prevención, horrible humo. Muy poca gente bailaba la música rock que yo jamás aprendí y que hace medio año ponía frenético a todo el mundo. Me alegró ver que los invitados se recostaban en las paredes y nada más oían, con el ánimo ido. Yo me paré en toda la mitad de la pista para no dar aires de vencido, hasta que del fondo, de bien al fondo de esa casa vino a mí una muchacha vestida de rosado y rubia, y haciendo mágico todo el trayecto hacia mí mientras sonreía. Se presentó: «Patricia Simón», muy tímida me dio la mano, yo se la apreté exageradamente para intimidarla aún más. «Eres muy inteligente», fue lo primero que me dijo cuando la conduje al patio, puesto que con el volumen de la música no podía oír sus lánguidas palabras de alabanza y devoción por mis cono-
cimientos del Imperio Romano, de la Cordillera Occidental Colombiana, del Misterio de la Transubstanciación. Se respiraba mejor en ese patio acosado por el color azul de la noche que perdía a cuantos jóvenes más allá de nosotros, acorralando —lo supe— a los que buscaban refugio en esa casa. Yo me sentí libre de la noche, de su muerte, superior a su extravío. Con mucha cautela le comenté a Patricia mis temores sobre la feroz época, y ella como si fuera su forma peculiar de explicarme que los compartía, me relató un sueño. Soñó que alguien muy amado le regalaba un pastel de fresas —su bocado predilecto— y al irlo a morder no había fresas sino gillettes, alfileres, etcétera, que se le incrustaron en las encías y le reemplazaron los dientes, de tal manera que quedó con alfileres en lugar de dientes. «Extraño», pensé, mirándola, pues sus dientes eran grandes, muy sanos, de encías duras. Ella alzaba la cabeza para mirar a mí o al cielo. Era pequeña, pero fuerte, de buenas espaldas y caderas, ojos azules y largas cejas. «Buena raza», pensé, y luego «Edelrasse», observando que tendría mínimo cuatro dedos de frente, rosada la piel. Resolví: «Le haré un hijo a esta mujer». El tiempo pasó en el sentido que quiso nuestro amor. De esa fiesta salimos cogidos de la mano, y empezamos a vernos todos los días, y yo le fui llenando la cabeza de cucarachas como Nietzsche y Rousseau, y por miles de argumentos la fui llevando a una conclusión sencilla: que la única manera de salvarnos sería trascendiendo en algo. Un día me salió con que le provocaría escribir versos, pero yo le espanté la idea como si fuese un enjambre de moscas: «La poesía es una profesión decadente», y ella me creyó. Y le ponía cara de moribundo siempre que la miraba a los ojos, y ella apuesto que pensaba: «Lo que haría para hacerte feliz», y en los ci-
nes me le pegaba mucho o suspiraba cada vez que había un pasaje de maternidad, y ella salía conmovida toda, aun sin decirme nada pero ya pensando en la idea de que la única manera de trascender sería quedando preñada y pariendo un hijo. Lo que la decidió fue precisamente la muerte de Ignacio Moreira, que tuvo una discusión con sus papás, subió corriendo las escaleras y se dio un tiro en la cabeza. Ella vivía al frente, conocía a Ignacio desde chiquito, oyó el disparo, el chapoteo: estuve, pues, de buenas. Conseguí que me prestaran la finca de la Carretera al Mar, lugar que yo había escogido para que se diera la concepción. Con nosotros subieron varios amigos, pero casi nunca nos mezclábamos. Los días amanecían oscuros y la niebla bajaba temprano, y ella se llenaba de
añoranzas y de melancolías, lo que, curiosamente, no le producía impavidez sino movimiento. Caminábamos horas, acercándonos cada vez más al filo de las montañas. Ella resistía el empinadísimo camino sin una queja. Mi día vino claro, de visibilidad profunda. Nos levantamos con el sol y empezamos a subir, dispuestos a llegar esta vez hasta la cumbre. Los guayabos y los lecheros viraban en múltiples tonos verdes a cada paso que ganábamos, y los pájaros cantaban «pichajué-pichajué», y todo eso me llegaba como puro presagio y signo de fertilidad. Hacia las dos de la tarde salvamos la última pendiente de piedras blancas y tuvimos, repentinísimamente, una enloquecedora visión del mar, a miles y miles de kilómetros. El frío de la montaña y el ardor que se
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contemplaba allá en el mar la llevó a abrazarme, y yo le respondí mejor que nunca. Descubrí sus senos con valentía, chupé su pelo, rasgué con su sangre el pasto yaraguá, pude sentir cómo sus complicadas entrañas se abrían para darle paso, cabina y fermento a mi espermatozoide sano y cabezón que daría con los años, testimonio de mi existencia. No creo que ella gozó. Nos casamos al escondido, toque muy aristocrático para familias como la suya y la mía. Fuimos el matrimonio más joven de la sociedad caleña y salimos mucho en el periódico y la gente nos miraba y nos hicieron muchas fiestas y nosotros respondíamos a todas con actitud calladita y mayor, reflexionando siempre. Con alegría entramos a sexto de bachillerato, comparando y acariciando nuestros libros de
texto. A los pocos meses engordó muchísimo y le vinieron los vómitos, así que no pudo volver al colegio y perdió sexto. Yo solamente falté a clase un día: el día en que después de cuatro horas de terquedad y mucho sufrimiento, dejó salir a mi hijo. Nació en un día lluvioso. No nos pusimos de acuerdo con el nombre, pero prevaleció mi opinión: lo llamé Augusto, que hace pensar en porte distinguido y en conciencia de victoria, siempre. Fui toda una celebridad en el colegio, padre a los 16 años. Ella no quiso hacer gimnasia y le quedó una barriga arrugada muy fea, y los senos se le hincharon como brevas y después se le cayeron. Recuerdo madrugadas en las que yo abría el ojo sólo para hallarme en la física gloria, despertado por el llanto de Augusto, y voltea-
Y le ponía cara de moribundo siempre que la miraba a los ojos, y ella apuesto que pensaba: «Lo que haría para hacerte feliz», y en los cines me le pegaba mucho o suspiraba cada vez que había un pasaje de maternidad, y ella salía conmovida toda, aun sin decirme nada pero ya pensando en la idea de que la única manera de trascender sería quedando preñada y pariendo un hijo.
ba a mirarla a ella, despierta desde hace muchas horas con la mirada perdida en el cielo raso, negándose siempre a contestarme en qué era que pensaba. Yo no insistí. Yo había previsto eso. No cuidó bien a nuestro hijo. No quiso tampoco volver al colegio. Le perdió interés a todo, se pasaba los días sin asearse ni asear la casa, mal sentada en una silla, presa de un vacío que supongo debe ser normal después de que uno ha estado lleno y redondo como una naranja ombligona. Yo no la toqué más. Ella tampoco se hubiera dejado. Al fin, un día salió de la casa, y se demoró en regresar. Hizo amistades nuevas, jóvenes más viejos que ella, y seguía saliendo. Pero falta no me hacía. Yo cumplía puntualmente con mis deberes escolares. Me levantaba temprano, le daba el tetero al niño, cambiaba pañales, barría, trapeaba. Al volver del colegio me la pasaba horas dejando que Augusto me apretara el dedo índice y contemplándole su pipí, lo único que sacó igualito a mí, porque todo lo demás, ojos, pelo y frente eran de ella. Cuando regresaba, nunca conversábamos. Se tiraba por ahí, sin dormir, o a oír música. Supe que
estaba metiéndose droga. Me importó un comino. Conseguí una hipodérmica desechable, con mi amigo Gómez un gramo de la mejor cocaína y una noche la esperé. Llegó muy tarde, cayéndose de la borrachera, bajando de todas las trabas. Yo la recibí, le sobé su cabecita hasta que se quedó dormida en mi pecho. Preparé la cocaína, tomé uno de sus brazos, cuando lo estiré y palpé sus buenas venas, abrió los ojos y me miró, perpleja. Yo le sonreí. Creo que le inyecté medio gramo, en empujaditas leves. Ella hizo caras y risitas y yo sentí celos: nunca se portó así con mis orgasmos. Luego se levantó y comenzó a saltar por toda la casa, puso el estéreo a todo volumen y a mí no me importó que despertara a Augusto. Yo reí con ella. Hace días que no la veo. Se fue a paseo creo que a San Agustín, con una manada de gringos. Espero que no vuelva, que se muera o que reciba allá su merecido. Yo he terminado sexto con todos los honores, leo cómics y espero con mi hijo una mejor época. (Tomado de: http://narrativabreve. om/2017/01/ cuento-andres-caicedo-maternidad.html)
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Antonio Ortuño
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i padre no es querido en el barrio. Los policías asoman por la casa cada lunes o martes y lo miran beber cerveza en el minúsculo cuadrado de cemento que antes fue jardín. Los vecinos no tienen un enrejado que los guarde pero nosotros sí. Mi padre bebe encaramado en un banquito sobre la misma calle, delito perseguido por aquí con severidad digna de crímenes mayores. Pero los policías no pueden cruzar el enrejado y detenerlo: se conforman con mirarlo beber. Nuestra relación tampoco es buena. Mi madre murió y yo debo hacer el trabajo de la casa. Él está educado para no tocar una escoba y yo, en cambio, parece que nací para manejarla. Cuando termino de barrer, sacudir, trapear y lavar baños y cocina (la ropa, jueves y lunes), debo vestir el overol y caminar a la fábrica. Fui una alumna tan destacada que conseguí empleo apenas pre-
senté mi solicitud, pero no tan buena como para obtener una beca y seguir. Trabajo en una línea de ensamble de las tres de la tarde a las diez de la noche, junto con veinte como yo, indistinguibles. Vistas desde arriba, a través de la ventanilla de la oficina de supervisión, debemos parecer incansables, las doscientas o trescientas que formamos las quince líneas fabriles simultáneas durante los diferentes turnos. Otra de mis fortunas (no me gusta quejarme: le dejo eso a los periódicos) es que mi camino de regreso resulta simple. Once calles en línea recta separan la casa de la fábrica. Algunas de mis compañeras, en cambio, deben abordar dos o tres autobuses y caminar por brechas enlodadas antes de darse por libres. Las calles cercanas a la fábrica fueron oscuras, pero ahora las iluminan largas filas de lámparas municipales. El patrullaje es permanente: durante el trayecto de
cuento once calles hasta mi puerta es posible contar hasta seis camionetas de agentes, dos en los asientos delanteros y cuatro detrás, arracimados en la caja, piernas colgantes y rifles al hombro. Los periódicos se quejan. Dicen que el barrio es una vergüenza y lo comparan con los suaves fraccionamientos del otro lado de la ciudad. Es cierto: aquí no hay bardas ni jardines. Nosotros tuvimos uno, diminuto, que ahora está sepultado bajo el cemento y que mi padre utiliza como estación de vigilancia mientras bebe. Mira pasar a la gente de día y por la noche, cuando nadie se atreve a salir, espera mi regreso. O eso creo. A veces no está cuando llego y solo aparece un rato después, botella en mano. Es cierto que existen peligros. Y no todos son mentiras de la prensa, como sostienen algunos. Muchas compañeras, no se ha podido saber con precisión cuántas, jamás vuelven a la fábrica. Algunas porque se cansan de la mala paga o la ruda labor, suponemos. Otras, porque las arrebatan de las calles cercanas. Dicho así, suena como esos artículos del periódico en los que se quejan de la aparición de otro y otro cuerpo. Los acompañan fotografías en donde las muertas parecen juguetes. Así debemos vernos todas: muñecas articuladas, acompañadas por la mascarilla de seguridad. A veces jugamos a ensamblar muñecas (acá la cabeza, los brazos, acá piernas y ropa) y a veces, como muñecas, somos desarmadas. No: la verdad es que ensamblamos circuitos y la línea de muñecas cerró hace años por falta de mercado. Pero recorté un artículo que lo asegura porque me gustó su forma de mentir. Como si tuviera algún sentido lo que sucede, como si fuéramos algo que pudiera ser descrito. El artículo fue publicado hace año y medio, por la época en que el patrullaje era mayor y las desapari-
ciones (y los hallazgos de cuerpos), más frecuentes. Ahora han disminuido, aunque sin desaparecer del todo. Como sucede con esas parejas que aún se meten mano de vez en cuando si él bebió o ella está aburrida. Eso leí en otro artículo, en una sección que en vez de cuerpos muertos luce los muy vivos de algunas mujeres hermosas. Lo que no soporto son los crucigramas. De todos modos no podría resolverlos, porque mi padre se precipita sobre cada periódico que llega a la casa. Los agota en minutos, sin tachones ni dudas. Como si los hubiera planeado, como si fuera capaz de que sus palabras cupieran en los cuadritos sin que importara su correspondencia con la verdad. Nunca me he detenido a revisárselos. No suelo pasear, sino que camino veloz y sin distracciones. No volteo si alguno de los policías, arriba de sus camionetas, llama. Algunas mujeres de la fábrica se hacen sus amigas y novias (es decir, se meten con ellos a los callejones y se deslizan sus miembros a la boca) en busca de escolta y protección, pero no tengo intenciones de revolcarme con uno ni necesito que me sigan hasta mi puerta. A mi padre no le gustaría verme llegar con un policía. Los periódicos se quejan de todo pero, como pasa con la gente habladora, llegan a referir cosas útiles. Por ejemplo, tengo acá un artículo en donde informan que la fábrica es un negocio tan malo que resulta inexplicable que su dueño la mantenga funcionando. No ha generado beneficios en ocho años y reporta pérdidas en todos los estados financieros. Incluso los recaudadores de impuestos se han vuelto laxos en sus revisiones, porque el dueño es amigo de un diputado y en el gobierno saben que esto no da dinero. Lo dejan en paz. Otro problema de este barrio «en situación extrema», leo, es que han muerto cinco policías en el año.
Es cierto que existen peligros. Y no todos son mentiras de la prensa, como sostienen algunos. Muchas compañeras, no se ha podido saber con precisión cuántas, jamás vuelven a la fábrica. Algunas porque se cansan de la mala paga o la ruda labor, suponemos. Otras, porque las arrebatan de las calles cercanas.
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El periódico, repitiendo los dichos del Ayuntamiento, propone que los agentes son abatidos por los mismos que secuestran y desechan los cuerpos de las compañeras. Pero cómo confiar en un diario que, luego de asestar esa información, secunda sin parpadear las imaginaciones del redactor encargado de los horóscopos. El mío, hoy, dice: «Te encontrarás inusualmente sintonizada con tu pareja, aprovecha para decirle eso que te incomoda».
Mi pareja, que no existe, tendría que ser paciente: trabajo de lunes a sábado y en la casa no termina la labor. Y a mi padre le disgustaría verme llegar de la mano con alguien. Sobre todo, me parece, si fuera un policía y tuviera que meterme con él a los callejones y chuparlo. Ahora me doy cuenta de que terminé diciéndole esto a nadie y en verdad me incomoda. Otro triunfo para el horóscopo.
II Salgo, de noche, con otras cincuenta. Somos relevadas por cincuenta más, idénticas. A pocas les conocemos la cara, porque debemos utilizar redes para el cabello y mascarillas de seguridad y no resulta cómodo quitarlas y ponerlas en su sitio cada vez, así que acostumbramos dejarlas allí, tapiándonos la vista. Hace tres días que el mismo agente, de pie en la esquina más alejada de la puerta, justo donde comienza el camino de regreso, me da las buenas noches. Es un tipo feo incluso entre los de su especie, pero procura mostrarse amable. Le sonrío sin responder; sé que por esa ventana mínima que abro, vuelve. Sus compañeros, las piernas colgando en la caja de una camioneta, se ríen. «No se te hace ni con la gata más pinche», le dijeron el segundo día. No pienses, policía, que lo de la gata me ofende. La camioneta acompaña mi regreso pero se detiene ante la última esquina. El agente feo, de pie en la caja, me identifica como la hija del borracho del enrejado. Vuelven a burlarse. Debe de haber pasado humillaciones peores: es realmente feo. Una muchacha nueva, apenas mayor que las otras, llega a la fábrica. Dice conocerme. Vive en una de las apretadas casas al otro lado de mi calle: ha visto a mi padre beber en su banquito desde que era pequeña. Lee los periódicos tanto como yo, aunque evita las noticias sobre el barrio y se concentra en las que ofrecen explicaciones para los problemas de cama de hombres, mujeres y gatas. No puedo creer que esos hijos de puta me dijeran gata en la cara, sin parpadear. Caminamos juntas de regreso, inevitablemente, como si la hubieran colocado en mi horario para obligarme a intimar. El policía feo
parece interesarse por la vecina cuando la descubre a mi lado. Se sonríen. La animo, en las jornadas de ensamblaje, a sostenerle la mirada y acercarse. Me esperanza la idea de que se gusten. Éxito: consigo librarme de mi compañera de ruta apenas se decide a conversar con el feo. Ella es linda, curiosamente linda, y ahora los compañeros del agente le gruñen, resentidos, en vez de burlarse. Yo no tengo ojos para ellos, solo para las calles que recorro cada día y noche. No me preocupan. Nunca me colaré a un callejón para lamer, agradecida, a un protector. Dice el horóscopo que debo cuidarme de murmuraciones. Y agrega, el diario, otro aviso: «En vista de que el número de crímenes en el área ha disminuido hasta cincuenta y nueve punto dos por ciento, se reducirá en la misma proporción el patrullaje policial». Que me expliquen cómo le descontarán el decimal, amigos. Si pudiera calcularlo, me digo, quizá habría conseguido la beca. Y ahora escribiría los horóscopos en el diario. Mi vecina aprovecha nuestra cercanía en la línea de ensamblado para narrarme sus manoseos y lameteos con el policía. Su fealdad parece entusiasmarla. La hace sentir deslumbrante. Incluso el periódico ha bendecido sus apetitos, porque en la sección con las fotografías de bellas desnudas recomiendan a las lectoras buscarse novios horrendos pero apasionados. Lo siguiente no debió ocurrir. Ella pudo quedarse con su hombre y permitirme caminar sola, pero en vez de ello se citó con él más tarde, en su casa, para presentarlo ante su familia, y me escoltó por las calles. Todo era perfecto, serían felices, él iba a pedir su cambio a un centro comercial y se alejaría de los peligros. Así que no le gusta el barrio, dije. A nadie, vecina, a nadie. Pues a la gata le gusta, pienso.
Una muchacha nueva, apenas mayor que las otras, llega a la fábrica. Dice conocerme. Vive en una de las apretadas casas al otro lado de mi calle: ha visto a mi padre beber en su banquito desde que era pequeña. Lee los periódicos tanto como yo, aunque evita las noticias sobre el barrio y se concentra en las que ofrecen explicaciones para los problemas de cama de hombres, mujeres y gatas
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Pero la camioneta sale detrás de una esquina a plena de luz y se detiene allí, al final de la calle. Negra, sin placa ni insignias, los vidrios levantados. Nos detenemos y sus faros nos esperan. Ella debe imaginarse rota, en una zanja, alejada para siempre de su amante feo, su overol de trabajo y hasta de mí. A nadie le gusta pensar eso. Me toma de un brazo, tiembla. Yo no padecería este miedo si estuviera sola. No volveré a caminar con esta pendeja, me digo. De la parálisis nos salva la luz de una torreta. Por la calle avanza una patrulla. La camioneta, lenta como nube, se marcha. Evito responderle al día siguiente, en la fábrica, cuando vuelve al tema. Le recomiendo que recurra a su novio y me deje volver sola, como sé, como me gusta. Se resiste. Dice, no sé con qué base,
que juntas corremos menos peligro. Tengo que echarla de aquí. Tu puto novio me dijo gata y quiso que se la mamara. Chingas a tu madre tú y él igual. Ni me hables, pendeja. Todo eso y la espanto lo suficiente como para alejarla. Al fin. Unos días después, veo a la distancia que le entregan una canasta de globos. Hay abrazos y algún aplauso. Se muda con el feo, se va de la fábrica. El alivio hace que las rodillas me tiemblen y mis muslos suden, como si la tibia orina de la niñez escurriera por ellos. El periódico, ladino, calcula que el número de policías en el barrio podría haber bajado no por la disminución de crímenes, sino al revés: los crímenes habrían bajado en la medida que lo hacía el número de policías. Me doy cuenta de que, asombrosamente, mi padre no concluyó el crucigrama esta vez. La re-
ceta del día: ensalada de pollo con salsa dulce. Luce deliciosa. La camioneta viene, lenta, hacia mí. En el mejor lugar posible para un asalto, a mitad del camino entre la fábrica y la casa, en un cruce de calles en donde nadie vive y subsisten pocos negocios, cerrados todos a esta hora. Me rebasa pero se detiene, aguardándome. Como no avanzo (para qué precipitarse), bajan dos hombres. Visten ropas de calle. Son el feo y un compañero, uno que quizá se reía más que los otros de esta pinche gata. Sus expresiones perfectamente serias. Nada de diversión, aquí. El rodillazo me dobla y la patada me derriba. No puedo oponerme, nada en los bolsillos de mi overol o mi pequeña mochila puede ser utilizado como defensa. Me jalan a la camioneta y debo pesarles en exceso, porque no es un movimiento limpio sino uno lastimoso y torpe el que hacemos en conjunto. Logro sujetarme de un poste para retenerlos. Es obvio que no saben hacer esto. Pero, claro, el experto está aquí. No lo ven, no lo esperan, pero el crujido que escucho mientras tironean mis pies y me patean las costi-
llas son sus botas y arma. Cierro los ojos porque me duele, porque no disfruto esto ni me divierte cuando sucede. Los tiros no son estruendo; apenas ecos acallados por la carne. Sudo. Me arde el estómago, mi boca se abre y jala aire, todo el aire. Me arrastro al poste y, contra él, consigo incorporarme. Náuseas. Me hicieron daño. El feo tiene el pecho destrozado y un agujero como una mano entre las ingles. Su compañero luce un boquete negro en el ojo derecho y las entrañas se le escapan del vientre. Tengo las fuerzas necesarias para escupirles a ambos, devolverles las patadas. El dolor en las costillas me perseguirá un mes. Escucho un jadeo. El feo vive aún, trata de escurrirse. Mira a la pinche gata, le digo, mírala. Vuelven a dispararle. Cierro los ojos. Una mano me toma del hombro, me obliga a volverme. Vámonos, pues, a la verga, dice. Sí, papá. Me contempla con aspereza. Volverán las patrullas. Lo sigo por calles vacías.
Antonio Ortuño (Guadalajara, México, 1976) Escritor, editor y periodista mexicano. Ha publicado las novelas El buscador de cabezas (2006), Recursos humanos (finalista del Premio Herralde de novela, 2007), Ánima (2011) y La fila india (2013), así como los libros de relatos El jardín japonés (2007) y La Señora Rojo (2010). En octubre de 2010 fue elegido por la revista británica Granta como uno de los mejores escritores jóvenes en lengua española, y la edición mexicana de la revista GQ lo eligió como escritor del año. Sus libros se han traducido al francés, al rumano y al italiano. 61
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uiados por la excelente edición de la correspondencia entre Alfonso Reyes y Valery Larbaud, preparada por Paulette Patout, advertimos cómo el escritor francés, a través de una carta, agradece a su entrañable amigo mexicano el envío del tercer tomo de Iglesias de México (seguramente la ambiciosa obra publicada en seis volúmenes entre 1924 y 1927, por Manuel Toussaint, Guillermo Kahlo —padre de Frida—, el Dr. Atl —pseudónimo de Gerardo Murillo— y José R. Benítez). En esta misiva, sin embargo, el párrafo que nos llamó la atención es el que menciona al doctor Pástor; Alfonso Reyes apostilló al margen de esta carta: «Buscar al doctor ese», ya que en ésta Larbaud le averiguó: «Me permito enviarle una carta destinada a uno de sus compatriotas de quien perdí la dirección, con el cual he dialogado acerca de una traducción. Quizás conozcan su dirección en la Legación. Él se llama D. César Pástor y fundó una revista que se llama Universitario (creo yo) y que se imprime en París»1; se trata de una curiosa confusión, ya que el autor de Fermina Márquez (1911), inexplicablemente endilgó la nacionalidad mexicana ‘al doctor ese’. El nombre en mención, en realidad correspondía a César A. Pástor, médico y publicista ecuatoriano nacido en Quito el 5 de abril de 1887, quien antes de partir del Ecuador —fue profesor de la Escuela de Artes y Oficios (19101913), del Colegio Mejía (19131917) y profesor sustituto de Fisiología de la Universidad Central del Ecuador (1916-1917)— colaboró asiduamente con textos líricos de marcada tendencia modernista, de escaso valor literario, en la revista quiteña Letras, fundada por Arturo Borja y dirigida por Isaac J. Barrera; también rindió su particular homenaje a las Escenas de la vida bohemia
disquisición de Henri Murger, ambientando en Quito algunas de esas ‘escenas’2. En noviembre de 1917 pasó a residir una temporada en la Península Ibérica, realizó estudios de Histología y Filosofía en la Universidad de Madrid bajo la dirección de Santiago Ramón y Cajal y José Ortega y Gasset, allí tuvo un gesto generoso con España, al obsequiar piezas arqueológicas ecuatorianas, de su propiedad, a la Real Academia de la Historia de España,3 el acto fue precedido de una disertación que la institución publicó en su revista;4 este suceso cultural tuvo eco en el Ecuador y Jacinto Jijón y Caamaño, Director de la Academia Nacional de Historia, dijo a propósito: El Sr. Dn. Alfonso Pástor ha enriquecido la literatura arqueológicoecuatoriana con una interesante disertación, leída en la Real Academia de la Historia de Madrid, en la que se ocupa de la arqueología de Imbabura, región del Ecuador, sobre la que más se ha escrito acerca de estas materias. El Dr. Pástor regaló para el Museo de la Academia una colección de cerámica prehistórica de Malchinguí, sobre la que versa la disertación y que le valió el ser elegido Correspondiente en Quito de esa docta Academia.5
Posteriormente Pástor se trasladó a París, lugar en donde ejerció su profesión de médico, aparte de ello por sus aficiones literarias creó y dirigió la revista trimestral en castellano Universitario, que apareció, entre 1924 y 1927, en la capital francesa. La acuciosa investigadora e hispanista francesa, Paulette Patout, una de las mayores conocedoras de la obra de Alfonso Reyes, detalla en su estudio que encontró solamente dos números de esta revista (el uno, de noviembre de 1924 y el otro, de abril de 1927, en l’Ecole de Méde-
cine y en la Bibliothèque Nationale, ambas en París); recibí fotocopias de dos números desde Quito en el 2002, gracias a la diligencia del escritor Efraín Villacís –el número 3 del año III de julio de 1926 y el 3 del año IV de julio de 1927– por gentileza de José Vera, bibliotecario del ‘Fondo Isaac J. Barrera’ de los Fondos Históricos del Banco Central del Ecuador, actualmente pertenecientes al Ministerio de Cultura, y finalmente tres que hallé en la Biblioteca Médiathèque Musée Quai Branly en París en 2012 (correspondientes a los números 1, 2 y 3, de abril, julio y octubre de 1925, respectivamente). La lectura de los números mencionados permite conocer el afán iberoamericanista que propone su director, a la par que convierte en un vehículo idóneo para conectar con la cultura francesa, recoge aquí homenajes a Ismael Enrique Arciniegas —reconocido diplomático, escritor y traductor colombiano—, a Alfonso Reyes, uno de las más importantes escritores en lengua española; a Armando Maribona –excelente caricaturista cubano–, Juan Montalvo, Manuel Ugarte, Ventura García Calderón o Max Jacob; en ellos recoge textos de Gabriela Mistral, Gonzalo Zaldumbide, Jules Supervielle, Miguel de Unamuno y Paul Valery; sobre todo Pástor orienta la publicación y distribuye a lo largo de ellas reseñas de obras literarias, históricas y científicas; comenta sobre personajes, reproduce documentos histórico-políticos, como la Circular que redactó el Libertador Simón Bolívar, ‘El Congreso anfictiónico de Panamá 1826’; recoge el ensayo ‘Este vicio impune, la lectura’ de Valery Larbaud o el capítulo inicial de las Catedrales de Francia de César E. Arroyo. Rastreando el epistolario entre los escritores César E. Arroyo y Benjamín Carrión, vemos que uno de los motivos de diálogo fue el
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do. Por esto me marché sin decirles adiós, saliendo aquella noche para Hauteville, con el objeto de visitar al doctor Pástor. Esperaba encontrarlo en peor estado, después de tantos meses de enfermedad; así es que mi consuelo fue grande al encontrarlo con buen aspecto y mejorando, aunque muy lentamente, muy lentamente. Pasé con él el domingo, charlando de tantas cosas. Él, como siempre, empeñado, ¿ha de creer?, en sacar otro número de Universitario. Después de todo, este es un hombre admirable y digno de todo nuestro aprecio y cariño. El domingo por la noche salí de Hauteville, llegando a Marsella el lunes a las seis de la mañana.8
César A. Pástor en París, septiembre de 1922.
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doctor Pástor y su revista, al menos en cuatro cartas entre 1926 y 1928, Arroyo ‘promociona’ Universitario, desde Marsella, el 26 de abril de 1926: «Nota importante: Para que nuestras relaciones continúen cordiales, me permito poner como condición, el que usted, sin pérdida de momento, se suscriba a Universitario. Espero con su próxima carta su contestación afirmativa. No admito dilaciones ni pretextos, y el único comprobante para mí es el recibo del ilustre director de esa publicación, de cuyos beneficios participo. Usted lo puede hacer perfectamente. Además, le agradeceré, como un favor personal».6
En cuanto se manifiesta la enfermedad del doctor, Arroyo le escribe al autor de Cartas al Ecuador, desde Marsella, el 9 de agosto de 1927: «Si vuelve a París, creo que no dejará de ver al doctor Pástor. Y esto le agradezco con el alma. Su enfermedad ha sido de veras grave, y creo que todavía no está fuera de peligro».7 Desde la misma Marsella, para el 10 de noviembre de 1927, Arroyo le escribió a Carrión: El sábado por la noche salí de París. No me despedí de Vasconcelos ni de su familia porque me daba mucha pena y hasta hubiera llora-
Y pocos días antes del deceso del médico, el autor de Retablo le escribió al ensayista lojano: «Cuando vaya a París, no deje de visitar al doctor Pástor y de hacer lo que pueda por él, está en el hospital de St. Joseph, 7. rue Pierre Larousse, Pavillon N.D.C.9 Se conservan cinco cartas, inéditas, de César A. Pástor a Benjamín Carrión, en las cuales Universitario es una constante; en la primera de ellas, de 1926, le dijo: «Agradeciéndole debidamente los elogios de la obra en que con tesonero afán me he puesto, solo y sin recursos, con la convicción de que cuantos adhieran a ella serán los que le darán la verdadera vida, hoy, al acusar recibo de su adhesión y suscripción, me es muy altamente honroso contarle entre los que queremos que el porvenir de América encuentre el ritmo de vida personal e independiente de su propio destino. Espero, pues, que usted será un apóstol de la obra y que a la contribución pecuniaria sobrepasará su colaboración y propaganda»; en una carta de 1927 le reitera la invitación a contribuir con escritos para publicarlos en su revista y le buscó editor en París para su primer libro
Creadores de la nueva América, obra que finalmente apareció en Madrid al año siguiente, 1928. En una de las últimas cartas —inédita— que Pástor escribió, desde Longines, correspondiente al 16 de enero de 1928, dirigida a Gerardo Chiriboga, en Nueva York, insistió: «El número de Universitario va a aparecer en estos días, excúseme de tal retardo dada mi situación», a más de participarle: «Ahora pienso regresar al Ecuador en cuanto pueda verme como capaz de un largo viaje. […]. En llegando pienso dar una serie de conferencias»; el médico, consciente de su delicado estado de salud le manifestó: «Por Antonio Pallares tuve noticias suyas, no sé si le ha escrito avisándole de mi enfermedad. En fin, fuera de peligro, ahora más que nunca creo que es necesario prepararse para un gran ataque, puesto que así es nuestro destino».10 Pese a los afanes del escritor, enfermo de pleuresía, ni el número anunciado de Universitario ni el viaje al Ecuador se cumplieron; después de largo padecimiento, Pástor falleció en Francia el 19 de mayo de 1928; Arroyo le dedicó una crónica necrológica, incluyéndolo en su artículo ‘Los malogrados’, América (Quito, mayo de
Rastreando el epistolario entre los escritores César E. Arroyo y Benjamín Carrión, vemos que uno de los motivos de diálogo fue el doctor Pástor y su revista, al menos en cuatro cartas entre 1926 y 1928, Arroyo ‘promociona’ Universitario, desde Marsella, el 26 de abril de 1926. 1929), en donde refiere nombres de escritores ecuatorianos que murieron, relativamente, a temprana edad. En el Archivo de Arroyo se conserva una fotografía-postal suya –de 1922– autografiada al destinatario, que incluimos aquí. En el número de julio-septiembre de 1928 de los Anales de la Universidad Central, apareció póstumamente el artículo de Pástor: «El doctor Dumarest jefe del sanatorio Mangini en Hauteville»; casi 60 años después, dos ensayos suyos los recogió Daniel Prieto Castillo en el volumen 24 de la Biblioteca Básica del Pensamiento Ecuatoriano, Pensamiento estético ecuatoriano (1986). De acuerdo con los datos, resultado de mis indagaciones, probablemente aparecieron en total 14 números de Universitario, el último sería el de julio de 1927;
al estilo clásico su director era su mayor colaborador, lo que se denomina ‘revista de autor’; de los cinco números que he podido revisar, su paginación varía entre 38 y 55. Sería muy conveniente ubicar los nueve números restantes para completar esta interesante y valiosa revista cultural ecuatoriana publicada en Francia, ya que es parte de nuestro patrimonio bibliográfico, es el legado que nos dejó César A. Pástor. Paradójicamente, tratándose de alguien que desde los espacios en donde se desenvolvió, promocionó al Ecuador, al resto de Hispanoamérica, a Francia, aún no le han concedido siquiera una mención en la historia de la literatura ecuatoriana, confío, con este artículo, enmendar mínimamente este descuido.
1 Transcribo la carta original íntegra: «París, 24 avril 1925. / Mon cher ami, / Encore une magnifique surprise (1)! Et on dirait que vous voulez me forcer à partir pour le Mexique pour voir toutes ces merveilles. Vraiment, je ne sais comment vous remercier. / Je me permets de vous envoyer une lettre destinée à un de vos compatriotes dont j’ai perdu l’adresse, et avec qui je suis en pourparlers pour une traduction. Peut-être connaît-on son adresse à la Légation. Il s’apelle D. César Pastor et a fondé une revue qui s’apelle Universitario (2) (je crois) et qui s’imprime à Paris. / Excusez-moi, et merci. / Bien amicalement à vous, / Valery Larbaud ». Paulette Patout. Valery Larbaud / Alfonso Reyes. Correspondance 1923-1952. Avant-propos de Marcel Bataillon, Introduction et notes de Paulette Patout, Paris, Marcel Didier, 1972, p. 36. 2 César A. Pástor. ‘Escenas murgerianas’. Letras. año 5. n. 43. Quito. oct.-nov. 1916. pp. 209-219. 3 La prensa española se pronunció a propósito del acto: “El joven ecuatoriano don César Alonso (sic) Pástor dio un brillante informe verbal sobre los vasos de barro precolombianos, procedentes del Ecuador, de que ha hecho espléndido donativo a la Academia [de la Historia]”. La Acción. Diario de la noche, año 3. n. 790. Madrid. 28 de abril de 1918. p. 2, y “el secretario accidental [leyó] otro [artículo], del joven ecuatoriano D. César Alonso (sic) Pastor, sobre los ‘Barros precolombianos del Ecuador’. La Época. Madrid. 12 de mayo de 1918. 4 César A. Pastor. ‘Barros precolombianos del Ecuador’. Boletín de la Real Academia de Historia, t. 72. n. 6. Madrid. jun. 1918. pp. 484-494.http://www. cervantesvirtual.com/obra-visor/barros-precolombianos-del-ecuador-0/html/00abadc2-82b2-11df-acc7-002185ce6064_2.html#I_0_ 5 Jacinto Jijón y Caamaño. ‘César Alfonso Pástor’. Boletín de la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos. n. 2. Quito. ago.-sep. 1918. pp. 185186. [Sección: Notas Bibliográficas]. En esta reseña Jijón, desde su experiencia, más amplia, aunque destaca los méritos patrióticos y de aficionado a la arqueología en la exposición de Pástor, no dejó de hacer una serie de precisiones, basado en las investigaciones alcanzadas hasta aquella época. 6 Gustavo Salazar. La voz cordial, correspondencia entre César E. Arroyo y Benjamín Carrión (1926-1932). Investigación, prólogo y notas de Gustavo Salazar. Quito, Alcaldía Metropolitana /Fondo de Salvamento del Patrimonio Cultural, 2007. pp. 45-46. (Colección Escritores de Quito, 1). 7 Gustavo Salazar. La voz cordial. (Op. cit. p. 56). 8 Gustavo Salazar. La voz cordial. (Op. cit. pp. 69-70). 9 Gustavo Salazar. La voz cordial. (Op. cit. p. 92). 10 En la última semana de agosto de 2006 en Quito, el señor Jorge Pástor, sobrino de César A. Pástor, me facilitó copia de esta carta para publicarla.
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ea usted. Si me permite, le podré explicar qué sucedió y cómo sucedió, y de ese modo quedaremos todos claros. Trataré de ser lo más breve posible porque imagino que tendrán otras cosas que hacer. Resulta que amo mi trabajo. Aunque algunos dicen que es un trabajo patético, a mí me parece de lo mejor que hay. En ocasiones hasta hay comida gratis.
Además, la tranquilidad de las noches cuando me toca hacer guardia nocturna se presta perfectamente para la lectura. Muchos libros ya he leído en ese lugar y por eso aprecio el trabajo. Es cierto que cuando me toca desechar algunas cosas o limpiar el área de trabajo, pues las cosas son diferentes, pero le digo, no me quejo. Andaba un día tranquilo en el turno nocturno con una
relato
noche profunda sobre mí, cuando escuché ruidos en el patio posterior. Aunque soy discreto, a veces mi curiosidad me lleva a ponerme en peligro, como quiera que sea, mi trabajo de guardia nocturno exige que me cerciore de lo que ocurre. Tomé mis instrumentos de vigilia y me dirigí, sin prisa, a investigar. Pude notar movimiento detrás de unas cajas y con mucho cuidado las
removí y allí me encontré con la siguiente escena. ¿Les dije que quería ser escritor, especialmente de guiones de cine? Una de las claves para tener éxito es postergar la revelación, ¿no cree? Bien, bien, continúo. Pues resulta que había seis gatos acompañados de su madre justo detrás de las cajas que mencioné. Los gatitos recién nacidos estaban acurrucados sobre los pechos de la madre. Ella, muy alerta de cualquier movimiento sospechoso que yo diera, para saltar en la defensa de sus crías. Esa noche por casualidad había llevado algo de leche para mi merienda nocturna. Un poco de leche caliente ayuda a aliviar los nervios y al menos a mí me mantiene despierto. Bueno, el caso es que busco la leche y la gata, muy precavida, poco a poco se acerca y toma. Mientras sus crías fueron pequeñas pude alimentarlas con leche durante todos mis turnos nocturnos. De hecho, en varias ocasiones me ofrecí para cubrir esos turnos funestos que nadie quería y así poder alimentar a mis amigos felinos. Algunos crecieron rápidamente y como estábamos en el centro de la ciudad, la gata madre empezó a tener problemas para proveerles alimento a todos. Como quiera, ella se las arreglaba para llegar con una rata o algún ave pequeña, pero esto no era suficiente. Yo seguí proveyendo mis dosis nocturnas de leche, pero las miradas hambrientas de los gatos poco a poco me afectaron. Los observaba con detenimiento. Había cuatro que eran muy rápidos y cuando llegaba la madre atacaban con furia la comida hasta saciarse, pero los otros dos quedaban algo rezagados. Esto comenzó a reflejarse en el tamaño de los gatos. Los primeros cuatro crecían muy aprisa mientras que los otros apenas rebasaban el tamaño que tenían al nacer. Cuando el primero de los pequeños murió, supe que tenía que hacer algo. Realmen-
El hombre realmente era exasperante en la frialdad de su empresa y hasta lo vi comiendo en el taller. Luego de terminar su trabajo, amontonaba los sobrantes, los colocaba en una caja que luego una compañía de desechos especializada se llevaba una vez cada dos semanas. Así que decidí tomarme unas libertades con el sobrante.
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Mi amigo sorprendido por mi interés me contestó que la nueva política de la compañía requería un nivel de limpieza más alto y se estaban haciendo rondas diarias para recoger los sobrantes. Me fui de allí frustrado. Qué desperdicio.
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te la combinación de muchas deudas y poco presupuesto ponía en jaque cualquier intento de comprarles comida. Estuve largas horas del día pensando cómo solucionar mi problema de una manera eficiente, y así fue como se me ocurrió el plan maestro. Cuando tenía turnos de día, siempre estaba cerca del área de procesamiento porque el técnico que allí trabajaba era uno de los pocos empleados divertidos que tenía el lugar. En muchos de mis ratos libres, cuando no alcanzaba el dinero para comer fuera o simplemente me saltaba el almuerzo, iba con él al taller, como le llamábamos, y lo veía trabajar. El hombre realmente era exasperante en la frialdad de su empresa y hasta lo vi comiendo en el taller. Luego de terminar su trabajo, amontonaba los sobrantes, los colocaba en una caja que luego una compañía de desechos especializada se llevaba una vez cada dos semanas. Así que decidí tomarme unas libertades con el sobrante. Sabía la fecha en que la compañía recogía los sobrantes y preparaba porciones en pequeños sacos para así garantizar que tendría para todo el tiempo. Eran desechados, así que no me pareció un crimen tomar un poco para que los pobres animales pudieran sobrevivir. Los miraba
mientras engullían los sobrantes, se veían tan felices de poder comer a sus anchas. Cada uno tenía una porción y ya no tenían que competir por la comida. En las semanas que siguieron los vi crecer con más fuerza. Podía jurar que hasta su pelo brillaba más. Una noche llegué a mi turno correspondiente y cuando fui a buscar los sacos de reserva, no estaban allí y en el taller tampoco quedaba nada. Esa noche mis pobres amigos sólo pudieron beber leche. Al otro día fue igual y como toda la semana me tocaba el turno de noche y a esa hora no había a quién preguntarle, decidí darme una vuelta de día por el local. Le pregunté a mi amigo del taller sobre la ruta de la compañía de desechos. Mi amigo sorprendido por mi interés me contestó que la nueva política de la compañía requería un nivel de limpieza más alto y se estaban haciendo rondas diarias para recoger los sobrantes. Me fui de allí frustrado. Qué desperdicio. Ni pensar que todas las sobras eran para las llamas, mientras que mis amigos se morían de hambre. Pasaron dos días en los cuales, además de leche, les pude llevar algunos sobrantes míos, pero yo comía tan
poco que no resultaba suficiente y terminaban peleándose de nuevo por la comida. Una tarde mientras los veía pelear por la escasa carne de algunos huesos que les había traído, se me ocurrió una idea, a mi entender genial. Mi amigo no terminaba su trabajo el mismo día porque algunos le tomaban más tiempo. Así que, utilicé destrezas aprendidas en películas de espionaje (bueno realmente tenía la llave) y logré entrar en el taller. Conocía el sitio muy bien y di con un trabajo a medias. Estaba muy frío por lo que tuve que utilizar las herramientas de mi amigo para extraer un pedazo. Calenté lo obtenido por mi esfuerzo en el microondas para removerle el frío y les serví porciones a todos mis amigos. Tuve mucho cuidado de limpiar bien los cuchillos de la cocina que utilicé porque mis jefes sabían que yo nunca usaba la cocina de noche. Mis amigos complaci-
dos saltaron como nunca y jugaron toda la noche junto a mi silla de vigía, mientras yo me deleitaba con sus juegos y alternando la lectura de Los hermanos Karamazov con la novela Vendaval de un tal Marcos. Seguí así por unas semanas hasta que un día cuando llegué al lugar, mi supervisor y mi amigo del taller me esperaban en la puerta. Luego de unas horas de preguntas les conté la verdad explicándoles la situación, pero ni aún al mostrarles lo saludables que estaban los gatitos pude apaciguar la furia de mi jefe. Llamó a la policía y me llevaron arrestado como si fuera un criminal. Y aquí estoy frente a usted, su Señoría. Le he dicho toda la verdad como quería hacerlo. Mi abogado anterior se rehusaba, por eso decidí hablar yo mismo y prescindir del estorbo de abogados. Sé que usted comprenderá. Sólo me queda una pregunta más, ¿quién cuidará mis gatitos si no regreso a la funeraria?
Hugo Ríos Cordero (Mayagüez, Puerto Rico, 1972) Estudió en la Universidad de Puerto Rico Recinto de Mayagüez, donde hizo su bachillerato en Literatura Comparada y también maestría en literatura en inglés trabajando como tesis La influencia de la literatura gótica en el realismo mágico. Posee una colección de treinta cuentos, Marcos sin retratos, donde se encuentran ‘En el nombre del padre’ (Premio Certamen de Cuento de El Nuevo Día 2002) y ‘Vestida de blanco’ (Primer Premio Juegos Florales de San Germán 2000). En 2006 publicó Al otro lado de tus párpados, una colección de poemas breves. Su más reciente libro, A lo lejos el cielo (2010), es también una colección de cuentos breves que combina el gótico urbano con un comentario social. En el aspecto académico recientemente terminó sus cursos sobre historia de cine en la Universidad de Rutgers. Trabaja en la Universidad de Cincinnati donde imparte cursos de cine, español e inglés. Actualmente termina su próxima colección de cuentos titulada Evangelios domésticos.
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la
Estudio para 4 am, acero inoxidable esmaltado al horno y piedra.
Santiago Rivadeneira Fotos: Patricio Herrera Crespo
«Quien dice lo que existe —γειτά έόυτα— siempre narra algo, y en esa narración, los hechos particulares pierden su carácter contingente y adquieren cierto significado humanamente captable» (Hannah Arendt).
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i pudiéramos admitir una ‘teoría de la sensibilidad’, como fundamento posible de la contingencia, es claro que el arte debería ser parte de una reflexión de nuestro tiempo y de nuestro momento, tanto en su significación como en su temporalidad. Y en ese mismo sentido es que Jesús Cobo ‘tematiza’ la contingencia desde la escultura, contando para ello con un recurso ‘asintótico’ que se mueve entre la acción y el pensamiento. Por eso hay que hablar de las cir-
cunstancias personales y culturales para una construcción del espacio de la contingencia, que también es el de la intuición, del reemplazo, del tiempo, de las pretensiones visibles de las formas, de la continuidad o de la indivisibilidad, de la encarnadura y de las tensiones entre lo nuevo y los hallazgos. El problema de la propia existencia contingente del artista no tiene que ver solamente con una pugna entre las esencias de las cosas y los adeudos teóricos de su pensa-
boceto miento. En el ámbito de ese discernimiento que nos ocupa, también debemos admitir —como planteó Aristóteles— que la contingencia se opone a la necesidad, si entendemos por necesidad lo que hace que las cosas ‘sucedan infaliblemente de una cierta manera y no de otra’. O, para decirlo de otro modo, libertad y soberanía no son dos cosas distintas cuando —como en el caso de Jesús Cobo— se inaugura el momento o el tiempo de la acción. Chunchi, la tierra natal de Jesús Cobo en la provincia de Chimborazo, fue el lugar de las leyendas, de los cuentos escuchados de niño, del paisaje agreste, de muchos contrastes. «Y eso para mí es importante —señala— porque siempre está presente como una fuerza que me mueve y alimenta. Y cuando dejo Chunchi hay un cambio fundamental en mi proceso, porque de esa serranía voy a la selva, a la confluencia de las provincias de Esme-
raldas, Imbabura y Carchi. Se llama Lita ese maravilloso pueblo. El trabajo de mi papá en los ferrocarriles me lleva a esta zona que está cerca de San Lorenzo. Éramos diez hermanos, yo soy el penúltimo». En Lita el niño se encuentra con la exuberancia y el verdor, alucinantes texturas de árboles, hojas y flores de muchos colores, y el río Mira que, generoso, traía, después de tanto ‘golpetear’ en las piedras, maderos ya tallados. «Yo iba a sus orillas —cuenta Jesús Cobo— y tomaba lo que a mi gusto poseía alguna significación. Tenía seis o siete años. Después mi madre los botaba o usaba como leña». Es en ese ‘tiempo humano’ de la acción donde se instala la obra de este creador-pensador ecuatoriano, cuando las formas son capaces de estar junto a las expectativas: la contingencia existe ahora cerca de la soledad y del advenimiento. Como en el Canto VIII de la Odi-
Proponerle al ser humano otra posibilidad de leer la realidad, eso es lo que hago. Porque el problema de la escultura no está en el sujeto sino en cómo representas a ese sujeto, con las formas que vas aportando, para releer e interpretar el mismo entorno.
Sirena, acero inoxidable patinado y granito.
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Minotauro, acero inoxidable y granito.
sea, Jesús Cobo se estremece cuando oye su propio relato. Entonces deja la contingencia y entra al suceso. La perpetuación de la memoria está ‘siendo entendida’ (valga el gerundio) como parte del material del que es extraída ya como un hecho necesario. El artista expresa lo que existe. Y los hechos dejan de ser particulares porque pierden su carácter contingente. Relato, narración o discurso pueden entenderse además como acontecimiento, forma y personaje. En ese vínculo ‘triádico’ Cobo es el ‘quien’ de su propia historia y el constructor también de un pensamiento que tiende a ir mucho más allá del simple ejercicio de recordar. Y este puede ser un punto clave para entender su obra. El ingrediente esencial de la memoria no son solo los hechos, sino además una forma específica de la acción que Cobo la perfecciona con su labor. Esa es la especificidad del trabajo que Jesús Cobo convierte en pasión, que se interrumpe o renace cuando se vuelve inédita o le advierte sobre el sentido de la libertad y la creación. De esa manera, son las acciones las que se ligan al pensamiento que cada vez inaugura los espacios nuevos e impredecibles que definen la moldura de sus expectativas y le concede un valor destacado a las contingencias. Jesús Cobo relata: «…con los niños afro e indígenas de nacionalidad awá comienza mi periplo dentro de la selva (que aún tiene para mí la fascinación de lo que se transforma continuamente). Con ellos aprendo lo que se podía comer o no, sus peligros, lo que se podía hacer y no hacer. Esa fue una experiencia maravillosa, aunque en ese río también casi muero accidentalmente. El torrente me arrastró y por instinto comencé a mover los brazos y ese sueño recurrente de estar ahogándome me acompañó durante mucho tiempo. En Lita viví
tres años. Después decidí volver y tomar el toro por los cuernos y me lancé al mismo río, al mismo sitio y de la misma piedra. Nadé el mismo trayecto y el sueño se acabó. Tenía ya más de treinta años». Y en vez de ver peligro en el agua y las piedras, ahora el artista comienza a advertir una posibilidad para la escultura: de ahí surge una serie que tituló Piedra Agua, que son las relaciones dialécticas entre el agua y la piedra, de quién modifica a quién. «Si el agua con su persistencia —su voz tiene ahora múltiples sonoridades— horada o modela la dura roca, o la roca con su presencia modifica el trayecto del agua. No sé, el agua tiene algo mágico, tanto así que siempre le he abordado y tratado como sujeto escultórico en varios momentos de mi proceso. Y a través de diferentes materiales: una vez en piedra, otra en acero inoxidable, otras en bronce, obviamente con diversas soluciones, según el momento y el material». Después de la experiencia de Lita viene la vida de colegio. El trabajo de su padre Francisco lleva a una parte de la familia por varios sitios, siempre asociados al ferrocarril. Llegan a Ibarra. «Y ahí a mi padre, pensando en el futuro y la posibilidad ocupacional —Cobo contrasta el juego de lo lejano y lo cercano—, se le ocurre que tengo que ir a un colegio de artes, sin averiguar si me gustaba o no. Él había conversado con algún subalterno que le dijo que una vez graduado en esa institución, yo podía tener un trabajo como profesor de dibujo en alguna escuela. Después —casualidades—, mi padre decide que mi madre me matricule en el colegio Daniel Reyes de San Antonio de Ibarra y me siento trasladado a un medio diferente, en donde al principio sentía que no tenía nada que hacer porque me encontré con compañeros que llevaban tres y
4 am, acero inoxidable y piedra.
hasta cuatro años de aprendizaje y práctica en todas las técnicas artísticas, me refiero a cerámica, dibujo, escultura, pintura. Obviamente que fue duro». Cobo hace una pausa orgánica larga. Pero también fue generoso el cambio porque en la biblioteca encontró algo sobre Van Gogh y se apasionó. Después pensó que fue una extraordinaria coincidencia que su padre le hubiera puesto allí. «Si bien es cierto que carecía de las herramientas y del oficio —dice— estaba en un mundo que me entusiasmaba. Lastimosa o ventajosamente duré dos años en ese colegio. Fui expulsado. Después de ese evento llegué a saber (por un muy querido amigo, Miguel Rodas, hermano del Washo —Washington— Rodas, a quien también expulsaron) que en la Universidad Central de Quito había un colegio de artes plásticas. Fue un cambio estupendo porque tuve como maestros a gente muy
Siempre trato de ensayar otras lecturas de esta realidad a la que creo conocer, de aquí viene cada nueva obra, de la duda de esa aparente realidad que desemboca en nuevas maneras de verla, sentirla e interpretarla plásticamente. 73
Cosmos, acero inoxidable y cerámica.
Y en vez de ver peligro en el agua y las piedras, ahora el artista comienza a advertir una posibilidad para la escultura: de ahí surge una serie que tituló Piedra Agua, que son las relaciones dialécticas entre el agua y la piedra, de quién modifica a quién. 74
querida, entrañable y muy respetable, cito algunos: Ulises Estrella, Leonardo Tejada, Guillermo Muriel, Nilo Yépez, Gerardo Astudillo, Patricio Gudiño, Galo Galecio, con quienes aprendí que el arte, antes que habilidad manual, era una expresión generada en el pensamiento. Aquí ya no era prohibido pensar; era obligatorio». Luego de graduarse, Jesús Cobo ingresa a la Facultad de Artes de la Universidad Central, «en donde —dice— también tengo gratísimas experiencias en cuanto a personas que marcaron mi rumbo, Edmundo Ribadeneira, Faik Hussein y César Bravomalo, quien hizo que me apasionara por la escultura, y gente mayor que estaba en cursos superiores, como Gonzalo Endara, al que observaba trabajar pacientemente sus gamas de colores, que posteriormente las vi ya estructuradas y aplicadas en sus cuadros». La contingencia está presente en nuestras vidas y de muchas maneras —le insisto.
Esa contingencia me llevó a elegir la escultura como destino de vida y posibilidad de expresión, necesidad que se concretaba ya sea a través de la escritura, porque intenté escribir ciertas cosas, la música o mediante el dibujo o la pintura. En el grabado estuve muchos años, después dejo todo eso y me voy definitivamente a la escultura. Encuentro que acá me siento muy a gusto. Cambiar de materiales para mí ha sido una experiencia única, pues he tenido que ponerle, a la nueva empresa, los cinco, los seis o los siete sentidos y descubrir, luego de la experiencia, que en la peripecia de la materia también hay posibilidades para mi discurso escultórico. ¿Hay un discurso escultórico, finalmente? Claro, porque me expreso a través de un sistema estructurado de formas, adaptando a mi necesidad lo que la materia me permite, entonces concibo lo que finalmente me va a representar porque yo lo
Pareja, acero inoxidable, acero al carbono con pintura.
hice y lo dije. Ese es el discurso como sistema estructurado. ¿Hasta cuándo? No lo sé, hasta que sienta la necesidad de cambiar, cuando sienta que corro el riesgo de repetirme y la escultura diga que hemos agotado las posibilidades de una materia y es el momento de migrar a otra. La otra cosa que me inquieta es lo que dijiste en relación a que ‘la materia tiene memoria’ y eso se vuelve concluyente cuando se asocia a la forma, por ejemplo… Sí, sostengo que la materia tiene memoria. Eso significa que todo lo que se puede hacer o lo que está hecho, es porque estaba en la memoria de la materia; ¿cómo descubro esa memoria? A través de la humana necesidad de comunicarme mediante la escultura que me lleva al juego y la experimentación, que a veces se estrella, se armoniza, se reencuentra o desencuentra en las posibilidades que la materia ofrece. Vengo de la escultura mediante la talla directa o sustracción, es de-
cir, la escultura en piedra, mármol o madera, donde uno va descubriendo la forma. Para esta muestra, como medio expresivo, dentro de la expresión multidimensional que practico, he adoptado la técnica de la ‘escultura por construcción’, donde literalmente encierro el vacío y ficticiamente estoy construyendo una forma, porque esa forma apenas está sitiando el vacío limitándolo por una lámina. Esto abre nuevas posibilidades para explicarme la escultura como lenguaje y para emprender otros proyectos, cada vez dueño de más herramientas y recursos, que se evidenciarán en las próximas obras. Ahora entramos a lo de la intuición y los hallazgos… Cuando estás buscando algo, lo vas a encontrar. En mi experiencia como escultor, cuando tengo un problema y no encuentro solución inmediata, es como si le diera al cerebro la misión de encontrarla; entonces este sigue procesando hasta que la confluencia de ciertas
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guaje, un discurso a través de la forma, esa es otra opción. El otro elemento-concepto que siempre mencionas es lo ‘nuevo’. Cuando veo que la obra comienza casi a autogenerarse y yo solamente soy un instrumento para que esta exista, entonces siento que soy un ejecutante de fina artesanía. Porque ya no tengo conflicto ni problemas, no dudo ni necesito pensar por dónde ir o qué debo hacer. Solamente cuando tengo un problema sé que estoy ante lo nuevo, que no está en mi campo de experiencia, que aún no lo he resuelto, y ahí está mi presencia como escultor para solucionar esa dificultad de esto que comienza a tener vida propia, a ser una forma creada que modifica la experiencia humana y que se llama escultura. Eso es lo nuevo.
Mecánico, acero inoxidable y granito.
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condiciones revelan lo deseado. Por ejemplo, los ‘toros’ que presento en esta muestra son el resultado de un trabajo continuo durante todo mi proceso de escultor. Te mostré obras iniciales, dentro de esta temática, toros realizados en cerámica, de carácter muy figurativo, en los que perseguía el estudio anatómico. Otros, estructurados y ejecutados en chatarra, unos cuántos posteriores tallados en mármol negro o lava y otros fundidos en bronce. En todos ellos la esencia toro es una constante que no se ha interrumpido y se evidencia —con la simplicidad perseguida en todo mi proceso— en el acero inoxidable. Allá, en el mármol —lo que decía Miguel Ángel ‘quito lo que sobra’—, la masa sigue ahí y la escultura está encerrada dentro de ese bloque. En el caso del bronce también utilizo procesos ficticios: mediante moldes traspaso
la forma a otro material. En el caso del acero inoxidable, el material es una plancha, es un plano. Y de ese plano creo la ilusión de solidez y volumen. Alguien decía: ‘solo se suprime lo que se reemplaza’. Yo no reemplazo el material. Escojo otros diferentes —a veces los uso en asociación con los ya conocidos—, encaro otras limitaciones y aprovecho también nuevas opciones expresivas. Hay múltiples posibilidades de lenguaje en cada uno de ellos. Su color, su textura, incluso la carga semiótica que cada cultura confiere a la materia. En ese caso, si yo quiero jugar a nivel semiótico con los valores conferidos por el acuerdo cultural a la materia, voy a incrementar su carga significante; pero si hago de la materia apenas un soporte para estructurar un len-
Hans ( Jean) Arp, el escultor, poeta y pintor franco alemán, decía, allá por 1955: «Amar al hombre no es reproducir su imagen en pintura y en escultura, como viene haciéndose desde hace siglos, sino permitir que el hombre realice su sueño como una planta su flor». Para mí, en mi proceso, no tiene sentido que haga más de lo que hice hasta anteayer, por más éxito —en cuanto a despertar inquietudes en el espectador o resultados comerciales— que haya tenido. Eso sería negarme la posibilidad de leer e interpretar la realidad de otras maneras y no usar mi espacio de libertad para proponer el arte desde mi condición de ser autónomo. Siempre trato de ensayar otras lecturas de esta realidad a la que creo conocer, de aquí viene cada nueva obra, de la duda de esa aparente realidad que desemboca en nuevas maneras de verla, sentirla e interpretarla plásticamente. Proponerle al ser humano otra posibilidad de leer la realidad, eso es lo que hago. Porque el proble-
Para mí, en mi proceso, no tiene sentido que haga más de lo que hice hasta anteayer, por más éxito —en cuanto a despertar inquietudes en el espectador o resultados comerciales— que haya tenido. Eso sería negarme la posibilidad de leer e interpretar la realidad de otras maneras y no usar mi espacio de libertad para proponer el arte desde mi condición de ser autónomo.
ma de la escultura no está en el sujeto sino en cómo representas a ese sujeto, con las formas que vas aportando, para releer e interpretar el mismo entorno. Entonces rompo conmigo mismo. Romper es una forma de decir, porque si sigo en el lenguaje multidimensional, es posible que retome los temas que ya he tratado, a veces buscando su elementalidad al extremo, como las obras Él o Ella, por ejemplo (que
son parte de esta muestra), o puedo escoger un tema como ‘Sirena’, por decir algo, título que puede ser una limitación para la interpretación de una forma creada, pues ponerle título a una escultura es el último acto arbitrario que puedo realizar en mi calidad de autor. Pero es lo que dice Arp, no es la representación del hombre, sino la nueva lectura de la realidad. ¡O libérate tú y encuentras otra explicación!
Playa, acero inoxidable.
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Jorge Basilago
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ioleta Parra nació enseñando dos dientes; así de infrecuente fue su llegada al mundo. Como si la vida le anticipara que todo lo que podría conseguir de ella debería arrancárselo a dentelladas de amor o rabia. Más tarde, su historia familiar, sus elecciones personales, sus canciones y la época que le tocó en suerte confirmaron el presagio: intuitiva y voraz, gozó, sufrió, cantó, escribió, bailó, investigó y viajó de esa manera. Rompiendo moldes y prejuicios con un hambre inagotable de hacer arte, de ser arte ella misma en cada sentido posible y sin ataduras. «Escribe como quieras, usa los ritmos como te salgan, destruye la métrica, libérate, grita en vez de cantar, sopla en la guitarra y tañe la corneta. La canción es un pájaro sin plan de vuelo que jamás volará en línea recta. Odia la matemática y ama los remolinos», le aconsejó alguna vez a su amigo, el compositor y escritor Patricio Manns.
Según el favor del viento Los remolinos fueron la única e impredecible constante para los hijos de Nicanor Parra y Clarisa Sandoval. Pobres y nómades como solo podía serlo una familia numerosa de padre docente y atado a los avatares políticos, jamás vivieron más de dos años en un mismo sitio. Entre una y otra mudanza, al tiempo que su descendencia aumentaba —Violeta, la tercera, nació en San Carlos Ñuble el 4 de octubre de 1917—, don Nicanor perdió su empleo para nunca recuperarlo y se entregó a la guitarra y la bebida. Su esposa, analfabeta y también cantora aficionada, tuvo que hacer malabares como costurera para sobrevivir malamente. Quizás por eso ambos intentaron evitar que sus pequeños tomaran el camino de la música o la poesía, aunque sin éxito: los ocho hermanos —tres mujeres y cinco varones— acabaron dedicándose al
partitura arte en una o varias formas. «Nací en una región pobre, pero donde se canta mucho. Se canta siempre, para los nacimientos, para los matrimonios, para la muerte, para las cosechas, para la vendimia. Entre nosotros, todo es canción», solía recordar Violeta, que desde muy niña rechazaba jugar con muñecas. Prefería tomar a escondidas la guitarra de su padre, que aprendió a tocar por su cuenta, apoyándola en el suelo mientras no pudo sostenerla en el regazo. Sin zapatos, con ropa de retazos cosida por su madre, a menudo sin comida sobre la mesa, con pocas visitas a la escuela, los hermanos Parra pasaron gran parte de su infancia dándose modos para ganar algunas monedas. «Teníamos la garganta y las manos. Eso era todo», supo evocar Hilda, la mayor de las mujeres. Armados de su ingenio, conseguían guitarras prestadas que con frecuencia ‘olvidaban’ devolver, fabricaban disfraces de papel cometa y recorrían calles y cantinas interpretando las canciones de moda. O se sumaban a los modestos circos itinerantes que visitaban la zona. Muy pronto, la pícara Violeta también comenzó a llevar un canasto grande junto con su instrumento: cuando no obtenía dinero, se las arreglaba siempre para llevarse algún pago en especies. Todo le sirve a quien no tiene nada. A los 15 años, los remolinos del destino y de su carácter se la llevaron a Santiago. Sin avisarle a nadie, una madrugada cualquiera, ‘La Viola’ (como la llamaban) tomó sus escasas pertenencias y se marchó tras su hermano mayor, Nicanor, estudiante en la capital. «No te preocupes, traigo mi guitarra y puedo mantenerme sola», dijo ante la sorpresa del futuro antipoeta, cuando logró encontrarlo. Buscaba nuevas oportunidades y estímulos, no limosna. Y eso, en aquel mundo machista y prejuicioso —¿muy
distinto del actual?—, sonaba a exigencia desmedida en boca de una adolescente con faldas.
¿Qué he sacado con quererte? Está claro que era una mujer inusual para su época, y sus relaciones con los hombres no hicieron más que confirmarlo. Independiente, inquieta, explosiva y ‘poco agraciada’ —según la injusta tiranía del canon de belleza occidental—, tuvo sin embargo varios amores que recorrieron el abanico de la frustración o el rechazo inicial al desencanto furioso, con todos los matices intermedios. «Hacíamos vida familiar y en general nos llevábamos bien, aunque de carácter era un poco violenta, siempre tuvo eso de salirse con la suya; en ese sentido era un poco dominante», aseguró su primer esposo, el ferroviario Luis Cereceda, con quien tuvo a sus hijos Isabel y Ángel. Aunque la vida de hogar que le proponía su compañero terminó por agobiarlos a ambos. A ella, porque no le interesaba ceñirse exclusivamente a esa rutina y dejar de lado la música; a él, porque el inútil esfuerzo para convencerla le indujo a pensar que no ‘llevaba los pantalones’ en su propia casa. «La única ventaja mía es que gracias a la guitarra dejé de pelar papas», admitió irónicamente Violeta. La pareja se separó en 1948, una década después de haberse conocido en El Tordo Azul, uno de los bares santiaguinos donde la cantora solía presentarse con su hermana Hilda. De su segundo matrimonio, con el tapicero Luis Arce, tuvo otras dos niñas: Carmen Luisa y Rosa Clara. Arce fue algo más comprensivo con las inclinaciones artísticas de su esposa y hasta formó parte de la compañía Estampas de América, que Violeta fundó y dirigió du-
Triunfaba por entonces un pintoresquismo vacío, inauténtico, de campesinos impecables, sonrientes y satisfechos cuando lo real era todo lo contrario. «¡Ay! Y cómo se le erizaba la piel a la Violeta cuando escuchaba cantar a Los Huasos Quincheros, estos impostores decía, estos huasitos del club de golf, de tarjeta postal».
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«…Entre nosotros, todo es canción», solía recordar Violeta, que desde muy niña rechazaba jugar con muñecas. Prefería tomar a escondidas la guitarra de su padre, que aprendió a tocar por su cuenta, apoyándola en el suelo mientras no pudo sostenerla en el regazo. 80
rante algún tiempo. Lo que acabó con esta unión fue una prolongada estadía de ella en Europa, invitada para participar del Festival de la Juventud de 1954, en Varsovia. De la capital polaca pasó a Viena, luego a la Unión Soviética y finalmente a París, donde los dos meses previstos se convirtieron en dos años. El golpe de (des)gracia fue la muerte de la pequeña Rosa Clara —que aún no había cumplido un año de vida y estaba al cuidado de Ángel— a causa de una bronconeumonía. Pero sin dudas el amor de su vida fue el clarinetista y quenista suizo Gilbert Favre. Intensa, apasionada, despareja —además de las diferencias culturales, Violeta era dieciocho años mayor—, la relación entre ambos fue de todo menos apacible. No le faltaron siquiera las feroces discusiones y los alejamientos de una y otro, seguidos por las habituales sospechas de infidelidad por parte de la artista. «Estuve muy enamorado de ella. El problema radicó en la convivencia, nos peleábamos mucho. Violeta era muy celosa», reconoció Favre. Un día de
tantos, a mediados de los años sesenta, la ruptura fue definitiva y ella quedó sola con su rabia, su amor y sus canciones.
Maldigo del alto cielo En realidad no estaba sola, tenía consigo la memoria sonora de todo un país, aunque pocas personas parecían valorarlo. También en eso Violeta Parra fue pionera y rompió los moldes: hasta su aparición, el folclor chileno no existía ante la consideración de su propia gente; porque también estaban ocultos los hombres y mujeres que mantenían vivo su canto y sus instrumentos tradicionales. Triunfaba por entonces un pintoresquismo vacío, inauténtico, de campesinos impecables, sonrientes y satisfechos cuando lo real era todo lo contrario. «¡Ay! Y cómo se le erizaba la piel a la Violeta cuando escuchaba cantar a Los Huasos Quincheros, estos impostores decía, estos huasitos del club de golf, de tarjeta postal», evocó alguna vez su hermana Hilda.
«Nací en una región pobre, pero donde se canta mucho. Se canta siempre, para los nacimientos, para los matrimonios, para la muerte, para las cosechas, para la vendimia. Entre nosotros, todo es canción». Si bien comenzó cantando y componiendo las canciones de moda —valses peruanos, rancheras mexicanas, tangos argentinos—, a poco andar comprobó que había todo un mundo más allá de ellas. Fue su hermano Nicanor quien la impulsó a recopilar canciones folclóricas y ella, siempre ávida de probarlo todo, salió al campo a buscarlas. Sin apoyo ni reconocimientos oficiales —fuera del simbólico premio Caupolicán como Mejor Folclorista de 1954—, caminó buena parte de su país escuchando a los ancianos, cantando con ellos, anotando cada tono e inflexión de la voz para salvar del olvido una cultura completa. «Me enojo con
medio mundo para salir adelante, porque todavía ni la décima parte de los chilenos reconocen su folclor. Tengo que andar batallando casi puerta por puerta o ventana por ventana, como si empezara recién», reflexionaba en esos días. «Yo recibí un impacto fuerte inmediatamente de que una cantante popular —una cantora, digamos— cantara ese tipo de cosas y que ese tipo de cosas pertenecieran al folclor de mi país, sin que yo jamás me hubiera percatado de ello», observó el musicólogo chileno Gastón Soublette. A mediados de los años cincuenta, Soublette era director de programas de Radio Chilena, donde Violeta tuvo un espacio al
que invitaba a las personas que conocía en su trabajo de recolección de canciones, para interpretarlas en conjunto. A finales de esa misma década, en un proyecto compartido con la Universidad de Concepción, fundó también el Museo de Arte Popular de esa ciudad. Luego volvió a Europa, a comienzos de los sesenta, donde grabó para el prestigioso sello Le Chant du Monde y editó el libro Poesía popular de los Andes, la única de sus obras impresa antes de su muerte. Pero en su maleta autodidacta cargaba además las artes plásticas: durante el reposo obligado por una hepatitis, en su viaje anterior había redescubierto la tapicería, el bordado, la pintura y las esculturas en alambre. Decidida, incapaz de rendirse, sin contacto alguno logró ser la primera latinoamericana en exponer sus obras en el Museo de Artes Decorativas del Louvre. «Cada una de sus arpilleras es una historia, un recuerdo o una protesta en imágenes», definió la curadora y directora de esa institución, Yvonne Brunhammer. De regreso a su tierra, todo aquello no le abrió demasiadas puertas. Su último gran proyecto, un centro cultural-folclórico llamado ‘La carpa de la Reina’, se apagó entre las dificultades de acceso a la zona donde estaba ubicado y la indiferencia de las autoridades, que jamás la apoyaron. Tuvo tiempo sin embargo para grabar un disco formidable, Las últimas composiciones, donde dio gracias a la vida antes de maldecir todo lo demás. «Violeta Parra explicó Chile al resto del mundo», la elogió Patricio Manns. Pero su país no supo verse reflejado en aquel espejo. Sola y frustrada por la incomprensión, con el alma violeta de amor y rabia, la cantora se quitó la vida a inicios de febrero de 1967. Entre la injusticia y la paradoja, a su funeral asistió mucha más gente que a sus actuaciones.
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L
a lluvia y el frío asolaron a la franciscana ciudad de Quito durante toda la semana. Sin embargo, el pacto de San Pedro y el Diablo permitió esa tregua del 19 de enero. Todo fue favorable para recibir alrededor de 260 simbólicos personajes que, entre cucos, diablos, mojigos monstuosos y ayas, dejarían su huella inevitablemente.
Diablos de Semana Santa de Alangasí La Mariscal y el Centro Histórico abrieron sus calles para conocer de cerca a los diablos de la parroquia de Santo Tomás de Alangasí, quienes imponentes y amenazantes arrastraron sus cadenas y con sus risas tenebrosas encabezaron lo que para muchos fue un desfile y para otros una marcha de respaldo a la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Estos diablos aparecen hace alrededor de 160 años y simbolizan todas las formas placenteras del pecado: gula, lujuria, avaricia, ebriedad, pereza, orgullo, soberbia. El grupo de Semana Santa de Alangasí está integrado por 24 hombres y hace su aparición cada año en la Semana Mayor, junto con otros personajes como cucuruchos, turbantes, soldados romanos, abanderados, santos varones y ángeles. Según Mauro Andrango, diablo de Alangasí, en el día de celebración «se toman las calles del pueblo mientras Jesús es maltratado, ultrajado y el sacerdote se encuentra en el sermón de las siete palabras. El día sábado, cuando los fieles se encuentran en la celebración de la resurrección, los disfrazados se toman la iglesia y asustan y tientan al público, al enseñar elementos eróticos, revistas pornográficas y dinero. En el momento
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Patricia Noriega Rivera*
* Mcs. en Antropología. Coordinadora del Primer Encuentro Nacional Etnográfico.
tradición
Diablo de Semana Santa de Alangasí
de la celebración en que se da a conocer la resurrección de Cristo, los diablos salen despavoridos para volver a ocultarse en las tinieblas». Luego, en la plaza revientan fuegos pirotécnicos y entre la humareda desaparecen. Un monigote del diablo, que es entregado a los priostes, es colgado en la Plaza Central y así ejecutado en el patíbulo. Todo esto sobre un altar que representa la última cena de Satanás y que está lleno de comida y bebida, platos tradicionales de la zona, donados por los habitantes.
Diablos de hojalata de Riobamba De igual manera, el público se contagió con la sonoridad de las bandas de pueblo, el pingullo y la cadencia de la sonaja de los diablos de hojalata de los grupos Puruhaes y Chasquis de la ciudad de Riobamba. Elegantes personajes ataviados con pantalón de casimir negro, chaqueta azul y roja, camisa y guantes blancos, zapatos negros de charol, cubiertos la cabeza con la tradicional trenza de cabuya y
En el momento de la celebración en que se da a conocer la resurrección de Cristo, los diablos salen despavoridos para volver a ocultarse en las tinieblas. Luego, en la plaza revientan fuegos pirotécnicos y entre la humareda desaparecen.
Diablos de hojalata de Riobamba
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pañuelos. Su mayor distintivo es la careta de diablo, elaborada en lata, además de la sonaja, el fuete, la tela para wanlla y el farol. Según Diego Arias, uno de los dirigentes del grupo Los Puruhaes, «este personaje aparece en la parroquia Yaruquíes en época del Inti Raymi; sin embargo, su peso en la ciudad de Riobamba se afianza con la celebración del Niño Rey de Reyes, de la familia Mendoza, desde 1797. Es uno de los principales acompañantes de los Pases del Niño de la ciudad». Dice la tradición que quien baila disfrazado de diablo de lata tendrá que bailar por siete años consecutivos, y al final de ellos, lo hará portando un farol del que se desprenderá una paloma blanca. Será entonces cuando podrá entregar la posta a sus hijos para que continúen con esta tradición. La música característica de la provincia estuvo delineada por el Rucu Chimborazo, María Manuela y la Chambeñita, interpretadas por el pingullero de Cacha y la banda del Municipio de Riobamba.
Diablos de Píllaro
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De repente, entre la multitud aparece el diablo de Píllaro, cuya fiesta, en el año 2009, fue considerada Patrimonio Inmaterial del Ecuador. Este personaje tiene un paso soberbio, irreverente, con la pelvis extendida hacia adelante y los brazos levantados con su fuete que desafiante provoca a los espectadores, al sonido de las melodías Soldado de Cristo y Píllaro viejo. Ellos son los diablos del Colectivo Minga, de la partida de Tunguipamba, quienes buscan mantener las prácticas de gestión comunitaria, así como las técnicas, diseños y uso de materiales para la elaboración de máscaras del Diablo. Desde la perspectiva de Néstor Bonilla, gestor cultural del Colec-
Diablos de Píllaro
tivo Minga, «este colectivo pone en escena a los personajes olvidados de la fiesta anteriormente denominada de ‘Los disfrazados’, así los boxeadores, el oso y el cazador, el chorizo o payaso, el capariche, la guaricha, y asigna un papel central a las parejas de línea. Estas acciones son ejercicios políticos que evidencian elementos de la memoria social, que han sido olvidados y actualizan esta práctica cultural en disputas y conflictos contemporáneos del patrimonio. La diablada correspondía a una toma simbólica por parte de ‘los barrios periféricos’, del centro de poder administrativo blanco– mestizo de la ciudad de Píllaro. Hoy ese conflicto se actualiza en la economía política del patrimonio y su relación con el turismo».
Diablo Aya Uma De igual manera, al sonido de San Juan surgen los diablouma del Instituto Tecnológico Internacional ITI. Este personaje fue conocido antiguamente por las comunidades indígenas como Aya Uma (cabeza de espíritu). Sin embargo, con la llegada de los españoles, y al considerar que todas las deidades espirituales indígenas eran negativas, lo cambian de nombre por diablouma, es decir, cabeza de diablo. El hombre que lleva esta distinción aparece en varias comunidades de los Andes ecuatorianos. Su máscara tiene dos caras, hacia los frentes, para evitar que el personaje dé la espalda al sol, en señal de respeto. Representan la dualidad, pero también la complementariedad; es decir, la paridad: el concepto de los opuestos complementarios. En las comunidades andinas, para que exista el bien, debe existir el mal, de igual manera el día y la noche, el frío y el calor, el hombre y la mujer, el sol y la luna. El taita yachak Alberto Taxo considera que
Diablos Aya Uma
«el diablo, en este caso, es la parte enterrada del ser humano, la parte que no se ve: la coquetería, la parte sexual, la parte pícara y divertida. Es absolutamente necesaria esta complementariedad para que exista la vida». Aparece en las festividades del Inti Raymi, fiesta de agradecimiento al sol por las cosechas. Su vestimenta está representada por pantalón, zamarro de piel de borrego o chivo, camisa blanca, descalzo o con alpargatas de soga o cabuya, una máscara con doble cara y un fuete que sirve para que abra paso en el baile. Este personaje puede ejecutar instrumentos de viento, como churos, flautas y rondines.
Estos diablos aparecen hace alrededor de 160 años y simbolizan todas las formas placenteras del pecado: gula, lujuria, avaricia, ebriedad, pereza, orgullo, soberbia.
Diablo de Cantuña Como dicen algunos relatos populares, «El diablo es quiteño». No hay más diablo que el que ha nacido en Quito. Producto de la imaginación popular, este personaje ha intervenido en la construcción de casi toda la historia de la ciudad, desde su fundación española.
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Diablo de Cantuña
El Primer Encuentro Nacional Etnográfico es uno de los más importantes eventos organizados por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, a través de su Museo Etnográfico, cuyo número de espectadores superó los 150.000.
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Estuvo presente en la fundación de la ciudad, en la construcción de casas, templos y atrios, en la inspiración de pintores y escultores que representaban el fuego del infierno en obras pertenecientes al barroco quiteño. Su presencia ha estado permanente en la conformación de leyendas fantásticas, de gallos que hablan, de calaveras que se mueven, de espíritus que aparecen a medianoche, de hombres y mujeres que desaparecen sin dejar rastro alguno, o simplemente en la picardía y ocurrencias de algunos ‘chullas quiteños’ que venden todo, sin tener nada. Según Pablo Rodríguez, coordinador del grupo Cultural Cantuña, «muchas veces la presencia del diablo, particularmente en Quito, fue ‘objeto necesario’ para resolver algunas situaciones políticas, territoriales, incluso hasta en procesos de adoctrinamiento; sin duda alguna, esta figura ha sido necesaria en diversas situaciones y ha ayudado a construir la ciudadanía que ahora, para bien o para mal, tenemos”.
El impresionante Diablo de Cantuña, el diablo quiteño, templado y astuto, también estuvo presente en este Encuentro Nacional Entográfico.
Cucos y diablos del Grupo Ensamble Otra propuesta urbana se afianza con el Ensamble Nacional de Danza. Ellos cumplen con una propuesta enmarcada en la antropología de la danza, basada en investigaciones sobre hechos, procesos que marcan el diario vivir de la sociedad y generan códigos dancísticos que rompen con el esquema de la cuadratura de la danza y proponen una visión contemporánea: los cucos y diablos. Según Elsa Gabriela Túquerres Guerrero:
Los cucos:
«En las noches, nuestros taitas reunían en las cascadas a todos los hijos de la tierra devastada por la
conquista, para seguir trasmitiendo la sabiduría cultivada por ancestros milenarios, esa que quisieron terminar a golpe y pólvora, poniendo a la cruz sobre el sol. Pero ellos han resistido, sobrepasando el tiempo».
Los diablos:
«Están vinculados con las almas de los ancestros. Comparten su conocimiento y sabiduría con los suyos. Con la figura del diablo llenan su espíritu de la fuerza de la naturaleza, a través del rito de la danza. En cada paso, cada movimiento, preparan su energía, su poder para direccionar y asimilar el mundo subterráneo. Clarificando su rol de guía en la comunidad, líder y guerrero poderoso, capaz de guiar en la oscuridad y reflexionar en la luz». «Entre cucos y diablos» reafirma el carácter del Ensamble Nacional de Danza, que se desenvuelve desde lo investigativo, lo literario, la música fusión y utiliza como lenguaje a la danza contemporánea. En esta propuesta aparecen personajes de varias culturas del país, como: La Tunda, Aya–Yachak, Kitwa, Tintín, Yumbo, Etsa, Animero, Diablo, Danzante, Huacay Siqui, Carishina y el Payaso.
Los mojigos de Jujan Para cerrar la travesía, aparece un diablo a caballo, que, a decir de Santiago Medrano, «pone en su lugar a hacendados y capataces déspotas y explotadores». Ellos representan al litoral ecuatoriano y provienen del cantón Jujan, provincia del Guayas. Cuenta la leyenda que en el año de 1930, el fundador de Jujan, don José Domingo Delgado, organizó el primer baile de los mojigos, en agosto, el mes de su patrono San Agustín. Y desde entonces, esta costumbre se ha mantenido vigente. En esta comparsa, el diablo es el principal personaje y reparte confites y caramelos. Seguido de
Cucos y diablos del Grupo Ensamble
éste, centenares de jóvenes tanto mujeres como hombres, con coloridos disfraces, danzan por las calles principales de la ciudad acompañados de la banda de músicos. Todos estos particulares personajes paralizaron la ciudad capital para abrir su camino. Se tomaron las plazas y parque principales del Centro Histórico de Quito (Plaza de Santo Domingo, Plaza de San Francisco, Plaza de la Independencia y Plaza del Teatro) y La Mariscal (Parque Gabriela Mistral, Plaza el Quinde, Plaza de los Presidentes); sin embargo su paso no quedó ahí, también se reunieron en la Sala Alfredo Pareja de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, para conversar sobre su origen mítico y festi-
vo dentro de cada cuidad y cantón. Nos permitieron conocer más de la importancia cultural y simbólica de su personaje. Además, en el Teatro Nacional, ante más de 2.000 personas, pusieron en escena coreografías y su participación fue impecable. El Primer Encuentro Nacional Etnográfico es uno de los más importantes eventos organizados por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, a través de su Museo Etnográfico, cuyo número de espectadores superó los 150.000. Que este encuentro tenga una secuencia y nos permita conocer, año tras año, el Patrimonio Inmaterial del Ecuador, para así reapropiarnos de nuestras tradiciones y raíces y afianzar la identidad ecuatoriana.
Los mojigos de Jujan
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Juan Romero Vinueza
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n B2 existe una experimentación con el lenguaje muy diferente a la que habías realizado en tus pasados libros: me refiero específicamente a Eloy Alfaro Híper Star (2001), Felipe Guamán Poma de Ayala (2002) o Pi (2010). ¿Crees que este poemario es la evolución de tu poética? Más de dos décadas en la creación de poesía y creo que sólo soy un aficionado que ama la literatura, que vive por ella y que ha tenido mucha suerte con la vida. Como dice Cortázar, creo que uno nunca termina de realizar la obra. Quien se crea el verdadero escritor o poeta que lance la primera piedra (risas). Sin embargo para mí hay un altísimo sentido de responsabilidad y rigor para con el texto literario. Creo que cada uno de mis libros ha sido diferente no solamente en cuanto al lenguaje sino también con respecto a la concepción y elaboración. Vuelo sí, pero tengo los pies bien puestos en la tierra. Sobre Eloy Alfaro Híper Star, hace poco pude comprobar, como un acto de legitimación, que los poemojis, que tanto deslumbran ahora a los chicos, fueron una tarea que yo ya la había realizado hace 14 años (puse fotos del libro en redes sociales) desde el planteamiento del Big crunch y la humanización literaria de Eloy Alfaro en el espectro de la poesía hispanoamericana. Felipe Guamán Poma de Ayala siempre me trae alegrías. Ha caminado muy lejos, hasta Europa. Fue un compromiso cuasi moral que partió del reconocimiento de mi apellido y el del cronista de indias. Pi tuvo dos ediciones al mismo tiempo. Es un ejercicio de inteligencia y de creatividad al proponer emular la proeza de Guayasamín en su pintura/puzzle de piezas Los mutilados (más de 2’900.000 formas de ser un solo cuadro) desde la inventiva literaria. También trabajó una suerte de teorema sobre el laberinto de espejos para recuperar la figura de Luigi Stornaiolo (pienso que la crítica debería ponerle mayor atención a este texto). B2 necesariamente, como vos dices, presenta una evolución en mi poética, sintetiza mi anhelo por ser distinto y nuevo. En él recae mi compromiso ecuménico y mi afán experimental extremo que han sido una constante en mi obra.
magnetófono
Paúl Puma
En esta obra existe una reinvención de las palabras, un juego con ellas. Se muestra la incorporación de otro tipo de lenguajes, tales como el informático, matemático, geométrico e incluso el de la conversación coloquial y mundana. ¿Cómo lograste conjugar todos esos lenguajes, aparentemente aislados, en un solo poema? La palabra conjugar es fundamental. Los metalenguajes y la intertextualidad me sirven para generar «un universo propio a cuestas», tal como menciona el antropólogo y gran lector de poesía Víctor Vimos. Al conjugar me arrimo a la noción de una re-elaboración (singularísima lectura) del lenguaje poético al integrar nuevos tejidos literarios que interactúan con el objeto de trasladar un sentido en el lector, pero también me divierto, gozo (esa debería ser la función primordial del escritor más que la pretensión de ganar premios o figurar en la farándula literaria). Mis libros han sido para mi deleite (es egoísta, sí) y luego para compartirlos con el que quisiese (ahí he perdido el egoísmo).
La recompensa ha sido conocer a mucha gente que yo no conocía para abrirnos a las diferentes interpretaciones: ciudadanos comunes, artistas o escritores como Jorgenrique Adoum o Marco Antonio Rodríguez o Euler Granda o Saramago o Federico Andahazi. El amor, como tópico, ha sido muy utilizado en la poesía. En este texto existe la relación amorosa y la voz poética le canta. Bettina es a quien va dirigido este canto que es una reinvención épica y, al mismo tiempo, antipoética. ¿Cómo realizar un texto poético que hable del amor y que no caiga en el famoso y cursi cliché? Luego de la lectura viva de Mischa (2012) en la Casa de la Cultura Ecuatoriana hace algunos años, Alexis Naranjo me recomendaba que siga esa línea, parece que inconscientemente le hice caso: es un poema de matiz conversacional/ amoroso/ sofisticado en los lenguajes postmodernos que emplea la segunda persona, es decir tiene algunas de las características de B2. La poesía conversacional de Juan Gelman (mírese Carta a mi madre)
o la del propio Julio Cortázar (Aquí Alejandra: carta a Alejandra Pizarnik) contiene una suerte de cantos cotidianos que no caducarán por su belleza y su adentramiento en el espíritu humano (estoy pensando, por ejemplo, en Las desventuras del joven Werther, no es poesía propiamente dicha pero la encierra y el amor es su brillante preciado. Pienso en Bécquer, en Víctor Hugo, en Chateaubriand detrás de la misma consigna señalada). Sin embargo, el amor se abre a otras expresiones, no hay movimiento que lo contenga o niegue. Se puede encontrar amor en Los cantos del Maldoror así como en un poema de Luis Eduardo García: Dos estudios a partir de la descomposición de Marcus Rothkowitz o en Cromosoma de Juan José Rodinás. El canto al amor está presente desde la épica, antipoética o contrapoética, yo diría literalmente ‘sub-poética’. El personaje de Mischa evoca a una mujer, una sola y fallida vez. B2 evoca una mujer dos veces fallidas que interactúan como una (dos variantes de un mismo grito, aullido). No hay respuesta. El personaje-voz poética ‘queda colgado’ en una sola vía de ansiedad y
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comunicación parcial: no hay completitud, la soledad es un manantial isotópico.
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Las dos Bettinas que se presentan son diferentes, al igual que las dos partes en las que has dividido el poema. La primera Bettina está inscrita toda en negrita; la otra solamente su inicial lleva negrita: la letra B, que juega con otras palabras que igualmente inician con B: Brutalidad, Bocanada, Báculo, Bocel, Borboteo, Borda, Bettósfera, Borne, Borrasca, Borrón, Bosquejo, Babel, Botica, entre otras. ¿Por qué dos y por qué Bettina? ¿Por qué mostrar una relación cacofónica con otras palabras? Bettina es esa especie de abreviatura a la que se llega por medio del uso y la cotidianidad familiar. El personaje del poema (narraciónpoema, poema-narrativo) la llama Alberta, Albertica, Albertina hasta llamarla Bettina. Ella lo bettinea loca, lo bettinea construye desde su presencia/ausencia. Me sirvo de la tipografía (el subrayado en negrita para diferenciar a dos poemas que quieren ser algo así como un díptico de una sola empresa poética), Bettina y Bettina se desprenden y se complementan en un juego por
conocer qué poema sobrepasa al otro en potencia y viceversa, qué historia es más contundente que la otra. Mira, el libro es una suerte de puzzle de dos piezas que se complementa de manera interdependiente. Las dos Bettinas constituyen un solo poema y por eso están cercadas por el papel, el orden y el libro único (le dejo al lector la experiencia). Es un ejercicio de inteligencia pues se autocompleta con un personaje y su drama, de esa manera se esboza como una historia. Trabajé un par de años como profesor de guión y conocí diversas maneras de armar un texto-plataforma para un filme. Me sirvo del caos (nuestro caos idiosincrático, ecuatoriano si quieres, ese del que yo no me puedo desligar) para generar y regenerar un lenguaje que contenga una o varias vidas. La de un negro que debe migrar obligatoriamente desde Esmeraldas a la urbe quiteña o la de su mujer que dejó de serlo porque el negro ya no la pudo sostener económicamente: falta de trabajo, explotación, timo al que están acostumbrados nuestros compatriotas que a veces deben realizar los más inverosímiles oficios y tareas o trabajar para luego nunca ser recompensados económicamente. ¿Qué le pasa a un ciudadano que no trabaja? ¿De qué manera se lo inutiliza? ¿Por qué no hay protección para él? Esas son algunas de las cuestiones que me planteo en mi poema. Luego construyo mi texto como un testimonio plural y lo concibo como un acto, como un escupitajo, si quieres, al poder inaudito y ensordecedor de esos gobiernos que casi terminan con este país y que se mandaron a mudar a otras playas con nuestro dinero. En cuanto a la crisis de la comunicación y la gestualidad en la época actual. ¿Es un poema orientado hacia la incapacidad de comunicación mediante esta nue-
va red-social-humana? ¿Acaso la creación de avatares o perfiles engañan a la verdadera comunicación con el otro, como se muestra en B2? Vivimos un tiempo difícil para la comunicación humana. Nuestra incapacidad para comunicarnos implica el engaño de la imagen. En las redes sociales (creo que ni el propio Mark Zuckerberg imaginó de qué manera iba a transformar al mundo la idea de una red social. Siempre pregunto a mis alumnos cuántos amigos reales tienen. O cuántas veces han subido a su muro las instantáneas de los fracasos o tristezas) todo se oculta, se distorsiona, se disimula. Tiendo a pensar que la comunicación del siglo XIX era más eficaz en cuanto a proporcionar verdadera intimidad (comunicacional) entre los emisores y receptores (una carta escrita a mano repleta de pasión). La rapidez del mundo virtual es un falso reflejo de eficacia. No hay vuelta atrás. Creo que estas preocupaciones se muestran de manera explícita e implícita en mi libro. La voz poética que dice «no puedo hallar la vida sin vos» o «ya soy un paria sin tu amor», nos menciona que ha caído en un abismo, perdido en una ciudad en la que ya no se encuentra. Ese abandono, ¿es también un abandono de sí mismo, el abandono de un lenguaje, de una poética? Únicamente el abandono de un personaje (mis poemas son largos sistemas narrativos) que antes fue humano y ahora está recuperado en el sujeto poético de un escritor de mediana edad como yo que quiere escribir lo que vive con la mayor autenticidad que le permita su incapacidad para escribir (creo que el reconocimiento de las limitaciones para escribir hacen del escritor un artista auténtico). El abandono de sí es factible en relación al perso-
naje: el negro. No hay abandono de un lenguaje (hay una fuerte conciencia que decide todo en la invención), tampoco de una poética (dicha conciencia se erige a partir de la premeditación). Es un poemario que mantiene ‘notas al pie’ en las que se hacen comentarios sobre la falta de empleo y las crisis familiares del país. Sin embargo, también se emiten críticas sobre la labor del artista en un mundo neoliberal y sobre la falsa visión de quienes son considerados artistas en Ecuador (cantantes de música chicha y presentadores de TV). ¿El valor del artista y del arte ha sido banalizado por esta nueva manera de comunicación? ¿Qué ecuatoriano no ha sido desempleado alguna vez en este país? Esa es la pregunta que me hago en el libro. Y podrán responder millares de personas que han sido maniatadas en el contexto de una oligarquía neoliberal ecuatoriana (en la que se ubica B2) fraguada en el latrocinio, el usufructo humano y el beneficio de sus influencias. El país que vio cómo sus gobernantes fugaron a otras playas a disfrutar lo ‘ganado’. Yo mismo viví el desempleo y decidí dedicarme a escribir este libro, B2, cuando me hallaba en ese limbo del que no es sujeto económicamente activo. Sobre el tema artístico: en algunas encuestas se les pregunta a los ecuatorianos cuáles son los artistas más representativos del país y refieren a los cantantes de música chichera o de los medios faranduleros. Cuándo se enteró este país de la muerte de Jorgenrique Adoum, de la vida de Bolívar Echeverría, de la muerte de Miguel Donoso Pareja, de la vida de Francisco Granizo Ribadeneira, de la vida de Ubaldo Gil, de la reciente muerte de Ana María Iza, de tantos otros escritores o verdaderos artistas anónimos
que han iluminado a este país con su pensamiento y arte. Este pueblo no valora a sus verdaderos representantes, prefiere dejarse llevar de la ignorancia y el esnob que superestima a los autores inconscientes de estúpidas canciones de pésima elaboración o politiqueros o payasos que fungen de periodistas o críticos culturales en programas sensacionalistas que no saben otra cosa que meterse con las intimidades de la gente. Es una pena. El poema está entendido como un caos, pero dentro de ese caos, existe un orden lúdico —que también es lúcido—. ¿B2 es una metáfora de la visión de la poesía de Paúl Puma como un caos lúdico? Me afilio a la noción de ese gran crítico que tiene el país, Raúl Serrano Sánchez, cuando piensa en esa aliteración: lucidez-lúdica. Alguna vez un amigo me deseó lucidez, creo que es lo más interesante que me han deseado. Sin lucidez el ser humano jamás podrá bajar a los infiernos y retornar con un brillante en la mano, jamás podrá internarse en una pesadilla y volver con un bien fáctico como la idea para re-crear esa misma pesadilla o un sueño. En relación a lo lúdico: en algún lugar leí que el juego es la consecución de la eternidad. Los niños juegan, por eso son tan creativos: es un lugar común pero es cierto. Ellos se descargan de prejuicios a la hora de beber de la fuente de la creación. Al final coincido contigo: B2 es una metáfora de la visión de la poesía de Paúl Puma como un caos lúdico, salvo que en esta ocasión literaria ya no soy un médium. Ya no me dejo llevar de otros espíritus. Los miro a cierta distancia y luego los re-creo con cierta conciencia. El caos fue solo disrupción (abertura brusca de un circuito eléctrico) al inicio, ahora es disrupción y también un cable a tierra.
La palabra conjugar es fundamental. Los metalenguajes y la intertextualidad me sirven para generar «un universo propio a cuestas», tal como menciona el antropólogo y gran lector de poesía Víctor Vimos. Al conjugar me arrimo a la noción de una re-elaboración (singularísima lectura) del lenguaje poético al integrar nuevos tejidos literarios que interactúan con el objeto de trasladar un sentido en el lector, pero también me divierto, gozo. 91
Patricio Herrera Crespo
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l ‘amigo y pastor’ del Ecuador, Alberto Luna Tobar, dejó la vida terrenal el 7 de febrero de 2017. El hombre y sacerdote que pregonaba y practicaba amar y perdonar al prójimo, proclamar la verdad sobre la mentira, luchar por la justicia frente a las arbitrariedades y la opresión. Un vacío enorme dejó su partida entre la gente del pueblo, los campesinos y los niños a los que tanto amó. Monseñor Luis Alberto Luna Tobar, OCD, nació en Quito el 15 de diciembre de 1923. Ingresó en la Orden de Carmelitas Descalzos, en la que fue ordenado sacerdote, en Burgos, en 1946. Realizó estudios de Filosofía y Teología en varios centros universitarios de Europa, y se graduó de licenciado en Burgos y Oviedo, respectivamente. Con sus trabajos académicos, iniciados entonces y mantenidos a lo largo de muchos años, llegó a ser considerado uno de los principales especialistas en el mundo sobre la mística española, especialmente San Juan de la Cruz. Entre 1954 y 1969 fue profesor de Psiquiatría Jurídica, Moral Profesional y Doctrina Social de
la Iglesia. De 1971 a 1973 ejerció como profesor de Análisis de la Intimidad, en Teresianum, Roma. Desempeñó varias funciones pastorales y educacionales en Quito y Roma y en 1977 se posesionó como Obispo Auxiliar del Cardenal Muñoz Vega, y desde 1981 ejerció como Arzobispo de Cuenca hasta el 2000. De 1982 a 1987 fue asesor de la Sagrada Congregación de Religiosos en Roma. Posteriormente fue designado Arzobispo de Cuenca, en donde desplegó con enorme impacto sus dotes de pastor y hombre público; realizó una labor muy importante que llegó a los sectores más pobres de la provincia del Azuay. La constitución de equipos de trabajo, comunidades de base y en general su acción pastoral renovadora y su actitud ecuménica tuvieron profunda influencia en todo el país y en los medios eclesiales de América Latina. Académico de la Lengua Ecuatoriana (agosto de 1972) y miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua (abril de 1985), fue miembro de honor de varias organizaciones y doctor Ho-
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«Hace mucho tiempo que no trato de investigar misterios, porque son demasiado claras las realidades que aporta la vida a cualquier conciencia. Entre esas realidades, nada me ha apoyado más en mi vida de trabajo pastoral que la sabiduría de los más sencillos, tan cargada de luminosa transparencia y tan rica de novedades sorprendentes».
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noris Causa de la Universidad Alfredo Pérez Guerrero, Universidad Andina y otras universidades. Es autor de las obras Estética del éxtasis, Las siete palabras de Cristo en la cruz, Breve historia de una obra inmensa, Enfermedad mental y Vida de gracia, Autoanálisis y vida interior, El evangelio que me evangelizó, Estudios y discursos académicos. «Más allá de sus funciones eclesiásticas, monseñor Luna se constituyó en una figura destacada en la defensa de los derechos humanos. Por más de una década, sin vinculación político-partidaria, pero con un decidido compromiso con los pobres y los perseguidos, lideró las más intensas campañas por la consolidación de la democracia en el país y en el continente. »Realizó una importante labor desde las columnas periodísticas y presidió numerosas reuniones nacionales e internacionales dedicadas a la protección de los derechos humanos y la promoción de la justicia y la paz. De manera especial, debe subrayarse el esfuerzo que realizó en la promoción de un acercamiento de los pueblos del Ecuador y el Perú en un ambiente de paz. Su voz autorizada coadyuvó a la aceptación social en nuestro país de un arreglo de paz que tenemos ahora el desafío de conservar y desarrollar. »La acción de Luis Alberto Luna Tobar ha sido un signo de consecuencia con los principios de
hermandad y solidaridad que han animado las mejores luchas por la unidad e integración latinoamericanas, y se ha expresado también en la reflexión sobre la universidad ecuatoriana y el desarrollo de un pensamiento auténtico y humanista desde la enseñanza superior. Su vida ha estado inspirada por el amor y guiada por el conocimiento, como sentencia Bertrand Russell. »No se puede perder de vista, en toda la trayectoria de monseñor Luna Tobar, que ser cristiano es sobre todo permanecer fiel a mandamientos exigentes en extremo: amar y perdonar al prójimo, inclusive al enemigo, setenta veces siete si es necesario; proclamar la verdad por sobre el bullicio que la mentira construye; luchar por la justicia frente a las arbitrariedades y a la opresión. Mandamientos que al sacerdote y al obispo le exigen, en mayor grado todavía, identificarse con los más necesitados, con los perseguidos, con los humillados y ofendidos, con los presos y torturados, con quienes sienten todos los días cómo sus derechos más elementales son vulnerados, son pisoteados. Y sentirse y saberse hermano de todos ellos, y sufrir con ellos y alegrarse con ellos. Y hacerlo sin exclusiones, sin subterfugios, sin condiciones. Hablando siempre claro y alto, sin temores ni cálculos.» ¿Quién es Alberto Luna Tobar?, se le preguntó un día. «Soy creyen-
te —dijo él—. Dialogo mucho con ese Alguien que hace comunidad con todos. Alguna vez le discuto altanero y otras veces humildemente callo. No me queda más. Hace mucho tiempo que no trato de investigar misterios, porque son demasiado claras las realidades que aporta la vida a cualquier conciencia. Entre esas realidades, nada me ha apoyado más en mi vida de trabajo pastoral que la sabiduría de los más sencillos, tan cargada de luminosa transparencia y tan rica de novedades sorprendentes. Pero siempre regreso a mi silencio investigador y me pregunto en dónde está la luz de esta cultura sabia, de esta simple sabiduría, tan culta». Conocí a monseñor Luna en Cuenca en el año 2006, cuando con Jorge Enríquez Páez, rector, y Raúl Pérez Torres, director de Cultura de la Universidad Alfredo Pérez Guerrero, le solicitamos su autorización para publicar un libro de ensayos en la Colección Educación y Libertad. Así lo hicimos y editamos su obra Desde el evangelio a la comunidad, iniciándose una relación fraterna y fructífera que se estrechó aún más cuando la Universidad le concedió el doctorado Honoris Causa. Hoy, cuando nos inunda la tristeza por su partida, esta se compensa con su palabra y ejemplo que nos acompañará toda la vida. (Fuentes: Desde el evangelio a la comunidad y
Estudios y discursos académicos).
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5 4 1 El novicio Luis Alberto, religioso carmelita descalzo en Soria España en 1938. 2 Luis Alberto Luna Tobar recibiendo el doctorado Honoris Causa de la Universidad Alfredo Pérez Guerrero, de parte del rector Dr. Jorge Enríquez Páez. A la izquiera Raúl Pérez Torres, Director Cultural de la UNAP. 3 En la ordenación episcopal de Gonzalo López Marañón, Obispo de Sucumbíos, con Leonidas Proaño Villalba. 4 Retirado pero incansable en su misión. Las canas enmarcan su rostro alegre y optimista. Cuenca 2004. 5 Con Pablo VI, en Castelgandolfo, en agosto de 1978, dos días antes de la muerte del Papa. 6 Con el papa Juan Pablo II en Roma en 1998.
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l Premio Nacional de Artes Mariano Aguilera es un proyecto del Municipio del Distrito Metropolitano de Quito y la Secretaría de Cultura, desarrollado por la Fundación Museos de la Ciudad, a través del Centro de Arte Contemporáneo. El 13 de diciembre de 2016 se abrió una nueva convocatoria a nivel nacional, que estará vigente hasta el 28 de abril de 2017. El premio incentiva las prácticas artísticas de mediana y larga trayectoria, así como nuevas propuestas de desarrollo de la escena artística local. El premio tiene dos modalidades:
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• Organizaciones y colectivos de arte que tengan una trayectoria mínima de dos años. • Revistas y proyectos editoriales que realicen publicaciones periódicas sobre arte o cultura, impresas o virtuales, que tengan una trayectoria mínima de dos años • ONG dedicadas a estudios o investigaciones artísticas o sobre arte contemporáneo, con una trayectoria mínima de dos años. • Especialistas en arte contemporáneo, con experiencia mínima de cinco años (investigadores, curadores, críticos de arte, artistas).
Premio Mariano Aguilera a la Trayectoria Artística
Premio Nuevo Mariano Aguilera (becas para proyectos de arte contemporáneo)
Consiste en un reconocimiento económico de USD 20.000,00 y la producción de una exposición antológica en el Centro de Arte Contemporáneo de Quito. Está dirigido a artistas visuales ecuatorianos(as) mayores de 40 años, con una trayectoria profesional sostenida y de aporte de la escena artística nacional. Las candidaturas podrán ser presentadas por: • Instituciones culturales públicas o privadas. • Instituciones de Educación Superior públicas o privadas. • Espacios culturales o artísticos independientes, que tengan una trayectoria mínima de dos años. • Galerías de arte que tengan una trayectoria mínima de dos años.
Este premio consiste en diez becas, de USD 10.000,00 cada una, para la realización de proyectos artísticos en cinco categorías: creación artística, investigación, curaduría, nuevas pedagogías del arte, y edición y publicación. Los proyectos podrán ser presentados por: • Personas de nacionalidad ecuatoriana residentes en el país, o extranjeros residentes en el país durante los últimos cuatro años. • Personas naturales que desarrollen prácticas artísticas visuales, sonoras, performáticas, investigación, curaduría, crítica, pedagogías del arte, edición de publicaciones culturales, entre otras, vinculadas al arte contem-
invitación
poráneo, de forma individual o colectiva, sin límite de edad. • En caso de que los proponentes constituyan un colectivo, se deberá designar a un(a) responsable del proyecto, como proponente en representación. • Sólo se podrá participar con un proyecto, en una de las categorías presentadas. Se convoca a la presentación de proyectos de arte contemporáneo en las siguientes categorías: 1.- Creación artística: Se incentivará propuestas de producción y/o montaje de obras y/o procesos artísticos visuales, sonoros y performáticos. Los proyectos pueden plantear diálogos hacia otras disciplinas como las artes escénicas, la música, la literatura y el cine. Los proyectos pueden consistir en propuestas nuevas o fases nuevas, dentro de propuestas en proceso. 2.- Investigación: Se incentivará proyectos que investiguen procesos y prácticas locales de creación en artes visuales, sonoras, performáticas, de carácter individual, colectivo y/o comunitario, que constituyan un aporte al pensamiento sobre arte contemporáneo del Ecuador. Los proyectos pueden
provenir desde la historia del arte, la pedagogía del arte, los estudios culturales, los estudios latinoamericanos, la sociología del arte, la antropología visual, entre otros que estén vinculados al estudio sobre arte contemporáneo. Pueden constituir proyectos de investigación interdisciplinaria o proyectos de investigación a través de las artes. 3.- Curaduría: Se incentivará proyectos de curaduría en espacios no convencionales (por ejemplo, centros comunitarios, espacio público, centros educativos, intervenciones in situ, bibliotecas, plataformas digitales, entre otros) que desarrollen reflexiones críticas y contenidos pedagógicos sobre procesos de creación, investigación, circulación, enseñanza y/o archivo de arte contemporáneo. Estos procesos podrán provenir de las artes visuales, sonoras, performáticas y/o comunitarias, y podrán plantearse en diálogo con otras disciplinas como las artes escénicas, la música, literatura y cine. Deberá adjuntarse un oficio de disponibilidad y/o permiso de uso del espacio seleccionado. 4.- Nuevas pedagogías del arte: Se incentivará proyectos pe-
dagógicos que planteen procesos y metodologías innovadoras de enseñanza-aprendizaje para grupos y/o comunidades, a través de medios y herramientas provenientes del campo de las artes visuales, sonoras y/o performáticas. Los proyectos deberán enmarcarse dentro del campo de la enseñanza no formal. Deberán tener una fase previa de desarrollo, en la cual se haya levantado un diagnóstico de la situación a trabajar, es decir, se deberá contar con una experiencia anterior que sustente la actual propuesta. 5.- Edición y Publicación: Se incentivará proyectos de edición y publicación de contenidos sobre arte contemporáneo, que planteen nuevas formas de circulación de procesos artísticos visuales, sonoros, performáticos y/o comunitarios. Podrán consistir en: Publicación impresa, Página web de artista o colectivo y Propuesta editorial online o aplicación web. Para obtener mayor información: Sitio web: http://www.premiomarianoaguilera.gob.ec Teléfono de contacto: 3946990 ext 1011, 1026 Mail: premiomarianoaguilera@gmail.com
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ineastas, estudiantes de cine o carreras afines, y otros interesados en la escritura del relato audiovisual con manifiesta vocación, tuvieron durante cinco días, del 20 al 24 de febrero pasado, la oportunidad de aprender de las experiencias del narrador, guionista de cine, periodista y docente cubano Senel Paz, quien llegó a la Casa de la Cultura Ecuatoriana en Quito, invitado por la Cinemateca Nacional, para dictar un taller de guión, a fin de que esos personajes que permanecen ocultos en el imaginario de los participantes tengan voz y den a luz historias. Ecuador tiene cada vez mejores condiciones de aprovechar al máximo las historias y personajes que surgen de su gente, calles, plazas, y que despiertan el alma creadora de los asistentes al taller ‘Estrategias para crear un guion cinematográfico’, señalaba Senel Paz en su presentación, pero durante sus conferencias, el reto fue entender lo que contempla la
creación y escritura de una historia para cine y preparar a los asistentes con los recursos literarios y cinematográficos fundamentales que ayudan a construir un guión. Escuchar lo que el personaje concebido por cada uno quiere decir y plasmarlo en un guión que haga del escritor un ser transmisor de emociones de forma creativa, era el objetivo, para lo cual se dialogó sobre las cualidades del personaje, sus motivaciones, la capacidad de acción, los aspectos que le afectan y que hacen el hilo conductor de una trama. Conocido por su libro El lobo, el bosque y el hombre nuevo, que inspiró y fue convertido en una de las mejores películas cubanas, Fresa y chocolate, Senel Paz inspiró a «buscar buena historia». A través de temas como la diferencia entre la narración y la representación, la morfología del guión, la idea, la imaginación y la investigación. Basado en las películas por él escritas y otras que marcan un
ejemplo perfecto de lo que es escribir un guión, el cineasta cubano explicó acerca de la acción dramática, las fuerzas antagónicas que reviven y pueden cambiar el rumbo del protagonista y, sobre todo, de los arcos dramáticos que mantienen el interés del espectador en una película. Otros temas analizados fueron las tramas y subtramas, la necesidad de dividir en secuencias la película y tomar en cuenta el tiempo y espacio de ésta; se aprendió de
Senel Paz en el taller ‘Estrategias para crear un guión cinematográfico’.
guión la estructura clásica y las variaciones que se pueden introducir en la forma de escritura del guionista, el valor de los silencios para resaltar la actuación de nuestros personajes, y cuánto contribuye un buen decorado, una toma adecuada como elementos narrativos. Senel Paz es autor de varios libros de literatura en los géneros cuento, novela y teatro. Entre sus obras principales se pueden citar: El niño aquel, Un rey en el jardín, El
lobo, el bosque y el hombre nuevo, En el cielo con diamantes. Sus relatos se han publicado en numerosas revistas y antologías cubanas y extrajeras y han sido objeto de adaptación radial, teatral, televisiva y cinematográfica en diversos países. Entre sus películas destacan las cubanas: Una novia para David, Adorables mentiras y Fresa y chocolate; y las españolas Cosas que dejé en La Habana (1997), Malena es un nombre de tango y Una rosa
de Francia (2005). Ha sido coguionista o colaborador o asesor de numerosos guiones cubanos y extranjeros. Su trabajo para cine ha merecido múltiples premios nacionales y extranjeros, y ha sido objeto de homenajes y retrospectivas en varios países. Este sembrador de nuevos guionistas creó la cátedra de Guión de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños y fue profesor de esta escuela por varios años.
Dos premios Juan Rulfo: un encuentro, un libro
Wilma Granda, Senel Paz, Raúl Perez Torres.
Dos premios Juan Rulfo concedidos por Radio Francia Internacional, dos escritores, dos cuentos y un libro pueden resumir el encuentro de Raúl Pérez Torres y Senel Paz en Quito, con motivo de la realización del taller: ‘Estrategias para crear un guión cinematográfico’, realizado en esta ciudad por la Cinemateca Nacional de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Senel Paz (Cuba) recibió el premio en 1990 con su cuento El lobo, el bosque y el hombre nuevo, que fue llevado a la pantalla con el título de Fresa y chocolate, película seleccionada para un Óscar en la categoría de mejor película latinoamericana. Raúl Pérez Torres (Ecuador) recibió el premio en 1994 con su cuento Solo cenizas hallarás, que también recibió el premio Julio Cortázar de España, y que ha sido llevado al teatro. Este encuentro provocó la reedición de un libro con los dos cuentos en una edición que cuenta con ilustraciones del pintor argentino Ismael Olabarrieta, recientemente fallecido. Los libros fueron distribuidos a los asistentes del taller.
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García Moreno, el santo del patíbulo Autor: Benjamín Carrión Género: Biografía Colección: Esenciales Editorial: CCE Año: 2016
Selección poética Autor: César Dávila Andrade Género: Poesía Colección: Esenciales Editorial: CCE Año: 2016
Un pianista entre la niebla Autor: Raúl Serrano Sánchez Género: Novela Editorial: CCE Año: 2016
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«Esta vez, Carrión ‘canonizó’ a su personaje con una ironía corrosiva que alude a los esfuerzos de ciertos sectores por iniciar la causa de canonización del tirano. Se trata de una extensa y minuciosa biografía libremente contada, siguiendo el curso de las más célebres biografías que se deben a los ‘…escritores garcianos honestos y, a su manera, imparciales: Luis Robalino Dávila, Tobar Donoso, Richard Patee’. Su epistolario, en lo íntimo. Sus ‘escritos y discursos’, en lo público. Su Defensa de los jesuitas, los textos de sus famosos pasquines periodísticos: El Zurriago, El Vengador, El Diablo, La Nación y La Unión Nacional, en los que se revela uno de los más feroces insultadores de la historia nacional, sobre todo contra Juan José Flores. Y sus versos, ah, sus versos…». FT
«César Dávila Andrade, que nació en Cuenca, Ecuador, el 5 de octubre de 1918, y murió en Caracas, en mayo de 1967, cambió para siempre la forma de hacer poesía en su pequeña ciudad, e incluso en el Ecuador, pero fue en todo momento, aun en los de búsquedas más intelectuales y metafísicas, un producto de su conflictivo tiempo y de su estirpe, intensamente ligada a la historia de la región sureña del Ecuador. El ancestro, el pensamiento, la experiencia, la escritura y la vida forman una sólida unidad en Dávila, y evolucionan a medida que el poeta avanza en el camino de la existencia». JDV
Este libro es Premio único de novela del XVIII Concurso Nacional de Literatura Angel F Rojas convocado por el Núcleo del Guayas de la CCE. La novela tiene hondura en la construcción de un texto limpio y equilibrado, en el cual se subraya un manejo estético y apropiado de los lenguajes narrativos, así como el poder de sugerencia de una escritura que al tiempo que dice, crea en el lector múltiples resonancias”.
Los Kvierníkolas Autor: Varios autores Género: Revista literaria Colección: Dossier de Casapalabras Editorial: CCE Año: 2016
Ensayos Autor: Guillermo W. Álvarez Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2016
Con los sueños al hombro. Tras las notas de Faton Cahen Autor: Michel Martens Género: Biografía Editorial: CCE Año: 2016
Hetaira Autor: Düay Zahir Género: Poesía Colección: Casa Nueva Editorial: CCE Año: 2016
«Un buen día de 2016, los amigos deciden reunirse para conversar no de política sino de literatura. Caminan aquí y allá, en los mediodías luminosos de los viernes en Quito. Buscan lugares sosegados donde se encuentre buena comida y un ambiente cálido. Ahí van, Abdón Ubidia y Édgar Allan García, Iván Égüez y Luis Zúñiga, cierra el círculo el escritor y periodista uruguayo Kintto Lucas, con su ironía suave y precisa. Con paso apresurado viene Javier Villacís, joven ingeniero agrónomo, nacido en Esmeraldas, con su novela Unvral, mientras converso con Raúl Pérez que trae revistas y vino, ya Pavel Égüez, pintor y muralista, encuadra su celular y registra una panorámica del grupo». ACL
«Guillermo Álvarez ha sabido sazonar su profesión científica con el cultivo de las letras como un medio, dice él, ‘de penetrar en la intimidad del ser humano, y a la vez de alegrarlo’. Allá por 2011 publicó El juramento de Hipómenes, seguido años más tarde por Retazos. En el presente volumen de ensayos combina los más serios con los más ligeros, lo científico con lo psicológico y lo mítico, con espíritu filosófico, de observador tolerante de los altibajos de la condición humana». IPC
«Este libro, extremadamente vivo, se presenta bajo una forma humorística como una investigación policial sobre la música de Faton. Martens ha interrogado a una decena de músicos de entre todos aquellos que trabajaron con Faton, entre otros, Didier Lockwood, Christian Vander, Didier Malherbe, Yochk’o Seffer. Michel Martens, autor de novelas policíacas y de escenarios para películas y telefilmes, es un viejo amigo de Faton Cahen, a quien conoció en 1962. Martens ha escrito este libro sobre Faton, fallecido en julio de 2011».
«Poetizar es un modo de viajar por las emociones, y Düay nos sumerge en un viaje lírico en donde la esencialidad femenina se convierte en soberana de su canto. El poeta se atreve a ir más allá y sin perder la sutileza que caracteriza sus versos, le canta al cuerpo de su amada, paradójicamente utilizando como recurso la desnudez de su propia alma». AC 101
El grito del silencio Autor: Raúl Ribadeneira Género: Poesía Editorial: CCE Año: 2016
Brújula del tiempo Tomo I y II Autor: Juan Valdano Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2016
Cuentos, recuentos y nostalgias Autor: Eduardo Puente Hernández Género: Cuento Editorial: CCE Año: 2016
Cogitaciones y refutaciones Autor: Edgar Samaniego Rojas Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2016
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«Los poemas de Raúl Ribadeneira, recogidos en El grito del silencio, son significativos y dan cuenta del proyecto de escritura que responde a la necesidad de mostrar una tensión fundamental ante la existencia. Los registros aquí experimentados por el autor se mueven en el objetivismo documental, el vitalismo en resistencia, el visionario, las obsesiones de la lucidez, las tácticas disidentes de la sugestión y las estrategias incisivas del extrañamiento». HV
Aparte de discurrir sobre la naturaleza exclusiva del ensayo literario (aquello que lo define y diferencia de otros textos en prosa), Valdano explora en sus ensayos los más variados temas de la cultura y el mundo contemporáneo. Analiza y confronta tesis y razones que explican la identidad y el pensamiento de América Latina. Explora las relaciones entre la sociedad y la política. Indaga acerca de los ámbitos propios del arte literario a la vez que evoca la obra de escritores de nuestro tiempo. Retrata con sugerente estilo la personalidad de importantes pintores, músicos, filósofos, científicos y políticos.
En el libro de Eduardo Puente se hace evidente la habilidad para conjugar todos los elementos estructurales de una narración de manera inteligente adecuada a las intenciones del relato. El paso del tiempo, por ejemplo, se condensa magistralmente en medio de la brevedad de algunas historias. La construcción de los personajes a través de breves pinceladas, de sugerentes y poéticas imágenes, de sucesos apenas delineados.
«Este libro recoge tres importantísimos ensayos sobre el ser humano y su tránsito existencial dentro de una historia natural y evolutiva que no se agota ni se agotará en el análisis de su génesis, su desarrollo histórico, su evolución dialéctica y su todavía no imaginado futuro. Son tres reflexivos análisis, hondamente meditados, que tratan de los abismos interiores y profundos del ser humano. Quien lea esta obra, independientemente de que comparta o no lo afirmado por el autor, no quedará tranquilo después de la lectura». SZG
Viajando con la lecherita y sus amigos Autora: Clarita Guamán Naranjo Género: Infantil Editorial: CCE Colección: Casa de los Niños Año: 2016
El duende y la lechuza Autora: Rina Artieda V. Género: Infantil Editorial: CCE Colección: Casa de los Niños Año: 2016
Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso Autor: Roberto López Belloso, editor Género: Testimonio Editorial: Siglo Veintiuno Editores Año: 2016
Contar cuentos es acercarse a un mundo sencillo y juguetón, usando palabras simples y sin adornos, palabras que comprenda el lector y que también lo invite a investigar hasta encontrar su significado, como si de buscar un tesoro se tratara; pero además es demandante, porque quien los lee se merece un mensaje, una frase, un párrafo que pueda recordar.
«Rina Artieda ha escrito este hermoso libro para toda la niñez del Ecuador, y lo ha hecho con una ejemplar ternura, un gran conocimiento del tema, una capacidad que percibimos, enseguida, de llegar a sus pequeños lectores y encantarlos. Esperemos que sea el primer eslabón de una larga cadena de figuras históricas, evocadas con una sencillez, una gran humanidad, un sentido de lo próximo, y un estilo directo, poético, lleno de magia y de una notable capacidad para retratar a los personajes, para pintar los ambientes, para celebrar las cosas buenas y bellas de la vida de la gente de nuestro pueblo». JDV
Este libro se propone, de manera original, contarnos quién fue Galeano, esa figura tan intensa como fascinante que cultivó la amistad con Fidel Castro y Salvador Allende, que frecuentó al subcomandante Marcos en Chiapas y vibró con Nicaragua en plena Revolución. Lejos de la apología, el brillante trabajo de Roberto López Belloso reúne a los mejores cronistas de la región y amigos entrañables como Serrat, Poniatowska y Salgado, quienes nos sumergen en su universo reconstruyendo la imagen poco conocida hasta ahora de un Galeano íntimo, de entrecasa, pero además la vida de un viajero infatigable, repleta de proyectos, militancia y aventuras.
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Susana Cordero de Espinosa*
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scribir hoy sobre Hernán Rodríguez Castelo (Quito, 1 de junio de 1933 - 20 de febrero de 2017) es una forma de justicia. Aclarémoslo: no de justicia ‘a favor’ de él, cuya obra, dada su variedad y calidad, si fuéramos profundos lectores y críticos, hablaría por sí sola, sino una forma de jus-
ticia con nosotros mismos: no hablar de él, no recordarlo, abonaría en el injusto olvido en el que se sumió ya en vida, por falta de lectura, por falta de crítica y críticos, quizá, pero, sobre todo, por ese tipo de ruindades que priman en una sociedad como la nuestra, cuya vida política, cuya educación formal, cuya capacidad de asombro dejan
tanto que desear. Tal egoísmo hizo que el mayor polígrafo ecuatoriano que ha dado el siglo XX fuese ignorado, que no olvidado, por el único premio nacional, el Premio Eugenio Espejo que se confiere anualmente, desde 1975, en ámbitos como Literatura o Promoción Cultural: en cualquiera de ellos dicho premio habría tenido en él,
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sin reserva alguna, al candidato idóneo. Dije una vez y lo repito: El Premio Espejo se encuentra huérfano sin el nombre de Hernán Rodríguez Castelo. ¿Cómo no aprovechar estas líneas para promover la concesión póstuma de este Premio al maestro, al académico invariable y profundo, al crítico señero, al amigo, conce-
sión que, de alguna manera reivindicaría, si eso fuese aún posible, tan necio olvido? Hernán Rodríguez fue miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, cuya subdirección él ostentaba cuando lo llamó la muerte, y miembro Correspondiente de la Real Academia Española; miembro de número de la Academia Nacional de Historia y de la Real Academia Española de la Historia; doctor honoris causa de la Universidad Central del Ecuador. Ciertamente, no son premios, títulos, honores ni pertenencias los que hablan de él más de lo que nos habla su obra. Alrededor de ciento veinte títulos, todos de notable factura, pueden citarse, entre estudios y trabajos sobre nuestra lengua española, con el fin de promover la lectura y el buen escribir; ensayos sobre historia y literatura, crítica de arte y biografía, en este último ámbito debe citarse el volumen de más de mil páginas, dedicado con riquísima documentación, a la vida y muerte del expresidente don Gabriel García Moreno. Fue publicado en 2015, y por su autoría fue condecorado por el ilustre Municipio de la Ciudad de Guayaquil y creación singular, en sus cuentos para niños. Acudo a las palabras pronunciadas por Simón Espinosa, otro polígrafo imprescindible para la cultura del Ecuador, en el velatorio de nuestro académico; sus palabras revelan con vigor, la personalidad y la obra de Hernán, colega de la Academia Ecuatoriana de la Lengua: Seco, venoso, flaco, obsesivo. Subía montañas y bajaba a archivos empolvados. Desde que en 1982 se mudó a la parroquia rural de Alangasí, iba a la cruz del Ilaló todos los lunes. Con ochenta y pico de edad se venía de Alangasí a Quito en bus. Si llovía, llegaba a la Academia de la Lengua, junto al templo de La Merced, con su abrigo arrugado de detective de La Marín.
¡Qué poderosa resistencia para haber escrito ciento veintiocho libros! Ha escrito más que cualquier escritor ecuatoriano desde la Colonia hasta el día de hoy. Y en marzo o abril de este año, saldrá un tomo de mil páginas con sus ensayos y microensayos de periodista, por obra y gracia del Centro Cultural de la Municipalidad Metropolitana. Espinosa alaba la sensibilidad de este hombre, seco de apariencia, adusto e incisivo: ¿Tenía corazón Hernán Rodríguez? ¿Había ternura en él? Parecería que no. Pero escribió cuentos infantiles, los mejores cuentos infantiles del Ecuador, alabados en Colombia, acogidos en España, admirados en Alemania. ¡Cómo escribir para niños sin conocerlos, sin amarlos, sin entenderlos? ¿Cómo tomar un rayo de sol con la mano? Hernán supo hacerlo. Como profesor del antiguo colegio San Gabriel, es recordado por sus exalumnos —algunos de ellos son hoy, con sobrados méritos, académicos de la lengua— que han caminado con fervor por la creación literaria, la lengua y la búsqueda de belleza. Como promotor cultural, difundió de la forma más seria y vigorosa posible, en lo que podemos llamar el canon de la literatura ecuatoriana del siglo XX, la mayor literatura ecuatoriana de esos años, en cien volúmenes de la Colección de Clásicos Ariel, por él armada, trabajada, prologada… Su devoción por las artes plásticas lo convirtió en su constante crítico y estudioso. Lo demuestran, no solamente sus ilustrados artículos y libros, sino su irreemplazable Diccionario de las artes plásticas del Ecuador. Espinosa no duda al afirmar lo siguiente: Pasadas unas pocas décadas, Hernán ocupará su puesto junto a Juan de Velasco, Pedro Vicente Maldonado, Rocafuerte, Juan Montalvo, Juan León Mera. Y como los antiguos mitos [reposará] «en sus torsos de mármol / con los ojos lejanos de mineral continuo / fijos, despetalados, absortos
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de pretérito». (De ‘Oda al Arquitecto’, César Dávila Andrade, 1946). Cito, entre su obra, cuya inusitada profusión, el entusiasmo y amor con los que la creó cada día merecerían más digno espacio, además de los cien volúmenes de la Colección de Clásicos Ariel, ya citada, y de su Diccionario de las artes plásticas del Ecuador, su Antología de la poesía ecuatoriana del siglo XX, los dos gruesos volúmenes (1.600 páginas) de su estudio sobre Literatura en la Audiencia de Quito, Siglo XVIII, y las 3.184 páginas de los cinco volúmenes dedicados a la Historia de la literatura ecuatoriana, siglo XIX: 1800-1860. ¡Queda tanto de lo suyo por publicarse aún! La muerte lo encontró, a sus ochenta y tres años, en plena producción, llena su alma del entusiasmo de seguir y completar… Citemos entre tantas de sus obras meritísimas, la siguientes: Léxico sexual ecuatoriano y latinoamericano. Otavalo, Instituto Otavaleño de Antropología, 1979 Letras en la Audiencia de Quito. Período jesuítico. Biblioteca Ayacucho, 112. Caracas, 1984 Redacción periodística. Tratado práctico. Quito, CIESPAL, 1988, 705 pp. (3ª. Ed. 1999) El camino del lector. Guía de lectura. 2.600 libros de narrativa. Catálogo selectivo, crítico y comentado de lecturas de placer y diversión. El siglo XX de las Artes Visuales en Ecuador. Guayaquil, Banco Central del Ecuador, 1989 Diccionario crítico de artistas plásticos ecuatorianos del siglo XX. Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1992 Antología esencial, Ecuador siglo XX. La poesía. Quito, Eskéletra, 2004. No puedo dejar de nombrar El Arte Sacro contemporáneo, ni El siglo XX en las artes visuales en el Ecuador, editadas por el Banco Central en felices épocas para la cultura. Ni su Lírica ecuatoriana contemporánea «acopio fundamental para el cono-
cimiento de nuestro quehacer poético desde los inicios del siglo XX». La última obra que nos entregó impresa fue su enorme Gabriel García Moreno, Quito, Paradiso editores, 2014, de la cual se afirma: Estamos frente a una de las obras mayores de Hernán Rodríguez Castelo, una biografía desmesurada y definitiva, que retrata de manera integral a una de las figuras más polémicas de la historia ecuatoriana, que fundó su grandeza en la convicción de la importancia de la obra pública, de la educación y de la religión católica como pilares esenciales para la construcción del Estado. Desmesurada y definitiva fue su vida de trabajo, la dimensión de su quehacer cotidiano; lo fueron sus preocupaciones y sueños. Vayamos a su último día: Aprovechó sus dones; el lunes de su muerte, emprendió el camino del Ilaló: a su cumbre accedía cada semana, a sus 83 años. Bajó y, ya en casa, se sentó a descansar. Alguna llamada telefónica y, de repente, sin dejarse notar, inclinó la cabeza: ‘ya era ido’, como bellamente decían los abuelos. Dotado de indiscutibles cualidades, se preparó con maestros como el padre Aurelio Espinosa Pólit y, con impecable método de trabajo intelectual, se proyectó después sobre sus discípulos: ejemplo de generaciones, suscitó vocaciones literarias, filosóficas, científicas; sus exalumnos evocan con orgullo la pasión por la sabiduría que él les contagió, su inusitado espíritu de trabajo y de aprovechamiento del tiempo; su rutina de orden y minuciosidad. Abrazó, en el valor de una vida sistemática, el gozo del silencio, de la altura. Tenemos la responsabilidad de difundir el conocimiento de su vida y de su obra. El Ecuador lo merece; él lo merece. * Presidenta de la Academia Ecuatoriana de la Lengua.
LA CASA DE LA CULTURA ECUATORIANA BENJAMÍN CARRIÓN
Presenta la exposición
Solo cenizas hallarás OBRA PÓSTUMA
FECHA: 19 al 30 de abril de 2017 LUGAR: Sala Miguel de Santiago Avs. 6 de Diciembre y Patria
HORARIOS DE VISITA Lunes a viernes 107 09h00 a 17h00
COLECCIÓN ESENCIALES
COLECCIÓN LETRAS CLAVES
COLECCIÓN CASA DE LOS NIÑOS
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