Casapalabras 31

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Jorge Ibargüengoitia La mujer que no

Nelson Román

Exposición: La mano que habla

Ana María Shua Profesional

Pamela Cuenca

Premio Nacional de Poesía César Dávila Andrade 2017

Roberto Ramírez Paredes

Premio Nacional Aurelio Espinosa Pólit de Novela 2017

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FM

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La Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, su Cinemateca Nacional Ulises Estrella y Mosfilm, Estudio Cinematográfico de Rusia

editorial

Nuevo año, nuevos libros

L

presentan el estreno de la película

Anna Karenina Historia de Vronski

as viejas impresoras quedaron en silencio, era el 31 de diciembre de 2017 y habían cumplido un año más de trabajo. Alrededor de 60 títulos, unos 30.000 libros, 27.000 revistas y más de un número treinta y uno • febrero 2018 millón de impresos salieron de sus entrañas. Comienza un nuevo año, el 2018, y la Heildelberg GTO 46 (pequeña), la Heildelberg Speedmaster SM 72 ZP (mediana) y la HeilPresidente Camilo Restrepo Guzmán delberg Speedmaster SM 102 ZP (grande) inician su medio siglo de vida. Desde aquel 1978 han sido parte de lo que llamaron la nueva imDirector prenta, a la que pusieron el nombre de Pedro Jorge Vera. Cuántos miles Patricio Herrera Crespo de libros y revistas produjeron, cuántos millones de catálogos, trípticos, afiches, volantes, tarjetas habían repartido anunciando los actos cultudel director Karén Shajnazárov Editor rales y millones de gente leyeron lo que ellas imprimían. Patricio Viteri Paredes No ha habido un relevo o aumento de maquinaria. En 2012 se Colaboran en este número: había, prácticamente, terminado el proceso burocrático para la adquiJorge Basilago, Miguel Briante, Eliécer Cárdenas, sición de una prensa de cuatro colores; el trámite se detenía y avanzaba, Marina Colasanti, Pamela Cuenca, Jorge se puso todo el empeño pero llegaron malos ministros de Cultura y el Ibargüengoitia, Ana Paula Maia, Yuliana Marcillo, trámite murió en la Senplades. Las viejas y cincuentonas máquinas Fernanda Melchor, Diana Ospina Obando, Roberto Ramírez Paredes, Rogelio Riverón, Ana María Shua, siguieron trabajando, aportando a la difusión de la cultura y a la lectura Luisa Fernanda Trujillo Amaya, Carolina Vegas en el país. Y ahora iniciaron su año cincuenta con la misma fe y valor. La Edición de textos editorial Pedro Jorge Vera de la Casa de la Cultura Ecuatoriana tiene Katya Artieda perspectivas más ambiciosas. El proyecto editorial, dirigido por la DiDiseño rección de Publicaciones y aprobado e impulsado por el presidente CaTania Dávila L. milo Restrepo Guzmán, tiene muy buenas perspectivas. Mediante un convenio con la Academia Nacional de Historia ya está en proceso la Portada Historia y Antología de la Literatura Ecuatoriana, un ambicioso plan de Seres luminosos, Nelson Román, conté carré, oro diez volúmenes escritos por 55 académicos; con el Núcleo Provincial antiguo sobre papel cansson, década del noventa. de Chimborazo se editará en tres tomos La biblia del pasillo, un estudio y recopilación de este género musical con especialistas ecuatorianos y de países de la región. Los ensayos de Bolívar Echeverría, selección Casa de la Cultura Ecuatoriana y estudio de Fernando Tinajero, el Diccionario del Folklore EcuatoriaBenjamín Carrión no de Paulo de Carvalho Nieto, los esenciales Joaquín Gallegos Lara, Alfredo Pareja Diezcanseco y Alejandro Carrión, los escritores de la Dirección de Publicaciones palabra clave, Huilo Ruales, Raúl Vallejo, Eliécer Cárdenas, los libros Avs. 6 de Diciembre N16–224 de la Casa de los Niños, la poesía, el cuento, la novela, el ensayo, los y Patria nuevos escritores de Casa Nueva, los Cuadernos Culturales Ecuatorianos Telf.: 2565-808 Ext. 426 de distribución masiva y las revistas, Casapalabras de literatura y arte, gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec Traversari de música, 25 Watts de cine, y naturalmente, Letras del Ecuawww.casadelacultura.gob.ec dor, la revista símbolo que publicamos desde hace 72 años. Quito–Ecuador. Este va a ser un año mejor, más productivo para el libro y la lectura; así, nos proponemos con fe y con esperanza que este Gobierno y este casapalabrascce Ministerio de Cultura hagan realidad el sueño de la anhelada prensa basada en la célebre novela de León Tolstói de cuatro colores que multiplicará los libros y los lectores, lo cual re@casapalabrascce dundará en formar una mejor juventud en el país.

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desde el miércoles hasta el sábado

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de marzo

El Director

casapalabrascce@gmail.com

en la sala Alfredo Pareja Diezcanseco

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Entrada lib


índice

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Yuliana Marcillo analiza la vida y obra del gran poeta peruano César Vallejo, a ochenta años de su muerte.

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Roberto Ramírez Paredes, ganador del Premio Aurelio Espinosa Pólit 2017, nos presenta el primer capítulo de su novela No somos tu clase de gente.

La mujer que no, relato de Jorge Ibargüengoitia, escritor mexicano fallecido en 1983.

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Selección poética de Marina Colasanti, escritora y periodista brasileña.

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Poemas de Pamela Cuenca, Premio Nacional de Poesía César Dávila Andrade 2017.

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Profesional, cuento de la escritora argentina Ana María Shua.

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Muestra poética de Luisa Fernanda Trujillo Amaya, desde Colombia.

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La casa del Estero, crónica de la gran periodista mexicana Fernanda Melchor.

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Ana Paula Maia, escritora brasileña, nos entrega el primer capítulo de su novela Carbón animal.

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Eliécer Cárdenas nos entrega uno de sus últimos relatos, Crucero del amor tardío.

La escritora colombiana Diana Ospina Obando nos ofrece su relato Antesala.

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Carolina Vegas, escritora y editora colombiana, nos brinda su relato Orejas de oso.

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La mano que habla, exposición del destacado pintor ecuatoriano Nelson Román.

Capítulo primero, cuento del escritor argentino Miguel Briante. El poeta, la ciega y el cuervo, relato del escritor cubano Rogelio Riverón. En memoria de Gustavo Alfredo Jácome.

Homenaje a Euler Granda, enorme poeta que falleció hace poco.

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A cien años de la publicación de Cuentos de la selva, Jorge Basilago analiza la vida y obra de Horacio Quiroga.

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Poema de Fernando Artieda dedicado a Julio Jaramillo, el Ruiseñor que murió hace cuarenta años.


homenaje

1892-1938 Hace 80 años cesó la pluma de uno de los grandes de la poesía hispanoamericana del siglo XX, el peruano César Vallejo.


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Yuliana Marcillo

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l 15 de abril de 1938 fallece en París César Vallejo, el más grande y célebre poeta peruano. En este 2018 se cumplen 80 años de su muerte. Muere en un Viernes Santo, con llovizna en París, mas no un jueves con aguacero, como lo escribió en su soneto Piedra negra sobre una piedra blanca: «Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo. / Me moriré en París —y no me corro—, / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño». Sus amigos cercanos describen a César Abraham Vallejo Mendoza como un hombre vulnerable, torturado, silencioso, magro, indio de pelo atiesado y liso. Días previos a su muerte parecía un hombre cansado, mas no enfermo,


dijeron. Desde marzo de 1938 comienza a sufrir de fiebres, falta de apetito, sus amigos cercanos le recetan pastillas, sin saber exactamente de qué enfermedad padecía. Vallejo rechaza la idea de ser trasladado a una clínica. El 24 de marzo accede a internarse pero, al parecer, era demasiado tarde. Dicen que ninguno de sus amigos o familiares quisieron arriesgar dinero para intentar proveerlo de una mejor atención y salvarle la vida. Después de una difícil agonía, Vallejo muere a las nueve y veinte de la mañana, a causa de un paludismo reaparecido después de 20 ó 25 años, a consecuencia de un estado general debilitado. Tenía 46 años.

Injusticia social Fue el menor de una familia de once. Nació el 16 de marzo de 1892 en la ciudad andina de Santiago de Chuco en el norte del Perú, de origen mestizo y provinciano. Su familia piensa en dedicarlo al sacerdocio: este propósito familiar, acogido por él con ilusión en su infancia, explica la presencia en su poesía de abundante vocabulario bíblico y litúrgico, y no deja de tener relación con la obsesión del poeta ante el problema de la vida y de la muerte, que tiene un fondo religioso: «Todos saben que vivo, / que soy malo; y no saben / del diciembre de ese enero. / Pues yo nací un día / que Dios estuvo enfermo».

Vallejo escribió en diferentes géneros: la narrativa, el teatro, el ensayo y el periodismo para ahondar en lo que el poeta llamaba la «justicia social» y el «yo no sé» que manifiesta el ímpetu de todo ser humano en la orfandad. Inició y renunció a varios períodos de estudio pasando por Medicina hasta llegar a Letras, debido a problemas económicos. Cuando dejaba los estudios dedicaba por completo su tiempo al trabajo. En 1923 se muda a París, en esta ciudad sobrevive gracias a las publicaciones que hacía para Alfar, para el diario España, para El Norte y para L’Amérique Latine, pero también tuvo épocas malas, llegando algunas veces a dormir en la calle. Entre las labores que realiza para ahorrar dinero —cortas de tiempo por diversas razones— y poder concluir sus estudios en Letras, Vallejo entra a trabajar en la hacienda Roma (producción azucarera), de la que «saldrá marcado», señalan sus biografías. Durante su estadía en esta hacienda, el escritor es favorecido por un tratamiento reservado solo a los empleados superiores, con un salario satisfactorio. Sin embargo, todos los días, a primeras horas de la mañana, observa llegar a los peones (cerca de 4.000) al inmenso patio, donde hacen fila para pasarlos lista, para luego de eso salir a los campos de caña, donde trabajarían en una sola jornada hasta que el sol se oculte, con un solo puñado de arroz como alimento. Esos peones eran retenidos por el alcohol: la administración les vendía las bebidas a crédito, y cuando estaban endeudados hasta el cuello, sin poder pagar nada de lo que habían consumido, la deuda pasaba a manos de sus hijos, nacidos o por nacer, repitiéndose irremediablemente el mismo círculo de vicios y trabajo extenuante, mal pagado y de abuso hacia la clase

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Vallejo es uno de los más grandes poetas que haya dado Latinoamérica. Su obra es estudiada a nivel mundial. obrera, de familia en familia, sin fin. El recuerdo de la hacienda Roma resulta memorable para un ser que como Vallejo, le obsesionaba la injusticia social. A este trabajo también renuncia.

El camino hacia el dolor

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La vida literaria de Vallejo se inicia en 1918, año en que publicó su primer libro: Los heraldos negros, bajo la influencia del modernismo de Rubén Darío. También publicó Trilce (1922), creación de un lenguaje poético muy personal que coincidió con la irrupción del vanguardismo a nivel mundial. Pablo Neruda dijo que en la poesía de Vallejo «hay una solemne soledad con mucho dolor y tormento»; como conoció al peruano, también señaló que «César Vallejo era sombrío tan solo exactamente como un hombre que hubiera estado en la penumbra, arrinconado durante mucho tiempo. Era solemne por naturaleza y su cara parecía una máscara inflexible, casi hierática. Pero la verdad interior no era esa. Yo lo vi dar saltos escolares de alegría. Después volvía a su soledad y a su sumisión». Sus poemas póstumos fueron agrupados en dos poemarios: Poemas humanos (1939) y España, aparta de mí este cáliz (1940). La sensibilidad ante el dolor fue una de las principales características de su obra poética. Si bien el modernismo influenció en sus primeras obras, en Trilce Va-

llejo adopta el verso libre y rompe con las formas tradicionales, la lógica textual, la sintaxis y experimenta con el lenguaje. Después de publicar Trilce, Vallejo estuvo consciente del vacío causado por el libro, debido precisamente a la poca comprensión de su estética innovadora. El poeta escribió a Atenor Orrego, primer prologuista de Trilce: «El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad. Hoy, y más que nunca quizá, siento gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación sacratísima de hombre y de artista: la de ser libre». Este poemario fue escrito después de pasar encarcelado tres meses injustamente. La solidaridad del poeta con los sufrimientos de los hombres se transforma en un grito de rebelión contra la sociedad. Así se fue haciendo escuchar.

Hacia una poesía humana y comprometida Poemas humanos es considerada su obra cumbre y uno de los libros más impresionantes sobre el dolor humano. «Vallejo trasciende lo personal para cantar temas generales, colectivos, reuniendo la intimidad lírica con la conciencia común, en una actitud de unión con el resto de los hombres y el mundo. El dolor sigue siendo el centro de su poesía, pero ahora, junto a sus torturadas confesiones, hallamos el testimonio


constante de los sufrimientos de los demás; la conciencia del dolor humano desemboca en un sentimiento de solidaridad, y la inquietud social inspira la mayor parte de sus versos», señalan sus biógrafos. Su acentuada sensibilidad ante el dolor logra un lenguaje más sencillo, a menudo conversacional o incluso coloquial, y siempre hondo. Sus temas van desde el indigenismo, humanismo, existencialismo, comunismo, capitalismo, conflictos armados, dolor, compasión, muerte, Dios, represión, justicia social, etc. José Carlos Mariátegui, en un extenso trabajo titulado 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, habla sobre la nostalgia de Vallejo: «Uno de los rasgos más netos y claros del indigenismo de Vallejo me parece su frecuente actitud de nostalgia. Valcárcel, a quien debemos tal vez la más cabal interpretación del alma autóctona, dice que la tristeza del indio no es sino nostalgia. Y bien, Vallejo es acendradamente nostálgico. Tiene la ternura de la evocación. Pero la evocación en Vallejo es siempre subjetiva. No se debe confundir su nostalgia concebida con tanta pureza lírica con la nostalgia literaria de los pasadistas. Vallejo es nostalgioso, pero no meramente retrospectivo. No añora el Imperio como el pasadismo perricholesco añora el Virreinato. Su nostalgia es una protesta sentimental o una protesta metafísica. Nostalgia de exilio; nostalgia de ausencia», señala. Es tanta su piedad humana que a veces se siente responsable de una parte del dolor de los hombres. Se acusa a sí mismo. Lo asalta el temor, la congoja la idea de estar también él robando a los demás, de ser favorecido con algo que no le pertenece, que quizás nunca pensó merecer; ese dolor, la pena del hombre, el sufrimiento de los pobres, es el camino por donde siempre anduvo su voz.

La solidaridad del poeta con los sufrimientos de los hombres se transforma en un grito de rebelión contra la sociedad. Así se fue haciendo escuchar. 7


D Jorge Ibargüengoitia

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ebo ser discreto. No quiero comprometerla. La llamaré… En el cajón de mi escritorio tengo todavía una foto suya, junto con las de otras gentes, y un pañuelo sucio de maquillaje que le quité no sé a quién, o mejor dicho sí sé, pero no quiero decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida pasional. La foto de que hablo es extraordinariamente buena para ser de pasaporte. Ella está mirando al frente con sus grandes ojos almendrados, el pelo estirado hacia atrás, dejando al descubierto dos orejas enormes, tan cercanas al cráneo en su parte superior, que me hacen pensar que cuando era niña debió traerlas sujetas con tela adhesiva para que no se le hicieran de papalote; los pómulos salientes, la nariz pequeña con las fosas muy abiertas, y abajo… su boca maravillosa, grande y carnuda. En un

tiempo la contemplación de esta foto me producía una ternura muy especial, que iba convirtiéndose en un calor interior y que terminaba en los movimientos de la carne propios del caso. La llamaré Aurora. No, Aurora no. Estela, tampoco. La llamaré ella. Esto sucedió hace tiempo. Era yo más joven y más bello. Iba por la calle de Madero en los días cercanos a la Navidad, con mis pantalones de dril recién lavados y trescientos pesos en la bolsa. Era un mediodía brillante y esplendoroso. Ella salió de entre la multitud y me puso una mano en el antebrazo. «Jorge», me dijo. Ah, che la vita é bella! Nos conocemos desde que nos orinábamos en la cama (cada uno por su lado, claro está), pero si nos habíamos visto una docena de veces era mucho. Le puse una mano en la garganta y la besé. Entonces


memoria descubrí que a tres metros de distancia, su mamá nos observaba. Me dirigí hacia la mamá, le puse una mano en la garganta y la besé también. Después de eso, nos fuimos los tres muy contentos a tomar café en Sanborns. En la mesa, puse mi mano sobre la suya y la apreté hasta que noté que se le torcían las piernas; su mamá me recordó que su hija era decente, casada y con hijos, que yo había tenido mi oportunidad trece años antes y que no la había aprovechado. Esta aclaración moderó mis impulsos primarios y no intenté nada más por el momento. Salimos de Sanborns y fuimos caminando por la Alameda, entre las estatuas pornográficas, hasta su coche que estaba estacionado muy lejos. Fue ella, entonces, quien me tomó de la mano y con el dedo de en medio, me rascó la palma, hasta que tuve que meter mi otra mano en la bolsa, en un intento desesperado de aplacar mis pasiones. Por fin llegamos al coche, mientras ella se subía, comprendí que trece años antes no sólo había perdido sus piernas, su boca maravillosa y sus nalgas tan saludables y bien desarrolladas, sino tres o cuatro millones de muy buenos pesos. Fuimos a dejar a su mamá que iba a comer no importa dónde. Seguimos en el coche, ella y yo solos y yo le dije lo que pensaba de ella y ella me dijo lo que pensaba de mí. Me acerqué un poco a ella y ella me advirtió que estaba sudorosa, porque tenía un oficio que la hacía sudar. «No importa, no importa». Le dije olfateándola. Y no importaba. Entonces, le jalé el cabello, le mordí el pescuezo y le apreté la panza… hasta que chocamos en la esquina de Tamaulipas y Sonora. Después del accidente, fuimos al Sep de Tamaulipas a tomar ginebra con quina y nos dijimos primores. La separación fue dura, pero necesaria, porque ella tenía que comer con su suegra. «¿Té veré?». «Nunca

más». «Adiós, entonces». «Adiós». Ella desapareció en Insurgentes, en su poderoso automóvil, y yo me fui a la cantina El Pilón, en donde estuve tomando mezcal de San Luis Potosí y cerveza, y discutiendo sobre la divinidad de Cristo con unos amigos, hasta las siete y media, hora en que vomité. Después me fui a Bellas Artes en un taxi de a peso. Entré en el foyer tambaleante y con la mirada torva. Lo primero que distinguí, dentro de aquel mar de personas insignificantes, como Venus saliendo de la concha… fue a ella. Se me acercó sonriendo apenas, y me dijo: «Búscame mañana, a tal hora, en tal parte»; y desapareció. ¡Oh, dulce concupiscencia de la carne! Refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, alivio de los enfermos mentales, diversión de los pobres, esparcimiento de los intelectuales, lujo de los ancianos. ¡Gracias, Señor, por habernos concedido el uso de estos artefactos, que hacen más que palatable la estancia en este Valle de Lágrimas en que nos has colocado! Al día siguiente acudí a la cita con puntualidad. Entré en el recinto y la encontré ejerciendo el oficio que la hacía sudar copiosamente. Me miró satisfecha, orgullosa de su pericia y un poco desafiante, y también como diciendo: «Esto es para ti». Estuve absorto durante media hora, admirando cada una de las partes de su cuerpo y comprendiendo por primera vez la esencia del arte a que se dedicaba. Cuando hubo terminado, se preparó para salir, mirándome en silencio; luego me tomó del brazo de una manera muy elocuente, bajamos una escalera y cuando estuvimos en la calle, nos encontramos frente a frente con su chingada madre. Fuimos de compras con la vieja y luego a tomar café a Sanborns otra vez. Durante dos horas estuve conteniendo algo que nunca sabré si fue un sollozo o un alarido. Lo

peor fue que cuando nos quedamos solos ella y yo, empezó con la cantaleta estúpida de: «¡Gracias, Dios mío, por haberme librado del asqueroso pecado de adulterio que estaba a punto de cometer!». Ensayé mis recursos más desesperados, que consisten en una serie de manotazos, empujones e intentos de homicidio por asfixia, que con algunas mujeres tienen mucho éxito, pero todo fue inútil; me bajó del coche a la altura de Félix Cuevas. Supongo que se habrá conmovido cuando me vio parado en la banqueta, porque abrió su bolsa y me dio el retrato famoso y me dijo que si algún día decidía (cometer el pecado), me pondría un telegrama. Y esto es que un mes después recibí, no un telegrama, sino un correograma que decía: «Querido Jorge: búscame en el Konditori, el día tantos a la hora (p.m.)». Firmando: ¿Guess who? (advierto al lector no avezado en el idioma inglés que esas palabras significan «adivina quién»). Fui corriendo al escritorio, saqué la foto y la contemplé pensando en que se acercaba la hora de ver saciados mis más bajos instintos. Pedí prestado un departamento y también dinero; me vestí con cierto descuido pero con ropa que me quedaba bien, caminé por la calle de Génova durante el atardecer y llegué al Konditori con un cuarto de hora de anticipación. Busqué una mesa discreta, porque no tenía caso que la vieran conmigo un centenar de personas, y cuando encontré una me senté mirando hacia la calle; pedí un café, encendí un cigarro y esperé. Inmediatamente empezaron a llegar gentes conocidas, a quienes saludaba con tanta frialdad que no se atrevían a acercárseme. Pasaba el tiempo. Caminando por la calle de Génova pasó la Joven N, quien en otra época fuera el amor de mi vida, y desapareció. Yo le di gracias a Dios.

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En el cajón de mi escritorio tengo todavía una foto suya, junto con las de otras gentes, y un pañuelo sucio de maquillaje que le quité no sé a quién, o mejor dicho sí sé, pero no quiero decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida pasional.

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Me puse a pensar en cómo vendría vestida y luego se me ocurrió que en dos horas más iba a tenerla entre mis brazos, desvestida. La Joven N volvió a pasar, caminando por la calle de Génova, y desapareció. Esta vez tuve que ponerme una mano sobre la cara, porque la Joven N venía mirando hacia el Konditori. Era la hora en punto. Yo estaba bastante nervioso, pero dispuesto a esperar ocho días si era necesario, con tal de tenerla a ella, tan tersa, toda para mí. Y entonces, que se abre la puerta del Konditori, entra la Joven N, que fuera el amor de mi vida, cruza el restorán y se sienta enfrente de mí, sonriendo y preguntándome: «Did you guess right?». Solté la carcajada. Estuve riéndome hasta que la Joven N se puso incómoda; luego, me repuse, platicamos un rato apaciblemente y, por fin, la acompañé a donde la esperaban unas amigas para ir al cine.

Ella, con su marido y sus hijos, se habían ido a vivir a otra parte de la República. Una vez, por su negocio, tuve que ir precisamente a esa ciudad; cuando acabé lo que tenía que hacer el primer día, busqué en el directorio el número del teléfono de ella y la llamé. Le dio mucho gusto oír mi voz y me invitó a cenar. La puerta tenía aldabón y se abría por medio de un cordel. Cuando entré en el vestíbulo, la vi a ella, al final de una escalera, vestida con unos pantalones verdes muy entallados, en donde guardaba lo mejor de su personalidad. Mientras yo subía la escalera, nos mirábamos y ella me sonreía sin decir nada. Cuando llegué a su lado, abrió los brazos, me los puso alrededor del cuello y me besó. Luego, me tomó de la mano y mientras yo la miraba estúpidamente, me condujo a través de un patio, hasta la sala de la casa y allí, en un couch, nos dimos entre doscientos y trescientos besos… hasta que llegaron sus hijos


del parque. Después, fuimos a darles de comer a los conejos. Uno de los niños, que tenía complejo de Edipo, me escupía cada vez que me acercaba a ella, gritando todo el tiempo: «¡Es mía!». Y luego, con una impudicia verdaderamente irritante, le abrió la camisa y metió ambas manos para jugar con los pechos de su mamá, que me miraba muy divertida. Al cabo de un rato de martirio, los niños se acostaron y ella y yo nos fuimos a la cocina, para preparar la cena. Cuando ella abrió el refrigerador, empecé mi segunda ofensiva, muy prometedora, por cierto, cuando llegó el marido. Me dio un ron Batey y me llevó a la sala en donde estuvimos platicando no sé qué tonterías. Por fin estuvo la cena. Nos sentamos los tres a la mesa, cenamos y cuando tomábamos el café, sonó el teléfono. El marido fue a contestar y mientras tanto, ella empezó a recoger los platos, y mientras tanto, también, yo le tomé a ella la mano y se la besé en la palma, logrando, con este acto tan sencillo, un efecto mucho mayor del que había previsto: ella salió del comedor tambaleándose, con un altero de platos sucios. Entonces regresó el marido poniéndose el saco y me explicó que el telefonazo era de la terminal de camiones, para decirle que acababan de recibir un revólver Smith & Wesson calibre 38 que le mandaba su hermano de México, con no recuerdo qué objeto; el caso es que tenía que ir a recoger el revólver en ese momento; yo estaba en mi casa: allí estaba el ron Batey, allí el tocadiscos, allí, su mujer. Él regresaría en un cuarto de hora. Exeunt severaly: él vase a la calle; yo, voyme a la cocina y mientras él encendía el motor de su automóvil, yo perseguía a su mujer. Cuando la arrinconé, me dijo; «Espérate» y me llevó a la sala. Sirvió dos vasos de ron, les puso un trozo de hielo a cada uno, fue al tocadiscos, lo encendió, y tomó el disco

llamado Le Sacre du Sauvage, lo puso y mientras empezaba la música brindamos: habían pasado cuatro minutos. Luego, empezó a bailar, ella sola. «Es para ti», me dijo. Yo la miraba mientras calculaba en qué parte del trayecto estaría el marido, llevando su mortífera Smith & Wesson calibre 38. Y ella bailó y bailó. Bailó las obras completas del Chet Baker, porque pasaron tres cuartos de hora sin que el marido regresara, ni ella se cansara, ni yo me atreviera a hacer nada. A los tres cuartos de hora decidí que el marido, con o sin Smith & Wesson, no me asustaba nada. Me levanté de mi asiento, me acerqué a ella que seguía bailando como poseída y, con una fuerza completamente desacostumbrada en mí, la levanté en vilo y la arrojé sobre el couch. Eso le encantó. Me lancé sobre ella como un tigre y mientras nos besábamos apasionadamente, busqué el cierre de sus pantalones verdes y cuando lo encontré, tiré de él… y ¡mierda!, ¡que no se abre! Y no se abrió nunca. Estuvimos forcejando, primero yo, después ella y por fin los dos, y antes de que nosotros pudiéramos abrir el cierre regresó el marido. Estábamos jadeantes y sudorosos, pero vestidos y no tuvimos que dar ninguna explicación. Hubiera podido, quizá, regresar al día siguiente a terminar lo empezado, o al siguiente del siguiente o cualquiera de los mil y tantos que han pasado desde entonces. Pero, por una razón u otra nunca lo hice. No he vuelto a verla. Ahora, sólo me queda la foto que tengo en el cajón de mi escritorio, y el pensamiento de que las mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes seductores de la historia), son más numerosas que las arenas del mar. *Este cuento fue publicado en La ley de He-

rodes y otros cuentos © Herederos de Jorge Ibargüengoitia, 1967.

Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, México, 1928 – Madrid, 1983) Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y fue becario del Centro Mexicano de Escritores y de las fundaciones Rockefeller, Fairfield y Guggenheim. Escritor y periodista, su vasta obra abarca novelas, cuentos, piezas teatrales, artículos y relatos infantiles. Su primera narración extensa, Los relámpagos de agosto (1965), una demoledora sátira de la Revolución mexicana, lo hizo merecedor del Premio Casa de las Américas. A ésta seguirían Maten al león (1969), Estas ruinas que ves (1974), Dos crímenes (1974), Las muertas (1977) y Los pasos de López (1982). En el terreno del cuento publicó La ley de Herodes (1976), y entre sus piezas teatrales destacan Susana y los jóvenes (1954), Clotilde en su casa (1955) y El atentado (1963). Falleció en 1983, en un accidente de aviación. El humor fino y salvaje de Ibargüengoitia sigue vigente a 90 años de su nacimiento. 11


Amanecer en Diwan-i-khas El cadáver de la noche se desliza sobre la cúpula blanca. Pájaros plañideros anuncian su muerte. Y la sangre resbala la sangre resbala en las columnas despegando los ojos de la mañana.

Pasando los cincuenta Nueva Dehli 1992

Si él sólo

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Dice la leyenda que el poeta Li Po se ahogó una noche en que borracho quiso atrapar la Luna sobre el lago. Es leyenda, se sabe. Pues la verdad es que la Luna lo habría seguido a cualquier sitio sólo con que él la hubiera llamado.

Mi cuello se arruga. Imagino que será de mover la cabeza para observar la vida. Y se arrugan las manos cansadas de sus gestos. Y los párpados apretados al sol. Sólo de la boca no sé el sentido de las arrugas si son de tanto reír o de apretar los dientes sobre calladas cosas.


poesía

Hematoma de infidelidad

Puerta de ropero abierta

Tengo un coágulo en el alma sangre negra marcada que ningún amor disuelve. Pertenezco a la eterna estirpe de las traicionadas mujer que teje e hila mientras el macho afila mentira y gozo entre las piernas de otra. Es siempre el mismo macho siempre el mismo viaje. Ninguno me fue fiel ni a mí ni a mi madre ni a mis hermanas. Y ninguna de nosotras supo encontrar el camino que sin salir del amor conduzca a la indiferencia.

Abro la puerta del ropero como abro un diario mi vida allí colgada mi gastado cotidiano sin secretos expuesta intimidad que los botones no defienden ni se guardan en los bolsos, espejo más real que todo espejo mostrando a cualquiera las medidas del cuerpo. Ropero tabernáculo del cuarto que por la mañana abro como una ventana para consagrar el ritual del día. Sala de Barba Azul coagulada de colgajos largas faldas y velos enredados sin que la sangre brote. Cuerpos decapitados 13


Después de Chernobyl Miro el cielo transparente y me pregunto dónde fueron a parar las nubes radiactivas. Si a la leche que bebo, Si a la leche que doy Si al agua que tomo Si a la carne que soy.

Tendida en el parque tiantan

Allá afuera, la noche Cuando la familia duerme —inertes las manos en los pliegues de las sábanas los cuerpos pesados bajo la viva mortaja— la mujer se ejerce. En la casa quieta donde nadie le cobra nadie le exige nadie le pide nada se pasea finalmente reina en las piezas vacías se demora en lo oscuro. Y descalzos los pies abierta la blusa puede entregarse plácida al silencio.

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Alto como las columnas del Templo de la Buena Cosecha ese árbol no sostiene un tejado dos tejados tres tejados en forma de pagoda. Ni sus hojas son de cerámica azul. Él murmura a la orilla de mi sueño primero del bosque donde pasean tigres. Y yo me echo a su sombra en reverencia abierto el cuerpo al ingreso de los dioses confiada mi ropa al escalar de las hormigas. Beijing 1992


Frutos y flores Mi amado me dice que soy como una manzana partida en dos. Yo tengo las semillas es verdad. Y la simetría de las curvas. Tuve un cierto rubor en la piel lisa que no sé si todavía tengo. Pero si en abril florece el manzano y por demás madura todavía me despliego en flores blancas cada vez que su daga me traspasa.

Ruta de colisión ¿De quién es esta piel que recubre mi mano como un guante? ¿Qué viento es este que sopla sin soplar encrespando la sensible superficie? Por fuera la corteza ajena adentro la pulpa y entre las dos la distancia que me atropella. Pensé que entraría en la vejez por entero como un barco o un caballo. Pero me sorprendo joven vieja y madura al mismo tiempo. Y todavía aprendo a vivir mientras avanzo por una ruta en cuyo final la vida colinda con la muerte. (Tomado del libro Ruta de colisión, Ediciones del Copista, 2004, traducción: María Teresa Andruetto).

Marina Colasanti (Asmara, Eritrea-1937) Hija de padres italianos vivió su primera infancia en África, luego se mudó a Italia y en 1948, a la edad de once años, llegó a Brasil donde reside actualmente. En 1952 ingresó en la Escuela Nacional de Bellas Artes y se especializó en grabado en metal. Entre 1962 y 1973 trabajó en el Jornal do Brasil como columnista, redactora e ilustradora. Sus primeras obras estuvieron dirigidas al público adulto. Eu sozinha fue su primer libro, publicado en 1968. Desde entonces ha escrito más de cuarenta libros en distintos géneros: poesía, cuento, crónica y novela, tanto para el público adulto como para el infantil y juvenil. En 1979 publicó su primer libro para niños: Uma Idéia toda azul, editada en castellano como Una idea maravillosa por Plus Ultra en 1991. Le siguieron, entre muchos otros, Doze reis e a moça no labirinto do vento (1982), O lobo e o carneiro no sonho da menina (1985), Um amigo para sempre (1988), Intimidade pública (1990) y Entre a espada e a rosa (1992). Tradujo al portugués a Jerzy Kosinski, Giovanni Papini, Yasunari Kauabata, Konrad Lorentz y Roland Barthes. Ha ilustrado la mayoría de sus libros infantiles y juveniles. Marina Colasanti ganó el primer premio del Concurso Latinoamericano de Cuentos para Niños convocado por Unicef y Funcec con su relato: ‘La muerte y el rey’ en 1994; en tres ocasiones (1993, 1994 y 1997), el Jabuti que otorga la Cámara Brasileña del Libro en la categoría Poesía. Con Lejos como mi querer ganó el premio Norma Fundalectura en el año 1996. Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil 2017. 15


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Premio Nacional Aurelio Espinosa Pólit de Novela 2017

—Ó

Roberto Ramírez Paredes [Fran y Stephen están observando desde la terraza del centro comercial] Francine Parker: ¿Qué están haciendo? ¿Por qué vienen aquí? Stephen: Algún tipo de instinto. El recuerdo de lo que solían hacer. Este era un lugar importante en sus vidas. George A. Romero, Dawn of the Dead

Traduzco un artículo de Esquire sobre una hoja de la Kimberly-Clark Corp., en una antigua máquina Remington. Lo que me paguen irá directamente a las arcas de Gerber, Kellogg’s, Procter and Gamble, Nabisco, Heinz, General Foods, Colgate-Palmolive, Gillette y California Packing Corporation. José Emilio Pacheco, Ya todos saben para quién trabajan

La vida es aquello que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes. John Lennon, Beautiful Boy (Darling Boy)

La historia de un alma humana, aunque sea la más mezquina, es por lo menos tan interesante y tan útil como la historia del mundo entero.

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Mijaíl Lérmontov, El héroe de nuestro tiempo

yeme, sopa, la cosa es así: se usan letras para calificar el sabor mix de una mujer: A, B, C y D. A es lo más de lo más, la mujer más sabrosa que puedas encontrar. ¿Me sigues, sopa? Pero no puedes poner una A directamente, la A es una calificación sagrada, tienes que meditar mucho, como esos monjes de Asia, en flor de loto y todo, meditar si la mujer que acabas de ver es una A o una B. Por eso al principio todas las mujeres serán B, porque la A es demasiado sagrada. ¿Me entiendes, sopita? Cuando ya hayas pensado mucho en la mujer y creas que es digna de pasar de B a A, pues la haces pasar, como quien le abre una puerta. La otra parte de este sistema infalible es calificar con números, del 1 al 4. ¿Qué califican estos números? La accesibilidad de la mujer. El número 1 sirve para las mujeres que no querrían acostarse contigo ni por un millón de dólares, son los números que se usan en mujeres que te encuentran repulsivo, vomitivo, las mujeres que te dicen tú no eres mi clase de gente. El 1 es para las frígidas, mientras que el 4 es para las reputísimas hijas de su madre, esas que se acostarían contigo aunque tuvieras sida y lepra... Maldita lata de mierda, ¡cae!... ya mismo, ya mismo… ah… ¿Entiendes, sopita de menestra? Aquí te va un ejemplo gratis: ¿ves esa tipa que está entrando en El Rincón de la Abuelita Anita, la que va de la mano de su novio? Yo creo que es una B2. ¿Por qué B2? Porque está guapa, ¿no? Sí, está guapa, bastante guapa: buenas tetas, buenas caderas, falda pequeñita que muestra demasiada pierna, como esos cerdos que cuelgan en los camales: carne para regalar. No, ¿sabes qué?, esa tipa es


novela Cuando dijo Cambó, el perro se puso alerta, levantó las patas y las apoyó contra el vidrio de la máquina. El Lléntelman lo empujó diciéndole «Quita, cojudo, que el papi está trabajando». Después de tres intentos, la segunda lata, un refresco de naranja, cayó en la canasta. una B3, sí, B3, porque, la verdad, se viste como una zorra, su ropa hizo que descendiera en la escala de accesibilidad, que descendiera para bien. Nadie que quiera la vida eterna con su novio se puede vestir así. Es una puta en proceso, puta loading, si no es que ya es puta-puta, para lo que habría que conocerla un poco más, que es cuando verdaderamente se le puede dar el número: se necesita conversar un rato con la tipa para saber qué tan puta es, pero, bueno, mi número 3 es porque se viste como puta y creo que con unas tres que cuatro palabras la podría llevar a mi cama, aunque, ahora que lo pienso bien, quizás se viste

así para hacer feliz a su novio, para que vean que es una buena pareja, esposa, lo que sea, quizás solo quiere gustarle. Aunque eso no existe. ¿Has oído hablar de que en verdad las mujeres se visten para otras mujeres? Es verdad: ella se viste así para que todo el mundo la vea, lo que la hace una puta, putísima, más puta que esta lata maricona que no quiere caer…¿En qué estaba? Ah, sí, B3… Incluso, si no te molesta, compañero sopa, yo la bajaría a C3. ¿Por qué? Porque estaba pensando en vos, sé que a vos te gustan esas mujeres, las mujeres así, por eso le di una B, pero para mí será una C o tal vez una D, no es mi tipo aun-

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Cambó arrastraba la lata por la acera para conseguir las últimas gotas de refresco. Cuando comprobó que ya no había más, se sentó frente al Lléntelman y lo vio a los ojos, suplicante.

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que reconozco que está guapa, le daría y no precisamente consejos. Pasa lo mismo que con tus novelas: reconoces que una novela está buena, pero no te gustó tanto, una novela buena que no te gusta tanto. ¿Eso pasa, sopita? ¿Sí?, ya ves que tengo razón. Supongo que lo mismo pasa con las pinturas de pintores famosos y otras mariconadas de las que te gustan, pero yo creo que lo mejor es usar este sistema de calificación para las mujeres, a menos que quieras robarme mi sistema. Si quieres robarme mi sistema y usarlo en tus escrituras, por mi bien, me importa un comino, cojudo, haz lo que quieras, igual: de seguro a alguien, en alguna parte del mundo, ya se le ocurrió un sistema como este que incluso sea mejor, qué sé yo, quizás ese sistema use letras, números y signos y flechas y dibujitos de animales, qué sé yo. En fin. Esa tipa es una C3. Punto. ¿Te imaginas lo explosiva que será una C4? Jajaja,

¡una C4!: aparte de fea, reputísima de su mama… ¿Quién? ¿Gardenia? Ah, Gardenita. Gardenita para mí es una C y como ya la conozco un poco, te diré que es un 3. Gardenia Montoya es una C3, como la tipa esa, porque ya sabes cómo me gustan a mí las mujeres, aunque sí le daría: el que come de todo, come siempre… Yo sé que para vos… sí, a mí no me engañas, yo te he visto cómo la miras…, yo sé que para vos es una A, incluso una A+, y no digo un número porque te me vayas a ofender, sopa, aunque, si me lo preguntas y si te interesa, creo que para vos sería un 2, Gardenita es una A2 para vos, ¡hasta rimado me salió, como tus poesías de maricón, sopa!, así que vas a tener que trabajar si quieres una probadita de esa piel de carbón, sopita… ¿Quieres una? Dije que no y traté de impregnar en mi negativa un tono que denotara que estábamos haciendo algo ilegal para que, por lo menos, se apresurara.


—Ya mismo acabo, sopita, aguanta un poco, calladito, y avísame si sale el Oso. El Lléntelman estaba acuclillado frente a la máquina de gaseosas, metiendo un flexómetro por la ranura. La punta doblada de la cinta se aferraba a la cima de las latas y, tras un tirón descomunal, la lata se liberaba de los resortes o, por el contrario, se quedaba a medio camino y se perdía para siempre. La canasta ya tenía una lata, los resortes tenían tres aprisionadas. El Lléntelman trataba de conseguir una segunda lata. —¿Seguro que no quieres una, sopa? Mira que aquí hay todas las marcas refrescantes, sabrositas, que calman la sed de tu paladar exquisito, todas gratis, jaja… ¿No? Bueno, entonces solo Cambó y yo nos deleitaremos con ese sabor inconfundible de la gaseosa que reúne a toda la familia. Cuando dijo Cambó, el perro se puso alerta, levantó las patas y las apoyó contra el vidrio de la máquina. El Lléntelman lo empujó diciéndole «Quita, cojudo, que el papi está trabajando». Después de tres

intentos, la segunda lata, un refresco de naranja, cayó en la canasta. El golpe metálico coincidió con la puerta de El Oso Goloso abriéndose. Salió el Oso, con el traje de felpa café y la máscara bajo el brazo. —Maldita sea, Lléntelman —exclamó el Oso—. ¡Devuelve las latas o dame el dinero! Mi jefe me descuenta a mí cuando tú nos robas. —Yaaa, pues, cojudo, ¡paga vos!, ¡vos ganas mejor que cualquiera de la calle! —Agitaba los brazos en el aire, como un histrión—: ¿Qué hay de malo en invitarle una refrescante bebida a tu colega de la clase obrera y a su fiel perro sediento? —Señaló a Cambó que estaba sentado en la acera: se puso una pata en la cara, como ocultando la vergüenza. El Oso sonrió ante el gesto pero enseguida frunció el ceño. El Lléntelman me miró—. ¿Oíste cómo hablé, Guillermito sopa? Ya me parezco a un personaje de tus novelas… El Lléntelman se alejó del Oso, que se quedó maldiciendo su suerte, entró de nuevo en la dulcería, balanceando ese cuerpo esponjoso de felpa café que era su disfraz.

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Adentro, el Oso balbuceaba unas palabras a su jefe, Jorge Báez, que estaba detrás del mostrador: buscó al Lléntelman a través del vitral que daba a la calle e hizo un gesto como diciendo «Bah». El Lléntelman y Cambó cruzaron la calle y se acomodaron en el banco de madera que está afuera de Confecciones Gentleman. Para cuando me uní a ellos, el Lléntelman ya había hecho una abertura por el costado de una de las latas con una navaja suiza y, después de achatar el lado opuesto, esta descansaba sobre la acera y Cambó bebía frenéticamente el líquido azucarado del bebedero improvisado. Mientras guardaba la navaja en el grandísimo bolsillo de su frac, bebía de su lata. Tras un gran sorbo eructó y, para mi pesar, descubrí lo que había desayunado esa mañana. —Como te decía, sopita —dijo—: tienes que ser más entrador, más directo, menos misterioso, que esa faceta de escritor solo te hace ver como un cojudo maricón amante de las sopas de menestra. A las mujeres les gustan los hombres que se ven seguros, que tienen pasatiempos interesantes, como motociclista, astronauta, la clase de hombres que dan la impresión de tener aventuras de espías internacionales, como las del cero cero siete. Dime si no me parezco a James Bond con este frac, ¿ah?, dime, dime, jaja. —Levantó los brazos en el aire para que admirara su disfraz, como si fuera la primera vez que lo veía: para robar las latas, se había quitado la máscara y los guantes, de manera que, en ese momento, vestía el frac incompleto. Cambó arrastraba la lata por la acera para conseguir las últimas gotas de refresco. Cuando comprobó que ya no había más, se sentó frente al Lléntelman y lo vio a los ojos, suplicante. Ante la indiferencia de su dueño, se paró en dos pa-

tas y comenzó a dar vueltas, con las extremidades delanteras en eterno ruego. El Lléntelman, como siempre, se apiadó: levantó su lata arriba del perro y vertió el líquido en el aire, que caía directamente en el hocico. Era un enano que bebe de las hojas de un árbol, después de la lluvia. Cambó no derramó una sola gota y tampoco abandonó su posición circense. —Perro sopa, cojudo, te vas a morir de diabetes —dijo el Lléntelman mientras le acariciaba el morro—. Si te digo que es adicto a esa pendejada negra con azúcar. Cambó se recostó sobre la acera caliente por el sol de mediodía. El Lléntelman hizo lo propio en el espaldar del banco, unió las manos por detrás de la nuca y bostezó. Tintineó la campanilla de la puerta de Confecciones Gentleman y el señor Ortiz apareció a nuestro lado: tenía un trozo de tela gris doblado en su brazo derecho, aguja con hilo en la mano izquierda. Tenía dos o tres agujas más aprisionadas en la comisura de la boca. —Qué lindo, qué lindo —balbuceó el señor Ortiz—. Yo adentro matándome con este traje que debe estar para el viernes y ustedes aquí disfrutando del sol. ¿Para qué te pago, Lléntelman? Está bien que te tomes unos minutos, pero ya vas casi veinte… ¿Y tú, Guillermo? ¿El señor Morán te deja tomar descansos así de largos? —No, señor —respondí—. Ya me iba a mi puesto. —Yaaa, no se me encolerice, Juanito, que a su edad es peligroso —dijo el Lléntelman a su jefe—. Estaba dándome la pausa merecida del obrero trabajador, después de cuatro horas de entregar volantes que le habrán reportado millones y millones de clientes… —Millones y millones, millones y millones… Ponte el disfraz y trabaja. —El señor Ortiz se perdió dentro de su negocio.


—Bueno, mi amigo sopita, es hora de volver a esas tareas humanas tan divertidas y apasionantes que nos permiten llevarnos el pan a la boca. Estaba regresando a mi puesto cuando exclamó «Ayúdame, carajo». Recogí los pasos y lo ayudé a disfrazarse: tomé las solapas de la levita hinchada y se las acomodé, hice lo propio con las mangas (qué diminutas eran sus manos sin los guantes). Busqué los broches que unían la levita negra al pantalón gris y los uní. La botarga estaba completa. Tomé los guantes que imitaban piel y se los quise poner pero dijo «No, está haciendo mucho sol, ya es suficiente infierno el de acá adentro». Y tenía razón: cuando la temperatura máxima es de veintiséis o veintisiete grados centígrados, adentro de los disfraces puede rondar los treinta, treintaitrés grados, lo necesario para desmayar a los cuerpos no hidratados ni preparados, como me sucedió el año pasado, cuando inicié en este negocio. Tomé la máscara, que más que máscara es un casco de cartón que el mismo Lléntelman fabricó con una pelota inflable de playa como molde y pedazos de papel periódico sobre cartón pegados a ella: cuando ese caparazón de papel se secó y estaba firme como el casco de un motociclista, reventó la pelota, lo pintó de color piel, pegó un gracioso bigote victoriano y cabello al lado de las orejas hecho de algodón, cortó agujeros en la zona de los ojos para poder ver y cortó otro tanto bajo el bigote, donde pegó una malla metálica negra para representar la boca y para que su voz pudiera escapar y los peatones oyeran las promociones de Confecciones Gentleman. Al final, para rematar su obra de arte, colocó un sombrero de copa en la cabeza redonda de caballero. Cómo construyó el disfraz, me lo contó el señor Ortiz hace ya algún tiempo. Lo que

le convenció para contratar al Lléntelman fue su inventiva al fabricar esa máscara de aristócrata inglés, que se veía bastante convincente. Juntos trabajaron en el disfraz que acompañaría a ese rostro inerte de distinción y decoro, de buen vestir. El señor Ortiz confeccionó un traje que se adaptó a estructuras metálicas, dignas de una botarga del carnaval de Venecia o de Disney World, y que, sorpresivamente, no limitaba sus movimientos. Después, cuando la ilusión estaba lista, ambos coincidieron en que faltaba algo:

el señor Ortiz fue hasta la trastienda que está llena de telas y casimires que cuelgan del techo y duermen en anaqueles, y regresó con un sombrero de copa real. Removió el que había hecho el Lléntelman con una caja de televisión. Después de un par de puntadas y silicona, el sombrero de copa fue la cereza sobre el pastel. Así nació el Lléntelman, la mascota oficial pregonera de Confecciones Gentleman. El Lléntelman solía jactarse de que su disfraz estaba mejor construido que los demás que había en La Colina, también

conocida como la Calle de las Mascotas, y no se equivocaba: el armazón de alambre que sostenía el frac era tan amplio que permitía el flujo regular de aire en el interior, así el Lléntelman no se asaba demasiado, cosa que no sucedía con las demás mascotas de La Colina. Se jactaba siempre de su disfraz, sobre todo cuando lo conocí hace más de un año. Como al inicio no lo conocía bien y no atinaba la forma de comportarme con él, fui directo y le dije, en presencia del señor Ortiz, que la mascota

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Cuando el disfraz del Lléntelman estuvo en su posición, regresé a mi puesto. Tomé el casco de gallina que había dejado en la puerta del Pollo Carbonero cuando el Lléntelman me llamó para que lo ayudara con el robo de las latas, aunque más que ayuda lo que quería era compañía: al parecer mi sombra es imprescindible para sus chanchullos.

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de Confecciones Lléntelman más que parecer un caballero victoriano que sabe de vestir, parecía el hombre viejo del Monopolio, el juego de mesa donde se debe poseer todas las propiedades y comprar casas y hoteles y llevar a los contrincantes a la quiebra, perfecta metáfora lúdica del capitalismo. Una breve búsqueda en Internet me permitió conocer su nombre real: Mr. Monopoly, antes llamado Uncle Rich Pennybags. Cuando les di la información, que no estuvo exenta de reproche, ambos miraron el traje con asombro, de arriba a abajo y de abajo para arriba: se dieron cuenta de que tenía razón. —¿Perfecta metáfora del capitalismo? —preguntó el señor Ortiz—. Aquí no queremos conceptos elevados, Guillermo, eso no sirve de nada cuando se trata de saltar y gritar. —Conque señor Monopolio… —dijo el Lléntelman—. Lárgate a jugar con tus muñecas de mesa, ¡sopa de menestra! Cuando el disfraz del Lléntelman estuvo en su posición, regresé a mi puesto. Tomé el casco de gallina que había dejado en la puerta del Pollo Carbonero cuan-

do el Lléntelman me llamó para que lo ayudara con el robo de las latas, aunque más que ayuda lo que quería era compañía: al parecer mi sombra es imprescindible para sus chanchullos. Antes de ponérmelo, observé el interior: era igual a la construcción del casco del Lléntelman (todos nos inspiramos en él para fabricar los cascos). Quisiéramos copiar su armazón de alambre para nuestros disfraces, pero eso ya implica una elaboración mayor en la que tendría que participar el señor Ortiz, a quien ninguno de nuestros jefes está dispuesto a pagar, no porque no tengan una buena relación con él, sino porque consideran que nuestros disfraces pegados al cuerpo son perfectos. Nos morimos de calor y ellos lo saben. Me puse el casco de gallina blanca en mi cabeza y lo acomodé: hice coincidir el agujero existente entre el pico y las barbillas con mis cejas, ojos, nariz y boca. Peiné hacia atrás la cresta roja, hecha de tela roja, de manera que apuntara al cielo aunque no tardaría en caerse de nuevo. Me aseguré de que las patas y sus garras todavía estuvieran ahí (he perdido garras en tres ocasiones), y de que el cuerpo y las


En la penumbra de la habitación, la tijera recorre el papel, lo corta con simetría, sigue los contornos del anuncio publicitario que muestra a una muchacha, una adolescente bellísima que mira a la cámara, con el

mentón descansando sobre la mano y una expresión de tristeza. Bajo ella una pregunta: «¿Te sientes deprimida?». Bajo la pregunta, la respuesta: «Prueba RockStalts, la combinación perfecta de caramelos de miel y esa sensación explosiva que amas en tu boca». Y en la parte inferior de la publicidad, la muchacha bailando con varios hombres de su edad, tan atractivos como ella. «RockStalts hace tu día increíble». La tijera recorta a la adolescente deprimida junto con la pregunta; las manos ponen sobre el escritorio el recorte. Buscan el bote de goma y embarran el líquido espeso en el envés, donde se aprecia una noticia sobre la crisis económica en algún país. Las manos abren el álbum de fotografías, otrora destinado a los recuerdos de una boda, encuentran una página vacía y, firmes y decididas, pegan el recorte en el centro de la página. Ahora la adolescente está cercada por otros recortes: un hombre maduro que sonríe (con perfecta dentadura) a la cámara, una ama de casa (atractiva) que mira hacia el piso, un niño (qué ropa más hermosa) que corretea con su perro y una niña que juega con su casa de muñecas (carísima). Ahora la adolescente de los caramelos explosivos pertenece a la familia feliz… pero sigue deprimida. Entonces las manos toman la tijera y recortan la segunda fotografía: la adolescente es separada de sus compañeros de baile y se inserta a un lado de esa nueva familia. Las manos toman un rotulador rojo y trazan una flecha que conduce a la adolescente triste a su versión alegre, la flecha pasa a un lado de los demás recortes. La ilusión está completa. Las manos se sacuden los grumos de goma, cierran el álbum y lo guardan en un cajón del escritorio.

(Este es el primer capítulo de la novela

No somos tu clase de gente, que está a la venta en

el Centro de Publicaciones de la PUCE, en

Quito, y en otras librerías del país).

Foto: Francisco Flores

alas hechas de felpa y tela no se hubieran manchado al sentarme en el banco ni que tuvieran pelos perdidos de Cambó. Entregué los volantes que sacaba de mis alas (no se ven mis manos) a los peatones que curioseaban en La Colina a esa hora, con ese calor a cuestas, preparándose para el almuerzo. La gente que tomaba mis volantes con indiferencia caminaba unos quince metros, sorteando a la Abuelita, para llegar adonde el Lléntelman, que hacía sus cabriolas e imitaba las poses de un caballero, con Cambó a su lado, que se refregaba contra las piernas de los posibles compradores, saltaba alrededor de ellos y luego subía por los brazos y trepaba a los hombros del Lléntelman y, como si fuera una estatua, se congelaba, altiva, apoyado en el sombrero de copa. Entonces se sucedían los aplausos, los volantes bien recibidos, incluso los curiosos entraban en el negocio del señor Ortiz aunque no tuvieran la intención de hacerse un traje o vestido a la medida, solo entraban para ver qué clase de negocio tenía una mascota tan animada. Pero mis ojos, desde hace tres días, ya no solo son para los malabares del Lléntelman. Mis ojos viajan de esa abstracción del capitalismo, cruzan la calle hasta Hot Dogs Express, y se posan sobre la Leona que reparte volantes a diestra y siniestra. Mis ojos se quedan en esa felina y, si se esfuerzan un poco, distinguen las curvas femeninas que yacen debajo de ese disfraz. A, susurré. ¿Uno, dos, tres o cuatro?, me pregunté en voz alta.

Roberto Ramírez Paredes (Quito, 1982) Su obra No somos tu clase de gente se adjudicó el Premio Nacional Aurelio Espinosa Pólit de Novela 2017. La ruta de las imprentas, su ópera prima, fue finalista del Premio Latinoamericano a Primera Novela Sergio Galindo y se publicó en 2015 en la Universidad Veracruzana de México. En el mismo año, su cuento ‘Visca el Barshe’ apareció en la revista Nagari de Miami; en 2014 dos cuentos suyos formaron parte de la antología Los que vendrán: nuevos cuentistas ecuatorianos, de Alejandría Editorial. Ha escrito estudios introductorios para Flaubert y Dante, ha ganado dos concursos de cuento, ha escrito para El Comercio y Hoy. Estudió el Máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y actualmente cursa el Doctorado de Filología de la Universidad de Barcelona. 23


Premio Nacional de Poesía César Dávila Andrade 2017

El parque es una rodadera infinita El hombre ciego que siempre amó manejar, que en noches frías y nubladas enciende el motor de su carro sólo para escuchar el sonido, cerrar los ojos e imaginar que está conduciendo en una carretera que no lleva a ningún sitio. La letra H no debería ser tan mala si la comparas con una T llena de residuos tóxicos. Un montón de cráneos que guardo en cajas cubo fluorescentes. La sangre como reafirmación de la existencia, del decir estoy viva y aún no he muerto, pero la muerte ha dejado de ser algo importante y es el silencio infinito de las voces que ya no anida mi cabeza. ¿Estás bien papá? ¿En los cristales de tus ojos la luz se disipa? ¿Estás bien papá? A tu bastón encarcelado en este cubo, le hace falta la puerta que no construimos, las llaves imaginarias del parque —ahora edificio de mujeres en tacón y hombres en corbata— debo devolverlas. Debo encontrar otro infante con imaginación infinita que levante cometas por encima de las antenas y juegue conmigo a que somos un parque, a que somos un par de llaves, a que somos precipicio y nos lanzamos. El columpio averiado lo arreglamos con un poco de alambre. Papá, no me dejes sola con un niño que no sabe que si bombardeamos el edificio recuperaré mi parque. Papá, yo quiero mi parque y la rodadera, quiero a mi perro al que lo atropelló el carro de la basura y luego se lo llevó como desecho. Papá, aquí todo duele, y las caricias de los hombres que dicen ser vos solo me lastiman la piel. Papá, ¡Papá! ¿Aún me escuchas desde la oscuridad? 24


premio

Una r puede salvar gatos Alfileres imaginarios se clavan en mis piernas desnudas. Nadie debe estar a la altura de Nadie. Vos mides lo que el mundo en las manos de un niño ciego. La belleza es el final/ comienzo de una era que silencia/ grita palabras. Se engendró la poesía en el corazón de un gato muerto. Eres el robot más sensible que mi carne quemada ha conocido. Me sangran las manos/ miles de agujeritos en mis palmas. Haré un guiso con tus partes de lata, se derretirá el corazón que no tienes. Ven a la primera/ última cena, come conmigo las vísceras de tu existencia. Caerá el techo y partirá tu cráneo/ expuesto tu cerebro, empezaré el meticuloso proceso de meterme ahí. Memoriza mis ojos que no son grises. Con tus manos de alquitrán acaricia mi espalda de gato manso y golpea suavecito mis omoplatos. La ventana sin cortina es un generador de histeria para un gato que no atusa sus bigotes, todavía.

Convulsiones de una abeja que alguna vez fue reina Azuzané hormigas en la atosigada muerte de un insecto palo. Me acarició la palabra/ grito/ silencio que se quedó en la sala. Se necesita ser un loco para considerar romántico el matar pulgas en una terraza cualquiera. Un mueblecito nuevo que parece viejo por las afiladas uñas de los gatos. Un barquito de papel creado para ser destruido. Acaricié el bigote blanco de un pequeño azul que brilla suave. Demolición de un edificio de legos: la tristeza invade el corazón de un niño/ constructor. El lacito perpetuo adorna la envoltura que no es de caramelo. Me pegó fuerte el hielo de una lluvia que caía ligera. Mar_ea la nostalgia no salada del dulce insípido. Rock and roll/ tequila/ vaso/ torbellino para dos que no son tres. Se endureció el pezón que no amamanta. Hijo no has venido al vientre de tu madre. Madre no has traído al hijo que por tu matriz buscaba. Abeja reina mataste el zángano y le has arrancado el endofalo. Se ha regado semen en tu vientre de inmaculada miel productora. Ha de venir otro a dejarte la savia en donde creas la muerte: en donde nace la vida. Miles de abejas zumban en los oídos.

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b Miro el abismo que cabe en una alcantarilla destapada. Un agujero oscuro lleno de trinomios cuadrados perfectos. Harta mierda que no sirve para nada. Salvo para sincerar ciertas posibilidades. a 2 + 2 a b + b 2 = (a + b) 2 a puede ser igual a muchas cosas a = vos Vos = a Como dije muchas cosas. Que me gustó sincerarme por medio de una webcam. Que soy una codiciosa colecciona vestidos. Que tengo aún en fundas y con factura incluida varios de ellos que no pienso usar.

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NO, le dije, No sé yo tampoco como NO sentir, Me olvidé de esas cosas un día que me clavaron una jeringa calibre 21 y me gustó. //Ahora pretendo ser una mujer responsable que se hace chequeos médicos cada mes todo sea por los exámenes de laboratorio ¡Alabado sea Cristo que tengo seguro (hospitalario)!//


Miro la luz que cabe por medio de un agujero destapado. Una alcantarilla oscura llena de trinomios cuadrados imperfectos. Harta mierda que no sirve para nada. Salvo para sincerar ciertas posibilidades. x2 + bx + c x no será ninguna cosa x≠ vos vos≠ x Como dije ninguna cosa. Me quedé congelada en un estado líquido del tiempo buscando jeringas de calibre 22, buscando copos derretidos para inyectármelos en las venas. hipotermia para el corazón/ escarabajo de una pequeña mujer que no pudo ser materia. b Pude serlo todo, pero ahora soy un torrente de agua santa que desemboca en un pozo séptico. Sí, soy eso y también un llaverito. Quise decirte que no miento, que la luz del amanecer octavo me quema los ojos a la misma hora. Soñar con un vientre inflamado vertientes de sangre ensuciando las venas y también los omóplatos: le quité la miseria al parásito cuando reventé su estómago entre mis uñas, asesina de pequeños vampiros que chupan tu sangre que es mi sangre. Azuzano con destreza las imágenes —una tras otra y otra tras otra— imagen de hombre buey, de hombre cárcel, de hombre azulejo. Somos un cubo, habitamos en un cubo, cuarto de espejos que se rompen al abrir la puerta, que se manchan al cerrar la puerta, que no miran nada, que (ausencia, caja vacía) nos devoran los ojos. Triste que no se enreden los cabellos en tenedores de marfil y que el marfil no llore su origen. Que el niño sin boca le rece a un santoman en el centro de la mesa y se corte los párpados. Pude serlo todo, pero ahora soy una canica en casa de ciegos, rodando por el piso, riendo cada vez que cae y se parte el cráneo cualquier espectro que me llama desde el espejo: charquitos de sangre para la cena.

Pamela Cuenca (Loja, Ecuador - 1996) Cursó estudios en Comunicación Social en la Universidad Técnica Particular de Loja. Ganadora del Premio Nacional de Poesía César Dávila Andrade con su libro Los cubos que me habitan (Ecuador, 2017). Directora y fundadora del I Festival de Poesía De Lirios Ambato 2017. Ha publicado avances de su futuro libro en las plaquetas: Ensayo de realidad virtual para un gato que despierta (Loja, 2017) y Despersonalización de una máquina: futuro no inmediato (Ambato, 2017Loja, 2017).

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Foto: Guillermo Puglia · www.flickr.com

Profesional

Ana María Shua

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relato

N

o se trata de que me guste matar. Es mi trabajo. ¿Cuántas personas en este mundo disfrutan realmente de su trabajo? Me gusta escribir. Si hubiera podido ganarme la vida escribiendo, quizás nunca me habría convertido en un profesional de la muerte. Pero ¿quién vive de su literatura? Un puñado de privilegiados en el mundo. Mi padre me enseñó a matar por dinero. Tenía una pequeña empresa de control de plagas, una actividad sin prestigio, de la que, sin embargo, estaba muy orgulloso y que en ese momento se mencionaba con un nombre mucho más simple. La gente llamaba al cucarachero. —Yo no fabrico medias de náilon, ni caramelos —solía decir mi padre—. Lo que hago es cuidar la salud de la gente. Vaya a saber por qué las medias de náilon y los caramelos le parecían el símbolo de lo superfluo y quizás de lo dañino. Como las ratas y las cucarachas, se situaban en el extremo opuesto a la salud. En realidad, en esa época los venenos que se utilizaban eran mucho más perjudiciales para la salud de nuestros clientes que las plagas a exterminar. Se usaba, sobre todo, un compuesto de fósforo blanco que parecía puré de papas, tenía un leve olor a ajo y se esparcía con una espátula en los rincones de la cocina, los baños, las alacenas. El aroma era tentador. A mi hermano y a mí, papá nos había hecho una morbosa descripción de la muerte que nos esperaba si a alguno de los dos se le ocurría meter el dedo para probar esa pasta blanquecina y cerosa que alguna vez usaba en nuestra propia casa. Matar a una cucaracha es fácil. Librar de cucarachas una casa es muy difícil. Las cucarachas son hábiles, son gregarias, son rápidas, son astutas. Mienten. Son capa-

ces de fingirse muertas, cadáveres boca arriba, para darse vuelta y huir cuando la amenaza se aproxima. Como yo no tengo que exterminar a una parte de la humanidad sino solamente a ciertas personas bien individualizadas, mi trabajo es bastante más sencillo. De todos modos, no se puede decir que haya llegado a mi profesión actual ampliando las posibilidades de la empresa de mi padre: primero hormigas y cucarachas, después ratas y murciélagos, después gatos y perros… Aunque el control de plagas me haya enseñado a naturalizar la muerte, debo confesar que yo avancé por otros caminos más informales. La gente común tiene toda clase de fantasías acerca de nuestro trabajo que es, en realidad, bastante rutinario y no tiene mucho que ver con lo que muestran las películas. Si tuviera que relatar hoy la historia de mi vida, los pedidos, las caras, los nombres, la ciudades, las víctimas, las armas, las heridas se me mezclarían en una alegre confusión, un poco monótona. Aunque debo admitir que, como pasa en todas las áreas, en los últimos años muchos colegas han cambiado su estilo, se compran ropa de buena marca, tratan de memorizar una lista de frases célebres, en fin, hacen esfuerzos por parecerse a la imagen que el cine nos atribuye: el prestigio de Hollywood. Los encargos con los que debutamos en el oficio son, quizás, los más recordables, y no solo por ser los primeros sino por ser los más complicados y peligrosos. Es al revés de lo que piensa la mayoría: la gente con experiencia, los que son famosos en el ambiente, los que cobran cifras importantes rechazan los trabajos incómodos, difíciles, desagradables. Que caen, como es natural, sobre las espaldas de los principiantes. Siempre se puede encontrar a un tonto cualquiera

Y así era yo, un inexperto principiante, cuando tuve que encarar a mi primera clienta, la señora Eugenia Griffero de Ulloa. Estaba un poco nervioso. Por supuesto ya había matado a otras personas, incluso por la espalda, pero siempre en situaciones de enfrentamiento: robos a mano armada, guerra de pandillas y cosas así. Contaba con una ventaja importante para iniciarme en el oficio: no estaba marcado, nunca había estado preso. 29


Aunque debo admitir que, como pasa en todas las áreas, en los últimos años muchos colegas han cambiado su estilo, se compran ropa de buena marca, tratan de memorizar una lista de frases célebres, en fin, hacen esfuerzos por parecerse a la imagen que el cine nos atribuye: el prestigio de Hollywood.

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listo para jugarse la vida tratando de matar a un general en una manifestación, o a un pobre muchacho necesitado, dispuesto a matar a un abuelito a garrotazos por cien dólares. Y así era yo, un inexperto principiante, cuando tuve que encarar a mi primera clienta, la señora Eugenia Griffero de Ulloa. Estaba un poco nervioso. Por supuesto ya había matado a otras personas, incluso por la espalda, pero siempre en situaciones de enfrentamiento: robos a mano armada, guerra de pandillas y cosas así. Contaba con una ventaja importante para iniciarme en el oficio: no estaba marcado, nunca había estado preso. La señora Eugenia me citó en su propia casa, a las diez de la noche. A los clientes no les gusta tratar con nosotros en directo, pero a la larga se dan cuenta de que, en esta era de las comunicaciones a distancia, nada deja menos rastros que una entrevista personal. Me recomendó que nadie me viera entrar, pero no hacía falta. En esa época todavía no había en las calles tantas cámaras de seguridad. De todos modos yo hubiera preferido conocerla en un café, pero no hubo manera de conven-

cerla. Que nos encontráramos en su casa era para ella una condición fundamental. Ella me dejaría la puerta abierta para que no tuviera que estar allí parado, expuesto, tocando el timbre. Y así fue. Era una noche calurosa, pesada, una de esas noches de verano agobiantes como una celda, de las que uno quisiera escaparse. Entré a la casa, pasé al escritorio y allí estaba la señora Eugenia, en penumbras, sentada detrás de un gran mueble de nogal. Gorda, hinchada, pintarrejeada y maloliente. Todo el ambiente estaba impregnado con ese olor dulzón, que el calor subrayaba. No podía creer que alguien pagara por oler así. No perdió tiempo. Tenía preparado allí mismo, sobre el escritorio, la mitad del dinero que, entonces, para mí, era una suma importante. —Quiero que mate a mi marido. Ahogado en la bañadera. Diente por diente. A mí, sus motivos, me importaban poco. —Muy bien. En el curso de los próximos quince días... —Ahora mismo. Ese es el cuarto de baño. Esta mujer está loca, pensé. Pero ya me habían advertido cole-


gas más experimentados que buena parte de los que encargan estos trabajos están como mínimo un poco alterados. Y en realidad a doña Eugenia se la veía, a su manera, muy tranquila. Aunque por otra parte... matar en la bañadera. Dudé por un momento y estuve a punto de renunciar y retirarme, algo completamente prohibido en este oficio. Matar en la bañadera es un trabajo feo, sucio y mucho más difícil de lo que parece. Se toma a la persona de los tobillos y se tira hacia arriba enérgicamente. Como por lo general (pero nunca se sabe) no tiene de dónde agarrarse, la cabeza se le hunde. Pero hay que ver la fuerza descomunal con la que puede patalear una persona que se está ahogando. Por otra parte el hombre era un viejo de ochenta años y yo tenía el entusiasmo un poco desaprensivo de la juventud. Sin pensarlo demasiado, sintiendo el calor de los billetes en el bolsillo, entré al baño. A pesar de mis prevenciones, fue sencillo. Y, en cierto modo, refrescante. Cuando salí, totalmente empapado, mi clienta ya no estaba. El resto del dinero me esperaba sobre el escritorio. La busqué por toda la casa, pero se había ido. Quizás para no escuchar los ruidos desagradables que venían del cuarto de baño. La muerte del anciano pasaba sin esfuerzo por un accidente. Nada que pudiera interesar a los diarios. Sin embargo, una semana después apareció una breve nota en la página de policiales. Un anciano había sufrido un accidente en la bañadera. Intrigados por su desaparición, los vecinos alertaron a la policía, que encontró el cadáver en avanzado estado de descomposición. El hombre vivía solo. No tenía hijos. Y sobre todo, era viudo. Con razón la señora Eugenia olía tan mal. Tan mal mal. (Tomado de http://www.anamariashua.com.ar/)

Ana María Shua (Buenos Aires, Argentina – 1951) Escritora, guionista de cine y periodista. A los dieciséis años publicó sus primeros poemas reunidos en El sol y yo. En 1980 ganó con su novela Soy paciente el premio de la editorial Losa-

da. Sus otras novelas son: Los amores de Laurita (1984. llevada al cine), El libro de los recuerdos (1994, Beca Guggenheim) y La muerte como efecto secundario (1997, Premio Club de los XIII y Premio Ciudad de Buenos Aires en novela), El peso de la tentación (2007) e Hija (2006). Cinco de sus libros abordan el microrrelato, un género en el que ha obtenido el máximo reconocimiento internacional: La sueñera (1984), Casa de geishas (1992), Botánica del caos (2000), Temporada de fantasmas (2004, reunidos en el volumen Cazadores de letras) y Fenómenos de circo (2011). También ha escrito libros de cuentos: Los días de pesca (1981), Viajando se conoce gente (1988) y Como una buena madre (2002). Con Miedo en el sur obtuvo el Premio Ciudad de Buenos Aires. Que tengas una vida interesante reúne sus cuentos completos hasta 2011. Su último libro en el género es Contra el tiempo. En 2014 recibió el premio Konex de Platino y el Premio Nacional de Literatura. Recibió varios premios nacionales e internacionales por sus libros para chicos. Su obra ha sido traducida a una docena de idiomas.

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Antesala Diana Ospina Obando

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ntra al cuarto con los ojos desorbitados. —Traigo compañía —dice. Yo apenas puedo mirarlo. Estoy cansada después del viaje en bus. Horas de estar sentados en unos puestos incómodos, mirando un paisaje lejano a través de vidrios polarizados. Decidimos parar a dormir bien y descansar un poco. Conseguimos hospedarnos en un pequeño hotel de carretera que descubrimos por casualidad. Estaba sucio y deteriorado, pero no teníamos más para escoger. Así que aceptamos quedarnos en una estrecha cama de metal a punto de desmoronarse. En algún momento él se despertó y quiso ir al baño. Yo estaba entre dormida y despierta, en ese estado en el que se nos confunden los sueños con la realidad. Entrecerraba los ojos y me sentía caminando por una carretera que parecía interminable. Me desperté con el inicio de la tormenta. Miré a mi lado, él no había vuelto. Me sumergí entre las sábanas de colores asustada por los

truenos, los rayos, el frío y la extrañeza de que no hubiera regresado todavía. Cerré los ojos y volví a ver la carretera, ya no caminaba, corría, corría desenfrenada mientras el espacio se deshacía. Esta vez me despierta, entra al cuarto con los ojos desorbitados y un frasco de cristal en la mano. —Tenemos compañía —dice. Me acerco. En el interior del frasco de cristal hay un alacrán. Horror. —¿Para qué lo trajiste? —Lo encontré en el baño, lo iban a matar. No los dejé, pobre animal. Mañana veremos qué hacemos con él. —Yo no quiero que esté en mi cuarto, yo no quiero que esa cosa esté a mi lado mientras yo duermo. A él le da risa. —Y ¿cómo crees que se va salir del frasco? A ver ¿cómo? La lluvia se hace más fuerte. Dejamos de hablar porque ya ni nos oímos. Estoy enojada. Miro el alacrán dentro del frasco sobre

la mesa de noche. Está quieto con el aguijón erguido, parece furioso. Juro que él también me está mirando. Intento volver a dormir, pero no puedo. Se me mezcla el temor de la tormenta, el cansancio, la rabia y el sofoco que me produce ahora el calor de su cuerpo al lado del mío. Intento concentrarme en algún recuerdo agradable para poder dormir; poco a poco empiezo a sentir cómo se relaja el cuerpo y los sonidos parecen alejarse lentamente. Veo la carretera, campos interminables de trigo. Es como si planeara sobre el paisaje. El cielo azul, las nubes. Hay un olor dulce que lo impregna todo, como a magnolias. Estoy tranquila. De pronto las nubes se oscurecen. Ya no planeo. Me precipito en una caída infinita. Miedo, todo está negro. Abro los ojos asustada y me percato con horror de que el frasco se destrozó al caer de la mesa: el alacrán no está. Aturdida aún, intento despertarlo, pero no reacciona. La luz no enciende,


cuento Los rayos de luz que se cuelan por la ventana iluminan pedazos de la pared y del piso. Algunos trozos de cristal brillan desparramados por el suelo. Por un instante me parece ver la figura del alacrán moviéndose, escabulléndose, esperándome. No puedo respirar. Abro la boca intentando dar un grito. Silencio. tengo miedo de bajar de la cama, de respirar. Él sigue sumido en un sueño profundo o, de pronto, quizás esté muerto. Tal vez el alacrán ya lo picó y es solo cuestión de horas para que empiece a ponerse frío y morado. Tiemblo. Me siento ridícula. Respiro. Busco calmarme. Todo parece una pesadilla absurda. El cuarto, sin la luz encendida, se me antoja más pequeño y sucio. Los rayos de luz que se cuelan por la ventana iluminan pedazos de la pared y del piso. Algunos trozos de cristal brillan desparramados por el suelo. Por un instante me parece ver la figura del alacrán moviéndose, escabulléndose, esperándome. No puedo respirar. Abro la boca intentando dar un grito. Silencio. Todo parece girar y deshacerse. Reconstruyo, una a una, las pequeñas circunstancias que se unieron para llevarme hasta ahí, hasta este hotelucho en medio de la nada donde un alacrán da vueltas bajo mi cama de metal. ¿No pueden acaso subir por las paredes? La lluvia continúa inclemente. Tengo que salir de aquí. En un movimiento rápido llego hasta la puerta. Salgo. No me preocupo por cerrar tras de mí. Bajo las escaleras, que parecen interminables, hasta llegar a la entrada. No hay nadie. Salgo. La lluvia me cae sobre el rostro, desciende por mi cuerpo mientras la piyama se me adhiere a toda la piel, siento el pavimen-

to duro contra mis pies descalzos. Empiezo a correr, a correr cada vez más rápido. De pronto me detengo y lo entiendo todo. Esto no es más que la continuación del sueño: yo corriendo, la carretera, la lluvia... Es idéntico a mi sueño. ¿Y si el alacrán, también hace parte de él? Intento despertarme. ¿Cómo saberlo? Reconstruyendo los hechos todo es demasiado absurdo, no puede ser real. Una pesadilla, claro, una pesadilla con él muerto sobre la cama, la noche oscura y yo corriendo sin rumbo bajo la lluvia. Pero, insisto, no puedo despertarme. Quizás lo mejor sea regresar. Al hacerlo, me parece ver que el aviso del hotel está ligeramente torcido y que las cortinas que antes vi rosadas ahora son azules. ¿O siempre tuvieron ese color? O, tal vez, esto demuestra que sigo soñando, que estoy atrapada en una pesadilla ridícula. Subo las escaleras. Llego al cuarto, ahí está él; no se escucha nada, ni el sonido de su respiración. Me acerco a la cama a ocupar el sitio que había abandonado. Estoy empapada. De pronto, siento un ardor en la planta del pie, un ardor que me sube por el muslo y me paraliza. Me acuesto como puedo. No grito. No me quejo. No tengo miedo porque en los sueños no se muere; no tengo miedo. A lo lejos veo la carretera cubierta de trigo, a lo lejos veo la carretera, a lo lejos…

Diana Ospina Obando Docente, escritora y crítica de cine colombiana. Ha participado en las antologías de cuento Señales de ruta (2008), Corazón habitado (2010) y Malos elementos (2012). En el 2017 fue publicado por editorial Icono su libro de cuentos Pasajeros en tránsito. Ha escrito sobre libros y cine para diversas publicaciones. Su página de internet es: www.elgatoquepesca.com.

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1 A veces creo tener la tristeza encarnada en las uñas de los pies Duele cuando camino

2 CUÁL EL MOMENTO de partida, el inicio, el punto en que los sucesos convergen y como orugas mutan convertidos en recuerdo. Hubo tiempo de ser niña, de abrir puertas y cajones, descubrir dimensiones, planear una partida. Lo dice la fotografía envejecida en la billetera de mi padre; secreto olvidado en el cajón de la mesa de noche en mi alcoba. Alguna vez fui niña, busqué entre pastizales un trébol de cuatro hojas como un premio al hallazgo, a la fe, a la confianza enmarcada en la primera sonrisa. ¡Luisa! ¡Luisa! El llamado insistente de mi madre cuando el sol en el cenit hace ver difuso el movimiento de mis manos y en ellas el temor a deshojarlo. Caminar el afuera alejó mis pasos del llamado de mi madre. Desde entonces todo se fue haciendo adulto y, como por arte de magia, la casa grande la hallé pequeña, la calle de barrio estrecha, y el pastizal, un jardín que apenas conserva un pedazo de pasto donde no hay cabida para que se esconda un trébol. 34


poética

3 UN PERRO FLACO y sin pelaje lamenta el aire que respira Ladra a los pájaros al vuelo de las hojas a las voces escondidas tras la tapia En mi bolsillo la navaja que me acompaña desde niña Corto su amarre, bate la cola en agradecimiento adiestrado de una memoria antigua Siento entonces haber vuelto al día en que el sol era lumbre chispeante entre los leños bebíamos café en tazas de peltre jugábamos a descubrir a Orión en medio de un cielo titilante y corríamos a guarecernos bajo techo ante la lluvia Aunque nunca faltó quien jugara naipe en solitario Dios dibujó siempre una sonrisa en la boca de mi madre 35


4 HUBO UN PÁJARO copetón una vez Piaba en el pórtico de la casa escondido entre los matorrales de la entrada Su piar era lento Semejaba la resignación ante el quejido Su ala herida le impedía alcanzar el vuelo y sus pequeñas uñas, ya eran romas de caminar la rugosidad del pavimento de las calles Entre las palmas de mis manos era algo así como un pedazo de mota perteneciente al viento Lo alojé en mi habitación, le curé la herida y aprendí a leer en sus ojos la humedad que emana cuando algo nos conmueve Por algunos días ejercitó su ala hasta volar de nuevo Hoy es un pájaro copetón de poco vuelo Mira la tierra desde las ramas de la acacia sembrada por mi padre en el jardín Mis ojos a veces tropiezan con los suyos Me recuerda que así él sea un pájaro de poco vuelo yo estaré sembrada en la tierra sin alcanzar las copas de los árboles desde donde me mira

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5 EXTRAJE DE LA TIERRA la raíz del roble Destilé de sus flores el dulce de la miel y empaqué en frascos lo que imaginé un elixir cincelado por los picos de los pájaros Con sus hojas hice un lecho al borde de la roca Solía contar bellotas de una en una Amanece el canto de las ranas en el río Muge el paso del agua por la escorrentía En el río las ranas ahogan los picos de los pájaros Quedo sin su amparo ante la lluvia Húmeda la piel será musgo a las alas de las moscas Aposento de líquenes a las raíces de la orquídea


6 ¡QUÉ ES LA TIERRA cuando entre maleza nacen los ojos de los muertos! ¡Qué es el agua cuando la transparencia enturbia el rojo de la sangre el vivo brazo que rema, el bote que agolpa en la orilla el deceso de las olas! ¡Qué es el aire cuando a lo lejos la llanura aprieta en su lomo la lluvia y carga a cuestas las piernas de los cuerpos mutilados! ¡Qué es el fuego cuando en la piel tostada por el sol arde una llama lanzada desde lejos!

7 SI NO HUBIERA guerra ni humo que cubriera de ceniza el campo tomaría los leños apagados a destiempo en cada fuga haría de una cerilla el símbolo de lo que fue un incendio volvería a mirar a las lechuzas sin la compasión del insomnio de los búhos y dejaría crecer el cabello a las muñecas de la infancia Si la guerra no hubiera llegado a mí como llegó en la noche clandestina de una toma dormiría desnuda entre los pastizales dejaría a las lagartijas hacer cosquillas en mis muslos y sembraría de flores los nombres de los muertos Si la guerra no hubiera sorprendido nuestras bocas la noche de los besos ni hubiera sellado las palabras en medio de las balas tu voz sería escrita en las paredes de las calles y no sería rojo sangre su tintura

8 ESAS LLANTAS arrumadas en las calles Esos costales que la gente carga chorrean brea untan las paredes de las casas Esos ataúdes todos blancos hacen el desfile de la muerte por encargo Esas ventanas de un golpe cerradas tras otro golpe de la puerta

Esos gritos y yo muda escondida tras la tapia Esa bala y otra bala y la ausencia de Fermín Esos ojos que me miran y señalan No me miren que me he ido que no veo que no existo Esa mancha pura sangre que no es mía y que es mía que siento como siento hervir todas las sangres Ese semáforo estacionado en el rojo sangre de la sangre que no cambia

9 SIGO LOS PASOS de un habitante en la rayuela urbana Cinco cuadras me separan del destino Entre edificios grises, una paloma también gris, olvida su mensaje Ando aceras, cuento los pasos reconozco al sol en las siluetas dibujadas sobre el pavimento 3DCRT o algo así dice la fórmula Olvido su mensaje Ante mí el cansancio dispone su peldaño Qué compacto es el mundo en un ladrillo Qué sólida la vida cuando se pisa el pavimento

10 DEJAR este lugar donde el sonido de los autos y los trenes orquesta la fuga de las cañerías donde el sol esconde su atardecer detrás de los edificios Empacar dos o tres mudas dos o tres frutos secos una lámpara de Aladino Al fin y al cabo a pie se sustenta el árbol y en los líquenes el agua se destila 37


11 Al principio fue una estaca Un trozo de madera seca clavada por mis puños en la tierra por la gana de asentar mi ruego, hacer de él una ofrenda al temporal del viento de la lluvia Lejos del árbol talado a mis espaldas volví el paisaje un cuadrante hecho de callos y de lluvia Con las ramas recogidas en tiempos de sequía tejí nudos espesos tan tupidos que sirvieron de cierre entre estaca y estaca En mis párpados, el peso de la gravedad cierra la puerta al firmamento En mi cuerpo, la redondez del mundo cuando se mira desde el centro

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12 Aquí, se ahogó el silencio Lo arrastró la corriente río abajo Rasgó en su boca la palabra sofocada ¿Qué fue lo dicho aquel día cuando los pájaros apretaban sus picos en señal de duelo y cerraban los ojos para no salpicar de llanto el verde del acantilado? La palabra enmudece cuando lo visto por los ojos es irrepetible por palabra alguna ¿Acaso no es el grito el alma viva que brota por la boca? ¿Por qué no ahogarnos en un solo grito en vez de ahogarnos en el río?


13 Cuando los días se llueven de a pedazos y la mañana asedia los refugios Qué hacer cuando la palabra es hoja seca y en su memoria la tarde avejentada se bate a ciegas espera que anochezca

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16 … y con mis párpados cubriré sus ojos para que la muerte en ella no queme sus pupilas Dejaré desnudos los míos, a la vista de los cuervos para que en cada picotazo el hambre se sacie y la muerte acicale sus formas en el festín de haber sido una sola ave quien sirviera de espejo a su vestido

Respiro aún bajo la hojarasca Cobijada de humedad preservo algo de mi aliento Entero está el muro levantado en repetidas palabras Pronto seré rastrojo apagado en el canto de las ranas Ni un ápice de mí asoma en la disculpa de sobrevivir al brutal fuego Consumida recuerdo la complicidad de las hojas al reptar en similares quejidos Al rasgar la tierra con las uñas

15 Esperé, esperé entera su regreso pero el llano se tornó pequeño en medio de un bosque que ocultó la noche En cada casa una veladora llora su pabilo yo mis uñas ajadas de tallar los días en maderos de recoger las hojas de las plantas al caer rendidas ante la inutilidad del agua que las riega Esperé, esperé tanto y por tanto tiempo que el zumbido de las moscas se hizo música alrededor y el aire cobijó el insomnio Esperé tanto y por tanto tiempo que perdí la cuenta de los días agoté la piedra que me sirvió de improvisado ábaco y apagué en mis ojos el fuego que ardió en ellos

Luisa Fernanda Trujillo Amaya (Bogotá - 1960) Poeta y docente universitaria. Ejerce como profesora en el pregrado de Creación Literaria de la Universidad Central de Bogotá. Tiene tres obras poéticas publicadas: De soslayo, prendada (2010), Trazo en sesgo la noche (2012) y En tierra, el pájaro olvida cantar (2017). Poemas suyos han sido traducidos al inglés, francés e italiano, publicados en revistas y magazines de Colombia, México, España, Italia y Bolivia e incluidos en antologías de España, Italia y Colombia.

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Eliécer Cárdenas

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a volví a ver casi a los diez años, pero ella me reconoció de inmediato cuando en el Desfile de la Ecuatorianidad en Nueva Jersey yo curioseaba y el acto estaba por empezar y con robustos policías gringos, siempre con sus juegos de esposas colgantes de las cinturas, desviaban el paso de los autos ante la multitud de compatriotas que con las banderas tricolores desplegadas, se hallaban impacientes por iniciar la marcha en ese pegajoso calor de agosto, en mitad del verano americano. Conchita —siempre me había pedido que no la llamara «doña Conchita», a pesar de la respetable diferencia de edades que nos separaba— caminó hacia mí en un trotecito, acomodándose sobre el abundante pecho la banda que le


narrativa otorgaba una suerte de especial distinción en la primera fila del cortejo. Su agilidad parecía desmentir los ochenta y tantos años que tenía. Estampó un perfumado beso sobre mi mejilla y preguntó si participaba en el desfile. Le respondí que solamente pasaba por ahí, nada más. —Te avergüenzas de la tierra en que naciste, mal ecuatoriano — me increpó en son de broma, y sin permitir que yo presentara alguna excusa para esfumarme, me tomó de un antebrazo con un aire imperativo situándome junto a ella a la cabeza del desfile, justo detrás del vehículo que portaba la bandera y el escudo nacionales y que llevaba a las reinas de las asociaciones y sus damitas de honor. Conchita Mera fue condiscípula de mi mamá en la escuela, y desde entonces fueron amigas de toda la vida, eso es exacto porque murió mi madre y ella asistió a sus funerales con el rostro más triste y afligido que los de sus propios familiares. Conchita se había casado joven, por supuesto, y se había separado del esposo, ya no tan jovencita. Fue enfermera diplomada por más de cincuenta años y trabajó como tal incluso cuando se radicó en los Estados Unidos con sus hijas. La última vez que nos habíamos visto fue justamente una década atrás, en una recepción del Consulado de Nueva York, adonde la invitaban con frecuencia porque era un ejemplo de compatriota integrada exitosamente a USA entre cientos de miles de paisanos concentrados en sus respectivas barriadas pobres, monolingües, sin otro porvenir que envejecer en trabajos duros, aguardando siempre una improbable legalización para vivir en un país donde eran necesitados como mano de obra barata, pero no bienvenidos. —Se le ve tan joven, Conchita —lancé mi no tan mentiroso piropo cuando arrancaba el desfile, en-

tre las notas de una grabación del himno nacional y los aplausos del público congregado detrás de las cuerdas que ceñían los flancos de la avenida. —Y eso de qué me sirve —Conchita agitó su encrespada cabellera cana con reflejos azulados gracias al efecto de algún ingrediente de salón de belleza y estilismo—; acabo de divorciarme. ¿Cómo era aquello? Me interesé de inmediato. Y Conchita empezó a referirme su peripecia matrimonial entre las banderitas que se agitaban a nuestro paso en el desfile. Ella viajaba con cierta frecuencia a nuestro país, con el objeto de visitar algunos familiares y amistades. En uno de aquellos viajes conoció a un arquitecto ecuatoriano jubilado que había pasado buena parte de su vida en Panamá, donde formó familia, tuvo hijos y enviudó. —Se llama Ubaldo, si es que vive todavía —precisó Conchita en un tono claramente despectivo. A nuestro lado surcó una motocicleta policial. Cuánto debe costar a la alcaldía de Nueva Jersey esta clase de constantes desfiles de latinos, pensé. Conchita prosiguió: Ubaldo, el arquitecto, era mayor a ella con cuatro años. «Pero la diferencia de edad no me pareció mucha. Él era alto, bastante bien conservado en apariencia», dijo ella, si bien, explicó de inmediato, el amor a esas alturas de su vida ya no constituía un sentimiento ni una apuesta al porvenir, ni nada, pero sí un poquito de ilusión. «Para mis últimos años», apostilló con un suspiro. En su siguiente viaje a Ecuador, Conchita y Ubaldo decidieron casarse. Intercambiaron aros, exhibieron ante la respectiva autoridad civil sus respectivos certificados: de viudez él; de divorcio ella. Y firmaron el acta matrimonial con unos testigos de edades también crecidas.

Conchita Mera fue condiscípula de mi mamá en la escuela, y desde entonces fueron amigas de toda la vida, eso es exacto porque murió mi madre y ella asistió a sus funerales con el rostro más triste y afligido que los de sus propios familiares.

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—Pues Ubaldo se puso a temblar, como si yo fuera entonces la mismísima emisaria del infierno — se ajusta en la cabeza el sombrerito que una repentina ráfaga de viento había movido—; después, con muchos aspavientos y misterio, sacó un pequeño frasco y lo puso sobre el velador.

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Partieron de inmediato en un avión hacia Ciudad de Panamá. Habían decidido que harían su luna de miel en un crucero por aguas del Caribe, que siempre le había ilusionado a Conchita, según dijo. «Cada cual pagó su parte, Javiercito, porque ninguno de los dos queríamos aparecer ante el otro como avarientos o interesados», explicó mientras el Desfile de la Ecuatorianidad avanzaba entre fanfarrias, aplausos, banderas flameando y confeti por aquella avenida flanqueada por agencias para el envío de encomiendas ecuatorianas, restaurantes colombianos, salones de estilismo de venezolanas y uno que otro templo metodista o mormón cuyos fieles eran principalmente peruanos, según pude notar a lo largo de mis recorridos en la zona. En Ciudad de Panamá los hijos de su reciente esposo le miraron con ojos de escasa simpatía pero de todos modos les desearon una maravillosa luna de miel y uno de ellos los llevó hasta Colón en cuyos muelles avistaron las líneas de pisos escalonados y claraboyas uniformes de un inmenso buque de crucero. Abordaron la nave junto a matrimonios de edad, viejos solitarios o en grupos, y unas pocas parejas jóvenes. Los mayores lucían sombreritos flexibles, gafas, equipos fotográficos y se movían afanosos entre los puentes y la cubierta. Ellos, una vez entregadas las maletas en el respectivo camarote, se apresuraron en posesionarse de unas tumbonas contiguas y servirse de una bandeja, ella un sorbete de melón y Ubaldo un gin and tonic. —El viaje comenzó maravilloso, el servicio de primera, el capitán y la tripulación nos colmaban de atenciones y el baile de gala en la primera noche a bordo fue sencillamente inolvidable —mientras Conchita hablaba advertí que su vanidad de anciana, pero femenina al fin y al cabo, le hacía lucir unas

sedosas pestañas postizas allí donde solo quedarían unos escasos restos de las originales—; pero, Javiercito… Aquel «pero» me alertó. ¿Qué había ocurrido en una luna de miel que comenzó tan bien? A nuestros pies el asfalto de la avenida parecía a punto de derretirse por el creciente calor de la mañana veraniega. Cuando ella y Ubaldo se retiraron a su camarote, él destapó una botella de champán especial que había llevado a bordo. Bebió varias copas él, y ella solamente una. Cuando Conchita creyó conveniente hacerlo se encerró en el baño y se presentó luego ante el esposo con un negligée de encajes que dejaba al descubierto sus piernas —miré hacia sus extremidades inferiores embutidas en un pantalón blanco y, caramba, eran todavía gruesas y bastante armoniosas—; la música que llegaba de atrás la interrumpió unos instantes. —¿Y qué pasó entonces, Conchita? —Pues Ubaldo se puso a temblar, como si yo fuera entonces la mismísima emisaria del infierno —se ajusta en la cabeza el sombrerito que una repentina ráfaga de viento había movido—; después, con muchos aspavientos y misterio, sacó un pequeño frasco y lo puso sobre el velador. Me imaginé de inmediato el contenido de aquel frasco. Uno no necesita ser un mago para suponer que un hombre, pasados los ochenta, requiere de algo más que el mero deseo de acostarse con una mujer para hacerlo, y mucho más si ella ya no es una jovencita, ni mucho menos. —Ubaldo sacó del frasquito una pastilla de color azul, y con muchos circunloquios me avisó para qué servía esa medicina. Yo le dije: «Muy bien, tómatela ya, mi amor». Pero él dejó la pastilla azul sobre el velador y con una mano puesta en


una mejilla se puso a contemplarla como si se tratara de un bocado imposible de tragar. Así pasó nuestra primera noche de bodas. Pero yo soy muy paciente, como usted sabe, Javiercito. Nada sabía yo por supuesto de su proclamada paciencia. Pero mientras ella me refería su experiencia, las filas que venían detrás nos habían ido rebasando y de pronto nos vimos al lado del carro alegórico de las reinas. Alguien nos ofreció serpentinas que Conchita y yo las arrojamos hacia las muchachas, en largas espirales rosas y verdes, y las jovencitas coronadas con diademas nos agradecieron ofreciéndonos unas encantadoras sonrisas. —El crucero siguió su recorrido. La comida en los almuerzos y cenas siempre de primera. A mí me encantan los mariscos, pero mi colesterol no me permite degustarlos con frecuencia. Pero hice de lado mi dieta de vieja y me atraqué de

camarones en coctel, camarones apanados, fritos, de todo. Menos mal que mi salud no me cobró. ¿Sabía usted, Javiercito, que hace dos años me extirparon el bazo? No lo sabía, claro, y me encontraba impaciente por que siguiera refiriéndome la historia de su luna de miel. El sol golpeaba implacable nuestras nucas desde el firmamento, y el desfile parecía próximo a concluir. Los americanos permiten, pero con cierta parsimonia, las reuniones públicas latinas, caso contrario las vías donde se celebran tendrían desfiles interminables. Conchita refirió que el crucero surcó plácido las aguas transparentes del Caribe y al llegar a San Andrés se bajaron de a bordo para disfrutar de las playas y comprar artículos sin ningún recargo. Se iba acercando el día en que el crucero atracaría en el fin del periplo en los muelles de Colón, y Ubaldo, su esposo, cumplía cada noche en el

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Foto: Al. Huidobro, www.flickr.com

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camarote de los dos el exasperante ritual de sacar la pastilla azul, colocarla sobre el velador y mirarla indeciso horas y horas, mientras la furiosa consorte prefería pasarse embarrando su rostro con cremas y pintándose las uñas una o otra vez. —La última noche —dijo Conchita— el capitán anunció que a la mañana siguiente desembarcaríamos. Hubo chiflidos de protesta. Todos, o casi todos, habían pasado cinco días felices con sus respectivas noches, menos yo, Javiercito, en lo que a las noches se refiere. Los camareros nos repartieron en la sala de baile esa noche gorritos de papel, cornetitas y matasuegras, y movimos el esqueleto, mi marido y yo, hasta la madrugada. Cuando fuimos al camarote, en la cara de Ubaldo se veía que, ahora o nunca, tenía que enfrentarse a la pastillita color azul. El desfile desembocaba en una plazuela en cuyo fondo se había

instalado una plataforma metálica, adonde treparon las reinas, los organizadores del acto y dos invitados especiales, un alcalde ecuatoriano que estaba de visita y un ex dirigente deportivo prófugo en los Estados Unidos desde hacía muchos años por lo que sabía, pero que entonces nadie parecía reparar en el pasado del sujeto. Mientras se daban las alocuciones respectivas, Conchita concluyó su relato. —Ya tómala de una vez, ordené a Ubaldo, entregándole un vaso con agua que yo misma se lo llevé del lavabo. Se puso la píldora en la lengua y se la pasó con un buen bocado que le hizo agitar la nuez de su garganta de viejo, toda arrugada. ¿Sabía usted Javiercito, que por las arrugas del cuello se puede calcular la edad de una persona? Lo leí en alguna parte. Yo, puesta mi negligée provocativo y las manos sobre la cintura, guardé impaciente el efec-


to deseado. Habrían pasado cuatro, cinco minutos como máximo, cuando el pobre hombre cayó al piso entre convulsiones y espumarajos que le salían de la boca. Parecía que iba a ahogarse en sus salivaciones, con la lengua hacia dentro. Yo, como soy enfermera jubilada, lo atendí dándole una toalla a morder entre sus espasmos, y llamé a un médico de a bordo. Los viajeros del tour fueron saliendo de sus camarotes por los gritos que yo debí dar en esos momentos. Al fin llegó uno de los médicos del crucero y el pobre Ubaldo no recuperó cabalmente el conocimiento hasta la mañana. Conchita se calló para tomar aire. El alcalde invitado había concluido su discurso y recibió una condecoración de parte de una de las reinas. Comenté apenado a Conchita que lamentaba lo ocurrido en el crucero. —Yo lo lamenté más cuando Ubaldo, todo palidísimo y desencajado, me confesó que padecía epilepsia, de manera que la pastilla azul debió precipitarle el ataque. Usted me conoce, Javiercito, yo soy terneja y le dije entonces a Ubaldo: «se acabó nuestro matrimonio, no me sirves de nada». Apenas desembarcados en Colón, llamé a uno de los hijos de él y se lo entregué advirtiendo que tramitaría de inmediato el divorcio. Permanecimos en silencio mientras el ex dirigente deportivo prófugo por corrupción tomaba el micrófono e iniciaba una alocución, ponderando la nostalgia que sentía por la tierra distante. «Quién te cree, sinvergüenza», dijo Conchita en voz alta y luego, dirigiéndose a mí, dijo: —No creas, Javiercito, todavía me quedan esperanzas en cuanto a un amor realizado a pesar de mi edad —sonrió coqueta y se pasó la mano por las puntas de su cabello bellamente cano con reflejos azulados.

—Yo lo lamenté más cuando Ubaldo, todo palidísimo y desencajado, me confesó que padecía epilepsia, de manera que la pastilla azul debió precipitarle el ataque. Usted me conoce, Javiercito, yo soy terneja y le dije entonces a Ubaldo: «se acabó nuestro matrimonio, no me sirves de nada».

Eliécer Cárdenas (Cañar – 1950) Narrador y autor de obras de teatro. Reside en la ciudad de Cuenca. Realizó estudios universitarios de Jurisprudencia en la Universidad Central de Quito. Periodista. Ha desempeñado diversas funciones culturales, entre ellas la Presidencia de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del Azuay, director de la Bienal Internacional de Pintura de Cuenca. Entre sus obras destacan: Polvo y ceniza (Premio Nacional de Novela Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1978); Que te perdone el viento (Premio Bienal de Novela Ecuatoriana, 1992); Una silla para Dios (Premio Diario El Universo, 1997); Relatos del día libre (Premio Joaquín Gallegos Lara); Diario de un idólatra (finalista del Premio Rómulo Gallegos, 1990); Morir en Vilcabamba (teatro, Premio Aurelio Espinosa Pólit, 1993), y El pinar de Segismundo (2013). Actualmente dirige la Biblioteca Municipal en la ciudad de Cuenca. Varias de sus obras han sido traducidas al inglés, francés, alemán, italiano, portugués y hebreo. 45


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Felix, qui potuit rerum cognoscere causas Virgilio, Geórgicas, lib. II v. 490.

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Fernanda Melchor

—¿Qué es lo más cabrón que te ha pasado en la vida? —me preguntó Jorge. Estábamos en la fiesta de cumpleaños de Aarón, en el balcón de su sala. Acababan de dar las cuatro de la mañana. Un norte ligero alborotaba las palmeras de la costera, visibles —al igual que los fierros de las gradas del carnaval, ya instaladas desde enero— por encima de los tejados de la colonia Flores Magón. —¿Lo más cabrón que me haya pasado? —repetí, para ganar tiempo—. Yo tenía 24 años. En aquel entonces, lo más cabrón que me había pasado era la pelea que tuvimos mi padre y yo antes de que


crónica me largara para siempre de su casa. Era el 2005 y sólo quedábamos él y yo en Veracruz: Julio estudiaba en Ensenada y mamá… bueno, digamos que mamá estaba de vacaciones indefinidas en el norte del país, desde donde telefoneaba de vez en cuando para platicar de cosas que cada vez tenían menos sentido. Papá ya se había desecho de las cosas de mamá: su ropa, sus papeles, sus perfumes; metió todo en bolsas de basura y las sacó a la calle. No dejó de echar fiesta desde entonces; yo era la que trabajaba para comer y pagarme la carrera. ¿Pero qué caso tenía contarle eso a un muchacho al que apenas conocía? Una cosa era que me dejara dar sorbos a su cerveza y que me mirara con ojos negros bellamente entornados, y otra, contarle cómo aquella última pelea yo había amenazado a mi padre con su propia arma —una .45 automática que él mismo había escondido en mi tapanco— porque su tronadera de música electrónica llevaba días sin dejarme dormir. —No sé. La verdad es que no sé —respondí al final, presionada por aquellos ojos a la vez penetrantes y somnolientos. Intuí que su respuesta sería mejor que la mía, pero algo pasó, algo interrumpió nuestro diálogo en el balcón, y Jorge no me contó la cosa más cabrona que le había pasado sino tres meses después, cuando tuvimos nuestra primera cita. Él llevaba dos caguamas encima cuando yo llegué al bar, tarde y un poco mojada por la lluvia. Me senté en la mesa que eligió sobre la acera. Corría un viento tibio que me secó rápidamente. Lo dejé guiar la conversación porque, la verdad, a tres meses de la fiesta de Aarón no lograba recordar su nombre de pila; sólo su apellido, su apodo de barrio —El Metálica— y su mirada. Esa noche, después de dos litros más de cerveza, me contó por primera vez la historia de lo que le ha-

bía pasado a él y a un grupo de amigos en la Casa del Diablo. Tardó algunas horas en hacerlo, en parte porque narró, minuto a minuto, sucesos que habían ocurrido hacía más de una década, y también porque abundaba en extensas digresiones destinadas a explicarme los detalles que yo ignoraba. El estilo de contar de Jorge me intrigaba: entretejía de forma natural el relato directo de lo sucedido con fragmentos de diálogos, con ademanes aferrados a su cuerpo, con sus propios pensamientos, los presentes y los pasados. Un jarocho de pura cepa, pensaba yo, fascinada; entrenado para la conservación de las hazañas viriles en una cultura que desdeña lo escrito, que desconoce el archivo y favorece el testimonio, el relato verbal y dramático, el gozoso acto del habla. Tres horas después yo seguía muda y él llegaba a la desoladora conclusión de su historia. Para entonces, yo ya estaba enamorándome de él. Tardé varios años en darme cuenta de que, en realidad, me había enamorado de sus relatos.

2 El horror, como Jorge lo llamaba, comenzó un día de junio de 1990, con la llamada de su amiga Betty. —Oye, Jorge, vamos al Estero… Por el auricular, Jorge podía escuchar las risitas de Evelia y de Jacqueline. «El Estero. Quieren ir a esa pinche casa de nuevo», pensó Jorge y la modorra de las cuatro de la tarde lo abandonó por completo. —No puedo ir, no tengo dinero —les dijo, seco, para desanimarlas. —¡Anda, Jorge! Nosotras ponemos la botella… Jorge miró el rostro dormido de su abuela, su boca ligeramente abierta, las cobijas hasta la barbilla. El teléfono estaba en el cuarto de la

anciana pero ella nunca escuchaba el timbre. Dormía hasta tarde porque se pasaba las noches en vela. Decía que la tía de Jorge, su hija fallecida años atrás, se le aparecía al pie de la cama y le movía las piernas. —No tengo nada, ni para el autobús. —¡No importa, nosotras te invitamos! Jorge tuvo ganas de hablarles de lo que vivía en la casa del estero, pero no se atrevió. —Anda, no seas mamón. Te esperamos en Plaza Acuario —dijo Betty, y luego colgó el teléfono. Jorge marcó entonces el número de Tacho. —Bueno —respondió este. —Oye, carnal. Fíjate que… —Sí, ya me hablaron. —¿Tú qué dices? ¿Vamos? Tacho permaneció en silencio. Jorge retorcía el cordón del teléfono, impaciente. Dejarle a Tacho la decisión de ir o no a la casa abandonada era como lanzar una moneda al aire. «Tacho también estuvo ahí, él vio las caras de los cadetes», pensó. Deseaba con toda el alma que su amigo se negara a ir. —Pus vamos a ver qué pasa —dijo Tacho, después de un largo silencio. Resignado, Jorge colgó el aparato y fue a darse una ducha. No tenía prisa; si las chicas realmente querían ir, bien podían esperarlo. Por la ventana del baño observó que el cielo se cubría de nubes negras y se alegró. Se vistió y salió de la casa sin despertar a la abuela. No había avanzado ni diez metros sobre la avenida cuando el aguacero comenzó a caer. Gotas gruesas tupieron el pavimento pero Jorge no se molestó en cubrirse. «Ahora ya no querrán ir, es la excusa perfecta». ¡Cómo amaba Jorge las tormentas instantáneas de finales de primavera! Para cuando llegó a casa de Ta-

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cho, la lluvia había cesado. Su amigo lo esperaba fumando bajo un árbol; estaba listo. —¿Nos vamos? —preguntó, él también inseguro. El sol brillaba de nuevo en el cielo e iluminaba las fachadas de las casas. Los niños regresaban en tropel a las calles. Algunos llevaban barcos de papel en las manos; los hacían navegar sobre un arroyo bajo la cuneta. «En menos de una hora, toda esta agua será aire caliente de nuevo», pensó Jorge, derrotado. La ropa mojada se le secaba ya bajo el sol. —Pues vamos —suspiró. Sentía el corazón como exprimido por un puño invisible mientras caminaban al sitio en el que las chicas ya los esperaban.

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Las leyendas sobre la Casa del Diablo son muchas y nada originales. Combinan relatos decimonónicos del puerto con argumentos de películas de terror de los años ochenta: entre sus muros en obra negra, supuestamente, tuvieron lugar asesinatos rituales y penaban espíritus chocarreros. Se decía, por ejemplo, que la construcción estuvo destinada a ser un hotel con restaurante en la última planta, pero que este nunca pudo terminarse debido a que el vigilante mató a su familia entera y luego se suicidó; sus almas —según la mítica porteña que relaciona las muertes violentas con la aparición de espíritus ‘intranquilos’— penaban en el sitio. Otra leyenda insistía en que la casa era la sede de una secta satánica que realizaba oscuros ceremoniales en sus sótanos, relato alimentado por la cercanía de la Casa del Diablo con el llamado ‘castillo’ de la Condesa de Malibrán, un personaje a medias histórico a medias mítico considerado por los locales como una espe-

cie de Erzsebeh Bathory tropical. Asimismo, existía una tercera leyenda: la casa tenía siete sótanos a los que se accedía por una escalera en el interior, y en el último, en el más profundo, moraba el mismísimo Satanás. Lo cierto era que la casa y el terreno —ubicados a orillas del río Jamapa, en una de las zonas de mayor plusvalía de Boca del Río— pertenecían a un empresario local que no estaba interesado en venderlo ni en rentarlo. Una verja de acero impedía el acceso a los curiosos, la mayor parte adolescentes del puerto que buscaban un sitio para beber, drogarse y estimular con un poco de sugestión sus glándulas suprarrenales. La costumbre indicaba que uno debía entrar a la casa a través de la verja de hierro, sobornar al vigilante de turno y después recorrer uno a uno los tres pisos aún en obra negra. El tiempo y el clima no ayudaban a la conservación de la casa, que en los años noventa carecía ya de ventanas y cuyos pisos estaban siempre tapizados de una espesa capa de hojas secas. Una ceiba parasitaba una de las esquinas del edificio, sus ramas invadían partes de la segunda planta. Jorge, por supuesto, escuchó de niño todos esos rumores pero jamás había entrado; solamente había atisbado la casa por entre la maleza del estero, a bordo del autobús rumbo a Antón Lizardo. La oportunidad de visitar la casa llegó cuando tenía 15 años; la idea fue suya y con ella convenció a la pandilla de scouts a la que pertenecía para que lo acompañaran: harían una expedición a la Casa del Diablo y escudriñarían sus misterios. Entraron por un portal al primer piso, recorrieron los cuartos oscuros y malolientes que parecían haber sido construidos bajo un diseño laberíntico. Entre risas nerviosas llegaron al segundo piso, el único lugar que realmente tenía apariencia de restaurante, con sepa-

raciones que distinguían una barra, una cocina y cuartos de baño. Todo estaba cubierto de hojas secas, excrementos de roedores y cadáveres de lagartijas. Lo único extraño que encontraron fue, en las habitaciones detrás de la barra, un portal con marco de piedra que conducía a una escalera. Esta descendía, formando una espiral, hacia una oscuridad absoluta. Ese día se marcharon porque no llevaban cuerdas. Regresaron el domingo siguiente con piolas, linternas, tiras de halógeno, provisiones de comida y agua, y una estrategia contra el pánico que el mismo Jorge había considerado necesario diseñar. Todos habían escuchado los rumores sobre la casa; era necesario que, en caso de que ocurriera algo fuera de lo común, permanecieran tranquilos, en calma; que el pánico no los invadiera. Decidieron incluso el orden en el que descenderían: primero El Puma, que a sus 19 años era considerado por todos como un verdadero adulto y por ello portaba el bastón del mando del clan. Luego bajarían Jorge, Adán y Lilí. A Roxana le tocó quedarse afuera y vigilar el extremo de la cuerda con la que todos se unieron, como exploradores alpinos, antes de descender. La escalera apestaba a humedad y podredumbre. Los peldaños se desmoronaban bajo sus pies. Pronto necesitaron luz; Puma ordenó: —Enciendan sus linternas. Pero ninguna de las cuatro funcionaba. «Pero si probamos las baterías allá arriba», pensó Jorge, aunque se cuidó de decirlo en voz alta para no generar inquietud extra. Los chicos sacaron entonces las tiras de halógeno de sus bolsillos, y fueron quebrándolas para obtener una luz verde, fluorescente, que apenas iluminaba el camino. Así descendieron unos diez metros


Se decía, por ejemplo, que la construcción estuvo destinada a ser un hotel con restaurante en la última planta, pero que este nunca pudo terminarse debido a que el vigilante mató a su familia entera y luego se suicidó; sus almas —según la mítica porteña que relaciona las muertes violentas con la aparición de espíritus ‘intranquilos’— penaban en el sitio. más. Hacía demasiado calor y el sudor traspasaba el tosco tejido de sus uniformes. Delante de Jorge, Puma tanteaba el terreno con el bastón de mando; por detrás, Adán respiraba contra su nuca y a Liliana le castañeaban los dientes. Jorge también sentía miedo pero la flaqueza era algo que debía aprender a dominar, a controlar, si es que quería ingresar al Colegio Militar cuando cumpliera 18 años. Su sueño, en aquel entonces, era ingresar a la Brigada de Fusileros Paracaidistas y hacer la carrera de las armas. Después, cuando ya fuera un soldado de élite, desertaría del ejército y se uniría a la Legión Extranjera. A los quince años ese era, básicamente, su plan para escapar de Veracruz, de la abuela. —Esperen… —balbuceó Puma de pronto. Jorge chocó contra su espalda. —¿Qué pasa? —Me acaban de quitar el bastón de las manos. Jorge respiró profundo. Casi no había aire ahí dentro. —¿Cómo? —¿Qué pasó? —lloriqueó Lilí. A Puma se le quebró la voz y ya no quiso decir nada más. «Ya, esto es, esto es el pánico», pensó Jorge. «El momento en que todo se lo lleva la chingada». Su pecho era un fuelle. Carraspeó hasta reco-

brar la voz y dio la orden de retroceder, ante la mudez estupefacta de Puma. Subieron como los cangrejos. Nadie quería darle la espalda al foso, de donde provenía el ruido del bastón al golpear brutalmente las paredes. Jorge respiraba con la boca abierta; trataba de encontrar un ritmo en su respiración, de controlar los latidos de su corazón. «Quizás sólo es un drogadicto, un loquito de esos que se meten a las casas abandonadas», pensó. «¿Pero qué clase de loco viviría en aquel agujero, qué clase de cosa esperaría ahí, en la oscuridad hedionda, a que llegara alguien…». Tuvo que concentrarse en no pensar, en tantear con los pies la rampa ascendente de las escaleras. Cuando lograron salir de ahí, se encontraron a Roxana llorando con la cabeza metida entre las rodillas. Durante varios minutos la chica no pudo hablar, sólo les señalaba la cuerda con la que se habían amarrado a una columna cercana. La piola oficial de los scouts, garantizada para soportar una tonelada de peso, estaba rota, reventada a pocos centímetros del nudo. —Vi que se tensó, como si la jalaran desde abajo —diría la chica—. Pensé que se habían caído, que algo les pasaba, y comencé jalarla hasta que reventó…

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La piel de sus manos estaba quemada por la fibra. Roxana había gritado sus nombres, una y otra vez, al pie de la escalera. Como no le respondían, se hizo un ovillo y cedió al llanto. Lo raro era que, en la oscuridad de las escaleras, ellos no oyeron ni uno de sus gritos. Los scouts huyeron de la casa antes de que llegara el ocaso. El Puma iba hasta adelante; cuando atravesaron la reja, aún llevaba la navaja abierta en la mano.

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Ese fue el primer antecedente del horror. Hubo un segundo: el asunto de los cadetes, ocurrido una semana antes de la llamada de Betty. Jorge no pudo evitar recordar este último incidente mientras esperaba con Tacho afuera de un tendajón en Boca del Río. Betty, Evelia y Jacqueline estaban adentro, comprando ron, soda y cigarrillos para la nueva excursión a la casa. Aguardaban de pie sobre la calle que conduce al puente que se alza sobre el río Jamapa, justo donde termina la ciudad de Boca del Río. Jorge miraba el puente; ahí, del otro lado, la carretera se dividía en una encrucijada: hacia la derecha se iba hacia Paso del Toro y la carretera antigua a Córdoba; hacia la izquierda, se iba hacia Antón Lizardo. Para llegar a la casa del Diablo había que tomar al autobús a Antón Lizardo y pedir la parada nada más bajando el puente de El Estero. Había que tomar una brecha que rodeaba al río y caminar unos 500 metros para llegar a la verja. Jorge tenía asco. Ni siquiera tenía deseos de fumar, mucho menos de beber. Pensaba que era un error regresar a la casa, después de lo que les había pasado el domingo anterior, cuando él, Tacho y Jacqueline visitaron la casa por invitación de Karla, una amiga en común. Aquella vez

llegaron mucho más tarde; eran casi las siete de la noche y debieron caminar por la brecha guiados por la lamparita de bolsillo que llevaba Tacho. Karla y sus amigos ya estaban adentro; podían escuchar sus gritos y risas cuando cruzaron la verja. Entraron a la casa y comenzaron el recorrido para llegar al último piso. Los amigos de Karla se correteaban en la oscuridad; eran todos cadetes de la academia de Antón Lizardo; iban rapados y de civil, pues era su día de permiso. Jorge trataba de distinguir la barra en la oscuridad cuando sintió que alguien lo tomaba del cuello. Era uno de los cadetes; llevaba una máscara de simio en el rostro y una pistola con la que apuntó a Jorge. Los cadetes aullaron.

—¡Quítame esa cosa de la cara! —gritó Jorge. Le propinó al cadete un derechazo que le desacomodó la máscara. —¡Estamos jugando, pendejo, no tiene balas! —lloriqueó este desde el suelo. Jorge hubiera querido matar al tipo e incluso pensó en sacar la navaja que siempre llevaba consigo, pues ya no era un boy scout sino un hombre de 22 años, desertor del bachillerato y veterano de las peleas callejeras. No le importaba que los cadetes fueran nueve y que tuvieran armas; eran unos maricas. Él y Tacho podían con todos juntos. Pero antes de que pudiera hacerle alguna seña a su amigo, Jacqueline ya estaba en medio de ellos, rogando que no se pelearan. Los cadetes bajaron al primer nivel y Jorge y su


mostrando una boca llena de agujeros negros. —Vete a la verga —maldijo Tacho, visiblemente angustiado. Pero no dijo nada más. Jorge lo miró con insistencia. Quería que Tacho lo viera a los ojos y aceptara que aquello era una mala idea. Él había estado también la semana anterior, él sabía lo de los cadetes. Pero Tacho no dijo nada; hasta pareció ofendido cuando Jorge le sostuvo la mirada. El rostro flaco y ceñudo de Tacho era un reproche; parecía decirle en silencio: «No digas nada o será peor, de esas cosas nunca se habla». —¡Allá van! —aullaba la limosnera—. ¡Pendejos!

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gente subieron a la azotea para mirar las luces de Boca del Río. Estuvieron un buen rato ahí, charlando, calmándose, y cuando al fin bajaron para irse de la casa, se encontraron con que los amigos de Karla aún no se habían marchado. Estaban todos de pie junto al río, como formados para pasar revista. Tacho les apuntó con la linterna; estaban desencajados del susto. Karla salió de la oscuridad para reclamarle a Jorge: —¡Coño, Jorge, si tienes algún pinche problema con mis amigos díselo en sus caras, pero no estén con sus mamadas de aventarnos piedras desde ahí arriba! El rostro pequeñito y agraciado de Karla se contraía en llanto. —¿De qué hablas? ¿Cuáles piedras?

—¡No te hagas pendejo, nos aventaron piedras desde esa ventana! ¡Fueron ustedes! Con la mano se tapaba la oreja ensangrentada. De nada sirvió que Jacqueline jurara por Dios que ellos no habían sido; nadie quiso creerles. Y Jorge partió de la Casa del Diablo jurando que jamás en su vida regresaría. Pero una semana después ahí estaba. Y era como si la casa pareciera saberlo, como si el pueblo entero de Boca del Río supiera a dónde se dirigían: del otro lado de la avenida, plantada en medio de la acera, una indigente los señalaba al él y a Tacho y chillaba: —¡Mírenlos, allá van! Los cabellos le caían en hilachas grasientas sobre el rostro. Reía

No les dijeron nada a las chicas. No se opusieron a subir al autobús, a bajarse en la brecha de arena y conchas trituradas. Del lado derecho fluía el río. Del lado izquierdo se alzaba la mansión blanca. De la terraza de la casa asomaban las cabezas de siete perros dóberman que les ladraban y mostraban los colmillos. La verja de hierro estaba frente a ellos, abierta. El sol aún quemaba; eran pasadas las cinco de la tarde. ( Jorge no paró de beber mientras contaba su historia. Hablaba sin parar durante algunos minutos y se detenía sólo el tiempo suficiente para vaciar la mitad del vaso; hacía gestos para no eructar frente a mí y luego reanudaba su relato. Yo aún no sabía qué pensar. No creía —como no creo ahora— en fantasmas, ni en aparecidos ni en ‘malas vibras’, como la mayor parte de mis paisanos. Las únicas experiencias inexplicables que había tenido pertenecían todas a un período de mi vida en el que chupé cartoncitos con ácido como si fueran mentas. El que Jorge llevara una playera roja con un ichtus cristiano en

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la espalda, me dijo muchas cosas sobre la naturaleza de su relato. Creía, en aquel momento, saber hacia dónde se dirigía. Todavía pasarían muchos meses antes de que me enterara de que Jorge era prófugo no sólo de los scouts y del ejército, sino de una iglesia evangélica local y hasta de los mormones: ahí aprendió a leer la Biblia y a orar; o como él decía a «a trabajar energía contra energía»). A un lado de la reja crecía una maraña apretada de monte. De aquel zacate cerrado, justo cuando se disponían a cruzar el umbral, surgió un hombre joven que les cerró la reja en la cara. —No, aquí no pueden pasar, esta es propiedad privada —les dijo. Era un hombrecillo bajo, insignificante. (Años después, cada vez que hacía que Jorge repitiera la historia de la Casa del Diablo le pedía que abundara en la descripción de aquel misterioso vigilante. Jorge siempre decía: «Tú puedes poner a diez hombres formados; si dices “me voy a acordar de todos”, te acuerdas de todos menos de él. Un vato absolutamente común»). —Oye, pero aquí estuvimos la semana pasada, danos chance de pasar a ver —rezongó Jacqueline. —Pero la semana pasada yo no estaba y ahora sí. Y aquí yo digo que no pueden pasar —respondió el vigilante. Las chicas le rogaron. Le ofrecieron 50 pesos de propina. El tipo meneaba la cabeza. —No, al rato quién va a escuchar sus pinches gritos… —decía con una sonrisa. Las chicas no parecían escuchar estas razones. Después de veinte minutos de discusión, Jorge, aún mareado, apartó a las chicas y se encaró con el vigilante. —Mira, ni tú ni yo. Dejémoslo a la suerte —le dijo. Al tipo le brillaron los ojos.

—¿Qué propones? —Vamos a echarnos un volado. Si cae águila, pasamos. —¿Y si cae sol? —Si cae sol tú decides si quieres que pasemos o no. Jorge lanzó la moneda. Cayó sol. —Pues tú dices —le dijo Jorge al tipo. El vigilante soltó una risita. Abrió la reja y se apartó del camino. —Pues pasen. Total, yo aquí no soy nadie… Y así riendo quedito desapareció entre el monte. No volvieron a verlo. Jorge condujo al grupo a una terraza del último piso a la que consideraba segura, en parte porque colgaba fuera de la casa, junto a la ceiba parásita. No quiso beber más que soda; sentía que debía permanecer alerta, con la espalda apuntando a la ceiba y al río y la mirada clavada en el portal que daba a la casa. Las chicas, en cambio, se bebieron el litro de brandy que habían comprado, y para las nueve de la noche ya estaban ebrias y con ganas de jugar a la botella. Jorge no lograba relajarse; sus amigas se lo reprochaban. —Jorge, quita esa cara, te toca a ti —lo animaron. Jorge hizo girar la botella. Le tocó mandar a Betty. Le ordenó que bailara como stripper, aunque ni siquiera sentía deseos de verla mover las carnes. La chica subió a una de las bancas de la terraza y bailó entre risas. Se dio la vuelta para alzarse la playera; lanzó un grito y bajó del banco de un salto. —¡Viene alguien, viene alguien! Jorge se levantó como resorte. Miró hacia la casa: una sombra atravesó la ventana. Una sombra que no se subía y bajaba como dando pasos sino que se deslizaba hacia el otro extremo del tercer piso. Una sombra lo bastante oscura como para sobresalir en la oscuridad de la casa vacía.

«Hacia la barra», pensó Jorge en aquel momento. «Hacia la escalera escondida detrás». Les ordenó a las chicas que se recostaran en el piso y a Tacho que aguardara junto al marco de la ventana. Así, con los puños apretados y el estómago hecho un nudo, esperó a que el intruso hiciera su aparición en la terraza. Pasaron unos diez minutos de tensión insoportable en los que sólo se escucharon los susurros angustiados de las chicas y el rumor de los grillos y de las salamandras, ningún paso, ningún reclamo, nada. Evelia comenzó a gemir, y eso los hizo salir del trance. Jorge ordenó la retirada. Todos se pusieron en pie, menos Evelia. —Jorge, algo le pasa —dijo Betty. Evelia, acostada bocabajo sobre el piso de la terraza, jadeaba y se sacudía, como si riera. —Evelia, déjate de pendejadas y párate —ladró Jorge. La chica no obedeció. Jorge la tomó de los hombros y la sacudió con rudeza. —¡Ey, párate ya! Tiró del cuerpecillo de Evelia y le dio la vuelta. La chica abrió los párpados. —¿Me estaban buscando? —preguntó con voz áspera, cavernosa?. Me estaban buscando, ¿verdad? ¡Pues aquí estoy! «Ya no es ella», pensó Jorge. «Es otra madre». Se le erizaron los cabellos. —Déjate de pendejadas, Evelia —le ordenó. La voz le salió más floja de lo que quería. Evelia se deshizo de su abrazo. No permitía que nadie la tocara: lanzaba golpes, patadas, escupitajos. A Betty, que se inclinó para calmarla, le propinó un taconazo en la cara, con tanta fuerza que la chica salió despedida contra el barandal de la terraza. Jorge, con ayuda de


Tacho, volvió a cogerla. —No, suéltenme, ya estoy bien —decía, entre sollozos—. Vamos a seguir jugando. Pero aquella mirada no engañaba a Jorge. —No, ni madres. Tú no estás bien, tú no eres tú… La cargaron entre los dos y entraron a la casa. Sin más ayuda que la de sus pupilas inflamadas hallaron la salida. Betty y Jacqueline gimoteaban, prendidas de la camisa de Jorge. —¿Pensaron que podían quedarse? —reía Evelia, entre sollozos—. Pues aquí se van a quedar todos. Y a ella me la voy a llevar. Llegaron a la verja. Evelia, que en ningún momento dejó de removerse como una culebra, se escurrió entre sus brazos y cayó al suelo. Con las puras manos comenzó a arrastrarse por la tierra, como paralizada de la cintura para abajo, hacia el umbral de la casa. «Si se mete, yo no la voy a sacar», pensó Jorge con espanto. «Y si yo no la saco, nadie lo hará». Se arrojó sobre ella y la montó, a pocos metros de la entrada de la planta baja. Le dio la vuelta y la golpeó en el rostro con la mano abierta, como hubiera hecho con un varón más joven que él, para despreciarlo. Evelia rió. —¿Tú crees que me pegas a mí? ¿Tú crees que me estás lastimando? —¡Cállate! —gritó Jorge. La cara de Evelia estaba roja por los puñetazos. —¡Jorge, no me pegues, soy yo! —gritaba, segundos después—. Soy yo, ya regresé. Jorge la abrazó muy fuerte. Pensó que el peligro había pasado.

6 Años después Jorge me contó cómo le habían hecho para regresar a Boca del Río, cómo terminaron aporreando las puertas de la iglesia

de Santa Ana, con una Evelia que pasaba del llanto a la risa en ciclos de medio minuto. Aquella noche, la primera vez que escuché la historia, la primera vez que salimos, Jorge sólo dijo que habían conseguido un aventón que por casualidad terminó justo en el atrio de la parroquia de Boca del Río. No dijo nada del tiempo que permanecieron, él y Tacho y las chicas, inmóviles bajo una de las farolas de la brecha, incapaces de hallar en la oscuridad las luces de la carretera, temerosos de estar regresando a la casa maldita en vez de escapar de ella. Tampoco habló de los versos que empezó a recitar, partes de salmos aprendidos de memoria que hicieron que Evelia redoblara sus bramidos y sus esfuerzos por liberarse: «Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado; oh, alma mía, dijiste a Jehová, tú eres mi Señor». La chica vomitaba de furia mientras Jorge oraba. La decisión de presentar a Evelia ante el cura de Santa Ana había sido suya; Jorge no lo confesaría sino muchos años después, bajo la presión de mis preguntas. Regresaron al centro de Boca del Río a bordo de una Caribe. Tuvieron que sentarse sobre Evelia para mantenerla dentro del auto; se revolvía como un felino. El conductor de la Caribe los dejó frente al atrio de Santa Ana. Jorge corrió hasta la sacristía y aporreo la puerta. Una mujer gorda la abrió y les preguntó qué deseaban. Jorge le señaló a Evelia, que yacía sollozante sobre el regazo de Betty, las dos sentadas en la acera. La mujer desapareció. El cura salió en su lugar; iba de bermudas y chanclas. Tacho y Jorge le explicaron lo que había sucedido en el interior de la casa. El sacerdote salió al atrio y miró de cerca a Evelia. Le apartó los cabellos mojados de la cara; la chica gruñó y se sacudió bajo su contacto. —No, muchachos, esta niña se pasó de pastillas —concluyó el

Jorge se levantó como resorte. Miró hacia la casa: una sombra atravesó la ventana. Una sombra que no se subía y bajaba como dando pasos sino que se deslizaba hacia el otro extremo del tercer piso. Una sombra lo bastante oscura como para sobresalir en la oscuridad de la casa vacía.

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Para realizar un exorcismo, es necesario conocer el nombre de la entidad que domina a la víctima. Es un dato clave que maneja la literatura del tema, tanto el Ritual Romano católico como los grimorios medievales que instruían en la invocación del demonio. Sin nombre no hay contrato.

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cura—. Y además apesta mucho a alcohol. O se metió algún estupefaciente o tiene un brote de esquizofrenia. Mejor llévenla a la Cruz Roja. Se volvió a la sacristía y les cerró la puerta. (—Eso, un caso de histeria, de sugestión… —lo interrumpí, aquella primera vez, incapaz de contenerme. Jorge aceptó que también él lo pensó. Lo que no entendía era que el sacerdote se lavara las manos. —¿Sabes? Por primera vez entendí ese tipo de películas en donde hacen el efecto ese de que todo se te viene encima. Me sentía en un mundo diferente; la gente que pasaba se nos quedaba mirando, como si fuéramos un espectáculo). No eran ni las once de la noche. Un hombre se les acercó. Era un taxista. —Oigan, yo los estoy viendo desde hace rato, ¿qué le pasa a la muchacha? Los chicos le contaron. —Yo conozco un curandero, y es bueno. Si quieren vamos, es aquí en El Morro —propuso.

Como era a menos de diez minutos de ahí, decidieron subirse al auto. Treparon por una colina hasta llegar a un terreno bardeado. En medio yacía una casa levantada con torpeza pero bien pintada. Bajaron a tocar, pero no había nadie. —Qué raro, este vato siempre está a esta hora… El taxista detuvo a un colega y entabló plática con él. Los dos miraban en dirección a Evelia, que se revolcaba sobre la arena de la cuneta. El segundo taxista se bajó de su auto y se acercó a ellos. Era un hombre barrigón, lleno de canas, con cara de poca paciencia. —Oye, chamaca —la llamó. Se inclinó sobre ella y comenzó a abofetearla—. ¿Te gustan los chochos, verdad? ¿Te gusta meterte tu thinner, ponerte hasta la madre? —apretó la barbilla de Evelia hasta hacerla enseñar los dientes—. Ya déjate de pendejadas y párate… Evelia abrió los ojos y comenzó a reír.


—¡Adivina quién está aquí conmigo! —le dijo al taxista—. ¡La puta de María Esperanza! El rostro cobrizo del taxista se tornó verde. Dio tres pasos para atrás, confundido. —¡Tú sabes de quién estoy hablando, tú sabes que está aquí conmigo, ¡YO ME LA ESTOY CHINGANDO! Jorge estaba a dos metros de la escena. Vio cómo el hombre corrió hasta su taxi, desenvolvió algo del espejo retrovisor y le hizo señas a Jorge. «¿Por qué a mí?», pensó. Algo dentro de él le respondía: «Tú sabías y no dijiste nada. Si algo le pasa a esta chamaca será tu culpa». —Esa niña está muy mal. Llévenla a un lugar porque se te va a ir —le entregó a Jorge un rosario—. Que Dios los bendiga. Yo no los puedo seguir. Fue el primer taxista el que le explicó a Jorge que María Esperanza era el nombre de la madre del segundo taxista, viejo conocido suyo. Hacía pocas semanas que la señora había muerto. (—Eso está muy cabrón —le dije a Jorge—. Son de las cosas que aún no me explico.) El taxista también les dijo que conocía a otra curandera, pero que había que atravesar todo Veracruz pues esta vivía detrás de la iglesia de la Guadalupana, allá por Revillagigedo, más allá de las vías del tren. Se ofreció a llevarlos sin cobrarles ni un peso. Aceptaron. En el camino perdieron a Betty: cuando pasaban junto a la unidad habitacional de El Morro, ella le pidió al chofer que se detuviera. Cruzó el boulevard, se metió a una casa —Jorge supuso que era la de su familia; se dio cuenta de que no sabía dónde vivía su amiga— y salió con un libro en la mano. —Mi mamá no me dejó ir —dijo. Le dio el libro a Jorge. Era una Biblia.

—Dice que te dé esto. No sé para qué te sirva, pero te lo doy. Tardaron una hora en atravesar la ciudad hasta aquel barrio de casitas de un nivel y enormes baches en las calles. El taxi se detuvo frente a la modesta entrada de una vecindad. Una mujer esperaba afuera. Cuando el auto se detuvo, les abrió la puerta. Tenía un rostro amable, regordete; llevaba el cabello muy corto y teñido de rubio y no aparentaba tener más de 30 años. —Bienvenidos, muchachos. Los estábamos esperando —fue lo primero que dijo. Condujo al grupo hacia el interior de una vecindad. El suelo del patio era de tierra; en el centro se levantaba una casucha de madera. —Es la casa de la curandera. Yo soy la clarividente —explicó. Hizo pasar al taxista con Evelia en brazos al interior de la cabaña. Al resto los formó en el umbral. —Tú pasas —le dijo a Jorge. Se volvió luego hacia Tacho y Jacqueline—. Ustedes no. Tú lo traes en la espalda, y la niña en la pierna. Se quedan afuera. Jorge recordó que Tacho tenía una gárgola tatuada en el hombro, y Jacqueline, una serpiente enroscada en el tobillo. (—Pero, ¿cómo supo? —volví a interrumpirlo. Jorge no me hizo caso y siguió con el relato). El interior de la casa de madera estaba lleno de velas. Sobre una de las paredes colgaban tres retratos: al centro, el de Cristo vestido de túnica blanca, sin corona de espinas, sonriente y relajado como si posara para una foto. Lo rodeaban las imágenes de una mujer hermosa, que Jorge creyó era la Virgen, y de un catrín de mirada enigmática y piel clara que llevaba patillas y bigotito. La curandera era una mujer madura, de piel muy oscura y cabello gris suelto hasta las caderas. Tan pronto entró al lugar, ordenó

que sentaran a Evelia en un sillón colocado en medio de la estancia y que fueran Jorge y el taxista quienes la sujetaran de los brazos. La mujer tomó un ramo de yerbas de una mesa y comenzó a azotar con ellos el cuerpo de Evelia, mientras invocaba una retahíla de santos católicos. Evelia, mientras tanto, hacía lo suyo: aullaba y bramaba y maldecía. La curandera tomó un huevo y se lo pasó a la chica por las sienes; se reventó cuando tocó la piel sudorosa. Un segundo huevo corrió la misma suerte. La curandera tomó un limón y unas tijeras; rayó una cruz sobre el limón y se lo untó a Evelia por el cuerpo. El fruto quedó amarillo, con manchas marrones, como si se hubiera podrido. Para entonces, Evelia se sacudía tan fuerte que Jorge tuvo que hacer un esfuerzo para impedir que el cuerpecillo de su amiga se levantara del asiento. Ya no reía ni lloraba; mostraba los dientes y las encías negras e intentaba morder a Jorge y al taxista, a la propia curandera. Las venas y tendones de su cuello parecían cables a punto de reventar. —¡Me estaban buscando! ¡Ella me andaba buscando y aquí estoy! —repetía, enfurecida. La curandera bañó a Evelia con agua bendita. La chica chilló como si la estuviesen acuchillando. —¡Sal, espíritu impuro, en nombre del señor Jesucristo, en nombre de Su Bautizo, en nombre de Su Crucifixión, en nombre de Su Resurrección! —decía la curandera. Eran las únicas palabras, en la retahíla de aullidos que se escuchaban, que Jorge comprendía. —¡Ella me llamó, ella me fue a buscar! ¡ESTA PERRA ES MÍA! Las llamas de las veladoras, cientos de ellas sobre la paredes, chisporrotearon a cada palabra. Cada vez que Evelia gritaba las mechas de las velas tronaban y despedían chispas, como si las hubieran espolvoreado con pólvora.

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(Años después, cuando Jorge y yo ya vivíamos juntos, le pedí que me contara de nuevo —para entonces yo ya la había escuchado por lo menos seis veces— la historia de la Casa del Diablo. Compramos cervezas y nos tendimos en los diminutos sofás que poseíamos. Dos de las cuatro paredes de la sala tenían grandes ventanales; con las luces encendidas sólo podíamos ver el reflejo de nuestros propios rostros y no la oscuridad de la noche, lo que resultaba algo inquietante. —¿Y nunca pensaste que todo podía ser un truco? Las velas pueden tener basura, pudieron haberles echado algo… —Y el limón a lo mejor yo me lo imaginé verde, o ella lo cambió, lo sé… Pero hubo más cosas… ¿Cómo supo Evelia lo del taxista? ¿Cómo entre todos apenas podíamos sostenerla, si la chamaca no pesaba más de cuarenta kilos… —La fuerza de los dementes…

—¿Y la luz que se iba y regresaba? —Alguien pudo haberla controlado desde afuera… Jorge sacudió la cabeza. —¿Sabes qué sentía durante el ritual? Se me figuraba que la curandera era como un ingeniero en sistemas, como el cuate al que llamas todo histérico porque tu máquina tronó y él te dice: «Ok, ¿ya se fijó que la máquina esté conectada?». O sea, empezó desde cero: la albahaca, los huevos y de ahí fue subiendo. Hasta sus rezos iban volviéndose más intensos; después de un rato hablaba en lenguas que yo no podía entender… —Glosolalia —dije, apelando a mi ñoñez y los libros de psiquiatría y antropología que tuve que leer para tratar de entender aquella historia. —Como sea. ¿Y la lluvia del principio? ¿Y la loca? ¿Y la cosa de las escaleras? ¿Y el tipejo de la reja? ¿Cómo explicas eso? Me di cuenta que se había mo-

lestado, por lo que guardé silencio. —Cuando estaba ahí adentro, agarrando a Evelia, de lo último que me acuerdo es del fuego: la curandera se puso a dar vueltas alrededor de nosotros, como si bailara, y de pronto aventó algo al suelo y quedamos encerrados en un círculo de fuego, un círculo con llamas que me llegaban a la cadera. La curandera saltó sobre las flamas y se fue derechito hacia Evelia, la agarró de los pelos y se puso a gritarle en la cara. Parecía que quería comérsela… —Pero, ¿qué pensabas? —Yo estaba en el shock de la realidad. Eso es lo peor, cuando tus ideas empiezan a claudicar y esa madre, esa cosa que no entiendes, te empieza a invadir. Porque si tú claudicas, esa madre te invade, no queda un vacío. Esa madre viene y tú la aceptas como real. —No entiendo. —Era una lucha constante entre la razón y lo que estaba viendo. Le pregunté por Evelia, sobre cómo lucía.


—Si yo pudiera llevar toda esta madre a una película —me dijo—, se acercaría mucho más a El exorcismo de Emily Rose que a El exorcista: los gritos, las caras, las voces, los ojos así como si se hubiera metido diez tachas… —¿Cómo se llamaba el demonio? —le pregunté. Para realizar un exorcismo, es necesario conocer el nombre de la entidad que domina a la víctima. Es un dato clave que maneja la literatura del tema, tanto el Ritual Romano católico como los grimorios medievales que instruían en la invocación del demonio. Sin nombre no hay contrato. —Ahora no —me dijo, con el rostro serio—. Te lo digo después, cuando no estemos chupando).

8 Después del espectáculo del fuego, Jorge aprovechó que la curandera salía del cuarto para escapar de la cabaña. Vomitó en el patio, pura bilis. Los focos de la vecindad se prendían y apagaban como si la instalación eléctrica sufriera altibajos de corriente. Tacho y Jacqueline seguían ahí. Betty había llegado con su madre. Era la una de la mañana. —La clarividente ha estado llame y llame a otras guías de Catemaco y de San Andrés, para que ayuden desde allá —le explicó Tacho. Tacho sabía qué era una ‘guía’. Su madre, doña Ana, era asidua de los rituales de sanación que se llevaban a cabo en varias partes del puerto; en ellos se liberaba al ‘paciente’ de las ‘malas vibras’ que circulaban en la atmósfera del puerto, o de los ‘trabajos’ que brujos sin escrúpulos aceptaban hacer, pagados por los enemigos de la víctima. Estos rituales eran —y son aún— tan populares entre los veracruzanos que incluso el catolicismo debe

ofertar regularmente ‘misas de sanación y liberación’ (apoyadas por la corriente Renovación Carismática del Espíritu Santo) para no perder feligreses. —¿Ya le hablaron a los papás de Evelia? —preguntó Jorge, cuando al fin logró respirar. —Ya vienen en camino. A pocos metros, la curandera, la clarividente y un pequeño grupo de mujeres discutían el ‘tratamiento’. —¿Ya la limpiaste? —Ya, y nada —dijo la curandera. —¿El círculo de fuego? —Ya. —¿Ya dijo su nombre? —Es muy fuerte, no se quiere ir. Ya amenazó que a las cuatro con dos se la lleva. —Entonces no queda de otra más que mandarlo a llamar —dijo la clarividente. —Yo lo hago —respondió la curandera—. Me debe favores.

9 Jorge ya no quiso entrar a la cabaña cuando la curandera regresó. Lo miró todo desde el umbral: cómo las señoras desnudaron a Evelia y le pusieron una bata alba; cómo azotaron el cuerpo de la curandera con manojos de yerba. Mientras todas rezaban, la curandera comenzó a mecerse sobre los pies; eructó ruidosamente y luego cayó desmayada. Las mujeres se aprestaron a socorrerla. Antes de que terminaran de tomarla de los brazos, la curandera ya estaba de pie, moviéndose por todo el cuarto. La energía que la animaba era claramente distinta, masculina. —¡Muy buenas noches tengan todos ustedes! —saludó, con voz profunda, los ojos en blanco—. Mi nombre es Yan Gardec y estoy aquí para ayudar a esta hermanita. Se volvió para contemplar a Evelia sobre el sofá, para señalarla con el índice.

No dijo nada del tiempo que permanecieron, él y Tacho y las chicas, inmóviles bajo una de las farolas de la brecha, incapaces de hallar en la oscuridad las luces de la carretera, temerosos de estar regresando a la casa maldita en vez de escapar de ella. Tampoco habló de los versos que empezó a recitar, partes de salmos aprendidos de memoria que hicieron que Evelia redoblara sus bramidos y sus esfuerzos por liberarse: «Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado; oh, alma mía, dijiste a Jehová, tú eres mi Señor». La chica vomitaba de furia mientras Jorge oraba. 57


—Yo a ti te conozco. Evelia ladró. —Tú y yo nos hemos batido muchas veces —continuó la curandera—. Es hora de que dejes a esta muchacha. —¡Ella me estaba buscando! — chilló Evelia—. ¡Hace mucho que ella me estaba llamando! ¡Me la voy a llevar! —¡No, ella no te pertenece! ¡Ella es de Dios! ¡Márchate y no regreses! —¡No me iré con las manos vacías! Yan Gardec se cruzó de brazos. Se retorció los invisibles bigotes entre los dedos. —Algo has de querer a cambio. Pide… Evelia mordía el aire. —¿Qué tal un cabro? —sugería la curandera, condescendiente—. ¿Qué tal un cabro todo bien negrito…? Fue entonces cuando Evelia, o lo que moraba en Evelia, comenzó a dar las instrucciones de lo que quería. Jorge ya no quiso quedarse a escuchar. Salió de la vecindad, a la calle. Moría por un cigarrillo, por sentir el estómago lleno de otra cosa que no fuera pavor. Un taxi se detuvo junto a él. De él bajó doña Ana, la madre de Tacho. Jorge suspiró aliviado. Era bueno ver un rostro conocido. Pero doña Ana no lo saludó; lo hizo retroceder hasta la pared sólo con su mirada rabiosa. —Ya ven, por andar de pendejos, se lo toparon de frente.

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(Otro día, en el año 2010, fuimos a buscar la dichosa vecindad donde había tenido lugar el exorcismo. Enfilamos rumbo a la iglesia de La Guadalupana, y tras mucho preguntar, dimos con la vecindad. Ni la choza ni la curandera estaban. Tampoco la clarividente. Los veci-

nos nos dieron indicaciones vagas del nuevo domicilio de lo que ellos llamaron «el templo». Yo había leído bastante sobre espiritistas, espiritualistas y trinitarios marianos en Veracruz. Era un tema que me interesaba por la cantidad de gente en Veracruz que daba por cierto en el poder de los espíritus, y no tanto porque yo misma participara de esas creencias. Hasta cierto punto, las consideraba parte de la idiosincrasia del jarocho. —Jorge, ese tal ‘Yan Gardec’, ¿no sería Allan Kardec? Le conté, de regreso a casa, que Kardec fue un francés fundador de la doctrina espiritista en el siglo XIX. Que en el Archivo Histórico en donde hice mi servicio social tenían sus dos primeras obras: El libro de los espíritus y El libro de los medios. Ya en casa, emocionada por esa posible re-elaboración simbólica, le mostré en la computadora un supuesto retrato de Kardec. Le pregunté si no era el mismo que colgaba de la pared de la curandera. Jorge la miró un rato. —Puede ser —dijo. Le pregunté de nuevo por el nombre del demonio. De nuevo se hizo el tonto. Yo había transcrito en una hoja de mi cuaderno de notas los nombres de los demonios que aparecen en el Grand Grimoire, un libro de encantamientos del siglo XVIII, conocido también como el Gran Grimorio. Este texto, al igual que los supuestos opúsculos de San Cipriano, San Honorio, el propio Salomón y Merlín el Mago, presenta claves y fórmulas mágicas para, entre otras cosas, invocar demonios, hablar con los muertos, ganar la lotería, hacer que alguien baile desnudo ante uno, fabricar pegamento para porcelana, etc. Le mostré la página con los nombres demoníacos. —Ese, dijo.

No quiso pronunciar el nombre: Satanachia, el gran general de los infiernos, mano derecha de Lucifer, jefe de Pruslas, Aamón y Barbatos. Su poder, según el documento, es el de volver joven o viejo a quien sea, pero también el de subyugar a toda niña o mujer para hacer lo que él quiere. Días después, el mismo año, fuimos a buscar a Tacho y doña Ana. Ninguno de los dos quiso hablar. Nos contaron que Evelia se había casado con un muchacho del barrio al que apodaban el Sapo, famoso porque soñaba a los que iban a morir. —No me extraña que no quiera hablar —dijo Jorge, para excusar el trato tosco que Tacho nos dio durante la visita—. Está cabrón ver al diablo. Todos lo vimos).

11 Durante los meses que siguieron al horror de la casa del estero, Jorge evitó a sus amigos. No fue algo deliberado; simplemente comenzó a frecuentar otros círculos, a pasar más tiempo en casa de la abuela. Después supo, por Jacqueline, que los padres de Evelia llegaron después de que todos se hubieron marchado, y que se negaron a creer lo que la curandera les contó sobre su hija. Pensaron que quería sacarles dinero a la fuerza: cinco mil pesos que la curandera pidió para poder completar el ritual de liberación, que incluía el sacrificio de un chivo. Según Jacqueline, Evelia estuvo bien unos meses y luego, un día de repente, se encerró en su cuarto y se negó a salir. Atacaba a sus padres, se defecaba encima, se hacía daño con las paredes y las cosas que rompía. Los padres la llevaron con médicos y psiquiatras. Uno de ellos incluso les sugirió que internaran a su hija en una clínica mental. Tiempo más tarde, esta vez por boca de Betty, Jorge se enteró de que


al final, desesperados por no poder curar a Evelia, los padres de la chica cedieron a la presión de familiares y vecinos que insistían en que debían llevarla a las misas de liberación de Puentejula, un poblado ubicado a pocos kilómetros del puerto de Veracruz. El pueblo, de no más de tres mil habitantes, era famoso por los exorcismos realizados por el padre Casto Simón. Estos tenían —y aún tienen— lugar todos los viernes a las tres de la tarde; se oficia en latín y arameo y su colofón consiste en un ritual de expulsión demoniaca que dura varias horas. Según Betty, Evelia era siempre la primera de todos los endemoniados en caer al suelo de la parroquia de Puentejula. Pronto fue obvio para los oficiantes que la chica requería un exorcismo especial, al que finalmente accedieron los angustiados padres. —Dicen que amarraron a Evelia junto con un puerco al borde de una barranca, allá por Rinconada, y empezaron el exorcismo —confesó Betty, aquella última vez en que se vieron—. En algún momento el demonio se salió de ella, se metió al marrano y entre todos los que estaban ahí lo aventaron al vacío.

12 Aquella primera cita nos marchamos del bar cuando Jorge terminó su extraña historia. Caminamos juntos hasta mi casa; yo, pegada a la pared, él junto a la acera; no había conocido antes a un chico que insistiera tanto en que camináramos de aquella manera. Yo estaba intrigada y algo ebria. Jorge seguía hablando. —¿Cuál es tu filosofía de vida? —me preguntó, a espetaperros. Si hubiera tenido la edad que tengo ahora (30 años al momento de escribir esto; justo la edad que él tenía entonces) me hubiera partido

de risa. Pero sólo tenía 24. Fui sincera cuando dije, con culpa: No tengo ni puta idea. Quise entonces preguntarle algo que había estado pensando toda la noche. —¿Neta, realmente crees en el diablo? —No te puedo decir que no exista —me dijo. Comenzaba a llover de nuevo—. Sería muy egoísta decirte que no: vivimos en un universo vastísimo, manejado por energías incomprensibles, inconmensurables. Nosotros los humanos somos unas micromierdas en medio de este universo, no somos nada. Lo que sabemos no se compara con todo lo que nos falta por conocer, todo lo que no podemos controlar. En aquel momento no entendí que Jorge habitaba un mundo distinto del mío; estaba, supongo, más ocupada en enviarle las señales correctas para que me besara. Lo comprendí después, cuando ya era tarde, cuando las diferencias entre nosotros fueron demasiado grandes y dolorosas como para negarlas; cuando él se fue y yo me quedé sola, con la mitad de las cosas que habíamos comprado juntos, y el perro y el gato, y una novela que entonces no era una decena de cuartillas emborronadas. Pero aquella noche de mayo yo ignoraba todo eso. Aquella noche de mayo nos llovió encima y Jorge terminó por llevarme en taxi a casa. Antes de abrir la puerta nos abrazamos, sin besos, sólo con las ganas, y nos dijimos buenas noches. Fue así como conocí a mi primer marido. Fue así como me enamoré de las historias que contaba. (Publicado con permiso de la autora. Esta

crónica pertenece al libro Aquí no es Miami

[Random House, 2018].

La más reciente novela de Fernanda Mel-

chor es Temporada de huracanes

[Random House, 2017).

Fernanda Melchor (Veracruz, México – 1982) Es periodista por la Universidad Veracruzana (UV). Ha ganado diversos premios de cuento, ensayo y crónica convocados por la CNDH (Primer Certamen de Ensayo sobre Linchamiento, 2002), la UNAM (Virtuality literario Caza de Letras, 2007) y la Fundación de Periodismo Rubén Pabello Acosta (Premio Estatal de Periodismo 2009). Sus trabajos han sido publicados en La Palabra y El Hombre, Excélsior, Replicante, Generación, Reverso y Milenio semanal, y pueden hallarse en su blog: http://olasdesangre. wordpress.com. En 2008 publicó con el Ayuntamiento de Veracruz la novela infantil Mi Veracruz, que narra la historia de este puerto desde su fundación hasta la invasión norteamericana de 1914. Ha publicado el libro de crónicas Aquí no es Miami (El salario del miedo, 2013) y las novelas Falsa liebre (Almadía, 2013) y Temporada de huracanes (Random House, 2017). 59


Ana Paula Maia

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l final, lo que queda son los dientes. Porque van a servir para identificarte. El mejor consejo es que cada quien cuide sus dientes más que su dignidad, porque la dignidad no dirá quién sos, o mejor dicho, quien fuiste. La profesión, el dinero, los documentos, la memoria y los amores no sirven

tampoco de mucho. Si tu cuerpo está carbonizado, solamente los dientes van a contar tu historia. Los que no tienen dientes no llegan ni a miserables. Se convierten en cenizas y en carbón. Nada más. Ernesto Wesley arriesga su vida a cada rato. Se lanza contra el fuego, a través del humo negro y denso, traga saliva con gusto a tizne y conoce, por el modo en que crepitan las llamas, de qué material están hechos los muebles de cada habitación. Se acostumbró a los gritos desesperados, a la sangre y a la muerte. Cuando empezó a trabajar descubrió que en la profesión hay una especie de locura: salvar a los otros sin que importe nada. Sus actos de valentía no hacen que se juzgue a sí mismo como un héroe. Cuando cae la noche todavía siente los magullones. Y si al día siguiente se


novela levanta y va otra vez al trabajo, es porque intenta preservar esperanzas de vida en alguna parte. Sus fracasos son más numerosos que sus éxitos, claro. Comprendió que el fuego es traicionero, que aparece en silencio, que se arrastra por toda la superficie, que borra sus huellas y deja cenizas. Todo lo que construye una persona en su vida, todo lo que ostenta, puede ser devorado por una llama voraz. Todos estamos al alcance del fuego. A Ernesto Wesley no le gusta socorrer accidentes automovilísticos. No le gustan los hierros retorcidos, y mucho menos tener que serrar metales. La motosierra lo atormenta. Mientras separa los fierros, el temblor del cuerpo le hace perder la sensibilidad de los movimientos. Se siente rígido y automático. Un error puede ser fatal. Si alguien se equivoca en esta profesión se convierte en maldito. Pero hay que arriesgar, le pagan para eso. Y sirve solamente para eso. Fue entrenado para salvar, y cuando falla, la culpa hace que su prestigio se arrastre. Lo único que le gusta es hacerle frente al fuego. Desviarse de las llamas y esquivar los focos más violentos cuando se encuentra con abundante oxígeno. Arrastrarse por el suelo que cruje bajo su vientre, sentir el calor a través del uniforme, la caída de un cielorraso, el colapso de un piso encima de otro, el cableado colgando de las paredes agrietadas. El crepitar de las llamas que cronometran su tiempo de resistencia, el momento de la muerte próxima y, por último, cargar en su espalda un peso mayor que el suyo y rescatar a alguien que nunca olvidará su rostro oscurecido por el humo. Ernesto Wesley es el mejor en su oficio, pero poca gente lo sabe. Sonríe en el espejo del baño y luego se pasa el hilo. Limpia cuidadosamente todos los espacios dentales y finaliza la limpieza con un

enjuague bucal con sabor a menta. Sus dientes están limpios. Pocas obturaciones. Tiene una muela enchapada en oro. Mandó fundir el anillo de bodas de su madre muerta y lo usó para cubrir el diente. Lo hizo para ser identificado si muere trabajando o en otras circunstancias. Tener un diente de oro es su característica, y esto hará que sea más fácil el reconocimiento. —¿Cómo está Oliveira? —pregunta el hombre contra el mingitorio. —Dijeron que bien —responde Ernesto Wesley— pero tuvieron que amputarle la mano. —Mierda... El hombre termina de orinar y se acerca al lavabo para enjabonarse. Mira sus manos y suspira. El agua sale en un chorro de color beige. —Esta tubería no anda nunca —dice el hombre. —No es la tubería. Hay poca agua. —El agua de acá es inmunda. —Los caños son viejos. Todo es viejo. —Me hace sentir viejo a mí. ¿Alguien encontró la dentadura de Guimarães? —La busqué entre los escombros, pero nada. —¿Y cómo identificaron el cuerpo, entonces? —Una marca de nacimiento en el pie. El pie quedó intacto, justo para que lo podamos identificar. —Si no es por los dientes, solamente queda el azar. —Tuvo suerte, Guimarães. Todavía hay seis cuerpos destruidos, sin identificar. Y hay otro desaparecido. —Sí, lo sé. Pereira. —A ver si lo encontramos, cuando la pericia los libere. —Pereira tenía dientes chiquitos y puntiagudos. —Eran horribles, estaban cariados.

A Ernesto Wesley no le gusta socorrer accidentes automovilísticos. No le gustan los hierros retorcidos, y mucho menos tener que serrar metales. La motosierra lo atormenta. Mientras separa los fierros, el temblor del cuerpo le hace perder la sensibilidad de los movimientos. Se siente rígido y automático. Un error puede ser fatal.

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Aprendió a palparse para sentir algún hueso fuera de lugar. Ya se quebró las piernas, las costillas y los dedos. Ernesto Wesley presta mucha atención a su cuerpo y cree que esta enfermedad es más trascendente que una patología clínica: él cree que es un don. Al no sentir dolor alguno, su coraje se multiplica y lo lleva a cruzar límites que ningún otro hombre cruzaría; o quizá unos pocos.

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Los dos hombres se miran en el espejo y oyen, durante unos segundos, el zumbido inquietante del fluorescente, a punto de fundirse. —Esos dientes feos ahora van a salvarlo —comenta Ernesto Wesley. —Ajá. Yo mismo encontraría a Pereira si viera esos dientecitos. —Dientes de tiburón. La puerta del baño se abre y entra un hombre bajo, de mirada inquisidora. Lleva un portapapeles en las manos. —Hay un llamado que atender. Ernesto Wesley termina de usar el mingitorio y se cierra la bragueta. —Dos autos empotrados en un camión. Hay gente entre en los fierros. —Federico es bueno con la motosierra. —Está de franco. Quedan ustedes dos. —¿Víctimas? —Seis. —¿Borrachos? —Dos. —Me siento como un recolector de basura —murmura Ernesto Wesley, que se había quedado en silencio hasta entonces. —Somos un poco eso —dice el hombre. Los dos siguen al tercero y van al camión. El incidente ha ocurrido a cinco kilómetros, en una autopista. —Qué ganas de fumar —dice Ernesto Wesley. —Yo también. No sé cómo podés tener los dientes tan blancos. —Uso bicarbonato de sodio para blanquearlos. —Tenés los mejores dientes de todo el cuerpo de bomberos, Ernesto. —Y vos tenés los mejores incisivos que vi en toda mi vida. Un rectángulo perfecto. Dejás una mordida inconfundible en el pan. —¿Te diste cuenta? —Claro. Yo sé cuando un resto de comida es tuyo. Por el tarascón. El hombre, halagado, se ajusta el cinturón de seguridad.

—No me gusta usar la sierra. Me angustia —murmura Ernesto. —Ojalá no haya que usarla. Ernesto Wesley mira al cielo. Está estrellado y la luna no apareció. Estira la mirada y la extiende por encima de la cabeza, pero tampoco encuentra la luna. —Algo me decía que hoy habría que usar la motosierra —dice Ernesto Wesley. —Odio a los borrachos —murmura el hombre. —Yo también —concuerda Ernesto Wesley. —Parece que fue ayer el accidente que mató a mi hermana. —Me acuerdo. Tuve que sacar al tipo de entre los fierros. Pelado hijo de puta. —La partió por la mitad. —Me acuerdo de eso también. —Yo lo quería matar, al tipo. Faltó esto para que lo matara. —Nos pagan para salvar incluso a los miserables pelados borrachos hijos de puta. —Estoy tan cansado de tanta gente de mierda, irresponsables. —Vamos a tener que vivir con el olor de esa mierda. —Nos pagan para eso —concluye Ernesto. Ernesto Wesley baja la cabeza con resignación. Los ojos le arden y lo hacen lagrimear, pero él no llora desde hace tres años. No puede. Sus lágrimas se evaporan con el calor del fuego. El silencio cae sobre los hombres. Están cansados pero aprendieron a actuar por impulso. Ya conocen sus límites y esos límites son elásticos. La carretera bordea un río y Ernesto Wesley mira la extensión haciendo que sus ojos se esfuercen para alcanzar la frontera de las dulces e inmundas aguas turbias, como si buscara, en los espacios vacíos que se estrechan, algo que le dé sentido. Pero no siempre es posible ir más allá de lo que los ojos pueden ver. Ernesto Wesley es un hombre musculoso, con los


hombros anchos, la voz gruesa y la mandíbula cuadrada, pero todo en él se hace diminuto cuando se enfocan sus ojos. Son ojos profundos, de color negro y un brillo intenso. Hay un rayo de alegría en esos ojos, como un fuego, como el mismo fuego que él admira y enfrenta. Cuando se cruza la barrera del fuego que ilumina su mirada, no hay nada más. Su alma quema y su aliento huele a humo. Cuando cumplió dieciséis años, Ernesto Wesley ya había enfrentado cuatro incendios en las diversas casas donde vivió. La paz familiar era constantemente amenazada por el fuego, que comenzaba silenciosamente en alguna habitación de la casa. Nunca hubo herido graves. La última vez salvó la vida de su hermano mayor, Vladimilson, que había quedado atrapado en la habitación con la puerta atascada. Ernesto

Wesley le tenía pánico al fuego y se amedrentaba frente a cualquier fuente de calor, o incluso una ráfaga de aire caliente. Pero cuando se metió a la casa para rescatar a su hermano, el fuego lo quemó por primera vez. Extrañamente, descubrió que las llamas no le hacían daño. No sentía ni dolor ni ardor. Llevaba a Vladimilson desmayado, cargado en los hombros, y supo que su destino sería el de enfrentar las llamas. Ernesto Wesley no siente el fuego en la piel. Tiene un tipo raro de enfermedad que se llama analgesia congénita: una deficiencia en la estructura del sistema nervioso central. Esto hace que sea inmune al calor intenso, a las puñaladas y a los pinchazos. Desde que lo supo, comenzó a desafiar al fuego constantemente. Para ingresar al Cuerpo de Bomberos ocultó la enfermedad. Si

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sus superiores hubieran sabido los riesgos que corría, nunca lo habrían aprobado. Ernesto puede caminar sobre las brasas, atravesar columnas ardientes y ser atacado por llamaradas. Se quema, pero no lo siente. Son pocos los que llegan a la edad adulta con esa enfermedad. Tiene moretones rosados por todo el cuerpo. Aprendió a palparse para sentir algún hueso fuera de lugar. Ya se quebró las piernas, las costillas y los dedos. Ernesto Wesley presta mucha atención a su cuerpo y cree que esta enfermedad es más trascendente que una patología clínica: él cree que es un don. Al no sentir dolor alguno, su coraje se multiplica y lo lleva a cruzar límites que ningún otro hombre cruzaría; o quizá unos pocos. Se hace chequeos periódicos para saber si su cuerpo, y su salud en general, están en orden. Está convencido de que puede soportar mayor calvario físico que cualquiera. Sin embargo existe un tipo de dolor que lo sensibiliza. Su corazón, en contraste con la enfermedad, sufre un daño irreparable: el dolor de la pérdida. Esto lo mortifica mucho. En el medio de la ruta parpadean luces rojas y amarillas. Dos policías orientan a los vehículos para que circulen por un solo carril. El autobomba se detiene y ellos bajan. El asfalto todavía está caliente, reflejo del intenso calor del día. De lejos, Ernesto Wesley observa los fierros enmarañados. Dos autos y un camión hicieron más que chocar: se amalgamaron. Habrá que trabajar más de lo previsto. Viste un overol especial, guantes de acero, una máscara de soldar y la motosierra para soltar a las víctimas de los fierros abollados. Espera para entrar en acción. Otro equipo de socorro ya había llegado antes. Ernesto Wesley solo piensa en derribar árboles. Es lo que acostum-

bra a decirse a sí mismo cuando separa fierros retorcidos. —Son cinco víctimas, o mejor, seis. Tres están atrapadas entre los fierros, incluyendo un perro. Las otras dos ya están siendo llevadas al hospital —dice uno de los bomberos del otro equipo. Ernesto Wesley inspecciona el estado de los autos y del camión. El chofer del camión fue el único que no sufrió daños. Está parado cerca de los bomberos, tratando de ayudar. Este es su quinto accidente, dice, y salvó la vida en todos. Un letrero en el camión preocupa a los bomberos. Es líquido inflamable. La explosión química seguida de incendio es una de las combustiones más difíciles de controlar. Uno de los bomberos hizo la inspección y constató que no hay riesgo de fuga. Ernesto Wesley enciende la motosierra y no escucha más gemidos, sirenas ni cualquier otra cosa. Se sumerge en el impacto anestésico de la motosierra, en la estridencia que provoca la fricción de la lámina contra los nudos del hierro caliente. Lo único que le gusta a Ernesto Wesley, en este trabajo arduo de aserrar fierros, son las chispas que saltan por todas partes, desordenadas. Algunas bailotean y no se disuelven del todo en el aire sino que caen despacio hasta tocar el suelo. Una nena de cinco años quedó atrapada entre los fierros y está consciente. Su perro labrador murió aplastado sobre su falda. La sangre del animal cubre el rostro de la chica y ella llama al perro por su nombre, sin parar. Va a ser necesario descuartizar al perro junto con las partes metálicas del auto. El problema va a ser el trauma de la nena. Primero habrá que quitar la cabeza del animal y después las patas delanteras. Si no fuese por el perro, la nena estaría muerta. Ernesto Wesley no puede conmoverse. Él solamente derriba árboles. Aunque sienta que su corazón arde


cada vez que rescata a un chico, no importan los accidentes personales. En esta profesión no es bueno subrayar tragedias propias. No se permiten las emociones. Es un oficio que endurece mucho el carácter y te coloca frente a los peores escenarios. Todo se empequeñece cuando se compara con la muerte. No una muerte calma, somnolienta, sino la muerte que despedaza, que desfigura y transforma a los seres humanos en fragmentos de carne descoyuntada. Cráneos rajados, miembros aplastados o arrancados. Cuando alguien, en estado de shock, nota que su pierna está tirada a dos metros de distancia, o que su brazo cayó en una zanja más allá de la banquina, nunca más lo olvidará. La gente puede perder el dinero, el respeto, el amor, la dignidad, la familia, los títulos, la posición social... Todo puede ser reconquistado. Pero nada pondrá de nuevo en su lugar un miembro arrancado. Serrucha la cabeza del perro y parte del panel del auto. Se mezclan la sangre y las esquirlas de metal. La nena entra en estado de shock. Después de resistir más de dos horas ella sale de entre los fierros, aferrada a una pata de su mascota. El rescate de la nena resulta conmovedor. El rescate de los padres será mucho más complicado. El padre podría perder algún miembro si Ernesto no se concentra. Lo que más dificulta todo es la lluvia, que ya dura cerca de cuarenta minutos y le ha empapado el overol. Todos los hombres parecen fatigados. Ya casi no quedan morbosos en la ruta. El más cansado de todos es Ernesto Wesley. Esto se hace muy evidente cuando la motosierra tiembla entre los engranajes del vehículo, zarandea en su mano y alcanza la pantorrilla del hombre. Ernesto se detiene, respira hondo. Mira para los costados. Hace cinco horas que no para de serrar.

—Este hombre necesita reemplazo —ordena el oficial responsable por la operación. El otro bombero, que fue designado junto con Ernesto Wesley, asume el control de la motosierra. Después de ponerse el uniforme de protección, golpea suavemente la espalda de Ernesto Wesley. —Yo me encargo, Ernesto. Andá a descansar un poco, estás horrible de cara. —Ya te dije, odio la motosierra. Se me parte la cabeza. Cuando el bombero intenta retirar a la madre, ella ya está muerta. Es posible ver sus palpitaciones, porque la cabeza está recostada sobre el asiento trasero, del lado de la ventana. El nuevo bombero sigue serrando una hora entera. Las chispas saltan una y otra vez. Cuando hay una fuga de líquido inflamable, y nadie lo descubre a tiempo, puede ser fatal. Lo peor de esta profesión es que el error de una persona alcanza a los demás. No puede haber errores. Cuando los hay, generalmente es mortal. El bombero que aserraba fue lanzado al otro lado de la ruta mientras Ernesto Wesley tragaba un analgésico apoyado en el capó de la ambulancia. El cuerpo del hombre en llamas voló altísimo en el cielo de la madrugada. Ernesto sintió la piel de su compañero arrugarse, los cabellos achicharrarse y, al caer sobre el asfalto, todavía vivo, escuchó sus huesos crepitar por las llamas, que se inflamaron rápidamente hasta alcanzarle las entrañas. Se convirtió en carbón animal. Se podía sentir el olor fuerte de su piel, los músculos, los nervios y los huesos quemados. Sus dientes estaban intactos e incluso los forenses estuvieron de acuerdo: eran los mejores incisivos que vieron en un muerto.

Ana Paula Maia (Nova Iguaçu, Brasil - 1977) Escritora, guionista y música brasileña. Durante su adolescencia tocó en una banda de punk rock y estudió piano. Como guionista participó en el guion del cortometraje O entregador de pizza (2001), y junto a Mauro Santa Cecilia y Ricardo Petraglia coescribió el monólogo teatral O rei dos escombros montado, en 2003, por la compañía Moacyr Chaves. Publicó su primera novela bajo el título O habitante das falhas subterrâneas, en 2003. Es la autora de la trilogía A saga dos brutos, iniciada con las novelas cortas Entre rinhas de cachorros e porcos abatidos y O trabalho sujo dos outros —publicadas en un sólo volumen— y que concluyó con la novela Carvão animal, cuyo primer capítulo publicamos en esta entrega.

(Tomado de http://editorialorsai.com/re-

vista/secciones/?idCat3=256)

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Miguel Briante

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N

a Jorge Cedrón

o había esperanzas: lo dijo mi abuela, mientras comíamos. Mi tío se limitó a mover la cabeza, en un gesto ambiguo, casi torpe. El efecto de esas palabras iba a resucitar recién al rato, en un sollozo de mi tía, intentó disimularlo con otro ruido semejante, que salió de su nariz; hasta usó el pañuelo. Pero fue inútil: yo advertí que luchaba por no llevárselo a los ojos. En ese momento hubiera necesitado saber qué pensaban. En el patio, de pronto, las escenas volvieron, una a una, mientras mi tío, al

pasar, me acariciaba. Traté de apartarlas, retrocediendo hasta el lugar donde se amontonaba mi rabia. Sobre todo, me enfurecía que no se animaran a decírmelo y anduvieran con palabras o gestos raros, como cuando jugaban a las barajas. Tu papá —había dicho la abuela— está muy mal. Pero nada más. Nadie me decía por qué ahora pasaba todo el tiempo con ellos. O por qué a cada rato volvían las escenas: papá que tardaba en llegar; mamá, diciéndome: Vamos a buscar a tu padre. Pero no, no era así. Dijo: Andá a buscar a tu padre. Era la una de la tarde, en verano. Nadie, por la


cuento Después, papá se dejó resbalar hasta el suelo, apretando la espalda contra la pared. Y yo sentí un dolor extraño, en algún lugar de mi cuerpo. Pero no el mismo dolor de siempre, no esa especie de vergüenza que soportaba todos los mediodías, cuando lo ayudaba a volver a casa. Lo demás –el pueblo, la gente en la ventana– no existía, se iba borrando hasta quedar nada más que yo, ahí, sobre papá, que era un ovillo desarmado en el suelo. Tenía miedo y buscaba, sin saber por qué, sus ojos.

calle. El pueblo, a esa hora, estaba siempre quieto: seguía así hasta las cuatro. Antes, estaba ese pequeño mundo de la siesta: la payana en el umbral del negocio, los viajes en el carro de don Juan, o las charlas en el vagón del ferrocarril sobre la vía muerta. Caminé dos cuadras: en el bar, tras la vidriera, vi a papá, tumbado sobre una mesa. Entré. Papá —dije—, vamos. Le toqué el hombro. Más allá de la mesa, no había nadie. El dueño quería cerrar. Llevátelo de una vez, estaba diciendo con la mirada. Vamos, repetí. Entonces papá levantó la cabeza. Nunca supe cómo, por qué, pero en los ojos había algo, una especie de señal, o de aviso. Miraban con una intensidad distinta, tan distinta que yo sentí miedo. No —dijo con voz decidida, una voz que nunca usaba al hablarme—, no, dejame, no voy. Y me rechazaba con la mano, con los mismos ojos que volvían a ocultarse, mientras se derrumbaba sobre la mesa, hundiendo la cara entre las manos. —Qué tenés —me preguntaron—, nene, qué tenés. Había vuelto a entrar en la cocina: lavaban los platos. Tuve ganas de contarles todo: sentí que enrojecía rápida-

mente, que estaba a punto de llorar. Salí: caminaba hacia la quinta, mientras recordaba cómo, después de haber sacudido una vez más a papá, éste había repetido que lo dejara, mientras don Pedro decía, saliendo de atrás del mostrador: Está bien, Vicente, es hora de comer, hacele caso al pibe, andate. Y eso también me había dado rabia: que ese hombre le volviera a decir Vicente andate, y lo agarrara por los hombros, como mamá hacía conmigo, y lo arrastrara hasta la puerta. Rabia, que papá no se parara solo y le dijera que se iba porque quería, que no necesitaban arrastrarlo. Pero sólo murmuraba palabras incomprensibles. Después, papá se dejó resbalar hasta el suelo, apretando la espalda contra la pared. Y yo sentí un dolor extraño en algún lugar de mi cuerpo. Pero no el mismo dolor de siempre, no esa especie de vergüenza que soportaba todos los mediodías cuando lo ayudaba a volver a casa. Lo demás —el pueblo, la gente en la ventana— no existía, se iba borrando hasta quedar nada más que yo, ahí, sobre papá, que era un ovillo desarmado en el suelo. Tenía miedo y buscaba, sin saber por qué, sus ojos.

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En el mismo instante en que empezaba a correr sentí el ruido de un coche que se ponía en marcha. Recordé de golpe las palabras de mi tío, los ojos de papá. Seguí corriendo y me metí entre la gente. 68

Y ahora, para colmo, eso: tres días en casa de la abuela, sin ver a papá. Mamá había venido una sola vez. Además, en la mesa, todos estaban serios: cuando hablaban, era para decir cosas que nunca entendí del todo. Y me miraban, todo el tiempo me miraban. Después, mi abuela y mi tío me hablaban suavemente, me decían: Mañana vas a ir a casa; me decían: Andá a jugar a la quinta. Pero de papá, nada. Como si no existiera, como si no me acordara de que tres días antes yo estaba repitiendo: Vamos, papá. Y él contestaba: No, Pablo, andá a casa, dejame. Andá con mamá, a casa. Y yo decía: Vos también tenés que venir a casa, la comida está lista y mamá está esperando. Y lloraba. Como lloraba, también, al volver, solo, y después, cuando veníamos con mamá y lo vimos, de lejos, acercarse tambaleante, apoyándose en las paredes y haciéndonos señas con las manos: un ademán grotesco para señalar que lo esperáramos. Pero seguimos caminando, corrien-

do cuando lo vimos derrumbarse en mitad del asfalto, al cruzar la primera calle. Tenía sangre en las manos cuando lo levantamos. Quise decir algo; mamá tenía la misma cara apagada de siempre, sólo un temblor en los labios y apenas los ojos un poco más abiertos, un poco más asustados. Pero no hablaba. En el umbral de casa papá había vuelto a caerse. Se quedó ahí: hablando. Al bajar los ojos, encontré los de mamá: sus dos rostros unidos, casi debajo mío, tenían una mueca parecida, casi idéntica. El mismo gesto: volvía a tener miedo y ese dolor inexplicable, en algún lugar de mi cuerpo. La mirada de papá era la misma que había visto antes, en el bar. Y ahí estaba, otra vez, esa sensación extraña. Caminaba por la quinta. Tenía ganas de contarle todo eso a alguien, en voz alta. Decirle que mamá me mandó a comer: la mesa estaba detrás del negocio, oculta por un tabique. La comida se había enfriado y el ruido de los cubiertos,


cada vez más lento, más apagado por mi propia angustia, tenía algo de triste: como a la noche, cuando sonaban las campanas de la iglesia. Lentamente, todo iba achatándose, reduciéndose al silencio. Las cosas habían resuelto inventar una nueva calma. Me sentí flotar, envuelto en una capa transparente que no dejaba pasar ningún ruido, como en los sueños. Y de pronto sucedió eso: mamá dijo —y su voz fue repentina, como un latigazo sólo atenuado por la distancia—: Vicente, por qué tomás. Y enseguida, como si comprendiese que era demasiado dura, agregó en tono dulce otras palabras. Pero ya estaba hecho: papá había estallado y pude adivinar que intentaba pararse. Mientras, gritaba que lo dejara tranquilo y yo sentía, detrás del tabique, cómo ella trataba de calmarlo; imaginaba la lucha que estaban entablando en la puerta del negocio, mientras los gritos crecían, los insultos roncos, las voces que no hubiese querido escuchar. Y presionaba sobre mis orejas con los dedos, continuamente, hasta que llegó un ruido más fuerte que los otros. Cuando aparecí, papá estaba en el suelo, en el primer recuadro de la puerta, por sobre su cabeza, había un hueco y sangre, deslizándose por el vidrio astillado. Mamá le sostenía el brazo, en el brazo, bajando desde el puño apretado, también había sangre. Y él decía que lo perdonara. Ella decía sí, está bien, Vicente, ahora vamos, tenés que dormir. Y él decía eso: —Perdoname. Sentado sobre el pasto, veía moverse las cañas, lentamente; aleteaba un viento silencioso en la siesta. De pronto, una calma conocida, anterior, había ido rodeándome. Sentí ganas de llorar y lo hice silenciosamente, hundiendo la cara entre las manos, esperando que alguien viniera y me encontrara así. Pero no pasó nada: ya no podía esperar explicaciones de nadie. No me vie-

ron cruzar el patio, abrir la puerta de alambre. Cuando pasé frente a una ventana, oí hablar a mi tío. Me quedé quieto, con peligro de que volvieran a encerrarme. Sí, decía, está peor que otras veces. Y volvió a repetir que ya no había esperanzas. Después, las voces se alejaron hacia el interior de la casa. Seguí caminando, había barro en la calle; había un rostro de mujer asomado a una ventana del colegio de monjas. Pero, también, estaban ahí las escenas, mostrándome cómo papá volvía a levantarse trabajosamente, mientras lo ayudábamos. Y después, la siesta. Yo trataba de simular que dormía; papá, vestido, estaba tirado en la cama grande. Como en sueños oí entrar a mamá. Abrí los ojos: ella me miraba, silenciosa y triste, como si quisiera decirme algo. Vino hasta mi cama y cuando abrió la boca comprendí que había ocurrido algo extraño —una especie de trampa—, porque dijo que me vistiera, que me iba a llevar a casa de la abuela. Ahora volvía. La abuela, mis tíos, todo estaba atrás: faltaba poco y nadie me había detenido. Al llegar a la cuadra de casa vi el carro de don Juan, avanzando lerdamente, como si viniera a mi encuentro. Después, un grupo de gente, rodeando algo, frente a casa. En el mismo instante en que empezaba a correr sentí el ruido de un coche que se ponía en marcha. Recordé de golpe las palabras de mi tío, los ojos de papá. Seguí corriendo y me metí entre la gente. Un coche blanco, alargado, tal vez el mismo que yo viera muchas veces frente al hospital, había llegado a la esquina, doblaba, perdiéndose de vista. Entonces vi a mamá: estaba en medio de la calle, con los brazos apretados al cuerpo. Avanzó hacia mí y me puso la mano en el hombro. Sobre el ruido del motor, que se alejaba, el sonido de la sirena, vertiginoso, comenzó a crecer en la distancia.

Miguel Briante (General Belgrano, Buenos Aires, Argentina, 19441995) Escritor, crítico de arte y periodista. A los diecisiete años ganó el Primer Premio del Concurso de Cuentistas Americanos con su relato Kincón. Su primer libro de relatos fue Las hamacas voladoras (1964), luego Hombre en la orilla (1968) y Ley de juego (1983). En 1993 publicó una nueva versión de su única novela Kincón, aparecida por primera vez en 1975. Fue jefe de redacción de Confirmado, El Porteño, jefe de arte en el diario Página/12 y director del Centro Cultural Recoleta. Fue guionista de las películas Mercedes Sosa, como un pájaro libre (1983), Por los senderos del Libertador (1971), El habilitado (1970), El otro oficio (corto - 1967) y La ciudad oculta (1989). 69


Carolina Vegas

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palabra cruzada

L

o encontré el otro día, mientras buscaba las aletas de buceo en el depósito. Ni siquiera me acordaba que lo había dejado allí. Estaba cubierto de polvo y tenía una telaraña delgada en el pelo. Se la quité. Seguía vestido con el pantalón azul y la chaqueta café con orejas de oso en la capucha. Los ojos cerrados, los brazos extendidos, buscaba un abrazo tal vez. O que lo alzara, siempre quería que lo llevara cargado. No recuerdo bien. De lo que sí me acuerdo es que lo único que pedí fue que tuviera un botón para prender y apagar. Mientras sostenía la prueba de embarazo en mis manos, imaginé aquel cuerpo que se formaba dentro de mi cuerpo con un interruptor en el pecho. Algo sencillo, como con el que se prende y apaga la luz. De su mismo color de piel, para que no fuera una deformidad demasiado evidente, no quería que cualquiera pudiera hacer uso de él. Solo yo. Aunque estábamos buscando tener un bebé el embarazó me tomó por sorpresa. ¿Feliz? Algo. Debo aceptar que la idea de tener un hijo no me era del todo desagradable. Desde que nos casamos supimos que esa era una de las metas de nuestra unión: formar una familia. Eso lo dijo el cura durante la ceremonia, eso nos repetían nuestros padres. Ellos nos pedían desde hacía tiempo los hiciéramos abuelos. Así que después de seis años decidimos dejar las pastillas anticonceptivas. Gracioso me suena hoy el ‘decidimos’, cuando realmente era yo la que me las tomaba, era yo la que sangraba cada mes, era yo la que iba a parir a la criatura. Pero estábamos juntos, porque éramos una pareja, y lo que estaba de moda entonces era que decir: «Nosotros estamos embarazados». Sonaba tan ridículo como decir: «Nosotros tenemos una infección vaginal». Pero bueno, nosotros estábamos

Así que después de seis años decidimos dejar las pastillas anticonceptivas. Gracioso me suena hoy el ‘decidimos’, cuando realmente era yo la que me las tomaba, era yo la que sangraba cada mes, era yo la que iba a parir a la criatura. embarazados y entusiasmados, aunque sorprendidos por lo rápido que había resultado todo. Los libros que leí decían que un embarazo planeado podía tardar hasta un año en darse, así ambos estuvieran sanos. Entonces pensé: «Va, un año está bien. Quizás en un año logre convencerme por completo de querer ser mamá». Pero no tuve un año. No tuve ni dos meses. Apenas habíamos tirado, qué, ¿tres? ¿cuatro veces? Mientras miraba la prueba positiva solo deseaba desde lo más profundo de mi corazón que tuviera un botoncito. Porque cuando veía a otros niños y a otras mamás, muchas de ellas ojerosas y cansadas, pensaba que esa sería la solución a todo. Ahí estaba, todo empolvado, metido en una caja con cobijas y su muñeco favorito. No quería que se sintiera solo. ¿Hace cuánto estaba en el depósito? Al principio, cuando descubrí que podía apagarlo lo acomodaba en su cuna, como si estuviera durmiendo. Lo hacía por un par de horas, dos si mucho. Aprovechaba ese rato para dormir un poco. Todos te dicen que descanses mientras duerme el bebé, porque se supone que todos los bebés solo comen, cagan y duermen. Pero él era distinto. Lloraba mucho, hacía siestas de solo media hora y pedía comida todo el tiempo. La energía se me agotó rápido. A las dos semanas de nacido

ya estaba más cansada que en toda mi vida. El parto fue lo más fácil. De verdad no entiendo cuál es toda la alharaca alrededor del parto. Sí, duele, claro. Pero lo pude manejar. Me concentré en respirar. Fue rápido. Había llegado hacía apenas unas cuantas horas a la clínica cuando la doctora me avisó que ya tenía diez centímetros de dilatación. No me alcanzaron a inyectar la anestesia. Yo la quería, por supuesto, pero todo fue tan de prisa que no llegó el anestesiólogo a tiempo. Cuando entró a mi cuarto, la ginecóloga le dijo: «Ya no». Él me miró, se disculpó con una sonrisa rápida y se fue. Sentí ganas de pujar y pujé. Volví a pujar y entonces la doctora me avisó que ya estaba afuera la cabeza, que me aguantara las ganas de volver a pujar, que el resto lo hacían entre él y ella. Lloró. Lloré. Lloramos. Mi marido estuvo al lado mío todo el rato. Me entregaron al niño para que lo pusiera contra mi pecho, lo que llaman contacto piel con piel. Era pequeño, estaba muy arrugado y envuelto en una gelatina blancuzca que lo hacía ver aún más extraterrestre. Todo fue muy rápido. Era mi hijo. ¿Era mi hijo? Era mi hijo, eso decían todos. «Mire ese bebé tan lindo». Se lo llevaron, el papá fue detrás de él. El niño tenía un mes cuando descubrí el botón. Fue accidental.

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No pensé que mis deseos se cumplieran con tanta facilidad. Nunca había escuchado hablar de un bebé que se pudiera apagar. Por eso la primera vez que ocurrió me asusté. Acababa de sacarlo de la tina y estaba secando sus axilas con la toalla cuando sentí que mi dedo gordo hundió una especie de bulto pequeño y escuché un click y él quedó cómo congelado. Me asusté, pero supe de inmediato que algo, alguien, había cumplido mi deseo. Volví a buscar la pequeña protuberancia debajo del brazo y la apreté de nuevo. Se volvió a mover, como siempre. A hacer los mismos ruidos pequeños con su boquita, a mover sus minúsculas manos. Terminé de vestirlo, lo acomodé en el moisés, le puse una cobija encima y volví a buscar el botón. Lo apagué y dormí un poco más de dos horas. Fui feliz. Al principio no quise contarle a nadie acerca de mi descubrimiento. Solo lo usaba cuando estaba sola en la casa. Me permití dos horas diarias para dormir la primera semana. La segunda comencé a apagarlo también a la hora del almuerzo, así podía prepararme algo más que un sándwich de jamón y queso. La tercera comencé a hacer uso del botón apenas mi esposo se iba a la oficina, para poder correr un rato en el parque. Regresaba, prendía al bebé, le daba de comer y lo bañaba, lo volvía a apagar para bañarme y dormir un rato. Luego lo prendía, le daba de comer y lo ponía bocarriba en su gimnasio para bebés un rato y después bocabajo, sobre la barriga, para que ejercitara los músculos. Lo volvía a apagar para almorzar y dormía otro rato. Luego lo prendía p a r a montarlo en el coche y

sacarlo a dar una vuelta. Esa rutina se me dio bien durante los primeros meses. Levanté la caja. Olvidé las aletas. Decidí subirlo al apartamento. Se veía apacible, pero estaba muy sucio y algo en mi corazón se sintió al verlo en ese estado. Con los cachetes negros de tierra, las manos cubiertas de polvo. La ropa olía a humedad. Pero él se veía bien. Agarré la aspiradora y se la pasé por todas partes. Lo saqué de la caja y sacudí las cobijas, también aspiré el interior de la caja y al perro de peluche. Busqué un trapo y lo humedecí para limpiarle la cara y las manos. Me quedé mirándolo un rato. Cómo me gustaba vestirlo con chaquetas que tuvieran orejas de oso redondas en la capucha. Se veía lindísimo así. Un día mi marido llegó temprano de trabajar y me encontró dormida y con el bebé apagado en la cuna. Apenas lo vio, tan quieto, congelado, se aterró. Comenzó a sacudirme y a gritar: «¡Algo le pasó al bebé!». Me asusté. Me

senté en la cama y miré la cuna. Me calmé de inmediato. «Tranquilo, amor. Está apagado. Ya lo prendo». Parecía que se le fueran a salir los ojos de las órbitas. Yo solo tomé al niño en brazos, apreté el botón y él comenzó a moverse tranquilo y a buscar mi seno. «Tiene hambre». Mi esposo se sentó al borde de nuestra cama. Se agarraba la cabeza con incredulidad. Alimenté al bebé, le cambié el pañal y le puse la piyama. Mi marido no se movía aún. Esperé otro rato. El niño se durmió. Entonces por fin volteó a mirarme y me dijo: «¿O sea que el niño se pude prender y apagar?». Esperaba que le dijera que lo que vio era mentira, que se lo había soñado, qué sé yo. «Sí, exacto. Tiene un botón en la axila. Lo apago cuando necesito descansar o comer. Pero no le afecta. Él está divinamente. Míralo, es un bebé feliz». Pensé que me iba a reprochar, a decir que era una madre irresponsable, una loca. «¿Será que podemos dejarlo apagado el próximo fin de semana para ir a cine?», preguntó con una sonrisa tímida. Las cobijas y el muñeco estaban muy sucios y olían mal. A humedad. Decidí meterlos a la lavadora. Al fondo del gabinete donde guardo los detergentes encontré el jabón hipoalergénico con el que lavaba toda la ropa del bebé. Todavía tenía suficiente para un par de cargas. La ropa estaba igual de sucia, así que se la quité con cuidado y la eché a lavar también. Lo cubrí con el cobertor de la cama mientras tanto. Comenzamos a apagarlo p a r a salir a com e r, ir a cine, visitar


Quedé tan devastada que se me olvidó volver a prender al niño. Después de unos cuantos meses decidí guardarlo en el clóset y transformar su cuarto en un estudio. amigos, asistir a fiestas. En un principio acordamos que solo lo haríamos para casos especiales. De resto, el bebé debía permanecer prendido. Después de hablar al respecto decidimos que el botón solo sería usado para ayudarnos como pareja. Para librarnos un poco de la falta de intimidad que sufrimos después de tenerlo, para unirnos más y darnos espacios para los dos. La verdad es que yo seguí haciéndolo un par de veces al día sin contarle a nadie, para tener tiempo para cosas básicas como hacer ejercicio, arreglarme las uñas, ver una que otra serie, leer un libro, trabajar. Cuando cumplió un año fuimos más osados. Lo dejamos apagado tres días y nos escapamos de vacaciones a la playa. Pasamos felices, como si nada hubiera cambiado. Al regresar comenzamos a hacer un uso más libre del botón. A veces desconectábamos a nuestro hijo por un par de días y dejábamos que la vida transcurriera como antes de que llegara él. De la renovada diversión aparecieron los cuestionamientos. Mi esposo decidió que quería ver el mundo. Después de mucho analizar su vida, en las noches que yacíamos uno al lado del otro sin dormir ni hablar y con el pequeño apagado en el otro cuarto, descubrió que su más íntimo deseo era convertirse en un viajero profesional, sin hogar ni rumbo fijo. Así que sin mayor preaviso un día me informó que planeaba irse a tener aventuras por el planeta durante dos años. Me dijo que me amaba, pero no quería que

me quedara esperándolo, me pidió que rehiciera mi vida y encontrara mi felicidad. Quedé tan devastada que se me olvidó volver a prender al niño. Después de unos cuantos meses decidí guardarlo en el clóset y transformar su cuarto en un estudio. Colgué un televisor inmenso en la pared y conseguí un computador de pantalla gigante para el escritorio, puse una elíptica al lado de la ventana para hacer ejercicio todas las mañanas mientras veía algún programa por Netflix. En algún momento pasé al niño a la caja y la bajé al depósito. Pero ya no recuerdo hace cuánto. ¿Un par de años? Apenas terminó el ciclo de la secadora procedí a volver a tender la caja con las cobijas y a vestir al chiquitín. Cuando ya estaba listo, con el pantalón azul y la chaqueta, pensé que quizás ahora sería un buen momento para volver a encenderlo. Y eso hice. Busqué el botón. Oí el click. De inmediato mi hijo buscó abrazarme. Lo envolví con mis brazos. Se me había olvidado lo rico y caliente que se sentía su cuerpo contra el mío. Le puse la capucha del saco, como hacía cuando íbamos a salir al parque. Qué lindo se veía con esas orejas de oso. Cómo me gustaba vestirlo así. «Mama», dijo. «Mamamamamamamama», repitió. Lo abracé de nuevo. Le besé las mejillas rosadas, regordetas. Busqué el botón. Lo apagué y lo volví a acomodar en su caja. Con el muñeco, por supuesto, para que no se sienta solo.

Carolina Vegas (Bogotá, 1981) Carolina Vegas nació en Bogotá y vivió parte de su infancia en Darmstadt, Alemania. Es comunicadora social y periodista por la Universidad Javeriana de Bogotá y magíster en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana de México. Fue redactora de la revista Semana, directora de la revista y consultora de la ONG Women’s Link Worldwide. Ha publicado dos novelas, El cuaderno de Isabel (Grijalbo, Penguin Random House), en 2014, y Un amor líquido. Autorretrato de una madre (Grijalbo, Penguin Random House), en 2017. Y un cuento, ‘Orejas de oso’, en The Short Story Project. Actualmente es editora de la revista Semana y está trabajando un proyecto de cuentos. © Carolina Vegas

c/o Schavelzon Graham Agencia Literaria www.schavelzongraham.com

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Rogelio Riverón

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manecía cuando entró al baño. Había corrido un buen trayecto mientras lo auxilió la oscuridad, y después, cuando las calles comenzaron a poblarse, aminoró el paso y se pegó a las paredes, maldijo al sol que se aproximaba, jadeó y tuvo más miedo. Unas cuadras después descubrió el letrero: Baños públicos. Era un lugar escueto. Un servicio sanitario, un lavamanos y un espejo velado por la suciedad. Olía a viejo, a presagio de escombros. El hombre

suspiró, más tranquilo. Se refrescó la cara en el lavamanos y sólo entonces probó a verse en el espejo. La pátina de grasa y polvo lo autorizó a vislumbrar un rostro ensombrecido, los ojos afiebrados, la raya convexa de la boca. Desvió la mirada y volvió a pensar en el sitio del que había escapado.

La galera no tenía nada de particular: dos filas de literas a lo largo de un pasillo estrecho, paredes de


geografías ladrillo con claraboyas casi a ras del techo de zinc, por las que bajaba una luz mordaz, insuficiente. Al fondo, unas letrinas que olían también a basura, a orines mal despejados. Eran unos cuarenta presos, a los que la escasez de luz y el calor de las tardes habían vuelto hoscos e irritables. Metidos cada uno en sí mismo, daban forma a un estado de alerta sutil y quizás indeleble. Gracias a que se había hecho llevar algunos libros con que matar el mal tiempo del encierro, los otros comenzaron a llamarle el Poeta. Al principio se ofendió, pero después el mote lo fue sobornando con un regusto de satisfacción. Echado en la litera, abría sus libros y se sentía importante, superior a cualquiera. El Cuervo era el único que, además de él, tenía relación con el papel impreso. Era dueño de una revista de modas que no mostraba a nadie. De noche, cuando los demás se dejaban rendir por el sueño, el Cuervo se dirigía a los baños con la revista, y después contaba lo bien que la había pasado con su modelo. A juzgar por sus palabras, solo prestaba atención a una; las otras modelos lo tenían sin cuidado. El Poeta, posicionado en sus libros, fingió toda la indiferencia que pudo, pero en realidad se iba dejando intrigar por la revista del Cuervo, por aquella mujer a la que el otro trataba como a su concubina. Un día le propuso un trato. Le cambiaba una novela por la revista. Temporalmente, como era lógico, para variar un poco. El Cuervo se le quedó mirando, luego sonrió y le dio la espalda. El Poeta pensó que en unos días lo habría convencido. Confiaba en que si le hacía creer que le interesaba toda la revista, y no la modelo, el Cuervo accedería. Por eso comenzó a emplazarlo con preguntas ambiguas, acerca de perfumes y ropa de hombre. El Cuervo hacía silencio; acaso alguna vez asintió con una formalidad

rugosa, impersonal, pero después volvía a desalentarlo. El Poeta, que comenzaba a desesperarse, se dedicó a observar la rutina del otro. Si no le dejaban otra salida, robaría al Cuervo, raptaría a su modelo aunque fuera por unos minutos. Un día vinieron los guardias para una requisa. Tenían noticias de que los presos escondían algo, aunque no dijeron qué. Irrumpieron en la galera y ordenaron permanecer en posición de firmes, al lado de las literas, mientras buscaban. El Cuervo, con ojos que el Poeta imaginaría después llorosos, le extendió la revista en un acto de última hora. «Escóndela —le suplicó—, tú sabes que estoy en malas con estos tipos, me pueden maltratar». Sin tiempo para otra cosa, el Poeta escondió la revista en su pantalón y fingió indiferencia. Tal como llegaron, los guardias interrumpieron la búsqueda. Dejaron en el aire alguna amenaza imprecisa y se marcharon. El Poeta, galantemente, extrajo la revista y se la extendió al Cuervo. Sin embargo, tuvo tiempo de ver a la modelo; por un segundo, pero claramente, y se dijo que, en efecto, su rival era dichoso, y que nadie merecía tanta suerte para sí solo. Sabía que el Cuervo le debía una, y aprovechó. —Oye, Cuervo —le dijo un mediodía, alto para que lo escucharan los demás, con las manos en la cintura, sonriendo—, te voy a cobrar barato el favor que te hice. El Cuervo dejó la revista y esperó. El Poeta sacó un libro de bajo la sábana y le dio vueltas en las manos. —Solo por un rato —sonrió, mientras le alargaba el libro. A su vez el Cuervo comenzó a sonreír, pero enseguida cambió la sonrisa por una mueca. Levantó él también la voz y dijo, mirando al fondo de la galera, que no deseaba

Gracias a que se había hecho llevar algunos libros con que matar el mal tiempo del encierro, los otros comenzaron a llamarle el Poeta. Al principio se ofendió, pero después el mote lo fue sobornando con un regusto de satisfacción.

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Un día vinieron los guardias para una requisa. Tenían noticias de que los presos escondían algo, aunque no dijeron qué. Irrumpieron en la galera y ordenaron permanecer en posición de firmes, al lado de las literas, mientras buscaban. El Cuervo, con ojos que el Poeta imaginaría después llorosos, le extendió la revista en un acto de última hora.

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oír nada más sobre el asunto, que no lo provocaran. El Poeta dejó caer el libro y le dio la espalda. Camino a los baños anunció que no le gustaban los malagradecidos, que una mujer no merecía que la cuidaran tanto, menos si era de mentira. Abrió la llave de la ducha, probó el agua con el pie y entonces se vio sujeto por ambos brazos. Trató de sacudirse, pero era imposible. Los tipos que lo sujetaban lo hicieron voltearse y quedar de frente al Cuervo. «Aguántenlo bien —declamaba el Cuervo— para que no se desmaye cuando me vea con mi hembra». El Poeta resopló, maldijo, al ver que el otro abría la revista frente a sus ojos y comenzaba a acariciarse el animal, homenajeando de paso a la modelo con frases excesivas. «Aguántenlo», repetía el Cuervo y se frotaba la pica, y cuando estuvo a punto balbuceó el nombre de la modelo y se dejó ir despacio, suspiró, aproximó su cara a la del poeta y dijo: —Suéltenlo, que ya terminamos. El Poeta se apoyó en la pared, y sollozó. Después se metió bajo el chorro de la ducha y se frotó con saña, como si quisiera que el agua se llevara la humillación que acababa de vivir. Permaneció allí, bajo el chorro frío que se descomponía sobre su espalda, retardando a propósito el momento de dar la cara a la galera. Cuando por fin salió lo esperaba un silencio acre, una hilera de rostros que habían cambiado la forma de mirarlo, que no lo volverían a mirar como antes de que el Cuervo ordenara su breve secuestro. Sobre la litera esa noche, clavada la vista en los extraños dibujos del zinc a unos palmos de su cabeza, decidió vengarse, y al amanecer ya había dado con la treta para hacer saber a los guardianes de la revista. Más trabajo le dio simular que dormitaba cuando se abrió la reja de la galera y dejó pasar a dos hombres armados de bastones

que llegaron frente al Cuervo, lo maniataron, echaron sus cosas al piso y tomaron sin hablar la revista. El Cuervo trató de oponérseles, primero con un ruego sigiloso y un gesto inusual que hacía suponer que caería de rodillas, y más tarde a gritos, como si hubiera perdido la razón. «Compórtate —le aconsejaban los hombres—, que va a ser mejor para ti», pero él insistía en que le permitieran tener su revista, en que con eso no le hacía daño a nadie. Los hombres, cansados de escucharlo, lo levantaron en peso, lo dejaron caer sobre el cemento del piso, y salieron. Ovillado, sin levantar la cabeza, el Cuervo gritó que se cagaba en la madre de todo el mundo, que ay de quien lo estuviera mirando cuando él se incorporara, que ahora por sus cojones cada preso debería permanecer en su litera, sin decir palabra. El Poeta tragó en seco y permaneció acostado aún después de que el Cuervo, refunfuñando, dijo que estaba bien, que siguiera cada uno en lo suyo. No se extrañó de que no lanzara ninguna otra amenaza ni lo hubiera mirado una sola vez desde el incidente con los guardias. «No quiero una señal peor», se dijo, y al día siguiente, cuando los sacaron a trabajar, se las arregló para fugarse.

Todavía con la cara mojada, el Poeta razonó que no tenía adónde ir, «si por lo menos pudiera cambiar estas ropas», añoró y dio unos pasos de ida y vuelta, y por un momento llegó a pensar que aquel baño imprevisto era el de la galera. Se estremeció. Volvió a apoyarse en el lavamanos, se buscó amargamente en el espejo, desvió la vista y reparó por primera vez en las inscripciones a tinta que había en las paredes. Descifró algunas con una indiferencia que no le prohibía sonreír, aunque no se olvidaba de su tragedia. «De


cada cual según su capacidad, a cada cual según su tamaño —leyó—. Si tienes el bate corto, pégate bien al home —leyó—. Aquí murió Felipe atravesado por Alfredo; descúbrete, caminante», leyó, y entonces escuchó los pasos. Tuvo tiempo para saltar hacia el inodoro y entornar la puerta. Hubiera esperado cualquier cosa, excepto ver entrar a una mujer que buscó raramente el lavamanos. La forma en que abría la llave y se echaba agua en el rostro, le hizo comprender que se trataba de una ciega. Pensó en salir sigiloso, pegado a la pared y buscar la calle. Abrió la puerta despacio, cuidando que no produjera un susurro, pero lo detuvo un gesto de la ciega: comenzaba a quitarse la blusa. El Poeta la miraba y no quería creerlo; de espaldas a él, despojándose luego del ajustador, insinuando en el escaso cuerpo del espejo el rosetón de un seno espumoso, ajena a cualquier otra presencia. La ciega se dedicó

a lavarse con un gesto mecánico, mientras el Poeta apenas respiraba. Era una mujer madura y había sido bella. Todavía lo era, se dijo el voyeur, y suspiró. Ella se quedó detenida, con una mano enjabonada, cerró la llave y dijo: —¿Hay alguien ahí? Esperó. Volvió a abrir la llave, se enjuagó la mano, se dio vuelta y ya sonreía. —¿Eres hombre o mujer? —preguntó y el Poeta dudó en responder, dudó en huir, en acercarse. La ciega se movió hacia él, pero antes de que lo rozara, el Poeta se apresuró a decir: —Hombre. —Que se sepa —dijo ella—, a mí nada me asquea. Pregunté por preguntar. Mirándole a los senos, el Poeta recordó por primera vez a la modelo del Cuervo. Sabía que era una idea sin asidero, pero llegó a pensar que ambas mujeres tenían algo en común. Al menos —imaginaba—

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Tuvo tiempo para saltar hacia el inodoro y entornar la puerta. Hubiera esperado cualquier cosa, excepto ver entrar a una mujer que buscó raramente el lavamanos. La forma en que abría la llave y se echaba agua en el rostro, le hizo comprender que se trataba de una ciega.

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le habían producido una sensación muy parecida, la única vez que vio a la modelo cuando el Cuervo, acosado por los guardias, le pasó la revista, y ahora la ciega que lo había bloqueado contra el inodoro y se dedicaba a reconocerlo con una mano extendida. El Poeta sonrió, sin reparar en que la mujer no lo vería sonreír. Se había quedado inmóvil, de repente nervioso, y dejaba que ella bojeara su perfil desde la cara hasta los hombros, y luego a los brazos; que se acercara para olerlo y suspirara. —Hueles a presidio —dijo la ciega, pero era un halago. El Poeta volvió a sonreír y ella se pegó a su cuerpo y le buscó una mano con la que se cubrió un seno. El Poeta lo acarició con un desconsuelo que él mismo no hubiera esperado; la ciega dijo algo y se hizo besar el seno, después palpó la entrepierna del poeta y se dispuso a hacer salir al animal. Con él en la mano se llenó de una ternura repentina y le preguntó: «¿Te gusto?». El Poeta gruñó y la sintió ronronear, y maldijo en silencio. «Yo he sido bonita», aseveró la ciega; «yo he salido hasta en revistas». El Poeta la ayudaba con un frío inoportuno en los huesos. Se


dijo que todo era absurdo, que a pesar de la falta de mujer ahora no deseaba acariciar a aquella ciega, porque todo en ella, hasta sus mentiras, le recordaba a la modelo del Cuervo, y eso era un mal augurio. Mordisqueó todavía el seno, por unos segundos en los cuales pensó más en su enemigo que en el sexo, pero vio que el hambre de la mujer no amainaba. Con el animal afuera, amodorrado todavía, probó a moverse hacia el lavamanos, a ver si el cambio de posición lo favorecía. La ciega se rió condescendientemente y reculó, levantándose la falda. Apoyada contra el lavamanos, tomó al animal del Poeta entre dos dedos y lo frotó con gestos más bien médicos, hasta lograr en él cierto aplomo. Entonces lo acomodó y dijo: —Empuja duro; empápame el alma. El Poeta trató de complacerla, pero no resultaba. La ciega dejó por un momento de forcejear y le pidió el ajustador. —Alcánzamelo —repitió al ver que el Poeta dudaba. Cuando la vio acercarse, el Poeta aún no sospechaba lo que la ciega pretendía. Al comprender que iba a colocarle el ajustador, la empujó contra el lavamanos, pero ella estaba dispuesta a ser paciente. Le dijo que ya vería, que no fuera bobo, que solo quería ayudarlo a despertar. El poeta dudó, miró a los lados en un gesto infantil, y, renegando, se dejó quitar del todo la camisa y poner el ajustador. «Ahora trata de nuevo», susurró la ciega y comprobó felizmente que el animal del Poeta comenzaba a reptar hacia ella, y se dejó caer con suavidad contra la pared para acogerlo. El tirante negro que, sobre su hombro, subía y bajaba en el espejo, enardeció al Poeta, quien logró sembrarse en la ciega con una fuerza que le hizo empujarlo hacia atrás y mover la cabeza en busca de aire.

Dos o tres veces le anunció que ya venía la explosión, que ella iba a ver lo que era un buen chorro, pero en realidad trataba de contenerse, porque ahora por fin le gustaban sus pechos tendidos levemente hacia los lados, los gritos que ahogaba mientras se mordía un dedo. Resopló junto a su oreja y le oyó decir: «Mentira». —¿Mentira, qué? —preguntó el Poeta. —Es mentira que yo haya salido en alguna revista —aclaró la ciega—; yo siempre he sido así: ciega y mentirosa. —Está bien —dijo el Poeta—, pero ahora cállate. La ciega hizo silencio y se apretó contra él, como si fuera ella quien ahora precisara de un poco de consuelo. Cuando el Poeta comenzó a soltar la andanada, entraron los guardias y le dieron el alto. El Poeta, saliendo de la mujer, se sintió un miserable. Los guardias le dijeron algo, una burla consabida, entendió mientras saltaba hacia el espejo y lo golpeaba con la palma de la mano. Asombrado de su propia rapidez, tomó un pedazo del cristal y se abalanzó sobre la ciega. «Salgan o la corto —gritó—; salgan o me la llevo». «Vamos —dijo un guardia—, que de todas formas no puede escapar». «No nos vamos nada —dijo el otro—, este no mata a nadie». El Poeta aguardó unos segundos. «Tú sabrás», dijo un guardia. «Suéltame —dijo la ciega—, maricón». El Poeta dejó notar cierto titubeo. «La voy a matar», dijo, pero ya le temblaba la voz. «Sé hombre», dijo un guardia. El Poeta soltó el trozo de cristal. La ciega tanteó en busca de la ropa, y cuando dio con la blusa comenzó a frotarse con ella la cara. El Poeta sollozó. «Espósalo», dijo un guardia, «ya tú ves que no mató a nadie». «¿Y este ajustador?», preguntó el otro. «Déjaselo», mandó su compañero, «que entre así mismo a la galera».

Rogelio Riverón (Placetas, Cuba - 1964) Narrador, poeta, crítico, editor y periodista. Ha publicado los siguientes libros: Buenos días, Zenón (ganador del Premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1999); Palabra de sombra difícil (2002); Otras versiones del miedo (ganador del Premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en el 2001); Llena eres de gracia (2003); Mi mujer manchada de rojo (2005); Bailar contigo el último cuplé (Premio de Novela Italo Calvino, 2009); Pelos en el jabón, una antología personal (2016). Ha ganado en dos ocasiones el Premio de Cuento de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (1999, 2001), y en 2007 obtuvo el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar. Es director de la editorial Letras Cubanas. 79


Nelson Román:

Sonia Kraemer

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Dragón chinesco, década del dos mil.

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ibujar es cavilar con la mano, figurar infinitas imágenes que van desde la imitación de lo natural hasta las invenciones del mito. Un boceto es una forma de divagar y, a través de cada línea, surge el destino de la figura. Dibujar es crear de nuevo el universo, es abandonarse en dos dimensiones al absoluto. Envuelve la complicada labor de conformar el cosmos desde el caos a través del lápiz. Dibujar no tiene fronteras, es hacer volar el alma, es comunicar a todos los seres, en una lengua común, sentimientos y miedos inexpresables a través de la palabra. Se dibuja como paradigma del ser y de este modo se acerca el


paleta profano a la verdad no manifiesta y siempre oculta del absoluto o del Logos, al cual, tal como decía Heráclito, «le gusta esconderse». El arte es la manera más poética de decir lo ya sabido y el fundamento de todo lo que es. Son ideas-fuerza grabadas en el inconsciente colectivo y que desde la antigüedad se han representado en piedra y en madera, como la dicotomía básica y el drama perpetuo entre las palabras y las cosas, la naturaleza y el arte. Estos gestos configuraron una cosmovisión de lo primigenio, donde lo visible tan sólo vale por lo que se recubre de invisible. El dibujo une el sentimiento, el instinto y el cuerpo, nos pone nuevamente en contacto con la ignorancia fundamental. El dibujo como arte y representación no deja nunca de buscarse a sí mismo, y se convierte en una unidad en la perenne metamorfosis. Se dice que toda obra de un artista es, en cierta medida, autobiográfica, o incluso un autorretrato. La destreza del dibujo la inicia Nelson Román en su provincia natal, Cotopaxi, como parte de un tejido de artistas, influido por su padre y por maestros de la cultura y el arte popular. Román es un creador de imágenes, heterogéneo y profuso; desde muy temprano en su obra tantea como referentes a algunos de los maestros de las primeras vanguardias, que fueron los precursores de nuevas vías artísticas. El dibujo de Nelson Román manifiesta una explícita evidencia de la heterogénea complejidad formal, de estilo y de destreza desplegada por el artista en vastos períodos de creación. Su trazo puede ser breve y eléctrico en ocasiones, límpido y directo, o minucioso y concienzudo en otras…, hará uso de una exuberancia de técnicas y materiales, abriendo el abanico

Cotopaxi 1, década del ochenta.

La destreza del dibujo la inicia Nelson Román en su provincia natal, Cotopaxi, como parte de un tejido de artistas, influido por su padre y por maestros de la cultura y el arte popular. 81


Erótico, década del ochenta.

Dibujar no tiene fronteras, es hacer volar el alma, es comunicar a todos los seres, en una lengua común, sentimientos y miedos inexpresables a través de la palabra. 82

Cristo yacente, década del noventa.


Personaje parisino, década del dos mil.

Virtuoso y polifacético, despliega en cada obra una iniciación particular en la exégesis del cosmos. Con espontaneidad y pasión, pero al mismo tiempo con constancia y disciplina, aborda a partir de diversas técnicas del dibujo temáticas profundas y símbolos polimorfos.

para demostrar los límites de expresión del dibujo. Autor de iconografías que exploran múltiples ámbitos simbólicos, recorre un camino hacia la búsqueda de la identidad y la memoria desde lo prehispánico a la iconografía cristiana y abarca un amplio espectro de la urdimbre del mestizaje. Virtuoso y polifacético, despliega en cada obra una iniciación particular en la exégesis del cosmos. Con espontaneidad y pasión, pero al mismo tiempo con constancia y disciplina, aborda a partir de diversas técnicas del dibujo temáticas profundas y símbolos polimorfos. Nelson Román es uno de los pocos artistas que ha hecho un trabajo de introspección acerca del pasado, de lo primitivo y de lo popular, de lo prehispánico y lo colonial hace una fusión, pues al final todo eso se relaciona con lo universal. La mano que dibuja crea de forma autónoma mundos, algunos bajo la mímesis de la naturaleza y de la maestría desarrollada a lo largo de muchos años de práctica, que revelan ese dominio de las correctas proporciones y el estudio minucioso de los maestros del pasado, y, por otro camino paralelo, de modo libre y desenfadado, acude a todo un arsenal personal de íconos mitológicos y oníricos. En estos dibujos se focaliza el híbrido y diverso temperamento de este sugestivo artista ecuatoriano, cuya vasta obra es representación del entorno multicultural, el sincretismo y la búsqueda de los orígenes en el mito y la historia. Con la humildad propia de un artista consagrado, el maestro continúa aprendiendo, siempre inquieto, siempre en la búsqueda. 83


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Balance

El rostro de los días

Después de tantos rostros, tantos días vencidos, tanto sopor, tantas palabras; después de irme cargando por las calles, después... después de nada; después de tanto golpe, tanta espalda, tanta vida que a veces se atora en la garganta; después del pan escaso, del aire envenenado, de la bomba de hidrógeno, del cáncer, al pisar en la puerta de este miércoles hasta hacerme toser me di un abrazo. Porque después de tanta muerte la cuenta de mis huesos está intacta.

Los días para mí tienen la cara larga; urgen bajo la piel, suben las gradas, burlonamente atisban por el ojo del tuerto, huelen a jaula grande, a horarios, dan vueltas y más vueltas como un disco rayado. En cambio, cuando me lavo el alma, yo me pierdo en los días como gusano al centro de un durazno, con trozos de cartón remiendo los zapatos y me lanzo a gritar en media calle: que devuelvan el pan, que es para todos, que devuelvan el sol, que devuelvan los muertos y que salgamos a matar al llanto; en cambio cuando los huesos me hablan, no hay nada que me salve, entrecruzo los brazos y me dejo morir puesto de espaldas.


réquiem La felicidad Vosotros los suertudos, los que tuvisteis en las manos, entre tantas recetas de cocina la receta de la felicidad. Sin amargura, sin envidia os digo: loados, bienaventurados vosotros. Vosotros los elegidos, los delicados paladares que cataron la felicidad; los que comieron de su pulpa, los que bebieron de su pulpa, decidme por favor y de una vez por todas: de qué mismo se trata, con qué letra se escribe, por qué lado se come, para qué diablos sirve, es producto sintético, es ave, psicoestimulante, licor o maquinaria. La felicidad una vez, dos veces, o al final ¿cuántas veces os hizo la visita?, que a mí desde el comienzo me jodieron la risa con esa palabreja.

Los cargadores Basta ya de dormir en los portales, huyan ya del tugurio, escápense del frío, corran hacia el camal, vayan hasta el mercado de San Roque, bajen a los mismísimos infiernos, que ya es la hora de cargar, de molerse las vértebras, de aguantar en los lomos al planeta. De tanto agonizar, de tanto caer y levantarse, de tanto sostener sobre los hombros, los días con gangrena,

el vendaval, los aguaceros, burros purísimos Uds. burros sin gota de veneno acampando en la vida bajo una mata seca de sollozos. Arrástrense nomás sobre los charcos que está lejos la orilla; embárrense de lodo; lacérense en las piedras los talones partidos, y todo muy de prisa porque el hambre asesta la puñalada por la espalda y a lo mejor os tumba en media calle y ajenas son las calles y si eso sucediera los dueños de las calles han de poner la cara de disgusto. Que a lo mejor os mate en la ciudad y la ciudad se daña, se rompe su elegancia y eso no es deportivo. Que a lo mejor os dé la puñalada al pie de la basílica, al pasar por la iglesia de la Paz, al pie del aula magna de la ilustrísima y pontificia universidad católica de Quito, o en un residencial barrio del norte y eso es incómodo y eso resulta poco menos que afrentoso para los ciudadanos nobles y educados; porque un indio que muere en media calle da un espectáculo grotesco y de mal gusto; es signo de mala educación; qué dirán los turistas; es un sacrílego atentado contra el ornato público. No se queden allí petrificados enflaquecidos indios cargadores; bajen de las veredas porque si alguien se topa con Uds. hasta puede ensuciarse. Piojosos indios cargadores, resoplen, pujen, pujen nomás aunque les falte fuerzas. Trepen las empinadas calles de San Juan: suden;

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para no resbalar a los abismos incrusten las uñas en las cuestas; deslómense, desnúquense; hasta que se resequen suden, que así ni aunque se expriman ha de brotarles lágrimas. Carguen, empujen con su sangre, la desgastada, la decrépita, la cuadrada rueda de los días. Carguen de los patrones canastos con legumbres, cajas con trapos nuevos, maleteros sin alma. Carguen lo que nunca tuvieron. Amárrense la soga en el pescuezo, ayúdense no más en la cabeza; dóblense bajo el peso, carguen sillones viejos, cacerolas de sopa, periódicos con mierda; que les cruja los huesos, que hasta marte en este trajinar vayan sus músculos. Corran, sin detenerse corran, corran que la muerte les pisa los talones y no tienen Uds., donde caerse muertos.

Fue un placer conocerles

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A Ustedes, mismo a Ustedes, los apellidos catedrales, a Ustedes los ungidos que se drogan con las emanaciones de los sobacos de Dios, a Ustedes los dueños del país y de los capitales. A Ustedes los políticos, los comerciantes prósperos, los ganadores, los águilas de empresa, los mayúsculos, los intocables, los pesados.

A Ustedes los privilegiados, los acomodaticios, «los 5 estrellas», los «gente de clase», los hábiles para arrastrarse en pos de alguna ganga. A Ustedes los artífices de las grandes fortunas. Nosotros los torpes que sólo fuimos artífices de la banca rota, los pelagatos, los buenos para nada, los envidiosos, los réprobos, los malos, los inútiles para la compra y venta, los condenados en vida, los apocados que nunca tuvimos amigos influyentes, ni compadres, los que sufrimos de vómitos incoercibles frente a los gobernantes, los que nacimos sin agallas, los que escarbamos debajo de las cosas. A Ustedes los mimados de la Divina Providencia los que vamos a morir les escupimos.

Eso es el tiempo Ni la muralla china ni el alambre con púas ni los cordones de perros policías o policías perros que resguardan las nalgas sociales y cristianas del hot dog presidente, nada es capaz que yo sepa, nadie puede detenerte. Ni las minidevaluaciones, ni la maxi hambre, ni todos los bostezos juntos de la burrocracia, ni la inflación, ni la desinflación, ni la deuda externa: ajena mortecina que nos cargaron en la espalda; ni el patriotismo a sueldo de las fuerzas desarmadas de la patria, ni las redes del miedo con que a río revuelto pescan las religiones; contigo no se puede; a todos y a todo nos pasas por encima,


a todo matas; todo lo pulverizas, lo desmemorias todo; a todos nos conviertes en morcillas para las aves de rapiña; todo no es más que una decrépita palabra escrita en la arena movediza del cerebro, eso es el tiempo y no huevadas de relojes.

entran escupiendo repartiendo coces a los pobres, rezando la oración del «BUEN VIVIR» «cuando el amor llega así de esta manera uno no se da ni cuenta», cuando te despluman hablan hasta por los codos, EN DO MAYOR REBUZNAN SALSEAN, REGUETONEAN, YASUNISEAN, GENOCIDEAN y hacen repiquetear medallas milagrosas en sus bolsas.

La patria ya es de todos La patria ya es de todos y la comida y la dormida también. Son míos la ciudad y los supermercados mío el petróleo y las limosnas, mío el estómago huequeado, mía la silla donde no tengo en qué sentarme míos los automóviles del año y la ropa de marca. Tan solo míos la chequera y los diplomas. Me bañas con tu LA PATRIA YA ES DE TODOS, de cuáles todos, de parte de quién, a qué hora. A mí quién me paga por las palabras consumidas FÍAME PARA EL ALMUERZO.

Los rastacueros Vasos con mancuernas, cintas de seda, silletas con faldones, botellas en pijamas, tontos con uniformes, mentideros auténticos SIN CHIROS, CON CHOROS Y SIN CHOLOS hediendo a lodo y a boñigas vienen babeando estos nuevos ricos, estos mantecas disfrazados de señores. Desde sus elegantes muladares vienen ostentando sus anillos de oro, sus coches último modelo, nadando en plata, sus calzoncillos de marca sus pecuecas con talco. Macerados en perfumes

Euler Granda (Riobamba 1935-Portoviejo 2018) Nace en Riobamba, el 7 de junio de 1935. Se gradúa de doctor en Medicina y Cirugía en la Universidad de Guayaquil, en 1965; cuatro años más tarde desempeña la cátedra de Higiene Mental y Psicología en la Universidad Central del Ecuador. Entre sus obras poéticas están: El rostro de los días (1961), Voz desbordada (1963), Etcétera, Etcétera (1965), El lado flaco (1968), El cuerpo y los sucesos (1971), La inutilmanía y otros nudos (1973), Un perro tocando la lira (1977), Daquilema Rey y otros poemas de bla, bla, bla (1982), Anotaciones del acabose (1988), Ya paren de contar (1991), Poemas con piel de oveja (1993), Que trata de unos gatos (2002), Antología personal (2005), Antología poética (2017). Ha recibido, entre otros, los siguientes premios: Premio Internacional de Poesía Jorge Luis Borges (Lima, Perú), Premio Jorge Carrera Andrade 1988, Premio Nacional de Poesía 75 años de la fundación el diario El Universo 1996. Fue nombrado jurado de poesía del premio Casa de las Américas 1988 (La Habana, Cuba), en 2003 recibió la condecoración ‘La Pluma de Oro’, Unión Nacional de Periodistas’, y en 2007 la condecoración al Mérito Cultural de Primera Clase del Ministerio de Educación y Cultura. En 2009 recibió el Premio Nacional Eugenio Espejo. Falleció el 22 de febrero de 2018 en Portoviejo.

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Jorge Basilago

E

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ra un libro usado y algo venido a menos, de la Editorial Losada, que ya no logro precisar cómo llegó a mis manos. Su portada, en tonos exclusivamente verdes, tenía el diseño típico de los sesenta y setenta: líneas básicas que no le decían demasiado al niño de 10 años que era yo entonces. En la parte superior llevaba un título y un nombre —Cuentos de la selva, Horacio Quiroga— que apenas había oído hasta ese momento, asociados a la exigencia escolar de lectura en unas pocas semanas. La tarea estaba cumplida antes de la mitad de ese plazo; me costó mucho menos apasionarme por la obra y la vida de aquel uruguayo magro, aventurero y trágico, que hacía hablar a los flamencos y razonar a los yacarés. Cuentos de la selva estaba cerca de cumplir 70 años de vigencia y ya había perdido el subtítulo original ‘para los niños’ cuando lo leí por primera vez. Hoy acumula ya un siglo de reediciones continuadas y varias capas de lectura adicional posibles, no todas favorables. Lo único que no ha variado es la omnipresencia de esa jungla que continúa creciéndole por dentro; como lo hizo con

su autor, hasta desbordar los estrechos límites de la letra impresa y de la existencia particular de un hombre para transformarse junto con ellas en una sola y misma cosa, siempre diferente. «De lo que más me enorgullezco en esta vida es de mis correrías por el bosque, donde he tenido que arreglármelas yo solo. Y desde luego, son las narraciones de monte las que me agradan más», le escribió Quiroga a un amigo en 1918, cuando el que sería su libro más difundido estaba apenas a punto de editarse. Allí, entre el denso follaje donde se confundían el autor y el paisaje, surgió la obra por la que varias generaciones de lectores no han dejado de regresar a la naturaleza. Cien años más tarde, todavía habitan en ella colores, texturas y personajes que acaso jamás vieron antes. Pero que pueden volver a ver, hoy como ayer, con solo repasar sus páginas.

Intuición selvática Queda bastante poco del virgen esplendor natural que la provincia argentina de Misiones exhibía en


aniversario Lo único que no ha variado es la omnipresencia de esa jungla que continúa creciéndole por dentro; como lo hizo con su autor, hasta desbordar los estrechos límites de la letra impresa y de la existencia particular de un hombre para transformarse junto con ellas en una sola y misma cosa, siempre diferente. 1918, cuando Quiroga reunió en un libro los Cuentos de la selva inspirados en ella. Sin embargo, aun hoy esos relatos breves, ágiles y divertidos tienen la curiosa capacidad de reflotar su antigua vitalidad todo el tiempo, sin presuntuosidades ni vanos alardes descriptivos. En opinión del escritor Abelardo Castillo, su colega nacido en Salto (Uruguay) no necesitó de tales argucias porque «el conocimiento real de un ámbito no ve el color local». En la literatura quiroguiana, entonces, el ambiente selvático es más bien una intuición y un límite

tajante para la ambición humana —antes de que esta pudiera con casi todo, como luego pudo—, antes que un retrato acabado o un mero «escenario». Esa es su mayor fortaleza: no necesita o no le preocupa abundar en detalles sobre el calor, la vegetación, la fauna o el rugido de los grandes ríos al precipitarse en rápidos y cataratas. Y no obstante, todo eso se deja sentir en sus textos mucho mejor que si se limitara a registrarlo textualmente. Sin duda porque quien lo transmite no es un turista ni un cronista, sino un artista.

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También resultaron frustrantes sus dos experiencias matrimoniales, con mujeres mucho más jóvenes que él a las que intentó ‘aclimatar’ a la vida de campaña: su primera esposa se suicidó harta del aislamiento, de los riesgos y del carácter despótico de su marido; y la segunda lo abandonó por las mismas razones.

Otro de sus aciertos es el de no ceder a la tentación de percibir la naturaleza como un «paraíso terrenal» idealizado y perfecto. Todo lo contrario, aun en sus escritos menos logrados, como varios de los incluidos en Cuentos de la selva, Quiroga sabe que el Edén no es un obsequio sino una conquista: «Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera», es su descripción del personaje de La tortuga gigante. «Quiroga hizo mal lo que Kipling ya había hecho bien», lo cuestionó, dura y bastante injustamente, Jorge Luis Borges. No es falsa la influencia del británico sobre su obra —así como la de Poe, Chéjov, Maupassant, Dostoievski, Baudelaire e Ibsen, entre otros—, pero la diferencia entre ambos es su relación con la selva: Kipling jamás dejó de mirarla y narrarla con ojos de forastero; Quiroga supo fundirse con ella. Y aunque por su estilo fue acusado de «escribir mal», Castillo rebatió ese argumento con una invitación a «repensar qué significa escribir bien cuando se habla de literatura, no de gramática».

Colección despareja

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Justo es reconocer, de todas formas, que la colección de historias y personajes de los Cuentos de la selva es despareja. Sin duda porque tampoco fue concebida como unidad: los nueve relatos se publicaron por separado, en distintos diarios y revistas, desde 1915 aproximadamente. En consecuencia, hay una considerable distancia entre los picos de tensión y dramatismo que

pueden alcanzar El paso del Yabebirí, La guerra de los yacarés —que hasta escandalizó a las autoridades educativas de su época, por el pasaje en que un viejo caimán se come a un capitán de navío— y, en menor medida, Las medias de los flamencos en comparación con los demás. Así como El loro pelado resulta imbatible en materia de comicidad. Una de las coincidencias que estructuran y atraviesan todo el volumen es la compleja relación entre la naturaleza y el ser humano, como adversarios la mayor parte de las veces o como aliados eventuales. Aunque en este punto Quiroga desnuda su condición y su perspectiva, ya que la alianza entre hombres y animales se da siempre en los términos más convenientes para los primeros. Los segundos, en cambio, asumen conductas o sentimientos de sus antagonistas, demasiado elaborados para pertenecerles y en ocasiones condenables, como la guerra o la venganza: «Pero el loro, ¡qué gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de contento, porque se había vengado —¡y bien vengado!— del feísimo animal que le había sacado todas las plumas!». Claro que hay cuentos que registran transferencias positivas, desde la solidaridad y abnegación de La tortuga gigante hasta la ternura maternal de Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre. Y el autor uruguayo tampoco se ahorra las clásicas y molestas moralejas, por fortuna escasas pero muy notorias en La gama ciega y La abeja haragana. El caso de esta última, en comparación con el afán vengativo del loro ya mencionado, da una prueba fehaciente de que nuestra cultura, tan occidental y cristiana como cínica, condena más y mejor el ocio que el odio. Otra constante que tal vez tiende a equiparar los universos contrapuestos, es el hecho de que ningún personaje principal, salvo


el loro Pedrito, tiene una identidad determinada. Los seres humanos pueden ser genéricamente aludidos como «el hombre» o, si Quiroga pretende ser más específico, por su oficio o jerarquía de cazador, almacenero, soldado o capitán. En tanto, los animales son mencionados por sus nombres comunes salvo cuando los regionalismos atentan contra la claridad: no hay «tigres» en la selva misionera, sino «yaguaretés», pero el primer término resulta mucho más comprensible.

Vida y obra Por supuesto estos son apuntes de una lectura adulta, con lo nociva que puede resultar la acumulación de años para la ingenuidad y la magia, esos dos grandes tesoros que poseen, entre otros, los niños, los artistas y los aventureros. En el entramado que da origen a los

Cuentos de la selva, desde luego, no podían faltar los niños —Eglé y Darío, los dos primeros hijos del autor, a quienes dedicó aquellas narraciones— y un artista aventurero cuya obra no puede entenderse por completo sin el correlato de su vida. «No quiero escribir más sobre lo que leí, quiero contar lo que veo. Y que cuando lea un libro mío, se asombre», sostiene el personaje de Horacio Quiroga en una recordada teleserie dirigida por Eduardo Mignona. Decepcionado del París de las vanguardias, el escritor uruguayo conoció la provincia de Misiones en 1903, como fotógrafo de una expedición encabezada por su amigo Leopoldo Lugones. Luego de aquel viaje, el autor de La Guerra gaucha no regresó a la selva; Quiroga, en cambio, jamás pudo dejarla. Vivió en ella cerca de veinte años, en varios períodos durante los que construyó su propia casa, labró la tierra, fue cazador, carpintero y

hasta un despistado juez de paz que anotaba nacimientos y defunciones en pequeños papeles, que ‘archivaba’ en una caja de galletas. Fuera de la literatura, fracasó en todo lo emprendido allí —plantaciones de algodón y yerba mate, calafateo de embarcaciones, talleres de encuadernación y cerámica, costura…—, aunque al menos le quedaron historias para contar. También resultaron frustrantes sus dos experiencias matrimoniales, con mujeres mucho más jóvenes que él a las que intentó ‘aclimatar’ a la vida de campaña: su primera esposa se suicidó harta del aislamiento, de los riesgos y del carácter despótico de su marido; y la segunda lo abandonó por las mismas razones. «Como ella no se halla totalmente aquí —aun con su marido y su hogar— y yo no me hallo en la vida urbana, se ha creado un ‘impasse’ sin salida. Ni ella ni yo podemos ni debemos sacrificarnos», se lee en una de sus cartas. La realidad era, claro, mucho más agresiva y peligrosa, como la espesura que los rodeaba hasta brotarles en el alma y los sentimientos. Caminos semejantes atravesó la relación con sus tres hijos, a los que ni siquiera pudo cautivar a partir de esos cuentos infantiles con los que pretendió acercarse a su mundo para convencerlos de disfrutar el suyo. «No quiero volver más a vivir acá», le dijo la menor de ellos, María Elena, antes de partir junto con su madre rumbo a Buenos Aires para ya no verlo nunca. Pero cuando se suicidó —cosa que ya habían hecho sus hermanos mayores, y su padre antes que ellos—, hace justo 30 años, lanzándose desde el noveno piso de un hotel en la capital argentina, se registró con una falsa dirección en la provincia de Misiones. La selva, a pesar de todo, había seguido creciéndole por dentro. Como a Horacio Quiroga y sus cuentos.

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Pueblo, fantasma y clave de J.J. Fernando Artieda “...yo sé que tú lo dudas que yo te quiera tanto. Si quieres me abro el pecho y te enseño el corazón...”.

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Y le llegó su Caimán su Julio Verne por eso de que de la tierra a la luna, de que viaje al centro de la tierra. Cosa tan triste. Y fue como si anduvieran ofreciendo la muerte a domicilio porque de pronto se encendieron las rocolas en el pollo loco en el chuzo engreído en el no te ahueves y la voz del man entró así con todo

por las ventanas de las casas por las goteras del techo por las rendijas de las cañas separadas. En las esquinas la biela zumbaba y la gente no hablaba sobre él porque para qué iban a hablar si el pueblo sabe que de esas cosas nunca se habla. En el café de los intelectuales la cosa se estaba poniendo kafkiana cuando pasó Carebandido y les dijo que «qué Gabo ni la gaver›s... no ven que se ha muerto el man». ¿Cuál man cuál man ...?, preguntaron los desenchufados y Carebandido con esa dignidad característica de los ladrones de barrio y los poetas «cuál man más va a ser pues gil habrá algún otro más bacán que Julio Jaramillo». Las putas sacaban monedas de a sucre de sus chaucheras trasnochadas y las metían en las ranuras de las wurlitzer para escuchar «no puedo verte triste porque me mata tu carita de pena, mi dulce amor»


evocación y comentaban y algunas hasta lloraban y el maricón Alfredo tenía que estarlas arreando «ya pues señoras a trabajar déjense de pendejadas ni que el hombre hubiera sido su marido». Una zorra veterana bebía cerveza y recordaba que ella lo había conocido desde los tiempos en que era camote de la Blanca Garzón el mejor calzón que había en esa época por los cabarés de Guayaquil. Los taxistas y las peroles seres por los cuales uno puede enterarse de casi todas las cosas de este mundo seguían escuchando Radio Cristal que había transmitido como un partido de fútbol la muerte de Jota Jota. Con sus micrófonos instalados directamente desde la clínica Domínguez donde yace en el lecho del dolor el único el incomparable el ahijado de Carrrr el ídolo del pueblo Julio Jaramillooooooo. La voz de Umovar sinceramente conmovida, pero rota por catorce horas seguidas de darle y darle a la lengua en forma continuada iba adquiriendo tonalidades deprimidas y a ratos hasta dejaba botado el micrófono para ir a tomarse una cerveza o a comentar con otros locutores de la radio las cosas del velorio. Las cantinas estaban llenas y había un clima como de alborozo trágico como si una angustia jubilosa fuera tomándose las calles subiéndose por los postes de alumbrado

reptando por los jardines de los parques y trepando los árboles más altos para desde ahí descolgarse con todo su entusiasta dramatismo sobre la ciudad acongojada sorprendida estupefacta porque era que no se podía creer porque aunque se sabía que estaba grave que se iba a morir de todos modos una sobrevivencia como ajena nos había dado la nota de que la muerte no existía de no pararle bola de que lo único que tenía derecho entre nosotros era la vida. Dos días con sus noches lo velamos en el estadio. De todas partes se venían con mujeres con hijos desde Lomas de Sargentillo venían desde Pechiche de Vueltalarga venían sólo para ver como cantaba de muerto. Ríos de gente salían de los manglares bajaban de los cerros rodando por el lodo ensuciándose la ropa perdiendo los zapatos perdiéndolo todo menos la firmeza de estar junto a él en su última conquista la de aquella tarde en que dios que se le va ajumando y el ¡zas! que se le va levantando a la muerte para toda la vida. Miles y miles de zambos cholos negras culonas choros, putas, poetas, asesinos, deportistas, periodiqueros, sinvergüenzas curas, sableadores contrabandistas, alcahuetes pesquisas, estibadores, betuneros y maricas,

gentes del pueblo arracimadas en colas largas como el destino para tocar el cuerpo persignarse llorar a grito herido la huella de su ausencia. Mónica se vino desde la yoni para contarle —después de muerto— todo lo que lo había querido. Un borrachito con una botella de trago en la mano temblorosa decía: «ahora sólo nos queda Barcelona ahora sólo nos queda Barcelona». Ahora se va. Va caminando lentamente como bandera extendida entre los brazos de la gente. Se va el zorzal, el lírico, el artista, se va el duro el brava el superbacán el pinga de oro el cantante más pesado que ha tenido el Ecuador y el mundo más claro ya... mucha nota con mi persona. Ya resbala tiernamente el cadáver abrumado de flores y es como si los muelles se hubieran puesto a toser señales antiguas sirenas, cangrejos, pianos y manzanas. La masa, desconcertada, ebria de malas noches y de alcohol se va raleando en grupos de a uno de a cinco de treinta y dos. Van buscando la calle estrangulada que sienten medio enferma como traspapelada entre las sombras como sonámbula como si fuera otra y no esta Guayaquil la ciudad viuda y guáchara que había perdido al mismo tiempo su hijo y su machuchín. 93


RENDICIÓ N DE CUENTAS 2017 El presidente nacional de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Camilo Restrepo Guzmán, presentó el martes 27 de febrero la Rendición de Cuentas de su función durante el año 2017. El informe se estructuró de conformidad a cuatro líneas básicas: participación de los actores culturales regionales e interregionales; participación de acuerdo a la diversidad étnica; participación de los actores intergeneracionales y participación pluralista de las artes y las culturas vivas. Cabe recordar que el actual presidente se posesionó del cargo el 20 de junio de 2017, acto en el cual dejó sentado tanto el norte de su administración como los ejes transversales bajo las cuales ha trabajado siempre con una indeclinable posición de defensa de la autonomía y la libertad. Destacó el fortalecimiento institucional con la construcción de varios instrumentos legales como la Matriz de Competencias y el Modelo de Gestión, aprobados por el Ministerio de Trabajo y otros que están en proceso de aprobación: Estatuto Orgánico de Gestión por Procesos y el Manual de Valoración de Puestos. Igualmente están aprobados el Reglamento de Funcionamiento de la Junta Plenaria, el Reglamento de Funcionamiento de los Núcleos Provinciales, el Reglamento de Higiene y Salud Ocupacional y el Manual de Procesos para mejoramiento de las Gestiones Departamentales. Destacó logros como la reapertura de los Museos: Arte Moderno, Instrumentos Musicales y Etnográfico, el Archivo Nacional de Música Ecuatoriana, la total ocupación de los teatros y salas, el avance de la Biblioteca Nacional Digital, el enorme apoyo con medios impresos, la fraterna relación con los grupos que ocupan la Casa y colectivos y artistas, etc., todo lo cual fue refrendado con un video y el informe impreso.

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panel

LOCAL PARA EL MUSEO NACIONAL El ministro de Cultura, Raúl Pérez Torres, y el presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Camilo Restrepo Guzmán, suscribieron un convenio mediante el cual la CCE cede en comodato hasta el 31 de mayo de 2021 las salas del edificio de Los Espejos, de 5.190 metros cuadrados, donde funcionará el Museo Nacional que, según anuncia, abrirá sus puertas en mayo del presente año. Con la apertura de este museo la Casa de la Cultura será sede de un complejo de cuatro museos: el Museo Nacional del Ministerio de Cultura y a continuación el Museo de Arte Moderno con exposición permanente; la sala Joaquín Pinto para exposiciones temporales; el Museo de Instrumentos Musicales Pedro Pablo Traversari y el Museo Etnográfico. Cabe anotar que la CCE cuenta también con otras cuatro salas para exposiciones y el Museo de Arte Colonial ubicado en el Centro Histórico de Quito.

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Los orígenes de la izquierda ecuatoriana Autor: Alexei Páez Cordero Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2017

«En este libro, Alexei Páez Cordero continúa un debate abierto por él cuando publicó El anarquismo en el Ecuador (1986) y propone la discusión sobre la identidad de las izquierdas latinoamericanas a finales del siglo XX. Su texto sustenta la posibilidad de romper la tradición de interpretar las ideas redactadas por Marx o Lenin como si se trataran de salmos bíblicos portadores de las verdades reveladas. Esta ruptura abre al lector la posibilidad de volver evidente la existencia de un campo de pensamiento, igualmente amplio pero prácticamente invisible en América Latina: la tradición política anarquista cuyo vigor analítico y acción política fueron centrales en la Europa del siglo XIX». AB

Numerología para principiantes Autor: José Aldás Género: Novela Colección: Luz Lateral Editorial: CCE Año: 2017

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«La vida de Eduardo D. transcurre, desde su primeros años, entre números, palabras y lecturas mezcladas con las canciones de Frank Sinatra y el jazz... La temprana ausencia de su madre, quien lo familiarizó con el deleite de la lectura, se constituye en un vacío que solo puede ser mitigado al recurrir a las páginas de los libros, que se convierten en la mejor forma de evocarla y recrearla como una madre universal, la Madre Literatura, que le brinda los afectos que no conoció de ningún ser humano y los lleva a trascender ese límite impreciso entre lo real e imaginario. El fin de este personaje marcará el comienzo de su historia, pues la muerte no existe en la dimensión literaria». PR


Panorama del ensayo en el Ecuador Autor: Rodrigo Pesántez Rodas Género: Ensayo Colección: Antítesis Editorial: CCE Año: 2017 «Este libro no es un estudio sobre el ensayo, sino, como su título lo indica, un Panorama del ensayo en el Ecuador; sin embargo, pese a ser un registro cronológico de su presencia a través de sus autores en el espacio de nuestra literatura desde los primeros albores independentistas, la consolidación como república en 1830, hasta la mitad del siglo XX, nos hemos salido de esos lineamientos referenciales, debido a no pocas razones que son indispensables ponerlas sobre el tapete visual, a fin de que sean revisadas y rectificadas si fuesen necesarias». RPR

La máquina de Heidelberg y otras islas Autor: Juan Carlos Miranda Ponce Género: Poesía Colección: Casa Nueva Editorial: CCE Año: 2017

La sonrisa hueca del señor Horudi Autor: Efraín Villacís Género: Novela Editorial: CCE Año: 2018

«La escritura poética de Juan Carlos Miranda Ponce se asemeja a un acto de navegación. El yo lírico, como un argonauta, mira las estrellas y dibuja constelaciones en esa mirada, que le permiten avanzar, trazar una ruta sobre la cual poetizar, esbozar historias que contar una vez que su cuerpo dé con tierra. Cada poema es una isla... El lector escoge entre detenerse en la contemplación de la estrella o mirar el cielo atiborrado de puntos de luz porque cada poema es un texto independiente y, sin embargo, no deja de ser parte de la constelación». MAB

«La verdad es que la costumbre es más fuerte que el amor, canta la dúrcal, salí tarde, poco antes de las completas, las campanas del sagrario anunciaban ceremonia comprada, jóvenes turistas se divierten junto a la casona, se fotografiaban y alguno quiere una con el soldado de guardia, el militar acepta amable y risueño ser parte de esa memoria, le piden: pero haga algo, está esmirriado pero cuasi estoico, haga algo, corean, lo que se le ocurrió al uniformado fue amagar un golpe de culata contra uno de los muchachos, estalló el flash y quedó grabada la broma, las risas suenan como clandestinas, en toque de queda, mientras camino hacia mi transporte». 97


La rosa de los vientos Autor: Luis Alfonso Chiriboga Género: Novela Editorial: CCE Año: 2018

«Los protagonistas que aquí se presentan así como las circunstancias en las que se vieron involucrados nos hacen ver que estos no eran ni serán jamás entes separados —a pesar del muro de abstracciones que rodea nuestro ser— sino más bien canales convergentes por donde circulaba el espíritu de una época. No se trata de particularidades de un grupo social ni de eventos que sucedieron en una parte reducida de la geografía. Se trata de los protagonistas o bien, de los ejecutores de una tragedia o de una comedia que hemos convenido en llamar existencia».

La estrategia del ciempiés Autor: Colectivo Quilago Género: Cuento Editorial: CCE Año: 2018

«Esta antología de cuento hispanoamericano inclusivo e intercultural, en la que participan autores de Ecuador, Cuba, Colombia, España, Uruguay, Argentina, Costa Rica, México, Bolivia y Chile está pensada como una herramienta de apoyo para quienes tienen que enfrentar las dinámicas contemporáneas y los avances sociales que pretenden que las escuelas, las comunidades y los grupos sociales se conviertan en espacios interculturales y diversos».

Jorge Ribadeneira Araujo ‘Soflaquito’. Del básquet al periodismo Autor: Jaime Naranjo Rodríguez Género: Biografía Editorial: CCE Año: 2018

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«El texto propuesto en estas páginas describe con sutil habilidad la trayectoria deportiva y periodística de Jorge Ribadeneira ‘Soflaquito’, quien ejerce el periodismo desde hace 62 años y en ese transcurso ha sido parte de la historia deportiva de este país. La compañía El Comercio le abrió sus puertas hace 59 años y empezó su carrera en el vespertino Últimas Noticias, en el cual mantiene la columna ‘Notas y chismes’, así como en el diario El Comercio, cada domingo, ‘Las verdades de Soflaquito’ se escriben a doble columna en la página ‘Justicia infinita’, en la cual analiza de forma jocosa, en rimas, la actualidad política del país».


Universidad Alfredo Pérez Guerrero La verdad Autor: Jorge Enríquez Páez Género: Testimonio Año: 2017

«La Universidad Alfredo Pérez Guerrero había cumplido su undécimo aniversario. Fue una ocasión propicia para dirigir a los poderes del Estado y al pueblo ecuatoriano un informe sobre las actividad desarrollada en este período... Sin embargo, todo el esfuerzo, todo el camino recorrido siempre buscando la excelencia en la educación y enmarcado en las leyes y reglamentos que regían la educación superior, fueron truncados por el golpe mortal a la Universidad, cuando el 12 de abril de 2012, resguardados por las sombras de la noche y la Policía Nacional, asaltaron la Universidad, la cerraron y confiscaron sus bienes». JEP

Política económica Autor: Luis Pacheco Prado Género: Ensayo Editorial: Centro de Publicaciones PUCE Año: 2016

Rescoldos del pasado Autor: Ángel Moreno Jiménez Género: Testimonio Editorial: CCE Núcleo de Loja Año: 2017

«Hasta donde nos ha sido posible, se ha procurado aquí plantear alternativas a los métodos derivados del paradigma de ‘libre mercado’, dentro del cual la política económica es tratada como una técnica al servicio de toda la sociedad, presentación que esquiva lo fundamental: que en la sociedad en la cual vivimos, ningún expediente económico sirve al bien común sin más, sino que responde a determinados intereses dentro de los cuales los beneficios y los perjuicios de las acciones económicas no son equitativos». LPP

«Este es un libro de recuerdos y nostalgias. Su autor, mi amigo Ángel Moreno Jiménez, vive desde hace casi medio siglo en Europa, viene con un libro en sus manos, con un libro que es un compendio de su pasado y su presente, y que debe ser tomado como lo que es: un homenaje a la querida y heroica tierra macareña y a sus amigos». FP 99


tributo

N

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ació en Otavalo en 1912. Catedrático, narrador, poeta y estudioso de la lengua. Fue experto de la Unesco y como tal cumplió una misión de alfabetización en Paraguay. Asistió invitado al Primer Congreso Mundial de Protección a la Infancia, realizado en Viena en 1952. También al Congreso Mundial de Semántica General, México, 1958. Fue Miembro de Número de la Academia de la Lengua y Miembro de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Jácome fue autor de varias gramáticas y de análisis ensayísticos: La imagen en la poesía de César Dávila Andrade (Quito, 1971); Estudios estilísticos (Quito, 1977), y César Vallejo (Quito, 1988). También publicó sus libros de cuentos Barro dolorido (Quito, 1972), Siete cuentos (Quito, 1976), y las novelas Por qué se fueron las garzas (Otavalo, 1979) y Los Pucho Remaches (Quito, 1984). Además, publicó diez textos escolares para la enseñanza de idioma nacional, cuatro para la escuela primaria y seis para el colegio. Falleció en Quito el 9 de febrero de 2018.


La Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, su Cinemateca Nacional Ulises Estrella y Mosfilm, Estudio Cinematográfico de Rusia

presentan el estreno de la película

Anna Karenina Historia de Vronski del director Karén Shajnazárov

28

desde el miércoles hasta el sábado

basada en la célebre novela de León Tolstói

31

de marzo

en la sala Alfredo Pareja Diezcanseco

101

Entrada libre


Feria Día internacional

del

libro 2018

del 23 al 27de abril

Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 110 www.casadelacultura.gob.ec


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