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Fernando Tinajero Mayo del 68
Huilo Ruales
Loca para loca la loca
Literatura actual de Loja Dossier
Premio Nacional Paralelo Cero 2018 Christian Zurita y Edison Navarro
Pilar Quintana
Una segunda oportunidad
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editorial
Día de los museos número treinta y dos • abril 2018
C
uando asumí la Presidencia de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, propuse la creación del Gran Museo Nacional del Ecuador, entendiéndose que éste sería el resultado de la incorporación de todos los repositorios estatales, incluidos los nuestros, que contienen esos bienes inestimables que constituyen la memoria de la nación. Este 18 de mayo, Día Mundial de los Museos, se inaugurará el Museo Nacional en un espacio cedido en comodato por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, pero más allá del rico y versátil discurso museográfico con el cual se lo pone en valor, creo debe ser el inicio de la integración y construcción de ese Gran Museo Nacional, por lo que saludo al señor Presidente de la República y a su Ministro de Cultura y Patrimonio, por este importante paso, y señalo que no podemos obviar que la Casa de la Cultura es poseedora de cuatro hermosos museos: Arte Colonial, Arte Contemporáneo, Etnográfico e Instrumentos Musicales que deben ser parte de ese proyecto. El espacio físico de la Casa de la Cultura, con la presencia de estos museos, constituye un verdadero conjunto museográfico que debe ser valorado y considerado si queremos que estos sean, en palabras del intelectual Juan Valdano: «El gran espejo en el que un país se mira y reconoce a sí mismo, la vitrina a través de la cual se muestra al mundo lo que ha sido, lo que es». El Estado ecuatoriano y su gobierno nacional deben apoyar urgentemente a la cultura en sus distintas y diversas manifestaciones para que, en estos momentos difíciles para la patria, sean la savia y el músculo regenerador del espíritu y desarrollo nacionales. Finalmente debo destacar que en el Museo de Arte Colonial abrimos la muestra de Miniaturas, verdaderas joyas ecuatorianas trabajadas a través de años de historia. Las obras tangibles e intangibles son signos que conforman nuestra identidad.
Presidente Camilo Restrepo Guzmán Director Patricio Herrera Crespo Editor Patricio Viteri Paredes Colaboran en este número: Maximiliano Barrientos, Jorge Basilago, Karen Alexa Calva, Walter Jimbo, Darío Jiménez, Yuliana Marcillo, Sara Montaño, Patricio Mora Calle, Edison Navarro Cansino, Pilar Quintana, Andrea Rojas Vásquez, Huilo Ruales, Iván Salazar, Paulina Soto, Fernando Tinajero, Patricio Vega Arrobo, Berta Vias Mahou, Christian Zurita Estrella. Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila L. Portada Mayo del 68 en París.
Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 426 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com
CON EL APOYO DE
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CON EL AUSPICIO DE
SEDES
índice
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En el bicentenario de su nacimiento, la vida y obra de Emily Brontë es analizada por la escritora Yuliana Marcillo.
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Cincuenta años después, el escritor y ensayista Fernando Tinajero rememora y examina los sucesos de Mayo del 68 en París.
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Berta Vias Mahou, escritora española, presenta su cuento Sueño robado.
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Jorge Basilago evoca a Chabuca Granda, cantante y compositora peruana, a 35 años de su muerte.
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Sollozo por Pedro Jara, poema de Efraín Jara Idrovo, fallecido hace poco.
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Los colores del agua, exposición del acuarelista ecuatoriano Manuel Félix García.
Loca para loca la loca, cuento de Huilo Ruales, escritor ecuatoriano que reside en París.
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Pilar Quintana, escritora colombiana, nos ofrece su relato Una segunda oportunidad.
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Poemas de Perros de niebla, libro de Edison Navarro Cansino, Premio Nacional Paralelo Cero 2018.
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Dossier: Literatura actual de Loja.
1995, cuento del escritor boliviano Maximiliano Barrientos. Poemas de La memoria de Argos, libro de Christian Zurita Estrella, Premio Nacional Paralelo Cero 2018 .
50 Walter Jimbo, El poema del diablo. 54 Iván Salazar, Círculos. 58 Paulina Soto, poemas. 60 Darío Jiménez, Motocicleta. 62 Karen Alexa Calva, ¿Castigo o venganza? 64 Patricio Mora Calle, poemas. 66 Patricio Vega Arrobo, poemas. 68 Sara Montaño Escobar, poemas. 70 Andrea Rojas Vásquez, poemas
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La suerte del Donnadie, relato que nos presenta José Andrés Ardila, periodista y escritor colombiano.
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Emiliano Monge, escritor mexicano, nos entrega su cuento Alguien que estaba ahí sobrando.
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Juan Romero Vinueza realiza un estudio sobre el libro Atar a la rata, poemario de Esteban Mayorga.
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Homenaje a Sergio Pitol, el gran escritor mexicano fallecido el 12 de abril de 2018.
homenaje
1818-1848 La niña ‘genio’, la solitaria, la rara, es considerada una de las voces más representativas de la narrativa victoriana. Es conocida casi exclusivamente por Cumbres borrascosas, pero también han triunfado varios de sus poemas. En este 2018 se celebra el bicentenario de su nacimiento.
Yuliana Marcillo
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Retrato en acuarela, de 1836, de las hermanas Bronte: Anne, Emily y Charlotte. Pintor: Edwin Landseer.
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n los países imaginarios «Angria», «Gondal» y «Glass Town», residía la imaginación de tres niñas extrañas que jugaban inventando historias. Esas niñas eran las hermanas Brontë: Charlotte, Emily y Anne. Las niñas, junto con su hermano Branwell, quien tenía dotes artísticas para la pintura, vivían en una casa de ladrillo oscuro con hileras de ventanas blancas, en lo más alto del pueblo de Haworth, al norte de Inglaterra, entre el cementerio y el paisaje rocoso de los páramos, vivienda que fue construida a finales del siglo XVIII para ser el hogar de los pastores anglicanos de la época. Dicen que los hermanos solían «pasear a solas por los páramos, bajo el viento frío y la nieve», y que «declamaban poemas en lo alto de la montaña», apostados sobre rocas, frente a los duros paisajes del condado de West Yorkshire. En este lugar inventaron su propio mundo, construyeron versos y relatos fantásticos, convertidos con el tiempo en obras maestras, entre ellas Cumbres borrascosas (1847), escrita por Emily Brontë, la quinta hija de la familia, a quien en este 2018 se la recuerda a nivel mundial al celebrarse el bicentenario de su nacimiento.
El carácter ‘feroz’ de Emily Emily Brontë (Thornton, 1818 - Haworth, 1848), poeta y narradora británica, fue descrita como una chica ‘rara’ pero con temperamento de piedra. La muerte siempre estuvo presente en la familia: su madre fallece en 1821, cuando ella tenía tres años de edad y, en 1824, sus hermanas mayores, María y Elizabeth, mueren también a causa de tuberculosis. La muerte suena entonces como una balada silenciosa que pasea por la gran mesa fami-
Cumbres borrascosas (1847) es considerada una de las mejores narraciones en lengua inglesa y obra maestra de la narrativa romántica victoriana. Fue firmada bajo el seudónimo Ellis Bell. liar, apenas escuchada por Emily, levitando quizá en sus versos más célebres, reunidos en poemas como Remembranza, Una escena de muerte o en Mi ánimo no es vil, donde el sentido de la muerte es recurrente. Al quedar huérfanos de madre, los niños quedan al cuidado del padre, el reverendo Patrick Brontë, irlandés de origen campesino, quien fue descrito como un hombre ‘frío’ y ‘egoísta’. La biógrafa Claire Harman, cuya obra Charlotte Brontë: una vida fue publicada en 2015, alude al poder del padre de Emily sobre el carácter de ella: «Él le dio a sus hijos una inmensa latitud en cuanto a temas de interés: eran una familia muy inusual, nada restringida intelectualmente», señala. Fue el padre quien educaría principalmente a todos los hijos, instruyéndolos sobre todo en la lectura y en el análisis de las obras. Emily odiaba alejarse de su hogar y del paisaje que la rodeaba, por lo que se negó a ir al colegio y empezó a estudiar de forma interna, en su casa. «Emily era demasiado huraña, demasiado sensible, y enfermaba gravemente siempre que
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se alejaba de casa y debía relacionarse con extraños», señala Harman, entre otras particularidades que fueron contadas por su hermana Charlotte, con respecto a la vida de los hermanos Brontë. Todo lo que hacían las adolescentes dentro de casa era repartirse las tareas domésticas, leer y escribir.
Hermanas ‘genio’
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Entre 1820 y 1855, en esa casa sobria y alejada de todo, escondidas, en secreto, las hermanas Brontë crearon sus obras: primero, en 1846, una colección de poemas de las tres, titulado Poesías de Curre, Ellis y Acton Bell, seudónimos masculinos que utilizaban para evitar los prejuicios de la época victoriana que recaían en las mujeres, empleando cada hermana las iniciales de sus nombres. «Las tres escribieron novelas con protagonistas femeninas independientes, valientes e inteligentes, que vivían historias de amor muy apasionadas. Sus historias y personajes no eran muy bien vistos en su época, y si firmaba una mujer la censura era mayor», señalan sus biógrafos.
Las mujeres de esa época tenían pocas opciones, entre ellas casarse o ser institutrices. Para casarse debían ser sumisas o poseer fortuna, ninguna de las tres cumplían con esos requisitos, ellas querían escribir, iban a contracorriente, pero la publicación de ese primer libro no resultó muy afortunada. «Las hermanas nunca parecieron haber pensado en casarse. Estaban muy interesadas en batallas, estadísticas y geografía, cosas sobre las que, tradicionalmente, no se alentaba pensar a las niñas. Les parecía terrible la idea de tener que trabajar, pero en ningún momento pensaron: “Me toca ser una institutriz, pero quizás podría casarme», dice Claire Harman. Sus biografías señalan que de este libro de poemas solo vendieron dos ejemplares. No cesaron. Decidieron continuar con la narrativa. Charlotte que acababa de cumplir treinta años, escribió Jane Eyre; Emily, con veintinueve, Cumbres borrascosas; y Anne, de veintisiete, Agnes Grey. Los libros no fueron bien recibidos en su momento, los críticos literarios querían saber «quiénes eran esos tres hermanos que se atrevían a escribir novelas donde las mujeres no eran seres pasivos ni sumisos», sino personas complejas, de temperamentos variables, llenas de rebeldía y violencia. «Emily, molesta por las duras críticas recibidas, decidió no volver a publicar nunca más, y regresó serenamente a su cocina, sus poemas, su música y sus lecturas en alemán, además de sus largos paseos por las montañas. Se concentró en el cuidado de su padre y en el de su hermano. Charlotte y Anne, en cambio, se animaron a seguir escribiendo. Charlotte inició Shirley, una obra con trasfondo político, y Anne, La inquilina de Wildfell Hall, novela que habla sobre la capacidad de una mujer para superar los
estrechos límites impuestos por la sociedad», apuntan sus biografías.
La muerte dobla la esquina La cuarta muerte en la familia, y quizá la más dolorosa para Emily, se dio en septiembre de 1848, cuando devorado por el alcoholismo y el consumo de opio, muere su hermano Branwell, con tan sólo 31 años. Emily mantenía un vínculo muy fuerte con él; permanecía despierta hasta que él llegara, siempre ebrio y desvariando, lo esperaba hasta altas horas de la noche y le ayudaba a acostarse. Cuenta Harman que muchas páginas de Cumbres borrascosas y algunos de los 60 poemas que escribió, fueron gestados durante esa espera. Se dice que Emily no logró recuperarse de la pérdida de ese hermano al que había cuidado con devoción. Debilitada también por una veloz tuberculosis, murió cinco meses después, a los treinta años, en diciembre de 1848. Gracias a su personalidad severa y temperamento intransigente, solo permitió que la vea un médico dos horas antes de fallecer. Se negó a comer y soportó dolores terribles durante la enfermedad, padeció sola y en silencio. Fue enterrada en la iglesia de San Miguel de Todos los Santos, en Haworth. La última en sobrevivir fue Charlotte, quien finalmente dio a conocer la identidad de los hermanos Bell. Charlotte publicó cuatro novelas en total, en ese lapso pudo disfrutar del respeto de su literatura, y también de la creciente aceptación de Cumbres borrascosas, obra de la que Virginia Woolf muchos años después diría: «Con un par de pinceladas, Emily Brontë podía conseguir retratar el espíritu de una cara de modo que no precisara cuerpo; al hablar del páramo, conseguía ha-
Solo el tiempo valoró a Cumbres borrascosas como una de las expresiones más rotundas y abisales del espíritu romántico anglosajón.
cer que el viento soplara y el trueno rugiera». Charlotte fallece seis años después de Emily, en 1855.
Niña ‘asperger’ Según las investigaciones de Claire Harman, Emily padeció el síndrome de Asperger. Resalta varios rasgos de su carácter, por ejemplo: la genialidad, la negación a salir de casa, síntomas de enfermedad al relacionarse con otras personas y los repentinos estallidos de ira y frustración. Dice Harman que todos sentían pánico de Emily, y que se empeñaban mucho en protegerla. Las biografías de Emily señalan que salió muy poco de casa. Entre esos viajes citan una breve estancia en Bélgica para estudiar música y lenguas extranjeras durante unos meses en 1842, y un corto período en Law Hill School, en Halifax, donde intentó trabajar como institutriz, al poco tiempo enfermó gravemente, por lo que regresó al hogar. El sufrimiento estuvo siempre afuera, el miedo y el estupor también. Adentro: el odio y el amor, el cielo y el infierno, la pérdida y la tragedia, y entre las borrascas, la ira de Emily retumbando entre los vientos.
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uertos, con las cabezas desconyuntadas y pendulantes, hundidas en los pechos o adheridas a la suciedad de los vidrios, eso parecen los pasajeros de los buses a la hora del sopor. No se diga si el sol anda suelto y furioso, espantando hasta la sombra. En las paradas es la jungla. Todo mundo se empuja, se estropea. La mayoría, a empellones, gana. Pierden los ancianos, los niños, los cojos, algunas mujeres. No cabe sino la esperanza de integrar el grupo de los primeros que subirán en el siguiente bus. Nuevamente se hace la multitud en la parada, el remolino brusco intentando atravesar la angostura del estribo. Los débiles anteriores van adquiriendo destreza —la rabia del que se siente con derecho— para vencer por lo menos a los nuevos débiles. Como banderas deshechas a medias, los últimos triunfadores se van flameando en la puerta del bus, que parte con un mugido de vieja res. Los perdedores, desde la acera los miran con una expresión de envidia
y desabrida ansiedad mientras se expande, aunque fuese por segundos, un silencio casi de campiña, una ranura de paz. Hasta que otra vez brota el tumulto, la contienda, el logro, el fracaso. Le embelesa todo aquello, le aviva la sangre. El sol, el viento resquebrajan el polvo compacto de sus mejillas pero eso no le importa. Le encanta la loca vida de las calles. Además, no tiene apuro ni meta, de tal manera que ve los toros sin pisar la arena. Cerca de las tres de la tarde el gentío casi ha desaparecido. Ahora sí puede encaminarse a la parada y tomar el bus con dignidad. Apretando al pecho una resquebrajada cartera —en esta época de tanto ladrón—, vestida con un deteriorado traje sastre de color negro y semicubierta la cabeza con un chal gris, doña Catalina sube al bus sin ayuda de nadie, paga y se desliza por el andén. Al sentarse, una de sus medias negras se rasga en el espaldar del asiento anterior. Parecería que estos vehículos, aparte de su ruina galopante, se achicaran cada vez más. Entre hipos y bramidos, casi embistiéndose con otro vejes-
cuento
torio, el bus empieza a correr. Doña Catalina ensarta el rostro en el marco de la ventana que felizmente carece de vidrio. El aire le golpea en el rostro, levanta el chal de su cabeza blanca, intenta despeinarla. Esto es lo que se llama existir: velocidad, barahúnda, filo del abismo. Y no vivir a un paso de la tumba de tanto cuidado; si la trataban como si fuera bebé. Todo era cuidados, prohibiciones, orden, pulcritud. Pájaro en jaula de oro, eso, así se sentía en su propia casa. Doña Catalina, con los ojos titilantes y la boca abierta como para llenarse hasta los pulmones del tifón callejero, gime de frenesí. Conforme se acerca hacia el centro de la ciudad en el interior del bus va creciendo la locura: gente apiñada repartiéndose pisotones, golpes e insultos. Un mendigo con la tráquea abierta como una boca, desbrozando camino a codazos, va
de puesto en puesto pidiendo ayuda para una intervención quirúrgica; la voz estridente de una mujer menta a la madre de alguien que ha manoseado su trasero; la radio, a todo volumen, achicharra el griterío con sus tecnocumbias. Y todo huele a fritura, a sobaco, a perfume rancio. El olor del chal y de la ropa enmohecida de la Miche armoniza perfecto con el ambiente. ¿Quién podría reconocerla metida en esa indumentaria e integrada a ese despostadero con ruedas? Imprudente, licenciosa, loca, vergüenza de la familia eran los insultos habituales en boca de su marido ya difunto, quien sabía de su inclinación casi natural por el riesgo ¿Y su adorado Ignacio, qué exclamaría al descubrirla enquistada en este hirviente revoltijo de carne humana y latón? Lo imagina desencajado, molesto, reprimiendo insultos, sustituyén-
dolos con anatemas edulcorados, con amenazas elípticas. En verdad, nadie le había comprendido jamás. El bus parece un insecto gigantesco trepando entre pitazos de barco hacia el centro colonial. El manojo de calles antiguas hace un embudo dentro del cual caen y se amontonan casi todos los buses de la ciudad. La Plaza de la Independencia es el cuello del embudo. Perseguido por silbatos de policías, gritos y correteos, un ladrón huye calle abajo zigzagueando en medio de autos y buses. La calle se pone festiva: «¡El ladrón, agarren al ladrón!». En el bus la gente se alborota, multiplica comentarios sobre la persecución. Doña Catalina siente taquicardia, se le incendia el vientre, no se diga cuando pasa junto a su ventana el tumulto enardecido arrastrando como monigote al carterista.
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Muertos, con las cabezas desconyuntadas y pendulantes, hundidas en los pechos o adheridas a la suciedad de los vidrios, eso parecen los pasajeros de los buses a la hora del sopor. No se diga si el sol anda suelto y furioso, espantando hasta la sombra.
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Repentinamente, como si se abriera un escenario prohibido, aparece la plaza de San Francisco, allí, al alcance de sus dedos. La pesadez con que se mueven los buses colados unos a otros le permite disfrutar del espectáculo igual que si estuviera en la plaza, integrando esa muchedumbre de otro planeta. Algún día tendrá el coraje suficiente para abrirse campo y descender con toda naturalidad como lo hacen los otros pasajeros. Totalmente sola, sin guardaespaldas que la interfieran ni la empareden, se sumergirá por completo en el maremágnum de esa plaza con ambiente de fiesta nacional, de puerto mercante, de fin del mundo. No teme nada de lo que le rodea sino más bien la hipotética reacción que pudiese tener su pequeño Ignacio. El bus por poco se vacía pero de inmediato vuelve a colmarse y a paso de tortuga penetra en la plaza de Santo Domingo. Doña Catalina reconoce la iglesia, el Arco de la Loma, la esquina en donde empieza ese abismo perpendicular que es la calle Maldonado. Se atenaza en el espaldar delantero, agarrota los pies y cierra los ojos. Se siente una niña en la cima de un gigantesco tobogán, de una montaña rusa a punto de funcionar. Efectivamente, el bus que lentamente ha bordeado la plaza llega a la bocacalle y se dispara hacia abajo, hacia el sur. De su cabeza ceniza resbala el chal de la Miche, el viento penetra por sus fosas nasales casi hasta ahogarla. Con los flecos del chal se cubre la boca para que no se le escape un grito de miedo y de goce. Es tan frecuente que en esa larga pendiente los destartalados buses pierdan los frenos y se estrellen en el angosto y viejo puente de piedra que es donde culmina el declive. Mucha gente ha culminado su vida en la hilacha de agua sucia, pestilente, del río Machángara. Qué escándalo soportaría el pequeño Ignacio al encontrar
el cadáver de su madre, vestido con la áspera ropa de la Miche, integrando un amasijo de cuerpos enfangados allá, nada menos que en el sur de la ciudad. Siente una ráfaga de bochorno, de arrepentimiento, pero enseguida y con regocijo vuelve a la realidad. Una vez atravesado el Puente de la Muerte, la calle se empina en forma de culebra y el bus trepa hipando casi tosiendo sangre, hasta que por fin entra en esa especie de explanada que es la ciudadela México. La vorágine del centro colonial se ha borrado por entero. Los pasajeros van descendiendo en calma, sin empujones. En las paradas no aguarda nadie y el bus va recuperando la marcha soñolienta de vetusto colectivo. Sigilosamente, doña Catalina voltea el cuello y recorre la mirada por cada asiento: los escasos pasajeros, sentados a sus anchas, viajan ensimismados, adormitándose. Solamente una pareja, entre cuchicheos, juguetean, ríen, se besuquean. El chofer y su ayudante charlan, bostezan. La algarabía ha sido sustituida por la completa calma. Sin embargo, Doña Catalina transpira más que antes, siente corcoveos insoportables en su corazón y sus dedos tiemblan sosteniendo el pañuelito de la Miche, con el cual seca el incipiente sudor de su cara. Cuando el bus, abúlicamente, voltea la esquina de la Estación, doña Catalina, crispada, se desplaza en su asiento desde el lado de la ventana hacia el andén —la media de nailon se rasga aún más—, estira su cuello ajado y dice en alta voz: —Me bajo en la siguiente parada, mi cambio de a veinte, por favor. El ayudante y el chofer buscan de dónde proviene la voz. El chofer, con la cara grasienta y una fruncida expresión de extrañeza pregunta a su ayudante. Éste, sorprendido, turbado, gesticula, mueve sus brazos uno de los cuales termina en un muñón.
—De qué cambio habla, señora —dice el chofer mirándola por el retrovisor. —¡Del cambio de mi billete de veinte dólares! —Yo doy los cambios enseguida, señora. Responde, nervioso, el ayudante manco. —¡Mentiroso, tú tomaste mi billete y me dijiste «¡después le doy el cambio!» — grita doña Catalina, casi desfigurada, agitando sus manos temblorosas. —Ya le di señora, no tengo por qué robarle —dice, en voz alta, el muchacho moviendo los ojos en busca de apoyo, sobre todo de su patrón. Doña Catalina se pone de pie y, fuera de sí, responde a gritos: —¡Tampoco yo tengo por qué mentir, ladrones. Perjudicar a una anciana es no tener corazón. Sinvergüenzas! Se suena la nariz, se encorva, está a punto de sollozar. Al fin, un joven estudiante desde el último asiento, agazapándose en el espaldar delantero, grita: —¡Choros, no roben a la señora! Eso es suficiente. Como un súbito incendio crece la protesta, el respaldo a la anciana que hipa, solloza, mete y saca su rostro acongojado del pañuelito. Desde el penúltimo asiento se yergue un enorme pasajero a quien le bastan tres pasos para colocarse junto al chofer. Casi lo levanta de las solapas y el bus por poco se monta en la acera. Entonces, el chofer, insultado por todo el bus, grita a su manco ayudante: —¡Qué esperas, cojudo, dale el cambio a la señora! Doña Catalina al fin recibe el dinero, se limpia las lágrimas y agradecida con los pasajeros desciende en la siguiente esquina. A medias cubierta con el pañolón apestoso de la Miche, doña Catalina tirita de emoción. Ni siquiera da importancia al dolor de sus pies. Cruza la calle y se encamina hacia
la parada más cercana, con el fin de tomar el bus de regreso.
DOS La ciudadela México, más que un barrio quiteño le parece un pueblo apacible y además le resulta extrañamente familiar. A cada veinte pasos hay una tiendecilla, el ineludible bazar, la sastrería antigua. Cuánto le gustaría vivir con toda libertad sus días restantes en esa placentera atmósfera de barrio. El mundo, los destinos, funcionaban al revés, no cabía duda. Cuánta gente de ese modesto barrio estaría feliz de entrar en su mundo de opulencia y frío. Aparte de un niño uniformado de azul ella es la primera pasajera. Busca, como siempre, un asiento al costado derecho y con la ventana abierta. Todas las ventanas están cerradas, pero al fin encuentra una, suficientemente rota, para recibir el aire, para inhalar el mundo exterior. Se podría pensar que es el mismo bus anterior a causa de su idéntico deterioro, pero éste tiene un chofer joven y de ayudante un niño. Tranquilo, flatulento, integrando una
cadena compacta de vehículos hundidos en su propio humo, el viejo bus se desliza hacia el Puente de la Muerte. De allí, casi con las uñas, casi apoyándose por delante y por detrás en los otros buses, trepa hasta la cima que es la Plaza de Santo Domingo. Durante ese lento trayecto, los asientos destripados y el estrecho andén van colmándose de pasajeros. La marea humana en la plaza se ha multiplicado casi hasta el paroxismo. Gritos de voceadores, cláxones, música, sirenas, y el aire cargado de hedores a pescado frito, a orina, a palosanto. Doña Catalina siente un vuelco helado en el vientre: apenas a dos o tres cuadras se encuentra el viejo y monolítico edificio ministerial donde, probablemente, estaría su venerado Ignacio. Qué diría descubriéndola allí, sentada junto a una mujer obesa que se embadurna dedos y boca de papas fritas pestilentes a cebollas y mayonesas rancias. Creería estar soñando o que su madre se ha vuelto loca. La ansiedad le quita el aire. Estira el cuello hacia la ventana: respira, se va calmando. La mujer que se embadurna de comida le sonríe, empieza a hablarle. Entonces doña Catalina, haciendo
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Le embelesa todo aquello, le aviva la sangre. El sol, el viento resquebrajan el polvo compacto de sus mejillas pero eso no le importa. Le encanta la loca vida de las calles. Además, no tiene apuro ni meta, de tal manera que ve los toros sin pisar la arena.
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caso omiso del tufo, desovilla su historia sin un solo respiro. —Ignacio, mi único hijo, trabaja muy cerca de aquí. —¿Ah, sí? —dice la gorda, con la cara untada de ketchup, como una niña gigantesca. —Mi hijo me adora, me cuida más que su padre que en paz descanse. Pero lo malo es que tampoco me entiende. —¿Ah sí? —repite la gorda, lamiéndose los dedos. —Imagínese, llegó al colmo de ordenar, bajo pena de despido o de multa, que no me permitieran salir sino es en auto y por lo menos con un par de guardaespaldas. La gorda se sonríe mostrando su dentadura incompleta y manchada de rojo. —¿Guardaespaldas? —dice, burlona y apática, antes de seguir empinzando papas fritas del fondo de la funda amarilla. —Sí, guardaespaldas, unos armarios con cara de bandidos. La primera vez me indignó tanto que llamé a su celular secreto y le dije: «Nacho, sabes que me resientes. Sé que soy vieja, pero todavía estoy viva. No me enjaules, que voy a morirme», le lloré en el teléfono. Entonces él, eludiendo reuniones importantes, esquivando periodistas que le fastidian el día entero, escabulléndose de asesores y secretarias que son como su sombra, llegó a verme en un suspiro. —¿Ah sí? —dice la gorda, sonreída, eructando y metiendo toda la boca en la funda vacía. —«Mamá, no llores, vamos a visitar a tía Filomena en el asilo, si quieres organiza un té semanal de exalumnas o, si prefieres, con alguna de las tías anda de compras a Miami cada vez que se te ocurra. Pero hay dos cosas que tienes que entender de una vez por todas: este país es un antro de ladrones y terroristas, y está de moda el secuestro, la vendetta, mamá. Lo otro es que
eres mi madre y por lo tanto tienes que comportarte públicamente con dignidad: los periodistas son aves de rapiña». Así me dijo, llenándome de besos en la frente, en las manos, hasta aceptó almorzar conmigo a los siglos. Así es que tuve que resignarme a vivir presa en mi propia casa, vigilada por mi propia servidumbre. De un golpe me volví achacosa. Ya no tenía deseos de salir, salvo para ser llevada al club con el fin de encontrarme con alguna amiga, o para visitar a algún pariente enfermo, ah, y para ir a la iglesia de San Francisco, pero siempre escoltada ¿Usted cree que eso se llama vida de privilegio? Eso es insoportable. Hasta el día en que desde la ventana de mi dormitorio vi atravesar por uno de los jardines a la Miche. Fue algo increíble, como un milagro: desde lejos ella parecía yo. Era mi propio reflejo sino que arruinada. Entonces se me ocurrió la idea. —¿Una idea? —pregunta, burlonamente la gorda estirando el brazo delante de la cara de doña Catalina y tirando la funda vacía por la ventana. —Pero primero déjeme contarle de dónde salió la Miche. La gorda, como niña, como leona después de comerse un venado, se lame los labios y termina de limpiarse la cara con una manga. —La Miche trabajaba en casa de mi nuera María Isabel, desde antes de que ella naciera. A partir del divorcio y el viaje intempestivo de María Isabel, mi hijo Ignacio me propuso que aceptara a la Miche como dama de compañía ya que la mía estaba tan vieja que resultaba más bien una carga. Y así fue. La Miche es un encanto. Más que empleada es una amiga y además es experta en repostería. No tiene más de cincuenta años, pero la vida le ha golpeado suficiente y entonces parece tan vieja como yo y encima tiene mi talla, mi con-
textura. Ella se emocionó mucho cuando le confié el secreto que más bien es una mentira: le mentí sobre mis flamantes votos de humildad y caridad cristianas que había ofrendado a Jesús del Gran del Poder. Para cumplir ese santo objetivo necesitaba ir, sola y sin pomposidades, hacia el templo de San Francisco, pero como Ignacio no lo permite tenía que encontrar una forma de salir de la casa sin que nadie lo supiera. Casi se muere de susto cuando le dije que me prestara esta ropa atroz, mire, este viejo chal gris, esta cartera de charolina resquebrajada, estas medias negras, estos zapatos viejos y sin taco, mírelos. La pobre Miche, poco a poco se ha ido acostumbrando. Así, sin mayor riesgo, cada miércoles, atravieso los jardines de la casona sin que nadie, ni el guardia metido en la caseta al borde
de la entrada de hierro y piedra, me tome en cuenta. Si mi hijo lo sabe me mata. Cada miércoles atravieso la ciudad disfrazada de Miche. Llueva, relampaguee o truene, cada miércoles. —Ahora no es miércoles sino lunes, vieja loca —le dice la gorda, bostezando como el león de la Metro Goldwing Mayer y poniéndose de pie antes de abrirse paso a codazos por el andén del bus.
TRES Al curvar hacia la angosta calle Flores se multiplican los sonidos de las sirenas, los estallidos de las bombas lacrimógenas, las consignas de los estudiantes contra el
gobierno, el correteo de la gente. Varios pasajeros empiezan a bajarse a empellones. Otros gritan al chofer pidiéndole que retroceda, que se desvíe por otra calle, que ya se sienten los gases. Efectivamente, el bus recula encaramándose en la acera, da media vuelta, atraviesa la plaza y en contravía se dispara veloz hacia el Arco de la Loma. Doña Catalina no se mueve de su asiento. Con los gritos, la velocidad, el barullo dentro y fuera del bus, está crispada de emoción y de terror. Pero va recuperando la calma conforme el bus se distancia del conmocionado sector y toma una ruta nada habitual que circunvala al centro antiguo de la ciudad. Al retomar a la avenida Seis de Diciembre, el gentío es un monstruo compacto y desesperado que se mueve hacia la puerta de los buses. Los
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pasajeros que intentan descender, violentamente son devueltos hacia el interior o tironeados de las solapas hacia afuera. Se escuchan insultos, bofetadas, puntapiés en la carrocería. La gente, hacinada, protesta porque el bus, pese a que está a punto de reventar, continúa embutiéndose de pasajeros. Un niño casi prensado por vientres y nalgas llora hasta el ahogo; su madre insulta, amenaza de muerte al chofer. Es el delirio auténtico. Doña Catalina siente náusea, escalofrío, desazón. Por fin, luego de recorrer un laberinto de calles norteñas y desniveles, el bus va recuperando su marcha serena: restan pocas paradas y los pasajeros son cada vez más escasos. Remojando sus dedos con la
lengua, el pequeño controlador alisa y cuenta el paquete de mugrientos billetes. El chofer enciende un cigarrillo, tamborilea sus dedos en el volante, al ritmo de la música radial. La mirada de doña Catalina recorre el interior del bus hasta la última fila: solamente un estudiante de mochila al hombro viaja de pie. El resto está holgadamente sentado. Una parada antes de bajar, con el corazón en la garganta y la boca seca, doña Catalina se acomoda el chal. Sus manos estrujan el pañuelito temblorosamente. Transpira frío. Por último, carraspea y grita, lanzándose nuevamente al vacío: —En la próxima parada me bajo, por favor, mi cambio de a diez. El chofer y el ayudante se miran sorprendidos.
—De qué dinero habla señora, si nosotros damos el cambio cuando se suben los pasajeros —contesta el chofer mirando a la anciana por el retrovisor. Doña Catalina se pone de pie e indignada reinicia su reclamo, finge sollozar. Paulatinamente, se despierta el enardecimiento de los pasajeros a su favor. El corazón de doña Catalina bate intensamente, como de costumbre.
CUATRO Al colocar sus pies en la acera se siente exhausta. Le parece haber atravesado de ida y vuelta la ciudad
Doña Catalina ensarta el rostro en el marco de la ventana que felizmente carece de vidrio. El aire le golpea en el rostro, levanta el chal de su cabeza blanca, intenta despeinarla. Esto es lo que se llama existir: velocidad, barahúnda, filo del abismo. Huilo Ruales Hualca (Ibarra, 1947) caminando sobre aquellos zapatos angostos, torcidos, ajenos. Le duelen las rodillas, las plantas, los dedos de los pies. Pero sobre todo le duele la vida. Está vieja, demasiado vieja. Quizá tiene razón su pequeño Nacho. Empieza a sentirse harta de sobresaltos, de la vitalidad de esa ciudad ebria, pirómana, loca de remate. Ansía llegar a casa, quitarse esa lamentable ropa, hundirse en una tina de agua espumosa y caliente, un vaso de leche descremada y tibia, una cápsula de valeriana y dormir. Ah, si pudiera dormir una noche entera con los brazos abiertos y bocabajo en su enorme y blanda cama. Siente alivio al mirar el perfil trasero y familiar del hipódromo con su hilera de plátanos recortados por el cielo gris, nuboso. Siente como si hubieran transcurrido meses enteros desde que salió hacia la ciudad. Todo le va pareciendo cada día más distante, más complicado, incluso el escabullirse fuera de la casa. Aquel guardia nuevo parecía halcón, el insolente, antes de abrir la puerta para que ella saliera, la había observado con excesiva minuciosidad. Llega, por fin, a la esquina. Dobla hacia la derecha. Nuevamente excitada se cubre el rostro
con el chal, se encorva metiendo su cráneo entre los hombros para asemejarse a la Miche. Cincuenta metros más adelante se detiene, como todas las veces. El chal resbala de su cabeza. En su rostro ajado se dibuja el desconcierto. Un desconcierto usado, exangüe, casi paródico e iluminado de dolor: la opulenta villa Catalina, con el inmenso doble portón vigilado al menos por un guardia, los enormes algarrobos pródigos de sombra sobre el vasto jardín delantero, la fachada neoclásica imponente y nívea, aquel inconfundible aroma a flores y limpieza donde ella había vivido su matrimonio y su viudez, nuevamente han desaparecido. Delante suyo no hay más que malahierba y basura desde la cual emerge, contenta, una esquelética perra. Después de un infinito momento de inercia, como alguien que luego de orar se distancia resignadamente de la tumba del ser amado, se encamina hacia el fondo del terreno baldío. Hacia la covacha de cartón y lata, sollozando con los ojos secos, metiendo la nariz en el pañuelo sucio y diminuto. La perra, abúlica y flaca, apenas tiene ánimo para mover su rabo purulento detrás de ella.
Narrador y poeta. En los ochenta integró el Taller de Literatura de la Casa de la Cultura Ecuatoriana dirigido por el novelista Miguel Donoso Pareja. Fundador del colectivo ‘La pequeña lulupa’ y del grupo literario Eskeletra. En cuento ha publicado: Y todo este rollo también a mí me jode, Loca para loca la loca, Fetiche y Fantoche, Historias de la ciudad prohibida, Cuentos para niños perversos. En novela: Maldeojo y Qué risa todos lloraban. En poesía: El ángel de la gasolina, vivir mata y Pabellón B. Tres de sus piezas han sido llevadas a escena: Añicos (Ecuador); El que sale al último que apague la luz (Francia); Satango (Francia). Sus crónicas se publican regularmente en varias revistas. Ha obtenido varios premios nacionales ( Joaquín Gallegos Lara, Últimas Noticias, Aurelio Espinosa Pólit, entre otros) e internacionales (premio hispanoamericano Rodolfo Walsh, en París; Premio Literatureklub, en Berlín). Consta en innumerables antologías nacionales e internacionales. Ha dirigido talleres literarios en Ecuador y en Francia. 15
Fernando Tinajero
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xisten en la historia de los pueblos ciertos acontecimientos de gran intensidad que tienen la virtud de condensar en sí mismos el particular significado de numerosos hechos aislados, haciendo visible la unidad de los procesos que los envuelven. Ex-
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presan así el sentido de su tiempo y alcanzan la condición de un símbolo: en él es posible reconocer una época porque en él están presentes su aire, su aliento y su esperanza. Uno de esos acontecimientos fue la rebelión de los estudiantes de París, que en el mes de mayo de 1968
cincuentenario llegaron a estremecer al mundo entero. Para algunos, esa rebelión marcó el fracaso de la V República Francesa; para otros, en su espíritu radical palpitaba la primera revolución del siglo XXI. Las Jornadas de Mayo, como se las conoce desde entonces, fueron el resultado de un proceso de crisis que sacudió la totalidad de la vida social; empezó en la religión y la ciencia y terminó en las costumbres cotidianas. Desde su aparición en 1960, aquella crisis resquebrajó el opaco mundo de la posguerra, signado por el recelo y la sospecha que circulaban en los meandros de una sociedad autoritaria, pacata y mentirosa, cuya vida estaba atravesada por el miedo. A lo largo y a lo ancho del planeta, aquella crisis provocó entonces numerosas erupciones, cada una de las cuales dejó detrás de sí el eco de una sola voluntad de impugnación de lo establecido. Todavía recuerdo que precisamente el año 68, en París (pero antes de mayo), cenaba yo en casa de un joven matrimonio amigo, y a la hora de los postres la señora recordó a su pequeña hija de seis años que debía tomar sus vitaminas. Ante la sorpresa y la hilaridad de todos, la niña contestó con mucha seriedad: «Je conteste les vitamines!» (¡Yo impugno las vitaminas!). Y es natural: en su casa oía hablar de la noche a la mañana de las impugnaciones numerosas que surgían en todos los ambientes, ya para cuestionar el régimen universitario, ya para discutir sobre el realismo en la literatura y en el cine, ya para expresar el repudio más completo a la agresión de la potencia más grande de la Tierra a un pequeño pueblo de agricultores y poetas: Vietnam, y su increíble resistencia no faltaba jamás en el espíritu de una sociedad cuya juventud había decidido hacerse cargo del futuro.
Se trataba, pues, de una crisis de grandes dimensiones. Su punto de partida quizá haya sido la celebración casi simultánea del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (1956) y el Concilio Ecuménico convocado por el inolvidable Juan XXIII (1962), que representaron la apertura de las ventanas del Kremlin y el Vaticano para que entrara aire fresco y disipara la densa atmósfera del dogmatismo estalinista y de un catolicismo reducido a un ritual sin alma que se había divorciado de la vida real y concreta de sus fieles. Al mismo tiempo, América se estremecía por el triunfo de una revolución ya para entonces legendaria, pero enmudecía enseguida al saber que su comandante declaraba el carácter socialista del nuevo gobierno. Al mismo tiempo, la Unión norteamericana había inaugurado una nueva forma de cinismo en Vietnam, y Jean-Paul Sartre había escandalizado al mundo al rechazar el Premio Nobel declarando al mismo tiempo que La náusea no vale nada frente a un niño que se muere de hambre. Los Beatles, mientras tanto, habían logrado juntar en Liverpool las tendencias juveniles masivas con la más alta tradición estética, como no había ocurrido desde el jazz, y Adolf Eichmann había sido secuestrado en la Argentina, juzgado y ejecutado en Israel. Nuevos estremecimientos sacudieron al mundo al conocer que Patricio Lumumba había sido asesinado en el Congo, y que un muro ominoso se había levantado en Berlín mientras Fellini exhibía en Roma los tortuosos placeres de La dolce vita. Argelia había obtenido su independencia después de una larga guerra, mientras Bergman había llegado a la exasperación en El silencio. Y todavía eso no era todo: una ola de protestas de los jóvenes contra la guerra de Vietnam, la agitación de los estudiantes de Berkeley,
Las Jornadas de Mayo, como se las conoce desde entonces, fueron el resultado de un proceso de crisis que sacudió la totalidad de la vida social; empezó en la religión y la ciencia y terminó en las costumbres cotidianas.
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la crisis de los misiles, el movimiento hippie, la minifalda para escandalizar a los hipócritas, el despertar de la población negra de los Estados Unidos y el asesinato de Martin Luther King, la filosofía crítica de la Escuela de Frankfurt, el asesinato del presidente Kennedy, el primer trasplante de corazón, el viaje de Armstrong a la Luna, la nueva narrativa latinoamericana, el neorrealismo italiano, el arte pop, el feminismo y centenares de nuevos movimientos en los cinco continentes marcaban los hitos de una ola gigantesca que anunciaba el alumbramiento de un mundo nuevo. En Francia, la guerra de Argelia y la larga y sangrienta guerra de Indochina, que al independizarse permitió el nacimiento de Vietnam, provocaron una polarización de la sociedad en torno al problema del colonialismo. En octubre de 1961, una manifestación de argelinos en París terminó en una violenta represión policial que dejó sobre la calle nada menos que 200 muertos. Para evitar las consecuencias que se derivarían de esa matanza, los ca-
dáveres fueron echados al Sena, en una acción que recuerda nuestro 15 de Noviembre de 1922. La prensa nunca reveló ese hecho. Sin embargo, los estudiantes reaccionaron: crearon un Comité Anticolonialista y poco después el Frente Universitario Antifascista. Pero en 1962, cuando el Partido Comunista y la Confederación General del Trabajo (CGT) convocaron a una marcha, la represión volvió a ser ejercida con violencia y dejó el saldo de nueve muertos en la estación del metro en Charonne. La policía antidisturbios, conocida como CRS, se ganó de este modo una radical animadversión de la ciudadanía, y particularmente de los estudiantes y obreros, entre los cuales apareció poco después una marcada tendencia maoísta, que fue alentada por la revolución cultural que se llevó a cabo en China entre 1966 y 1968. Por supuesto, las izquierdas no eran las únicas que reaccionaban ante la crisis provocada por los movimientos de liberación de las colonias francesas en Indochina y
El 13 de mayo, cuando las demostraciones callejeras movilizaron a 200 mil estudiantes bajo la consigna de llevar la imaginación al poder, los trabajadores de los ferrocarriles, incluyendo los del metro de París, declararon una huelga general que fue seguida por los sindicatos de los trabajadores de la industria: nueve millones de trabajadores quedaron así paralizados y paralizaron toda la República. Argelia. También desde el costado más tradicionalista y conservador aparecieron grupos que apoyaban al ejército y a su lucha colonialista. Uno de ellos fue la OAS (sigla francesa de la Organización del Ejército Secreto); otro, el grupo Ordre Nouveau, o Jeune Nation. Estos grupos, que mostraron una belicosidad extrema, se enfrentaron a las manifestaciones estudiantiles a lo largo de toda la década. Como es natural, la sociedad entera no podía permanecer impasible ante una situación semejante: en todas partes, el tema privilegiado de las conversaciones, que a veces degeneraban en violentas discusiones, era precisamente la controversia sobre los estudiantes y sus opositores. Ante esa situación, era muy poco lo que podía hacer el gobierno. El general Charles de Gaulle se encontraba en el poder, pero era constantemente cuestionado, e incluso se ponía en duda la legitimidad de su mandato, debido a las circunstancias en las que accedió a la presidencia después de haber impuesto como condición una reforma constitucional que dio nacimiento a la V República. Pero lo que en Francia caracteriza más a los años sesenta no es tanto la situación política marcada
por el autoritarismo de De Gaulle, ni las frecuentes huelgas realizadas por organizaciones obreras que se distanciaban de la CGT y del Partido Comunista, sino el cuestionamiento de la sociedad de consumo por parte de los jóvenes, que alcanzaron entonces la condición de una categoría social definida por su voluntad de cambio. Los movimientos contraculturales, la cultura underground, los beatniks y los hippies imprimieron un nuevo aire a la sociedad, cuyos valores tradicionales fueron abrumadoramente aplastados por la ola incontenible de una nueva cultura que, como todas, tenía también sus santos y sus sumos sacerdotes: los Beatles, los Rolling Stones, Bob Dylan, Leo Ferré y una pléyade de seguidores, imitadores e impostores. Y como haciendo de corifeos, los pensadores de la época ofrecían el sustento teórico a las impugnaciones: Herbert Marcuse, que formó parte del célebre Instituto de Investigación Sociológica en Frankfurt, publicó en 1964 El hombre unidimensional, una aguda crítica de la sociedad de consumo, y Wilhelm Reich proclamó desde el freudomarxismo La revolución sexual. Guy Debord, por su parte, publicó La sociedad del espectáculo, y Pierre Bordieu, en colaboración
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A lo largo y a lo ancho del planeta, aquella crisis provocó entonces numerosas erupciones, cada una de las cuales dejó detrás de sí el eco de una sola voluntad de impugnación de lo establecido.
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con Jean-Claude Passeron, sacó a luz en 1965 Los estudiantes y sus estudios, con una crítica profunda del sistema educativo francés, que representaba un mecanismo de reproducción de la desigualdad y el mantenimiento de las élites. Louis Althusser, por su parte, dio a conocer sus ensayos sobre Marx y la teoría marxista, iniciando la versión estructuralista del marxismo, que curiosamente alimentó los primeros grupos maoístas. El inevitable Jean-Paul Sartre, mientras trabajaba en su inmenso estudio sobre Flaubert, El idiota de la familia, costeaba la edición de La causa del pueblo, un periódico político casi enteramente escrito por él mismo, y lo distribuía personalmente en los bulevares. Y así llegó el año 1968. En París, varias protestas contra el régimen establecido en las residencias universitarias jalonaron el transcurso de sus primeros meses y en todas hubo enfrentamientos de los estudiantes de Nanterre con la fuerza policial. Un estudiante de origen judío, que hoy es eurodiputado, apareció entonces como el portavoz de sus compañeros: se llamaba Daniel Cohn-Bendit; Althusser creyó ver en su decisión y su coraje la figura de un nuevo Lenin. El 3 de mayo, al presentarse a rendir declaraciones sobre los sucesos pasados, aquel joven dirigente a quien sus compañeros llamaban Dani, le rouge (Dani el rojo), recibió la adhesión de una nutrida concentración de estudiantes en la pequeña plaza de la Sorbona. A partir de ese momento, las manifestaciones siguieron diariamente, cada vez más caudalosas. Fieles a una tradición parisina que se remonta al siglo XVI, aunque tuvo su más alta expresión en la Comuna (1870), los estudiantes derribaron los árboles de los bulevares de la Rive Gauche para levantar barricadas, y a fin de hacerlas más firmes levantaron los
adoquines de las calles y en algunos casos llegaron a voltear automóviles que se encontraban aparcados. Los enfrentamientos con las odiadas CRS (policía antidisturbios) fueron constantes y concitaron el apoyo de ciudadanos de toda condición. Un anónimo ciudadano declaró a la televisión que lamentaba haber perdido su automóvil, pero no tuvo reparos en expresar su apoyo a los jóvenes (meses después, Éditions du Seuil publicó un folleto titulado Le livre noir des journées de Mai, donde se recogen testimonios y fotografías que documentan la brutalidad policial. La autoría de la recopilación corresponde a la Union Nationale des Étudiants de France (UNEF), al Syndicat National de L’enseignement Supérieur (SNE Sup.) y a un comité de seguros a las víctimas). El 13 de mayo, cuando las demostraciones callejeras movilizaron a 200 mil estudiantes bajo la consigna de llevar la imaginación al poder, los trabajadores de los ferrocarriles, incluyendo los del metro de París, declararon una huelga general que fue seguida por los sindicatos de los trabajadores de la industria: nueve millones de trabajadores quedaron así paralizados y paralizaron toda la República. El Partido Comunista, que controlaba los sindicatos, había tardado más de diez días en decidir su apoyo a los estudiantes. Se llegó a decir entonces que la vanguardia de la revolución ya no era la clase obrera, como en tiempos de Marx, sino los estudiantes. En los muros de París proliferaron los grafitos que traducían el desborde de un inédito entusiasmo, oscilando entre el exabrupto y la brillante condensación de un pensamiento nuevo. El 30 de mayo, ante el crecimiento de la protesta estudiantil y obrera, que ya había durado un mes, el presidente De Gaulle, temiendo que la agitación derivara hacia un movimiento político que
derrocara a su gobierno, viajó a Baden-Baden para entrevistarse con el general Massu, comandante de las fuerzas francesas ‘estacionadas en Alemania’, como se llamaba a las fuerzas aliadas de la ocupación, y esa misma noche, ya de regreso en París, se dirigió a la nación a través de la Televisión Francesa: en una arenga que parecía resucitar aquellas que durante cuatro años había dirigido desde Londres para animar la resistencia contra la ocupación nazi, anunció la disolución de la Asamblea y convocó a elecciones legislativas anticipadas en el plazo de 40 días. Así se hizo evidente que el gobierno se sentía firme, sin duda porque contaba con el apoyo del ejército. Puesto que en los últimos días se había hablado ya de derribar al presidente, después de aquella noche se hizo evidente que la única manera de hacerlo
habría sido un alzamiento armado, pero ni estudiantes ni sindicatos ni partidos estaban dispuestos a llegar tan lejos, pese a la fuerza que habían adquirido a lo largo de aquel convulso mayo. Fue entonces cuando las protestas declinaron. Estaba claro que la euforia de aquellos días no había logrado encarnarse en una auténtica revolución, sin duda porque el movimiento espontáneo de los estudiantes carecía de una dirección política; pero los sucesos posteriores demostraron que las envejecidas estructuras de la modernidad patriarcal habían quedado tan resquebrajadas que en adelante no les quedaba otra alternativa que ir cediendo a la nueva cultura. Los ecos de París no se hicieron esperar. Estudiantes de todo el mundo empezaron a agitarse y llegaron a altos niveles de cuestio-
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…una ola de protestas de los jóvenes contra la guerra de Vietnam, la agitación de los estudiantes de Berkeley, la crisis de los misiles, el movimiento hippie, la minifalda para escandalizar a los hipócritas, el despertar de la población negra de los Estados Unidos y el asesinato de Martin Luther King (…), el viaje de Armstrong a la Luna, la nueva narrativa latinoamericana (…) y centenares de nuevos movimientos en los cinco continentes marcaban los hitos de una ola gigantesca que anunciaba el alumbramiento de un mundo nuevo.
namiento en Berlín, donde Rudi Dutschke (con quien estuvo estrechamente relacionado el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría) dirigió movimientos casi tan intensos como los de París, que fueron muy pronto replicados en Roma y en México, donde el 2 de octubre de 1968, diez días antes de la inauguración de las olimpiadas mundiales de aquel año, la policía y el ejército aplastaron una manifestación estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, Distrito Federal. Después de una hora y media de metralla quedaron sobre la plaza 325 muertos y muchísimos heridos; los recintos policiales recibieron más de 2.000 detenidos. Poco antes, el 21 de agosto (un mes después de haber llegado yo a esa ciudad encantada para iniciar una larga estancia), los tanques soviéticos habían entrado en Praga para enterrar el «socialismo con rostro humano» iniciado en enero por Alexander Dubcek. Quienes vivimos de cerca o de lejos esos inolvidables episodios los recordamos con nostalgia, porque 22
en ellos pudimos respirar por última vez el aire leve y perfumado de las grandes ilusiones; pero sabemos ya que en aquel mayo fabuloso no hubo ninguna revolución: la república fundada por De Gaulle en 1958 pudo sobrevivir al estremecimiento radical del 68, pero no por la violenta represión sino mediante el ejercicio de la misma democracia liberal que se pretendía destruir: la euforia de los estudiantes fue en realidad el canto del cisne de la utopía revolucionaria y con ella comenzó el desmoronamiento del siglo XX. Iniciado en 1914, al estallar la Primera Guerra, este brevísimo siglo de agitación, de marchas y contramarchas, que vio nacer las masas populares, pero también su apocamiento, terminó 21 años después de las Jornadas de Mayo, cuando los berlineses tomaron por asalto el Muro que dividió a su ciudad y al mundo. Parecería entonces que esas Jornadas y su deslucido final hubiesen sido el primer acto de la tragedia que terminó enterrando al siglo XX.
Las paredes hablan «Dios: sospecho que eres un intelectual de izquierda». Liceo Condorcet «Las paredes tienen orejas. Vuestras orejas tienen paredes». Ciencias Políticas «Tomemos en serio la revolución, pero no nos tomemos en serio a nosotros mismos». Odeón «No es el hombre, es el mundo el que se ha vuelto anormal (Artaud)». Nanterre «Nuestra esperanza sólo puede venir de los sin esperanza». Ciencias Políticas «Prohibido prohibir. La libertad comienza por una prohibición». Sorbona «Cambiar la vida. Transformar la sociedad». Ciudad Universitaria «La emancipación del hombre será total o no será». Censier «No me liberen, yo basto para eso». Nanterre «La vida está más allá». Sorbona «La revuelta y solamente la revuelta es creadora de la luz, y esta luz no puede tomar sino tres caminos: la poesía, la libertad y el amor (Breton)». Fac. de Derecho - Assas «La imaginación toma el poder». Sorbona «Desabrochen el cerebro tan a menudo como la bragueta». Odeón «Yo jodo a la sociedad, pero ella me lo devuelve bien». Ciencias Políticas «La poesía está en la calle». Calle Rotrou «La sociedad es una flor carnívora». Sorbona «Sean realistas: pidan lo imposible». Censier
Fernando Tinajero (Quito, 1940) Estudió filosofía en Quito y Praga. Ha ejercido la cátedra en varias universidades, tanto nacionales como extranjeras. Participó en el movimiento cultural de los años sesenta y fundó con Agustín Cueva la revista Indoamérica. Fue miembro del grupo ‘La Bufanda del Sol’ y ha colaborado con diversas publicaciones ecuatorianas y del exterior. Es autor de varios ensayos sobre el proceso de la cultura en el Ecuador, entre otros: Más allá de los dogmas (1967), Aproximaciones y distancias (1985), Teoría de la cultura nacional (1986), De la evasión al desencanto (1989), Para una teoría del simulacro (1991), Un problema mal planteado (1995). Su novela El desencuentro (1976) ganó el Primer Premio otorgado por un jurado compuesto por Mario Benedetti, Alfredo Pareja Diezcanseco y Manuel Corrales Pascual, en el concurso promovido por la Universidad Central, con motivo del sesquicentenario de su fundación. Ha sido Secretario General de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y experto de la Unesco en políticas culturales. Fundó y dirigió la Colección de Pensamiento Político Ecuatoriano (2011-2014), bajo el auspicio del Ministerio de Coordinación de la Política.
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Pilar Quintana 24
relato
V
olví en la última lancha. Donaldo llevó mi maletín hasta la cabaña, me besó y me puso delante unas copas. Había preparado cebiche de pescado. Siempre que vuelvo de viaje me pregunta si le sigo siendo fiel. Esta vez le dije que no. Donaldo se río. Yo no. Entonces se le congeló la expresión y me preguntó si le estaba hablando en serio. Mi expresión lo fue convenciendo y al fin me preguntó quién era el tipo. Le dije que no lo conocía. Me preguntó si también era policía y si lo había conocido en el curso. Le dije que sí. Me preguntó cómo había pasado. Se lo conté todo. A cada rato negaba con la cabeza, parecía desconsolado. Me preguntó si me había enamorado. Cuando le dije que sí se quedó como ido. Al cabo de un rato me preguntó cómo se llamaba. Le dije que eso no tenía importancia. Entonces me miró, más bien me taladró, y repitió la pregunta en tono autoritario. Le dije que se llamaba Santiago. Me gritó Santiago qué. Le dije que no estábamos en la época de las cavernas y podíamos entendernos sin alzar la voz. Donaldo gritó más fuerte. ¡Santiago qué! Le dije que Santiago era el apellido y caí en cuenta de que ni siquiera sabía su nombre de pila. En la policía nos llamamos por el apellido y nos tratamos de usted. No me quitaba la mirada de encima, tenía una expresión tétrica que no le conocía. Me dio miedo y me fui alejando de él. Me cortó el paso en la puerta y, cuando intenté escabullirme, me agarró del cuello. Lo miré a los ojos y le dije Donaldo, soltame. Me apretó más. Traté de liberarme con una técnica de defensa personal y no aflojó ni un poco. Donaldo es fuerte y yo, una vergüenza para la policía. Se río con una expresión horrible. Le dije que esto se podía arreglar hablando. Se río otra vez y me dijo entonces ha-
blemos. ¿La tiene grande?, exigió. No le respondí. Me estrelló contra la pared y me volvió a preguntar con los dientes apretados si la tenía grande. Le dije que sí. Me tiró al suelo y caí boca arriba. No sé por qué no le mentí, por qué no le dije que la tenía pequeña o seguí ignorando la pregunta aunque no creo que eso hubiera hecho diferencia. Traté de protegerme, pataleaba, le pegaba. Mis golpes no le hacían nada. Me abrió los pantalones y me los bajó. No tenía caso gritar, no había nadie en cinco kilómetros a la redonda. Le rogaba no me hagas esto, Donaldo. Lloraba, me arrastraba, me retorcía como una culebra para que no me la pudiera meter. No me hagás esto, no me hagás esto. Lo mordí. No vi venir el puñetazo, solo lo recibí. Cuando me desperté, una lancha se estaba alejando y era de día. Me levanté con dificultad y recorrí la cabaña encorvada de dolor. Donaldo no estaba y en su lado del clóset no había nada. Había vaciado mi maletín sobre la cama y se había llevado sus cosas en él. Revisé la caja fuerte. El dinero tampoco estaba. Encendí el computador y me conecté a Internet sin un propósito aparente, ni siquiera pensaba pedir ayuda, para eso habría encendido el radio. Había un mensaje de Santiago y me di cuenta de que eso era lo que había ido a buscar. ¿Cómo llegó?, me preguntaba. Tenía la cara entumecida, un zumbido en el oído, un ojo casi completamente cerrado, y la entrepierna me sangraba. Bien, escribí, ¿y usted? Respondió al instante: Acá, pensando en su boca. Escribí Yo estoy pensando en usted, en todo usted, pero enseguida lo borré sin haberlo enviado. Mientras pensaba qué escribirle llegó otro mensaje. No le conté nada a mi mujer. Lo que pasó entre nosotros fue importante, Martínez, pero tengo que cuidar mi matrimonio. Estoy seguro de que entiende.
Cuando me desperté, una lancha se estaba alejando y era de día. Me levanté con dificultad y recorrí la cabaña encorvada de dolor. Donaldo no estaba y en su lado del clóset no había nada. Había vaciado mi maletín sobre la cama y se había llevado sus cosas en él. Revisé la caja fuerte. El dinero tampoco estaba.
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No me quitaba la mirada de encima, tenía una expresión tétrica que no le conocía. Me dio miedo y me fui alejando de él. Me cortó el paso en la puerta y, cuando intenté escabullirme, me agarró del cuello.
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Quité los ojos de la pantalla y me dediqué a mirar el río. Bajaba tan lento y espeso que parecía como si no se estuviera moviendo. Entonces pensé en Cero. Recordar el jingle corporativo que aparecía cada vez que abría mi correo electrónico me trajo cierto absurdo consuelo. En Cero encuentras una segunda oportunidad, una segunda oportunidad, una segunda oportunidaaad… Casi sin darme cuenta me encontré buscando en la web las direcciones de los centros de asistencia. La barra de mi correo electrónico titilaba, había llegado otro mensaje de Santiago. Martínez, ¿sigue ahí? Se me encogió el corazón y me desconecté sin haber contestado. Llegué a la ciudad en la lancha del mediodía. La gente me miraba impresionada, no se ve todos los días a una oficial de la policía golpeada. La dirección quedaba al final de una calle polvorienta y el número correspondía a una tienda de barrio que exhibía gallinas vivas colgadas de las patas. Pensé que me había equivocado al copiar. En las estanterías había aguardiente, hierbas frescas, botellas con un líquido turbio, y un indígena diminuto detrás del mostrador. Le pregunté si sabía dónde quedaba el centro de asistencia de Cero y el hombrecito me mostró el afiche azul que había
en la pared. Estaba sucio y descolorido pero todavía se distinguía el logotipo corporativo de Cero. El indígena tomó una de las botellas de la estantería y me invitó a pasar al baño. Estaba lleno de trapeadores y era tan pequeño que apenas si cabíamos. Sirvió el líquido turbio en una copa y me la ofreció. Le pregunté si estaba seguro de que ese era el procedimiento que se seguía en Cero. Pareció ofendido, me dijo que si no le creía podía irme y me mostró la puerta. Tomé la copa. El indígena me pidió que me sentara. Lo hice en el inodoro que era el único lugar disponible. Me explicó que debía tomarme el líquido de golpe y pensar muy bien en lo que no quería que se repitiera. Bebí tal como me dijo pero solo pude pensar en Santiago, en sus ojos, en todo lo que habíamos hecho, en conservarlo intacto así solo fuera en la memoria. Me quedó un sabor amargo y de repente me sentí mareada. Cerré los ojos y vi una explosión increíble de manchas de colores que poco a poco se fueron diluyendo hasta que todo se volvió negro. Creo que me dormí por unos instantes. Ahora todo está mejor, ¿no?, me dijo el indígena cuando salí del baño. Asentí sin convicción pues me sentía tan mal como al principio. Después de que le pagué me despedí y él me dijo que no olvidara mi maletín. Le dije que yo no había traído ningún maletín. Entonces lo vi. Estaba debajo del afiche de Cero que, lo noté, ya no era azul sino verde. Volví en la última lancha. Donaldo llevó mi maletín hasta la cabaña, me besó y me puso delante unas copas. Había preparado unos cocteles con maracuyá. Siempre que vuelvo de viaje me pregunta si le sigo siendo fiel. Esta vez le dije que sí.
Pilar Quintana
(Cali, Colombia - 1972) Escritora y novelista colombiana. Obtuvo su título en Comunicación Social en Universidad Javeriana de Bogotá. Trabajó como libretista de televisión y creativa de publicidad. En 2000 renunció a la vida de oficina y viajó por Suramérica, Estados Unidos, India, Nepal y Australia. Fue desde terapeuta para jaguares hasta empacadora de mangos. Ha publicado cuatro novelas: Cosquillas en la lengua (Planeta, 2003), Coleccionistas de polvos raros (Norma, 2007), Conspiración iguana (Norma, 2009) y La perra (Random House, 2017); la colección de cuentos Caperucita se come al lobo (Cuneta, 2012), además de cuentos en revistas y antologías de Latinoamérica, España, Italia, Alemania, Estados Unidos y Filipinas. Fue elegida como una de los 39 escritores menores de 39 años más destacados de América Latina. 27
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Ponga de su parte, dice sin esconder la impaciencia, las ganas de estar lejos. Mis manos están empapadas de sudor. 777
Maximiliano Barrientos
L
a enfermera mira mi pierna izquierda, intenta descifrar lo que hay allí. Se demora segundos frente a la cama sin pronunciar palabras, y cuando se percata de que me di cuenta, dice: ¿No tuvo pesadillas? No, digo, aunque de hecho sí las tuve. Es buena señal, poco a poco van a ir desapareciendo, dice. Limpia las heridas, es meticulosa. No siento el tacto de sus dedos en los huesos, en lo que quedó deformado. 777 En las pesadillas voy en el Mustang que hice pedazos. Antes de chocar con el Vitara todo se pone oscuro, pero sigo escuchando el motor. Despierto antes de que acontezca la colisión, despierto con la aspereza de un V8 en los oídos. 777 Cuesta acostumbrarse a la oscuridad, cuesta reconocer que esa oscuridad que rodea la habitación es una muy distinta a la que hay en la cabeza. 777
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Me aferro a los tubos que dispusieron a lo largo del pasillo, me quedo quieto, no avanzo ni un paso más. Tiemblo, la boca se llena de saliva. Trago y miro al piso, cada vez que levanto la mirada encuentro desprecio en los ojos del médico que se encarga de la fisioterapia. Tanto él como yo sabemos que el esfuerzo será inútil el día de hoy.
La piel, en eso es en lo que pienso la mayor parte del tiempo que estoy consciente, cuando los analgésicos trabajan el sistema nervioso. La piel convertida en algo distinto a lo que originalmente era. Las variaciones en la morfología que sufrió tras el estruendo, las alteraciones que ocasionó el contacto con el metal. Parámetros que se conservarán gracias al queloide. 777 Un hombre llora a metros de mi cama. Dice que su padre está frente a él, que viene a buscarlo. Dice que murió quince años atrás y que por nada del mundo irá a donde está ese cabrón que le sacó la mierda desde que era un pelao. Una mancha de pis se forma en las sábanas. No creo que pase de una semana, dice un viejo. Me hace un guiño. Dice: Una vez me tiraron un balazo en el pecho, por meses farseé esa
cicatriz. Me cogía a hembritas gracias a esa marca. Se abre la bata y me la muestra, es una pequeña distorsión en la piel. En eso apenas visible hubo un agujero. Tocaban y se imaginaban la bala raspándome el corazón, dice. Les hacía chorrear el cocho. El otro hombre sigue gritando, su voz ya es un quejido. 777 Toco la pierna mala y en mi mente toco partes que no pertenecen a mi cuerpo, toco el motor del Mustang. 777 Había un muerto con la cabeza reventada y había cosas en el piso: vidrio, pero también muñequitos con los que ese hombre adornó el interior del Vitara, y ropa, prendas que llevaba en la parte trasera, zapatos de mujeres, revistas y bisutería, aunque esto último puede ser un detalle que yo haya añadido más tarde, cuando desperté en el hospital, a horas de que me operaran para reconstruir ligamentos y huesos y tendones. La gente me preguntaba el nombre. La voz se había ido del muerto, buscaban si esta seguía conmigo. Me abrían los párpados, querían constatar si yo seguía en los resplandores del iris.
narrativa Era rubia, tenía quince años y los ojos azules más hermosos, más fríos y más salvajes. Apartó a esa banda de curiosos, se agachó y dijo mi nombre. Quería que la mirara. Apoyó una mano en mi cuello, buscó el pulso. A Eliana no le dio asco la sangre ni el vidrio pulverizado en mi pelo, no le dio asco el tajo que tenía en la frente. No le importó las personas que hacían preguntas y susurraban y me señalaban sin disimular el pavor. Quería regalarme alegría, introducirla en los lugares que no se habían roto. No pasó así, dice el muerto. Cuando estabas tirado en la puta calle, Eliana no te buscó el pulso. Está a mi lado, junto a la enfermera que me baña y esparce shampoo en el pelo. Le falta un ojo, tiene el cráneo fracturado, pero ya le han limpiado la sangre. No puede parpadear. Dice: Ni siquiera te atrevías a llamarla por teléfono cuando estaban en el colegio. Dice: Salía con otros, no se hacía problema en dárselo al que le hablara bonito. No es cierto, digo. La enfermera me corre el cabello del rostro, sonríe: piensa que hablo con ella. ¿Qué recuerda del accidente?, dice mientras me enjabona los hombros y el pecho. Tiene menos de treinta años y está todo lo buena que puede estar, pero no significa nada para mí. Ruidos, digo. Mi llanto. Estruja la esponja en el pecho y en el vientre, ya no me incomoda que me vea desnudo. El muerto desaparece, un olor a gasolina inunda el aire. 777 Si le regalo el cuerpo a otro igual voy a seguir roto, dice el viejo al que
En las pesadillas voy en el Mustang que hice pedazos. Antes de chocar con el Vitara todo se pone oscuro, pero sigo escuchando el motor. Despierto antes de que acontezca la colisión, despierto con la aspereza de un V8 en los oídos. balearon en el pecho muchos años atrás y que ahora está postrado en una cama contigua a la mía. Lo consume un cáncer en el páncreas. 777 Por primera vez voy solo al baño, desmonto el vendaje y miro las cicatrices. Toco. No hay simetría en las deformidades ni en los clavos que incrustaron en la rodilla. No es mi pierna, después del accidente dejó de serlo: es una prolongación del Ford Mustang que destruí. Es cromo, es la fantasía de un diseñador obsesionado con la velocidad. Mi pierna izquierda, la que quedó inutilizada, es la forma que adquiere la velocidad cuando es atrapada por un acto de violencia. Introduzco un dedo en las heridas que no consiguen cicatrizar. El dolor no significa nada, no me ata al cuerpo, no me vuelve más consciente, no me revela ninguna información esencial. El dolor no permite que yo haga las paces con lo inconcluso. Está allí, en los tendones y en los nervios, zumba, deja un rastro imperceptible en el tejido sano y en el dañado. Coloco el vendaje y regreso a la habitación. Todos duermen. Me recuesto en la cama. A mi lado el viejo que balearon hace años intenta masturbarse, lo escucho gemir. No puedo, dice, y me mira desconsolado.
Me da la espalda y se queda en silencio hasta que se pone a llorar. Yo también me volteo y veo la cama vacía del hombre que le gritaba a su padre. Murió al mediodía. 777 Brotaron ojos en la pierna. Los aprieto, estallan, la esclerótica parece clara de huevo. Crecen otros alrededor de la rodilla y en la parte interna del muslo, se multiplican como hongos. 777 Toco el cráneo reventado del hombre que murió en el accidente. Hay masa encefálica en su nuca, donde su cabello se ondula y desciende todo prolijo, formando la melenita que Etcheverry usaba a principio de los noventa, en el único momento glorioso que tuvo la selección boliviana. ¿Duele?, digo. No responde, nunca parpadea. Hay un hueco donde debió estar uno de sus ojos. Escarbo. No retrocede, no pide que deje de hurgarlo. ¿Cómo es que te limpiaron la sangre pero dejaron toda esa masa encefálica? ¿No te da asco?, digo. No, dice. ¿Cómo te llamás? Pancho. ¿A dónde ibas tan rápido? ¿Acaso no viste la curva? ¿Acaso no viste que yo iba en el sentido contrario?
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¿Estabas borracho? ¿Te metiste unas rayas y te creíste inmortal? No, dice. Estaba sobrio, era el cumpleaños de mi hija. Quería llegar a tiempo pa sorprenderla. Dejo de escarbar, miro el dedo. No hay sangre, es como si en vez de tejidos hubiera tocado madera. ¿Cuántos cumplía?, digo. Siete. Tras un largo silencio, sonríe. Su único ojo resplandece, está iluminado por una luz que lo recorre por dentro. Mentira, dice. Nunca tuve hijos, nunca quise tenerlos. 777
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En el patio la enfermera dice que me darán de alta, yo le digo que ya lo sabía, que el médico encargado de la fisioterapia pasó por mi habitación y soltó la noticia. Mira a un grupo de enfermos que juega ajedrez. Son cinco, uno tiene la cabeza envuelta en gasa, los labios no paran de temblarle. La luz del sol da sobre la pierna mala, sobre los fierros que introdujeron para que no se caiga a pedazos. Hace cuatro días revocaron los vendajes. Asienta una mano en mi rodilla dañada. Sus uñas son azules, recién se las ha pintado. Tiene un anillo de compromiso que no le había visto antes. Al percatarse que lo miro, dice: Me voy a casar. El grupo que juega ajedrez estalla en una carcajada. Dos se ponen de pie y se quedan atentos a algo que uno de ellos va a decir. ¿Quién es el chichudo?, digo. Un hombre bueno, dice, y no retira la mano de mi rodilla. Siento el principio de una erección, es la primera vez que hay deseo desde que llegué al hospital. Dice: Es profesor en un colegio, da clases de matemática a los de tercero medio.
Una vez estuve casado, digo. ¿Qué pasó? Conoció a otro hombre. Deja de mirarme, mira los resplandores del sol en la hierba. La puse incómoda, quisiera que siga agarrándome la rodilla, pero eso no volverá a ocurrir. Es una pena, dice. No importa, fue hace tiempo. ¿Cuál era su nombre? Eliana, digo. 777 Quiero verlo, le digo al mecánico. Tras dudar unos segundos, me hace pasar al galpón. Desde hace días camino ayudado por un bastón. El auto, lo que quedó: fierros abollados, sangre seca en el tablero. Eso que ya no es un todo, que es un montón de partes juntas, se encuentra cubierto por una lona. Lo destapo, allí está. Paso dos dedos por el capó, hay una fina capa de polvo. Dejo líneas donde la pintura está intacta. El mecánico no retira la mirada de mi rostro, siente pena, me provoca risa: la aguanto. Por la postura, por el movimiento continuo de sus dedos, asumo que está incómodo. Recojo fragmentos de vidrio, los aprieto, los acerco a mis ojos. Quiero que lo lleven a casa, digo. Se saca la gorra y menea la cabeza. ¿Qué?, dice como si no me hubiera oído la primera vez.
Eso, que lo lleven a casa. 777 Falta poco para que amanezca. Me inclino sobre el volante. Hay fragmentos de vidrio repartidos aquí y allá. Toco, huelo el cuero, la humedad. El velocímetro se mantiene en cero. No querés entrar y hacerme compañía, le digo al muerto que está apoyado en la puerta del garaje, al lado de una cortadora de césped que nunca usé. No responde. Vacila. No te va a pasar nada, digo. Digo esto más: Es un Ford Mustang Fastback del sesenta y ocho, una auténtica reliquia. Mi padre siempre deseó manejar uno de estos, pero nunca tuvo el dinero pa comprarse uno. Digo: Siempre manejó un pequeño Daihatsu hasta que el motor se pudrió. Literalmente eso fue lo que pasó. La pierna, dice. ¿Sigue doliendo? Ya no. Me queda una cojera, nunca va a irse, pero por lo demás estoy bien. A veces te veo cuando tenías quince años, dice. Veo cómo te daban unas palizas brutales a la salida del colegio. Me aferro al volante, lo muevo a izquierda, a derecha. Cambio la caja. Acelero, pero no me muevo,
no salgo del garaje. El auto está estropeado, es chatarra. Desde ahora siempre será chatarra. Sucedió hasta segundo medio, digo. Luego ya no. Te defendiste, dice. Al líder de ese grupito, al revoltoso cuyos padres se estaban divorciando, le arrancaste un pedazo de orejea de un mordisco. Sonríe. Tiene el cráneo destrozado, le falta un ojo, pero sus dientes siguen intactos. Pudimos haber sido amigos. Si nos hubiéramos conocidos en otras circunstancias, él y yo hubiéramos ido a algún bar, hubiéramos vaciado cervezas, hubiéramos contado historias, hubiéramos hablado de la naturaleza de nuestros trabajos, de los lugares donde vivimos, de los lugares a donde pensábamos volver cuando gozáramos de tiempo. Mierda, dice. Qué lío hiciste esa mañana, qué manera de haber sangre. Se lo merecían, digo. ¿Te acordás de cómo te miró tu madre cuando te dio encuentro en la oficina del director? ¿Te acordás de cómo se le fue el color del rostro cuando te vio con la polera llena de sangre y cuando supo que ninguna gota era tuya? Se lo merecían, digo. Debí hacerlo antes. Te expulsaron, dice. Es probable que hasta ahora sigan hablando de vos, del pelao que le arrancó de un mordisco la oreja al matón del colegio. Cambio la caja, aprieto el acelerador. Giro a izquierda, acelero. El muerto sigue allí, mirándome. Cierro los ojos, reconstruyo el accidente, la curva en que los autos chocaron. Eliana, digo. ¿A veces la ves? Claro, dice. La veo con quince y también con trece. La veo siendo una niña de once. Veo cómo va dejando de ser niña y se va convirtiendo en una belleza de dieciséis.
Hay deseo en su voz. Me enoja, no quiero que sepa que tengo celos. Acelero, no me muevo. Corro a toda velocidad pero no consigo salir del garaje. En mi mente cruzo la ruta donde nos encontramos, donde nos hicimos mierda. Describímela, digo. ¿La estás viendo ahora? Sí, dice. Sólo puedo ver lo que está en tu cerebro, lo que alguna vez viste. ¿Acaso ya no la recordás? ¿Qué lleva puesto?, digo. Una faldita de jean y una polera blanca. Dice: Qué pedazo de piernas tiene esa hembrita. Una pelusita rubia se hace visible cuando le da el sol. ¿Qué está haciendo? Oh, no querés saber qué está haciendo, no querés saber con quién está hablando. Contame. ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene? Sucedió hace mucho. ¿Por qué te hacés daño? ¿Podés olerla?, ¿podés decirme a qué huele? ¿Por qué nunca le hablaste? ¿Por qué nunca te atreviste a buscarla?, dice. Te hubiera dado lo que le dio a otros. Toco las cicatrices, presiono sin importar si jodo los puntos, sin importar el dolor. Sigo esos patrones que se extienden hasta la rodilla, no significan nada. Decoración, ornamento. ¿Con quién está? ¿Con Juan? ¿O con el hijo de puta de Alfredo?, digo. ¿Conversan en la cancha de fútbol? ¿Apoyados en el kiosco? Digo: ¿Me mira? ¿Sabe que estoy ahí? Ríe. El único ojo del muerto deja de escrutarme, mira algo que está encima de los despojos del auto. Dice: Si pudieras ver el cielo, si pudieras ver el puto cielo del noventa y cinco como lo viste esa tarde.
Maximiliano Barrientos (Santa Cruz, Bolivia – 1979) Es uno de los escritores latinoamericanos más relevantes de su generación. Se dedica a la docencia universitaria e imparte un taller de escritura creativa y otro de crítica cinematográfica. Sus artículos sobre literatura, música y cine, así como algunas de sus crónicas, han aparecido en las principales revistas y suplementos culturales de Bolivia. Publicó dos libros de cuentos: Los daños (2006) y Hoteles (2007); la editorial Periférica los publicó en España a finales de 2009. En 2009, su libro de relatos Diario (2009) recibió el Premio Nacional de Literatura de Santa Cruz. Publicó la novela La desaparición del paisaje (2015) y el libro de relatos Una casa en llamas, publicado por la editorial Eterna Cadencia. Sus cuentos han salido en revistas y antologías hispanoamericanas, como la versión digital de El futuro no es nuestro, y en el número especial que la revista española Eñe dedicó a la nueva literatura latinoamericana.
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Entre antiguos silencios Me disfracé de sabio, frente al espejo busqué dentro del alma lo que se esconde. Joaquín Sabina Detrás de la verja me duelen los relámpagos: rastrojos de quienes levantaron greda de algún circo de espejos. Con guerreros alados logramos desnudar el trino del mundo. Entre reflejos, debajo de piedras adolescentes, se esconde el escorpión de los Judas que defendí. Ahora que me ha crecido la espiga en la edad he conciliado con el realismo y la magia en las promesas que pronostico, me he llenado de lluvia las ojeras de precipicios el principio de las cartas de posdatas los espejos de esquinas las ciudades de manzanas los anhelos y he anhelado desde leguas de versos al poema que en mí mora.
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Desde mis raíces Me pareció verte reflejada saliéndote una luz desde el pecho llevándose delfines desde tierra y posándose mariposamente en mi regazo. ¿Qué hago con esta luz? ¿Se la doy de beber al colibrí? ¿La inyecto en el alma cuando transmigre a lo ajeno? ¿La froto contra esperanza? ¿Desde la trinchera? ¿Desde el diente roído de la infancia flaca? O quizá desde la fe minúscula tejida del mimbre-esfuerzo de bajar por el discurso parco frío y obsceno de la teoría. La dimensión de un grano de mostaza va difuminándose en nubes violetas que surcan la alborada. Entonces —con fe— haces, de la teoría, la práctica: Te llevas desde mis raíces las mil aguas de abril.
premio Perros sin vida en la Av. Simón Bolívar I En las ciudades que resido se recortan carreteras de mascotas, animales de nadie, inquilinas del asfalto. Fieles peregrinas, por su inercia me penan los kilómetros. Otra última inanición otro impacto metálico otro ciclo vicioso otra pequeña cuadrúpeda eternidad golosina para la muerte. Delante de los fríos cuerpos se arrodillan ángeles y lloran como jamás han gemido
Seudo-alborada Dejaré el desayuno entenebrecido de enhiestas lontananzas, este hambre sin misiva ni encanto sin identidad ni propósito. Hollaré los restos de mí mismo en décadas benditas donde la simiente propia será castillo, sepulcro, pórtico y raíl en memoria del que soy. Humillaré mis coronas también rendiré primicias en horas tempranas y me vacunaré contra las madrugadas nacaradas y solas. He venido a estorbar los blancos sepulcros que corroen en carne al pervertido, cada clavo necio que perfora el poderoso en su sordera.
desde la noche primera.
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Dictaré cátedra en los magisterios sobre una Ética a la desobediencia cuando al amigo lo petrifique el golpazo fariseo y al ajeno lo apedreen desde el imperio del estigma y al hermano de toda lengua y nación lo maten en el enunciado de un daño colateral y el silbido de una hoja se pierda en el asfalto. Yo, que ocupé hace algunos lustros las mismas paredes blanqueadas tomaré mi cruz y gritaré luz después de la luz para el amigo el ajeno el hermano y la hoja.
Bitácora del paseante equivocado Día 1
Día 3
Anido en el minuto de la hoja del arupo sin perdices, con blanco dolor de luna alacranes de nieve dejan sin música a mi oído encenizado.
He abierto una ventana momificada y una brisa harapienta huele este hambre de países con esquirlas de olivos, sin pacto con la historia.
El silencio abre su hocico hecho de hierba masticada, donde cantaron grillos de navidades antiguas y ensordece la dentadura en la oz de los días que se cuecen en la arena. Bajo la sombra de este roble se abre la herida en el pecho sordomudo, se contrae como insectos sin antenas —y paralelamente tibios—. Mis adversarios aprietan los ojos al recordar a quién de un golpazo le llenaron lágrimas por hormigas.
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La miss universo sonríe mientras un concierto de bombas se cierne en Libia. Un enjambre de paseantes, abren sus ventanas y vuelan impasibles entre / sangre y hojalata. He abierto una ventana sin celosía y el paisaje ha hecho de mí un río resurrecto que se detiene mientras pasa.
Día 17 Se acercan ampulosas las sombras como superadas, con parásita tristeza de vilano. Vienen con valía de aguacero aferrándose al parnaso. Coloco greñas de relámpago en el fogón: Recuerdo que una gata lloró su misterio soñando recompensa de aceitunas. Contó, desolada, sobre la noche exprimida su ronco testamento: ocho hijos que huyeron y murieron errantes por tejados donde el sol cocinó su gotera. Todos menos uno se desfiguraron en las cenizas turquesas de la muerte. Si este hijo regresa entre las ampulosas sombras… que me encuentre escribiendo.
Christian Zurita Estrella (Quito – 1993) Comunicador Social para el Desarrollo por la Universidad Politécnica Salesiana del Ecuador. Gestor de proyectos y contestatario a lo incorrecto, locutor radial y relacionista público, fue reportero de la revista Utopía. Ha participado en varios recitales poéticos, formó parte del grupo de poesía El Tornillo. Participó en la novena edición del encuentro internacional Poesía en Paralelo Cero. Voluntario en el Centro Opción de vida (COVI), imparte talleres de oratoria y poesía en la comunidad quichua-hablante de San Diego. Ha publicado el libro Siempre fue la lluvia (2017).
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Piedra al perro Siempre quise decir a mi madre que todo es su culpa yo no pedí la noche en este mundo que se repite en la radiografía del vociferando que debo ser mejor, que todo lo que he leído es mentira, que a la mierda Marx y la lucha sin sentido porque el capital es más fuerte que mis manos atrapando el frío. Y no hay duda, mis manos atrapan el frío y pierdo, mis manos tocan una mujer y es ausente melodía, quizá un topo golpeando un madero es mejor tacto que mis manos. Pero mi madre no tiene la culpa y la dejo en paz porque soy yo el que rompió la clavícula del viento. Estoy de pie y tambaleando, ebrio, porque solo ebrio puedo ser un ebrio que abraza, porque solo ebrio puedo escribir la condena que merezco por romper ventanas y correr sin una pierna, pensando que es posible escapar. Nadie escapa, nadie es – capa, nadie escapa. Soy un hombre bueno, hice siempre las cosas esperando el diluvio pero llegó el sol a quemar la paja, una rama, un brazo de árbol, un árbol, un pájaro, y no hay quien apague el infierno porque el infierno es la memoria y la memoria no se extingue, porque sobrevive en la lengua de todos los muertos y los muertos no callan, porque callar es para los vivos que temen decir que han llorado cobardemente. Yo no yo estoy llorando sobre una piedra. 36
/ espanto
He vivido tantas veces, he sido el espejo y no el desierto, por eso sé lo que es caer de un caballo y levantarse roto la mandíbula para seguir besando. Siempre tuve valor, pero ante este agujero en la pared no se puede, es un enemigo que no entiendo, me saca de la cama para decir que siembre sobre el papel y no siembro porque falta semilla. No sé si esto es un poema, pero sí la foto de mi infancia. Huele a carbón, el tiempo está haciendo su trabajo, es locomotora que se pierde sobre la riel inexistente. No hay vuelta atrás, nadie puede vivir dos veces en el mismo molino, mañana vendrá un huracán a buscarme, tomaré mi arma para disparar al cielo y romper toda la arena. En este cataclismo, aprendí andar en bicicleta, vivo de las ruinas donde crece el verano. Hoy charlé con mis huellas, mañana le pediré a mi madre, que arroje sin temor la primera piedra.
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Ebrio el perro, muerta la rabia A los queridos ebrios de casa Amanece en silencio porque el amor huele a vodka y el mundo piensa que estamos enfermos. Bailamos con ternura sobre la línea magnética del vacío, nada duele en la melodía silente que ampara a quienes nombramos la caverna de la memoria, don que se nos fue dado para comer callados la mierda de los de ayer. Sepan que nada duele en el cuerpo que no entiende la apuesta contra dios, pero apostamos el oído derecho para llevar el pan con litros de licor a la mesa dónde hacemos el amor con mujeres calladas como nosotros mismo. En silencio caminamos años por dunas de asfalto de una ciudad que nos mira como a mendigos porque rengueamos dejando agujeros donde crecen amapolas y maíz. No hay enfermedad cuando se calla para olvidar a quienes niegan los litros de amor que bebemos en aeropuertos, hospitales y oficinas. Amanece porque bebemos hasta llorar de alegría. Cantamos ebrios la canción del miedo porque ebrios nos quieren y nos abrazan, sufren con nosotros la resaca de ser hijos buenos y sensibles, hombres deformes con el corazón más azul que el relámpago. Sujetamos nuestro amor infinito como sujetar a un conejo blanco que muere contagiado por nuestra suerte más charco o pantano que la esperanza de los sobrios. Ellos vuelven a casa para besar la frente arrugada de lo que nunca quisieron ser, así ad infinitum. Nosotros vemos animales solos en los álbumes familiares, y vamos tras ellos, decenas de fotografías a colores repitiendo que somos carcajada en estampida, bebiendo porque estamos satisfechos con la idea de no asirnos a nada más que al silencio. Llamamos únicamente para recordar que estamos vivos, llamamos para pedir favores: más dinero, menos amor 38
—por favor no me olviden, repetimos incesantemente a quienes ya hemos olvidado—
llamamos para recordar que es amor lo que nos sobra y arrastra, llamamos para decir nuestro nombre empolvado, llamamos porque tenemos un reloj con el minutero en ruinas y no sabemos si es mañana o el mismo instante una y otra vez. Nunca llamamos por amor, porque al amor nos lo bebimos. No somos iguales a otros hombres, no sacamos ventaja del dolor ni apostando a un galgo español contra un perro ebrio que no deja de morder el corazón de su hermano; otros hacen blues, escriben novelas, son los mejores amigos tristes de mujeres bellísimas capaces de hacerles el amor con tal de no verlos llorar. Somos animales nobles, culpables de la dulzura que cargamos en nuestra espalda, hombres buenos y sensibles, huérfanos de padre, bebiendo como cura cada lágrima de los niños que hemos perdido: niño abuelo niño padre El mundo insiste en que estamos enfermos, pero no tosemos, ni niño hijo sangramos: niño hermano no entienden que el silencio no es dolor, sino ausencia de futuro. niña esposa niña madre Por la mañana soñamos con paseos familiares en botes de arena, niño libro bailamos boleros de un LP en reversa que suenan a un pacto maldito niño aceite con dioses ebrios y amorosos, apostadores, chulqueros a los que niño árbol. nunca pagan, constructores de una torre de babel dónde no se habla por olvido. La descendencia de este lado del tablado está orgullosa de nosotros saben de nuestro amor arrítmico y lo perdonan todo, cargan con nosotros el cuerpo de la ebriedad que cura la ira porque de amor está hecho el polvo que nos cubre, es amor el tambaleo con el que abrazamos el aire de las palabras, amor la sordera con la que extrañamos la vida opulenta que no tuvimos, la pierna hinchada con la que corremos para abrazar al hijo. No es más que amor lo que bebemos para callar nuestra romántica derrota.
Edison Navarro Cansino (Cotacachi – 1983) Escritor y Comunicador Social por la Universidad Central del Ecuador. Ha publicado Deshabitado (2012) y Umbilikal (2011). Consta en varias antologías y selecciones poéticas dentro y fuera del país. 39
Berta Vias Mahou
A
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la mayoría de los chicos les atraía más la muerte que la ceremonia del entierro. Enviaban hormigas rojas a las guaridas de las negras sólo para asistir al espectáculo de una lucha sin cuartel, pero después dejaban los cadáveres sembrados en el polvo, sin ocuparse lo más mínimo de ellos. No dedicaban ni un instante a organizar unas exequias en condiciones. Con su comitiva y todo. Aunque otras
hormigas no tardaban en aparecer y en llevarse de allí a las muertas para comérselas en su refugio o alimentar a las larvas. Ellos hacían también trasplantes de corazón en ranas, anestesiándolas como podían. Con aspirinas. O alcohol. O con un golpe, a menudo más mortífero que la propia operación. Ellas, en cambio, se consagraban al ritual de las pompas fúnebres, imitando con escobillas de alguna planta lar-
gos caminos de cipreses. Y acumulaban material. Una caja de fósforos como ataúd para los más pequeños. Insectos, gusanos y mariposas. Las de galletas, para los de tamaño medio. Pájaros recién salidos de su cáscara que no sobrevivían a una caída desde el nido. O sapos y salamanquesas que por las noches se aventuraban hasta la terraza de la Casa Grande y a los que alguien, sin querer, pisaba. Y las de zapatos para alguna que otra culebra. Ni un solo detalle escapaba a su celo funerario. Y cuando no se producían muertes de manera natural, también ellas llegaron alguna vez al extremo de intentar quemar una araña con una lupa para poder organizar un buen sepelio. Allí entonces los sueños eran mucho más intensos. Allí podía uno creer a pie juntillas que era capaz de levantar el vuelo, de hacerlo planeando con los brazos en cruz, bien extendidos, y a ras de tierra, como un cormorán cuando roza con las alas el agua del mar, aunque tal vez en uno de aquellos sueños más de uno se diera de narices contra un roble o una encina o se estrellara contra una tapia hecha con pedruscos de granito, y desde entonces se acostumbró a no soñar o a hacerlo con los pies bien plantados en la tierra, preguntándose con el transcurso de los años si es que los sueños no se cumplen porque alguien nos los ha robado o porque simplemente hace mucho que perdimos la capacidad no sólo de hacer que se cumplan, sino incluso de soñar. Hasta que un buen día se da uno cuenta de que esa usura irreparable la ejerce el tiempo y, en todo caso, uno mismo, nunca los demás. Y el miedo a todo, hasta a lo más delicado, a los deseos, al mero acto de pensar. A los sueños propios, a menudo terribles. Como uno mismo. Como la naturaleza, sólo en apariencia idílica. Con ropas siempre heredadas de unos primos y el
relato pelo corto, Elba y Jara en aquellos tiempos parecían dos chicos, dispuestos a arrasar con todo lo que se les pusiera por delante, cuando, en realidad, siempre que no las separaran, eran capaces de jugar horas y horas en silencio con unas cuantas conchas o un buen montón de piedras, con unos guirlaches o unas pipas de girasol. Entonces el mundo entero, un mundo plagado de peligros y de sorpresas, tenía tan sólo unos cuantos kilómetros cuadrados. Y ellas comían flores. Las flores del trébol. Arrancando las minúsculas cabelleras de color lila o rosa, mordisqueaban la parte inferior, en la que se acumulaba el néctar, un líquido espeso, dulce. Entonces tenían todo el tiempo por delante y las vacaciones parecían infinitas. Entonces los cielos aún estaban cuajados de estrellas. Después casi dejaron de verlas. La vida en la ciudad, las casas altas, pegadas las unas a las otras, los cielos sucios, la edad adulta, el olvido. Y tantas, tantísimas noches sin sueños. Estamos comiendo al aire libre, explica Elba, cuando ellos están precisamente haciendo eso mismo, comer al aire libre. Un bicho sube por el mantel. Mamá lo coge, tira y tira, pero el insecto no se despega de ahí, sigue aferrado a la tela de cuadros, aunque ella insiste, cada vez con más energía, hasta que sus patas, las patas del insecto, convertidas en ruedas, se alargan, y mamá por fin consigue levantarlo hasta la altura de los ojos. ¡Está lleno de judíos!, exclama. Y sí, no miente ni delira, en cada una de las ventanas del insecto transformado en una especie de tractor se ve una silueta oscura, con barba, tirabuzones y su kipá. En ese momento un hombre sentado a la diestra de mamá, un hombre que se parece al Papa y que va todo vestido de blanco, con la cara llena de estigmas, de llagas, empieza a hablar en latín… Elba, haz el favor, recrimina su madre.
Pero Elba, sin hacer caso del reproche, sigue dándole vueltas al sueño, empeñada en la difícil tarea de encontrar las claves. De entender cada elemento, como si se tratara de los intrincados enigmas de un oráculo, de hallar la salida a un laberinto. Observa tanto sus sueños que casi se olvida de vivir. Como siempre, vestida de rojo. ¿Acaso estás en otra de tus fases omníricas? Si una vaca que por casualidad comiera un par de mondas de naranja le parecía un omnívoro, como una gallina que en libertad picotea orugas y lombrices y todo lo que encuentra a su paso, Elba, que se alimentaba de toda clase de sueños, debía de ser eso. Omnírica. Y lo ofensivo no estaba en el tono, ni en aquella palabra, un tanto misteriosa, sino en la imagen del despreocupado y voluminoso rumiante, mascando sin orden ni concierto. Masticar y digerirlo todo. Eso es propio de cerdos, cuando ella en realidad tiene un estómago muy selectivo. Omnírica. Su madre a menudo inventaba palabras. A los vegetarianos los llamaba los leguminosos. Los alimantes hay que tomarlos con los cinco sentidos, había dicho en una ocasión, convirtiendo la carta de aquella taberna en una lista de extraños manjares que no se sabía si tenían más de amantes o de alimañas. Pero Elba, sin hacer caso del reproche, sigue dándole vueltas al sueño, empeñada en la difícil tarea de encontrar las claves. De entender cada elemento, como si se tratara de los intrincados enigmas de un oráculo, de hallar la salida a un laberinto. Observa tanto sus sueños que casi se olvida de vivir. Y a veces le parece que su vida no es más que eso, un sueño interminable que ella siempre está ana-
lizando con una lente de aumento. Tal vez fuera mejor no tratar de interpretarlos. Como las historias de los libros, que es preferible no comprender nunca del todo. Ha llegado otra vez el verano, y en la terraza, bajo la luz cambiante del toldo y el susurro de las hojas de los prunos, rodeados por el crepitar de las chicharras, ellos cuatro charlan durante horas en una de sus reuniones semanales, mientras matan avispas, enjambres obstinados que apenas les dejan resistir ahí fuera. Zumban a su alrededor, probando carnes, salsas, pasteles. Todos los platos de una cena que merecería ser la última. Llevo siete, dice el padre, agitando con orgullo la palmeta. Yo nueve, replica Jara. Ella las mata con el tenedor, estrujando sus cuerpos, que se quiebran entre los dientes de metal. Un nuevo chasquido del plástico. Y otro avispón pegado al respaldo de una silla. Es una experta, comenta Horacio, aunque algunas veces blandiendo el matamoscas nos salpique macarrones… Y, dándole con el codo un suave empujón en una costilla, le guiña un ojo. Fiesta de jugos. Amarillos, rojos, negros. Con esa misma palmeta aplastan moscas y mosquitos contra los cristales de las ventanas. Jugos que sirven de cebo para nuevos insectos que se frotan las patitas. Moscófagos. Amarillos, rojos, negros. Sangre también de otros seres humanos.
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El guiñapo abre un ojo, un ojo oscuro, legañoso, y lo clava en mí, sin moverlo. Mientras, Jara sigue cantando: Se transparenta la sangre. Entre los árboles. Y la ropa interior. De una mujer… La melodía parece no tener música. Es un canto hablado, una cantinela de terror, una advertencia. Con el ritmo de una monótona letanía. Yo no me muevo. Trato de disimular y hasta le dirijo la palabra al espantajo. Con educación.
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De animales. De los frutos de los árboles. Sangre de flor. Hace unos días soñé que íbamos por un bosque. Jara y yo. Nos sentábamos en un banco, y en el de enfrente había un pordiosero… Elba, vuelve a protestar Rita. Tienes una cabeza que parece un almacén. El museo de arte egipcio en El Cairo. Todo está ahí revuelto, apilado de cualquier manera. O el Titanic. Varado en el fondo del mar tras el choque con un iceberg. Lleno de escombros… No siendo particularmente defensora de la razón, qué onirocrítica se mostraba su madre. El famoso trasatlántico hundido lo habían encontrado hacía tan sólo unos días. A más de tres mil ochocientos metros de profundidad. Era el descubrimiento del siglo. Pero Elba no se inmuta y sigue adelante, impasible: No se le ve la cara. Debe de estar durmiendo. Jara se levanta, empieza a dar vueltas alrededor de los bancos, intranquila, mirando el suelo, cuando de pronto se pone a canturrear, con voz temblona, para que yo sepa lo que acaba de ver, sin necesidad de acercarme hasta allí, para mantenerme alejada del peligro: Se transparenta la sangre… Elba, por el amor de Dios, interrumpe Rita una vez más, y buscando un modo de cerrarle la boca, le alarga una fuente con croquetas de aceituna. Es como comer pan bendito, como volver a alimentarse de flores, piensa Elba, recordando los veranos de su infancia, cuando con sus amigos, con Jan, chupaban las inflorescencias que crecían en el trébol, unas veces blancas y otras de color rosa o morado, y mira a su alrededor. Los huevos de codorniz encapotados, las gambas con gabardina churruscada, los diminutos merengues con una frambuesa o una nuez garrapiñada en la cumbre. Bocados con los que su madre compone una misa pagana, un ceremonial sin salmos ni penitencias.
Sin embargo, al tiempo que saborea la carne verdosa, que revienta bajo la envoltura dorada del pan rallado y la masa tierna y blanquecina de la bechamel, todavía caliente, continúa: el guiñapo abre un ojo, un ojo oscuro, legañoso, y lo clava en mí, sin moverlo. Mientras, Jara sigue cantando: Se transparenta la sangre. Entre los árboles. Y la ropa interior. De una mujer… La melodía parece no tener música. Es un canto hablado, una cantinela de terror, una advertencia. Con el ritmo de una monótona letanía. Yo no me muevo. Trato de disimular y hasta le dirijo la palabra al espantajo. Con educación. Después, sin hacer ruido, me acerco hasta donde está Jara. Y sí, lo que dice mi hermana es cierto. No miente, ni delira. La ropa interior es… ¡Elba!, exclama Rita, enderezándose en el asiento. Llevas los sueños en cada poro de tu piel. Te arrastran, parece que te tiran de la mano. Debes de soñar hasta despierta. No sigas. Que me pones la piel de punta. Y no me mires como una vaca cuando pasa el tren… Verde. La ropa interior era de color verde pálido. Elba rememora los aperitivos de Rita y Horacio con los padres de Elvira, de Leonor, de Araceli y de Carlos, pocos años antes de que ocurriera aquello. Pocos años antes de que el padre de Elvira, de Leonor, de Araceli y de Carlos se ahogara. En el mar. Lo que más duele, lo que más pesa se queda casi siempre en el fondo. Apenas se habla de ello. Y vuelven enseguida aquellos aperitivos para enterrar otra vez a los que ya no están. Con los padres también de los Wojniakowski y los de otros chicos de los alrededores, durante los largos veraneos en el campo. Los últimos. Antes de que todo aquello desapareciera para siempre. En plena anexión del Sahara por los marroquíes, con Franco muriendo al fin. Hacía ya unos diez años, aunque del último verano tan sólo seis. Ba-
jaban por una ladera, desde la casa de unos vecinos, y en la penumbra de la cocina preparaban el almuerzo entre risas, ciegos de ginebra o intoxicados con los efectos de alguna planta psicotrópica. Un domingo se les ocurrió organizar una Marcha Verde. Con todos los trapos que encontraron en la casa. De aquel color. El color de Alá. El verde que los musulmanes no tienen por ninguna parte. Sólo en los oasis. Y en las banderas o en los turbantes. Y tal vez también en los ojos. En los ojos de algunos de ellos. El verde del paraíso, de los que sueñan con huríes. Y con aquellas telas recorrieron los caminos y la cañada, entre las fincas de los alrededores, soltando consignas: ¡Sebta, Mililla, Sahara magrebía! Repitiéndolas una y otra vez y agitando alguna pancarta, que movían al compás de sus lemas: ¡Sebta, Mililla, Sahara magrebía! No era verdad. En cada poro guardaba algo más que sueños.
¿Y cómo termina tu pesadilla? Déjalo, Jara, protesta Rita. Debe de ser verdad eso que cuentan de que los sueños los envían las almas de los muertos… ¿Cómo había de acabar? Flotando en un aparente absurdo. Y Elba en el cuarto de baño, sobresaltada, salpicándose con agua fría para volver al mundo de los vivos despiertos. Hay sueños inescrutables, dice Elba, y de lenguaje oscuro, y no se cumple todo lo que anuncian a los hombres. Sí. Los sueños, según los griegos, vienen del inframundo. La entrada se encontraba en el Averno, en el que, al parecer, había dos puertas. Las puertas del sueño las llamaban. Una era de marfil y la otra de cuerno. Y aseguraban que los sueños que salían por la primera eran falsos, mientras que las visiones que lo hacían por la otra eran verdaderas. ¿Puedo yo contaros uno de los míos?, pregunta Rita. Un sueño agradable. Un sueño bonito. No
una de esas truculencias que se le ocurren a Elba… En eso su madre tenía razón. Cuando no eran atrocidades, siempre cabía esperar algún susto. Calamidades, desastres, pestes. Siendo pequeña, una noche había alertado a toda la casa, gritando dormida. ¡El cólera! ¡Que viene el cólera! Unos días antes se había declarado una epidemia. A finales de los sesenta. ¿O fue en los setenta? Sí. En la década de los setenta. Y al acostarse, cuando tenía ocho o nueve años, Elba rezaba a las ánimas para que la avisaran al salir el sol. Le había enseñado a hacerlo una muchacha que trabajaba en casa de sus amigos, porque ella en materia de religión era una ignorante. Quería ir con Jan, uno de los demonios que cada verano parecían caer del cielo, los primos de Elvira, de Leonor, de Araceli y de Carlos, los polacos que vivían todo el año en Londres y que venían a arrasar el campo y las vacaciones, quería ir con su soldado a coger moras, mientras los demás dormían. En una taza de hierro esmaltado, desportillada, recogían los frutos de las zarzas y los devoraban en una hondonada entre altos penachos albinos, junto al arroyo, donde se bañaban los renacuajos y las corujas. Dejó de hacerlo, de invocar a tan benditos centinelas, tras despertar una mañana retorciéndose de dolor. Las almas del purgatorio, al ver que se hacía la remolona, le habían propinado un hachazo en toda la barriga. El dolor, la risa, el llanto, nada más salir de un sueño, del estado de inconsciencia, son tan equívocos. Entonces ellas dormían todas juntas en colchones tirados por el suelo en torno a una mesa enorme y vieja de nogal, con un orinal también de esmalte colocado allí debajo, en el suelo de cemento. En el cuarto de la torre en la parte alta de la Casa Grande, donde a la luz del día el abuelo de
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Araceli, de Leonor, de Elvira y de Carlos pintaba ciervos, ángeles y arcángeles sobre cielos de colores raros y nubes muy blancas y gordas. Y en mitad de la noche todas ellas llamaban con insistencia a Jan y a Carlos. Unas por miedo. Y otras, sólo por verles. Aunque sólo fuera un rato. Un rato más. Altos, esbeltos, de hombros fuertes, con el pelo oscuro y largo, el uno con los ojos del color de la avellana y el otro de un verde tan claro que chispeaba en mitad de la noche y tan transparente como el agua del riachuelo que cruzaba la finca, parecían dos san Jorges dispuestos a matar al dragón, que por lo general no era más que una araña de patas largas, temblorosas. Pero cuando aquellos dos aparecían, hasta las lamparillas de san Juan Bosco, esos cartoncillos redondos recortados de algún naipe, que con sus mechas diminutas flotaban en un cuenco de barro lleno de agua y aceite, vacilaban. Mariposas minúsculas que, por poquísimo dinero, iluminaban las casas durante toda la noche cuando no había luz eléctrica. Por el día las niñas vagan como fantasmas, le había dicho Rita a Horacio en una ocasión. Preocupada. ¿Acaso no duermen nunca? Él, bajando el periódico, había comentado: Duermen donde les encuentra la noche, pero antes corren por ahí medio desnudos con una linterna. Entre los árboles… ¡Claro! Así los encuentro a todos dormidos por el día. En una butaca. En el fondo de un armario. O en el de una bañera. O ahí fuera, entre los matorrales. O hechos una maraña junto a las tapias de piedra. Estos polacos deben de alimentarse de reptiles y de leche de gato montés. Parecen insensibles al dolor. Espero que lo sean también al placer, al menos más allá de su gusto por la carne cruda y las carreras al aire libre bajo la luz de las estrellas y de la luna… El abuelo
tenía nombre de arcángel. Salía de su casita muy elegante, con su chaqueta de espiguilla y el pantalón bien planchado, el pelo hacia atrás y el bigote espeso, con su pajarita y el bastón de paseo, un bastón cuya asa de metal tenía un mecanismo gracias al cual se abría en dos para que él pudiera descansar cuando quisiera. Y parecía que lo hiciera sentado en el aire. Como los espíritus celestes que él mismo pintaba en sus cuadros. Así vestido se alejaba cada tarde en dirección a su cabaña de pintar, una cabaña que le habían construido al otro lado del riachuelo cuando sus rodillas se negaron a subir los peldaños que llevaban hasta la parte alta de la torre. En la Casa Grande. Allí también olía a aguarrás, a barniz y a esencia de trementina. Allí el abuelo Rafael tenía pinceles, lienzos, cacharros de barro, cartones y un ventanal enorme por donde acechaba el cielo, esos cielos que recreaba como fondo de sus rumiantes provistos de largas y ramosas cornamentas. Un cielo siempre absurdo, el de sus retinas ya cansadas, nunca el del ventanal. Con él Jan había aprendido todo lo que no debe hacer un pintor. Jan. ¿Qué pasaría si volvía a verle? Tal vez nada. Dicen que los amigos de las vacaciones tan sólo nos seducen con ciertos paisajes como fondo y en verano. Pero ella no quería otra cosa. Cuánta nostalgia, piensa. Hacía tanto de todo aquello que casi parecía que no lo había vivido, que sólo lo había soñado. Que Jan no era real. Que no lo había sido nunca. Como tampoco ella. Ni aquellos amigos con quienes lo habían compartido todo. Os lo cuento, ¿o no?, pregunta su madre con impaciencia. Elba, Jara y Horacio, sumidos hasta ahora cada uno en sus pensamientos, escuchan con atención cómo Rita enseña a volar a una amiga de la infancia, planeando las
dos agarradas de la mano muy cerca del suelo y arrancando con la que les queda libre las flores que crecen unos cuantos centímetros por encima de la hierba. Unas flores diminutas, salvajes, de color rosa o lila que… Elba nota el corazón acelerado. Parece que tuviera fiebre. Y plomo líquido o balas que le nadaran por dentro, a través de la sangre, espesa. Y siente el eco de los latidos. Los golpes en el interior de las venas hasta en los codos, en las rodillas, en las puntas de los dedos. Y unos ladridos, desde el bosque de té verde que ha tomado a media tarde y que ahora crece y crece en sus arterias. Una jauría por todo su cuerpo. Tiene los ojos clavados en el azul de esos dos iris que ahora
la miran con insistencia. Los iris de los ojos de Rita. El sueño es suyo. ¡Suyo! Robar un sueño, como quien arrebata el pan a su vecino de mesa. Tal vez ella lo ha contado tantas veces que su madre ha llegado a confundirse, apropiándose de él, convencida de que le pertenece. De que forma parte de sus noches. No debe uno contar nunca los sueños en voz alta, y menos aquellos que, aunque aparezcan una sola vez en la vida, no se olvidan jamás. Como un animal salvaje, hay que delimitar bien el terreno, marcando y protegiendo el territorio. Los recuerdos de infancia, las ideas propias, los amores, los odios, nuestros deseos más ocultos, cualquier sospecha. Ese espacio interior, lleno de
luces y penumbras, de tinieblas, en el que los demás no deberían entrar nunca. La frontera entre la realidad y nuestra imaginación es tan sutil. En sueños puede uno cometer los peores crímenes y pasearse después con total impunidad entre los vivos. ¿Y en la vida? Sí. Tal vez en la vida también. Elba hace un gesto a su hermana, que con saña acaba de aplastar el frágil cadáver de un avispón, al que ahora rebana las antenas. Ya ni al caer la noche nos dejan en paz, dice Rita, mirando de reojo a una urraca que se ha acercado más de lo debido. Las dos hermanas se levantan a la vez, para llevarse platos, fuentes, cubiertos, aunque dejan las copas. A sus padres les gusta terminar el vino con
calma, apurando la última luz del sol. ¿Y tú qué urdes, Elba?, pregunta Rita. Pero su hija no responde. Está pensando en las cáscaras de naranja, en las orugas, en las lombrices, con las que, según su madre, ceba sus sueños. Ahora sólo es capaz de alimentarse de rabia. Hay una enormidad en ella que inquieta a toda la familia. Un corazón exuberante. Es como el estómago de algunos animales, en el que se pueden encontrar clavos, trozos de cristal y hasta pañuelos. Sueño cada noche que algo o alguien, no sé bien qué o quién, irrumpe en la escalera de mi casa, dice por fin Elba. Dando golpes. Y gritos. Que va subiendo despacio y quiere meterse en mi casa, sin llamar, tirando la puerta.
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¿Es mi pasado? ¿Nuestro pasado? ¿Un manojo de episodios reprimidos? ¿Intrusos en forma de recuerdos turbios? Rita la fulmina con los ojos. Hala, hala, se mofa. Apunta. Apunta todo esto en tu cuaderno gris. Corre. ¿Has traído alguno? ¿Cuántos cuadernos de esos tienes ya? Ven, Jara, dice Elba, en lugar de contestar a su madre. ¿Qué te ocurre?, pregunta su hermana. Tú sígueme… Jara obedece. Se alejan las dos hacia la cocina. Y tras dejar los platos, las fuentes y los cubiertos, se van a la que hasta hace poco fuera su habitación y se tumban cada una en una cama. Ahora se pondrá a despellejarme, refunfuña Elba. Me despellejará, mirándose en su espejito. Dime, espejito mágico, ¿quién es la más hermosa de este mundo? ¿El espejito es papá? Sí… Jara se echa a reír. ¿Tanto la quieres que te gustaría que fuera perfecta?, aventura con perspicacia la más joven. El séptimo mandamiento lo dice bien claro, Jara. ¿O era el octavo? No sé mucho de estas cosas, aunque ahora me vienen a la cabeza. O tal vez por eso. Tal vez por eso resuenan en mi interior más que en el de cualquier creyente. No hurtarás. No codiciarás los bienes ajenos… ¿Qué quieres decir?, protesta su hermana. Tú sabes que no es verdad, Jara. Ese sueño es mío… Convencida de que su madre le está sisando la libertad, la independencia de alma, Elba parece un dios airado. ¿Estás segura? Si confundes lo que lees con la realidad y a menudo no eres capaz de distinguir lo que sueñas de lo que ocurre cuando estás despierta… ¡No, Jara! ¡No! Era yo la que te enseñaba a ti a volar. ¿Te acuerdas de aquellas flores que brotaban to-
dos los años en el mes de marzo o abril? Tenían el tronco verde y unas corolas carnosas, diminutas, como orquídeas liliputienses. Yo te llevaba de la mano y juntas volábamos a muy poca altura, a un palmo del suelo, planeando tumbadas. Con la mano que nos quedaba libre, íbamos arrancando esas flores. Y nos reíamos de todo. De los toros en los prados vecinos, al otro lado de la tapia, mugiendo, en pleno celo. De los golpes que nos dábamos con alguna piedra o con el tronco de un árbol agostado. De los demás, que no sabían volar. Entonces comíamos flores, ¿recuerdas? Las flores del trébol, aquellas cabelleras de color blanco, rosa o malva, a las que arrancábamos las hebras, para mordisquear las puntas, dulces, canijas, que se aferraban al tallo para absorber el alimento de la tierra… ¿Por qué no había dicho nada? ¿Por qué no había protestado? ¿Cómo castigar a un ladrón que nos ha burlado algo tan inmaterial como un sueño? ¿Qué pruebas tenía? Ninguna. Como tampoco las tendría su madre para demostrar que había soñado aquel sueño. Hurtar con la mente, sin mover una pestaña… No tiene importancia, Elba. No es más que un sueño. Además, sabes bien lo difícil que a menudo resulta distinguir la verdad de la mentira, lo que ocurrió hace tiempo de lo que nos han contado. ¿Acaso tus recuerdos de infancia no son los que mamá te ha repetido una y otra vez? Estoy convencida de que los míos no son
míos, sino prestados… Elba, frunciendo las cejas, reconviene a Jara con los ojos. Bueno, tú tienes mejor memoria que yo, contemporiza su hermana. Te acuerdas de cosas que me parece no haber vivido más que en sueños… Sí, reconoce Elba. Las despedidas en el puerto, con todos aquellos rollos de papel higiénico desenrollándose, formando un bosque de guirnaldas entre el barco y los muelles, corriendo como carretes de hilo, hasta que se rompían. Largos, larguísimos pañuelos de papel con los que decíamos adiós y con los que nos resistíamos a separarnos del todo de la costa. De la ciudad que después se perdería en el horizonte. Papá y mamá siempre estaban con nosotras, en cubierta. Él jamás fue un miserable punto negro del que nos alejábamos, porque ella nunca quiso dejarle solo. Aquellos rollos de papel, interminables, blancos, tan frágiles, nos unían a unos desconocidos de los que nos distanciábamos sin pena o a unos amigos a los que tarde o temprano volveríamos a ver, nunca a un padre al que se aband on a trabajando mientras los demás disfrutan de las vacaciones… Un castillo. A Jara, Elba le parece eso. Un castillo enorme. Rodeado de plantas trepadoras. Erguido sobre un peñasco, con miles de cámaras e intendencias llenas de recovecos. Un castillo inestable, volátil, disparatado. ¿Te acuerdas de cuando alguna tarde salíamos a dar una vuelta?, prosigue Elba. Mamá siempre quería volver enseguida, estar en casa antes de que papá regresara de la fábrica. ¿Y de los trajes largos, ceñidos, con escote, que se ponía para esperarle? Parecía que
la hubieran invitado a un cóctel, pero se sentaba tranquilamente en el sofá a coser o a leer el periódico, cruzando con coquetería las piernas y balanceando, colgado de los dedos de sus pies, uno de aquellos zapatos con tacones de aguja… Elba está furiosa. Volar en sueños es bastante común. De acuerdo. Pero la forma en que se hace varía de un durmiente a otro. Podría preguntarle a su madre dónde se desarrollaba el suyo. Lo más probable es que, sin la ayuda de un apuntador, no fuera capaz de contestar. O tal vez inventara algo, un escenario diferente, falseando aún más ese sueño que nunca ha tenido. Algún día incluso empezará a dudar, delante de todos. ¿Eran orquídeas silvestres? ¿O simples margaritas? No consigue quitárselo de la cabeza. Es un plagio. Y su madre, una sofisticada cleptómana. Con esa cara de felicidad y los ojos tan azules como siempre después de haber dormido a pierna suelta cada noche, se aprovecha de quienes con frecuencia sufrimos de insomnio. La vida es corta, se dice Elba, que ahora parece una sonámbula. Y no hay que dejar escapar nada. La vida es corta, sí. Y la muerte inevitable… Y de un brinco, se levanta de la cama, se acerca a la estantería y hurga en una taza de cerámica con dibujos de color azul llena de lápices y rotuladores, cuando de pronto un objeto brilla en su mano, que ella levanta por el aire con gesto triunfal. El abrecartas con el que había rasgado todos los sobres de Jan. Todas aquellas cartas firmadas con distintos nombres. Los cientos de nombres bajo los que se había escondido el soldado ruso. Su soldado. El soldado que se le acababa de escapar de entre los dedos. Hacía muy poco. Que le habían querido robar. Todas aquellas mujeres. Como les había intentado robar también aquella otra mujer hacía unos años.
¿Se trata de un verdadero robo, consciente? ¿O se habrá arrogado el sueño sin mala intención? Acabará creyendo que ha sido ella la que una noche de verano soñó que su madre le robaba el sueño. Elba entra por fin en la cocina. Empuñando el abrecartas como si fuera un cuchillo. Algo tan difícil de robar como un padre. Como le ha robado también su madre. Hace tan sólo un rato. Algo tan personal, tan impalpable, como un sueño. No lo ha vuelto a usar. El abrecartas. Y a Jan no lo ha vuelto a ver desde entonces. Unos cuantos años que a ella le parecen toda una vida… Herir y defender, murmulla ahora, moviendo el brazo como un espadachín que se infundiera valor justo antes de un lance. Y se dirige hacia la puerta. Jara, al tiempo que su hermana sale de la habitación murmurando, hablando a media voz, grita: ¡No olvides tú lo que dice el cuarto…! Pero Elba no se detiene y ni siquiera se vuelve. Sigue hablando para sí misma. Honrarás a tu padre y a tu madre, Elba. Honrarás… Ahora Elba se para en seco, unos instantes, aunque tampoco esta vez se vuelve. Sígueme, Jara, que te voy
a contar una historia… Su hermana obedece. La sigue. Llevo un abrecartas, murmura Elba, mientras cruza la sala de estar. De plata. Con un león grabado en el mango. Acaricio el relieve, las melenas del mamífero carnívoro. Las fauces, abiertas. Voy hacia la cocina. Mi madre estará de espaldas, fregando. La luz de la primera farola entrará por la ventana. Toda esa arquitectura de carne, sangre y huesos, esa cabeza llena de piraterías, esos brazos que pretenden ser alas, todo eso, es decir, mi madre, estará de espaldas. Me acercaré por detrás, sin hacer ruido. Aunque ahora recuerdo otro sueño. Me veo matando a gente, cercana, con un cuchillo mellado. Es tan fácil… Como cortar salchichas. Cruje al principio, por el pellejo, después resbala carne adentro, sin ofrecer resistencia. Un tajo en el cuello, otro a la altura de las rodillas… Llevo siete. Y los pedazos los echo en un papel, con el que luego formo un cucurucho. Ya son nueve. No dejo huellas, porque los cadáveres no sangran. Me acerco. Cada vez más. Ahí fuera oscurece y en el cielo gris no se sabe si la nube es humo o el humo nube. Las copas de los chopos parecen cobrar vida y empiezan a susurrar, a moverse… Aunque, pensándolo bien, ¿de verdad era suyo el sueño? Frente a la memoria, que le parece prodigiosa, de los otros, le desespera lo evanescente y caprichoso de la suya, por mucho que su hermana afirme lo contrario. Y que la memoria no sólo falsee la vida despierta, sino también nuestro descanso. ¿Se trata de un verdadero robo, consciente? ¿O se habrá arrogado el sueño sin mala intención? Acabará creyendo que ha sido ella la que una noche de verano soñó que su madre le robaba el sueño. Elba entra por fin en la cocina. Empuñando el abrecartas como si fuera un cuchillo. Murmurando, hablando a media voz. Toda esa arquitectura
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de carne, sangre y huesos, esa cabeza llena de piraterías, esos brazos que pretenden ser alas, todo eso, es decir, mi madre, está de espaldas, fregando. No me habrá oído llegar. Ahí fuera oscurece y en el cielo gris no se sabe si la nube es humo o el humo nube… Me das miedo, Elba, dice su madre, sin volverse del todo. A veces me das miedo… Pero Elba se acerca aún más. Muy despacio, sin hacer ruido, sin contestar. Me das miedo, Elba, dice mi madre, sin volverse del todo. A veces me das miedo… Pero yo me acerco aún más. Muy despacio, sin hacer ruido, sin contestar. Y al llegar a la altura del fregadero, agarro a mi madre por la cintura, la obligo a girarse y… ¡Elba, por Dios!, protesta Rita. ¿No has tenido ya bastante? No, mamá… Cría cuervos y te sacarán los ojos, murmura Rita. A mi madre siempre le gustó esa expresión, piensa Elba. Calla, mamá, que aún no he terminado… Rita obedece. Y Elba continúa con su relato. Al llegar a la altura del fregadero, agarro a mi madre por la cintura, la obligo a girarse y… Elba sonríe y le da un beso. No tienes remedio, Elba, dice su madre, secándose las manos en el delantal, cuando su hija le da un ligero empujón. No tienes remedio, Electra, dice Elba, quiero decir, no tengo… Ya no sé lo que quería decir… No tienes remedio, Elba, repite su madre, entre risas, pero te quiero… Y yo a ti, madre. Y yo a ti… Mientras Jara, que ha permanecido al acecho, se aleja de allí, canturreando: Se transparenta la sangre. Entre los árboles. Y la ropa interior. De una mujer… Su hermana y su madre, ahora cogidas del brazo, observan a un gorrión que revolotea entre unos trozos de cristal embutidos en el muro de la casa de enfrente. Y el cielo, lleno otra vez de estrellas. Verde. La ropa interior era de color verde pálido. ¿De qué color será la que lleva hoy
mi madre?, se pregunta ahora Elba. Y unas palabras antiguas resuenan de pronto en su memoria. Como burbujas que surgieran del fondo del océano. Como si algún ahogado enviara un mensaje desde allí. Sed sobrios y velad, porque vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar… Las palabras que su madre solía repetir cada vez que veía aquel abrecartas plateado, mientras, cogiéndolo entre los dedos, acariciaba el bajorrelieve del felino, con las fauces abiertas de par en par. Con las yemas. Y con avidez. Con una extraña avidez. Como si quisiera que aquel objeto que hacía unos años le había regalado a su hija volviera a ser suyo y no se atreviera a decirlo. Por eso, ella no se lo había llevado nunca de allí. Lo dejó en su antiguo dormitorio, aunque con él había abierto todas y cada una de las cartas de Jan. Elba vuelve a levantar la mano que le queda libre, la del abrecartas. Con un movimiento brusco. ¿Qué pasa?, pregunta Rita con los ojos como platos. Pálidos azufres parecen transparentarse bajo la piel de su rostro. Y toma, esto para ti, murmura su hija entre dientes. Que tanto te gustó siempre. Así no me lo quitarás. Al fin y al cabo era tuyo. Tú me lo diste a mí hace mucho tiempo… Nueces, avellanas y pasas. Para la vida en el más allá. Y hasta una moneda para cruzar al otro lado del río. Guárdala bajo la lengua, mamá. Guárdala bien. Para pagar al barquero que nos transporta sobre las aguas. Porque si no, vagarás cien años por las riberas como si fueras una sombra errante. Porque aún no has perdonado… El papel higiénico como mortaja. Entre cerillas, la capilla ardiente. Para el gorrión, funambulista, que tal vez se haya pinchado. La vida es un juego. Peligroso. Y la muerte, inevitable. (Este relato forma parte del libro La mirada de los Mahuad, Lumen, 2016).
Berta Vias Mahou (Madrid, España – 1961) Es Licenciada en Geografía e Historia, en la especialidad de Historia Antigua. Publicó su primer libro Galería sexual. Retratos femeninos en 1994, bajo el seudónimo de Roberta Bookworm. Desde entonces, ha publicado una novela para adultos, Leo en la cama, y dos juveniles: Catorce gotas de mayo y Fuera del alcance de los niños. Y en el año 2000 su primer ensayo, titulado La imagen de la mujer en la literatura. En noviembre de 2011 obtuvo el premio Dulce Chacón de Narrativa Española, en su octava edición, por su obra Venían a buscarlo a él, y en noviembre de 2014 le fue concedido el XXVI Premio Torrente Ballester por su novela Yo soy El Otro. Ha publicado también relatos y reseñas de literatura alemana en distintos periódicos y revistas españolas: Diario 16, El Mundo, Rey Lagarto, Quimera, ABC, Tiempo y El País. Como traductora, ha trabajado para la galería de arte Helga de Alvear, de Madrid, se ha encargado de la edición y traducción de la novela Juventud sin Dios de Ödön von Horváth, ha realizado una nueva versión de Las penas del joven Werther, de Goethe, y el prólogo a los Cuentos de E.T.A. Hoffmann.
Foto: www.flickr.com, Ministerio de Turismo Ecuador
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Walter Jimbo El poema del diablo Este poema me lo dictó el diablo en un sueño, en un idioma que solo él y yo conocemos; este poema te lo canto desde mi boca cosida con despedidas, este poema, hecho con la sangre de quien agoniza de soledad en el amanecer este no es ya un poema, es un tajo en la mejilla de un niño, una flor despellejada en el piso, este es un poema que cantó el ángel asesinado, y que lo escribo mientras estoy en delirio, mientras coreo La risa del diablo mientras pronuncio el nombre del demonio escribo este poema, mientras lloro un poco al dibujar la casa de la infancia mientras estoy sentado con las piernas colgadas del abismo mientras no soy más que mi sombra y mi sangre, mientras no soy más que un nombre abandonado en un parque oscuro, mientras soy el niño desconocido por la madre; yo soy el poema, que prefiere encerrarse en un aguacero, que tiene vergüenza de mostrarse, soy el poema escrito en el banco de piedra de la tarde, soy el sol que baja a besar a los niños que saltan en el columpio, soy el columpio, tu cicatriz, el llanto de tu infancia soy el poema que te busca por todos los puertos con la balsa llena de niebla soy este poema que ha visto cómo canta el pájaro antes de morir, soy este poema traicionado por la lluvia y el alcohol este poema que te emborrachará y luego te quitará la ropa este poema en donde paseas con tus zapatos manchados de luna este poema me lo dictó el diablo en el infierno de su tristeza, me lo dictó en un sueño, mientras tocaba su violín más infernal, mientras me aconsejaba celebrar la melodía de Tartini el demonio se emborracha conmigo y cuando me duermo se toma mi cuerpo y deambula por las calles, y dice a todos la vida es una fiesta, vengan conmigo a festejar el fin de la batalla, vengan todos a llorar conmigo porque la mujer que amo no existe sino en mi pesar y en mis sueños el diablo me dictó este poema después de embriagarse en pleno mediodía me lo dictó el diablo y me lo arrojó envuelto en la melodía de Tartini me lo dictó mientras llovía y yo esperaba la muerte en la ventana este es un poema que me lo dictó el diablo en una catedral sin más tarde que la de tus ojos, este es un poema que lo empezó mi padre en una taberna, vecina de la noche este es un poema que lo escribí en la casa más alejada del mundo, que me lo dictó el diablo en el rincón donde se escondía mi inocencia por no mirar un sol y un cielo extraños, 50
es un poema que se arrodilla frente al pelotón para pedir que disparen pronto, que me persigue desde que mis manos se dieron cuenta de tu noche más bella, este poema, hace falta decirlo, querida Stephany, me lo dictó tu mediodía, tu boca repleta de cerveza, en el salón de una calle empedrada este es un poema que se arrima a un velero a punto de zozobrar yo soy el poema que se arrima a un barco que naufraga cada noche yo no puedo ser nunca un poema porque todos los poemas son del diablo y yo soy el diablo, yo me desprendí de mí para arrullarme con un violín enfermo, en el lugar donde la madre debía estar, yo soy el violín y con nadie he silbado mi trino más hermoso, con nadie, excepto con Tartini, este poema me lo dictó el diablo, en la más dulce de las borracheras, cuando sin amor y sin futuro me colgaba de la rama de un árbol azul, cuando sin futuro y sin hogar lanzaba al agua flores y ternura, este poema se lo dicté al diablo para inmortalizarlo, para que su infinitud sea cierta, se lo dicté al diablo cuando lo encontré triste en un cabaret, sin poder amar a mujer alguna, se lo dicté en mi madrugada de aullidos, se lo dicté y lo escribió sobre la piel de un animal marchito, lo escribió en la melodía de un violín suicida, lo escribió en la
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Ilustración de Liz Parlett
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pared del infierno, al lado de una mancha que decía ya no te amo, pero te necesito, este poema lo escribo con el diablo, lo escribo con una mano mientras con la otra me sostengo, recordando al viejo Lowry, este poema es la habitación donde el condenado a muerte duerme su última noche, este poema es la lágrima del olvidado en una estación, es la estación abandonada por una mujer, este poema es un prisionero escuchando su sentencia a muerte, este poema se le escapó como nombre al torturado en una prisión, este poema es un pedido de auxilio del ahogado que sabe que nadie lo escucha, este es el poema del diablo, este es el poema que vino envuelto en una caja de chocolates, regalo para un enfermo terminal este poema es la despedida antes de irme nuevamente al infierno, antes de irme a reinar en el silencio y el olvido, antes de irme a vivir donde los marineros agonizan, antes de ir a esperar en la ventana un mañana que tarda tanto en llegar, esto dejó de ser un poema y por eso no será colocado en libro alguno, este poema, debo confirmarlo, me lo dictó el diablo que reina entre ustedes, este poema sabe lo que dice Borges: que un hombre es todos los hombres, por eso todos los hombres escribimos este poema, y debemos sonreír, aunque al mismo tiempo estemos en el exilio, aunque al mismo tiempo estemos frente a la horca, aunque al mismo tiempo la mujer que más queremos nos haya abandonado, este poema ya no es un poema, es la mentira que nos da el espejo cuando estamos faltos de amor.
El diablo y yo somos de la misma raza, escucho sus violines condenados a la inmortalidad, yo coreo La risa del diablo, yo tarareo El trino del diablo, porque no queda más que limpiar la escena del crimen y lavarse las manos, el diablo es quien escribe este poema y yo se lo dicto, me ha dicho te vendo mi alma pero hazme un poema, te vendo mi alma porque no sabes lo que es vivir para siempre, alojado en un mundo que no es mío, en un mundo gobernado por hombres decadentes, el diablo me despierta cada madrugada y me pregunta: cuál es el ruido que hacen los caballos antes de besar el alba levántate, me dice el diablo y escucha este violín, abre bien los oídos de la sangre, escucha ese torrente de flores eternas, este aguacero de piedras azules, levántate, me dice, debemos seguir viviendo lejos de la sombra de los otros, levántate, me dice, y construye un castillo que luego se derrumbará, porque no podrás hacer otra cosa que inventar esperanzas de última hora tu casa no puede ser otra que el insomnio, me dice el diablo, tu casa no será otra que este poema, esta habitación llena de gritos y oscuridad, este violín es tu casa, la casa que nunca olvidarás porque lastimó tus huidas; esta música donde te refugias del desamor y la muerte es tu casa, muerte que te abraza noche y día, muerte de la que huyes rompiendo todos tus nombres Debes huir me dice el diablo, ve a buscar tu casa en el último rincón de mundo, en el cuarto donde descansa el hombre que mañana va a partir, ve a buscar la melodía de Tartini en otros ojos, en las manos de la mujer que te desconoce, en mi propia risa que es la sonata de Paganini, que es tu propia huida, Abandona la pluma y vete, me dice el diablo desde un sueño, abandona la pluma y vete, me repite desde un sueño; y de ese sueño no puedo despertar
WALTER JIMBO (Macará – Loja, 1973)
Ha publicado: La voz del impostor, poesía, 2006; El enemigo en casa, relatos, 2009. En la tormenta la música, poesía, 2012; Silencios de la isla, poesía, 2017. Ha obtenido: tercer puesto compartido en el Concurso Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura del Ecuador, con el libro de relatos El enemigo en casa, 2008; mención de honor en el concurso de minicuentos El dinosaurio, Cuba, 2013; mención de honor con el libro de cuentos Mrs. Abismo, 2013; mención de honor en el concurso Ismael Pérez Pazmiño con el libro de poesía Silencios de la isla, 2016; tercer puesto en el concurso GAD Pichincha, 2017, con el libro de poesía El poema del diablo.
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Iván Salazar Círculos El abandono y la soledad no son novedad. Si se nace y se muere solo, por qué hemos de pensar que no se vive solo. Entro por la puerta y saludo. No me responde. Yo: Hola —repito. Ella: ¿Qué te pasa? Yo: Nada ¿Y a vos? Ella: ¡Hum!… Ahora sí que no entiendo nada. Yo: A ver: si no saludas es porque te pasa algo. Ella: Si vos saludas es porque te pasa algo. ¿Te trataron mal hoy? Sí, me trataron mal. Yo:
Qué feo todo esto.
y me voy. Otra vez escucho mis pisadas rebotar contra la oscuridad. Mirar al piso me da la impresión de estar escalando un muro en lugar de ir simplemente a ningún lado. h
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Así que se trata solo de hacerse el tonto, el desentendido. Siempre fuiste así, no querías mirarme a los ojos, peor a los problemas. Y siempre eres tú la víctima, el que no entiende, el que recibe la puñalada, no el que apuñala. Mientras tanto yo me quedo aquí, postrada,
maldecida. Sin un arma para volarme los sesos, sin una cuchilla y una tina con agua caliente para desangrarme feliz. Cargando con la existencia como se carga con una culpa, y cargando la culpa como si fuese mía, como si no hubieses sido tú quien me puso aquí, quien se pasó la luz roja, quien viró el volante hacia mi lado, quien no consiguió teléfono para pedir auxilio, quien decidió que yo debía seguir viviendo en lugar de pasar a la gloria, que debía empotrarme en esta silla maldita a masticar el aire solo para que no cargues con la culpa de haberme matado, miserable. h Llegué desde la montaña. Bajé andando, pisando tierra amarilla, tragando polvo del camino. Oyendo crujir las hierbas secas que se me cruzaban. Bajé escuchando al viento decir nombres, nombres que quedaban atrás. Entre paladar montañoso y lenguas arbóreas articulaba su voz gutural. Vi rostros y figuras que la niebla iba forjando y envolviendo y diluyendo. Al volver la vista atrás ya solo me mostraba un pálido telón glacial. Largo el camino hasta aquí. Larga la partida. Aún no termina. h Sé que es difícil para ella, pero lo es también para mí. No me puede pedir lo que no tengo. Tengo mucho amor para dar y ella ya no lo quiere recibir, se le metió en la cabeza que no es amor sino lástima. Lástima la que siente ella por sí misma. Yo la quiero, hemos pasado por demasiadas cosas. ¿Se estará olvidando? ¿Le estará afectando la memoria también? Hundirse en su propio lodo me arrastra también a mí, y yo no quiero que me arrastre, no quiero que ella se hunda. h Ya no quiero tener ventanas. Si no las tuviera, no recordaría a cada momento que hay un afuera. Mejor no verlo, olvidarme con el tiempo de lo que no puedo tener. Que la oscuridad me atrofie los ojos y el encierro haga igual con mi olfato, gusto, tacto. Tapiar las paredes y no escuchar más que mi respiración y mis sueños. h Cómo podría dejar yo de ver el horizonte, la manta azul intenso que cubre la mañana despejada, la espuma oscura que pende del cielo antes de caer la tor-
h
menta. Cómo despedirme de las luces de la noche, si no es para ir en busca de otra luz del día.
Tu padre no entendió nunca el vínculo que teníamos tú y yo. Que entrara por la puerta y tú no lo recibieras con un abrazo es culpa suya, por pensar que sus hijos son hijos solo por estar hechos con su esperma. Y se excluyó. Cada vez la puerta se azotaba menos, la cama gemía menos, sus pisadas silenciosas crujían menos en las nocturnas maderas del piso; su plato, su comida, su voz, su dinero, su nombre venían a visitarnos cada vez menos. Tu padre… todavía lo amo. ¡Cómo lo abrazaría si volviera a entrar por esa puerta! h
Solo pude tener un hijo. Y lo vi nacer, y lo sentí nacer, y lo sufrí nacer. Solo uno. Uno pone sobre los hijos tantas esperanzas. Uno pare a otro y cree estar pariéndose a uno mismo. Y luego… uno se muere, y los hijos siguen viviendo, y a uno lo entierran veinte años después. Deberían matarnos más pronto o simplemente largarse.
Mamá me voy a casar. Con una mujer, pues. No, no es una buena mujer, pero yo soy un masoquista maloliente. Deja de preguntarme tonterías, si quieres saber si se parece a ti solo pregúntalo. Te diré que no, es muy diferente. No se llama como vos. Me hace sexo oral, me satisface totalmente en la cama, sonríe cuando me tiene dentro, me mira a los ojos cuando me habla, me habla aunque esté ocupada, me tapa los ojos cuando llega por detrás, lee mis cartas antes de dormir, mis poemas antes de salir, lee mis manos y mi cuerpo cuando llego cansado y amarillo. Me pone paños de agua fría en las preocupaciones y, sobre todo, me llama por mi nombre.
h
h
Mi madre me dejaba solo en casa. Pasé la parte más significativa de mi infancia encerrado, viendo un montón de imágenes y diálogos baratos en la televisión. Perdí mi niñez, no debe pasar lo mismo con el resto de mi vida. Mamá, hoy decido que no te quiero tanto, hoy decido que no volveré a encerrarme frente a un televisor, hoy decido que quiero equivocarme y acertar, caer y levantar, pisar mierda, acostarme con una mujer absolutamente borracha e inmóvil, avergonzarme por mi bocota, acostarme solo en mi cama a sentirme mal por no haber entendido que la mujer de mi vida acaba de salir por esa puerta y yo no la puedo detener, porque sabe que me acosté con otra mujer absolutamente borracha, inmóvil e irresistible.
Señorita, usted es dulce y frágil. Señorita usted será mi mujer. Señorita, cocine para mí, tienda la cama y lave platos. Tenga mi hijo y abúrrase. Haga el amor con otro hombre y no deje que la sorprenda infraganti. Así no me verá salir por esa puerta definitivamente, después de esperar un pretexto durante tres años y medio. Señorita, no intente arrancarse los pelos por sus ataques de ira descontrolados. Deje a un lado ese cuchillo, señorita. No intente matarme. No me entierre en el jardín. No llore desconsolada, o bueno, hágalo pero ya pare, que los vecinos ya la vieron, tal como quería usted. Señorita, todo el mundo creyó su versión, no hay por qué insistir. ¿Señorita? No se culpe, ese mal nacido la abandonó, a usted y a su hijo.
Más allá de la montaña hay un panorama diferente, personas diferentes. En otro lugar yo soy otro. Este lugar me ata. Y no me ata este lugar. h
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Tiene la fuerza de una amazona, usted, para afrontar una vida tan dura. No pierda la memoria. No se olvide de mí.
acabas de morder y absorber la energía. Me remueves recuerdos. Porque el ruido que queda en mi cabeza no para.
h
Te voy a encontrar inevitablemente sentada en mi cama, poniéndote el sostén que te saqué la noche anterior. Inevitablemente sentada, de espaldas a mí, porque no sabes que ya desperté y que estoy memorizando esta imagen. Y no sabes con qué gesto me vas a ver cuando despierte, ni qué me vas a decir. No sabes qué vas a hacer, cuando te des cuenta de que volverías a hacerlo.
Por qué me pasan estas cosas a mí. Tengo un perro rabioso tras de mí, ladrando, babeando. Sé que está ahí y atacará en cualquier momento. Siento su aliento chocando contra mi espalda. Puedo olerlo. Por qué me pasan estas cosas a mí. Estás frente a mí, sé que no debo. Me miras y haces como que no miras. Aprovechas cuando no te veo. Respiras y exudas partículas de sudor y perfume, de piel, células muertas y sustancias vivas. Esto que me invade el aire no es sino un olor a vos. A vos sobre mí, a mí sobre ti, a este perro rabioso atacando. Pero un perro rabioso es un perro rabioso. Ataca, perro. No, no ataques. h A mí me importa poco. Estoy paseando por la plaza, viendo palomas que caminan porque no pueden volar, son demasiado obesas. No es su culpa, sino de quien les da de comer. Veo las hojas de los árboles en el piso, les paso por encima con la silla. Una de ellas se queda pegada en la rueda derecha. Una de las manos que me está empujando por detrás la despega y la tira. Es mi hijo. Me pone la mano sobre la cabeza. Juega un poco con mi pelo. Para y pone la silla junto a un banco de la plaza. ¿De qué querías hablar, hijo? h Yo soy la mujer que estás buscando. La que tiene dueño. La que se escapa, se escurre, como sombra entre sombras, para venir. La de cuerpo plástico y elástico. Me desnudo ante ti, prenda por prenda, y nunca te dejaré tocarme. (Mis pechos hoy son más blancos, mañana estarán más oscuros. Las pecas y los lunares que ves, ayer no estaban. Parecían porcelana mis hombros. Hoy mi piel se ve más blanca, mañana más oscura). Tengo dueño. Y quisiera tener otro cuerpo para que sea tuyo. h
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Bombos, tambores y fuelles dentro de mis costillas, cuando camino a casa a ritmo desgastado, cuando tengo que volver a casa caminando sin ritmo porque tú te vas por otro camino, porque te acabo de encantar y me
Una vez que estés vestida, te vas a ir apurada, porque vas a trabajar, o porque tienes que pasar por casa para volver a salir enseguida; tal vez te vas a encontrar con el mismo tipo que está caminando a casa contigo por otro camino, mientras yo camino mis pasos, mis latidos. Y me acuesto a dormir. h No quiero hablar más, decido no hablar más. Desde ahora miraré únicamente, escucharé también. No tengo a quién tocar por eso no tocaré. h Entro a tu habitación y no veo absolutamente nada, es tal la oscuridad. Un olor a ese perfume que sueles usar me derrama sobre el piso, como hizo el mismo olor la furtiva primera vez. Y siguió siendo así. Nunca pude, como hoy, acariciarme tanto con tu olor, no tener que huir o disimular mis palpitaciones aceleradas y mis glándulas; y las células y las fibras cutáneas, y las yemas terminales nerviosas, todos listos, en guardia, expectantes. Hoy no. Y la sombra se va filtrando, la luz va surgiendo de lugares desconocidos, ya se dibujan siluetas, ya veo tu cama, y tu ventana, y tu mesa de noche, y la silla llena de cosas que no distingo. Me acerco lento y, previsiblemente, estoy en tu cama. No sé qué vas a decir o cómo vas a reaccionar cuando me encuentres o cuando me confundas con alguien más. No sé qué vas a hacer. Me quito de a uno los zapatos y con camisa y pantalón de traje estoy recostado a tu lado, bajo las mismas sábanas. De espaldas a mí, respiras muy lento. h Entraste. Esperaba que me tocaras, que por lo menos encendieras una luz para verme dormir, aunque
no dormía, y tampoco estaba despierta. Estaba en ese limbo de sueños despiertos. Menos mal que estuve de espaldas porque no hubiera podido sostener mi teatro, te habrías dado cuenta, me habría tentado de darte un beso y aparentar que no me doy cuenta de que eres tú. h Ahora sí te toco y te abrazo y te aprieto los senos más de lo que te gusta, creo. Y no puedo aguantar más, quiero sacarte toda la ropa de un tirón pero me retengo porque no es de buenos modos. Me contengo. ¿Te estás conteniendo tú o te estás dejando llevar? ¿Te vas a arrepentir mañana? —¿Te vas a arrepentir mañana? —Mañana te digo La sábana toda fuera del colchón (y qué horrible palabra esa: colchón). Demasiada luz con la lámpara y muy poca sin ella. Mi mal estado físico y el no conocer tu cuerpo. La línea de blancura de tus senos, de tus caderas. Tú en la cama que no te conoce, mirando un techo distinto y una ventana distinta. No vamos juntos a comer, ni al cine, ni a fiestas de amigos, ni de vacaciones, solo vienes y nuestras sangres cambian. Mezclamos sudores pero no vamos a ningún lado, solo venimos acá. h No quiero que salgas a la calle, hijo. Te puede pasar algo. Por suerte, mamá. Me pasó algo.
IVÁN SALAZAR (Loja, 1984)
Músico, actor y escritor. Inició su formación musical como autodidacta, integrando agrupaciones populares locales. Llevó a cabo sus estudios como Compositor en Buenos Aires, Argentina (Universidad Nacional de las Artes). Actualmente reside en Vancouver, Canadá, donde realiza estudios de posgrado en Composición Musical (University of British Columbia). En su producción combina lenguajes artísticos (videodanza, audiovisual, teatro). La CCE Núcleo de Loja publicó sus libros de relato y poesía El pasado mañana y Un puente de versos. Ha participado como actor y director en varias obras teatrales en Buenos Aires y en Loja; también ha dictado talleres sobre creación musical y actuación en Loja y Zamora Chinchipe. Sus obras han sido interpretadas por las siguientes orquestas: Sinfónica Municipal de Loja (en el Festival Internacional de Música FIM Loja 2014), Sinfónica de Cuenca y Sinfónica de Loja (en el Encuentro de Compositores de Vanguardia 2014). Recibió una mención especial en el XII Festival Ecuatoriano de Música Contemporánea 2016 por su obra para piano La Salida. Integra la agrupación musical Chakana Bit como compositor, cantante y guitarrista.
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Paulina Soto Pausa Si tú te vas, Amor mío Habrá un sol esplendoroso Las risas de los niños Me contagiarán Y yo reiré también —Diré de alegría— (Nadie me verá temblar los labios) Esperaré en la ventana Una luna superdidáctica De la que lactarán los cerdos Y mostraré un asombro legañoso De letargo trasnochado A los que me escarban la ropa (Nadie sabrá que me despiertas) 58
Si tú te vas La angustia me matará Por dentro Igual que a los dioses Adorados por las hienas Fracturas que huelen a viejos dolores Se me enraizarán entre los pulmones No quiero interrumpirte Con este amor pendejo Que me duele en los huesos Cuando está a punto de llover Por eso Aquí todo es impermanencia detenida Mi rostro no muestra nada No hay sufrimiento, llanto, ni condena No hay muñecas cortadas Ni crisis No hay abrazos que duran un siglo No hay ruegos a los altares y a los soles Igual que la golosa estatua de sal Que miraba asombrada el incesto de sus hijas No hay infierno Más que en mi epitafio
Glaucoma
Lágrimas
Mi hermana camina dentro de un túnel que se derrumba Ya no importa que las diosas hayan envidiado su cintura Camina en una oscuridad súbita que perfora Yo no quiero seguirla
Cuando murió mi abuelo vino a llorarlo el nieto drogadicto que lo asaltó con una colt antigua Préstamo de un dealer y le quitó los ahorros que guardaba en el colchón
Unos duendes horribles le clavan las uñas en las córneas El dolor se extiende hacia el fondo de su perspectiva Y me dice: «haraste ver» mientras tiembla por el horror Yo no quiero seguirla Sé que estoy en el filo del barranco triste animal acorralado prefiero las piedras filosas del acantilado a la amable mano blanca con olor de cloroformo que gana en dólares por manosearme el ADN No es verdad que mis otros sentidos se vayan a agudizar provocándome placeres potenciados No soportaré el terror de las eternas sombras No es verdad que el glaucoma provoque las mejores intenciones del corazón como la santa tía abuela enceguecida que murió en la paz del señor rodeada de los sobrinos que le dio el diablo Yo no quiero seguirla
Cuando se agachó sobre el sarcófago trató de sacarle los dientes de oro con una tenaza y entre llanto y otros fluidos dijo: «El viejo ya no necesita dientes» Era cierto ni para dejarle las dracmas en los ojos porque los sacrílegos no suben a la barca de Caronte y él, cura laureado de parroquia urbana, había tenido dos hijos de sus penitentes y convivido con la inquilina que tenía un puesto de azahares y morocho Igual le partimos las costillas al engendro fumador Porque los hombres no deben llorar hacia afuera sino con coagulaciones dolorosas hacia adentro
Y no dejo de preguntarme ¿Cuántos segundos caeré si me arrojo por la ventana? ¿Echarán sus plumas inmundas las palomas asustadas con el golpe definitivo de mis huesos contra el suelo?
PAULINA SOTO (Loja, 1973)
Ha publicado las siguientes obras: Muchachas ocultas, cuentos; ¡Alas!, cuentos; Caricias y puñaladas, poesía; Antología poética de autores lojanos, coautora con Darío Jiménez; Loja: cultura de traje y corbata, ensayo; Samay Pushac: guardián de los sueños, novela; Ciudad de vírgenes, novela; En boca de marte, poesía. Visite: http://dragonluzeditorial.wordpress.com 59
Darío Jiménez Motocicleta En la loma de los limoneros ochenta y siete papagayos lo enterraron. Yo también. Por caminos torcidos de maizales secos, con inquietadores asobios lejanos. Yo también Hugo Mayo
Juan García Madero, fumando un cigarrillo, en el bar La Mala Senda, calle Pensador Mexicano, México D.F., junio de 1982.
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sted cree que alguien puede dar fe de la revista Motocicleta y de ese loco descolorido que proclamaba haberla editado y ser su abnegado idealizador; pues déjeme decirle que no, que nadie; excepto, claro, este personaje que tiene delante de usted. A mí me llegó el dato cuando estuve en la cárcel, allá por el año de 1976. Dentro conocí a un joven un poco mayor que yo, de mediana estatura, flaco hasta casi transparentarse, barba hirsuta, rasgos aindiados y ojos desorbitados que decía estar al mando, entre risas, de un grupo de poetas, ¿estridentistas?, no, creo que no eran estridentistas, más bien creo que su nombre tenía algo que ver con las vísceras y con el realismo. Este hombre me dijo que había conocido a un tipo que portaba la revista Motocicleta (una ya mítica publicación que se mentaba entre susurros por los pasillos de las bibliotecas y de la que no se podía decir nada en la universidad, y mucho menos comentar sobre ella
a los profesores), y que era tan real porque aparecía, la revista, cada 360 horas, y que hasta la fecha, la de ese entonces, ya debían de haber más de un millón de ejemplares. Él la leyó una vez; desde entonces dejó de escribir para siempre y se dedicó solo a pensar la poesía, sentir el mundo y robar a las personas. Era una locura, pero cómo desconfiar de un hombre que no dormía, o al menos si lo hacía debía ser con los ojos abiertos; cómo desconfiar de un tipo que sabía hablar en cinco idiomas diferentes, pero que apenas se le entendía el español, y cuando lo usaba era para decir alguna incoherencia o para expresar su dolor de pies. Me contó, como ya le iba diciendo, una noche que no podíamos dormir (él nunca podía), que la revista la llevaba consigo un austriaco llamado Heimito, al que conoció en una cárcel de Tel Aviv y que desde que lo abordó le había hablado de poesía, pero que el hombre no entendía mucho del tema. La revista, le dijo Heimito a mi amigo de la cárcel, era una obra de arte, resumía en sus páginas todo el saber de los vanguardistas y, sobre todo, era un ejemplar digno de ser conservado en una vitrina antibalas, así me lo dijo él, no estoy mintiendo. A lo mejor Heimito quiso decir en una vitrina que la proteja del moho, pero dijo balas, era un tipo hermoso, hermoso en su desequilibrio, me dijo mi amigo. Al parecer Heimito siempre estaba soñando con escorpiones, y, como estos eran invisibles para los ojos en la oscuridad, él les temía, pero les temía más cuando la luna de Tel Aviv los alumbraba y su fosforescencia calcinaba los ojos, igual que el veneno de su aguijón. Pero a lo que íbamos, mi amigo de la cárcel seguía hablando de la revista y decía que era una exploración y explosión intelectuales en contra de las culturas
establecidas de las letras de Latinoamérica. Heimito siempre contó muchas versiones de cómo dio con la revista, todas ellas muy normales para ser ciertas. Pero la que más convencía, por descabellada, era aquella que hablaba de un escritor fantasma, ya casi en el límite de su vida y con una ceguera de abismo, que apareció en el metro de Viena y le cambió la revista por unas monedas que Heimito sustrajo a un turista en el Naschmarkt. Entonces Heimito, como se había hecho tan amigo de mi amigo, porque mi amigo siempre lo protegía y le daba resguardo ante los inminentes ataques de los escorpiones, le regaló la revista que llevaba en su morral, se la entregó cuando los dejaron libres para que cada uno siguiese su rumbo. En cuanto a la revista, yo la leí, y debo decir que no era nada de lo que me dijo mi amigo de la cárcel, mucho menos lo que me habían dicho mis excolegas de la universidad de Zúrich. No. Era algo totalmente diferente por grotesca. Los poemas casi salían de la revista
para devanarte los sesos. Era como coger una fragua y vaciártela sobre la cara. Te derretía el alma y desconcertaba el cuerpo casi hasta la náusea. Yo la conservo, pero no me atrevo a leerla. Creo que la guardaré para encomendársela a un amigo ecuatoriano, poeta mediocre que anda buscando esos fósiles de la literatura de ese entonces. Yo ya quedé satisfecho de esa invitación al caos de los sentidos. A mi amigo de la cárcel no lo he vuelto a ver, pero según tengo entendido, sigue el rastro de una escritora desconocida y olvidada por todos, a la que se le atribuía la manía de devastar legiones enteras de poetas con el movimiento de sus caderas. Creo que era bisexual. Hugo Mayo, el que dirigió la revista en su tiempo, me imagino que murió sin entender por qué de la revista que había publicado solo quedaba un ejemplar, y según cuentan por ahí, lo había entregado en las manos al mismísimo Roberto Bolaño, en el Zócalo del D.F, mientras tomaban un café con leche, meses antes de morir.
DARÍO JIMÉNEZ
(Cariamanga - Loja, 1984) Cuentista y poeta. Ha publicado la Antología poética de autores lojanos (2010) junto a Paulina Soto, y los libros de cuentos Un día me bañé desnudo (2011) y Genealogía del imán (2017). Ganador del Concurso de Narrativa Ángel F. Rojas. Forma parte de la Antología del Nuevo Cuento Ecuatoriano Despertar de la Hydra (Editorial La Caída, 2017), compilado por Juan Romero Vinueza y Abril Altamirano. Actualmente trabaja en el campo de la docencia.
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Karen Alexa Calva
¿Castigo o venganza? Me soltaste hacia la que debió ser tu fosa, Y lo que es peor, con mi aquiescencia.
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l sonreía y a mí me parecía insípido como la lluvia, la lluvia que trazaba con lápiz gris las paralelas oblicuas sobre el fondo más oscuro de mi odio. Pero él sonreía siempre, cuando contaba las diez mil historias del conejo listillo, cuando decía que la vida puede cambiar de un momento a otro como la de Pedro Cenizo, cuando hacía mis postres favoritos con formas de animalitos, y ahora, cuando me pegaba con un látigo hasta lacerar mi cuerpo, porque la borrachera es un ‘estado inconsciente’. —¡Levántate! —dijo. Lo miré con rabia, la sangre que brotaba de las contusiones que había provocado en mi cuerpo, hacía arder mi sufrimiento.
Las agresiones crean resentimientos, los resentimientos miedo, el miedo decisión y a veces la decisión se acelera y cobra respiración propia o ajena. Me resulta impreciso decir que en este punto de la historia, empezó a cultivarse en mi cabeza la idea de matarlo, quizá fue mucho antes, en alguna fecha no recordada, mientras el resto recorre la ciudad, toma un vodka en el mejor bar, conoce el amor, o está agonizando en un hospital. Yo hubiera preferido cualquiera de esas opciones. Pero ¿por qué la realidad ha de ser así, como se quiere? Ser agredido, te aísla del resto del mundo, pero también te confina, concentrándote entre lo que tienes en las manos. Me dediqué noche y día a maquinar un plan perfecto. ¡Con qué disciplina espiaba sus rutinas y horarios! Otra persona probablemente hubiera meditado y hasta intentado la acción misericordiosa del olvido. Pero olvidar significa prescindir del miedo y la afectación, y para que eso suceda, no debe vivir el agresor (en mi opinión). Agustino, mi padre, era algo más que una lata. Era un bastón, un obstáculo, que se cruza entre los pasos firmes de las personas y provoca caídas estrepitosas. Creo que de Agustinos está empedrado el mundo, y estoy dispuesta a vocearlo desde los tejados. Dicho de otro modo: son como la mala hierba. Uno en el césped parece inofensivo, pero, como no lo arranques, al día siguiente encontrarás cientos. Me llevó semanas articular una buena treta. Cada viernes, esculcaba entre sus bolsillos la navaja de afeitar que llevaba siempre consigo, ¡con cuánto esmero la afilaba!, ¡con cuánta delicadeza la depositaba en sus manos, para acercarle a la garganta! Sin embargo, cada vez, algo o alguien impidió que consumara el acto: los pasos de mi madre, los vozarrones de mis hermanos, los jolgorios del vecino, los arañazos del gato en la puerta. El mínimo ruido me alejaba de mi objetivo. Ayer visité la casa de mi infancia, después de una década de ausencia que en vez de alejar, fortaleció las vengativas intenciones. Era el día justo, la hora premeditada, las circunstancias idóneas. Mi padre estaba durmiendo seguramente después de un día de copas con sus amigos. Mi
madre tenía el televisor a todo volumen, mis hermanos con poca frecuencia los visitaban. En vez del gato había un perro con sentido nulo del oído y olfato. Casi no podía contener mi sentimiento de victoria al sacar la navaja de su bolsillo (como en los tantos ensayos), él no podía ni siquiera soñar los alcances de mis enrevesados deseos. Me reí entre dientes. Hubo un ligero movimiento de su cuerpo. Me quedé quieta por unos minutos, y cuando no observé ninguna inmutación más de su parte, deposité con suavidad la navaja en su puño, y lo conduje hasta la garganta. Mi padre se incorporó entonces, pero no sobresaltado como en mis pensamientos (suplicando y pidiendo perdón) lo veía. Su habitación estaba tan oscura como una noche sin luna y sin estrellas, y no pude percibir su rostro, un chasquido descendió de sus labios, pero no era de terror, miedo o tristeza, era esa sonrisa, ¡sí, esa!, la misma que me había aterrorizado cuando era niña.
Me enfurecí mientras creía observarlo y me precipité a consumar el acto. Solo clamó un gemido seco y sentí cómo la sangre empezó a borbotear. Salí sigilosamente. De repente, esas ganas por ver el fruto de mis sueños consumado, me invadieron. No era morbo, no era capricho, como muchos de ustedes deben pensar. Era aquella necesidad de palpar la medalla después de una competencia ganada o de recibir el diploma cuando al fin nos graduamos. Ingresé nuevamente, prendí la luz con el júbilo de un hallazgo esperado. En la cama yacía, con los ojos abiertos, desangrándose y aproximándose más a la muerte segundo a segundo: ¡mi hermano! Me restregué los ojos queriendo sacármelos. ¡Había heredado la sonrisa de mi padre! Evidentemente pensó que le jugaba una broma. ¡Mi padre estaba en la otra cama!, Aturdido, mirándome fijamente.
Karen Alexa Calva (Macará - Loja, 1990)
Sus raíces, origen e historia no habría de revelar nunca, pero le dotaron de las herramientas para descubrir que necesitaba crear un mundo de ficción o la realidad sería un lugar bastante sórdido. Licenciada en Ciencias de la Comunicación Social. Desarrolló una experticia en gestión de proyectos en la Universidad Estatal de Cuenca. Realizó un taller de narrativa en Lima, Perú, por dos años. Actualmente ejerce la enseñanza y es activista social y cultural. Los umbrales de la escritura empiezan a germinar con la lectura de obras de Edgar Allan Poe, Boris Pasternak y John Steinbeck, y se fortalece con la creación de su primer cuento ‘El Alcatraz’. Actualmente escribe géneros como: ensayos, relatos y novela. Su inclinación por la belleza en el horror de un crimen es inherente a su personalidad. Ha publicado en las revistas De Frente y El Faro, y en la antología Y nos pusimos cuerdos.
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Patricio Mora Calle Esquina rota Ríos de asfalto inmóviles habitan la noche, tartamudean las luminarias bajo la aurora, cristales derretidos en las aceras palpitan, se quiebra el tiempo en el estruendo del día, un cuerpo joven escupe su alma ante el río y el grito no da realidad al progreso que vivimos. Un segundo gira sin término y el estruendo abre el cielo con una ráfaga de cortinas grises, lúgubres señales con olor a agonía y humo, relámpago sordo que se ahoga en los tímpanos y en los ojos abatidos de una venganza abierta esta voz no entiende por qué nos asesinan. El espanto tiene aves con plumas de acero, tiene huevos que nacen con fósforo blanco y napalm, tiene sello extranjero y una firma emblemática, tiene su teología bajo leyes de carniceras sectas tienen el mineral amontonado a sus vergüenzas. Una mujer con atuendo de virgen rasgada sus velos, tiembla en oraciones en el polvo habitado de sangre junto al cuerpo sin nombre y sin alma de su hijo, mientras que su dolor de madre no le apaga su vida, invoca un delirio vengativo hacia el Creador con pereza, con esos dolores tan cercanos y hondos que amenazan con los que se puede odiar al enemigo con las vísceras…
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Los poderosos traen pan dañado para nuestra agonía, alimentan el cielo con aves que escupen fuego, llenan vuestras inocencias seducidas por la rabia; los Aliados en un bar juegan alegres y cantan mientras disfrutan del festín de las dictaduras con sus gobiernos infectados de cleptomanías, muestran que su orgullo ansioso de infinitas cuentas mantienen las edificaciones de los polvorines llenos que pronto caerán por el peso de sus crímenes atroces cuando la luz de las ciudades no alimente el dinero.
Las balas hallan destino De pronto como si el aire llorara, silba el silencio, sueña el destino involuntario ante el miedo y muertes silenciosas en el alma temprana rasgan la brisa con sus ojos fugaces de sombras; esos ojos con dagas de plomo y venganza infinitas, esos ojos con alarmas trémulas que se clausuran y nos cierran las puertas existenciales del perdón. Sin embargo el astro al amanecer brilla su longitud, danza lento y descubre los límites indefinidos de la luz; allá y acá nos rendimos entre cadáveres tempranos que no definen su tiempo, ni su canción, ni su epitafio; devastado por ecos sonámbulos que las bombas lanzan con recuerdos en la herida nuestro pulso se detona determinado por el cañón que siempre cumple amenazas, yace con terror entre las sombras de los cuerpos y los hijos entre el silencio del polvo y la llama que deambula en las esquinas, y los gritos que no gritan porque a veces el miedo también es mudo. Las luces crepusculares alargan el fin y siento la vida quebrarse; se sacian en sus batallas de sangre los mercenarios, la pólvora con sus dientes filosos que llevan a cuestas, aún muerden el cielo y avanzan como plaga hambrienta, como luciérnagas malditas y rectas, atentas, dispuestas; hieren el ocaso donde solo amenazas habitan y atraviesan el estruendo siniestro de sus ocupaciones, adornándose de cuerpos desvalijados de alma.
y las letras no podrán borrarse del espíritu de la tierra de los hambrientos, ni el fango de sus homicidios ni la mirada de locura del soldado disciplinado, ni aquellos que viven el holocausto que los persigue, ¡viva la libertad, nuestros hijos no tienen pulso! ¡viva la libertad nuestros pueblos están desmembrados! Es tarde, muy tarde, respiro la putrefacción circundante: resignaciones se funden en los ojos de una madre, asesinada su esperanza, marcha en el viento de oriente, nuestra historia agoniza mientras avanzan soldados, nuestros héroes rendidos se suicidan, caravanas con banderas extranjeras nos esclavizan, y nuestra vida alarga una derrota, nuestra vida es el vacío del hogar hecho cenizas.
Parecen marchitarse los uniformes, súbditos del crimen, desalmados, en el fuego de sus ojos se ven gloriosos, las armas que acarician sus honores descansan, son relevados por tropas de pájaros fríos y siniestros, devoran el polvo y los caminos, la catedral, el campanario, hicieron volar sin alas a nuestros hermanos en la misa nos dieron invisibles esperanzas libertarias y consumieron como plagas las ciudades reconstruidas. Ya se van los defensores con sus armas anémicas… cruzan entre el ruido anestésico de las metrallas, y el suelo es resguardo como hogar amado y el suelo es hogar como refugio del compañero, porque los gobiernos enmudecen cuando hacen negocios y en los pueblos no hay nadie que nos salve, ni sindicatos transatlánticos que nos socorran ni fábricas constantes de muerte que nos sepulten porque fuimos humildes en la pobreza, y el mineral no nos importaba, porque era mejor dejárselo a la tierra ¡que el oro adorne sus cuevas y el petróleo sus entrañas! porque más allá de las guerras no pudieron negociar y dijeron que no valía la pena la dicha del hogar que la libertad era el pretexto para imponernos una compañía que esclavice nuestro vecindario. Mientras rompan nuestras débiles fronteras, nuestros hijos serán marcados por las alarmas, tendrán venenos de rencor sus carnes y sus huesos, entre suspiros sus ojos caminarán en la desolación, lamentarán romperse los pies en las ruinas de la ciudad, no habrá un parche que abrigue su orfandad y la ocupación será cicatriz en cada generación,
PATRICIO MORA CALLE (Loja, 1984)
Escritor y poeta lojano. Miembro del Taller Literario ‘Pa´labrar’ de la Casa de la Cultura Núcleo de Loja. Ganador del Concurso Nacional Festival de ‘La Lira y la pluma Lojanas 2011’. Ha publicado los libros de poesía Cristales de plomo humo y balas, Universidad Nacional de Loja; El muelle de siempre, Residencia en el exilio, CCE Núcleo de Loja. Su poesía también aparece en revistas impresas como Pa´labrar y Letra Fuego. Actualmente desempeña la función de docente de Legua y Literatura en el Colegio Fiscomisional San José de Calasanz.
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La ciudad muere dentro de un vaso la ciudad se sofoca la ciudad hace gestos de impotencia y grita está condenada al naufragio la ciudad muere dentro de un vaso y caballos rojos lamen la sombra de hombres con cabeza giratoria hombres sin rumbo de caminar precipitado y mirada agorera hombres adheridos a la monomanía de los libros amar la sabia locura es honorífico si los poetas somos dañinos que machaquen nuestras manos y den de comer al dios hambriento
Ahogo mientras escribo voy perdiendo algo sobre los hombros mientras camino la ciudad se hunde mis manos son una figura horrenda no solo mis manos también la cabeza el cuerpo mi sombra —me falta el aire— aquí en este pequeño gran infierno hay casas endémicas calles rojas camino junto a locos y suicidas y junto a ellos me ahogo mi cabeza pierde su cuerpo mientras escribo mis manos son una cosa líquida desfigurada dejando huellas sobre el papel con un estruendo mudo en el silencio el ahogo en el ruido el ahogo en el abrir y cerrar los ojos la amargura el ácido existir 66
mientras escribo desciendo
los poetas desaparecen en las ciudades y suplican: ((deposita destino nuestros nombres en una mezquita y enséñanos a fecundarnos en la insurrección de los vientres maltratados)) ¿escapar del bullicio ensordecer la marea apuntar la sien y disparar es honorifico? ¿dejar naufragar a la ciudad en la sangre de los siglos es honorífico? hay que consumir la inefable alegría de las niñas desalojar el idilio a las muñecas de la muerte la artificial armonía del postdiluvio beber la sangre el llanto la desazón de la ciudad beber hasta perder la cabeza y todos los órganos y luego con furia perpetua apalear sus piernas empujarla hay que hacerlo de algún modo debe emerger debemos hacer que escape del bullicio del silencio del naufragio de su condena respira hermano el aroma moribundo de la serpiente de asfalto
que transitamos en peregrinación a la desdicha sumerge el almizcle diluviano en el vaso y bebe que la mortaja consumida de las concubinas de arrabales describe la situación intensa de parir coleópteros por la boca la ciudad burbujea yace en el fondo del vaso esta noche la sangre se hace vino y terminaremos vencidos sobre las palmas de la embriaguez
De rodillas sobre sus propios escombros el híbrido duerme —Yo escribo pero en realidad agonizo—
pero mañana la resaca me atravesará quemarán mi nombre y buscaré mi cabeza entre la multitud ¿qué será de la ciudad si el futuro es el segundo inmediato a esta línea qué será de la ciudad si permanece sumergida?
Pesadumbre Pesadumbre de siglos arraigada a un corazón agónico / el corazón de un negro cordero abandonado a su suerte / bípeda figura acurrucada en la tormenta La pena arrasa la calma / la poquita calma que poseo / la calma que creo poseer / porque los días son batallas cráneo a cráneo entre el animal y el hombre que me habitan / porque la pena es un huracán con manos siniestras que estruja mis ojos hasta desangrarlos —sangre traslúcida desciende por mis pómulos soterrando en la oscuridad el rostro marchito— El invierno cabe dentro de un hombre lo sé porque tengo un invierno prolongado dentro de mí y me abraza el frío y ese frío congela la hierba / el cordero será un hombre escaso de alimento / silueta delgada desapareciendo en una estría del espacio-tiempo Hacia afuera taladra la pesadumbre y un agujero es la nueva forma del corazón / grita el cordero y nadie le consuela / bala el hombre a todo pulmón y explota
PATRICIO VEGA ARROBO (Cariamanga - Loja, 1987)
Se declara un pirómano escritor provocando incendios en bosques de cabezas. Coordinador del Colectivo de Arte y Cultura Letra Fuego, administrador del Blog Cromosoma Lunático y fundador de Viz-k-cha Editorial Independiente. Tallerista del Grupo Pa´labrar de la CCE Loja. Pertenece al círculo poético Habemus Poesía. Publicó Desarraigo (muestra de poesía, 2016). Desordenando el silencio (recopilación de poemas 2009 – 2012) y Naceré en el vacío con un cuerpo de agua contenido en un grito, 2017. Consta en antologías como: Wiwasapa, y Sensaciones Oníricas (Ecuador), Horror Bizarro cuento y poesía (Editorial Cthulhu, Perú) y Antología de Poesía Hispanoamericana (Editorial Casa Verde, México). Sus textos aparecen en revistas impresas y digitales del país y el extranjero. Su segunda pasión es la pintura.
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(Es la ausencia la única que define nuestros nombres) Curarse del espanto-de la carne-de las vacas sagradas del hambre. Curarse-masacre del dolor que nos lleva por diferentes paisajes. Curarse De la madre Del padre De toda tu familia
Curarse
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Curar se. De la soledad. De la apatía. Del poema carnívoro que hace un festín de mi cabeza. Cu-rar-se Caminar apátrida en mi cuerpo. Desconocerme. Romper los límites de mi sexo y darle el nombre de una fruta que crece en el desierto de las definiciones. Curarse de la verborragia del silencio. Decir las cosas que duelen para sanar: El cielo desde mi ventana se conjetura como un carboncillo con el que dibujaré el fin de mi derrota. Es preciso derrotarse. /Es preciso amputar la raíz del alma/ Es preciso llamar a la sombra que dibuja nuestro rostro y decapitar su albedrío de la noche. Es preciso saber que se está enfermo para -querercurarse. Curarse de las fronteras que amarran nuestros sueños y que nos hacen levantar la bandera del imposible. Curarse del amor que sigue soñando en ser el centro del mundo.
Al contrario: Per-te-ne-cer-se Como un pájaro que dentro del cascarón devora sus alas para soñar con todo lo que pudo haber sido. Solo así curarse… Cu-rar-se de todas las muertes que nos hacen sobrevivir a la vida
En este juego En este juego no hay fuego, pero quema. En tus ojos, los pájaros mueren como en mi boca. En este juego no hay niños pero todos somos inocentes y violentos tan violentos que no temeremos matarnos hasta encontrar en la coraza vencida, nuestro rostro. En este juego no hay reglas pero no ames no ames a quien se busca en la herencia del muerto. No ames a quien busca en el espanto un sitio para vivir. No ames a quien busca en su vientre, el hogar que nunca tuvo. No ames a quien busca en el idioma la anacronía del amor y toda su estirpe. En este juego todos somos inocentes pero la culpa es la carta escondida en nuestras manos. En este juego no tenemos hambre de cuerpo pero somos un órgano bulboso que talla sus raíces en el animal perpetuo de nuestras piernas. En este juego no hay culpables todos somos mamíferos de sangre fría hasta que se demuestre lo contrario en la pupila.
El amor de las hormigas Usted me dijo que el amor sería esto: Esperarlo en una esquina. Contar el número de hormigas feroces que devoran el vientre de una mariposa. Escuchar el sonido del agua cuando limpia sus líquidos de mi uniforme. Ser la hija ajena de un hombre que me lame el ombligo como un buen padre jamás lo haría con su hija. Pero usted no es mi padre, solo se ve como él. Lejano. Ausente. Esquimal en el verano de mis días. Yo me veo como mi madre, aunque nunca quise ser como ella. Vivo en la espera de una palabra que agonice mi miedo. Esta constante de aniquilarse en los labios del desamor. De intuirse como una barca abandonada en una isla. Escucho su carro aproximarse y comprendo que escogí ser esta mendiga de afecto porque así, alguien, también piensa en mí. Así también soy el humo de un volcán a punto de extinguirse. Papá ya no es coordenada ni hemisferio, solo el sonido de un río congelado en la sangre. Y usted es lo único cercano a mi herida. Usted me ofrece algo parecido a la ternura. Cuando estoy en sus brazos, recuerdo la niñez como una muñeca de plástico a punto de caerse de las manos de una niña, que llora de rabia y de recuerdo. Usted no es nada en esta historia, solo consecuencia. ¿Quién puede desear algo más, cuando se arrastra hacia una orilla como una estrella perdida, de un cielo que no existe? Usted puso sus dedos en mis caderas que se columpiaban en el regazo del infortunio. Usted es una pelota que yo estrello contra una pared cuando ha llegado al punto máximo de su gravedad. Yo soy esto.
Esto que hacen los padres cuando no quieren hijos y los dejan ahí, a un lado del camino con un cartel en el cuello, que dice: Cuarto en alquiler para un solo inquilino. Usted me dijo que el amor sería esto. Y dentro de mí no hay nada que lo contradiga. Solo la voz de mi padre que se va, que siempre se está yendo. Y uno se queda contando las hormigas que devoran un vientre, vacío de mariposas.
SARA MONTAÑO ESCOBAR (Loja, 1989)
Licenciada en psicología general. Poemas publicados en las revistas digitales: El humo (México), Monolito (México), La rabia del Axolotl (México), Efecto antabús (México), Palabrerías (México), La LewisCarroll (Argentina), Extrañas noches (Argentina), Digo palabra (Venezuela), Le Miau Noir (España), La Zine (Colombia), Letra fuego, Cromosoma lunático y Amazon (Ecuador). Relatos publicados en la revista impresa Kinkies (México) y en el libro cartonero Pasaporte (Dadaif Cartonera, 2017). Seleccionada en la antología de poesía y relato realizada por el Municipio de LojaEcuador (2017). Seleccionada para participar en Desembarco Poético Guayaquil (2017). Colaboradora de la revista hispanoamericana Liberoamérica. Publicó las plaquettes Génesis de ausencia (Viz-kcha, Loja-Ecuador, 2017) y El vacío de los cuerpos que aman (Editorial Despertar, 2017). Editora de Editorial Despertar. Administra el blog editorial Despertar, que promociona a gente que incursiona en el mundo del arte. Su blog es: elcuartodelasemociones.blogspot.com
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Andrea Rojas Vásquez Fragmentaciones 12:45 Pequeñas maldiciones son arrojadas con furia a través de mis dedos y mi boca. La casa está vacía y el aire se condensa en mis pulmones mientras bebo leche. [No hay glorificación en los actos cotidianos] pienso. Entonces guardo mi frasecilla inconexa en mi libro de anotaciones. —Soy una cazadora de frases— me digo. Acto seguido, me abrazo al lomo oscuro de un libro del que nada comprendo. Escribir acerca de escribir resulta irrisorio. Escribir es exhibirse como un muñeco de plástico y ser manoseado por niños de manos siniestras para no ser comprado. Pero quién entiende… Tu texto es muy suave, me dicen. Espera un poco «lo salpicaré de sangre» respondo. 70
Me doy autoconsuelo, mientras tanto mi perro lame su muñón de carne y me mira a la cara buscando todo aquello que no puedo darle.
13:15 Me gustaría poder caminar como la gente siendo más animal que gente, sin rostro, sin paisaje en la espalda, sin membrete ni aparente esperanza. Me gustaría caminar despacito, sola. Vacía y sola. 14:55
Cuando se me quite la costumbre de andar envejeciendo, cuando deje de pensar en los hijos que no vendrán y en el gato que no tendré, mi predilección será mirar complacida la caída del agua de la llave en la fuente.
15:00 A través de los nuevos lentes veo delatada mi adultez. Los rostros: manchas desencajadas y sin cuerpo, transitan menos grises por las calles. Pero la ciudad sigue siendo gris. Y el humo negro de las fotografías inmuta pero no detiene el fluir de la muerte. [Eres destructiva] sentencia la voz de quien ha parido mi vida para ser una metáfora funesta.
16:00 Una dosis de café amargo despierta mi pulsión animal más recurrente: la huida. Pienso en irme. Luego pregunto a dónde y guardo silencio.
16:16 Esta es una época de desencuentros y te pido que me abandones creo que la soledad me concederá un rostro propio.
Destruir y decorar a los que vinieron a la fiesta / a los que se fueron siendo fiesta / a los que nos miraban con el rostro ardiendo y la mirada de paraíso / a los que persiguieron nuestras caderas en habitaciones de humo / a los que miraban complacidos la caída / a los que jugaron las escondidas / y no supieron que solo nos hubiesen encontrado en la infancia. a los que esperamos en la oscuridad / a los que nos hicieron oscuridad / a los que se quedaron cuando ya no éramos círculos de fuego y saltaron cuando nadie más quiso saltar. a los que nos pusieron un poco de saliva en la eterna herida del vientre / y nos lavaron arrojándonos en el sonido de la piedra / a los que nos alimentaron aunque ya tuviéramos una casa a los que supieron que no queríamos regresar / a los que nos quisieron peinar y poner flores en el pelo pero descubrieron que teníamos un muñón de carne por cabeza / a los que besaron nuestra frente clara, de piel de animal confuso, a los que esperamos con patológica insistencia como una célula negra en el borde del ventrículo. A los que nos quisieron y quisimos y caminaron tímidos registrando la lluvia en la cartografía del cuerpo. A los subestimados a los sobre estimulados a los que intentamos cuidar como una plantita naciendo dentro de otra plantita a los que fueron pasajeros con ticket de ida y no de vuelta a los que intentamos volver «Somos las mujeres equivocadas amando a los hombres correctos» Desde nuestro lugar escribimos a los que no queremos que vengan a los que nunca vendrán. (este canto —no esta vida— consiste en destruir y decorar)
ANDREA ROJAS VÁSQUEZ (Loja, 1993) No estudia ninguna carrera afín a la literatura. Ha realizado publicaciones en medios digitales e impresos. Cree en la poesía.
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La suerte del Donnadie José Andrés Ardila
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l descubrimiento de la obra de Syzer fue más o menos algo milagroso, el resultado de una serie de casualidades que bien pudo haber servido de argumento para uno de sus relatos. Llegué a Washington con una maleta con ropa y otra repleta de los libros que no fui capaz de dejar en Colombia. La universidad
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me había asignado una residencia para compartir con dos extranjeros más. Todo hacía parte del paquete de servicios. En el Dulles International había alguien esperándome: una mujer más bien gorda y poco agraciada llamada Alice Larsson. Tomamos un taxi. El conductor, pesado y lento, guardó en el maletero la valija de los libros. La otra
la llevé conmigo. No supe cuánto tardamos en llegar a la residencia. Aún estaba somnoliento. Escuché entredormido la voz de Alice diciéndome que habíamos llegado. En el espejo retrovisor, vi los ojos pequeños del taxista, asediados por arrugas como las patas de cien arañas. Pagué la carrera rápidamente. Mientras subíamos las escaleras, Alice me dio algunos datos sobre la zona, los medios de transporte y la gran acogida de los programas del Whitman College en países latinoamericanos. No le prestaba atención. Solo quería tirarme en una cama y dormir por el resto del día. La presencia de Alice, su inglés un poco inflado y pretencioso, en cierto modo, empezaban a molestarme. Ya en el tercer piso, cuando ella abría la puerta del apartamento, me percaté de la maleta que había olvidado en la cajuela del taxi. Era demasiado tarde. El taxista iría quién sabe dónde.
cuento Lo lamenté un par de días y luego me olvidé del asunto. Cerca de dos meses después, sin embargo, al regresar de la universidad, uno de mis compañeros de apartamento me sorprendió con la noticia: En la mañana, el hombre del taxi había devuelto la maleta. La encontré sobre mi cama, junto con una nota en inglés: «No pude devolverla antes. Lo siento». Abrí la maleta y busqué de inmediato la colección de cuentos de Cortázar. Me recosté contra la cabecera de mi cama, leí algunas páginas, y en algún momento, de reojo, vi que entre los libros había uno cuya portada no reconocía. El libro estaba titulado The secret mechanism of chance (El secreto mecanismo del azar), y estuve seguro de que no era mío. Pensé que el taxista debía haberlo puesto en la maleta por error. Dejé los cuentos de Cortázar a un lado y lo revisé. El libro tenía en la primera página una dedicatoria ilegible, una suma a lápiz de quién sabe qué cosa, el nombre de la editorial: Black Cat, y el del autor: Ernst Syzer. Se trataba de una colección de veinte cuentos más o menos cortos y había sido editada en 1926, en Basset, una localidad del condado de Henry, Virginia. Devoré los cuentos del libro en unas pocas horas y, al final, tuve la sensación de un muy grato descubrimiento. Este sería el comienzo de una estrecha relación que lleva más de veinticinco años. Por aquellos días, empezaba apenas el doctorado en Literatura Marginal en el Whitman College —dado el nombre, no es difícil adivinar de qué se trataba—. Pero no me tomó más de una semana confirmar, para mi sorpresa, que, aún dentro del programa, el nombre de Syzer estaba marginado de los registros. La universidad se enorgullecía de tener la segunda base de datos más completa de ningunea-
dos en el mundo —la primera estaba en no sé qué ciudad con nombre irrepetible del norte de Alemania—, pero, aparentemente, Syzer se las había arreglado para permanecer anónimo: Un gran donnadie entre esa larga lista de donnadies que, se suponía, aguardaban a que se les asignaran sus merecidos lugares en la historia de la literatura universal. Todo indicaba que Syzer no era digno ni siquiera de ellos. Cuando pregunté a mis tutores y a mis compañeros, hombres todos de un amplio recorrido en el estudio de las letras, por alguna referencia acerca de Syzer, la mayoría me despachaba con un gesto de sincera y despreocupada ignorancia. Uno, después de hojear el libro de cuentos, me dijo que no perdería su tiempo con ese mediocre insalvable. Y otro, que me centrara en alguien que de verdad valiera la pena, algún surrealista rezagado entre tantos, o mejor aún, ese predecesor olvidado de Faulkner, Holden Caulfield, que había vivido tanto tiempo bajo la sombra indigna del creador del condado de Yoknapatawpha. Debo a mi naturaleza contracorriente que esta serie de reacciones haya acabado por acrecentar mi interés hasta el punto de replantear mi tesis doctoral. A pesar de mi edad, tenía veintisiete años, ya estaba más o menos resignado a que cualquier curso universitario, por revolucionario que pareciera, levantaba sus propias paredes dogmáticas. El renombrado doctorado en Literatura Marginal terminó siendo un cursillo de profesores que se llamaban a sí mismos irreverentes, y que guardaban entre los sobacos sus propias listas blindadas de autores célebres. Que no coincidieran con la de los Nobeles, los Pulitzer o los más vendidos del año era otra cosa. Ya lo dijo el mismo Syzer en ‘Dados trucados’, uno de mis cuentos favoritos: «Se puede escupir de muchas formas, amigo mío […].
Cuando pregunté a mis tutores y a mis compañeros, hombres todos de un amplio recorrido en el estudio de las letras, por alguna referencia acerca de Syzer, la mayoría me despachaba con un gesto de sincera y despreocupada ignorancia. Uno, después de hojear el libro de cuentos, me dijo que no perdería su tiempo con ese mediocre insalvable.
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«A veces creo que soy parte del sueño de algún idiota. He subido varias veces a la terraza y le he gritado a ese idiota que despierte de una buena vez. Pero el idiota continúa profundo. Lo siento. Lo siento, mamá. No soporto más esta realidad, esta condena al fracaso que es mi existencia. Búscame río abajo».
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La diferencia, es decir, lo que va del principiante al maestro escupidor, puede advertirse en la densidad de la saliva». De manera que toda la información que podía obtener sobre Syzer en ese momento era la que tenía en aquel librito de cuentos: una editorial de la que no había ningún registro, Black Cat, un nombre que prácticamente nadie conocía y una ciudad en otro estado. Gracias a una llamada a la biblioteca de Basset, supe que Syzer había publicado una novela: Days of war (Los días de la guerra) y que la ciudad donde se había editado su libro de cuentos era la misma donde había nacido. Nada más. Todo apuntaba, pues, a Basset. Si quería saber algo más, debía viajar, sin duda, a su ciudad natal. Tuve que leer el libro de cuentos unas cinco veces para tomar la decisión. *** No fue sino hasta que pude leer la novela de Syzer, Los días de la guerra, que comprendí que el encierro y el absurdo son rasgos dominantes de su obra. Esto ya estaba en sus cuentos, desde luego, pero la novela era lo que faltaba para descifrar el código. La novela reposaba en la biblioteca de Basset, junto con dos ejemplares de su libro de cuentos. Las fichas de préstamo de sus libros eran pedazos de papel apolillados sin ningún registro. Sin embargo, el solo hecho de que su obra estuviera en la biblioteca local ya era para mí un gran acontecimiento: el librito que había hallado en mi maleta hacía un mes ya no era un simple accidente. Syzer existía, en tanto su obra, ahí, con los bichos cavando finos túneles en sus páginas, existía también. Como El secreto mecanismo del azar, Los días de la guerra había sido publicada por la editorial Black Cat,
pero con dos años de diferencia: Los días de la guerra fue publicada en 1928. A grandes rasgos, la novela cuenta la historia de un hombre que se esconde en un cuartucho de hotel durante el tiempo en que Estados Unidos entró a la Primera Guerra Mundial. El hombre teme ser reclutado a la fuerza. En ese pequeño cuarto, mientras el mundo camina hacia la autodestrucción, acontecen las cosas más extrañas, en el límite entre el delirio y el recuerdo. Acaso pueda leerse como metáfora del desastre o como una parábola de la relevancia del individuo, del hombre de carne y hueso en palabras de Unamuno, frente a toda la especie. Los libros de Sy-
zer, tal como leí en un comentario reciente, no son aptos para suicidas potenciales. Te empujan, sin darte cuenta, a asomarte por la cerradura de una realidad demencial. Sus cuentos funcionan en el plano del presentimiento. ‘Dados Trucados’ no habla de otra cosa que del anhelo por el inefable truco de la vida. «A la felicidad —dice George, su protagonista—, como al juego, a veces es necesario hacerle trampa». En ‘Un perro muy flaco que se folla a un gato muy gordo’ el narrador describe, con cuidado del detalle, la extraña, por no decir repugnante, relación de una anciana con sus mascotas. Pero esa descripción, hecha por un mirón desde una venta-
nilla, es lo más cercano al amor que jamás he leído. Y así como en este cuento nunca sabemos las intenciones finales del mirón, en los demás, uno está todo el tiempo con la sensación de que algo terrible, pero indecible, acecha a sus personajes desde los rincones. En fin…, el lector que conozca la obra de Syzer sabrá a lo que me refiero. Comentar en detalle sus relatos excede el propósito de este artículo. Volvamos: Leí la novela en una tarde. Tomé las notas necesarias. Saqué copias. Traté de obtener alguna información adicional sobre Syzer del viejo bibliotecario, pero fue inútil: Lo que me había dicho por teléfono no era más de lo que podía leer cual-
quier persona en la nota biográfica de la novela. Estaba, sin embargo, más que satisfecho. Prometí regresar pronto. En el hotel, mientras preparaba el equipaje para volver a Washington, se me ocurrió revisar el directorio telefónico local. En este encontré cinco personas con el apellido Syzer. La tercera, Constance Syzer, me dijo que Ernst había sido un tío medio loco del que apenas sabía su nombre y una que otra anécdota vergonzosa. Me dio la dirección de su padre, John, el hermano de Ernst, y al otro día, en la mañana, fui a visitarlo a su casa, en las afueras de Basset. ***
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Probablemente podría poner más atención en el aspecto narrativo de los acontecimientos. Un editor, hace un mes, me sugirió la posibilidad de escribir un libro completo con las peripecias. Pero, desde el principio, no he pretendido entrar en dominios que no me corresponden. Por la misma razón, resumiré, tal vez de la forma más parca posible, la información que recibí de John Syzer después de una semana de intentos fallidos: Ernst nació el 16 de mayo de 1899. Esto lo convierte, por lo menos cronológica y geográficamente, en parte del grupo de escritores norteamericanos que se conocería como La generación perdida. En cierto modo —y de nuevo apelo al conocimiento que tenga el lector
sobre Syzer—, podría pensarse en lo anterior como una broma terrible tejida a punta de contrastes: Mientras que casi todos los integrantes de esa generación, Hemingway, Dos Passos, Faulkner… aceptaron valientemente, algunos incluso con entusiasmo, su destino en las armas durante la Primera Guerra Mundial —y luego en la Segunda—, Syzer prefirió esconderse bajo las faldas de una tía materna en Nueva Orleans. Y mientras que Hemingway, por ejemplo, escribió a partir de sus memorias de la guerra Adiós a las armas, Syzer, basado en las propias, escribió Los días de la guerra. La guerra de Hemingway era al otro lado del océano y la de Syzer en las profundidades de su propio espíritu. Para John, Ernst no era más que un cobarde patrocinado por su madre. Un mantenido sin remedio, que primero drenó a su padre hasta que murió, luego a su madre hasta que la internaron en el sanatorio y finalmente a su tía hasta que lo echó por vividor. «Lo que le voy a contar es algo vergonzoso», dijo John. «Ernst tuvo en buena parte la culpa de la desgracia de mi madre. De la de mi padre tengo mis sospechas aunque no puedo confirmar nada porque aún estaba muy pequeño. Pero de la de mi madre sí que tuvo la culpa el muy malnacido. Verá: desde que recuerdo, siempre quiso ser escritor. Frecuentaba grupos literarios. Se vestía y hablaba como, según él, debía vestirse y hablar un escritor. Después de su desaparición, escuché rumores de que se cambiaba el nombre y se disfrazaba para visitar grupos con principios opuestos. En todos se mostraba como el más dogmático de sus miembros. Hizo esto hasta que alguien lo puso en evidencia. Y como podrá imaginar, lo expulsaron de todas partes a patadas. Quisiera no tener que estarle contando esto, pero tampoco quie-
ro que pierda su tiempo si puedo evitarlo. Usted me ha hablado de dos libros que le publicó una editorial… Bien, lo cierto es que esa editorial no publicó otros libros a parte de los suyos. ¿Entiende? En las dos ocasiones, convenció a mi madre de que le prestara dinero de sus ahorros para publicar los benditos libros. “Ya verás cuando sea famoso, mamá”, decía. “Cuando sea famoso”. Ay, la frágil voluntad de mamá no tenía cura… Sé muy bien por qué la editorial se llama Black Cat. Ernst era un hombre tremendamente supersticioso, y lo era en su propia retorcida manera. Se le antojaba, por ejemplo, que un gato negro era un animal sagrado de la buena suerte y que la gente pensaba lo contrario por quién sabe qué calumnia que se inventó vaya el diablo a saber qué cretino. Rayaba con la locura cuando se trataba de esas mierdas… Perdóneme, pero es la verdad. La casa de mamá la puso patas arriba las veces que se le dio la gana, cada vez por una razón más absurda». John se levantó de su silla y se perdió escaleras arriba. Cinco minutos después, volvió con una caja, marcada en uno de sus costados con el nombre de Ernst. Sacó un sobre viejo y me lo entregó. Me pidió que leyera la carta. Transcribiré el contenido: «A veces creo que soy parte del sueño de algún idiota. He subido varias veces a la terraza y le he gritado a ese idiota que despierte de una buena vez. Pero el idiota continúa profundo. Lo siento. Lo siento, mamá. No soporto más esta realidad, esta condena al fracaso que es mi existencia. Búscame río abajo». «¿Usted qué cree que pasó?», dijo John. Me quedé en silencio. «A mamá le afectó profundamente. Bajó gritando por las escaleras y corrió directo al río, tal como lo indica la carta. Tuvimos que sacarla a la fuerza del agua. Mamá
enloqueció para siempre. Mi hermano muerto, por otro lado… apareció un mes después en casa de tía Nell, en Nueva Orleans, más gordo y saludable que nunca. ¿Ah? »Mírele la cara —me enseñó una fotografía, ya con una lámina sepia por los años, que sacó de la misma caja. En ella aparecía una mujer y un hombre joven. No había ninguna elaboración en la pose. Solo estaban ahí, en medio de un saloncito de estilo victoriano, parados uno al lado del otro, en una plácida parquedad, por decirlo de alguna manera—. Mírele la cara con atención. No parece que fuera ese tipo de persona, ¿cierto?». Obedecí. La miré con toda la atención que pude. Me sumergí en ese rostro casi inexpresivo. Después de unos pocos segundos, sin proponérmelo, tracé algunas arrugas en la frente, y una multitud de patas de araña emergió desde las esquinas de los ojos. Despoblé un poco la cabeza. Le quité color al pelo. Salpiqué de manchas blancas su piel… y entonces vi, otra vez, como si hubiera estado todo ese tiempo a punto de brincar en mi memoria, esos ojos diminutos enmarcados por el espejo retrovisor del taxi. Estoy seguro de que, mientras tanto, John debió hablar sobre la mujer a su lado, pero no le presté atención. Era su madre, lo confirmé después, porque no tuve el valor de preguntar en ese momento. John dijo: «Dígame ahora si todo lo que está haciendo vale algo la pena». Yo me deshice en el sillón con un suspiro. …Le quité color al pelo. Salpiqué de manchas blancas su piel… y entonces vi, otra vez, como si hubiera estado todo ese tiempo a punto de brincar en mi memoria, esos ojos diminutos enmarcados por el espejo retrovisor del taxi.
José Andrés Ardila (Chigorodó, Colombia, 1985) Periodista egresado de la Universidad de Antioquia, es el editor de Angosta, el sello literario independiente del escritor Héctor Abad. En 2012 ganó el Estímulo al Talento Creativo de Antioquia con Divagaciones en el interior de una ballena. Su última obra de relatos se titula Libro del tedio.
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Emiliano Monge
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lguien más le dijo, probablemente el revisor: la suya es la única maleta, nadie quiere ir hoy a Alquila, no hay manera en que se pierda. Pero Hernández insistió en llevarla arriba: me gusta ver mis cosas. En el andén, Hernández se comió unas galletas, compró una botella de agua y se fumó, ansioso, dos o tres cigarros. Luego abrieron las
puertas del autobús y entró desbocado, como si hubiera más gente esperando. Necesito traerla junto, le explicó al chofer en la pequeña escalera, alzando su maleta: traigo aquí mis medicinas. Sin voltearlo a ver, el chofer del autobús asintió con la cabeza pero apretó el volante entre sus manos. Hombre de supersticiones, Padilla temía que algo le pasara a su
camión si hablaba antes de marcharse, igual que temía que algo le pasara a su pasaje. Por eso nunca decía nada hasta llegar a las montañas. Para entonces, Hernández se había adueñado de una línea de asientos, empotrando su maleta en el pasillo. Le emocionaba ser el único viajero que aquel día hubiera tomado el autobús rumbo a Alquila. No entorpezca el pasillo, solicitó Padilla saliendo de una curva. Sorprendido, Hernández irguió el cuerpo, buscó los ojos del chofer en el espejo que comunicaba ambas cabinas y sonriendo preguntó: ¿está diciéndomelo en serio? Es peligroso para el resto del pasaje, respondió Padilla, observando él también a Hernández. Las reglas son las reglas, añadió callándose el motivo de su orden: si dejaba que invadieran el pasillo sufrirían un accidente; en el mejor caso, un retraso.
narrativa Señalando los asientos que había en torno suyo, Hernández se dispuso a defenderse pero el chofer, experto en estas discusiones, encendió la radio, subió el volumen y retiró sus ojos del espejo. Meneando la cabeza, Hernández decidió no hacerle caso y recostarse nuevamente. Minutos después, con el chofer vuelto una furia, Hernández sacó el mapa que guardaba en un bolsillo de su saco: se lo había mandado ella por correo. Emocionado, lo desdobló con cuidado y lo estuvo contemplando un largo rato. Finalmente estaba yendo a verla. Hernández conoció a Romina tres semanas antes, en una fiesta de la facultad de arquitectura que por poco termina con ellos dos metidos en la cama. Me encantaría verte en Alquila, le dijo ella, sin embargo, ante el portal de su edificio: cuando tú quieras, por supuesto. Desde entonces, Hernández no había pensado en otra cosa. A sus veinte años, era el único de sus amigos que seguía siendo virgen. Y Romina la única opción real que él tenía para olvidar esa palabra que lo había martirizado tanto tiempo. Por eso los nervios amenazaban con no dejarlo descansar durante el viaje, un viaje que, para colmo, duraría la noche entera. ¿Y si me vengo antes de tiempo?, se torturaba Hernández en silencio: ¿si no aguanto ni un minuto, si me vengo apenas ver cómo se encuera? Doblando el mapa y guardándolo de nuevo, Hernández alcanzó su maleta, sacó de ésta una bolsita y revisó que no faltara ni una compra: cuatro paquetes de condones: a ver cuántos echan a perder mis putos nervios; una caja de viagra: por si tengo que imponerme al ridículo, y las pastillas que le había recomendado, otro cliente en la farmacia, para dormir durante el viaje. Aunque la caja de somníferos decía que dos bastaban, Hernán-
En el andén, Hernández se comió unas galletas, compró una botella de agua y se fumó, ansioso, dos o tres cigarros. Luego abrieron las puertas del autobús y entró desbocado, como si hubiera más gente esperando. dez, que para entonces ya no era capaz de echar de su cabeza la forma de Romina ni el miedo a que su propio cuerpo le fallara, decidió tomar cuatro tabletas. Al fin que quedan muchas horas, murmuró y dándole un trago a su botella volvió a recostarse, suplicando que el efecto fuera inmediato. En ese mismo instante, el chofer hizo bajar las diez pantallas que habían permanecido escondidas y la voz de una azafata sonó a todo volumen. Me estás buscando, soltó Hernández dando un brinco y subiendo el tono añadió: ¡no quiero verla! Pero Padilla fingió no escuchar nada y apenas terminar el comercial de la línea que pagaba su salario subió al máximo el volumen que emergía de las bocinas. Tapándose los oídos y apretando la quijada, Hernández admitió lo absurdo de aquella situación en la que estaba, se levantó dando un salto, apresuró su andar por el pasillo y llegó hasta Padilla: ¿por favor, podría quitarla? Le prometo que no hay nadie que esté viendo la película, sumó instantes después, esbozando una sonrisa que de honesta no tenía ni medio pliegue. No se puede, respondió Padilla tras dejar pasar, él también, un breve instante: son las reglas. Y ya vi que usted no las respeta, pero yo las sigo a rajatabla, agregó el chofer volviendo el rostro y observando a Hernández fijamente, cuya sonrisa
se había erosionado, remató: regrésese a su asiento, aquí no puede estar parado. Está prohibido. Aguantándose las ganas de insultarlo, Hernández se tragó su frustración, dio media vuelta, empezó a desandar el pasillo que recién había cruzado y en voz baja preguntó: ¿podría aunque sea bajarle un poquitito? No se puede, repitió Padilla acelerando, convencido de que así igual y caería su pasajero sobre el suelo: ni un poquito más ni un poquito menos, nos obliga el reglamento. Manteniendo el equilibrio, apurando su avanzar y sonriendo nuevamente, esta vez más de impotencia que de burla, Hernández sacudió la cabeza con coraje, masticó un par de palabras que ni él mismo entendió y humillado alcanzó sus cuatro asientos. Por fortuna, pensó, empezaba a sentir la somnolencia que las pastillas dispersaban por su cuerpo. Así que muy pronto ni el ruido ni aún menos la luz que vomitaban las pantallas ni tampoco los frenazos y arrancones que siguió dando Padilla parecieron importarle a la conciencia de Hernández, quien apenas recostarse se entregó a la nada negra. Tan profundo durmió Hernández, tan desconectado, que no volvió a saber de sí ni del planeta hasta no estar en Alquila. Cuando Padilla, que se había esforzado por
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Minutos después, con el chofer vuelto una furia, Hernández sacó el mapa que guardaba en un bolsillo de su saco: se lo había mandado ella por correo. Emocionado, lo desdobló con cuidado y lo estuvo contemplando un largo rato. Finalmente estaba yendo a verla.
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hacer de su trayecto un calvario, lo sacudió del brazo aseverando: ándale, cabrón, que ya llegamos. Párate, que no me toca estarte despertando, insistió Padilla empujando las piernas de Hernández con la suela del zapato: tampoco tengo que esperarte. O te bajas o te bajo, amenazó el chofer pateando a Hernández nuevamente, quien, tras sentir el golpe de sus talones contra el suelo, terminó de espabilarse: órale pues, que ya te oí. Ahorita bajo. Secándose la baba que escurría por su barbilla y sobándose el rostro con las palmas de las manos, Hernández irguió el cuerpo, se puso en pie aceptando que seguía un tanto mareado, desempotró su maleta como pudo y echó a andar tras el chofer, que en voz baja iba diciendo: ojalá y te trate este lugar como mereces. En la calle, combatiendo el mareo que las pastillas olvidaran en su cuerpo, Hernández volvió a tallarse el rostro, sacudió de nuevo la cabeza y contempló el sitio al que recién había llegado. Justo estaba amaneciendo y no podía creer que Alquila fuera aún más feo que en las fotos de Romina. Instantes después alguien le dijo, quizás el chofer que tomaría el autobús que había traído Padilla, hacia dónde dirigirse para llegar hasta la plaza: pero a qué va a ese sitio, no hay nada que ver en esa parte. Sin atender las últimas palabras del
extraño, Hernández echó a andar y pronto dejó atrás las seis o siete cuadras que mediaban entre él y su destino. En torno suyo, la luz se fue adueñando del espacio. No son horas de llamarla, se dijo Hernández en la plaza, y en voz baja, dejándose caer sobre una banca y abrazando su mochila, insistió: es muy temprano y vaya a ser que la despierte. Peor aún, que los despierte ahora a sus padres, murmuró engañándose a sí mismo: lo que en verdad le estaba sucediendo era que habían vuelto los nervios a agarrarle todo el cuerpo: ¿qué chingados le diré cuando conteste? Mejor no voy a llamarla. Qué si ya ni quiere… si ya se ha arrepentido, soltó observando el ajetreo que empezó de pronto en la plaza, donde la gente apresuraba sus andares de un lado a otro. Alzando el rostro y observando el sol aparecer tras la torre de la iglesia color verde, Hernández añadió, elevando el tono y permitiendo que su propia ambivalencia se mostrara: ¿qué chingados estoy pensando… cómo no voy a llamarla? ¿Por qué iba a arrepentirse?, exclamó elevando aún más el tono y levantándose de un salto: me lo habría dicho desde antes. Pero antes me como algo, que se haga un poco más tarde, añadió echando a andar sobre la plaza, en busca de un lugar donde poder desayunar, sin darse
cuenta de que aquello no era más que otro pretexto y sin tampoco darse cuenta de lo extraña que era aquella prisa con que andaban las personas a su lado. Alguien le dijo entonces, tal vez el señor del puesto de revistas, que no existía mejor lugar que el restorán de doña Eumelia: ese que está del otro lado, donde también está la papelera. Pero apúrese que no le va a dar tiempo. No creo que vaya a estar abierto mucho rato, sumó el periodiquero pero Hernández había echado a andar y no escuchó esta advertencia. Apenas entrar al sitio que le habían recomendado, Hernández sonrió pensando que habría, sin planearlo, de resolver allí un par de problemas: comer algo, ganando así un poco de tiempo, y comprar de a una el papel con el que habría de envolverle a Romina su regalo. Si al final se arrepiente, con el regalo igual y cede, pensó ordenando unos huevos. Luego se sentó observando, en la vitrina que ocupaba el otro lado del local, los rollos de papel para envoltorio. Fue uno azul el que al final hizo que Hernández se parara, se acercara al mostrador y le hablara a la encargada, cuya atención yacía petrificada en una tele: ¿me vendería un metro de éste? No se puede, respondió la dependienta, prima hermana y sobrina de doña Eumelia al mismo tiempo, sin mirar apenas a Hernández: estos papeles son para los niños. Además estoy mirando las noticias. Y usted no es de estas partes, no me gusta comerciar con los de fuera, se entercó la vendedora, sin dejar de ver la tele un solo instante. Para los niños, qué cagada, soltó Hernández sonriendo: los de fuera… deme pues un metro de éste. No se puede, ya le dije, repitió molesta la encargada, volviendo por primera vez a Hernández su semblante. ¿Y si traigo un niño a que lo compre?, preguntó Hernández enton-
ces, volviendo el rostro hacia la plaza, sonriendo incrédulo y buscando el sentido oculto de aquella situación en la que estaba. ¿Lo usaría usted o el niño?, inquirió la dependienta acercándose al mostrador pero regresando la mirada hacia la tele, donde el conductor del noticiero local advertía: será otro día complicado. Es para mí, no para un niño, se lo decía nomás de broma, explicó Hernández: necesito envolver. Pues no me esté insistiendo entonces, mentiroso, interrumpió la papelera a Hernández: llegan de fuera y traen sus malos modos, añadió la mujer dándose la vuelta y regresando a su asiento remató: no le voy a vender nada. Incapaz de molestarse a pesar de la incredulidad, Hernández pensó en insistir pero la dependienta volvió a pararse de su silla, regresó apurada al mostrador, lo ahuyentó con un leve movimiento de las manos, asomó la cabeza y di-
rigiéndose a la parte del local que era restaurante exclamó: otra vez están viniendo. Derrotado, Hernández echó a andar hacia su mesa, donde doña Eumelia servía justo los huevos que ya no habrían de ser comidos. Están diciendo que ahora mismo, lanzó la papelera a espaldas de Hernández, quien justo entonces observó cómo doña Eumelia avanzaba un par de pasos, se paraba bajo el marco de la puerta y paseaba su mirada por la calle: más bien ya otra vez llegaron. En un par de segundos, la dependienta y doña Eumelia bajaron la cortina del local que compartían, apagaron las luces interiores, se acercaron apuradas a Hernández, lo tomaron de los brazos, le dijeron, con sus voces vueltas coro: lo sentimos pero no puedes quedarte, lo arrastraron sin violencia a la trastienda y lo lanzaron a la calle. Alguien le dijo a Hernández, quizás uno de los hombres que co-
rría en sentido opuesto al de la plaza: ¿qué estás haciendo ahí parado? Y alguien más sumó después: córrele que están ellos viniendo… se bajaron y andan revisando en todas partes. Incapaz de comprender qué estaba sucediendo, Hernández echó a correr tras los hombres que recién le habían hablado y que apuraban a unos metros sus escapes. Un par de cuadras después escuchó las primeras explosiones y el estallar de las metrallas. El miedo encogió sus entrañas, amenazó paralizarlo e hizo crujir sus juntas ateridas de repente. Romina, pensó Hernández, sin dejar de apresurar el ritmo de su marcha: tengo que llamarla, añadió para sí mismo, sacando su teléfono en medio de la calle y escondiéndose después en un portal se dispuso a marcar pero alguien, quizás una mujer que iba corriendo con dos niños en los brazos, le dijo: no te canses… ellos cortan el servicio.
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Completamente extraviado, Hernández guardó su teléfono, sacó el mapa en el que Romina también le había escrito su dirección y echó a correr enfebrecido, escuchando, aun así, los disparos y estallidos cada vez más cerca. Un par de pasos por delante de su cuerpo, la mujer tropezó con una grieta, cayó al suelo de boca y sus dos hijos rodaron por el suelo. Ayudándola a pararse, echándose a uno de los niños a los brazos y corriendo como nunca había corrido antes, Hernández preguntó a la mujer si no sabía cómo llegar de ahí a Arteaga 17. Tienes suerte… estamos cerca… da la vuelta aquí nomás y síguete derecho… cinco… no… deben ser como unas cuatro cuadras. O acompáñame y me ayudas con mi niño… en mi casa puedes esconderte. Lo siento… de verdad, soltó Hernández deteniéndose un segundo, observando a la mujer y dejando al pequeño sobre el suelo: era
incapaz de imaginar que esa decisión que estaba tomando justo ahí, sin dudarlo ni siquiera demasiado, podría terminar siendo la decisión más importante de su vida. Pero él quería llegar a casa de Romina. Y en la distancia se seguían acercando las metrallas y explosiones. Doblando en la calle que la mujer le había indicado, Hernández apuró sus piernas más allá de lo posible y a pesar de que su pecho amenazaba con partirse encontró fuerzas donde no había ni siquiera sospechado que tuviera. Así fue como llegó a la casa que buscaba, cuya puerta aporreó desesperado, gritando una y otra vez el nombre de Romina. Pero del otro lado de la puerta no se oyó ninguna voz que preguntara, dijera algo o tan siquiera murmurara. La familia de Romina yacía escondida en el baño de su casa. Y aunque escuchaban el escándalo de Hernández, antes habían oído
también las advertencias del jefe de familia: no quiero escucharlos… ni siquiera quiero oírlos que respiran. No sabemos quiénes son los que hoy vinieron, los que andan en la calle, había añadido el padre de Romina, observando fijamente a su hija, quien se echó a llorar en silencio y quien al oír a Hernández a lo lejos fue sumiendo de a poco la cabeza entre los brazos. Si supiéramos al menos si son ellos, susurró entonces el jefe de familia: pero esta vez no lo sabemos, no podemos arriesgarnos. Cuando finalmente aceptó que no abrirían la puerta que pateaba y que aporreaba con los puños apretados, Hernández recordó a la mujer y a los dos niños que dejara abandonados. Tan perdido como ansioso, echó a correr encima de sus pasos pero alguien le gritó, tal vez la mujer que había subido hasta su techo: al otro lado… mejor corre al otro lado… por allá están viniendo. Antes de que Hernández procesara esta advertencia, estalló en algún lugar el llanto de otro hombre y en la esquina aparecieron los que hacían correr a todo el pueblo. Dándose la vuelta, Hernández puso a andar sus pies en sentido contrario pero de golpe se detuvo: también en esa esquina estaban ellos. Paralizado, sintiendo cómo su vejiga amenazaba su aguante, Hernández esperó a que aquellos hombres se acercaran al lugar donde él estaba. Cuando finalmente llegaron, quiso decir algo pero alguien más volvió a adelantarse a sus palabras: quizás el hombre que después partió su boca en dos con la culata de su arma. Antes de que sus ojos se cerraran y su conciencia se entregara a la nada nuevamente, Hernández vio alejarse a ese hombre que recién lo había castigado y luego oyó las risotadas de dos niños pequeños, quienes también venían armados.
Aferrándose al mundo con un delgado hilo de asombro, Hernández alcanzó a escuchar la voz de una mujer que ordenaba: súbanlo con todo y esas cosas… no debe ser de aquí del pueblo. Hernández ya no supo cómo lo arrastraron, cómo lo amarraron de los pies y de las manos ni cómo lo aventaron dentro de una camioneta. Volvió en sí dos horas más tarde, cuando alguien, quizás alguno de los niños que se habían reído antes, le echó encima un cubetazo. Pero cuando por fin abrió los ojos no había nadie enfrente suyo. Ante Hernández había sólo un tiradero: habían vaciado su maleta en el solar donde él estaba. Alzando la mirada, contempló el sol un breve instante y sintió que el cuerpo entero le escocía. Así descubrió que no traía su camiseta, que le habían quitado los zapatos y que le ardían las muñecas y los tobillos. Un par de minutos más tarde, la mujer que había ordenado traerlo apareció en el solar. Escupiendo las semillas de una mandarina, brincó la ropa, se inclinó ante Hernández y en voz baja murmuró: tú no eres de estas partes. Luego se colocó tras él y utilizando una navaja cortó las cuerdas que lo ataban. Párate y sígueme allá dentro, ordenó y fue así, escuchando otra vez aquella voz, que Hernández comprendió que aquel hablar le recordaba a otra persona o que ese hablar lo había escuchado antes. Quizá sea esa mujer que, pensó Hernández: no… más bien habla idéntico a Romina. O a su madre. Antes de que pudiera dar más vueltas a esa tontería, ese absurdo al que intentaba aferrarse para no pensar en otra cosa, para no estar donde estaba, Hernández se encontró dentro de un cuarto. Además de él y la mujer a quien seguía, allí lo estaban esperando una docena de adultos y unos tres o cuatro niños. Un nuevo golpe impactó a Her-
nández en la boca del estómago y doblando las rodillas cayó al suelo. Arañando la tierra, intentó recuperar el aire que recién había perdido, tragarse luego la saliva que escurría entre sus labios y secar después sus ojos empapados. En torno a él revoloteaban varias risas. Alguien dijo, quizás el hombre que hacía de jefe en aquel oscuro cuarto: así que vienes a cogerte a nuestras viejas. Sorprendido y aterrado, Hernández pensó, sin saber por qué lo hacía ni tratar tampoco de explicárselo a sí mismo, que esa voz que ahora le hablaba ya también la conocía, ya también la había escuchado. Quizá sea la de ese hombre que me dio antes en la calle, se dijo Hernández escuchando cómo iban callándose, una detrás de otra, aquellas carcajadas que en torno a él revoloteaban: no… es el chofer… el que me trajo… o no… es el padre de Romina, insistió en su mutismo: lo he escuchado en el teléfono. ¡Te estoy hablando, hijo de puta!, gritó la voz y esta vez, en lugar de golpear a Hernández, el hombre alzó su rostro y blandiendo ante sus ojos varios paquetes de condones y una caja de viagra repitió: ¿vienes o no vienes a cogerte a nuestras niñas? Antes de que Hernández atinara a decir algo, el hombre le dio un par de cachetadas: ¡pues cómo ves que no se puede! ¡Aquí tenemos otras reglas!, añadió repitiendo su castigo, esta vez con las dos manos vueltas puños: ¡aquí somos nosotros los que todo lo mandamos! ¿Y sabes qué mando ahora?, preguntó el hombre alejando al fin el rostro de Hernández y observando al resto de presentes: que alguien pida ser primero. Alguien, entonces, quizás el que había amarrado a Hernández, se adelantó al resto de las voces. Y los que estaban ahí sobrando fueron dejando de a una el cuarto.
Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) Estudió Ciencias Políticas en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde impartió clases hasta que se trasladó a vivir a Barcelona, España, lugar en el que reside actualmente. Ha publicado el libro de relatos Arrastrar esa sombra (2008, Sexto Piso) y la novela Morirse de memoria (2010, Sexto Piso), ambos finalistas del Premio Antonin Artaud. Ha colaborado con diversos medios impresos, entre los que destacan El País, Letras Libres, Reforma y Gatopardo, y ha trabajado como editor de libros y revistas. En dos ocasiones (200809 y 2010-11) ha sido beneficiario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, del mexicano Conaculta, y en 2011 fue seleccionado por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) como uno de los 25 escritores secretos más importantes de América Latina. Su libro El cielo árido ganó el Premio Jaén de Novela 2012. Es, además, el último miembro de la Orden del Finnegans. 83
Jorge Basilago
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s probable que el alma de una ciudad y del pueblo que habita en ella, así como sus tradiciones o su esencia, sean tan solo intuiciones de sus artistas. Espejismos que siempre se conjugan mejor en un pasado impreciso o remoto, donde todo resultaba más auténtico, bello y refinado que hoy. «Yo vi Lima como era», dijo alguna vez, muy a tono con el concepto inicial, la cantautora peruana Chabuca Granda. «Mi padre me enseñó a quererla y supe por él que cada casa no era un número sino una familia», agregó en otra oportunidad. Mucho tiempo después, el escritor limeño Luis Enrique Tord apuntaría que Granda llevó a sus paisanos «una vasta, una conmovedora elegía: la de una Lima que se va». Y, algo más escéptico, el Premio Nobel Mario Vargas Llo-
sa consideró que la capital peruana «acaso nunca existió» fuera de ciertas creaciones populares como las de su compatriota. La muerte de Chabuca, hace treinta y cinco años, motivó en definitiva a que sucedan ambas cosas: aquella Lima que ella cantó como nadie continúa perdiéndose en la distancia, al punto de haber dejado de existir por fuera de sus composiciones.
Limeña de todas partes Como el arte desconoce las fronteras, Chabuca se transformó en un sinónimo de Lima pese a que no nació ni murió allí. A causa del trabajo de su padre como ingeniero llegó al mundo en el se-
pentagrama rrano departamento de Apurímac, en 1920 —«Nací tan alto que me lavaba la cara con las estrellas», solía bromear—; y su vida se apagó en un hospital de Miami a comienzos de 1983. También alcanzó más fama y reconocimientos fuera del Perú que dentro de él: no son pocos los que admiten que los peruanos la criticaron tanto como la alabaron los extranjeros, sin que ninguno de ambos grupos llegara a comprender por completo su obra. Desde niña se destacó por su bella voz, que la hacía protagonista principal en los actos escolares. Pero, algo díscola y traviesa en su comportamiento, en ocasiones recibía el peor de los castigos: quedar fuera de programa como penitencia. Lo curioso es que, por entonces, no le gustaba la música tradicional de su país sino los ritmos extranjeros de moda, como el charleston. Recién descubriría el folclor peruano durante la adolescencia, cuando el pianista y compositor Carlos Saco Herrera la deslumbró con sus interpretaciones de valses tradicionales. Y casi al mismo tiempo llegaron a sus oídos los ritmos afroperuanos, en los que más tarde dejó su marca como creadora. Encorsetada —por la fuerza de la costumbre— entre la pacatería y los deberes impuestos por la sociedad limeña de la época, Chabuca postergó sus afanes artísticos para ser primero «lo que se esperaba de una mujer». A los 22 años se casó con un militar, Enrique Fuller da Costa, y tuvo tres hijos: «Pensé que mi matrimonio sería como el de mis padres y me equivoqué; el señor Fuller no tiene la culpa de mi equivocación», sostuvo en una entrevista para la televisión española, ya consagrada como artista. A lo que solía agregar que jamás amó a hombre alguno «más que al Paseo de los Descalzos o el Puente de los Suspiros» limeños.
Inventar una ciudad Recién poco antes de separarse de su esposo, rondando los 30 años, empezó a componer. Y a ‘inventarse’ una ciudad acaso más tangible, entrañable y seductora de lo que muchos de sus habitantes habían imaginado nunca. La necesidad de dejar fluir aquello que se comprimía en su interior derivó en su primera canción, Lima de veras, con la que ganó un concurso en 1948 e inauguró una veta evocativo-pintoresquista novedosa para las mujeres de su tierra: acaso estimulada por el desamor, con ese viraje pareció decirles que podían y debían enfocarse en otras cuestiones. «Empecé en la canción porque me divorcié y tenía que hacer algo con el alma, con la cabeza, con mis manos y con mi tiempo», explicaba. Pero pasó todavía otra década hasta que tomó coraje para cantar sus creaciones en público. Tras una cirugía que conjuró un cáncer de laringe, su voz ya no tenía la claridad y el brillo de otrora: «Se había hecho ronca, me cansa con facilidad y es entrecortada. Por eso mis canciones son entrecortadas y por suerte descubrí la olvidada y tan nuestra síncopa», reconoció Chabuca. Le quedaban, además, la gracia de su carácter y la astucia y profundidad de sus textos. O quizás Lima —la que fue, la que se sigue yendo en sus versos— necesitaba sonar de ese modo quebrado, con el mismo ahogo de su garganta. Cantora al fin y al cabo, pronto la experiencia le mostraría que lo sustancial en el universo artístico que había elegido era el fondo antes que la forma. «Para una cantante la voz tiene mucha importancia, pero no para nosotros, los autores que un día nos largamos a cantar (…). Ahí está el ejemplo de don Atahualpa Yupanqui, uno de los mejores poetas de Latinoamérica:
Como el arte desconoce las fronteras, Chabuca se transformó en un sinónimo de Lima pese a que no nació ni murió allí. A causa del trabajo de su padre como ingeniero llegó al mundo en el serrano departamento de Apurímac, en 1920 —«Nací tan alto que me lavaba la cara con las estrellas», solía bromear—; y su vida se apagó en un hospital de Miami a comienzos de 1983.
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Hoy, transcurridas ya siete décadas desde su inicio como compositora, y treinta y cinco años de la desaparición física de Chabuca, resulta bastante claro que Lima canta a través suyo. Simplemente porque sus cadencias le inventaron una esencia: «¡Qué difícil sería encerrar en un concepto lo que es la limeñidad! ¡Pero cómo lo sentimos de fácil y emocionadamente cuando unas voces, unas guitarras y un cajón se arrancan con La flor de la canela!»
él no tiene buena voz, pero qué importa, si es importante lo que está diciendo», razonaba. Su canción Pobre voz, una de las pocas donde la protagonista es ella misma, admite las limitaciones de su ‘herramienta’ aunque de todas maneras le permite viajar a los mares, llegar a los cielos y llorar en las nubes, para luego «dejarte caer otra vez, / pobre voz / otra vez…».
Evolución y cuestionamientos Sus composiciones evolucionaron, entonces, al paso de lo que sus cuerdas vocales toleraban y su inagotable curiosidad requería. Partieron de una estructura más o menos convencional para luego dejar atrás, poco a poco, la rigidez
en la métrica y la rima. También pasó de su pintoresquismo inicial a merodear las temáticas sociales tan frecuentadas en los años sesenta y setenta —realizó, por entonces, trabajos sobre textos del poeta guerrillero Javier Heraud y de la chilena Violeta Parra—, para luego abrir la puerta a la exploración de los ritmos afroperuanos. A pesar de los cuestionamientos de muchos puristas, que afirmaron que lo suyo no era folclor —Chabuca nunca presumió de lo contrario—, ella buscó en el verso libre una mayor comodidad para sus interpretaciones. Eso le permitía ‘ronronear’ a su gusto, dilatar o contraer las palabras para encajarlas en los matices expresivos adecuados, y acompañarse de gestos y mohínes que definían su estilo y cautivaban a su público. Sin duda porque con esos recursos les contaba ficciones compartidas, rasgos que todos los limeños y peruanos querían creer de sí mismos pero no hallaban reflejados en ninguna otra parte. Justo como en el sueño ideal de cualquier folclorista. «Musicalmente ella es un genio de nacimiento», la definió su amigo el poeta César Calvo. Componía en la guitarra, o silbando las melodías que su inspiración —y algunas influencias, como la del cubano Pablo Milanés, a quien admiraba profundamente— le dictaba, para que luego alguno de los notables arreglistas con los que trabajó las trasladara al pentagrama: «Yo no canto ‘acompañada por’, yo canto ‘con’», subrayaba con humildad. Y por supuesto, cuando ese ‘con’ implicaba a guitarras como las de Óscar Avilés o Lucho González, entre muchos otros, la aclaración era por demás pertinente.
La voz de Lima De tal suerte sus valses, marineras, zamacuecas o landós responden a los lineamientos de esos ritmos
pero también son algo más. No están envasados al vacío ni pretenden aislarse en una pureza tan quimérica como inútil. Se rozan, se abrazan y en ocasiones se confunden para dar origen a una mixtura que ubicó a su autora en el centro de muchas disputas estéticas y críticas; por eso tampoco le faltaron acusaciones de ‘desnaturalizar’ al vals criollo. Justo a ella, que lo revitalizó hasta darle estatura universal, porque de eso también se trata el arte popular: de intuir en el sepia de los recuerdos los colores que alumbren el presente y el futuro de un género. «Mi música actual es al vals criollo lo que la bossa nova es al samba brasileño. ¿Qué quieren que haga? Yo ya no miro atrás cuando termino una cosa. No es posible seguir componiendo como hace cuarenta años. La pavana y el minuet murieron. El tundete murió. El vals peruano no quiere ni debe morir», argumentaba Chabuca en sus últimos años, cuando la grieta entre la valoración foránea y las diatribas internas que recibía su obra alcanzó una profundidad casi insondable. Algunos estudiosos, como la cantora y folcloróloga Rosa Elena ‘Chalena’ Vásquez, reivindicaron en cambio el aporte de la autora de Cardo o ceniza en la experimentación sobre las formas y en la recreación de géneros peruanos tradicionales como el landó. Aunque, impulsada a definirse, ella siempre sostuvo con modestia que hacía «apenas canción popular, y de ella solamente juglaría». «Si a la gente le gusta después de cincuenta años, entonces se convertirá en folclor», afirmaba convencida. Hoy, transcurridas ya siete décadas desde su inicio como compositora, y treinta y cinco años de la desaparición física de Chabuca, resulta bastante claro que Lima canta a través suyo. Simplemente porque sus cadencias le inventaron una esencia: «¡Qué difícil sería en-
cerrar en un concepto lo que es la limeñidad! ¡Pero cómo lo sentimos de fácil y emocionadamente cuando unas voces, unas guitarras y un cajón se arrancan con La flor de la canela!», escribió Tord en el prólogo de una de las tantas biografías de su más célebre compatriota. Claro que la voz de esa ciudad y esa mujer —gastada, tierna y furiosa, vital y vigente siempre— rebota ahora en rincones olvidados o desaparecidos. Cruza, junto a la Fina estampa del Zeñó Manué, el río de la desmemoria en busca de una identidad esquiva. Y se detiene, por un único y eterno instante, sobre el Puente de los Suspiros para dejarle en custodia una confidencia: «Dicen que hubo alguna vez / una Lima zandunguera / alfombra jacarandá / que tenía su quimera. / Soleada cerca a los cerros / y mojada junto al mar / dicen que hubo alguna vez / una Lima de bandera». Esa señorial e imprecisa metrópoli que, una y otra vez, solo vuelve a nacer cuando la convoca Chabuca Granda.
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Juan Romero Vinueza
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iempre que un poeta publica un libro de narrativa o cuando un narrador publica un poemario existe una incertidumbre. ¿Será o no será bueno? ¿Fracasará o no fracasará? ¿Se sentirá cómodo o no se sentirá cómodo en ese género al que no está acostumbrado? Sin embargo, esa incertidumbre viene acompañada de gran curiosidad sobre el hecho de enfrentarse a lo que se encuentra fuera de su zona de confort: es un riesgo, pero también es una nueva búsqueda que, a veces, puede refrescar a la poesía o narrativa imperante del momento. Atar a la rata (La Caída, 2017) es el primer poemario de Esteban Mayorga, quien es reconocido, por sus novelas y cuentos, como uno de los escritores ecuatorianos más interesantes de las últimas décadas. Mayorga ha dedicado mucho tiempo a la lectura de poesía norteamericana en los últimos años, cosa que lo relacionó de forma más directa también con otro tipo de expresión lingüística diferente a la prosa. Esto no quiere decir que se haya alejado por completo de la
narrativa, ya que acaba de publicar el libro Cuarenta (Turbina, 2018). Pero, de hecho, su poemario posee una intensidad onírica y delirante que quizás provenga, en parte, de una esencia narrativa. Durante el transcurso de las páginas del poemario, se evidencia el arrepentimiento, la desconfianza, pero sobre todo la ansiedad. La voz poética está planteada como un monólogo reflexivo y caótico que lucha contra la noticia de saber que va a ser padre. La idea de paternidad es vista desde varias aristas y cambia durante el texto porque al protagonista poemático le es imposible saber cómo será esta experiencia y cómo debe enfrentarla. El temor y la duda inundan su sentir al pensarse a sí mismo como un error de padre. No obstante, también es notoria la alegría y el cariño que le sugiere la idea sorpresiva de tener en su vida a un nuevo ser, al que amará aún sin haberlo conocido. En los siguientes versos, se puede apreciar cómo el hablante lírico lucha contra esa extraña
condición de padre: «Calientes son los niños, supongo, yo no sé nunca tuve uno / será huevo tibio, será noche desvencijada, alfeñique» o «qué ansiedad / cómo le resta a mi espalda ser padre y no serlo». La duda acerca de la temperatura de un niño, si es caliente, si será huevo tibio, si será noche desvencijada o alfeñique, como un enramado de posibles significaciones —que podrían ser todas erróneas o todas correctas, porque el desconocimiento es absoluto—. Se muestra, además, la ansiedad profunda y un dolor incomprendido al saber que se va a ser padre (al concebir) pero aún no serlo (al esperar su nacimiento). El poeta imagina diversas situaciones donde aparece su hijo, sea como bebé o como un adulto. A veces, lo prefigura —en realidad, intenta hacerlo— como si se tratara de un reflejo de sí mismo. Sigue la idea del título del poemario Atar a la rata que se lee igual de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, como si estuviese reflejándose en un espejo. Empero, no se cierra a la idea de que el hijo debe ser una continuación necesaria de lo que ha sido el padre. Más bien, la idea del reflejo viene dada por el hecho de ver al otro y verse en el otro. Dice Mayorga: «Cómo será tu rostro cuando te roben y cuándo ya / estés borracho? tus peleas conmigo cómo serán? cómo serás tú cabreado / vivaz raposa verdinegra y melada sin bigote». La apuesta del autor en este, su primer poemario, es el quiebre. No solo en el aspecto de cambiar de campo de experimentación literaria (pasar de narrativa a poesía) sino también en el hecho del cambio de un estado emocional y social a otro: pasar de ser hijo a ser padre. Todos los padres fueron en algún momento hijos, pero no todos los hijos llegan a ser padres. Eso está claro. Además, es importante destacar
variaciones que no todos los padres quieren ser padres. En el texto, que puede ser entendido como un poema largo o varios poemas independientes pero relacionados y portadores de un hilo conductor común, existen contradicciones que se dan como un fluir natural de la conciencia: la voz poética se arrepiente y se entusiasma de su primogénito, lo odia y lo ama, lo maltrata y lo cuida. El padre le dice a su hijo: «Niño vas a ser / un tigre no amado y tu faz una paila sólida de bronce, pienso que tal vez yo / sea un infeliz total e inesperado sin saberlo, estoy arrepentido / de tenerte y no lo sé, tonto temeroso, húmedo casual pensar esto, por eso / bebo y tomo droga y cuando yo bebo y me drogo siempre es 1977», pero también se plantea «Estoy seguro de tenerte amor aunque no lo sienta todavía». El entorno que se plantea en el libro está en una línea muy delgada entre la desolación y la esperanza, donde se presentan cambios de tono frenéticos que desarrollan — sin un filtro políticamente correcto— la idea hipócrita y cliché de lo bello que es convertirse en un padre. Nada de eso. Mayorga se da contra el piso, se interroga, y crea un conflicto alrededor de la sola mención de un hijo. El juego que propone el autor no solo se basa en la relación posible de un padre y un hijo, sino también en el trabajo sonoro y cacofónico de los textos. Este recurso es fundamental en la lectura del poemario porque se lo practica a lo largo de todo el libro. El oído del autor, además de captar el habla popular quiteña, muestra un atiborrado y aliterativo engranaje de palabras y símbolos que se conjugan para resultar en una poética caótica y vertiginosa, que simula la reflexión y el cuestionamiento de la mente humana: «¿De qué tengo miedo?, ¿de maltratarte en el hospital ya al día
de ser? / perdona, no sé cómo criar más que a golpes y aventuras, mejor / te llevo a pasear en una lancha viva, te doy hígado para que cantes / madrigales y crezcas, te llevo a pasear en una lancha hundida a / martillazos por marroquíes maleantes, te llevo a pasear en una lancha / lleno de marisco, maridos mafiosos o mágicos médicos, siempre / el mismo problema». En el fragmento se comprende que la utilización reiterada de los sonidos comandados por la letra ‘m’ no es un azar, sino que han sido elegidos por el autor para causar un efecto musical y léxico, donde el idioma se convierte también en una herramienta lúdica. El poemario mantiene ondas rítmicas que no decaen y le dan más fuerza y continuidad al texto en sí. El poema busca desarrollar al personaje poemático a través de su pensamiento y de sus divagaciones y soliloquios, proferidos por él mismo con un tono entre hiriente, jocoso, dulce y, ante todo, muy honesto, para con su hijo que está por nacer. Si bien el conflicto padre-hijo es lo primordial en el texto, aparecen dos problemas más: la esposa y la amante, con la que tendrá a su primogénito y a la que desarrolla profundamente en el poema. El texto se expande imaginativamente reflexionando sobre la condición que reformulará la idea del niño no deseado, del bastardo que afectará la relación ya existente. Mayorga también introduce una noción acerca de la amistad con los pocos allegados que tiene y de cómo estos se figuran que son más felices al saber que no serán padres y que pueden seguir viviendo como solteros: «amo a mis amigos pero ahora / los paso por iras al pensarles, quiero ser soltero como ellos, no tener / guaguas, ir de fiesta, les envidio sin seso y por eso les deseo que les salgan / espinillas en el pulmón, caries en toda la cara, que les queden
/ torcidas las cosas que escriban o dibujen, además de que les deseo que / nunca puedan comer pulpo ni pan». La espera es relativa, el tiempo es una complejidad que irrumpe en la mente del hablante lírico y que lo orilla a pensar: «¿qué esperas rana, para nacer?». El nacimiento está siendo esperado, pero sobre todo está siendo imaginado y presupuesto bajo ciertas premisas que tiene la voz poética sobre cómo será el largo y tortuoso proceso de la crianza: «¿No sé cómo criarte, cómo criarte?, enseñarte a leer y enseñarte a escribir / a intentar escribir, explicarte la muerte, el sexo, el trago, esa huevada / gigante que dizque es el amor: cosas en las que creo, ¿cómo explicar?». El desconocimiento origina todas las imágenes bellas e inconexas que se presentan en el libro. La duda y el miedo atormentan al futuro padre, lo acribillan por la espalda, lo lanzan al suelo y lo patean. No hay más salida que aceptar la paternidad como un posible error, como un mal necesario e inevitable de su fatalidad.
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SOLLOZO POR PEDRO JARA (Estructuras para una elegía)
I 1.1 el radiograma decía “tu hijo nació. cómo hemos de llamarlo» yo andaba entonces por las islas dispersa procesión del basalto coágulos del estupor secos ganglios de la eternidad eslabones de piedra en la palma del océano rostros esculpidos por el fuego sin edad soledad terquedad relampagueante de la duración enconado olor seminal de los esteros andaba anduve y dije mientras vociferaban la sangre y las gaviotas se llamará pedro pedrohuesosdepedernal pedrorrisadepiedra piedra inflamada por la lumbre de meteoros de la vida 90
1.2 el radiograma decía «tu hijo nació. envía su nombre» yo andaba entonces por el archipiélago renegrida osamenta del basalto sílabas del silencio sillares de la eternidad guirnalda de piedra en el pecho del océano coloquio de cíclopes sin edad soledad orfandad deslumbrante del espacio desgarramiento de túnicas del viento andaba anduve y dije en tanto aullaban el sexo y las focas te llamarás pedro pedrovenasderroca pedrollamadepiedra piedra enardecida por el aliento de leones de la vida
memoria 1.3 el radiograma decía «tu hijo nació. cómo lo llamaremos» yo andaba entonces por las galápagos cetrinas encías del basalto alvéolos del desamparo dentadura de la eternidad diadema de piedra en la testa del océano mantos de lava sin edad soledad oquedad fulgurante del tiempo hervor continuo de astros al pie de los acantilados andaba anduve y dije entre el bramido de los sueños y las olas te llamaré pedro pedroespinazodepeña pedropiedrasinedad piedra tenaz e incandescente que ha de sobrevivirme
II 2.1 ¡hijo mío! mordido implacablemente por los nitratos de los días parecías tallado en diamante hechoparaempiedradurar hechoparaperdurar entre las proliferaciones de herrumbre del tiempo pero todo cuanto arde en la sangre o la inteligencia suena a caída de hojas y aniquilamiento ay cinceles de piedra para hendir la roca ay impacto sordo de fruto del golpe de las mazas ay facciones abrasadas por la lengua de la caducidad rostros de piedra rastros de piedra semblantes de piedra rapa-nui pómulos curtidos por la soledad del mundo friso del desamparo cuencas imperturbables donde se agasaja el tiempo como un pequeño animal despavorido sienes de piedra mandíbulas de piedra pedrobasalto o pedroisladepascua piedras contaminadas por la pasión del hombre piedras corroídas por las sales del exterminio piedras que han ido aligerando el volumen en el polvo sollozante de les adioses
2.2 ¡hijo mío! azotado salvajemente por la desesperación de las olas parecías cincelado en granito hechoparaempiedraendurar hechoparaperdurar entre la frenética agitación de las aguas pero todo cuanto se enciende en el corazón o el tacto se infecta de perecimiento ay puntas de obsidiana de las armas de mis abuelos ay graznido de halcón de las hachas arrojadizas ay lajas de las calzadas imperiales rótulas de piedra vértebras de piedra escalones de piedra de machu-picchu cresta en la que afilan su alfanje las centellas balcón arisco del cóndor goterón de silencio donde anida el tiempo como flor entre los costillares triturados del trueno fémures de piedra párpados de piedra pedroasperón o pedromachu-picchu piedras dejadas de la mano del hombre piedras caldeadas por los tizones de la agonía piedras que han ido desvaneciendo el afuera en el polvo de las despedidas
2.3 ¡hijo mío! desgarrado despiadadamente por las uñas de la sombra parecías labrado en pedernal hechoparaempiedramadurar hechoparaperdurar entre la silenciosa violencia de las cenizas pero todo cuanto toca la mano o el amor empieza a vacilar y desmenuzarse ay guijarros vueltos silbo de dardo por la honda ay hornacinas de donde el cierzo expulsó al guerrero ay volúmenes arrancados al sueño de la geología muros de piedra hombros de piedra dinteles de piedra de inga-pirca proa despedazada en los arrecifes de lo perecedero encordadura del aguacero gran ábside donde golpea el viento como un muñón de cólera torso de piedra cejas de piedra pedropórfido o pedroinga-pirca
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piedras contagiadas por el desvelo del hombre piedras carcomidas por los líquenes del exterminio piedras que han ido consumiendo su presencia devoradas por la supuración de la muerte
III 3.1 desesperado revoloteo del instante nosotros los insensatos los alimentadores de desmesuras y de tumbas los que nos desvelamos por saber qué hacemos aquí anhelamos la inmensidad del océano y sólo nos pertenece la indecisión de la lágrima pedropiélago te quise te tuve pedrogota pedromar te ansié te perdí pedroespuma como a la playa la marea debías sobrepasarme pero tu muerte crecía más rápido que mi amor delicada espina de erizo sombrilla errante de la medusa agonía de terciopelos del deslizamiento del pez chillido de la gaviota entre el fragor de la rompiente todo se ahonda se hunde se difunde parecías forjado con la tenacidad del arrecife farallón olvidado del tiempo indeclinable jabalina del albatros ¡pero fuiste aleteo de golondrina en el vendaval! imaginé disparándose tus huesos con la gracia tenaz de las columnas con la agresiva terquedad de las madréporas ¡pero fuiste apenas resplandeciente estertor del róbalo aventado en las arenas! ay pedroesteladealgas ay pedrosalpicaduradeola en el rutilante acantilado de la vida
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3.2 fulminante incandescencia de lo efímero nosotros los desatinados los alimentados con desvaríos y frustraciones los que nos obstinamos por justificar el júbilo de estar aquí codiciamos la vastedad del bosque y sólo nos pertenece la vacilación de la hoja pedroselva te quise te retuve pedropecíolo pedrofronda te ansié te perdí pedrohojarasca como al girasol la semilla debías sobrevivirme pero tu sangre corría más rápido que mi desvelo quebradiza aguja de pino titubeante pupila de la resina frenesí de mariposas de la lámpara del polen trino de ruiseñor entre el estruendo de la catarata todo se ahonda se hunde se refunde parecías erguido con la reciedumbre del olivo encina olvidada del tiempo orla inabarcable del vuelo del gavilán ¡pero fuiste colibrí en el embudo del huracán! concebí perfilándose tu frente con la dulce pertinacia de las cortezas con la agria avidez de las raíces ¡pero fuiste apenas crujido de ala de ángel de la espiga pisoteada por el casco! ay pedrohuelladegarza ay pedrorrasguñodeviento en el resplandeciente promontorio de la vida
parecías implantado con la serenidad del nevado filón olvidado del tiempo majestuosa rúbrica del vuelo del gerifalte ¡pero fuiste empeño de mariposa en la tempestad! pretendí recortándose tus hombros con la poderosa simplicidad de las cumbres con la perseverancia de las murallas ¡pero fuiste apenas súbito centelleo del guijarro machacado en el torrente! ay pedrocraterextinguido ay pedrodesmoronamientodearena en el desfiladero insondable de la vida
IV 4.1
3.3 incesante remolino del ahora nosotros los obcecados los urdidores de discordias y silogismos los que nos desesperamos por descifrar los signos de la incertidumbre ambicionamos la imperturbabilidad de la montaña y solo nos pertenece la postración del polvo pedromegalito te quise te tuve pedroguija pedrorroca te ansié te perdí pedroarena como a la colina la luna debías desbordarme pero tu angustia cundía más rápido que mi dolor trizada lámina de lapislázuli deslumbradora llaga del diamante relampagueante éxtasis de la vena aurífera arrullo de paloma entre la vociferación del alud todo se hunde se funde se confunde
en verdad ¿fue verdad?, ¿eras tú el que pendía de la cadena del higiénico como seco mechón de sauce sobre el río? ser ido ser herido sal diluida suicida ah surco de paloma del pensamiento borrado por el sonido atronador del desdén ah soberbia del astro que manda al diablo su órbita ah pertinaz repudiador de lo establecido pedrogorralrevés pedromuertealospájaros pedrorrompelosvidrios y el eterno brazo entablillado pedro fermentación de vísceras de la vida ¡sólo que ya no estás! sólo que al cerrarte los párpados para velar el relámpago congelado en tus ojos ya no te reconocía ¿eras tú en verdad? ¿eso de helada indolencia de témpano? ¿eso de pavesas que la desesperación insta a soplar? ¿eso que se desmorona en las tinieblas para siempre?
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4.2 en verdad ¿fue verdad? ¿eras tú quien colgaba de la cadena del higiénico como polea inútil de una construcción abandonada? ser ido ser sido sol de huida suicida ah recinto de espejos del pensamiento empañado por el vaho de amapolas de la pasión ah fascinación siniestra por el ojo de remolino del vacío ah sempiterno impugnador de los acatamientos pedrocalzoncillos al revés pedrocabezarrasurada pedroceroengramática y los faldones de la camisa afuera pedro ofuscación de enredaderas de la vida ¡sólo que ya no estás! sólo que al ponerte las manos sobre el pecho para devolverte a la inocencia delirante de la materia ya no te reconocía ¿eras tú en verdad? ¿eso de vana crispación de mano de náufrago? ¿eso de cenizas que el viento no tardará en dispersar? ¿eso que devoró su reserva de lumbre en una sola fulguración?
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en verdad ¿fue verdad? ¿eras tú el suspendido de la cadena del higiénico como un péndulo paralizado en la eternidad? ser ido ser sido ser huida suicida ah palacio de cristal de la inteligencia invadido por las emanaciones coléricas del instinto ah obstinación de mariposa por el otro lado del espejo ah perpetuo opositor a lo constituido pedrocalcetinesalrevés pedroojosemplomados pedrochaquetasestrafalarias y los cuadernos extraviados pedro exasperación de jaguares de la vida ¡sólo que ya no estás!
sólo que al mirarte por última vez antes de entregarte a la humedad y a la disipación ya no te reconocía ¿eras tú en verdad? ¿eso de melancolía de estandartes abatidos? ¿eso de inmovilidad que antecede al furor subterráneo? ¿eso de luto y gérmenes ya alimento de los tréboles?
V 5.1 pedro ya no tan sólo piedra grumo devuelto a las opresivas láminas del esquisto al congelado silencio de la cantera nunca más la aventura únicamente a la ventura al ensañamiento vesánico de las depredaciones a lo que sólo deja residuos nunca huellas nunca sonido de enramadas y raíces en el pecho estela de tizones del tiempo pero refulges en mí como una espada al fondo de un arroyo pero suspiras en mí amas todavía en mí golpeas en el corazón como un animal anhelante de otra oportunidad ¡hijo mío! somos fervor de espuma de un piélago insondable.
5.2 pedro ya no tan sólo estalactita mineral devuelto a la rapacidad del polvo a la vulva del huracán de la metamorfosis nunca más la aventura únicamente a la desventura a la vengativa eficacia de la disgregación a lo que sólo exige espacio nunca tiempo nunca aleteo de petreles y golondrinas en las sienes reguero de brasas de la perseverancia pero rutilas en mí como una ola que por fin hace playa en el corazón pero parpadeas en mí alientas todavía en mí animas en la sangre como una semilla ávida de nuevas germinaciones ¡hijo mío! somos el murmullo de un follaje inmarcesible
5.3 pedro ya no tan sólo cuarzo bloque devuelto al estupor de palomas de la roca a la desaforada perversidad de los ácidos nunca más la aventura únicamente a la envoltura a la tozudez metálica de lo inerte a lo que sólo impone sombras nunca formas nunca arterias de diamantes y de rosas en la frente pisada de ascuas de la duración pero fosforeces en mí como el meteoro cuando irrumpe en la atmósfera pero sueñas en mí vives todavía en mí ardes en la memoria como las viejas tonadas de la tribu en los labios de los adolescentes ¡hijo mío! somos los ecos de un tañido inextinguible.
Efraín Jara Idrovo (Cuenca, 1926-2018) Poeta, ensayista y catedrático universitario. Fue Decano de la Facultad de Filosofía y Letras (19701975) y miembro de la Academia de la Lengua; en el año 1999 se le concedió el Premio Nacional Eugenio Espejo, por la totalidad de su obra. Fue director de la revista El guacamayo y la serpiente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay. Entre sus obras destacan los poemarios Tránsito en la ceniza (1947), Rastro de la ausencia (1948), Sollozo por Pedro Jara (1978), El mundo de las evidencias (1980), In memoriam (1980), Alguien dispone de su muerte (1988), De lo superficial a lo profundo (1992), Los rostros de Eros (1997) y El mundo de las evidencias 1945-1998 (antología, 1999). También escribió los libros de ensayo Lírica ecuatoriana contemporánea (1979), Poesía viva del Ecuador (1990) y La palabra perdurable (1991).
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S
Patricio Herrera Crespo
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e dice que San Marcos es el barrio más bohemio de Quito. Fundado en 1580, se distingue por sus veredas estrechas desde donde se levantan casas estilo republicano y unas pocas coloniales donde vivían pintores, músicos y artesanos y que hoy son sitios de cultura: museos, talleres, galerías, así como hoteles, restaurantes y cafés que, con las típicas tiendas de barrio, hacen parte del diario vivir. Estamos en el Centro Histórico de Quito. Caminando por la calle Junín (antes llamada San Marcos) de este a oeste, nos encontramos con una casa baja, blanca, donde se lee: Museo acuarela-dibujo Muñoz
Rincón pinteño II
paleta Mariño. La casa, una de las pocas coloniales, data del siglo XVI y fue de las pintoras Brígida y Gertrudis Salas, hijas del afamado pintor Antonio Salas. Una puerta central nos da paso a un zaguán de piedra de río que desemboca en un patio central de adoquín enmarcado por un corredor. A la derecha vemos un retrato grande de Oswaldo Muñoz Mariño, el mentalizador y ejecutor del Museo, que preside esta ala dedicada a su obra y su memoria. Una pared con arcillas precolombinas, algunas figuras coloniales, una repisa con sus libros, una muestra de acuarelas de momentos históricos, como las de las ciudades patrimonio de la humanidad, una serie de dibujos negros de pincel chino y muebles que nos traen el recuerdo de este gran maestro de la acuarela. A la derecha una grada de piedra forma un hermoso conjunto arquitectónico con la madera que luce en el amplio espacio del segundo piso dedicado a las exposiciones temporales. Ese es el destino final que nos llevó a San Marcos: admirar la exposición de acuarelas de Manuel Félix García que se expone en el Museo. Yo le conocí a Manuel en otro ‘oficio’, con su mandil blanco, grandes lentes protectores, un bisturí, una lupa y otros instrumentos manejados con una mano firme y una visión microscópica, para desentrañar y sacar a la luz los misterios que guardan antiguas pinturas maltratadas por el tiempo. Manuel restaura obras de arte. Ahora iba a admirar al Manuel acuarelista. Recuerdo que alguna vez, Oswaldo Muñoz Mariño me dijo que la acuarela «es el único medio con que se puede pintar el aire. Los pintores mexicanos me enseñaron, me motivaron a pintar los objetos con aire, o sea, sus texturas, sus colores, su brillo, su reflejo».
Aya Huma pinteño
Con ese pensamiento doy una mirada panorámica a los cuarenta y cinco cuadros de mediano formato que integran la exposición: paisajes urbanos de Píntag, su pueblo natal, y del Quito histórico; paisajes rurales, del suburbio de Guayaquil; danzantes que bailan en cada pincelada y once rostros de ancianos con trazos tan precisos que casi nos invitan a conversar. Pienso en Oswaldo y veo en los cuadros de Manuel lo que el maes-
tro me decía: unas casas y calles con textura, cielos y aguas transparentes, unos danzantes en constate movimiento y unos rostros surcados de vida, de altivez, de serenidad. Según Rina Artieda, sus acuarelas son el reflejo de su alma, por un lado colmada y serena y, por otro, fuerte e intensa. El español José María Arévalo destaca la transparencia con que traslada la acuarela a los personajes que parece nos cuentan su vida; en los paisajes, el
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Huellas del tiempo
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tratamiento de la luz y, en claro contraste, «el paisaje de los rincones cotidianos, los temas de puertas y patios cerrados a la luz, abiertamente matéricos, casi hiperrealistas, donde el pigmento se acumula para impedir el paso de la luz que ahora parece considera excesiva». ¿Pero qué nos dice el pintor de su obra? Manuel comenta que el contacto directo con la naturaleza le brindó una formidable sensación de equilibrio, de armonía, de paz y de amor. «Por ello —dice— me sumerjo constantemente en sus elementos que generosamente se ponen a nuestro alcance». Afirma que
Aya Huma pinteño
nica, aprendida en San Antonio de Ibarra, de los acuarelistas bolivianos, y perfeccionada en Italia y España, entre 1977 y 2001. Su obra se ha expuesto en forma individual en muchas ciudades del Ecuador; en colectivas en China, España, Canadá, Italia, Corea, Japón, Eslovaquia, Tailandia y en varios países latinoamericanos, en los que ha participado, también en bienales y trienales. Es miembro de varios organismos internacionales de acuarelistas y sus obras están en galerías y museos de varios países. Terminamos de recorrer la exposición y volvemos nuevamente la mirada, cada cuadro parece decirnos algo que nos falta descubrir, y nos retiramos con esas acuarelas impregnadas en las pupilas.
Calle Venezuela
en su expresión la acuarela ofrece esas mismas sensaciones. En su realización se mezclan las vibraciones más intensas e íntimas que un hombre puede entregar. «La necesidad de resolver sin pausas, donde la mezcla de los pigmentos con el agua en una primera intención es el ideal, para no regresar una vez aplicados y secos». Y es verdad: la acuarela no admite regresos. Cada pincelada debe ser definitiva y el agua y el color regarse con amor, con delicadeza o con firmeza, en los claroscuros, en las sombras, en la luz y en el aire. Hermosas acuarelas de este gran pintor que maneja esta difícil téc-
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Para atrapar la sombra de la amada Autor: Carlos Eduardo Jaramillo Género: Poesía Colección: Letras Claves Editorial: CCE Año: 2018 «Bajo el título Para atrapar la sombra de la amada he ordenado un buen número de poemas que en alguna forma tratan de recoger los instantes de intensidad amorosa, la belleza de la mujer como la incomparable pareja momentánea o duradera en la pequeña eternidad que es para nosotros su recuerdo, como prueba de vida, sin dejar de ser sueño o dádiva de felicidad de alguien que vela de algún modo por nosotros». CEJ
Las cosas que no decimos Autor: Jorge Vargas Chavarría Género: Relato Colección: Luz Lateral Editorial: CCE Año: 2018
Perros de niebla Autor: Edison Navarro Cansino Género: Poesía Colección: Poesía en Paralelo Cero Editorial: CCE Año: 2018 100
«Una guayaquileña viviendo en Tokio, un hombre que en mala hora decide aceptar la invitación de una desconocida, un vecindario que toma la justicia por su propia mano, una chica que ama las navajas, una mujer que le corta las manos a su esposo... En Las cosas que no decimos, Jorge Vargas Chavarría nos entrega cuentos que podrían ser episodios de Black Mirror o American Horror Story. La soledad y la tecnología, el miedo y el amor, la violencia y la locura, lo fantástico y lo real se conectan aquí para formar verdaderas narrativas de lo humano». MO
«Perros de niebla, del poeta Edison Navarro, es una apuesta a la exactitud y a la economía de las palabras. Una poesía vital que, como en otros grandes libros del género, pone en el centro de la escena a nuestros amigos que ladran, esos parientes-espejos. Perros de niebla ha sido ganador del Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2018”. CA
La memoria de Argos Autor: Christian Zurita Estrella Género: Poesía Colección: Poesía en Paralelo Cero Editorial: CCE Año: 2018
Poesía en Paralelo Cero 2018 Autor: Varios autores Género: Poesía Colección: Poesía en Paralelo Cero Editorial: CCE Año: 2018
Utopías y distopías Autor: Fernando Esparza Dávalos Género: Entrevista Colección: Antítesis Editorial: CCE Año: 2018
El cuento de nunca acabar Autora: Pepé Carrión Género: Relato histórico Editorial: CCE Año: 2018
«La memoria de Argos, de Christian Zurita Estrella, funciona como un caleidoscopio del mundo, un aleph donde la poesía nombra y trasciende, una construcción profética donde se enuncia el presente haciéndose eternidad. Por eso lo cotidiano adquiere una dimensión mítica, como si la poesía fuera el viaje de los argonautas tras el vellocino de oro. Este libro obtuvo el Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2018». CA
«En estos diez años celebramos los reconocimientos y libros de los premios nacionales Christian Zurita Estrella y Edison Navarro y el premio internacional de Héctor Cañón; nos deben todos los libros que vienen, saludamos con el agua verbal y ecuatorial de Julio Pazos y con los poetas homenajeados de otros países: Marco Antonio Campos, Jorge Boccanera y Luis García Montero. Nos vamos por los caminos de las ciudades sedes, cruzamos la montaña azul que cantó Machado desde su serrana soledad». XOT
«He revisado de principio a fin el libro de Fernando Esparza Dávalos. Sus contertulios son gente de trascendencia en nuestra historia reciente. Su discurso —más de una respuesta tiene esa equivalencia— es absolutamente rescatable. Y el interrogatorio no desentona en modo alguno. Hay allí un intelectual de rica formación que sabe por dónde encaminar el diálogo, apelando en todo tiempo a tópicos que resistirán el paso de los días». DO
«Mi personaje tenía que ser una mujer. ¿Qué mujer? Me fascinan las apasionadas que lo dejan todo por un ideal o por un gran amor... Me impresionó un retrato de Manuela Sáenz, pintado por Oswaldo Viteri. Esa Manuela Sáenz sería yo en el futuro... Gracias a estos libros que compré y a otros que iré recopilando poco a poco, podré ir adquiriendo elementos de juicio que me permitan asumir en mis noches de insomnio la personalidad de Manuelita, y pensaré en sus padres, en su nacimiento, en su infancia y así, hasta el fin de sus días...». 101
Discernimiento Autor: Miguel Ángel Morales Mass Género: Cuento Editorial: CCE Año: 2018
El café del muerto Autor: Mario Rodríguez Género: Radioteatro Colección: Cosecha Tardía Editorial: CCE Año: 2018
Viajé en platillo volador Autor: Fausto Oswaldo Patiño Género: Novela Colección: Casa Nueva Editorial: CCE Año: 2018
Ultravandal Autor: Varios autores Género: Publicación de grafiti Editorial: CCE Año: 2018
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«En el libro Discernimiento, Miguel Ángel hace derroche de poesía, de una filosofía sustancial que exige renuncias, lucidez y consecuencia con el pensamiento y los actos propios. Hay instantes en los cuales la sencillez de las narraciones se manifiesta mediante seres puros que ponen a prueba nuestra conciencia y nos reta a revisarnos por dentro muy seriamente». VFG
«Después de escribir por muchos años Cosas que tiene la vida, radioteatro de humor, en radio Quito y en Ciespal; de escribir algunas comedias que fueron presentadas en varios teatros de Quito, y de escribir ‘Consulta con las estrellas’ en el diario La Hora, el autor les ofrece El café del muerto, cuento cuyo objetivo es el humor —ojalá que lo vuelvan a leer cuando estén tristes—. Se basa en una serie de circunstancias reales que sucedieron en los años sesenta en un café ubicado en la calle Flores de la ciudad de Quito». MR
«Fausto Oswaldo Patiño es el escritor de esta historia de ciencia ficción, en la cual hace derroche de una imaginación privilegiada. Mediante ella, nos conduce por espacios, mundos y civilizaciones impensadas. Todas las situaciones están bien enlazadas entre sí, lo que vuelve al texto coherente y animado, creando en el lector la necesidad de no interrumpir su lectura hasta el final». VFG
«El grafiti es la materialización del discurso subversivo del rap y del break-dance. Los muros se vuelven documentos que muestran la postura de la comunidad frente a una sociedad discriminatoria. El grafiti resignifica los espacios urbanos y construye una nueva lógica de la relación del ser humano y su entorno. Comprender que detrás de una palabra, de un dibujo y de un símbolo hay un complejo entramado de realidades, es fundamental para recuperar el valor del grafiti como un sinónimo de resistencia». PP
Escritos médicos contemporáneos Autor: Varios autores Género: Varios géneros Editorial: Corporación Ecuatoriana de Escritores Médicos Año: 2018
Hermano Juan B. Stiehle, C.SS.R., arquitecto redentorista Autor: Gonzalo Humberto Cobos Género: Biografía Editorial: Universidad Católica de Cuenca Año: 2018
La orgía de los gusanos Autor: Alejandro Gallegos Rojas Género: Microcuento Año: 2018
Comentarios sobre historias de amor y desamor Autor: Lermontov Venegas Género: Ensayo Año: 2018
«La publicación que la Corporación Ecuatoriana de Escritores Médicos (CEEM) presenta hoy a la sociedad ecuatoriana la continuación del esfuerzo colectivo de sus miembros para dar a conocer su producción en un ámbito muy afín a la medicina: la literatura». JEP
«La Comunidad Redentorista ofrece este trabajo a la ciudad de Cuenca gracias a una familia investigadora que interpretó la obra de Juan B. Stiehle: el señor arquitecto Gonzalo Cobos, su señora e hijos. Su entusiasmo y conocimiento han sido la trama de esta filigrana. Han enmarcado su capacidad en los límites de la competencia y generosidad». MRA
La orgía de los gusanos, del escritor lojano Alejandro Gallegos Rojas, conocido como ‘Godié’, está compuesta por 87 microcuentos que narran historias breves con finales sorpresivos. Incorpora en su lenguaje la ironía, el sarcasmo y el absurdo, manteniendo al lector en un estado de perplejidad e interés permanente. Esta obra literaria fue escrita en diferentes años y en diversas ciudades en donde el autor vivió como: Changalane en Mozambique, África, Lund-Suecia, Moguer-Huelva, España, Ceibopamba-Malacatos, Loja y Quito, donde reside actualmente. «Hemos escrito estos breves comentarios, a manera de cortos ensayos, sobre el contenido y el mensaje de alguna de las más significativas páginas románticas de la canción, esto es, sobre las vivencias que con intensidad se encuentran latentes en las historias de amor o desamor». LV 103
CONVENIO CON BRASIL El presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Camilo Restrepo Guzmán, y el embajador de Brasil, Carlos Alfredo Lazary, suscribieron un convenio de cooperación institucional mediante el cual decidieron continuar con las actividades que se realizan desde hace varios años. Destacaron cinco puntos esenciales: dramaturgia, cine, literatura, televisión digital; además, impulsar una nueva edición del Diccionario del Folclor Ecuatoriano de Paulo de Carvalho Neto, y también un audiovisual. El embajador de Brasil destacó que este convenio para la difusión y cooperación cultural, entre las dos instituciones, tiene como objeto acordar políticas comunes, aunar recursos de toda índole y acciones que permitan planificar y ejecutar actividades en función de fines y objetivos de cada una de las partes.
FUNCIÓN CON NIÑOS DOWN El Colectivo Simbiótica Inclusión de Doble Vía, Cultura de Paz, presentó un evento para reflexionar por el Día Internacional del Síndrome de Down, en el aula Benjamín Carrión de la Casa de la Cultura, con un grupo de niños. Tato Caamaño, coordinador de este colectivo, destacó el quehacer de esta agrupación en un programa emotivo, alegre y participativo, en el que los niños dibujaron, hicieron trabajos de arte manual y se divirtieron con sus profesores y autoridades de la Institución. Asimismo se presentó un fragmento de la obra Salvar al mundo depende de mí, con el Taller de Teatro del mismo colectivo. «La Asamblea General de Naciones Unidas designó el 21 de marzo como el Día Mundial del Síndrome de Down, con el fin de incrementar la conciencia pública y recordar la dignidad inherente, la valía y las significativas contribuciones de las personas con discapacidad intelectual como promotores del bienestar y de la diversidad de sus comunidades. Del mismo modo, intenta resaltar la importancia de su autonomía e independencia individual, en particular la libertad de tomar sus propias decisiones».
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panel SOLIDARID AD POR LA PAZ La Casa de la Cultura Ecuatoriana se unió a la campaña de solidaridad por la paz emprendida por Ecuador. En la entrada de la Casona desplegó una gran tela con la frase: ‘Más importante que las razones de Estado son la libertad y la vida’. El presidente de la Casa de la Cultura, Camilo Restrepo Guzmán, junto con funcionarios y público en general estuvieron en la colocación de la pancarta y luego en la gran marcha que se dirigió hasta el Palacio de Gobierno en memoria de los periodistas de diario El Comercio, Paúl Rivas Bravo, Efraín Segarra Abril y Javier Ortega Reyes, y de los marinos Wílmer Álvarez, Sergio Cedeño, Jairón Sandoval y Luis Mosquera, secuestrados por un grupo disidente de la guerrilla colombiana.
APER TURA DEL MUSE O NACI ONAL El 18 de mayo, Día Internacional de los Museos, es la fecha escogida para la apertura del Museo Nacional, previamente a la cual el ministro de Cultura, Raúl Pérez Torres, y la viceministra, Andrea Nina, junto con presidente de la Casa de la Cultura, Camilo Restrepo Guzmán, constataron el avance de la obra de readecuación del museo que contará además con una tienda y una cafetería. Con esta apertura el Edificio de los Espejos de la CCE será el primer complejo de museos del país, pues a continuación están el Museo de Arte Moderno, con su gran sala Joaquín Pinto de exposiciones temporales, el museo de instrumentos musicales Pedro Pablo Traversari, el más importante de América, y el museo Etnográfico, con instalaciones interactivas. Para cerrar el círculo, próximamente se abrirá el Museo del Cine junto a la sala Alfredo Pareja Diezcanseco. 105
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l 12 de abril de 2018 falleció el gran escritor mexicano Sergio Pitol. Nacido en Puebla, en 1933, fue estudiante en Roma, traductor en Pekín y en Barcelona, profesor universitario en Xalapa y en Bristol, y diplomático. Miembro del Servicio Exterior desde 1960, fue consejero cultural de las embajadas mexicanas
en Francia, Hungría, Polonia y la Unión Soviética. Sus novelas son ejercicios de estilo que, mediante un humor refinado y mordaz, ofrecen una mirada desencantada de la realidad. Merece mencionarse su Trilogía del carnaval, formada por El desfile del amor (1984), Domar a la divina garza (1988) y La vida conyugal (1991). Compaginó la escritura con la traducción al español de autores ingleses, checos, alemanes y rusos. Fue condecorado por el gobierno de Polonia e investido doctor honoris causa por la UNAM. Por su obra literaria, ha merecido algunos de los galardones más importantes, como el Premio Xavier Villaurrutia, en 1981; el Premio Nacional de Literatura, en 1983; el Premio Juan Rulfo, en 1999; el Premio Herralde de novela, en 1984; el Premio Miguel de Cervantes, en 2005 y el Premio Internacional Alfonso Reyes, en 2015.
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