Casapalabras 38

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Bicentenario de

Walt Whitman Peguche, cuento de Raúl Pérez Torres Dos capítulos de la novela

Tripa Mistic, de Rafael Lugo Naranjo Muestra poética de

Humberto Ak’abal, poeta maya-quiché

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VÍCTOR QUILLUPANGUI RETORNO AL ORIGEN ANCESTRAL

Del 23 de mayo al 22 de junio de 2019

Museo de Arte Moderno CCE, Sala Joaquín Pinto Avs. 12 de Octubre y Patria Frente al Hotel Tambo Real Horario de atención: 09h00 a 17h00 de martes a sábado


editorial Cultura en Quito

L

a Casa de la Cultura Ecuatoriana ‘Benjamín Carrión’ saluda al nuevo alcalde de Quito, Jorge Yunda M., y le desea éxito en su gestión pública. Con esta oportunidad, le expresamos también nuestro mejor ánimo para cooperar desde el ámbito institucional — teniendo en cuenta la Misión y Visión de la CCE y lo que nos manda la Ley Orgánica de Cultura— en la realización de los programas y proyectos del Municipio de la capital del Ecuador, en procura de formar públicos críticos en una sociedad abierta a la generación de valores culturales, sensible e informada de los cambios globales, y respetuosa de la diversidad que nos caracteriza como pueblo y nación. En Quito, la Casa de la Cultura Ecuatoriana ‘Benjamín Carrión’ es la institución con la mayor infraestructura física para la realización de eventos culturales de diversa naturaleza. Más aún, tenemos el Museo de Arte Colonial, situado en el corazón del Centro Histórico de la ciudad. Y en nuestro edificio matriz se hallan los Museos de Instrumentos Musicales, Etnográfico y de Cine, y el Museo de Arte Moderno. Los espacios más grandes para reuniones públicas, presentaciones y espectáculos, también forman parte del patrimonio y la gestión de la CCE. Igualmente, a disposición de la ciudadanía están nuestros auditorios y salas de exposiciones, el Jardín de las Esculturas, la Cinemateca Nacional, la Biblioteca Pública de la CCE. Nuestra editorial, imprenta y librería son también importantes recursos al servicio de una misión comprometida con la difusión cultural. Sin embargo, lo más valioso consideramos es la apropiación simbólica de la Casa de la Cultura Ecuatoriana por parte la ciudadanía. Fenómeno singular que se expresa en el espontáneo respeto de la sociedad a la institución y su autonomía; como también en el reconocimiento de su misión histórica, que es el resultado de 75 años de existencia y labor cultural; así mismo, en la asistencia masiva de los públicos diversos a los eventos que se realizan casi todos los días del año; en la participación ciudadana en las exposiciones, conciertos, presentaciones, convocatorias, actos solemnes y otras actividades que se efectúan en los espacios de la Casa, y que forman parte de una agenda intensa de actividades de nuestra institución. En este contexto, la Casa de la Cultura Ecuatoriana tiene un conjunto de propuestas de promoción y difusión cultural para el Distrito Metropolitano de Quito y su nueva Administración, todo con una visión de generar valores culturales, respetar la diversidad, formar conciencia crítica y elevar la cultura de participación cívica y ciudadana. En consecuencia, le expresamos al nuevo alcalde Jorge Yunda, nuestro mejor ánimo para trabajar mancomunadamente, teniendo por delante los trascendentales valores y objetivos de desarrollo, progreso y convivencia, que Quito y el Ecuador se merecen. Finalmente, comprometemos nuestros mejores esfuerzos para que el cambio que se va a operar en Quito cuando el sistema de metro entre en funcionamiento, sea en el marco del desarrollo cultural y social que nos permita empoderarnos de nuestra querida ciudad y sociedad.

número treinta y ocho • abril 2019

Presidente Camilo Restrepo Guzmán Director Patricio Herrera Crespo Editor Patricio Viteri Paredes Colaboran en este número: Guillermo Álvarez, Raúl Arias, Jorge Basilago, Pedro Calvo-Sotelo, Rut Cobo Caicedo, Inés Flores, Rafael Lugo, Yuliana Marcillo, Sebantián Oña Álava, Mónica Ojeda, Yuliana Ortiz Ruano, Raúl Pérez Torres, Solange Rodríguez, Antonio Sacoto, Gustavo Salazar Calle, Fernando Tinajero, Amarú Vanegas Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila L. Portada Antonio Arias, Dialogando, óleo sobre lienzo, 2003.

PUCE

Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión

FERIA DEL Dirección de Publicaciones LIBRO Avs. 6 de Diciembre N16–224

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y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 463 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com

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índice

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Celebramos el bicentenario de Walt Whitman, fundador de la poesía moderna en el siglo XIX. Yuliana Marcillo escribe sobre el poeta.

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El mar espera entre las astas de los ciervos, cuento de la escritora Solange Rodríguez.

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Amarú Vanegas nos muestra su poesía varias veces premiada.

Mandíbula. Presentamos el primer capítulo de esta novela de Mónica Ojeda, escritora guayaquileña.

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Poemas de Humberto Ak’abal, poeta guatemalteco maya-quiché.

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Amos Oz, escritor israelí recientemente fallecido, deja en este número su cuento Judas.

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Casapalabras evoca al filósofo y escritor italiano, Premio Cervantes, Rafael Sánchez Ferlosio, con su ensayo La orfebrería de la verdad.

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El escritor quiteño Rafael Lugo Naranjo nos ofrece dos capítulos de su novela Tripa Mistic.

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Pedro Calvo-Sotelo nos relata lo que aconteció en Estocolmo en torno a la concesión del Premio Nobel a Camilo José Cela, en 1989.

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Casapalabras presenta en este número fragmentos de la novela Chop suey, de Sebastián Oña Álava.

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Juan Montalvo Fiallos ante la mirada crítica y poética de la escritora Rut Cobo Caicedo.

El escritor Raúl Pérez Torres nos ofrece su cuento Peguche. La poeta Yuliana Ortiz Ruano trae a nuestras páginas su poesía, antologada en libros y en revistas digitales.

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Gustavo Salazar Calle analiza la fraterna relación literaria entre Benjamín Carrión y Ramón Gómez de la Serna.

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Casapalabras rinde tributo al músico y compositor ecuatoriano Segundo Bautista, fallecido en mayo de este año.

Las venturas de la abuela rota, novela de Santiago Rivadeneira, bajo la crítica literaria de Fernando Tinajero.

El mal de amores, cuento de Guillermo Álvarez, premiado en Italia. En un análisis de las últimas novelas cuencanas, Antonio Sacoto nos entrega el Valor narrativo en la novela cuencana del siglo XXI. Raúl Arias reflexiona sobre la poesía de Cristina Guerra. Jorge Basilago escribe sobre el músico de jazz estadounidense Lester Yung.

Antonio Arias, medio siglo con los pinceles, en un ensayo de Inés Flores, historiadora, crítica y curadora de arte.


bicentenario

Walt Whitman 1819-1892

Walt Whitman, fundador de la poesía moderna en el siglo XIX, cumple, en este 2019, 200 años de natalicio.

Walt Whitman, poeta, enfermero voluntario, ensayista y periodista, es conocido por ser una de las figuras más icónicas y admiradas del siglo XIX. Sus poemas fueron censurados en la época por sus metáforas sobre la libertad, el individualismo y la abierta sexualidad.


Yuliana Marcillo

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uando leí el libro, la biografía célebre, ¿es esto,me dije, que el autor llama la vida de un hombre? ¿Y alguno, cuando yo haya muerto y me haya ido, escribirá así mi vida? (Como si algún hombre conociera realmente algo de mi vida, si yo mismo a menudo pienso que sé muy poco, o nada, de mi vida verdadera, solo algunas insinuaciones, algunos indicios difusos e indirectos, que quiero descubrirlos aquí para mi provecho)». Dice Walt Whitman mientras me escabullo entre los textos que biógrafos y editores han levantado sobre su vida y obra. Pienso entonces, que quizá todo lo que se ha escrito sobre él han sido insinuaciones, bocetos sobre la figura de un hombre que se convirtió en el poeta norteamericano más conocido y el primero en desvincularse de los cánones de la poesía inglesa; pienso en los cantos que se quedaron regazados, en el Walt Whitman de barba inmóvil, en el hombre sensual, temblando o riendo como loco, preguntándose quién

es en realidad, cargando periódicos, atendiendo a enfermos, construyendo casas, escribiendo en códigos para no ser señalado, identificado, para mantener el hilo que lo unía a su propio yo. *** Walt Whitman nació el 31 de mayo de 1819 en una casa que había construido su padre con sus propias manos en West Hills, Long Island. En este 2019 se celebran 200 años de su nacimiento. Es considerado el fundador de la poesía moderna en el siglo XIX y también el poeta que puso en vigor el verso libre. Fue periodista, maestro de escuela, impresor, ensayista, constructor de casas y navíos (destrezas que aprendió de su padre, quien era carpintero); además de enfermero durante la guerra civil estadounidense, donde atendió a agonizantes y moribundos. Solía llevar libros y cigarrillos a los artesanos enfermos, ocupó un cargo en el Ministerio de Gobierno de donde fue echado por el contenido de sus poemas.


Fue el segundo de los nueve hijos, por lo que su niñez estuvo marcada por las dificultades económicas que atravesaba su numerosa familia. Habiendo culminado sus estudios primarios, comenzó a trabajar a los 11 años: primero como ayudante en un despacho de abogados y después como aprendiz de imprenta, tipógrafo y editor de varias publicaciones. A medida que iba adquiriendo conocimientos en tipografía e impresión, desarrollaba también sus composiciones poéticas. La conexión con el periodismo fue inmediata, tanto así que a los 19 años fundó su propio periódico, al que llamó The Long Islander, en el que, según sus biógrafos, hacía las labores de editor, periodista, distribuidor y repartidor. El periódico no duró mucho, tuvo que venderlo meses después.

«Desde las primeras líneas, la poesía de Whitman se diferenció de lo que se estaba escribiendo en su época. El trabajo que ejerció como profesor le permitió viajar por las provincias del Sur y reafirmar su inconformidad con las ideas proesclavistas».

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Hojas de hierba, libro donde habitan los desesperados, los orgullosos, los amorosos y enfermos, además de ser un manifiesto a favor de la heterogeneidad cultural y la liberación sexual, no dio el resultado que Whitman esperaba: fue etiquetado de «obsceno», por lo que terminó siendo censurado por la crítica. El canto de América

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El escritor ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, en el artículo ‘La lección desoída de Whitman’, publicado en Letras del Ecuador, 1953, realiza un acercamiento a las voces que fueron uniéndose al canto de su obra literaria: «Sus poemas están habitados por millares de gente, indios y constructores, fabricantes de navíos y mercaderes, leñadores y mecánicos. Le cantó al individuo, exaltó el yo individual en medio de la muchedumbre», apunta Adoum. Desde las primeras líneas, la poesía de Whitman se diferenció de lo que se estaba escribiendo en su época. El trabajo que ejerció como profesor le permitió viajar por las provincias del Sur y reafirmar su inconformidad con las ideas proesclavistas. Es así como escucha a América, a través de artesanos, carpinteros, albañiles, zapateros, leñadores, labradores, de las madres, los hombres o mujeres que cantan desde lo que no les pertenece. En 1855 aparece publicada la primera edición de Hojas de hierba, «un libro de poemas que se convirtió en un canto a la vida, a la naturaleza, al nacimiento de la democracia, a la grandeza del hombre común, sin etiquetas ni género y que presentaba como novedad, un tipo de versificación no usado hasta

entonces, que se alejaba totalmente del que había utilizado en poemas anteriores usando un lenguaje sencillo y cercano a la prosa», señalan sus biógrafos. A través de la palabra, Whitman fue visibilizando las injusticias de esa época a los grupos marginados, su obra se enfocó en la problemática afroamericana y el clasismo; «poesía de afirmación» la llama Jorge Enrique Adoum: «El armador de navíos y constructor de casas para campesinos, el maestro de niños y tipógrafo, estaba destinado a hacer una poesía de afirmación. Su vida fue construir».

Otras insinuaciones Hojas de hierba, libro donde habitan los desesperados, los orgullosos, los amorosos y enfermos, además de ser un manifiesto a favor de la heterogeneidad cultural y la liberación sexual, no dio el resultado que Whitman esperaba: fue etiquetado de «obsceno», por lo que terminó siendo censurado por la crítica. El mismo Whitman se encargó de editarlo y de llevarlo a imprenta. Muchos de los tirajes fueron regalados; unos pocos vendidos. La primera edición solo estuvo conformada por 12 poemas, que a lo largo del tiempo fueron multiplicados, modificados y reeditados, como un trabajo permanente que realizó hasta su última edición, en 1892. *** Dicen que hubo un amor, el conductor de un ferry llamado Peter Doyle. Los diarios de Whitman de esa época tenían referencias de este joven con quien dormía en Washington. En sus diarios se refiere a Doyle usando un código, lo nombra como «16.4», en el cual cada número sustituye a una letra.


Sin embargo algunos investigadores sostienen que Whitman vivía una vida célibe. En 1873, a los 53 años, sufrió un ataque al corazón que le dejó parcialmente paralizado el lado izquierdo. Se mudó a un suburbio de Filadelfia, a casa de su hermano, para recuperarse, pero se quedó allí el resto de su vida. Desde allí intercambió cartas con Doyle, quien fue incluso a visitarle, señalan. Dicen que nunca pudo vivir cómodamente del dinero que le dio su trabajo literario y en los últimos años de su vida padeció pobreza. Pasados los 50 años de edad, comenzó una persecución legal contra él por obscenidad, con la cual tuvo que lidiar sin claudicar: mantuvo firmes sus pasajes poéticos sin acceder a cambiar o quitar nada que él no quisiera —más como evolución o transformación del poema, que por imposición—. Walt Whitman falleció el 26 de marzo de 1892, a los 72 años, la autopsia reveló que sus pulmones habían achicado a un octavo su capacidad respiratoria normal, como resultado de una neumonía bronquial, y que un tumor del tamaño de un huevo en su pecho había deteriorado una de sus costillas. Canto a mí mismo es el «disfrute del propio cuerpo, con todas sus grandezas y sus limitaciones». Un largo poema que explora las posibilidades de la sexualidad en todas sus vertientes, escrito y deseado en una época difícil, pero que Whitman quiso mantener hasta el final de sus días: «Mi lengua, cada molécula de mi sangre formada por esta tierra y este aire. Nacido aquí de padres cuyos padres nacieron aquí y cuyos padres también aquí nacieron. A los treinta y siete años de edad, gozando de perfecta salud, comienzo y espero no detenerme hasta morir».

¡Oh Capitán! ¡Mi Capitán! ¡Oh Capitán! ¡Mi Capitán! Terminó nuestro espantoso viaje, El navío ha salvado todos los escollos, hemos ganado el premio codiciado, Ya llegamos a puerto, ya oigo las campanas, ya el pueblo acude gozoso, Los ojos siguen la firme quilla del navío resuelto y audaz; Mas ¡oh corazón, corazón, corazón! ¡Oh las rojas gotas sangrantes! Ved, mi Capitán en la cubierta Yace frío y muerto. ¡Oh Capitán! ¡Mi Capitán! Levántate y escucha las campanas; Levántate —para ti flamea la bandera— para ti suena el clarín, Para ti los ramilletes y guirnaldas engalanadas —para ti la multitud se agolpa en la playa, A ti te llama la masa móvil del pueblo, a ti vuelve sus rostros anhelantes; ¡Ea, Capitán! ¡Padre querido! ¡Que tu cabeza descanse en mi brazo! Esto es un sueño: en la cubierta Yace frío y muerto. Mi Capitán no responde, sus labios están pálidos e inmóviles, Mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso ni voluntad, El navío ha anclado sano y salvo; su viaje, acabado y concluido. Del horrible viaje el navío victorioso llega con su trofeo; ¡Exultad, oh playas, y sonad, oh campanas! Mas yo con pasos fúnebres, Recorro la cubierta donde mi Capitán Yace frío y muerto.

Traducción de Francisco Alexander tomado del libro Hojas de hierba publicado por la CCE en 2017.

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Mandíbula (Primer capítulo) Mónica Ojeda

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brió los párpados por accidente y le entraron todas las sombras del día que se quebraba. Eran manchas voluminosas —«La opacidad es el espíritu de los objetos», decía su psicoanalista— que le permitieron adivinar unos muebles maltrechos y, más allá, un cuerpo afantasmado fregando el suelo con un trapeador para hobbits. «Mierda», escupió sobre la madera contra la que se aplastaba el lado más feo de su cara de Twiggy-faceof-1966. «Mierda», y su voz sonó como la de un dibujo animado en blanco y negro un sábado por la noche. Se imaginó a sí misma donde estaba, en el suelo, pero con la cara de Twiggy, que era en realidad la suya salvo por el color pato-clásico de las cejas de la modelo inglesa; cejas-pato-de-bañera que no se parecían en nada a la paja quemada sin depilar sobre sus ojos. Aunque no podía verse sabía la forma exacta en la que yacía su cuerpo y la poco grácil expresión que debía tener en ese brevísimo instante de lucidez. Aquella completa conciencia de su imagen le dio una falsa sensación de control, pero no la tranquilizó del todo porque, lamentablemente, el autoconocimiento no hacía a nadie una Wonder Woman, que era lo que ella necesitaba ser para soltarse de las cuerdas que le ataban

las manos y las piernas igual que a las actrices más glamurosas en sus thrillers favoritos. Según Hollywood, el 90% de los secuestros terminan bien, pensó sorprendida de que su mente no asumiera una actitud más seria en un momento como ese. Estoy atada. ¡Qué increíble que sonaba la declaración en su cabeza! Hasta entonces ‘estar atada’ había sido una metáfora sin esqueleto. «Estoy atada de manos», solía decir su madre con las manos libres. En cambio ahora, gracias al espacio desconocido y el dolor en sus extremidades, estaba segura de que le estaba ocurriendo algo muy malo; algo similar a lo que ocurría en las

películas que a veces miraba para escuchar, mientras se acariciaba, una voz como la de Johnny Depp diciendo: «With this candle, I will light your way into darkness» —según su psicoanalista, aquella excitación que la acompañaba desde los seis años, cuando empezó a masturbarse sobre la tapa del váter repitiendo líneas de películas, respondía a un comportamiento sexual precoz que tenían que explorar conjuntamente—. Siempre imaginó la violencia como una consecución de olas que escondían piedras hasta que se estrellaban contra la carne de algo vivo, pero nunca como ese teatro de sombras ni como la quietud interrumpida por los pasos de


novela una silueta encorvada. En clases, la profesora de Inglés les hizo leer un poema igual de oscuro y confuso. Sin embargo, memorizó dos versos que, de pronto, en esa posible cabaña o habitáculo de madera crujiente, empezaron a tener sentido: «There, the eyes are sunlight on a broken column». Sus ojos tenían que ser eso ahora: luz de sol en una columna rota —la columna rota era, por supuesto, el lugar de su secuestro; un espacio desconocido y arácnido que parecía el reverso de su casa—. Había abierto los ojos por error, sin pensar en lo difícil que sería alumbrar aquel rectángulo sombrío y a la secuestradora que lo limpiaba como una ama de casa cualquiera. Quiso no tener que preguntarse por asuntos inútiles, pero ya estaba fuera de sí misma, en la maraña de lo ajeno, obligada a enfrentar lo que no podía resolver. Mirar las cosas del mundo, lo oscuro y lo luminoso cosiéndose y descosiéndose, el cúmulo de lo que existe y ocupa un lugar dentro de la histriónica composición del Dios drag-queen de su amiga Anne —¿qué diría ella cuando se enterara de su desaparición? ¿Y la Fiore? ¿Y Natalia? ¿Y Analía? ¿Y la Xime?—; todo en los ojos ardiéndole más que ninguna otra fiebre era siempre un accidente. Ella no quería ver y dañarse con las cosas del mundo, pero ¿qué tan grave era la situación en la que se encontraba? La respuesta anunciaba una nueva incomodidad: un levantamiento en la llanura de su garganta. El cuerpo fregador del suelo se detuvo y la miró, o eso creyó ella que hizo, aunque a contraluz no pudo ver más que una figura parecida a la noche. —Si ya te despertaste, siéntate. Fernanda, con el perfil derecho aplastado contra la madera, soltó una risa corta e involuntaria de

Estoy atada. ¡Qué increíble que sonaba la declaración en su cabeza! Hasta entonces ‘estar atada’ había sido una metáfora sin esqueleto. «Estoy atada de manos», solía decir su madre con las manos libres. En cambio ahora, gracias al espacio desconocido y el dolor en sus extremidades, estaba segura de que le estaba ocurriendo algo muy malo. la que se arrepintió poco después, cuando se escuchó y pudo comparar el ruido de sus instintos con el llanto de una comadreja. Cada segundo que pasaba entendía mejor lo que le estaba ocurriendo y su angustia subía y se extendía por el espacio a media penumbra como si escalara el aire. Intentó sentarse, pero sus escasos movimientos fueron los de un pez convulsionando sobre sus propios terrores. Ese último fracaso la obligó a reconocer el patetismo de su cuerpo ahora agusanado y le provocó un ataque de risa que fue incapaz de controlar. —¿De qué te ríes? —preguntó, aunque sin verdadero interés, la sombra viva mientras exprimía el trapeador para hobbits en la silueta de un cubo. Fernanda hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para detener la risa de encías que la colmaba y, cuando por fin pudo recobrar el sentido de sí, avergonzada por el poco dominio que tenía sobre sus reacciones, recordó que había estado imaginándose en el suelo con un vestido azul eléctrico, como una versión moderna de Twiggy secuestrada, top-modelalways-diva hasta en situaciones límite, y no con el uniforme del colegio que en realidad usaba: caliente, arrugado y oloroso a suavizante. La decepción tenía la forma de una falda a cuadros y una blusa

blanca manchada de ketchup. —Sorry, Miss Clara. Es que no puedo moverme. El cuerpo arrimó el trapeador a una pared y, limpiándose las manos sobre la ropa de aspirante a monja, caminó hacia ella emergiendo de las sombras afiladas a una luz dura que le descubrió la carne rosa de pelícano desplumado. Fernanda mantuvo la mirada fija en el rostro ovíparo de su profesora como si fuese vital ese instante de lupa en el que pudo verle unas venas moradas, nunca antes identificadas, en las mejillas. ¿No que esas vergas sólo salían en las piernas?, se preguntó cuando unas manos demasiado largas la levantaron del suelo y la sentaron. Pero por más que intentó aprovechar la cercanía con Latin Madame Bovary no pudo verle ninguna palabra atorada en los gestos. Había personas que pensaban con el rostro y bastaba aprender a leerles los músculos de la frente para saber de qué inundaciones procedían, pero no cualquiera tenía la habilidad de dilucidar los mensajes de la carne. Fernanda creía que Miss Clara hablaba un idioma facial primigenio; un lenguaje a veces inaccesible, a veces desnudo como un páramo o un desierto. No se atrevió a decir nada cuando la profesora volvió a alejarse y las sombras cambiaron de lugar. Así, sentada, pudo estirar sus

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Fernanda esperó con paciencia alguna reacción que iniciara un diálogo, una voz que desequilibrara el silencio, pero ninguna palabra ocurrió.

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piernas atadas con una cuerda de color verde —la misma que usaba en el colegio para saltar durante las clases de educación física— y ver los mocasines limpísimos que la Charo, su nana, le había limpiado el día anterior. Al fondo, dos ventanales que ocupaban la parte superior de la pared le permitieron ver un follaje exuberante y una montaña o un volcán de cima nevada que le

hizo saber que estaban fuera de su ciudad natal. —¿En dónde estamos? Pero esa no era la pregunta que más importaba: ¿por qué me ha secuestrado, Miss Clara?, debió haber dicho, ¿por qué me ha atado y sacado de la ciudad de los charcos de agua puerca, zorra-mal-cogidahija-de-la-gran-puta? ¿Eh, puta de mierda? En cambio aguantó el silencio con la resignación de a quien se le cae el techo encima y empezó a llorar. No porque estuviera asustada, sino porque otra vez su cuerpo hacía cosas sin sentido y ella no podía soportar tanto caos destruyéndole la conciencia. El autoconocimiento se le había resquebrajado y ahora era una desconocida a la que podía imaginar por fuera pero no por dentro. Temblando, observó con odio el cuerpo de su profesora moverse como una rama sin hojas mientras fregaba el suelo. Trozos de cabello negro le rozaban la mandíbula ancha —el único rasgo de esa cara de diario que era poco común—. A veces, cuando sonreía, Miss Clara parecía un tiburón o un lagarto, y en todo momento de dientes un animal se le asomaba bajo el pelo. Una apariencia así, decía su psicoanalista, era discreta en su agresividad. —Quiero irme a casa. Fernanda esperó alguna respuesta que aliviara su ansiedad pero Miss Clara López Valverde, de treinta años, 1,68 metros de estatura, cincuenta y siete kilos, pelo a la altura de las tetas, ojos de artrópodo y voz de pájaro a las seis de la mañana, la ignoró como cuando en clases le preguntaba cuánto faltaba para que sonara el timbre y pudiera salir al recreo, sentarse en el suelo con las piernas abiertas, decir palabras obscenas o mirar las cosas del mundo —que en el colegio eran siempre más reducidas y miserables que en ninguna otra parte—. Debió haber preguntado: ¿hasta

cuándo estaré aquí, estúpida perra de orto sangrante? Pero las preguntas importantes no le salían de las entrañas con la misma facilidad que el llanto y la ira pelándole las muelas tan distintas a las de Miss Clara y a las que pintaba Francis Bacon, el único artista que recordaba de su clase de Apreciación al Arte y que, además, le hacía pensar en películas de terror viejas con la dentadura rabiosa de Jack Nicholson, Michael Rooker y Christopher Lee. Dientes rechinando y mandíbulas: esa fuerza guardada en los huesos no habitaba en su boca; llorar como lo hacía, con vergüenza y odio, era igual que desnudarse en la nieve de la mente de Miss Clara. O casi. Paseó los ojos por el lugar que la encerraba y comprobó que la cabaña era pequeña y lóbrega; el hogar ideal para el gusano que ahora era, la guarida donde tendría que aprender a desvertebrarse para sobrevivir. De repente, el frío empezó a temblarle las manos y comprendió que estar fuera de Guayaquil era flotar dentro de un vacío suspendido en el que no podía proyectarse. Ese vacío, además, se suspendía en la respiración de Miss Clara y carecía de futuro. ¿Y si la muy zorra me sacó del país?, se preguntó, aunque pronto desechó aquella posibilidad —no podía ser tan fácil sacar a una adolescente sin documentos, completamente dormida y maniatada, al extranjero—. Entonces intentó reconocer aquella montaña o volcán que se veía por la ventana, pero su conocimiento de las jorobas terrestres de su país-pulga-de-América-del-Sur se reducía a unos cuantos nombres rimbombantes y a unas pequeñas imágenes incluidas en su libro de geografía. La costa de orillas ocres, el calor y un río corriendo con el dramatismo del rímel sobre un rostro que llora, era lo único que su cuerpo identificaba como hogar, aunque lo odiara más que a ningún


otro paisaje. «El puerto es una piel de elefante», decía un poema que Miss Clara les había hecho leer en clase y con el que todas hicieron aviones que impactaron contra el pizarrón. Lo que veía a través de la ventana, sin embargo, era otro tipo de bestia. Maldito trozo de tierra en las nubes, pensó endureciéndose como una roca, y luego miró a su profesora con todo el desprecio que se había forzado a ahogar bajo las pestañas. —Usted va a joderse por esto. La silueta dejó de fregar y, durante varios segundos, pareció una pieza de arte contemporáneo en medio de la estancia. Fernanda esperó con paciencia alguna reacción que iniciara un diálogo, una voz que desequilibrara el silencio, pero ninguna palabra ocurrió. En cambio, Miss Clara atravesó la penumbra y salió por una puerta que, al abrirse, se tragó toda la luz de la tarde e iluminó el interior de la cabaña. Fernanda escuchó agua salpicando contra alguna firmeza, el ruido del viento despeinando, los árboles y pasos que se agrandaban, pero antes de que la luz volviera a desaparecer vio un revólver brillando como un cráneo en el centro de una mesa larga. Y su rabia reculó. —No —dijo Miss Clara cuando ya era de nuevo una sombra—. Eres tú quien va a tener que joderse ahora. Fernanda la vio acercarse y cerró los ojos. Algo estaba haciendo ese cuerpo de rama detrás del suyo. Un aliento vaporoso se derramó sobre su nuca y, después, sintió las cuerdas aflojándose alrededor de sus muñecas. El dolor de la libertad llegó con una tibieza que le recorrió los brazos en el preciso instante en el que pudo dejarlos caer a ambos lados de sí misma. Intentó desatar la cuerda que le amarraba los tobillos, pero sus manos respondieron con una rigidez y una torpeza simi-

lares a la de una máquina oxidada. El exterior, mientras tanto, se dilataba ensanchando sus ojos dolorosamente. ¿Por qué?, se preguntó cuando la cuerda cedió y pudo separar sus piernas hasta que la falda del colegio se le abrió como un abanico. ¿Por qué mierda estoy aquí? Frente a ella, Miss Clara la miraba con la autoridad que le daba el revólver a sus espaldas. —Levántate. Pero Fernanda-liberada se mantuvo quieta en su lugar. Sabía que no tenía sentido negarse, sin embargo, no pudo evitar reaccionar del mismo modo que cuando Miss Clara o Míster Alan o Miss Ángela la expulsaban del aula y ella, sin moverse de su silla, los miraba a los ojos esperando a que se atrevieran a tocarla porque sabía muy bien que nunca lo harían. Esa seguridad, ahora que había sido secuestrada, ya no existía. Por primera vez no era invulnerable o, mejor dicho, por primera vez tenía conciencia de su propia vulnerabilidad. Su mente parecía un barco llenándose de agua, pero el hundimiento podía ser una nueva forma de pensar. —Levántate. No me hagas volver a repetirlo. Obedecer. Su pecho era un roedor huyendo hacia las alcantarillas durante el día. Aún le resultaba incómodo flexionar los dedos de las manos, pero esta vez pudo apoyarlos en el suelo y ponerse de pie con torpeza. Evitó mirar el revólver que reposaba detrás de su profesora. Tal vez, reflexionó, si no lo miro ella creerá que no me he dado cuenta. Pero Miss Clara señaló con su mentón la silla a un extremo de la mesa. —Tú y yo vamos a tener que hablar sobre lo que hiciste. (Foto de la autora: © Carlos Bello.

Tomada de: https://www.candaya.com/

Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 1988) Máster en Creación Literaria y en Teoría y Crítica de la Cultura, dio clases de Literatura en la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Actualmente vive en Madrid, donde cursa un doctorado en Humanidades sobre literatura pornoerótica latinoamericana. Ha publicado las novelas Nefando (Candaya, 2016), que tuvo una espectacular recepción crítica, y La desfiguración Silva (Premio Alba Narrativa 2014). En 2017 publicó el relato ‘Caninos’ y otro de sus cuentos fue antologado en Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013). Con El ciclo de las piedras, su primer libro de poemas, obtuvo el Premio Nacional de Poesía Desembarco 2015. Forma parte de la prestigiosa lista de Bogotá 39-2017, que recoge a los 39 escritores latinoamericanos menores de 40 años con más talento y proyección de la década. Mandíbula fue publicada por Editorial Candaya, Madrid, 2018. (Tomado de: https://www.candaya.

com/libro/mandibula/)

libro/mandibula/ )

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Camino al revés De vez en cuando camino al revés: es mi modo de recordar. Si caminara sólo hacia delante, te podría contar cómo es el olvido.

Dos lágrimas Piedras No es que las piedras sean mudas; sólo guardan silencio. 12

Cuando nací me pusieron dos lágrimas en los ojos para que pudiera ver el tamaño del dolor de mi gente.


homenaje El fuego El fuego acuclillado apaga la tristeza del leño cantándole su ardiente canción. Y el leño lo escucha consumiéndose hasta olvidar que fue árbol.

El toquido Si de noche alguien tocaba la puerta, mamá escuchaba atenta: —Ese toquido no es de gente. —¿Cómo lo sabe? —preguntábamos. —Cuando es de gente, el eco del toque es caliente, cuando no, el toque es frío y no tiene eco. —¿Y ese toquido de quién será? —De alguien que acaba de morir y sólo ha venido a despedirse…

El espanto Una vez vi la sombra de un espanto alargado sobre una pared recién encalada. La luna se escondió detrás de mí yo temblaba de miedo. Sobre mis pies sentí caer un chorrito de agua caliente y creí que el espanto me había orinado.

La cuerda del silencio De este lado estaba el espanto y del otro lado nosotros. La cuerda del silencio estaba tan tilinte que de un momento a otro se rompería en un grito. Era de noche y la vela ya se había consumido. No sé de dónde sacamos fuerzas para no soltar el grito, el espanto se dio por vencido: se aflojó la cuerda ¡y desapareció!

La sombra

Él bailaba como nunca se le había visto bailar, y sus ojos solo eran para ella. —¿Con quién baila? Preguntó una voz. —Con una sombra, contestó el viento.

Sin puertas Nuestra casa no tenía puertas, como no teníamos nada no necesitábamos trancas, a ella sólo entraba el frío y nosotros.

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Y nadie nos ve La llama de nuestra sangre arde, inapagable a pesar del viento de los siglos. Callados, canto ahogado, miseria con alma, tristeza acorralada. ¡Ay, quiero llorar a gritos! Las tierras que nos dejan son las laderas, las pendientes, los aguaceros poco a poco las lavan y las arrastran a las planadas que ya no son de nosotros. Aquí estamos parados a la orilla de los caminos con la mirada rota por una lágrima... Y nadie nos ve.

Las flores Las raíces nos mandan a contar —por medio de las flores— cómo es la tierra por dentro. Y las flores se marchitan, se mueren porque acá afuera la vida es una mierda.

Chonimutux

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Las noches en Chonimutux son espesamente negras. Puede llevarse un poco entre las manos y tapar con ella hoyitos en las paredes. Son como barrancos boca abajo. Si te quedás viendo su hondura Sentís irte de cabeza como si la tierra estuviera arriba y uno parado en el cielo.

El aire El aire baila extiende sus alas y da vueltas. El aire es un pájaro grande, vuela alto arriba del cielo; por eso sólo sentimos el soplido de sus alas.

Allá Allá de donde yo soy es el único lugar donde uno puede agarrarse de la noche —como de una baranda— para no caer en la oscuridad


Humberto Ak’abal (Momostenango, Guatemala, 1952 – Ciudad de Guatemala, 2019)

Si yo volviera Si yo volviera, no sabría por dónde comenzar a buscarte. La ciudad es tan grande. Paso a paso se me acabarían los pies. Si supieras que con cada suspiro quisiera borrar el mar. Cómo duelen los sueños. Tengo miedo; no sé si fuiste real.

Poeta de la etnia Maya K’iché. Piensa y escribe sus poemas en lengua k’iché y los traduce al español. Es uno de los poetas guatemaltecos más conocidos en el mundo, sus poemas han sido publicados en periódicos y revistas de Guatemala, Centroamérica, México, Estados Unidos, Venezuela, Brasil, Colombia, España, Francia, Austria, Suiza, Alemania e Italia. Sus obras ya han sido traducidas al francés, inglés, alemán e italiano. Su poemario Ajkem Tzij (Tejedor de palabras) fue editado por la Unesco en 1996. Su libro Guardián de la caída de agua recibió una nominación a Libro del Año en 1993 y recibió el galardón El Quetzal de Oro APG 1993, otorgado por la Asociación de Periodistas de Guatemala. En 1995 recibió el diploma Emeritissimum, por la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Recibió el Premio Internacional de Poesía Blaise Cendrars de Neuchatel, Suiza, el Premio Internacional de poesía Pier Paolo Pasolini, en Italia, 2005, condecorado Chevalier de l’Ordre des Arts et des Lettres por el Ministerio de Cultura de Francia; en 2003 declinó recibir el Premio Nacional Guatemalteco de Literatura Miguel Ángel Asturias.

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Peguche Raúl Pérez Torres

C

uándo lleguemos a la cascada —me dijo pesarosa— te haré prometer al dios Inti que volverás a escribir. Yo continué caminando, pateando con ahínco las leves piedritas del sendero marcado, mirando cómo el bosque lleno de eucaliptos nos abría sus brazos sarmentosos y los pájaros, tundulis, picaflores, viajeros, trinaban el aire como si quisieran cobijarnos con una manta de sonidos amorosos. Tenía ganas de taparme los oídos para no escuchar sus palabras, pero esa indelicadeza le hubiera amargado la excursión, así que preferí meter en mi corazón aquel solo de guitarra de Jimy Page, Stairway to Heaven, y seguir caminando con la tristeza pasmosa del jorobado de Nuestra Señora. —Pero, ¿por qué has dejado de escribir? —parece que me decía, mientras yo trataba de detener el escalofrío del tercer acorde. —¿Quién? —le dije yo, rogando al azar que no fuera conmigo. —Tú —me dijo convencida—, tú, Chino. —Es que estoy tristísimo —le dije de memoria.

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—Pero van diez años —me dijo—, diez años que no escribes. —¿Tantos años triste? —pregunté al aire, al viento que se quejaba en el agua—. No —le dije apenas sonriendo—, sí escribo, lo que pasa es que ahora lo hago para adentro. —¿Cómo para adentro —me dijo alzando una ceja dispuesta a volar de su rostro. —Para adentro —dije, mientras me llevaba maquinalmente la mano derecha a algún lado del pecho. —Puros pretextos —dijo resentida—, tú ya no eres escritor, ya no eres nada. Entra a mi mundo, deslízate por mis entrañas planas y ondulantes — decía el letrero colgado en un árbol de ciprés—, tengo dos metros de cintura y setecientos de largo. Pensé: «dos metros de cintura, de cintura verde, de cintura llena de hormiguitas, de cintura con pájaros y flores, de cintura con agua y piedras cósmicas, de cintura donde quizá se aduerma el hueso sacro de los dioses. Era Peguche adonde íbamos, a la cascada de Peguche, íbamos a rogar por mí, queríamos tocar las enormes piedras sagradas, las rocas volcánicas milenarias, ese ejemplo de que la vida persistía, de que veinte mil años apenas son rezagos de la luna. Queríamos ver la cascada de veinte metros de alto, bufanda de duende, poncho blanco raído, granizo suspendido en una ladera del tiempo, salto de agua como el que sentía en mi corazón con la música de Jimy Page como un remordimiento. —Tú estás mal —me dijo luego de un silencio prolongado—, tú no quieres nada conmigo, ya no me quieres, ya no quieres nada de la vida. Yo la miraba de reojo, su figura fina, esbelta, parte del paisaje, su

bello perfil, su nariz que olfateaba el desamor con angustia, su nariz con dos mínimos lunares que hacían juego con la floresta, sus piernas regias pisando la pachamama de la historia, sus treinta años ¿treinta? ¿veinticinco? Creí conveniente contestarle, decirle algo que alivianara su peso, pero recordé mi edad (casi nunca recuerdo mi edad, pero ahora recordé mientras miraba esas enormes piedras de Faccha Huacan, piedras tumbas que guardan el secreto del tiempo) y mi edad era de diez veces siete, edad cabalística, pero quizá adormecida por la falta de eternidad. —Sí, creo que estoy mal —le dije, e inmediatamente, como si hubiera estado escrito en el horizonte, recordé un texto de Ray Loriga que me lo contó Luis Alberto como sigue: —Estar bien es julio y estar mal es septiembre. —Y ahora ¿cómo te encuentras? —Bien, quiero decir, mal. Pero, claro, no lo dije. A duras penas le tomé de la mano, ella quiso entrelazar los dedos pero no lo permití. Siempre he sentido ahogo cuando alguien quiere entrelazar mis dedos. Realmente creo que estaba en el peor de mis días, pero todos mis días eran peores, y siempre andaba recordando frases, textos, poemas, de otras personas. Era como si quisiera tapar con esos pedazos aquello que yo pensaba, era como miedo a pensar, como que estaba de vuelta, como que ya había pensado, como que llevaba un fardo de pensamiento desde hace setenta años, como que me daba dolor ver mi palabra impresa, como que estaba dolido de grafía, no era la palabra lo que quería atrapar para retratarla, sino su resplandor. La liana de mis antepasados ya acariciaba mi cuello, el polvo y el jaguar han empezado a bailar. No sé por qué pensaba esas cosas, eran como picotazos de un pájaro ebrio que hu-


cuento

biera descubierto el otoño de golpe, eran retazos de recuerdos que se trastocaban, como las piedrecillas del camino que saltaban a nuestro paso y tomaban otro destino, como si las palabras estuvieran tendidas a lo largo de los árboles y esperaran su turno, su orden, como si nuestro viaje a la cascada fuera un último viaje de palabras. Recordé entonces otro viaje, al que también nos habían llevado las palabras, la zorra literatura, fue a Génova, más bien dicho a Camogli, un pueblito marinero recostado a la orilla del mar la Citta dei Mille Bianchi Velieri, donde para beber sin arrepentimiento leíamos a Dylan Thomas y a Vallejo, claro, y yo declamaba mis poemas con pose de opereta mientras ella, la que ahora guiaba mis pasos hacia la cascada sagrada, trinaba de felicidad.

—Tú estás mal —repitió enfadada—, yo ya no quiero nada contigo. Los pájaros trinaban y hacían acrobacias en el aire, frente a nosotros, en nuestras narices, estaban vivos y parecían meteoritos, rayos fugaces, filigranas del aire, explosión de luces. Todos volaban. Uno voló hacia el este Uno voló hacia el oeste Voló sobre el nido del cuco Sí, quizás estaba loco, estaba entrando a la locura, o a la terquedad, esa enfermedad terminal de la edad. Quizá no quería escribir cuentos. Quizá lo que quería era darme un chapuzón en la cascada sagrada, quizá solo quería mirar pasar la vida, pasar el viento entre sus cabellos, el agua entre sus pechos diáfanos; quizá sólo quería adivinar la vertiente de sus muslos, el agitar de su corazón, la música del silencio.

—Sí, tienes razón —le dije—, ya tú no quieres nada conmigo. —Pero, dime algo —me dijo—, ¿por qué no escribes? A punto estuve de decirle lo de Rulfo, que se me murió el abuelo Ceferino y ya no tengo quien me cuente las historias, pero yo no era Rulfo y tampoco tenía un abuelo Ceferino, es más, tampoco tenía abuelo. —Doce años que estoy contigo —me dijo— y apenas has escrito dos o tres cuentos. Divisé entonces la cascada, blanca, blanca, espumosa, atropellada, como si estuviera escupiendo palabras de dragón y me sentí alegre. —Doce años —le dije sonriendo—. No puedo recordar si nevó durante seis días y seis noches cuando tenía doce años o si nevó durante doce días y doce noches cuando tenía seis años Dylan Tomas, a sus órdenes. Tomé entonces su manita con uñas de juguete y casi corrimos hacia el tablado puesto en lo alto de la cascada, donde dos japoneses, obviamente, tomaban fotografías (al acercarnos un poco más, advertí que uno de los japoneses tenía el rostro perplejo de Murakami, como si él estuviera pensando que la cascada, de algún modo, se parecía al pozo ciego de sus novelas). Ya arriba sentí vértigo, pero no era cosa de amilanarse, una cosa es que me negara a escribir pero otra el demostrarle cobardía en un momento en que los dioses nos agitaban, una inconmensurable dicha nos protegía, el agua maravillosa caía espumosa sobre nuestros rostros. La tomé entonces de la cintura y la acerqué al borde, a duras penas sentí su leve resistencia el momento en que, delicadamente, la empujé hacia el abismo. Abajo, muy abajo, veinte metros abajo, agua y sangre despedían una tenue luz azulada, como la crisálida de aire que ella tanto amaba.

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Canciones desde el fin del mundo* Canto IX Los músicos han vuelto al vientre de su madre: con el dedo en la boca huyen para no escuchar lo que compone la tierra. Tantos años de ruido se fueron con un parpadeo. Nunca salimos del Neolítico. Nos han mentido. Senos maternos llueven sobre nuestros cráneos. Nos han mentido. Lo sabíamos. Estábamos empeñados en agrandar nuestros cuerpos al fuego. Descubro mi corazón ante mis coterráneos. Los músicos han vuelto al vientre de su madre: aquel hombre del austro lo sabía: somos almas de diamante. No hemos podido pulirlo. Al fin descubrimos el matricidio: la Tierra quiso ser escuchada desde que nos parió.

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* Canciones desde el fin del mundo, Colección Ñam Ñam, editorial Amauta&Yaguar, Buenos Aires, 2018


lírica Nos hemos cagado en ella. Senos maternos llueven sobre nuestros cráneos. No son senos son rocas que han matado a todos mientras yo cobijo mi cuerpo bajo el ala de un águila gigante.

Canto XXIII De barro y agua construyo de a poco la silueta de la casa. Adentro cientos de ánimas cantan bolero, el olor de la carne de domingo se tatúa en las paredes: mamá no merecía una hija como yo. Papá merecía ser estéril. Hermana debió ser huérfana. Yo no debí nacer.

Canto X Las piedras no tocan a los animales. Los humanos hemos negado nuestra condición. Senos maternos llueven sobre nuestros cráneos. Es el final. Que alguien venga y nos mire temblar. Los músicos han vuelto al vientre de su madre: la gente tiene miedo del canto que emerge del magma. El águila en medio de un graznido me abandona. Baubos se desprenden de sus dueñas, bailan en lo alto de la colina. Padre, ¿por qué te has comido esas vaginas adolescentes? Padre no me responde tiene los ojos incoloros, incluso la tierra le cree. Padre, ¿por qué te has comido esas vaginas adolescentes? Cuando te abandonan hay dos caminos. Sólo los débiles sobrevivimos, padre. Yo ya no tengo miedo.

Glory Box (Poemas de amor para dummies) Dummy #21/04 A Nicole2, Olmedo, Aaron, Ana y el chico de la cámara He sido madre tantas veces / Innumerables partos / Partos como diosas / Partos que me hicieron agua / Doy a luz todos los días / hijos que recojo en los bares, / hijos que me encuentro como astros adheridos en la arena de la playa /Niños delgados y enfermos / Niños azules como la asfixia/ Niños que como yo deambulan en calles sin retorno / De dónde viene su sangre incendiada y hacia dónde va / Cómo disipar el dolor a diario / Caminamos todos de las manos por aceras salvajes / Take a walk on the wild side my friend /Ellos pintan arcoíris en mi plexo / Ellos me han dado el amor necesario para disipar el caos que me habita / Take a walk on the wild side babe / Y me dan la mano / Bebemos hasta hincharnos como globos de helio / Bebemos y la ciudad se convierte en una sinfonía dulce y etérea / Colores venenosos se inyectan en nuestro iris / Y nadie entiende nuestro amor /Nos echan de la plaza por besarnos a siete bocas / Nos echan de los bares por meter las palmas en las vísceras / nos echan de las calles nos echan / Nadie entiende un amor de más de dos cabezas / Take a walk on the wild side pequeña cosita sexi como anarkocumbia de la madrugada / Y nos tomamos de las manos / La acera salvaje tiembla nosotros temblamos con ella / Take a walk on the wild side mi amor / la noche nunca más llorará a solas.

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Dummy #9

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Hay más de un millón de razones para estar triste. ¡Ven a romperme el mundo! El sonido de mis huesos haciéndose añicos en tus molares como los crustáceos quebrantados en los rompeolas: música para esta cabeza desolada. Hay un millón de razones para llorar y formar un nuevo río en mitad del cuarto, ¿qué nombre tendría? William Blake, dirías tú, o quizás Houellebecq. Yo quisiera ponerle Nina o Rayo del Sur

o tal vez Vladimir. ¿Acaso es necesario estar triste para llorar? Las lágrimas caen como diosas feroces y bailan alrededor de mis calcetines, una de ellas se seca en mi camiseta. ¿Lo ves? Ahora es parte de mí. Basta un poco de ti en mi dedo para sentirte mío. No tengas compasión. O tal vez deberías aventarme por la cascada y que un millón de rocas destruyan mi cráneo. ¿Imaginas lo verde del río con una mancha de sangre ósea en contraste? Decúbito dorsal espero la caída ¿no se trataba de esto el amor?


Canción de amor para un caballo mecánico

Mi generación es un caballo de hierro en llamas:

Debajo de cada párpado nocturno una constelación espera por nosotros / Cientos de estrellas de barro y muchachitas acéfalas celebran la segunda venida del dios de cristal /Nosotros nos unimos al ritual religioso como si una fiera de antaño nos creciera de repente en el plexo / Mi amor / la noche no es otra cosa que el sueño idiota de un dios de barro y cristal / te pido por favor / no la tomes tan en serio / No dejes que te mate sin antes haber bailado su olor de efebo confundido / No dejes que te digan del sol sin antes haberte cubierto con su manto de barro / sin antes haberte confeccionado un vestido de fiesta de pueblo con sus nubes / sin antes volverte una sonrisa espeluznante que me deje claro el lugar al que pertenecemos y no nos permita salir de ahí.

Mis amigos son un caballo de hierro en llamas: Ya lo dijo el Señor: / salgamos a quitar los adoquines de las calles / para hacer de los intersticios más desagradables de las veredas nuestro hogar / Salgamos de las prisiones / dejemos de ser hámsteres solo por hoy y lloremos en las esquinas/ para que cuando alguien se acerque a consolarnos nosotros podamos robarle la cartera y en su lugar meter el poema más hermoso nunca escrito en la Vía Láctea / y no importa si los transeúntes no saben leer / el poema es una boca que habla por sí sola / Cierra tu lengua mi amor / devuelve tu voz al músculo idiota de donde proviene / Tú no haces falta / El poema delicioso /último caminante de la columna vertebral del universo tiene manos y voz / construye castillos de naipes habitados por las niñas trans que nos dejamos matar/ Silencio / Esconde el ruido y descúbrelo en el fondo de mi vientre / deja de lado el cuaderno / deja de fingir / te pido entonces que me preñes: La sangre producto de nuestro aborto / hará nacer el río perfecto para que podamos navegar.

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Mis hermanas son un caballo de hierro en llamas:

Tu boca es un caballo de hierro en llamas:

No tengo hermanas tengo dos prolongaciones del cielo adheridas a las palmas de mis manos/ Cabeza 2 dice que el sexo le duele / que cada vez que un niño es penetrado con engaños su cuerpo se esconde y con él toda luz que pudiera entrar en nosotros / Dice también que no importa las veces que nos digan que todo va a estar bien / ella sabe que no será así /por ello habita la musculatura ósea de las perlas dormidas entre las almejas / Por ello habita el centro de la Tierra y los volcanes / Por ello Cabeza 2 hiede y llora por cada falda escolar que cae en el suelo del baño de un colegio sin consentimiento alguno / Cabeza 3 dice que las niñas también necesitan sexo y que el dolor y la crueldad son los caminos perfectos para alcanzar el rostro de Dios /Dice que por cada niñita que abre sus piernas gentiles para ser penetrada por su padre / un ángel cae al festín macabro/ para librar al planeta Tierra de todo dolor / de todo mal / de todo padecimiento / Cabeza 2 llora escuchando a Cabeza 3/ Cabeza 3 se burla de Cabeza 2 y me exige que le abra el cráneo / Obedezco

Cada gota de sangre que se te escapa de entre los dientes es un ser perfecto / próximo habitante del planeta cama / donde las montañas no son más que células muertas tiritando en el espacio / Tu boca es un caballo de hierro que incendia las islas que me existen / Paso a ser un desierto despoblado y desprovisto de alegrías / En mi cuerpo ahora deshabitado no hay espacio para otro sentimiento que no sea el placer del polvo de huesos / que es nuestro propio polvo esnifado / Convierto tu hogar en mi guarida pero no vengo sola / Traigo a mis niñas violadas / Traigo a mi tía violada por mi abuelo / Traigo a mis muertos de sida y a mi abuela con cáncer hepático / galaxia dorada que se vuela de mi cuerpo/ Traigo toda mi marginalidad y encierro / Traigo mis fluidos escasos y mi sexo tembloroso / Traigo a mi padre comunista y alcohólico / Traigo a mis amigos / sobre todo a ellos / Los traigo de las manos porque como yo tampoco encontraron un lugar seguro en el universo / a ellos también les rompieron los tabiques sus progenitores y les arrancaron los pulgares para que aprendan a obedecer / Amor aunque quisiera no vengo sola / Traigo a mi madre ex bibliotecaria y amante vitalicia de las pastillas para dormir / que no sabe otra cosa que llorar por su vientre hinchado y por la fortuna que apaña como un sol benigno bajo el tocador / donde a diario se dibuja una sonrisa / Traigo a mis niñas que son en realidad un canto inexistente / como aquellos que entonábamos cuando existíamos en el vientre de nuestras madres pseudoproletarias / Recuerdo tu parto como una abertura en la piel del viento / te asistí / Le dije a tu madre dormida que cada vez que nace un Óscar el mundo celebra la caída de una estrella y fue entonces cuando saliste de su vientre / Celebré con aleteos descomunales tu alumbramiento / Te supe mío desde la primera bocanada de aire caliente que expulsaste amor mío.

¿Puedes ver los planetas que se escapan en su sangre? ¿Puedes ver los fetos púrpura y naranja danzar alegremente hacia el camino divino? ¿Puedes ver a mis hermanas hechas añicos acantilarse entre mis dedos? ¿Puedes verlo?

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Inéditos

1988 Volveré a vislumbrar tu carne cuando volvamos a ser Pangea: cientos de caballos del sur de América y otros millones de caballos mediterráneos negros con cuerdas adheridas a la tierra cruzarán el Atlántico caerán decenas de edificios el horror se infundirá como una mancha de sangre en mis pupilas tu continente y el mío serán uno solo nos amaremos en medio de la muerte entre cadáveres irreconocibles ya no tendrás más miedo de mi sangre y mis fluidos solo en medio del horror el amor es cierto veremos al sol mirarnos con tanta rabia y reiremos yo tendré ambas piernas rotas y tú una mano enorme y mecánica con la que me sostendrás en esos días infinitos que le quedan a Pangea repito: solo en medio del horror el amor es cierto.

1993 Amarte son millones de encéfalos colgando de esa estantería: —No los mires— caballo no entiende que esta sed de antaño mide lo mismo que nuestra galaxia y no hay un universo donde quepamos los dos quiero cortar mis extremidades y meterlas meticulosamente en una mochila colegial como mera demostración de hambre como prueba indeleble de mi capacidad para hacerme añicos cruzar el Atlántico como un fiambre el miedo me ha cortado apenas parte de la cara y la lengua —No escuches y no mires— No puedo evitar obedecerle.

Yuliana Ortiz Ruano (Esmeraldas, Ecuador, 1992) Editora y antologadora en la revista digital Cráneo de Pangea. Consta en Antología La muchedumbre de tu risa (Casa de la Cultura, 2014), Harawiq muestra de poesía ecuatoriana y boliviana (Murcielagario Kartonera, 2015), Memorias del recital Paralelo 0 (El Ángel, 2017), Antología Enero en la palabra (Cuzco, 2018), entre otras. Ha participado en: Festival Internacional de Poesía Enero en la Palabra (Cusco, Perú, 2016), octava edición de Poesía en Paralelo 0 (Ecuador, 2016). FIRAL encuentro literario (Rancagua, Chile, 2016), Presentación de la colección poética El árbol migratorio (Fundación Pablo Neruda, Santiago de Chile, 2016). 23 Foro por el Fomento del Libro y la Lectura (Fundación Mempo Giardinelli, Resistencia, Argentina, 2018). Ha publicado SOVOZ (Hanan Harawi, Todos tus crímenes quedarán impunes, coedición peruanoecuatoriana, 2016) y Canciones desde el fin del mundo (Editorial Amauta&Yaguar, Buenos Aires, Argentina, 2018). Textos suyos aparecen en revistas de México, Argentina, Colombia, Venezuela, España y Portugal. 23


Solange Rodríguez Pappe

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n ese pueblo que estaba hecho de piedra y de huesos de serpiente, no había nada más que hacer que esperar a los visitantes que cada semestre venían hasta el río grande buscando refrescarse. Hacía bastante rato que el clima estaba raro: bochorno, gelidez, largas canículas, por lo que la pesca se había vuelto impredecible y los tripulantes de las barcazas que aún lanzaban redes, pasaban mirando el agua inquebrantables horas bobas y otras no paraban de recoger mallas abundantes de truchas. Los hijos de los hijos volvían la segunda mitad del año a recodar

viejos caminos aprendidos cuando eran niños. Acondicionaban las casas heredadas con lo poco que habían traído y después iban hasta una de las tiendas del mediano caserío por compras de último minuto: baterías, café, jabones perfumados. Las que se turnaban tras el mostrador, eran tres, la mayor tenía una inmerecida fama de milagrera y se llamaba Trinidad, la segunda hacía conservas con la madre para vender en el negocio y la menor iba a ingresar pronto con las monjitas para aprender sus oficios piadosos. Eran flacas, de ojos grandes y tenían el pelo crespo creciéndoles


relato

fuerte en la cabeza. En cualquier otro sitio nadie les hubiera dedicado una segunda mirada, pero en ese lugar apacible llevaban un lustro reinando. Trenzadas por los brazos paseaban riendo y elegían muchachos durante la noche, cuando la gente armaba fogatas y contaba historias a la orilla del río. La mayor narraba las cosas que veía en el fuego a cambio de dinero: perros destrozándose a dentelladas, mártires profetizando el futuro en sus últimos estertores, arrecifes sangrientos contra los que se estrellaban bandadas de patos. Así aterraba y seducía a su au-

diencia. Al amanecer, en cuanto los chicos estaban completamente fascinados y algo ebrios, ellas les planteaban un desafío. Debían ir hasta el caserón de los gringos, la construcción descuidada que estaba en la punta de la colina junto al río y empujar la verja. Lo hacían porque no había nada más en qué pasar el rato esos días templados, idénticos los unos de los otros. Y esos chicos pálidos no tenían idea de cómo era la vida estando tan alejados de la mano de Dios. Iban pasándose la botella por turnos durante todo ese camino que se alejaba del carretero hasta llegar a la entrada de esa casa en las afueras que alguna vez fue majestuosa. Por su enormidad, daba la impresión de haber fungido como una iglesia o como un fuerte. Solo una bandera de la confederación yanqui, hecha jirones, sugería la idea de quiénes eran sus propietarios. Cantaban los gallos cuando las hermanas desafiaban a los chicos a colarse por una ventana, riéndose todos, temerosos e idiotas. En esa casa de naturaleza muerta bajo el tejido de las telarañas, el desafío era descubrir la habitación del hombre lisiado que estaba en el primer piso y tocarlo en el pecho, con la punta de un dedo, sin que se despertara. Ellas esperaban afuera de la casa, aguantando las carcajadas, con los senos temblando por lo que iba a pasar. Casi siempre el anciano inválido abría los ojos y daba de gritos en cuanto veía a los invasores. Su voz sonaba como un mugido desesperado y los muchachos, aterrados, descendían a toda velocidad por las escaleras fofas. Entonces, salida de otro lugar de ese mausoleo, aparecía una anciana aún más anciana que el anterior, con el cabello enredado. Atacaba a los invasores con lo que tenía a mano. Ellos se la llevaban por delante y salían por el mismo lugar

por el que habían entrado, con los pantalones mojados y recibiendo maldiciones como pedradas. Pobres viejos, decían los muchachos, ¿no les da pena asustarlos así?, y las tres se ahogaban de risa. Después, para finalizar la aventura, premiaban a los pretendientes con un tratamiento cariñoso; los llevaban a pasar el susto a la arboleda de algarrobos, a la parte frondosa desde la que todavía se podía escuchar el bramar del río y hacían el amor con ellos, arrodillándose en la tierra sin perder tiempo, quitándoles la ropa a tirones entusiastas, próximas, pero a suficiente distancia para darles privacidad sexual, porque así de pudorosos eran esos hombres de ciudad. A veces se oían los gritos conjuntos de las hermanas montando impúdicas, y felices porque habían conseguido amantes también para ese verano y había valido la pena esperar famélicas todo ese tiempo moribundo. Con el frío, como nunca antes se había sentido, llegó un episodio raro de escasos veraneantes, pero también vino él, en una moto estridente, con el último atardecer caliente sobre la nuca —vestido de verde militar—, a la tienda donde la mayor se aburría detrás de un mostrador custodiado por gatos. Pidió escuetamente licor, una pala y municiones. Verlo entrar fue hacerla mirar las llamas. Con él sintió que a su vida ingresaban lo maravilloso y lo terrible. No tenía lo que le solicitaba, pero ella le solicitó una semana para conseguirlo (su último recurso de tráfico siempre eran las monjitas), y mientras le hablaba lo recorría golosamente, desde el pelo cortado a cepillo hasta la punta de las botas sucias. Era un hombre, no un pescador ni un crío como siempre habían sido los otros con los que se había solazado hasta ahora. Y no pudo olvidarlo. Tenía las retinas incendiadas por su resplandor rubio. Durante las noches, cubierta

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Ella pasaba más tiempo fuera de casa contemplando el manzano testarudo que siempre parecía a punto de explotar a la vida y él se dedicaba a un taller mecánico que había improvisado en una pequeña caseta en el patio.

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por una frazada, lo buscó evitando el lastre de las otras dos hermanas. Preguntó por él en las piras cada vez más escasas, que se levantaban al borde del río, sin que alguien le diera ninguna orientación clara. Todo empezaba ya a confundirse: arriba con abajo. Se quemó los dedos preguntándole a los fósforos dónde estaba el hombre dorado, dónde se había metido el hombre hermoso que venía de lejos, pero a cambio vio insectos que se congelaban en el aire y caían a la tierra como semillas. Apoyó sin ganas el ritual de la casa destartalada por el que hacían pasar a sus futuros amantes. Aguantó ausente las charlas en las orillas del río donde no se hablaba de otra cosa que del clima y de que ya mismo verían bajar gruñendo de los cerros a osos polares. Bebió un poco de anisado y vomitó rumbo a la casona. Había un ambiente raro, sin esperanza ni erotismo aplacado por la niebla del río. Los nuevos muchachos que habían pescado eran apáticos, así que ellas se esforzaron en demostrar aún más alegría en esa excursión. Al llegar a la casa se percataron de que alguien había cambiado la bandera yanqui por una flamante ¿Habrán venido las monjitas a amparar a los viejos? La yerba alta había sido rasada y la puerta tenía un nuevo picaporte. Cuando ingresaron por la ventana se dieron cuenta de que la tem-

peratura de la casa era agradable, notaron enseguida que una nueva presencia la estaba calentado. Siguiendo instrucciones, los muchachos subieron como siempre al primer piso mientras ellas esperaron a que tuvieran la revelación que las hacía esternillarse de risa, pero esta vez, en su lugar, sonaron estallidos de un arma y los chicos descendieron despavoridos. De la habitación, sujetando una escopeta de aire, surgió el hombre encendido por el sol del amanecer y desde abajo la madre, con los ojos desorbitados, gritó su nombre: Queen, Queen, son esas muchachas malvadas que vienen siempre, y fueron ellas las que esa vez tuvieron ganas de mojar las faldas mientras los chicos les daban empujones para que huyeran. Con los trancos de un gigante el hombre chapado en oro los alcanzó en la verdeada y lanzó al más lento contra la tierra para mullirlo a golpes, hasta que el chico se echó a llorar pidiendo paz y él se detuvo. Ella, alguna vez, en el futuro, recordaría la mirada que le dedicó Queen esa mañana, la ofuscación de las llamas queriendo derretirla y ella resistiéndose, muy a su pesar. Por lo que quedó de ese verano fueron prematuramente viudas y vieron partir la caravana con los últimos turistas hacia las ciudades donde se comentaba que, confundidos por las ráfagas heladas, abun-

daban bandadas de pájaros anidando en los edificios altos. A los quince días, el hombre dorado volvió a la tienda familiar por provisiones. La chica que veía cosas en el fuego, quemaba el tiempo haciendo crucigramas en periódicos viejos y leyendo horóscopos que hablaban de aventuras que jamás coincidían con sus propios designios. En cuanto lo vio entrar, se puso de pie y retrocedió. Perturbada, le pidió disculpas honestas por las invasiones que habían realizado los últimos meses a la casa de su familia y también le dijo que lamentaba haber conseguido todo menos las balas, aunque tenía un plan, hablaría con las monjitas; era sabido que las monjitas en sus bodegas tenían de todo. Queen, inmutable, contestó que había venido a terminar el proyecto de su padre porque en esta vida había que tener honor. Lo dijo, mirándola con el rabillo del ojo mientras revisaba el precio de cada producto cubierto de polvo. Añadió: Todos saben que en breve sonarán trompetas en el cielo y que tiempos terribles se aproximan. Las nubes estaban tomando formas raras en el norte y el viento viene cargado de desgracias. Las noticias no lo cuentan todo, muchacha. Trinidad, insistió, repitió su nombre para que la tuviera presente. Yo estaba bien allá donde vivía, pero decidí volver de las montañas. Nunca entendí a los viejos, por qué habían elegido quedarse aquí a volverse guiñapos entre pescadores, pero a los padres se los quiere, no se los entiende. Luego se detuvo frente a ella para pagar veinte latas de garbanzos sin dedicarle una segunda mirada. Teniéndolo cerca, ella volvió a sentirse arder. El convento que estaba hacia el este del pueblo no parecía un convento de clausura, era una mezcla de establo y de escuela. Cuando ella lograba obtener los objetos extraños que ocasionalmente las religio-


sas le pedían para sus intercambios, solo le era permitido entrar hasta la parte del comedor rústico donde decenas de novicias de velo blanco se aplicaban en unos cuadernos de hojas cosidas, creando con las muñecas movimientos obsesivos de escritura, entre dibujos y rayones infantiles. ¿Qué hacen?, preguntaba a Sor Matilda. Labor de manos, contestaba siempre. Las monjitas venían de todo lado del mundo, de España, de Italia, de Alemania; eran una mixtura rara de vírgenes. Flores frescas maceradas para siempre en una putrefacta agua dulce. Así, también ella le había preguntado si era cierto que metían hombres al convento en noches cerradas o si era verdad que salían a corretear desnudas convertidas en perras. Se lo preguntaba a la más vieja con descaro, como si fuera su

par, al arroyo calmado de sus ojos donde nada se inmutaba, donde jamás el agua cambiaba de dirección. Las hermanas rezan para que las tribulaciones que se aproximan sean menos crueles, la escritura es una forma de oración. Y Trinidad bajaba la mirada porque nunca le había interesado aprender a escribir. Con los números le bastaba y con las cosas que sabía hacerles a los varones. ¿Y si vienes a vivir con nosotros, Trinidad? Siempre nos hacen falta vocaciones. ¿Yo? Y ella se reía porque jamás habría estado arrepentida de nada que se le hubiera antojado a su cuerpo y jamás había asociado sus visiones con espiritualidad. Antes de salir, volvía a dirigir una mirada a las lenguas, los cuernitos, los hocicos y las pezuñas plasmadas en esos cuadernos de las novicias, tan vivos y rojos, que en

cualquier momento romperían en estampida. Cuando se suponía que iba a empezar el verano, nevó y los animales que estaban afuera de las casas se convirtieron en rocas. El mundo estaba girando en la dirección que no debía y todos se atrincheraron para preguntarse los unos a los otros qué era lo que estaba pasando. También se fue la electricidad y desapareció cualquier movimiento en las carreteras. Las aguas del río se volvieron densas y los peces saltaban como si el líquido hirviera. Preferían el aire a morir de otra manera. Una madrugada saquearon la tienda, rompieron una ventana y se llevaron los pocos víveres que les quedaban. Ellas se abastecieron con un huerto enclenque y con unas pocas cabras viejas que les dio pena matar porque habían sido

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como hermanas. Luego se miraron las caras porque empezó el hambre de verdad. La familia de mujeres se reunía frente al fuego que armaban a la entrada de la casa, quemando cualquier cosa inflamable, pero ella perdió la costumbre de ir y se quedaba tiritando bajo tres cobijas en la cama materna. No me gusta lo que me dice el fuego, argumentaba, y les daba la espalda a las hermanas que empezaban a detestarla. La mente se le iba para otros lados. Lloraban, todas abrazadas para tener calor. Vamos al norte, vamos a las ciudades donde hay sitios más calientes. En las ciudades hay muerte mamá, hay más gente con hambre que se devora. Allá están tus tías, hay parientes que tienen provisiones, dentro de poco no nos quedará nada vivo. No, no nos movamos, prendamos fuego, pero no miremos el fuego. El fuego no alimenta, hija. Vamos con las monjitas, dijo la más pequeña. Las monjitas flacas

con piel de oveja, pensó Trinidad, si apenas tienen para ellas y pensó en las escrituras animales que ejercitaban en sus cuadernos místicos. Trinidad ya no toleraba a sus hermanas, le parecían insufribles y quejicas bajo la falda rancia de la madre. Tampoco soportaba a la madre cruel que la obligaba a mirar las llamas en busca de nuevos caminos cuando ella veía todos esos muertos esperándolas con el corazón trizado. Nos vamos, nos vamos mañana y le dejamos la casa a los osos y a los que quieran entrar a congelarse. Entonces, esa madrugada ella tomó dos abrigos pesados, una maleta, los zapatos del que había sido el padre y se fue a buscar a Queen a la casa de los gringos. Mucho tiempo después en el futuro, ella se reprocharía haberse marchado dejado a la madre y las hermanas dormidas, abandonándolas con tan pocas esperanzas. Primero medias, luego otras medias, después las botas, un pan-

talón robado de un tendedero, una blusa, dos abrigos, una camisa enredada en la cabeza que cubriera la nariz..., quién iba pensar que bajo esos envoltorios habría una mujer que alguna vez gozó. Con el viento golpeándole la cara llegó a la casa en la colina y empujó con toda la fuerza de su cuerpo la reja de bisagras congeladas, dio la vuelta a la construcción y para su sorpresa, se percató de que existía un pequeño huerto que tenía en el centro un árbol retorcido que había resistido al frío. La parcela poseía también cebollas, pepinos, coles, otras plantas cuyas hojas no había identificado y más allá una fresca elevación sin señal ni lápida que pronto se cubriría de esa especie de nieve sucia, una pelusa turbia que ahora escupía el cielo todo el tiempo. Queen estaba de pie junto a la tumba improvisada, sujetándose del manzano moribundo. Vine a quedarme contigo para ser tu mujer, le dijo Trinidad, y el gesto duro del gringo no cedió,


pese a la sorpresa de la revelación. Te traje lo que me pediste, añadió presentándole una mochila con sus encargos. Cada cosa la he conseguido, aunque fueron realmente difíciles las balas. Él no prestó mucha atención a sus regalos, más bien habló desde dentro de su cabeza. Ahora hay espacio para una mujer en la casa porque mamá —a la que asustabas a cada rato—, murió hace tres días, dijo Queen. Se durmió y jamás volvió a despertarse. He cavado la tierra con estas manos, y las extendió ante ella, heladas, rotas y sucias de barro. Trinidad intentó tomar una, pero él la esquivó. Estuvieron un rato en silencio con la mirada clavada en el agua-nieve que se empozaba bajo sus zapatos. Como ves, estos sembríos congelados es lo poco que tenemos, habrá que defenderlos. Si estás decidida a quedarte voy a enseñarte a disparar. La sujetó de improvisto desde atrás, por la cintura, y le puso en la mano un revólver que traía en el cinto. Ella lo evitó moviendo su cuerpo suavemente hacia un costado. Si no puedes con esto, ¿qué más sabes hacer, chica?, ¿vas a estar bien en la cocina? Hierve lo que sea con agua y luego le pones sal, eso es todo. Vamos a la casa antes de que nos congelemos, ordenó Queen. ¿Y la tumba?, dijo ella, ¿No vas a ponerle una cruz? ¿Un nombre? Yo sé cómo era mi madre, contestó, y ni a ti ni al resto del mundo eso le importa. Pero al menos flores, propuso Trinidad. Como no había ninguna y ya empezaba a ponerse oscuro dejaron el montículo cubierto de pequeñas cebollitas moradas para que lo velara la luna. El padre inválido había quedado herido de muerte. Deambulaba por la planta baja en su silla de ruedas recordando a la esposa. Acá se sentaba a tejer, acá se sacaba los zapatos y se quedaba dormida, acá solía tumbarse un perro que ella acariciaba con el pie, y así iba

haciendo estaciones por sobre el entablado marcado por las llantas, en una letanía lamentable. Queen, Queen, lo llamaba dormido y el muchacho dorado lo calmaba con su abrazo. Después era dormir, delirar, ser alimentado a cucharadas cuando las manos le temblaban, por las sopas desabridas que ella hacía. Hablaba de una guerra donde el sargento Carvan lo había traicionado y lo había enviado a entregar un mensaje urgente a otro campamento, pero él se perdió en el bosque y tuvo que escuchar la masacre agazapado desde donde estaba. No me dejó morir con los demás, ahora me muero aquí, muero con frío como mueren los cobardes. Ya papá, le decía Queen y le besaba la cabeza calva y grasienta, somos guerreros, es solo una ola fría. En unos meses volverá la normalidad, solo debemos llegar al otro lado. Las tareas de mantenimiento empezaban temprano en la mañana, primero algo de café y avena que se cocinaban en una fogata de carbones, ir a ver agua hasta una de las vertientes del río que quedaba bajando la colina. Ella supo que había animales extraños que la observaban porque podía sentir sus miradas desde los arbustos secos. Eran de ojos raros, de pelo hirsuto, y estaban cubiertos de pelusilla blanca. ¿Quiénes son?, preguntó más de una vez al horizonte ceniciento, pero solo gritaban los fantasmas nevados desde las hojas en los árboles. Las primeras semanas, la vida se les iba en asuntos en la casa: empastar paredes, agrandar la chimenea, reparar cerrojos y todo esto lo hacían mientras aún había sol. El almuerzo consistía en un hervido de plantas en los mismos pocillos usados que no se lavaban para ahorrar agua y escuchar la letanía de Queen mientras daba las cucharadas al anciano desvariante: coma papá, coma. Luego el aseo rápido

Ella tampoco le dijo que había empezado a alimentar a los seres de pies pequeños, que dejaba pequeños regalos a la entrada de la casa para que ellos se los llevaran: tubérculos, algunos de los pocos enlatados que aún tenían y alguna vez una chalina. Estaba segura que no eran animales, tal vez otra cosa, tal vez niños, tal vez sus hermanas…

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con agua tibia y un trapo sobre las baldosas heladas del baño, la tos seca y escupir una flema clara que jamás se iba, extrañar el tiempo en que su cabello no era un telar de nudos, y tiritando, lamentarse por las hermanas engullidas por los vientos helados de las ciudades donde deambulaba el aliento del frío del hierro y del cemento. Dormir era lo más duro, juntarse con Queen y con el anciano en la misma habitación de la chimenea, estar tumbada allí, a pocos centímetros de su cuerpo con el que imaginaba regocijándose de mil maneras; mirarlo dormir tan lejos como se mira un atardecer. Llorar sin que se dieran cuenta. Sentir que se empezaba a cuartear por dentro. Si se pegaba a su cuerpo y él la dejaba estar, ella le ponía contra la dureza de su espalda lo que quedaba de sus pechos y a veces así se dormía, consolándose, soñando con huevos salidos a millares de la tierra o con un mar grisáceo cuyo centro absorbía y jamás entregaba nada. La despertaron los gritos de Queen enfurecido, que bramaba desde la puerta abierta de par en par. El padre y ella se despertaron súbitamente ¡El huerto había sido saqueado!, anunció. Pasitos menudos del ladrón se notaban sobre la delicada capa de escarcha que ha-

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bía caído toda la noche: no estaban ni los repollos ni las cebollas. Fue uno solo y ha tomado todo lo que podría cargar, dijo. Ahora volverán por más, entrarán a la casa, nos matarán, acabarán con todo. Tal vez era solo gente con hambre, gente desesperada, replicó, ella. No, contestó Queen, hay que esperar lo peor, estar preparados para lo terrible. Y tomó la escopeta y montó asedio en el techo durante toda la tarde. Cuando el escaso sol se fue y empezó la helada, él seguía allí con la mirada aguzada y el gatillo listo. Cerca de la hora del lobo, cuando el padre y ella ya dormían, volvió de su necedad con una fiebre que lo incendiaba. Por primera vez pudo apretarlo tranquilo entre sus brazos y sentir cómo se abandonaba. Sus mejillas arreboladas ardían y su cuerpo fuerte fue tomado por una convulsión suave. Le imploró al fuego que no se lo quitara, dime qué hacer dime y te prometo que no te evitaré, que escucharé lo que tengas que decirme y las salamandras amarillas que bailaban en las llamas le recordaron que aún quedaban cosas en la tienda familiar que nadie había tomado. Esperó que clareara para volver al pueblo, dejó a ambos hombres desprotegidos frente a la chimenea y luego se marchó porque alguien en esa casa

debía solucionar las cosas realmente importantes. Ella bajó por el camino usando los toscos zapatos de su padre que chillaban un poco en la mañana solitaria. Pudo jurar que escuchó el rugido de un cerdo dentro de la boca del viento y varios espíritus que no aceptaban su muerte empezaron a seguirle los pasos por la carretera. Para ahuyentarlos, ella se giraba cada tanto y enunciaba palabras terribles, las cosas raras que siempre se le habían ocurrido y que ahora podía soltar libremente porque nadie la escuchaba: con siete candados que custodian siete puertas que están bajo siete llaves yo me defiendo y los doblego debajo de mi frente y los pongo de rodillas para que no dañen ni mi cuerpo ni mi alma, derrito su corazón helado. Con la miel de mis ingles endulzo sus cuchillos; yo que soy flama, pero también soy agua, abro un torrente y los llevo lejos, hasta tierras innombrables de las que jamás podrán volver. Y así, dándose vueltas, maldiciendo cada tanto, pudo llegar a la desvencijada tienda que fue de la familia por varias generaciones. Entró por la ventana lateral que tenía un seguro endeble y se dio cuenta que estaba más vacía de lo que recordaba. Latas, plásticos y


papeles desperdigados la hacían lucir igual que el borde sucio del río luego de una temporada de turistas. Le era ya lejano el tiempo de las tardes lánguidas de gatos y de los venerantes aletargados que bebían cerveza sentados en la entrada del negocio, por varias horas; se había acabado eso de pescar a los más hermosos y llevarlos junto con las hermanas a la trastienda para seducirlos. Ahora se cubría bajo la coraza dura de una nuez y aunque su corazón todavía daba brincos, ya no tenía dentro ninguna chispa que lo prendiera. Con alegría constató que nadie había tocado el botiquín de primeros auxilios que estaba debajo del mostrador, donde también guardaban algo de licor para emergencias y sencillos antigripales; ni tampoco robaron la radio diminuta en la que solía oír boleros tormentosos. Los cargó en una bolsa y volvió a internarse en la escarcha de vuelta a casa. La fiebre de Queen había empeorado y se defendía entre puñetazos de invasores imaginarios. Ella lo arropaba y él se deshacía de las cobijas una y otra vez. Pese a su terquedad, logró que él tomara la medicina. Tuvieron que pasar dos noches más para que abriera otra vez sus ojos dorados e insistiera en volver a su atalaya de guerra, de la que bajaría afectado cada tanto, siempre sin éxito. El saqueador de los pies pequeños no había retornado por más provisiones y eso lo calmó. Así pasaron los primeros meses azules, bregando con robos insignificantes que irritaban a Queen, mientras que ella se preguntaba cómo harían para resistir esos animales que rondaban la casa y si el porvenir sería siempre glacial. Cuando bajé la cuesta, bordeando el río, me pareció escuchar un cerdo y el ladrido de unos perros, le confesó una noche pegada a su espalda. Me asusté porque pensé que todos estaban ya muertos, como

Se derretían los pocos hielos que quedaban sobre la tierra cuando una tarde Queen entró a la pieza donde ella zurcía los trapos que les había quedado e hizo un anuncio eufórico: he capturado al ladrón, le dijo gritando, era un bicho muy listo, pero cubrí la trampa con nabos y ahora lo tengo. me habías dicho. No están muertos porque se alimentan del jardín al menor descuido. Pero si tenemos, ¿no te parece lógico compartir, Queen? Si compartimos, nosotros seremos entonces los muertos. Y a Trinidad eso le pareció con mucho sentido; por el resto de la noche, no dijo más. El viejo y ella habían hecho las paces sobre resentimientos y sustos pasados y se contaban historias. Él le contaba lo que recordaba del estruendo de las batallas en los bosques del norte y ella le platicaba relatos de espantos. Le parecía que esas narraciones de mujeres que sabían cómo viajar a través del fuego habían quedado en otro tiempo; ahora tenían miedo a la niebla blanca que solía bajar cerca de la cinco de la tarde y los hacía tiritar. Mientras Queen se empeñaba en su defensa, protegiendo el huerto de los supuestos ladrones que surgirían de la floresta nevada, el padre y la muchacha se fueron helando. Ella oficiaba en las tareas de la casa en días cada vez más rutinarios y vacíos, mientras el viejo rumiaba sus propios dientes frente a la chimenea, hasta que una mañana como casi todo el paisaje que los rodeaba, Trinidad lo descubrió convertido en una mole blanca.

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Neciamente las mujeres volveremos como el mar, con ternura férrea, somos un coro armado de lenguas, nos hemos sembrado en las cavidades del mundo y aguardaremos el momento de vendimia, esperaremos como capullos implacables, refulgiendo, entre las astas de los ciervos.

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Ella, de la sorpresa, lanzó al piso la sopa de vegetales que traía en las manos, entre ayes y gritos. Cuando Queen bajó por el escándalo y vio el cadáver de su padre engarrotado en la silla de ruedas, tuvo unos segundos de aturdimiento y luego empezó a dar puñetazos en las paredes, golpes rabiosos que le dejaron los nudillos rotos y marcaron los muros con las huellas de su sangre. ¿Por qué pasó esto si hicimos lo mejor que se pudo?, ¿por qué sucedió, si hacer de esta casa un sitio seguro era nuestro proyecto?, le preguntaba a la muchacha agazapada ante su ira, y luego, como un chiquillo, se arrodilló junto al regazo del padre y se quedó allí lamentándose hasta que se acalambró la espalda, mientras ella miraba las llamas de la chimenea en busca de visiones de consuelo. Lo pusieron junto al manzano donde también estaba la madre. Fue muy difícil hacer un hueco en la nieve con esta nueva tierra acorazada por el hielo, tuvieron que usar un pico, y luego una pala, y cada tanto tomar una pausa para pensar otra estrategia, porque los instrumentos les saltaban de las manos y los lastimaban. Descansaban algo y luego volvían con furia a atacar la tierra como a un enemigo. Así, tras cavar todo el día, antes de la nevada

vespertina que anunciaba un anochecer aún más frío, tuvieron un agujero lo suficientemente grande para que entrara el cuerpo, pero con poca profundidad. Habían hecho lo que pudieron. Enterrar al padre era la primera cosa real que hacían juntos y a ella le emocionaba que tuvieran en común algo tan importante como un muerto. Colocaron sobre el montículo una bandera vieja, el trozo de tela desgarrado que ella recordaba haber visto en las primeras excursiones a la casa. Fuiste el mejor de los soldados —le dijo a manera de discurso postrero—, mientras empezaba a caer sobre ambos la escarcha. Yo también lo seré por ti. Esta casa va a resistir heladas y hurtos y animales hambrientos y fuego y trompetas del fin del mundo y lo que maldita sea venga cuando se acabe el jodido mundo. Vuelve a los bosques, papá. Yo cuidaré lo que queda por ti. Fue una larga noche para ambas almas. Enfriándose, ovillados, frente a las llamas lánguidas de la chimenea, ella supo que o se redimían o serían los próximos en morir. Queen no opuso resistencia cuando ella le apartó las ropas ásperas y pudo apreciar su torso dorado y desnudo donde aplicó su boca para lamer lentamente el plexo solar, buscando sal. Lo apretó contra su pecho para despegarlo de la

orfandad y a cambio le ofreció sus senos que empezaban a calentarse en las puntas, como en el pasado. Después, ella se arremangó las faldas y frotando de arriba abajo, igual como se hace para obtener fuego, logró despertar al hombre y entretener al guardián en misiones más dulces. Encontró gozo al recorrer la musculatura de sus brazos y en la curva fuerte del cuello donde puso lametones y mordidas que le arrancaron carcajadas, a su pesar (ya sabemos cómo debilita la risa). Lo montó tras un recorrido amoroso consciente de que iba haciendo estaciones delicadas de su boca a sus ingles y de ahí a los dedos ásperos y lastimados. Se encendió ella primero y después logró encenderlo. Él se derramó varias veces de esa forma, hasta que se hartó de ese juego del balanceó. Le dio la vuelta y la oprimió contra el piso, así de bruto era su amor militar. Con cierta violencia y a golpes de cadera la sometió. Batallaron hasta quedar con la piel irritada. Fue al amanecer cuando lograron una conciliación de fuerzas y se adormecieron con la calma que da la claridad. Más tarde en su vida, mirando las llamas ella se acordaría esa noche de la revelación que tuvo cuando supo que esa era la manera correcta de consolar a un hombre con el corazón roto. Guardaría con ternura el sonido de la garúa aguada que mojaba el mundo mientras ambos permanecían iluminados y no les importó que los muertos en sus tumbas se volvieran a morir de frío. Resistieron unos meses más la gelidez aterradora bajo el cariño caliente que habían descubierto. Sin ser precisamente dulces, los días empezaban y terminaban con sexo que era una manera de abrigarse para hacerle frente al frío que cubría de cenizas la tierra. Lo que alcanzaba a verse desde la atalaya era una bruma lechosa que bajaba hasta el río. Al frente, el jardín con


sus cultivos que inexplicablemente se negaban a morir, algunos nabos, zanahorias y pepinos que crecían empecinadamente, a más del manzano que reverdecía cada cierto tiempo y amenazaba con dar frutos absurdos. Una vez, retozando luego del sexo, para crear intimidad, ella le dijo que había soñado con el manzano bajo el que estaban enterrados los padres y que lo había visto florecer completamente y él lo revisaba, cada mañana, con cuidado. Ella le aconsejó que le hablara y le dijera al tronco que necesitaban que torciera a la naturaleza y los complaciera, como lo hizo con la primera pareja que pobló al mundo, pero Queen no comprendía la esencia de sus visiones, en su lugar, insistía que aprendiera a disparar y que practicara con el cuchillo, pero ella se negaba. Pero no todo fue blanco para siempre porque hasta la situación más estable tiende al cambio. A cer-

ca de un año de estar resguardados en ese fuerte, resistiendo el invierno, empezaron a notar un cambio de temperatura en el aire. Primero leve, después fue mucho más notorio que el clima estaba empezando a calentarse. Ella pasaba más tiempo fuera de casa contemplando el manzano testarudo que siempre parecía a punto de explotar a la vida y él se dedicaba a un taller mecánico que había improvisado en una pequeña caseta en el patio. Distanciados, empezó el tiempo de los secretos. Él no le dijo que la radio de pilas que ella había rescatado empezaba a transmitir noticias sobre la vida afuera de la casa, que volvía a romper en sangre y a tener movimiento. Militares ofreciendo refugios; caravanas humanas de aquí y de allá que retornaban a sus casas; sobrevivientes que despertaban bajo el hielo; ciudades que volvían a tener electricidad, pero todo muy lento, como un rumor que provenía

de otra realidad. Ella tampoco le dijo que había empezado a alimentar a los seres de pies pequeños, que dejaba pequeños regalos a la entrada de la casa para que ellos se los llevaran: tubérculos, algunos de los pocos enlatados que aún tenían y alguna vez una chalina. Estaba segura que no eran animales, tal vez otra cosa, tal vez niños, tal vez sus hermanas… Cada uno pensaba que tenía guardada una verdad poderosa y se cuidaba bien de darla a notar. Los animales que recibían los regalos tardaron poco en rodear la casa; seres de mirada rara que contemplaban directamente a los ojos como si Trinidad fuera su igual. Por ese mismo tiempo, Queen cazó carne por primera vez. Dijo que había disparado a una cabra más allá del borde del enrejado. La despedazó y la guisó. A ella eso le pareció una barbaridad. Cada vez había más criaturas en los bordes del río —

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quietas y lentas—, como si esperaran algo. Esa carne él la devoró casi cruda, pero a ella le dio náuseas. Apenas si consiguió pasar dos pedazos y después le dolió el estómago. Queen no dejaba de hablar el mismo monólogo de siempre, la historia de la fortaleza y sus murallas cada vez más sólidas y protegidas; un búnker donde podrían abastecerse ejércitos de gente que no llegaba. Durante la noche los dos compartían la cama con sus secretos, aunque dormían espalda contra espalda y copulaban al amanecer. Trinidad, soñé que un lobo desenterraba el cuerpo de mi padre y se lo comía, ¿qué podrá significar? Cambios, Queen, significan cambios, tenemos que prepararnos para salir de esta casa, pronto vendrán por nosotros, pronto vendrán. Y él

fingía que había vuelto a dormirse haciendo la respiración pesada. Se derretían los pocos hielos que quedaban sobre la tierra cuando una tarde Queen entró a la pieza donde ella zurcía los trapos que les había quedado e hizo un anuncio eufórico: he capturado al ladrón, le dijo gritando, era un bicho muy listo, pero cubrí la trampa con nabos y ahora lo tengo. No te puedes imaginar, Trinidad, no es nada parecido a lo que hayas visto antes, tiene una piel suave, pero es una mezcla entre una osa y una loba. Está apresada en la caseta del patio. Vamos a comerla luego, pero quiero enseñarte cómo usar el cuchillo con ella, que veas cómo se defiende. Ella lo acompañó aterrada por lo que acaba de escucharle; cuando Queen abrió la puerta de la ba-


rraca, Trinidad se sorprendió de lo que pudo ver. De las paredes de la caseta colgaban cuerpos sangrantes y destrozados como en un lejano cuento de hadas que recordaba, aunque en el piso algo estaba vivo. Era una muchacha frágil, flaca que le recordaba a una cervatilla. Trinidad vio en ella a sus hermanas, a las monjas, a las parientes de la infancia, a la abuela de la que heredó el don de entender las llamas; y esa muchacha herida, sin lenguaje, extendió los brazos en su dirección y le suplicó desorbitada que la salve ¿cuánto tiempo había pasado sin ver a alguien que no fuera Queen? Y ella en ese instante supo que no habría amor que se igualara a lo vulnerable que era esa mirada. ¡No le hagas daño!, le pidió a Queen, pero él contestó con la misma inexpresividad de siempre, ladeando la sonrisa, que le agradecía toda la carne que estaba atrayendo a la casa con sus pequeños regalos, que, aunque nunca había aprendido a disparar, no se sintiera superior a él, que ella también mataba. Después sometió a la cautiva bajo su peso y aunque luchó, la apuñaló en el corazón varias veces. Trinidad sintió cómo la atravesaba un rayo de horror, ya no quiso mirar nada más. Trastabillando, como si ella hubiera sido la que estuviera herida de muerte, volvió al patio de los sembríos y dio varias vueltas en torno al tronco del manzano que empezaba a reverdecer. Lo sintió aún fuerte y poderoso. Supo que debía invocar los poderes del fuego para crear el incendio definitivo. La tierra ardió y el árbol se prendió desde la raíz. Le rompió el corazón el chillido de la naturaleza muriendo. Ya nadie comerá de aquí nunca más. Solo un tronco flexible podrá volver a nacer —maldijo—. Y dejó atrás a las llamas hambrientas y a su amante para que sobreviviera solo, lo abandonó mientras devoraba a la presa junto a la tierra quemada.

En la entrada de la casa humeante, la esperaba un cortejo de otro mundo. La aguardaban una manada de perras, de lobas, de ciervas y otros animales que se lamentan a coro por las compañeras asesinadas por la voracidad de Queen. Síguenos, le dijeron con los mismos ojos suplicantes y corrieron en estampida rumbo al bosque junto al río, donde la niebla fresca la hizo dudar de lo que vio. Pensó que había enloquecido de pena. Creyó que miraba monjas con piel de oveja, yeguas de cabello largo, ardillas de formas humanas formando un campamento de sobrevivientes extrañas donde se olfateaba un olor fuerte a hembra. Vio a monjas que habían cambiado el velo por plumas y un pelaje denso. ¡Has llegado!, le dijeron eufóricas. Entonces Trinidad se colocó de rodillas junto a ellas, cerca de una hoguera que no humeaba, y profetizó, mirando el fuego —sin miedo— por primera vez en su vida. Ellas saben que aún no es su tiempo. Conocen que van a quedarse allí, latiendo delicadamente, cubiertas de un fango húmedo que empieza a volverse verde; esperando un mejor momento para volver a estirar los huesos que aún crujen por el frío. Aunque el hielo haya disminuido y el suelo se haya prendido en una especie de primavera amarilla, la vida aún no se ha puesto del todo en movimiento. Las que pueden volar se han levantado en el aire y cuentan de los prodigios de ese momento nuevo. Pocas caravanas circulan y ya nadie habla de la esperanza de los refugios militares en los que no se confía. Dicen que hay muchas más como ellas, que son numerosas y que se mueven protegidas por el follaje de los bosques que han crecido hasta en las ciudades, son mujeres que hablan un idioma de gruñidos y ululares, van armadas de cuchillos y de huesos, se defienden, ladran, solo se le

ven los ojos y los dientes, refulgiendo. Van caminando descalzas sobre los ramajes gélidos, haciendo sonidos de jaurías. Ella a diario se acuerda de Queen, de su triste suerte de héroe roto. Puede verlo envejeciendo en la atalaya de su fortaleza, sin animarse a salir a tomar venganza; esperándola, frente a un manzano quemado. A veces se dice a sí misma que lo visitará tomando otra forma como sus hermanas animales, y a veces se promete que no, que mejor guiará a estas muchachas desbocadas, venaditas de pequeños senos, a un lugar seguro —los cazadores se las comerían en un instante si las descuidara—, pero vuelve a pensar en Queen y en lo sencillo que sería acabar con él si ahora volcara sobre él su nuevo poder de sacerdotisa. Matar o vencer es el amor, piensa. Lo maldice, lo escupe y también le manda bendiciones. Quién pudiera adivinar que cuando entrecierra los ojos para convocar visiones, lo que imagina es su cuerpo hermoso de hombre, hirviendo desde las ingles. Entonces con lujuria vaticina en voz alta para su nuevo pueblo: retrocede muerte, vuélvete ahora que mi corona va a embestirte. Neciamente las mujeres volveremos como el mar, con ternura férrea, somos un coro armado de lenguas, nos hemos sembrado en las cavidades del mundo y aguardaremos el momento de vendimia, esperaremos como capullos implacables, refulgiendo, entre las astas de los ciervos. Abril, 2019.

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Judas Amos Oz

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sta es una historia del invierno de finales del año cincuenta y nueve y principios del sesenta. En esta historia hay error y pasión, hay amor no correspondido y cierta cuestión religiosa que queda aquí sin resolver. En algunos edificios aún se aprecian las señales de la guerra que dividió la ciudad hace diez años. De fondo, puede oírse al atardecer una lejana melodía de acordeón o los nostálgicos sonidos de una armónica detrás de una contraventana cerrada. En muchas casas de Jerusalén pueden verse en la pared del salón los remolinos de estrellas o la ebullición de cipreses de Van Gogh, esteras de paja extendidas aún en las pequeñas habitaciones, y Los días de Ziklag o Doctor Zhivago abierto bocabajo sobre un sofá cama de espuma cubierto por una tela de esti-

lo oriental y un montón de cojines bordados. Una estufa de queroseno con una llama azul permanece encendida toda la tarde. De la carcasa de un proyectil, en una esquina de la habitación, brota una especie de ramo de cardos decorativo. A principios de diciembre, Shmuel Ash dejó sus estudios en la universidad y se dispuso a marcharse de Jerusalén debido a un fracaso amoroso, a un trabajo de investigación estancado y, sobre todo, porque la ruina económica de su padre le obligó a buscarse un trabajo. Era un chico corpulento, con barba, de unos veinticinco años, tímido, emotivo, socialista, asmático y con tendencia a entusiasmarse fácilmente y a decepcionarse enseguida. Tenía los hombros fuertes, el cuello corto y grueso, al igual que los dedos: gruesos y cortos como


remembranza si a cada uno le faltase una falange. De todos los poros de la cara y del cuello de Shmuel Ash salía sin control una barba encrespada que parecía un estropajo de aluminio. Esa barba se le juntaba con el pelo rizado y rebelde de la cabeza y con la maraña de rizos del pecho. De lejos, parecía que siempre, en verano y en invierno, estaba completamente acalorado y empapado de sudor. Pero la sorpresa era mayúscula, porque, de cerca, resultaba que de la piel de Shmuel no emanaba un olor agrio a sudor, sino un delicado aroma a polvos de talco. Las nuevas ideas lo embriagaban al instante, siempre y cuando esas ideas estuviesen recubiertas de ingenio y conllevasen alguna paradoja. Pero también tendía a cansarse enseguida, tal vez por tener el corazón dilatado y también por los efectos nocivos del asma. Sus ojos se llenaban fácilmente de lágrimas, y eso le ponía en situaciones muy embarazosas: a los pies de una cerca, una noche de invierno, un gatito maullaba, tal vez había perdido a su madre; el gatito dirigía a Shmuel una mirada desgarradora mientras se refregaba suavemente contra su pierna, y los ojos de Shmuel se enturbiaban al instante. O al final de una película mediocre sobre la soledad y la desesperación en el cine Edison, resultaba que precisamente el personaje más duro de todos era capaz de dar muestras de generosidad, las lágrimas empezaban al instante a hacerle un nudo en la garganta. Si veía a la salida del hospital Shaarei Tzedek a una mujer delgada y a un niño, completamente desconocidos, abrazados y sollozando, de inmediato también él se echaba a llorar. En aquellos tiempos era habitual considerar que el llanto era propio de mujeres. Un hombre empapado de lágrimas provocaba recelo, e incluso cierta aversión, más o menos como una mujer con

pelos en la barbilla. A Shmuel le avergonzaba mucho esa debilidad suya y hacía grandes esfuerzos por superarla, pero no lo conseguía. En el fondo de su corazón, él mismo se unía al desprecio que provocaba su emotividad y también compartía la idea de que su hombría estaba algo defectuosa, y, por eso, seguramente pasaría por la vida sin pena ni gloria y sin alcanzar ningún objetivo. Pero ¿qué haces?, se preguntaba a veces con desprecio, en el fondo no haces más que compadecerte. ¿No habrías podido, por ejemplo, meter a ese gato debajo de tu abrigo y llevártelo a tu habitación? ¿Quién te lo impedía? Y la mujer que lloraba con el niño, sencillamente podrías haberte acercado a ellos y preguntarles en qué podías ayudarles. O dejar al niño con un libro y unas galletas en la terraza, mientras la mujer y tú os sentabais juntos sobre la cama de tu habitación para aclarar en voz baja qué le ocurría y qué podías intentar hacer por ella. Unos días antes de dejarle, Yardena le dijo: «Tú o eres una especie de perrito inquieto, ruidoso, juguetón y mimoso, hasta cuando estás sentado en una silla corres todo el rato persiguiendo tu cola, o todo lo contrario, te pasas días enteros clavado en tu cama como una manta de invierno sin ventilar». Por una parte, Yardena se refería con eso al constante cansancio de Shmuel y, por otra, a algo frenético que se apreciaba en su forma de caminar, en la que siempre había una carrera latente. Se zampaba las escaleras con ansia, de dos en dos. Cruzaba calles bulliciosas en diagonal, precipitadamente, distraído, sin mirar a derecha ni a izquierda, como lanzándose al centro mismo de la pelea, con la encrespada cabeza barbuda dirigida hacia delante como un pendenciero, con el tronco echado hacia el frente. Siempre parecía que sus piernas perseguían

A principios de diciembre, Shmuel Ash dejó sus estudios en la universidad y se dispuso a marcharse de Jerusalén debido a un fracaso amoroso, a un trabajo de investigación estancado y, sobre todo, porque la ruina económica de su padre le obligó a buscarse un trabajo.

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…entretanto, le llegó la invitación para la boda de Yardena: al parecer ella y Nesher Shereshevski, su obediente hidrólogo, el experto en recogida de aguas pluviales, tenían mucha prisa por contraer matrimonio. No podían esperar ni siquiera a que acabara el invierno. 38

con todas sus fuerzas al tronco que perseguía a la cabeza, como si las piernas temieran retrasarse y que Shmuel desapareciera a la vuelta de la esquina y las dejase atrás. Se pasaba el día corriendo, jadeando, febril, no porque temiese llegar tarde a una clase o a una reunión política, sino porque a cada momento, mañana o tarde, estaba ansioso por terminar de una vez todo lo que debía hacer, por borrar todo lo que estaba anotado en su lista diaria de tareas. Y regresar por fin al silencio de su habitación. Cada día de su vida le parecía una agotadora carrera de obstáculos en el camino circular desde el sueño del que era arrancado por la mañana hasta volver a estar bajo la manta de invierno. Le gustaba mucho dar discursos ante quien fuese, sobre todo ante sus compañeros del círculo para la renovación socialista: le gustaba aclarar, sentenciar, refutar, contradecir, innovar. Hablaba largo y tendido, con placer, con vehemencia

y con visión. Pero cuando le respondían, cuando llegaba su turno de escuchar las ideas de los demás, Shmuel enseguida se impacientaba, se distraía y se cansaba tanto que hasta se le cerraban los ojos y la desgreñada cabeza caía hacia la alfombra del pecho. También ante Yardena le gustaba dar todo tipo de discursos impetuosos, eliminar prejuicios y rechazar convencionalismos, sacar conclusiones de hipótesis e hipótesis de conclusiones. Pero, cuando ella le hablaba, normalmente se le cerraban los párpados al cabo de dos o tres minutos. Ella lo acusaba de que no le prestaba ninguna atención, él lo negaba, ella le pedía que repitiese lo que acababa de decir, y él cambiaba de tema y hablaba con ella del error de Ben Gurión. Era bueno, generoso, estaba lleno de bondad y era suave como un guante, buscaba la forma de ser siempre útil a los demás, pero también era impaciente y distraído: olvidaba dónde había dejado exactamente


uno de los calcetines, qué quería de él el dueño de la casa o a quién le había prestado el cuaderno donde anotaba sus discursos. Sin embargo, jamás se equivocaba cuando se ponía en pie para citar con absoluta precisión lo que había dicho Koprotkin sobre Nechayev tras su primer encuentro y lo que había dicho de él dos años después. O cuál de los discípulos de Jesús hablaba menos que el resto. Aunque le gustaba su espíritu nervioso, su indefensión y lo que ella calificaba como un carácter de perro amigable, bullicioso e impetuoso, un perro grande siempre pegado a ti, que se refriega y te pringa las piernas de babas, Yardena decidió separarse de él y aceptar la proposición de matrimonio de su anterior novio, un hidrólogo diligente y taciturno llamado Nesher Shereshevski, un experto en recogida de aguas pluviales que casi siempre solía adivinar cuál iba a ser el siguiente deseo de Yardena. Nesher Shereshevski le compró un bonito pañuelo para el cuello por el día de su cumpleaños, según la fecha del calendario gregoriano, y después le compró también una alfombra oriental verdosa según la fecha del calendario hebreo, dos días después. Recordaba hasta los cumpleaños de los padres de Yardena.

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Unas tres semanas antes de la boda de Yardena, Shmuel dejó de manera definitiva su trabajo de fin de máster ‘Jesús a ojos de los judíos’, un trabajo que había comenzado con enorme entusiasmo, totalmente electrificado por la potencia de la audaz intuición que brilló en su

cerebro cuando eligió el tema. Sin embargo, cuando empezó a analizar los detalles y a rastrear las fuentes, enseguida descubrió que en su brillante idea no había nada nuevo, que ya se había publicado antes de que él naciera, a comienzos de los años treinta, en una nota a pie de página de un pequeño artículo escrito por su gran maestro, el profesor Gustav Yom-Tov Eisenschloss. También en el círculo para la renovación socialista estalló la crisis: el grupo se reunía todos los miércoles a las ocho de la tarde en un renegrido café de techo bajo situado en una de las callejuelas traseras del barrio de Yegia Kapaim. Artesanos, fontaneros, electricistas, pintores y tipógrafos se reunían allí de vez en cuando para jugar al backgammon y, por eso, aquel café les parecía a los miembros del grupo un lugar más o menos proletario. Es cierto que los albañiles y los que arreglaban radios no se acercaban a la mesa de los miembros del grupo, pero, a veces, alguno de ellos preguntaba algo o hacía algún comentario a dos mesas de distancia, o al revés, a veces alguno de los miembros del grupo se levantaba y se acercaba sin miedo a la mesa de los jugadores de backgammon para pedir fuego a la clase obrera. Después de continuas objeciones, casi todos los miembros del círculo coincidieron con lo manifestado en la vigésima sesión de la Asamblea del Partido Comunista Soviético respecto al régimen de terror de Stalin, pero entre ellos había un grupo muy obstinado que exigió a los demás que reexaminaran no solo su adhesión a Stalin, sino también su actitud hacia los propios fundamentos de la dictadura del proletariado tal y como Lenin la había concebido. Dos de los miembros del círculo fueron aún más lejos y utilizaron las ideas del joven Marx para cuestionar la doctrina acorazada del Marx adul-

to. Cuando Shmuel Ash intentó detener el desgaste, cuatro de los seis miembros del grupo anunciaron una escisión y la formación de una célula independiente. Entre los cuatro disidentes estaban las dos chicas del grupo, sin las cuales aquello no tenía sentido. Ese mismo mes, después de varios años luchando en distintas instancias judiciales contra su viejo socio en una pequeña empresa de Haifa (Gaviota S.L., Cartografía y Fotografía Aérea), el padre de Shmuel perdió la apelación. Los padres de Shmuel se vieron obligados a dejar de entregarle la asignación mensual con la que se mantenía desde que había empezado la carrera. Por tanto, bajó al patio, buscó detrás del cuarto de los cubos de basura tres o cuatro cajas de cartón usadas, las subió a su habitación alquilada en el barrio de Tel Arza y cada día, sin orden ni concierto, fue metiendo en ellas parte de sus libros, de su ropa y demás pertenencias. Aunque aún no tenía ni la menor idea de a dónde podía ir. Shmuel, un oso aturdido al que habían sacado de su hibernación, se pasó varios días deambulando por las calles lluviosas hasta bien entrada la noche. Caminando pesadamente casi a la carrera, surcaba las calles del centro de la ciudad, que estaban casi vacías debido al frío y al viento. A veces, tras caer la noche, se quedaba plantado bajo la lluvia en una callejuela del barrio de Nahalat Shivá, mirando embobado el portón de hierro del edificio en el que ya no vivía Yardena. Con frecuencia, sus pasos le llevaban a perderse por alejados barrios invernales que no conocía, por Nahlaot, Bet Israel, Ahva o Musrara, pisando charcos, sorteando cubos de basura tirados por el viento. Dos o tres veces, con la desgreñada cabeza dirigida hacia delante como si fuese a embestir, estuvo a punto de estamparse contra el muro de hormigón

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En aquellos tiempos era habitual considerar que el llanto era propio de mujeres. Un hombre empapado de lágrimas provocaba recelo, e incluso cierta aversión, más o menos como una mujer con pelos en la barbilla.

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que separaba la Jerusalén israelí de la Jerusalén jordana. Distraídamente, se paraba a leer los letreros abombados que le advertían desde las bobinas de alambre de espino oxidadas: ¡alto! ¡frontera! ¡atención, minas! ¡peligro, tierra de nadie! y tam-

bién: ¡queda advertido, está a punto de atravesar un área expuesta a francotiradores enemigos! Shmuel dudaba entre esos letreros como si tuviese delante un menú variado del que debía elegir lo más apetecible. Se pasaba casi todas las tardes así, deambulando hasta bien entrada la noche, calado hasta los huesos por la lluvia, con la barba de salvaje chorreando, temblando de frío y desesperado, hasta que al fin llegaba arrastrándose de cansancio otra vez a su cama y se acurrucaba allí hasta la tarde siguiente: se cansaba con facilidad, tal vez por culpa de su corazón dilatado. Volvía a levantarse pesadamente al atardecer, se

ponía la ropa y el abrigo, que aún no se habían secado desde el vagabundeo del día anterior, y sus pasos insistían en llevarlo hasta las afueras de la ciudad, hasta Talpiot, hasta Arnona. Solo cuando se topaba con la barrera del portón del kibutz Ramat Rahel y el receloso vigilante lo iluminaba con una linterna de bolsillo, reaccionaba, daba media vuelta y retornaba a casa con pasos nerviosos, apresurados, que parecían una carrera a la fuga. De regreso, se comía rápidamente dos rebanadas de pan con requesón, extendía la ropa mojada, volvía a escarbar y a cavar en la manta y durante un buen rato intentaba en vano entrar en calor. Se quedaba adormilado y al final dormía hasta la tarde siguiente.

Una vez soñó con un encuentro con Stalin. El encuentro acontecía en la habitación trasera del renegrido café del círculo para la renovación socialista. Stalin ordenaba al


profesor Gustav Eisenschloss que librase al padre de Shmuel de sus apuros económicos, mientras que Shmuel, por alguna razón, desde el lejano puesto de observación sobre la azotea del monasterio de La Dormición, ubicado en lo alto del monte Sion, le mostraba a Stalin la esquina del Muro de las Lamentaciones, que había quedado aprisionado al otro lado de la frontera, en territorio de la Jerusalén jordana. No fue capaz de ninguna manera de explicarle a Stalin, que se reía bajo su bigote, por qué los judíos habían rechazado a Jesús ni por qué aún seguían obstinados en darle la espalda. Stalin llamó Judas a Shmuel. Al final del sueño, también centelleó por un instante la enjuta figura de Nesher Shereshevski, que le entregaba a Stalin un perrito lloroso dentro de una caja de metal. Por culpa de esos gemidos, Shmuel se despertó con la turbia sensación de que sus enrevesadas explicaciones habían empeorado aún más la situación, ya que habían despertado las burlas y las sospechas de Stalin. El viento y la lluvia golpearon la ventana de su habitación. Un barreño metálico, que estaba colgado por fuera en las rejas del balcón, empezó a dar unos golpes secos en la balaustrada al amanecer, cuando arreció la tormenta. Dos perros que estaban lejos de su casa, y tal vez también alejados el uno del otro, no pararon de ladrar en toda la noche y, de cuando en cuando, esos ladridos se convertían en un débil gemido. Por tanto, se le ocurrió alejarse de Jerusalén e intentar encontrar un trabajo sencillo en un lugar remoto, tal vez de vigilante nocturno en las montañas de Ramon, donde, por lo que había oído, se estaba levantando una nueva ciudad de desierto. Pero, entretanto, le llegó la invitación para la boda de Yardena: al parecer ella y Nesher Shereshevski, su obediente hidrólogo, el experto en recogida de aguas pluvia-

les, tenían mucha prisa por contraer matrimonio. No podían esperar ni siquiera a que acabara el invierno. Así pues, Shmuel decidió sorprenderlos, y sorprender también a todos los asistentes, y aceptar la invitación: en contra de todas las convenciones sociales, simplemente aparecería allí de pronto, alegre y bullicioso, derrochando sonrisas y palmadas en el hombro, un invitado inesperado, irrumpiría justo en medio de la ceremonia a la que estaba previsto que asistiese solo el círculo íntimo de familiares y de amigos más cercanos, y después se uniría encantado a la fiesta posterior, e incluso compartiría la alegría y contribuiría al espectáculo con sus gloriosas imitaciones del acento y de los gestos del profesor Eisenschloss. Pero la mañana de la boda de

( Jerusalén, Israel, 1939 - Tel Aviv, 2018) Uno de los autores más reputados de la narrativa israelí, así como un reconocido intelectual comprometido con el proceso de paz en Oriente Próximo. Tras cursar estudios en la Universidad de Jerusalén y en Oxford (Inglaterra), sirvió como oficial en el ejército israelí y participó en la guerra de los Seis Días (1967) y en la del Yom Kipur (1973); posteriormente se convertiría en destacado militante del movimiento Paz Ahora, que

Yardena, Shmuel Ash tuvo un fuerte ataque de asma y él mismo se arrastró hasta el ambulatorio, allí intentaron ayudarle con un inhalador y diversas pastillas contra la alergia, pero fue inútil. Cuando empeoró, lo trasladaron al hospital Bikur Holim. Shmuel pasó en urgencias todo el tiempo que duró la boda de Yardena. Después, durante toda su noche de bodas, no dejó ni por un instante de chupar oxígeno de la mascarilla. Al día siguiente, decidió abandonar sin demora Jerusalén. (Fragmentos de la novela Judas, de Amos Oz. Traducción de Raquel García Lozano. Siruela, Madrid, 2015. Tomado de: http://www.siruela.com/ archivos/fragmentos/Judas.pdf )

Amos Oz aboga por el entendimiento pacífico entre israelíes y palestinos. A partir de 1987 ejerció la docencia como profesor de literatura hebrea en la Universidad Ben Gurión, en Beersheva. Entre sus novelas más conocidas figuran En otro lugar (1966), Mi Michael (1968), Tocar el agua. Tocar el viento (1973), La caja negra (1987), Las mujeres de Yoel (1990), y La paz perfecta (1982). Ha sido galardonado con los más prestigiosos honores y distinciones, entre ellos el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2007, la Legión de Honor francesa, el Premio Goethe, el Franz Kafka y el Israel Prize. Su obra consta de más de veinte títulos, incluyendo novelas, colecciones de cuentos, libros para niños y ensayos, así como infinidad de artículos, y ha sido traducida a 42 idiomas incluyendo el árabe. Pasó gran parte de su vida en el kibutz de Hulda y posteriormente en Arad, en la región del Néguev, luego vivió en Tel Aviv junto con su esposa. Falleció el 28 de diciembre de 2018. 41


Así el amor Le invito seriamente: ¡Aire y placer para todos! Elfriede Jelinek

Añil

Monstruo el deseo convirtiendo al amante en propio verdugo.

(Premio Internacional de poesía Alfonsina Storni, España 2019. Fragmento)

Sumisión, vestimenta plástica sobre el hierro ganado; la mordida jugosa, expectante cicatriz moreteada al borde de la vergüenza.

El escribano Perenne anota las inocencias hendidas, gajos ganados para el comercio. 42

Restos del aire azul.

Bienvenida la huella hirviendo sobre la carne, un trozo delirante engrasando los goznes de las puertas prohibidas, sus cerraduras. Valemos lo abyecto, la perversión, los nuevos fracasos. Así el amor.


premio Secretos

Todos necesitan de quien morirse Hugo Mujica

La casa Hay quien regresa a su sangre. Podría estar en cualquier época, en cualquier cuadro pintado colgando del muro.

Urdir la resurrección. Cubrirse con sedas.

Nada extraordinario habita en esa casa, apenas podrá recordarse una ventana acaso, el rincón de los retratos o el gato rasgando el sofá, mientras en la despensa sigue la araña tejiendo su red.

En las cenizas del piano la sombra mueve los dedos desvistiendo el mayor de los silencios.

Culpa

Cruzar la transparencia: solo, sin pies. Besar el cuerpo antes de cerrar el ataúd.

Se presiente, solamente.

Índigo Vestir los ruegos cada noche en el esfuerzo que huye. Una vida puesta a disposición de las sombras y ese pájaro azul, ardiendo en sus vísperas de sal.

Señuelo El señuelo es la mujer besada por las olas, riñe sin pánico por quedarse a ciegas. Tenue como un hálito pone los esfuerzos de su cuerpo por delante de otras conquistas.

Horas mínimas se crispan lo que duran. Un racimo de luces en la habitación dispuestas hacia los puntos cardinales se secan, se resquebrajan en la sustancia de la guerra. Asumen desvergonzadamente su culpa en la leche derramada. El tiempo arde de adentro para afuera, guarda del polvo lo que merece ser recordado.

Alfabeto Salen pedazos de letra herida. No hay labios en esa boca de fuego, solo una selva de dientes y la sonrisa retocada por el espanto.

Hay vida del otro lado del miedo.

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La caída Lo confieso, no quise encajar. Mezclé las formas universales, probé los actos criminales y justos, busqué en las lenguas ajenas mi propia respiración: ninguna calzó, ninguna parte acoplaba. En esta vena mía algo jadea, se tuerce, crece en direcciones inesperadas rutas que se polarizan. Soy el espasmo de las cosas, un algo que ronca. Solo los sueños tienen el mapa de siglos, la parte del mito que me corresponde por herencia. Pero al fin y al cabo ¿cómo entender el mundo propio sin romperse?

Hoguera ¿Cuándo tentar al fuego? Si he de escribir en mi propio cuerpo, en el de amar, donde el fuego sucede tenue, sin memoria. Descalza en el susurro de las cosas observaré la pequeña vibración de la hoguera. Ofrendaré mi bandera blanca, no de la paz, tampoco la derrota. Esa bandera será página limpia y el fuego el ojo deseante que soltará su campanada.

La hora Esperaba la hora y esa pesadilla para inmolarme. La hora en que los pájaros cerraban sus ojos y otros mundos se mezclaban con mi herida. En esa hora un niño de boca sabia —mi hijo muerto— desconocía todo cuerpo, todo plagio de dolores. Entonces mis pezones se hundían en una boca más perversa e indolente. Conocí el placer y libre habité la copa del árbol. Me llamaron bruja, arrojaron la sal y, prometiendo la hoguera, temieron mi risa.

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Pero la risa era el frío de una historia que ya no me pertenecía.


Lo inútil Entregar la forma inaugural del pecado, su despropósito. Apurar la caída, preparar los ungüentos solemnes, las formas aromáticas. Conceder permisos a la guerra. Fundar un lugar en el mundo donde los peces, al girar, espejeen sus mensajes al vigía. Un cuerpo se tiende en la maleza, abre sus flancos para obrar en el sudor de la entrega. Dos turnos le tocan esta tarde en pleno sol sobre la tierra. Cada uno corresponde a media ración de alimento para sus hijos. Se honra la inutilidad del oficio, meditando los dobleces de la nada.

Deseo

Hacerse cómplice, conquistando los lobos del corazón.

Intentaste robar mi palabra como el fuego de los dioses.

¿Existen hombres en el mar?

Pobre, no sabías. La palabra es algo que nadie tiene en la boca, tampoco en el pecho. La mía está en el deseo.

Desierto ¿De quién es la ciudad sin nombre que cruje en la lengua del desierto?

Espera Andenes desiertos, polvorientos vestidos de sed por la tarde jadeante. El que espera fuma la lejanía de sus promesas. El riel permanece incólume, sin gritos internos, murmullos siquiera. Un vagón abandonado en la orilla salta en pedazos.

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El trueno Repetir la esquirla en los ojos, la herida bajo las uñas, rascarse los huesos. No bastan dos orillas para cruzarnos entre tantos sueños conocidos. Así la isla, palabra fingida, sembrando árboles condenados al fracaso; rasgando la corteza hasta que venga la larga noche y en la voz del trueno se erija la frase definitiva. La muerte es el único milagro.

Parca Cierta sombra táctil, evocativa, quema su negrura. Un hilo se desteje en el huso, duda su tiempo y deja caer la mano floja en la convulsión del carácter. Los designios ceden al amor.

Recuerdo El recuerdo y sus perros súbitos, feroces, titánicos desde pequeños. Sus mordidas extáticas presas en la irrealidad. Un trance para el hombre que camina fuera del mundo, y sus costumbres. La herida es el puente a sí mismo. 46

Dioses proscritos (Premio Internacional de Poesía, Candelario Obeso, Colombia 2016. Fragmento)

Palabra Sí, mi lengua está desnuda en ella habita un animal acuático, se riegan las mieles de su esperma brota la raza que habla.

Limbo Déjame que sueñe sola ese limbo de voces blandas y heridas. No menciones las palabras de la muerte donde las bocas se borran como un puñado de polvo sin forma. Déjame en el árbol de rayos dormidos hasta librar sus fantasmas, en la fiebre, donde no muerde el hambre ni pesa la ausencia de los dioses.

Grito De sus silencios y ataduras, han de brotar pequeñas bocas que lamerán la sangre del hierro. Una lengua canta ante el sudario de tierra, ante las manos nacidas del óxido. ¿Quién puede callar el grito que crece en los ojos?


Nombre

Iniciados

Vértigo del territorio jamás soñado.

El hombre la sentó en sus piernas. Los pies de la niña no rozaban el piso, su humanidad de 10 años es tan menuda.

Sermón de barro que teme encontrar sus respuestas. ¿Quién eres? ¿Acaso un pequeño dios sin trincheras? Abre las puertas y sácame del laberinto de tu boca de guerra.

Empezó a besarla, la hería con su lengua bífida, mercenario le apretaba las tetas con puños acerados y callosos, poseso la zarandeó fuertemente. Esa víbora dormida la apuntaba como relámpago.

Embalsama mi cuerpo, cruza la lanza a través de mis aguas y ahuyenta a quienes invocan mi nombre.

Prendió la guerra, le dio su golpe de hacha, partió su cuerpo entre agonía y goce.

Exilio

El hombre fue poco para el fuego que tragaba dedos y abismos. Ella engulle con hambre de otros tiempos.

Tienen ojos dibujados en la frente, cada uno ve un futuro distinto.

Bruja la mujer, quiso más. Sacó de su abertura sangrada un anochecer que devoró al hombre.

Los años brillan en la palabra soñada, que habla de los hombres nacidos sabios.

Sus entrañas, animal en embestida, se retorcían. A la mujer se le peló la piel de niña como un cuero de culebra, se enterró cual lagarto arenoso en la humanidad del hombre.

El hombre perdió su alma, se convirtió en gusano en la entraña de la bruja. Vinieron las moscas a cuajar sus huevos en los ojos de ella.

Al final del recuerdo sólo se hereda la muerte.

La bruja quedó ciega del pululante larvario, así que los planetas se eclipsaron. Los minutos como agujas rompieron el corazón de la bruja. Su boca supo a cadáver, se vistió de muerte y derramó un aguacero.

Muelle

Allí renació la raza humana, no es verdad que sean del barro, ni del polvo de las estrellas; la verdad es que son de la muerte de los otros.

Cada quien pierde su horizonte en las llamas del exilio.

A oscuras el agua se balancea. La mujer se fue con el mar pero dejó atado en el muelle su gran dolor. 47


Amante Yo soy la amante del sol. Cada amanecer, puesta la carne a la intemperie, beso los fuegos de su lengua. Quienes observan curiosos se convierten en esculturas de sal.

Fuego El fuego siempre tiene hambre. Para masticar a los hombres le bastan sus dientes de arena roja. Así moldea cuerpo y sombra, como un herrero que martilla la noche hasta convertirla en acero.

El río En la orilla lavan sus pies los desterrados, los jirones de ropa se quedan sin cuerpos que vestir. Sólo llevan mendrugos de hambre en las mochilas descosidas. Se aventuran al centro, donde la corriente arrastra la mugre y todas las palabras de la rabia. El río desboca su cauce y los forasteros retornan al origen.

Los ausentes

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Las flores se despintan en el hollín de una cabeza temprana entregada al exterminio.

El perro Hierve en la garganta el vocablo ajeno. Hoy no existe su casa. sólo un montón de osamentas sucias y rotas y ese perro que aúlla en la distancia.

Ceniza Reía con los cuervos, el fuego y el silencio. En el medio de una senda, el pie ajeno a todo lo suyo, se impacienta. Quería cambiar la guerra, morder la bestia, escupir sus oraciones. Pero en cambio, el señor de los maderos cruzó la mancha de tierra, en la frente del rebaño.


Híbrida No hay fe. Frota la máscara y arrodíllate, separa bien mis piernas. Limpia tus malignas manos antes de meterlas en mi entraña y no hagas caso de los quejidos. Saca de ahí a los hijos muertos que se estallaron en la frontera. No los mires, son rostros sagrados que te harán polvo. Ahora vete, aléjate sin parar que eres el único verdugo-testigo de mi agonía. Recuerda que en adelante te vigilo. Me quedaron agujeros en el pecho donde estaban los pezones. Ya no hay leche que ofrecer sólo sangre depravada, toxicómana. Tiendo a los pequeños monstruos que me arrancaron boca abajo, las cabezas purulentas. Me han desmembrado en el cerro. Creo que alguien se acerca, estoy segura que alguien me sigue. Todo empieza a temblar, ¿seré yo la que tiemblo? La noche es una lengua de lagarto carrasposa que me araña más la herida, lame mi cueva vacía, lame a los hijos muertos. Mariposas nocturnas aparecen y cortan con sus alas como hojillas. Disfruto el azote, soy Medea, saboreo el castigo. Veo una argolla de muerte, me seduce con su sexo abierto, los trozos de mi cuerpo van siendo licuados y esparcidos en el cerro, los cuerpos de mis hijos arrancados a dentelladas.

Amarú Vanegas (San Cristóbal, Venezuela - 1977) Ingeniera Industrial, poeta, actriz, directora y productora de teatro y cine. Magister Scientiae en Literatura Latinoamericana y del Caribe. Fundadora de las agrupaciones Catharsis Teatro y Fundación Cultural Púrpura. Realiza tertulias artísticas en Venezuela, Ecuador, Colombia, Chile, Uruguay y Argentina. Facilitadora de talleres de promoción de lectura y creación literaria. Entre sus publicaciones y premios en literatura están: Mortis, monólogo teatral (Venezuela, 2001); El canto del pez, poemario (Venezuela, 2007); Híbrida, poemario en la antología 8 Mulheres en portugués y español (Brasil, 2015); Criptofasia, tercer lugar en el V Concurso de Relatos SttoryBox (España, 2016); Dioses proscritos, Premio Internacional de Poesía Candelario Obeso (Colombia, 2016); La vena de la desobediencia en la antología universal Oír ese Río. (Argentina, 2017); 7 poemas en antología poética América grito de mujer del XI Encuentro Universal de Escritores Vuelven los Comuneros (Colombia, 2017), y Añil, Premio Internacional de Poesía Alfonsina Storni (España, 2019).

Ahora somos abono de la montaña.

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Rafael Sánchez Ferlosio

Así a través de esta inmensidad se anega el pensamiento mío; y naufragar me es dulce en este mar. Giacomo Leopardi

La Humanidad y la humanidad

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S

iempre me ha escandalizado que cada vez que se comenta una muerte producida por mano terrorista no falte casi nunca la inmediata consideración de cómo

tal cosa contribuye a la «desestabilización de la democracia»; la mirada no se detiene apenas en el muerto y en los que le lloran (en aquel para quien se ha terminado para siempre no sólo el irrisorio bien de la democracia, sino la vida misma, y en aquellos para los que vida y mundo han quedado terriblemente desgarrados), para volverse acto seguido a las peligrosas consecuencias políticas que la reiteración de tal clase de hechos podría llegar a tener sobre la situación política vigente. En ningún caso, como en este rápido saltar por encima del absoluto


evocación

de una vida singular para volver la vista hacia las repercusiones colectivas de su destrucción, resalta más claramente toda la siniestrez de ese fetiche ideológico que se designa como el Bien Común y que parece tener por cometido distraer y desviar constante y sistemáticamente la mirada —casi como en un puro automatismo defensivo— de cualquier mal particular hacia un bien general que eternamente aplaza su promesa de revertir sobre sus únicos posibles beneficiarios: los sujetos singulares o, mejor dicho, los sujetos, ya que no hay otros que los

singulares. Al fin, los que así remiten inmediatamente a las posibles consecuencias públicas, sin detenerse, como en algo absoluto, en la desaparición de un particular de la condición que fuere —ya que la vida no viste ni de militar ni de paisano—, se ponen en el mismísimo punto de vista que los matadores, supuesto que, al igual que en la acción de estos, la vida o la muerte de los individuos resulta valorada sólo en función de su capacidad de amenazar o de atentar a la estabilidad de lo total. Pues bien, lo mismo pasa, a mi entender, en la circunscripción de los asuntos internacionales. En efecto, cada vez que en cualquier parte del mundo vuelve a surgir el cada vez más rico y más sofisticadamente armado —y, por ende, más cruento y más frecuente— espanto de la guerra en un nuevo conflicto local, tampoco falta casi nunca la inmediata consideración de la capacidad de tal conflicto para llegar a convertirse en «amenaza contra la paz mundial». La tan sistemática y constantemente apelada Paz Mundial es fácilmente reconocible como otro cínico títere verbal de la misma camada que el Bien Común. Los expertos en kremlinología, pentagonología o tercermundología son sobre todo especialistas en la evaluación de los conflictos locales en función de su capacidad de repercusión y desarrollo en lo que llaman «crisis internacionales». Cualquier conflicto casero en el último rincón del mundo es medido de acuerdo con este solo valor; valor, por cierto, en cuyo cálculo el componente de los factores ideológicos va perdiendo cada vez más relevancia en beneficio del componente de los factores estrictamente militares o, como suele decirse, geoestratégicos. Así, día a día, la estimativa de los hombres va siendo amaestrada a desviar la vista de cuanto los hechos singulares tienen de tragedia

En efecto, cada vez que en cualquier parte del mundo vuelve a surgir el cada vez más rico y más sofisticadamente armado —y, por ende, más cruento y más frecuente— espanto de la guerra en un nuevo conflicto local, tampoco falta casi nunca la inmediata consideración de la capacidad de tal conflicto para llegar a convertirse en «amenaza contra la paz mundial».

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«En tiempo de aflicción no hacer mudanza»; el «fantasma del holocausto nuclear» no sólo es eso: es también el endriago pintado en todo lo alto de la cúpula del cielo que, señalando a cada momento con el dedo, va congelando, degradando y encanallando cada vez más los sentimientos y los resortes morales de los hombres.

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propia y definitiva (o sea, de real y verdadero fin del mundo para los que resultan arrollados) y a ajustar su sentir a ese único criterio, según el cual los conflictos locales merecen más o menos atención conforme al grado en que puedan suponer una amenaza para la Paz Mundial. De este modo, el «fantasma de un holocausto nuclear», como gustan decir los periodistas, se erige en término de referencia único para determinar la medida de la consternación que debe suscitar en los ánimos cada tragedia de que tienen noticia. El «fantasma de un holocausto nuclear» no sólo es, pues, el instrumento de chantaje que se esgrime, de modo sistemático, ante quienquiera que intente reaccionar frente al estado de inercia, de anarquía y de injusticia en que yacen sumidos los negocios públicos, que perpetúan su rutina miserable pidiendo al público cada mañana un nuevo plazo de soportación, según la máxima de Ignacio de Loyola, no menos preciosa y socorrida para los mandos orientales que para los occidentales: «En tiempo de aflicción no hacer mudanza»; el «fantasma del holocausto nuclear» no sólo es eso: es también el endriago pintado en todo lo alto de la cúpula del cielo que, señalando a cada momento con el dedo, va congelando, degradando y encanallando cada vez más los sentimientos y los resortes morales de los hombres. Una vez que la milenaria tesis de Polibio de que la historia sólo es verdadera entendida como un todo —o sea, como Historia universal—, reverdecida por la tormenta hegeliana, ha vuelto a tomar, por voluntad y en interés del mando, autoridad de dogma y prepotencia de verdad, también la última tragedia, la tragedia total y escatológica, se arroga en exclusiva los derechos al título de única tragedia verdadera, frente a la cual toda tragedia singular es reducida a mero efecto secundario, a inciden-

cia anecdótica o, en fin, a simple accidente de trabajo, siempre, ya en las conciencias, anticipadamente cubierto por el más amplio seguro laboral. Si se establece que hay un mal supremo —o se fabrica de industria su posibilidad y su amenaza—, ese mal se verá abocado, de modo inevitable, a ser temido y reputado como el único mal. Un falso fin del mundo suplanta, de esta manera, al verdadero —que donde realmente se cumple es en la muerte de cada sujeto y sólo cobra sentido referido a él—, distrayendo la percepción con el abstracto espejuelo de la extinción de la especie en cuanto tal; o sea, extrapolada de su encarnación concreta en personas singulares. El propio genocidio se arroga, a mi entender, en esa enfática peyoratividad que sobrecarga la palabra, unos derechos de monstruosidad que, en lo que es homicidio múltiple e indiscriminado, desplazan la gravedad de lo perpetrado contra las vidas personales hacia lo cometido con el abstracto de la gens, como si tachar el nombre de ésta del registro antropológico acreditase mayor tanto de culpa que acabar con aquellos que con tal nombre se mentaban. Cuentan que Napoleón, en no me acuerdo ahora qué batalla, al ver la gran cantidad de muertos propios que yacían en el campo —«el alto precio que había habido que pagar por la victoria», como hoy suele decirse—, se despachó con este comentario: «Todo esto lo remedia una noche de París». Su inmenso amor a Francia comportaba que para él los franceses no contasen más que como sumandos en el censo; mientras se mantuviese el índice de productividad genética preciso para suplir las bajas y cubrir las vacantes, todo —o sea, Francia— seguía marchando bien. Pero así Francia, en realidad, venía a convertirse justamente en enemiga mortal de los franceses, al erigirse en algo res-


Una Humanidad que sobrevive y que se perpetúa siempre a costa de hacer o padecer cada vez más atroces inhumanidades y de ir haciendo a los hombres cada vez más inhumanos no entiendo que pueda querer ser conservada por otro mérito alguno que el de ser una interesante, aunque desagradable, curiosidad zoológica. pecto de lo cual se había de dar por reparado en cada nuevo nacimiento lo para siempre irreparable de cada muerte singular, al igual que en el empedrado de las calles el adoquín gastado se reemplaza enseguida con el nuevo, sacrificando, en fin, en el altar del ídolo la insustituibilidad de cada vida humana y su recuerdo. Mucho más tarde, Mao, más generoso de carne china viva de cuanto hambrienta de ella llegara a serlo jamás la tierra misma del sísmico país, se declaraba dispuesto a hacer ofrenda de hasta trescientos millones de habitantes para perpetuación de su Celeste Imperio. ¿Qué era, pues, China, si podía sobrevivir incluso al hecho de que cada chino viese morir a otro junto a sí? Después Sadat dijo que Egipto estaba dispuesto a sacrificar hasta un millón de egipcios para recuperar el canal de Suez y el Sinaí; de modo que Galtieri tenía ya precursores cuando ofertó sus cuarenta mil muertos por la soberanía de las Malvinas. Una Humanidad que sobrevive y que se perpetúa siempre a costa de hacer o padecer cada vez más atroces inhumanidades y de ir haciendo a los hombres cada vez más inhumanos no entiendo que pueda querer ser conservada por

otro mérito alguno que el de ser una interesante, aunque desagradable, curiosidad zoológica. «Nosotros no pretenderíamos nunca —decía Juan de Mairena— educar a las masas. A las masas que las parta un rayo. Nos dirigiríamos al hombre, que es lo único que nos interesa...». A imagen y semejanza de esas masas de que hablaba Mairena está formada la noción de Humanidad, cuya extinción o desaparición se teme hoy tanto; pues si las masas, como se ha dicho con acierto, son un invento de la ametralladora, puede decirse que la Humanidad es, a su vez, un invento de la bomba termonuclear. Yo, que voy, por desgracia, con mi tiempo, al menos en tener más mala lengua que el discreto Mairena, no puedo ahora por menos que parafrasear, recalentado, su templado exabrupto, para aplicárselo a la Humanidad, con parejos sentimientos: a la Humanidad, a la especie, que la den por saco. El País, 23 de agosto de 1982

(Este ensayo forma parte del libro Babel contra Babel (Ensayos 3), de Rafael Sánchez Ferlosio, Editorial Debate, Barcelona, 2017. Tomado de: https://www. megustaleer.cl/libros/babel-contra-babelensayos-3/MES-071244/fragmento)

Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, Italia, 1927- Madrid, España, 2019) Se doctoró en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid y fue miembro del Círculo Lingüístico de Madrid, y fundador y colaborador de la Revista Española. Su primera novela fue Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951); En 1955 publicó El Jarama, que supuso su consagración al obtener el Premio Nadal en 1955 y el de la Crítica en 1956. En ensayo publicó, entre otras obras: Personas y animales en una fiesta de bautizo (1966), Las semanas del jardín (1974). En 1986 aparecieron Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado, Campo de Marte 1. El ejército nacional y La homilía del ratón. Su libro de aforismos Vendrán más años malos y nos harán más ciegos ganó el Premio Nacional de Ensayo y el Ciudad de Barcelona en 1994. Le siguieron algunas otras recopilaciones de ensayos y artículos: Esas Yndias equivocadas y malditas (1994), El alma y la vergüenza (2000), La hija de la guerra y la madre de la patria (2002) y Non olet (2003), Sobre la guerra (2007). Obtuvo también el Premio de Cultura de la Comunidad de Madrid (1991), el Premio Cervantes (2004), Premio Nacional de las Letras españolas (2009), Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes (2014) y el Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald (2017). Falleció el 1 de abril de 2019.

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Episodio 2 Desarrollos inmobiliarios en zonas peligrosas

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uando todo va mal, uno tiende a perder la mirada en la lejanía, con la esperanza de que las cosas estén mejor unos metros más allá, como quien busca un oasis. Y lo mismo hacemos cuando parece que la vida va en orden, miramos más allá, con la angustia de que alguien pudiese estar acercándose —con una prueba de embarazo, por ejemplo— para regresarnos en un santiamén a la amargura. Y no se supo si fue porque les estaba yendo mal o les estaba yendo bien durante ese día soleado de julio, pero además del joven obsesionado con el volcán, hubo gente que desde Quito miraba con hipnótica atención las montañas que rodean a la ciudad. La baja nubosidad permitía la dicha de encontrar

la timidez blanca del Cayambe y la recia seriedad de los Pichinchas, así como la sospechosa cercanía de los Ilinizas y la singularidad del Puntas. Ahí estaban, el sobrepoblado Ilaló convirtiéndose en un Panecillo cualquiera, y claro, el infaltable Cotopaxi, robándose el show, como desde hace tantos siglos, y que esa tarde decidió sacudirse de forma extraña y ruidosa. Ecuador, año 2022. Gobernaba con mano férrea y robo monopólico una esperada coalición de partidos políticos. Las hidroeléctricas chinas se habían convertido en jardines colgantes y todavía estaban buscando quién financie la Refinería de El Aromo. No llegaba aún el agua potable a Durán y para cuando Julian Assange soltó la lengua, Lenín Moreno ya no necesitaba su silencio. Correa seguía prófugo, pero expulsado de Bélgica por un pedido de alejamiento de su exesposa, y con 25 boletas de captura que la Interpol aún analizaba. El embajador chino fungía como Contralor, y a cambio de esta renuncia estatal, los chinos nos volvieron a prestar algunos miles de millones de dólares. La nueva mayoría evangélica en el Concejo Metropolitano de Quito votó a favor de retirar a la Virgen del Panecillo, pues legislaron una ordenanza que prohibía la exhibición pública de imágenes, para ellos, blasfemas. El alcalde Moncayo, inicialmente opuesto, votó a favor a cambio de que los votos evangélicos le permitiesen suscribir un millonario contrato para instalar nuevas verjas para los parterres de la ciudad. «Los hijos e hijas de los cientos de vendedores ambulantes necesitan guarderías», explicaba el burgomaestre. En Guayaquil la alcaldesa Viteri anunció con alegría y orgullo la erradicación total de esa horrible plaga conocida como árboles. «La única madera es la de guerrero, y la de palmera», remató al final de su discurso. El equipo


novela de fútbol Liga de Quito acababa de inaugurar su propio club de esgrima para ocupar a algunos de sus hinchas, más talentosos con la navaja que ciertos jugadores con la pelota; y el Deportivo Quito había, por fin, levantado la dorada copa de la Liga de Luluncoto. El reelecto presidente Trump seguía burlándose de las denuncias por fraude fiscal y acoso sexual, a Rodríguez Zapatero le descubrieron una cuenta secreta con 15 millones de dólares de origen venezolano. El Papa Francisco fue enterrado con toda la pompa luego de morirse como chirote al conocer que sentenciaron a Cristina Kirchner a treinta años de prisión por el asesinato del fiscal Nisman en la misma semana en la que los milicos reemplazaron a Maduro. Un periódico italiano publicó una fotografía del cadáver papal, en el cual se notaba un tatuaje de Juan Domingo Perón en el bíceps derecho y el Vaticano no tardó en excomulgar al paparazzi. Luego retocaron el tatuaje para que pareciera un San Francisco, pero se notaba a leguas la adulteración. Sin duda algo muy raro estaba ocurriendo ese día. Muy raro y de dimensiones insospechadas. De dimensiones insospechadas y de profundidades desconocidas y terroríficas. Un corto rato tardaron los más atentos montañistas, vulcanólogos y desocupados admiradores del volcán Cotopaxi, en notar algo fuera de lo común en el cuerpo de la montaña minutos después del estruendoso crujido que el volcán había soltado en la inmensidad y el posterior ruido de mil avalanchas que despedía el suceso. Al inicio, a simple vista se pudo captar la extraña situación, y más adelante el evento fue tomado equivocadamente como un fortísimo temblor en la zona cuando el desplazamiento de tierra activó todos los sismógrafos del Ecuador y los detectores laháricos instalados

en el volcán. Olas de noticias sobre el aparente sismo ahogaron la opinión pública en pocos minutos, al punto que la impugnación del Corinthians contra el Barcelona se mantuvo en segundo plano por largas horas. Los datos de los equipos de control no coincidían con un movimiento telúrico de origen conocido. Para los técnicos que analizaban los resultados provenientes de estos aparatos, el asunto no podía ser una erupción, ni tampoco un terremoto. Millones de ojos se posaron en el epicentro del fenómeno y luego de una prolongada e incrédula observación ya fue evidente que lo que estaba ocurriendo era que el cono del Cotopaxi giraba muy pausadamente, como si se tratara de un ca-

ñón antiaéreo que busca su blanco en cámara lenta. En Quito, a unos 50 kilómetros de distancia el sonido del evento llegaba como un rumor parecido a una estampida de miles de caballos. En las haciendas del cantón Mejía, muy cercanas al coloso, las vacas mugían en dos tonos más arriba de su escala usual y se negaron fieramente a ser ordeñadas. En Latacunga, capital de la provincia de Cotopaxi, y víctima favorita de sus antiguas erupciones, el ruido provocó desmayos, negociados del prefecto y un drástico incremento en el precio de las hallullas y de las aguas San Felipe. La hiperfamosa cárcel, construida estúpidamente en un territorio que es desfogue natural de lahares, volvió a ser centro de varios

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comentarios, luego de un largo silencio de los años posteriores a la muerte de su más famoso privado de la libertad justo cuando había empezado a delatar a sus coidearios a cambio de un acuerdo con la Fiscal General. Falleció envenenado por ingesta de arsénico pese a los 665 días de huelga de hambre que llevaba, por cierto. Los ecuatorianos conocen de memoria cómo luce el impresionante volcán. Tan simétrico y bien hecho que parece importado. No por nada se asemeja mucho al monte Fuji, y los japoneses tienen gran paciencia para hacerlo todo muy bonito. Sin mucho esfuerzo se podía notar el cambio de posición de su cráter pese a la pasmosa lentitud del giro. Una imagen espeluznante, confusa e inaudita, sin duda. Acompañada de polvaredas blanquísimas que alcanzaban el cielo, de crujidos que salían del subsuelo del tártaro y de sirenas de ambulancias, patrulleros, camiones de bomberos, y del

jeep del infaltable burócrata de alta jerarquía que cree que es importante su presencia en alguna reunión donde no va a solucionar nada. Grandes avalanchas de nieve empezaron a desprenderse a causa del movimiento. Y en poco tiempo miles de aterrorizadas personas lanzaban gritos y llamadas de auxilio porque temían, con toda la razón, que esas miles de toneladas de nieve se derritieran para convertir al río San Pedro en un monstruo de lodo y piedras que arrasaría los valles de Sangolquí, de San Rafael, de El Tingo, de Cumbayá y de Tumbaco. El río San Pedro, que viene desde las faldas mismas del volcán Cotopaxi, avanza cada vez más grandecito desde el sur, atraviesa los valles ya mencionados y desde El Tingo bordea por el flanco noroeste al monte Ilaló hasta llegar a los valles de Cumbayá y Tumbaco. En esas zonas las urbanizaciones de nombres muy originales, y cercanas al cauce del río, como


Lomas de Cumbayá 1 y 2, Montes de Cumbayá, Bosques de Cumbayá, Altos de Cumbayá, Jardines de Cumbayá, Cerros de Cumbayá, Laderas de Cumbayá 1 y 2, Mesetas de Cumbayá, Vistas de Cumbayá, así como Lomas de Tumbaco 1, 2 y 3, Montes de Tumbaco, Bosques de Tumbaco, Altos de Tumbaco, Jardines de Tumbaco, Cerros de Tumbaco, Laderas de Tumbaco, Mesetas de Tumbaco 1 y 2, Vistas de Tumbaco respiraban tranquilas pues estaban a más de 40 metros sobre el cauce original del río San Pedro. No obstante, en las urbanizaciones, también de muy pensados nombres, como Praderas, Prados, Potreros, Valles, Hondonadas, Riberas, Playas, Planicies, Lomas Bajas, Bosques Bajos, Laderas Bajas, y Bajos, tanto de Cumbayá como de Tumbaco, el precio del metro cuadrado de terreno pelado y de construcción disminuyó durante esos días hasta casi la mitad, pues el río, convertido en un previsible monstruo de lodo y rocas, podría pasarles por encima en cuestión de segundos. Los ciudadanos más proactivos hacían las maletas y escapaban sin saber hacia dónde. El cráter giraba y se torcía sin detenerse y fueron al menos cuatro horas hasta que finalmente paró de rotar dejando su tenebroso orificio apuntando hacia el suroeste. Cuando se detuvo el movimiento, muchos de los que habían escapado hacia el sur, se enteraron, gracias a mensajes llegados a sus celulares, de que el cráter apuntaba justo a donde ellos iban y dieron vuelta en U para regresar por sus fueros. Hubo accidentes en las carreteras, campanadas en todas las iglesias, programas de radio y televisión interrumpidos por flashes informativos que se contradecían entre ellos, compras frenéticas de latas de atún y botellones de agua, saqueos, contrataciones de obra pública a dedo aprovechando el des-

orden, y ventas callejeras de fotos del Cotopaxi, de discos de música del Altiplano y de réplicas de plástico de la piedra Chillintosa con la imagen de la Virgen de la Merced. Todo por cinco dólares, o, a dos dólares cada ítem por separado. Al tiempo en que ocurría esta bárbara expresión de la naturaleza y surgían estos emprendimientos, el quiteño elegido para salvar al mundo estaba al borde de la locura, y vomitaba de rodillas en el antiguo inodoro que su madre había ocupado por una vida entera. Solo él sabía lo que estaba ocurriendo en realidad, y él sería quien anuncie al Ecuador y al mundo sobre el inminente cataclismo que vendría días después. Luego de evaluar sus prioridades, su preocupación principal se había convertido en cómo informar responsablemente a sus conciudadanos del eminente riesgo que corrían y el origen de su información. Sabía que anticipar el desastre podría ser de enorme utilidad para salvar vidas, pero también reconocía y se repetía la misma pregunta: ¿Quién puede darle una mala noticia a este país, si hasta cuando llegas con buenas nuevas te putean?

Episodio 4 “#Hashtag” Durante las cuatro horas que tomó el lento movimiento del cráter volcánico, los deslizamientos de nieve dejaron pelado al hermoso volcán. Salvo unas pocas manchas todavía blancas, el coloso pasó a ser un aburrido monte en varios tonos de gris y marrón. Efectivamente, alguien de Machachi se atrevió a comentar que el Cotopaxi había quedado feo y sim-

Un corto rato tardaron los más atentos montañistas, vulcanólogos y desocupados admiradores del volcán Cotopaxi, en notar algo fuera de lo común en el cuerpo de la montaña minutos después del estruendoso crujido que el volcán había soltado en la inmensidad y el posterior ruido de mil avalanchas que despedía el suceso.

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Los datos de los equipos de control no coincidían con un movimiento telúrico de origen conocido. Para los técnicos que analizaban los resultados provenientes de estos aparatos, el asunto no podía ser una erupción, ni tampoco un terremoto.

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plón como el volcán Reventador, y varios oriundos de las provincias de Sucumbíos y Napo, reclamaron airadamente por la comparación denigrante y juraron a hacerle boicot al siguiente ‘Paseo del Chagra’, fiesta típica del cantón Mejía. Esta reacción marcó oficialmente el inicio de la pelea regionalista entre el Oriente y la Sierra ecuatorianos, que era la que faltaba. Y aunque esto de la imagen de los volcanes pudiera parecer un tema de menor importancia no fueron pocos los que hicieron reclamos públicos y masivos sobre la nueva apariencia de la montaña. «Vamos a perder millones por la caída del turismo», decían algunos. «Borren las fotos, que esto nos hace quedar mal como país», otros. «El Ecuador se caracteriza por la belleza de sus montañas, y la pillería de sus políticos, y quedarnos sin el blanco Cotopaxi, es justo la pérdida de identidad nacional que menos necesitábamos», insistían los más pesimistas. «Es seguro, según una fuente confirmada, cuya reserva la guardamos por su seguridad, que el administrador del Parque Nacional, que es funcionario del gobierno, se robó la nieve para vendérsela a Irán. Los containers repletos de las nieves perpetuas del coloso, con cuartos fríos incorporados, ya están en el puerto de Manta. Por eso se bajaron la base gringa. No coman cuento», escribió textualmente un analista desde Miami. «Pero seguramente el robo de la nieve fue a medias con los de Pachacutik, porque en esa provincia esos partidos políticos son aliados», aportó otro analista desde Quito. La desaparición de la nieve fue materia de debate por algunos días, pues no ocurrió lo que se esperaba y temía, es decir, no hubo lahares de lodo y crecidas de los ríos cercanos, para alivio de los desarrolladores de urbanizaciones en zonas peligrosas

de los valles quiteños. ¿A dónde se fue la nieve? Si bien, la explicación geológica a cargo de las autoridades en la materia, fue que había sido tragada por las gigantescas grietas que aparecieron mientras el cuerpo del volcán giraba, la más popular fue esa de que se la robaron los del gobierno. En una entrevista un geólogo ratificó la explicación de que la nieve fue engullida por las grietas en el cuerpo del volcán, y pese a que apoyó su explicación en videos satelitales, inmediatamente fue calificado de defensor y mercenario de los políticos sospechosos, por los políticos sospechosos de la oposición y por el analista desde Miami. En redes sociales empezaron a circular preguntas relativas al caso: ¿Cuándo un volcán ha cambiado su posición de esta manera? ¿Será ésta su forma de prepararse para erupcionar? ¿Será cierto lo que dicen por ahí, que esto es un castigo de Dios porque ya mismo dejan a los gays que se casen entre ellos? ¿Irá a dar la vuelta completa el pescuezo del Cotopaxi como la chica del Exorcista? ¿Podré hacer plata en YouTube con mi video del Cotopaxi? ¿Y ahora qué impuesto nos irán a clavar estos cabrones para robarse la plata recaudada? ¿Es verdad que Cotopaxi significa cuello de Luna? La noticia tragicómica llegó cuando se supo que en una comunidad se había organizado un rezo de rosario para que el cono del volcán dejara de girar y que en la misma comunidad otra secta se reunió para lo mismo. Cuando el cono se detuvo se desató una guerra de agrupaciones religiosas y al menos cinco devotos, por bando, murieron atribuyéndose el milagro. Con el Cotopaxi quieto en su nueva posición transcurrieron siete días y siete noches. Durante esas largas horas llegaban novedades de avistamientos de manadas de


llamas y de caballos salvajes que habían escapado de las faldas del volcán y deambulaban a pocos kilómetros del sur oriente de Quito. También se pudieron ver grupos de venados de cola blanca, de osos de anteojos, pumas y lobos del páramo que evidentemente escapaban de sus antiguos territorios. Y en el aire, algunas manchas de bandadas de aves que los especialistas identificaron como gavilanes, halcones, lechuzas y búhos, también migraban sin rumbo conocido. El mundo entero se había colmado de curiosidad con lo ocurrido. Nunca, ni cuando un árbitro ecuatoriano expulsó a Totti en el mundial de fútbol, el país ocupó tanto espacio en la prensa mundial. Estuvimos cerca de sentirnos orgullosos de haber sido la sede de un cataclismo nunca antes ocurrido a nivel planetario y ya estábamos buscando la forma de cobrarles muy caro el ingreso a los científicos del mundo que se interesaron en el suceso. Pero el imparable transcurrir del tiempo, los nuevos sucesos de los cuales ocuparse y unas fotos pornográficas de una de las Kardashian hizo que el mundo nos olvidara. En Ecuador, la preocupación principal volvió a ser esperar el resultado de la impugnación del Corinthians contra el Barcelona. Y para rematar, un ingeniero agrónomo en Machachi fue filmado maltratando a una vaca con un palo, el video se hizo viral, y el Cotopaxi pasó al olvido para todos. Para todos, menos para Shaitán Lucero Estrella. Shaitán era un quiteño de 33 años que había venido soñando durante meses, con una claridad difícil de explicar en palabras, lo que ocurrió con el volcán. En sus sueños, al final premonitorios, había visto imágenes idénticas a las ocurridas horas antes. El cráter girando y torciéndose lentamente, la nieve

desapareciendo, los animales escapando en perfecta coordinación y otros detalles. Sufrió esas pesadillas cruentas y repetitivas todas las noches y casi le habían llevado a la locura, a sufrir sudorosos ataques de pánico, y a ser despedido sin indemnización de la empresa de coaching empresarial donde no alcanzó a completar los tres meses de prueba. Cuando Shaitán notó que el Cotopaxi se movía estaba terminando de mudarse a su viejo departamento de la infancia. Regresó a su nuevo domicilio con el tiempo justo para llegar al baño y vomitar —primero el desayuno, y luego la más amarilllenta de las bilis— a causa de la noticia que replicaba de forma exacta varios de sus terribles sueños. Estuvo arrodillado ante el inodoro al menos cuarenta minutos, acto seguido se incorporó demasiado rápido, se mareó, alcanzó a llegar a la cama y se desmayó durante varias horas. En su inconsciencia volvió a soñar, ahora con mayor detalle, toda la tragedia que estaba por venir, con un elemento que antes no había visto: en la pesadilla, Shaitán observaba por la ventana de un edificio al Cotopaxi ponerse negro y tenebroso, y vio salir disparadas del cráter hirvientes bolas de fuego. Luego, en el mismo sueño, Shaitán sudaba, sofocado y con medias blancas hasta las rodillas, en el piso de madera del Malecón del río Guayas, y miraba estupefacto las bolas de fuego estrellarse contra Guayaquil. Rodeado de humo y fuego Shaitán luchaba dando manotazos para despejar el aire y conseguir oxígeno. Se despertó a las tres de la mañana dando una patada al aire y meado hasta las orejas del miedo. Sin moverse esperó entre dormido y despierto que llegaran las siete de la mañana mirando de cuando en cuando los minutos pasar en el celular.

Millones de ojos se posaron en el epicentro del fenómeno y luego de una prolongada e incrédula observación ya fue evidente que lo que estaba ocurriendo era que el cono del Cotopaxi giraba muy pausadamente, como si se tratara de un cañón antiaéreo que busca su blanco en cámara lenta.

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Con el Cotopaxi quieto en su nueva posición transcurrieron siete días y siete noches. Durante esas largas horas llegaban novedades de avistamientos de manadas de llamas y de caballos salvajes que habían escapado de las faldas del volcán y deambulaban a pocos kilómetros del sur oriente de Quito. También se pudieron ver grupos de venados de cola blanca, de osos de anteojos, pumas y lobos del páramo que evidentemente escapaban de sus antiguos territorios.

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Shaitán estaba lleno de pánico y de dudas, pero insuflado de un potente sentimiento de responsabilidad ciudadana, consideró que debía poner en alerta a los ecuatorianos de los terribles sucesos que todavía no se habían dado, pero que según sus pesadillas, no tardarían en ocurrir. Entonces escribió en su cuenta de tuiter: «He soñado con el #Cotopaxi moviéndose y apuntando hacia #Guayaquil y arrojando bolas de fuego contra la ciudad. No es un hoax, es la verdad. #Respect #GuayaquilBajoFuego #Cotopaxi #ShaitánLuceroCoach». Leyó el tuit y decidió borrarlo, porque lo del sueño le pareció que sonaría a mentira de la Guga Ayala.

Entonces redactó otro. «Créanme cuando les digo que el volcán #Cotopaxi expulsará rocas gigantes contra #Guayaquil. Ciudad que añoro y donde vive el amor de mi vida, protéjanse y busquen refugio fuera de esa ciudad». #GuayaquilDeMisAmoresBajoFuego #LoveUDoménica #ShaitánLuceroCoach». Volvió a borrar su mensaje pues no quiso que Doménica, su última novia que lo había dejado pocos días antes, se sintiera importante. Creyó conveniente ser lo más técnico y serio posible. Entonces escribió el siguiente: «El #Cotopaxi se movió y apunta ahora hacia #Guayaquil, revisen las coordenadas y las confirmarán.


Erupcionará tres bolas gigantescas de fuego contra la ciudad, les ruego que se protejan. #ShaitánLuceroEstrellaCoach». Lanzó el mensaje al mundo, dejó el celular en el velador. Se despojó de la ropa orinada. En pelotas sacó el edredón, las cobijas y sábanas, y las llevó al cesto de la ropa sucia. Se metió a la ducha. Los muslos empezaron a arderle y se percató de que se había escaldado por quedarse cuatro horas meado en la cama. Salió a los diez minutos muy preocupado, todavía con jabón en partes de su cuerpo de piernas cortas y tronco rectangular. Envuelto en una toalla blanca que con borrosas letras azules decía: «Hotel La Herradura, Bahía de CaráquezManabí», se sentó al filo de la cama con el teléfono en la mano y las pantorrillas todavía mojadas y los pies sobre la alfombra marrón que alguna vez fue anaranjada. Esperó el efecto de su tuit, con la columna vertebral tiesa de espanto. Miró el teléfono y no recibía notificaciones. Y así estuvo, ignorado nuevamente, incluso en la mitad del armagedón, hasta que a los cinco minutos de haber salido de la ducha su tuit se reprodujo como la envidia de los fracasados. Cientos de notificaciones inundaron su pequeña cuenta que siempre tuvo pocos followers, pese a que entró a tuiter en el 2009 y se mataba comentando, poniendo likes y retuiteando a los famosos que jamás les correspondieron ninguna de sus deferencias, ni cuando se involucraba de metiche a defender cualquier causa conservadora con tal de ganar algún seguidor. Empezó a leer las respuestas con el corazón lleno de ilusión y sensaciones de trascendencia. Y recibió una original ráfaga de insultos y amenazas espectaculares, grandilocuentes y muy emotivas en al menos quinientos tuits. Era obvio que él no deseaba esa

injusta y horrenda desgracia que pesaba fatal sobre Guayaquil, y posiblemente pudo haber redactado su tuit con más cuidado. Se sintió muy ofendido con todo lo que le escribieron los furiosos residentes del Puerto Principal y del resto de la República. Y culpó del odio que recibía a la insensatez y a la injusticia cósmica que le había colocado en una situación jamás pedida. Ansioso buscó un chocolate que había dejado horas antes en el velador y se lo devoró en cuatro trozos. El chocolate hizo su efecto y se consoló levemente reconociendo que, si ni las buenas noticias son bien recibidas en el Ecuador, qué cosa se puede escribir para anunciar una tragedia como esta. Sumergido en sus reflexiones Shaitán se sentía confundido y hasta culpable de saber lo que sabía. Soñó en el Cotopaxi moviéndose y esa pesadilla se había cumplido. Ahora había visto a Guayaquil arder atacada por el mismo volcán, entonces era más que obvio que ese horror estaba por ocurrir. Shaitán se retorcía de la angustia y de la responsabilidad, y ansiaba entender el motivo por el cual había sido elegido para conocer sobre ese apocalipsis que el resto de mortales ignoraba. Sentado en el filo de su cama volvió a sentirse importante y cogió el celular decidido a devolver los insultos de uno en uno a todos sus quinientos detractores. Sin embargo, su furia se convirtió en un pánico más frío que paseo al Antisana, cuando leyó el último tuit que le habían enviado desde la cuenta oficial de la Presidencia de la República: «Ven te meo #InsectoHijuepucta».

Rafael Lugo Naranjo (Quito 1972) Escritor y columnista, autor del libro de relatos Abraza la oscuridad (2007), Al dente (2010, Dinediciones), Las 50 sombras del buey (2014, Dinediciones) y la trilogía de novelas conformada por Veinte (2008, Alfaguara), 7 (2012, El Broli) y 207 (2017, Universidad San Francisco de Quito). Varios de sus artículos se encuentran en su página web www.rafaellugo.com. En septiembre de 2011 viajó como autor invitado a la Fiesta del Libro y la Cultura de la ciudad de Medellín. En noviembre de 2012 fue escritor invitado a la Feria Internacional del Libro de Santiago de Chile. En 2017, su obra 207 obtuvo la Mención de Honor del premio Joaquín Gallegos Lara a la mejor novela publicada ese año.

(Tomado de: http://tripamistic.com/)

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Pedro Calvo-Sotelo

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* Publicado en la versión digital de Revista de Libros, en enero de 2019.

n el verano de 1999, tuve ocasión de comentarle a Camilo José Cela mi inminente incorporación a la Embajada de España en el Ecuador como ministro consejero. Se alegró y me dijo: «Quito es una ciudad de Extremadura que no está en Extremadura». Esa es una de las impresiones que le dejó después de haberla visitado a sus 37 años, en 1953. Visita sobre la que quiero escribir un día la crónica detallada, pues durante mi larga y feliz estancia ecuatoriana recabé infinidad de datos y testimonios al respecto. Pero ahora, desde esa fecha de 1999, pido al lector que demos un salto atrás de diez años. Este es el relato de lo que aconteció en Estocolmo en torno a la concesión del Nobel a Camilo José Cela. Tuve la suerte de vivirlo como consejero cultural de la Embajada de España en la capital sueca y por ello lo cuento en primera persona. Lo vivido arranca el día jueves 19 de octubre de 1989. No por la tarde, cuando el mundo supo el dictamen de la Academia Sueca por


geografías boca de su secretario permanente, el catedrático y lingüista Sture Allén, sino unas horas antes, pronto por la mañana, cuando un compatriota residente en Estocolmo, Ernesto Dethorey, me llamó al despacho para adelantarme ese fallo, con la reserva de no hacerlo público. Dethorey, de 88 años, vivía en Suecia desde los años veinte, cuando fue corresponsal de varios diarios españoles y luego jefe de prensa en la propia embajada de España durante la República. Mantenía gran amistad con el académico y traductor de Cela, Knut Ahnlund, al que Cela bautizó como don Canuto, y era hombre notable en la difusión de las letras españolas en Suecia. Nada más colgar el teléfono, me acerqué a comunicarle la primicia al embajador, José Manuel Allendesalazar. En sus manos quedó dar cuenta inmediata a nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores. Y encarar lo que se nos venía encima. Quiso la casualidad que sobre el mediodía me telefoneara desde Madrid mi padre, Leopoldo Calvo-Sotelo, en llamada meramente familiar. Le conté lo ocurrido, pidiéndole también reserva, que a su vez guardó solo por lo que hace a los medios, pues llamó acto seguido a Camilo José Cela, a quien conocía de antiguo. No tuvo que pedirle reserva, sino fe y unas horas de paciencia: bien sabía el escritor que se jugaba la corona más preciada de la literatura mundial. El propio Cela me refirió luego que descolgó el auricular de uno de esos teléfonos fijos que se encastraban altos en un pasillo de las casas. Y que, según escuchaba la voz de mi padre, puso espalda con pared y se deslizó, desmadejándose, hasta dar con las posaderas en el suelo. No recuerdo si la palabra que usó fue posaderas. Sí recuerdo que, según me dijo, abrió entonces un cuaderno para apuntar todo lo que iba sucediendo. Lo hojeé 22 años más tarde, en la Fundación de Iria Flavia, que atesora un

legado inmenso e impagable. Luego volveremos al cuaderno. Se cerraba así una historia, la de Cela y el Nobel, iniciada formalmente en 1964, cuando Daniel Poyán Díaz, profesor de español en la universidad de Lausana, escribe a la Academia sueca proponiendo el nombre de Cela, que tenía entonces 48 años. A dicha Academia llegaron cartas, ese mismo año de 1964, en favor de escritores como Borges, Miguel Ángel Asturias, Rómulo Gallegos, Menéndez Pidal, Neruda, Pemán, Josep Carner y Ramón J. Sender, por ceñirnos al ámbito hispánico. Conocer las interioridades de esta historia requiere investigar en los archivos de las citadas Academia y Fundación Nobel, que solo los abren cuando el documento cumple cincuenta años, pues todo el procedimiento y las deliberaciones están sujetos a ese plazo de secreto. Ello significa que hasta 2039 no tendremos el panorama completo. Contamos, eso sí, con el ingente archivo de Cela, que se custodia en Iria Flavia. Gracias a la suma de todos ellos, se recortará entonces el perfil exacto de quienes colaboraron para tal fin, soñado por Cela desde que tenía diez o doce años. Pero es seguro que destacarán el de los académicos suecos Artur Lundkvist y Knut Ahnlund y el de los españoles residentes en Suecia, Francisco Uriz y Ernesto Dethorey, unidos los cuatro por dos mismos saberes: el dominio del sueco y del español, la condición de traductores. Descollando la figura del poeta Lundkvist, introductor en Suecia durante décadas de las literaturas hispánicas, clave a la hora de promover las previas candidaturas ganadoras al Nobel de Neruda, Aleixandre y García Márquez. Pero al escritor que aspira al Nobel no le basta con su obra, debe también cuidar su exposición pública. El año anterior, 1988, la

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embajada preparaba un acto de homenaje a Lundkvist por su ochenta cumpleaños y sugirió a Cela que se sumara. Yo creo que por intuir que no era prudente hacerse ver en Suecia cuando maduraba la probabilidad del Nobel, declinó viajar y propuso que se invitara a Pere Gimferrer, primer editor de la poesía de Lundkvist en España. Cabe recordar que el veterano corresponsal de El País en Estocolmo, Ricardo Moreno, en su crónica publicada el 19 de octubre, cerrada por lo tanto la víspera del fallo, apuntaba como candidatos hispanos los nombres de Cela, Paz

y Fuentes. ¿Desde cuándo sonaba el nombre de Cela? El antecedente de más valor se remonta a 1973. En una entrevista que publicó el periódico quincenal aragonés Andalán, el mismo Lundkvist, de viaje por España, declaraba: «Aleixandre o Cela serían candidatos con posiblilidades más reales». Dos de dos. Quizá pocos prestaron entonces oídos a tan autorizado vaticinio. Ahora, en 1989, Cela tiene 73 años. Ha conciliado dos vidas plenas: una, al aire libre, vagabundo que huroneaba toda realidad a un lado y otro del camino, «viajero a lo que salte»; otra, sentado a una mesa, fraguando en el yunque de la disciplina su extraordinaria obra de escritor y promotor de otras empresas culturales y editoriales. Bien podría decir hoy que ambas han obtenido el reconocimiento supremo: el favor popular por su vida; el premio nacional y mundial a su obra. Bien podría recordar lo que escribió en sus memorias tituladas La Rosa: «Nuestro joven se siente poderoso y duro como el pedernal. El débil que se quede en el camino no puede entorpecer la marcha de los demás hombres. La voluntad es la herramienta del éxito e ingrediente de mayor importancia que la inteligencia […]. La timidez no existe y si existe se puede sujetar. No debemos apiadarnos de nada ni de nadie. La caridad es una rémora. La humildad, otra. El amor, un desequilibrio del sistema nervioso». Del 19 de octubre al 5 de diciembre en que aterrizó Cela en Estocolmo, los preparativos de la ceremonia absorbieron el día a día de la Embajada. Nuestros interlocutores, por parte sueca, eran una institución privada, a saber, la Fundación Nobel, y el Ministerio de Asuntos Exteriores, llamado en sueco Utrikesdepartementet. El entramado Nobel es muy curioso: la Fundación se constituye a la muerte de Alfred Nobel para


cumplir con su testamento. Pero no tiene competencia en la atribución de los premios, que corresponde a instituciones independientes, por designio del propio inventor de la dinamita. Ya hemos visto que la responsable del de Literatura es la Academia Sueca de la Lengua: otorga y comunica su dictamen al agraciado, da un paso atrás y cede el testigo a la Fundación. En verdad, los académicos desempeñan labores análogas a las de sus colegas de la Real Academia Española: limpiar, fijar y dar esplendor, en su caso, a la lengua sueca. Ser además jurados del Premio, desde hace un siglo, vino a perturbar su sosegado manejo de papeletas filológicas, pero les dio fama mundial. El Ministerio de Exteriores, por su parte, gestiona, porque así se lo solicita la Fundación, las relaciones con el cuerpo diplomático. En especial, con las embajadas de las que son nacionales los galardonados. Es más, dicho Ministerio designa a uno de sus diplomáticos como enlace del premiado, al que acompaña durante su estancia en Suecia. Claro es que por su parte la Embajada sueca en Madrid, a cuyo frente estaba el embajador Ulf Hjertonsson, trasmitía a Cela los pormenores de la llamada ‘semana Nobel’, que discurre cada año entorno al 10 de diciembre. A la espera de dicha semana, tres fueron las tareas primordiales de nuestra Embajada: gestionar la acreditación de las distintas delegaciones que vendrían de España, conocer en detalle el programa oficial, tanto el común a todos los laureados como el propio del de Literatura, y encajar un tercer programa independiente para Cela, atendiendo a sus deseos y a los compromisos que la Embajada juzgaba imprescindibles. Hasta Estocolmo llegaba el fragor de los debates en España en torno a la composición de las

El entramado Nobel es muy curioso: la Fundación se constituye a la muerte de Alfred Nobel para cumplir con su testamento. Pero no tiene competencia en la atribución de los premios, que corresponde a instituciones independientes, por designio del propio inventor de la dinamita.

distintas delegaciones. Empezando por la familiar del propio Cela. Durante tiempo, no supimos si le acompañaría su mujer, Rosario Conde, o quien era ya entonces su compañera, Marina Castaño. Tan persistente fue la polémica que de la Fundación Nobel nos dijeron: «Todas las opciones son posibles, todas. Hemos premiado a algún musulmán casado con varias esposas. Debe elegir cuál se sienta a su lado; las siguientes, pasan a la fila de atrás». Había en el comentario su punto de lección liberal, bajo un cielo nórdico y protestante, ante un revuelo en el que veían encarnadas —bajo el violento sol meridional— la pasión y las tradiciones católicas. Tampoco fue serena la composición de la delegación oficial. Cela había ido apuntando en su libreta las llamadas de felicitación y en su memoria de años los fallos del Premio Cervantes, atribuyendo al Gobierno socialista lo que él pensaba que era un veto recurrente a su candidatura. Por eso, cuando le llamó Semprún —«como Ministro de Cultura, quiero ser el primero en comunicártelo»— Cela replicó: «Muchas gracias, pero eres el duodécimo», diálogo que el propio

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Cela había ido apuntando en su libreta las llamadas de felicitación y en su memoria de años los fallos del Premio Cervantes, atribuyendo al Gobierno socialista lo que él pensaba que era un veto recurrente a su candidatura.

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Cela hizo público. Acabó hablando de declaración de guerra. El hecho es que quien encabezó la delegación oficial del gobierno fue el Ministro de Asuntos Exteriores, Francisco Fernández-Ordóñez. Por parte de la Casa Real asistió la Infanta Cristina, con claro fundamento, siendo la ceremonia de entrega de los Nobel un acto presidido por los Reyes de Suecia, con asistencia de los príncipes Bertil y Lilian. Pocos meses antes, había saludado yo al ya anciano matrimonio de los duques de Halland cuando acudieron a una misa por el alma de Alfonso de Borbón y Dampierre, muerto trágicamente, con quien los príncipes suecos tuvieron mucho trato en los años setenta, época en que el primo de don Juan Carlos fue embajador en Estocolmo y en que se casó con Carmen MartínezBordiú, nieta de Francisco Franco. En la capital sueca, el grupo más nutrido fue el de la prensa y el de allegados y amigos del Nobel. Una lista que crecía a ojos vistas. El Utrikesdepartementet nos advertía que «no se puede acomodar a todos en los actos» y le inquietaba que viniera más gente aún de la que comunicaba su llegada. El embajador Allendesalazar lidiaba con presencia de ánimo estos vaivenes. A mí me convocó un día el barón Stig Ramel, su director, a la sede de la Fundación Nobel. Entré en una sala amplia y la escena me recordó esa otra de las películas bélicas cuando, de pie y con las manos a la espalda, se inclina el Alto Mando para observar —sobre una mesa— la miniatura del teatro de operaciones, con la disposición de las fuerzas propias y enemigas sobre el terreno. El director ejecutivo de la Fundación, rodeado de sus ayudantes, entre otras Bigitta Lemmel, que hablaba un magnífico español, estudiaba en este caso la disposición de las mesas para el famoso banquete Nobel que sigue

a la ceremonia de entrega de los galardones. Un banquete al que asisten unas mil doscientas personas. El despliegue de etiquetas con nombres era ingente. Nos acercamos a la parte española: la infanta Cristina se sentaría a la derecha del Rey Gustavo, Cela a la derecha de la Reina Silvia. Más allá, el Ministro Fernández-Ordóñez con su mujer, los académicos Manuel Alvar y Joaquín Calvo-Sotelo, Marina Castaño, etc. El barón Ramel quería contrastar conmigo el acierto de ese protocolo y —este escrúpulo es muy sueco— la correcta grafía de los nombres. No había ninguna errata. Quería también dejar claro que daba por cerrada la lista de invitados al banquete, parando así las presiones serpenteantes. Por último, me hizo ver que a los nombres en los carteles que se dispondrían en las mesas no antecedería tratamiento ninguno, principio igualitario también muy escandinavo: «Con dos excepciones. Su Alteza Real doña Cristina y, en el caso de tu padre —tercer rasgo sueco este del tuteo sin excepción— el tratamiento de ‘don’, por consideración a un ex Presidente». Y, en efecto, allí estaba el señero «don Leopoldo Calvo-Sotelo». Es notable el prestigio del ‘don’ en el extranjero, casi como si fuera privilegio de un grande de España, en vez de tratamiento al que tiene derecho todo bachiller. Un prestigio tan viejo y que aguanta fuera tanto como el desprestigio de la leyenda negra. Callé la inoportuna precisión, pero sí repliqué: «Los académicos de la Española son Excelentísimos señores, al igual que el Ministro». Pero no cedió: ni los ministros ni los académicos suecos tenían tratamiento. «En fin, tú también estás invitado al banquete», concluyó. De manera que Allendesalazar, con buen criterio, decidió organizar una gran recepción en la residencia de la Embajada para que aquel to-


tum revolutum de gentes que vendrían de España y no podrían acceder a los actos clave saludaran al escritor. Pero vayamos al relato sucinto de los diez días que pasó Cela en Suecia, con un breve pero angustioso flashback: la misma mañana con que se abre esta historia, una hora larga después de su primera llamada, volvió a telefonearme Ernesto Dethorey, nervioso: «Me llegan noticias confusas de que Rafael Alberti, al ser preguntado por la posibilidad de que Cela ganara hoy el Nobel, anda diciendo que sería una vergüenza que se le otorgara a un censor franquista. Son declaraciones muy perturbadoras que pueden empañarlo todo». Volví nuevamente al despacho del embajador para darle cuenta de esta llamada. A la una, Sture Allén, secretario permanente de la Academia, comunicó el dictamen definitivo: Camilo José Cela, premio Nobel de Literatura «por una prosa rica e intensa, que con refrenada compasión configura una visión provocadora del desamparado ser humano». Cela aterrizó en Estocolmo el martes 5 de diciembre y regresó a España el jueves 14. Le acompañaba Marina Castaño y la pequeña hija de esta, Laura, a la que, por petición de su madre, busqué una canguro en la perspectiva de días tan ajetreados. Cumplió Cela con tres programas, como hemos dicho. El común a todos los premiados que, tras reuniones y ensayos varios, culmina en la vistosa ceremonia de entrega de los Premios en la Casa de Conciertos de Estocolmo, seguida del banquete Nobel en el Ayuntamiento, a orillas del lago Malar (en una fecha invariable, el 10 de diciembre). Por lo que respecta a Cela recibió el galardón de manos del monarca sueco una vez que la orquesta filarmónica de Estocolmo hubiera interpretado a Manuel de Falla (‘Los vecinos’ de

…«la literatura, aventurada e irreversiblemente, es mi vida y mi muerte y sufrimiento, mi vocación y mi servidumbre, mi ansia mantenida y mi benemérito consuelo». El sombrero de tres picos) y tras el elogio en boca del académico Knut Ahlund. Ya en la cena, Cela, sentado en efecto a la derecha de la reina Silvia, pronunció un brindis donde dijo entrever que el propósito de la Academia «más era premiar un oficio que una persona», proclamando que «la literatura, aventurada e irreversiblemente, es mi vida y mi muerte y sufrimiento, mi vocación y mi servidumbre, mi ansia mantenida y mi benemérito consuelo». Al día siguiente, acudió con los demás premiados a una cena en el Palacio Real y celebraron luego muy de mañana el día de Santa Lucía, según se relatará más abajo. Cada Nobel desarrolla en paralelo otro programa específico organizado por la Fundación. El galardonado con el de Literatura pronuncia un discurso en la sede de la Academia y cena con todos sus colegas suecos; debo decir que esa intervención de Cela, bajo el título prometedor de ‘Elogio de la fábula’, con excepción de sus primeros párrafos donde evoca a Baroja, fue de un academicismo impostado y aburrido. Fue más vivo el posterior turno de preguntas. Se desplaza también el Nobel a Upsala para visitar una preciosa biblioteca, la Carolina Rediviva, donde a todo invitado, más si es español, se le muestra una de sus joyas, el famoso Cancionero de Upsala. Esta vez, se inauguró una exposición de libros de Cela.

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La víspera de su regreso a España, en La bodega de la Ópera, concluida una cena en petit comité, el Premio Nobel me dedicó un ejemplar de La colmena. No lo encuentro en mi biblioteca itinerante, pero creo recordar que escribió algo parecido al título de este texto: a Pedro Calvo-Sotelo, que fue mi escudero durante el Nobel.

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El embajador Allendesalazar elaboró otro programa, que podríamos llamar ‘oficial español’. Ofreció, junto a Úrsula, su mujer, una recepción en la residencia de la Embajada, situada en un histórico palacete de la isla del Real Jardín de las Fieras (Kungliga Djurgården), al que acudieron unas quinientas personas. Fue la gran ocasión para que la mucha gente que se desplazó desde España pudiera felicitar al Nobel. También colaboramos en la Embajada al buen fin de tres actividades más. Dos tenían el propósito de respaldar la enseñanza del español en Suecia, por lo que Cela visitó el centro escolar español de la capital y el departamento de lenguas románicas de la Universidad de Estocolmo, donde dio una charla. Por último, la Federación de Asociaciones de Españoles en Suecia (FAES) quiso homenajear a Cela en un local muy significado, el Club de los Cronopios. Muy significado, pues lo fundó en 1967 el ya citado traductor Francisco Uriz a instancias del Partido Comunista Español en el que militaba, con el propósito de reunir a emigrantes españoles e hispanoamericanos, sin que fueran

ajenos los fines proselitistas. Club que también rindió homenaje en su día al Nobel Neruda, que recibió un cronopio rojo, y Club que siempre añoró haber podido agasajar in situ a Julio Cortázar, creador de dichos personajes. Pudo así Cela reencontrarse con el citado Francisco Uriz y su mujer Marina Torres, a los que trataba de antiguo. Durante todos estos días, en Estocolmo leíamos con simpatía las declaraciones a la prensa de Rosario Conde, en las que manifestaba haber tenido —legítimamente— la ilusión de ir a Estocolmo a recoger el premio, tras haber sido la sombra de Cela durante 44 años de matrimonio. Su hijo único, Cela Conde, sí acudió. Hombre poliédrico, como él mismo se definía, presentó Cela en Estocolmo varias de sus facetas: El Cela puntualísimo y respetuoso de normas y protocolo, que cumplió con humildad y exactitud el programa oficial de los premiados, acudió diligente a los ensayos —así el único Nobel de traje y corbata— organizados por la Fundación, repitiendo varias veces el simulacro de la entrega del premio de manos del Rey. Y aceptando en la ceremonia verdadera, también casi el único, retirarse sin darle la espalda. Desafinó deliberada y levemente del protocolo al llevar con el frac la pajarita negra, privilegio por otra parte de los académicos de la Española. Apreciamos al Cela agradecido con los académicos suecos que le votaron —aunque el voto es secreto— y persuadieron a los demás en el mismo sentido, como los citados don Canuto y Lundkvist, a quien visitó, por estar ya muy enfermo, en su casa. También Cela mostró su cara más popular, la del Cela provocador, jocundo y venéreo. Al día siguiente de su llegada, me acerqué con Linda Steneberg al Grand Ho-


tel donde se alojan los premiados, al pie del mar Báltico, para repasar los densos programas inmediatos. En su amplia suite, sentado en un canapé con Marina Castaño, escuchaba el Nobel cómo la diplomática sueca le exponía el programa oficial: «Y el día 13, señor Cela, por Santa Lucía, es costumbre que un coro de hermosas muchachas suecas, con una corona de velas encendidas en la cabeza, vestidas con túnicas blancas, entren en las habitaciones de los galardonados cantado el Santa Lucía, muy pronto, a las siete y media de la mañana». Pregunta Cela: «¿A qué hora dice usted?». «Pues muy pronto, lo siento, sobre las siete y media». Entonces Cela, como un rayo, dándole un codazo a la interfecta, le dice: «¿A las siete y media?; esa noche, Marina, no te olvides, duermes con camisón». Otro día, al recibir el muñeco de los Cronopios —una especie de

rana de trapo— izó entre las ancas su dedo corazón, en escena priápica que fotografió entre risas la prensa. Vimos también al Cela que mantuvo encendida la antorcha de la gratitud hacia sus mayores desde que fuera escritor novel, al honrar la memoria de «mi viejo amigo y maestro Pío Baroja» en la primera línea de su discurso del Nobel ante la Academia Sueca. Una memoria antigua. Cuando en 1942 La familia de Pascual Duarte hizo escritor famoso a un joven de 26 años, vivían entonces, en España o en el exilio, de la generación del 98, Baroja, Azorín y Manuel Machado; y casi en pleno, la generación del 14 y del 27, de las que saldrían dos Nobel antes que Cela. La víspera de su regreso a España, en La bodega de la Ópera, concluida una cena en petit comité, el Premio Nobel me dedicó un ejemplar de La colmena. No lo en-

cuentro en mi biblioteca itinerante, pero creo recordar que escribió algo parecido al título de este texto: a Pedro Calvo-Sotelo, que fue mi escudero durante el Nobel. Dos lustros después, investigando yo en su Fundación de Iria Flavia, pedí ver el famoso cuaderno abierto por Cela en la fecha del 19 de octubre con que se abre este relato. Encabeza la hoja el nombre de Paco Uriz, al que sigue el de mi padre, y muchos otros. La escritura es al menos de dos manos diferentes. Empieza Cela y luego otra mano. Termino cerrando ese cuaderno y abriendo otra historia. Al año del Nobel a Cela, la Academia premió a Octavio Paz. Recibí entonces tres llamadas, una, mexicana, dos, suecas. Gracias a ellas, tuve el privilegio de colaborar en la semana Nobel en torno al gran escritor mexicano. Pero, eso, en efecto, es otra historia.

Pedro Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín (Madrid, 1960) Es licenciado en Filología Clásica por la Universidad Complutense de Madrid y pertenece a la carrera diplomática desde 1987. En el exterior, ha servido en las Embajadas de España en Estocolmo, París, Quito (1999-2002), El Cairo y, como embajador de España, en Praga. Orden Nacional al Mérito del Ecuador, Condecoración al Mérito Cultural de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE), Insignia de la Hermandad Iberoamericana del Instituto de Cultura Hispánica de Quito, profesor emérito de la Universidad Tecnológica Equinoccial, fue miembro del Casal Catalá de Quito y de la Sociedad Española de Beneficencia de Guayaquil. Ha escrito en medios españoles (Revista de Occidente, Revista de Libros, ABC, El País) y extranjeros (Lidové noviny, El Espectador, CCE). Ha dirigido o coordinado varias obras, como Ecuador-España: historia y perspectiva. Estudios (2001, con María Elena Porras); Madrid en el mundo; Crónica de la llave de oro de la villa de Madrid; Leopoldo Calvo-Sotelo, un retrato intelectual; El español en la República Checa. Ha prologado varios libros, entre otros, la novela Los ahijados del Presidente, de Pablo Córdova Cordero. Ha pronunciado conferencias en universidades españolas y extranjeras. 69


Sebastián Oña Álava

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S

eguía la negrura, pero para algunos ojos ya todo estaba claro. Los pájaros no cantaban todavía, pero los que tenían el oído instruido y alerta podían percibir cómo los últimos mamíferos se alejaban a donde sea que fueran a pasar el día siguiente. Siempre se escucha algo. A esa hora todavía se podía sentir algo fresco que volvía de la tierra tras las últimas lluvias. De un momento a otro fue el silencio en aquello, donde nunca hay silencio; después, lianas y ramas se movieron sin viento; después, desaparecieron.

*

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Llegaron temprano, después de recelarse, uno más que otro, todo el viaje. No era muy parlanchín el nuevo chofer. Tal vez se cree más serio por llevar a los de política, bromeó para sí. Cruzaron dos o tres palabras. Después de una hora, cuando por fin salían de la ciudad, el Johnny se durmió y se despertó muchísimo después, a mitad de camino, sólo para dormirse y despertarse después en el calor de la

selva. Llegaron y se separaron. El Johnny se fue para hablar con los dueños de la ciudad, el otro se fue a comer y a dormitar un rato puteando al ventilador en la penumbra del cuarto de hotel. Después de acechar a quienes conocía y podía, que lo evitaron como antes nunca lo habían hecho, el Johnny se fue amargado a su chongo preferido. Hizo que dos putas, con distancia de media hora, le mamaran la verga y se puso a chupar cervezas escuchando la música de la rocola. Ya en la tarde, sin llegar a estar muy borracho, se fue con los milicos y visitó el lugar de los hechos y ahí estaban, en un hueco en plena selva: las piernas cercenadas (arrancadas por las bombas como patas de pollo, como escribiría después) y los dedos y pellejos quemados y pedazos de mandíbulas con dientes y plástico, mucho plástico, derretido y pegado a todo. Qué hijueputas que han sido las bombas, no ve, se dijo, y eso le contó después a un cabo de la policía vecino de casa, que le dijo a su vez: les hicieron verga. Cuando ya se iba, vio llorar a una mujer. En cuclillas veía los rastros y reconocía, quizá, entre tanto fragmento, algo amado. Él vio únicamente su falda


narrativa

subida, y su entrepierna desnuda; los muslos carnosos; los labios mayores vaginales emerger de entre el abundante vello. Se excitó. Al día siguiente, mediando la tarde, desde la alcaldía mandó un mail con su nota y después se fue a hacer tiempo hasta que llegue el Lucho, el fotógrafo, que se había atrasado en la capital por algún asunto familiar, y que iba a volver con otros redactores de política y con los milicos a tomar fotos al hueco. Voy a aprovechar el crepúsculo, le dijo el Lucho, sonriente, de buen humor. Se tentó a volver con ellos, pensando en las bromas que iban a surgir, pero prefirió quedarse a beber. Así que volvió al burdel y ahí la vio, porque antes no la había visto aunque ella había estado ahí; a la Jenny, una oriental bonita que tenía algo de colombiana y que la había mandado a Lago Agrio la mamá desde Tarapoa para que haga unos billetitos. Había llegado dejando un

rastro de migas para volver pero la selva se había tragado el rastro y ahí estaba, después de algunos meses, posando las tetitas de perra sobre el pecho desnudo y flaco, con las patas flacas y llenas de ácaros y una tanguita inútil de lo pobre y rotosa que ocultaba a medias una vagina aún púber. Y como el hombre es hombre y la mujer es mujer, Johnny se enamoró mientras se la culeaba y ella le correspondió y el asunto fue: cómo sacarla sin peros ni dinero del prostíbulo y llevarla hasta su cuartito en el sur, en el corazón del surich, en lo que había dejado de llamarse La Ferroviaria para devenir en El Camal, es decir, el matadero llano. Y lo que pensó desde ese momento, porque creía saber con quién (con qué fuerzas) se metía, fue: cómo llevármela, cómo hacer un acto de magia de tal envergadura. Es decir, como meterte en una línea de cocaína y pedir que no te aspiren.

*

—Y...
 —Qué.
 —Qué más.
 —Plumas.
 —¿Plumas?
 —Sí, de gallina. Y plástico. Mira.
 —¿Qué?
 —Coge.
 —¿Qué es? ¿Pluma derretida?
 —Y plástico.
 —¡Ah!
 —Un condón, papá...
 —¡Chucha!
 —Se dedicaban a culear parece.
 —Así.
 —Sí.
 —Culeando se murieron.
 —Puta, bueno: por lo menos.
 —Ajá.
 —Y muchos mutilados.
 —A los que les cayó la bomba encima; el resto esperó que los rematen con balas, a lo baratito nomás.

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Al día siguiente, mediando la tarde, desde la alcaldía mandó un mail con su nota y después se fue a hacer tiempo hasta que llegue el Lucho, el fotógrafo, que se había atrasado en la capital por algún asunto familiar, y que iba a volver con otros redactores de política y con los milicos a tomar fotos al hueco.

—Qué, era un campamento.
 —Unos cuchos nomás, chongos parecían más que nada... hecho verga eso sí, puta: estaba todo pero hecho verga. —Y vuelves. —Hay que ver: si se pone arrecho, no paramos en rato. Me voy de cabeza. —Has venido feliz, ignorante. —Un poco, un poco —y era allí cuando se mesaba las pocas barbas crecidas de forma disparatada. Maquinaba ya su sueño. El Medina lo veía oblicuo, como correspondía. —Qué más. —Vinchas, pintalabios (hechos verga), fusiles, machetes y «el plástico negro que una vez les protegió de la lluvia y ahora les servía de mortaja». —Mucha labia.
 —Eso es para un cuento, ignorante.
 —¿De esto?
 —No.
 —¿Qué, andas escribiendo cuentos?
 —No, puro vacile nomás.
 —Fulero... Acá me quedo, Gordo.
 El Gordo pegó el frenazo. Se detuvieron frente a las oficinas del diario. El Medina se bajó.
 —Qué pasa Gordito. Te botó tu señora otra vez. El Gordo lo miró tranquilo a través del espejo retrovisor. Me mamas, ignorante, le soltó, y estalló con su pantagruélica risa donde la papada se mecía como artilugio de mesmerista. Arrancó el vehículo y el Johnny y el Gordo se fueron.

*

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Ya para entonces, al Johnny se le había metido en la cabeza, en serio, eso de raptarse a la Jenny. Lo que no calculó del todo, pero cómo preverlo, era lo poco que le iban a durar los viajes al Putumayo, ya que

los gobiernos implicados decidieron no darse bala y comenzaron un tira y afloja de pura labia. O sea que sobre eso de la Soberanía... silencio. Por otro lado, tendría que escribir y reinventar por meses, palabras justas para no dejar dormir del todo el asunto, hasta que algo más allá de lo entendible —por él— lo dispusiera. Por suerte ya venía escribiéndole mensajitos casi a diario, a fin de que no lo olvide, al celular que ella ocultaba de toda mirada. Claro que ella nunca lo olvidaría, pero él, cómo podría saberlo. Así, simple, concibió su estrategia: necesitaba tiempo para juntar billete y confianza.

* Leyó el nombre del río en primera plana y como el capitán no supo cuál era, ni encontró las coordenadas en el mapa, ordenó al coronel y otros oficiales que buscaran o mandaran a buscar el río, el nombre, con detenimiento, en las cartografías del archivo de la biblioteca del Instituto Geográfico Militar. Si no encontraban dato alguno, con el mismo fervor, que fueran y preguntaran a los que vivían en la zona y que si no sabían de qué agua hablaban, si finalmente no lo encontraban al esquivo río, eligieran un arroyo y lo bautizaran —con sangre de perro mediante— con el nombre de Leteo (Leteo Zambrano, para ellos, por él, su descubridor), y le amontonaran ramas, granadas, un parco uniforme y tomaran unas fotos. Y después pero enseguida le pasaran un informe. ¿Sería el capitán Zambrano, Cratilo?, se preguntaba el Osorio.

*


Estaba pensando en un piojo, uno sólo, que lo acompañaba y que de vez en cuando, nunca en exceso, le chupaba la sangre para seguir. Apoyando los codos sobre la mesa, con la computadora y la lámpara apagadas, con una taza sucia de café al frente, las manos formando un cuenco donde descansaba la barbilla y los ojos perdidos hacia el techo, deambulando de mancha en mancha, volvía a rascarse llevando la nuca hacia el cuello de la camisa, aliviando un escozor imaginario. Tras su nuca, los vidrios estaban cubiertos con periódicos que ocultaban, casi en su totalidad, desde afuera, las actividades interiores. A esa hora, raramente el ambiente estaba oscuro. Sin embargo, el cielo, negro absoluto, anunciaba una tormenta total en la ciudad. Esa semioscuridad y su pensamiento — agazapado y tratando de llevar sus miembros hacia sí sin cambiar de posición— lo hicieron pensar en agarrar y largarse a su casa para meterse entre las cobijas, abrigarse y dormir. Era uno de los pocos en el piso, pero a través de su silencio le llegaban con sonidos secos los golpes en el teclado de alguien, quizá un pasante, esmerado en su redacción. Mierda, pensó, qué desubicado este pendejo, tirando deliberadamente las manos sobre la nuca y estirando las piernas sobre el escritorio.

* Entonces están ahí, en el cuarto, en la parte Alta de la Ferroviaria (hay que partir aguas, claro, no vaya ser que). Él y ella: no sabían lo sabroso que ha sido estar dale que dale, mete y saca, y lamidas todo el día, todos los días que duran, horas digamos, estar ahí el uno para el otro, ninguno virgen, de más decirlo (y ella todo el día dale que dale

sí, pero más por obligación que por goce, ¿no?). Y no saber de dónde hay tanto cuerpo y resistencia, calentura a chorros obvio que sí, si uno viviera sólo de las arrecheras, qué rico. Johnny: no ir o disfrazar el trabajo de él —ella ya no, nunca más. Él: estar dos veces en dos partes (omnipotencia divina; si diosito quiere: tres). Y así, eso que se pasan diciendo amorcito esto y aquello, de aquí para allá y además ella, no se sabe de dónde, hacendosita y cocinera, que si todo fuera así siempre, carajo: ¡qué lindo el amor!

* Una suerte de luz guía, una mortecina estrella azulada moribunda, lo acompaña en su caminata. No cree en augurios; de creer en ellos, este no parece bueno, para nada. No es precisamente miedo lo que siente; miedo sí, pero no ese que paraliza y hace que los débiles de corazón palmen ante algo así. Es decir, si le saltan cuatro por atrás y lo amenazan con torturarlo, cortarle la verga y metérsela por el culo, sabe que no va a llorar, menos aún va a mearse. Es el miedo del guerrero, se va diciendo, el que entra en la jaula y sabe que puede ser que no salga; el del quirófano, se dice en lo más íntimo, tratando de percibir algo más apegado a su vida: el del impulso, la decisión: el del tipo que sabe que cuando nació ya estaba exclusivamente esperando eso; más que confort le da una tristeza horrible, saberse tan nimio entre tanta evidencia de tormenta.

* Entonces entro yo, Sebastián Belmonte, alias ‘Belmont’, alias ‘el memo’, alias ‘príncipe feliz’, etc., a investigar quién mató a este longo feo perro de lavandera en esa ciudad que no le debe muertes a nadie o mejor dicho que no le paga muertes a nadie o mejor dicho que se traga más que ninguna a la puta ley humana. Bueno, en este caso yo soy la ley. A todo perro le llega su día; siempre hay un día que el sol le ilumina el trasero a un perro; etc. Yo soy el sol para este mamón. Yo soy como se dice la gran pinga, la gran verga en este asunto. Soy, lo digo de una vez, el cazador.

Sebastián Oña Álava (Quito, 1981) Es escritor e investigador literario. Estudió cine y literatura en su ciudad natal y en Buenos Aires, Argentina. Es doctorando de la Universidad de Buenos Aires. Chop suey (Editorial Turbina, 2017) es su primera novela. Actualmente trabaja en su siguiente novela: Pece de la Flora. 73


Rut Cobo Caicedo

Perfil

E

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s 1888 y tiene 55 años. Sus trajes impolutos de regio paño negro acompasan la danza de su paso, cuando delicadamente pisa la tierra como acariciándola por ser que le sostiene y le alimenta, como en un ritual perfecto, repetido y sentido de agradecerle por mantenerle la vida. «Calza, por costumbre, zapato de charol negro, nunca lleva rodilleras, usa corbata de lazo de puntas largas y también de color negro, aunque de vez en cuando ostenta una de tinte violeta oscuro. Los guantes son de color café o plomizo. El sombrero de copa alta que, cuidadosamente cepillado, cae gallardamente sobre la sien derecha». Mediano talle, no alto, no pequeño, estatura que media con la raza mestiza. Delgado y elegante, firme como los sauces; su andar pausado, sustentado en su experiencia, indagador de todos los contornos, habitante de todos los vértices de la ternura; su rostro moreno, besado por el viento y el sol mil veces; enjuto, facciones regulares, bien delineadas desde todos los ángulos, varoniles.

Los rasgos de la viruela entre la piel de su rostro, marcando las lunas, los dolores, los vacíos, las soledades, los desatinos. Cuello ‘nervudo’ y flexible, barba redondeada, coqueta, saliente, oliendo a madreselvas, a retamas indómitas, fragantes; labios carnosos, sensualmente rojos como las mariposas que echaba a volar con sus palabras, «un bigotillo largo, pero ralo», levemente rizado, que permitía hurgar el sol entre la epidermis y a donde llegaba la brisa para acariciarle en las mañanas. Su frente delineada por el hábito de pensar en los silencios y en las soledades de las horas, surcada de filosofías y de trinos, de valoracio-

nes y moralidades. Sus cejas, como el arco del flechero, hacían el marco para el brillo azabache de sus ojos, profundos como la noche y el abismo, intrigantes como todos los misterios, exactos como sus revelaciones, hermosos como su alma; ojos que inquirieron el llanto de los ángeles... «los hombres extraordinarios, en los ojos tienen rayos con que se alumbran y anidan, aterran y pulverizan». Ojos de capulí, matizados de ilusión y realidades, serenos y dulzurados. Sus manos finas, sus dedos largos, nudosos, artísticos, constructores de la perfecta armonía de la palabra, servían para el engranaje de las letras, para


memoria que hablaran con las musas de los sueños, con los genios de los acantilados y los silfos del aire entre la hojarasca de los bosques. Las uñas, de limpieza exquisita, resaltan brillantes y bien pulidas. Su elegancia como de los olivos. El arcoíris corría plegado a su piel y por sus articulaciones cual heladas madrugadas, pintadas por el hambre del destierro. El dolor de sus nudillos, fuertes como las tormentas, el reumatismo arremetía de forma incesante entre sus huesos. Su edad aparente coincidía con la edad del genio y del sabio; su sin edad, presente todavía entre las hojas vivas de sus libros, entre las piedras redondas del patio de geranios y el techo de teja de su casa. Su presencia, como la de violines en concierto, como la del aplauso que no cesa.

Sin duda Montalvo, en sus calvarios, domesticó a sus bestias:

Aproximación al perfil psicofilosófico del cosmopolita

Las huellas de la política ecuatoriana, aciaga, corrompida desde los mismos inicios de la república, son causa de su retórica, desdoblan su amor, desde la condición de la vida y su búsqueda incansable de transparencia en el proceder de los gobiernos, en odio hacia la mediocridad del arribista politicoide ambicioso de poder y grandeza mal habida, usurpadora de toda paz y progreso. Ante la corrupción de la dictadura de Veintemilla, «Ignacio de la cuchilla, el presidente de los siete vicios capitales», en donde explaya sus escritos, lamentablemente actuales para las circunstancias del Ecuador actual. Desde niño vive la injusticia de Flores en el seno de su propia familia con el destierro de su hermano Francisco, luego en su sangre de emigrante desterrado estalla el dolor de la traición de sus amigos liberales durante su permanencia en París, hasta el punto que se vuelve insociable: «Las lágrimas son tímidas…, el dolor necesita el regazo de la soledad». Desde el pre-

Montalvo encuentra el espíritu reflejándose sobre sí mismo, sus ideas caen en el dominio de la conciencia, de la supraconciencia, de aquella que alumbra al hombre despierto. Peregrino del conocimiento. Según la Filosofía, en la «fenomenología de la conciencia», según la Psicología, en la conciencia, alcanzando la verdad y manifestándola, escribiéndola en el verbo más puro. Las palabras de Montalvo llevan como el espíritu, «certidumbre de sí mismo a la verdad». Para entender su conducta, hay que entender su contexto, su momento histórico, su ir y venir, su interioridad, su intimidad, su misantropía, su depresión, su necesidad de ser amado, complementado en la sed de la identidad creciente de su ser interior profundo, elevado, versátil, único.

Afable soy con la inocencia, afable con la honradez, afable con el honor, afable con la hermosura, afable con la naturaleza, afable con la desgracia: Díganlo mujeres, niños y pobres, díganlo las mariposas del prado, las flores del campo y las aves de los árboles, digan si soy afable y me hago a su compañía. Mis visitas son casi todas infantiles, mi soledad la interrumpen con más frecuencia niños que hombres: Venid a mí los párvulos... Pero soy un demonio, el mismo demonio con pícaros, traidores, ladrones indignos, hipócritas, avarientos, viles, mentirosos; a todos los mato con el odio y el desprecio.

La fortaleza de Montalvo es la fortaleza de personalidad de un hombre justo, que reconoce en el universo las leyes y las respeta. Su estado interior alcanza esa fuerza espiritual inagotable que puede brotar en todo momento, fuerza divina que este hombre encarna, fuerza de creación, de fraternidad, de rectitud, fuerza capaz de vencer todos los obstáculos y que le lleva a la acción de cumplir su compromiso con la humanidad.

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Para entender su conducta, hay que entender su contexto, su momento histórico, su ir y venir, su interioridad, su intimidad, su misantropía, su depresión, su necesidad de ser amado, complementado en la sed de la identidad creciente de su ser interior profundo, elevado, versátil, único.

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sidente Urbina, José Miguel Macay, Eloy Alfaro, que al no cumplir con su palabra crean en él la más trágica decepción, la amargura de sufrir el peor de los desengaños, como se lee en su carta a su sobrino Adriano del 6 de abril de 1887. En sus reflexiones piensa: «La virtud tiene sus peligros; desearla pura es casi aborrecer a los hombres». Montalvo llena sus soledades en medio de la naturaleza que viene a atenuar sus dolores, encarna la reverencia y el reconocimiento a ella como a una hermana, como parte indivisible de una unidad multánime, transpersonal, existencial y cósmica en la que halla consuelo y paz: …si no tengo una ventana ancha por donde echar mi vista, estoy como un encarcelado, el corazón me viene a la garganta, me ahogo, no tengo gusto para nada. El movimiento, el aire libre son necesarios para el hombre.

Poseedor de una inteligencia múltiple, sabe leer el alma de la naturaleza (objeto antropológico, ecológico) y abstraer su sustancia depositaria del conocimiento de la conciencia que aprehende los valores universales. Atemporal, hombre cosmopolita, sin ataduras, visionario, entendido por pocos, asimilado aún por menos, hombre sin tiempo, ni edad, ni espacio. Hombre universal por excelencia, libre y auténtico. En sus afectos mostró depresiones agudas. El amor, ese sabio que doblega las vidas, enseña y forma y a veces habla en su lenguaje de llanto, pero sublime llanto, dirá Montalvo a María Adelaida Manuela (1864), su esposa: Anda y pregúntale a ese río cuántas lágrimas he derramado a sus orillas, pregunta a esos viejos árboles cuántas

veces me vieron a su sombra, rondando, gritando tu nombre como un poseído y quedándome luego inmóvil como sin vida, largas horas sin voz, sin aliento, sin alma…

Pero también el amor es algo que gratifica y nutre, que redime. Montalvo lava su soledad en la interacción amorosa y acrisola su sensibilidad en el ‘objeto amado’. ¡El amor impera sobre el mundo: las estrellas se aman! ¿No las has visto como ellas parpadean en la noche intercambiando los dulces rayos de su luz? Tienen ellas un lenguaje que nosotros no comprendemos, es una armonía luminosa que resuena en la bóveda azulada y que se pierde en los aires antes de alcanzar nuestros oídos. Escuchad el amor de las estrellas y habréis escuchado poesía (Carta de Montalvo a Lida).

La vida de Montalvo es una vida intensa, su masculinidad, apetitosa. El amor, en fragmentos como ráfagas iluminándolo y nutriendo su conciencia, en todas las mujeres que lo amaron encontró sin duda a la ‘única’ perfecta, a la ‘única’ completa, a la ‘única’ amada, a la que ha de quedarse con él entre sus sienes y sus neuronas, entre sus labios y sus brazos, la idealizada, la irreal. Sin duda Montalvo también en los afectos se adelantó a su tiempo y nos enseña a entender la vida en el momento presente, en el instante que se encuentran las miradas preparadas para dejarse ver el alma, no es el amor por el amor, ni lo biológico por lo biológico, ni es la ruptura de estructuras, es solamente la libertad de los sentidos, el reconocimiento de la femineidad como la sustancia imprescindible que viene a ser la miel en sus momentos


agrios, en sus desiertos, en sus más grandes e infinitas depresiones, en sus abismos. Es para él, el amor la energía que ilumina y sana, es la apertura al don de darse y recibir la energía del complemento… ¿No es el amor la libertad? La completud, la compañía, qué es el amor sino el hoy eterno, el presente. Su personalidad se matiza con componentes depresivos agudos, súbitos. Ineludiblemente, toda existencia humana atraviesa por altos y bajos, por carencias que se experimentan abismales, y más, a más grado de sensibilidad perceptiva. Montalvo es hipersensible, de allí que se ha traducido así su carácter: Días hay en que quisiera no ser yo: un mal desconocido me inficiona el alma, la vida es una enfermedad para mí, deseo la muerte y la llamo con cólera: no viene y rompo a quejarme de ella.

El límite entre la ‘normalidad’ y la ‘patología’ no existe. Sutil es la personalidad humana, vasta e incomprendida, infinita. Aquí se pierde el límite entre la biografía y la patobiografía. Montalvo nos hace entender la dualidad humana en una forma desmesuradamente

franca, como todo fue en él; nos da el comienzo para el análisis de una psicopatología superior, de la esquizofrenia del genio, de la misantropía de una gota de luz en un abismo. Al igual que Job, Miguel Ángel o Lutero, Mozart, Beethoven o Van Gogh, Schopenhauer o Nietzsche, Víctor Hugo o Lamartine, la vida interior de ellos era una vida imprecisa, llena de valles y cordilleras, de paraísos y desiertos, de playas quemantes y nevadas alturas, de anversos y reversos en el destino que se construye con el día.

¿Quién no ha sido bueno y malo en su vida?... De estos me soy, amigo, avíseme tomado en un instante de franqueza; compadeced y callad… A veces se me entra Satanás en el cuerpo y me hace gritar contra el cielo y la tierra… Aquí es donde vosotros debéis de admirar a la naturaleza humana, este compuesto de luz y oscuridad, de sustancia divina y de tierra, en el cual los vuelos del espíritu se dan la mano con la bajeza de la tierra.

Al oírme, dudaréis si en verdad soy hombre real o si pertenezco a la legión inmensa de esos que con el nombre de espíritu, pueblan los cielos y los aires: yo mismo no estoy cierto. A veces hombre muy material y muy apocado, y muy terreno; a veces alma pura, espíritu divino que vuela y se encumbra, y se empapa en la ley de Dios y le canta en la lengua de los ángeles… A veces, ¡ay!, preciso es decir todo, ente extraño, pensamiento descarriado, corazón perverso que se goza en su propia tortura y rueda en un fluido negro, pestilente que trasciende al infierno…

En el mundo psíquico poco está dicho, la personalidad es un ilimitado espacio, las manifestaciones observables son solamente un esbozo, la conducta es un universo inexplorado dinámico y versátil, todo es mutatis mutandi. Todo está dentro de la mouvance, en donde el tiempo tanto interior como exterior se escapa en los instantes. Lo observable de la conducta en los seres que trascienden es que dejan de ser instantes para convertirse en códigos. En las pato-psico-biografías, las depresiones constituyen una categoría de fundamental análisis, pero en Montalvo aún más se complejiza porque también él encarna al filósofo, al existencialista,

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Montalvo encuentra el espíritu reflejándose sobre sí mismo, sus ideas caen en el dominio de la conciencia, de la supraconciencia, de aquella que alumbra al hombre despierto. Peregrino del conocimiento.

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al humanista, al romántico con su apasionamiento volcánico —en el sentido de conocerse a sí mismo—. El filósofo de la existencia, Sócrates, dijo: «Conócete a ti mismo», es decir, conoce tus límites: tus alegrías, tus plenitudes, tus angustias, tu cielo, tus caídas: finitud, muerte; la angustia es existencial en cuanto pertenece a la propia existencia, y no a un estado interior de la mente. La depresión es un componente de la existencia, distinto de la angustia, aunque interrelacionado con ella, y no necesariamente patológica. Recordemos a Sartre cuando decía que «la vida humana comienza al otro lado de la desesperación». La vida que estudiamos alcanza la sabiduría también a través del sufrimiento, de la misantropía. Montalvo encarna al mundo, vive un humanismo

introspectivo, místico, vive a Dios en su interior, en su esencia, y lo vive a diario, intensamente. En sus escritos nos presenta una comunicación entre el socium y el individuo, es su voz y es su dolor alzándose ante la crueldad del magnate; nos presenta al socium y a Dios, no al dios de barro de las religiones caducas y corruptas, sino al Eterno Innombrable que se esconde en el corazón humano; nos presenta al socium y la justicia y a través de ella nos soslaya el encuentro con la libertad. Su discurso es ético, metafísico, gnoseológico: su pensamiento sintoniza desde las ideas de Platón, conlleva la ética y las virtudes dianoéticas: «La felicidad sólo puede encontrarse en la virtud» de Aristóteles, como la palabra griega correspondiente a virtud significa excelencia (areté): la «felicidad consiste en la excelencia o perfección de la función que le sea propia al hombre». La virtud del hombre por lo tanto consistirá en la perfección, en el desarrollo completo de su alma (mística). La virtud ética superior es la justicia, es la filosofía teorética. Pero la justicia requiere a otra persona respecto de la cual seamos justos, por ello se encuentra la felicidad sólo en la práctica social, en la práctica junto al otro. Soy más yo, mientras más me relaciono en ti. Montalvo anhela el bien de todos más que el suyo propio, lo demostró cuando, en su juventud, renunció a su sueldo en Roma, para con él menguar la deuda del Estado ecuatoriano; lo demostró cuando en su destierro voluntario no recibe el dinero de su hermana, aunque sabía que lo necesitaba, prefirió la estabilidad de su familia a la suya propia, hombre justo, confiando en la dádiva divina: «el Todopoderoso ha de mirar de mis necesidades», dijo a su sobrino: «Anda y devuelve la bolsa de dinero a tu madre». Lo demostró cuando vendió su

reloj y su pluma, y devolvió el sobreprecio pagado. Lo demostró al no aceptar el cargo de embajador en Europa otorgado por Veintemilla, bajo la influencia de Urbina y otros ‘liberales’ a quienes les veía carentes de honradez, por lo que no quiso compartir su práctica política y social; lo demostró cuando no aceptó como regalo una imprenta, y él mismo mocionara que lo que sí recibiría sería una pluma. Y esta fe en la justicia divina vuelve a ser citada en sus últimos días cuando dice: «Ni Dios ni los hombres me han faltado», llega al final de sus días en buenas cuentas con la vida, esa sabia que a nadie debe nada. Tanto el filósofo como el justo practican la actividad contemplativa de la verdad por el puro contemplarla. Esta vida se basta enteramente a sí misma: «la vida contemplativa es la más feliz, y la sabiduría la virtud más alta» (Aristóteles). Pero hay en el hombre otras necesidades, por ello una vida teorética es superior. Una vida semejante podría estar quizás por encima de la condición humana, porque en ella no vivirá el hombre en cuanto hombre, sino en cuanto que hay en él algo divino: «…del sol se alimenta bebiendo sus rayos la mirada del Todopoderoso», y sin duda del sol, del color de las flores, del éter del perfume de la tierra y los pétalos, del prana de la hierba se alimentaba él, cuando al caminar por el suelo acariciaba a la tierra bendiciéndola. Él canta en la lengua de los ángeles: «Veo una luz clara y apacible junto a mí ¿No es el semblante de mi Dios predispuesto en mi favor pronto a perdonarme?». Montalvo, queda visto, vivió por encima de la ‘condición humana’ y pudo descifrar la lógica trascendental, las deducciones de las categorías metafísicas. Montalvo representa a las «lenguas de fuego que, en sí mismas, no pueden consumirse». ¿Celestial o diabólico? Es


la totalidad. ¿Es la serpiente mordiéndose la cola, un mismo círculo en donde no se sabe dónde está el final y el inicio? Ouroboros: ¿dónde la finitud dentro de lo infinito; dónde lo blanco, dónde lo negro? ¿Dónde la síntesis, dónde la antítesis? Dios conteniendo la luz y las tinieblas. Montalvo se encontró con las facetas inconscientes, en la conciencia de su ser iniciado, con su propia sombra (C.G.Jung), que es parte de la sombra de Dios trasvasando la dualidad o a modo nietzschiano «más allá del bien y del mal». El hombre tiene ‘geometrías variables’. Uno se asombra de su lado versátil, de sus cambios de humor, de sus facetas ocultas. El hombre no está hecho en un solo plano, sino que tiene múltiples facetas… El trabajo del hombre superior es poner luz en las zonas de sombra, en trabajar su piedra en bruto a imagen de un magnífico diamante tallado…, deberá hacer todo lo necesario para que todas sus caras estén dirigidas hacia la Luz del Espíritu…

Montalvo, en su trabajo de corrección supo dirigir sus facetas oscuras a la luz: …Vierto lágrimas por las miserias humanas, las ridiculeces de los hombres me causan risa, sus necedades me enfadan, sus maldades me enfurecen: soy loco. Anhelo por la paz y el orden en medio de las luces, la paz y el orden en medio de la libertad: soy loco. Mi gobierno, el gobierno de mis simpatías es ilustrado, justo, digno, protector, paternal: soy loco. El bien de todos antes que el mío: soy loco… Castigo a los pícaros, me río

de los tontos, desprecio a los ruines: soy loco… Trabajo por la propagación de las virtudes, persigo los vicios, me estrello contra los crímenes: soy loco. Loco soy, Dios mío, y de esto os doy gracias infinitas.

La virtud excelsa, maltratada por las conductas humanas; conducta errada, mas, sin embargo, perfectible, redimible. El ser humano posee un nivel de conciencia y de espiritualidad que en los buscadores se desarrolla en ascenso, y en Montalvo encontramos que posee la capacidad de realizar una alquimia que solamente quienes han trabajado tesoneramente en alcanzar las facetas del Espíritu, son capaces de efectuar. Sin la dualidad no sería posible el evolucionar, lo mismo sucede en la vida y personalidad de García Moreno, «tirano excelso», ordenador del caos de su patria, dador de paz y abundancia, mistificó su vida en la supraconciencia de sus actos. El espíritu humano, como el tiempo, avanza, la creación es viajera incansable en el espacio, la vida es aprendizaje y la libertad conquista entre dos fuerzas: «No hay que dudar en ir a las profundidades de los propios ‘abismos’-‘avisos’ a fin de encontrar allí a las bestias y a los daimones» que son nuestros miedos, nuestras angustias, nuestras inhibiciones a fin de domesticarlas por medio de una acción de conciencia. La fortaleza de Montalvo es la fortaleza de personalidad de un hombre justo, que reconoce en el universo las leyes y las respeta. Su estado interior, alcanza esa fuerza espiritual inagotable que puede brotar en todo momento, fuerza divina que este hombre encarna, fuerza de creación, de fraternidad, de rectitud, fuerza capaz de vencer todos los obstáculos y que le lleva a la acción de cumplir su compro-

miso con la humanidad. «La fuerza interior ilumina todo a su paso, permite al Ser el contacto supremo con la Verdad» (D. Didier). La fe no deja espacios para las dudas. Montalvo está contento del Dios que le habita. Conocer a Montalvo es en Él, un infinito viaje hacia lo humano…

Rut Cobo Caicedo (Ambato, Ecuador – 1959) Dedicada por alrededor de 20 años a la docencia y la asistencia psicológica. Citada en varias memorias de simposios y antologías internacionales y nacionales, ha ganado premios en Ciego de Ávila, México, Santiago de Chile. Traducida al búlgaro, inglés y guaraní, ha publicado los siguientes libros: El verbo a horcajadas (1986), Alfa-Dentro (2002), Mensajes del sol (2006), Tierra Venada, libro compartido con Neli Córdova y Margarita Miró Ibars (2009), Geometrías, (2010), Las 38 flores del Dr. Bach (2011), Montalvo, una pasión. Un acercamiento al perfil psicológico del Cosmopolita (2011), Luna de vendimia, antología poética (2017), Uno para el otro y los dos para la vida (en edición).

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A Sofía, mi hija.

H Gustavo Salazar Calle Le envié un ejemplar [de Un hombre muerto a puntapiés] a don Ramón, pero creo que se ha enojado sólo porque le dije en la dedicatoria ‘tío de la pipa’. Bueno tampoco importa. Pablo Palacio, carta enviada a Benjamín Carrión [Quito, abril-agosto de 1927]1. 80

acia la década del veinte del pasado siglo, Gómez de la Serna ya era un referente de las vanguardias para la lengua española; concretamente en el Ecuador su gran valedor era alguien que no ausente de la tertulia de Pombo había dirigido en Madrid Cervantes —la revista que desde 1919, con la codirección del polígrafo sevillano Cansinos Assens, abrió las puertas a las manifestaciones ultraícas—, el escritor y diplomático quiteño César E. Arroyo; éste, en 1922, en una conferencia en defensa de las propuestas literarias de aquel entonces decía:


variaciones ¿Y en España? La renovación novecentista, vulgar e impropiamente llamada modernista, nos trajo un tanto retrasadas las direcciones de los credos parnasiano, decadente y simbolista. Pero ya antes de la guerra, el anhelo de selección contra las formas manoseadas y agotadas de esas escuelas se empezó a notar en la obra compleja, desinteresada y humorística de Ramón Gómez de la Serna, así como en los desbordamientos de imágenes que colman las páginas grávidas de Cansinos Assens. Sin embargo, en la poesía permanecían los españoles estacionados.2

El retorno de Arroyo a su país, y su consecuente integración en el incipiente ambiente intelectual quiteño, permitirá una acertada difusión de estas corrientes renovadoras; él tenía una clara y directa relación con los actores de estas búsquedas experimentales, lo que será sustancial para las nuevas generaciones ecuatorianas. En 1920 en su compilación Parnaso ecuatoriano con la editorial Casa Maucci —publicada bajo la responsabilidad de José Brissa con beneplácito de Arroyo—, ya incluyó autores tales como Gonzalo Escudero, Jorge Carrera Andrade, adolescentes en aquel entonces. Si bien la prosa se manifestaba a través de la crónica modernista y contadas narraciones, unos cuantos años después el relato se verá alimentado de esa vertiente ramoniana, con tres autores —Jorge Fernández, Humberto Salvador y Pablo Palacio, los dos últimos están mereciendo una relectura de la crítica como renovadores de la narrativa ecuatoriana— que directamente serán acusados por el escritor peruano alineado al realismo social, José Diez Canseco, de escritores decadentes con mezclas de

elementos freudianos y de Gómez de la Serna. Benjamín Carrión, ya desde 1914 había iniciado su ejercicio literario, con colaboraciones en diarios y revistas, para 1922, flamante abogado, había contraído nupcias recientemente en Loja, su ciudad natal; coincidirá con Arroyo como redactor del diario quiteño El Día, esta cordial relación entre ambos permitirá que en 1924, cuando Arroyo publique Iris —su cuota, aunque algo tardía, a la novela corta peninsular—, aparezca con prólogo del joven Carrión. Para 1925 el ensayista lojano ingresa en el Servicio Exterior de su país, y a mediados de año será asignado como cónsul en el puerto de El Havre. Esta permanencia en Francia, que durará hasta 1931, será determinante para el escritor, ya que se integrará plenamente en el círculo intelectual iberoamericano, además de que se consolidará en el ejercicio ensayístico, cuyo resultado será la publicación de dos de sus mejores libros: Los creadores de la nueva América (1928), con prólogo de Gabriela Mistral, y Mapa de América (1930), con presentación de Ramón Gómez de la Serna, que reproduzco en este trabajo. No podemos establecer cuándo se inició la relación entre Carrión y el creador de Pombo, sin embargo hemos podido conseguir algunos documentos, entre ellos algunas misivas del español, una entrevista sui géneris, una breve aproximación que Carrión dedica a Gómez de la Serna y una valoración de éste al tercer libro del ecuatoriano que, aunque breve, ocupó su sitio en el volumen correspondiente, en la última edición de las Obras completas de Ramón. Aunque Ramón en una de las cartas aquí incluidas le agradece, a la vez le hace una ligera acotación a la ‘interviú’ dada al ecuatoriano para una revista madrileña, que Ra-

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món Gómez de la Serna publicará en 1948, año de la primera edición de Automoribundia, ya que ninguno de los 18 números de la revista Atlántico recogerá esta entrevista realizada por Carrión; del cual se publicó, aparte de los dos textos incluidos en Mapa de América —‘Teresa de la Parra’ y ‘El vizconde de Lascano Tegui’—, el englobador ‘La República del Ecuador’ y el circunstancial ‘El monumento a Bolívar en Quito, observaciones sobre el proyecto premiado’, que aunque firmado en diciembre de 1929 saldrá en el número de febrero de 1930. Quizás los responsables de la revista no consideraron conveniente la publicación del trabajo de Carrión, porque en el número de septiembre de 1929, ya habían dado a la luz ‘Hablando con Ramón Gómez de la Serna’ de Antonio de Obregón, una entrevista a propósito de una obra de teatro suya. Teniendo en cuenta los datos que aporta el propio texto, la carta mencionada, la cronología de Ramón, y finalmente la versión de este encuentro del poeta paname-

ño Demetrio Korsi, concluiremos que la llegada de Ramón a París —donde invadirá el modesto café ‘A la Consigne’ y lo hará teatro de sus operaciones, llevando consigo la tertulia pombiana—, se efectuó a fines de diciembre de 1929, luego del fracaso teatral madrileño de su obra Medios seres; el encuentro se habría realizado en enero de 1930, y la cita programada, en la entrevista, con los escritores Carrión y Korsi habría sido para mayo en Madrid, fecha en la cual el creador de la greguería retornaría a su torreón en el número cuatro de la calle de Velásquez. De unos versos de Mariano Brull, Alfonso Reyes escogerá el vocablo ‘jitanjáfora’, para denominar unos juegos verbales, de que hace gala el primero en su libro Poemas en menguante, fácilmente emparentables con los realizados por Huidobro; citemos la mejor definición, realizada por el propio poeta cubano: Solamente con la palabra así concebida podría intentarse

el poema en que todo él fuera creación —goce demiúrgico— plástica total de trasluces y trasmundos internamente musicalizada que llegara a alcanzar, acaso, el mayor grado de aproximación al estado de poesía pura. Ese poema imposible tendría que ser fundido en palabras recién creadas, reminiscencias de sentido y sentires eternos, y sometido a ritmo en función de sus asociaciones inmanentes.3

Reyes tomará tan en serio el tema, a tal punto que lo definirá como un género, buscará antecedentes en los clásicos, los clasificará y promocionará entre otros escritores, incluso llegará a su defensa y recopilación a más de delatar a los falsos jitanjafóricos. Este solo ensayo suyo, ‘La jitanjáfora’, es un deleite y derroche de inteligencia, que bien valdría la pena realizar una lectura paralela entre la greguería y este otro ingenioso ‘género’. Habría sido interesante que Ramón desarrollara más ampliamente su


reflexión acerca de Carrión y este juego de palabras. Carrión, en una suerte de poética del humorismo dedicado a valorar la obra literaria del narrador ecuatoriano Pablo Palacio, hacia 1930, hará clara referencia a los méritos del escritor madrileño: Considero a Ramón Gómez de la Serna como el maestro de humoristas en lengua española. A Fernández Flores en España, a Genaro Prieto en Chile, los considero autores satíricos. Julio Camba, dueño de mi admiración, es un autor festivo. Y veo en él al tipo de humorista puro que va directamente a la realidad —hombre, paisaje—, y de su encuentro con ella surge, como el chispazo eléctrico, la… pues, la greguería; ¡y yo que pretendo definirla! Es la imagen, o un conjunto de imágenes estilizadas. No es preciso ni siquiera la estilización en el sentido caricatural; basta que proponga, al realizar la imagen, una solución inesperada, original. Se ha sostenido que el alargamiento espiritualizador, superhumano, de las figuras del Greco es un producto, antes que del genio, de un defecto de la vista de Doménico Theotocopuli. Esto que no ha resistido el análisis felizmente, al tratarse del iluminado de Toledo, es quizá lo que ocurre con las antenas atrapadoras de la realidad que poseen humoristas como Ramón, como Pitigrilli. Los ojos, los oídos, el tacto de esos hombres tienen un poder deformador, o mejor, reformador sobre las cosas, y éstas, al pasar por los alambiques del espíritu, para ofrecérsenos en forma de novela, cuento, greguería, han adquirido una individualidad, apariencias distintas, son la

plasmación de Ramón o de Pitigrilli sobre el barro primario de la realidad. Hay más: los humoristas de la línea de Ramón Gómez de la Serna poseen una especie de mediumnidad, de don de milagrería más pronunciado que el que siempre se ha atribuido a los poetas; ven, oyen más allá de la realidad. En una greguería típica de Ramón —cuya relación literal no recuerdo— hay un hombre con el ojo derecho en el sitio del derecho; tiene toda la realidad atravesada, en forma de X, quizá ese hombre sea la mejor representación del humorismo verdadero, del humorismo puro.4

telectual, copiamos un hecho póstumo a Ramón: en el ejemplar de la novela El torero caracho (Madrid, Espasa-Calpe, 1969. Colección Austral, nº. 1441), junto con los originales de las cartas y el prólogo de Ramón, reposa en el Centro Cultural Benjamín Carrión la siguiente dedicatoria a mano: «A Benjamín Carrión un recuerdo de ramón y el homenaje de Luisa Sofovich, Buenos Aires – Julio 69», y al reverso de la portadilla figura la siguiente dirección: «Luisa Sofovich de Gómez de la Serna, Hipólito Irigoyen 1974 – 6º piso. T. E. 47-4775».

Palacio, estudiado por Carrión en Mapa de América, volumen prologado por Ramón, le comentará la remisión de su libro de cuentos Un hombre muerto a puntapiés al escritor matritense en una carta sin fecha, pero remitida aproximadamente entre abril y agosto de 1927:

Para la publicación de estos documentos y el material que me ha servido para la elaboración de esta introducción, debo sentar mi agradecimiento en este orden: El Centro Cultural Benjamín Carrión en Quito, a la memoria de María Rosa Arroyo Rubio —heredera del archivo de César E. Arroyo, en Madrid—, la Hemeroteca Municipal de Madrid, la Biblioteca Nacional de España, la Biblioteca Hispánica de la Agencia Española de Cooperación Iberoamericana y la Biblioteca Ecuatoriana Aurelio Espinosa Pólit en Quito.

Le envié un ejemplar a don Ramón, pero creo que se ha enojado sólo porque le dije en la dedicatoria ‘tío de la pipa’. Bueno tampoco importa.

Quizás, en ocasiones, el encuentro de dos humoristas dé como resultado un desencuentro o una seriedad. Las dos últimas cartas, remitidas desde Buenos Aires por Gómez de la Serna, no requieren mayor comentario, ellas evidencian la crisis económica que atravesaba el escritor por lo que acontecía en España y las exigencias partidistas que el entorno y las circunstancias exigían de él, a las que renunció como se puede leer entre líneas en las mencionadas cartas. Como apéndice a ésta, si no permanente, fructífera relación in-

Agradecimientos

Tres textos Ramón* El viejo Montmartre de los artistas es hoy —todos lo saben— la colmena luminosa de rastacueros, gentlemen cambrioleurs y cocottes. El * Tomado de Ramón Gómez de la Serna. Automoribundia (1888-1948). Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1948. pp. 530-534.

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boulevard de Ernesto Lajeunesse y de Arsenio Houssaye, el que nos ponderó Gómez Carrillo, se apaga a las doce de la noche y queda silencioso, en poder de unos cuantos rufianes de burdel, vendedores de postales sicalípticas y prostitutas retrasadas. El resto de París, el grande y buen París, burgués y verdadero, duerme y se reposa de las fatigas del día, para recomenzar cotidianamente la difícil obra de mantenerse y de vivir. Pero queda Montparnasse… La famosa esquina de los boulevares Raspail y Montparnasse —Le Dôme, La Rotonde y La Coupole— mantiene toda la noche una multitud abigarrada de artistas y pseudoartistas, de gentes que van a mirarse los unos a los otros, buscando el prometido espectáculo raro, y que son ellos mismos quienes lo constituyen. Gentes que hablan todos los idiomas de la tierra —même le français— y que arreglan el mundo de las artes, de la política y de la economía a un franco cincuenta la taza de café con leche. Es a Montparnasse y no a París adonde vienen los escritores y artistas de los cuatro puntos del globo. Mejor: vienen a París, pero caen en Montparnasse. ¿Ambiente artístico? Quizá. Lo cierto es que en todos los hoteles circundantes, en los studios especialmente construidos en los alrededores del Parque Montsouris, habitan los pintores, escritores, políticos, caídos o en ciernes, que están de visita o que residen en París. A Montparnasse llegó, como acaba de llegar Máximo Bontempelli, ramón Gómez de la Serna. Y en Montparnasse, frente a la estación, en el Café de la Consigne, quiso hacer la traducción francesa del madrileño Pombo. Fuimos a visitar a ramón con el poeta Korsi. El impasse du Rouet, donde el genial humorista ha fijado sus días parisienses —en el corazón

de Montparnasse—, es un callejón estrecho que desemboca en un patio. Dificultades de orientación. Asoma una portera. Korsi tiene la imperdonable imprudencia de preguntar por Monsieur Gomèz de-laSerna. La portera no conoce a nadie de ese nombre, Korsi, comprendiendo su plancha, rectifica: Monsieur ramón. Ah, eso es otra cosa: Monsieur ramón ha salido. ¿Tiene el señor la costumbre de comer en casa?, preguntamos. Y la vieja, esta vieja portera francesa, de esa especie requeteconocida de animales que raramente se encariñan con el inquilino, nos responde con tono de orgullo y de superioridad: —Monsieur ramón n’est pas un homme à faire lui même sa cuisine! Ah, ça non, par exemple! No, señora, tranquilícese usted; tampoco nosotros habíamos imaginado que Monsieur ramón pudiera cocinar él mismo sus comidas, como hace la gran mayoría de artistas montparnós, que tienen un estudio con cocina pero sin querida. Interiormente admiramos a esta portera comprensiva a la cual el autor de El torero caracho ya había comunicado un poder de atrapar la verdad en el aire, un espíritu de greguería. Insistimos aún. Queríamos saber la ubicación exacta del nuevo Pombo portátil y viajero. La portera responde: —Au fond de la cour, vous trouverez une motocyclette. En face de la motocyclette une porte, puis un escalier; prenez ensuite le couloir, et vous tomberez dans le studio de Monsieur ramón. Vous le reconnaîtrez facilement, pues qu’il a mis son nom sur la porte. Nos hallábamos en pleno misterio. Nos parecieron las señas que se dan en los folletines y en los cuen-


tos de hadas: «Llegarás hasta un crucero del camino, allí encontrarás una cabra paciendo; toma ‘a mano’ izquierda de la cabra, luego a la derecha: sigue recto, y llegarás al palacio del Ogro de las Cien Orejas, que tiene cautiva a la princesa…». El poeta Korzi expresó su desconfianza justísima: —¿Y si han movido la motocicleta? ¿Y si su dueño se ha ido en ella?

Pues no, señor. La motocicleta estaba en el patio. Frente a ella, una escalera, un corredor y, en el fondo, sobre una puerta, en letras rojas sobre placa blanca, se leía: Ramón Gómez de la Serna (Écrivain) Dejamos una cita para el día siguiente. Al día siguiente, a la hora fijada, llegamos al impasse du Rouet. La portera nos aguardaba a la puerta para decirnos que ramón había ido a almorzar en un restaurant vecino —eran las tres de la tarde—, y que allí nos esperaba. En el restaurant, ramón, que vive su Madrid en París, tomaba café y escribía tarjetas postales (el café, de Madrid; las tarjetas postales, de París). Y hablamos. ramón regresa a Madrid, no puede vivir lejos de Madrid, se ha descubierto para él, en la ausencia con pretensiones de definitiva, toda una sensibilidad tierna. Habla de Madrid como de la novia y de la madre lejana. —Miren ustedes: París, con sus cuatro millones de habitantes, ya no es la ciudad para el hombre; es la ciudad para la multitud. Madrid, en cambio, acoge y acaricia, y su millón de pobladores se en-

cuentra allí holgado y cómodo. Aquí ya se siente en todas partes la angustia de la lucha. Las superficies parisienses, además, son para mí demasiado planas, sin relieves, sin curvas. —¿…? —Sí, las hay, he hallado algunas, y preparo un libro de greguerías parisienses, al mismo tiempo que una novela, cuyo asunto es la vida de una mujer de Madrid.

ramón continúa el tema de París: —La novedad de París ha disminuido para nosotros. Gómez Carrillo, por ejemplo, no tenía sino que nombrar y enumerar sitios, y ya nos encendía de asombro la imaginación en España y América. Hoy es distinto: ya no sorprende en Madrid quien nos hable del anuncio luminoso, pues que lo hay en la Puerta del Sol… Cuando vine de allá y clausuré Pombo de una manera que creí definitiva, pensé poder vivir lejos de Madrid, hoy ya sé que no es posible. Regresaré en mayo. —¿Y qué hará usted, nuevamente teatro? —Creo que no —dice ramón sonriendo—. Para hacer teatro hay que seguir los trámites: la presentación de la obra, la espera, muchas veces larga… No, creo que no volveré a hacer teatro.

Afuera, en estos finales de invierno parisiense, hay la rara ganga de un poco de sol. Y ramón dice: —Quien no ha tomado el sol en el día, ha perdido y no ha recuperado.

Y nos invita a andar a lo largo de los bulevares exteriores, por sitios en los que la ciudad no ha derrotado completamente aún a la naturaleza, y se la puede ver, aunque humillada por nuevas construcciones y chimeneas jadeantes. Al primer cruzar de calle, como un gran camión nos pasara demasiado cerca, vemos a ramón dibujando una suerte: —En las grandes ciudades es preciso torear a los automóviles. Yo llevo siempre este pequeño estoque para hundírselo en el morrillo. Yo no he matado a ningún automóvil todavía.

En ese mismo instante, una enorme grúa-automóvil nos ponía su puntería, rectilíneamente, y ramón: —Pero lo que no se me ha ocurrido todavía es torear a la torre Eiffel. Prefiero ganar el burladero.

Y en dos saltos ágiles se plantó en la acera. Hombres y cosas de España: —Vengo de ver a Ortega, que está de paso en París. Yo se lo he dicho siempre: él es el matador y yo su banderillero. Es la figura más alta del pensamiento español. Su poder de captación de ideas y de realidades es enorme. Y su poder de entrega, igual. Las figuras españolas de ciencia españolizada lo admiran: matemáticos, físicos, químicos, biólogos. Y los escritores, naturalmente. Su obra de cultura es formidable, no sólo en la Revista de Occidente, sino en la infinidad de seminarios científicos que hoy ha regularizado semanalmente, en las lecciones y en las conferencias. —¿Marañón? —Marañón es una gran figura, la otra gran figura de la España actual, con algo de imponen-

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te en la eficacia de todos sus gastos y con la sola imposición de manos cuando toca los problemas vitales. —¿Azorín? —Parece que Azorín está llegando al bolchevismo. Este hombre tiene el espíritu tendido siempre hacia lo nuevo, hacia la corriente actual, hacia la verdad en marcha y en lucha, en todos los sectores del espíritu. En literatura, desembocó en el superrealismo: allí están sus comedias y su último libro. En literatura avanza el bolchevismo. Yo tengo escrito sobre Azorín un libro en dos tomos, que aparecerá pronto.

Quisiéramos oír a Ramón opinar sobre las otras grandes figuras españolas de maestros, pero nos falta el tiempo. Unas cuantas palabras, siempre generosas, para casi todos los nuevos, la generación de Pombo y La Gaceta Literaria, la admirable cuadrilla de la que es él, ramón, primera espada. —¿Giménez Caballero? —Vale mucho. Su obra en La Gaceta, su iniciativa del Cineclub, su Exposición del Libro Catalán, son muy fecundas. Mi último acto en Pombo fue dar un banquete a Giménez Caballero.

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Luego, el tema editorial, la vida difícil del libro español. Cifras, datos, precisiones desalentadoras. Unas cuantas palabras sobre la actual intelectualidad francesa, dentro de la cual goza ramón de tantas admiraciones y simpatías, a tal punto que, después de Unamuno, sea el escritor español más conocido y apreciado, indiscutiblemente. Más que Ortega, más que D’Ors, más que Pérez de Ayala, que hoy están entrando con paso tan seguro en el mercado literario universal.

Camina, camina y camina. Como en los cuentos que se inventan para hacer dormir a los niños. ¿Uno, dos kilómetros? —Veinte kilómetros, por lo menos —me sostiene después, casi ahogado, el poeta Korsi.

Y al despedirnos de ramón, que nos da una cita para mayo, en Madrid y en Pombo, lo vemos alejarse por entre los automóviles de la Puerta de Orléans, con su estoquillo de torero. —¿Ganará ramón en París su primera oreja de automóvil? Benjamín Carrión

Breve silueta preliminar* Ha habido una época en que Benjamín Carrión me ha inquietado con sus apariciones y desapariciones súbitas. Ya en una esquina de París, ya en una revuelta de Madrid, ya en un vico de Génova. Benjamín Carrión, con un arte diablesco, no me dejaba acertar en el primer momento de la sorpresa quién pudiera ser. Su aspecto españolísimo me hacía querer recordar, en qué aula de la Universidad madrileña habíamos sido condiscípulos. Despierto, como hombre atento a las músicas y perito en ellas, llevaba en los oídos todos los últimos momentos de la actualidad. Con él se podía hablar de todo y comenzar con cualquier alusión. Aunque en sus ojos se notaba la perforadora mirada de crítica, mez* Tomado de Benjamín Carrión. Mapa de América. Prólogo de Ramón Gómez de la Serna. Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1930. pp. 9-17.

claba tanta bondad a su mirar, que nos tranquilizábamos. Benjamín Carrión no confundiría ni involucraría. Si se pudiera decir de un escritor que tiene figura de crítico, cara de crítico, modales de crítico, modo de andar de crítico, eso se podría decir de Benjamín Carrión. Su gesto es de saber lo que es cada cosa, y se ve que se ha estado haciendo la toilette frente a cristales de librería, frente a todas las vitrinas de los libreros del mundo. ¿Pero qué es lo que tiene de extraordinario este crítico sagaz? Su posesión del estilo. Mesura el valor de los demás y la poética de cada obra porque es él un poeta. Dedicado a la jitanjáfora, ese arabesco del estilo en que se logran los mayores hallazgos, es uno de los creadores y propulsores de ese género. La jitanjáfora, que dice y no dice, sabe qué aire tiene estilo y qué combinación de palabras tiene el alma. Tañedor de jitanjáforas. Benjamín Carrión conoce como un concertista refinado el valor de las palabras en los libros, y por eso acierta tan lindamente cuando distingue a unas poetisas de otras y sabe lo que es joya de cada una y qué venilla oculta es la que palpita más en la composición. Si cabe acertar tan rotundamente en lo que es delicado y profundo en la obra de Teresa de la Parra, se lo debe a que sabe hasta dónde es algo más que apariencia el verbo que se emplea. Por su preparación para comprender, por su sutileza para medir, destaca los valores más verdaderos de América, y no se deja llevar por los que están en los diplomas oficiales. Arraiga el mapa del espíritu americano porque ha sabido elegir, y todos los escritores contenidos en este volumen prueban en las críticas de Benjamín Carrión su preeminencia, su intrincada originalidad, su destacarse por comparación. Haber sabido ver a ese vizconde


Lascano Tegui, que se disimula entre desplantes llenos de grandeza, es tener muy seguros los ojos. Lascano Tegui es un criollo generoso que bautiza los días con la frase que les va mejor y es, además, el alegre profeta de las noches y sabe amanecer sin mirada temerosa al nuevo día. Ve lo que en todos esos hombres nuevos, que tienen silueta de alcor, hay de tenebroso desfiladero de razas. Todos los autores de que trata en este libro quedan situados con pleno sentido, y ha caracterizado a los autores americanos, adscribiéndoles cualidades más que sanos adjetivos. Busca las cuatro fórmulas convincentes de cada autor, y quedan probados los talentos. No es su crítica la crítica difusa y por cumplir, sino la crítica fértil, que sitúa capitanes en las crestas americanas. Viaje por los poetas es éste, viaje por el mapa de América de Benjamín Carrión. El cartógrafo está en El Havre, y en aquella resonancia de puertos, consulados y excursiones va puliendo los sonetos de sus críticas. De vez en cuando vuelve a París —los sábados a París—, y allí comprueba el panorama de sus críticas para que el mapa cumpla bien su parangón de escalas. Benjamín Carrión no da un grito, no se excede en las conversaciones: lleva siempre cara de alegría cesurada y hay en toda su figura una cosa de lápiz vivo, de punta muy afilada, de mina muy negra y blanda, que va tomando apuntes en los cuadernos interiores. Como final de esta silueta breve y preliminar, recalcaré la imagen del lápiz ágil, humanado, aguzadísimo, apuntador de jitanjáforas y psicologías. Ramón Gómez de la Serna Madrid, octubre 1930

Ramón Gómez de la Serna* Sólo el Renacimiento puede ofrecernos lances de ambición literaria comparables al de Ramón. ¿Son menos codiciosas acaso que la escritura de éste las enumeraciones millonarias que hay en La Celestina y en Rabelais y el Johnson y en The anatomy of melancholy de Robert Burton? Jorge Luis Borges

Un nombre que era España. Que era Madrid, mejor: Ramón Gómez de la Serna. ¿Humorista? Él mismo nos cuenta la tragedia de su bautizo de humorista, hecha por su tío Toribio: «Desde aquella tarde —a los doce años— en que fui bautizado de humorista, ejerzo esa profesión, que no sé si es ventajosa o desventajosa». Y, con ese hablar y escribir en greguería eterna, Ramón relata su tragedia. El dramatismo de una vida como todas, con dolor y amor, con desgracia y con júbilo, que tiene que ser a todas horas, para todos, una vida de humorista. Y, como escritor, tiene también que corresponder a la etiqueta, al casillero implacable: cuando quiera contar una verdad de ternura o de amor, los lectores implacables, crueles, lo interpretarán como expresión graciosa, como acto de humor. «Todo me ha impulsado por la vía del humorismo —dice— y se me exige lo inaudito siempre que hago algo». Y Ramón cumple el mandato de su tío Toribio, a través de su vida de escritor y de hombre. Populariza un género, creación insuperable de su gran talento: la greguería. Y * Tomado de Benjamín Carrión. La patria en tono menor (ed. cit. pp. 298-299).

sienta cátedra en el Café de Pombo, teniendo como telón de fondo el famoso cuadro de Gutiérrez Solana. Y escribe libros con fecundidad asombrosa, y conquista públicos en Europa y América: en la época comprendida entre las dos guerras mundiales, pocos nombres españoles alcanzan tan vasto ámbito de difusión como el de Gómez de la Serna. Tan conocido como Unamuno, tan citado como él, pero más ampliamente leído, traducido, comentado. Pasea por América su formidable, su genial payasada. La lleva por muchas capitales de Europa. La instala en París. Pero es en su Madrid —ningún escritor español más madrileño que él desde Larra— donde ejerce su pontificado indiscutible. Y la anécdota pombiana, llevada y traída por todos los que visitan la Villa del Oso, convierte a Ramón en un símbolo, en una expresión, una bandera. Más que los toros, es la España de entonces el torerillo de Unamuno. El banderillero de Ortega y Gasset. Este niño gordo, patilludo, que nunca envejece. Que tiene el alma niña, porque es bueno como el pan. Benjamín Carrión 87


Cinco cartas

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[Madrid, octubre de 19308]

[Madrid, 19285] [Membrete: ramón gómez de la serna velázquez, 4] Señor don Benjamín Carrión: Mi distinguido amigo y compañero: muchas gracias por el envío de su bello libro, justo, bien escrito, amplio de significados. Mi enhorabuena. Queda su afectísimo amigo y s. s. q. e. s. m. Ramón Gómez de la Serna

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[París, enero de 19306] Señor don Benjamín Carrión Mi distinguido y querido amigo: muy bien su entrevista y muy agradecido [a toda] ella, sólo me he permitido rectificar con Atlántico7 directamente lo que me hace decir de Marañón, pues puede quedar un tanto resentido con ello, ya que la publicidad da a las palabras [ilegible] que en la conversación no han tenido. Admirablemente visto el aire de aquel paseo. Esperando encontrarme con usted en Madrid le abraza su devoto,

Ramón Gómez de la Serna 88

[Membrete: españa. ramón gómez de la serna velázquez, 4 madrid] Señor don Benjamín Carrión Mi querido y distinguido amigo: con mucho gusto pondré esas líneas de prólogo a su próximo libro si usted persiste en la idea. Espero las últimas referencias de su libro para saber en qué sentido he de escribir mi introducción. Saludo Su devoto amigo q. e. s. m. Ramón [4]*

Buenos Aires [19399] [Membrete: ramón gómez de la serna buenos aires victoria 1970 tel. 47-4775 Mi querido y admirado amigo: al saber por fin unas señas suyas a las que dirigirme me apresuro a escribirle. En los primeros días de la revolución española en 1936 me vine a América como a la playa ideal a la que siempre había aspirado. Llevo ya casi tres años en * Ésta y la siguiente carta las publiqué en el libro Cartas a Benjamín (ed. cit. pp. 114116). He utilizado algunas de las notas de la mencionada edición.

Buenos Aires y aunque cada vez me es más difícil la vida, el caso es que vivo. Perdida biblioteca y archivo, escribo y escribo como para restituir todo lo perdido. ¿Y usted? Si hay algún nuevo libro suyo piense en que soy un arruinado de libros. ¿Y esa Revista de Las Indias10? ¿Es posible enviar ensayos y artículos? ¿En qué condiciones ampara al escritor? He visto que está en ella mi admirado y querido D. Luis Zulueta11, al que le ruego dé mis recuerdos y le diga cuánto me alegra verle establecido en tan grata tierra de paz. Dirigida por D. Germán Arciniegas12 y protegida por el gobierno de Colombia puede ser un verdadero albergue para los espíritus que llaman desesperados a todas las puertas, en esta hora en que yo llevo probando América en experiencia total me he encontrado con desiertos y desengaños, y eso que soy un literato casi neutral frente a las luchas de nuestros días. Aunque soy de los que podrían volver a España pienso quedarme en América definitivamente, pues hay aún mucho de fratricidio que no quiero ver. ¡Eso si puedo defenderme aquí, pues aún con las veintidós repúblicas lo veo dificultoso! Vivo muy solitario, cada vez con más jornadas, pues escribo unas novelas que llamo las novelas de la nebulosa,13 ya que en estos días todo en el mundo ha vuelto a ser nebulosa. Reciba abrazos de un devoto amigo y admirador, Ramón Gómez de la Serna


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Buenos Aires, 22 de julio de 193914 Mi querido y admirado amigo: ya sabía yo que es usted de las pocas almas con las que se puede contar siempre. ¡muchas gracias por cómo ha encontrado sitio para mí en El Tiempo15 y en La Revista de Las Indias16! Me parecen muy bien los plazos y estipendios y por mí no quedará, ya que siempre procuraré enviarle cosas interesantes e inéditas. Así se evita que el escritor se vea ‘recortado’ en todos los diarios y, mientras, él se muera de inanición. No les puede desnivelar la colaboración directa y fresca de los propios escritores y más cuando están en el peor período de su existencia. Ahora espero que los dos administradores de la revista y del diario me tengan en cuenta en continuas fechas. Aquí pienso permanecer si todas esas ayudas de la América generosa llegan a tiempo y con seria asiduidad. Voy a leer su libro y tendré el gusto de remitirle un juicio lírico sobre él para que usted haga de mi crítica el uso periodístico que quiera.17 Estoy encantado de volver a tener camino íntimo entre mi despacho y su despacho, y yo creo que no sucederá más el que quede cortada nuestra línea. Otra vez con mucha gratitud queda su ferviente amigo y admirador que le abraza, ramón

Gómez de la Serna

NOTAS: 1 Benjamín Carrión. Cartas a Benjamín. Edición y notas Gustavo Salazar; Prólogo de Jorge Enrique Adoum. Quito, Municipio Metropolitano / Centro Cultural Benjamín Carrión. 1995. p. 139. (Correspondencia. Tomo I). 2 César E. Arroyo. ‘La nueva poesía: El creacionismo y el ultraísmo’. Revista de la Sociedad Jurídico-Literaria. Nueva Serie. t. 28. n. 106-111. Quito. ene.-jun. 1923. p. 64. 3 Mariano Brull. ‘Poesía, 1931’. Revista Bimestre Cubana. vol. XXXVIII. La Habana. pp. 22-23, citamos de la ‘Introducción’ de Klaus Müller-Berg a Poesía reunida de Mariano Brull. Madrid, Cátedra, 2000. p. 58. (Letras Hispánicas, n. 504). 4 Benjamín Carrión. ‘Pablo Palacio’. La patria en tono menor, ensayos escogidos. Prólogo, selección y notas de Gustavo Salazar. México / Quito, Fondo de Cultura Económica / Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2001. pp. 72-73. 5 Aunque ignoro la fecha exacta de esta carta, la publicación de un fragmento de ella en el segundo libro de Carrión, El desencanto de Miguel García (1929), me da la pauta para saber que fue enviada a propósito de recibir el primer libro publicado por el ecuatoriano en 1928, allí cita, aunque no exactamente: «Su libro es bello, justo, bien escrito, amplio de significados». p. X de «Algunas opiniones sobre Los creadores de la nueva América de Benjamín Carrión». 6 Como apuntamos en la presentación a estos documentos, el encuentro entre Carrión y Gómez de la Serna para la entrevista debe haberse efectuado hacia enero de 1930. 7 Atlántico (1929-1930). Revista literaria editada en Madrid, de la cual aparecieron 17 números, y el 18 y último se publicó en el año 1933. El director fue Francisco Guillén Salaya y el gerente Boris Bureba. Carrión publicó en ésta dos de sus estudios que luego recogió en Mapa de América: ‘Teresa de la Parra’ (n. 12 del 16 de marzo de 1930. pp. 22-30) y ‘El vizconde de Lascano Tegui’ (n. 16 del 16 de mayo de 1930. pp. 17-23), más otros dos textos, pero la entrevista a Gómez de la Serna no fue publicada en ella. 8 A partir del registro de la fecha del prólogo de Ramón podemos colegir que esta carta fue enviada pocos días antes. 9 Enviada a Bogotá. La fecha es hipotética. Gómez de la Serna salió de España con rumbo a la Argentina en septiembre de 1936 y, al parecer, mediante la presente

reinicia su contacto con Carrión. Presumimos, por lo que en ella se menciona, que esta carta es cronológicamente anterior, aunque próxima, a la que viene a continuación, del 22 de julio de 1939. Carrión en aquel entonces era Ministro Plenipotenciario del Ecuador en Colombia. 10 Gómez de la Serna consulta a Carrión si puede vincularlo con la Revista de Las Indias (1936-1951), publicación colombiana establecida por el Ministerio de Educación y dirigida por Germán Arciniegas. 11 Luis de Zulueta (1878-1964). Político y pedagogo español. Se exilió en Colombia en 1936. Formó parte del cuerpo de redacción de la Revista de Las Indias, también he visto colaboraciones suyas en el diario quiteño El Día en 1941. Entre sus libros destacan el ensayo La edad heroica (1916), y las cartas que entre 1903 y 1933 intercambió con Miguel de Unamuno. 12 La relación epistolar de Carrión con Germán Arciniegas se inició a través de una ‘carta-presentación’ dirigida por el poeta del grupo Contemporáneos de México, Gilberto Owen, en 1933 a Carrión —reproducida en Cartas a Benjamín (ed. cit. pp. 133-134)—, que establecerá una amistad por algunas décadas, hasta la definitiva ruptura por divergencias ideológicas. 13 De lo que conocemos, esta serie es un grupo de cuatro novelas, publicadas en el siguiente orden: El incongruente (1922), El novelista (1924), ¡Rebeca! (1936) y El hombre perdido (1947), suponemos que será a este cuarto y último libro de las novelas de la nebulosa al cual se refiere Ramón. 14 También enviada a Bogotá. 15 Carrión estableció amistad con Eduardo Santos, político colombiano, dueño y director del diario El Tiempo de Bogotá, a través de César E. Arroyo y Gabriela Mistral. 16 El primer trabajo que conocemos de Ramón en Revista de Las Indias, es ‘Biografía completa de Juan Ramón Jiménez’, en el tomo VI. n. 17. Época 2. de mayo de 1940. pp. 58-77; la 2ª parte la publicó en el n. 18, de junio de 1940. pp. 219-235, y la 3ª parte la publicó en n. 21, de septiembre de 1940. pp. 198-211. 17 No sabemos si la obra en cuestión es Atahuallpa (México, 1933), o Índice de la poesía ecuatoriana contemporánea (Santiago de Chile, 1937), pues no hemos hallado ‘juicio lírico’ ni crítico alguno del autor madrileño a Carrión.

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Fotos: flickr.com/yujapi

Guillermo Álvarez

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ulce María de las Mercedes llegó al pueblo hace doce años, luego de enterrar a su esposo en el altiplano peruano. Llenita y dura de carnes, no podía disimular su verano hormonal que atraía a clientes y pacientes; el apellido Huayllas, de ancestro inca, ponía un toque a sus encantos naturales. Su primer negocio de artesanías pronto se convirtió en boutique con la venta de ropa, carte-

ras y perfumes. En el cuarto año la tienda funcionaba como peluquería y la experta mujer realizaba cortes y tintes especiales de cabello, como también tratamientos de piel seca, sarnas y depilaciones. La farmacia, edificada sobre los cimientos de una tienda de artesanías, boutique y peluquería, significaba el feliz epílogo en los sueños de la inmigrante cuzqueña, ahora doctorita Dulce… —Atención para un moribundo, por favor —golpeaban la puerta. —Auxilio para un enfermo grave —hacían sonar la aldaba de hierro. —Abran la puerta que se muere! —finalmente con manotazos y patadas… Eran las tres de la madrugada cuando llegó a la farmacia Jacinto Kléver Solís, cargado por tres parientes y un vecino, todos oriundos del mismo trópico en donde la tie-


cuento

rra da a la luz hermosos arrozales. A los pies de Dulce María de las Mercedes fue depositado un hermoso cuerpo mulato de piel brillante, ataviado con pulseras, collares de santería y plumas multicolores. —Le dieron de beber zumo de querendona —dijo a viva voz su hermano. —O puede ser jugo de arrastradora —afirmaba su primo. —Tal vez empanadas de llorona —su cuñado. —Hojas de ruda —el vecino. Y todos coincidían en la audacia y la argucia de aquella mala mujer, conocida como la ‘mata hombres’, que se valió de brebajes para conquistar el corazón de Solís. Nada pudieron hacer las sangrías, ni las bebidas de cojojo, de surco de ishpingo, ni los ritos con cigarros, cuyes, huevos, alcanfor y cintas de varios colores. Tampoco los padrenuestros, avemarías, rosa-

rios y crucifijo… El paciente flotaba sobre una nube y cuando volvía en sí, sufría de alucinaciones. Una noche Huayllas examinó al paciente en la intimidad de su farmacia, clavándole una mirada que taladraba y persuadía a cualquier hombre. —Yo te voy a curar pequeño —le dijo, acariciándole las mejillas con las yemas de sus dedos—. Yo te devolveré la vida querido —continuó, apretando el pecho desnudo del enfermo—. Yo cuidaré de ti por el resto de mis días —afirmó con un suspiro, seguido de tiernos besos que paralizaban unas veces los latidos y otras veces las respiraciones de Jacinto Solís. La apasionada mujer amaneció sentada y reclinada junto al joven enfermo, a quien doblaba en edad. Cuando trasladó al hombre a su dormitorio, lo hizo bajo el convencimiento de que en su corazón, agitado por los estragos de una pasión, era el mejor momento para vivir una nueva aventura. Además, con éste, su próximo amor, sería la única forma de rescatarle del malhadado embrujo, decía ella. Y tuvo razón. A cambio de entregarse ciega a quien sería el último amor de su vida, obtuvo un hombre liberto y apasionado que perfumó con sándalo sus últimos años. Después de su muerte, Jacinto Kléver Solís, viudo y nuevo propietario de la farmacia, leyó en un libro que la Huayllas mantuvo con disciplina, el registro de pacientes, el diagnóstico del mulato que llegó en aquella madrugada, hace seis años y dos meses: ‘mal de amores’.

Guillermo W. Álvarez Guayaquil, 1940 Ejerce la radiología médica desde 1980 en la ciudad de Quito. Es miembro de la Fundación Guayasamín, de la Casa de la Cultura Benjamín Carrión y de la Unión Mundial de Médicos Escritores, UMEM, con sede en París. Se inició con la publicación de cuentos de humor médico en la década del 2000 y luego editó la obra Retazos con el prólogo de Raúl Pérez Torres. Sus escritos incursionaron en Congresos literarios europeos y recibió el primer premio del Círculo Cultural Gian Vincenzo Zorini de Italia. El cuento Mal de amores recibió el Premio Letterario Internazionale Città di Aroma del Circolo Culturale Gran Vicenzo Omodéi Lorini Onlus. 91


Antonio Sacoto Ph. D.

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isertar sobre unas novelas y no otras siempre es un atrevimiento, un desafío con el enorme peligro de cometer injusticias. Sin embargo, merced a este desafío se logran formar esquemas temáticos, estilísticos, del desarrollo de la novela y cualquier error puede ser emendado. Nadie tiene la última palabra en crítica literaria, hemos recalcado en numerosas ocasiones. Hoy me ocupan tres novelas escritas por cuencanos en el siglo XXI. En cada una de ellas, lejos de hacer un examen minucioso de la novela, nos limitamos a presentar un cuadro narrativo que le amerite a la novela el calificativo de excelente narración: los personajes escogidos de cada una de las tres novelas obedecen a tiempos, estratos, temas diferentes: Castro, con maestría, nos da un cuadro de un travesti asesinado; Arteaga, una «toma del

majestuoso, histórico, imponente Huayna Cápac a su llegada a Cuenca» y Arias capta los momentos de incertidumbre y locura de la joven amante sorprendida por su marido. Veamos: En La curiosa muerte de María del Río, de Juan Pablo Castro Rodas, la historia de un profesor en Cuenca, en la universidad de Cuenca, por todas las alusiones, personajes, lugares, instituciones, ríos, parques, etc., es la ciudad de Santa Ana de los Cuatro Ríos. El profesor que ha llevado por algún tiempo una doble vida, la del modesto profesor y la de un activo gay (tema que empieza a repetirse en la literatura cuencana). Su oscura y nada edificante vida le ha llevado a un trágico y macabro desenlace: éste es el ejemplo narrativo por la propiedad y precisión del lenguaje, la claridad, lo lacónico y la viveza de imágenes.


croquis «Ahí se encontraba el cuerpo desnudo del occiso: el rostro paralizado en un rictus cómico, las piernas abiertas de par en par y dobladas hacia su torso como si fuese una rana panza arriba o una mujer frente al ginecólogo. Una margarita salía del culo como si hubiese brotado los últimos segundos. Los pétalos blancos y perfectos parecían las alas de un insecto y el delgado tallo verde y brillante la pata de una mantis religiosa. El pene, una lombriz albina, se perdía entre las ondas del vello púbico. Junto al ombligo una daga. La daga era una pieza singular, la lámina de acero había sido incrustada en el vientre hasta el retén, la empuñadura era de madera roja con círculos concéntricos de tonos marrones, el inicio de la empuñadura parecía de oro, así como el borde, sobre la superficie de la madera se podía distinguir un pequeño compás y una escuadra con la letra g en medio… Una espesa mancha de sangre se esparcía sobre las sábanas blancas de satén. En los bordes de las fosas nasales la huella de la cocaína. Los delgados labios acentuaban una expresión…» (13, 14). En Paccha la emperatriz, de Moisés Arteaga, el autor descorre el telón de un escenario majestuoso, imponente, embellecido por una naturaleza dadivosa, la colina de Ture y allí en el centro se encuentra Túpac Yupanqui con una invocación a su divinidad, su dios, «Oh padre sol cuándo hiciste tanta belleza» (...). El autor ha tomado un pincel para transportar al lienzo el hermoso paisaje que, en lontananza, el ojo febril y ágil del inca contempla embelesado. «El paisaje más hermoso que había contemplado en toda su vida. Con una seña indicó… a sus plantas se extendía la bellísima campiña llamada Guapondelig, llanura grande como el cielo, o Paucarbamba, llano cubierto de flores, que más tarde él cambiaría al nombre

de Tomebamba. Faltaban unas dos horas para que el padre sol se ocultara tras las montañas de occidente y los rayos solares iluminaban casi tangencialmente, dando un aspecto realmente mágico al paisaje que respondía a la luz con brillos y colores de extraordinaria hermosura. La planicie era amplia, con pequeñas colinas que le daban más encanto y estaba enmarcada por la grandiosidad de las montañas que a lo lejos se veían de un color azul oscuro, infinitos tonos de verde, con pinceladas de todos los colores del arcoíris, emborrachaban con su iridiscencia al monarca. Cuatro cintas de plata reflejaban los rayos del sol, los ríos Tarqui, Yanuncay, Tomebamba y Machángara adornaban el bello y enorme tapiz extendido ante sus ojos. Cementeras de maíz, de un verde oscuro, contrastaban con el color de otros cultivos o con los bosquecillos de guabisay, de molle, de capulí, de guabos y de otros hermosos árboles que brindaban a sus narradores sombra para sus fatigas, madera para sus construcciones, leña para sus fuegos o ricos frutos para sus paladares» (14). Es una hermosa descripción que raya en lo sensual porque participan la vista, el tacto, los olores de aquellas cementeras de maíz verde, amarillas, oscuras que se bambolean al correr del viento en el precioso valle del Tomebamba. Esta descripción de Arteaga, como muchas otras que se podrían señalar en la novela, es indicativo de la preciosidad descriptiva de Pacha, la última emperatriz. Además, se trata de una novela de tema histórico que sigue los pasos de la llegada del inca Huayna Cápac al valle de Guapondelig, con todos los matices de colores y sensaciones de placer, frente a la hermosura de un precioso y majestuoso valle. En la novela Agitadas sombras bajo un nuevo sol,1 de Ernesto Arias, debe observarse la efectividad narra-

Disertar sobre unas novelas y no otras siempre es un atrevimiento, un desafío con el enorme peligro de cometer injusticias. Sin embargo, merced a este desafío se logran formar esquemas temáticos, estilísticos, del desarrollo de la novela y cualquier error puede ser emendado.

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En La curiosa muerte de María del Río, de Juan Pablo Castro Rodas, la historia de un profesor en Cuenca, en la universidad de Cuenca, por todas las alusiones, personajes, lugares, instituciones, ríos, parques, etc., es la ciudad de Santa Ana de los Cuatro Ríos. El profesor que ha llevado por algún tiempo una doble vida, la del modesto profesor y la de un activo gay (tema que empieza a repetirse en la literatura cuencana).

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tiva en los diálogos cortos, precisos y de una gran economía verbal: la llamada telefónica comunicándole a doña Elena, la noche del crimen, los arreglos para camuflar la verdad y, por el contrario, enardecer una historia fraguada por falsos testigos y abogados. Al igual, hay narraciones donde el estilo galopa, ajustándose al asunto: tal el caso de la noche fatídica en la que los amantes son sorprendidos y son arrastrados al trágico fin; Amandita se escapa aturdida, dando el salto de Leocadia, la diosa que se lanza al mar. El meollo de la novela es el crimen; su asunto, los personajes, las aristas del triángulo amoroso y la insipiencia deliberada de la verdad, elementos que por sí solos conformarían una novela. Qué manera de desdoblar la verdad, a cuentagotas, poquito a poco, cuando se menciona en las primeras líneas, enunciado de fatalidad, como simple premonición, doña Elena irrumpió en la villa… la llamada telefónica de la empleada que insistía «venga, venga, venga doña Elena», el lector

quizá ni siquiera capta la magnitud de las palabras. Unas cuatro páginas después la escena también se llena de presagio, pero en ningún momento se insinúa qué es, ni quiénes están envueltos en ella: «Doña Elena volvió la cara, no encontró palabras para decir lo que veía en su frente, con voz entrecortada se sumió en el silencio» (19). En el capítulo 9, página 73, en un retroceso (flash back) vuelve sobre el asunto y se inculpa «maldita noche, Angélica Piña, quién te pidió que me llames»…, y algunas líneas después hace el recuento de lo que dijo ella en la primera llamada telefónica «escucha, no cuentes a nadie lo sucedido, mantén prendidas las luces de la villa, las llaves de la oficina del Ahmed guárdalas tú» (73). Adviértase la insipiencia deliberada de parte del autor: en las citas que anteceden y en las que siguen, todavía no se da a conocer la magnitud del crimen; se insinúa varias veces y en varios niveles, pero aún no se descorre el telón del escenario, en donde se presentará el drama trágico y sus personajes. En consecuencia, el interés, ingrediente de gran valor en la narrativa, está en la cresta de la ola, la llave de la verdad la guardará sigilosamente el autor, así como doña Elena guarda la llave del escritorio de su hijo Ahmed, para evitar que alguien se entere de sus negocios. Sin embargo, la escena del crimen en sí no se ha dado a conocer todavía, lo que sí está ya claro es que Ahmed ha cometido un delito, posiblemente un crimen, que exige la maestra diligencia de doña Elena. «Había que evitar el escándalo, piensa de regreso a casa, luego de entregar el dinero al abogado Demetrio Hernández, quien la esperaba a media cuadra de la Corte de Justicia. Es que sólo mostrando el dinero sobre la mesa se hace callar al juez» (172). Hay un elaborado juego narrativo en el que el autor da a conocer


los hechos con palabras a medias, sugerencias, susurros, narradores impersonales, como la mayor parte de lo anotado hasta aquí, pero con descripciones conspicuas que se acercan de manera cinética al escenario, después de cambiarle de ropa a su hijo Ahmed: «Apagó la luz de la habitación; por precaución no apagó la lámpara de la esquina del velador y se puso de pie, caminó despacio alrededor de la extensa alcoba, sin hacer ruido cruzó el umbral del cuarto. Sentada con los brazos cruzados y las piernas estiradas recorrió con la vista el espectro de la casa: botellas de licor vacías, cigarrillos, humo, música a medio volumen». Adviértase, hemos dicho, que el objeto se recoge con cámara cinética, pero al mismo tiempo se notan los acercamientos «brazos cruzados», «piernas estiradas» y ese «recorrió con la vista» es el recorrido de la cámara cinética. Se relatan los por qué, cómo y cuándo. El capítulo 17 se encarga de trazar unos brochazos más sobre el tema; con igual técnica se inicia: «Ocurrió un domingo. Una pertinaz lluvia antecedió a la furia de Ahmed» y hará un recuento de la enorme amistad que existía entre víctima y victimario. Angélica Piña, la empleada, golpea insistentemente la puerta donde se encuentra Ahmed, vaciando las últimas gotas de licor y con el rostro descompuesto… pronunciando el nombre de su amigo Alberto Moreira. Dice el autor: «Quería borrar de su mente el recuerdo de la mirada lacerante de su amigo quien, levantando los brazos y abriendo la boca para pronunciar alguna palabra, se lanzó hacia su pecho para no desplomarse. Al final de la noche se liberó de los quejidos angustiantes de Alberto Moreira» (145). Desde luego, ésta es ya la versión ocular de Angélica Piña quien, al dar los golpes en la puerta, lo vio

tambaleándose en el cuarto, abrió la ventana interior y desde allí pudo mirar la escena. Según la versión de Angélica nos damos cuenta con detalles de lo ocurrido esa noche, nos dice que posiblemente sucedió porque la niña Amandita no calculó bien el tiempo y se toma todo el tiempo para arreglarse: «Lavando su cuerpo con extractos traídos de la Indias, cerró los ojos y sintió con placer el agua caliente que en un grueso chorro caía de la ducha. Más de media hora, relajada, disfrutó pasando el jabón por su cuerpo» (259). «Sí, sí, recién está saliendo de Guayaquil, le dijo, desde luego ese alguien era el señor Alberto Moreira, porque a poco tiempo que asentó el teléfono sonó el timbre de la puerta. Yo recuerdo todo eso, dice» (185) (enfáticamente «yo recuerdo todo eso» viene a dar peso, aplomo a sus declaraciones). Luego, continúa describiendo que a poco le vio a la niña Amandita pasearse por el jardín, que estaba nerviosa y nos dice: «Yo, desde mi cuarto vi y sentí que llegó el señor Alberto» (286), incluso describe la ropa que llevaba. El relator omnisciente comentará: «Ay qué noche más triste y fea, llovía, llovía y llovía, la culpa no la tenía ella, la culpa la tenía el señor Ahmed, siempre gritando y amenazando a la niña, no podía decirle nada, sólo él tenía razón…, ay maldito amor, llegas cuando nadie te necesita, confiesa» (286). Esa fue una noche inolvidable de tragedia y de muerte, de lluvia y de frío, de personajes que se cruzan en la oscuridad, pero una vez descorrido el telón, el episodio se ve con la claridad del día, impregnándose en la memoria de los testigos y personajes de la tragedia: Angélica Piña no borra de su mente la imagen de doña Elena, cómo aquella noche llegó despavorida a la villa de su hijo, tampoco borra de su mente la imagen desesperada de Amandita, corriendo

despavorida por el portal de la villa con los botones desabrochados de la blusa de manga corta,2 tampoco olvida a doña Elena cuando «mira a su hijo Ahmed tambaleándose en el suelo con el arma que utilizó en contra de su amigo», la evidencia del crimen, el narrador comenta quizá fue una coartada de Ahmed lo del viaje a Guayaquil, ante la sospecha su intención sería sorprender a Amandita en su supuesta ausencia, los cogió in fraganti y cometió el crimen. Nos dice: Ahmed ingresó desprevenido al dormitorio, Amandita y Alberto Moreira estaban juntos…, sólo la Angélica Piña fue testigo ocular de lo sucedido esa noche, y luego continúa: «Es que sólo Angélica fue testigo y sólo ella vio el orificio en el extremo derecho de la espalda de Moreira, provocado por la bala disparada por el asesino». Pero el informe policial dice que la víctima recibió el disparo en la ingle. Las imágenes que deja el escenario son claras, el cuerpo de Alberto Moreira, caído en el suelo, bocabajo, con la herida abierta en la espalda, la figura tambaleante de Ahmed Kuffó, mientras perseguía con esfuerzo a Amandita por el largo zaguán de la mansión y Amandita con la blusa abierta y los pies desnudos corriendo como una loca por la casa. Este es el remolino de las pasiones que se dan cita en la tragedia con la muerte.

NOTAS: 1 Ernesto Arias, Agitadas sombras bajo un nuevo sol (Quito: El Conejo, 2011). Las citas de esta obra indicaremos con la página respectiva. 2 Amandita es un personaje romántico, la mujer que enloquece o se queda desquiciada frente a un golpe de amor trágico. Nos recuerda a doña Inés, de Juan Tenorio; Ofelia, en Hamlet, de Shakespeare y, por supuesto, la protagonista de El amor y otros demonios, de García Márquez.

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Raúl Arias

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n la poesía de Cristina Guerra encontramos variedad de instancias donde conviven erotismo y sexo, combates de soledad, búsqueda de amor utópico, presencia de la infancia, preocupación de lo social político. Todo ello, marcado por un mundo en crisis, que conforma el escenario donde se desarrollan los registros poéticos en brillantes metáforas, incitaciones para pensar en cambios de la mente, cursos de la palabra en lucha constante para romper el desencuentro humano. Tenemos conciencia de que a quienes habitamos la crisis nos ocurre acontecimientos similares. La diferencia está en que el yo lírico se instaura con formas fuertes y metafóricas que transmiten un acontecer en cada pieza. Para Cristina el sentimiento amoroso es una presencia juvenil que exige vivir el disfrute, vibrando en un tiempo sin edad ni espacio. En Ritual, la descripción del encuentro

de los cuerpos de la pareja es minuciosa e intensa, hasta el punto que nos sentimos partícipes. Con descripciones realistas y metafóricas disfrutamos del ritmo erótico pausado que dibuja partes de los cuerpos en la acción, y nos lleva a la hondura del encuentro amoroso. Más allá, en toques de audacia, se rompen barrotes sociales, trampas de la conciencia. En Muchachas, señala a éstas una posibilidad de actitud y una ruta del todo liberada, rebelde para un medio que puede asombrarse y negar. De modo natural, lanza el reto: No compitan, / hagan de sus cuerpos / islas de nudismo, / escandalicen... / Reinventen, / hurten la postura del girasol / a la hora de entregarse a la sombra. Octavio Paz observa las diferencias entre erotismo y sexualidad: El erotismo es sexual, la sexualidad no es erotismo. El erotismo no es una simple imitación de la sexualidad: es su metáfora. Paz descubre las cualidades del erotismo señalando: No sabemos


anaquel En la poesía de Cristina Guerra encontramos variedad de instancias donde conviven erotismo y sexo, combates de soledad, búsqueda de amor utópico, presencia de la infancia, preocupación de lo social político.

a ciencia cierta lo que es, excepto que es algo más. Más que la historia, más que el sexo, más que la vida, más que la muerte*. Volviendo a la realidad que enfrenta nuestra poeta, la encontramos descubriendo los dientes afilados y los tentáculos del entorno. En Sirena de ciudad aparece la tentación de la utopía, destrozada por la realidad: …buscas la riqueza de dar / y recibir/ amor a plenitud de cielo. / Encuentras que la vida no es / canasta llena de frutas / de un paraíso que no acaba. Otra cara de la realidad está en Barrio, donde percibimos al vuelo el mundo de la miseria, que a pesar de todo descubre el goce. Tiene la vieja edad / de tres putas adolescentes. / Se enarca sobre rejas de alcantarilla... / Sonríe a la amenaza de la tempestad. / …/ Mañana es quincena, vendremos lujuriosos, / bailaremos en los adoquines. En un salto a otro ámbito social, nos topamos con la crisis convocada por los violentos, coreada por los medios. Escenario: los meandros escarlatas de Mataje, que provoca el grito: ¡Faltan tres!, ante lo cual viene la imprecación contra los silenciadores de podredumbre, falsos revolucionarios, / mesías cadavéricos / predicando un sermón infame / sobre la indefensión del monte. En ¿Qué hacen los poetas?, la voz combativa aparece frente a la bes*

Octavio Paz: El más allá erótico.

tia que teje y desteje la muerte en los cuatro costados de la tierra. Crítica y autocrítica que desnuda la realidad y la limitación de la palabra. La interrogante es a la vez un desafío para los poetas que han perdido la orientación en un mundo dominado por los medios y las tentaciones tecnológicas hacen presa de las mentes. Enuncia una sensible derrota: Su espada de palabras / no basta: / se dobla, / se resquebraja, / se hace polvo. De los cielos rojos de la violencia desciende a la altura de la ciudad mirada con ternura y una cámara de manga que registra instantáneas de la crisis: Fotógrafa de manga, / ven, apúrate, / trae contigo tu ojo: / dios se muere / y quiere posarte su agonía. El mundo de la infancia es convocado por el yo lírico de Cristina y se ve recuperado con cordialidad, vivamente, en las cometas enredadas, lagartijas en los bolsillos, la flor hurtada para la madre, la luna atrapada en un charco. En suma, la poesía de Cristina captura ondas vitales y registra aconteceres que anuncian una vibración poética que ha madurado a través del tiempo, a contratiempo, mejor, salvando los obstáculos de una humanidad que pugna diariamente por salvarse. La palabra poesía cobra sentido en la voz femenina y en el yo lírico y social de Cristina.

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Cuatro poemas de

Cristina Guerra Embriaguez

¿Qué hacen los poetas?

No son calles, sino caracol en orgasmo; no lluvia, sino avispero de cristal.

A cuatro costados de la tierra la bestia teje y desteje la muerte; los misiles saben a pezuña, a colmillos sangrando la astucia en las fronteras.

Pies mojados reptando bajo un diluvio de clímax, fragor de la tormenta. Más desnuda que la luna, vieja adolescente preñada por el sol; panal serpenteando en los tejados, satélite confundido en el zumbar de una abeja. Tú, escarbando el clítoris de la noche, masticas la costra de una piedra herida. ¿Quién echó madrugadas sobre tu piel cobriza? ¿Quién puso panderetas sobrias en tu feto? La garúa baila en tus caderas, el deseo trepa por tus piernas. ¿Quién te penetró con herejía para crear tanta belleza; tanta fealdad tan juntas, tan hermanas?

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Destilan sesos las garras, manchadas por oro blanco que se trafica en las narices. La bestia va por más, narcotiza niños con onirismo falsos, con vuelos lerdos de alcaloide, con escapes huecos que los dejan vacíos como guantes. ¿Qué hacen los poetas? Embisten con metáforas, anuncian, denuncian, renuncian. Rechazan a la bestia, al hilo centelleante de su ojo, a la avaricia verde y sucia de sus cuentas. Su espada de palabras no basta; se dobla, se resquebraja, se hace polvo.


Amantes

Muchachas

No te amo por lo que eres sino por ajeno; porque gozamos como mariposas suicidas en el ojo encendido de un candelabro.

Bailen, embadurnen el corazón los muros que separan al hombre de la nada.

No porque cuidas de mí, sino porque desafiamos al huracán. No te amo porque dices que me quieres sino porque te desnudas dentro de mí, como una hoja en la lluvia. Porque improvisamos el amor en mitad de semana; el después no cuenta, la vida es un salto mortal sin red.

Hagan el amor sobre la hierba. Embriáguense con los ojos cerrados, sin despertar al rocío. Evapórense con rock duro, vivan sin temor. No compitan: hagan de sus cuerpos islas de nudismo; escandalicen, dróguense con mar, transfórmense en minotauro con cabeza de sol. Reinventen, hurten la postura del girasol a la hora de entregarse a la sombra. Canten. Bésense a contra tiempo. Olviden; no exijan despedidas.

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Fernando Tinajero

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Ilustraciones: Fernando Torres


crítica Nota sobre un amanuence del tiempo*

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ölfflin hablaba de una historia del arte sin nombres; ignoro si fue su influencia la que hizo escribir a Valery que la historia de la literatura no debería ser la de los autores y sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor y consumidor de literatura. Es obvio que el idealismo implícito en esta tesis debía hacerla seductora para el escéptico Borges; lo que no es obvio es que yo, realista convicto y confeso, me sienta inclinado a suscribir la sentencia del poeta francés. No puedo hacerlo, sin embargo, sin introducir en ella dos levísimas correcciones que cambian su sentido: la historia de la literatura —digo, entonces— no debería ser la de sus autores, sino la Historia del Tiempo como productor y consumidor de Palabras. En consecuencia, los autores individuales no son meros amanuenses del Espíritu, como se lee en alguna página de Borges, pero lo son del Tiempo. Parecerá, desde luego, que estoy jugando con las palabras con el secreto y acaso inconsciente propósito de ocultar la gravedad de lo que estoy diciendo. Lejos de la exaltación romántica del genio creador del artista, mi hipótesis tiende a empequeñecerlo tanto que, si bien no llega al extremo de suprimir el sujeto, como la tesis de Valery, lo reduce a una condición harto subalterna. Quien ocupa aquí el centro de la escena es el Tiempo; pero basta nombrarlo para sentir la tentación de concebirlo como solemos concebir al Espíritu, es decir, como una entidad metafísica, paradojamente intemporal y abstracta. Es justo agregar, por consiguiente, que

el Tiempo, cuando se trata de los hombres, no es Tiempo solamente, sino Historia. La historia de la literatura debe ser la historia de la conciencia histórica, puesto que entiendo como tal la Historia internalizada en el sujeto y objetivada en las Palabras. Hegel decía que nadie puede ser mejor que su tiempo; pero agregaba que en ciertos casos, algunos pueden ser su tiempo. Ser su tiempo es el privilegio del escritor honrado, que sirve a la Historia de amanuense y hace de sus propios textos el Texto Cifrado de la conciencia histórica. La condición de pequeños amanuenses termina así enlazándose con aquello que Tucídides inmortalizó como atributo supremo de la Historia: ktema es aei —«una adquisición para siempre»—. Alguna mirada dubitativa, como tocada de sesgo por mis palabras, se ha deslizado clandestinamente hacia el breve libro que he venido a presentar, como queriendo preguntarse si la ampulosidad del discurso no está en proporción inversa al valor del libro. Pero esa mirada se equivoca. No estoy hablando de importancias o valores singulares, ni de este o aquel libro concreto: estoy hablando del Texto como producto de la Historia –de este Texto del cual cada texto singular no es sino una actualización más o menos lograda. Ese Texto es la adquisición que el hombre ha hecho para siempre; en él la Historia se escribe a sí misma y en sus renglones despliega su proceso. Meros momentos del Texto, balbuceos, esbozos, acercamientos vacilantes, los textos singulares no son adquisiciones eternas pero realizan, en su propia finitud, el Tiempo y su acontecer, es decir, lo realizan como Historia. Y al realizarla, logran que el hombre, abandonando para siempre la pura naturaleza, construya su morada propia en la Palabra. Esto es lo que Hölderlin quería decir cuando

Quien ocupa aquí el centro de la escena es el Tiempo; pero basta nombrarlo para sentir la tentación de concebirlo como solemos concebir al Espíritu, es decir, como una entidad metafísica, paradojamente intemporal y abstracta. Es justo agregar, por consiguiente, que el Tiempo, cuando se trata de los hombres, no es Tiempo solamente, sino Historia. 101


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escribía que «en poema habita el hombre». Historia es, desde luego, este libro de Santiago Rivadeneira, amanuense del Tiempo. Lo primero que llama la atención cuando uno se interna en sus páginas es la ambigüedad de un ambiente arrancado del sueño, pero anclado al mismo tiempo en una historia conocida que sin embargo no acaba de mostrarse. Tres personajes, obsesivamente recurrentes, pasan de un relato a otro, como suelen pasar de un capítulo a otro los personajes de una novela. Diríase que mueren y

vuelven a morir a lo largo de una vida que les mata con el mismo empeño que pone en mantenerles vivos entre los fantasmas. Son personajes que sobreviven a la ruina de su mundo desaparecido, de ese mismo mundo que, no obstante, parecen mantenerse solamente para servir de decorado al deambular de la abuela y los tíos. La voz narrativa en que viven es la de un niño cuya ingenua incomprensión garantiza la presencia del absurdo bajo la forma de una visión fragmentada, como hecha solamente con jirones de recuerdo. Entonces uno comprende que la Historia presente y escondida no está en el texto propiamente, sino en la propia conciencia: es el lector quien la pone, como movido por la necesidad de un cañamazo que sustente las disparatadas formas del sueño o de la fantasía. El autor, a veces escondido en la voz narrativa, a veces encaramado en una suerte de plataforma exterior que se alza por encima del texto, se ha dado modos de conseguir, sin advertencia previa, la complicidad del lector, cuya intervención consiste en ir poniendo en cada línea la lógica ausente, que es la lógica de la Historia. Una lógica, por lo demás, que emana espontánea de tres o cuatro referencias concretas. Entonces uno se admira del descubrimiento que el texto le ha permitido: bastan esas referencias deshilvanadas e incoherentes para que la conciencia del lector reconstruya toda la Historia alrededor del sueño, porque la lógica de la Historia es tan necesaria para la conciencia como los fantasmas y las ruinas del sueño. Pero no es todo. Además de la historia que constituye el contexto tácito de esas vidas absurdas de la abuela y los tíos, hay otra Historia que se hace presente de una manera aún más sutil, porque no lo hace en el nivel de la anécdota, sino en el lenguaje mismo. Si imaginamos


que después de mucho tiempo un hipotético lector hiciera en una vieja biblioteca el hallazgo de este libro, pero que lo encontrara descuadernado, e incluso mutilado, sin que pudiera saberse su título, ni el nombre del autor, ni la fecha de la publicación, siempre que tuviera el olfato aguzado de un lector de experiencia y algún conocimiento del pasado (de su pasado, que es nuestro presente), podría determinar cuando menos que ese libro pertenece a los finales del siglo veinte. Y no se lo dirá ningún dato exterior, sino el lenguaje. Pero al hablar del lenguaje no estoy mencionando un determinado léxico ni la presencia de ciertos giros reconocibles, sino el caos. Un caos deliberado y medido, que reproduce en sí mismo al caos del mundo del que nace. Porque este libro es, además de todo lo dicho, un testimonio de este tiempo infame en el que la demencia del mercado ha crucificado a la lógica de la dignidad, provocando el desquiciamiento del mundo. Santiago Rivadeneira ha demostrado en este libro que no es necesario imaginar dudosas ficciones científicas para anclarse en su propio tiempo descuartizado por la locura y las claudicaciones, para ser parte de este tiempo y serlo hasta el fin. Ha demostrado que aún cuando la imaginación se hunde en el ruinoso ámbito del recuerdo, el caos es capaz de descoyuntar la vida y el lenguaje, la Historia y la razón. Solo que la Historia sobrevive, porque ella misma es la razón y su límite. Y es por eso que podemos decir, una vez más, que el personaje central de toda literatura es el Tiempo, y que lo es como productor y consumidor de las Palabras. Aun cuando sean las palabras que narran las venturas rotas de una abuela desventurada. *

Quiero agradecer a Santiago Rivadeneira Aguirre por este libro suyo, que me ha obligado a volver a la filosofía del ser y del lenguaje, después de extravíos excesivos en los alrededores de la historiografía y la cultura. Al fin y al cabo, uno siempre vuelve al lugar de origen, pero todo retorno necesita un camino. Este ha sido el que la Historia me ha brindado.

Discurso en la presentación de la novela Las venturas de la abuela rota.

La historia de la literatura debe ser la historia de la conciencia histórica, puesto que entiendo como tal la Historia internalizada en el sujeto y objetivada en las Palabras.

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Jorge Basilago «(…) y sopló el sufrimiento amoroso del cerebro desnudo de América convirtiéndolo en un grito de saxofón (…)».

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Allen Ginsberg, Howl

n espectro tembloroso abandona su cama, en el cuartucho de un hotel barato, y se asoma vacilante al balcón sobre la Calle 52. A la 1 a.m., Nueva York hierve y los clubes nocturnos bullen de jazz y fanáticos. La figura —solía ser un hombre, un músico, pronto será un recuerdo— conoce bien esa escenografía. A tientas, sin encender la luz, busca una silla, mueve los dedos y prepara los labios. Por una esquina de su boca brota un hilo de sangre. Toma un saxofón de sombra y toca, en silencio, el solo más extenso y frenético y tierno y cruel de cuantos ha tocado. Toca su vida. Toca Mississippi y Oklahoma, toca Kansas City y New Orleans,

toca California y New York, toca el alcohol y la marihuana, el ejército, la sífilis y el racismo… toca a Count Basie y a Billie Holiday. Promedia marzo de 1959 y Lester Young se apaga en el presagio de una música que es, a la vez, la evocación de cosas pasadas; la banda de sonido de una época y el sustrato que enriquecerá a futuras generaciones de saxofonistas. Una amiga y un doctor llegan en su auxilio pero ya no hay nada que hacer. A las 3 a.m., cesan el afiebrado tableteo de sus manos y el soplido de sus pulmones exhaustos. Enmudece el silencio de su solo. Y comienza otro relato.

Perfiles borrosos, sonidos precisos Entre las brumas de la memoria, el saxo agonizante de nuestro personaje dibuja perfiles borrosos


pentagrama y fugaces para algunas ciudades y personas, pero las anima con sonidos asombrosamente precisos. Todo inicia en Woodville, Mississippi, el 27 de agosto de 1909. Tierra de blues, de segregación y linchamientos. Willis Handy ‘Billy’ Young y Lizetta Johnson reciben a su primogénito, Willis Lester. Willis padre entra y sale de la vida familiar llevado por su trabajo como músico itinerante. En el término de ocho años, hasta su separación definitiva, la pareja concibe otros dos hijos que la madre cría en soledad: Irma y Lee. La música, como la vida, da giros impensados y vertiginosos. Poco después Lizetta vive con sus hijos en New Orleans, por esos días la ciudad más musical de los Estados Unidos. En cada calle resuena un jazz germinal, estridente y gozoso, que fascina al pequeño Lester aunque su personalidad silenciosa y sensible no se le parece demasiado. Ver a aquellos músicos se transforma en una obsesión para él: «Cuando comenzaban a tocar, sin importar lo que yo estuviera haciendo, corría hacia ellos y me quedaba observándolos, con la lengua colgando fuera de la boca… Amaba esa música». Pero el siguiente pasaje de su solo se ensombrece con una mentira y una separación. Una hermana de su padre llega de visita, para llevar a los tres pequeños a ‘dar un paseo’ mientras Lizetta está en el trabajo. No volverán a verla por cerca de diez años. En su lugar, los niños son incorporados forzosamente a los New Orleans Strutters, la banda musical paterna que recorre todo el sur y el medio-oeste estadounidenses junto con distintos circos. A fuerza de rigor y castigos físicos, ‘Billy’ enseña a sus hijos a tocar varios instrumentos y a leer música. Lester demuestra una facilidad natural, apoyado en un oído y una

memoria prodigiosos. Se inicia con la batería y pasa luego al saxo alto, en el que se afirma durante varios años. Su padre, acaso para espantar la sospecha de favoritismo, le exige y lo azota más que a ninguno de los otros músicos. La distancia entre ambos crece hasta hacerse insalvable. «Él era demasiado tierno. No le gustaba ver a ningún ser humano maltratando a otro», lo describe su futuro compañero de andanzas, el baterista Jo Jones.

Sin mirar atrás Harto de los golpes y las conductas despóticas de su padre, Lester se independiza en 1927. Mientras los New Orleans Strutters van en gira hacia el sur profundo de los Estados Unidos, él elige apearse en Kansas, sin mirar atrás. Todo lo que tiene son 18 años y la ropa que lleva puesta. En principio, se une a una banda de nombre curioso: los Bostonians de Art Bronson, que jamás han pisado la capital de Massachussets. Actúan en un circuito regional, la paga no es abundante, pero pronto aparece la oportunidad que espera y vestida de gala: el saxofonista tenor de los Bostonians tiene aires de estrella, complica el trabajo y nadie lo soporta. «Cómpreme un saxo tenor, yo me ocuparé de ese maldito y entonces estaremos bien», le pide a Bronson, aunque nunca antes ha tocado ese instrumento. Gracias a ese cambio brota su identidad definitiva en el jazz, que es la porción del mundo artístico que más le interesa. Toda su existencia se acelera en esos días, como si tuviese la necesidad de exprimir a fondo la libertad recién estrenada. Se radica en Kansas City; casi se ahoga en el río Grande —lo salva Ben Webster, futuro gran saxofonista y excelen-

te nadador— durante una gira; se casa por primera vez; y también tiene una hija con una mujer blanca, hecho que mantiene oculto por una razón de peso: aunque en las leyes no se menciona el tema, las parejas interraciales están prohibidas en la práctica, con riesgo cierto de linchamiento para los rebeldes. De los Bostonians salta a los Blue Devils, un grupo histórico que no deja ningún registro grabado, pero que sienta las bases del estilo de Kansas City, la ciudad desde la cual el jazz se proyecta hacia todo el territorio estadounidense como una música popular y masiva. Comandado por Count Basie, el grupo funciona en forma de cooperativa y, además de Lester, cuenta entre sus miembros al trompetista Hot Lips Page y al saxofonista alto Buster Smith. Su final, en 1929, responde a la desorganización interna y al crack de la bolsa de Wall Street: en la ruina, con sus instrumentos incautados y sin dinero para regresar, los músicos quedan varados en Virginia. «Los vagabundos nos enseñaron cómo abordar un tren sin pagar y así logramos llegar a Cincinnati. Allí tuvimos una reunión y se decidió que cada hombre quedaba por su cuenta», frasea Lester en su saxofón imaginario, tres décadas más tarde. Cuando por fin logra volver a Kansas City, pasa varios años trajinando el circuito local de jam sessions —largas improvisaciones que son, a la vez, un juego y un desafío entre músicos—, pasa por la banda de King Oliver y finalmente se reúne con Basie en un nuevo proyecto: The Barons of Rhythm. Su nombre suena cada vez más fuerte entre los conocedores, junto al de otro joven llamado Coleman Hawkins. Solo cinco años mayor que Lester, Hawkins es algo así como su ídolo y su némesis en partes iguales. Entre ambos, inauguran el rol y la relevancia que el saxo

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Miles Davis y Lester Young.

tenor conservará de allí en adelante para el jazz. Incluso comparten escenario varias veces, e integran la banda de Fletcher Henderson en períodos alternados. Pero sus estilos y personalidades son bien distintos: mientras Hawkins tiene el perfil típico del bandleader, Lester prefiere mantenerse como acompañante. Todo lo que aquel aborda con estridencia, agresividad y rapidez, para este se resuelve con fluidez, lirismo y elegancia.

Un Presidente cool

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A mediados de los años treinta, New York es la nueva meca del jazz. Lester renuncia a la banda de Henderson y se dedica a recorrer los clubes nocturnos de la Gran Manzana. Una de aquellas noches, conoce a una cantante que ronronea en forma muy similar a la de su saxo. Es Billie Holiday.

A mediados de los años treinta, New York es la nueva meca del jazz. Lester renuncia a la banda de Henderson y se dedica a recorrer los clubes nocturnos de la Gran Manzana. Una de aquellas noches, conoce a una cantante que ronronea en forma muy similar a la de su saxo. Es Billie Holiday. Enseguida se sienten como hermanos tanto encima como debajo del escenario: «El hombre más importante en ese momento era Franklin D. Roosevelt, el presidente. Por eso empecé a llamar ‘Presidente’ a Lester. Después lo acortamos a ‘Prez’, pero aun así significa lo que se supone que debe significar», subraya ella, a quien Lester bautiza como Lady Day. Muy pronto Lester regresa con Count Basie, que ha conformado una big band y tiene un contrato discográfico que cumplir. Las condiciones son abusivas, pero por primera vez, el sonido de ese saxo tenor del cual muchos hablan, queda impreso en una placa. A su turno, Lester realiza grabaciones con otros grupos ensamblados para la ocasión, bautizados como Kansas City Six y Kansas City Seven. «Él podía lanzarse de cabeza dentro de improvisaciones que, con cada nuevo estribillo, se renovaban a sí

mismas por arte de magia, como si su energía y originalidad no conocieran límites», lo pinta el productor artístico, crítico y mecenas John Hammond, el hombre clave en la captación y proyección de talentos jazzísticos hasta bien entrados los años setenta. La etapa de esplendor de Prez llega con altibajos hasta mediados de la década siguiente. En ese lapso hay nuevas rupturas y reencuentros con Basie; grabaciones con Lady Day; la filmación de un corto cinematográfico, Jammin’ the blues, con él como figura principal; y hasta un intento fallido de liderar su propia agrupación: no tiene el carácter para ello. Durante un tiempo incluso cambia de rumbo y se establece en California, donde se integra a la agrupación de su hermano Lee, baterista reconocido de la costa oeste. Sigue siendo un hombre reservado y de trato afable, de aspecto intrigante y curiosa forma de hablar: para él, las personas blancas son «grises», «quemar» es cocinar y «sentir un aire» es percibir racismo en el ambiente. La arista oscura de su personalidad tiene que ver con su incontrolable adicción al alcohol y con una sífilis que avanza gracias al terror que siente por las inyecciones. «El misterioso estilista de la banda de Count Basie, definió los elementos del estilo cool años antes de que (Chet) Baker y otros músicos blancos en California los codificaran como escuela», remarcan los cronistas entendidos en el género. Su forma relajada de ser y de tocar no presagia las tormentas que lo sacuden por dentro.

Rumbo al silencio A finales de 1944, luego de evadir en varias ocasiones la convocatoria, lo obligan a cumplir con el servicio militar. Su carácter y sus


adicciones le causan problemas. Enfrenta una corte marcial y lo envían detenido a una prisión militar en el sur racista, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Nadie sabe con detalles qué le sucedió allí, pero su espíritu luce más oscuro y desconfiado tras la liberación. También su estilo musical se torna cavernoso y melancólico, con las consiguientes críticas negativas: «Venían y me preguntaban: ‘¿Cómo es que ya no tocas como tocabas cuando estabas con Basie?’. Bueno, eso no es progresivo (…). Tengo que pensar en nuevos trucos, nuevos sonidos y cosas por el estilo. Esa es la forma en que vivo», se justifica. Los augurios de una pronta y fatal decadencia no se cumplen del todo. El silencio lo invade poco a poco: hasta mediados de los años cincuenta le deja espacio para fugaces destellos de sus mejores días. Se da el gusto de compartir escenario con Hawkins y con Charlie Parker; asombra pese a todo a un

futuro grande como Miles Davis y también cruza un puñado de veces a Europa, de la mano del productor Norman Granz y sus ciclos Jazz At The Philharmonic (más conocidos como JATP). Se casa nuevamente y tiene dos hijos que por fortuna no heredan su enfermedad. Afronta un par de intentos de desintoxicación, pero recae siempre y hasta padece una crisis epiléptica en medio de un concierto. Solo una cosa parece animarlo: «(…) fuera de la música Lester caía en la indiferencia, como si la chispa vital hubiese dejado su cuerpo para buscar refugio en un sueño», subraya Hammond. Deja todavía, aquí y allá, muestras de su antiguo talento en grabaciones y actuaciones dispersas, como su mente y su ánimo. Pero las combina con otras francamente lamentables. Tiene sin embargo la postrera lucidez de proteger a su esposa e hijos: sintiéndose morir, en 1958 abandona la casa familiar en los suburbios y busca refugio en el

Hotel Alvin, un alojamiento barato sobre la calle 52, en el corazón de New York y del jazz. «No se trata de que nuestro matrimonio se haya roto alguna vez, él solo quería estar en el lugar en que las cosas sucedían», lo justifica su última esposa, Mary Berkeley. A comienzos de 1959 acepta un contrato de ocho semanas en París, con buena paga. Sin amigos ni familia, deprimido y frustrado por su bajo nivel, en los momentos libres bebe como si quisiera acabar de una vez con todo. Una semana antes de completar sus compromisos, comienza a vomitar sangre y continúa haciéndolo en el vuelo de regreso a su país. Se refugia en el Alvin y atraviesa un sueño agitado e inquieto en el que toca como en sus mejores días. Hasta que sus dedos dejan de responder. Faltan un par de horas para que amanezca el 15 de marzo de 1959. En un rincón del cuarto hay un viejo saxo en su estuche. New York está en silencio. Igual que Lester Young.

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Dra. Inés M. Flores

Empuja tu camino hacia el sol

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e una generación importante de pinores no contaminados por las cuestionables novelerías de los días que corren, Antonio Arias (Quito, 1944) acaba de cumplir 50 años de ejercicio artístico; medio siglo de dialogar diariamente con los soportes, los pigmentos y las técnicas. Pero también con diversos temas. Comenzó en los años setenta, sin necesidad de academia; solo con alguna instrucción de otros pintores con experiencia. Esto le significó una entrega total al oficio, obedeciendo a una vocación manifestada, con la pasión por el dibujo, desde su niñez. Con el tiempo y el hecho de visitar con avidez algún taller, aprendió las técnicas de la acuarela, la témpera, el óleo: esto es, el oficio. De modo que su expresión plástica se enriqueció, permitiéndole ese diálogo, tan sustancioso, con el papel, la cartulina o el lienzo.

Silencio ancestral


paleta La crítica le ha sido favorable y, entre otros reconocimientos, fue invitado por el Departamento de Estado a participar en el programa de Intercambio Cultural con los Estados Unidos. Ha expuesto en casi todas las ciudades del país y también en el exterior. Impresionan al espectador su creatividad y la singular estética de su obra. A Arias le atraen, sobre todo, los motivos del folclor nacional y la morfología de nuestros campesinos, que lleva al soporte con ciertos matices característicos de su estilo: un dibujo muy personal y una cromática contrastante, que derivan en una estética propia. Pero al margen del folclor, a este artista le interesa también el paisaje, ya sea citadino o rural. Inclusive ciertos detalles arquitectónicos, más bien antiguos, y extrañas criaturas zoológicas. Lo otro son la geografía y la vegetación, fresca y abundante. Esta múltiple visión la atribuye el mismo artista a su pasión por la erranza. Él mismo se identifica como un «gran andariego» y alguien con una gran sensibilidad y muchas inquietudes, lo que le ha llevado, incluso, a coquetear, lúdicamente, con el abstracto. Este ‘andariego’ se encuentra frecuentemente, como no podía

ser de otra manera, con las fiestas populares; con los ritos y las costumbres de nuestras culturas ancestrales, y esas visiones las lleva a

El Presidente Nacional de la CCE, Camilo Restrepo Guzmán entrega un reconocimiento por los 50 años de actividad artística del pintor Antonio Arias.

la cartulina o al lienzo, agrupando a la gente, en muchos casos en términos festivos y con instrumentos musicales, siempre en equilibradas composiciones, lo cual se puede interpretar como una obsesión por la fraternidad humana, opuesta a los odios que dispersan a los individuos y a las sociedades de nuestra especie. Paralelamente a su ejercicio artístico, Arias mantiene un taller de enseñanza de pintura, cuyas alumnas lo elogiaron con entusiasmo, por su seriedad, bonhomía y capacidad didáctica, en el homenaje que, por su medio siglo de exitoso ejercicio artístico, le ofreció el 30 de abril de este año la Casa de la Cultura Ecuatoriana. 109


Viento dorado Autora: Carmen Lucía Cordero López Género: Poesía Editorial: CCE Año: 2019

«Este libro es una cajita musical, sus textos y dibujos tienen un ritmo y disposición que producen melodías que nos trasladan a playas doradas y montañas secretas, a lejanías calladas e intimidades radiantes, que ennoblecen a los seres más pequeños, a las cosas sencillas; se siente en su observación y lectura una naturaleza panteísta, un amor verdadero por las cosas amables, frescas, alegres, sin esconder las agazapadas sombras, e inevitablemente nos hace agradecer el regalo de la vida». PRC

Historia del deporte Carchense – Tomo I Núcleo del Carchi Autor: Nelson Polivio Dávila Género: Historia deportiva Editorial: CCE Año: 2019

Charlas de Rock Vol. I Autor: Pablo Rodríguez Género: Entrevistas Editorial: CCE Año: 2019

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«La Historia del deporte Carchense – Tomo I es una semblanza que recoge, a través de los siglos XX y XXI, la práctica de las más importantes disciplinas desarrolladas en la provincia; resume en estas páginas los años dorados del ciclismo carchense que, junto a los de la pelota nacional, dieron gloria y esperanza para fortalecer el sentido y orgullo de pertenencia a esta región de la patria». JRAR

Charlas de Rock Vol. I es un espacio en el que varios protagonistas del rock en Ecuador cuentan desde el detalle las motivaciones, frustraciones y necesidades que devinieron en la obra que los ha hecho acreedores a ser parte de este primer volumen de historias particulares, a partir de las cuales se devela una infinidad de vivencias que son reflejo de sueños y riesgos, que solo pocos arriesgados se atrevieron a correr, para hoy ser a quienes les debemos parte importante de lo que orgullosamente podemos llamar rock ecuatoriano. PR


Revista Traversari No.6 Casa de la Cultura Ecuatoriana Director: Juan Mullo Género: Música Editorial: CCE Año: 2019

NUEVOS PARÁMETROS DE LA MUSICOLOGÍA ECUATORIANA DE CARA AL SIGLO XXI «La temática para esta revista nace de una serie documental sobre la diversidad sonora del Ecuador. Un sinnúmero de viajes a Guayaquil, Esmeraldas, Ambato, Cuenca, Otavalo, Quito y otras ciudades, en donde se puso interés tanto en las músicas originarias y académicas cuanto su convivencia con las corrientes alternativas: la cultura hip hop, el rock, la música electrónica, la música rap. Si bien esto fue vivencial en el contacto con las comunidades sonoras, por otro lado, la fundamentación debía encontrar una línea de mayor reflexión que lo etnográfico. Al ojear una conferencia de la etnomusicóloga Hettie Malcomson, en la UNAM de México, ‘Descolonizando el conocimiento de la música popular: danzón, rap y autoridad académico hegemónica’, confluyen los objetivos de nuestro cabildeo editorial y se deduce su trascendencia en la realidad latinoamericana. Al deconstruir los supuestos teóricos de nuestra orientación musicológica, el ejercicio investigativo de la revista No. 6 nos posibilita comenzar a dialogar con sectores que replantean los conceptos de música ecuatoriana o música nacional. Al mismo tiempo, ir apuntalando nuevos parámetros de la musicología ecuatoriana de cara al siglo XXI, interpelar su ‘noción de verdad’ como hegemonía ideológica y dar paso a experiencias dialogales en la construcción de otros conocimientos». JMS

Historia y antología de la literatura ecuatoriana Tomo XII: Leyendas y mitos ecuatorianos Academia Nacional de Historia Autor: Varios autores Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2019

Ecuador es un país de alta cultura literaria, que requiere ser mejor estudiada y conocida por las nuevas generaciones. Esa ha sido la motivación que ha llevado a la Academia Nacional de Historia a preparar esta Historia y antología de la literatura ecuatoriana, concebida originalmente en 14 volúmenes en cuya elaboración han participado más de 60 académicos y escritores de reconocido mérito. Va nuestra gratitud para la Casa de la Cultura Ecuatoriana cuyos representantes, Camilo Restrepo Guzmán y Patricio Herrera Crespo, presidente y director editorial, respectivamente, han brindado su generoso respaldo para la publicación de esta obra.

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Kviernícolas Autor: Varios autores Género: Varios géneros Año: 2018

Tzántzicos Autor: Varios autores Género: Poesía Editorial: Tzántzicos Ediciones Año: 2018

Cuadernos Hispanoamericanos Género: Revista literaria Editorial: Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Año: 2018 - 2019

Mi vida entre poemas Autor: José Villacreses V. Género: Poesía Año: 2018

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Kviernívolas: Grupo de escritores que se reúne para almorzar en un restaurante de la Plaza Foch, cada viernes, siempre atendidos por el jefe de meseros, Alejandro Rocha. Desde el 2016, lo conforman: Abdón Ubidia, Raúl Pérez Torres, Iván Égüez, Antonio Correa Losada, Édgar Allan García, Luis Zúñiga, Pavel Égüez, Kintto Lucas, Ramiro Arias Barriga, Javier Villacís Mejía, Felipe Vega de la Cuadra.

«La presente antología de once poetas que integraron en grupo Tzántzicos selecciona poesía escrita entre 1962 y 1968 y la escrita entre los años 1969 y 2018. En resumen, la de dos momentos: la época de los años sesenta corresponde al de la fundación y el activismo poético y político de sus miembros; y la época posterior, hasta nuestros días: los jóvenes poetas de los sesenta, unos más y otros menos, en medio de la vida, continuaron su labor poética». RA

Los números 822, 823 y 824 de la revista Cuadernos Hispanoamericanos contienen sus secciones ya clásicas de Punto de Vista, Entrevista, Mesa Revuelta y Biblioteca. Aparecen artículos sobre Juan Goytisolo, Blas de Otero, César Aira, Eliseo Diego, y entrevistas a Karla Suárez, Carmen de Eusebio y Marcos Giralt Torrente, entre otros muchos artículos de esta publicación española.

«No será una biografía precisamente, sino más bien una narrativa de pasajes de la vida cotidiana con sus reflexiones e impresiones, anécdotas y recuerdos que quedaron grabados en las pupilas con imágenes escaneadas en la memoria». JVV


convocatoria Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Loja

Bases del concurso

L

a Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Loja, convoca al VII Concurso de Literatura Miguel Riofrío 2019, género Novela, cuyos requisitos de participación se ajustarán las siguientes formalidades:

I. Participantes Podrán participar solamente autores ecuatorianos, sin distinción de sexo o edad, con obras escritas en idioma español, totalmente originales y que nunca hayan sido objeto de publicación ni de divulgación en formatos impreso o digital. Cada concursante podrá presentar una sola propuesta; queda no permitida la participación de los triunfadores en las ediciones anteriores. Las obras se remitirán por triplicado, debidamente anilladas o encuadernadas a la siguiente dirección: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Loja (Concurso de Novela Miguel Riofrío 2019) Calle Colón 158-67 y Bernardo Valdivieso Código postal: 110 108 Loja-Ecuador

II. Presentación Las obras se presentarán suscritas con seudónimo. La extensión de los trabajos no será inferior a las cien páginas ni superior a las ciento cincuenta y deberán estar redactados en letra Times New Roman a 12 puntos y doble espacio, con texto impreso por ambas caras, en páginas de tamaño DIN A4. En la primera página se consignará el título de la obra y el seudónimo del autor. Los originales irán acompañados de un sobre o plica, en cuyo exterior constará solamente el título de la creación literaria, y en su interior los siguientes datos: nombre del autor, domicilio, copia de la cédula de identidad, CD con copia digital de la obra, teléfonos, correo electrónico y manifestación expresa de la condición de originalidad de la novela, su carácter absolutamente inédito, así como de la responsabilidad que asume con la titularidad de la misma. Las obras que no reúnan tales requisitos no serán admitidas.

III. Plazo El término de admisión de los trabajos concursantes concluirá el viernes 6 (seis) de septiembre de 2019, a las 16h00; queda absolutamente prohibida la recepción de obras una vez vencido el plazo establecido.

IV. Jurado y votación No se darán a conocer los nombres de los integrantes del Jurado hasta que se haga público el veredicto. Las deliberaciones serán secretas, no se permitirá establecer comunicación alguna de sus miembros con los participantes. El fallo será inapelable. Salvo razones de fuerza mayor que lo impidan, el veredicto se hará público en el mes de noviembre del año en curso, en rueda de prensa que convocará el Núcleo provincial de Loja. Una vez adjudicado el galardón, se destruirán los originales presentados y en ningún caso se facilitará copia de la evaluación de las obras examinadas.

V. Premio Se otorgará un premio único de tres mil dólares (3.000 USD) al autor o autora de la novela ganadora. La CCE, Núcleo de Loja, publicará por medios propios o externos la obra triunfadora y entregará al autor el porcentaje de ejemplares correspondiente, conforme lo dispone la normativa institucional. El premio podrá ser declarado desierto. El jurado tendrá la potestad de otorgar, si fuera el caso, menciones de honor sin dotación económica. El escritor o escritora que triunfe en este concurso quedará comprometido a participar del acto de premiación, que será anunciado con suficiente anticipación.

VI. Otros Cualquier aspecto no contemplado en estas bases que sea necesario solucionar durante el Concurso, será resuelto por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Loja, y comunicado a todos los participantes. www.casadelacultura.gob.ec cculturaloja@casadelacultura.gob.ec 07 257 1672 Ext. 101 exposcceloja.blogspot.com

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PRESENTACIÓN DEL LIBRO VIENTO DORADO EN CUENCA Viento dorado, el hermoso libro de Carmen Lucía Cordero López, llega directamente al corazón y nos ilumina, nos conmueve y literalmente nos da alas de mariposa para elevarnos y agradecer a la vida. Arte y poesía se funden en una aleación que brilla con luz propia. Por un lado está la composición, el color, las formas, el vuelo, el realismo y el abstraccionismo conjugados a través de la fascinante imaginación de la autora. Por otro lado, las palabras cristalinas, el lenguaje diáfano en cada página, los versos que palpitan como un corazón amoroso en toda la obra. Pero la poeta y pintora también nos interroga, nos obliga a reflexionar y responder, porque también es eso la vida: una interrogación que debemos contestar día a día, un renacer y morir, una metamorfosis continua para ser mejores, ya que, como dice ella: «Todo /desde una piedrecita hasta una estrella /desde un pensamiento hasta una montaña /desde una sensación hasta el movimiento de la Tierra /está cambiando, cambiando, cambiando».

Patricio Herrera Crespo, Juan Valdano, Carmen Lucía Cordero, Juan Cordero y Camilo Restrepo Guzmán. Abajo, derecha: Pablo Martín Sánchez

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Pero este no es solamente un cántico a la naturaleza, a la mariposa, a la mujer y al amor. Es también un intento de abrazar a todo el universo, a todos los hombres y mujeres de nuestro planeta. La Casa de la Cultura Ecuatoriana ya ha publicado a varios autores nacidos en esta entrañable y bella zona austral de la patria. A más de la poesía de César Dávila Andrade, hemos editado obras de Sara Vanegas, Juan Valdano, Eliécer Cárdenas, Mariagusta Correa, Francisco Proaño Arandi, Jorge Dávila Vásquez, y los libros infantiles de Rosa Cecilia Abril e Iván Petroff, entre otros. Durante mi administración hemos continuado y continuaremos con este apoyo a los escritores y artistas de esta región tan esencial para el país en todos los aspectos. Después de haber visto, leído y disfrutado de Viento dorado, no me queda más que repetir estas palabras de Nietzsche: «La verdad es que amamos la vida, no porque estemos acostumbrados a ella, sino porque estamos acostumbrados al amor». Camilo Restrepo Guzmán


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QUITO TALLADO EN MADERA La escultura quiteña tiene sus orígenes en el arte español, pero durante la época de la Audiencia de Quito, los artistas adaptaron y transformaron hábilmente estas raíces, para crear una forma y un estilo singular y esencialmente quiteño, lograron trascender el estilo, convirtiéndolo en un lenguaje local distintivo. Toda esta vena artística, colmada de capacidad creativa y de profunda destreza manual, sale a relucir en la muestra ‘Quito tallado en madera’, del maestro Marco Antonio Masapanta Calderón. Son obras producto de una cuidadosa observación, se puede apreciar su interés por perpetuar iglesias, plazas y cada rincón de este centro histórico que con justo merecimiento fue reconocido por la Unesco como Patrimonio Cultural de la Humanidad, constituyéndose como una fuente inagotable de motivos significantes, que junto a su imaginación desbordante, irán sucediéndose y desarrollando obras de profundo contenido estético. Trabajador incansable de sus fantásticas propuestas, que llenan composiciones sorprendentes, llegando a marcar un conjunto de seducciones. Marco Masapanta retiene sitios y los convierte en instantáneas duraderas de lo fugitivo. Composiciones cargadas de elementos que instauran la imaginación, el sueño de un maestro reflexivo, colmado de quehaceres y saberes, que presenta en el Museo de Arte Colonial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana ‘Benjamín Carrión’ en la muestra ‘Quito tallado en madera’. Marco Antonio Masapanta Calderón, es el autor de esta obra artística cincelada con pasión y profunda sensibilidad. Fernando Salme V.

Marco Antonio Masapanta Calderón

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tributo

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l maestro Segundo Bautista falleció este 8 de mayo y sus restos fueron velados en el Ágora de la Casa de la Cultura, adonde concurrieron cientos de personas a despedirlo y acompañar al homenaje que músicos y cantantes le rindieron, siguiendo el pedido de sus hijos que querían que su padre fuera despedido sin llanto «porque no hay que llorarle sino ensalzar su gran legado». El presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Camilo Restrepo Guzmán, a nombre de la institución, destacó la trayectoria de este gran músico compositor de más de 300 canciones. Segundo Bautistas nació en Salcedo (Cotopaxi) en 1933 y murió en Quito a los 85 años de edad producto de una neumonía. «Fue un hombre muy creyente, no sufrió en su partida, se fue en paz y tranquilo», dijo Alex uno de sus hijos. Fue un fructífero compositor de más de 300 obras en varios géneros musicales, desde boleros hasta fox incaicos. Su composición más célebre fue: Collar de lágrimas. En esa lista de éxitos también figuran la Cumbia chonera (originalmente llamada Cumbia salvaje) y Voy pa

mi pueblo, que Don Medardo y sus Players hiciera famosas. «Fue un genio, a los cinco años comenzó a tocar el piano y a los siete ya era pianista, a los 11 tocaba a la perfección la guitarra y a los 15 el requinto, el acordeón, el bandolín y el bajo. Segundo Bautista fue alumno de guitarra del maestro Víctor Hugo Haro, en la Escuela de Ciegos de Quito. Además de fructífero compositor, fue cantante y músico de varios instrumentos. Su calidad le llevó a formar parte de varias agrupaciones, empezando con el trío los Montalvinos, los Barrieros; más tarde formó parte, junto con Guillermo Rodríguez y Nelson Dueñas, del trío Cuerdas y Fantasía. Justamente con esta última agrupación, Bautista participó en la película Mitad del Mundo. En la planificación anual del Museo-Escuela del Pasillo de Quito se tenía previsto hacer un homenaje a Bautista; ese evento se mantiene para fines de julio. Habrá una muestra temporal y un programa musical con varios artistas reconocidos del país cantando los temas del maestro que nos dijo adiós pero deja una enorme herencia musical.


FERIA DEL LIBRO

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50 aĂąos de arte


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