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ACUARELAS · RETROSPECTIVA PATRICIO SERRANO PINTO Museo de Arte Moderno CCE, Quito Sala Joaquín Pinto Avs. 12 de Octubre y Patria Frente al Hotel Tambo Real
Inauguración: Jueves 14 de noviembre de 2019, 19h00 Clausura: 7 de diciembre de 2019 Horario de atención: 09h00 a 17h00 de martes a sábado www.casadelacultura.gob.ec
editorial La paz que necesita el Ecuador
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educir la comprensión sobre la paz a una frase es una tentación siempre presente. Aunque hay frases que nos ponen frente al espejo de nuestras necesidades y nos critican, como cuando Juan Pablo II dijo que «no habrá paz en la Tierra mientras perduren las opresiones a los pueblos, las injusticias y los desequilibrios económicos que todavía existen». Hace pocos días el Ecuador vivió dos semanas de grave conmoción social y política que nos reveló una verdad: la paz como una formalidad es una entelequia frágil cuando priman las injusticias sociales, la inequidad, la carencia de diálogo social auténtico, la imposición del más fuerte en lugar de la búsqueda sincera del consenso. En tales condiciones de convulsión social, la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en forma libérrima, abrió sus puertas para que miles de indígenas que se habían movilizado desde lejanas tierras y aldeas, tuvieran en sus espacios físicos un lugar de temporal descanso, aunque también de búsqueda del diálogo con su contraparte, el gobierno central. Los indígenas hablaban de libertad y justicia, dos valores éticos supremos que muchas veces los olvidamos por la necesidad de la sobrevivencia diaria. A la postre hubo un paréntesis de diálogo, un modo de buscar la paz. O como dijo Gandhi, «No hay camino a la paz, la paz es el camino». En Guayaquil hubo incluso una gran concentración social donde miles de personas clamaron por la necesidad de la paz, un sentimiento loable. Y un reclamo implícito a que no se proclame ni se practique formas de exclusión, racismo, xenofobia, o se confunda la paz con el estado en que prima la tensa calma sostenida en la punta de las espadas. La paz es un estado de ánimo de las personas y las sociedades. Es también una cultura que se construye día a día en cada uno de nosotros, mediando la tolerancia y el respeto al otro, al diferente. Algo más indispensable aún en el Ecuador, un país multicultural, un Estado plurinacional, una sociedad de las diversidades. El compromiso histórico de la Casa de la Cultura Ecuatoriana se vincula irrenunciablemente a aquella construcción de un ambiente de libertad, justicia social, respeto a los diversos, diálogo auténtico, para que la paz no sea un reclamo pasajero, tampoco una palabra que nos excusa de nuestras grandes responsabilidades individuales y societales.
número cuarenta y uno • octubre 2019
Presidente Camilo Restrepo Guzmán Director Patricio Herrera Crespo Editor Patricio Viteri Paredes Colaboran en este número: Raúl Arias, Jorge Basilago, Jakk Cabrera Plaza, Mauro Javier Cárdenas, Jorge Consiglio, Wilfrido Corral, Betina González, Yuliana Marcillo, Juan Carlos Méndez Guédez, Humberto Montero, Cristina Morales Ruiz, Michelle Roche Rodríguez, Antonio Sacoto, Gustavo Salazar, José María Sanz Acera . Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila L. Portada Patricio Serrano, Iglesia de San Agustín, acuarela.
Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. 6 de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2565-808 Ext. 463 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com
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índice
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Sobre los huesos de los muertos, fragmento de la novela de la Premio Nobel polaca Olga Tokarczuk.
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Fragmento de la novela Carta breve para un largo adiós, de Peter Handke, Premio Nobel 2019.
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La mujer de espaldas, relato del gran escritor venezolano José Balza, a quien le rindieron un homenaje hace poco en Salamanca.
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Poesía de David Huerta, poeta mexicano, Premio de Literatura en Lenguas Romances 2019, FIL de Guadalajara.
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Deuda o desgracia, relato del excelente escritor argentino Jorge Consiglio.
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Dos capítulos de la novela Lo inextinguible, de Jakk Cabrera Plaza, Mención en el Premio La Linares 2019.
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Betina González, gran escritora argentina, nos presenta su cuento El amor es una catástrofe natural.
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La Intercomunal del Valle, relato de Juan Carlos Méndez Guédez, reconocido escritor venezolano.
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Capítulo de la novela Los revolucionarios lo intentan de nuevo, del escritor ecuatoriano Mauro Javier Cárdenas.
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Jorge Basilago aborda la vida y obra del gran músico de jazz Miles Davis.
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Estudio de Gustavo Salazar sobre dos poemas recuperados de Medardo Ángel Silva.
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Yuliana Marcillo reseña a tres voces poéticas de Manabí: Hugo Mayo, Jacinto Santos Verduga (Chintolo) y Luis Félix López
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Sin un héroe, cuento del escritor norteamericano T.C. Boyle.
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La escritora venezolana Michelle Roche Rodríguez nos entrega su relato Mamadoras de gallo.
Poemas de Cristina Morales Ruiz, escritora ecuatoriana. Raúl Arias reseña el libro La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015.
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Humberto Montero analiza la estética de la psicodelia en los años sesenta del siglo pasado.
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De la crítica nacional a una nacionalista, artículo del reconocido crítico Wilfrido H. Corral.
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Antonio Sacoto comenta el libro Plata y bronce, de Fernando Chaves.
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Homenaje a Alicia Alonso, la inolvidable bailarina y coreógrafa cubana.
José María Sanz Acera analiza la democracia ateniense, el populismo y el interés particular.
premio
Olga Tokarczuk Premio Nobel de Literatura 2018
Peter Handke
Premio Nobel de Literatura 2019
(Fragmento de la novela) Olga Tokarczuk
I A partir de ahora, tengan cuidado Aunque antes fue sumiso, al verse en una senda peligrosa el hombre justo entró al valle de la muerte.
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e llegado a una edad y a un estado en que cada noche antes de acostarme debería lavarme los pies y arreglarme a conciencia por si tuviera que venir a buscarme la ambulancia. Si aquella noche hubiera consultado el libro de las efemérides para saber qué sucedía en el cielo, jamás me hubiera ido a acostar. Pero en lugar de eso caí en un sue-
* Olga Tokarczuk, Sobre los huesos de los muertos. Traducción del polaco de Abel Murcia. Siruela, Colección Nuevos Tiempos, 2016. (Tomado de: http://www.siruela.com/archivos/fragmentos/SobreLosHuesosDeLosMuertos.pdf )
ño profundo, gracias a una infusión de lúpulo que acompañé con dos grageas de valeriana. Por eso, cuando a mitad de la noche me despertaron los golpes en la puerta —violentos y desmesurados, y por lo tanto de mal augurio—, me costó recuperar la conciencia. Salté de la cama y me puse de pie con el cuerpo tembloroso, tambaleante y a medio dormir, incapaz de pasar del sueño a la vigilia. Sentí que me mareaba y di un traspié, como si fuera a desmayarme de un momento a otro —algo que, por desgracia,
solía sucederme últimamente y tenía relación con mis dolencias—. Tuve que sentarme y repetir varias veces: «Estoy en casa, es de noche, alguien golpea la puerta», y solo así logré controlarme. Mientras buscaba las zapatillas en la oscuridad oí que la persona que llamaba a la puerta daba la vuelta a la casa y murmuraba algo. Abajo, en el hueco que hay entre los contadores de la luz, guardo una botella de gas paralizante que me dio Dionizy por si me agredían los cazadores furtivos, y justo en aquel momento me acordé de ella. Aunque me hallaba a oscuras conseguí dar con la forma fría y familiar del aerosol, y armada de aquel modo encendí la luz del exterior. Eché un vistazo al porche por la ventanita lateral. La nieve emitió un crujido y en mi campo de visión apareció Pandedios, uno de mis vecinos. Este estrujaba con ambas manos el viejo abrigo de piel de cordero con el cual lo había visto trabajar cerca de mi casa, a fin de que se mantuviera apretado alrededor de su cuerpo. Por debajo de este se veían sus piernas, enfundadas en un pijama a rayas y unas pesadas botas de montaña. —Abre —me dijo. Sin disimular su extrañeza observó el veraniego traje de lino que yo usaba como pijama (suelo dormir con un traje que el profesor y su esposa pensaban tirar el verano anterior, el cual me recuerda las modas de antes y los años de mi juventud, de manera que sumo lo práctico a lo sentimental) y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, entró en mi casa. —Vístete, por favor: Pie Grande está muerto. La impresión me quitó el habla durante unos segundos; incapaz de decir palabra, cogí unas botas altas para la nieve y me eché encima el primer forro polar que encontré en una de las perchas. Al pasar por el
halo de luz de la lámpara del porche, la nieve del exterior se transformaba en una lenta y somnolienta ducha. Pandedios estaba a mi lado en silencio; alto, delgado, huesudo, como una figura esbozada con un par de trazos a lápiz. A cada uno de sus movimientos la nieve caía de él como de un dulce espolvoreado con azúcar glas. —¿Cómo que «está muerto»? —logré preguntar al fin, con un nudo en la garganta, mientras abría la puerta, pero Pandedios no contestó. En general habla poco. Seguro que tiene a Mercurio en su signo zodiacal, imagino que en Capricornio o en la conjunción, quizá en el cuadrante o en oposición con Saturno. También es posible que tenga a Mercurio en retroceso, lo cual provoca ese tipo de carácter reservado. Salimos de mi casa e inmediatamente se apoderó de nosotros ese aire frío y húmedo, que conocemos de sobra, el cual nos recuerda invierno tras invierno que el mundo no ha sido creado para el hombre y durante al menos seis meses al año nos muestra cuán hostil es. El hielo atacó con violencia nuestras mejillas y blancas nubes de vaho zarparon de nuestras bocas. La luz del porche se apagó automáticamente y caminamos por la crujiente nieve en completa oscuridad, si exceptuamos la linterna frontal de Pandedios, que agujereaba aquella oscuridad en un punto que se desplazaba unos pasos por delante de él. Yo lo seguía a pasos cortos en las tinieblas. —¿No tienes una linterna? —me preguntó. Claro que tenía, pero ¿dónde? Eso solo podría averiguarlo a la luz del día. Siempre pasa lo mismo con las linternas, solo son visibles durante el día. La casa de Pie Grande estaba un poco retirada, algo por encima
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Si aquella noche hubiera consultado el libro de las efemérides para saber qué sucedía en el cielo, jamás me hubiera ido a acostar. Pero en lugar de eso caí en un sueño profundo, gracias a una infusión de lúpulo que acompañé con dos grageas de valeriana. Por eso, cuando a mitad de la noche me despertaron los golpes en la puerta —violentos y desmesurados, y por lo tanto de mal augurio—, me costó recuperar la conciencia.
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de todas las demás. Era una de las tres que permanecían habitadas durante todo el año. Solo él, Pandedios y yo vivíamos allí, sin temor al invierno; los demás habitantes cerraban herméticamente sus residencias a partir de octubre; vaciaban las tuberías del agua y volvían a sus respectivas ciudades. Entonces dejamos el camino del que habían retirado la nieve parcialmente, el cual pasaba por nuestro poblado y se ramificaba hasta convertirse en los diversos senderos que conducían a cada una de las casas. A la de Pie Grande se llegaba por uno hondo que el uso continuo fue abriendo en la nieve, tan estrecho que nos obligaba a poner un pie detrás de otro todo el tiempo y a esforzarnos por mantener el equilibrio. —No es algo agradable de ver —me advirtió Pandedios al tiempo que se giraba hacia mí y me cegaba por completo con la linterna.
No esperaba otra cosa. Calló un segundo y, como intentando justificarse, agregó: —Me preocupé cuando vi luz en la cocina y escuché los ladridos de la perra, tan desesperados. ¿No oíste nada? No, no había oído nada. Dormía, aturdida por el lúpulo y la valeriana. —¿Dónde está la perra? —La saqué de allí. Me la llevé a casa, le di de comer y se calmó. Nos quedamos otro momento en silencio. —Pie Grande siempre se acostaba temprano y apagaba la luz para ahorrar, pero en esta ocasión la luz seguía encendida y creaba una clara estela en la nieve, visible desde la ventana de mi dormitorio. Así que fui hasta allí mientras me decía que quizá estaba borracho o que había maltratado tanto a su perra que la hizo aullar. Dejamos atrás el devastado granero y poco después la linterna de Pandedios sacó de la oscuridad dos pares de ojos verdosos y fluorescentes. —Mira, son corzos —susurré con entusiasmo, y lo cogí de la manga del abrigo—. Hay que ver cuánto se han acercado a la casa. ¿No tienen miedo? A los corzos la nieve les llegaba casi a la altura de la barriga. Nos miraban tranquilamente, como si los hubiéramos pillado realizando un ritual cuyo significado no alcanzábamos a entender. Estaba oscuro, así que no era capaz de distinguir si se trataba de las hembras jóvenes que habían llegado hasta allí en otoño desde Chequia o eran otras. Y de hecho no deberían ser solo dos. Aquellas eran cuatro por lo menos. —¡Marchaos a casa! —Agité los brazos. Los corzos vacilaron, pero no se movieron. Nos acompañaron con la mirada hasta que llegamos ante la puerta. Me recorrió un escalofrío.
Mientras tanto, Pandedios se sacudía la nieve de los pies frente a la puerta de la casa en ruinas, dando fuertes pisotones contra el suelo. Pie Grande había sellado las pequeñas ventanas con diversos plásticos y papeles y la puerta de madera, con tela asfáltica. En las paredes de la entrada se amontonaban trozos de leña irregularmente cortada para encender la estufa. Era un espacio desagradable, ¿qué otra cosa podría decir? Sucio y descuidado. En todas partes se sentía el olor a humedad, madera y tierra —fría, voraz—. El tufo del humo se había ido posando en las paredes a lo largo de los años hasta formar una capa grasienta. La puerta de la cocina estaba entreabierta y de inmediato vi el cuerpo de Pie Grande en el suelo. Mi mirada apenas si lo rozó y acto seguido se apartó de él. Pasó un instante hasta que pude volver a mirarlo. Era una imagen horrible. Estaba tumbado, retorcido, en una postura extraña, con las manos en el cuello, como si hubiera forcejeado para arrancarse un pedazo de tela que lo ahorcara. Poco a poco, como hipnotizada, me fui acercando. Vi sus ojos abiertos y fijos en algún lugar bajo la mesa. Su sucia camiseta estaba desgarrada a la altura de la garganta. Parecía como si el cuerpo hubiera luchado contra sí mismo y, derrotado, hubiera sucumbido. El espanto hizo que sintiera frío, la sangre se me congeló en las venas y tuve la sensación de que el frío buscaba instalarse más adentro aún, en el interior de mi cuerpo. Apenas un día antes había visto aquel cuerpo con vida. —Dios mío —farfullé—. ¿Qué le ha pasado? Pandedios se encogió de hombros. —No consigo comunicarme con la policía, mi teléfono se conecta con los checos.
Saqué del bolsillo mi móvil, marqué el número de emergencias, que conocía por haberlo visto en la televisión —el 997—, y poco después oí un contestador automático en checo. Así son las cosas aquí. La cobertura cambia de un momento a otro sin prestar atención a las fronteras de los Estados. En ocasiones la frontera entre las operadoras se detiene a la altura de mi cocina. Llegó a darse el caso de que permaneció varios días junto a la casa de Pandedios o en su terraza, pero es difícil prever su carácter cambiante. —Tendríamos que ir mucho más arriba de la casa, a la colina —sugerí. —Cuando lleguen, estará totalmente rígido —dijo Pandedios con ese tono de sabelotodo que me resulta especialmente desagradable. Se quitó el abrigo y lo colgó en el respaldo de la silla—. No podemos permitir que se quede así. Tiene un aspecto horroroso, pero era nuestro vecino, después de todo. Yo miraba el pobre y retorcido cuerpo de Pie Grande y me era difícil creer que apenas un día antes había tenido miedo de aquella persona. No me caía bien. Y me quedo corta: no me gustaba. Más bien debería aclarar que me parecía asqueroso, horrible. De hecho, ni siquiera lo consideraba un ser humano. Ahora estaba tirado en el suelo, cubierto de manchas, en ropa interior, sucio, y se veía pequeño, flaco e inofensivo. Un pedazo de materia que a consecuencia de transformaciones difícilmente imaginables se había convertido en un ser frágil y ajeno a todo. Me puse triste, terriblemente triste, porque ni siquiera alguien tan repugnante como él merecía morir. ¿Y quién lo merecía? A mí también me esperaba ese destino, y a Pandedios y a aquellos corzos de allí fuera; todos seremos un día poco más que eso, un cuerpo sin vida. Miré a Pandedios para encontrar en él algún tipo de consuelo,
pero él ya estaba dedicado a tender la cama deshecha, o mejor dicho, el camastro, el cochambroso sofá cama, así que debí consolarme yo sola. Entonces me vino a la mente que la muerte de Pie Grande en cierta forma podía constituir algo bueno, en la medida en que lo había liberado del desorden que era su vida. Además, liberó a otros seres vivos de él. De golpe me di cuenta de qué buena podía ser la muerte, oportuna como un desinfectante o una aspiradora. Reconozco que eso fue lo que pensé, y, de hecho, lo sigo pensando. Pie Grande era mi vecino, nuestras casas estaban separadas por apenas medio kilómetro, pero raras fueron las ocasiones en las que tuve contacto con él, por fortuna. Lo veía más bien desde lejos: su menuda y fibrosa figura, siempre tambaleante, se deslizaba sobre el fondo del paisaje. Mientras caminaba, murmuraba para sí y a veces el viento de la meseta me hacía llegar jirones de aquel monólogo simple y predecible. Su vocabulario estaba compuesto principalmente de palabrotas a las que añadía nombres propios. Conocía cada palmo de terreno de esta región, parece ser que había nacido en estas tierras y nunca había llegado más allá de Kłodzko. Lo sabía todo sobre el bosque: qué podía darle dinero, a quién debía venderle qué cosa. Setas, moras, madera robada, yesca para el fuego, lazos y trampas, la carrera anual de vehículos todoterreno, las partidas de caza. El bosque proveía a aquel gnomo, y él tendría que haberlo respetado, pero no lo hizo. Una vez, en agosto, durante una época de sequía, prendió fuego a un gran campo de arándanos. Llamé a los bomberos, pero no lograron salvar gran cosa. Nunca llegué a saber por qué lo hizo. En verano vagabundeaba por los alrededores con una sierra y talaba los árboles que se ha-
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llaban en la flor de la vida. Cuando le llamé la atención de la manera más educada posible, se limitó a responder, controlando su ira con dificultad: —¡Largo de aquí, vieja chocha! Solo que usó peores palabras. Ganaba un dinero extra con lo que robaba, recogía o trapicheaba aquí y allá. Cuando los veraneantes dejaban en el patio una linterna o unas tijeras de podar, Pie Grande siempre encontraba el momento y arramblaba con todo lo que se podía convertir en dinero. En mi opinión, debió ser castigado en más de una ocasión, e incluso acabar en la cárcel. No sé cómo lo hacía, pero siempre salía impune. Quizá cuidaba de él algún ángel; ya se sabe que de vez en cuando se ponen del lado equivocado. Como cazador furtivo sus métodos tampoco tenían límites. Trataba el bosque como si fuera de su propiedad, todo en él le pertenecía. Pertenecía a la especie de los saqueadores. Pasé muchas noches sin dormir por su culpa, por la impotencia. Llamé varias veces a la policía y, cuando respondían a la llamada, amablemente tomaban nota de mi denuncia, pero nunca pasaba nada. Pie Grande volvía a las andadas, con su manojo de cepos al hombro, al tiempo que soltaba unos gritos amenazadores, como una pequeña y malvada deidad, cruel e imprevisible. Siempre estaba un poco borracho y quizá era eso lo que liberaba su malévolo humor. Hablaba entre dientes y golpeaba los troncos de los árboles con un palo, como si quisiera apartarlos de su camino; parecía que hubiera nacido en un estado de ligero ofuscamiento. Fueron muchas las veces que seguí sus pasos y fui recogiendo las primitivas trampas de alambre que había puesto para cazar animales: lazos atados a árboles jóvenes, combados de manera que el animal capturado
saliese volando hacia lo alto, como disparado por una honda, y se quedase colgando en el aire. A veces encontraba animales muertos por culpa de ese sistema: liebres, tejones y corzos. —Tenemos que trasladarlo a la cama —dijo Pandedios. No me gustó la idea. No me gustaba la idea de tocarlo. —Tendríamos que esperar a la policía —dije. Pero Pandedios ya había preparado el sofá y se había arremangado el jersey. Me dedicó una mirada penetrante con aquellos ojos suyos tan claros. —Imagino que no te gustaría que te encontraran así. En tal estado. No es humano... E stoy de acuerdo: el cuerpo humano es algo inhumano. Especialmente cuando se encuentra sin vida. ¿No resulta una sombría paradoja que tuviéramos que ocuparnos del cuerpo de Pie Grande, que fuera a nosotros a quienes les hubiera dejado ese último problema? A nosotros, sus vecinos, a quienes no respetaba ni apreciaba, y a quienes tenía por menos que nada. A mí me parece que después de morir debería tener lugar la desmaterialización de la materia. Sería la solución más adecuada. Los cuerpos desmaterializados volverían así directamente a los agujeros negros de los que salieron. Las almas viajarían a la velocidad de la luz hasta la luz. Si es que existe el alma, claro está. Sobreponiéndome a la terrible resistencia que sentía, hice lo que ordenaba Pandedios. Agarramos el cuerpo por brazos y piernas y lo trasladamos hasta el sofá. Constaté con sorpresa que era pesado, y que no parecía en absoluto inerte, sino más bien tercamente rígido, tan desagradable como las sábanas almidonadas recién salidas de la tintorería. Vi también sus calcetines, o aquello que tenía en los pies en lugar de calcetines: trapos sucios,
medias formadas con las tiras de una sábana gris hecha jirones y cubierta de manchas. No sé por qué, la visión de aquellas medias me golpeó tan fuerte en el pecho, en el diafragma, en todo mi cuerpo, que no pude contener un sollozo. Pandedios me miró fría, fugazmente y con evidente desaprobación. —Tenemos que vestirlo antes de que lleguen —dijo, y vi que también a él le temblaba la barbilla frente a aquella miseria humana (aunque por alguna razón no quería reconocerlo). Así que primero intentamos retirarle la camiseta sucia y apestosa, pero no hubo manera de quitársela por la cabeza, y Pandedios tuvo que sacar del bolsillo una complicada navaja multiusos y cortar esa tela a la altura del pecho. Pie Grande estaba ahora tendido ante nosotros en el sofá, medio desnudo, peludo como un trol, el pecho y los brazos cubiertos de cicatrices y tatuajes ya ilegibles, entre los cuales me fue imposible reconocer una sola forma que tuviera un mínimo de sentido. Conservó los ojos irónicamente entreabiertos mientras nosotros buscábamos en un desvencijado armario algo decente para vestirlo antes de que el cuerpo se enfriara para siempre y volviera a convertirse en lo que de hecho siempre había sido: un terrón de materia. Unos calzoncillos rotos asomaban por debajo de los pantalones plateados de su conjunto deportivo, recién estrenado. Retiré cuidadosamente las asquerosas medias y sus pies me sorprendieron. Siempre he tenido la impresión de que los pies son la parte más íntima y personal de nuestro cuerpo: no los genitales ni el corazón, ni siquiera el cerebro, órganos sin mayor importancia de los que se suele tener un alto concepto. Es en los pies donde se esconde todo lo que hay que saber respecto al ser humano, es ahí donde el cuer-
po concentra el sentido profundo y dice quiénes somos realmente y cómo nos relacionamos con la tierra. En la manera que tenemos de tocar la tierra, en el punto en que la tierra se une con el cuerpo se encuentra el misterio: nos recuerda que estamos hechos de materia y al mismo tiempo somos ajenos a ella, que estamos separados de ella. Los pies son nuestros instrumentos para hacer contacto. Y esos pies desnudos eran para mí la prueba de la extraña procedencia de Pie Grande. Era imposible considerarlo un ser humano. Debía de tratarse de una forma sin nombre, una de esas formas que —como dice nuestro querido Blake— lanzan los metales al infinito y convierten el orden en caos. Puede que fuera una especie de demonio. A los seres demoniacos siempre se les reconoce por los pies, pues pisan la tierra de otra manera. Aquellos pies tan largos y estrechos, de uñas negras y deformes, con esos dedos angostos, parecían ser prensiles. El dedo gordo estaba
un poco separado del resto, como si fuera otro pulgar. Todos estaban cubiertos de espeso pelo negro. ¿Se había visto algo así antes? Pandedios y yo intercambiamos una mirada de asombro. En el armario, prácticamente vacío, encontramos un traje color café, con alguna que otra mancha, casi nuevo. Nunca vi que lo usara. Pie Grande siempre vestía unas botas de fieltro y unos pantalones raídos que acompañaba de una camisa a cuadros y un chaleco de piqué, fuera la época del año que fuera. Si vestir al muerto era una especie de caricia, no creo que en vida Pie Grande hubiera experimentado tanto cariño. Lo sostuvimos delicadamente por debajo de los brazos y le pusimos la ropa. Su peso descansaba contra mi pecho y, tras una ola de repulsión natural que me produjo náuseas, de repente, me vino a la mente el impulso de abrazar aquel cuerpo, darle unas palmadas en la espalda y decirle en tono tranquilizador «No te preocupes, todo saldrá bien». Si no lo hice fue por
la presencia de Pandedios, no fuera a interpretar eso como un tipo de perversión. Aquellos gestos no realizados se transformaron en un pensamiento y sentí lástima de Pie Grande. Quizá lo había abandonado su madre y había sido un infeliz durante toda su triste vida. Más que las enfermedades mortales, son los largos años de desdichas los que degradan a las personas. Nunca vi en su casa a otra persona, no lo visitaban familiares ni amigos. Ni siquiera los buscadores de setas se paraban frente a su casa para charlar con él. La gente le tenía miedo y no provocaba ninguna simpatía. Parece que solo mantenía cierto contacto con los cazadores, pero muy rara vez. Le calculé unos cincuenta años, y me dije que daría cualquier cosa por conocer su octava casa y saber si pesaba en ella alguna influencia de Neptuno, con Plutón y Marte en el ascendente, porque cuando Pie Grande cargaba en sus manos venosas esa sierra dentada recordaba a un rapaz que vive únicamente para sembrar la
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Pie Grande ya se había ido, así que era difícil albergar algún tipo de rencor o resentimiento hacia él. Quedaba un cuerpo sin vida, enfundado en un traje. Parecía tranquilo y feliz, como si el espíritu se alegrara de haberse liberado finalmente de la materia y la materia se alegrara de haber sido liberada por fin de ese espíritu.
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muerte y causar sufrimiento. Para ponerle la chaqueta, Pandedios lo levantó hasta sentarlo y entonces vimos que dentro de su boca la lengua, grande e hinchada, sujetaba algo, así que tras un instante de vacilación, apretando con asco los dientes y retirando varias veces la mano, cogí delicadamente aquel objeto por la punta y vi que tenía entre los dedos un huesecillo largo y fino, afilado como un bisturí. En ese instante brotaron un gorgoteo gutural y una bocanada de aire de la boca muerta, un callado silbido que sonó exactamente igual que un suspiro, y nos apartamos del muerto. Con toda seguridad Pandedios sintió lo mismo que yo: terror. Estoy segura de ello porque poco después salió de la boca de Pie Grande un flujo de sangre color rojo oscuro, prácticamente negro. Un funesto flujo que se derramó en el exterior. Nos quedamos inmóviles y aterrados. —Vaya. —La voz de Pandedios temblaba—. Se atragantó. Se atragantó con un hueso. El hueso se le atoró en la garganta, se atragantó con un hueso en la garganta, se
atragantó —repetía nerviosamente. Y después, como si intentara calmarse él mismo, añadió: —¡A trabajar! No siempre las obligaciones para con el prójimo tienen que ser agradables. Me quedaba claro que se había nombrado jefe de aquel servicio nocturno y me puse a sus órdenes. Nos entregamos por completo a la ingrata labor de embutir a Pie Grande en el traje color café y colocarlo en una postura digna. Hacía tiempo que no había tocado ningún cuerpo ajeno, por no hablar ya de un cuerpo sin vida. Sentí cómo a cada instante iba apoderándose de él la falta de movimiento, cómo se iba petrificando minuto a minuto; por eso nos dimos tanta prisa. Y cuando Pie Grande estuvo acostado con su traje de fiesta, el rostro perdió finalmente su expresión humana y se transformó, sin duda alguna, en un cadáver. Solo el dedo índice de la mano derecha se negaba a acatar la tradicional posición de las manos cortésmente entrelazadas, y se alzaba hacia arriba, como si quisiera llamar nuestra atención y detener por un instante nuestros nerviosos
y precipitados esfuerzos. —Tengan cuidado, hay algo que no han visto, un elemento oculto y esencial de este proceso, digno de la máxima atención, que se esconde ante ustedes; gracias a él nos hemos reunido en este lugar y en este momento, en una pequeña casa de la meseta, entre la nieve y la noche; yo, como cuerpo sin vida; ustedes, como seres humanos avejentados y de escasa importancia. Pero se trata apenas del principio. Es ahora cuando todo está a punto de suceder. Pandedios y yo permanecimos en la fría y húmeda habitación, en el gélido vacío que reinó en aquel anónimo amanecer, y pensé que, ya fuera bueno o malo, culpable o puro, lo que abandonaba el cuerpo había engullido un pedazo del mundo y dejaba tras de sí un vacío enorme. Miré por la ventana. Se hacía de día y lentamente unos perezosos copos de nieve se dedicaban a llenar la nada. Caían despacio luego de caracolear en el aire y retorcerse alrededor de su propio eje como las plumas. Pie Grande ya se había ido, así que era difícil albergar algún tipo de rencor o resentimiento hacia él. Quedaba un cuerpo sin vida, enfundado en un traje. Parecía tranquilo y feliz, como si el espíritu se alegrara de haberse liberado finalmente de la materia y la materia se alegrara de haber sido liberada por fin de ese espíritu. En el transcurso de aquel breve espacio de tiempo había tenido lugar un divorcio metafísico. Y eso era todo. Nos sentamos junto a la puerta abierta de la cocina y Pandedios alcanzó una botella de vodka ya empezada que estaba sobre la mesa. Encontró una copa limpia y la llenó, primero para mí y después para él. Por la ventana nevada entraba el amanecer, blancuzco como una bombilla de hospital, y con aquella luz me di cuenta de que Pandedios
no estaba afeitado y que su barba era tan blanca como mi pelo, que su gastado pijama a rayas sobresalía por debajo del abrigo de piel, y que este se hallaba cubierto por todo tipo de manchas. Bebí un buen trago de vodka, que me calentó por dentro. —Creo que hemos cumplido con nuestra obligación para con él. ¿Quién lo habría hecho de no ser nosotros? —Pandedios parecía hablar más consigo mismo que conmigo—. Era un pobre y pequeño bastardo, pero ¿y eso qué? Se sirvió otra copa y se la bebió de un trago, y se estremeció de asco. No estaba acostumbrado. —Voy a llamarlos —dijo, y salió. Como si le hubieran ganado las náuseas. Me levanté y examiné aquel horroroso desorden. Esperaba encontrar en alguna parte el documento de identidad con la fecha de nacimiento de Pie Grande. Quería saber más, mirar sus facturas. En la mesa, cubierta con un hule raído, había una fuente para asar con trozos resecos de algún animal, y en un puchero contiguo, cubierto por una capa blanca de grasa, dormía una sopa de remolacha. Había una rebanada de pan, cortada de la hogaza, y la mantequilla en su envoltorio dorado. En el suelo, pedazos de un plato roto recubrían otros restos desperdigados de animales que habían caído de la mesa con el plato, en compañía de un vaso y trozos de galletas, y además todo aquello había sido pisoteado sobre el suelo sucio. En aquel instante, en el alféizar de la ventana, sobre una bandeja de hojalata, vi algo que mi cerebro reconoció pasado un largo rato, aunque se negaba a hacerlo: era la cabeza cuidadosamente cortada de un corzo. Junto a ella había cuatro patas. Sus ojos medio abiertos debieron seguir con atención nuestros preparativos todo ese tiempo.
Oh, sí: era una de aquellas hembras hambrientas que se dejaban atraer inocentemente en invierno con manzanas medio heladas y que, capturadas en una de sus trampas, habían muerto entre tormentos, asfixiadas por un alambre. Cuando comprendí lo que había sucedido allí, fui presa del horror, segundo a segundo. Pie Grande atrapó al corzo con uno de sus lazos, lo mató y descuartizó su cuerpo, lo asó y se lo comió. Un ser se había comido a otro, en silencio, de noche. Nadie había protestado, no habían tronado los cielos. Y, sin embargo, el castigo había alcanzado al demonio, si bien nadie era el causante directo de su muerte. Tan rápido como me lo permitieron las manos temblorosas amontoné en una pequeña pila esos despojos, aquellos huesecillos, para enterrarlos más tarde. Encontré una vieja bolsa de plástico y allí los fui poniendo, uno tras otro, en aquel sudario de plástico. Y también metí con cuidado en la bolsa la cabeza del animal. Era tan grande mi deseo de conocer la fecha de nacimiento de Pie Grande que empecé a buscar nerviosamente su documento de identidad: en el aparador, entre papeles, hojas de calendario y periódicos, después en los cajones; es ahí donde se guardan los documentos en las casas de los pueblos. Y allí era precisamente donde estaba la identificación, con sus tapas verdes destrozadas y seguramente ya caducada. En la foto, Pie Grande tenía veintitantos años, un rostro alargado, asimétrico y los ojos medio cerrados. No era guapo, ni siquiera entonces. Con el cabo de un lápiz, tomé nota de la fecha y el lugar de nacimiento. Pie Grande había nacido el 21 de diciembre de 1950. En aquel lugar.
Olga Tokarczuk (Sulechów, Polonia, 1962) Estudió psicología en la Universidad de Varsovia. Su primer libro, El viaje de los hombres del libro, se publicó en 1993. Mayor éxito y reconocimiento llegó en 1996 con la saga familiar Un lugar llamado antaño, que retrata la historia de Polonia en el siglo XX. Escribió libros de relatos: El ropero (1997), Casa diurna, casa nocturna (1998), Concierto de varios tambores (2001). Uno de ensayos: La muñeca y la perla (2000). Y novelas, el género que más trabajó: Historias últimas (2004), Anna Inn en los sepulcros del mundo (2006), Los corredores (2007), Ara a través de los huesos de los difuntos (2009), Sobre los huesos de los muertos (2016). El libro donde ahoda su pensamiento feminista es la novela Anna In in the Tombs of the Tombs of the World, no traducida aún al español. Con Flights (2018) se posicionó en el mundo entero: ganó el prestigioso premio Man Booker International —que distingue a los mejores libros traducidos al inglés—. Según detalló el fallo de la Academia Sueca, ganó el Nobel 2018 «por una imaginación narrativa que con pasión enciclopédica representa el cruce de fronteras como una forma de vivir». 11
(Fragmento de la novela) Peter Handke
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efferson Street es una tranquila calle de Providence. Bordea la zona comercial y desemboca recién en el sur de la ciudad, donde ya se llama Norwich Street, en la salida hacia Nueva York. De vez en cuando se ensancha en pequeñas plazas, donde crecen hayas y arces. En una de estas plazas, la Wayland Square, hay un gran edificio, al estilo de las casas de campo inglesas, el Hotel Wayland Manor. Cuando llegué ahí a fines de abril, el conserje tomó junto con la llave una carta del casillero y me entregó ambas. Ante el ascensor abierto, en el que ya esperaba el ascensorista, rompí el sobre, que por lo demás apenas si estaba pegado. La carta era breve y decía: «Estoy en Nueva York. Por favor no me busques, no sería lindo encontrarme». Hasta donde puedo recordar, estoy como hecho para el pánico y el susto. Las pilas de leña yacían muy desperdigadas afuera en la granja, silenciosamente iluminadas por el sol, después de que me llevaran a la casa por los bombarderos norteamericanos. Las gotas de sangre brillaban en las escaleras laterales de la casa, donde los fines de semana se carneaban liebres. Un atardecer, mucho más horrible 12
por no ser noche aún, anduve a los tumbos, los brazos balanceándose ridículamente, por el bosque ya apagado, del que solo relucían los líquenes de los primeros árboles, frenándome de vez en cuando para gritar algo, en voz lastimeramente baja por el pudor, hasta que al final, cuando el espanto ya no me dejó sentir vergüenza, bramé desde el fondo de mi alma hacia adentro del bosque, llamando a alguien que amaba y que había entrado ahí a la mañana y aún no había salido, y otra vez yacían muy desperdigadas por la granja, incluso adheridas a los muros de la casa bajo la luz del sol, las suaves plumas de las gallinas escapadas. Entré al ascensor, y mientras el viejo negro me decía que tuviera cuidado al pisar, tropecé con el suelo apenas elevado de la cabina. El negro cerró la puerta del ascensor con la mano y además corrió una reja; después puso el ascensor en movimiento con una palanca. Junto al ascensor para pasajeros debía haber uno de carga, pues mientras subíamos lentamente nos acompañó al lado un tintineo como de tazas apiladas, que permaneció igual durante todo el viaje. Levanté la vista de la carta y observé al ascensorista, que estaba con la cabeza gacha en el rincón oscuro junto a la palanca, sin mirarme. Su camisa blanca era casi lo único que relucía desde el uniforme azul oscuro... De pronto, como me pasa seguido cuando estoy con otras personas en un cuarto y nadie habla durante un tiempo, estuve completamente seguro de que el negro se volvería loco al instante siguiente y se me tiraría encima. Saqué el diario del abrigo, que había comprado por la mañana antes de salir de Boston, y traté de explicarle al ascensorista, señalando los titulares, que por
* Peter Handke Carta breve para un largo adiós. Traducción de Ariel Magnus, Edhasa, 2015. (Tomado de: http://masterlibros.com.ar/images/sistema/libros/pdf/9789876283489.pdf )
premio la reciente apreciación de algunas monedas europeas respecto del dólar no me quedaba más opción que gastar todo el dinero que había cambiado para el viaje, porque al cambiarlo de nuevo en Europa recibiría mucho menos. A modo de respuesta el ascensorista señaló la pila de diarios debajo del asiento del ascensor, sobre el que estaban las monedas que había recibido por los que ya había vendido, y me indicó con la cabeza: los ejemplares del Providence Tribune bajo el asiento llevaban los mismos titulares que mi ejemplar del Boston Globe. Aliviado de que el ascensorista me hubiese seguido la corriente, busqué en el bolsillo del pantalón un billete que pudiera deslizarle inmediatamente después de que apoyara la valija en la pieza. Pero en la pieza sostuve de pronto un billete de diez dólares en la mano. Lo pasé a la otra mano y, sin sacar el fajo de dinero del bolsillo, busqué un billete de un dólar. Palpé un billete y se lo alcancé directamente desde el bolsillo al ascensorista. Era un billete de cinco dólares, y el negro cerró el puño sobre él enseguida. «Todavía no pasó el tiempo suficiente desde que estoy de nuevo acá», dije en voz alta cuando me quedé solo. Fui con el abrigo al baño y miré más al espejo que a mí mismo. Luego vi unos pelos atrás sobre el abrigo y dije: «En ese micro se me deben haber caído los pelos». Asombrado me senté sobre el borde de la bañera, porque era la primera vez desde chico que había empezado a hablar solo. Pero el chico hablaba en voz alta para inventarse una compañía, mientras que yo no podía explicarme mi soliloquio acá, donde en principio quería mirar en vez de participar. Tuve que reírme para adentro y al final, como loco de la alegría, me pegué con el puño en la cabeza, por lo que casi resbalo adentro de la bañera. El piso de la bañera estaba re-
vestido de un lado al otro de tiras anchas y claras que parecían apósitos y debían evitar los resbalones. Entre la visión de esos apósitos y la reflexión sobre los soliloquios enseguida se estableció una coincidencia tan incomprensible que dejé de reírme y volví a la habitación. Delante de la ventana, que daba a un extenso parque con pequeñas casas, se erguían altos abedules. Las hojas en los árboles eran aún pequeñas y el sol brillaba a través de ellas. Subí la ventana, arrimé un sillón y me senté; apoyé los pies sobre el radiador, que conservaba un poco
de calor de la mañana. El sillón tenía rueditas, y anduve rodando para un lado y para otro mientras miraba el sobre. Era un sobre de hotel, de color celeste; en el reverso estaba impreso: «Delmonico’s, Park Avenue at Fifty-ninth Street, New York». Pero el sello del dorso decía: «Philadelphia, Pa.»; la carta había sido despachada desde ahí hacía ya cinco días. «Por la tarde», dije en voz alta, al ver las letras «p.m.» en el sello. «¿De dónde sacó el dinero para viajar? —pregunté—. Tiene que andar con mucho dinero encima,
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una pieza ahí cuesta seguramente treinta dólares». Conocía el Delmonico sobre todo de los musicales: entraba gente del campo bailando desde la calle y comía con torpes modales en compartimientos cerrados. «Por otro lado, no tiene sentido del dinero, en todo caso no el normal. Nunca se liberó del placer del trueque de la niñez, y por eso el dinero sigue siendo para ella un medio de trueque. La pone contenta todo lo que puede gastarse fácil o al menos canjearse rápido, y con el dinero tiene las dos cosas en una, gastar y canjear». Miré tan lejos como pude y observé una iglesia, a la que el vapor de una fábrica de algodón hacía apartarse aún más; según el plano de la ciudad debía
ser la iglesia bautista. «La carta estuvo mucho tiempo en camino —dije—. ¿Se habrá muerto, entretanto?». Una tarde busqué a mi madre sobre un alto peñasco. De vez en cuando se ponía melancólica y yo creía que, si no se había tirado, simplemente se había dejado caer. Parado sobre la roca miraba el sitio abajo, donde ya empezaba a hacerse de noche. No vi nada especial, pero un par de mujeres que andaban juntas y habían apoyado las bolsas de las compras como después de un susto, y a las que se sumó otra persona, me hicieron buscar de nuevo retazos de ropa en las salientes de la piedra. No pude seguir abriendo la boca, el aire me lastimaba; todo en mí se había hundido profunda-
mente hacia el interior a causa del miedo. Luego se encendió abajo el alumbrado público y algunos autos andaban ya con los faros prendidos. Sobre el peñasco todo estaba en silencio, solo los grillos seguían cantando. Yo pesaba cada vez más. También en la estación de servicio a la entrada del lugar se encendieron las luces. ¡Y todavía estaba claro! La gente en la calle caminaba más rápido. Mientras iba y venía con pasos pequeños por la punta de la roca, vi que entre ellos alguien se movía muy despacio, y en eso reconocí a mi madre, que en el último tiempo hacía todo con mucha lentitud. Tampoco cruzó la calle en línea recta, como de costumbre, sino que la atravesó con una larga
diagonal. Rodé con el sillón hasta la mesita de luz y pedí comunicación con el Hotel Delmonico en Nueva York. Recién cuando mencioné el apellido de soltera de Judith la encontraron en el registro. Hacía cinco días que se había ido, sin dejar una dirección donde remitirle la correspondencia; en su pieza había quedado de hecho una cámara de fotos: ¿debían enviarla a su dirección en Europa? Respondí que al día siguiente iría a Nueva York y buscaría el aparato yo mismo. «Sí —repetí, después de cortar—, soy el marido». Para no tener que volver a reírme solo, rodé rápido hacia la ventana otra vez. Sentado, me quité el abrigo y repasé los cheques de viajero que había cambiado por efectivo ya en Austria, porque se hablaba mucho de robos. El empleado del banco había prometido volver a tomarme los cheques a la misma cotización, pero la liberación del tipo de cambio debía eximirlo de su promesa. «¿Cómo voy a gastar acá los tres mil dólares enteros?», me pregunté. De pronto me propuse vivir con este dinero, del que solo por capricho había cambiado tanto, de la forma más indolente y enajenada posible. Llamé de nuevo al Hotel Delmonico y pedí una pieza para el día siguiente. Como no había ninguna libre, le pedí al conserje, siguiendo una ocurrencia, que me consiguiera una pieza en el Waldorf Astoria: pero me interrumpí y, pensando en F. Scott Fitzgerald, que había estado ahí varias veces y cuyos libros estaba leyendo justo en ese momento, le pedí una pieza en el Hotel Algonquin de la calle 44. Ahí sí quedaba una libre. Después, mientras dejaba correr el agua en la bañera, se me ocurrió que Judith debía haber sacado el resto del dinero de mi cuenta. «No debería haberle dado un poder», dije, aunque en realidad no me im-
«Es mi segundo día en Estados Unidos —dije, bajando de la vereda a la calle y de vuelta a la vereda—. ¿Habré cambiado ya?». Sin quererlo, eché un vistazo por sobre el hombro al caminar y luego miré con verdadera impaciencia mi reloj. Así como a veces algo leído me ponía ansioso por vivirlo enseguida yo mismo, ahora el gran Gatsby me llamaba a transformarme de inmediato. La necesidad de ser distinto a como era de pronto se me hizo física, como una pulsión (...)».
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«Y sí —dije—. Por un lado soy pudoroso, por el otro, en lo que se refiere a mis sentimientos por Judith, soy cobarde. Siempre sentí vergüenza de abrirme ante ella. Cada vez se me hace más claro que mi predisposición al pudor, al que siempre me he aferrado por creer que me salvaba de tolerar cualquier cosa, se convierte en una especie de cobardía cuando es la medida de mis sentimientos amorosos (...)».
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portaba; de hecho me divertía, y estaba curioso por cómo seguiría, pero fue solo un momento, porque la última vez que la había visto, una tarde toda estirada sobre su cama, no se le podía hablar, levantó la vista de una forma que dejé de caminar hacia ella, porque ya me era imposible ayudarla. Me senté en la bañera y terminé de leer The Great Gatsby, de F. Scott Fitzgerald. Era una historia de amor en la que un hombre se compra una casa en una bahía solo para cada anochecer ver encenderse las luces en una casa al otro lado de la bahía, donde la mujer amada vive junto a otro hombre. Así de obsesionado como estaba el gran Gatsby por su sentimiento, así de pudoroso era sin embargo; mientras que la mujer se comportaba con mayor cobardía cuanto más urgente y desvergonzado se hacía su amor. «Y sí —dije—. Por un lado soy pudoroso, por el otro, en lo que se refiere a mis sentimientos por Judith, soy cobarde. Siempre sentí
vergüenza de abrirme ante ella. Cada vez se me hace más claro que mi predisposición al pudor, al que siempre me he aferrado por creer que me salvaba de tolerar cualquier cosa, se convierte en una especie de cobardía cuando es la medida de mis sentimientos amorosos. El gran Gatsby era pudoroso solo en los modales del amor con el que estaba obsesionado. Era cortés. Tan cortés y desconsiderado como él quisiera ser yo, si es que ya no es demasiado tarde para eso». Dejé salir el agua mientras seguía sentado. El agua se iba muy despacio, y al recostarme con los ojos cerrados me pareció como que también yo mismo, junto al parsimonioso retroceso del agua, me iba haciendo más y más pequeño y finalmente me diluía. Recién cuando tuve frío, porque me había quedado sin agua en la bañera, volví a percibirme y me levanté. Me sequé y bajé la vista por mi cuerpo. Me agarré el miembro, primero con la toalla, después con la mano desnuda, y empecé, de pie ahí, a mastur-
barme. Duró mucho tiempo, y a veces abría los ojos y miraba hacia los vidrios lechosos del baño, sobre los que se movían de un lado al otro las sombras de los abedules. Cuando al fin salió el semen, se me plegaron las rodillas. Luego me lavé, limpié la bañera con la ducha y me vestí. Durante un tiempo estuve tirado en la cama sin poder pensar en nada. Por un instante fue algo doloroso, después me pareció agradable. No me dio sueño, sino que quedé en blanco. A cierta distancia de la ventana escuchaba de vez en cuando un pequeño ruido, como un estallido y un crujido al unísono, seguidos de las exclamaciones y los gritos de los estudiantes que jugaban al béisbol en el terreno de la Brown University. Me levanté, lavé un par de medias con el jabón del hotel y bajé a pie hasta el hall de entrada. El ascensorista estaba sentado sobre un banquito al lado del ascensor, la cabeza apoyada en las manos. Salí del edificio, era casi de noche, y los taxistas, que hablan entre sí de auto a auto en la plaza, me dirigieron la palabra cuando pasé delante de ellos. Una vez que estuve más lejos noté que las pocas ganas de contestarles, siquiera con un gesto, retrospectivamente me causaron satisfacción. «Es mi segundo día en Estados Unidos —dije, bajando de la vereda a la calle y de vuelta a la vereda—. ¿Habré cambiado ya?». Sin quererlo, eché un vistazo por sobre el hombro al caminar y luego miré con verdadera impaciencia mi reloj. Así como a veces algo leído me ponía ansioso por vivirlo enseguida yo mismo, ahora el gran Gatsby me llamaba a transformarme de inmediato. La necesidad de ser distinto a como era de pronto se me hizo física, como una pulsión. Pensé en cómo podía mostrar los sentimientos que el gran Gatsby había hecho posibles en mí, y también en cómo
implementarlos sobre mi entorno. Eran sentimientos de afecto, atención, serenidad y felicidad, y sentí que iban a desterrar para siempre mi predisposición al espanto y al pánico. ¡Eran aplicables, nunca más me resecaría de la angustia! Pero, ¿dónde estaba el entorno en el que al fin mostrar que podía ser distinto? Por el momento había dejado atrás el viejo ambiente; en este entorno extraño aún no estaba capacitado para ser más que alguien que usa las instalaciones públicas, que camina por las calles, anda en micro, vive en hoteles, se sienta frente a la barra de los bares. Tampoco quería aún ser más, porque para eso debería haberme dado importancia. Creía haberme quitado para siempre la presión de, en todas partes, primero darme importancia, para así ser digno de la atención de los demás. Y sin embargo: así de intenso como era el impulso por mostrarme atento y abierto hacia el entorno, así de rápido esquivaba ahora a todos con los que me cruzaba en la vereda, indignado ante cualquier cara distinta, con el viejo asco por todo aquello que no fuera yo mismo. Aunque una vez, mientras seguía bajando por la Jefferson Street, pensé involuntariamente en Judith, a quien volví a ahuyentar exhalando y apurando unos pasos; mi conciencia permaneció vacía de personas, y yo ardiendo hasta la médula con una furia que casi se convirtió en sed de sangre porque no podía dirigirla ni contra mí mismo ni contra cosa alguna. Caminé por algunas calles laterales. Los faroles ya estaban encendidos y el cielo se mostraba muy azul. El pasto bajo los árboles brillaba con el reflejo del sol ya puesto. De los arbustos en los jardines delanteros caían las flores al piso. En otra calle se cerró la puerta de un auto grande norteamericano. Volví a la Jefferson Street y tomé un ginger ale en un bar donde
no se vendían bebidas alcohólicas. Esperé a que se derritieran los dos hielitos en el vaso y terminé de tomarme el agua; tenía un gusto amargo, pero me hizo bien después del ginger ale dulce. Al lado de cada mesa había una cajita en la pared donde se podían apretar los discos de la jukebox, sin necesidad de levantarse. Tiré un cuarto de dólar y elegí Sitting on the Dock of the Bay, de Otis Redding. Pensando en el gran Gatsby me sentí más seguro de mí mismo que nunca: hasta que dejé de sentirme. Lograría hacer distinto muchas cosas. ¡No me iban a poder reconocer! Pedí una hamburguesa y una Coca-Cola. Sentí sueño y bostecé. En medio del bostezo surgió en mí un sitio hueco, que enseguida se rellenó con la imagen de una maleza muy negra, y como una recaída volvió a alcanzarme el pensamiento de que Judith estaba muerta. La imagen de la maleza se ennegreció más aún cuando vi la creciente oscuridad delante de la puerta del bar, y mi pánico se hizo tan fuerte que de pronto volví a convertirme en una cosa. No pude comer más; solo seguir tomando de a sorbitos. Pedí otro vaso de Coca-Cola y me quedé sentado, con el corazón palpitante. Este pánico y la necesidad de ser distinto lo más rápido posible, y al fin sacármelo de encima, me impacientaron. El tiempo me pasaba tan lento que ya estaba mirando de nuevo mi reloj. El muy conocido sentido histérico del tiempo había entrado en funciones. Hacía años había visto una vez a una señora gorda bañándose en el mar, a la que cada diez minutos volvía a mirar, creyendo con toda seriedad que entre medio tenía que haber adelgazado. Y ahora en el bar miraba una y otra vez a un hombre con una costra en la frente porque quería saber si finalmente se le había curado la herida.
Peter Handke (Griffen, Austria -1942) Pensador, ensayista, novelista, poeta, dramaturgo y cineasta. En 1959 se trasladó a Klagenfurt, donde estudió la secundaria, y en 1961 comenzó estudios de Derecho en la Universidad de Graz, que los finalizó en 1965. Su producción, extensa y variada, gira en torno de la soledad y de la incomunicación del hombre. Sus obras más destacadas son los dramas Gaspar (1967) y La cabalgata sobre el lago Costanza (1971), y las novelas Los avispones (1966), El miedo del portero al penalty (1970), Desgracia indeseada (1972), El momento de la sensación verdadera (1975), Lento regreso (1979), Por los pueblos (1981), El chino del dolor (1983) y La ausencia (1987). Ha escrito, además, colecciones poéticas: Vida sin poesía (1972), Poema azul (1973); ensayos: Ensayo sobre el cansancio (1989), guiones cinematográficos y artículos periodísticos. En 2014, Handke fue galardonado con el International Ibsen Award. En 2017, la Universidad de Alcalá de Henares le concedió el doctorado honoris causa. Premio Nobel de Literatura 2019, el jurado dijo que Handke recibe el premio «por un trabajo influyente que, con inventiva lingüística, ha explorado las periferias y la especificidad de la experiencia humana... y se ha asentado como uno de los escritores más influyentes de Europa después de la Segunda Guerra Mundial». 17
José Balza
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ras el indiscriminado entusiasmo dejado en su estilo por el modo de Tom Wolfe, el joven periodista (en verdad: con más de treinta años: dos divorcios) o quería que sus reportajes tuviesen algo de poema, de novela, de drama, o quería redactar noticias tan vivaces que fuesen como novelas.
Tal vez sólo ansiaba escribir ficción, pero el oculto y paradójico temor de narrar con fórmulas periodísticas, lo mantiene prisionero del gran diario en el cual trabaja. Su simpatía, su desparpajo cultural, sus guiños mentales me permitieron asociarlos con cierta idea exterior de lo que debe ser un escritor.
Durante una hora de la mañana había cumplido conmigo —sin que yo pudiese resistir o reaccionar— la entrevista acordada. El tema: un gran diccionario elaborado por el equipo a mi cargo. Sé que cualquier diccionario omite precisamente aquello que un lector urgido desea encontrar; también que es un libro incompleto para siempre. Pero el resto del equipo estaba satisfecho, y terminé aceptando lo glorioso de cinco años en tal tarea. Mientras el periodista destacó su entusiasmo por la exactitud de los datos, por el método aplicado, por las novedosas clasificaciones (que obliteraban el orden alfabético), no sospeché que ni siquiera había (h)ojeado el ejemplar por nuestras oficinas de Relaciones una semana antes. Él es así: puede improvisar preguntas como si supiera a qué se refieren. Y convence a millones de lectores.
Cuando nuestra secretaria advirtió —desde el cristal vecino— que sería oportuno hacerlo, trajo café para ambos, ya el hombre guardaba sus cassettes y una libreta que realmente no abrió. Por segundos imaginé cómo afrontaría la noticia; temí que destacara —más que al diccionario, según su new periodismo— dos inoportunos estornudos míos. Evidentemente no tenía prisa (el equipo que al verlo supuso un destacado lugar para el día siguiente, tuvo que esperar semana y media; y ni siquiera vino la foto del grupo, que el acompañante del entrevistador nos hizo antes de la sección) en aquel momento ni después: habló del entusiasmo con que su mujer —¿la tercera?— recorría ya el primer tomo de nuestra edición. Sólo entonces comenzó a contar realmente cuánto le interesaba. Pienso que hubiera dado cualquier cosa por ser, el entrevistado, él por responder sutilezas acerca del proyecto que empezaba a exponer. Lo inició como una vasta idea para su pieza de teatro (ha cundido ahora, entre otros vicios, la creencia de que cualquier novelista escribe mejor teatro): con dos actos tensos e ineludibles. Aludió al esfuerzo para diluir la trama, y contó algún rasgo de la protagonista: extranjera, borracha o drogómana. Si no me distraje, creo que indicó como absolutamente suya la trama central; pero con total naturalidad, al segundo cigarrillo (¿podríamos tener un poco más de café?) adjudicó el argumento a un limpiabotas de la Plaza Central. De ese hombre anciano y fiel a su oficio, de ese niño que llegó en 1910 al mismo lugar donde está hoy, el periodista había captado la extraña anécdota. Sí: ocurrió ayer, cuando en una manifestación más de su pluralidad entrevistó al viejo limpiabotas del centro. Fue fácil imaginar que convenció al jefe de redacción (tan anhelante de la moda y el éxito como él)
para que lo enviara a hacer un reportaje en la Plaza Central, con sus humildes personajes. Algo novedoso, distinto de pintores y poetas, se dirían ambos. Por eso llegó ayer, cuenta antes de irse, a la plaza: esperaba ver sólo muchachitos, pero encontraría al anciano. Con él se quedó algunas horas (antes lustró sus zapatos) y lo invitó a un bar. El anciano no aceptó el brindis: en cambio le otorgó esa interesante historia de 1930, ese suceso que él —desde ayer— imagina convertido en un texto policial o en una obra dramática. El viejo aún puede recordar los títulos de la prensa: fue un escándalo mayor y el limpiabotas (que es a la vez el muchachito de 1910 y el anciano de ahora) no ha olvidado ciertos rasgos de los participantes. Comprendo que el periodista, ansioso de ser entrevistado, está buscando mis preguntas, que le anote sus contradicciones, pero no hablo. Retomo el segundo café, y lo escucho hasta que decide irse. Ni le reclamaré la oferta de que el argumento era suyo ni destacaré cómo se la escuchó ayer un viejo lustrabotas. Allá él; sabe esperar hasta que la convierta en ficción o en trazos de una cosa teatral. (Lástima por mis compañeros de equipos que, más allá del vidrio de la oficina, imaginan al periodista comentando nuestro Diccionario, mientras él narra su argumento). Y aún escuchándola el asunto es confuso: no posee el periodista los claros hilos que exige un relato de muerte; se extiende en detalles, en la moda de los treinta, interpola tonos locales, se complace con una frase. En fin…, un francés gordo, envejecido, absolutamente desconocido, con sólo una semana en el puerto, mató a la extranjera, apuñalándola en un lunar con forma de lis, que tenía en la espalda. La sometió hasta dejarla en tal posición que pudiera operar mil veces sobre
Por azar, meses después encontró a ese mismo amigo, y tomaron el tema con calma. El hombre tampoco había llegado a aquel puerto; sin embargo, conocía datos concretos a través del ex recluso. La mujer del otro lado se llamaba María Inés, tenía ya cierta edad y, a pesar de su lenguaje local, su acento extranjero era inconfundible. El recluso, para entonces en su vida de aventuras, había pasado una noche con María Inés; y ésta lucía un lunar en forma de lis, en su espalda. 19
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el lunar. Ella era fuerte y pudo defenderse (¿una réplica de Simone Signoret?), pero él actuó por sorpresa e iba equipado. La historia se conoció por el asesino mismo: no tenía deseos ni fuerzas para escapar. Le daba igual volver a Francia, quedarse en las cárceles de Guyana o morir envuelto por un clima y por un idioma que desconocía. Contó que durante cuarenta años había lamentado la ausencia de esa mujer; ni siquiera formó pareja o pudo casarse; la amó en exceso. Murió a los veintisiete años cuando ella murió, y desde entonces siguió como aislado. Permaneció siempre en la Petite Ville, antes de ella y después de enterrarla allí, pero su alegría, sus amores estuvieron en Marseille. La vida del puerto repetía la de esa mujer: cambiante, transitoria. Quizá en una ocasión así lo dijo; y, sin embargo, él prefería creer en su fuerza para hacerla distinta con su amor; un amor formal y loco al mismo tiempo. ¡Tendría ella entonces dieciocho años! El andaba por los veinticinco; y aunque la mujer fuese muy joven, parecía haber vivido todo menos un amor tal leal como éste que él ofrecía. En algún momento debió reconocer que, tal vez, ni ella ni él podían aspirar a ese efecto por él pintado, sin padres, sin familiares, la mujer había andado siempre entre hombres. (Estaba seguro de que, en su soledad, un finísimo límite — el azar— había podido convertir a la mujer en monja, en enfermera). Carecía de amigas y quizá nunca tuvo prolongadas relaciones de afecto con otro ser. Sexo, dinero, fiesta. Así la encontró él; al comienzo como una óptima oportunidad para algún negocio. A pesar de su alegría, de sus pequeños escándalos con marinos y policías, borracha y feliz a ratos, nadie la hubiese imaginado metida en negocios serios. Era demasiado habladora y franca para guardar misterios. Él supo
enamorarla y aprovecharla. Sensual, golosa, Marie-Jos podía encarnar los bruscos deseos de algún hombre sin ser realmente atractiva; tal vez su propia espontaneidad le restaba artificio, pero encantaba. No sólo contribuyó firmemente con él en esa oportunidad, sino que desde entonces comenzaron a practicar dos costumbres: la de escapar del puerto, de venirse a Petite Ville, y gozar como en un hogar seguro; también la de cumplir negocios cada vez más audaces. Burlaron a los especialistas del puerto y a las
autoridades. En el refugio se acumulaba una fórmula. Pero Francois no contó con el sentimiento que iba a nacer; ahora le cuesta dejarla volver al puerto, admitir su vida con otros hombres, sus noches de borrachera. Supo que debía permitirlo para despistar y por los nuevos negocios. Pero un extraño escozor lo impulsaba a Marseille en horas en que no debía hacerlo. Muchas veces la vio, fingiendo naturalidad: ella le hacía un guiño y dos o tres días después recomenzaba la dicha. Entonces Marie-Jos era exclusivamente
su mujer; la huella del desorden, del trasnocho y de la sexualidad sin dueño, desaparecía; asomaba en ella su casi adolescente frescura, el verdadero deseo: una identidad tierna y lúdica, tal vez fraternal. Francois no ignoraba los peligros; antiguos compañeros suyos, traficantes rivales detestaban su discreción, su manera de operar. Nadie tenía pruebas de su contacto con los barcos (para eso estaba Marie-Jos), pero se sabía vigilado. ¿Duró dos años el asunto? Había programado cuatro años para ser millonario y desaparecer; pero la muerte de la muchacha interrumpió el ascenso de su fortuna. La tragedia ocurrió una noche, mientras curiosamente él estaba en el puerto y la chica en el refugio. Al volver halló la casita arrasada: ni un billete ni una joya. Sangre en el piso y una cita a la morgue. Comprendió que había sido trabajo de rivales: ¿Quién de ellos? Durante años no logró una pista ni un sospechoso y eso debió alertarlo, pero fue así: la amaba demasiado. La pérdida lo aniquiló todo. Realmente, algunos empleados del puesto de asistencia (pasó por alto entonces que el cadáver no había sido llevado al hospital principal, sino a esta especie de triste dispensario) ofrecieron mostrarle el cuerpo destrozado a puñaladas, pero él rehusó. Una horrible debilidad le impedía ver que aquellos senos y aquella piel, tan protegidos por él, ya destrozados. Firmó los documentos necesarios. Pagó el entierro, y durante meses acudió al pequeño cementerio. «Marie - Jos» y nada más decía la breve lápida. A ella dedicó horas de silencio, de adoración. Con los años olvidó el lugar, envejeció. Como ninguna otra cosa sabía hacer, siguió adherido al negocio; pero ahora asociado con cualquiera (incluso con alguno que pudo ser el ladrón, el asesino). No le interesaba averiguar; la ha-
bía perdido, era suficiente vivir un poco. Tal vez carecía de condiciones para millonario u hombre rico, como creyó poseer estando cerca de ella. El tiempo lo volvió manso y hasta respetado dentro de los comprometidos. Tuvo el primer rumor hace cinco años; alguien, un ex recluso que volvía de América lo había contado a un amigo común del puerto. La noticia era escueta: una mujer idéntica a Marie-Jos vivía al otro lado del mar, en un puerto como éste; discernió bien los componentes del comentario, pero algo agudo se revolvió en su cuerpo. Esa tarde tomó el bus y visitó el cementerio. Bajo la hojarasca descubrió la antigua lámina: el nombre querido, su propia historia, seguía allí, detenido. Dedicó una noche confusa a evocarla, y se emborrachó. Por azar, meses después encontró a ese mismo amigo, y tomaron el tema con calma. El hombre tampoco había llegado a aquel puerto; sin embargo, conocía datos concretos a través del ex recluso. La mujer del otro lado se llamaba María Inés, tenía ya cierta edad y, a pesar de su lenguaje local, su acento extranjero era inconfundible. El recluso, para entonces en su vida de aventuras, había pasado una noche con María Inés; y ésta lucía un lunar en forma de lis, en su espalda. Francois se estremeció. La coincidencia era exagerada. ¡Una flor de lis! ¡Un tatuaje: no un lunar! Rememoró entonces los primeros encuentros, la alegría de tener a Marie- Jos como a un juguete. Él, Francois mismo, había grabado aquella flor en la piel de la mujer; ella soñaba con los tatuajes de los marineros, quería gozar de algunos. Se informó sobre los procedimientos; ebrios practicaron —donde ahora pasa su mano— con la piel de él, porque quiso complacerla sin riesgos. Poco después la obligó a aceptar el tatuaje en la espalda: temía arruinar
Sólo fue necesario un viaje del malandrito. Mientras estuvo ausente Fracois se las ingenió para obtener el permiso de abrir la tumba; logró la mayor discreción (al fin y al cabo había prestado favores especiales a una persona del gobierno) y un mediodía, en la soledad del cementerio, comprobó, ansioso, que aparte de los restos de un paño y algunas piedras, nada más había contenido la urna de su mujer.
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un detalle notable del amado cuerpo, mas la flor tomó forma y color, triunfante. Marie-Jos estuvo feliz: hasta aprendió a mirarse, divertida, su ‘lunar’ con dos espejos. Ahora el viejo Francois estaba alerta con los viajeros que llegaban de América; la intuición le indica exactamente a cuáles consultar; un detalle de la ropa, ciertas leves grietas en la piel, una marca en el brazo: indicios de vida en los suburbios y en los puertos. Así estableció contacto con un joven viajero que, curiosamente, no era europeo. («¿Debo —me preguntó el periodista— colocar aquí una tinta oscura sobre el limpiabotas? Él indicó que un cómplice venezolano iba a ayudar a Francois, pero no se adjudicó tal función». «Nadie va a reconocer que él era malandro, y además ya pasaron cuarenta años —respondí—. El niño limpiabotas de la Plaza que narró la historia es el viejo que aún recuerda los titulares de prensa. Por lo tanto también pudo ser él un joven aventurero, el vínculo insospechado entre MarieJos y Francois»). Cierto que Francois no volvió a la situación floreciente de su juventud; pero vivía adecuadamente y tenía ahorros. Tampoco le importaba perder ese dinero en una obsesión como la que lo invadía. Si antes enloqueció de amor, ahora estaba asediado por la sospecha (o por la venganza). Aceptó que el joven aventurero viviera de él; en su casa, con mujeres de puerto y bebiendo sin parar. Un extraño vínculo de afecto (el otro parecía necesitar conversaciones, calor) y de chantaje, se produjo entre ambos. Realmente lo compró. En medio de tantas fiestas y complacencias, el aventurero supo corresponderle; además el trabajo que le ofreció sería un placer: volver a su país, instalarse brevemente en Puerto Cabello y encontrar una dama algo mayor, tal vez inclinada a las drogas, y un tanto borracha.
Su misión, retener cualquier dato acerca de ella, y lograr una noche en su cama, hasta poder observar cuidadosamente su espalda. Sólo fue necesario un viaje del malandrito. Mientras estuvo ausente Fracois se las ingenió para obtener el permiso de abrir la tumba; logró la mayor discreción (al fin y al cabo había prestado favores especiales a una persona del gobierno) y un mediodía, en la soledad del cementerio, comprobó, ansioso, que aparte de los restos de un paño y algunas piedras, nada más había contenido la urna de su mujer. Tal vez era demasiado viejo para sentir una emoción parecida, pero oleajes de pasión, una furia tensa, la impotencia, lo invadieron desde entonces. El desprecio y el odio ocupaban el lugar de su gran amor. Sin embargo, volvió a la ternura de los veinte años, a su entrega: su necesidad de ella y a la violenta decisión de destruirla, de cerrar aquel prolongado sueño. Marie-Jos, concluyó entonces, había sido un objeto desconocido, alguien capaz de engañar en todo (como debió hacer con sus clientes en la cama): un alma intocada, tras la cercanía de los licores, de las noches. Francois se aisló durante algunas semanas, indeciso, desconsolado. Solo, volvió a vivir como en los días de MarieJos; sonidos, detalles de las esquinas; lo retenían en un tiempo ya muerto. Cuando extirpó ese desdoblamiento únicamente quedaba el puro odio. Necesitaba esperar al viajero pero ya para él todo estaba confirmado. Utilizó entonces esos días tratando de obtener (¡tan tarde!) una pista. ¿Por qué lo traicionó Marie-Jos? ¿Con quién se había ido? Pasó revista a centenares de rostros con los cuales la había encontrado en los bares. Pudo haber sido cualquier pasajero transitorio, alguien de quien él jamás habría sospechado (como nadie hubiera imaginado la profunda relación de ellos).
Gastó noches ese rostro vacío, la figura de un hombre imprecisable; el fantasma lo humilló con su ausencia. Y entonces reapareció el viajero. Sus noticias (ya que ignoraba la historia) contrastaron con las interrogantes de Francois, por su precisión, por su frescura, por su fatalidad. Aquella mujer era Marie-Jos. Ahora, al final de la plenitud, tampoco a ella parecía importarle el secreto que guardó durante décadas: habló en exceso de su vida al aventurero. Este tuvo cierto asco al comienzo ante la marchita mujer, pero se dejó llevar por su eficacia en la cama, por su jugueteo. Y cuando la sintió dormida descubrió, con sorpresa, los pétalos violetas de una pequeña flor en la mujer de espaldas. Pasaba borracha, sin afecto, casi todas las noches y padecía de un mal: la nostalgia por Marseille. Año tras año consideró la posibilidad de regresar, de pedir perdón a alguien, pero la lenta dulzura del trópico la inmovilizaba. Nunca hizo un gesto para volver, aun cuando —averiguamos con cautela— llegó a saber que ese ‘alguien’ había desaparecido de la vida activa del puerto, durante los últimos años. Hubo un tipo que le juró haber asistido a su sepelio. ¿Y con quién vive, qué hace? El viajero destacó detalles de la casa, de cómo la mujer había administrado una gran fortuna. Vivió para divertirse, pero como ciega: sin aspiraciones, sin búsquedas. Y lo menos creíble: sin hombre fijo. Gozaba y padecía los encuentros. Sólo en dos o tres ocasiones aceptó a un extranjero, porque la enloquecían esos hombres criollos —de nalgas estrechas y macizas, con empuje— («como yo, ¿no crees?», dijo el moreno), a los cuales mantenía por períodos. ¿Tal traición, reflexionó Francois, tan largo viaje, tanto cambio de identidad para ser nada, una simple mujer? Allá sus amores
seguían siendo fugaces. Puerto Cabello la recibió con festiva comicidad: tuvo problemas ante algunas esposas, pero la aceptaron gradualmente, y hasta algunas familias decentes llegaron a ser sus amigos. El viajero hablaba, completando el mosaico del pasado, ignorante de la precisión con que Francois ajustaba cada detalle. Era Marie-Jos. Pero ¿por qué había hecho todo aquello? Allí concluía su complicidad con el viejo, y quedaba instaurado un nuevo deseo: ya no tanto el de venganza, el de destruir a la mujer, sino el de saber qué había determinado a Marie-Jos a planificar su abandono, el robo y la indiferencia de tantos años. Para ello el malandrito no le serviría, tampoco ningún nuevo intermediario. Sólo él podría obtener de la mujer la confesión certera; pero volver a verla significaba matarla. Organizó de nuevo su vida en torno a Marie-Jos: como si nada suyo pudiera ser excluido en el reino de ella; como si el pasado, su vida actual y cualquier invención futura únicamente pudieran girar en ella, por ella. Revisó sus papeles; ordenó su dinero y algún negocio pendiente; sin decirlo fue despidiéndose de su idioma, de los pocos amigos casuales, del refugio doméstico, de su aire predilecto, el aroma de Marseille. El limpiabotas lo siguió por súbita decisión, en su búsqueda de Puerto Cabello. Prácticamente no se separaron durante el trayecto: un trago, algún chiste, las interminables conversaciones del malandrito. Francois no aludió más a la mujer; el otro se quedó sin algo concreto sobre los motivos del viaje. Ya en Puerto Cabello el viejo pareció aturdido; el excesivo brillo del cielo, el color, lo inhibían. Tal vez no deseaba ser visto con claridad. Y entonces el amigo resultó de gran utilidad; casi lo guardó en una dis-
creta pensión, le sirvió de intérprete y, sobre todo, por las noches —a ratos caminando, a veces en taxi— fue mostrándole los pasos de María Inés. Francois se convenció de que nada había sentido la primera vez que la vio: ella salía de su gran casa, conduciendo un auto. Algo gorda, decaída, en nada se parecía a su graciosa muchacha de Marseille: pero en tal diferencia supo encontrarla: bajo cierta fijeza de los gestos, en la boca, en un olvidado movimiento de los ojos. El criollo jamás notó en la parsimonia del otro alguna violencia: sólo parecía rememorar, comparar la imagen de una antigua amante con su presente. Tres días después, en la madrugada, Marie-Jos murió atravesada por un puñal de Francois; el cuerpo permaneció íntegro, menos en el lugar de la flor. ¿Es producto del periodista o comentario verdadero del anciano limpiabotas que Francois la obligó antes a responder una pregunta? ¿Necesita un relato o un drama en dos actos la confesión del protagonista? Las voces de aquellos, en todo caso, coincidían en un punto: Marie-Jos había actuado exclusivamente por sí misma; adivinó, utilizó la confianza de Francois en ella, y lo abandonó cuando quiso. Ni otro hombre ni una verdadera traición: apenas de juego de sus deseos. Francois nunca supo que aquel día, cuando fue a la morgue, Marie-Jos aún estaba escondida en Marsella; si él hubiese abierto la urna; si hubiese descubierto la mascarada, los enfermeros —íntimos amigos de la mujer— la habrían llamado. Ella hubiera acudido, pidiéndole perdón, explicando de algún modo tan terrible broma; lo habría convencido, y tal vez nunca se separaran. Pero él creyó su muerte desde el primer minuto. (Tomado de: http://liduvina-carrera.
blogspot.com/2010/04/la-mujer-deespaldas-jose-balza.html)
José Balza (San Rafael, Estado Delta Amacuro, Venezuela – 1939) Escritor, ensayista, crítico y educador venezolano. Se le considera uno de los escritores venezolanos más importantes del siglo XX y XXI. Su primera novela, Marzo anterior, la publicó en 1965 y fue acreedora del Premio Municipal de Ficción en 1966. En 1978, su novela D obtuvo el Premio de Literatura del Conac. En 1991 Balza recibió el Premio Nacional de Literatura. Durante los años 1960 y 1970 fundó y colaboró con numerosas publicaciones literarias como En Haa, CAL, Cultura universitaria y El falso cuaderno. En 2004, Balza publicó en la editorial española Páginas de Espuma, el libro Caligrafías, el cual recoge su creación cuentística desde 1960. Balza es profesor de la Universidad Central de Venezuela, y durante su carrera también ha publicado libros sobre teoría literaria, artes plásticas, cine, música y televisión. Sus obras han sido traducidas al italiano, francés, inglés, alemán y hebreo. Ha dictado cursos, seminarios y conferencias en diferentes universidades, incluyendo la Universidad Autónoma de México, la Universidad de Buenos Aires, la Universidad de Salamanca, la Universidad de Viena, la Sorbona de París y la Universidad de Nueva York. En septiembre de 2019 se rindió homenaje a su obra literaria en Casa de América de Madrid, en la Universidad de Salamanca y en el Instituro Cervantes de la capital española. 23
Incurable (fragmento) Capítulo I Simulacro El mundo es una mancha en el espejo. Todo cabe en la bolsa del día, incluso cuando gotas de azogue se vuelcan en la boca, hacen enmudecer, aplastan con finas patas de insecto las palabras del alma humana. El mundo es una mancha sobre el mar del espejo, una espiga de cristal arrugado y silencioso, una aguja basáltica atorada en los ojos de la niña desnuda. En medio de la calle, con el ruido de la ciudad como otra ciudad conectada en la pantalla de la respiración, veo en mis manos los restos del espejo: tiro todo a la bolsa y sigo mi camino, todo cabe en la bolsa del día, incluso la palabra incluso, un manchón negro en la línea que se va deshojando en la boca.
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Si me acercara, con un sonido genital y absolutamente húmedo, tocando las paredes del miedo con manos espaciosas y una circulación de letras aplastadas contra la linfa color de olvido; si me acercara, seco y coordinado en los pliegues, oyendo el paso de los otros en el techo, una legión sorda, un estertor de marabunta, un hueso desmoronándose, una lluvia caliza por el suelo, en el paladar; si me acercara, si desmenuzara una figurilla con los dedos que gotean vino; si me procurara un placer, un desvío, un tocamiento de nubes o un roce plateado, un manoseo en el oro, un deslizarse en la entrepierna de los muebles para dormir ahí un sueño de saliva y silencio; si me acercara, dando en el tiempo un acorde caliginoso, un tempo fúnebre de reunión a oscuras...
premio ¿Cómo comprobar entonces que estás ahí, construido en el plinto de tu ser sujeto, continuo y manifestado como un dato hundido en el fango de la evidencia, pensando en medio de las cosas, entero y positivo como un número estupendo? ¿Cómo saberlo, cómo sacarte de la multitud, del tiempo, de los apretados espacios ponerte frente a mis ojos como un discurso impreso, como una tinta fluvial en las venas del mediodía? ¿Cómo sentir el jugo de tu vuelo, tu anatomía que fluye entre los objetos maltratados; tu percepción que registra el mundo como lo que es, la mancha en el espejo, el simulacro? Mundo foliado, espacioso, apretado: riqueza sumergida en la extensión del constante naufragio, las palabras del alma selladas con un frío fuego, una flama desprendida de las cuerdas del sábado, un fulgor bruñido y biselado contra el pecho de los recién nacidos. Mundo de signo y de silencio, mundo manifestado, con sus seres atados y sus congelamientos al borde, su derramamiento neutro, su orilla abstracta, su cartílago ciego. Mundo de ser, de no-olvido, establecimiento de ruina y llamarada. Mundo de olvido, un revés negro, barnizado con los datos de la proximidad, temblor del no-ser: cajas transparentes atraviesan las orillas del incendio como almendras cargadas de sentido, un sentido de mundo en regreso, un retorno enmascarado, perros en el callejón de la noche muerden las nalgas de los viajeros que se bajaron en la estación equivocada, la cerrada sala donde le reciben para consagrarte a tu propio fantasma, entre tazas de té, peltre, porcelanas, galletas fúnebres, la pared que exclama con un ardiente ojo de buzo que en sus piedras puedes ya sumergirte, para descubrir, en los pliegues, un continente minucioso, atlántidas intramuros, vaticanos espesos de tesoros absurdos, micenas lastradas por desconsuelos concretos, escrituras arcaicas jeroglifos velocísimos que te esperan bajo la piedra serena, gris, política, adverbial. Larvas o simulacro de Egipto, el mundo es una abertura en el agua del espíritu, muesca en el tiempo y en el espacio, hendedura sutil o desesperada. Dominios del vientre de la cosa, la material, reino y pasto del mundo, yesca dormida en el navío de las palabras, encendimiento, línea del canto, capitular de las palabras iniciales,
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objeto lloroso o consumido, sequedad, baba, veloz certeza y muelle de todos los fantasmas. Materia del yo, un descenso órfico en el deseo, un tocamiento de lo que se derrama, sin centro ni asidero, un pozo limitado por el norte de las palabras y el sur infernal o egipcio de lo reprimido, postergado, diferido, abandonado en los jardines horrendos del pasado. Un collar de quietud rodea los espaciosos milímetros del yo, un silencio blasfemo, un ídolo entre las manchas. Ah, las cosas y la materia del yo, como un humo paralítico: charcos, tarjetas perforadas, jazmines, gavetas, ceniceros, gansos, páginas, ferrocarriles —las teclas, pulsadas con un dedo y otro, el yo encerrado en las caras augustas de la civilidad, transido y tambaleantes. Luego la errancia, el desprendimiento: un hacia, las varillas del abanico que se abre en los alveolos para que respires un mar en cada sorbo, una playa en la lengua que tocaba las bordadas comisuras de la muerte o el trabajo, un rincón para estirar las piernas como un coloso, fumando el azul despliegue de la vida, en la luz que roza las instantáneas babilonias de la vacación. Anadiomena, niña en harapos, epifanía en la sal de los torrentes, pedazo de Niño en la tela del mundo: modo del abrazo, llama en la oscuridad, extravío y dolor estriado de placer. Lo que en Anadiomena no es persona levanta sus constelaciones rumbo a tus argumentos, duración en libertad inscrita en el maelstrom de sus ardientes diferencias. Cosido a la secreción por los bordes de mi traje-centauro, avanzo en el chisporroteo de las diferencias, labrado en el segundo y consumido siglos más tarde cuando el minuto acaba, con mi máquina de sentir edificando partenones a mi paso, escribiendo en el nomadismo el parche o la sutura de donde surjo, exhausto en mi boca-mediterráneo y diseminado, tan derramado en la cinta del mundo que la maleza del yo transpira como una excrecencia en el desierto que dejo atrás, conjugándome con las estrellas en reposo, expuesto al tiempo y al espacio y a la materia, como un grano de platino manifestado en las solemnidades del Ente, como un desperfecto obsceno en una estructura longilínea.
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Adivinar en los almacenes de las palabras dónde se esconde el rayo, el escondrijo del mundo en la bolsa del día, la página mercurial que no ha sido escrita y cuya blancura está recubierta con la tinta de los deseos desalojada por los nombres, vagabundeo en busca de esa adivinación en la escuálida y
pegajosa luz de este almacén, abandonado por las noches y espolvoreado por el hisopo lejano de un chispazo de fiebre: Este almacén de palabras donde te sientes el oscurantista, el tuareg, el animal, el monstruo en la laguna de las denominaciones, el gato negro sobre las piernas de la reina de las palabras, el intruso sin credenciales, el prófugo, el anegado, el ladrón de instrumentos ortopédicos, el que traga nueces con cáscaras, el que bebe el menstruo en una copa pompeyana, el que se asusta con sus propios reflejos, el que pena en la madrugada de las vacaciones afantasmadas, el que se pone verde cuando piensa en su madre con las piernas abiertas y no precisamente dándolo a luz, el que tiene una lengua telescópica, el que se duele por ausencias inventadas y por melancolías falsas, el que baila una danza de gusanos, el que construye murallas chinas en sus labios agujerados, el que brilla como una brújula rodeada de nortes, el que se lanza en la corriente para rescatar una dentadura postiza como si fuera una civilización a la deriva, el que sabe callarse en medio del estruendo, el que se pone las manos en la entrepierna y aúlla como una hidra delirante, el que se siente un islote y oye el rumor del mar en la profundidad de los rostros. El almacén de las palabras es un lugar extraño, húmedo, una galería sigilosa, un hospital dormido, Cardumen candoroso, con su latinidad a cuestas, difícil, fosforescente como una omega ‘en el pizarrón de las etimologías’. Ojiva o multitud, ramo de piedras, rocas, en el oro del nombre, siemprevivas palabras, ‘oscura siembra’ en la cúspide sorda y monumental del mármol sonoro. El almacén es un espacio trémulo, una tecla genésica que el mundo amplifica hasta la magnitud mortuoria del réquiem o la súplica. El almacén de las palabras: el almacén de las palabras. Saturado en la diseminación, por los bordes del no, exhibido en las cosechas del silencio, busco el margen, el medianil, el uranio de un linde, límite para el dinosaurio que invade mis egiptos, mis instrumentos blancos de tiempo, canosos, del movimiento que me implanta en los espacios interminables. Un sistema de máquinas horrendas invade el almacén, un corte aquí, nueve allá: hervor de nombres, el cancerbero de la historia hila con sus ladridos la camisa de los atormentados, caen los siglos como pedruscos en lo negro de la medida, en la ceguera de la totalidad: mundos lineales, tejidos al olor de una cercanía, de una multiplicidad,
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de un espanto arborescente que se agita en el sonido seco de un chasquido que anuncia la eternidad. Uvas, nombres a la deriva en las espaldas de la biblioteca, autores y personajes pálidos contra el cielo del tiempo... y lo que sobrevive son las uvas, sus oscuros fulgores, planetas mínimos en el cosmos que simula el jardín. La tarde serena está bordeada por las uvas: la tarde, su perfil griego y su morado vinoso, sus mitos, sus racimos de sombra neutralizada, sus cavernosas ingenuidades, su naturaleza enorme y desordenada. La tarde, aquí, es un esplendor estadístico, un sosiego de proliferación, un estallido múltiple. Cantidades magnetizadas la bordean —y más adentro fluyen las uvas como espectros germinativos bajo los microscopios que nos habitan, amplifican el mundo y nuestra soberbia de Conocedores. Letra en las Pléyades, promontorio y profusión de lo que recubre la escritura, un modo de construir la ciudad del Sí Mismo para luego deshabitarla con el silencio de dejar de escribir, habitado por la tenue blancura que deja el sabor de la estrella escrita en el paladar fantasioso. Una blancura, una muerte, un hacerse el muerto con el sueño desprendido junto a la Cabellera de Berenice, el sueño manchado de cafeína y derramado tres y seis veces en el cuerpo anguloso de un cuaderno, de una página. El Sí Mismo hurga en la escritura, en la escena, el texto de sus errancias: quiere fundar una ciudad. Una ciudad o una eternidad, un disfraz con su máscara roja para ser el flujo demoniaco que lo instale en el siempre labial de sus proclamaciones, como edgarpoe en el poema de mallarmé, igualmente, tel qu’en lui-méme enfin l’éternité le change, el grano milenario, la llanura de sus centímetros propios, los instrumentos del Sí Mismo para la cirugía de no-moverse, como si la inmovilidad fuese la eternidad, y no el fluyente cauce, la máquina que cede y recorta, la letra en las Pléyades de toda escritura, la Cabellera de Berenice que encanece furiosamente, iracunda en sus mares astillados, por la brisa tenaz de la escritura y de su progenie-minotauro: la sedosa y ardiente carne de las imágenes.
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Cambio, me modifico en los límites del mes, en el zócalo del jueves, conociendo mi gerundial sangre en los labios, mi puño ciego, mi incorrección al vestir, mi genitalia archivada a las once de la noche, lejos de todo sexo y de todo calor, hirviendo de deseos por la
avenida San Juan de Letrán y mirando el barniz del otoño alrededor de las cosas como una cinta de hojas secas, mirando la fecunda imagen de la ciudad siempre recién descubierta, las articulaciones de un mundo nuevo, de un mecanismo planetario o lunar que arrastra en su corriente fresca las cantidades humanas, las estructuras vivas, las magnitudes que rodea esta luz empapada de ruidos, chasquidos, rumores, demoliciones que el instante opera en el interior de los objetos y de los corazones expuestos bajo el peñasco del minutero... Modificado avanzo por los huecos babélicos, y modificándome más aún hasta la raíz de los cabellos, y proliferando, fluyendo solo y silencioso, esmaltado por una blancura de muerte que me instala en el centro de su grandiosa almendra generadora, de su matriz lunar, entre los pudrideros, entre la basura inmaculada y meditativa, sorda acumulación que no cesa... Respiro en las diseminaciones ficticias y azarosas del yo monumental, funerario, como un pulso de partículas, de caras, de mediterráneos, de manos acercadas a mí, de especies, de hileras palpitantes que se sumergen bajo mi peso en el asfalto nocturno, me rodean y me sumergen a su vez hasta las líneas negras de una población donde renazco ofrecido al trazo reinante de la fiebre, países petrificados en un contrasentido de avance y fluvialidad, confederaciones deseantes que enganchan el mundo momentáneo a la ceniza de los siglos, pálidas reuniones rotas por la desfigurada cirugía de la historia y sintetizada en los trémulos rasgos del ahora o nunca. Me modifico en la sustancia extraña del mes, hago trámites, me confundo y recuerdo, me visto y me confieso, percibo los deslizamientos de la duración en la humedad marchita de mi boca, en el temblor amenazado de mis manos, en el funcionamiento de mi estómago, en las intermitencias de la debilidad física, laminillas de niquelado cansancio en la llanura muscular, en la resistencia cada día más débil que opongo a lo que convengo en llamar las circunstancias. (Es el invierno obstinado y obsesionante este lugar donde, tembloroso y con los dedos manchados de tabaco, hago cuentas para sacar algunas conclusiones sobre mí: estoy en un invierno que dobla, en el follaje del yo, un matinal espectro; que dobla una metamorfosis árida; que dobla en fin la aprisionada tela de la persona civil y la deja, como un atado de ropa limpia, para la ingente y fértil ‘próxima vez’ del ciudadano que soy.)
David Huerta (Ciudad de México, 1949) Poeta, ensayista y traductor. Estudió Filosofía, Letras Inglesas y Españolas en la UNAM. Ha sido redactor y editor de la Enciclopedia de México; director de la colección de libros Biblioteca del Estudiante Universitario; coordinador de talleres literarios en la Casa del Lago de la UNAM, del INBA y del ISSSTE; ha impartido cursos en la Fundación Octavio Paz y en la Fundación para las Letras Mexicanas; secretario de redacción de La Gaceta del FCE; miembro del consejo editorial de Letras Libres; director de Periódico de Poesía (nueva época); integrante de la Comisión de Artes y Letras del FONCA. Colaborador de Diorama de la Cultura, El Día, El Universal, La Gaceta del FCE, La Talacha, Letras Libres, Nexos, Novedades y Proceso. Becario de la Fundación Guggenheim, 1978, y del FONCA, 1989. Miembro del SNCA desde 1993. Premio Diana Moreno Toscano 1971. Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer para obra publicada en 1990 por Historia. En 1998 los estudiantes de la Preparatoria Popular le otorgaron la medalla ‹Mártires de Tlatelolco›. Premio Xavier Villaurrutia 2005 por Versión. Premio Iberoamericano de Poesía para Obra Publicada Carlos Pellicer 2009 por Historia. Premio Nacional de Ciencias y Artes 2015, en el área de Lingüística y Literatura. Premio Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco 2018, otorgado por la UADY, UC Mexicanistas y la FILEY. Premio de Literatura en Lenguas Romances 2019, otorgado por la FIL Guadalajara. (Tomado de: http://www.elem.mx/autor/datos/1842)
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Jorge Consiglio
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uando conocí a Padilla, al que le decían el francés, trabajaba de mozo en uno de los pocos lugares de Almagro que conservaba billares buenos. Era pelado, corpulento y muy blanco. Tenía todo el cuerpo salpicado de pecas y lunares marrones. Con los años logró que lo prologara un vientre vasto y tenso. Se lo palmeaba a menudo, gesto que no siempre sugería un aire satisfecho sino, según los momentos, incomodidad, resignación o abatimiento. Duró poco de mozo: lo echaron antes del año. Los patrones argumentaron que era desprolijo y mal educado, les faltaba el respeto a los clientes, se olvidaba de los pedidos. Sin embargo, los juicios de la gente fueron definitivamente más escandalosos: al francés lo echaron por ladrón, dijeron. Padilla, que en aquel momento se veía joven y no consideraba la posibilidad de la derrota, se paró en la puerta del boliche e insultó hasta la afonía. Después, porque son necesarios los gestos épicos, rompió una de las vidrieras con un pedazo de baldosa. Lo llevaron preso. Forcejeando con la policía, perdió una de las mangas de la camisa estampada y fue cuando pude ver el tatuaje azul que llevaba cerca de la axila. Era una palabra. Leí: Mogadiscio. Me dije: este hombre alguna vez se embarcó. Y jamás supe si había sido un pensamiento equivocado.
Estuvo desocupado mucho tiempo, el suficiente para que su mirada se debilitara para siempre. Era como la de un animal confinado: errática, somnolienta, estéril. No hacía otra cosa que estar tirado en la cama con una almohada sobre la cabeza y hurgando con la mano debajo del calzoncillo. En la penumbra, Padilla fluía blando y húmedo. Un fantasma ácido y remoto. Tengo una escena de aquella época. Son las siete y media de una tarde de verano. El francés sube a la terraza del hotel al que hace poco se mudó. Está descalzo y con medio cuerpo desnudo. Carga una fuente de plástico llena de ropa que acaba de lavar; la intención es colgarla. De pronto —sin que aparentemente nada lo anuncie—, empieza a llover. Al principio, son sólo unas gotas diminutas y esporádicas que apenas mojan. Padilla, desconcertado, con un par de medias en la mano, mira al cielo y espera. Al cabo de unos minutos, se larga un aguacero intenso. Entonces, apurado pero con paso cauteloso porque le teme a las caídas, baja las escaleras hacia un patio cuadrado y lleno de plantas. Está furioso. Putea en voz baja. Tiene la espalda como los desiertos, interminable y abandonada. Esa vez la lluvia no paró hasta la media mañana del otro día. Padilla, con el fuentón de ropa húmeda cerca, se dedicó a tomar mate hasta bien entrada la madrugada. Durante el tiempo muerto del desempleo se aprenden cosas. El francés, por ejemplo, adquirió una extraordinaria habilidad para robar plata en los colectivos. Lo ayudaba sobre todo el tamaño de su abdomen. Fingía perder el equilibrio, rozaba apenas al pasajero que previamente había estudiado y, en cuestión de segundos, levantaba lo que podía. Antes de bajarse, invariablemente, lanzaba una mirada oblicua, como si buscara alentar las
cuento
sospechas que sus actos no habían despertado. Después carraspeaba y tosía. Ya en la vereda, escupía la flema salada que le impregnaba la boca y se perdía sin remedio en la ciudad. En aquellos días también había redoblado su apuesta con el tabaco. Compraba cigarrillos sueltos en la terminal del Lacroze y los metía de en diez en una cajita de metal que llevaba sus iniciales grabadas. Encendía uno tras otro y los dejaba quemar con parsimonia entre sus dedos largos. En esos momentos, sus ojos parecían más claros, o más helados, que de costumbre. El cigarrillo inauguró en la cara de Padilla cierta mueca de sensualidad y una oscura, deliberada rigidez que el mundo tomaba por precisión. En verano salía al patio a tomar aire. Sabía que era inevitable que alguien se acercara a con-
versar. Los que hablaban eran siempre los otros; él se limitaba a asentir de vez en cuando. Dejaba abandonada su mirada amarilla en el interlocutor de turno. Un atardecer de enero —en el que el sol, tamizado por el toldo, no era más que setenta manchas sobre el piso—, el francés escuchó lo que contaba otro de los inquilinos, un tipo canoso, mal afeitado, muy delgado. Hablaba de un conocido de un conocido, un hombre joven, decía, que todas las mañanas a las cinco tomaba el Roca en la estación Banfield hasta Constitución. Un día, este hombre joven, conocido de un conocido, como lo nombraba el canoso, vio un accidente: el tren había atropellado a alguien. Como casi todos los pasajeros, medio aturdido, con frío, saltó desde el vagón al pedregullo y se puso a mirar el trabajo de los
Estuvo desocupado mucho tiempo, el suficiente para que su mirada se debilitara para siempre. Era como la de un animal confinado: errática, somnolienta, estéril. 31
Padilla, que en aquel momento se veía joven y no consideraba la posibilidad de la derrota, se paró en la puerta del boliche e insultó hasta la afonía. Después, porque son necesarios los gestos épicos, rompió una de las vidrieras con un pedazo de baldosa. Lo llevaron preso. Forcejeando con la policía, perdió una de las mangas de la camisa estampada y fue cuando pude ver el tatuaje azul que llevaba cerca de la axila. Era una palabra. Leí: Mogadiscio. Me dije: este hombre alguna vez se embarcó.
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bomberos y la policía. Muy cerca del cadáver se puso a hablar con un hombre mayor que él, bien vestido, peinado con gomina. Un bigotudo con pinta calificó quien contaba. Se enteran que va a haber demora y deciden hacer tiempo en un bar desde donde ven la escena. Es uno de esos cafecitos sucios de las estaciones. Después de aquel encuentro advierten que tienen en común algo impreciso que ninguno de los dos se ocupa en definir. En adelante comparten el viaje de cada mañana. Hablan trivialidades; fuman en la penumbra del furgón; ríen a carcajadas y se palmean la espalda. El uno del otro no conoce más que el nombre. En poco menos de un mes, estos hombres, mediante algunas llamadas telefónicas, un par de chequeras y una tarjeta de crédito, llevan a cabo una de las estafas mejor pensadas y más redituables de los últimos diez años. Padilla le prestó mucha atención a aquel relato. Después respiró y se pasó su mano inmensa por la cara apenas sudada. Achicó los ojos. En ese momento llegó un ruido desde la cocina —choque de metales y losas—: alguien lavaba platos y cubiertos.
Las mujeres no son trofeos, le gustaba decir al francés. Según el caso, se las amasa como a la arcilla o se las arrebata sin aviso. Tenía una novia que vivía por Burzaco. Ema se llamaba. Era joven, de pelo largo y negro, muy ojerosa. A veces salían a caminar por la ciudad. Se encontraban en Constitución y, agarrados del brazo, iban hasta el puerto. Tomaban café y ginebra en un lugar que quedaba a dos pasos de la terminal del 12. Ella hablaba de ofertas, zapatos, esmalte de uñas. Él miraba por la ventana la indiferencia alta del río. Su color. Un día a comienzos de semana ella lo llamó al hotel. Lloraba. Se le había muerto la madre. Calmate, le dijo Padilla, me visto y voy para allá. No fue en tren, prefirió el colectivo. Guardó el boleto en el bolsillo de la camisa y dejó que el trayecto lo fuera anestesiando. En el velorio, pasó la noche dormitando con Ema en un sillón desvencijado. A la derecha, endurecida y pálida, estaba la muerta. Cuando a las cinco de la mañana buscó la intemperie para fumar, la luz anémica de marzo le dibujó en la cara un gesto de placer. Se trató de algo fugaz, sin importancia.
La vuelta fue en el Sarmiento. Ni bien se sentó sintió un dolor fuerte en la espalda y en la base de la nuca. Estoy cansado, se dijo, ya no tengo edad para velorios. Enseguida, buscó algo para esquivar el ocio, una actividad que lo distrajera de sus ideas. Encontró el boleto de colectivo y se clavó en el amparo de los números. Los sumó. Veintiuno: mujer. Le vinieron a la cabeza las caderas inmensas de Thelma, la que limpiaba en el hotel, y dio su interpretación precisa del azar. Se repasó los dientes con la lengua. Iba a morder. Thelma casi no hablaba. Era morocha y risueña. A veces canturreaba boleros en voz baja. La encontró con un trapo en la mano en el baño de adelante. Entró decidido y cerró la puerta con el taco. Escuché el forcejeo, el ruido de la ropa cuando se rompe. La respiración pesada del placer. Al rato salió. Parecía satisfecho. Oí que se reía, sobrándola, y le decía que uno no le puede escapar a la suerte. Pasaron los años y el francés jamás abandonó el hotel. Tuvo algunos otros trabajos de mozo, pero
en ningún lugar duraba más de seis meses. Era demasiado ambicioso para jornadas normales. Un miércoles apareció con un taxi flamante. Dijo que le habían prestado plata para comprarlo. Hasta el más ingenuo supo que Padilla mentía; pero, como entre nosotros la reserva es la mayor de las virtudes, nadie se ocupó de acusarlo. A la semana, cuando lo vinieron a buscar, la policía explicó que para llevarse el auto le había quebrado el brazo a una pobre vieja y faltó poco para que matara al chofer. El francés salió de su pieza esposado. Sonreía y parecía orgulloso. Cuando pasó al lado mío, dijo: Qué revolcón, carajo. Yo le palmeé la espalda. Volvió más gordo. Daba dos pasos y perdía el aliento. De todas formas no necesitaba demasiado aire porque casi no se movía. Durante el día dormía o se sentaba a tomar té frío en las sillas del patio; por las noches, licuaba su ánimo frente al televisor. El encierro lo había afectado más de lo que cualquiera que lo conociera hubiera podido ima-
ginar. Ahora tenía el cerebro impregnado por la resina del tedio. Le daba lo mismo el sol que la lluvia. Andaba hecho un asco. Era un globo de desidia. Pura seborrea. Para poder seguir fumando, empezó a vender porquerías por Once con un tal Alfaro; pero ya era demasiado tarde para cualquier intento. Yo fui el primero que se enteró. Cuando escuché el teléfono a esa hora de la mañana, dije: deuda o desgracia. Padilla había quedado boca arriba en un cantero de la 9 de julio. Le explotó el corazón, me dijeron. Perdió la simetría. Se le desordenó la sangre. Lo lamenté mucho, sobre todo porque era un tipo con el que me cruzaba todos los días. Nunca fui su amigo. Es difícil hablar con alguien que vive doblado; de todas maneras, en más de una ocasión le puse la oreja y eso, en los tiempos que corren, vale mucho. Y así lo vio la gente. Supongo que por esta razón fue que me eligieron a mí a la hora de regalar los zapatos del finado. No están malos, me van cómodos. Son estos justamente, los que ahora llevo puestos.
Jorge Consiglio (Buenos Aires)
Foto: Martín Castagno
Es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Ha escrito artículos, poemas y cuentos cortos para diversos suplementos culturales nacionales y extranjeros. Publicó cinco novelas: El bien (2003, Premio Nuevos Narradores de Editorial Opera Prima de España), Gramática de la sombra (2007, Tercer Premio Municipal de Novela), Pequeñas intenciones (2011, Segundo Premio Nacional de Novela y Primer Premio Municipal de Novela), Hospital Posadas (2015) y Tres monedas (2018); los volúmenes de relatos: Marrakech (1999), El otro lado (2009, Segundo Premio Municipal de Cuento) y Villa del Parque (2016) traducido al inglés, cinco libros de poesía: Indicio de lo otro (1986), Las frutas y los días (1992), La velocidad de la tierra (2004), Intemperie (2006), Plaza Sinclair (2018) y un libro de miscelánea, Las cajas (2017), en el que reúne una selección de textos publicados en el blog de la editorial Eterna Cadencia. 33
Imagen de portada del libro Negados al olvido
C Yuliana Marcillo 34
uando comencé a indagar sobre la obra de Hugo Mayo, no podía evitar imaginarlo montado en una motocicleta. Y lo imaginaba como luce en la única foto que circula en internet: a sus noventa y tantos años, con lentes de marco grueso y dos entradas pronunciadas. Por suerte no he sido la única. En nuestro delirio de imaginar a Mayo en todas sus formas, un día montamos su rostro en el cuerpo de un hombre que andaba en moto. Se veía bien, lucía relajado, con sus cuantas hebras al aire, atropellando quizá, imaginariamente, a los cisnes de engañoso plumaje.
ensayo Esa imagen resiste en mi memoria, así como aquella foto suya que sigue colgada en el restaurante El Trovador (Manta), ubicado en el pasaje antes llamado José Marías Egas (su hermano), y que el Concejo Cantonal de Manta, en sesión ordinaria del 27 de abril, resolvió acoger la sugerencia de la Comisión Municipal de Educación, Cultura y Deportes, para que este espacio, ubicado en la calle 10 y 11, se denomine Paseo Hermanos Egas Miranda, reconocimiento que recién se dio en 2006. En ese lugar yacen tres esculturas de hormigón con las figuras de José María Egas, Ruperto Mena (compositor del himno a Manta) y Hugo Mayo (Miguel Augusto Egas). Decenas de personas transitan a diario por ese paseo. Pronunciamos su nombre en voz alta, decimos quién fue, leemos sus poemas. Unas señoras se acercan para fotografiarse con el busto. Le dan besos en la mejilla, en la boca, se sientan en sus piernas, le ponen un papel en la mano, aunque el lapicero de bronce que es parte de la escultura ha sido robado. ¿Así que él es Hugo Mayo?, dicen, mientras siguen disparando fotos. Un grupo de jóvenes de Guayaquil lee el poema ‘Sepelio del Papagayo K’, aunque no tengan idea de lo que están diciendo. Hay un barrio con su nombre, sus habitantes piensan que fue un político importante. Una paloma defeca en su traje. Dos palomas. Tres. ¿Alguien se encarga de limpiar la mierda de las palomas del traje de Hugo Mayo? Han suplantado la pluma de bronce por una de metal. Nuevamente ha sido robada. Las luces se han quemado. La baldosa se ha levantado. No hay placas con sus nombres, nadie sabe quién es quién, a veces José María Egas es Ruperto Mena, a veces Ruperto Mena es Hugo Mayo, a veces Hugo Mayo es nadie. De repente, sin advertirlo antes, un
Decenas de personas transitan a diario por ese paseo. Pronunciamos su nombre en voz alta, decimos quién fue, leemos sus poemas. Unas señoras se acercan para fotografiarse con el busto. Le dan besos en la mejilla, en la boca, se sientan en sus piernas, le ponen un papel en la mano, aunque el lapicero de bronce que es parte de la escultura ha sido robado. ¿Así que él es Hugo Mayo?, dicen, mientras siguen disparando fotos. hombre parquea su moto detrás de la escultura de Mayo. La realidad es graciosa y aplastante. La moto lo espera para sacarlo de Manta, una vez más.
Revista Motocicleta Hugo Mayo nació en Manta en 1885 y falleció en Guayaquil en 1988. Su obra poética se conforma de los poemarios Poemas de Hugo Mayo (1976, CCE Núcleo del Guayas), El zaguán de aluminio (1982, CCE Núcleo del Guayas) y Chamarasca (1984, CCE Núcleo del Guayas). Más adelante aparece Poesía reunida, antología que publicó la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión en 2005, cuya compilación estuvo a cargo de Raúl Serrano Sánchez, y en 2017 la CCE reedita la obra y lanza la antología Hugo Mayo. Poesía Junta. Fue fundador de las revistas Síngulus y Proteo. Pero la única vanguardista fue Motocicleta, que
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tenía como finalidad ‘chocar con los antiguos moldes modernistas’. El primer número se publicó el 10 de enero de 1927, bajo el subtítulo ‘Índice de poesía vanguardista. Aparece cada 360 horas’, es decir, cada 15 días. Aunque el segundo número salió al año siguiente, según sus biógrafos.
Las voces del Encuentro Literario Papagayo K El Encuentro Literario Papagayo K, una apuesta joven procedente de Manta y sostenida por el Grupo Cultural Papagayo K, conformado por escritores y gestores
culturales manabitas, tiene como objetivo traer al presente a autores que han dejado un importante legado literario. Se lo ha hecho de todas las formas: en formato underground, con o sin permiso de publicación, por redes sociales, en lecturas clandestinas, y también con un micrófono o megáfono en espacios públicos. Esta propuesta nació con el objetivo de rendirle homenaje a Hugo Mayo, y durante el 2017 se realizaron una serie de actividades literarias y artísticas en torno a su obra. Mayo entendió la poesía como una ruptura constante y por eso fue tachado por sus contemporáneos de rebelde, violento y peligroso. Nunca buscó celebridad, casi en silencio y en períodos largos, rompió con el modernismo en la poesía de este país. Mayo no tuvo reconocimiento en su época, ni de los críticos ni de sus contemporáneos, lo tildaban de loco. Él escribía para el futuro. Guayaquil fue su segundo, o quizá único hogar.
‘Chintolo’ y Luis Félix López
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Jacinto Santos Verduga, conocido entre familiares y amigos como ‘Chintolo’, nació en Bahía de Caráquez en 1944 y falleció en Guayaquil en 1967. Sus poemarios publicados: Testimonio (1965, CCE Núcleo del Guayas), La llaga insomne (1967, CCE Núcleo del Guayas) y Con los días contados (1967, CCE Núcleo del Guayas). Posterior a su muerte se reeditó La llaga insomne (1977, CCE Núcleo de Manabí) y Obras completas (1981, CCE Núcleo de Manabí), compilado y prologado por Horacio Hidrovo Peñaherrera. Desde entonces no se ha vuelto a reeditar su obra, han pasado 38 años.
El 2018 fue dedicado a ‹Chintolo›. Se propicio un acercamiento con sus familiares, con la intención de publicar su obra completa. La respuesta fue un no rotundo. Para que las obras de ‘Chintolo’ sean de dominio público deben pasar 70 años después de su muerte, según el Art. 201 del COESCI. Un familiar cercano nos dijo que los nietos de ‘Chintolo’, que viven en el exterior, no saben que su abuelo dejó un importante legado literario, ni tampoco sobre la tragedia que gira en torno a sus últimos días de vida. «Sonaron tres disparos. Sus amigos, que bebían en la sala de su casa, lo habían escuchado discutir a gritos con su amante. Ellos tumbaron la puerta y encontraron los dos cuerpos. Ella, quien recibió el primer disparo en la frente, murió dos días más tarde. Los tiros restantes fueron para él mismo. Uno traspasó su sien derecha y escapó por la izquierda. Pero como no lo mató, se pegó otro en el pecho. Esa descarga destrozó el apasionado corazón de Jacinto Santos Verduga», reseña el periodista y escritor guayaquileño Jorge Martillo sobre la muerte del escritor manabita. ‹Chintolo› falleció el 2 de diciembre de 1967 con apenas 23 años de edad.
Mayo entendió la poesía como una ruptura constante y por eso fue tachado por sus contemporáneos de rebelde, violento y peligroso. Nunca buscó celebridad, casi en silencio y en períodos largos, rompió con el modernismo en la poesía de este país. Luis Félix López fue el escritor homenajeado en este 2019. Nació en Calceta en 1932 y falleció en Guayaquil en 2008. Publicó el poemario El eco interminable (1977, CCE Núcleo de Manabí), los libros de cuentos Tarda en morir el tiempo (1999, Premio Nacional de Literatura Muy Ilustre Municipalidad de Guayaquil, 1998) y El talismán (1994). Las novelas: Los designios (1974, finalista del Premio Internacional de Novela, México 1973), El gorrión canta en la oscuridad (1986), La noche de rebaño (1996) y El olor de las virtudes (2001). Su obra tampoco ha sido reeditada y sus familiares tienen en su poder dos libros inéditos.
Negados al olvido, libro de ensayos Negados al olvido, un conjunto de ensayos que gira en torno a la vida y obra de estos tres escritores, es el resultado del camino recorrido durante estos tres últimos años. Está conformado por ensayos académicos, artículos y reseñas, por docentes universitarios y escritores que como lectores encontraron canales, vínculos y motivaciones para escribir en torno a ellos, entre ellos María Auxiliadora Balladares, José Miguel Haro, Fernando Macías Pinargote, Ernesto Flores Sierra, Alexis Cuzme, Luis Carlos Mussó, entre otros.
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(Dos capítulos de la novela*) Jakk Cabrera Plaza
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os psicólogos no estamos capacitados para suponer o comprender las pasiones más oscuras. Eso es un secreto a voces, Alejandro, me decía María peinándose frente al espejo. A las mujeres nos gusta arreglarnos, sentirnos envidiadas, si un patán en la calle te grita, le insultas, pero si te buscan con la mirada, te gusta. Queremos saber despertar el deseo en los hombres, aunque nos atormenta que la gente se entere de ello. En cambio, Magda: Cara de Nada, no sé cómo explicarlo, a las mujeres nos gusta lo trágico, las canciones más
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tristes, tenemos un encanto por las fantasías monstruosas, supongo que estamos locas. El camino del corazón de las mujeres es tan o más retorcido que el de un sacacorchos. Un pajarito imantado para el congelador, unas flores bastan, sonríen y se entregan al horror: trátame mal, ignórame, engáñame, dame un grano de amor envuelto en una montaña de horror y así nunca de los nunca me iré… Con esos clavos en la garganta van a marchar por los derechos del sol. Hay virtudes tan tristes. Lástima, Hermano, qué elocuentes son los cementerios cuando una mujer entra viva. ¿Qué dirían Ellas? No me detuve a pensar. Magdalena me esperaba en aquel café don-
* La novela Lo inextinguible obtuvo Mención en el Premio La Linares 2019.
novela
de días atrás fuimos felices. Caminamos a su encuentro sin paraguas, yo y la cadena de recuerdos que uno arrastra a lo largo de una cuadra. Ella salía del trabajo después del almuerzo y, por lo general, aplazaba nuestras citas dos horas en promedio. Tiempo suficiente para darse una mano de gato, solía despertarse muy temprano en la mañana para lograr en sus cabellos el planchado fiel, para que sus labios brillen como sangre, para perfumarse sin apuro. La belleza es peor que un vicio. Llegas tarde, Cara de Nada, ¿en dónde estabas? Apenas han sido cinco minutos, diez a lo mucho, lo siento, Magdalena, no es para tanto, cambia esa cara. Y bien, dónde es la dichosa tienda, dónde viste tu chaqueta. Acá cerca, falta poco. El cielo me escupía, otra vez. La chaqueta reposaba lejos, junto al
edificio que un día fuera su jardín de infantes. Ya no puedo caminar, estoy empapada a pesar de mi paraguas. Debes estar feliz, a ti te encanta el agua. Y han vuelto a llamar. No debes darle importancia, seguro fueron pocas, Magdalena. ¿Dos? ¿Tres? Sí, fueron dos, el clima me pone así, también es por tu llamada. Lo siento, Magda, me excedí, ya te he dicho que no contestes. ¿Qué destruiste, Cara de Nada?, receta conocida: dos onzas de ron, una de lima, cuatro o cinco cubitos de hielo, el vaso con una ramita de menta, y tú diciéndome huye, Magda, sálvate. Si quieres que me largue, dímelo sobrio y punto. Hay días en que realmente te odio. Y encima esta puta lluvia. Terminamos en un café distinto. Desde fuera, no era la gran cosa. Nos atrajo el aroma. Las sillas rechinaron. En la pared: dos cíclopes formaban un solo rostro. ¿Te gusta ese cuadro? Dos tintos cargados, por favor. La rubia sufre de hipotermia. ¿Algo más?, preguntó el mozo. Magda, ¿un pastel, un vodka? ¡Idiota!, mejor me largo. Espera, solo quiero… ¡Te digo que no! En qué andarás pensando, ya no me dices te amo, estoy ansiosa, subiendo de peso, ¿lo notas siquiera? Nunca ves nada que importe… ¡Por qué te ríes, Cara de Nada! Los «te amo» son abreviaturas macabras, Magda, te he dado mi vida. El mozo sonrió con saña y se fue por donde vino. ¿Te leo el café, Magda? No tengo ganas, me imagino que así no funciona. No es importante. No quiero. Anda, Magda. Está bien, léemelo. ¿Qué dice? Le conté recuerdos, sobre las cartas con muñecos que escribía para Ella y como Ella respondía: no me jodas, tienes novia. De sus cuatro chicas neoyorquinas o los documentales de asesinos en serie que miraba. También sobre su amiga,
una gorda que pronunciaba Freud como se escribe, la misma que me decía con las papas en la mano: a pesar de tus posibilidades en contra, Magda sigue pensando que eres el bueno… Pero no aburrí a Magda con esos pormenores, mejor le hablé sobre ese gabán suyo color manzana envenenada, el que vistió el día de nuestro primer aniversario oculto, limpiando el smog, limpiando el odio del mundo, las bombas y los residuos tóxicos, los libros malos, los perros atropellados, los girasoles azules, mientras yo, pensando solo con imposibles, la esperaba con parada de galán ochentero con una nota dejada por María bajo la almohada: eres mi único amor, Alejandro, mi loco favorito… También recordamos aquella vez que, atormentada, me feló exquisitamente, y de paso lo que Ella pronunciaba cuando jugábamos al caballito. O cuando el Destino, qué digo el Destino, la secretaria de la Facultad me dio una mano para encontrarla en un aula lejos de María. Los recuerdos siempre serán torturas, tumores, siempre serán como trampas. Seis años habían pasado desde entonces, éramos otros: la abreviatura para resumir lo que fuimos. En esos días yo era como un brujo mirando el futuro: sus piernas en mis hombros, el culto al emoticón. Yo me burlo de aquel hombre y de sus remordimientos, así como él se burló del anterior y como se burlará mi Yo futuro de mí. A los ídolos se los mira desde lejos, como me mira el que fui, como yo miro al que viene. Magdalena, una mariposa adoptada por sapos que no merecen ni una línea, ni de texto ni de coca. Si escribo es para ti, Hermano, y para Ellas. Los demás no interesan, son ladrillos, legos, plastilina. Rellenos del mundo. Humo sobre humo, quería continuar, Magda sonrió: Quiero pastel, Cara de Nada. Y yo reí también, pensando que el Tiempo está después…
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Pero mi madre tenía esperanza, buscó otro tratamiento, alguna intervención quirúrgica en los países del primer mundo, tal vez algún donante compatible de último minuto, todo se desvanecía, a veces parecía tener un nuevo soplo a pesar de que era solo pellejo, finalmente no pudo más, no fue mi madre quien lo desconectó, fui yo, Alejandro. Matar también puede ser un acto de amor. Alejandro, adónde iremos cuando cerremos los ojos. ¿Qué veremos cuando cerremos los ojos?
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La dejé en el taxi, sentada pero todavía con la puerta abierta, sacudiendo su paraguas. ¿Adónde vas, Cara de Nada? A caminar un poco. ¿Todo bien? Sí, Magda, no te preocupes. Llámame a lo que estés en casa. El taxi aceleró y yo me fui. Las montañas eran las mismas. Cuando llegué, la entrada del edificio estuvo abierta, no necesité trepar las verjas alzadas como hiciera ante un cementerio. El cielo lloraba sangre como las vírgenes en los pueblos, como María al ver que Magda salía de mi apartamento. En el patio había esqueletos de subibajas y columpios. Las venas de un pequeño tobogán lucieron crudas, todos alumbrados por la escasa luz llegada de unos focos fluorescentes. Al fondo, en una pared, niños cadavéricos jugaban a la ronda. Yo no tengo la culpa de la descripción. La tiene el Tiempo. Varias veces al caminar por esa calle, Magda señaló el lugar don-
de me encontré esa noche. Mira, Cara de Nada, ahí… ¿Esas estatuas construidas con alambres? Algo así deben de ser las almas, pero no, tras esas verjas, sí, el mismo, el que tiene el nombre de un santo en la pancarta, ahí pasé un año de mi vida, en aquel lugar me corté las trenzas. ¿Por qué, Magdalena? Ya te lo he contado, Cara de Nada, el monaguillo dijo que me daría chocolates si lo hacía, después me pidió otras cosas, lo sabes también, supongo que esa es una de las razones para amarte tanto, antes, otros hombres, al contarles mi secreto, me miraban con desprecio, como si estuviera dañada, a ti no te importó, eres bueno, me liberaste, me dijiste tranquila, todos vivimos en una cárcel… No me preguntes, Hermano, esa historia es solo de Ella, y de sus tijeras. Prendí un cigarro al lado de una resbaladera con anorexia. La imaginé con cabello corto, comiendo un chocolate alumbrado por un rayito de Dios. ¿Puedo ayudarlo? ¿Busca a alguien? Pronto me voy, solo necesito descansar un poco. Recorrí los juegos. Pude escuchar sus risas… o fue el eco de alguna niña pasando cerca. A lo mejor, mientras Ella subía al moribundo tobogán, tú y yo subíamos al carrusel, Hermano. A punto de salir, algo viejo brilló en el suelo. No tenía tristeza, al contrario: me hizo amarla mucho más, necesitarla como al agua. Recogí la vincha haciéndome a la idea de que le pertenece, que alguna vez adornó su trenza inexistente. ¡He vuelto!, le grité al Tiempo. ¡Te he vencido! No eres sabio, eres afónico… Pero yo te he escuchado. Camino a casa acariciaba la vincha: aunque no es un tacón, a lo mejor ahora sí pueda adornar algún llavero con ella. Esto ya lo he vivido, me dije, no igual, pero ya lo he vivido. Quizás el secreto
del amor es descubrir si todas las historias son las mismas o cada una tiene vida propia. Llegué a casa, llamé a Magda, colgué, pensé en María y en cómo darle un adiós definitivo. Recordé lo sufrido por ella, lo que me contó antes de ir a buscar su tacón: El amor es como una enfermedad terminal, Alejandro, como una bomba, de mi padre solo conservo su reloj, lo encontré en uno de sus cajones, aún andaba… A pesar del daño que nos hizo, lo cuidamos todo el tiempo, recorrió su pasado y se resignó a morir, la muerte estuvo llena de perdones. Pero mi madre tenía esperanza, buscó otro tratamiento, alguna intervención quirúrgica en los países del primer mundo, tal vez algún donante compatible de último minuto, todo se desvanecía, a veces parecía tener un nuevo soplo a pesar de que era solo pellejo, finalmente no pudo más, no fue mi madre quien lo desconectó, fui yo, Alejandro. Matar también puede ser un acto de amor. Alejandro, adónde iremos cuando cerremos los ojos. ¿Qué veremos cuando cerremos los ojos? Niña, veremos la espalda del espantapájaros. Al día siguiente fui a buscarla para acabar con esto que tenía en el pecho, mi amigo me había dado su número telefónico y la dirección de su trabajo: tenebrosos regalos, como una pistola o mil alfileres. Así que emprendí los pasos. No conocía sus horarios, me quedé al frente, en una tienda compré una cajetilla y una cajita de fósforos. Encendí el primero, encendí el segundo, encendí otro, cuánta agonía ha traído este humo, Hermano. Miré alrededor, una niña llevaba un vestido amarillo y perseguía a un pedacito de plástico. Déjame pisarte, le dice. Quédate quieto para que pueda pisarte… Por fin unas cuantas risas despejaron la neblina, los árboles
competían con los edificios, y yo, vuelto piedra ante la culpa o la dicha de mirar la medusa a lo lejos, haciéndoles los mimos a los niños como hacía también conmigo, antes, vestida con su pantalón gris, un hilo dental de seda blanco y su camiseta de superchica comprada en una feria. Qué imposible es el regreso. Primero vienen los años felices, después viene la tragedia, luego aparecerá la muerte, bueno, casi siempre en ese orden. María me miró sacudiéndose con el temblor de un mal encuentro, o uno bueno, no importa. No sé si esperaba verme, se fue acercando de a poco, regresando la cabeza dos veces por si acaso, una amiga la sorprendió, pero María no le pidió silencio, al contrario, alcancé a escuchar: ¿Es él? Alegre y rabiosa se acercó sin decir nada que no viniera al caso. Alejandro, ¡cuánto te has demorado! Miró su reloj, me dijo tenemos poco tiempo, pronto vendrán a recogerme y ya sabes de quién hablo. Al discurso preparado lo olvidé. Corazón, podrido corazón el que llevo dentro. Solo he venido a decirte… Un auto rojo curvó por la esquina y ella inmediatamente me empujó al interior de la tienda. Llámame, pronunció, ya tienes mi número telefónico, y no se te ocurra salir. Me quedé en la tienda hasta el anochecer, dándole vueltas a todo lo que había pasado. El amor es el más bello de los monstruos.
V En verdad dolía irme al otro lado del mundo, Hermano, si Magda desde siempre me acompañó. Debajo de uno de los consultorios me esperó en nuestros primeros días. ¿Estás loco?, compañero, ¿escuchas voces en tu cabeza? Es más
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complicado, según eso estamos todos locos. Ya sé, no soy tonta, quiero decir… Sí, desde niño me hablan, y yo repetía lo que me decían como un muñeco, como una historia contada en playback. Al principio fue difícil dejar de mover mis labios, ahora pongo cara de nada, aunque las voces nunca se han ido. Con el tiempo encontré un remedio, no las pastillas que me recetan, bueno, es algo, no es necesario que te enteres ahora. Ven, abrázame, todo estará bien, Cara de Nada, me gusta llamarte así… Mi cabeza descansó en su pecho, Hermano, y escuché su corazón: rómpeme, rómpeme, rómpeme. Mire, doctor, le decía a uno de ellos, a mí las voces no me importan, me importan Ellas, millones de mujeres esparcidas y el destino enfermo, ¡él es el enfermo!, ¡él es el Cara de Nada!, me confía a las dos más bellas, una por una las sentó en mis rodillas. Regresó a buscarme con sus ojos o sus ventosas o lo que tenga el destino en la cabeza, y así, con ese gesto, dejó claro su préstamo. Pero yo, doctor, aprovechando ese aparente abandono, me las quise robar. Soy el resultado inevitable de mi tragedia, así me dijo un hombre más blanco que su mandil. Ninguno logró comprenderme, mi tragedia también fue mi fortuna, parecerían no amar, no masturbarse. Hubiera querido tener un puñal y pelarme y darles mis ojos: tomen, doctores, conozcan los otros mundos. No regresé nunca, quedaron como novias plantadas en un consultorio ansiando el arroz de los locos. Así me di, en bandeja de plata a Magdalena. Pero su inocencia era cruel. Ese día me contó su secreto, el de sus trenzas, un clavo oxidado sosteniendo su viga. Hay secretos y secretos, Hermano, tú y yo lo sabemos. No todos los oídos escuchan lo mismo.
Agarré mi celular, resistí varios días, varios años o siglos, no sé, lo que resiste un loco, y como en la cuna de un hijo fantasma, busqué en mi celular a María. Al llegar a la M, en la lista de contactos, un nombre nuevo pero viejo, cinco letras como las del vodka. Enseguida, lo cambié por uno de los miles triviales en el registro civil, por si acaso a mi Magda se le vaya a ocurrir buscar en mi descuido, en el sabio aparato, otro de sus presentimientos. Yo adopté el de mi colega imaginario. Sí, Hermano, la traición sobrevive aun cortada la cabeza, como una cucaracha. Magdalena se había marchado una madrugada… No terminó los fideos, del postre apenas bocados, y, despechada, echó tres de azúcar a un café del que tomó solo sorbos. Tengo un mal presentimiento, Cara de Nada, como si algo fuera a ocurrir, ganas de salir corriendo. Todos tenemos días malos, anda, toma un poco más del café. Debes estar cansada, ya es viernes, trabajo acumulado, vamos a la habitación y te doy unos masajes. Quizás tengas razón, Cara de Nada, somos como ropas, me dijo desgastada, no triste, quedándose sentada todavía en la silla del comedor. Me cayó mal que me recibieras con ese reclamo. A veces tus bromas duelen y mucho: Cara de Monalisa en un cuadro de Botero. Lo siento, Magda, era un simple comentario sobre tu peso, no lo tomes mal. ¿Dónde andabas?, antes de salir para acá llamé y no contestaste, al sexto intento entró la llamada a tu celular, estás raro, siento el cambio, ya no eres feliz conmigo. Estás loca. ¿Por qué mientes, Cara de Nada? ¿Por qué no dejas que esto se acabe de una puta vez? ¡Carajo!, di algo, Cara de Nada, di algo… Yo también he sentido lo mismo. ¿Cuándo, por Dios?, ¿cuándo?, si lo único que hago es cuidarte, amarte como nadie más lo ha hecho. Cuan-
do preguntas por mi medicación y cuentas el número de pastillas, yo no pedí ser así. Imbécil, ¿cómo puedes decirme esto cuando vamos a estar juntos seis años? Tengo dudas, es normal, a veces pienso que no las tomas. Incluso que las tiras. Como si la verdad fuera un camino lleno de píldoras. Pero gracias a Magdalena hasta ahora me pregunto: ¿qué será más abominable, Hermano?, ¿alguien que escucha voces en su cabeza o alguien que lo simula? Tú necesitas una pastilla. ¿Quieres verme, Magda?, mira, las tomo.
¿Quieres una, quieres que el litio te envenene y quedarte calva? ¿O prefieres las otras que hacen que orines rojo? Estoy nerviosa, ¡entiendes!, hemos ido juntos al psiquiatra, siempre he estado en tus crisis, y créeme, no te juzgo. Me ponías entre el miedo y tus tacos, Magda, si no iba a terapia, me dejabas. Sí, Cara de Nada, lo sé, no es fácil, empeoraste cuando tu hermano murió, no tenía más opciones. No metas a mi hermano en esto, no me recuerdes su muerte, nadie puede entender su partida, ni siquiera
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Hubiera querido tener un puñal y pelarme y darles mis ojos: tomen, doctores, conozcan los otros mundos. No regresé nunca, quedaron como novias plantadas en un consultorio ansiando el arroz de los locos.
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tú. Los hermanos son mortales de repente, y tú, Magda, tienes varios. ¿Por qué me hieres?, ¿por qué me quemas?, y no, no he sentido todavía ese tipo de dolor, no quiero ni imaginarlo, pero siempre estoy contigo, recuerda, incluso yo misma te contaba, para tratar de consolarte después de tus episodios, que me rondaba la idea de meter a mi gato en la lavadora, pero se iba enseguida. Eso lo tenemos todos, Magda. Y, encima, está María, ¿por qué fue a buscarme? Sigues pensando en eso, Magda, olvídalo. Cállate, Cara de Nada. El amor es la caja y nosotros las ratas, me miro en el espejo y la veo, quisiera ser vampira para no tener reflejo. Definitivamente estás loca. ¿Quién carajo me llama y cuelga?, ¿quién me está jodiendo la vida? No lo sé, Magda, quizás me engañas, quizás nadie te ha llamado nunca. ¡Idiota!, mil veces idiota, siempre tuve dudas de lo nuestro, y por primera vez, esas dudas me matan, Cara de Nada, ¿no lo entiendes?, bastaría algo pequeño, si llegara a enterarme de alguna mentira tuya, no sé. No sucederá, tú y tus treinta mil ojos no encontrarán nada. Te rascaste la nuca, Cara de Nada… ¿Qué? Olvídalo… Magda, escucha… ¿Por qué pones esa cara?, ¿esa es la tuya, la verdadera? Magdalena, te he sido fiel, las cosas del pasado no volverán. El amor nos marca, ¿sabes? Quién te marca a ti, ¡carajo!, ¡quién te marca a ti! Pensé en contarle recuerdos de nuevo, ahorcarla con palabras, atormentarla con insectos espirituales para que sonriera mandándome un beso volado, pero, para qué, el tiempo ya nos había escupido hacia adelante. Ahora Magda intentaba levantarse. Contéstame, ¿quién carajo te marca a ti? Tú, Magda, tú lo has hecho. Eso debes haber dicho miles de veces, sobre todo a María. No sé por qué sigo pronunciando su nombre si algunas madrugadas
la llamas mientras duermes y debo callarme, si siempre con su boquita pintada me trató de puta. !Con qué cara, ella, ella, si podría hablar tu hermano! ¡Basta, Magda, deja en paz al pasado! Reconstruir es imposible, las puertas se abren y al mismo tiempo se cierran, lo que existe en medio es horror. ¿Nos escoges?, ¿qué tiene una mujer que trabaja con niños? Y, encima, no muestras ningún interés en cancelar el viaje. Sabes, una parte de mí grita que te largues y no vuelvas, pero otra, la más grande, pide que te quedes, es verdad, todos estamos locos, todos escuchamos voces, somos ventrílocuos baratos. Quédate, por favor, si me has dado el vino, el canguil, la ilusión de envejecer a tu lado. Soy humana, entiende, también tengo los diablos dentro. La vida es un abismo con muñecos. ¿Qué, me escuchas? ¿Con quién carajo estás hablando? Las parejas con esperanzas no se conocen, Hermano. Noches enteras dormimos junto a un extraño. Pero a la madrugada, te despiertas callado para volver a tu porno, tu snuff, tu coca, tu blues, tus fantasmas, tu consolador, tu Facebook, tu mail, tu grupo de obesos anónimos. Que los otros no pidan más de lo que soportarían. Esa parte, a veces sin importancia, te convierte en el ser que dicen amar. Lo dado, sobra. Si se te hubiera ocurrido darte completo, no estarían cerca, en el desayuno o la cena, habrían huido y despreciado tu árbol, menos las hojas, las hojas no son del viento, las hojas no son nadie. Las hojas construyen o devastan, sanan o lastiman, son dueñas absolutas de las sombras, de las otras lenguas, y, a lo mejor, en ese entonces, jugaste a ser libre y perdiste, pero ahora, solo a veces: la sombra usurpa cuando besas, cuando tocas o das las buenas noches y el toro muge y patalea entre los restos de las luces. No deben creer que no
los amas: han llenado tu alcoba de paz. Quisieras poder vivir en el desierto, unos minutos, el oasis reconforta, las perversiones constituyen el mejor aliciente del olvido, encarnan precisamente lo que desearías darles… pero ¿podrían amarte sin esas corrupciones? No, la carne que han lamido sería distinta. Piénsalo bien, así es mejor: ellos en su orilla, tú en la tuya, y en medio, burbujas de barbarie, espuma defectuosa, eso basta para vivir. El amor de los cobardes, sí, el engorde de los puercos, sí, el amor verdadero no tiene medias tintas, lo sabes, lo probaste alguna vez. Tu miseria robustece a los amores que creen conocerte. Eso basta, créeme, eso basta. La indiferencia es la madre que abriga… Por poco la tuve que cargar: desde el timbrazo y la bienvenida, se fue marchitando a cada instante, con esa fugacidad de la vida, del tiempo en un orgasmo o de un paro cardiaco. Se recostó ocupando su lado en la cama, los anillos adornaron sus manos por poco tiempo, los sacó de sus dedos con final en rojo de esmalte. ¿Adónde partirían sus ganas? Ni te arriesgues, dijo. No estoy acá y no sé cuándo he de volver… Los pájaros cayeron muertos cuando la peiné. Prendí un cigarro, hacía bombitas con el humo. Divagaba: nada envejece, las arrugas pertenecen a quien mira. Los fantasmas existen, sí, están en la belleza pasada, y Magda congeló a la suya y la rompió. Fue por su bolso. Regresó a la cama y extrajo unas toallitas con olor chocante, aroma de astringente. Empezó por sus ojos, con delicadeza se detuvo en las pestañas. A continuación, frente, nariz y barbilla, donde se acumula más el exceso de sebo. Poco después se levantó y agarró sus tacos, cerrando los ojos al tirar esas monedas a la fuente de los
deseos. Adiós blusa, adiós pantalón y boutique completa. Tomó aire, pidió fuerzas. Su cuerpo pendía de una faja sujetada con brusquedad. Sanguijuelas de metal mordían la columna vertebral, succionando su vergüenza. Esta soy, Cara de Nada, sin maquillaje ni accesorios… Era otra forma de decirme te amo, no te vayas… Por supuesto, en seis años ya la había visto como la miré esa noche. Fueron respuestas a mis ruegos de enfrentarnos a la estafa de los cuerpos, pero nunca la había visto tan frágil, tan expuesta. Tenía un gigante guardarropa donde cabían cientos de cucos y zapatos. Volvió a girar por el lado del corazón, el que está frente al cuchillo del asesino. Esta vez no fue valiente, por otros orificios quería bajar la inocencia, pero no pudo llorar. Cara de Nada, te lo he pedido en silencio, quiero que un parto me destroce… Yo dudé, no podía soportar la posibilidad de concebir un niño parecido a ambos. Besé su cuerpo como recetan los sabios el clonazepam: compulsivamente. Buscó en sus manos a sus anillos. Solo sonrió al verlos tirados en la cama. Me sentó en la silla e inició con la felación, el sexo sostiene los infiernos, sus senos estaban en mis muslos. Ponlo entre mis tetas, jálame el cabello, métemela toda, hazme lo que quieras. Me miraba con fijeza poniéndome caliente. ¿Dónde aprendería esas mañas? Quizás en la revista para chicas, Hermano. No lo sé y me importa un carajo, siempre me ayudó a contar bellas historias. Del baño al comedor, del cuarto a la sala oscura, giramos muchas veces para poder reconocernos. Al despertar, de madrugada, entre bellas secreciones, Magdalena me contempló con suavidad. Debo irme, he llamado ya al taxi, no digas nada, no olvides tomar tu medicación. La luz intrusa del amanecer, su reflejo carcelario en la puerta. Bus-
qué mi celular para al menos decirle algo, para que no se vaya con dudas, pero dos llamadas perdidas avivaron más al cuarto en aurora. Era el número marcado antes de su llegada. Junté mis manos, las bestias rezan a otras bestias: Fantasma que impides subir a las cumbres porque todas ya están deshonradas, ruega… No pude, pulsé el teléfono sin cargo de conciencia. Hola, Alejandro, he esperado todos los días tu llamada.
Jakk Cabrera (Riobamba) Psicólogo Clínico. Su primera novela, Lo Inextinguible, obtuvo una mención en el Concurso de Novela Corta ‘La Linares’. Su Segunda novela, Canción Rota, ganó la Convocatoria Abierta para Publicaciones de la Casa de la Cultura Núcleo del Azuay, y será publicada el año siguiente. Su tercera novela está en corrección. Actualmente sigue escribiendo. Ama los perros. 45
T.C. Boyle*
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l final, con suerte, perseverancia y un firme compromiso con el espíritu del glasnost, ella consiguió lo que quería. Fue sorprendente. A sólo dos semanas de que se le acabase su visa de seis meses, se enamoró perdidamente, quedó atrapada en un romance apasionado y se casó —con un americano, ni más ni menos. Se llamaba Yusef Ozizmir, ciudadano naturalizado que había nacido en un pequeño pueblo en las afueras de Ankara, y ahora gerente de producción de una compañía de prótesis con sede en Culver City. Ella me llamó a altas horas de la noche
para darme la noticia y presumir un poco de su luna de miel en Las Vegas y su nuevo apartamento en Manhattan Beach, con tres dormitorios, grandes clósets y un limpio y dulce olor a mar. Su voz era tal como yo la recordaba: leve, con un fuerte acento y esa ronca sensualidad arrítmica que despertó todas mis fibras la primera vez que la oí —la forma en que ella dice ‘wodka’ todavía me excita incluso después de todo lo que pasó. —Me alegro por ti, Irina —le dije. —Oh —exclamó con su voz que se hacía más leve por la mala
* Traducción: Patricio Viteri Paredes. Tomado del libro Without a Hero, New York, Penguin Books, 1994.
otras voces conexión telefónica—, eres muy amable y te agradezco mucho. Yusef me ha hecho muy feliz también. Me ha regalado un anillo de oro de veinticuatro quilates y un automóvil Lincoln. Hubo una pausa. Miré alrededor de mi apartamento, las estanterías combadas por los libros, la televisión emitiendo una borrosa comedia romántica en blanco y negro, y más allá la ventana oscurecida. Su voz se hizo aún más leve y disminuyó hasta hacerse casi inaudible, como un pequeño y vacilante murmullo de pasión. —Tú sabes... Casey, te extraño —susurró—. Siempre te extraño tanto. —Escucha Irina, tengo que irme... —yo trataba de buscar una excusa: la cocina se está incendiando, mi madre se envenenó y está en el hospital, necesito afilar mis cuchillos; pero ella misma me cortó. —Sí, Casey, lo sé. Tienes que irte. Debes irte. Siempre te vas. —Escucha —empecé y luego me contuve—. Adiós —le dije. Por un momento no se oyó nada. Sólo el ruido de la estática. Finalmente su voz volvió, la voz más tenue del mundo. —Sí —respondió—. Adiós. La primera vez que la vi —es decir, la primera vez que posé mis ojos en ella— fue en un encuentro ya previsto. Ella se encontraba en el área de entrega de equipajes de la terminal internacional Tom Bradley, en el aeropuerto de Los Ángeles, y yo venía a recogerla. Estaba atrasado —un defecto mío, lo admito— y ansioso por varias razones: por encontrarla, por perderla, por los sitios para dormir y cenar, y por cientos de otras cosas que iban desde mi desconocimiento total del ruso hasta mis nociones pasables sobre los grandes de la literatura de Rusia, y el miedo de que ella quisie-
Hubo una pausa. Miré alrededor de mi apartamento, las estanterías combadas por los libros, la televisión emitiendo una borrosa comedia romántica en blanco y negro, y más allá la ventana oscurecida. Su voz se hizo aún más leve y disminuyó hasta hacerse casi inaudible, como un pequeño y vacilante murmullo de pasión. ra comprar mis jeans por un puñado de rublos. Yo corría por los pasillos esquivando sikhs somnolientos, británicos joviales y circunspectos vendedores de Japón y Corea, y los grandes nombres —Solzhenitsyn, Chejov, Dostoievsky y Tolstoi— dando vueltas por mi cabeza como un sortilegio, cuando la divisé. No había cómo equivocarse. Tenía en mi mente la descripción que me hizo Rob Peterman (veintiocho años, rubia, con un cuerpo salido directamente del Bolshoi y un rostro que podía provocar infartos), pero no la necesité. Ella era el centro de un remolino de actividad: un cigarrillo en una mano, un vaso de plástico con vodka en la otra, y sus cosas desperdigadas a su alrededor en un desorden ciclónico —periódicos, maletas, maquillaje, toallas y pañuelos de papel, un suéter, varias carteras, media docena de animales de peluche y una gorra de los Dodgers, ocupaban las dos filas de asientos de atrás. Ella se encontraba en una animada conversación (con tres hombres de negocios muy lascivos y con trajes arrugados) que incluía la perestroika, la independencia de Lituania, la amenaza de una guerra nuclear y las cualidades del Jaguar XJS comparadas con las del Mercedes 560 SEC. El cigarrillo —«Un
Gauloise, por supuesto; ¿qué más se puede conseguir allá?»— describió un arco en el aire, las botas go-go tan pasadas de moda zapatearon una mazurca en la alfombra, los flecos de la chaqueta de charol celeste revolotearon. No supe qué hacer. Yo estaba sudando porque había cruzado el aeropuerto a toda carrera y mis ojos debían tener esa mirada como de loco atrapado en una granja que se está incendiando. —¿Y sabe usted lo que yo daría por ese Mercedes? —reclamó ella al más pequeño y arrugado hombre de negocios— ¿Eh? No hubo respuesta. Los tres hombres simplemente la miraron boquiabiertos, como si ella hubiese aparecido de pronto desde los confines más lejanos del espacio cósmico. —Nichevo —se le escapó una leve risa—. Esto en ruso significa «nada». Nichevo. Yo me situé en su campo de visión e hice un gesto de cansancio infinito, describiendo un pequeño círculo de disculpas y lamentos con mis manos y mis brazos. «¿Irina?» —pregunté. Entonces me miró, se calló completamente en medio de una frase y concentró en mí sus claros ojos azules —ligeramente exoftál-
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La primera vez que la vi —es decir, la primera vez que posé mis ojos en ella— fue en un encuentro ya previsto. Ella se encontraba en el área de entrega de equipajes de la terminal internacional Tom Bradley, en el aeropuerto de Los Ángeles, y yo venía a recogerla.
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micos—. Después sonrió, permitiéndome ver por primera vez su pequeña sonrisa y sus dientes límpidos, y sentí una ráfaga de calor mientras mi sangre corría en vendavales —una sonrisa rusa, pensé, mi primera sonrisa rusa—. «Casey» —dijo, y no había un dejo interrogatorio en la palabra—. «Casey». —Y luego se alejó de sus tres interlocutores, como si nunca hubieran existido, y vino a mis brazos. No se avergonzaba por desear cosas, e Irina las deseaba a montones. «En mi país —solía decir con su voz leve y entrecortada— no las tenemos». Esto me lo confesó por primera vez en el auto, cuando regresábamos del aeropuerto. Sus ojos brillaban, la gorra de los Dodgers en su cabeza (regalo de uno de los hombres de negocios) parecía una corona de victoria, y ella alegremente cantaba la marca y modelo de los autos que pasaban por la autopista: «¡Corvette! ¡Z-car! ¡BMW 750!». Yo trataba de mantener mis ojos fijos en la carretera, pero no podía dejar de mirarla de vez en cuando. Rob Peterman había sido magnánimo al describirla, según me di cuenta después. En el arrebato de excitación en el aeropuerto, yo solamente pude ver a la exótica Irina, el ideal de Rob Peterman convertido en mujer. Pero cuando empecé a estudiarla vi que no era tan bella —interesante, muy cierto, y bonita hasta cierto punto, pero muy lejos de la diosa hiperbórea que yo esperaba. ¿Pero no ocurre siempre lo mismo? —¿No es eso I. Magnin? —gritó mientras salíamos de la autopista. Y luego se volvió hacia mí y me dio otra vez esa sonrisa, como un ronroneo y arrullo—. Oh, Casey, esto es tan... ¿cómo puedo decir?... tan emocionante para mí.
Ahí estaban sus ojos saltones, demasiada frente, la boca dibujada y los dientecillos afilados; pero sus jeans se ajustaban como si se los hubieran hecho a su medida, y estaba su pelo, y también su sonrisa. Para un hombre divorciado hacía tres meses, como era mi caso, ella estaba muy bien —más que bien: me olvidé del ideal y me aferré a lo que tenía enfrente. «Te llevaré ahí mañana —le dije—. Y puedes correr como loca por toda la tienda». Me sonrió radiante, adorándome con sus ojos. «Esta noche —continué, dejando que mi voz se aplacase un poco para ocultar mis ansias—, he pensado que esta noche podríamos tener una cena tranquila. Es decir, o sea, si no estás demasiado cansada—. Hace dos semanas Rob Peterman me llamó desde Georgetown, donde desempeñaba un papel importante en el Departamento de Relaciones Internacionales de la universidad. Él había regresado hacía poco de una gira de conferencias de seis semanas en Rusia y tenía algunas buenas noticias para mí —y, mucho mejor aún, me había traído un regalito—. Conocí a Rob en la universidad. Fuimos compañeros en la asociación estudiantil y a veces hicimos algunas perradas. Desde entonces nos mantenemos en contacto. —¿Regalo? —pregunté. —Déjame decírtelo de esta forma, Case —repuso—. Hay un montón de estudiantes universitarios en Moscú, miles y miles, y de estos un gran porcentaje son mujeres jóvenes de provincias que harían lo que quiera por quedarse en la gran ciudad. O por viajar, según el caso. Admito que yo estaba muy atento a sus palabras. —Te sorprendería la gran cantidad de mujeres jóvenes que suelen congregarse alrededor de los bares y hoteles para turistas, y cuán refina-
das e inteligentes son, y ni qué decir de su belleza... Tú sabes: la princesa ucraniana, la voluptuosa georgiana, la exótica eslava de piernas largas... —¿Sí? ¿Y entonces? —Case, su nombre es Irina —respondió— y estará en L.A. la próxima semana, vuelo ocho nueve cinco de TWA, llega de París, donde hace escala desde Moscú. Irina Sudeikina. Yo, este..., yo la conocí cuando andaba por allí, y ella necesita relaciones —bajó la voz—: Si Sarah la descubre me llevará al veterinario para que me capen, ¿sabes a lo que me refiero? —¿Cómo es? —¿Quién? ¿Irina? —Y entonces me dio una descripción generosa de doce párrafos que avivó mis expectativas hasta convertirme en una bola de fuego de lascivia, necesidad y esperanza. —Está bien —dije finalmente—, está bien, ya te escuché. ¿En qué vuelo dijiste que llegaba? Y ahí estábamos, en el auto, manejando por Pico hasta mi apartamento, y mi pregunta sobre la cena, con toda su carga de implicaciones, flotando en el aire entre nosotros. Podría extender el sofá cama del dormitorio de atrás, colocar una lámpara de pie en una esquina, ordenar un poco. Ella no había dicho nada acerca de ir a
un hotel, y yo tampoco pregunté. Eché un vistazo a la carretera y luego la miré. —Estás cansada, ¿verdad? —pregunté. —¿Tú no vives en Beverly Hills, Casey? —inquirió. —En Century City —contesté–. Junto a Beverly Hills. —¿En una mansión? —Es un apartamento. Es bonito. Muy espacioso. Ella giró la gorra de los Dodgers hasta que la visera cayó sobre la parte de atrás de su cabello encendido por el sol. —Oh, dormí en el avión —dijo, cambiando su sonrisa por una mueca—. No estoy cansada, no estoy nada cansada. Resultó que Irina iba a ser mi huésped durante los dos meses siguientes. Se instaló en el dormitorio de atrás de la misma forma que un beduino pone su carpa en cualquier lugar del desierto y, en una semana, sus cosas estuvieron por todas partes, omnipresentes, desde el panda de peluche colgado encima de la televisión hasta los calcetines de deporte bajo la mesa de la cocina y las novelas románticas Harlequin brotando de la alfombra como
hongos. Además, eligió un método libre y comunista con mis cosas: no le importaba dispersar mis álbumes clásicos de Coltrane por todo el sofá o bajar velozmente al Beverly Center en mi bicicleta Bianchi todoterreno, de ochocientos dólares, sin tomar en cuenta que hay que colocar cerrojos o cadenas (y allí se la robaron en un santiamén, por supuesto); sin mencionar el uso del teléfono, como si hubiera sido un regalo del Estado para la comodidad de los habitantes y huéspedes de mi apartamento. Descuidada, indolente, casi inerte, ella era el producto final de casi tres generaciones nacidas en el paraíso de los trabajadores, el oscuro y vasto imperio que iba desmoronándose y donde la ambición y la iniciativa no valían para nada. ¿Parezco amargado? Estoy amargado. Pero en ese entonces yo no sabía esto, y si lo hubiera sabido no me habría importado. Yo sólo estaba consciente de la sonrisa de Irina y sus cabellos y la proximidad de su carne; lo único que yo sabía era que ella estaba en el dormitorio, desempacando y vistiéndose para la cena. La llevé a un restaurante de sushi en Wilshire, pensando impresionarla con mi savoir-faire y mi internacionalismo, pero fue ella quien me sorprendió no sólo por ser una experta en ebi, unagi y katsuo, sino por ordenar su comida en un japonés perfecto, para empezar. Ella llevaba un minivestido muy escotado, hecho de un material brillante y quebradizo, se había recogido el pelo bien hacia atrás y se lo había anudado en un moño grande y abultado sobre su cabeza; también se había esmerado con su maquillaje. El chef no se apartaba de su lado, parloteando en japonés, y moldeaba para ella sushis extravagantes de rábano y zanahoria, y enrollaba sus raras existencias de fugu, el pez globo japonés. He sido un cliente habitual de este sitio durante dos años por lo menos,
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y él jamás regresó a mirarme. «Eh, Irina —comenté mientras el chef se alejaba reacio y arrastrando los pies a preparar un rollo de ostiones para la pareja detrás de mí—, ¿dónde aprendiste japonés? Estoy sorprendido». Ella hizo una pausa, con un trocito de salmón noruego metido hábilmente entre sus labios; dio palmaditas en su boca y jadeó. «Oh, no es nada. Pasé seis meses en Japón en 1986». Yo estaba impresionado. «Ellos, el gobierno, es decir, el gobierno ruso, ¿les permite viajar?». Ella me guiñó un ojo. —Casey, en esa época yo era estudiante de idiomas en la Universidad Estatal de Moscú... ¿no se supone que yo debía aprender estos idiomas visitando los países donde los hablan? —Ella se volvió a su plato y cogió un bocado de alguna creación que el chef había preparado frente a nosotros—. Por otro lado —dijo hablándole al plato con su voz tan leve—, en Moscú conozco a un hombre que es capaz de arreglar todas las cosas, incluso las más difíciles. Yo quería hacerle cientos de preguntas —sobre la vida detrás de la Cortina de Hierro, sobre el Japón, su niñez y la universidad y el misterioso benefactor en Moscú—, pero me concentré en mi sake y en un pedacito resbaloso de maguro que seguía eludiendo mis palillos, y lo único en que pensaba era en subir al coche e irme a casa con ella. Estuve un poco tenso en el
viaje de regreso —el nerviosismo de la primera cita, la pregunta que todo hombre se plantea desde la adolescencia hasta la tumba: ¿ella querrá o no querrá?— y no pude pensar mucho en qué decir. No importaba en realidad. Irina estaba ajena a todo, alegre por el sake y por las tres grandes botellas de pinta y media de Asahi; movía su cigarrillo, cruzaba y descruzaba sus piernas y en su boca se balanceaban, con verdadero placer, exóticas frases anglosajonas y latinas. Dijo que era tan bonito aquí, en América, tan agradable, y qué lindo el auto que yo tenía, ¿pero no preferiría yo un modelo más deportivo? Yo había ganado bastante dinero, ¿verdad? —ella podía afirmarlo porque yo era tan generoso—, ¿y no era fantástico tener comida japonesa, algo que en Moscú sólo se encuentra en un lugar y, además, únicamente si uno es un apparatchik? En casa tomamos un bajativo en la sala —Grand Marnier, veintiséis dólares la botella de tres cuartos de
litro; ella llenaba la copa de coñac hasta el borde— mientras Coltrane nos daba una serenata con All or nothing at all. Hablamos de pequeñas cosas, cosas sin importancia, y ella se fue animando más y más mientras disminuía el nivel de su copa. Y luego se puso de pie, rellenó su copa y desapareció en el dormitorio, sin ninguna explicación, ni ciao, adiós, buenas noches y gracias por la cena, nada. Quedé destrozado. Así que esto es —pensé amargamente—, ésta es mi apasionada experiencia rusa: ciento veinte dólares del sushi, media botella de Grand Marnier y la paliza de haber ido y regresado del aeropuerto en la hora más ajetreada. Me senté, estaba poco mal del estómago y escuché el triste y último clic del tocadiscos cuando terminó el long-play y la máquina se apagó. Con todo lo que ella había bebido, con el cambio de hora y el largo vuelo desde Moscú, imaginé que cayó en la cama como una piedra, pero estaba equivocado. Justo cuando estaba a punto de darme
por vencido, levantarme de la silla y derrumbarme en mi incómoda cama, ella apareció en la puerta. «Casey —murmuró, con voz hermosa y leve, y en la luz amortiguada pude ver que ella vestía algo sedoso y diáfano; y tenía un oso de peluche, un osito ruso de peluche—. Casey —cantó suavemente—, creo que no me puedo dormir». Casi una semana después me preguntó si yo conocía a Akhmatova. Yo la conocía, claro, pero no personalmente. Para mí, ella era más lejana que Pushkin o Lermontov: una memoria que se desvanecía en un aula somnolienta mucho tiempo atrás. —La estudiamos en la universidad —dije sin convicción—. Después que ella murió en los años sesenta, ¿verdad? Era un curso sobre literatura rusa. En traducción, quiero decir. Irina estaba sentada en el sofá, con las piernas cruzadas, entre periódicos y revistas desparramados. Llevaba sólo una camiseta y unas bragas, y yo simplemente miraba fascinado cómo se aplicaba una capa de esmalte rosa-neón en las uñas de sus pies. Por un momento levantó su mirada hacia mí y entrecerró sus ojos azules. Luego los cerró y empezó a recitar: Desde el año cuarenta como desde una torre, contemplo todo como si de nuevo me despidiera de los que hace tiempo me separé, como si me santiguara y bajo bóvedas oscuras descendiera. —Es de Poema sin un héroe, la gran obra de Akhmatova. ¿No es triste y hermoso? Miré las uñas de sus pies destellando a la luz de la mañana; observé sus piernas desnudas, su rostro, sus ojos. Habíamos salido todas las
noches —la llevé a Chinatown, a Disneylandia, al Music Center y al muelle de Malibú— y ese resplandor continuaba en mí. —Sí —contesté. —Esta es una gran obra que habla de morir de amor, Casey, sobre un poeta que se suicida porque su amada no podía estar con él —cerró sus ojos otra vez—. Por un momento de paz yo daría la paz de la tumba. —Y dejó la atmósfera en un suspenso cautivante, partículas de polvo flotaban en un rayo de luz que se filtraba por la ventana, el ave del paraíso bañada por el sol, el tráfico silencioso en la calle. Y luego me miró de forma suave y perspicaz—. Dime, Casey, ¿dónde se puede encontrar un héroe así ahora? ¿Dónde se encuentra a un hombre que pueda morir por amor? Fue al día siguiente cuando se montó en mi bicicleta para ir al Beverly Center y entonces tuvimos nuestra primera pelea. Yo llegué tarde del trabajo —hubo un problema con la nueva persona que habíamos contratado, la acostumbrada incompetencia y el casi analfabetismo— y la casa estaba patas arriba. No, «patas arriba» no es exacto. Parecía como si en el apartamento hubiese estado una manada de babuinos encerrada una semana. Todos mis discos estaban fuera de sus fundas y empolvados; mis libros desparramados por la sala, abiertos de par en par como cosas inútiles; montones de ropa, sábanas y almohadas, y cada superficie horizontal llena de comida para llevar y envolturas estrujadas: Colonel Sanders, Chow Foo Luck, McDonald’s, Arby´s, Taco Bell. Ella estaba hablando por teléfono en el cuarto de atrás —larga distancia a Rusia— y no se había cambiado la camiseta que llevaba la mañana anterior. Dijo algo en ruso, y luego la escuché: «Sí, y mi novio americano es muy rico». —¿Irina? —Debo irme ahora. Do svidaniya.
Entré al dormitorio y ella corrió por el cuarto hasta arrojarse en mis brazos, sollozando, sollozando en el aire. Estaba desconcertado. «¿Qué pasa?» —pregunté, agarrándola con desesperación. Tuve el súbito presentimiento de que me iba a abandonar, de que se iba a Chicago o New Orleans o New York, y sentí abrirse dentro de mí un pozo sin fondo. «¿Estás... está todo bien?». Su aliento caliente rozaba mi garganta. Empezó a besarme ahí, una y otra vez, hasta que la tomé por los hombros y la obligué a mirarme a los ojos. —Irina, dime qué pasa. —Oh, Casey —dijo con la voz entrecortada, y su voz se hizo tan leve que apenas podía oírla—. He sido tan estúpida. Si hasta en Rusia debemos guardar con llave nuestras cosas, lo sé, pero jamás pensé que aquí, donde ustedes tienen tanto... Y así descubrí que mi bicicleta de ochocientos dólares había desaparecido, y también me enteré de que ella rompió las hélices del Cuisinart cuando intentó picar una piña entera con corteza y todo, que la mitad de mis discos estaban rayados y que mi nueva chaqueta blanca Ci Siamo estaba manchada con lápiz de labios o jugo de arándano o algo que podía ser sangre. Perdí mi sentido del humor, mi paciencia, mi amabilidad, mi tranquilidad. Tuvimos una discusión. Las acusaciones volaron. Irina gritaba que a mí no me importaba ella, que las cosas eran más importantes para mí que ella misma. «¡Cosas! —gruñí—. ¿Y quién se pasa la mitad de su tiempo en Robinson’s y Saks y la May Company? ¿Quién llama a Rusia como si el mismísimo Dios hubiese bajado del cielo para pagar las cuentas? ¿Quién ni siquiera se ha ofrecido a pagar un centavo de nada, ni una sola vez?». Su pelo colgaba alborotado sobre su rostro. Hebras de cabello se adherían al repentino sudor que
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brillaba en sus pómulos. «Yo no te importo —dijo en su voz tan leve—. Sólo soy un placer momentáneo para ti». Yo no tenía nada más que decir. Permanecí de pie, enfurecido, mientras ella iba de acá para allá por el cuarto, sacando sus jeans y botas, se puso la chaqueta celeste de charol y aplastó un cigarrillo en una taza de café. Me lanzó una mirada —una mirada de desprecio, ira y pena— y luego agarró su cartera y salió dando un portazo.
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No dormí bien esa noche. Me mantuve escuchando si metía su llave en la cerradura, me la imaginé abriéndose camino entre los punks y mendigos del boulevard y me preguntaba si ella tenía amigos que pudiesen acogerla. Irina tenía algo de dinero, yo lo sabía, pero lo guardaba como una capitalista, y aunque conocía todos los nombres de las marcas, no compraba nada. Vi las absurdas botas go-go, la chaqueta con flecos, la sexy elasticidad de su inconsciente caminar que contradecía la flemática naturaleza rusa; media docena de veces me levanté para ir a buscarla y luego me arrepentí. En la mañana, cuando me levanté para ir al trabajo, el apartamento estaba desolado. Durante el día llamé a casa esporádicamente, pero no hubo respuesta. Yo estaba enojado, dolido y muy preocupado. Finalmente, alrededor de las cuatro, ella contestó el teléfono. —Soy Irina —balbuceó, su voz cansada y minúscula. —Soy yo, Casey. No hubo respuesta. —Irina, ¿estás bien? Una pausa. —Estoy muy bien, gracias. Yo quería preguntarle dónde había pasado la noche, quería saber, poseerla y reclamarle cosas, pero vacilé ante la presencia de esa voz
susurrante y trémula. —Irina, escucha, en cuanto a lo de anoche... sólo quería decir que lo siento. —No hay problema —respondió. Y luego, después de una pausa: —Te dejo cincuenta dólares, Casey, en la mesa de la cocina. —¿Qué quieres decir? —Me voy ahora mismo, Casey. Yo sé cuando no me quieren. —No, no. Yo no quise... Es decir, yo estaba loco, estaba enojado, eso fue todo. A ti te quiero. Claro que sí —le estaba suplicando, y mientras suplicaba podía oír que yo inconscientemente había adquirido algo de su dicción, recortando mis frases de una manera muy formal, al estilo ruso—. Escucha, espérame sólo un minuto, ¿lo harás? Salgo ahora mismo del trabajo a la casa. Te llevaré adonde desees ir. ¿Quieres ir al aeropuerto? ¿Al bus? Cualquier cosa que me digas. Nada. —¿Irina? La voz más tenue: —Esperaré. Esa noche la llevé al Harry’s a cenar comida italiana, y ella estaba radiante, sonriente, algo alocada —no podía dejar de sonreírme, y todo lo que yo decía era la cosa más divertida que ella había escuchado. Cortó su ternera en tiras impecables, platicó en voz baja con el mesero en un italiano fluido, se tomó los vasos de Chianti uno tras otro, y todo esto mientras me daba besos y entrelazaba sus dedos con los míos como si fuéramos adolescentes en un mall. A mí no me importaba. Esta era nuestra reconciliación y un vaho de sensualidad flotaba en nuestra mesa. Se apegó a mí durante el postre —milhojas con un capuchino y Grand Marnier— y me ofreció toda la gracia de sus abultados ojos. Las luces eran tenues. Su voz era un
susurro. Yo esperaba que ella dijera: «¿No quieres llevarme a casa ahora para irnos a la cama?»; pero me sorprendió. Con una mirada excitante, se aclaró la garganta y dijo: —Casey, he estado pensando —pausa—, ¿crees que debería colocar mi dinero en certificados de depósitos o en fondos mutuos? Yo no hubiera quedado tan estupefacto si ella me hubiese preguntado quién jugaba en tercera base en los Dodgers. —¿Qué? —El Magellan tiene el mejor rendimiento, ¿no es verdad? —susurró, y parecía que la conversación sobre dinero hiciera que su voz fuese más voluptuosa todavía—. Pero parece que el que fundó esto se va a jubilar, ¿no es así? Una ira repentina me invadió. ¿Quería engañarme, no es eso? Ella tenía dinero para invertir y había aceptado de parte mía el cuarto y las comidas y todo lo demás como si fueran un derecho divino que le correspondía. Bajé la vista hacia mi capuchino y gruñí: —Diablos, no lo sé. ¿Por qué me preguntas? Ella acarició mi mano y luego dijo en su vocecita desvaneciente: —Tal vez éste no es el momento —su boca hizo una ligera mueca de arrepentimiento. Y entonces, casi inmediatamente, su rostro se iluminó de nuevo—. Es temprano todavía, Casey —insinuó, bebiéndose su Grand Marnier y levantándose—. ¿No me quieres llevar al Odessa? El Odessa era un club en el distrito de Fairfax donde los emigrados rusos de todas las edades se reunían en mesas inmensas, estilo cafetería, y escuchaban a cantantes sensibleros y comediantes de tercera categoría. Bebían en vasos de agua Coca-Cola tibia y vodka —la gaseosa en la mano izquierda, el vodka en la derecha, alternando los tragos— y cantaban y se levantaban de las mesas y tras-
tabillaban alrededor del salón al ritmo de la frenética música tártara de la orquesta. Nos quedamos hasta después del cierre, bailamos hasta estar empapados de sudor y bebimos el vodka suficiente como para abastecer de combustible a un 747. En el transcurso de la noche brindamos por Gorbachev, Misha Baryshnikov, las muchachas de Tbilisi, Leningrado y Múrmansk, y bebimos a la salud de cada uno en el salón, individualmente, al menos tres veces. Al volver a casa Irina se durmió en el auto, y la noche terminó después que ella vomitó gloriosamente en la maceta del ficus y la llevé a la cama como si fuese una inválida. A la mañana siguiente tuve náuseas y llamé a la oficina diciendo que me encontraba enfermo. Cuando finalmente me levanté de la cama, hacia el mediodía, la
puerta de Irina seguía cerrada. Yo preparaba café cuando ella entró como una tromba por la puerta de la cocina y se desplomó en una silla. Vestía una bata arrugada y tenía el aspecto de haber sido desenterrada. —Yo también —comenté y puse mis dos manos sobre mis sienes. Ella no dijo nada, pero aceptó el café que le serví. Después de un momento, señaló por la ventana hacia el sitio donde una de mis vecinas dejaba que su perro husmee en los matorrales que bordeaban nuestro pequeño trozo de césped. —¿Ves ese perro, Casey? —preguntó. Asentí con la cabeza. —Es un perro muy afortunado. —¿Afortunado? —Sí —contestó, lenta y letárgica, alargando la afirmación—. Es un perro que nunca ha probado wodka.
Yo me reí, pero sentí que mi cabeza succionaba mis ojos y que el café me removía las entrañas. Y luego ella me sorprendió otra vez. Afuera, el perro había desaparecido, jalado bruscamente por el extremo de la correa. La cafetera iba destilando el café. A dos cuadras, alguien aceleraba el motor de un auto. —Casey —dijo ella, totalmente tranquila, totalmente seria y mirándome profundamente a los ojos—. ¿No quieres casarte conmigo? La segunda discusión sucedió a fin de mes, cuando llegó la cuenta del teléfono. Cuatrocientos veintisiete dólares y sesenta y dos centavos. Yo había hecho unas pocas llamadas —reconocí el número de mi abogado, el de Rob Peterman, un cri de cœur que hice borracho a una an-
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tigua enamorada (casada ahora) en Santa Bárbara. Pero el resto eran largas distancias al exterior —a Moscú, Nóvgorod, Londres, París, Milán—. Yo estaba indignado. Estaba en shock. ¿Por qué debía yo responsabilizarme de sus cuentas? Yo no quería casarme con ella, como se lo expliqué esa mañana después del Odessa. Le dije que me había divorciado hacía muy poco y desconfiaba de las nuevas relaciones (lo cual era verdad). Le manifesté que todavía tenía algunos sentimientos por mi esposa, lo cual también era cierto (por supuesto, esos sentimientos eran totalmente hostiles, pero no mencioné esto). Irina sólo estuvo mirándome fijamente, después se levantó de la mesa de la cocina, se fue a su cuarto y cerró firmemente la puerta. Pero ahora, ahora que ella se encontraba en alguna parte de la ciudad —sin duda mirando los aparatos de hacer palomitas de maíz o sistemas de purificación de agua en alguna tienda de departamentos—, la casa estaba hecha un caos, y yo no me había siquiera aflojado el nudo de la corbata y la cuenta del teléfono me espantaba. Apenas me había servido un trago cuando la escuché abrir la puerta; obviamente, ella entró radiante, con el ruido de las bolsas de las compras y un par de baratijas en sus manos, pero yo ya estaba junto a ella. —¿Sabes lo que esto significa? —grité—. ¿No sabes que el teléfono no es gratis en esta sociedad, que alguien tiene que pagar la cuenta? ¡Que yo tengo que pagarla! Me miró de forma fría y dura. Sus ojos se entrecerraron; su mentón tembló. —Yo la pagaré —contestó—, si es así como piensas. —¿Cómo pienso? —grité—. ¿Que cómo pienso? Todo el mundo paga por su manera de vivir, así es como pienso. Así funciona la sociedad, te guste o no. Quizá sea diferente en el paraíso de los traba-
jadores, no lo sé, pero aquí se cumplen las reglas. Ella no dijo nada —simplemente me clavó su mirada desdeñosa, como si yo fuera un insensato, y en ese instante me recordó a Julie, mi exesposa, y parecía que ellas se hubiesen confabulado o que mi ex fuera su doble; y me sentí amargado y disgustado hasta el alma. Tiré la factura en la mesa de la sala y salí rabioso por la puerta. Al día siguiente, cuando regresé a casa después del trabajo, la cuenta de teléfono todavía seguía allí, pero al lado había cinco billetes nuevecitos de cien dólares, desplegados como cinco cartas de póker. Irina estaba en la cocina. Yo no sabía qué decir. De repente sentí vergüenza de mí mismo. Entré vacilante a la cocina, colgué mi chaqueta en el respaldo de una de las sillas y fui al refrigerador a servirme un vaso de jugo de naranja. —Hola Casey —dijo ella, mirándome por encima de su revista. Era una de esas revistas para mujeres, gruesa como una guía telefónica. —Hola —contesté. Y después de un intervalo durante el cual el jugo de naranja iba llenando el vaso y yo contemplaba fijamente por la ventana como si el exterior fuese una sola mancha verde, me volví hacia ella—. Irina —murmuré, y mi voz parecía atragantada en mi pescuezo—, te quiero agradecer por la cuenta del teléfono... el dinero, quiero decir. Ella alzó su vista y me miró y se encogió de hombros. —No es nada —afirmó—. Ahora tengo un trabajo. —¿Un trabajo? Y allí estaba su sonrisa, los dientecitos filosos. —Da —contestó—. Conocí a un hombre en el Odessa cuando fui a tomar té el jueves pasado. ¿Recuerdas que te lo comenté? Se llama Zhenya y me ofreció un trabajo.
—Excelente —repuse—. Extraordinario. Debemos celebrarlo —levanté mi vaso como si contuviese Perrier-Jouët—. ¿Qué clase de trabajo? Bajó la mirada hacia su revista y luego la levantó de nuevo, mirándome a los ojos. —Escort service—. Pensé que no había escuchado bien. —¿Qué? ¿Qué dijiste? —Es un servicio de acompañamiento, Casey. Zhenya dice que yo voy a gustarles a los hombres que vienen aquí para negocios importantes, en cines, bancos, bienes raíces. Dice que soy muy bonita. Me quedé estupefacto. Sentí que me faltaba la respiración. —No estarás hablando en serio —mi voz alcanzó un tono muy alto, casi un aullido—. Irina, esto no es —no podía encontrar las palabras—, esto no es normal, es ilegal. Es prostitución, ¿no sabías eso? Ella me estudiaba, sus ojos eran astutos, las joyas de su rostro. Suspiró, cerró la revista, se levantó de su asiento. —No hay problema —contestó finalmente—. Si no me gustan, no me acostaré con ellos. ¿Y yo? —quise decir—. ¿Y lo de Disneylandia y Zuma Beach y todo lo demás? Pero me volví hacia ella. —Estás loca —grité—. Chiflada. ¿Sabes en lo que te estás metiendo? Sus ojos no se habían apartado de los míos ni un segundo. Se encontraba a treinta centímetros de mí. Podía oler su perfume —francés, cuatrocientos dólares la onza—. Se encogió de hombros y luego extendió sus brazos hacia atrás y sus pechos se irguieron bastante. —¿Qué puedo hacer? —preguntó en su voz más leve, tan lánguida y triste—. No tengo nada, y tú no te vas a casar conmigo. Eso fue el final, y los dos lo sabíamos.
Esa noche la llevé a cenar, pero más bien fue un réquiem, un entierro. Ella miraba fijamente al vacío. Ninguno de los dos tenía mucho que decir. Cuando llegamos a casa, vi su rostro iluminado por un instante cuando se agachó a encender la lámpara y sentí que algo se removía en mí, pero no hice caso. Nos fuimos a nuestros dormitorios separados y a nuestras camas separadas. En la mañana me senté frente a una taza de café tibio y la miré empacar. Estaba encantadora y triste, y se movía como si estuviese luchando contra una corriente invisible, su cabello ondulando, peces imaginarios colgaban de las vigas del techo. Yo no sabía si lo del escort service era un engaño o no, no imaginaba cuán ingenua —o calculadora— era ella, pero sentí que me habían quitado una carga de mis hombros. Ahora que todo se había acabado, empecé a verla bajo una luz diferente, una luz más suave, y el cuchillo de la culpa empezó a apuñalarme. —Mira, Irina —dije mientras ella se esforzaba por cerrar la maleta—, lo siento, de verdad que lo siento. Echó atrás sus cabellos con un movimiento de cabeza, se puso la chaqueta de charol celeste, —Irina, mírame... No me miró. Se inclinó para cerrar los pestillos de su maleta. —Este no es un poema, Irina —continué—. Esto es la vida. Ella se volvió tan bruscamente que retrocedí. —Yo soy la única, Casey —repuso y su ojos dieron un brinco hacia mí—. Yo soy la única que puede morir de amor. Toda la amargura volvió a mí en ese instante, toda la angustia y la culpabilidad. Zhenya, Japón, el misterioso benefactor en Moscú, Rob Peterman, ¿y cuántos otros más? Esto era libre empresa, era comercio, trueque, comprar y vender —¿y el amor dónde estaba en
todo esto? Peor aún, ¿dónde estaba el amor en mí?—. Yo me encontraba firme, como hecho de roca y granito. —Entonces muérete por eso —concluí. La frase se interpuso entre nosotros como un muro. Un auto subía por la calle. Escuché el drip-
drip del grifo de la cocina. Y entonces ella inclinó su cabeza, como absorbiendo un golpe, y se agachó para recoger su maleta. Yo estaba paralizado. Estaba muerto. La observé forcejeando con sus cosas y con la cerradura, y luego, mientras la luz daba paso a las tinieblas, miré cómo se iba cerrando la puerta.
Thomas Coraghessan Boyle (Peekskill, Nueva York -1948)
Considerado uno de los más importantes narradores norteamericanos del momento. Se licenció en Inglés e Historia por la Universidad de Nueva York en Postdam, y se especializó en Literatura del siglo XIX en el Taller de Escritores de la Universidad de Iowa, donde terminó su primer libro de relatos, Descent of Man (1979). Más tarde publicaría Greasy Lake (1985), If the River was Whiskey (1989) y Without a Hero (1994). En 1999 recibió el premio Pen/Malamud por su volumen de relatos T.C. Boyle Stories. Entre sus novelas cabe destacar Música acuática (1981), que narra las aventuras del explorador escocés Mungo Park, descubridor del curso del río Níger; El fin del mundo (1987), que le valió el premio Pen/Faulkner; El balneario de Battle Creek (1993), exitosamente adaptada a la gran pantalla; The Tortilla Curtain (1997), galardonada con el Prix Médicis Étranger a la mejor novela publicada en Francia ese año; Drop City (2003); Las mujeres (2009), que narra la vida del arquitecto Frank Lloyd Wright a través del testimonio de cuatro de las mujeres que pasaron por su vida, o El pequeño salvaje (2010), nouvelle que recupera la historia del niño salvaje de Aveyron. Actualmente es profesor de literatura en la Universidad del Sur de California. Sus obras han sido traducidas a más de una decena de idiomas, y sus relatos han aparecido en las más prestigiosas publicaciones del género en lengua inglesa, como The New Yorker, Harper’s Bazaar, Esquire, The Atlantic Monthly, Playboy, The Paris Review, GQ, Antaeus, Granta y McSweeney’s. Vive cerca de Santa Bárbara con su mujer y sus tres hijos. (Tomado de: http://impedimenta.es/autores.php/boyle-t-c).
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Betina González
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icen que hay una hora en que las personas de este pueblo enloquecen. Van hasta la chimenea y ponen las manos directamente en el fuego, llaman a amigos que no han visto en años y lloran en el teléfono, entran en una escuela y disparan sobre niños y maestras hasta no dejar un solo corazón con venas o recuerdos o futuros promisorios. Nadie sabe con exactitud cuál es esa hora. Me dijeron que siempre hay viento, que los televisores están encendidos, que los pájaros se detienen en su vuelo y caen como frutas de un cielo que ya no los contiene. Al minuto siguiente, todo vuelve a la normalidad: los supermercados siguen teniendo ofertas imperdibles, los cines estrenan la nueva de Spiderman y la gente se sienta frente a la chimenea con un libro o una revista, mira el teléfono como si fuera un objeto sin utilidad, no piensa en sus amigos ni en los chicos ni en las escuelas. Los casos más espectaculares salen en el diario local, en una sección llamada ‘Angustia crepuscular’. Psicólogos, sociólogos y pastores han intentado hallar una explicación
que no alarme demasiado a los pobladores. Nadie quiere pensar que forma parte de una falla masiva de lo humano, que por algún fenómeno atmosférico todo lo bueno y bello puede desaparecer por un breve pero fatal lapso de tiempo. Los pastores lo llaman «el parpadeo de Dios». «¿Acaso Dios no tiene también derecho a descansar los ojos?», me preguntó un día la señora Erk, la anciana que vive en la casa de al lado entregada al cuidado de su marido, enfermo de alzheimer desde hace una década. Es una mujer flaca y algo encorvada, obsesionada con el auto de su vecino, cuya alarma suena a cada rato y sin ninguna provocación. La señora Erk lo espía desde la ventana de la cocina. Varias veces la vi
increpar al dueño, un hombre de unos cincuenta años, vestido como si siempre volviera de un torneo de golf. Ella usa vestidos largos y botines para nieve todo el año. Lleva el pelo (corto, plateado y lacio) pegado a la cara. Nunca la vi sonreír. Cuando algo se sale un poco de lo habitual, se contenta con encender unas chispas un poco más verdes en el fondo de sus ojos. «Imagínese, si nosotros nos cansamos de mirar el mundo, lo cansado que estará Él», agregó ese día, la vista perdida en el coche estacionado al otro lado de la calle y los brazos cruzados sobre su correspondencia. Me imaginé, al menos por un segundo, y estuve a punto de corregirla y decirle que si Dios de verdad parpadeara lo haría con su
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único ojo piramidal, el mismo que trae el billete de un dólar. También que si Dios existiera, no tendría por qué cansarse, pero ese me pareció un argumento demasiado obvio. En esas discusiones, siempre es mejor concentrarse en los tecnicismos y no en el centro del asunto. Es más, en calidad de extranjera y en un pueblo tan chico, mejor concentrarse en sonreír y entrar rápido a tu casa. Además del viento y de la falta de sol, en una ocasión hubo gente que reportó una nube que descendió sobre el pueblo justo en el instante en que un hombre se tiró de cabeza al arroyo que lo recorre (no se ahogó, estuvo con hipotermia y delirando por un rato). Hubo otros incidentes y al menos dos personas
declararon que la nube emitía un perfume dulce y abrumador, como una habitación llena de rosas. La posibilidad de que el terrorismo internacional hubiera hecho del pueblo un blanco de la guerra olfativa se evaluó por algunos días en los noticieros y la policía emitió un comunicado que exhortaba a llamar al 911 a «cualquiera que oliera algo misterioso fuera de su casa». No sé (nadie sabe) cómo la otra gente (la que no enloquece) pasa esa hora. El chico de la esquina dice que los juegos online son la mejor distracción. Pasa todo el tiempo que no está en la escuela o en el gimnasio frente a la computadora. La mujer de la farmacia me contó que fundó un grupo de costura una tarde en la que, mien-
Además del viento y de la falta de sol, en una ocasión hubo gente que reportó una nube que descendió sobre el pueblo justo en el instante en que un hombre se tiró de cabeza al arroyo que lo recorre (no se ahogó, estuvo con hipotermia y delirando por un rato). Hubo otros incidentes y al menos dos personas declararon que la nube emitía un perfume dulce y abrumador, como una habitación llena de rosas.
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tras cortaba zanahorias, sintió que debía continuar con el anular de su mano izquierda. «Era obvio que me sobraba», me explicó. Por suerte, en ese momento su hijo de siete años interrumpió el descubrimiento y ella se acordó de su abuela. «En las manos es donde más se nota la edad. Y en las rodillas; ahí es donde debe ir todo esto», intercaló señalando los tarros de crema humectante en mi carrito. Parece que las manos de su abuela no habían envejecido ni un día. La mujer tenía la teoría de que el milagro se debía al trabajo manual. Las noches en que el marido no volvía a casa, su abuela las pasaba bordando tapices y man-
teles que después doblaba y metía en bolsas de plástico transparente. Cuando murió, encontraron treinta y tres manteles, cuarenta y nueve tapices decorativos y otros tantos pañuelos, servilletas, mantas y acolchados. «La obra de una vida», dije a modo de cierre porque detrás de mí se estaba formando una fila de clientes. «Cierto. Donamos todo al Ejército de Salvación», dijo ella mientras metía mi melatonina en una bolsa junto con las cremas. «El tiempo libre es peligroso. Eso decía mi abuela». Otros, como Miriam y Joe Krueger, vienen a mi clase de gimnasia para asegurarse de estar can-
sados al llegar a sus casas al final del día. «Es uno de los problemas de esta parte del mundo. La gente no se cansa lo suficiente», me explicaron. «Todo se volvió demasiado fácil o queda demasiado cerca», dijo Miriam. «Queremos que las cosas sean más difíciles. Por eso venimos a su clase», sonrió Joe con su fila de postizos un tono más brillante que la de sus dientes inferiores. Empecé con las clases de gimnasia hace unos meses, un poco después de mi separación. Además de los Krueger, tengo tres alumnos más: Marvin, Alexia y Anita. Los que intentaron con el yoga o el tai chi no tuvieron tanto éxito: los
mantras y la meditación no resultan tan efectivos como la música de los ochenta a todo volumen. Exigen demasiado de la gente. La introspección, a pesar de lo que se diga de los pueblos chicos y de los inviernos de siete meses, no es la más común de las actividades en estas latitudes. Nadie quiere que esa hora fatal lo encuentre tratando de mirar hacia adentro. En realidad, no sé nada de educación física. Pero cuando David se fue, lo único que pude hacer durante meses fue mirar videos de gimnasia aeróbica. Al principio los veía desde la cama, rodeada de pañuelos de papel y pilas de revistas femeninas. Como no podía concentrarme en una película, ni siquiera en una serie, me limitaba a los canales de noticias o de deportes. En esos días, los coches bomba, los terremotos y los huracanes tenían un efecto sedante, como el de una melodía que se tocara en alguna parte una y otra vez. Las cadenas de noticias no existen para que nos enteremos de lo que pasa en el mundo. Ni siquiera nos sirven para disminuir el tamaño de nuestra tragedia (nada lo disminuye). Su única función es la de informar que todo sigue andando a pesar de que una no haya cambiado las sábanas en dos meses, tenga un espasmo cada vez que suena el teléfono y se niegue a abrir las ventanas. Una de esas noches, en el canal de deportes pasaron el Campeonato Europeo de Gimnasia Aeróbica. Hasta ese momento, yo había logrado dominar las reglas del hockey, el tenis y el fútbol americano (no debo ser la única que encuentra ridículo que veintidós hombres se vistan como bailarines clásicos para actuar como trogloditas). Pero cuando Marcel de Breteuil entró a la pista en algún lugar de Hungría, supe que estaba frente a algo diferente. La forma en que se arrojaba al aire, hacía tijeras con las piernas
y volvía al piso, me cautivó. Su peinado en tres crestas puntiagudas y el maillot negro con un rayo verde fosforescente confirmaron mi primera impresión: ese chico no era el campeón europeo de gimnasia aeróbica, era de otro planeta; un planeta en el que yo también quería vivir. Pronto cambié el televisor por internet. Vi todos los videos de Marcel. Después pasé a los amateurs. Durante cuatro meses practiqué con todos. Si hay algo que te enseña a tomarte la vida de golpe, como si fuera un jarabe o un vaso de tequila, son esos saltos, giros y pasos que se parecen a una danza pero no lo son. Es una forma de estar lejos del mundo, les digo a mis alumnos. Lejos de las contiendas, de los goles y de los resultados. —Lejos de los médicos —dice Alexia mientras arranca con las elevaciones de rodillas. Faltan quince minutos para que empiece la clase pero ella ya está haciendo precalentamiento y admirando la transformación de mi garaje en gimnasio. Alexia es una de las celebridades del pueblo. En su juventud, ganó tres concursos de belleza (uno de ellos patrocinado por un champú, con viaje a París incluido) y está casada con el intendente. Tienen cinco hijos. A los cincuenta y seis, disfruta de un cuerpo que las chicas envidian y de un talento único para encontrar algo horrible que decirle a cada una de las personas con las que se cruza durante el día. Marvin es un chico alto y alegre, con un cuerpo demasiado grande para su costumbre de cerrar la mayoría de las frases con un «gracias». «¿Zapatos de puntera cuadrada? No para mí, ¡gracias!». Otro día, hablando de su madre y reviviendo la escena para toda la clase: «¿Cuando decís que todo lo hiciste por mí, estás hablando de la operación de nariz que te hiciste a mis doce o del baipás gástrico del año pasado?
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«En las manos es donde más se nota la edad. Y en las rodillas; ahí es donde debe ir todo esto», intercaló señalando los tarros de crema humectante en mi carrito. Parece que las manos de su abuela no habían envejecido ni un día. La mujer tenía la teoría de que el milagro se debía al trabajo manual. Las noches en que el marido no volvía a casa, su abuela las pasaba bordando tapices y manteles que después doblaba y metía en bolsas de plástico transparente. Cuando murió, encontraron treinta y tres manteles, cuarenta y nueve tapices decorativos y otros tantos pañuelos.
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¡Ah, pero muchísimas gracias, madre!». Cuando no está en mi clase, Marvin trabaja en la biblioteca pública y sufre online por el amor de hombres mucho mayores que él. Los Krueger tienen un negocio de antigüedades —uno de los pocos atractivos turísticos del pueblo— y un matrimonio que ya soportó tres separaciones. «Al final siempre vuelven», me dijo Miriam un día que hablábamos de la desaparición de David. Y Anita es Anita. Tiene la cara llena de ángulos: la nariz, el mentón y los pómulos se anulan entre sí y tu atención termina inevitablemente en los ojos, demasiado chicos para tanta acción facial. Lo compensa con un pelo precioso (castaño oro y largo hasta la cintura) y un sentido del humor que solamente aflora cuando se siente cómoda. Una vez le pregunté qué le gustaba más de mi clase. «La música», contestó sin un segundo de duda. «Y tu voz. Se
parece a la de mi maestra de primer grado. A veces extraño que alguien me diga exactamente lo que tengo que hacer». Pero todo esto —los accidentes que nos hacen únicos y miserables— desaparece cuando empieza la clase. Es un día frío para noviembre. El cielo está gris. Desde la madrugada que no para de soplar el viento, como un preludio de algo peor. Mientras saltamos, vemos pasar las hojas en remolinos complicados, también una bolsa de plástico que parece una criatura del aire. Algunos árboles se inclinan. Ni un pájaro se aventura fuera de su nido. Alexia y los Krueger, siempre en la primera fila, hacen un esfuerzo por concentrarse en los saltos tijera, pero Marvin y Anita, mucho más cerca de la ventana, saltan con los ojos perdidos en el viento, que es cada vez más fuerte. Yo también tengo que hacer un esfuerzo por no mirar hacia afuera. Lo logro hasta el final de la primera canción. Porque cuando arranco con los saltos laterales, veo que algo negro cruza el cielo y trata de echarse a volar. O al menos eso parece. Una mantarraya seguida de algo blanco que flota, se eleva y vuelve a caer. Me lleva unos saltos más darme cuenta de que se trata de una pollera y una blusa que ahora vuelan abrazadas y hacia arriba. Las conozco. Cuando estoy tratando de recordar dónde las vi antes, veo que Anita se tapa la boca para reprimir un grito. Marvin abandona la fila y se acerca a la ventana, seguido de los Krueger. Alexia y yo somos las últimas en reclamar un lugar frente al vidrio. Completamente desnuda, excepto por los botines para nieve, la señora Erk avanza por el medio de la calle en dirección contraria al viento, arrastrando con dificultad la silla de ruedas en la que está tirado su marido, aparentemente dormido y en calzones. El cielo está tan oscuro que las luces de la calle se han
encendido. La señora Erk —Mrs. Olivia Annabella Erk la llaman los sobres de la compañía de cable— camina balanceándose de un lado a otro, como si estuviera borracha o como si pudiera escuchar la canción que todavía sigue sonando en mi garaje. Su piel es color rosa. Sin la ropa parece más jorobada, o por ahí es el esfuerzo de arrastrar la silla. El viento es fuerte, pero Olivia Annabella —estoy segura de que sus padres habrán discutido largamente la combinación de esos nombres— mira hacia adelante, tan inclinada que su mejilla roza la sien de su marido. Una chapa o un cartón le pasa volando a la altura del hombro. —No podemos dejarla ahí —dice Alexia. —Claro que no —reacciona Joe Krueger. Pero somos incapaces de movernos. Incluso nos las ingeniamos para entrar más cómodamente en el cuadrado de la ventana. Marvin y Anita están arrodillados en el piso y tienen las palmas apoyadas en el vidrio. Miriam Krueger sigue de pie pero reclinada sobre el marco. Joe, Alexia y yo estamos parados en segunda fila, tan cerca que puedo oler el aliento a menta de alguno de los dos. —Miren —dice Anita—. Tiene un halo. Es cierto. La señora Erk tiene una especie de arcoíris alrededor de la cabeza. Parece un efecto de la luz o del cielo, ahora de un gris fosforescente. No sé en qué momento me despego del vidrio, abro la puerta y corro por el pasto. Alexia me sigue; soy consciente de ella como una mancha azul que corre a mi lado. Las dos llegamos a la calle al mismo tiempo que el vecino de enfrente, que cruza su jardín agitando dos mantas coloridas, de factura andina o centroamericana. Antes de sentir la descarga eléctri-
ca de su mano sobre la mía, tengo tiempo de pensar que mantas como esas desentonan con su auto deportivo y su ropa de golfista. —Es la estática —me grita él, como si el viento, además de viento fuera ruido—. Soy físico —agrega inmediatamente como si hubiera dicho «soy médico, puedo arreglar esto y el resto de las cosas que nos aquejan». Alexia se ocupa de cubrir al señor Erk. Él y yo tapamos lo mejor que podemos a la anciana, que se resiste, murmurando algo incomprensible. Por un segundo, vuelvo a ser una niña y apoyo mi mano en la de Alexia, que da un salto, repelida por mis súbitos poderes eléctricos. El hombre de la casa de enfrente lanza una carcajada y toca la punta de mis dedos. Esta vez la descarga es pequeña, apenas un hilo de calor. Los tres reímos. También la señora Erk. Es entonces que su marido se despierta (la silla está en medio de la ronda que hemos formado sin darnos cuenta). —Ollie —dice—. Ollie —repite mirando a su mujer a los ojos. La señora Erk se da vuelta a un lado y al otro, como para comprobar que nosotros también lo oímos. —Fred —dice en voz muy baja, todavía sonriendo. Y después, a nosotros—: Lo sabía. Sabía que si Dios cerraba los ojos aunque fuera por un segundo, Fred me reconocería. El episodio no dura más de cinco minutos, pero caminamos hasta mi casa como si volviéramos de un largo día de trabajo. El vecino de enfrente empuja la silla de ruedas. Alexia tiene un brazo apoyado sobre la espalda de la señora Erk. Miriam, Marvin y Anita nos esperan con té de vainilla recién hecho. Por primera vez en meses, no pienso en David ni en la gimnasia aeróbica, ni en los fenómenos atmosféricos. Pienso que si hay una hora en que la gente enloquece, sin duda, no es esta.
Betina González (Buenos Aires, Argentina -1972)
Escritora. Es magíster en Escritura Creativa por la Universidad de Texas El Paso y doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh. Enseña escritura y literatura en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y en la Universidad de Nueva York en Buenos Aires (NYUBA). Publicó Arte menor (Premio Clarín Novela 2006), Juegos de playa (2006), Las poseídas (Premio Tusquets 2012), América alucinada (2016) y El amor es una catástrofe natural (2018). Ha dado seminarios y talleres de escritura de ficción en distintas instituciones, entre ellas, la Universidad de Texas El Paso, la Universidad de Iowa, Carnegie Mellon University, la Biblioteca Nacional Argentina y la Fundación Tomás Eloy Martínez. Además, ha publicado artículos académicos sobre la literatura y sus procesos, así como crónicas y ensayos y textos de ficción en medios como Revista Ñ, Anfibia y Página12. (Tomado de: http://basadoenhechosrea-
les.com.ar/speaker/betina-gonzalez/)
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Juan Carlos Méndez Guédez
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subir el volumen, Aureliano. Y escribir esta historia seis mil doscientos treinta años después, una mañana de domingo mientras escuchas los trombones guapea Willy Colón y al otro lado de la casa ella duerme, ella ronca como una ballena varada. ¿Pero en la Intercomunal? ¿Vivía en la propia avenida o más arriba? Seguro bailabas divino, rico, sabroso cómo bailaban ustedes por allí. Y Gabriela ojitos que brillan, hoyuelos, labios gruesos, ese cuello largo donde él imaginaba sus besos lentos, sus dientes, la punta de su lengua escribiendo un mensaje punzante. Y él sí, supiera que sí, bastante, rico muy rico, a ver si un día se animaba y lo acompañaba a una fiesta. Y Gabriela bella, Gabriela ricalindamamidivina, pero, ¿no era peligroso, Aureliano? Y él que no, no tanto, además irías con él, si en la Intercomunal entras con él no había problema, te cuido, te cuido, Gabriela, pero tendrías que pegarte rico, no soltarte, ir muy pegadita, pegadita, mami. Y ahora escribo siguiendo la tersura del cuello de Gabriela, aunque no está mal la vida, aquí estoy, en
esta Bélgica que no es un país sino dos trozos que se ignoran y yo en medio, siendo yo, que escribo y sueño y bailo a Gabriela, mamita rica, con mi empresa de importación de cervezas que no está mal, Gabriela, nada mal, casado con Berniss y una empresa que me permite mañanas de domingo para escribir esos folios que guardo sin esperanza ni tristeza en el fondo de gavetas para que Berniss no las descubra, para que nadie me pregunte qué es esto, ¿Entonces todavía escribes? ¿Entonces por eso los domingos te despiertas tan temprano, Aurelio? Porque Aurelio escribía en los cuadernos mientras el profesor de química se quedaba ronco explicando las valencias. Y un día Gabriela le preguntó qué hacía tan concentrado, por qué arrugaba las cejas, por qué apretaba la mandíbula y él le mostró un par de páginas y ella: ojitos que brillan, hoyuelo, labios gruesos, y ella qué imágenes, qué palabras, y entonces hablaron un rato cerca de la cantina ¿Pero en la propia Intercomunal? ¿Vives en la Intercomunal? Y esos ojitos que decían sin decir uy qué miedo, quién lo diría, qué susto chico, ella nunca había ido, jamás se había asomado por allí, porque desde su apartamento miraba el puente que dividía Santa Mónica de la Intercomunal, pero jamás había subido, jamás había seguido de largo porque su mamá, porque su papá, porque su abuela, ni se te ocurra muchacha, ni se te ocurra asomarte nunca por esos lados que allí matan violan, que allí matan violan atracan, que allí matan violan atracan acuchillan disparan queman. Pero Gabriela sólo le dijo a Aurelio que la gente de la Intercomunal bailaba muy bien, que había coincidido en fiestas con ellos, que parecían tener pies de mercurio, de fuego, de humo, de furioso oleaje. Y a él le encantó escucharlo, le encantó el modo que ella tenía de decirlo,
narrativa Pero Gabriela sólo le dijo a Aurelio que la gente de la Intercomunal bailaba muy bien, que había coincidido en fiestas con ellos, que parecían tener pies de mercurio, de fuego, de humo, de furioso oleaje.
de nombrarlo, porque el amor entra primero por los oídos y cuando ella hablaba Aurelio quedaba mudo, aturdido, feliz al oírte Gabriela sirena, sirena Gabriela. En los recesos comenzaron a estar juntos; a la salida se besaban entre los árboles; en las calles se tocaban al llegar a esquinas solitarias y una tarde ella lo llamó y le dijo que la visitara en su casa. Aurelio tomó un porpuesto. Se bajó cerca del paseo Los Próceres, luego comenzó a subir. Vio a los muchachos de la zona, fumando, riendo, bebiendo refrescos frente a las panaderías. Los pendejitos de Santa Mónica, los güevoncitos, los parguitos, los mojoncitos de Santa Mónica, los
cagaítos de Santa Mónica, los que no ponían un pie en la Intercomunal porque podían despeinarlos, pendejitos güevoncitos parguitos mojoncitos cagaítos. Llegó furioso al apartamento de Gabriela. Ella abrió la puerta: el cabello suelto, un vestido pequeño, azul, y Aurelio quiso entregarle un chocolate que le había comprado pero Gabriela lo pegó de una pared, lo beso, lo mordió, lo lamió, y luego se quitó el vestido, se quitó el sostén y la tanguita, mis padres están en la playa, papi. Cuando dos horas después Aurelio bajó del edificio y tropezó con los muchachos de la zona y los vio reír, comer, fumar frente a las pana-
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Y ahora escribo siguiendo la tersura del cuello de Gabriela, aunque no está mal la vida, aquí estoy, en esta Bélgica que no es un país sino dos trozos que se ignoran y yo en medio, siendo yo, que escribo y sueño y bailo a Gabriela...
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derías alzó la mano para saludarlos aunque no los conocía. Le pareció que el mundo era un buen lugar, un lugar divino, Gabriela, qué rico era el mundo y esa tarde y hasta la aglomeración en el porpuesto y el olor a aceite quemado y el cielo y lo que me decías hace un ratico, no dejes que me dé frío, báilame encima, báilame encima, Aurelio. Pero bailar, lo que se llama bailar, jamás lo habían hecho. Cuando ella lo invitó a una fiesta en su casa y él lo comentó con Aquiles y Julio, sus dos altos panas resoplaron: qué mala pata, te jodiste chamo, te jodiste. Porque Aurelio, baile, lo que en verdad se llama baile, apenas poco, muy poco. Baile con Maelo, Celia Cruz, Héctor Lavoe, Willy Colón, poco, poquísimo. Claro que le encantaba. Aurelio era el que colocaba los discos en las fiestas de la Intercomunal, era el que seleccionaba las mejores mezclas, el que repetía los coros con más gracia, el que se sabía de memoria trozos enteros de El libro de la salsa de César Miguel Rondón, y cuando alguna amiga se apiadaba, Aurelio, echemos un pie para que no te vayas en blanco, él respiraba como quien se lanza a un mar lleno de tiburones y poniendo cara de que se la estaba pasando muy bien, de que el ritmo latía en sus venas, se lanzaba a la pista con su único paso: uno dos uno dos uno dos. Pie derecho a la derecha, pie izquierdo a la izquierda, y así hasta el infinito. Sin perder el ritmo, que yo jamás perdía el paso pero eso no era difícil porque usaba el paso que utilizaban los abuelos, los alemanes que visitaban Caracas y querían sentirse latinos, los futbolistas lesionados de la selección venezolana que acababan de perder seis a cero contra Brasil. Lo cierto es que Aurelio bailaba con el rostro. Nadie lo superaba. Eso lo admitían Julio y Aquiles. Si uno sólo se fijaba en el rostro mira qué sabrosura familia, mira qué
sabrosura mi gente, Aurelio era el mejor bailarín del mundo. Pero en cuanto se contemplaban sus hombros, sus caderas, sus piernas, sus pies, la decepción era mortal. Es que no se entiende, chamo, ¿cómo es posible que alguien de la Intercomunal no sepa echar coñazos y no sepa bailar salsa? Tú no existes, Aurelio, tú eres un holograma, chamo. Y era verdad. Ni sabía pelear ni podía acercarse al virtuosismo de sus vecinos que sacaban chispas del suelo cada vez que bailaban (Rubén
Blades al fondo), que chispeaban suelos de baile cada vez que salseaban (Ismael Miranda al fondo). Sólo miras, miras, Aurelio, sólo el traguito de ron seco y anís, o el jaloncito tímido a un pito, mientras la fiesta cruje y la Intercomunal se estremece en viernes con quince fiestas en los superbloques, luz, sonido, trombón, trompetazo, timbales que se derraman hacia la avenida, que saltan hacia el cerro. Porque las fiestas de la Intercomunal él las controlaba. Si al llegar lo saludaban
tres o cuatro personas, poeta, ¿tú por aquí? y no aparecía nadie con cara de llevar un yerro, pues todo bien y música hasta al amanecer, pero cuando veía un grupito que se cruzaba miradas retadoras con otro grupito, Aurelio daba un paseo silencioso hasta la puerta y adiós. Ni de vaina. Si los tiros sonaban en la avenida pues a agacharse todos y después que siga la rumba, pero con pistolas en un apartamento era la hora de volver a casa y moverse con Sánchez Peláez, con Rilke, con
Montejo, con Apollinaire y para quien ya me olvidó recuerda que te espero de todas maneras rosa, aunque no nos volveremos a ver sobre la tierra. Pero esta fiesta sería distinta. La fiesta en el apartamento de Gabriela, allá en Santa Mónica, con sus hermanas, con sus primas, con otros amigos del liceo. Muy distinta. Y Julio que dice: «no te servirá la táctica de bailar con el rostro». Y Aquiles que dice: «es verdad, mucha gente te estará viendo». Y Julio:
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«Yo la vi bailar hace unos meses, Gabriela baila muy bien, un poco sifrinita de colegio de monjas que mueve las caderas más de lo que hace falta, pero baila muy bien». Y Aquiles: «Yo bailé con ella hace unas semanas en una fiesta. Y sí. Baila muy bien». Y Julio: «Además lleva días diciéndole a las amigas que tú vas a la fiesta, que verán al rey de la salsa brava». Y Aquiles: «Jodido, pana, estás jodido». Se pusieron a practicar todas las tardes. Primero lo intentaba Aquiles. Luego Julio. Relájate. Relájate. No eres un robot. Suelta los hombros. Suelta las caderas. Quema el suelo con los zapatos. Búscale al ritmo su gracia, su esquinita, búscale al ritmo el agujero, el roto, el quiebre por donde puedas meterte, por donde puedas inventar algo. A veces los ayudaba la hermana de Aurelio, a veces Julio daba instrucciones y Aquiles hacía de muchacha, o al revés, pero siempre terminaban sudorosos, frustrados, fumando en la ventana y frente a ellos se desplegaba la avenida, oscura a trozos, con el cielo apretado entre los superbloques y el resplandor sepia de esas calles transversales donde asomaba el color rojizo, azul eléctrico de los ranchos. 555
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Berniss nunca conoció esa avenida. Miró fotos; escuchó muchas veces hablar de ella, pero nunca llegó a verla. Una Berniss que ahora él contempla dormir en las noches y que le despierta una oscura perplejidad, una compasión sorprendida; ¿quién es esta anciana gorda que duerme a mi lado? ¿Quién es este calvo tripudo que la acompaña y me mira en el reflejo de las ventanas cuando me levanto a fumar? La conoció veinte años atrás en un bar latino de Bruselas cuando él estaba concluyendo su posgrado.
Cada vez que él salía a bailar ella le tomaba fotos y abría la boca llena de admiración. Se acercó a saludarla. Bebieron juntos una cerveza de frambuesa. La invitó a echar un pie con el gran Lavoe. Colocó su mano en la espalda de ella, puso su rostro de bailarín virtuoso y apretó con dulzura, con rotundidad, ven aquí mi catira divina, vente mami que te llevo y te conduzco. La vio derretirse entre sus brazos cuando él le explicó la diferencia entre una salsa y un merengue. «Eres fuego», le dijo ella en un español vacilante que aprendió cuando hizo el Erasmus en Zaragoza. Meses después se casaron. Los padres de ella les prestaron el dinero para montar una exportadora de cervezas. «Eres fuego», le dijo durante cinco años cada vez que él tarareaba a Héctor Lavoe y daba sus pasos uno dos uno dos en mitad de la cocina. Después del quinto año, cuando ella regresó de un viaje a Puerto Rico donde la invitaron a varias fiestas, nunca más volvió a decirle nada. Lo intenté, Gabriela, hasta el último momento lo intenté. Julio y Aquiles no se dieron por vencidos. Hay un pasito, hermano, hace un rato diste un pasito, un pasito con gracia, hay que perseguir ese pasito, busca ese pasito dentro de ti, sácalo, Aurelio, sácalo. Y así estuvimos un buen rato hasta que debí admitir que ese paso un poco insólito, un poco divertido, sólo había sido un traspié, perdí el equilibrio, mis panas, casi me caigo, el tobillo se me dobló un poco, no hubo gracia ninguna, sólo era yo a punto de caer, de derrumbarme. Así que me pegué una ducha. Al salir dije que no iría a la fiesta, que ni de vaina, y puse la mano en el teléfono para llamarte, Gabriela. Pero no lo hice. Tratarías de convencerme, nadie era capaz de vencer tus palabras, tus frases. No había puerta ni muralla que no derrumbase tu voz.
Estuve un rato en la ventana mirando la Intercomunal: basura en las esquinas, aceras rotas, árboles fragantes, nudosos, de un verde vibrante. Luego pensé: «La avenida esta noche parece moverse, pasa por la estación de bomberos y Longaray, pasa por la iglesia y la plaza, llega a la Bandera, y allí cruza el puente y al seguir de largo sube varias calles y al fin encuentra los edificios con cuidados jardines, y la ventana de Gabriela, donde esta noche ocurrirá Gabriela y la fiesta, Gabriela y su cuello y la fiesta, Gabriela y su cuello y la fiesta y ese lugar donde yo debería estar bailando y Gabriela». Tu cuello, Gabriela, que hoy me amanece en este domingo, Bruselas, kilómetros de años después. Porque juro que lo intenté bastante, como nunca, pero no había manera. Así que me puse con Julio y Aquiles a fumar sin descanso y cuando se acabaron los cigarrillos encendimos la tele y justo a esa hora estaban en plena repentización Celia Cruz, Óscar de León y Cheo Feliciano. Una delicia, Gabriela. Tres magos: voz, inteligencia, ritmo, gracia en cada frase que improvisaban. Fuimos a la cocina. Nos servimos un buen trago de ron seco en tres vasos que alguna vez fueron envases de mermelada. El teléfono de casa sonó cuatro veces, le dije a mi madre y a mi hermana que no contestasen. Un poco más tarde, cuando Julio se asomó a la ventana, señaló hacia la avenida. A muy poca velocidad, te contemplamos avanzar en el carro de tu mamá. Los ojos muy abiertos, la melena preciosa, alborotada, tu cuello largo y dulce iluminado por la luz vacilante de las farolas. Nunca habías estado en mi casa, así que pasabas con suma lentitud intentando adivinar en cuál de aquellos superbloques, en cuál de aquellos ranchos de ladrillos rojos podría vivir yo.
Tienes que bajar, chamo, baja ya, no le hagas eso, dijo Aquiles. Baja, baja, insistió Julio, le puede pasar algo. Corrí por las escaleras. Tenía que hablar contigo. Decirte que regresaras a tu fiesta, que no corrieses peligro en una avenida donde en un rato los muchachos rudos de la zona empezarían a dispararse, que te fueras ya mismo. Cuando llegué a la Intercomunal comprendí que no podía aparecer sin explicación ninguna. Comencé a cojear. Eso. Eso era. Aurelio cojo, muy cojo, Aurelio lesionado de gravedad, quizás no pierda el pie, quizás no sea necesario reconstruir el tobillo, mami, pero debo estar de reposo muchos días. No quise preocuparte. Regresa a tu casa. Luego hablamos. Vi tu carro a unos metros. Si me apuraba, si daba una carrera feroz podía alcanzarte, pero yo era una inmensa cojera. Yo cojeaba. Yo era la mejor cojera que nunca pudo presenciar la ciudad de Santiago de León de Caracas. Cojeaba tanto y tan bien que nunca pude alcanzarte y sólo vi cómo acelerabas indignada, cómo dabas la vuelta y regresabas a Santa Mónica. Nunca más quisiste hablarme. Me dijeron que esa noche sobre tu cuello se quedó a vivir Armando o Pedro o Norberto o alguno de los compañeros del liceo que no estaban cojos y así vino luego una esquina oscura, y después un paseo a la playa donde quizás bailaste, donde tal vez te desnudaste para que Armando o Pedro o Norberto te quitaran el frío y la rabia. Estuve cojeando el resto del liceo. Julio y Aquiles me pedían que lo dejase, que me olvidase del tema. Pero hasta el día de la graduación, cuando en el club de suboficiales fui a buscar el título de bachiller, caminé vacilante frente a todos mis compañeros, como si estuviese marcando con mis zapatos el ritmo de un punto y coma.
Estuve cojeando toda la noche. Hasta en sueños. Porque tampoco fui a la fiesta en el Hotel Tamanaco donde dicen que Óscar de León tocó mejor que nunca. Sólo al llegar a la universidad olvidé los dolores en el pie. Aurelio escribe en domingo. Berniss se levanta. Berniss hace gárgaras en el baño. Aurelio guarda sus papeles en el fondo más oscuro y remoto de la gaveta. Camina hasta la cocina y se sirve una taza de té. Piensa en un envío de cervezas que debe preparar para unos clientes en Nueva York. Berniss lo saluda. Después murmura en flamenco y luego en vacilante español. «Algunos fines de semana caminas muy extraño, Aurelio, caminas como si estuvieses cojo. Deberías ir al médico». Y él le responde entre dientes que ya irá, que cualquiera de estos días irá para que lo examinen, que no tiene nada especial, sólo sucede que pasó fumando la noche entera. «Un hombre que creció en la Intercomunal no necesita médicos ni pastillitas», murmura. Y aquella mujer desteñida y redonda como una O gigante lo contempla. Luego resopla. «Puta Intercomunal», dice. Aurelio la mira, piensa que Berniss suena como un trombón desafinado. Luego cuando ella se da la vuelta, Aurelio se acerca a una ventana, pone su rostro de ritmo, de sabor, de noche. Da sus pasos, uno dos uno dos uno dos. La calle parece desierta. Los árboles se mecen por el viento. Es domingo. Aurelio baila.
Juan Carlos Méndez Guédez
(Barquisimeto, Venezuela – 1967)
Desde muy pequeño se trasladó a la ciudad de Caracas, donde obtuvo la Licenciatura en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Posteriormente se doctoró en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Reside en España, país donde ha escrito y publicado la mayor parte de su obra. Es autor de los libros de cuentos Ideogramas, Hasta luego, míster Salinger, Tan nítido en el recuerdo y La ciudad de arena. Como novelista ganó el premio Ciudad de Barbastro por Tal vez la lluvia. Su título Arena negra fue reconocido como libro del año en Venezuela en 2013. En este mismo género ha publicado también El baile de madame Kalalú, Los maletines, Chulapos mambo, Una tarde con campanas y Retrato de Abel con isla volcánica al fondo, entre otros. En 2016, su libro para niños El abuelo de Zulaimar fue reconocido por el Banco del Libro con el premio internacional Los Mejores de 2016. Algunas de sus narraciones han sido publicadas en Suiza, Francia, Bulgaria, Italia, Eslovenia y Estados Unidos. Ha ofrecido conferencias en universidades e instituciones de Argelia, Colombia, Croacia, España, Estados Unidos, Francia, Suiza, Venezuela, entre otras.
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Mauro Javier Cárdenas
I / Leopoldo llama a Antonio
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icen que al teléfono le cayó un rayo en Domingo de Ramos, don Leopoldo. Al único teléfono del Calderón que no se tragaba las monedas. Al menos no todas. Que la gente comenzó a peregrinar hacia el teléfono para llamar a sus ausentes. Que el único testigo del supuesto milagro rayofónico, ese que es guardián del parque Calderón —¿conoce usted ese parque?—. El que está por la gasolinera esa que pillaron echándole agua al diésel y arrojando Pennzoil quemado al estero Salado, imagínese, como si el Salado necesitara más mugre, un poco más y lo hediondo no nos dejará respirar, por suerte usted no
vive cerca del Salado como yo, por suerte León está a cargo y enviará a su gente para que lo restrieguen pronto. Por eso voté por su jefe, don Leopoldo, usted sabe que siempre he votado por León. Así que el guardián ese escuchó truenos y vio rayos y se espeluznó. Peor aún porque andaba repleto de licor Patito, don Leopoldo. Parece que ya tenía fama de pluto y cantautor. En el Guasmo le dicen Julito por Jaramillo. Dicen que en el Calderón le daba serenatas a su segunda esposa y que aún lleva en hombros su guitarra para cantarles a las empleadas domésticas que se pasean por el parque los domingos. Cuando tú / te hayas ido / me envolve-
novela rán / ¿se acuerda de ese pasillo de Julio Jaramillo? Una respuesta solo alentará a que Pascacio siga pero ninguna no lo desanimará. No es que a Leopoldo le moleste escucharlo. O que Pascacio no sepa que a Leopoldo no le molesta escucharlo. Quién no, Pascacio. Mi abuelo Lucho la cantaba con voz de dos Panchos mientras freía sus famosos llapingachos. Dios lo tenga en su gloria. Él nunca olvidará lo que usted hizo por él. Entonces mientras llovía a cántaros nuestro Julito se puso a correr para buscar refugio con la guitarra metida en su camisa, pero claro que el manubrio de la guitarra todavía le sobresalía de la camisa y le raspaba la barbilla con las clavijas. Aunque la vecina de mi hermana dice que él corría porque vio sombras raras que lo perseguían, sombras que querían darle su merecido por mujeriego, aunque mi hermana dice que la vecina es una vieja santurrona que a lo mejor se inventó esa parte, en lo demás todos concuerdan. Esa es la vecina de la que le he estado hablando, don Leopoldo. La que piensa que sus frascos tienen espíritus distintos a los de sus latas. Dicen que por las noches practica la ouija con cucharas. Que sus alacenas son como marimbas de ultratumba. Con o sin sombras, nuestro Julito estaba corriendo para buscar refugio cuando escuchó el estruendo más fuerte de su vida. Debajo del ceibo cerca del teléfono público se escondió y esperó a que los rayos no lo tronaran. Si usted le pregunta sobre eso, hasta es capaz de mostrarle las manchas de lodo de sus pantalones. Incluso lo llevaría hasta ese ceibo reseco y haría que usted se acuclille. Desde aquí mismito vi un relámpago como con ramas, diría nuestro Julito con esa voz masca chicle tururú con la que habla esa gente, don Leopoldo, us-
ted sabe lo vulgar que es esa gente. Era como una mano caída del cielo para chorearse el techo de la cabina, ñaño. Y así todo chamuscado, el teléfono todavía funciona. Lo sé porque después de la tormenta lo primero que hice fue llamar a Conchita para contarle cómo el rayo le cayó al teléfono pero no a mí. Yo le repetía los timbres y Conchita seguía ruca, y cuando al final la man contesta me doy cuenta que el teléfono está funcionando sin monedas y le digo Conchita, te estoy llamando gratis, por fin nos sacamos la gorda. Y antes de que me hiciera relajo por haberla despertado, le colgué y marqué a mi hermano en El Paso. La llamada de larga distancia entró y yo empecé a gritar Jorgito, ñaño, ni te imaginas lo que acaba de suceder. ¿El teléfono aún anda dañado? No lo va a reportar, don Leopoldo, ¿verdad? Claro que no, Pascacio. No. Ahí sigue. Mañana regreso a llamar a mi prima Jacinta en Jacksonville, y mi hermana —¿usted conoce a mi hermana menor?—, ella va a llamar a nuestra tía Rosalía en Jersey. Las dos tuvieron que irse después del último paquetazo. Oiga, si usted necesita hacer unas llamaditas, me avisa nomás, ¿eh? Leopoldo sí necesita hacerlas. Pero admitirlo revelaría que su familia también es vulnerable a las recesiones y esas medidas de shock que todos conocen como Los Paquetazos. Gracias por la información, le dice Leopoldo, terminando su conversación mientras llegan hasta la oficina de León con el escritorio de guayacán que han estado empujando a lo largo del pasillo. El único escritorio que queda en el tercer piso. O en cualquiera de los cinco pisos. Un recordatorio de los tiempos cuando El Loco y sus secuaces vaciaron el municipio de todo menos los picaportes, el papel tapiz, el escritorio de guayacán por-
Debajo del ceibo cerca del teléfono público se escondió y esperó a que los rayos no lo tronaran. Si usted le pregunta sobre eso, hasta es capaz de mostrarle las manchas de lodo de sus pantalones. Incluso lo llevaría hasta ese ceibo reseco y haría que usted se acuclille. Desde aquí mismito vi un relámpago como con ramas, diría nuestro Julito con esa voz masca chicle tururú con la que habla esa gente, don Leopoldo, usted sabe lo vulgar que es esa gente.
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En otro, el presidente interino, un protegido de León, elogia el reciente golpe de Estado y anuncia un nuevo paquetazo. En otro, la llegada de un helicóptero promete otro retorno triunfal de El Loco, que ya se ha lanzado dos veces para presidente.
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que era demasiado pesado. Después de que Pascacio recoge su cubeta y su trapeador, después de que se despide de Leopoldo, después de que el sonido oscilante de su cubeta metálica se pierde por las escaleras, Leopoldo examina su reloj por si tiene algún rayón, aunque en la oscuridad no se puede examinar nada así que debería acercarse al poste de luz, al final del pasillo, hacia donde el que era economista y ahora es secretaria camina furtivamente con el pecho inflado, burlándose de la postura servil que siempre adopta cuando aparece León, escuchando el enjambre de luciérnagas y polillas, esos parásitos de luz, desintegrándose contra la incandescencia. Pascacio lo ayuda a empujar el escritorio para cobrarle favores después. Don Leopoldo, a mi hermana le están pidiendo una coima que no puede pagar. Don Leopoldo, no le quieren pagar la jubilación a mi abuelo en el Seguro. Con una llamada Leopoldo puede solucionarlo todo. Él es el secretario personal de León Martín Cordero. Él tiene ese tipo de palancas. Pero pese a ellas aún tiene ese reloj digital que viene usando desde la secundaria, un regalo de cuando su padrino le consiguió a su padre un cargo menor en la prefectura, un reloj con botoncitos blip que parecen de juguete pero que eran lo máximo en su época, antes de que su padre huyera en medio de un escándalo de malversación de fondos. El reloj sigue intacto. Bien. Aunque Leopoldo está cansado no esperará la buseta en el paradero cercano, aunque a esa hora Pascacio sea el único compañero de trabajo que quizá alcance a verlo ahí, en lugar de eso recorrerá Pedro Carbo, Chimborazo, Boyacá, y en la intersección de Sucre y Rumichaca cogerá otra buseta que irá largo por Víctor Manuel Rendón, Junín, Urdaneta, por la gasolinera que botaba el Pennzoil quemado al Salado,
por la Atarazana y la Garzota, subiendo la cuesta de la Alcívar, donde al chofer se le trabará la palanca de cambios y la buseta traqueteará como una lata atada a otras latas arrastradas sobre el asfalto de esta ciudad atrasada por (Leopoldo cenará frijoles en lata esta noche) y a lo largo de la Alcívar la gente atestada dentro del bus tendrá que aguantar la presencia de más albañiles, empleadas domésticas, vendedores de fruta, siga que al fondo hay puesto, y al menos uno de ellos fingirá un ataque de pánico para que le den asiento, y se armará el relajo porque los que no se comen el cuento del ataque empujarán a los que están tratando de darle paso a la viejita que sí está sufriendo un ataque de pánico, y el sudor de esta gente no goteará en el piso pero será absorbido por miles de poros que terminarán expulsando los olores de sus jornadas laborales, y nada de esto lo repugnará a Leopoldo porque los erradicará a todos de su mente, lo cual no lo abatirá en ese momento sino después, cuando le tocará acordarse de nuevo de lo poco caritativo que siempre ha sido con los menos afortunados que él. Para evitar su transcurso en bus Leopoldo se queda al pie de Tupa & Mera. En el escaparate unas flechas plateadas apuntan hacia televisores. En uno de ellos, un granjero maneja su tractor con un control remoto. En otro, el presidente interino, un protegido de León, elogia el reciente golpe de Estado y anuncia un nuevo paquetazo. En otro, la llegada de un helicóptero promete otro retorno triunfal de El Loco, que ya se ha lanzado dos veces para presidente. En otro, un grupo de aniñados está farreando de nuevo en sus discotecas privadas, esta vez en Salinas (¿ese no era Torbay, su compañero del San Javier?). El guardia de Tupa & Mera aborda a Leopoldo con una mirada hostil.
Buenas noches. El guardia no contesta el saludo de Leopoldo. ¿Será que está tan oscuro que no alcanza a ver sus pantalones de terno a la medida, su corbata de seda bordada y sus mancuernas de oro con el logo del San Javier? ¿Salvador está de servicio hoy? El guardia niega con la cabeza. Dígale que Leopoldo le manda saludos. Por cierto, trabajo en la oficina del alcalde. Tupa Mera es muy amigo mío. No sé si lo conozca. Él es el dueño de este y otros cinco almacenes de electrodomésticos en todo Guayaquil. Leopoldo le da su tarjeta. El guardia la coge con ambas manos, tratando de leerla con el brillo de los televisores. ¿Y ahora? Discúlpeme, economista Hurtado. Soy nuevo aquí, yo no sabía que... ¿Usted es de la gente de El Loco? Para nada, economista Hurtado. Siempre con León yo no… A bordo del bus Leopoldo aún
no piensa en llamar a su abuela desde el teléfono averiado del parque Calderón. Ni siquiera piensa en ella, ni sabe cómo está, tres semanas después de haber volado hasta Pensacola a causa del último paquetazo, pero ella sigue en su memoria, en su granja en los cerros de Manabí, cuando él aún tenía diez años y ella estaba enseñándole a manejar su tractor John Deere, sentándolo en su regazo y haciéndole agarrar el enorme volante mientras sus botas de caucho apretaban los pedales y ella le decía ese es mi Leo, pásales nomás por encima a esos jesuitas si te hacen problemas en el San Javier, ¿me oíste?, pásales por encima a los pendejos de tus compañeros si te odian por ser más inteligente que ellos, y al final así fue, siete años después él estaba ante el podio del coliseo dando su discurso de graduación en el San Javier, aquel que ensayó tantas veces en la sala de Antonio, su pana del colegio, somos el futuro del Ecuador, revisando con Antonio las pausas meditativas, las arengas, las advertencias
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Del lado del parque Calderón que está junto al Estero Salado aparece una empleada doméstica caminando por la calle Bolívar, la cual está muy lejos como para saber si fue una de las que desalojó Leopoldo cuando clausuró el teléfono. 72
que aprendieron de los sermones del padre Villalba, cómo vamos a ser cristianos en un mundo de miseria e injusticia, aunque al padre Villalba poco le importó si aprendieron o no ya que los despreció y los maldijo hasta el final de su vida porque él sabía, y se los dijo, que iban a sembrar miseria como sus padres habían sembrado miseria, y mientras Leopoldo continúa con su discurso divisa a su abuela entre la multitud de senadores y diplomáticos y por supuesto a León Martín Cordero, expresidente del Ecuador y actual alcalde de Guayaquil y el más grande oligarca de todos, carajo, y Leopoldo sabe que su abuela les habrá dicho a ellos o les dirá ese es mi Leo, él llegará lejos, les mentirá, él llegará lejos. Leopoldo le pide al conductor del bus que pare. Se quiere bajar. El tipo no lo oye así que todos en
la buseta le gritan se baja uno, chófer, atrase el bólido, chófer, abra el tesésamo, chófer, y cuando por fin llega a la salida se baja al vuelo para no caerse de cara y aterriza entre el Salado y el Calderón. Hay una cola larga junto al teléfono averiado, treinta personas por lo menos, Leopoldo debió haberlo previsto antes de ir al parque, quién sabe cuánto tiempo antes de que pase el último bus. Leopoldo avanza hacia el inicio de la cola, sin escuchar a la gente que dice no he hablado con mi padre en más de dos semanas, no he hablado con mi hermana en cuatro, desconocidos que comparten entre sí las historias familiares de aquellos que tuvieron que partir luego del más reciente paquetazo porque el precio del gas se disparó, el precio de la mantequilla, el precio del arroz, ladrones de mierda, porque por el bien de
la economía el presidente interino triplicó el pasaje del transporte urbano, porque el Banco del Progreso cerró sus puertas luego de que sus dueños huyeran con nuestros ahorros y nosotros sin tener palancas en el gobierno que hubieran podido avisarnos antes, qué hijueputas, afuera del Banco del Progreso mi prima Marta y cientos más gritaron a los guardias, colgándose de las rejas metálicas de la entrada del banco, sin saber que el banco estaba vacío, sin saber que el banco ya había sido saqueado, y mientras Leopoldo avanza hacia el inicio de la fila, lo suficientemente rápido para no escuchar lo que ya sabe que están diciendo, alguien dice adónde crees que vas, para dónde compañero, oye. Leopoldo Arístides Hurtado, levantando su billetera como una placa de policía, se dirige a la multitud. Mi nombre es Leopoldo Arístides Hurtado y trabajo en el despacho de León Martín Cordero. Este teléfono está violando el código 4738 del reglamento de telefonía establecido por el concejo cantonal en 1979. Por lo tanto, este teléfono no se utilizará hasta que se cumpla la normativa. Aquellos que sigan usándolo serán multados. ¿Qué es que dijo? Que no podemos usar el teléfono. ¿Es en serio? Alguien se acerca a Leopoldo y examina su billetera. No es broma. Pues ese adefesio no parece del despacho de León. Una chica de la fila decide intervenir. Se arregla el dobladillo de su vestido de lunares, se limpia el lodo de sus zapatos de caucho, y se dirige hacia el enviado de León, cuyo nombre reconoce porque su hermano Pascacio lo ha mencionado antes, de todos modos no quiere implicar a su hermano, así que en lugar de mencionarlo le sonríe a Leopoldo, una sonrisa que su her-
mano asegura es tan reconfortante como los llapingachos del abuelo Lucho, una sonrisa que hace que los peloteros del barrio le silben Malenita, corazón, adónde vas con esa sonrisota. Malena le pasa a Leopoldo los números garabateados en su cuaderno. Estamos llamando a nuestras familias. Usted sabe que es imposible para nosotros pagar estas llamadas. ¿No podría esperar sólo un poquito nomás? Leopoldo no se deja sorprender. Se guarda la billetera. No. No es broma, anuncia Malena a la gente de la fila, hablando en voz alta a propósito para que Leopoldo pueda escuchar que de su hermano Pascacio trabaja hasta bien tarde en el municipio y que por algún motivo ha hablado maravillas de ese lastre. Aflójale unos veinte, dice alguien. Un hombre se quita la gorra y se la pasa a su hijo, que comienza a hacer la colecta con la gente de la cola. Leopoldo no se esperaba esto. Pensó que este capricho suyo terminaría con la gente yéndose rápidamente del Calderón. El niño le ofrece a Leopoldo la gorra llena de monedas. No, por favor. No. El muchacho regresa corriendo donde su padre después de dejar la gorra a los pies de Leopoldo. Él podría hacer una concesión. Muy bien, podría decir, sólo esta vez, continúen y llamen a sus familias. Después Leopoldo se convencerá a sí mismo de que su decisión se debió a un cálculo y no a un impulso, porque la hermana de Pascacio está aquí, pensará Leopoldo, y a Pascacio le encanta el chisme, y los chismes pueden correr por todo el municipio y León, que no tolera la corrupción de sus empleados, podría escuchar sobre esto, lo cual es poco probable pero tal vez no tan improbable, de todos modos el país está demasiado inestable como para permitirse incluso la más mí-
nima posibilidad de que esto llegara a oídos de León y por eso para cubrirse las espaldas es mejor reportar el teléfono averiado mañana por la mañana. No acepto coimas. Por favor desalojen las instalaciones. Una anciana va hacia el frente de la fila y, después de asegurarse de que haya una cantidad suficiente de testigos de que ella estaba al frente de la fila, se inclina ante él y deja una piña al lado de la gorra con monedas, y después de mostrarle que en su bolsa de comestibles no lleva más que una lechuga y una fundita de arroz, regresa a su lugar. Todos comienzan a ver de qué podrían desprenderse. ¿Debería ir de nuevo el niño? No. ¿Quién debería ir primero para provocar mayor impacto? ¿Quién cuidará su lugar en la fila? Malena arranca una página de su cuaderno, apunta números y los reparte a todos los de la fila. El niño reclama que él y su padre deberían recibir un número mejor porque la idea de pasar la gorra fue de ellos. Sí pero no resultó, dice alguien. Uno por uno van poniendo sus pertenencias delante de Leopoldo. Mangos verdes, guineos maduros, fotografías de sus seres queridos, rosarios de plástico, una funda de lentejas. Si Leopoldo fuera Antonio lloraría de vergüenza y les lanzaría sus pertenencias y los dejaría para que sigan con sus llamadas ridículas. ¿Por qué no lo agreden? Así al menos lo librarían de decidir. No acepto coimas. Por favor desalojen las instalaciones o si no llamo a la policía. Nadie se mueve. Alguien manda a callar a alguien hasta que todos se callan. La multitud parece esperar que algo suceda. Que alguien aparezca para remediar esto. Vámonos, dice Malena. Ya encontraremos otra forma de llamar a nuestras familias. Desgraciado, dicen unos mien-
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tras recogen sus pertenencias, descarado, dicen otros, malparidos como él son los que tienen hundido a este país, rata de pueblo, moreno de verga, espera nomás que El Loco regrese. Nadie más que Leopoldo ha quedado en el Calderón. Trata de sacar el listado telefónico de su billetera, ahí están el número de su abuela, el de Antonio, el del departamento de economía de la Universidad de Indiana, en donde según sus contactos habría becas para los ecuatorianos a través del Ministerio de Finanzas. Tiene la lista tan metida en un bolsillo que apenas la logra sacar pero se le escapa de las manos. Si le preguntas al respecto no te mostrará su listado telefónico embarrado de lodo. O no te dirá que él estaba vigilando los ceibos marchitos del Calderón para chequear si Julito estaba escondido detrás de ellos, también chequeando la posibilidad de rayos en el cielo, aunque este teléfono no parecía haber sido afectado por un rayo. Claro que él no sabría cómo mismo es eso. Leopoldo llama a su abuela. No estoy, deje un mensaje, y si no hablan español me importa un pito, por su culpa mismo estoy aquí así que no voy a aprender su inglish del carajo. Leopoldo se siente aliviado de escuchar el contestador. Le hubiera dado vergüenza hablar con ella. Cuelga sin dejar mensaje. Toda esa gente ha sido expulsada en vano. ¿El lodo debajo de él huele a vinagre, azufre u orina? ¿Este lodo absorbía la orina de Julito? ¿La habrá ablandado para que los niños pudieran hacer bolas de lodo y muñecos de nieve con nariz de zanahoria? El siguiente número en su lista es el de Antonio, conocido en el San Javier como Gárgamel, Baba, Diente de Sable, Llorón. Leopoldo no ha hablado con él desde que se fue a estudiar al extranjero, un mes después de su graduación, hace casi
diez años. En Stanford, se suponía que Antonio debía estudiar una doble carrera en política pública y economía y luego regresar. En la Universidad Católica, se suponía que Leopoldo reclutaría a los más brillantes de su generación y luego se lanzaría a una candidatura con Antonio. Se suponía que juntos iban a hacer —¿a hacer qué? ¿qué se suponía que iban a hacer?— mucho. Leopoldo llama a Antonio. A través de la línea decrépita Leopoldo escucha el primer timbre, el cuarto, pero algo que suena como un disturbio sideral interrumpe el sexto: puños contra un piano, cuerdas frenéticas, bulla de onda corta. ¿Aló qué tal? ¿Así les contestas a los gringos? ¿Con voz de anunciadora de tele? ¿Quién es? Casi no escucho. ¿Por qué no apagas tu aspiradora? Desconéctala, si esa es la opción menos extenuante. Es el Cuarteto Para El Fin de Los Tiempos de Messiaen. El cual estás interrumpiendo. Para eso estamos. ¿Quién carajos es? ¿Aló? Éste, don Gárgamel, es tu padre. ¿Micrófono? ¿Baba? ¡Micrófono! ¡Baba! ¿Así que una aspiradora es tu mejor metáfora para describir la música avant garde? Capaz que todavía los nonretrogradable rhythms no han llegado a tu aldea. Rara vez se ha usado el término todavía tan dudosamente. Discúlpame no tener suficiente tiempo para atender a tu sabiduría. Leopoldo escucha la risa desde el otro lado. Antonio se acuerda de esa frase. Claro que la recuerda. La Baba siempre haciéndole de menos a su pueblo. ¿Abriste la ventana? ¿Que si abrió la ventana? Ajá, cierto. Es una pregunta de Leopoldo para amagar. La típica pregunta
capciosa que era una táctica común de ¿Quién es más pedante?, el juego de ambos en el San Javier. Durante el recreo en la cafetería de don Albán se refutaban mutuamente sobre todo, burlándose del lenguaje pomposo de los demagogos, los sacerdotes, de ellos mismos, digresando con frases recurrentes como compatriotas, aplaudamos la propuesta de León de privatizar nuestros retretes, compañeros, consideremos que si El Loco gana, la perol de Facundo le cortará el mataperol mientras duerme, aunque las reglas eran las reglas, las digresiones te hacían ganar un máximo de puntos pero al final tenían que regresar a la premisa original, y a la audiencia se le permitía rechiflar para que les clarifiquen el vocabulario: ¿algarabía, que es? ¿Abriste la ventana? Antonio elige no bloquearle la pregunta con otra pregunta. Quiere escucharle las ocurrencias. Abrí la ventana, sí, ¿por? Verás, pana, creo que no lo sabes pero no te preocupes que te voy a inculcar, tu aspiradora no sólo absorbe los ácaros de tu alfombra sino también las partículas que flotan a través de tu ventana, partículas que también están dentro de las alarmas de las ambulancias, del claqueteo de las latas, todos los objetos troglodegradables que están dentro de tus aparatos de... ¿Troglo qué? Degradables. Chanfle. ¿Y tú tienes tu propia aspiradora? Sí, ¿por? ¿Y le cambias a menudo el filtro? Cada dos meses. Verás, Micrófono, bueno, tú en verdad no puedes ver porque eres más ciego que un micrófono, yo no he cambiado el filtro de mi Red Devil en años. Por lo tanto ya no aspira nada. Ni ácaros, ni partículas, ni tus alarmas en lata. El Micrófono: siempre confundiendo entre lo general y lo específico. ¿Te sabes la
de Glenn Gould y la aspiradora? Por supuesto que nones. Del lado del parque Calderón que está junto al Estero Salado aparece una empleada doméstica caminando por la calle Bolívar, la cual está muy lejos como para saber si fue una de las que desalojó Leopoldo cuando clausuró el teléfono. Pese a ello es posible que más gente llegue pronto. El juego de ¿Quién es más pedante? les había servido muy bien en el San Javier. En el programa académico intercolegial Quien sabe sabe que pasaban por el canal diez habían sobresalido en la categoría de debate. Y en la de preguntas y respuestas. Habían arrasado en las rondas locales, interprovinciales, nacionales y en la final contra el Espíritu Santo. En el colegio todos los reconocían. Durante el recreo la fama de ¿Quién es más pedante? ascendió. Por qué soy mejor candidato presidencial que tú se volvió la premisa favorita. ¿Sigues devaluando la moneda en el Banco Central, Micrófono? ¿Has seguido las noticias? ¿Sobre el ocaso de los IPO? Sobre el reciente golpe de Estado. ¿Otro? Dicen que el presidente interino va a cambiar las reglas de las elecciones para que El Loco pueda lanzarse otra vez. ¿El Loco vuelve de nuevo? Y los candidatos más fuertes no se quieren... ¿Los más fuertes? O sea los más pipones. …los candidatos con más opciones no quieren lanzarse. Para qué si la situación es irremediable. Igual los echarían. ¿Has considerado regresar? Nunca. Estoy ocupado ahogándome en stock options. Money? Paper, yes. Hay protestas en todo el país. ¿De nuevo? La indignación de la gente ya
llegó al tope. Eso sí que no había pasado antes. Ya volverá El Loco para arreglar todo de un solo toque. Leopoldo no responde. Antonio interpreta correctamente el silencio de Leopoldo. Leopoldo ya no bromea. Antonio baja el volumen de El abismo de los pájaros de Messiaen. Aun así, con una buena estrategia alguien podría... —Juana, se acabaron los huevos. Creo que las líneas se cruzaron, Leo. Típico de nuestro país de... … alguien nuevo podría barrer en las elecciones y cambiar las cosas en serio. —Juana, te di suficiente cambio para los huevos. Te grita porque te quiere, Juana. ...por fin nuestro chance para... —Juana, carajo, deja de entrometerte con los políticos y tráeme los huevos. ¿Aló? Casi no te escucho. —Dejen de joder y cuelguen. ¿Juana? Vota por nosotros, esposo de Juana. Siempre queríamos público y mira tú. —¿Qué me dan por mi voto? ¿Leche gratuita? ¿Pan, techo y empleo? —Voy a votar por El Loco nomás. El Loco no regresará, licenciado. —Eso fue lo que dijeron la última vez. ¿Cómo así no escuchamos ni pío de Juana? El esposo de Juana y su mujer imaginaria, Juana, van a votar por el... —Los voy a localizar, conchadesumadres, y... ¿Cuelgue y llame de vuelta? Creo que tenemos chance, Antonio. —¡Ya lárguense de mi llamada! ¿Aló?
Mauro Javier Cárdenas Mauro Javier Cárdenas nació en Guayaquil, Ecuador. Se graduó en Economía de Stanford University. En el 2016 recibió el premio Joseph Henry Jackson y en el 2017 fue elegido para formar parte de Bogota 39. Los revolucionarios lo intentan de nuevo, publicada en 2016, es su primera novela. Su obra ha aparecido en Conjunctions, The Antioch Review, Guernica, Witness, ZYZZYVA y BOMB.
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Michelle Roche Rodríguez
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ngrid entró sin saludar, apresurada porque del bolso que usaba para ir al colegio goteaba témpera roja. Detrás de ella, enmarcada en la puerta abierta, apareció la cara iracunda de Karl. La expresión de mi marido signaba una de sus más profundas recriminaciones. Como estaba acostumbrada a que cualquier cosa que pasara con nuestra hija fuera culpa mía, me preocupé más por las manos manchadas de Ingrid y porque en el brazo le había notado un morado que por la incomodidad de su padre. Mientras Karl se sentaba en la orilla del sillón de la sala, como era su costumbre cada vez que iba a iniciar una pelea, yo escuché la llave del fregadero gemir con un llanto prolongado y a Ingrid golpear contra la batea cada cosa que traía dentro de su mochila. —Lo jodieron todo —se lamentaba—. ¡Todo! Karl me miró terminar de hacer el almuerzo, sin mover un músculo. Me acerqué a él para tomar su brazo, como hacía para suavizarlo cada vez que sospechaba que estaba molesto, y le dije que se tranquilizara, porque esas eran cosas de niñas; que solo le estaban «mamando gallo». A mis espaldas, Ingrid atravesó el pasillo y se encerró en su habitación.
Karl me miró con un mohín de desconcierto. Veinte años viviendo en este país y todavía tenía que enseñarle qué significaba mamar el gallo. Sabía bien que arrojarle un pote de témpera para tachar a Ingrid de sucia era mucho más que una tomadura de pelo o una burla cualquiera, pero en este caso era mejor no darle la razón a Karl, porque sus juicios sobre lo correcto y lo incorrecto estaban separados por una gruesa frontera inamovible sobre la cual rara vez admitía discusiones. Me gruñó una respuesta y yo añadí que me parecía vulgar la frase mamar el gallo porque la asociaba con un sentido sexual. No me gustaba tampoco la otra expresión que significaba lo mismo: echar vaina. A regañadientes, porque sabía
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que estaba mareándolo, él me dio la razón. Cuando estaba estudiando castellano, antes de mudarse para acá con la compañía de importaciones en la que trabajaba, le habían dicho que el verbo echar significaba hacer que algo cayera en un sitio determinado. —No entiendo, entonces, dónde cae esta vaina. Pensé en que esa vaina estaba, más bien, goteando sobre nosotros dos, pero no le dije. Él me corregiría, siempre estaba presto a hacerlo, y me diría que no, que había caído sobre nuestra Ingrid. Y era cierto. El detalle más insignificante puede convertir a una persona en el blanco de las burlas de otro. Una mañana, la profesora de matemá-
ticas le pidió a Ingrid que resolviera una ecuación en el pizarrón. Cuando ella se levantó de su puesto para seguir la orden dejó sobre su asiento una mancha roja. Una pequeñísima mancha roja que la chica que se sentaba en el pupitre de atrás identificó con una carcajada. La maestra no reaccionó a tiempo y en unos minutos el salón entero estaba riéndose de ella. Ingrid se sonrojó y corrió al baño. Cuando volvió al salón no se atrevía a mirar a nadie a la cara, a pesar de que la mancha la limpió sin esfuerzo. Aquella situación fue suficiente para que el rojo se convirtiera en el color de la ignominia. —Ustedes hacen bromas crueles. Me quedé colgada de la palabra ustedes, que me había quemado
como un perdigonzazo. Me molestaba cuando marcaba distancia con los míos. Cuando le otorgaron la nacionalidad, me dijo que era el segundo día más feliz de su vida. El primero había sido cuando nos casamos. Pero ese ustedes lo desmentía. Era como si dijera: «Ustedes, los bárbaros». Cuando hablaba de política hacía lo mismo: «Ustedes eligieron a esta gente». Qué tontería, como si en su país no hubieran pasado por cosas similares. Y eso que nació en Berlín Oriental. Le parecía que, aunque el chavismo era una izquierda hueca y populachera, era más venezolana que cualquier cosa, porque cada vez que su candidato iba a elecciones ganaba. Yo respiraba hondo y le explicaba que habíamos pasado un período prolongado de malos gobiernos donde el problema no era tanto la corrupción como la desfachatez con que se practicaba. Él tenía que acordarse de cómo era eso, porque, cuando Hugo Chávez llegó al gobierno, él cumplía cinco años viviendo en el país y nosotros estábamos a punto de casarnos. —El problema no son sus ideas; son los militares —me decía. Yo los detesto, pero me molestaba el tono de la frase y sentía el impulso de recordarle que su padre había trabajado para la Stasi. El detalle no tendría nada de particular si su madre no mostrara orgullo al recordarlo, aunque Karl se avergonzara. Porque él llevaba el recuerdo de su procedencia como un secreto sucio. Desde que cayó el muro de Berlín, él había luchado por trascender la Demokratische, y casi lo logró, pues incluso antes de salir de su país ya podía pasar por occidental. Aprendió rápido a hablar el lenguaje del dinero, a vestirse como si siempre le hubiera sobrado, incluso a derrocharlo, si era necesario. El problema fue que, a pesar de sus intentos, no se acostumbraba a esa nueva Alemania, y cuando en su
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Cortarle el cabello a traición era demasiado. La espantosa eficiencia criminal de sus acosadoras perpetuaba en el tiempo y en el espacio la vejación: cada vez que se mirara al espejo, mi hija recordaría, resintiéndolo, el asalto. 78
empresa le ofrecieron mandarlo al exterior aceptó: era más fácil adquirir otra nacionalidad que aprender las maneras modernas das Volk. Dos semanas después del episodio de la pintura, Ingrid llegó del colegio con un suéter cubriendo su cabeza como un turbante. No paraba de llorar. Cuando le pregunté qué había pasado, se deshizo el nudo que le ocultaba el cabello: le habían cortado grandes mechones, con una falta de gracia tal que la única solución estética para aquello sería cortárselo a lo garçon, un estilo que ella odiaba porque decía que no favorecía a su tipo «hombruno» de cuerpo. Cuatro niñas, las que más problemas le daban, la habían esperado en la salida del colegio, y mientras dos la agarraban de cada brazo las otras le cortaron con tijeras varios tajos de cabello. Las maestras no se enteraron porque la arrastraron hasta una esquina por donde no pasaba nadie. Empleando toda su fuerza, Ingrid trató de quitárselas
de encima, pero perdió el equilibrio y cayó al suelo, llevándose consigo a una de las que tenía las tijeras. —Qué suerte tienes —le gritó una de sus agresoras, antes de darle un puntapié y echar a correr detrás de las demás. Y era verdad lo de su suerte; la violencia del forcejeo con las tijeras hubiera podido herirla. Cuando terminó de relatarme lo ocurrido, Ingrid se tiró de bruces contra la almohada para ahogar su llanto nervioso. Estábamos en su cuarto. Sobre mi espalda sentí la respiración entrecortada de Karl, que había escuchado la mitad del cuento y miraba a su hija debajo de una frente que era una enorme vena. Pensé que iba a transformarse en un monstruo. No digo que exageraba porque a mí también me entristecía ver a mi hija sufriendo así, pero él tenía que entender que eran chiquilladas y pasarían con la edad. Mejor hacíamos si evitábamos meternos. Discutimos toda la noche porque él quería presentarse en casa de las niñas que habían maltratado a
Ingrid y «hacerlas pagar». Yo le explicaba que eso no solo no iba a hacer que creciera el pelo de nuestra hija, sino que estaba segura de que causaría más problemas, porque en cuanto pasara el tiempo, los ánimos se calmaran y nosotros bajáramos la guardia, ellas volverían a humillarla. Pero Karl no escuchaba razones: era como si nuestra hija fuera una santa que el vulgo había mancillado y él era el héroe llamado a salvarla. Siempre me pareció que la veneraba y sospechaba que era por eso que la había bautizado con el nombre de su madre. Lo que más me molestaba es que su amor era correspondido. Ingrid, que sentía fascinación por su padre, se dejaba abrazar por ese sentimiento que la sobreprotegía. Tantos cuidados iban a convertirla en una tonta. Yo hacía esfuerzos por comprenderla, pero, la mayoría de las veces que intentábamos ponernos de acuerdo en algo, una de nosotras abandonaba la conversación, ofuscada. Ingrid me encontraba desordenada y poco confiable y yo creía que ella era demasiado severa para su edad; me preocupaba que de cualquier cosa hacía una tragedia y que todo se lo tomaba en serio. Sabía que su rígido sistema de valores la aislaba de los demás. Era demasiado alemana, como si hubiera llegado aquí en la maleta de su padre, junto al Fausto de Goethe de su abuelo. Quizá por eso ellos se llevaban tan bien. Mi marido y mi hija formaban una pareja perfecta. Las guasas normales de la juventud tomaron visos de acoso constante después de que terminó el reposo la profesora de matemáticas. Cuando una operación le impidió dar clases entre los meses de febrero y abril, el colegio decidió contratar a una suplente. La chica era muy joven y las alumnas le perdieron el respeto desde que el primer día, cuando por ganárselas, les dijo que quería ser su amiga. Nunca más la pobre pudo
conseguir la atención necesaria para dar las clases que, a decir verdad, parecía que preparaba en volandas. Cada vez que entraba al salón de clases las alumnas inauguraban la hora de recreo. Al principio, Ingrid esperaba que las autoridades del colegio hicieran algo para resolver la situación, pero el tiempo pasaba y no llegaban a una solución, porque ni la maestra se atrevía a llevar el caso ante quienes tenían más autoridad que ella ni las alumnas decían nada, para no perder las cuatro horas semanales de caos —dos los martes y dos los jueves— que muchas aprovechaban para adelantar el trabajo de las otras materias. Cuando Ingrid se dirigió a la coordinadora de profesores, la única persona que, a su juicio, tenía la potestad para resolver la situación, la mujer intentó tranquilizarla diciéndole que pronto llegaría la maestra titular y que resultaba difícil encontrar suplentes. Ingrid sabía que para eso faltaban dos meses y se organizó para estudiar por su cuenta. Como su padre, Ingrid tenía la costumbre de excederse en eficiencia. Investigó sobre qué eran y cómo se sacaban el mínimo común múltiplo y el máximo común denominador, así como la utilidad práctica de las fracciones y de los quebrados. El cálculo de las proporciones se le hizo fácil porque desde chiquita había mostrado una habilidad especial para la geometría. El libro de texto tenía la información necesaria y lo que faltaba podía encontrarlo en la biblioteca del colegio. En una o dos oportunidades consultó sus dudas a un profesor que daba matemáticas en cursos más avanzados. Lo único que le interesaba era hacer las cosas bien. Era incapaz de hacer daño a nadie o de privilegiar su beneficio y era muy hija de su padre en esa conciencia suya de que el deber está por encima de todo. Cara pagaría esa ordinaria falta de mediocridad.
La maestra titular llegó la misma semana del examen y, cuando aplicó la prueba correspondiente al mes de mayo, nadie la pasó, a excepción de mi Ingrid, que sacó un sobresaliente. De inmediato se formó un motín entre las estudiantes que trascendió del salón de clases a los hogares. Y cuando la Asociación de Padres y Representantes presentó una queja formal, así como una amenaza de inmiscuir a los funcionarios del Ministerio de Educación en el asunto, las autoridades del colegio argumentaron que no sería tan mala la maestra suplente cuando había una niña que había podido mantenerse al día. Todos los ojos miraron a Ingrid. La odiaron, pero la solución que propusieron en el colegio y los padres aceptaron fue establecer un calendario de cursos de nivelación tres veces a la semana durante las tardes de los últimos meses del año escolar. Como había sacado tan buena nota y estaba exenta de repetir el examen, Ingrid no tenía que participar en estas actividades. La diferencia en el trato avivó el resentimiento, y, cuando ella se ofreció a volver a presentar el examen, lo empeoró todo. No solo quedó como una cerebrito, sino que además parecía que se vanagloriaba de ello. Eso fue meses antes de la mancha roja, que fue la excusa oportuna, porque hubiera sido raro atacarla por su eficiencia y resultaba más comprensible inventarse que era sucia. —¿Y a esto también le llaman mamadera de gallo? —me preguntó Karl una y otra vez esa noche. Yo no le respondía. Volvía a usar el ustedes, aunque no de forma expresa. Cuando la mañana llegó a una hora decente, yo busqué mi agenda de teléfonos y él marcó el número de la maestra para que nos dieran una cita lo antes posible. Habíamos ido a varias reuniones en el colegio para que las autoridades
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El detalle más insignificante puede convertir a una persona en el blanco de las burlas de otro. Una mañana, la profesora de matemáticas le pidió a Ingrid que resolviera una ecuación en el pizarrón. Cuando ella se levantó de su puesto para seguir la orden dejó sobre su asiento una mancha roja. Una pequeñísima mancha roja que la chica que se sentaba en el pupitre de atrás identificó con una carcajada.
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corrigieran la situación, y, aunque siempre nos trataban de manera cordial, nos llenaban de evasivas, dándonos excusas o largas innecesarias que dilataban las medidas contra sus compañeras. Karl y yo sentíamos el mismo malestar porque en el colegio también nos estaban mamando el gallo. A diferencia de mi esposo, yo reconocía el comportamiento y no tenía esperanzas en que esta nueva cita resolviera nada. Si no puse reparos fue porque la culpa me agobiaba: al principio, yo había subestimado la situación que ahora estaba fuera de control. Nunca me había pasado por la cabeza que las bromas podían llegar a la violencia física. La primera vez que Ingrid me habló de ello, había entrado a su cuarto para pedirle que me ayudara con la carga de ropa, que esa semana era enorme, y me la encontré llorando porque en el colegio se burlaban de su aspecto físico. —La adolescencia es un ensayo para la vida —le dije. Ingrid me miró con los ojos muy abiertos y bajó la cabeza. No se trataba de que siempre se burlarían de ella, le expliqué, sino de que cuando lograra trascender estos episodios estaría preparada para otros problemas más graves. Añadí que siempre existirá un antagonista al que tendría que convertir en aliado. Quise explicarle que aquella situación era ventajosa porque le ayudaba a formar carácter. Soy una mujer práctica y me parecía lo mejor que aprendiera pronto a no esperar nada de nadie, porque el mundo se divide entre víctimas y victimarios y mejor era ser lo segundo antes que lo primero. Eso sin contar que, como mujer, estaba predispuesta al sufrimiento. No estoy segura de que entendiera mis argumentos, pero fingió hacerlo. Eso hasta el día siguiente, cuando llegó con los ojos llorosos. Las compañeritas la habían llamado «pajarota».
—Son celos que te tienen —le dije disimulando una sonrisa porque me había hecho gracia el apodo. Ingrid no entendía por qué iban a insultarla si, en el fondo, querían ser como ella. Volví a mi discurso sobre el porvenir y traté de explicarle que las mujeres eran así y que pocas admitían su antipatía por aquellas que consideraban más bonitas. Yo misma me creía a medias mi discurso, pero no era descabellado. Ingrid se había ganado a pulso el apelativo de sabihonda que excluía la belleza. Fuenteovejuna no perdona. Cortarle el cabello a traición era demasiado. La espantosa eficiencia criminal de sus acosadoras perpetuaba en el tiempo y en el espacio la vejación: cada vez que se mirara al espejo, mi hija recordaría, resintiéndolo, el asalto. Y hasta que su melena dorada no creciera, Ingrid se vería obligada a ostentar en la cabeza su debilidad. En su pelo corto, sus compañeras verían la prueba de que podían someterla y, para beneplácito de quienes la dañaron, no tardarían en propinarle nuevas afrentas, porque nadie es un candidato tan popular para el agravio como una víctima. —Mañana, a las nueve de la mañana —me ladró Karl, sacándome de mis cavilaciones. Me recriminaba porque inscribí a nuestra hija en una escuela para señoritas, en lugar de hacerlo en el Humboldt, a donde iban los hijos de sus amigos. «Es un gran colegio», me decía cuando discutíamos al respecto, antes de añadir que sus alumnos entraban sin problemas en las universidades. Mi selección no tenía que ver con capacidades pedagógicas y eso era lo que más le molestaba. Colegios como ese eran los mejores lugares para construir amistades útiles. No se trataba tanto de que mi hija aprendiera a ser femenina, sino de que lo aprendiera acompañada de aquellas «hijas de» que pronto serían «señoras de».
Cuando le expliqué mi filosofía, Karl me respondió que esas mujeres iban a convertir a nuestra Ingrid en una pequeña sifrina y me causó gracia escucharle decir ese venezolanismo. —Sé muy bien lo que significa: una chica que trata a los demás con arrogancia y la mitad de las cosas que dice están en inglés. —Bueno, tú quieres que hable alemán —respondí, por salir del paso. —Es su derecho, ella es medio alemana —contestó y dio por terminada la discusión. Me hubiera gustado decirle que convertirse en sifrina era también un derecho de Ingrid. Lo era hasta para los chavistas. Días antes un ministro había declarado ante las cámaras de televisión que había muchos sifrinos en el chavismo. El gran logro de la Revolución: atraer a sus filas a los arrogantes y a los superficiales. Durante la reunión, la maestra se afanó en decir que Ingrid era
una estudiante aplicada y que su inteligencia la hacía sobresalir entre sus compañeras. Yo sabía que justamente por eso se burlaban de ella. Nada hiere tanto a los mediocres como la eficiencia. Karl interrumpió mis pensamientos y a la maestra que redundaba en lo inteligente que era Ingrid y le preguntó por qué, si era tan buena, el colegio permitía que otras niñas se burlaran de ella. —El bullying es típico de estas edades, señor. Anticipé que los modales germanos de mi esposo iban a intimidar a esta mujer y me compadecí de ella. —¿Y usted me podría explicar qué significa eso? Karl se demoró un rato en las palabras podría y explicar porque le cuesta pronunciar la letra erre. La profesora explicó que el bullying era el uso habitual de la fuerza para intimidar de forma agresiva a los compañeros de clases. Pronunció bullying en perfecto inglés y Karl me miró con ojos que de-
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Discutimos toda la noche porque él quería presentarse en casa de las niñas que habían maltratado a Ingrid y «hacerlas pagar». Yo le explicaba que eso no solo no iba a hacer que creciera el pelo de nuestra hija, sino que estaba segura de que causaría más problemas, porque en cuanto pasara el tiempo, los ánimos se calmaran y nosotros bajáramos la guardia, ellas volverían a humillarla.
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letreaban la palabra sifrina… sifrrrrina. La mujer añadió que quizá una de las razones que hacía a Ingrid víctima de abusos era que no tenía amigas. Aquello era una doble crueldad: unía el drama de una niña solitaria a la tragedia de una víctima. Y Karl saltó sobre ella: —¿Cómo? ¿Me está diciendo usted que es culpa de mi hija que las compañeras de clase la sometan? —No, simplemente le digo que su hija es target fácil para el bullying. La practicidad de la respuesta, más que la brutalidad de lo que implicaba, me dejaron fría. A Karl no se le pasó el uso de dos barbarismos. Y yo sabía que tarde o temprano terminaría por arrojármelos a la cara. —Esto es un abuso sistemático. ¿Qué hace el colegio por evitarlo? —dijo Karl. —Hemos castigado en repetidas oportunidades a las niñas cuando la fastidian. —Pero, en cuanto salen del castigo, las niñas vuelven a molestarla —respondió mi esposo—, y con saña. No me esperaba esta reflexión de mi esposo. Lo miré, sin saber qué decir. Algo sabía Karl que Ingrid me había escondido. ¿Significaba esta complicidad que mi hija ya no creía en mi discurso sobre la formación de carácter? Al educarla para la vida, yo condoné el abuso y le di oportunidad a la hija para que apelara al heroísmo del padre:
—Me gustaría que los castigos fueran más fuertes para que tuvieran mejores resultados —intervine. Ese era mi derecho de madre. La maestra y Karl me observaron como si me hubiera materializado de pronto—: Pagamos por la mejor educación para nuestra hija y es su deber dársela. ¿O es que acaso no están capacitados para ello? —ladré, ¿qué más me quedaba? Karl añadió que, en el fondo, no se trataba de capacidades ni de dinero; que el problema era muy fácil de resolver: había que enseñarles el daño que hacía aquello (mi esposo se resistía a usar palabras en inglés). Dimos por terminada la discusión cuando la maestra nos prometió que llamaría a los padres de las otras niñas para que rindieran cuenta por sus acciones. Karl no insistió en una retribución para Ingrid, no quiso saber qué castigos impondrían a las chicas y ni siquiera quiso saber sus nombres. Algo sospechoso ocurría dentro de su tozuda cabeza germana. Lo comprendí cuando conducíamos de vuelta a casa. Karl había encontrado la solución mucho antes de la reunión con la maestra. Sin venir a cuento, me explicó que era bueno que niñas y varones tuvieran una educación mixta para que ambos géneros se acostumbraran a convivir. Intenté decirle por qué es más útil que una niña aprenda a ser mujer, pero no se me ocurrió una explicación contundente. Un
rato más seguimos contrastando opiniones, hasta que me dijo que desconfiaba de la educación que impartían en ese colegio: —Quiero sacarla de allí. —Y meterla en el Humboldt —añadí—, porque debe ser que los alemanes son incapaces de hacer bullying. Las sucesivas capas de significado de mi respuesta golpearon, una a una, su expresión. «¿He hecho yo un chiste político?», me pregunté antes de que Karl girara el volante con fuerza para salir de la vía asfaltada y estacionar el carro en un rellano de tierra que estaba a un lado de la carretera que conectaba al colegio con la avenida Principal de El Placer. —Me sabe a mierrrda tu opinión sobre el Humboldt o sobre mi país. Pero no voy a dejar que nadie hostigue a mi hija. ¿Tú no supiste del caso de ese muchachito que se suicidó porque le hacían aquello? Mi marido, el melodramático. —Eso fue hace como diez años y en Estados Unidos —le contesté. —Y las carrrajitas son apenas unas mamadoras de gallo, ¿no? —dijo con el ceño fruncido. —Las relaciones con los demás, en especial si son adversas, forman el carácter. A Ingrid nada le cuesta buscarse una amiga, ¿no? La sílaba de una carcajada sin diversión quebró el ambiente; ese ruido que no fue nada selló su decisión de inscribir a su hija en el Humboldt, con la seguridad de que la comunidad alemana la recibiría con los brazos abiertos. Sin añadir nada más, hizo las maniobras necesarias para que el carro volviera al asfalto. Cuando entramos al apartamento, Ingrid estaba leyendo una novela en el sofá de la sala. Le habíamos dado permiso para que faltara a clases porque no teníamos corazón para hacerla enfrentar a sus atacantes tan pronto. En la peluquería ha-
bían hecho un buen trabajo en darle estilo a su cabello, pero su estampa había perdido parte de la energía pueril que antes emanaba. Le había quedado la cara de una adulta. Su padre se sentó a su lado y le explicó qué habíamos conversado con la maestra y que luego habíamos conversado entre nosotros; añadió que habíamos tomado una decisión, y, aunque yo no estaba muy convencida, él quería resolver el asunto de la mejor manera. Ingrid miraba a Karl con la misma mirada perturbada de siempre; un brillo en los ojos capturaba toda la atención de mi esposo. Como si yo no estuviera viéndolos. Por un instante, el resentimiento me calentó por dentro. Juro que fue solo un segundo. Cuando le escuché decir que su decisión era irrevocable, maticé que íbamos a esperar hasta el final del año escolar, que igual apenas quedaban tres meses. ¿Qué otra cosa podía esperarse de mí en esa situación? Él asintió con la cabeza, pues sabía que lo contrario hubiera sido complicar los trámites innecesariamente. Ingrid miró a su padre como si no comprendiera lo que estaba diciéndole. Negó con la cabeza, perpleja. No pude evitar sonreír. Mi papel en aquella conversación había terminado. Ahora yo era la espectadora y podía dedicarme a ver cómo se hundían las razones de Karl ante las lágrimas de su hija. Sé que soy una mala madre, porque lo único que me hacía sentir bien era la seguridad de que Ingrid se negaría a cambiarse de colegio. Porque si algo sabía mi hija era aprender una lección. Y ahora representaba el papel que más tiempo había ensayado: el de la víctima.
(Este relato forma parte del libro Gente decente, publicado por la Editorial Musa a las 9, 2017. Este libro de cuentos ganó el V Premio de Narrativa Francisco Ayala en 2017).
Michelle Roche Rodríguez Nació en Caracas y desde 2015 vive en Madrid. Escribe narrativa, ensayo, periodismo y crítica cultural. Le interesan los mitos cotidianos, la literatura y el feminismo. Con la colección de cuentos Gente decente (Musa a las 9) ganó el Premio de Narrativa Francisco Ayala en 2017. Su ensayo Madre mía que estás en el mito (Sílex) se publicó en España en 2016. Su primer libro fue la colección de entrevistas Álbum de familia: Conversaciones sobre la identidad cultural en Venezuela (Caracas, Editorial Alfa). Ha colaborado con las revistas españolas Zenda, Buensalvaje, Frontera D, Quimera, Qué leer y la estadounidense Literal. Latin American Voices, así como con los medios culturales venezolanos Prodavinci y Papel Literario, suplemento del periódico venezolano El Nacional, donde trabajó varios años. En 2014 fundó el magazine en-línea Colofón Revista Literaria (www.colofonrevistaliteraria.com). Su página web es www.michellerocherodriguez.com
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Otra edad Si del Arco Mayor cayรณ tierra en la noche oscura fue porque se sacudieron los pilares y hubo llanto. Pesadilla de ojos abiertos, pisadas de gigantes para el insomnio. Pero el mar se sosegรณ en medio del grito y besรณ las orillas de sus pueblos. Son sus hijos de segundo nacimiento y tienen otra edad.
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poesía
Savia suspendida Una noche sin fecha no habrá freno para estas letras de savia suspendida. Te tomarán desde la copa hasta la garganta: harán de tu hielo sangre fuego verde. Cerrarás los ojos y serás lava sobre el río.
Insomnio
El caudal crecerá.
Se queman los átomos de este esquema gregoriano.
Sé que solo me lo imagino.
Raíz ligera, tiro las sábanas de tu fantasma, siempre querré diluirme en ti. Veneno en la sangre. Mis ojos no se cierran y envidio los párpados mudos de Cronos.
En los umbrales Lo que silba pronto será silencio. En un ruido, calamidad, anzuelo y aventura, un fractal se expande. Un eco envejecido sobre tu piel, memoria de gritos y tinta: rostro de piedra.
Las carreteras tienden collares brillantes sobre la piel de la cordillera oriental: me calcinan esos nexos. ¿Quién te estruja en este paréntesis en que no existo? ¿Por qué me evade tu cuerpo salino? Escucho volar una polilla sobre mi cabeza. Peso del olvido, columna doblegada.
Para atravesar este Cosmos esquivo arrojarás temores. Tu vida gota a gota beberé como bestia.
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No vuelvas No vuelvas con tus pasos de muerte; márchate solo al Hades y repliega tus vientos de la desgracia.
Alas Todo esto es retorcido: esa sonrisa que vuela como cuervo, destello negro con perlas blancas, pico raudo que rompe nidos.
Te llevará un calamar gigante hacia el fondo del mar. Las flores y las estrellas bullen sin ti en mí. Repliega en tus cadavéricos bosques tus buitres mensajeros. No vuelvas con tus pasos de muerte.
Quieto, bajo la sombra del mundo. Luego, sacudir de plumas bajo el traje. ¿No es violento esto? Oprimir y estallar como si el aire no fuese amarillo. Es frenético y en la helada de inicio los pétalos caen. Cuenta blanca, lágrima roja, ave atragantada de fuego. Alas de par en par entre mis manos buscando furiosas extenderse hasta la medianoche. Mejor no mirarlo.
Gruta Se eleva la niebla entre sus piernas heladas. Verdes y grises bailan bajo la tormenta. Mi cabeza es un bucle derramado desde el cuello hacia mi espalda y desemboca en un arroyuelo oscuro. Busco un lugar deshabitado así como el frío anhela estos bosques y sapos. De galerías vacías tengo el pecho. Sobre el agua y la roca guiñan las luciérnagas.
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Diciembre Cenizas en este instante suman que te parí en el viento gélido y te deposité en las fauces azules. Él te retuvo con sus dientes de cal.
Ser despiertos
Ningún grano vuelve a la mies.
Ser despiertos mientras la chispa se acaba.
Después vienen ciclos de reja cerrada: aún no lo hemos entregado todo a esas espinas.
Vagabundear antes de que se den cuenta.
El hálito del Tiempo fúndase en la Roca.
Pero la tarde ha comido tinieblas: el espíritu quema algo, el ego nada. ¿Por qué nublar su naturaleza? Hay un destino: esto que hacemos. ¿Has visto comer a las gentes solares? Esa es nuestra naturaleza.
Cristina Morales Ruiz (Quito, 1977) Obtuvo una Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Politécnica Salesiana-Quito y una Maestría en Cooperación Internacional y Gestión de Proyectos en la Universidad de Málaga. Madre de dos valerosas hijas.
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Raúl Arias
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vetlana Alexiévich nació en el pueblo de Stanislav —actual Ivano-Frankivsk— en la Ucrania socialista, en 1948. Hija de maestros, el padre fue bielorruso y la madre, ucraniana. Creció en la República Socialista de Bielorrusia, estudió periodismo en la Universidad de Minsk desde 1967 y al graduarse fue a la ciudad de Biaroza donde trabajó en el periódico y en la escuela locales como profesora de historia y de alemán. Svetlana relata sus búsquedas desde sus años escolares para llegar a encontrar la forma de escribir: «Estuve buscando —dice— ¿con qué palabras se puede transmitir lo que oigo? Yo buscaba un género que correspondiera a mi modo de ver el mundo, a mi mirada, a mi oído... Un día abrí el libro Soy de la aldea en llamas, de A. Adamóvich, Y. Bril y V. Kolésnik. Sólo una vez había experimentado una conmoción similar, fue al leer a Dostoievski. La forma del libro era poco convencional: la novela está construida a partir de las voces de la vida diaria. De lo que yo había oído en mi infancia, de lo que se escucha en la calle, en casa, en una cafetería, en un autobús. ¡Eso es! El círculo se había cerrado. Había encontrado lo que estaba buscando. Lo que presentía. Mi maestro es Alés Adamóvich». Usó este estilo en su primer libro La guerra no tiene rostro de mujer (1985), en el que, a partir de entrevistas, abordó el tema de las mujeres rusas que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Casi un millón de mujeres combatieron en las filas del Ejército Rojo durante esta guerra, pero su historia nunca ha sido contada. «De qué hablará mi libro?», se pregunta la autora al presentar La guerra no tiene rostro de mujer. «Un libro más sobre la guerra… ¿Para qué? Ha habido miles de guerras, grandes y pequeñas, conocidas y desconocidas. Y los libros que hablan de guerras son incontables. Sin embargo…, siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres, eso lo veo enseguida. Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la voz masculina. Todos somos prisioneros de las percepciones y sensaciones masculinas. De las palabras masculinas. Las mujeres mientras tanto guardan silencio… Pero ¿por qué? Me preguntaba a menudo. ¿Por qué, después de haberse hecho un lugar en un mundo que era del todo masculino, las mujeres no han sido capaces de defender su historia, sus palabras, sus sentimientos? Falta de confianza. Se nos oculta un mundo entero. Su guerra sigue siendo descono-
estantería cida… Yo quiero escribir la historia de esta guerra. La historia de las mujeres». Svetlana reflexiona sobre la materia con la que debe trabajar. «De mi libro no me gustaría que dijeran: ‘Sus personajes son reales, y eso es todo. Que no es más que historia. Simplemente historia (…). No escribo sobre la guerra, sino sobre el ser humano en la guerra. No escribo sobre la historia de la guerra, sino la historia de los sentimientos. Soy historiadora del alma. Por un lado, estudio a la persona concreta que ha vivido en una época concreta y ha participado en unos acontecimientos concretos; por otro lado, quiero discernir en esa persona al ser humano eterno. La vibración de la eternidad. Lo que en él hay de inmutable’». Svetlana relata la vivencia de la guerra de sus entrevistadas. «Las mujeres —afirma— hablen lo que hablen, siempre tienen presente la misma idea: la guerra es ante todo un asesinato y, además, un duro trabajo (…). En el centro siempre está la insufrible idea de la muerte, nadie quiere morir. Y aún más insoportable es tener que matar, porque la mujer da la vida. La regala. La lleva dentro durante un largo tiempo, la cuida. He comprendido que para una mujer matar es mucho más difícil».
Testimonios de las entrevistadas Uno «De día temíamos a los alemanes y a los de la policía auxiliar; de noche, a los partisanos. Los partisanos se llevaron a mi última vaquita, nos quedamos solo con el gato. Los partisanos estaban hambrientos, furiosos. Se fueron con mi vaquita, y yo les perseguí corriendo detrás, como unos diez kilómetros. Suplicaba: ‘Devuélvanmela. Tengo en casa a tres niños con mucha hambre’. ‘Vete, mujer —me amenazaron—. Si no, te dispararemos’. »Lo que cuesta encontrar en la guerra a una buena persona… »Los prójimos luchaban entre sí. Los hijos de los kulaks regresaban del exilio. Sus padres habían muerto y ellos habían servido a los alemanes. Buscaban venganza. Uno de ellos mató al anciano maestro de escuela en su propia casa. Era nuestro vecino. Había denunciado a su padre y participado en las expropiaciones. Era un comunista convencido».
Dos «Acabé la guerra en Berlín… »Regresé a mi aldea con dos órdenes de la Gloria y varias medallas. Estuve en casa tres días; al cuarto, de madrugada, mientras todos dormían, mi madre me despertó: ‘Hijita, te he preparado tus cosas. Vete… Vete… Tienes dos hermanas pequeñas. ¿Quién querrá casarse con ellas? Todos saben que has pasado cuatro años en el frente, con los hombres…’». «Deje en paz a mi alma. Haga como los demás, escriba sobre mis condecoraciones…».
Tres «La guerra es la guerra. No es ningún teatro… »Llamaron al destacamento para que nos reuniéramos en el llano y formamos un círculo. En medio estaban dos de nuestros chicos, Misha K. y Kolia. Misha era un bravo explorador, tocaba el acordeón. Y nadie cantaba mejor que Kolia… »Estuvieron un largo rato leyendo las acusaciones: en tal aldea exigieron al campesino dos botellas de aguardiente y de noche… violaron a sus dos hijas… En tal aldea, a tal campesino le arrebataron un abrigo y la máquina de coser, que cambiaron por alcohol… »Quedan sentenciados a muerte… La sentencia es definitiva e inapelable. »Voluntarios para la ejecución? Todo el destacamento se quedó callado… »¿Quién? No abrimos la boca… Fue el comandante quien ejecutó la sentencia».
Cuatro —Yo me fui con el tren sanitario… Recuerdo que la semana me la pasé entera llorando: primero, no tenía a mi mamá a mi lado, y, segundo, me había tocado dormir arriba de todo, donde se guardaban las maletas. Esa era mi habitación. —¿A qué edad se fue a la guerra? —Estaba en octavo curso, no aguanté hasta finalizar el año. Me escapé al frente. Todas las chicas del tren sanitario eran de mi edad. —¿Cuál era su trabajo? —Cuidábamos a los heridos; les dábamos de comer, de beber, les poníamos el orinal: todo eso era
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nuestro trabajo. Conmigo hacía turnos una muchacha algo mayor que yo, al principio me protegía: «Llámame si te piden el orinal» Eran los heridos graves: uno sin brazos, otro sin piernas. El primer día la llamé, luego estaba claro que ella no podría cubrirme día y noche, me quedé sola. Un herido me pidió: «¡Enfermera, el orinal!». Yo le entregué el orinal, pero él no lo cogía. Me di cuenta de que no tenía manos. Me quedé parada un rato hasta que comprendí lo que debía hacer, entonces me quedé inmóvil, sin saber muy bien cómo proceder. ¿Me entiende? Le tenía que ayudar… Y no tenía ni idea, jamás lo había visto. Ni siquiera en el cursillo nos lo habían enseñado… Svetlana Nicolévna Lúbich Auxiliar sanitaria
Cinco «En la guerra había tantos milagros… Le contaré una cosa… »Ania Kabúrova se estaba muriendo… Era de transmisiones. Una bala le había atravesado el corazón. Justo en aquel momento nos sobrevoló una bandada de grullas en forma de ‘V’. Todos levantamos la cabeza, ella abrió los ojos. Miró: ‘Qué lástima, chicas’. Se calló y nos sonrió: ‘Chicas, ¿de verdad me moriré?’. Justo entonces vino corriendo hacia nosotras nuestra cartera, nuestra Klava, corría y gritaba: ‘No te mueras! ¡No te mueras! Hay una carta para ti…’. Ania no cerraba los ojos, esperaba… »Klava se sentó a su lado y abrió la carta. Era de su madre: ‘Mi querida hija…’. Más tarde, el médico dijo: ‘Es un milagro. ¡Un milagro! Siguió viva en contra de la ciencia médica…’. Le acabaron de leer la carta… Sólo entonces Ania cerró los ojos…». María Nicoláevna Vasilévskaia Sargento, Transmisiones
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Seis «Nosotras construíamos… Las vías de ferrocarril, los puentes de pontones, las covachas. El frente estaba cerca. Cavábamos de noche para que no nos vieran. »Cortábamos los árboles. Básicamente la escuadra éramos solo chicas, muy jóvenes. Había algunos hombres, los que eran inútiles para el servicio activo. ¿Quieres saber cómo transportábamos los troncos? Los levantábamos entre todas y los llevábamos a pulso. Una escuadra entera para un tronco. Las palmas de las manos nos sangraban… También nos salían callos en los hombros…». Soia Lukiánovna Verzhbítskaia Comandante de la escuadra del batallón de zapadores
Siete «Yo no dejé de sonreír durante toda la guerra… Consideraba que debía sonreír todo lo que podía y más, una mujer tiene que iluminar. Antes de que partiéramos al frente, nuestro viejo profesor nos instruía: ‘A cada herido le tenéis que decir que le amáis. Vuestro fármaco más potente es el amor. El amor protege, aporta las fuerzas necesarias para sobrevivir’. »Los heridos sentían tanto el dolor que lloraban, nosotros les decíamos: ‘Cariño, aguanta…’. ‘¿Tú me quieres, hermanita?’ (A todas nosotras, a las más jóvenes nos llamaban hermanitas). ‘Claro que te quiero.
Recupérate pronto’. Ellos podían enfadarse, escupir tacos, nosotras nunca. Por una palabra grosera nos castigaban, hasta nos metían en la celda de arresto. »Era difícil… Claro que lo era… Por ejemplo, subir al vehículo vistiendo falda cuando alrededor había un montón de hombres. Los camiones eran altos, eran unos camiones especiales, sanitarios. ¿Prueba tú a subir! Pruébalo…».
Vera Vladímirovna Sheváldisheva, Teniente mayor, cirujana
Ocho «Subimos a los vagones… Era un tren de mercancías… Éramos doce chicas; los demás, todos hombres. El tren recorría unos diez o quince kilómetros y se paraba. Hacía otros diez kilómetros y otra vez se estacionaba en la vía muerta. No teníamos ni agua ni lavabo. ¿Lo entiende? »En las paradas, los hombres hacían una hoguera y zarandeaban la ropa frente a las llamas, se limpiaban de los parásitos, se secaban. ¿Y nosotras qué? Nos escondíamos detrás de cualquier sitio y allí nos quitábamos la ropa. Yo llevaba un jersey de punto, había un piojo en cada milímetro, en cada punto. Verlos me producía náuseas. Hay parásitos de todo tipo, piojos en la cabeza, piojos púbicos, piojos del cuerpo… Yo los tenía todos… Pero junto a los hombres no podía… freír mis piojos ante todo el mundo. Era vergonzoso. Tiré el jersey, me quedé solo con el vestido. En una estación, una mujer desconocida me dio una chaqueta y unos zapatos viejos. »El viaje era largo, después caminamos durante mucho tiempo. Hacía un frío que pelaba. Yo mientras andaba no soltaba el espejito, comprobaba si me había congelado. Por la noche vi que se me habían congelado las mejillas… Qué tonta era… Había oído que la piel congelada se vuelve blanca. Yo siempre tenía las mejillas rojas, muy rojas. Pensé que no estaría mal tenerlas siempre congeladas. Al día siguiente, la piel se me puso negra». Nadezhda Vasílievna Alekséieva, Soldado, telegrafista
Nueve «Nos lanzamos al ataque por la superficie del lago Ládoga… Y enseguida nos encontramos bajo el fuego enemigo. Estábamos en la superficie de un lago,
debajo había agua, un herido se hundía al momento. Yo iba a rastras, vendaba las heridas. Me acerqué a uno, le habían dado en las piernas, estaba perdiendo el conocimiento, pero me apartó a empujones y metió la mano en su macuto. Buscaba su ración de emergencia. Si había de morir, al menos antes se pondría las botas de comida… Es que antes del ataque nos habían racionado los alimentos. Quise curarle la herida, pero no había manera, estaba aferrado al macuto: los hombres soportaban muy mal el hambre. El hambre para ellos era peor que la muerte… »De mí me acuerdo de lo siguiente… Al principio la muerte asusta… En tu interior conviven la sorpresa y la curiosidad. Después desaparecen por el cansancio. Vives al límite de tus fuerzas. Fuera de los límites. Sólo un temor sobrevive hasta el final: quedar fea después de morir. Es un miedo femenino… Que pase lo que tenga que pasar, pero por favor que una granada no te haga pedazos… Sé de lo que hablo… Yo misma recogí muchas veces esos pedazos…». Sofía Konstantínovna Dubniakova, Técnica sanitaria
Svetlana Alexiévich (Ucrania, 1948) Es autora de La guerra no tiene rostro de mujer (1985); Los ataúdes de zinc (1989), sobre la guerra de Afganistán; El hechizo de la muerte (1993), sobre los suicidios que se produjeron tras la caída de la URSS; Voces de Chernóbil (1997); El fin del ‘Homo sovieticus’. Reconocida con innumerables galardones, entre los que se destacan el Premio Nobel de Literatura (2015), El Premio Herder de Austria (1999), el Premio Médicis de Ensayo en Francia (2013), el Premio de la Paz de los libreros alemanes (2013). Testimonios recopilados por la autora. Edición en español: Penguin Random House-Grupo Editorial. Primera edición: noviembre de 2015.
Raúl Arias (Quito, 1943) Periodista y escritor. Integró el grupo Tzántzicos (1962-1968). Publicaciones: Poesía en bicicleta, 1975; Lechuzario, 1983; Trinofobias, 1988; Cinemavida, 1995; Caracol en llamas, 2001; Pedal de viento (antología poética) 2004. Crónicas y reportajes Signos en el fuego, 1987. Miscelánea: Duende escapado del espejo, 2006. Serie radiofónicas: Reportaje a treinta poetas ecuatorianos, 1981; La libertad buscando patria, vida y poesía de Jorge Carrera Andrade, 2007. Tzántzicos… poesía 1962-2018. 91
Jorge Basilago «Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡yo no sé!». (César Vallejo – Los heraldos negros)
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partitura
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iles Davis y César Vallejo jamás se conocieron. Es muy probable incluso que el primero no haya leído un solo verso del segundo; y este murió mucho antes de haber podido oír la trompeta de aquel. Pero el arte tiene la mágica potestad de conjugar seres y realidades diversos: como los personajes del poema vallejiano, el músico anunció al resto del mundo las tendencias que él mismo había modelado, y cambió varias veces el curso del jazz, a golpes conceptuales y estilísticos tan fuertes que… nadie supo muy bien de dónde venían. «Davis reinventaba constantemente su personaje musical, y para cuando la mayoría de sus admiradores había descifrado lo que trataba de hacer, él ya estaba haciendo algo distinto», sostuvo el crítico y estudioso del jazz Ted Gioia. En ciclos casi idénticos, a lo largo de tres décadas, el trompetista repitió la receta pero no el resultado: a un quiebre en su vida le seguía un disco germinal y definitivo, del cual el jazz y él mismo emergían diferentes. Luego, ajeno a la nostalgia y a la comodidad de los logros obtenidos, Miles persistía en una senda evolutiva que los demás solo sospechaban hasta su siguiente impacto. El menos potente de aquellos virajes radicales, Birth of the Cool, no lo fue por responsabilidades propias; padeció, en realidad, la lentitud de reflejos discográficos de la época: grabado mayormente en 1949, se editó recién en 1957, cuando ya ese estilo y el mismo Davis estaban buscando otros rumbos expresivos. Pero los ecos de los dos álbumes restantes —Kind of Blue, de 1959; y Bitches Brew, de 1969— resuenan y mueven todavía varios hilos de lo que se considera ‘jazz moderno’: «Davis siempre fue muy personal, inclasificable y, sobre todo, muy influyente», anota
Lawrence Lindt en Historias curiosas del jazz. Como un heraldo de lo nuevo que sigue golpeando sobre la música popular casi treinta años después de su muerte.
Nuevas sonoridades Hijo de una familia acomodada y formado musicalmente en la prestigiosa escuela Juilliard de Nueva York, Davis debutó en las grandes ligas del jazz cuando apenas era un adolescente: primero en el grupo de Charlie Bird Parker —su «guía y mentor», según sus propias palabras— y más tarde en la big band de Dizzy Gillespie, donde integró una formidable línea de trompetas junto a este, Fats Navarro, Freddie Webster y Kenny Dorham. «He conseguido casi reproducir las sensaciones de aquella noche y aquella música de 1944, cuando oí por primera vez a Diz y a Bird, pero nunca lo he logrado del todo», confesó en sus memorias. Taciturno, parco, reflexivo y exigente, Miles descubrió muy pronto que le resultaría muy difícil equiparar las habilidades técnicas de sus colegas-rivales. Desde entonces y para siempre, lo suyo pasó por la capacidad de zambullirse en los distintos estilos del jazz vigentes, tomar los elementos que más le interesaban y construir con ellos un lenguaje nuevo y único. «El jazz actual son todos aquellos que, de Gerry Mulligan a Milt Jackson, de John Lewis a Miles Davis, enriquecen el jazz día a día con nuevas sonoridades, con búsquedas inéditas, con ritmos desconocidos», subrayó el escritor Boris Vian en 1949, cuando el trompetista era todavía una aparición reciente en el Olimpo jazzero. Rota su relación con la actriz francesa Juliette Gréco —«Me en-
Rota su relación con la actriz francesa Juliette Gréco —«Me enseñó lo que era querer a alguien que no fuera la música», afirmaba—, Davis grabó Birth of the Cool poco antes de engancharse con la heroína y caer en una depresión de la que le tomó cerca de cinco años salir.
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Con su quinteto de entonces, Davis inició la transición eléctrica a fines de 1967: Herbie Hancock y su posterior reemplazante Chick Corea cambiaron los pianos Steinway por unos Fender Rhodes eléctricos; mientras Ron Carter y luego Dave Holland hicieron otro tanto en el bajo.
señó lo que era querer a alguien que no fuera la música», afirmaba—, Davis grabó Birth of the Cool poco antes de engancharse con la heroína y caer en una depresión de la que le tomó cerca de cinco años salir. Regresó con nuevas búsquedas, ya decididamente lejos del estilo de Gillespie y también menos cool de lo que sugería la moda que él había generado: «Nunca me ha gustado demasiado mirar atrás», solía argumentar. Confiado en su intuición para combinar la química de los ejecutantes, a fines de la década del cincuenta formó un equipo de lujo con John Coltrane y Cannonball Adderley en los saxos; Bill Evans al piano; Philly Joe Jones en batería y Paul Chambers a cargo del contrabajo. Junto a ellos comenzó a torcer y estirar otra vez la historia del jazz: «Él quería capturar el espíritu del descubrimiento en la música», revela el pianista Herbie Hancock. Por eso, para sus proyectos más rupturistas, prefería reunir artistas que no tocaban juntos habitualmente, en torno de un repertorio que tampoco conocían en profundidad —al que a menudo nunca volvían a interpretar juntos, ni siquiera en vivo—, y dejar que la magia del momento hiciese lo demás.
Instante de gracia
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Kind of Blue fue justamente la captura de un instante de gracia entre Miles y la mayoría de aquellos compañeros. Para la grabación solo ingresaron Jimmy Cobb como baterista, y el pianista Wynton Kelly que puso su talento al servicio del tema que abre el disco, So what. «Cuando lo estábamos grabando, pensamos que era algo especial, pero no tanto como llegó a ser. Se siente como si estuviese hecho en el cielo», evocaba Cobb.
«Todo arte notable se vuelve clásico. Y Kind of Blue ciertamente se ajusta a esa categoría», fue la reflexión del productor Ira Gitler. La completa variedad de emociones y texturas musicales de aquel trabajo —que todavía hoy es el disco más vendido de la historia del jazz—, se amalgama con la gran novedad que traía ‘oculta’ en sus seis pistas: el nuevo estilo de improvisación desarrollado por Miles y Coltrane. «La esencia del jazz modal reside en el empleo de escalas como trampolín para los solos, en lugar de las recargadas sucesiones de acordes que habían caracterizado el jazz desde la era del bop», describe Gioia. Como condimento especial, todos los participantes-creadores de aquella obra eran músicos ya consolidados, con ‘voz propia’. La astucia de Miles fue darles la libertad necesaria para que su inspiración volase sin más restricciones que el retorno a sus indicaciones anotadas en las partituras. Porque la contracara de toda aquella espontaneidad relajada era el carácter estricto y dominante del líder del grupo: respetuoso de sus laderos y arreglistas, pero riguroso y crudo hasta límites insoportables. «Cuando dejé la banda de Miles me sentía agotado en todos los sentidos: física, mental y espiritualmente», admitió luego Bill Evans. A nivel auditivo, sin embargo, nada de eso se percibe. La placa conserva, 60 años después de su lanzamiento, el clima de frescura y originalidad que la encumbraron como un clásico insoslayable del género, todavía radicalmente moderno a pesar del tiempo transcurrido. «Este es un disco que podría recomendarle a cualquier persona, de cualquier país y de cualquier edad: si quieres oír el espíritu del jazz, escucha Kind of Blue», enfatiza Hancock. Pero los espíritus son inquietos y volátiles, y para cuando aquella obra se
consolidó en su sitial de privilegio, el trompetista ya estaba persiguiendo nuevas sensaciones en otros territorios sonoros.
Sin mirar atrás De la misma forma en que había abandonado el bebop para crear el cool, y más tarde el modal, en los años siguientes Miles orbitó en torno de la línea impresionista, el hard-bop y los arrabales del free jazz, sin establecerse en ninguno de esos terrenos. «Nunca me ha gustado demasiado mirar atrás», aseguraba, y lo hacía notar en cada oportunidad disponible. Dejó a varios de sus viejos laderos —y algunos otros lo dejaron a él— para continuar su búsqueda expresiva un tanto desorientado, sin saber muy bien qué camino tomar. Pero hay «golpes como del odio de Dios», escribió Vallejo, y el trompetista acusó varios de ellos en esos años, que funcionaron como disparador de su propio contragolpe musical. La crisis de la mediana edad, combinada con una recaída en las drogas y un nuevo divorcio, lo sumió en un pozo depresivo y de inactividad, del que solo lo extrajo una joven modelo y cantante llamada Betty Mabry. Fue ella quien le presentó a la cúpula de la experimentación en el rock, funk y soul —Jimi Hendrix, James Brown, Sly & The Family Stone— que animaba las noches de The Cellar, un local nocturno neoyorquino al que ningún músico de jazz había concurrido antes de Miles. El contacto con ellos fue la pista que necesitaba. Con su quinteto de entonces, Davis inició la transición eléctrica a fines de 1967: Herbie Hancock y su posterior reemplazante Chick Corea cambiaron los pianos Steinway por unos Fender Rhodes eléctricos; mientras Ron Carter y luego Dave
Holland hicieron otro tanto en el bajo. Y así grabaron dos álbumes de búsqueda progresiva llamados In a silent way y Filles de Kilimanjaro. «No estaba preparado para ser un recuerdo todavía», advirtió un Miles que volvía a estar ‘de moda’ y aún quería más. Lo que siguió fue Bitches Brew, el doble LP que abrió la puerta a la fusión jazz-rock en tres mañanas de agosto de 1969. Sin más partituras que unas cuantas anotaciones para los pianistas. Con muy pocos ensayos. Con trece músicos de los cuales la mitad apenas se conocían. Con la cinta siempre corriendo, capturándolo todo. Con dos secciones rítmicas —batería, bajo y percusión—, ejecutantes que cambiaron de instrumento exclusivamente para esa grabación y hasta tres pianos marchando a la par. «Prácticamente todas las cosas que hicimos fueron primeras tomas. Rara vez tuvimos una segunda toma de algo», señalaba el percusionista Don Alias. Además de los mencionados, el seleccionado de Miles en aquellas sesiones se completó con el tecladista austríaco Joe Zawinul, el guitarrista británico John McLaughlin, el saxofonista Wayne Shorter y los bateristas Jack DeJohnette y Lenny White. Pero quizás el hombre clave junto con el trompetista fue el productor estrella del sello Columbia, Teo Macero: a diferencia de lo sucedido en Kind of Blue, Macero no se preocupó tanto de captar el instante de gracia de los músicos, sino de reconstruirlo después con todos los fragmentos dispersos. Una cuidadosa labor de edición y posproducción que transformó lo grabado en algo que ni los propios intérpretes reconocieron al escucharlo por primera vez. Bitches Brew, además, fue un sorpresivo suceso comercial. No por su calidad, aún hoy revolucionaria, sino por sus características: con varias pistas de más de quince
minutos, sin estribillos pegadizos y con líneas melódicas y rítmicas muy densas y complejas, estaba claro que su destino no era el público masivo. Pero vendió 400 mil copias en su primer año y puso a Miles Davis a la altura de una estrella de rock. El heraldo de la trompeta había modificado el rumbo de la música una vez más y de un solo golpe. Y en el trayecto se había reinventado a sí mismo. Dos décadas más tarde, mientras todo el universo del jazz aún probaba el ancho y la profundidad de su criatura eléctrica, Miles Davis ya tendía puentes hacia el pop. No alcanzó a completarlos: la muerte, la más oscura de las formas de la novedad, lo sorprendió en ese proceso. Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡yo no sé! 95
Gustavo Salazar Calle
N
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o seré tan atrevido como para afirmar que Medardo Ángel Silva (1898-1919) haya viajado a Europa: sabemos que no fue así; tampoco pretendo sumarme a la tendencia jeremíaca, ahora que se cumple su centenario, de llorar por su muerte, bajo la circunstancia que se haya dado, suicidio, accidente o asesinato —considerando sus últimas cartas y su más famoso poema, ‘El alma en los labios’, me inclino por la primera opción—. Tan sólo le recordaré repasando la difusión de su obra en Madrid, Barcelona y París de manos de sus dos grandes valedores en estas ciudades, César E. Arroyo y Gonzalo Zaldumbide, además de proponer que a la edición de su Obra completa se añadan dos poemas: uno que su mayor difusor durante décadas, Abel Romeo Castillo, descarta sosteniendo que es apócrifo, ‘Fantasía nocturna Op. III’; y el otro, ‘Leyenda’, que se publicó en Barcelona [1920] y que, hasta lo que sé, nunca ha sido difundido en Ecuador. Nuestro país tuvo en César E. Arroyo (1889-1937) un promotor de primer orden de la cultura. Sitio al que llegaba, lugar en el que el Ecua-
dor se volvía visible, y en los mejores términos; a la vez, en sus escasos retornos a su tierra natal, siempre llegaba con novedades foráneas. De profesión ‘cronista’, decía de sí mismo que siempre estaba «de vuelta de todos los caminos»; de oficio diplomático, representó a nuestro país en distintas latitudes desde 1913 hasta su muerte en 1937. Cuando residió en España (1913-1919), mientras colaboró con Rafael Cansinos Assens en la revista madrileña Cervantes1 —que llegó a codirigir—, se encargó de publicar a más de una docena de autores ecuatorianos, entre ellos Hugo Mayo2 y el resto de los ‹decapitados›: Arturo Borja, Humberto Fierro y Ernesto Noboa y Caamaño; algo que llevó a cabo al menos en cuatro ocasiones con poemas de Medardo Ángel Silva, con la particularidad de que en dos de ellas el vate guayaquileño estaba con vida. En 1917 aparecieron tres poemas: ‹Balada del infante don Fernando› (dedicado a José María Egas), ‹La emperatriz› (dedicado a Arroyo) y ‹El cazador› (dedicado a Luis G. Urbina)3; en 1918 otros tres poemas: ‹Reminiscencia griega›,
investigación ‹Reminiscencia del siglo XVIII› y ‹Envío›;4 en 1919 fueron recogidos otros tres trabajos poéticos: ‹Balada del infante loco…› —que es el mismo poema titulado ‹Balada del infante don Fernando›, publicado dos años antes en un anterior número de la revista—, ‹La extraña visita› y ‹Fantasía nocturna Op. III›;5 y finalmente, en 1920 aparecieron estas dos colaboraciones: ‹Ofrenda a la muerte› y ‹Velada›.6 Su contribución a la difusión de la obra de Silva se completó con una nota necrológica, ‹Un poeta suicida›, firmada con el seudónimo de ‹Américus›: En Guayaquil, República del Ecuador, y víctima de una crisis sentimental que le ha llevado a quitarse la vida por su propia mano, ha fallecido el poeta Medardo Ángel Silva, que era de lo más brillante y prometedor de la juventud de América; sus poemas, de los que hemos dado y seguiremos dando en esta revista muy bellas muestras, tenían un sentido profundo, expresado en una forma de elegante y refinada modernidad. La muerte, por medio de una tragedia oscura, incomprensible, casi absurda, ha venido a destruir una existencia plena de ensueños y de canciones que, a pesar de su extrema juventud —veinticuatro años—, no era ya sólo una esperanza, sino una bella realidad. El alto espíritu de Gonzalo Zaldumbide hace en el presente número de Cervantes el elogio póstumo del poeta suicida en un artículo admirable, sobre esta tumba recién abierta la mejor ofrenda.7
Como remate a esta relación, Arroyo recogió en su volumen antológico Parnaso ecuatoriano. Antología de las mejores poesías del Ecuador [1920],8 de la editorial barcelo-
nesa Casa Maucci —volumen que, aunque aparece de autoría de José Brissa, probé, con la publicación de varios documentos, que fue responsabilidad de César E. Arroyo—, en la ‹Colección de parnasos americanos›9 dirigida por Ventura García Calderón,10 los poemas: ‹Estancias›, ‹Suspira [sic] de profundis›, ‹Leyenda› e ‹Inter umbra›.11 A la valiosa compilación de los poemas de Silva que publicó en 196612 Abel Romeo Castillo, ampliada para el volumen preparado por Melvin Hoyos y Javier Vásconez en 2004,13 hoy contribuimos con la primicia del poema ‹Fantasía nocturna Op. III›, que, aunque recogido por Castillo (Guayaquil, 1983. pp. 250-251, en donde señala que apareció en El Telégrafo de Guayaquil del 12 de junio de 1919), cuestiona que sea de autoría de Silva y no consta incluido en las ediciones mencionadas; este poema figuró también —como antes indiqué— en la revista Cervantes de Madrid, de agosto de 1919, mientras que ‹Leyenda› apareció en el Parnaso ecuatoriano [1920]. A Gonzalo Zaldumbide (18821965), en su faceta de gran crítico literario, le debe el Ecuador la recuperación de varios de nuestros autores clásicos, como Gaspar de Villarroel y Juan Bautista Aguirre; fue, además, el gran difusor a nivel internacional de la obra de Juan Montalvo. Cuando Zaldumbide tuvo noticia de la muerte de Silva, redactó un valioso estudio, ‹Un poeta suicida: Medardo Ángel Silva›, que publicó en la revista Cervantes,14 texto que, posteriormente reelaborado, ampliado y publicado en francés,15 constituyó, con algunos cambios, el prólogo a las Obras escogidas de Medardo Ángel Silva. Si en 1918 Silva afirmó: Gonzalo Zaldumbide, que en bella melódica prosa nos da, en
Cuando Zaldumbide tuvo noticia de la muerte de Silva, redactó un valioso estudio, ‹Un poeta suicida: Medardo Ángel Silva›, que publicó en la revista Cervantes, texto que, posteriormente reelaborado, ampliado y publicado en francés, constituyó, con algunos cambios, el prólogo a las Obras escogidas de Medardo Ángel Silva.
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En cuanto a los dos poemas de Silva recuperados por mí en el marco de mis investigaciones en España a comienzos del presente siglo, a los que antes me he referido —y que se reproducen a continuación—, no se puede decir que, 100 años después de su muerte, modifiquen sensiblemente nuestra comprensión de la poesía de Medardo Ángel Silva; pero no dejan de tener un valor histórico y literario indudable de cara a la fijación exacta del corpus de su obra.
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algunos de sus deliciosos cuentos, mucho de lo nacional, de lo nuestro, en almas y paisajes, ha dedicado su potente actividad crítica a estudiar, en dos libros admirables, a D’Annunzio y a Barbusse; pero está completamente ignorante de nuestra evolución cultural; y apenas si conoce a dos o tres nombres de los que hoy forman nuestra falange literaria de valor,16
al año siguiente, cuando ya había publicado sus clarificadores estudios sobre nuestros dos clásicos de la Colonia, Villarroel y Aguirre, registró: [Zaldumbide], sabedor de que el intelecto humano —y el suyo es un intelecto d’amore, según decir del trágico gibelino— débese a su tiempo y a su país, escruta en el mar turbio de la Historia Literaria Nacional y descubre bellos tesoros desconocidos, exponiendo a la admiración de sus hermanos figuras tan interesantes como poco estudiadas.17
Por su parte, en una entrevista que el gran poeta peruano César Vallejo le hizo en París en 1924, Zaldumbide menciona la obra de Silva en estos términos: [A Zaldumbide] la sencillez, por su parte, le va de punto. La llaneza. Así habla, así escucha. Me dice sus recuerdos de Lima de 1914. Me pregunta por los escritores peruanos, amigos suyos. Alude a José María Eguren, a quien, según palabras suyas, se le admira ya mucho en América. A mi pregunta sobre la moza [sic]18 literatura ecuatoriana y, ante todo, sobre el grupo de Falconí Villagómez, contesta: —Desgraciadamente, ahora aquello está dormido de nuevo.
Un talentoso muchacho, Medardo Ángel Silva, que era el alma de ese movimiento, como usted sabe, acabó suicida. —Un gran poeta. —Un gran poeta malogrado.19
Todavía en 1933 Margot Arce, secretaria de Gabriela Mistral y estudiosa puertorriqueña de la ‹Égloga I› de Garcilaso de la Vega, le pedía en una carta a Zaldumbide: Releo a Sarmiento y a Silva y tengo el propósito de escribir algo acerca del último. Ayúdeme.20
Ahora bien, la gran labor de difusión de la obra poética de Medardo Ángel Silva la había realizado ya Zaldumbide algunos años antes por medio de la edición francesa en español —de pequeño formato (11x8 cm)— de sus Poesías escogidas21 (París, Editorial Excelsior,22 1926). En relación con dicha importante compilación poética hay que mencionar aquí un detalle referente a la correspondencia de nuestro poeta: a las ocho cartas de Medardo Ángel Silva publicadas por Abel Romeo Castillo en 1966,23 este mismo editor añadió una más en 1983,24 parva colección que en 2000 se vio ampliada con otra misiva de Silva más dos de su madre, doña Mariana Rodas. Estas tres últimas cartas, descubiertas y publicadas por Efraín Villacís,25 fueron dirigidas a Gonzalo Zaldumbide en relación con la posible edición de las Poesías escogidas del poeta guayaquileño; son reproducidas a continuación. En cuanto a los dos poemas de Silva recuperados por mí en el marco de mis investigaciones en España a comienzos del presente siglo, a los que antes me he referido —y que se reproducen a continua-
ción—, no se puede decir que, 100 años después de su muerte, modifiquen sensiblemente nuestra comprensión de la poesía de Medardo Ángel Silva; pero no dejan de tener un valor histórico y literario indudable de cara a la fijación exacta del corpus de su obra.
DOCUMENTOS [se mantiene en todos ellos con toda exactitud la puntuación y la ortografía originales]
1. Cartas de Medardo Ángel Silva
[Guayaquil, enero-febrero de 1919]26 Distinguido compatriota: Tiempo ha deseaba escribirle para solicitarle sus bellas obras que es imposible obtener en nuestra patria. Al fin me atrevo a hacerlo y, a esa súplica aumento la petición de su último retrato y, la más grave de todas las recomendaciones: admiro inmensamente a los García Calderón27 a quienes se les considera con tanta justicia altos representantes de la mentalidad de la América del Sur y pretendo por su influjo obtenga de cada uno de ellos el retrato autógrafo y, principalmente el libro de ese exquisito y malogrado José.28 Le envío un indecente fragmento de mi libro El árbol [del bien y del mal],29 etc. y otras varias tonterías y travesuras mías. Espero su juicio sobre tales cosas pues pretendo hacer una buena edición de todo eso y estoy con deseos locos de que usted me prologue. Bien sé que esta demanda de prólogo es una de las muchas ridiculeces de la Cofradía Literaria, pero… Créame su admirador. Medardo Ángel Silva
No me olvide: casilla 3. El envío de libros haga certificar, usted conoce los Correos de nuestro querido Ecuador.
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de Mariana Rodas, Viuda de Silva Guayaquil, 1 de mayo de 1922 Señor don Gonzalo Zaldumbide. París. Muy distinguido señor: Perdone que distraiga, por un momento, su útil atención. El señor Manuel Valeriano Pérez Flores, director de la revista Novedades30 —por cuanto no le he querido dar autorización para que publique en folleto la novelita del que fue mi hijo titulada María de Jesús—31 ha emprendido una labor rastrera contra mí y la memoria de mi hijo con el anhelo bastardo de poner cualquier obstáculo posible a fin de que no salga editada la obra de Medardo que usted va a honrarla [sic] prologándola. Aunque, pues conozco su alto nivel moral y espiritual, creo que usted no tomará en cuenta las calumnias de este individuo que este hecho basta a descalificar, no me parece demás [sic] advertir a usted este incidente. Este [es] el motivo de esta carta que me da la oportunidad de saludarle y reiterarle mi más distinguida consideración y estima. Mariana Rodas v. de Silva
P.D.: No he tenido hasta hoy el honor de recibir una contestación a mi anterior. Vale.
Guayaquil, 4 de octubre de 1923 Señor don Gonzalo Zaldumbide. París. Muy señor mío:
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Saludo a usted con la atención y respeto que su alta personalidad merece y me honro al dirigirme a usted, para manifestarle mi gratitud por tantas finezas; pues, en su carta del 10 de junio, me pone al corriente de las dificultades con que tropezó para la publicación de la pequeña obrita que se propone hacer editar, la cual tendrá el gran mérito de ser arreglada y prologada por usted; además, se evitará que dichas composiciones circulen en folletos que venden ciertos especuladores, uno de los cuales tuvo el cinismo de dirigirse a una poetisa, para que le hiciera el prólogo de un libro que se proponía hacer de todos los versos publicados. Dicha señora le increpó su mala acción, a lo que contestó: que cualquiera podría hacerlo, porque ya no tenía la propiedad literaria32 y que la obra de Silva no se haría nunca. Este sujeto no se imaginó que mi hijo Medardo tenía una [sic] alma hermana
tan lejos y yo un factor poderoso que colmara mis aspiraciones, sin conocerme personalmente. Le agradezco el envío de la carta de su amigo el señor García Calderón,33 no por lo aseverado en ella, porque soy incapaz de dudar de su palabra, sino porque en más de una ocasión he visto que le secunda en la realización de la obra en referencia. Dígnese manifestarle mi reconocimiento, el que lo [sic] hago extensivo a usted suscribiéndome, una vez más, su muy atenta y segura servidora, Mariana Rodas v. de Silva
2. Poemas En la revista Cervantes Fantasía nocturna Op. III34 Andante pianísimo En mi negra vigilia oigo pasos —¿tus pasos?...— las ventanas crujen, y parece que toda la casa tirita. Sobre las páginas de los extraños libros, misteriosos y oscuros, la luz descolorida de las lámparas proyecta de sombras fatídicas absurdas e ilusorias danzas, y son personajes de las pesadillas y del tablado del Misterio los fúnebres comparsas. Imposibles los sueños, los espejos apresan, en sus lunas, mi forma duplicada y alguien —que estando en mí no es YO— me dicta ideas cuya expresión no tiene la lengua humana.
En Parnaso ecuatoriano35 Leyenda En el rojo castillo la sombra leve de la Infanta pasa, lo anuncia la esmeralda de su anillo y el olor de ultratumba de su traje de gasa. Cuando juegan los duendes en el negro postigo y cae la noche morada como un duro castigo, al mirador se asoma la sombra perfumada. Al mirador se asoma… canta… canta… su voz es mirlo de oro en la arboleda: la canción de la Infanta es una mariposa de oro y seda… ¡Y el pastor que escuchara su voz de terciopelo por la vez postrimera contemplara la dulzura del claro cielo!
Es que Nuestra Señora Muerte, en la sombra de la noche pasa, difundiendo en la alcoba pavorida un silencio de losa, de infinito, de nada. En una noche de estas mi mano tomará su mano blanca dispensadora de los hondos sueños y me guiará, a través de las brumas heladas, a la distante riba en que discurren las sombras de las almas!
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NOTAS: 1 Cervantes (1916-1920) fue una revista madrileña fundada por Francisco Villaespesa en agosto de 1916 bajo su dirección, la del mexicano Luis G. Urbina y la del argentino José Ingenieros (según registran los créditos de la revista). Hasta septiembre de 1917 aparecieron 14 números; al trasladarse a América el poeta español, abandonó la publicación; en México sacó un número excepcional con autores aztecas; la segunda época, con nueve números, va desde abril hasta diciembre de 1918, dirigida por Andrés González-Blanco (sección española) y César E. Arroyo (sección americana); en la tercera y última etapa —24 números, de enero de 1919 a diciembre de 1920—, la sección española, dirigida por Rafael Cansinos Assens, dio un vuelco a la publicación, al convertirla además en el vehículo de la vanguardia en lengua española: creacionismo y ultraísmo; con la sección americana continuó Arroyo. Los 47 números de la colección completa española los financió José María Yagües. 2 Entre 2001 y 2003 investigaba los vínculos de César E. Arroyo con las vanguardias españolas, indagación que me llevó a revisar la totalidad de la revista Cervantes —47 números distribuidos en más de 7.000 páginas (que luego de ocupar muchas tardes y noches de 36 meses de trabajo pude digitalizar personalmente, un lustro antes de que la Hemeroteca Municipal de Madrid y la Biblioteca Nacional de España las subieran a sus hemerotecas virtuales)— así como otras publicaciones como Grecia y Cosmópolis. Con el hallazgo, en 2003, de cuatro poemas de Hugo Mayo: ‘Oxidación’, en Grecia (Madrid, 1918); ‘Drogas’, ‘De jardín’ y ‘Viaje’ en Cervantes (Madrid, 1919), que seguramente fueron publicados gracias a las gestiones de Arroyo en estas revistas españolas, contribuí para la segunda edición que Raúl Serrano Sánchez preparó con el título de Poesía reunida (Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2009. 440 p.); que tuvo una 3ª edición titulada Poesía junta (Quito, CCE, 2017), la mejor compilación de la obra del poeta vanguardista ecuatoriano hasta la fecha. 3 Medardo Ángel Silva. ‘Un nuevo poeta’. Cervantes. año 2. n. 12. Madrid. julio de 1917. pp. 187-189. 4 Medardo Ángel Silva. ‘Reminiscencia griega’. Cervantes. [s.a.]. [s.n.]. Madrid. abril de 1918. pp. 24-26.
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5 Medardo Ángel Silva. ‘Poetas hispanoamericanos’. Cervantes. [s.a.]. [s.n.]. Madrid. agosto de 1919. pp. 62-64. En
la página siguiente van un par de poemas de José Juan Tablada y después el texto de Zaldumbide ‘Un poeta suicida: Medardo Ángel Silva’. pp. 66-72. 6 Medardo Ángel Silva. ‘Poetas hispanoamericanos’. Cervantes. [s.a.]. [s.n.]. Madrid. septiembre de 1920. pp. 39-40. 7 Américus [seudónimo de César E. Arroyo]. ‘Notas hispanoamericanas. Un poeta suicida’. Cervantes. [s.a.], [s.n.]. Madrid. agosto de 1919. pp. 158-159. 8 Parnaso ecuatoriano. Antología de las mejores poesías del Ecuador. Barcelona, Casa Maucci, [1920], 349 p. En cualquier bibliografía especializada en poesía ecuatoriana de principios del siglo XX este libro todavía consta compilado por José Brissa; con la publicación de varios documentos probé que fue preparado por César E. Arroyo, en colaboración con otros ecuatorianos. Para enmarañar más esta atribución, en 1993 el profesor venezolano Rafael Ramón Castellanos atribuyó el Parnaso ecuatoriano a Rafael Bolívar Coronado (1884-1924) en su libro Un hombre con más de seiscientos nombres: Rafael Bolívar Coronado (Caracas, Italgráfica, 1993. pp. 85-97); ahí, de manera aventurada, propuso que más de la mitad de los autores ecuatorianos recogidos en dicho volumen eran seudónimos de Bolívar Coronado, correspondiendo los poemas antologados a su autoría. El error de esta atribución se demuestra simplemente cotejando los poemas de varios de los autores seleccionados en el Parnaso ecuatoriano (Barcelona, 1920) con los de la Antología ecuatoriana. Poetas (Quito, 1892) de Juan León Mera; de seguir el argumento del señor Castellanos, este haría al autor de ‘Alma llanera’ responsable de muchos de aquellos versos a los ocho años de edad. Cfr. Gustavo Salazar. César E. Arroyo (Madrid, edición personal, 2009) y Gonzalo Zaldumbide (Madrid, edición personal, 2010), Cuadernos ‘A Pie de Página’; n. 2 y 3. 9 Seguramente por razones comerciales, la Casa Maucci no registró la fecha de publicación de ninguno de los 22 volúmenes que aparecieron en la serie de parnasos, dirigida por Ventura García Calderón a partir de 1914: Parnaso antillano. Compilación completa de los mejores poetas de Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo, por Osvaldo Bazil; Parnaso argentino, por José León Pagano y Nuevo parnaso argentino, por Valentín de Pedro; Parnaso boliviano, por L.F. Blanco Meaño; Parnaso brasileiro, por Alfonso Costa; Parnaso colombiano y Parnaso colombiano. Nueva antología esmeradamente seleccionada. 2ª ed. por Francisco
Caro Grau; Parnaso chileno, por Armando Donoso; Parnaso costarricense, por Rafael Bolívar Coronado; Parnaso cubano, por Valentín Riva Abreu y luego otra selección, por Adrián del Valle; Parnaso dominicano, por Osvaldo Bazil; Parnaso ecuatoriano, por José Brissa [1920] (que en realidad corresponde a César E. Arroyo); Parnaso español contemporáneo, por José Brissa; Parnaso filipino, por Eduardo Martín de la Cámara; Parnaso guatemalteco; Parnaso mexicano, por A. Esteva y J. Pablo Rivas; Parnaso nicaragüense; Antología de Panamá (parnaso y prosa); Parnaso paraguayo, por Michael A. de Vitis; Parnaso peruano, por Ventura García Calderón; Parnaso puertorriqueño; Parnaso salvadoreño, por Salvador L. Erazo; El parnaso oriental. Antología de poetas uruguayos, por Raúl Montero Bustamante y luego Parnaso uruguayo, por Antonia Artucio Ferreira; Parnaso venezolano, por G. Camargo y Parnaso venezolano, por Pedro Brito Arismendi. 10 Ventura García Calderón (1886-1959) fue un ensayista, narrador y diplomático peruano. Realizó sus primeros estudios en Lima, pero pasó gran parte de su vida, junto con su hermano Francisco, en París, en donde fueron los anfitriones de los hispanoamericanos que llegaban a Francia. Maestro de la crónica literaria: En la verbena de Madrid (1920); en poesía y prosa poética: Cantilenas (1920), dedicado a Zaldumbide; en cuento publicó La venganza del cóndor (1924); y en ensayo destacan Del romanticismo al modernismo (1910) y Semblanzas de América (1920); preparó la antología de poesía de su país Parnaso peruano (Barcelona, Maucci, [1917]) y la Biblioteca de cultura peruana (1938), en 13 tomos. En 1925 publicó una versión al español de Los Rubaiyat de Omar Khayyam. 11 César E. Arroyo. Parnaso ecuatoriano. Antología de las mejores poesías del Ecuador. Barcelona, Casa Maucci, [1920]. pp. 222228. [Antología firmada por José Brissa]. 12 Edición popular de las Obras completas de Medardo Ángel Silva, publicadas en seis volúmenes, al cuidado de Abel Romeo Castillo (Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964-1966): 1) El árbol del bien y del mal, 2) Poesías escogidas y Trompetas de oro, 3) María de Jesús (novela) y Al pasar, crónicas de Jean d’Agrève, 4) El Ecuador intelectual y La máscara irónica [incluye ocho cartas de Silva] y 5) Medardo Ángel Silva juzgado por sus contemporáneos. (Biblioteca Huancavilca).
13 Medardo Ángel Silva. Obras completas. Edición de Melvin Hoyos Galarza y Javier Vásconez. Guayaquil, Ilustre Municipalidad de Guayaquil, 2004. 792 p. [incluye estudios sobre Silva y su obra de Fernando Balseca, Cecilia Ansaldo Briones, Raúl Vallejo y Efraín Villacís]. 14 Gonzalo Zaldumbide. ‘Un poeta suicida: Medardo Ángel Silva’. Cervantes. [s.a.], [s.n.]. Madrid. agosto de 1919. pp. 66-72. 15 Gonzalo Zaldumbide. ‘Le dernier épigone de Darío’, Revue de l’Amérique Latine, año 1, vol. 2, n. 7. París, 1 de julio de 1922, pp. 252-256. [sección: La Vie Littéraire: Les Lettres Hispano-Américaines]. 16 Medardo Ángel Silva. ‘Orientaciones. II La crítica entre nosotros’. Patria. Guayaquil. 1 de julio de 1918. 17 Medardo Ángel Silva. ‘Gonzalo Zaldumbide’. El Telégrafo, Guayaquil, 27 de marzo de 1919. 18 ‘moza literatura’ significa ‘reciente/naciente literatura’. 19 César Vallejo. ‹Gonzalo Zaldumbide›. El Norte. Trujillo, 11 de abril de 1924. Gustavo Salazar. Gonzalo Zaldumbide. Madrid, edición personal, 2010. pp. 45, 46, 47. (Cuadernos ‹A pie de Página›; n. 3). 20 Gonzalo Zaldumbide. Cartas (19331934). Edición de Efraín Villacís y Gustavo Salazar. Quito, Consejo Nacional de Cultura, 2000. p. 68. 21 Medardo Ángel Silva. Poesías escogidas. Selección y Prólogo de Gonzalo Zaldumbide. París, Editorial Excelsior, 1926. XXV, 162 p. (Tengo referencia que existe otra edición parisina de la Editorial Bouret, 1949). 22 Esta editorial parisina, dirigida por Ventura García Calderón, publicó entre otros títulos: Por España y contra el rey (1925) de Vicente Blasco Ibáñez, De Fuerteventura a París (1925) de Miguel de Unamuno, De la elegancia mientras se duerme (1925) del Vizconde de Lascano Tegui, Versos sencillos y Discursos (1926), — volumen I y II de las Obras completas— de José Martí, El libro de los apólogos (1926) de Luis López de Mesa, Maelstrom. Films telecopiados (1926) de Luis Cardoza y Aragón, Journal inédit (1926) de Pierre Loti, La tienda de muñecos (1927) de Julio Garmendia, Traducciones poéticas (1927) de Ismael Enrique Arciniegas, Simbad (1928) de Eduardo Avilés Ramírez, Bolívar: contribu-
ción al estudio de sus ideas políticas (1928) de C. Parra-Pérez, Páginas escogidas (1929) de Armand Godoy, y La vengeance du condor (1925), Danger de mort (1926), Si Loti était venu (1927) y Couleur de sang (1933) de Ventura García Calderón. 23 Medardo Ángel Silva. El Ecuador intelectual y La máscara irónica. Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1966. pp. 115-127. (Biblioteca Huancavilca; n. 4). 24 Abel Romeo Castillo. Medardo Ángel Silva. Vida, poesía y muerte. (ed. cit. 1983. pp. 271-272).
Abel Romeo Castillo, que lo incluye en su libro Medardo Ángel Silva. Vida, poesía y muerte. (1983. pp. 250-251), este poema sería apócrifo y no pertenecería a Silva; 2ª edición (Quito, Paradiso Editores, 2019. Prólogo de Xavier Michelena. pp. 304305). 35 César E. Arroyo, en Parnaso ecuatoriano. Antología de las mejores poesías del Ecuador. Barcelona, Casa Maucci, [1920], p. 227. [Antología firmada por José Brissa].
25 Efraín Villacís. ‘Otro lamento de M.Á. Silva. Tres cartas se encontraron en los archivos de Gonzalo Zaldumbide’. Hoy. Quito. 2 de octubre de 2000. p. 5B; presentación que, reescrita, fue recogida con el título ‘Medardo Ángel Silva publicado en París’ en las Obras completas de Silva (2004). 26 Fecha propuesta, en base a los datos de la carta, por Efraín Villacís. 27 Francisco, Ventura y José García Calderón. 28 José García Calderón. Diario íntimo (1919). 29 Medardo Ángel Silva. El árbol del bien y del mal. Guayaquil, Imprenta ‘La Reforma’, 1918. 30 Novedades fue una revista, dirigida como indica la carta por Manuel Valeriano Pérez Flores, publicada en Guayaquil a partir de 1920. 31 El folleto en cuestión finalmente apareció: Medardo Ángel Silva. María de Jesús. Guayaquil, Editorial Mundo Moderno de J.M. Pérez Flores, 1925. pp. 15-45. (Colección de ‘Lecturas breves’). 32 Siendo prosaicos, y como en acto de justicia poética, especularíamos que la precaria situación económica de la madre del escritor habría terminado con tan sólo percibir regalías por la composición de su hijo ‘El alma en los labios’, letra que, musicalizada por Francisco Paredes Herrera, se convirtió en una de las canciones más populares de nuestro país. 33 Debe de tratarse de Ventura García Calderón. 34 Medardo Ángel Silva. ‘Poetas hispanoamericanos’. Cervantes. [s.a.]. [s.n.]. Madrid. agosto de 1919. pp. 63-64. Según
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Humberto Montero
He kissed the plump mellow yellow smellow melons of her rump, on each plump melonous hemisphere, in their mellow yellow furrow, with obscure prolonged provocative melonsmellonous osculation. James Joyce. Ulises.
Besó los gruesos melones amarillos suaves de su grupa, en cada melonesco hemisferio regordete, en su suave surco amarillo, con un prolongado, oscuro y provocativo beso melonmelonesco.
James Joyce. Ulises. (Traducción).
R
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esulta evidente que la traducción de José María Valverde prioriza lo semántico por sobre lo sintáctico, y los valores acústicos y sinestésicos propuestos por el escritor irlandés desaparecen en la versión en español. Los gruesos melones amarillos suaves…, línea rítmica de Joyce, pierde el valor fonético ow /ow / ow (mellow yellow smellow) presente en el texto original. Pierde, además, ese sentido sinestésico de las líneas que sensibilizan al lector; cuando en el texto en inglés sí es posible experimentar los sonidos de los besos (ow / ow / ow) de Leopold Bloom en cada plump melonous hemisphere; en cada nalga regordeta de Mrs. Molly Bloom.
Es una descripción formal, mas no una crítica al traductor… Ahora, en lo que atañe a nuestro tema, ¿qué tiene que ver todo esto con la estética de la Psicodelia? Mucho, en cuanto a la forma y al significado. Y más aún a la técnica creativa que despliega la obra psicodélica: la experimentación más allá de lo literal. Experimentación con fuentes narrativas, como Joyce; experimentación con la sinestesia a todo nivel estructural. Cuarenta y cinco años (1967) luego de la publicación de Ulises (1922), el escocés Donovan lanza Mellow Yellow; una canción que contiene la alegoría de lo sinestésico propia del modelo de la experimentación en el mundo de la psicodelia, y que impulsa la insinuación entre líneas: ¿Es posible fumar las fibras de una banana y experimentar alucinaciones? La Psicodelia lo propone, lo intenta, lo mitifica. Así lo hace con la estética victoriana, con la creación prerrafaelista, con la literatura beat, con los sonidos de Oriente…. Con religiones, estados de conciencia, conflictos bélicos, conflictos contraculturales…; con las plantas de poder o sustancias de alucinación; con todo ese entorno de las sensaciones expandidas que abren puertas a la percepción. Y los ejemplos abundan al respecto. No solo en la música que, sin lugar a dudas, es el producto principal de la estética de lo psicodélico. Un estilo que toma fuentes de inspiración de orígenes diversos: Jefferson Airplane: Lewis Carroll (Alicia envuelta en ácido lisérgico); The Doors: Aldoux Huxley, The doors of perception; The Rolling Stones: El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov…; sino en un amplio espectro de producción creativa; narrativa, poética, plástica, gráfica, cinematográfica… Veamos algunos ejemplos al respecto, no sin antes preparar al
lector para el viaje psicodélico. Y qué mejor si lo hacemos con el «Acid Test». El examen lisérgico por excelencia. He aquí un par de combinaciones, de las tantas posibles, de aquella prueba emblemática que la generación de los sesenta estuvo resuelta a experimentar. Opción A: Poética de Allen Ginsberg con fondo musical de Grateful Dead; la asistencia operativa de los Merry Pranksters, en un estado de gimnosofía pura (todos lluchos), y con el afable impulso de Mary Jane (Cannabis)…; y todo, al módico valor de 2 dólares por persona. Opción B: Narrativa de William S. Burroughs (solamente narrativa y sin atravesar las Interzonas del autor…, por lo menos al inicio del ritual…), los sonidos neblinosos y purpúreos de The Jimi Hendrix Experience, la asistencia exclusiva de Ken Kesey y Owsley Stanley (el proveedor), y con el impulso del LSD 25 (no el de la Sandoz, sino el ácido casero sintetizado por el proveedor…; y todo, al mismo precio módico de 2 dólares por persona… Esta es la atmósfera protocolar de la psicodelia. El mundo de los sesenta que atraviesa la coyuntura política de la Guerra Fría y del armamentismo nuclear. Y es en este escenario, derivado de los cincuenta, que surgen los paradigmas de la contraguerra, del desarme nuclear que enarbola la bandera iconográfica de Gerald Holtom, devenido como signo de la paz para la generación hippie: el icono del Flower Power, «el poder de la flor», que ahora lo reconocemos como imagen de la generación de los sesenta. A esta bandera se la iza como el símbolo de la contracultura que arremete en contra del conflicto bélico, del racismo, de la opresión sexual; contraponiendo, a la vez, el culto a la paz, a la igualdad de raza y de género, a la no violencia y sí
Sí, las sustancias psicotrópicas son inseparables de esta estética barroquizada que ha tomado de diversas fuentes literarias, artísticas, místicas, religiosas…, para establecer su gran corpus creativo. Así, la Psicodelia, como movimiento estético, conforma las bases de su creación en lo establecido por varias generaciones anteriores a su tiempo. 105
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al amor. «Hagamos el amor y no la guerra». Y la primera contienda se la enfrenta en San Francisco, en la esquina de Haight y Ashbury, en el Buena Vista Park. La música es un aliado de esta manifestación generacional, como también lo son la política, la poética y el arte del cartel; pero por sobre todo, la esencia psicotrópica que envuelve a todo; y quizás, como un intento eufemístico, signada con la fuerza de ser el espíritu de los aliados de poder: de «las plantas de poder» por excelencia.
Sí, las sustancias psicotrópicas son inseparables de esta estética barroquizada que ha tomado de diversas fuentes literarias, artísticas, místicas, religiosas…, para establecer su gran corpus creativo. Así, la Psicodelia, como movimiento estético, conforma las bases de su creación en lo establecido por varias generaciones anteriores a su tiempo. En un sentido alegórico, es posible citar las tres vías en las que era posible transitar el camino correcto para alcanzar la experiencia alucinógena: Gentle path, o «camino
suave», el del tabaco indio o el hachís; Groovy way, o «camino maravilloso…», el de la marihuana o ciertos hongos alucinógenos; High way, o «camino elevado», el del ácido o el STP (Serenity, Tranquility and Peace). Sobre esta base intracultural, que ya conlleva una solidez de forma y de técnicas, y de consumo psicotrópico en función de la experimentación, se edifica el concepto de la percepción expandida como núcleo de la alucinación estética y de la consecuente producción creativa. Es en este plano conceptual donde el término alemán Gesamtkunstwerk, «la obra de arte total», mejor define al compendio y a la diversificación de la estética psicodélica en los múltiples frentes de creación. Cito algunos ejemplos. La moda ácida de los diseñadores de The Fool. Los performances muscáricos —neologismo imprescindible— de Yayoi Kusama. Las clínicas lisérgicas de Timothy Leary. Los Liquid light shows en The Fillmore (arte psicodélico como fondo de conciertos psicodélicos). Y más: libros, álbumes, head shops (tiendas especializadas en la venta de parafernalia psicodélica…), programas televisivos (The Banana Splits), cine… «Le pido al cine lo que la mayoría de los norteamericanos piden de las drogas psicodélicas —dice Jodorowsky. (El Topo, 1970; La montaña sagrada, 1973)—. La diferencia es que cuando uno crea una película psicodélica, no necesita crear una película que muestre las visiones de una persona que ha tomado una píldora; más bien, necesita fabricar la píldora en sí». En cuanto al arte y a la gráfica, propios de esta estética, la plástica
es del tipo Op-art, al propio estilo del ácido lisérgico (LSD). Cuando uno se confronta a un cartel de Víctor Moscoso, por ejemplo, es casi imposible articular las palabras allí escritas, porque refulgen de colores encendidos, prendidos en ácido. Resulta complicado distinguir las formas dibujadas debido a los efectos geométricos de la técnica empleada en este estilo: aberraciones cromáticas, efectos muaré o cebra, composiciones tipográficas significantes, mas no significadas; fotografías de alto contraste llevadas al nivel de la posterización. Y como epítome de esta estética, a nivel sociocultural, está Woodstock (1969). El ejemplo cumbre de festival con tintes psicodélicos. La gente hipnotizada por la música, en convivencia armoniosa, disfruta de tres días memorables en un concierto con la historia, el de aquella generación del flower power cincuenta años atrás. Un hito colectivo insuperado hasta la actualidad: tres días de evento. 32 actos. 400.000 asistentes, de los pagados (18 dólares la entrada); más 100.000 colados, aproximadamente; y apenas tres muertos (uno por sobredosis de heroína, otro por ruptura de apéndice, el último arrollado por una máquina vial). A partir de estas bases pretéritas, lo consecuente para la estética psicodélica deviene en la experimentación sin límites… o, en términos más francos, la experimentación por sobre los límites de lo real. «Después de mezclarlo con el licor y el vino, en vasitos de papel, el jarabe sabía a refresco para niños, pero con la fuerza del licor de cacto que solíamos tomar en Los Rápidos: frío y suave en la garganta y ardiente y furioso cuando llegaba más abajo. Apagamos las luces de la sala de estar y nos sentamos a beber. Nos tomamos el primer
Son tantos los ejemplos significativos de los que no podemos dejar de citar Las enseñanzas de Don Juan, de las cuales surge el deseo de la conexión con las culturas ancestrales de América. Castaneda se imbuye en el mundo de los chamanes y se transforma en un brujo yaqui. El antropólogo se convierte en gurú. par de copas como si estuviéramos tragando una medicina, en graves y silenciosos sorbos, y mirándonos unos a otros para ver si alguno caía fulminado». Ken Kesey. One Flew Over the Cuckoo’s Nest. (1962).
En Alguien voló sobre el nido del cuco, Ken Kesey, en un tono autobiográfico, nos muestra ese principio de la experimentación con las sustancias psicotrópicas. Tal como el mellow yellow de Donovan que se conecta a la experimentación con las fibras del plátano…: Electrical banana / Is gonna be a sudden craze. «Banana eléctrica, esto va a ser una locura repentina», y que Warhol lo plasmará con aquella banana de fruto magenta como portada de The Velvet Underground & Nico (1967), en un estilo de sofisticación sin perder el toque psicodélico. Son tantos los ejemplos significativos de los que no podemos dejar de citar Las enseñanzas de Don Juan, de las cuales surge el deseo de la conexión con las culturas ancestrales de América. Castaneda se imbuye en el mundo de los chamanes y se transforma en un brujo yaqui. El antropólogo se convierte en gurú. «Aprende los asuntos del ‘Mescalito’ —le dice don Juan Matus a Carlos Castaneda—, es un acto de
lo más serio. Si fueras indio, tu solo deseo sería suficiente. Muy pocos indios tienen ese deseo». O el ejemplo del padre «La Onda», Enrique Marroquín, el cura de las misas Beat; pluma insigne de «La Piedra Rodante», versión mexicana de la Rolling Stone; promotor de Avándaro, el Woodstock mexicano; pastor de los jipitecas, versión del hippie latinoamericanizado. Cada uno de ellos es un modelo que nos permite adentrarnos, a través del testimonio émico —desde el interior del movimiento—, en la estética de lo psicodélico. Una estética que, anclada en el pasado, no deja de pervivir en el presente. Echemos una mirada psicodélica al mundo de la Dimetiltriptamina, el mundo ayahuasquero, si no; y quizás veremos en un vuelo psicotrópico a Marroquín, a Burroughs, a Ginsberg hechos Taitas; oficiando como taitas o en el camino de los taitas (Taita’s path…). O quizás podamos ver a un connacional alternativo hecho un Yachak Hampi Runa; un hombre sabio, curandero y, psicodélicamente, gurú y sanador.
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Wilfrido H. Corral
E
l libro que analizo es encomiable por su título y subtítulos. El siglo XX advirtió otras historias de la novela ecuatoriana, conjuntas o de autoría individual, todas pergeñadas por un patriarcado crítico. La de 1948 de Ángel F. Rojas (que estudió muy bien la tradición ecuatoriana, señalando sus límites) sigue siendo la de mayor fuerza contextual, como bien reconoce la profesora Ortega; aunque supedite su validez conceptual al considerarla crítica nacionalista [sic] (pp. 135-138), peregrinamente percibiendo así la del cosmopolita Benjamín Carrión. Han pasado décadas sin la tentativa de exhaustividad de Fuga hacia adentro. En el ínterin ningún historiador de esa novela ha podido o querido abandonar ideas recibidas o una filología autóctona que desdeña las conexiones de la representación nacional a distintas realidades mundiales. Sigue siendo igualmente perjudicial la crítica ideológica (desde Jorge Enrique Adoum, Agustín Cueva y Miguel Donoso Pareja) como redentora servil y apéndice coloniza-
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do del socialismo de este siglo. No se puede tratar las lecciones obvias de las revoluciones del siglo XX como si no se hubiera aprendido de sus resultados negativos. En principio no hay nada inherentemente negativo con una crítica ideológica constructiva (véase Lukács, Williams, el Jameson de ‘historizar siempre’, Rama, Cândido), con tal de que no sea mecanicista o parte de una agenda intransigente. Ortega emplea muy bien métodos considerados normativos por el variopinto activismo actual. Para protectores de la tradición patria será meritorio que no aproveche lecturas contemporáneas de la novelística nativa o latinoamericana, en particular la que brota de reivindicaciones con frases de moda en torno a políticas de identidad que tienden a encubrir ideas confusas y pensamiento perezoso. Su estudio se dirige a ecuatorianistas de su gremio, con formato de tesis (819 notas al pie, muchas de las cuales funcionarían mejor en el texto principal) y fidelidad ideológica y metodológica a una universidad
1 Alicia Ortega Caicedo. Fuga hacia dentro. La novela ecuatoriana en el siglo XX. Filiaciones y memoria de la crítica literaria. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Corregidor/ Quito: Universidad Andina Simón Bolívar, 2018, 487 páginas.
estatal estadounidense, con mayor rédito para redentores del ‘Otro’ preocupados por interpretaciones nativas in situ. Ese procedimiento es patente desde la Parte I, ‘Primera mitad del siglo XX: Novelas y crítica literaria. Estética del realismo, relatos de origen, personajes en fuga, los límites del diálogo intercultural’, compuesta de tres capítulos de similar extensión. Anunciar así los temas por examinar es una ventaja que a la vez crea la expectativa de que los apartados tratarán la materia advertida. La Parte II, ‘Segunda mitad del siglo XX: Prácticas intelectuales, producción novelística y ensayo crítico’, crea una codificación similar. Sus capítulos cuatro, cinco y seis (la numeración es mía) son más extensos que los de la Parte I, y los encabezamientos de ambas Partes no engendran diferencias conceptuales o temáticas. Si los prescriptores de la segunda mitad del siglo XX —agentes, amigos del gremio, correctores mal pagados, críticos estrella, diseñadores, entrevistadores, fundaciones, grupos/clubes de lectura, libreros, maquetadores, mecenas, ‘onegeros’ culturales, redes sociales, traductores, y el impulso profesoral de corregir— se enmarañan en las negociaciones de producción, Ortega supedita cómo se da la evidente transición estética a la última década, cuando desaparece la cosmovisión intelectualoide que los dos últimos capítulos glosan muy bien. Hay pocos comentarios capciosos en todo el libro, y el talante es habitualmente directo. Estas ventajas y desventajas suscitan mayores diálogos actuales —no hay que recurrir a la intertextualidad para notar el diálogo con Icaza respecto al canon nacional en Las segundas criaturas de Diego Cornejo Menacho y Memorias de Andrés Chiliquinga de Carlos Arcos Cabrera; o con Palacio y Gallegos Lara en la obra teatral En esta casa
crítica de enfermos, del novelista Jorge Velasco Mackenzie— y recalcan que la crítica no debe practicar el desaire o cultivar el halago. Este procedimiento no siempre es el caso en ambas Partes. El sexto y último capítulo, ‘La última década del siglo XX: Encuentros y desencuentros del sujeto con la historia’, describe crisis nacionales signadas por «un sentimiento de pérdida y desencanto, de orfandad y desorientación» (p. 375), aprueba el negativismo del marxista nominal Adoum, y reitera la ufanía nacionalista de Cueva y la del no menos plañidero Donoso Pareja. Esa sección está precedida por ‘Los ensayistas’ (pp. 308-332), paréntesis desconectado de las novelas. Al final del libro no queda claro qué se ha propuesto por sujeto o por novela; y la importancia de estos calificativos disminuye con reseñas temáticas e impresionistas de nueve obras de la década. Como en los capítulos anteriores, tácitamente todas esas novelas son impecables, porque sirven al objetivo crítico. El análisis de la sexualidad en Natasha Salguero y Javier Ponce revela más. Pero solo estudia a dos mujeres (versus treinta y seis hombres); efectivamente silenciando a la precursora Lupe Rumazo (a quien el patriarcado sigue sin atender o escuchar, y no solo por su revisión práctica y teórica, ¡en 1968! del ‘realismo’ estancado), o Sonia Manzano y otras. Este esfuerzo se debilita más al no cotejar la novela Acoso textual con otras nacionales o internacionales de similar temática, especialmente hoy cuando la crítica pregunta qué se hace con el arte de hombres terroríficos. Privilegiar novelas o autores menores arbitrariamente aumenta su desplome, y si los noventa fueron una fase de ‘desencanto’, extraña que en el capítulo anterior, ‘Del desencanto y la experiencia del fracaso’ (pp. 299-305), no examine a
fondo (aunque asome en la bibliografía) Teoría del desencanto (1985), novela ensayística de Raúl Pérez Torres que pone en perspectiva ‘La Onda’ mexicana y conjuntos nacionales como la Generación del (pos) desencanto (nacidos entre 1955 y 1970). No se discute que novelistas de esa ‘generación’, principalmente Leonardo Valencia y Gabriela Alemán, traspasaban fronteras en el cambio de siglo, giro importante para la historia del género. Fuga hacia dentro nunca contrapesa otros contextos de la novelística del siglo después de la que reseña, quizá porque en ella hay varios desplazamientos complejos, comenzando con los epígonos de dos polos que nunca resuelve: Pablo Palacio y el impecable Jorge Icaza —el análisis de Huasipungo (pp. 157-173) está a la altura de la novela— cuya canonicidad provee credibilidad y credenciales a los que la privilegian. Icaza y la crítica que lo exalta son venerados porque Ortega utiliza la novelística para construir una historiografía nacional, sin dedicarse a casos que no responden a esta. El listón teórico para criticar novelas es mucho más alto y este libro no lo supera o intenta subir al sostener que lo único conflictivo en ellas es lo político (pp. 333-334); de la misma manera en que a través del cuarto capítulo le interesan los in-
Según el filósofo ghanés Kwame Anthony Appiah «cosmopolitismo y patriotismo, diferentes del nacionalismo, son sentimientos más que ideologías», porque escribir o leer no tienen nación u oficio nacional. Al querer autorizarse o legitimarse con variantes de esas divisiones, Ortega se bautiza, consagra y tal vez canoniza como crítica de una escuela pretérita, y por ende este libro será laureado solo por los lectores a quienes apela.
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telectuales de los años cuarenta «en el contexto de una militancia política que encauza las búsquedas y las definiciones en el horizonte de una transformación social revolucionaria» (p. 215). El enfoque generacional es otra contrariedad para Fuga hacia dentro, por replicar la perspectiva del patriarcado, por su abundante, aunque no siempre incondicional, defensa de Cueva (pp. 20-21, 273282, et passim), y por desconectarse de debates estéticos o de poéticas individuales (entre otros asuntos, para examinar la tenue línea entre autor y narrador). Esos procedimientos se dan desde el primer capítulo, ‘Escenario intelectual ecuatoriano: Los escritores como ensayistas. Horizonte cultural en la primera mitad del siglo XX’. A sabiendas de la historia de los novelistas hispanoamericanos como críticos que comienza en el siglo XIX, vale cuestionar si por defecto
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todo novelista es un buen ensayista, y si la autora —simultáneamente demasiado de su tiempo y tan dilatada en él— entiende lo mismo por crítico y ensayista.2 ¿A qué filiaciones y memoria se refiere al explícitamente recalcar que hay un solo tipo de crítica de la novela (la memoria nacional progresista), y solo perspectivas latinoamericanas o mundiales erróneas (las filiaciones) sobre ella? Para las nacionales es revelador que no dialogue imparcialmente con críticos que, como ella, se formaron fuera del Ecuador. Afín a las filiaciones internacionales es el apego indiscutido a la que pasa por crítica progresista, que dialoga entre sí; y nunca con la que supone mundialista. Así, no existió Luis Alberto Sánchez y su reveladora Historia comparada de las literaturas americanas IV (1976), aunque él retome suposiciones erróneas emitidas anteriormente sobre Pablo Palacio y Humberto Salvador. Algo similar ocurre con Juyungo del afrodescendiente Adalberto Ortiz (pp. 103-110), en que se extraña las interpretaciones de Jonathan Tittler, cotraductor de Ortiz al inglés, o del afroamericano Marvin A. Lewis. Es revelador que, con tanta preocupación por la identidad nacional, en el tercer capítulo ‘Retóricas del mestizaje. Estéticas indigenistas y posindigenistas’ el racismo es visto como que afecta a solo una etnia, cuando es evidente que no se puede desteñir el racismo ecuatoriano. Ni la segunda sección del capítulo, ‘Otras narrativas en contrapunto con la estética indigenista…’ (pp. 194-212), ni la primera (pp. 151193) engrana con estudios naciona-
2 El volumen II de Los novelistas como críticos (1991) compilado por Norma Klahn y Wilfrido H. Corral, contextualiza cada década tratada por Ortega. Tampoco hay interlocución con Cartografía occidental de la novela (2010) del segundo, cuyo capítulo ‘Salvador y Palacio: política literaria, novela y psicoanálisis andino en los años 30’ conjuga la problemática del Palacio ‘canónico para todos’ con la del vanguardista social Salvador, en cuya teoría y práctica de la novela Ortega no profundiza, minimizando el trasfondo ideológico que pormenoriza Corral.
les como Ecuador racista. Imágenes e identidades (1999), compilado por Emma Cervone y Fredy Rivera; o La identidad nacional en Ecuador. Un acercamiento psicosocial a la construcción nacional (1998) de Martha Traverso Yépez. Paralelamente, no se entabla diálogo con Visión y revisión de la literatura ecuatoriana (2006/2011) de Rodrigo Pesántez Rodas, que con información de primera mano y concisamente valora, entre otras autoras, a Rumazo («La mayor apertura estructural, de sistemas y de codificación textual en la narrativa ecuatoriana»), además del «aporte extranjero» crítico. No sorprende entonces el énfasis exclusivista en lo nacional sin modulaciones históricas, sin discutir o tener en cuenta que lo nacional significa privilegiar un pasado acordado que proviene de historiadores y literatos, o de demagogos. Ortega se rige por visiones anglófonas de las llamadas literaturas ‘poscoloniales’, término aplicado benignamente por una concepción liberal (pero mítica) de la nacionalidad como punto de partida para la autodeterminación. Mezclar esas coordenadas muestra una inclinación ciega a una santísima trinidad anglófona: «una línea que atraviesa varias lecturas es la pregunta por los límites del diálogo intercultural, en un contexto plurinacional. Raza, clase y género son variantes que complejizan [sic] la reflexión» (p. 16). En la disyuntiva entre inteligibilidad para un público culto no especializado y la retórica sustantivamente comprometida de Fuga hacia dentro sobresale el maniqueísmo en torno a la novela nacional y la Historia, estructura argumentativa del segundo capítulo (‘Novelistas y críticos literarios en la primera mitad del siglo XX’). Según esa disposición los capítulos subsiguientes se ocuparían de la dialéctica entre las novelas y sus críticos. No siempre es así.
Tal es la subyugación a los avatares del realismo convenido y sus defensores como premisa que el de los novelistas decimonónicos parecería una comedia musical, como cuando presume en el primer capítulo que esas filiaciones se mantuvieron más o menos intactas durante la primera mitad del siglo XX (pp. 68-83), o cuando no analiza qué razones genéricas llevarían a cavilar que un cuento del también impecable Gallegos Lara «presenta características clave en la novelística que será estudiada» (p. 82), así como el modelo del intelectual gramsciano (p. 450). El hecho es que las novelas parecen menos verosímiles mientras más quieren convertirse en realistas, y obligan a preguntar frecuentemente cuánto creían sus autores en sus mensajes. Algo parecido ocurre con la crítica antiestética, que mientras más intransigente es más afirma la validez de lo que quiere negar. Por ende, la sección del segundo capítulo dedicada a ‘Los críticos’ (pp. 117134) resulta ser muy cuestionable. Aunque muy bien investigada en sus fuentes (como otras partes del libro), una cosa es lo que aseveraron los críticos escogidos y otra es la interpretación selectiva y subjetiva de ellos por la autora (aquí se apoya en Guillermo Bustos, p. 123, n.201). Es una sección repetitiva de discriminación positiva, y otra instancia en que los asesores de esta tesis podrían haber puesto más de su parte en la edición y redacción. En esa sección es patente un antihispanismo que paradójicamente se construye elogiando el valor tradicionalista de la metodología de esos críticos para —en un elemental giro ‘poscolonial’— enfatizar que el hispanismo es racista, imperialista, conservador y lo afín. El blanco, por así decirlo, es el trabajo del políglota jesuita Aurelio Espinosa Pólit. Ortega reconoce que Espinosa Pólit «no tuvo como
objeto de estudio el corpus novelístico privilegiado en la presente investigación» (p. 131), y que «La producción vanguardista, así como los inicios de la nueva literatura […], no es objeto de estudio del padre Espinosa Pólit» (p. 132). No importa, su meta es contrarrestar los criterios estéticos del crítico, lo cual se puede tener a bien. Pero surgen varios problemas. Primero, es un craso error pensar que la nueva literatura ecuatoriana (de los años veinte y comienzos de los treinta) era «propositivamente [sic] anticastiza, beligerante e irreverente» (p. 132), y nada más, sin notar las fuentes foráneas de aquella. Segundo, reprocharle a Espinosa Pólit que sugiera «‘un estudio profundo, sentido, encariñado de lo que haya en nosotros de elemento indígena, pero al mismo tiempo, un estudio no menos serio de lo que hay en nosotros de espíritu universal’» (p. 133) y, además, considerar «un acierto en términos pedagógicos es su reiterada invitación a la lectura y estudio directo de los textos» (p. 133), es recriminarse su propia práctica, más no tener en cuenta que Espinosa Pólit, como ella, tenía todo derecho a sus intereses. Dentro de aquellos derechos es contraproducente ignorar el valor positivo o negativo de la traducción de la novela ecuatoriana urbana a otras lenguas para ponerla en un contexto extranacional (piénsese en la recepción de Demetrio Aguilera Malta en las Américas del norte). Si es verdad que hay que enfocar la conversación sobre la traducción hacia países periféricos, también se debe reconocer la magra e infravalorada traducción de varias novelas ecuatorianas por lo que es: una contribución a la forma de la escritura y el mercado literario como un todo mayor, mediante la cual lo culturalmente ‘extraño’ deja de serlo. En ese sentido, ¿qué significó que Juyungo haya sido traducida al ruso
Al supeditar el esteticismo del siglo XX tardío, Ortega describe y revalida novelas que ha elegido convenientemente, desdeñando técnicas narrativas o una valoración cabal de ellas. Fuga hacia dentro habría tenido menos fallos si no hubiera cedido a los llamados del patriarcado institucional cuyo poder, ¿hay que decirlo?, casi nunca permite pensar por una misma.
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en el clave 1968, sobre todo cuando la biografía de Ortega señala que es profesora de idioma ruso y literatura? Aunque hable bien de Espinosa Pólit como traductor (p. 129, n216), la única ocasión en que se ocupa de esa práctica (de Huasipungo al inglés, p. 172, nota 300) es para enaltecer el trabajo de Icaza «con el lenguaje», sin dar ejemplos o señalar matices. La traducción ayuda a que se violente otras culturas sin el esencialismo de «escribir sobre lo que se sabe», lección que la crítica puede aprender distanciándose de jerarquías que estabilizan regímenes de control y exclusión de manera triunfalista, sin aislarse en el provincianismo que Fuga hacia adentro proyecta en exceso. A su haber, y dialogando momentánea e indirectamente con un pensamiento contrario, como reparo tardío (porque estructuralmente pertenece a secciones previas) Ortega examina el ensayo El síndrome de Falcón de Valencia (pp. 440-453), una aguda crítica de amplio espectro de la dependencia de autores y críticos ecuatorianos en las rémoras del realismo social. Si su acotación confirma la vigencia de un texto todavía seminal y sin par en el medio ecuatoriano actual, es una crítica débil al enfocarse en lo que cree que le falta en vez de lo que sí contribuye Valencia. Cuesta entender la aplicación de criterios ideológicos anticuados, mantenidos por patriarcados progresistas ecuatorianos y estadounidenses. Ya han pasado cinco décadas desde que Mario Vargas Llosa puso en perspectiva las dicotomías nacionalistas de «novela primitiva y novela de creación». Según el filósofo ghanés Kwame Anthony Appiah «cosmopolitismo y patriotismo, diferentes del nacionalismo, son sentimientos más que ideologías», porque escribir o leer no tienen nación u oficio nacional. Al querer autorizarse o legitimarse con variantes de esas
divisiones, Ortega se bautiza, consagra y tal vez canoniza como crítica de una escuela pretérita, y por ende este libro será laureado solo por los lectores a quienes apela. Consecuentemente la autora parece querer o poder hablar de una sola tradición, sin reconocer otras, como si todas existieran en un vacío o no cambiaran. Arguye indirectamente porque para criticar a Valencia, por ejemplo, se basa o escuda repetidamente en una lectura de Alejandro Moreano, defensor de Cueva. Ambos apologistas no se sustentan en lecturas a fondo y, si discuten la falta de nación en la narrativa, sus criterios de análisis se habrían enriquecido al prestar una mínima atención a otros ensayos del libro de Valencia en que él contextualiza otros argumentos con autores ecuatorianos: ‘Hay un escritor escondido en la acuarela’, ‘Elogio y paradoja de la frontera’, ‘Nunca me fui con tu nombre por la tierra’; e incluso los cinco ensayos en que habla de sí mismo en la sección ‘Sobre la escritura’ de El síndrome de Falcón, particularmente ‘Fragmentos para un adiós a la novela’. En última instancia, Ortega solo acepta un tipo de crítica, y concluye la sección ‘Los críticos’ aprobando rechazar «una perspectiva eurocéntrica y cierto didacticismo, vocación de una filiación hispanista: pretensión [sic] de universalidad e idealismo, al margen [sic] de los contextos de la historia y la sociedad; preocupación por la nación…» (p. 134) de ellos, como si la utópica crítica progresista no tuviera puntos ciegos, o como si los tardíos Edward Said y Terry Eagleton no fueran eurocéntricos o humanistas como Espinosa Pólit. En Viceversa. La literatura latinoamericana como espejo (2017) Constantino Bértolo (analizando a un crítico progresista consecuente con sus ideas, José Carlos Mariátegui) sostiene que hay tres tipos de
crítico literario: impresionistas, literatos y tribunos (el de Mariátegui). Ortega titubea entre el segundo y tercer tipos, optando por el primero, que según Bértolo parece juzgar las obras «desde la mera escala de su gusto […] sin interrogarse sobre las raíces de su gusto». La autora no advierte que es contraproducente concentrarse en rupturas y negaciones de solo un tipo, sin percibir lo loable de una novelística que tiene suficientes inconvenientes al tratar de ubicarse en el canon latinoamericano o mundial, a pesar de que su evolución patentiza que no es emergente. Así ella deja la impresión de que hay poco de comprobable valor en la novelística ecuatoriana del siglo pasado, y que sus críticos han hecho poco o nada para poner esa recepción en perspectiva. Al supeditar el esteticismo del siglo XX tardío, Ortega describe y revalida novelas que ha elegido convenientemente, desdeñando técnicas narrativas o una valoración cabal de ellas. Fuga hacia dentro habría tenido menos fallos si no hubiera cedido a los llamados del patriarcado institucional cuyo poder, ¿hay que decirlo?, casi nunca permite pensar por una misma. Pero estos son otros tiempos, y por eso cuesta entender el convencionalismo de este libro, y piénsese en la siguiente crítica patriarcal. En un conocido ensayo no referido por la autora, ‘Las clases sociales en las letras contemporáneas de Ecuador’ (1969), Adoum sostiene ideas que ampliaría y reciclaría posteriormente, entre ellas que «El gran ciclo de la novela ecuatoriana termina [sic] en 1949», y que «no se ven […] nuevos escritores que pudiéramos pensar van a ser los continuadores». Esa situación creó para él una ‘crisis del realismo’. Se desprende que es igualmente conveniente para Ortega no citar la conclusión de su colega: «Y en esto viene la parte de la crítica. Este
apego al realismo, esta política que significa la actitud de los críticos de izquierda con este conformismo estético […] y luego la culpabilidad de los autores. Desde luego, es mucho más fácil continuar un camino, por agotado que esté, antes de buscar y abrir otro nuevo». Puede ser que se necesite un autoexamen nacional crítico, pero debe rehusar introspecciones que deformen moralmente a la nación. Si nuestras circunstancias históricas nos pueden cegar a ciertas áreas del arte y la cultura también pueden ayudarnos a notar lo que está escondido para intérpretes de trasfondos diferentes. Al hablar de ‘Los críticos y la crítica’ en Reading and Criticism (1950) el canónico crítico marxista Raymond Williams asevera «Es en la imposición de estándares de valoración ocultos donde la crítica provoca más daño» (énfasis mío). Williams pide que la crítica examine honestamente la base de su sensibilidad, que es como decir que por más enterado que se sea uno no puede superar sus prejuicios. Ortega tenía que admitir que en la novela del siglo XX hay numerosas formas estéticas, y que su posición de sujeto impide conocimientos que son menos difíciles para otros. Cerrarse ante la crítica con que no se conjuga conduce a una acumulación sustancial de crítica sin sustancia. Fuga hacia dentro, título preciso (explicado a posteriori como el lugar de la interpretación, p. 447) para aislarse de nuevas interpretaciones foráneas, reemplaza una posible crítica original y convincente con un pensamiento prefabricado y esquemático de la historia de la novela nacional, forzando sucesos en una plantilla que no presta atención a la variación natural o al individualismo. Para celebrar objetivamente la novela ecuatoriana que vendrá y no arruinar debates necesarios urge un nuevo léxico y pensamiento crítico.
Wilfrido H. Corral (Guayaquil) Recibió su doctorado de Columbia University. Ha enseñado en las universidades de Massachusetts-Amherst, ha sido profesor titular en Stanford y visitante en varias universidades de las Américas y España. En 2014 impartió la Cátedra Abierta Roberto Bolaño en la Universidad Diego Portales de Chile. Investigador Distinguido Fulbright en la Argentina y el Ecuador, entre sus libros recientes constan: Discípulos y maestros 2.0: Novela hispanoamericana hoy (2019), Condición crítica. Conversaciones con Marcelo Báez Meza/Crítica revisada (2015); El error del acierto (contra ciertos dogmas latinoamericanistas) (2006, 2013), The Contemporary Spanish-American Novel: Bolaño and After (2013, editor) Mario Vargas Llosa. La batalla en las ideas (2012), Bolaño traducido: Nueva literatura mundial (2011), y Cartografía occidental de la novela hispanoamericana (2010), Theory’s Empire (2005, con Daphne Patai). Autor de unos 300 artículos, notas críticas y reseñas publicadas en principales revistas europeas y de las Américas, en 2016 fue Jurado del Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, año en que dirigió un curso en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo sobre los ‘Veinte Años de McOndo y el Crack’.
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Antonio Sacoto Ph.D.
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lata y bronce no es solamente una mención rápida, ‘de paso’, por tratarse de la primera novela indigenista ecuatoriana, sino que es una obra literaria de grandes méritos por plasmar poéticamente el asunto: la situación abyecta del indígena, peón de las gigantescas haciendas de Otavalo, el abuso ciego e ignorante de los patrones, personajes que se levantan con toda su problemática y una estructura clara. Cómo atrapa la novela en las primeras páginas por el lenguaje y estilo: brevedad y precisión con figuras literarias que lucen y trascienden belleza al igual que el nivel narrativo: el absoluto omnímodo testigo presente y de cerca que refiere la historia y despliega el asunto enhebrado en premoniciones y símbolos, pero al mismo tiempo en un nivel real; igualmente es muy claro el punto de vista del autor y de qué lado pesan su visión, hechos y personajes.
Plata y bronce se coloca equidistante entre otra novela, Égloga trágica (1916), de Gonzalo Zaldumbide, con parecido asunto, personajes de las mismas raíces y la gran masa de peones indígenas abusados y explotados, y Huasipungo (1934), de Jorge Icaza, con personajes de la misma levadura pero brutalmente descritos con una realidad impactante, con una furia de siglos que golpea al lector. Si la primera fue escrita en las postrimerías del modernismo, la segunda fue en el realismo con vestigios del romanticismo y modernismo, la tercera fue en el crudo realismo social con matices del naturalismo francés a lo Balzac y Zola. El argumento de Plata y bronce es simple: un señorito de la capital, Raúl Covadonga, viene a la hacienda Rosales en Otavalo con el propósito de reposar su alma... del bullicioso mundo capitalino de Quito. En Égloga trágica, igualmente, el
análisis señorito patrón de la hacienda, Segismundo, llega a reposar su espíritu en su hacienda, luego de seis años disipados en París. Los dos violan a las indiecitas de servicio: Manuela y Mariucha, respectivamente. En Huasipungo, los patrones vienen a la hacienda a camuflar un problema de honor: Lolita, la joven hija del hacendado, está encinta y esto hay que esconderlo por todos los medios posibles de la gazmoña sociedad capitalina. Hasta aquí el parecido de las tres novelas, porque Plata y bronce se hará camino por sí sola, con un estilo propio muy diferente de la anterior, Égloga trágica, y de la posterior Huasipungo, con giros autóctonos del habla indígena otavaleña y altamente poético en las descripciones y narraciones del autor, «es una auténtica narración indigenista» (33)1. Raúl, el apuesto joven dueño de la hacienda, sin miramientos ni resquemores, desea poseer a la bella joven indiecita Manuela, que se encuentra de servicio en la hacienda, nada detendrá su obsesión y abusará de ella brutalmente. La afrenta tendrá su castigo: el padre de Manuela y otros conjurados tomarán venganza, en una escena cruda y de violencia decapitarán a Raúl y lo botarán al río. Manuela, que le ha tomado cariño a Raúl, lo busca y en esa búsqueda muere ahogada en el río. «El agua penetró a su boca en los estertores de la asfixia… en la sombra de la gruta, unido el rostro al del amo, la india insensible, la bestezuela incomprensiva se quedó muerta. Besándole para siempre…» (278). En la trama aparecen algunos prototipos de la novela indigenista: el cura que pesa en la suerte del indígena, la profesora que es el blanco de los avances de los hacendados y que se conduele del abuso perpetra-
En la trama aparecen algunos prototipos de la novela indigenista: el cura que pesa en la suerte del indígena, la profesora que es el blanco de los avances de los hacendados y que se conduele del abuso perpetrado en los peones, el teniente político ávido de obedecer al latifundista y por supuesto éste con las guisas omnipotentes que la tradición, autoridad y religión, ha puesto a su alcance.
do en los peones, el teniente político ávido de obedecer al latifundista y por supuesto éste con las guisas omnipotentes que la tradición, autoridad y religión, ha puesto a su alcance. Raúl es un personaje afín a Pedro Páramo, quizá en el fondo de los dos palpita un niño tierno y solitario, que llega a enamorarse de Manuela (como Pedro Páramo de Susana) aunque esto le cauce ascuas: «cómo va a reírse Hugo cuando le cuente este deslayado amor… necesito decir a alguien que amo a Manuela…» (95). Raúl dará rienda suelta en su abuso sexual a las mujeres de servicio (igual que Pedro Páramo): «¿Por qué será que blanco no contenta? Amo Raúl ya llevó a la hacienda a la Rosa, hija del Tomás, a la Carmen, a la María y a otras, ahora quiere a mi hija» (106). El estupro de Manuela es cínico y cobarde, sin amor, está tambaleándose de borracho, lo que
1 Plata y bronce (Quito: Antares 2013). Se indicará la página correspondiente a esta edición.
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El estilo puro y primigenio como sus personajes, reluce como luz de mediodía. El mensaje indigenista es claro: rebeldía contra los atropellos y no más prédicas de humildad; ¿qué hemos ganado en 500 años de humildad? Despertar al hombre dormido a reclamar lo que por ley natural y divina es suyo: su honor.
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desde luego no justifica su comportamiento, que obedece a un largo y prolongado acecho sexual. De esta relación florece el afecto, quizá amor, de Manuela a Raúl, que como los personajes románticos Cumandá y Atala, se dejará arrastrar por las aguas del río en búsqueda del cuerpo inerte de Raúl y allí morirá. Por lo demás, Raúl tiene ya todas las características del patrón abusador y explotador. Hugo, su primo, que no tiene espesor, sirve para dar los contornos de Raúl a través del diálogo, dado el hecho que no se utilizan técnicas narrativas como el monólogo interior para socavar niveles subconscientes del ser. Además, sus observaciones son relevantes sobre el ambiente, usos y costumbres, ayudando a relievar la figura de la joven profesora Celina. El autor, gran captor de cuadros, nos dará algunos de ellos: «El nervudo corpachón de Gregorio (padre de Manuela) se crispa de impaciencia. Se muerde los labios, su mirada vacilante se fija con amor
en la escopeta que pende de uno de los muros de barro sin revocar de la choza» (106). «El niño Raúl, odiado y temido, asume proporciones enormes, encarna toda la histórica maldad de los conquistadores y los frailes que maniataron a los indios y los arrojaron así a las lontananzas deslumbrantes del porvenir» (108). El cuerpo narrativo carece de los elementos técnicos innovadores, pero, con las herramientas a disposición de la época, sorprende la belleza de estilo al deslizarse la pluma captando paisajes, ejemplo de esto es, como habíamos indicado ya, la apertura de la novela: Los rayos del sol recién nacido triscaban en las violentas laderas de las colinas. De la tierra parda se desprendían barandas de aliento tónico de bienestar. Las montañas enormes de cabezas albas y cuerpos violeta, aún no se libraban por completo de los tules vaporosos del amanecer que les formaban túnicas traslucientes… mañana plácida de tranquilo encanto… bueyes perezosos mugían mansamente… morenas flores de tristezas se mustiaban presintiendo el huracán de lascivia que azotaría a la una inevitablemente (73).
El estilo puro y primigenio como sus personajes, reluce como luz de mediodía. El mensaje indigenista es claro: rebeldía contra los atropellos y no más prédicas de humildad; ¿qué hemos ganado en 500 años de humildad? Despertar al hombre dormido a reclamar lo que por ley natural y divina es suyo: su honor. Pese a los escasos recursos técnicos de su época, el autor puso en juego, con invaluable maestría, las voces y niveles narrativos. Por ejemplo, en la página 108 y subsiguientes, en una reunión (conversación) se entreteje el punto de vista y narración de un testigo presente.
«La conversación estaba sesgada por encalidecidas ráfagas de odio racial. Abochorna el recinto, un ambiente de rencor pesado y maligno. Todas las iras acumuladas de la raza oprimida se han dado cita allí para imprecar reunidas, en masa temblante de dolor, contra la rapacidad de los opresores» (108). En la cita, como ya se dijo, se entreteje el punto de vista y narración de un testigo presente, luego del autor y vuelve al testigo para nuevamente ceder la palabra al autor. Pero en seguida hay otra voz narrativa que comenta: «el niño Raúl, odiado y temido, asume proporciones enormes, encarna toda la histórica maldad de los conquistadores y frailes que maniataron a los indios y los arrojaron así a lontananzas deslumbrantes del porvenir». Luego viene la voz del autor, muy clara, denunciando la situación de paria del indígena, a través de la historia en toda la página 109. Otro matiz técnico desplegado con gran habilidad es el punto de vista. Los del autor son claros en las citas que preceden, pero aquí queremos dar algunos puntos de vista sobre el tema y personaje, como los denuestos de la edad media, de Raúl y de Celina. Raúl, en la fiesta que va a ofrecer a la gente de la hacienda, dice: «alguna vez deben divertirse estas pobres bestias fatigadas» (125). Y luego hablando para sus adentros dice: «todo hombre, el macho lúbrico y maligno cree su deber humillar esas virtudes y el hacendado, el visitante del poblacho, emprende esas conquistas… infelices muchachas rodeadas por la tierra prepotente en innúmera germinación, terminan por imitarla y buscan afanosas en el amor falso un alivio para su ínfima condición»… Luego, líneas después, subraya: «nosotros estamos obligados a gozar». Los de Celina, por el contrario, increpan, reprueban la actitud de estos jóvenes de la hacienda;
«La conversación estaba sesgada por encalidecidas ráfagas de odio racial. Abochorna el recinto, un ambiente de rencor pesado y maligno. Todas las iras acumuladas de la raza oprimida se han dado cita allí para imprecar reunidas, en masa temblante de dolor, contra la rapacidad de los opresores».
todas estas actitudes y palabras le hieren y disgustan; dice a través del narrador-testigo: «soñadora y virtuosa de verdad se había acostumbrado a odiar al hombre, que desde el primer momento delata en el ademán turbio y la sonrisa ligeramente lasciva sus sensuales intenciones» (136). Los hombres mienten tanto porque la mujer es indefensa en la lucha por la vida y sucumben siempre, termina lapidariamente Celina. Con lo expuesto es claro el valor narrativo de Plata y bronce, tanto por los componentes técnicos y el estilo, cuanto por el significado histórico en el escenario de la novela indigenista.
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José María Sanz Acera
filosofía Para acompañarme en ello, imaginario lector, va a tener usted también que hacer un esfuerzo: si es usted un ser «estructuralmente anacrónico» como yo —la expresión va entrecomillada porque es de Amin Maalouf—, vaya a los anaqueles de su biblioteca; si, en cambio, tiene buenas relaciones con el siglo XXI, sumérjase en el traicionero piélago de Google... pero busque, encuentre y lea los dos pasajes clásicos que acabo de citar (luego voy a citar otros que también ha de buscar). Una vez efectuadas con atención dichas lecturas, puede pasar al párrafo siguiente.
Tucídides y Jenofonte, intérpretes de la actualidad ateniense
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n cuanto sigue pretendo aproximarme de modo muy general: (1) al juego político de las poleis griegas y en particular al comportamiento prepotente de Atenas para con sus socios/súbditos, según la visión desapegada y crítica de Tucídides (Historia de la Guerra del Peloponeso III: 37-38; 42-43); y, (2) a la figura del demagogo populista vista por la lente proaristocrática de Jenofonte (Recuerdos de Sócrates III: 6, 1-18).
sos a sabiendas, a lo que se suman la distancia de los hechos narrados y el olvido selectivo de los mismos. Ceñido siempre rigurosamente a su materia —estamos lejos de la amplitud oceánica de aquel bondadoso y genial narrador de historias atrayentes que fue Heródoto—, Tucídides es siempre impersonal, serísimo e implacable. La dificultad de su lenguaje —entenderle es siempre, siempre, siempre complicado— responde sencillamente a que es su mente la complicada, la que acumula matices y datos contradictorios sobre los que reflexiona; su griego difícil es expresión de aquella mente poderosa... y algo antipática, con esa antipatía que suelen suscitarnos esos aburridos sabihondos tipo Kant (Bowra 1977: 107-117; Cantarella 1971: 416-433; Pavanetto 1996: 145153). Quintiliano dijo de él que era «densus et brevis et semper instans sibi» (Instit. Or. X: 1, 73).
1. Tucídides el desapasionado
2. Jenofonte el gentleman
Tucídides (ca. 460-400 a.C.) fue partícipe de los asuntos del Estado, hasta el extremo —típico de la política ateniense— de ser desterrado (quizá se trató de un autodestierro) por veinte años (Hist. V, 26), período durante el cual compuso su Historia de la Guerra del Peloponeso, conflicto (431-404 a.C.) sobre el que pudo meditar de un modo global, pues sobrevivió a su final. Su obra no está terminada, y algunos libros muestran que les faltó la última mano; pero nos dan una visión de los acontecimientos exenta de todo elemento mítico y, sobre todo, apoyada todo lo posible en la verdad: el espíritu desapasionado de Tucídides tiene claro que los testigos presenciales y los documentos públicos tuercen los suce-
Jenofonte (ca. 430-354 a.C.) es un escritor y un ser humano profundamente distinto. Si a Tucídides lo he comparado con aquellos sabiotes decimonónicos alemanes de levitón, aburridos e infalibles —los descritos por Julio Camba en su Alemania. Impresiones de un español, de 1916—, a Jenofonte tendríamos que compararlo con un afable, ocurrente, siempre impecable y caballeroso gentleman inglés, con uno de aquellos OxBridgeMen de carácter práctico y pluma ágil que no se detienen en las complicaciones filosóficas. Tucídides es hombre de un solo libro, pero escrito a fondo, como en bronce; Jenofonte, en cambio, escribió mucho, pero siempre en paperback: leerle es siempre un gus-
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1996: 165-175). Cicerón, con su pericia literaria acostumbrada, lo describió de esta manera: «Leniore quodam sono est usus, et qui illum impetum oratoris non habeat, vehemens fortasse minus, sed aliquanto tamen est, ut mihi videtur, dulcior» (De oratore II: 14, 58), palabras en que resuena el plurisecular —y verdadero sólo a medias— epíteto tradicional de Jenofonte, la dulzura sin grandes pretensiones de la «abeja ática».
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to, porque te entretiene sin hacerte pensar mucho. Su marca es la elegancia: la mayéutica de Sócrates, por ejemplo, es menos hábil y profunda en nuestro texto de los Memorabilia que en cualquier página de Platón, pero nos lleva como de la mano, en una lectura rápida y cursiva: dice lo que tiene que decir, y su pensamiento —me refiero al pensamiento aristocrático de Jenofonte— es transparente. Otro ejemplo: nunca en la Anábasis figurará él como un demiurgo que domina toda situación, como hace César en sus Comentarios: ser omnipotente no sería distinguido. Fue ateniense de raza, pero de gustos políticos digamos espartanos... o más bien ultraaristocráticos —no olvidemos que siempre a un gentleman le vendrá bien tener alguna rareza—. El más genuino Jenofonte, a mi entender, es ese propietario rural deportista —diríamos un miembro de la gentry que Jane Austen describe en sus novelas— que nos lleva de la mano por su finca en el Económico; pero quiso también, siempre con humildad y sin ningún afán de superar a su modelo, continuar el opus magnum de Tucídides en sus Helénicas (Bowra 1977: 117-119; Cantarella 1971: 447-452; Pavanetto
Dos pasajes esenciales, dos defectos clave de la democracia 1. El Debate de Mitilene: lo que importa son «mis intereses» Nuestro primer pasaje pertenece al libro tercero de la Historia de Tucídides, y está constituido por un discurso de Cleón tras las sucesivas decisiones sobre qué hacer tras la revuelta capitaneada por Mitilene (Hist. III: 37-38) al que sigue el discurso de réplica de Diodoto (Hist. III: 42-43): estamos, pues, en el conocido marco del sistema democrático ateniense, una democracia directa pero dominada por la habilidad de los oradores. Los discursos, por otra parte, son el modo que tienen los historiadores grecolatinos (precisamente a partir de Tucídides, que es quien le da al sistema carta de naturaleza) para expresar las ideas de los protagonistas de los eventos que van siendo narrados. El mismo Tucídides se refiere así a los discursos que jalonan su obra: «En cuanto a los discursos que cada uno pronunció al prepararse para la guerra o du-
rante la misma, era difícil mantener en la memoria su contenido exacto, tanto de los oídos por mí mismo como mucho menos de los que variadamente se me refirieron, pero yo he transcrito lo que me parecía que cada uno dijo de más imprescindible respecto a la situación real ajustándome lo más cerca posible al concepto general de lo efectivamente dicho» (Hist. I: 22; Espinosa 1994: 61). Tenemos, pues, ante los ojos, el pensamiento de Cleón, el gran demagogo, y enfrente el pensamiento de Diodoto, que representa una visión más calmada y contraria al populismo craso. Los hechos que motivaron ambos discursos son los siguientes, escuetamente: estamos en el año 427 a.C. y Cleón propone a los atenienses el exterminio de toda la población masculina de Mitilene, que se ha puesto a la cabeza de una revuelta; su propuesta es aceptada, pero pronto es canjeada por un castigo ejemplar contra las élites de la ciudad lesbia (Orwin 1984: 485-486). Como hemos dicho, de lo que se trata en ambos discursos es de mostrar dos tipos de caracteres y dos actitudes ante la guerra, y Cleón es el belicista a ultranza, que para ello excita los sentimientos populistas de la plebe en que se apoya: de hecho, la firma de la Paz de Nicias (421 a.C.) solamente será posible tras la muerte en la Batalla de Anfípolis de los dos respectivos ‘halcones’, el espartano Brásidas y el ateniense Cleón. Es muy difícil que Tucídides salga de su imparcialidad narrativa y aventure un juicio o una opinión personal; pero llega a hacerlo con Cleón —por su condición de partidario de la represión de los aliados de Atenas y de continuar la guerra sin cuartel—, a quien califica como «el más violento de los ciudadanos y, con mucho, el más persuasivo para el populacho ateniense» (Hist.
III: 36; Bowra 1977: 112-113). Es un ataque directo contra sus métodos populistas (Gil 1989: 42). Esta misma aversión del mundo aristocrático ateniense de más rancio abolengo por el demagogo Cleón está presente en Aristófanes, quien en Los caballeros, representada en el 424 a.C., nos presenta al «paflagonio vendedor de cueros» (Cleón) hecho dueño del ánimo del pobre viejo Demos (el pueblo) y al fin derrocado y reemplazado por el choricero Agorácrito, aún más sensible, si eso es posible, que Cleón al populismo y las adulaciones (Bowra 1977: 123; Cantarella 1971: 332-334). Evidentemente, tanto por talante como por el diferente género literario empleado, el chocarrero pero muy conservador Aristófanes se encuentra a años luz de Tucídides el desapasionado... Ahora bien, ¿qué propone como menú a las masas Cleón, para mantenerse en el poder? Lo que he denominado «mis intereses»: no se trata de mantener una relación justa con mis aliados, sino de imponerme a ellos tratándolos como súbditos, de acuerdo a lo que a mí me beneficia. Cleón lo expresa con toda claridad: «Debido a la ausencia de miedos e intrigas entre vosotros en vuestras relacionas cotidianas, procedéis de la misma manera respecto a vuestros aliados, y, cuando os equivocáis persuadidos por sus razonamientos o cedéis a la compasión, no pensáis que tales debilidades constituyen un peligro para vosotros y no os granjean la gratitud de vuestros aliados; y ello porque no consideráis que vuestro Imperio es una tiranía, y que se ejerce sobre pueblos que intrigan y que se someten a disgusto; estos pueblos no os obedecen por los favores que podéis hacerles con perjuicio propio, sino por la superioridad que alcanzáis gracias a vuestra fuerza más que a su benevolencia» (Hist. III:
37). En fin, se puede decir más alto pero no más claro: «¿Es que no tenéis idea, atenienses, de cómo funciona el Imperio marítimo ateniense, de en qué se basa nuestro poder? ¡En la pura y simple imposición de acuerdo con nuestros intereses!», parece decirles a sus conciudadanos (Orwin 1984: 487); y termina su discurso remachando dicha idea utilitaria con la mayor desfachatez: «Buscáis, por así decirlo, un mundo distinto de aquel en que vivimos, sin tener una idea cabal de la realidad presente; en una palabra, estáis subyugados por el placer del oído y os parecéis a espectadores sentados delante de sofistas más que a ciudadanos que deliberan sobre los intereses de su ciudad» (Hist. III: 38). Estas líneas son interesantes también porque reconocen sin ambages el poder de la habilidad del orador en la democracia ateniense: para Cleón, sus conciudadanos son gentes a las que puede convencer cualquier ‘sofista’, condición que él mismo ha explotado para asentarse en el poder. Esta política de ‘mis intereses’, de la pura utilidad inmediata del Estado aunque sea a costa de los intereses de mis asociados, aparece más veces en las páginas de Tucídides el desapasionado, por ejemplo en el archifamoso Diálogo de Melos (Hist. V: 85-113): los atenienses quieren tener sujetos a los melios y vienen para arreglarlo, como dirían los periódicos de la nación poderosa, «de modo racional y pacífico»... Pero, ¿qué clase de valor y alcance pueden tener ese tipo de negociaciones ‘racionales y pacíficas’ entre un país totalitario y arrogante como Atenas frente a otro más débil? La respuesta a esta pregunta se ha ido repitiendo todo a lo largo de la historia humana, pero nunca se formuló de modo más descarnado que en estas páginas, escritas hace 2.500 años, del libro quinto de Tucídides (Espinosa 1994: 61; Orwin 1984: 485).
Hemos calificado al populismo y al interés particular de «los dos tumores de la democracia ateniense», pero me atrevo a afirmar que ambos son también los máximos tumores de nuestro mundo postindustrial, postmoderno, post-Fukuyama, post... Nunca nos olvidemos, a pesar de los flamantes smartphones de nuestros bolsillos, de que no dejamos de ser meros «enanos a hombros de gigantes», como sentenció con agudeza Bernardo de Chartres ya en el siglo XII. 121
La clave de la política exterior, al menos hasta que una humanidad unida pueda cambiarlo, son «mis intereses»: los de mi país, nación, grupo, tribu, lengua, clase social, raza... o lo que yo quiera enarbolar como estandarte frente al diferente/al ‘inferior’. Desazona igualmente, tras miles de años de historia escrita, leer la respuesta de Diodoto a Cleón, que viene a consistir en las razones mil veces repetidas, y casi siempre inútiles, de la consabida oposición al populismo (Orwin 1984: 494); este siempre andará necesitado de ‘traidores’, de ‘vendepatrias’, de ‘untermenschen’, de ‘maquetos’, de ‘charnegos’, de ‘botiflers’... Basta un fragmento: «No censuro a quienes han propuesto de nuevo el debate sobre la cuestión de los mitilenios, ni apruebo a los que se quejan de que se delibere repetidamente sobre asuntos de la máxima importancia; pero pienso que dos son las cosas más contrarias a una sabia decisión: la precipitación y la cólera; de ellas, una suele ir en compañía de la insensatez, y la otra de la falta de educación y la cortedad de entendimiento» (Hist. III: 42).
«No censuro a quienes han propuesto de nuevo el debate sobre la cuestión de los mitilenios, ni apruebo a los que se quejan de que se delibere repetidamente sobre asuntos de la máxima importancia; pero pienso que dos son las cosas más contrarias a una sabia decisión: la precipitación y la cólera; de ellas, una suele ir en compañía de la insensatez, y la otra de la falta de educación y la cortedad de entendimiento». 122
2. Memorabilia: Sócrates desnuda al populismo ¿Cómo debió de ser Cleón? Como este Glaucón cuya soberbia e impreparación desarma el Sócrates puesto en escena por Jenofonte. Glaucón quiere el poder, pero es un inútil que no se ha preparado para ello: «Si deseas conseguir gloria y admiración en la ciudad, esfuérzate en conseguir saber lo mejor posible aquello en lo que estés dispuesto a trabajar» (Mem., III: 6, 18), termina por decirle Sócrates. Esta frase lapidaria conclusiva refleja, evidentemente, más que el pensamiento de un Sócrates puramente urbano que no hace más que desgastar las losas del ágora parloteando, las convicciones del aristócrata y amo rural Jenofonte: es deber de los áristoi, de la clase dirigente, «estar dispuesto a trabajar», es su deber servir y atender activamente a las personas que dependen de dicha clase: a mis siervos en la finca rural, a las clases inferiores —empezando por los ciudadanos más pobres y más ignorantes que «nosotros»— en el Estado. Son convicciones que se han repetido innumerables veces a lo largo de la historia, hasta el final del Antiguo Régimen e incluso más allá: pensemos únicamente, entre nosotros, en el patriarcalismo idealizado del José María de Pereda de Peñas arriba y de casi todas sus otras novelas, o en la pomposa y soberbia lady Catherine de Bourgh de Orgullo y prejuicio: Jane Austen, con su finísima psicología, no se olvida de recordarnos que «aquella gran señora era una activa magistrada en su propia parroquia [...], y siempre que alguno de los aldeanos estaba por armar gresca o se sentía descontento o desvalido, lady Catherine se personaba en el lugar requerido para zanjar las diferencias y reprenderlos, restableciendo
la armonía o procurando la abundancia» (Austen 2007: 252-253). Con esto queda definida, por contraste, la enorme capacidad de manipulación que tenía un buen orador sobre los pareceres del ciudadano ateniense, expresados en el voto directo sobre cualquier cuestión (Gil 1989: 42); no es necesario añadir que la verdad no está invitada a los discursos públicos y que el bien común queda supeditado de ordinario a los intereses personales del que habla: que Sócrates, en nuestro texto, lo critique, es una crítica de Jenofonte a un Estado dirigido, según él, por demagogos: «¿Es que no te has dado cuenta, Glaucón, de lo resbaladizo que es hablar y decir lo que no se sabe?» (Mem., III: 6, 16; Sancho 2005: 180). Vox clamantis in deserto.
Digamos, para terminar, que el Sócrates de Platón aborda también el grave problema del populismo en el sistema político ateniense, pero lo hace con mucha mayor altura filosófica que Jenofonte, de acuerdo con las diferentes personalidades de ambos escritores. Así, el Gorgias, apellidado por la tradición De la retórica, es una crítica profunda de la política pragmática e inmoral como tumor de la verdadera democracia (García 1988: 20). Sócrates, en sus coloquios sucesivos con Gorgias, Polo y Calicles, se ocupa exhaustivamente de lo justo y lo injusto como objetivos de la actuación en política, exponiendo, contra el pensar general, la opinión ética de que solamente el justo puede ser feliz: «¡No es cierto —por mucho que no podamos dejar de verlo en Atenas,
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Sócrates
dominada por demagogos y sofistas como Gorgias— que la ambición individual deba saciarse en el poder sin ninguna preocupación por lo que pueda ser justo o injusto!», parece decirnos (García 1988: 27-28).
¿Qué nos enseñan estos clásicos?
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Hemos calificado al populismo y al interés particular de «los dos tumores de la democracia ateniense», pero me atrevo a afirmar que ambos son también los máximos tumores de nuestro mundo postindustrial, postmoderno, post-Fuku-
yama, post... Nunca nos olvidemos, a pesar de los flamantes smartphones de nuestros bolsillos, de que no dejamos de ser meros «enanos a hombros de gigantes», como sentenció con agudeza Bernardo de Chartres ya en el siglo XII (Vian 2005: 204). Lo esencial de las páginas que anteceden ha sido recordar, de modo muy somero, que los pensadores coetáneos de aquellos dos tumores —mentes tan diferentes entre sí como las de Tucídides y Jenofonte, más Platón— fueron perfectamente conscientes de ambos grandes lastres; y ello, por contraste, nos recuerda a nosotros, la humanidad post, que si no nos damos o no queremos darnos cuenta de que tenemos sobre nosotros a las mismas dos grandes Parcas, es por un defecto quizá común a toda la humanidad desde Adán, pero con toda seguridad exacerbado en nuestras últimas décadas, la «época de las pantallas»: la guerra declarada por el poder populista a toda opinión formada, libre, independiente. Un pueblo ligado pasivamente a una pantalla siempre será más fácil de dominar que un pueblo activo que, por decir algo, escoge qué libros quiere leer. ¿Por qué, si no, por ejemplo, desde hace cuarenta años en mi lejana pero siempre recordada Hija de Yago los partidos políticos son capaces siempre de ponerse de acuerdo para cualquier sinsorgada económica, pero nunca han logrado ponerse de acuerdo para un sistema educativo firme, común, respetuoso de las diferencias, abierto al uso y al cultivo de todas las lenguas maternas de la gente, centrado en la formación en valores en lugar de en enseñar puras técnicas? Es inútil, por evidente, responder. Del interés particular hay poco que decir: todos seguimos siendo ese bebé cuya primera palabra es siempre «¡mío!», de suyo incapaz de compartir con su amiguito que
no trae nada ninguno de sus diez juguetes: ¡todos son «míos»!; pero, en cuanto a este segundo tumor, me resulta sugerente la comparación siguiente: los bellos discursos públicos de la polis —escritos muchas veces a cambio de un pago por discípulos de tipos como Gorgias (Sancho 2005: 181)—, esos discursos de arribistas como Glaucón o Cleón, gentes con el poder de mandar a la muerte en batalla a quien deseen, ¿no cumplieron para los atenienses la misma función que cumplen para nosotros, los hombres post, las ‘órdenes’ —de compra, de pensamiento— que recibimos cotidianamente desde cualquiera de nuestras pantallas? Recuerde: si quiere esconder un cadáver, no hay páramo solitario más seguro que la segunda página de Google. Hoy, como ayer, se imponen las orejeras. No hemos avanzado nada.
José María Sanz Acera Nací en 1966 en la Hija de Yago; mi patria espiritual es la Castilla Vieja. Siempre me he dedicado a cosas inútiles pero valiosas. Vivo desde 2013 en Ecuador, país al que me trasladé por amor a mi mujer, que es ecuatoriana. No me interesan nada las banderas ni las etiquetas; sí me interesan mi mujer y mis dos hijos, Jesús de Nazaret y la filología entendida como cultivo y amor de la palabra bella y libre. Soy sacerdote católico, pero, como me he casado, ahora no puedo ejercer como tal; sueño con que, un día, sí podré. Fuera de eso, soy licenciado en Filología Bíblica Trilingüe (Universidad Pontificia de Salamanca, 1990) y en Estudios Eclesiásticos‒Baccalaureatus in Theologia (Universidad Pontificia Comillas, 2005). Actualmente estoy cursando un máster en Mediterráneo Antiguo (Universidad Abierta de Cataluña, UOC / Universidad Autónoma de Barcelona, UAB / Universidad de Alcalá de Henares, UAH). Mis intereses y publicaciones previas pueden consultarse en mi blog personal: www.syllabaincarmine.wordpress.com. Correo electrónico: jose. sanz@yahoo.es.
Literatura secundaria utilizada Austen 2007: Jane Austen, Orgullo y prejuicio, Cátedra (Letras Universales 81), Madrid 2007 [= 1987].
Bowra 1977: Cecil Maurice Bowra, La literatura griega, Fondo de Cultura Económica (Breviarios 1), Ciudad de México 1977 [= 1948; primera edición en inglés, 1933]. Cantarella 1971: Raffaele Cantarella, La literatura griega clásica, Losada, Buenos Aires 1971 [primera edición en italiano, 1967].
Espinosa 1994: Aurelio Espinosa Pólit, «Tucídides. Diálogo de Melos», en Luis Andrade Reimers (ed.), Aurelio Espinosa Pólit. Escritos selectos, Academia Nacional de Historia (Colección Grupo Aymesa 9), Quito 1994, pp. 61-71.
García 1988: Platón, Diálogos [Gorgias, Fedón, El banquete], Espasa Calpe (Austral A 22; introducción de Carlos García Gual, pp. 9-32), Madrid 1988. Gil 1989: Luis Gil, «la ideología de la democracia ateniense», en Cuadernos de Filología Clásica, 1989, 23, pp. 39-50.
Orwin 1984: Clifford Orwin, «The Just and the Advantageous in Thucydides: the Case of the Mytilenaian Debate», en The American Political Science Review, 1984, 78, pp. 485-494. Pavanetto 1996: Cletus Pavanetto, Graecarum litterarum institutiones, Libreria Ateneo Salesiano-LAS, Roma 1996.
Sancho 2005: Laura Sancho Rocher, «¿Qué tipo de democracia? La politeia ateniense entre 403 y 322 a. C.», en Studia Historica. Historia antigua, 2005, 23, pp. 177-229.
Vian 2005: Giovanni Maria Vian, Bibliotheca divina. Filología e historia de los textos cristianos, Cristiandad, Madrid 2005 [primera edición en italiano, 2001]
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Media vida deslumbrados Autor: Jorge Icaza Género: Novela Editorial: CCE Año: 2019
El barroco en el cine de los años ochenta en América Latina. Imágenes disidentes Autora: Karolina Romero Género: Ensayo Editorial: CCE y FCE Año: 2019
Caminando sobre arenas movedizas Obra Reunida Volumen II. El tejido del diálogo Autor: Patricio Vallejo Aristizábal Género: Dramaturgia Editorial: CCE Año: 2019
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«Los personajes de la novela icaciana Media vida deslumbrados (1942) habitan el escenario literario en medio del desconcierto. A su vez, el lector recorre este texto marcado por el vértigo de una serie de interrogantes de difícil respuesta. Entre ellas, asalta en el camino la pregunta de por qué quizá la obra más significativa e intensa de la propuesta estética de Jorge Icaza ha sido dejada a la orilla del sendero interpretativo. En Media vida deslumbrados el escritor quiteño logrará un extraordinario equilibrio entre la experimentación artística y la búsqueda desde la literatura de un territorio de justicia social. Dicha novela es por esta razón la mejor lograda de Jorge Icaza y junto al relato ‘El nuevo San Jorge’ constituyen, en mi opinión, lo más importante de su narrativa». SCG
Este trabajo estudia las dimensiones políticas del cine de los años ochenta en América Latina e indaga las estrategias barrocas que componen las imágenes desde una perspectiva crítica que cuestiona la invasión de la forma mercantil homogeneizante y abstracta sobre la vida social. El enfoque analítico respecto al barroco, siguiendo el pensamiento de Bolívar Echeverría, plantea la interrogante acerca de la capacidad de las producciones culturales para resistir a la mercantilización que acarrea la imposibilidad de imaginar otros mundos y otras imágenes.
La obra recogida en este segundo volumen de mi obra reunida, corresponde a textos escritos para ser llevados a escena por elencos de actores distintos a los de Contraelviento Teatro. En un momento del desarrollo de nuestra práctica artística, descubrimos la necesidad de entrar en diálogo con modos de ser distintos a los de nuestro grupo. Ya sean directores de escena, actores, músicos y demás creadores, generamos la posibilidad de encontrarnos con ellos en un único territorio creativo. Lo que se ha mantenido como principio inamovible ha sido el hecho de que el texto se escribió de la mano del proceso de puesta en escena, de modo que todos han sido estrenados y difundidos en el escenario.
La difusa geometría del vacío o el ángulo de la eternidad Autor: Patricio Carpio Mendieta Género: Poesía Editorial: CCE Año: 2019
El ojo de agua Autor: Fabián García Género: Cuento Editorial: CCE Año: 2019
Los ojos del puma Autora: Mercedes de Armas García Género: Novela Editorial: CCE Año: 2019
Susurros de la calle Autor: Francisco Bedoya Género: Cuento Editorial: CCE Año: 2019
«Entonces tu poesía adquiere tonos épicos de grandiosidad cósmica, y escribo esto no para alabarte, sino para que los zafios entiendan que la verdad poética arranca de tus praderas maduras con olor a hierba fresca y, en las alas de aquel colibrí errante, la nueva superrealidad se convierte en una impronta colosal, que ya no es marcada por la luz del sol contra un cuerpo opaco, sino por la luz de tu poema transparentado en sí mismo». LK
«Nadie se dio cuenta que desmantelé el invernadero y quemé su cubierta translúcida de plástico. Ningún jornalero me preguntó por qué monté alambre de púas a la sombra de aquellos altos y marchitos cipreses. Ninguno se sorprendió cuando entubé el infame ojo de agua para rebosar un estanque que pronto se llenó de algas y renacuajos. Ni siquiera el hijo de don Eusebio reconoció los pantalones de su padre en el espantapájaros que coloqué donde una vez un rosal trepador se mostró en todo su fulgor. Lo único que me ordenó fue no usar más abono del gallinero porque no soportaba tal pestilencia».
«Los ojos del puma, en esta novela, alumbran Tiahuanaco, reflejan Cochabamba, acompañan las volteretas de la vida, la llama del amor, las peripecias de la sangre, el perfume ancestral que se confunde de siglo, los pueblos indomables que sin grafía ya escribieron la historia, los hombres y las mujeres que pusieron su pecho a la colonización perversa, personajes cuyos nombres son un canto a la memoria y a la vida». RPT
«La mirada de quien ha querido absorber todo para después escupir, no arriba ni a un lado sino en la cara. Un niño que grita porque algo cambie o por lo menos se mueva de su lugar, desestabilice conciencias o las perturbe. Unos pies que han recorrido el Quito nocturno, ‘el Quito con K’. Ese Kito sufrido y enojado. Un Kito que juega con un humor ácido e historias inverosímiles. Un Kito que te va tiñendo de melancolía (de un duelo no resuelto) y rabia, que se refleja en la mirada e historias que se leen o se escuchan en el diario vivir». SG
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ajo este poético título, Diego Oquendo se embarca en la nave del cuento. Periodista de diarios, televisión y radio, entrevistador y editorialista, ha caminado esta noble profesión en paralelo a la literatura. Rectilíneo e inclaudicable en sus principios, es frontal en sus criterios. Ese es su ejercicio periodístico. Pero hay otro carril en su vida, el de la poesía. Posiblemente nació antes que el de periodista, en los años juveniles, pero que después tendría el reconocimiento al ganar el premio de El Universo con su libro Asomando a la gente. Después vendrían otros, hasta el que tuve la gran satisfacción de ser su editor: En búsqueda de los cantos perdidos. Hoy nos sorprende con este libro de 12 cuentos con título que retrata su condición de poeta. Comienza su libro con los sueños de una niña que no podía soñar, cuento de juventud con influencia poética, para seguir creciendo y adentrándose en diferentes facetas del amor, del desencanto, de la frustración, de la naturaleza, de la imaginación que nos envuelve como lectores y nos atrapa en una lectura de la que somos protagonistas. Dice el escritor Marco Antonio Rodríguez: «Relatos que introducen de lleno al lector en los recovecos de un personaje, uno y múltiple (espirales del texto situacional), y va desentrañando hechos e interioridades con rigor y poesía». Y agrega: «Los pájaros prefieren volar en la tierra conmoverá a más de alguna conciencia con la clarividencia de su mirada y la eficacia de su expresión».
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l libro Panorama del ensayo en el Ecuador, de Rodrigo Pesántez Rodas, publicado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana dentro de su colección Antítesis, a fines de 2017, ha sido reeditado por la editorial Th Textos Hispanoamericanos, de Madrid, España, en septiembre del presente año, con el auspicio del Frente de Afirmación Hispanista. En la contratapa de esta edición se dice: «Este libro no es un estudio sobre el Ensayo, sino como su título lo indica, un Panorama del ensayo en el Ecuador; sin embargo, pese a ser un registro cronológico de su presencia a través de sus autores en el espacio de nuestra literatura desde los primeros albores independentistas, la consolidación como república en 1830, hasta la mitad del siglo XX, nos hemos salido de esos lineamientos referenciales, debido a no pocas razones que es indispensable ponerlas en el tapete visual, a fin de que sean revisadas y rectificadas si fuese necesario». Rodrigo Pesántez Rodas, Azogues - Ecuador, es doctor en Filosofía y Letras, catedrático universitario, conferencista y profesor invitado en varios países. Poeta y ensayista, ha publicado más de una docena de libros que han sido editados en España, México y Ecuador y en revistas de países americanos y europeos. Cabe destacar que es coautor con J. J. Labrador y R. A. Di Franco de la edición (España 2009) de Ramillete de varias flores poéticas recogidas y cultivadas por el sacerdote guayaquileño Xacinto de Evia y cuya primera edición fue hecha en Madrid en 1675.
reconocimiento
E
l 30 de octubre, la Comisión de Educación, Cultura, Ciencia y Tecnología de la Asamblea Nacional entregó a la Casa de la Cultura Benjamín Carrión (CCE) un reconocimiento ‘Por el cumplimiento irrestricto de los fines establecidos en la Constitución, en concordancia con la Ley Orgánica de Cultura, durante las protestas sociales acaecidas en el mes de octubre del presente año’. Se debe recordar que durante las protestas del movimiento indígena en Quito, el Presidente Nacional de la CCE, Camilo Restrepo Guzmán, emitió un comunicado oficial, el 8 de octubre, en el que se declaraba: «La Casa de la Cultura Benjamín Carrión es un espacio común, de convivencia y de ejercicio de los derechos culturales, y tiene entre sus competencias incentivar el diálogo intercultural. En ejercicio de sus facultades y de la ética, hace un fraternal llamamiento a respetar esta institución y a la gente que en ella acoge, entre quienes se encuentran niños, niñas, mujeres y adultos de la tercera edad de los pueblos indígenas». Posteriormente, en una carta abierta a Lenín Moreno, Presidente de la República, con fecha 12 de octubre, Camilo Restrepo Guzmán manifestó: «Me pronuncio en este momento histórico que vive la Patria para señalar y anunciar al Ecuador y al mundo que, al igual que las universidades Católica, Salesiana, Politécnica Nacional y Central, nuestro espacio se ha constituido en un Centro de Paz y Acogida Humanitaria, que alberga a niños, ancianos, mujeres y hombres indígenas de todos los rincones del país (...). Al haberse decretado el toque de queda, solicito de la manera más comedida disponer que se respete irrestrictamente este Centro Humanitario».
El presidente de la Casa de la Cultura (centro), Camilo Restrepo Guzmán, con los rectores de las Universidades: Central, Católica, Salesiana, Andina y Politécnica. Atrás, varios asambleístas en el acto de reconocimiento ofrecido por la Asamblea Nacional a estas instituciones.
Camilo Restrepo Guzmán recibe a nombre de la Casa de la Cultura el reconocimiento por la posición de solidaridad, paz y defensa de los derechos humanos demostrada por la Institución en los sucesos de octubre.
En la misma fecha, el Presidente de la CCE presentó otra carta a Jaime Vargas, Presidente de la Conaie, en la que indicaba: «Con alto sentido de responsabilidad, ante el grave momento histórico por el que atraviesa el país, me dirijo a ti, que representas a los millones de hermanos de la organización de pueblos y nacionalidades indígenas del Ecuador, para solicitarte desde la sensatez, la experiencia y la amistad, participar en el diálogo propuesto por el Señor Presidente de la República, en aras de encontrar primero una tregua que permita discutir, franca y abiertamente, los problemas nacionales que hoy nos han enfrentado y dado lugar a que se produzcan actos de violencia, que podrían ir en aumento provocando más muerte y destrucción». Se debe resaltar que en los espacios de la CCE, particularmente en la oficina del Presidente Nacional, Camilo Restrepo Guzmán, se dio el primer acercamiento para iniciar el diálogo entre la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y los dirigentes del Movimiento Indígena.
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tributo
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licia Alonso (Alicia Ernestina de la Caridad del Cobre Martínez del Hoyo) nació el 21 de diciembre de 1921 en La Habana, Cuba. Inició estudios de danza en la Escuela de Ballet de la Sociedad Pro-Arte Musical en 1931. Tras algún tiempo residió en los Estados Unidos y continuó su formación con Enrico Zanfretta, Alexandra Fedórova y otros profesores eminentes
de la School of American Ballet. En 1939 integró las filas del American Ballet Caravan, antecedente del New York City Ballet. En 1940 pasó a formar parte del Ballet Theatre of New York, año de su fundación. Fue en esta etapa cuando trabajó junto a Mijail Fokine, George Balanchine, Leonide Massine, Bronislava Nijinska, Antony Tudor, Jerome Robbins y Agnes de Mille, entre otras significativas personalidades de la coreografía del siglo pasado. Actuó en numerosos países de Europa y América con el rango de prima ballerina. En 1948 fundó en La Habana el Ballet Alicia Alonso, después Ballet Nacional de Cuba. De 1955 a 1959, bailó con los Ballets Rusos de Montecarlo, y se convirtió en la primera bailarina del hemisferio oeste en actuar en la entonces Unión Soviética y en la primera representante americana en bailar con el Bolshoi y el Kirov en los teatros de Moscú y Leningrado (hoy San Petersburgo) en 1957 y 1958. Alicia Alonso fue investida con el grado de doctora honoris causa por la Universidad de La Habana, el Instituto Superior de Arte de Cuba y la Universidad Politécnica de Valencia, de España. En 1993 le concedieron la Encomienda de la Orden Isabel la Católica. En 1998 fue distinguida con la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid; la República Francesa le impuso la Orden de las Artes y las Letras, en el Grado de Comendador, y el Consejo de Estado cubano la condecoró con el título de Heroína Nacional del Trabajo de la República de Cuba. En junio de 1999, la Unesco le otorgó la Medalla Pablo Picasso, por su extraordinaria contribución a la danza. Alicia Alonso falleció el 17 de octubre de 2019 en su natal La Habana. (Tomado de: https://www.buscabiografias.com/ biografia/verDetalle/990/Alicia%20Alonso)
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17 al 22 DIC 2019