Distribuci贸n gratuita
Por siempre
Gabo Marguerite Duras ,
la escritora de lo prohibido
Hugo Mayo ,
un poeta inoxidable
Pedro Jorge Vera ,
palabra libertaria en la Literatura
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editorial
Pensamiento que perdura
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n nuestra Casa, donde celebramos la vida y el quehacer de sus siembras, no podemos retraernos de la muerte y los espacios que trastoca, de los vacíos que deja en los mundos la breve y fundamental presencia humana, en ese estar o no estar donde la sublimación y el dolor coexisten sin restricciones. En este número de Casapalabras, recordamos con inmenso orgullo un siglo de permanencia en la memoria del escritor Pedro Jorge Vera (Guayaquil 16 de junio de 1914). Hombre de izquierda cuyas luchas y literatura social reflejaron el contexto de una época en un Ecuador cuya consolidación como Estado nacional tomó otras articulaciones en el siglo XX, y en el que la presencia de intelectuales diversos, cobijados bajo el paraguas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, hicieron posible la deconstrucción de muchos conceptos en busca de sembrar y vivir un país que, ahora, en el siglo XXI, como respuesta a sus pensamientos y sus batallas, se ha planteado como paradigma de coexistencia el Buen Vivir. En Ecuador sentimos mucho dolor frente a ese volver a la tierra de Gabriel García Márquez. Su ausencia va más allá de la construcción invencible de la palabra, de las utopías para resignificar el Sur desde otras miradas donde no somos más una colonia de Occidente. Su ausencia se siente en los huesos, flauta de quienes lo amamos desde la rosa de su ritual, de quienes habríamos dado el aire por compartir con él la mesa de redacción para forjar otro periodismo. Su ausencia es hoy la ceniza desde donde florecerán siempre mariposas amarillas de amor y soledad, como el hálito que desplegaba Remedios, la bella. El Gabo tiene, desde ahora, otros caminos para llegar a nuestras luchas y desatar un viento que nos incendie y nos habite. Seguimos forjando el espacio democrático para las artes y el pensamiento crítico en nuestro país, sabemos que deben llegar otros tiempos para nuestra Casa, en los que la imaginación no sea utilizada para remendar carestías económicas que nos hacen ‘inventar recursos’, sino para inventar las estrategias que permitan elevar y democratizar los discursos en todos los territorios de este ombligo del mundo al que sentimos patria.
número nueve • mayo 2014 Presidente Raúl Pérez Torres Vicepresidente Gabriel Cisneros Abedrabbo Director Patricio Herrera Crespo Editores Patricio Viteri Paredes Yuliana Marcillo Colaboran en este número: José Aldás, Fernando Artieda, Freddy Ayala Plazarte, Edwing Guerrero Blum, Isabel Guerrero, Kintto Lucas, Sonia Montenegro, Galo Mora Witt, Cristina Moreno G., Antonio Sacoto, Eugenia Viteri. Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila López Portada Gabriel García Márquez, acrílico y arena sobre tela, 90 x 130 cm, 2008 Autor: Enriquestuardo Obra propiedad del Ministerio de Cultura Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. Seis de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2 565808 Ext. 426 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce
Gabriel Cisneros Abedrabbo VICEPRESIDENTE CCE
casapalabrascce@gmail.com
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índice
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El escritor colombiano Gabriel García Márquez falleció el 17 de abril de este año. En esta edición ofrecemos un homenaje al autor de Cien años de soledad.
Celebramos el centenario de Marguerite Duras, escritora, dramaturga y productora de cine, considerada una de las grandes estrellas de la literatura francesa del siglo XX.
Freddy Ayala presenta en un ensayo la poética de Hugo Mayo, escritor que fue parte de la vanguardia literaria del Ecuador de la primera mitad del siglo XX.
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Isabel Guerrero rinde homenaje a Lhasa de Sela, cantante mexicanoestadounidense que canta en español, inglés y francés.
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Patricio Viteri traduce del francés el cuento Las embalsamadoras, del escritor francés Marcel Schwob.
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La cosa, cuento de Yuliana Marcillo.
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La escritora María Augusta Correa presenta Mestiza, su nuevo libro de poemas.
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La vida bohemia del pintor José Enrique Guerrero Portilla, en un artículo de Edwing Guerrero Blum.
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Cristina Moreno G. realiza un estudio sobre la película Wara Wara del cineasta chileno Mario Fonseca Velasco.
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Tributo a Theo Constante, maestro, pintor, muralista y escultor ecuatoriano.
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La novela Miércoles Santo, de Íñigo Salvador, es analizada por el crítico Antonio Sacoto.
La vida y obra de la escritora Alda Merini —considerada la última gran exponente de este género en Italia— es analizada por Sonia Montenegro. Pedro Jorge Vera, considerado uno de los grandes representantes de la literatura ecuatoriana de la década del cuarenta, cumple 100 años de natalicio.
Patricio Herrera nos ofrece un análisis sobre la muestra Caos y cosmos, de la pintora Fanny Eugenia Moscoso.
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33 José Aldás reflexiona sobre la narrativa del escritor italiano Humberto Eco.
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homenaje
Premio Nobel 1982
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Cien
de
soledad Gabriel García Márquez
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ilar Ternera murió en el mecedor de bejuco, una noche de fiesta, vigilando la entrada de su paraíso. De acuerdo con su última voluntad, la enterraron sin ataúd, sentada en el mecedor que ocho hombres bajaron con cabuyas en un hueco enorme, excavado en el centro de la pista de baile. Las mulatas vestidas de negro, pálidas de llanto, improvisaban oficios de tinieblas mientras se quitaban los aretes, los prendedores y las sortijas, y los iban echando en la fosa, antes de que la sellaran con una lápida sin nombre ni fechas y le pusieran encima un promontorio de camelias amazónicas. Después de envenenar a los animales, clausuraron puertas y ventanas con ladrillos y argamasa, y se dispersaron por el mundo con sus baúles de madera, tapizados por dentro con estampas de santos, cromos de revistas y retratos de novios efímeros, remotos y fantásticos, que cagaban diamantes, o se comían a los caníbales, o eran coronados reyes de barajas en altamar. Era el final. En la tumba de Pilar Ternera, entre salmos y abalorios de putas, se pudrían los escombros del pasado, los pocos que quedaban después de que el sabio catalán remató la librería y regresó a la aldea mediterránea donde había nacido, derrotado por la nostalgia de una primavera tenaz. Nadie hubiera podido presentir su decisión. Había llegado a Macondo en el esplendor
de la compañía bananera, huyendo de una de tantas guerras, y no se le había ocurrido nada más práctico que instalar aquella librería de incunables y ediciones originales en varios idiomas, que los clientes casuales hojeaban con recelo, como si fueran libros de muladar, mientras esperaban el turno para que les interpretaran los sueños en la casa de enfrente. Estuvo media vida en la calurosa trastienda, garrapateando su escritura preciosista en tinta violeta y en hojas que arrancaba de cuadernos escolares, sin que nadie supiera a ciencia cierta qué era lo que escribía. Cuando Aureliano lo conoció tenía dos cajones llenos de aquellas páginas abigarradas que de algún modo hacían pensar en los pergaminos de Melquíades, y desde entonces hasta cuando se fue había llenado un tercero, así que era razonable pensar que no había hecho nada más durante su permanencia en Macondo. Las únicas personas con quienes se relacionó fueron los cuatro amigos, a quienes les cambió por libros los trompos y las cometas, y los puso a leer a Séneca y a Ovidio cuando todavía estaban en la escuela primaria. Trataba a los clásicos con una familiaridad casera, como si todos hubieran sido en alguna época sus compañeros de cuarto, y sabía muchas cosas que simplemente no se debían saber, como que San Agustín usaba debajo del hábito un jubón de lana que no se quitó
en catorce años, y que Arnaldo de Vilanova, el nigromante, se volvió impotente desde niño por una mordedura de alacrán. Su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera. Ni sus propios manuscritos estaban a salvo de esa dualidad. Habiendo aprendido el catalán para traducirlos, Alfonso se metió un rollo de páginas en los bolsillos, que siempre tenía llenos de recortes de periódicos y manuales de oficios raros, y una noche los perdió en la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre. Cuando el abuelo sabio se enteró, en vez de hacerle el escándalo temido comentó muerto de risa que aquel era el destino natural de la literatura. En cambio, no hubo poder humano capaz de persuadirlo de que no se llevara los tres cajones cuando regresó a su aldea natal, y se soltó en improperios cartagineses contra los inspectores del ferrocarril que trataban de mandarlos como carga, hasta que consiguió quedarse con ellos en el vagón de pasajeros. «El mundo habrá acabado de joderse –dijo entonces– el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga». Eso fue lo último que se le oyó decir. Había pasado una semana negra con los preparativos finales
del viaje, porque a medida que se aproximaba la hora se le iba descomponiendo el humor, y se le traspapelaban las intenciones, y las cosas que ponía en un lugar aparecían en otro, asediado por los mismos duendes que atormentaban a Fernanda. —Collons —maldecía—. Me cago en el canon 27 del sínodo de Londres. Germán y Aureliano se hicie-
ron cargo de él. Lo auxiliaron como a un niño, le prendieron los pasajes y los documentos migratorios en los bolsillos con alfileres de nodriza, le hicieron una lista pormenorizada de lo que debía hacer desde que saliera de Macondo hasta que desembarcara en Barcelona, pero de todos modos echó a la basura sin darse cuenta un pantalón con la
mitad de su dinero. La víspera del viaje, después de clavetear los cajones y meter la ropa en la misma maleta con que había llegado, frunció sus párpados de almejas, señaló con una especie de bendición procaz los montones de libros con los que había sobrellevado el exilio, y dijo a sus amigos: —¡Ahí les dejo esa mierda!
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El mejor
oficio del
mundo Gabriel García Márquez
(Parte del discurso ante la 52ª Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, SIP. Los Ángeles, EE.UU., 7 de octubre de 1996)
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ace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan
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fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de lo mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.
El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años –siendo el peor estudiante de derecho– empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso. La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo... como nosotros mismos lo llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces presidente de Colombia, no era ni siquiera bachiller. La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por inventar. Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador. Los
muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica. La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida. Un avance importante en este medio siglo es que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas
generalmente bien informadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el culpable se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin preguntarse si él mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo que sí: el mal periodista piensa que su fuente es su vida misma –sobre todo si es oficial– y por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente. El solo hecho de lograr que veinte periodistas de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre el oficio ya es un logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo no estamos proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar otra vez el viejo modo de aprenderlo. Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate.
Ya sea en sus salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito, como los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.
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Amargura para Gabriel García Márquez
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hora la teníamos allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos dijo, antes de que trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos sin peso para el barro— que no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo —y había pasado mucho tiempo antes que lo recordáramos— que ella también había tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre los labios, tal vez aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia, y que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada. Todo eso —y mucho más— lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo supimos, cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a dar gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada uno por su nombre, hablando entre lágrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella, nos pusimos a cantar y a batir palmas, como si nuestra gritería pudiera soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se parecieran en algo a una revelación; como si tuvieran mucho
de árbol recordado y río profundo, cuando se incorporó, se inclinó un poco hacia adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el delantal, todavía sin sonarse la nariz y todavía con lágrimas, nos dijo: «No volveré a sonreír». Salimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos comunes. Tal vez pensamos que no sería lo mejor encender las luces de la casa. Ella deseaba estar sola —quizás—, sentada en el rincón sombrío, tejiéndose la trenza final, que parecía ser lo único que sobreviviría de su tránsito hacia la bestia. Afuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos sentamos a pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos haber dicho que estábamos haciendo lo que habíamos hecho todos los días de nuestras vidas. Sin embargo, aquella noche era distinto; ella había dicho que no volvería a sonreír, y nosotros que tanto la conocíamos, teníamos la certidumbre de que la pesadilla se había vuelto verdad. Sentados en un triángulo la imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo, marcado y minucioso, en que se iba convirtiendo en polvo: «Si por lo menos tuviéramos valor para desear su muerte», pensábamos a coro. Pero la queríamos así, fea y glacial como una mezquina contribución a nuestros ocultos defectos. Éramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo, la mayor de la casa.
Esa misma noche habría podido estar allí, sentada con nosotros, sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o concubina de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde varios años atrás ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una mañana, después de levantados, cuando la encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura actitud estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos; había caído desde la ventana del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí, tiesa y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al vacío. La levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al principio. Al contrario, tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que no hubiera empezado a endurecerse. Tenía los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a sedimento sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la hubiéramos puesto frente a un espejo. Nos miró a todos con una apagada expresión sin sexo, que nos dio —teniéndola ya entre mis brazos— la medida de su ausencia.
Alguien nos dijo que estaba muerta; y se quedó después sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó hasta el patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante, agudo, que parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se había puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de cemento. Sabíamos, sin embargo, que no podía recordar ninguna oración, como supimos después que había perdido la noción del tiempo cuando dijo que se había dormido sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando desde afuera, y que estaba completamente dormida cuando alguien cogiéndola por los hombros, apartó la pared y la puso a ella de cara al sol. Aquella noche sabíamos, sentados en el patio, que no volvería a sonreír. Quizá nos dolió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso vivir arrinconado. Nos dolía hondamente, como nos dolía el día que la vimos sentarse en el rincón don-
de ahora estaba; y le oímos decir que no volvería a deambular por la casa. Al principio no pudimos creerle. La habíamos visto durante meses enteros transitando por los cuartos a cualquier hora, con la cabeza dura y los hombros caídos sin detenerse, sin fatigarse nunca. De noche oíamos su rumor corporal, denso, moviéndose entre dos oscuridades, y quizás nos quedamos muchas veces, despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar, siguiéndola con el oído por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto el grillo dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida transparencia y que había atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo. No supimos, en realidad, lo que quería decirnos, pero todos pudimos comprobar que tenía la ropa mojada, pegada al cuerpo, como si acabara de salir de un estanque. Sin pretender explicarnos el fenómeno resolvimos acabar con los insectos de la casa; destruir los objetos que la obsesionaban. Hicimos limpiar las paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si hubiéramos limpiando de pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oíamos caminar, ni la oíamos hablar de grillos, hasta el día en que, después de la última comida, se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento todavía sin dejar de mirarnos, y nos dijo: «Me quedaré aquí, sentada»; y nos estremecimos, porque pudimos ver que había empezado a parecerse a algo que era ya casi completamente como la muerte. De eso hacía ya mucho tiempo y hasta nos habíamos acostumbrado a verla allí, sentada con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en su soledad y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad natural de estar presente. Por eso ahora sabíamos que no volvería a sonreír; porque lo
había dicho en la misma forma convencida y segura en que una vez nos dijo que no volvería a caminar. Era como si tuviéramos la certidumbre de que más tarde nos diría: «No volveré a ver» o quizá: «No volveré a oír» y supiéramos que era lo suficientemente humana para ir eliminando a voluntad sus funciones vitales, y que, espontáneamente, se iría acabando sentido a sentido, hasta el día en que la encontráramos recostada a la pared, como si se hubiera dormido por primera vez en su vida. Quizás faltaba mucho tiempo para eso, pero los tres, sentados en el patio, habríamos deseado aquella noche sentir su llanto afilado y repentino, de cristal roto, al menos para hacernos la ilusión de que habría nacido un (una) niña dentro de la casa. Para creer que había nacido nueva. Gabriel García Márquez Nace el 6 de marzo de 1927 en Aracataca, en el departamento del Magdalena, Colombia. Contrae matrimonio con Mercedes Barcha en marzo de 1958 en Barranquilla. En 1961 gana el Premio de Novela ESSO con El coronel no tiene quien le escriba; en 1967 publica una de sus novelas más célebres, Cien años de soledad; en 1981 gana la Medalla de la Legión de Honor de Francia en París; en 1982 recibe el Premio Nobel de Literatura; en 1985 el Círculo de Periodistas de Bogotá le concede por unanimidad el Premio Cuarenta Años, y en 1994 crea la Fundación de Nuevo Periodismo, preocupado por estimular las vocaciones, la ética y la buena narración en el oficio de la comunicación. Su último libro publicado fue la novela Memoria de mis putas tristes, en 2004. Gabriel García Márquez falleció el 17 de abril de 2014, a los 87 años, en México.
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Macondo que no sirve Raúl Pérez Torres
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l día que conocí al Gabo era noche clara en La Habana. Cuando entramos al salón, la reunión ya estaba muy animada y los anfitriones distribuían mojitos y daiquiris a diestra y siniestra. Pequeños grupos diseminados charlaban y gesticulaban aquí y allá. Distinguí entre ellos a Ernesto Cardenal con su rostro de santo, a Juan Gelman con su tristeza a cuestas, a Armando Hart que hablaba y reía en voz alta, a Claribel Alegría diminuta y brillante, a Antonio Cisneros el gran poeta peruano con su permanente sonrisa en los labios, y en el centro de ellos a un hombre de cabello corto, lleno de canas, cejas abultadas y labios gruesos, era Gabriel García Márquez. Yo, con mi alegría y perplejidad de escritor incipiente, quise inmediatamente participarle a mi mujer este hallazgo, pero ella se había soltado ya de mi mano y acercándose al grupo como hipnotizada, estampaba un beso en ese rostro caribeño y abierto, de lunares gruesos, que apenas tenía en esa fecha cincuenta y dos años de soledad. Llevaba un terno azul liviano y una camisa beige, parecía transformado y como perplejo ante una fama que había ascendido de entre las sábanas de Remedios la Bella, y su porte sereno y tranquilo no
tenía nada que ver con el de aquel cabezón de camisas chillonas y floreadas, que vivía entre prostitutas y escaperos en el último piso de ‘El Rascacielos’, un oscuro hotelucho de Barranquilla, y menos aún con el del anémico colombiano de camisa rayada que vivía en el Barrio Latino, en la rue Cujas, y que dormía por conmiseración de su dueño en un destartalado cuarto del Hotel de Flandre, esperando, como el Coronel de su personaje, un cheque del diario El Espectador que nunca llegaría. La última carta que el Gabo desnutrido recibió de su periódico fue un telegrama que decía: «Vete a Roma por si el Papa se muere de hipo», luego el diario sería clausurado por el régimen militar de Rojas Pinilla y el cabezón se quedaría a dormir en los parques de París, soñando siempre en el rostro egipcio y vaporoso del ‘cocodrilo sagrado’, sobrenombre que en secreto había puesto el escritor a Mercedes Barcha, su novia de siempre, quien ahora también, en esta noche, lo acompañaba, aseverando con su presencia aquello de que «tarde o temprano la vigilia tendrá su recompensa». Solamente sus botas de un amarillo escandaloso me traían la imagen de un García Márquez que en la década del setenta se disputaban
todos los periódicos y las revistas de América Latina. Me puse a pensar entonces en la cara de idiota que hubiera puesto el crítico español de la editorial Losada, Guillermo de Torre, quien cuando recibió los originales de la novela La hojarasca le escribió una misiva en la que le decía que «no estaba dotado para escribir y que haría mejor en dedicarse a otra cosa», y me puse a pensar también en cuántas cuartillas tiradas, cuántas horas robadas al sueño, cuántos golpes dados en su vieja máquina de corresponsal habían sido necesarios para barrer y destruir esa carta, y pensé también en los ojos de pena que debió haber puesto el mecánico parisino que quiso arreglar ese artefacto destartalado, quien, descorazonado a pesar de todos sus esfuerzos, solamente pudo decir: «Elle est fatiguée, monsieur!». Había nacido con hondos presagios el día de la primera huelga importante en la zona bananera, el mismo año de la fundación del Partido Socialista Revolucionario. Sobresaltado desde su cuna con los disparos y la violencia de la burguesía colombiana, su obra está llena de muertos e iluminados que acometen empresas descabelladas y que entre el sueño y la vigilia se repiten, encandilados
por el recuerdo, «eran tres mil los muertos, eran tres mil». Y ahora estaba allí, departiendo serenamente, encantando a los que le escuchaban, con esa capacidad de anécdota, de exageración, que en él no es una alteración de la realidad sino una realidad concreta, su realidad. Recordaba entonces aquella historia cuando viajaba con Vargas Llosa de Mérida a Caracas, García Márquez le había contado diciendo que el peruano, aterrado por los movimientos del avión, conjuraba la tormenta recitando a gritos poemas de Darío y que en un momento le tomó de las solapas al Gabo diciéndole: «Ahora que vamos a morir, sinceramente qué piensas de Zona Sagrada» (la novela que acababa de publicar Carlos Fuentes), o aquella vez en que un editor español le ofreció
una quinta en Palma de Mallorca y mantenerle económicamente el tiempo que quisiera a cambio del manuscrito de su última novela, lo que aprovechó el futuro Premio Nobel para decirle serenamente «que se había equivocado de barrio, porque yo no era una prostituta». Viéndole entonces yo pensaba que hay de todo en ese mundo, unos encantan serpientes, otros encantan mujeres. García Márquez es encantador de palabras, silba o canta y las palabras van saliendo del sombrero y apelotonándose en la grafía de la soledad, entonces la transfiguración es precisa, se la palpa, se la toca de cerca. En algún momento su esposa se acercó con un vestido largo, lleno de flores, y su caminar parsimonioso, al llegar a la mesa el Gabo le dijo: «Te has vestido como una muñeca de pan»;
desde ese momento yo no pude verla de otra manera y hasta sentía en el ambiente el olor grato y profundo de la levadura. La fuerza de su palabra tiene color y olor, es como esas esculturas africanas que dan una serie de sensaciones al mismo tiempo. «Siempre quise ir a Ecuador», me dijo, «pero también siempre algo me lo impidió. Quiero pararme en la mitad del mundo con las piernas abiertas. Quizá todavía no es tiempo». (Simbólicamente tenía razón). Antes, nadie sabía lo que significaba la palabra Macondo, unos decían que era una planta que curaba las heridas, otros decían que era un árbol que no servía pa’ un carajo. Ahora sabemos que es el árbol genealógico de Nuestra América. Febrero / 1983
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1914-2014
Marguerite Duras, la escritora de lo prohibido
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Yuliana Marcillo
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a niña. La de los labios rojos. La mujer casi anciana con el «rostro devastado» que recuerda a su amante de la China del Norte. La escritora que afirma que «a los 18 años ya era demasiado tarde». Un vestido de seda indígena de un blanco amarillento la cubre. Lleva un sombrero de hombre «de la infancia y la inocencia», con el ala plana, en fieltro flexible color palo de rosa adornado con una cinta negra. Un personaje sin nombre. La que afirma que «la historia de su vida no existe, que no hay centro, caminos ni líneas». La niña que viajaba en un transbordador por el río Mekong, la de los zapatos de baile, muy usados, con el tacón completamente gastado, en lamé negro. La que pasó los últimos años de su vida con Yann Andréa, su último amante, compañero, cocinero y chofer, 40 años menor que ella y homosexual. La blanca pobre de Indochina, hoy Vietnam, quien antes de cumplir los 16 años le pidió a un chino millonario que hiciera con ella lo que normalmente hacía con las mujeres que entraban en su cuarto de soltero. La joven temerosa de su hermano mayor y que busca el cariño de su madre. La hija de la institutriz. La directora de cine. La preciosa niña cargada de erotismo. La mujer de las gafas de pasta, siempre con un cigarrillo en la mano, que aparece en las fotos en blanco y negro en Internet. La anciana que sonríe siempre al lado de su Olivetti MP1, como si no hiciera otra cosa en su día a día que escribir. Todas esas son Marguerite Duras (Gia Dinh, 1914 - París, 1996), quien habría cumplido cien años el 4 de abril de 2014. Un siglo ha pasado desde que la ciudad de Saigón, en Vietnam, la viera llegar al mundo bajo el nombre de Marguerite Germaine Marie Donnadieu. Me la imagino caminando por el suburbio de Saigón. Rodeada de
tierras aluviales y extensos manglares. Tal y como lo describe en El amante (1984), obra con la que obtuvo el Premio Goncourt. La veo silenciosa, andando entre fangos rojizos e inmensos y verdes arrozales. «Agua por todas partes; agua de lluvia, de río, de mar, bajo un cielo inmenso de luz y de húmeda calima». Después de ella, de la niña de Saigón, al pasar al menos 60 años, está una mujer con el rostro y el cuerpo devastados por el alcohol, vestida con una falda recta y chaleco, quien después de cuatro intentos de desintoxicación, entró en un coma de cinco meses. Pero a la vez, está la mujer que desde que tenía 15 años anticipó a su madre que lo único que deseaba hacer en la vida era narrar y así lo hizo hasta el final de sus días. Para ella escribir era «aullar sin ruido» y confesar, «borrar huellas». Y a eso se dedicó con vehemencia, hasta convertirse en un clásico de la literatura universal. «Literatura y realidad son dos nociones difícilmente separables en esta autora que atrapa y devora, lo que hace que resulte imposible tratar de renunciar ante el encanto de algo auténtico». Sus personajes siempre son seres que se aman, callan, duermen o lloran. A estos personajes los encontramos vivos en la novela Una tarde de M. Andesmas (1960), llena de una musicalidad excepcional, que bien podría confundirse con una balada triste narrada en una sola tarde, con apenas cuatro personajes centrales, un perro, una canción dulce, el mar, una casa, un sillón de mimbre y un viejo que espera. La obra de Duras es una constante revisión de su pasado. Y ella mismo lo corrobora: «Nunca había mentido en un libro, lo que está en los libros es más verdadero que lo que el autor ha vivido». Según Laure Adler, quien escribió una biografía de 640 páginas de Marguerite en
1998, dos años después de la muerte de la escritora, ella «inventó una nueva forma de escritura cantada y hablada». Duras poseía una gran habilidad para reinventarse y confesar lo inconfesable. «Su padre, profesor de matemáticas y colono, murió cuando ella tenía 4 años, y su madre, maestra, que tuvo otros dos hijos después, se dedicó a cuidar las tierras en una precaria situación económica. Construyó un dique en el Pacífico para que no se anegaran sus tierras y aceptó que, al menos por una vez, su jovencísima hija Marguerite se prostituyera. Una experiencia que dejó una marca imborrable en ella, que alimentó su escritura y empezó a esculpir como en el barro las arrugas de su vida, que luego plasmaría en El amante, traducido a cuarenta idiomas», señala Adler. Duras nunca estuvo de acuerdo con las biografías que se habían escrito sobre ella: «Las biografías que se escriben sobre mí no me interesan para nada. Mis libros deberían bastar». En 1991 escribió El amante del la China del Norte, como revisión de El amante, donde vuelven a aparecer los mismos temas: la niña, el hombre y el deseo, pero vaciada de lo negativo, quedándose con el amor y el silencio. Reescribe esta novela cuatro veces, volviendo así a revisar su oscura adolescencia. El Amante (1984) fue llevada al cine por Jean-Jacques Annaud con el protagonismo de Jane March y Tony Leung. Esta cinta batió récords de taquilla, pero Duras quedó muy descontenta con la película, y llegó a tener numerosos conflictos con Annaud, con el que rompió su amistad renegando hasta de su propia novela, de la que dijo: «El amante es una mierda. Es una novela de quiosco de estación. La escribí borracha. No tengo nada que ver con esa película. Es un fantasma de un tal Annaud».
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El amor, el sexo, la muerte, la soledad son temas recurrentes en la obra de Duras. Sus trazos autobiográficos la convirtieron en uno de los principales nombres de la nouveau roman (nueva novela); abordan temas llenos de soledad, destrucción, alienación social, muerte, ganas de matar, ganas de asesinar siempre. Anhelo de un silencio eterno. Y luego el llanto, siempre el llanto de una niña que experimenta la soledad y la escritura, el silencio y el deseo. Duras se apagó el 3 de marzo de 1996, en el tercer piso de su casa en el número 5 de la Rue Saint-Benoît. En los últimos años de su vida bebía de seis a ocho litros diarios de alcohol y apenas comía. La escritora se sentía repulsiva. «Me gustaba darme asco a mí misma. Me
veía destrozándome. Era placentero aquel desplome». Tras su muerte, ella dejó un legado de diecinueve películas y más de cincuenta textos entre novelas, relatos, obras de teatro y guiones de cine. Otros títulos de su trayectoria literaria son El dolor (1985), Ojos azules, pelo negro (1986) y La vida material (1987). «Duras se convirtió en un personaje apasionante: la sospecha del incesto con su hermano menor, la relación con la madre, la vuelta de la colonia a la metrópoli, la Resistencia, el niño que nace muerto en 1942, la espera y la vuelta del marido del campo de concentración (que cuenta en El dolor 1985), la expulsión del Partido Comunista, el alcoholismo, la desintoxicación, el impacto del Holocausto, el amor de Yann Andréa y el treintañero chi-
«Me gustaba darme asco a mí misma. Me veía destrozándome. Era placentero aquel desplome». no con el que descubrió el sexo y el placer cuando era adolescente», estuvieron presente durante toda su obra. «Yo podría haber pasado tanto por una pequeña puta como por una niña pequeña», escribió en sus diarios. Duras escribió todo con la ferocidad de un desesperado, entre amantes y alcoholes siempre, uno tras otro, que estuvieron a lo largo de su vida como dos demonios en custodia.
Fragmento del libro El amante, 1984 «Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinticinco años mi rostro emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí (…). Ese envejecimiento fue brutal (…). Tengo un rostro lacerado por arrugas secas, la piel resquebrajada. No se ha deshecho como algunos rostros de rasgos finos, ha conservado los mismos contornos, pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido. Diré más, tengo quince años y medio (…). Tengo quince años y medio, en este país las estaciones no existen, vivimos en una estación única, cálida, monótona, nos hallamos en la larga zona cálida
de la Tierra, no hay primavera, no hay renovación». Fragmento del libro Escribir, 1993 «Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Esta soledad real del cuerpo se convierte en la inviolable soledad del escribir. Nunca hablaba de eso a nadie. En aquel período de mi primera soledad ya había descubierto que lo que tenía que hacer era escribir. Raymond Queneau me lo había confirmado. El único principio de Raymond Queneau era éste: ‘Escribe, no hagas nada más’. Escribir era lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. La escritura nunca me ha abandonado[...]. Un escritor es algo extra-
ño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contrario del teatro y otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. El libro avanza, crece, avanza hacia su propio destino y el de su autor, anonadado por su publicación: su separación, la separación del libro, como el último hijo, siempre el más amado. Un libro abierto también es la noche».
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Hugo
Mayo: la vanguardia de un
poeta inoxidable
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Freddy Ayala Plazarte Atrás del tiempo la memoria; imagen del olvido
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n este punto quiero referirme, sin perder de vista el ámbito de la vanguardia, a la poética de Hugo Mayo en perspectiva de la memoria; es decir, cómo opera desde el lenguaje y más allá del mismo, la recurrencia al olvido, al pasado, que inexorablemente nos conduce como lectores a poblar otras dimensiones del tiempo. Entonces, memoria, tiempo y olvido como símbolos constitutivos de la poesía de Hugo Mayo, en los cuales el poeta simboliza su interioridad. Es así que tomaré como referencias fragmentos de poemas de las obras El zaguán de aluminio, Chamarasca y Oxidación. Acaso la memoria se plantea como la búsqueda de sentido en el ser humano, con la memoria damos sentido al mundo del presente de un determinado pasado, o también puedo sugerir la memoria como el
ir hacia el rescate de lo perdido, una fidelidad que nace a nombre de lo que está ausente. Por tanto, he observado que en varios pasajes de El zaguán de aluminio, Hugo Mayo se preocupa por retornar a la memoria, el olvido se vuelve presencia en el poema ‘Preludio de un regreso’; El hombre siglo descubrió en retorno/ su vieja soledad ya disecada (…) Intentó muchas veces su reencuentro/ y abrió su corazón al horizonte/ Sangraba en sus recuerdos. Y acaso Mayo nos abre un camino en el cual el hombre es anciano, toda vez que recuerda esa constante de volver sobre el espacio habitado. Ya lo dice Ricoeur: «El recuerdo plantea la dificultad de representar un hecho pasado que está ausente, que ha desaparecido (…), ausencia del pasado que es un alejamiento muy especial, ya que es la ausencia de lo anterior, de aquello que ya existió antes».2 ¿Y entonces, qué dimensión poética pretende Hugo Mayo? Es,
más bien, un futurista del pasado, lo digo con la certeza de que la mirada que retorna al ayer puede evocar el resplandor del siguiente kilómetro. Además, hay un niño y un zaguán, así dice el poema ‘El zaguán de aluminio’: Nino Amonalik, /viejo dibujante de cosas raras (…). De puro susto, se desmayó, / oyendo mis novimorfos poemarios /I le robé el dibujo /que guardaba en uno de sus bolsillos.¡Cómo me está golpeando/ el recuerdo de Nino Amonalik! Asumo entonces en estos versos que el poeta se habla a sí mismo, y edifica un espejo desde el cual poetiza su interioridad viéndose como el ‘niño’ que fue, y que ya no es; solo como el ‘niño’ que habita en su memoria y que, además, es la imagen del pasado. En relación a lo señalado, Manuel Cruz advierte: «La memoria del sujeto se refiere en lo fundamental a sí mismo: es la primera expresión de la autoconciencia».3 Es decir, el hermetismo de Hugo Mayo condensa un uni-
ensayo verso de reconocimiento de su ‘yo’ para acudir al ‘otro’: el mundo. Y no obstante, tiempo pasado, tiempo presente actúan como síndrome del olvido, Mayo escenifica el olvido en perspectiva de recuperación y reconocimiento del sujeto, como sugiere el poema ‘Para un remiendo’: Rondan cada mañana los jilgueros/ y hasta el recuerdo en lo perdido crece (…). Extraño absurdo de esconder olvidos/ Y dar la propia piel para un remiendo. Es probable que el sentido se construye en la experiencia de la pérdida, del vacío, pero a la vez como reconocimiento; así, el eterno retorno al pasado es la imaginería que Mayo practica, además, la poesía de Mayo está en relación con el mundo de las cosas y de los objetos, y no en la idealización o erotización del cuerpo o del sentimiento; la poesía está en la mecanización y la relación con el objeto, constante de que es la memoria la dimensión que atraviesa la infancia, la vejez, cuando en un mismo instante el sujeto es atravesado por las ‘tres edades’, y esta es la sustancia de la poética de Hugo Mayo. Mientras en el poema ‘Los insomnios’ la imagen del pasado opera como símbolo angustioso: Se apa-
ga el sol cada domingo/ Sólo la piedra duerme/ con la locura de un pasado. Además, argumento que la vanguardia que evidencia Mayo es un ejercicio de la memoria como ejercicio poético, en el cual desplaza lo descriptivo priorizando la imagen objetual, dice una parte del poema ‘Casi una canción’: Y al fin hay un olvido y un dolor que dice lejanía. Por otra parte, la relación cercanía-lejanía, ausencia-presencia, olvido-memoria son dicotomías que mutuamente interactúan en la construcción del poema, la lejanía genera la cercanía desde la ‘memoria’, la ausencia involucra otra presencia: el recuerdo. Por ejemplo, en poemas de Chamarasca, Mayo recurre al olvido con la parte mística de ‘Dios’ y la ‘muerte’, aquí el poema se muestra abierto a la pupila del lector, es decir, la muerte opera en la medida que la mirada del lector puebla las dimensiones ausentes del cuerpo y enigmáticas de la muerte, muerte que adquiere sentido en el sentido del lector, en la imagen que el poema conserva, el poema ‘Sábado sin Dios’: Para el llanto de la ausencia un apagón a tiempo/ es un alivio/ I eso que me golpea atrás/ y huele a sábado sin Dios/ se hospitaliza; mientras que el poema ‘Disco rescatado’ dice: Paraíso de la piedra y viento ausente (…). Ya el traje de los siglos/ vistiendo los misterios (…). Lejanía y funeral/ de Cristo en las llamas (…). Pero esta llama metálica que enciende los poemas de Mayo se condensa cuando el poeta se interroga en el poema ‘Luciérnagas en la hoguera’: Sobre el golpe del sacrificio/ ya el hundimiento de la verdad/ I nos preguntamos/ ¿Qué somos en la muerte? Y más aún, apuesta por el insomnio para asistir a lo sensitivo del poema, a la sensibilidad cósmica; La estrella que duerme sin saberlo/ copió la risa
del viento saetero/ pero despierta en el insólito momento. Y entonces al plantear que Mayo expresa irreverencia y subvierte la poesía de su tiempo, hago hincapié en que podemos observar el papel de la memoria, en perspectiva poética, introyectada en un espejo, en la cual Mayo recurre al pasado para encontrar sus enigmáticas imágenes, asumiendo el mundo como una continuidad, como un diálogo prolongado con su interioridad. Para Manuel Cruz «Perder la memoria significa el desafecto total: nadie se acuerda de uno ni tan siquiera uno mismo».4 Un mundo poético que en cada lectura nos permite emplazar los sentidos, porque la memoria es imposible sin imagen, y como hemos visto, los poemas de Hugo Mayo sugieren que la memoria opera desde una temporalidad, pero va más allá de la temporalidad del poema, condición necesaria del pasado y del olvido como búsqueda del sentido en la pérdida. A pesar de esto, decir que el olvido que configura en sus poemas es el resultado de que existió otro olvido, una previa ausencia. Ya lo decía Lezama Lima: «La poesía es el manantial dentro del mar, el agua diferenciándose del agua».
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Después de la memoria el tiempo; imagen urbana y resonancia poética
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Aquí abordaré el estadio de la memoria como imagen urbana; además, al sugerir resonancia poética pretendo evidenciar que Hugo Mayo, adherido a las vanguardias latinoamericanas de su tiempo, dio cuenta de lo que sucedía en las calles, la influencia tecnocientífica del proyecto moderno, el industrialismo, que inevitablemente se propagaba a inicios del siglo XXI. Desde este punto de vista, tomaré como referencia poemas de la recopilación Oxidación (2009), donde podemos abstraer una visión del contexto urbano, es decir, la ciudad que habita Hugo Mayo, las ciudades que el poeta habita, la relación que maneja entre el sujeto y el entorno urbano, a esto agrego el grado de subjetividad que halla su interioridad como forma poética de reescribir cada imagen. Siguiendo la propuesta de Manuel Cruz, sugiere: «Los objetos de la memoria están hechos tiempo, a tal punto que se podría llegar a formular, como límite conceptual, que el objeto puro de la memoria no es otro que el tiempo».5 Me parece acertado este acercamiento conceptual que Cruz hace de la memoria, porque la memoria involucra recurrencia al tiempo, vivido, visto o sentido. Y por lo tanto, la década de los veinte a los treinta en Latinoamérica supuso un cambio gradual del arte, particularmente la poesía evidenció una nueva imagen del mundo, por ejemplo las ciudades futuras en ‘Cinco metros de poesía’, de Oquendo de Amat, o el sonoro poema de Marinetti. En concordancia con esto, Hugo Mayo también recurrió a su tiempo para evidenciar que el poema no solo es dolor, pasión o flagelamiento, sino la poesía es una contestación al
mismo tiempo, una respuesta que ratifica el desencanto del hombre moderno en la ciudad. Del libro El zaguán de aluminio, cito el poema ‘Mediodía’: El sol va pasando/ con hambre/ olvidando los niños. Dentro de las vitrinas/ mundos soñados / por Copérnico. Carros con colonias/ giran sobre su órbita. Empleados que/ esperan en los ventiladores/ el milagro prometido. Como podemos ver, en este poema se abstrae una visión urbana y desencantada de la ciudad, porque es posible observar el ámbito materializado y la carente espiritualidad; el abandono del sujeto por el objeto.
Es evidente que Hugo Mayo en su poesía no solo quiso contestar con rebeldía al «vigente romanticismo dieciochesco», como él mismo decía, modernismo que centró su mirada en la tragedia y el sentimiento, sino que su rebeldía estuvo en observar lo que sucedía en las calles explorando la condición del otro. Y sin embargo en Oxidación, poema que inaugura la serie, dice: Los dos ojos durmieron derramando miles de estrellas./ La ciudad tiene muchas narices/ que estornudan por contagio. Hay una resonancia angustiosa que Mayo advierte respecto del espacio urbano
...La memoria nos enfrenta a la continuidad, a la permanencia de lo real. como el escenario de muchedumbres, donde el hombre moderno obró por contagio antes que por convicción propia. Por otra parte, el tiempo legitimado como veloz, mediato, donde la memoria es vulnerable porque el ritmo de vida es vertiginoso, a pesar de esto Mayo convoca una resistencia a su propio tiempo, y entonces el encierro urbano solo abre una posibilidad: recurrir al lenguaje y al sentido que opera en la memoria. En concordancia con esto, el poema ‘Alba’ dice: Observo/ parcialmente/ la cinematografía de la calle/ Puntos centinelas/ se cierran/ nostálgicos de sueño/ en tanto la alegría/ pasa rompiendo los cristales/ de una vida en/ ALPHA/ Va de prisa/ el pan nuestro de cada día (…). Además, Mayo no sólo demuestra ser espectador sino que, mucho más fundamental en su visión, se mimetiza en el ‘otro’ para hallar la interioridad del poema, para entablar el sentido de la memoria recuperando con su mirada la incertidumbre de su tiempo. Pero este ejercicio de la memoria como ejercicio poético de su tiempo, también involucra hacer una valoración en la que el poeta advierte y escenifica los ruidos que frecuenta el hombre moderno, las discordias que encuentra en la ciudad, donde el adaptarse a y el reconocerse con, son dispositivos para estar en el mundo. Desde este punto de vista, me remito hacer un diálogo de lo reflexionado con parte del poema ‘Golpe de los semáforos’: sobre los ojos dormidos en la aurora; si de nunca esperar a
veces dudo/ el verbo inconjugable/ es transitivo/. Que Dios espera la mañana de los jueves/ para cortar manzanas que maduran/. Cosas que nunca llegan/ y un silbo borracho trasnochado (…). Tal vez si me despierta/ la lluvia y sus candados/ pero hay silencio escondido/ entre mis manos. Acaso es un tiempo indescifrable para el sujeto de la urbe, que halla un sentido expresivo en la mecanización del poema, donde confluyen imágenes de una ciudad, de la vejez, de un niño, de la religiosidad, de los objetos como el ‘candado’, son ciudades que Mayo edifica en una misma ciudad, son memorias que nos transfiere la modernidad y la urbanidad operando en el poema vanguardista, porque esta visión rompe con el dilatado modernismo. Según piensa Manuel Cruz: «Somos no sólo aquello que nos contamos de nosotros mismos, sino también aquello que recordamos, aquello que nos atrevemos a recordar. La memoria nos enfrenta a la continuidad, a la permanencia de lo real».6 Desde esta perspectiva cito del poema ‘Saldo demente’: Ganas tengo de una tristeza/ mirada en un espejo/ I aunque soy el primero/ en el reparto/ me hundo en el olvido (…). En esta imagen que evoca el olvido como el único medio de legitimar la poesía rebelde que lo caracterizó, el olvido se convierte en el dispositivo de reclamar memoria y profundidad a su tiempo. Es así que Mayo se atreve a revelar la otra cara de su tiempo, en ruptura y continuidad, porque se interroga a sí mismo, porque además, su condición individual le permite asumir un enfoque colectivo, labor de la memoria, he ahí la importancia que articula nuestra valoración como Una correspondencia a la memoria, al único poeta ecuatoriano que sobresalió en el tiempo de las vanguardias latinoamericanas.
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Este texto publicado originalmente bajo el título Una correspondencia a la memoria, Hugo Mayo a la vanguardia de la poesía inoxidable, Editorial DADAIF [cartonera], Guayaquil, 2012 2 Paúl Ricoeur, ‘Definición de la memoria desde un punto de vista filosófico’, en Varios, ¿Por qué recordar?, Barcelona, Granica, 2002. p. 25. 3 Manuel Cruz, ‘De la memoria y el tiempo’, Cómo hacer cosas con recuerdos, Buenos Aires, Katz, 2007. p. 18. 4 Op. cit. p. 23. 5 Op. cit. p. 20. 6 Op. cit. p. 23.
Freddy Ayala Plazarte (1983) Poeta, ensayista y profesor universitario. Ha publicado los poemarios: Zaratana (2007); Kamastro de Matuta (2010); Mi padre en las rieles de Sumpa (2011); Nomenclatura del internado (Editorial Mar Abierto, 2013). Los ensayos: La metálica luminosa (K-oz, Retorno, 2011) y Una correspondencia a la memoria (Dadaif Cartonera, Guayaquil, 2012) acerca de la vanguardia del poeta Hugo Mayo. Con su poemario Con un manuscrito en el horizonte obtuvo el Segundo Premio en la Bienal Nacional de Poesía, Juegos Florales, Ambato, 2011. Particip en el Encuentro Internacional de Poetas y Artistas (ULEAM, Manta, 2011, 2012). Encuentro de Jóvenes Escritores de América Latina y el Caribe, por la XXI y XXII Feria Internacional del Libro, La Habana-Cuba, 2012, 2013. Es profesor en la Universidad Central del Ecuador.
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Lhasa
de Sela,
música en la carretera
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n febrero de 1973, Alexandra Karam, en algún lugar de México, leía el Libro tibetano de la vida y la muerte mientras empezaba a compartir su destino con su hija que había nacido hace cinco meses atrás en Big Indian, una zona rural de Nueva York. Aquel contexto generó un vínculo entre su hija y el libro: la llamó Lhasa, como la capital de Tíbet. Alexandra, actriz y fotógrafa, en compañía de su esposo Alejandro Sela, escritor mexicano, sus cuatro hijas y un sinnúmero de mascotas, transitaron varios años de su trayectoria de vida en un carro-casa en las carreteras entre Estados Unidos y México. Lhasa de Sela leía, cinco años más tarde, La princesa ligera, libro escrito por George MacDonald en la segunda mitad del siglo XVII. Como toda princesa, ella también había sido víctima de algún clásico hechizo: era inmune a la gravedad. Además, no sabía llorar y tenía que sortear constantemente las consecuencias que su condición de princesa flotadora le generaban. Tal vez la imposibilidad de la princesa de asentarse en alguna parte, le remitía a Lhasa a su propia
Isabel Guerrero condición de existencia: su vida había devenido en un viaje errante por las carreteras, con sus hermanas, sus mascotas y sus excéntricos padres. Su viaje sucedía entre lo transitorio de los paisajes, las lecturas y los idiomas inglés y español. La música de Chavela Vargas, Billie Holiday, Violeta Parra, Otis Redding, Amalia Rodrigues, Bob Dylan, María Callas, Aretha Franklin, Víctor Jara, Lola Beltrán, Atahualpa Yupanqui, José Alfredo Jiménez, Cuco Sánchez, acompañaba sus días. Su camino fue ciertamente particular; su niñez nómada no le permitía desarrollar un sentimiento de apropiación de un espacio definido ni de identificación a partir de ninguna nacionalidad, transcurría en un espacio temporal distanciado, donde la producción del sentido instrumental de la vida era endeble: Lhasa no podía aprehender los símbolos, valores, normas y pautas de comportamiento que caracterizan al humano automatizado promedio –y atraviesan y configuran el sentido de sus acciones, deseos y de su persona en sí–, desde las carreteras. Esa particular condición de existencia la obligó a construirse desde
otro lugar y, consecuentemente, fue delineando la fantasía desde donde se ubicaría y percibiría el mundo a partir de una perspectiva apartada de la habitual, donde la música, el tiempo y los espacios adquirían otras connotaciones y engendraban rutas de existencia y acciones distintas. Su producción artística solo puede ser asimilada desde su propia configuración: trasciende los efectos masificadores de la industria cultural de las urbes. Esta asimilación disímil del mundo, supondría para Lhasa una percepción del sufrimiento ubicada dentro de un marco de infinitud, y de la tristeza como algo que inexorablemente habita en el ser humano quien, a su parecer, constituía un compendio de emociones inescrutables e intensas, cuya concretización se daba tanto en situaciones cotidianas como en dramas descomunales. Pasaron trece años. Lhasa cantaba a capella en un pequeño café griego de San Francisco las baladas de Billie Holliday y algunas canciones mexicanas. Cuando cumplió 19 años, viajó a Montreal para reunirse con tres de sus hermanas que se dedicaban al estudio de las artes circenses. Encontró en aquella ciudad un lugar para quedarse, el entorno le regalaba energía y sosiego; incorporó su cultura, su idioma y empezó a desarrollar su actividad artística. Conoció al compositor y arreglista Yves Desrosiers y durante el transcurso de cinco años desarrolló su vida cantando en bares. En 1997 grabó su primer disco, La llorona, cuyas canciones fueron interpretadas en castellano. Esta producción logró concretar algo que a la industria cultural le fue imposible clasificar; de manera arbitraria, y sin mayor fundamento, nombraron al disco como World Music. Las canciones que lo conforman contienen influencias claramente perceptibles de la música ranchera, el country, y de
partitura canciones populares que, empero, interpretadas con su particular voz, no podían ingresar en ningún género hasta el momento definido. Las letras de las canciones entran dentro del ámbito poético, prima la connotación y la ironía. El disco obtuvo un éxito inusitado en Canadá y Francia, lo que condujo a Lhasa a volver a las carreteras para realizar sus giras; da conciertos en Canadá, Estados Unidos y Europa. En aquel espacio temporal, toda su energía se concentra en su música y sus conciertos: los paisajes por los que circula se desdibujan, no los percibe, no pasea, no se relaciona más que con su música y su público, con el que establece un vínculo lo suficientemente fuerte que le sirve como fundamento para reorganizar su identidad. La gira termina en 1999. Lhasa siente que es tiempo de alejarse un momento de la música y de su carrera artística, siente la necesidad de volver a su familia y cambiar su dirección: reencontrarse con su humanidad, su libertad y desvincularse un momento de su actividad como cantante y de las exigencias que implicaban. Viaja al sur de Francia para trabajar en el circo que sus hermanas habían fundado, Los Pocheros, en el que una interpretaba a un payaso, otra hacía de funambulista y la tercera actuaba de contorsionista y acróbata. Era un circo sencillo, alejado de lo que pudiese entrar dentro de la esfera de lo moderno y sofisticado. Para Lhasa, la lógica circense se desplegaba en el interior de una frontera final, marginal y extraña: una suerte de pueblo atemporal en medio de una ciudad. En Los Pocheros participa en los trabajos comunales indistintamente y, además, cuenta con un número en el que canta acompañada por un acordeón, ya sea sola o como fondo musical de los números de sus hermanas.
Así se empieza a configurar el trasfondo que permitiría la composición de las canciones que serían parte de su segundo disco, The living road, que lo graba nuevamente en Montreal junto al percusionista François Lalonde y al pianista Jean Massicotte, que arreglaron y coprodujeron el disco editado en 2003. Las canciones las compuso en castellano, francés e inglés. Lhasa nombra de ese modo al disco porque aquel título le sugería «movimiento, cambio, tiempo, ventura, accidentes de todo tipo, una historia, una vida. Un billón de vidas. También dolor de espalda. Paradas de camiones. Piernas tiesas. Baños sucios. Zanahorias recocidas». En las doce canciones que son parte del disco es fácil encontrar una lentitud y una experiencia concreta impregnada en las letras y en los acordes. En este disco, Lhasa crea un mundo de imágenes para ser escuchadas –espacios vacíos atravesados por luz y llenos de soledad– y de sonidos para ser vistos; le bastaba con cerrar los ojos para traducir su música en colores, esa es la experiencia que intentó transmitir a través de la música. La gira The living road la realiza en dos años, dio 200 conciertos en 17 países. La vida le resulta dramática, pero llega un momento en el que se niega a que su melancolía siga conduciéndola hasta la muerte, intenta diariamente que su tristeza e incertidumbre no la paralicen. Adquiere nuevas certezas: eso que se llama y se siente como amor destruye irremediablemente; no existe redención, simplemente se entrega a él y aprende a vivir con menos dolor. «Yo no uso el dolor y el sufrimiento, sino que ellos me usan», decía. Escribir y cantar para Lhasa constituía un intento de verbalizar la verdad y codificar lo que sentía e incomodaba. En 2008 publica el libro La route qui chante, en el que une sus vivencias más personales: la lectura de su mundo y el mundo. A la reproducción de su existencia y su producción ar-
tística le atravesaba esa profunda relación que mantenía con la soledad y que la compartía a través de la música. Su último disco lo edita después de seis años. Lo llamó Lhasa. Decía que contaba con una «cualidad luminosa»; cuando lo cantaba sentía un placer que se manifestaba en su cuerpo. Lhasa contiene una gran parte de Lhasa de Sela; fue ella quien realizó toda su producción, compuso las canciones, trabajó en los arreglos, eligió cuidadosamente los instrumentos –guitarras acústicas y de pedal, arpa, contrabajo, batería, piano– y fue parte de su grabación en cita casi totalmente en vivo. Las canciones esta vez pidieron ser escritas en inglés y, si se intenta otorgarles cierta clasificación, las acompañan sonidos de country, góspel, blues y folk. En el último disco de Lhasa se puede percibir una música renovada que, además de envolver un carácter melancólico, posee un poder que da intimidad y una particularidad que impide que se pierda en el limbo de los acordes y frases repetidas ad infinitum que recoge la música comercial. El disco lo presentó en Montreal y París. La gira que había sido programada para el 2009 fue cancelada. Islandia fue el lugar donde dio su último concierto; el tratamiento contra el cáncer desde 2008 la había debilitado. Lhasa de Sela muere después de lidiar 21 meses contra un cáncer de seno, el 1 de enero de 2010 en su casa de Montreal, cerca de la medianoche. Las canciones de Lhasa de Sela contienen algo que la supera a ellas mismas: sus acordes, su letra y su voz logran romper el tiempo de lo cotidiano y abren un espacio de entrada hacia un tiempo estético desde donde quienes las escuchan, pueden apoderarse de sus propios recuerdos y sensaciones desde un espacio y un lugar alterno.
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Las
embalsamadoras Traducci贸n del franc茅s: Patricio Viteri Paredes 22
Marcel Schwob
otras lenguas
N
A Alphonse Daudet
o dudo de que en Libia, en la frontera con Etiopía, donde viven hombres muy viejos y muy sabios, todavía existan esas hechiceras más misteriosas que las magas de Tesalia. Es terrible, en efecto, pensar que los conjuros de las mujeres puedan hacer bajar la Luna y meterla en un espejo de mano; o hundirla, cuando está llena, en un cubo de plata, junto con las estrellas anegadas; o freírla en una sartén como si fuera una medusa dorada de mar, mientras la noche tesaliense es negra y los hombres que cambian de piel vagan libremente. Todo eso es atroz, pero estas cosas me dan menos temor que encontrarme otra vez, en el desierto de color de sangre, con las embalsamadoras libias. Mi hermano Ophélion y yo habíamos atravesado los nueve círculos de arenas cambiantes que rodean Etiopía. Hay dunas terrestres que, a lo lejos, parecen de un verde claro como el mar o de un azul oscuro como los lagos. Los pigmeos no se acercan a estas regiones, y nosotros los habíamos dejado en las inmensas selvas tenebrosas donde el sol no penetra jamás; y los hombres de color cobrizo que se alimentan de carne humana y se reconocen los unos a los otros por el ruido de sus mandíbulas, se encuentran más lejos, hacia el poniente. El desierto rojo por el cual entramos para llegar a Libia estaba, a juzgar por las apariencias, yermo de ciudades y de hombres. Caminamos siete días y siete noches. En esta región, la noche es transparente y azul, fresca y peligrosa para los ojos, pues a veces esta claridad azul nocturna inflama las pupilas en seis horas y el enfermo no verá nunca más la salida del sol. Este mal es de tal naturaleza que solamente ataca a los que duermen sobre la arena sin cubrirse el rostro; pero los
que marchan día y noche no deben temer que el polvo blanco del desierto irrite sus párpados bajo el sol. A la tarde del octavo día divisamos, sobre la llanura de color sangre, unas pequeñas cúpulas blancas, dispuestas en círculo, y a Ophélion le pareció que debíamos explorarlas. La noche cayó bruscamente, como suele suceder en tierras libias, y cuando nos acercamos la oscuridad era enorme. Esas cúpulas brotaban de la tierra y al principio no pudimos darnos cuenta de las aberturas, pero cuando atravesamos el círculo que formaban, vimos que eran puertas con la altura de un hombre mediano y que todas estaban orientadas hacia el centro del círculo. Las aberturas de estas puertas eran oscuras, pero a través de los muy pequeños orificios abiertos alrededor pasaban unos rayos, como largos dedos rojos, que marcaban nuestras figuras. Un olor desconocido nos envolvía, y parecía una mezcla de perfume y corrupción. Ophélion me detuvo y me dijo que nos hacían señales desde una de las cúpulas. Una mujer, a la que no podíamos ver con claridad, estaba en la puerta y nos llamaba. Yo dudé, pero mi hermano me condujo hacia ella. La entrada estaba oscura, y también la sala bajo la cúpula; apenas nos acercamos, aquella que nos había llamado desapareció. Y escuchamos una dulce voz que pronunciaba palabras salvajes. Luego, la misma mujer ya estaba de nuevo delante de nosotros, sujetando una humeante lámpara de arcilla. La saludamos; ella nos dio la bienvenida en nuestro idioma griego, pero lo hablaba con acento libio. Nos mostró las camas de terracota, adornadas con figuras de hombres desnudos y pájaros, y nos hizo sentar. Después, diciendo que iba a buscar nuestra comida, desapareció otra vez sin que nos fuera posible distinguir, a la débil luz de la lámpara posada en el suelo, por dónde había salido. Esa mujer tenía los cabellos negros y los
ojos de color oscuro; vestía una túnica de lino; un cinturón azul sostenía sus pechos y ella sentía la tierra. La cena que ella nos sirvió, en platos de arcilla y copas de cristal oscuro, consistía de roscas de pan, higos y pescado salado; como carne solo tuvimos saltamontes confitados; el vino era rosado y pálido, aparentemente mezclado con agua y de un sabor delicioso. Ella comió con nosotros, pero no tocó ni el pescado ni los saltamontes. Mientras estuve en esta cúpula, no vi que ella metiera carne en su boca; se contentaba con un poco de pan y frutas en conserva. La razón de esta abstinencia era sin duda un asco que entenderemos fácilmente en este relato; y quizá los perfumes entre los cuales ella vivía le quitaban las ganas de comer y aplacaban sus partículas sutiles. Ella nos pregunta pocas cosas, y nosotros apenas le hablamos, pues sus costumbres nos parecían extrañas. Después de cenar, nos acostamos en nuestras camas; nos dejó una lámpara y preparó otra más pequeña para ella misma; después se fue, y pude ver que entraba por debajo del suelo, por una abertura situada en el extremo opuesto de la cúpula. Ophélion se mostraba poco deseoso de responder a mis conjeturas, y dormí con un sueño intranquilo hasta la mitad de la noche. Me desperté con el sonido crepitante de la lámpara, pues la mecha se estaba quemando en el aceite, y ya no vi a mi hermano Ophélion junto a mí. Me levanté y lo llamé en voz baja, pero él ya no estaba en la cúpula. Entonces salí a la noche y me pareció escuchar bajo tierra los lamentos y los gritos de las plañideras. El eco se desvaneció rápidamente y yo me di una vuelta por las cúpulas sin poder descubrir nada. Pero había una especie de estremecimiento, como si estuvieran haciendo trabajos en el suelo, y a lo lejos el aullido triste de un perro salvaje.
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Me aproximé a uno de los orificios por donde salían los rayos rojos, y pude subirme a una de las cúpulas para observar el interior. Entonces comprendí la extrañeza de la región y de la ciudad de las cúpulas: el sitio que yo estaba viendo, iluminado por inmensos candelabros, estaba lleno de cadáveres; y entre las plañideras, otras mujeres se afanaban con recipientes e instrumentos. Las veía cortar los vientres fríos y sacar los intestinos marrones, verdosos y azulados, que colocaban dentro de las ánforas; hundían un gancho de plata por las narices, rompían los huesos delicados de la raíz y recogían los sesos con una espátula; lavaban los cuerpos con agua teñida, los frotaban con perfumes de Rodas, con mirra y cinamomo; peinaban los cabellos, engomaban con colores las pestañas y las cejas, pintaban los dientes y endurecían los labios; pulían las uñas de las manos y los pies, y las estilizaban con una línea de oro. Después ―con el vientre ya plano, el ombligo vaciado y en el centro de ondas circulares― ellas estiraban los dedos de los muertos, blancos y arrugados, ceñían las muñecas y tobillos con anillos de electrones, y los enrollaban pacientemente en las largas fajas de lino. Al parecer, todas estas cúpulas formaban la ciudad de las embalsamadoras, adonde llevaban los muertos de los pueblos cercanos. Y en ciertas habitaciones el trabajo se realizaba en la superficie, mientras que en otras se lo hacía bajo el suelo. La vista de un cadáver que conservaba los labios apretados, entre los cuales se pasaba una brizna de arrayán, así como las mujeres que
no podían sonreír y querían acostumbrarse a mostrar sus dientes, me dio horror. Apenas amaneció, resolví huir con Ophélion de la ciudad de las embalsamadoras. Y, volviendo a entrar en nuestra cúpula, reemplacé la mecha de la lámpara y alumbré el lugar bajo la bóveda: Ophélion no había regresado. Fui al fondo de la sala y alumbré la abertura de la escalera subterránea, y escuché un ruido de besos que venía desde abajo. Entonces sonreí, pensando que mi hermano pasaba una noche de amor con una manipuladora de cadáveres. Pero no supe qué pensar cuando vi entrar bajo la cúpula, por una abertura que sin duda daba a un pasillo practicado al interior de la muralla de cemento, a la mujer que nos había recibido. Ella se dirigió hacia la escalera, y se puso a escuchar como yo lo había hecho. Luego se dio vuelta hacia mí y su rostro me dio miedo. Sus cejas se fruncieron y pareció que ella entraba de nuevo en el muro. Volví a caer en un sueño profundo. En la mañana, Ophélion estaba acostado en la cama junto a la mía. Tenía el rostro ceniciento. Yo le sacudí y le urgí partir, pero él me miraba sin reconocerme. La mujer entró de nuevo, y a mis preguntas contestó que un viento pes-
tilente había soplado sobre mi hermano. Agitado por la fiebre, durante todo el día se daba vueltas sobre el lecho, y la mujer observaba con los ojos fijos. Hacia la noche, él movió sus labios y murió. Me abracé a sus rodillas gimiendo, y lloré hasta dos horas después de la medianoche. Luego mi alma se alejó con los sueños. El dolor de haber perdido a mi hermano me trastornó y me hizo despertar. Su cuerpo ya no estaba junto a mí y la mujer había desaparecido. Entonces grité y recorrí la sala, pero no pude encontrar la escalera. Salí de la cúpula y trepé hacia el rayo rojo y acerqué mis ojos a la abertura. Y esto es lo que vi: El cuerpo de mi hermano Ophélion estaba tendido entre jarrones y vasijas; le habían sacado el cerebro con el gancho y las espátulas de plata, y su vientre estaba abierto. Sus uñas ya estaban doradas y habían frotado con asfalto su piel. Pero había dos embalsamadoras que se parecían tan extrañamente que yo no podía distinguir a la que nos había recibido. Las dos lloraban y se rasgaban la cara, besaban a mi hermano Ophélion y lo estrechaban entre sus brazos. Yo clamé por la abertura de la cúpula, y busqué la entrada de esta sala subterránea y corrí hacia las otras cúpulas; pero no obtuve ninguna respuesta y erré inútilmente por la noche transparente y azul. Y pensé que las dos embalsamadoras eran hermanas y hechiceras y celosas, y que ellas habían matado a mi hermano Ophélion para quedarse con su bello cuerpo. Me cubrí la cabeza con mi abrigo y me alejé violentamente de esta región de sortilegios.
especial
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na mañana de domingo, al finalizar un partido de fútbol en el estadio Olímpico Atahualpa, el periodista de radio se acerca a un jugador y le pregunta: ¿Cuál es el mejor futbolista del país?, a lo que responde: «Alberto Spencer, Polo Carrera y yo». Era Jorge Bolaños, el Pibe de Oro. Luego vendrían otras generaciones con Alex Aguinaga, Tin Delgado, el Nine Kaviedes, el Kinito Méndez, José Francisco Cevallos, y después el Chucho Benítez, Antonio Valencia, Jeferson Montero y otros. Casapalabras quiere destacar a esas tres figuras del fútbol ecuatoriano con textos literarios, para unirnos a la fiesta que traerá el Mundial de Brasil entre junio y julio cuando el mundo se convierta en un balón de fútbol. Concordamos con las palabras de Jorge Valdano, autor del título de este texto, quien afirmaba que al hablar del mejor jugador del mundo se debe referir a un jugador en su época: D’estéfano, Pelé, Maradona.
Cristian Noboa, Chucho Benítez y Antonio Valencia
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Toda cancha pasada fue mejor
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sí decía mi amigo mexicano Juan Villoro, lleno de nostalgia, como si estuviera disponiéndose para bailar un tango y no para escribir un texto sobre el fútbol: «Toda cancha pasada fue mejor». Y en esa frase sintetizaba no solamente la tristura y la nostalgia de la vieja escuela del fútbol, cuando la camiseta era el barrio, la familia, la patria, la vida, y el equipo, el club; era aquella amante perpetua que nos mantendría para siempre pendientes, obsesivos, fieles, visitándola domingo a domingo, mirando por sus ojos de fantasía, militando ciegos en su ideología de colores únicos, haciéndole fintas a la vida, amagando la pobreza de los días lunes, driblando juntos a ese destino cada vez más duro, cada vez más extraño, cada vez más ingrato, perdonando los errores de esta amante imprevisible, sus faltas, olvidando la derrota del último fin de semana, recordando hasta la saciedad el triunfo de esos muchachos nuestros, del mismo barro, de la misma estirpe, de cuyos pies dependía el mundo.
«Toda cancha pasada fue mejor», decía, y suspiraba: «¡Ay de un club que no cultiva santas nostalgias!», recordando a su equipo, aludiendo a la memoria, esa herramienta de la escritura que nos permite volver a vivir lo que ya se ha ido, especialmente los momentos más importantes de nuestra infancia, y de nuestra juventud, y de nuestra madurez, es decir el fútbol, esa magia circular que rodaba como un sol para calentarnos, para darnos vida, para permitirnos olvidar por unas horas —como en el sueño— aquella realidad dura, perversa, injusta, que nos esperaba filuda y venenosa a la salida del estadio. Cuánta razón tenía aquel extraordinario escritor argelino que «a medio camino entre el sol y la indigencia», acuciado por su angustia existencial, decía sencillamente: «No hay lugar en el mundo donde un hombre pueda sentirse más contento que en un estadio de fútbol». Se trataba de Albert Camus, el premio Nobel que era golero de un equipo de segunda. (Fragmento)
Alberto Spencer:
Una historia de magia y goles Kintto Lucas
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reo que fue la Copa Libertadores del 71. Jugaban los dos grandes del fútbol uruguayo, Nacional y Peñarol, para ver quién pasaba a la segunda fase. El primero clasificaba con un empate; el otro estaba obligado a ganar. Faltaba un minuto, el partido era parejo y se mantenía empatado 1 a 1, de repente Pedro Rocha se le va a Espárrago y centra el área, Spencer se anticipa a Masnik y gol de Peñarol. La hinchada de Nacional queda muda –aunque en realidad ya no sé si aquel gol fue en la Libertadores o en el campeonato uruguayo, ni si fue en el 71 o en el 72. Tampoco recuerdo si fue real o sólo imaginación–. Son tantas las broncas que hizo tener a los ‘bolsilludos’ aquel centrodelantero ecuatoriano, que nos acordamos de todas y nos olvidamos de la mayoría. Eran los tiempos en que el fútbol de Uruguay todavía estaba entre los mejores del mundo, se jugaba muy bien en el Río de la Plata, había grandes jugadores y los dos equipos montevideanos se mantenían arriba en la Libertadores y la Intercontinental. Eran los tiempos del fútbol jugado con calidad, ¡qué tiempos! Aunque a veces me falla un poco la memoria.
DOS Pero los tiempos de Alberto comenzaron antes, allá por 1960, el día que llegó a Montevideo. Lo llevaron por la noche a Los Aromos, donde Peñarol estaba concentrado a la espera de un partido frente a Nacional que definió el campeonato del año anterior. «Los compañeros me recibieron bien —comenta Spencer—. Juan López, aquel que fuera técnico de Uruguay en el Maracanazo, dirigió a Ecuador en la Copa América del 59 y me recomendó a Hoberg y Wi-
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lliam Martínez que eran los más veteranos, porque los demás muchachos eran muy jóvenes, era un equipo que se estaba armando». El debut fue frente a Atlanta de Buenos Aires, donde jugaba Luis Artime y empezaba de despuntar en el arco un loco del fútbol llamado Hugo Gatti. Peñarol ganó 6 a 0 y Spencer convirtió tres goles. «La gente no entendía nada —dice—, era muy raro que hubiese llegado un ecuatoriano y que además hiciera goles. En ese momento, el fútbol uruguayo era muy fuerte, hacía sólo diez años del Maracaná. Luego vino la Copa Libertadores, salimos campeones y fui el goleador. Allí la parcialidad comenzó a tenerme confianza y yo me sentí mucho más seguro. Aunque seguía sintiendo la responsabilidad que me llegaba de Ecuador, porque a cada partido venía un periodista para cubrir mi actuación. Allá todos estaban expectantes».
neo internacional de importancia, Alberto reforzara al local. En el segundo partido, le hizo un gol a Peñarol. A fines de ese mismo año se jugó la Copa Americana y él defendió la camiseta ecuatoriana, el técnico era el uruguayo Juan López. El campeón fue Uruguay y al finalizar el torneo, López recomendó a Spencer para que fuera a jugar en Peñarol. En los primeros días del año 1960 se hizo la transferencia del Everest al equipo aurinegro. Era la primera vez que un jugador ecuatoriano salía al extranjero. «Tenía veintidós años y sentía la tremenda responsabilidad de defender a Ecuador vistiendo los colores de Peñarol. Los días previos a mi partida fueron una locura, me homenajeaban en mi pueblo, en la Federación, los amigos, en el club y hasta me organizaron un partido de despedida en Quito», comenta Alberto.
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TRES
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Los recuerdos del fútbol van surgiendo de a poco y se entrecruzan con otros pensares, pero estoy casi seguro que la historia comenzó antes de 1960, en otra parte. A mediados del año 1959, para inaugurar el Estadio Modelo de Guayaquil se disputó un cuadrangular en el que participaron Emelec, Barcelona, Huracán de Buenos Aires y Peñarol de Montevideo. Spencer jugó reforzando al Barcelona y convirtió el primer gol en el nuevo estadio, se lo hizo a Walter Taibo que atajaba en Huracán. Era común que cuando se jugaba un tor-
La memoria vuelve a traicionarme, pero si no me equivoco, la historia se inició antes de la llegada a Uruguay, mucho antes todavía, en un pueblito llamado Ancón, a 130 kilómetros de Guayaquil. El hombre trabajaba en la compañía Angloecuatoriana, era inglés y se casó con una joven ecuatoriana. Pero ninguno de los dos se imaginó que el decimosegundo de sus catorce hijos, al que llamaron Alberto, sería ídolo del fútbol sudamericano. Eran siete mujeres y seis varones. Alberto tenía sólo ocho años cuando murió su padre de un ataque al corazón, desde ese momento su niñez se complicó, aunque los mayores que ya trabajaban en la Angloecuatoriana se hicieron cargo de la familia. «Mi padre, como buen inglés, era muy exigente —comenta—, aunque también lo recuerdo claramente jugando con nosotros y haciéndonos cantar a todos juntos. A mi madre por suerte la pude disfrutar bastante, siempre fui muy apegado a ella, supongo que porque era el menor de los varones. Gracias al fútbol le pude hacer su casa en Guayaquil». Marcos, su hermano mayor, era puntero derecho del Everest de Guayaquil y llegó a jugar en la selección ecuatoriana. Jorge, el segundo, jugaba en el Barcelona. Alberto empezó a jugar al fútbol en el colegio del pueblo, luego pasó al Andes de Ancón. A los quince años ya pintaba para gran goleador. Entonces, sus hermanos decidieron llevarlo al Everest, donde empezó en las inferiores hasta que a los 17 se inició como titular. «Extrañaba tanto mi pueblo —dice—, que en el contrato estaba estipulado que sólo viajaría a Guayaquil para los partidos. Así, seguía viviendo con mi madre,
entrenaba con el Andes y los domingos me iban a buscar en un coche para el partido, después me llevaban de vuelta a casa. Jugaba de centrodelantero pero con el diez en la espalda».
CINCO Pensándolo bien, creo que la historia de Alberto Spencer empieza y termina en cada gran victoria de Peñarol. En cada campito de Uruguay, en cada canchita de Ecuador, donde los pibes se ponen su nombre y manejan la guinda como los dioses. Y la historia está en sus goles. En aquellos que les hizo a River Plate argentino en la final de la Libertadores del 66, cuando Peñarol perdía 2 a 1 y ganó 4 a 2 en el alargue. En aquel partido, Alberto cada vez que fue a la pelota, ganó. Cada vez que ganó remató. Cada vez que remató, la pelota se fue al fondo de la red. El primero fue un golazo y además inició la reacción de Peñarol. Rodeado de defensores, en una superficie donde no era muy fácil sacar la pierna para el impulso, dio un medio giro perfecto y cuando caía la pelota la tomó de bolea con la zurda. Puso el 3–2 en el alargue, con un cabezazo, ganándole a tres de River. Y además fue un problema constante para la defensa millonaria, carta de triunfo de la delantera aurinegra. Tranquilo pero dinámico, no bien un defensor dejó caer la pelota, él ya la pescó y a cobrar. Cada vez que entró en juego cambió la tranquilidad por velocidad e imprimió un vértigo que desconcertó a sus marcadores, con un pique demoledor. Los escribas de todas las geografías supieron elogiar su calidad. Esa que puso de manifiesto en aquellas finales de la Intercontinental con el Real Madrid, cuando hizo tres de los cuatro goles ‘manyas’. Un periodista franchute de nombre François Thébaud, de la revista Miroir du Footbal, de París, dijo por entonces: «Sin duda, Spencer ha sido la gran atracción del match. Yo lo conocí hace seis años, cuando fue la primera Intercontinental. Los progresos que ha realizado me resultan sorprendentes. Es el único jugador que me hace recordar, por sus cualidades y su estilo, al formidable Pelé. Del gran brasileño tiene Spencer la misma desenvoltura, la potencia, las increíbles posibilidades de aceleración, el sentido que le permite esquivar los golpes, la técnica sin fallas. También un extraordinario juego de cabeza. Juzgándolo por la manera como se entendió con Joya en el segundo gol, su inteligencia para el fútbol colectivo es muy superior a la de Eusebio, a quien exageradamente se ha querido comparar con Pelé. Spencer es el único que soporta comparación con el incomparable futbolista de Brasil».
Pelé y Spencer
SEIS Spencer está en un rincón de la historia de Peñarol. Su fútbol es una imagen de ese gran club en el que jugó once años, ganó Libertadores, Intercontinentales y campeonatos en Europa. Ganó todo, sólo le faltó participar en un Mundial. Podría haber estado en el ataque uruguayo en México 70, pero no se dio. Si bien jugó con la preselección, no quiso nacionalizarse porque perdía la nacionalidad ecuatoriana. A la celeste le faltó un centrodelantero de su categoría para llegar más alto que aquel cuarto lugar.
Cuando los ojos y la memoria se pueblan de imágenes. Esas imágenes ya son una partecita de la historia del siglo, ¿y qué es el siglo sino recuerdos? Los recuerdos, sean reales o imaginarios, sean soñados o vividos, están ahí, por lo tanto existen. La memoria del fútbol ecuatoriano existe en el juego de Alberto Spencer. (Tomado del libro Fútbol y literatura. Editor, Raúl Pérez Torres).
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Jorge Bolaños:
Se busca un para una pichanga de ángeles Fernando Artieda
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ómo nos vas a hacer esto ‘giorgi’ semejante cagada. Cómo fuiste a torcerle de ese modo el rabo a la chancha a patear el balde. Es cierto que te habías retirado hace chance y que de tus botines colgaba una lágrima mohosa de nostalgia pero por las calles del barrio se escuchaba todavía tu trotecito de pelotero viejo tu voz de guacharnaco mandón arremangando tu tropa a la victoria. Y en la esquina los sábados de tarde entre bielas y música de radio los panas recordaban tu luz tu maravilla tu melena tus golpes tus relajos de zambo patán porque Dios –el único que te entendía la jugada– nunca había aprendido a tocar el balón ni podía ser árbitro. Yo te recuerdo desde cuando jugabas en las calles de los alrededores del Parque de
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la Madre barrio de gente sabida bonchera y solidaria. Y después cuando enrolaste en el Club Sagrario y jugabas con Sernaqué, Tolozano y Milton Pérez y ponías de rodillas al sol con el trueno de tu rayo y tu relámpago. Por eso no nos llamó la atención cuando entraste de golpe al fútbol grande a Emelec a River Plate a Barcelona. La bandera de la patria te envolvió para siempre como pollera de madre para abrazar tu cintura de jebe tu tinta de conserva de pechiche tu milagro de santo. Por eso el cemento se cuarteaba cuando amasabas la pelota como un pan de cuero porque la gente se volvía un gigante desaforado con tu fútbol como jalea de guayaba como canto de poeta en camino de estrella. Jorge Bolaños Carrasco
mandamás del pepo y del trompo de la pega con vida y de la perinola de cometas elevadas de capuchinas sin rabo del primero sin que te roce y por supuesto del indorfútbol con pelota de trapo y la camisa metida en el bolsillo de atrás del pantalón. Ahora te has ido sin decirnos nada pibe de oro sin dejar pagadas las cervezas a la gente del barrio que cuarenteó tu muerte hasta la madrugada dejándonos con la mirada boba detrás de tu última cabria de pantera florida cuando te sacaste a la muerte sobre la raya y ella te hizo el penal que no cobraste nunca dejándonos con la bata alzada con el balde de morocho hirviendo solo porque te cruzaron el dato de que andaban necesitando un diez para una pichanga entre los ángeles. (Tomado de la Enciclopedia del fútbol ecuatoriano, Tomo Fútbol y literatura. Editor, Raúl Pérez Torres).
Polo Carrera:
«Hechicero
albo y gallardo»
Galo Mora Witt
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s que el vestuario va de la mano de la magia y Polo era una especie de hechicero albo y gallardo. Con la indumentaria de la Universidad podía revolotear sin ser acróbata, volatinero y equilibrista sin moverse del piso; sin esa divisa, era uno más entre los picapedreros. En ocasiones había un desteñido fulgor, otras una lumbre mortecina, pero la chispa, la luminiscencia venía con la camisa blanca. Cual un trompo magro, movía la cintura bailarina, mientras caían hacheros y rivales. Además, para agregarle fantasía, era algo tuerto, por un accidente infantil, dicen algunos. Tenía la visión partida, como esos fotógrafos de parque, de los que usan manga, y que, por tener cerrado uno de los ojos, pueden ver más que mirar, y son capaces de dejar encerrado en un óvalo de flores, el candor del niño y la pedantería de las abuelas. La revista Calcio de Milán, # 39, de marzo de 2001, trae, en sus páginas centrales, la fotografía del prestidigitador que iluminó la infancia y la adolescencia. De no haber sido por aquella fulgurante aparición en la página de aquel magazine, que cita a Polo Carrera entre los más virtuosos futbolistas del siglo XX, no habría imaginado que su nombre resonaría más allá de los cánticos universitarios y nacio-
nales de los años sesenta y setenta que lo vieron amalgamar los pies y el balón en un asombroso telar de complicidades. Cuando Polo atrapaba el balón, daba la impresión de que, en lugar de recoger la pelota con suela y cuero, la guardaba celoso en un bolsillo de payaso. Sus pases largos tenían la precisión de una bodoquera. A veces, cuando detenía con el tacón una pelota lanzada centellante desde cincuenta metros, la admiración del graderío lanzaba un !Oh!, con esa apariencia de amigos entrañables que produce la vecindad entre desconocidos. Tras las fintas del poeta, los anónimos cómplices, convertidos en camaradas por los hechizos del astro, festejaban con cerveza y malta las proezas del gran zurdo. En el estadio ‘César Aníbal Espinosa’, que lleva el nombre de quien fuera vicerrector y benefactor de la Universidad por más de treinta años, asistíamos a los tradicionales enfrentamientos con la Sociedad Deportiva Aucas, nombre heredado de la relación de este club con la compañía petrolera Shell, saqueadora, como tantas otras, del petróleo amazónico. El nombre de Aucas, en su significado de ‘salvaje’, fue aplicado a la nacionalidad Huorani por los colonizadores. Huorani quiere de-
cir ‘gente’, que sin duda habría sido una mejor elección y un reconocimiento a su mágica condición humana, pero se institucionalizó el peyorativo nombre con el que mestizos putativos aplican a lo diferente, lo que contrasta con su apacible hipocresía. Esa misma gazmoñería era llevada al estadio para ser repetida de manera periódica. Una ocasión, el encontronazo entre dos jugadores afroamericanos que representaban a los clásicos rivales, dejó la peor parte para el jugador universitario. En repulsiva, pero humorística manifestación racista y posesiva, surgió, desde la tribuna, la sonora injuria: «!Negro hijue puta, trátamelo bien al moreno!». En otro concierto de exquisitez de Polo, acompañado por baluartes como Tito Larrea, Ramiro Tobar, Patricio Pintado, Scalise, Zubía o Carlitos Ríos, surgió lo imprevisto. Ante un tiro libre efectuado con magistral comba por el ariete izquierdo, el arquero rival solo pudo observar el ingreso del balonazo en las mallas. Un hincha de Liga, el señor Rugrats, equivocadamente instalado en la barra del adversario, se levantó y gritó enfervorizado el gol del crack. Ante tal festejo un encolerizado integrante de la barra auquista le arrojó una naranja chupada en plena nuca. Cuando
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el hincha regresó a ver no encontró ningún vestigio del agresor. Al segundo gol del equipo merengue sucedió cosa similar, salvo que el naranjazo esta vez se incrustó, casi literalmente, en su cabeza cana. Advertido el hincha, en lugar de ubicarse junto a sus cofrades, urdió una estrategia para identificar al pendenciero. Cuando Polo marcó el tercer tanto, el fanático, en lugar de repetir el festejo, se dio vuelta y encontró al exaltado auquista, naranja en mano, en franca disposición de lanzamiento; entonces, lo increpó: «Ya te reconocí, si eres igualito a tu mamá». El desorientado provocador ripostó: «Por qué, pues huevón», a lo que el señor Rugrats apostilló: «Porque vos también tiras a las escondidas...». Otro desafío histórico ha sido el que ha encarado el plantel universitario con El Nacional, equipo que representa a las Fuerzas Armadas, y conformado exclusivamente por jugadores ecuatorianos. La rivalidad ha escapado de los linderos de los estadios para simbolizar los enfrentamientos entre sociedad civil y militares, especialmente en épocas de dictadura. Las barras de aliento no podían estar al margen de la contienda, y mientras el refrán de Liga Deportiva Universitaria, consecuente con su origen, repite la muletilla proverbial: «Adelante, adelante, adelante Universidad/ en el tiempo y el espacio, tu nombre sonará/ Univesidad, Universidad, Central/, el cántico de los fanáticos nacionalistas, coreado en son marcial, por lo menos en la versión del Charro, artificioso testigo, decía: «Si ganamos, ganaremos si perdemos perderemos pero nunca perderemos la cultura que ‘tenimos’».
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zurdo Armado Tito Larrea deslumbra con sus piques y cabriolas. Uno de los pocos fumadores venerables que quedan, Larrea, arquitecto de profesión, dice: «En aquel tiempo representar a la Universidad Central era un reto y un honor. Los rectores y profesores visitaban al equipo. No jugábamos por dinero». Tito Larrea campeón con L.D.U., en 1969, confiesa que su más grande orgullo ha sido jugar en la Selección Nacional, con la que estuvo a punto de llegar al Mundial de Inglaterra de 1966. «El regionalismo y los errores del entrenador no lo permitieron. Fue el año en que marqué un gol a Chile, el tanto más importante de mi carrera, que, sin embargo, fue anulado de manera absurda». No sería el único estigma para un país que muchas veces se precia de lo que estuvo a punto de conquistar. Más que del ‘nunca jamás’, país del ‘casi’. El ‘maestro’ Polo Carrera, en virtud de las ruindades y vicisitudes que el fútbol conlleva, o tal vez «por el olvido, esa memoria de los dirigentes», como dice Enrique Estrázulas, anduvo, tras su espléndida y festejada incursión en el Peñarol de Montevideo, por las filas del escuadrón militar.
Entonces los hinchas universitarios, perdonando la temporal deslealtad a su divisa, lo calificaron como ‘el Walt Disney del fútbol’, y tal apelativo se lo ganaba, decían, por su cualidad de hacer jugar a los animales. Después del retiro de Polo Carrera como jugador activo, a los treinta y ocho años de edad, lozanas ilusiones han poblado nuevos recuerdos, pero serán, sin duda, reminiscencias de otros. Grandes jugadores han vertido su talento y sacrificio, pero la infancia, al abandonarnos, fue arrastrando mitos y leyendas: los goles de hoy no los ve el niño de ayer. Las utopías de la juventud, esas de cambiar el mundo, han caído por precipicios y barrancos, dejándonos, apenas, el viejo fanatismo humano por la libertad y la justicia. Somos sin embargo afortunados: tenemos la vejez para mentirnos. Las aventuras endiosadas de la niñez son hoy amasijadas por el vanidoso gusto de las palabras que subvierten el pasado y lo hacen parecer dichoso, soñado y muerto. Quizá el fugitivo poder de los sueños sea capaz de regresarnos al tiempo del asombro, al aire imantado de los mitos. Ayer he soñado secuestros y sastrerías, rondas de mis hijos y libros sagrados, gallos de huerta pobre y maduros podridos. Con un equipo de mierda hemos posado para un fotógrafo ciego. El árbitro, un escribano inglés, anuló varios goles porque estaban desafinados. La afición celebra las derrotas con champán y orgasmos, y grita, con íntimas lágrimas, en la media noche: «...Adelante Universidad». Las añoranzas y los sueños. Se duermen para soñar y recordar. Quizá mejor, porque los sueños llevan estampado el invisible tatuaje del recuerdo. (Extracto del capítulo VII ‘Adelante Universidad’, del libro Un pájaro redondo para jugar, de Galo Mora Witt).
Junto a la magia de Polo Carrera y haciendo un inolvidable tándem, el puntero David, sueña fútbol.
palabra cruzada
Humo portรกtil: Breves apuntes sobre la narrativa de
Umberto Eco
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José Aldás
Pragmaticus
Structurae
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E
n la totalidad de las novelas de Umberto Eco, detrás de las relaciones textuales y la teoría, se desarrolla el universo de la ficción. Umberto Eco aprisiona y desata la semiología en sus novelas, el Umberto Eco escritor, pasante del bosque narrativo. La filosofía y la ficción que goza de innumerables privilegios ya redimidos con los ejemplos de novelas históricas (Baudolino, El cementerio de Praga), de narraciones autobiográficas y de crónicas literarias. Allí en donde se mezclan y se generan géneros, existe un espacio de literatura justificada por sí misma, metalingüística, una narración que se justifica únicamente por el lenguaje y que vive enteramente de la ficción. Se supone por supuesto que la ficción, naciendo desde un punto arbitrario de la realidad, apunta a su desarrollo, a su evolución. Este punto arbitrario contendrá todos los puntos que el escritor necesite para que su creatura, su creación, esté; sea paralela a la realidad, exista de alguna forma. La realidad ejecutada desde sus más primigenios orígenes, tiempo y espacio, pero unidos al criterio de ficcionalidad y lenguaje: la metaficción. Y si el espacio es una relación entre objetos1, obtendremos que la realidad también se conforma de pensamientos, ideas y palabras, a más de la colección de materia y antimateria. El lenguaje que contiene a la filosofía y viceversa. En ese punto de interacción mutua nace la metaficción, destinada a perpetrar. La literatura como oficio de autoconstrucción y de autodestrucción que termina en una estructura compleja, realmente compleja en el uso y la conexión de tantas y tan variadas partículas de información. El uso y el abuso, la forma desarmada de la estructura. Desde Il nome della rosa que transcurre en una sola semana, hasta Il cimitero de
Praga que juega de mil formas con la novela histórica. La estructura siempre llena de obstáculos, de millones de preguntas abiertas en las páginas, para afirmar que la literatura existe por sí misma, se valida a sí misma cada día. Una pequeña leyenda salida de un libro que termina como cultura general, cuestión de todos (verbigracia lo que pasó con nuestro totalmente extraño Don Quijote, visto que casi carecimos de feudalismo, y al que recordamos como un antiguo amigo; qué decir de Cien años de soledad
o El amor en los tiempos del cólera, que sin incluso haberlos leído se sabe que fueron escritos por García Márquez; un sinfín de cuentos de los hermanos Grimm, las historias de Verne, que gracias a la globalización cultural –nacida con los medios multimedia–, se convierten en un fenómeno social). Esto equivale a que la cultura genera un espacio real dentro de la vida subjetiva de cada individuo. La cultura, sin darse cuenta, regirá la vida de la especie en base a los logros o los desastres que hayamos producido,
tautológicamente, con su propio uso. Producirá siempre su eco. Este uso pragmático e inmediato de la literatura, tamizada por el lenguaje, mesurada en sus términos y regida únicamente por sus reglas; la mixtura de ideas y el punto de coacción inevitable ya no con una idea clásica de filosofía sino con una estructura definida y desorganizada de un sistema de pensamiento, manifiesto siempre en la personalidad de los actantes, inexistentes pero siempre presentes, siempre permitiendo que la ficción, con sus
movimientos y sus pausas, prosiga su infatigable concierto de relecturas y contralecturas. La literatura de Eco orientada hacia la re-construcción de un mundo en base a los apocalípticos y a los integrados en ejercicio constante de coerción, de distanciamiento y desorden (también porque Il nome della rosa es su única novela de una semana: Il pendolo de Foucault permite la narración distanciada por siglos pero interconectada por la trama, según el plan de los templarios para conquistar el mundo; La misteriosa
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Con
respecto a la furia
bibliomaníaca
fiamma della Regina Loana que narra los últimos –si bien también los primeros– instantes del viejo editor Gianbattista Bodoni, viejo no por su edad visto que no pasa los 60, sino anciano por la cantidad de libros que reconstruye y conforman su historia personal, su versión de la realidad, condimentada con imágenes vivas y a colores, aunque la niebla se reparta en citas por todas las páginas), un movimiento caótico, teratológico, que produzca un símil de la armonía en el lector. Las historias de la belleza y de la fealdad coexistiendo bajo un mismo fin: el de la literatura –el lenguaje–, conductor de la realidad, como ya nos dirían los estructuralistas – Chomsky, a la cabeza–. El lenguaje como reflejo y deformación –¿deconstrucción?– de la realidad.
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La cantidad de partículas de información jugará un papel fundamental en la construcción de realidades paralelas. Recordemos que Mo Yan afirmó que entre los autores que más influenciaron su obra estaban gran parte de americanos (hablando por Faulkner, o, una vez más, García Márquez, hasta el imprescindible Borges), y que el mismo Eco en Il nome della rosa afirma la gran influencia, otra vez, de Borges. La literatura espacial que se interconecta siempre con sus congéneres y revela conexiones insólitas. A veces distantes. La infancia siempre con ayuda de mitos y leyendas, de cultura popular, reconstruida a partir de los libros, de los cuadernos de notas que se van dejando como serpientes ingenuas. Il pendolo di Foucault contiene una ayuda kantiana para la conexión, el juego, digamos el malabarismo de las palabras y las cosas2, a través de conceptos –obviamente nacidos en libros y yacentes en lo que llamamos cultura general– se interrelacionan cosas, separados el significado del significante, en base al diminuto sema, crear espacio. Interacción de objetos. Heidegger: el tiempo no existe, es un cuento de la humanidad, creado para medir cosas que la humanidad misma crea; es decir, existe per se, transcurre sin necesidad de mencionarlo (apenas escrito un después, o un ayer, se crea un tiempo que sostenga esa palabra. Que no muera en el intento de decir, de decidir) y actúa en conjunto con el universo ya en pleno funcionamiento. La digresión temática, la simbiosis de tramas, todo ligado a las páginas de otros libros que, a su vez, remitirán a otros libros. La entera percepción de la realidad del ser humano gobernada ya no solo por el mundo de los sentidos, sino también por el peso de
las ideas, agobiado por la cantidad de información (Bacon es la versión del inmortal de Eco, y el sobrenombre de Casaubon es el de la única novela de Poe, la casa editorial Manuzio que existiendo, no existe3). Hay quien acusa al péndulo de exceso de información. Hay quien empieza y nunca termina sus páginas-disparos, sus páginas-bofetadas: el caso es que, por ejemplo, la siempre mencionada lista, entera y desmigajada, de los grados y las medallas de los templarios que en el caso propio del péndulo sirve –al narrador y al personaje– para el mutuo aprendizaje, para la mutua explicación. El pensamiento clásico, el contemporáneo, enmarañados de una manera perfecta: ¡Eureka! se ha encontrado, Mircea, el eterno retorno. Todo siempre relacionado, nacido desde la narración –los fantasmas, el no ser– de un escritor con manías de filósofo. De semiótico. El símbolo, su juego. Baudolino, pobre campesino con el defecto de la memoria4, sabe el ríspido alemán del siglo XVI, lo que le permite que su historia –nacida en unas páginas con un latín aún más ríspido, en proceso de evolución, dialectal; en las entrañas mismas de la ficción– dé de narices con la historia de Federico Barba Roja, y sin que eso baste, después de su relación inicial con la realidad histórica partirá hasta los extremos más profundos de la subjetividad histórica (Baudolino anciano se enamora de una sátira y copula –hace el amor, con amor– con ella5). También al tradicional símbolo, la mitología, Levi-Strauss. Giambattista sufre un infarto sobre una memoria di carta, lo tumba para siempre un infolio de 1623, con la mirada probable de Shakespeare y sus obras completas6. Y tanto para tanto. La nostalgia del lenguaje, también. La memoria del lenguaje, también.
Nunca hay
tiempo para tanto
La invitación formal hacia la lectura del Eco narrador: partiendo ya de Barthes, de Propp, de los lingüistas y del lenguaje, de los filólogos y los traumas, todo junto en un conjunto; aunque los temas queden pendientes. El eterno femenino repetido con varios nombres encima, delante, detrás, con humo, en las novelas (Lia solucionadora de problemas mundiales; Ipazia perfecta y bella, mitológica; Lila Saba, sabiendo que nunca más se volverá a verte, porque estás muerta en la memoria, y dentro de ella vives, haciendo útil lo inútil, todavía), también, porque siempre es un pretexto que no se puede evitar en el texto. La religión y la cultura, la humanidad y sus preguntas, la humanidad y sus respuestas, en el sencillo –pero no por eso menos profundo– lenguaje de la ficción (en comparación con sus trabajos de ensayística que rayan lo sobrehumano, lo sobrenatural), con el lenguaje, solo, y con la memoria. Con la psicología. De entre todas las páginas, el narrador o el filósofo victoriosos, el lector, también probable, obtiene la catarsis, puente siempre necesario para ningún lado, donde se mezclan los géneros para generar géneros. El tiempo que sin decirlo existe. La relación de objetos –información, partículas–, que es el espacio. El lenguaje sencillo sosteniendo al mundo. Umberto Eco nutriendo a la literatura italiana. Pero in my end is my music, decía Sanguinetti.
Eco, Umberto. Baudolino. Tascabili Bompiani. IX edizione. Italia. 2008 También tomando en cuenta que el Foucault al que hace mención el título no es el próximo Michel, sino el lejano León, autor del experimento en la cúpula del conservatorio de París. El reloj colosal que gira con la tierra. 3 Eco, Umberto. El péndulo de Foucault. Bompiani-Lumen-de la Flor. IV edición. Argentina. 1995 4 La memoria es un tema esencial en la narrativa de Umberto Eco: su causalidad psicológica que permite la verosimilitud de los actantes, de los diálogos y de la información que maneja. 5 Op. Cit. Not. 1 6 Eco, Umberto. La misteriosa fiammadella Regina Loana. Libri Oro. Bompiani. I edizione. Italia. 2005. 1 2
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La
locura r
y la
de
Alda Merini Sonia Montenegro
S
u trayectoria literaria fue propuesta, en 1996, como candidata para el Premio Nobel de Literatura, por parte del escritor y dramaturgo Darío Fo. Murió a finales del 2009, después de una vida entregada a la poesía y a la locura.
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poesía «La piú bella poesía é stata la mia vita» (la más bella poesía ha sido mi vida), dijo Merini en una de sus varias entrevistas. Con esta frase nos trastoca y agudiza todos los sentidos. Alda Merini, una poeta de naturaleza italiana que se ha consagrado como una de las figuras más contradictorias de la poesía del siglo XX. Las sucesivas publicaciones y varios premios en la década de los noventa han labrado su figura literaria. Alda Merini es una poeta que surgió de manera improvista, una mujer robusta, gorda, sesentona, infaltable el cigarrillo en sus dedos y en su boca, quien puso su desnudez, su irónica lucidez del genio y su figura, en aquellas fotografías que vale la pena admirar. Tal como lo hizo en su escritura. Las ideas de Merini han tenido un potencial operativo, subversivo y decisivo a la hora de desmontar las esencialidades, en las que se encerraba lo femenino. La rudeza de Merini se representa a través de lo grotesco, en el análisis de Mijaíl Bajtín sobre su escritura, tanto en su aspecto de metáfora corporal como en su aspecto de revalorización de lo marginal. El cuerpo de mujer representa en la poesía de Merini el lugar de lo oculto, de lo húmedo, de lo escondido y misterioso, que se convierte en las figuras simbólicas de la mujer ‘monstruosa’, ‘anormal’, histérica, medusa, hidra, vieja, beduina, maga, salvaje. Pero Alda Merini se identifica con el papel de la profetisa madre, una contradicción en términos porque en el mundo antiguo las profetisas deberían ser vestales consagradas al culto de su don. La cuestión de fondo es que las mujeres participan
del árbol de la vida y no del árbol de la ciencia. Merini recupera las dimensiones cósmicas del cuerpo femenino de las diosas madres con su sencillez desarmante. A medida que suceden las internaciones psiquiátricas, sus partos, su impulso poético asciende con gran intensidad, tomando prestigio. Su visión de la locura, de lo extraño, pudo persistir en su poesía con la mayor fuerza y lucidez afilada. A pesar de su estremecimiento de haber atravesado el infierno de Dante, según sus palabras, en la terra santa conocida como el manicomio. A pesar de todo, Merini desmenuza a su antojo su yo poético, expone con crudeza su feroz metáfora, intuye lo terrible, lo indecible del dolor que resulta amenazante, la impotencia de un silencio que se planta en su interior, pero que al final revela su esencia de íntima batalla. Transita a través de un desequilibrio mental y espiritual. Con todas sus contradicciones y confusiones crea un verbo firme, un verbo donde gesta una sólida memoria, una profética memoria… de lugares, personas; funda en su escritura esa condena de su libertad herida y absoluta, imbuida por el misterio de su locura, sus versos se funden y mezclan entre la devoción y la blasfemia, entre la ternura y el miedo, encerrada en el círculo que no se cierra, entre el arte y la demencia. Ya explicaba Bernhard que un escritor debe darse un paseo por un hospital al menos cada dos meses. Merini apuesta con su palabra bizarra, crea una oración a un Dios inmutable, se conecta con esta imagen, no como un acto de devoción,
sino como un diálogo que testimonia las marcas recibidas en su vida. Se acerca a una fe donde serena sus turbulentos pensamientos. I poeti lavorano nel buio /come flachi notturni od usignoli/ dal dolcissimo canto./ E TEMONO DI OFFENDERE IDDIO. (…) «los poetas trabajan en la oscuridad/ como halcones nocturnos o ruiseñores/ de canto dulcísimo/ y temen ofender a Dios». La poeta al llegar a su vejez no pierde su resplandor intelectual, su cuerpo es el templo y su alma conocedora de su propia religión, respira con más serenidad, reviste un carácter místico en su creatividad. Sus poesías surgen sin ninguna emoción controlable, con una frescura impecable, su energía primordial. Pero sus manos siguen llevando las sombras que no se escaparon de su pasado. A sus 78 años, sus poemas se adhieren y acceden a otro espacio, y se hunden como una sabia raíz, más allá de un cuerpo, más allá de una voz, más allá del grito, más cerca de su eco. Merini fallece en Milán el 1 de noviembre en el 2009. Su memoria poética es más sublime que su locura, mientras su belleza sui géneris se deshase en sus poemas, como en su piel.
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Las más
bellas poesías Las más bellas poesías se escriben sobre las piedras con las rodillas ulceradas y la mente afilada por el misterio. Las más bellas poesías se escriben frente a un altar vacío, rodeados de agentes de la divina locura. Así, loco criminal como eres, le has dado versos a la humanidad, versos de reconquista y de bíblicas profecías y eres hermano de la alegría. Pero la tierra prometida donde germinan las manzanas de oro y el árbol del conocimiento de donde Dios no ha descendido ni jamás te ha maldecido. Pero tú sí, maldito, hora tras hora tu canto porque has descendido en el limbo, donde aspiras la absenta de una sobrevivencia negada.
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Nació el 21 de marzo de 1931 en Milán, Italia. En esa misma ciudad murió el 1 de noviembre a causa de un tumor óseo. Escribe poemas desde los 15 años, y su primer libro, La presenza di Orfeo (1953) obtuvo los aplausos de la crítica, que hablaba de una «niña prodigio» que, sin embargo, tuvo grandes problemas en la escuela. Su vida y su obra están marcados por una alternancia entre locura y lucidez, como se muestra en la que está considerada su gran obra La terra santa (1988), con la que ganó varios premios. En 1947 se manifiestan los primeros síntomas de una conmoción diagnosticada como enfermedad mental. Desde entonces siguió su largo peregrinar por las internaciones psiquiátricas.
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Pedro Jorge Vera:
palabra
libertaria
en la
literatura
L
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eía mucho y desordenadamente. Pero mientras fue creciendo comenzó a especializarse en temática política y social. Debido a la influencia de su abuela materna «era un niño santurrón y tragahostias», pero a través de sus lecturas comenzó a transformarse intelectualmente en un muchacho inquieto, vivaz, locuaz y curioso. El joven de entonces, que siempre se caracterizó por su convicción de ideas, su militancia izquierdista, su buen humor y su sentido de justicia, el 16 de junio cumple 100 años de natalicio. Se trata del escritor ecuatoriano Pedro Jorge Vera, considerado uno de los grandes representantes de la literatura ecuatoriana de la década del cuarenta. Su vida política, así como su obra, se caracteriza por su afiliación al Partido Comunista. Desde adolescente estuvo inmerso en revueltas, lo que hizo que en su etapa colegial fuera expulsado por intervenir en algunas huelgas y acciones políticas estudiantiles. Pos-
teriormente fue readmitido, y finalmente, en 1932 pudo graduarse de bachiller. Joaquín Gallegos Lara fue quien lo introdujo en el comunismo científico y las letras y fue quien le dijo que «tenía que escribir», y por obedecer, compuso pequeñas poesías que empezaron a salir rubricadas en la Revista Estudiantil del pensionado Vicente Rocafuerte. Su primer semanario lo fundó con el escritor Alfredo Pareja Diezcanseco. Se titulaba España Leal; en 1958, junto con Alejandro Carrión fundó la revista La Calle, en la cual publicaba artículos opositores al régimen dictatorial en Ecuador; en 1960 fundó la revista de izquierda La Mañana y se convirtió en el mayor defensor en el Ecuador de la Revolución Cubana. Para ese entonces, su ideología ya no era sólo comunista, sino se había convertido en marxista-leninista a la hora de aceptar su primera cátedra universitaria en la Universidad Central del Ecuador.
Su extensa obra literaria abarca los campos de la poesía, el teatro y la novela. Se inició en las letras en el año 1937 con la aparición de su primer libro de poesías al que tituló Nuevo itinerario, al que siguieron luego Romances madrugadores y Túnel iluminado, donde emerge «más bien como poeta total e intimista más que como poeta de compromiso político», con el que en 1949 puso fin a su carrera poética. Como autor de obras de teatro escribió El Dios de la selva, Hamlet resuelve su duda, Luto eterno, La mano de Dios y Estampas quiteñas. Finalmente, en novela publicó, entre otras, Los animales puros, La semilla estéril, Tiempo de muñecos, La guamoteña, El ataúd abandonado, Las familias y los años, Los mandamientos de la ley de Dios, El pueblo soy yo y, por último, Jesús ha vuelto, con la que en 1978 obtuvo el premio ‘José Mejía’; también obtuvo el Premio ‘José de la Cuadra’ y el ‘Eugenio Espejo’.
centenario
Pedro Jorge Vera a los 16 años.
«Sobre todo, lo que la novelística de Vera censura es la condición mítica del progreso, de la democracia y de la libertad en el Ecuador. La realidad que revela en sus obras es la de un Estado político social en el que, como en la mayor parte del mundo, la ciencia y la tecnología moderna han fracasado como redentores de la libertad y la democracia, que son solo ilusiones. Su argumento traspasa el ámbito simplemente ecuatoriano para situarse en América Latina en su conjunto, de allí que no se menciona un país determinado y se presentan hechos y anécdotas de todos ellos. Su acción es intrincada, tiene calidad artística y consistencia de estilo», señala el crítico español Caballero Bonald de la obra de Vera. Pedro Jorge Vera nació en Guayaquil, el 16 de junio de 1914. De estatura mediana, piel trigueña clara, ojos negros, amplia sonrisa y gran melena blanca, Vera hizo de la palabra ‘¡Carajo!’ una de sus expresiones más comunes. De esa época es su poema ‘Recado al Gran Viejo’ (Eloy Alfaro), que concluye con un grito subversivo, del que tomaron su nombre los jóvenes subversivos de ‘Alfaro Vive Carajo’. En enero del 98 viajó con el pintor Oswaldo Guayasamín a La Habana para hacerse un examen médico, pues un cáncer le iba quitando las fuerzas. De vuelta a Quito siguió desmejorando y el 5 de marzo de 1999 falleció. Sus cenizas fueron arrojadas al volcán Pichincha y al río Guayas. A los 85 años de edad continuaba produciendo obras de igual o superior calidad y lo hizo hasta sus últimos días, pues antes de morir se encontraba preparando el lanzamiento de El tiempo invariable (Y.M.).
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Pedro Jorge
P
Eugenia Viteri
edro Jorge trazó mi senda al ligar mi vida a la suya: agitada, difícil. Compartimos libros, besos, tangos, pasillos y vinos. Creció el amor:
«Eugenia marinera señalada para alegrar la casa abandonada para poblar el aire de amapolas...».
Pedro Jorge Vera y Eugenia Viteri
Yo sería escritora... Escribí en Diez cuentos universitarios, selección hecha a partir de un concurso universitario (‘Festival de las letras’), publicación colectiva de la Universidad de Guayaquil. Actriz en la Casa la Cultura, núcleo del Guayas. Fue allí donde se encontraron nuestros ojos por primera vez. Él tenía su vida hecha, multiplicada y con su literatura inmersa en la política combativa... Fue un combatiente hasta el final. Convertida en espiga brotó la simiente: piel morena de rizos en cabecita inquieta. Silvia, un nuevo sueño. Cual recia lluvia llegaron las bombas. Las prisiones. Los destierros. En Chile con amigos: Pablo Neruda, Volodia Teitelboim, Francisco Coloane, Raquel y Fernán Mesa, y más y más amigos. Mañana en el exilio. ¿Dos números? Los gobernantes se entendieron. Chile aceptó el mensaje de los militares ecuatorianos y prohibió su circulación. Mañana, porque hoy se construye el futuro. Sí, Pedro Jorge Vera. En Cuba los amigos fueron Nicolás Guillén, Regino Pedroso, Ángel Augier. Compartían con voz entera su palabra de poetas verticales. Ahí, Pedro Jorge hizo periodismo. Cortó caña. Desde el Comité de Defensa de la Revolución, donde hacía vigilancia nocturna, suministró la vacuna oral contra la poliomielitis a los niños de nuestra cuadra. Y en nuestra cuadra estuvimos juntos, juntos siempre, siempre. El exiliado vive dividido entre la patria prohibida y el refrescante paisaje humano donde se respira a plenitud. En Santiago de Cuba, en la Sierra Maestra, el Pico Turquino 2.040 metros de altura. Periodistas, intelectuales, observadores nacionales y extranjeros, acompañados por el geógrafo Antonio Núñez Jiménez. Los científicos planificarían estudios de avances genéticos en un aniversario del natalicio de José Martí. Pedro Jorge, el periodista y yo, convencida del proceso revolucionario, allí. Allí él escribió: «Che de América» «Solo vino del plata, caminante endurecido por el luto humano, solo tomó en la palma de la mano el sur y el norte del dolor errante...».
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Se fue el 5 de marzo de 1999, sin apuros y ya sin prisa, llevándose a Cuba en el corazón.
escritores de la casa
cuento
La
cosa L
a cosa la tenía en la boca. Por ahí me entró aquella tarde cuando jugaba a ser cantante en el momento justo que frotaba mi ojo. Luego la cosa se me fue yendo al estómago y ahí se quedó muchos años, mendigándole a mis huecos. Nacía la sangre y la cosa me miraba de lejos y me ponía cara de me gustas mucho, cuánto vales, y yo rezaba con mucho empeño para que la cosa se fuera y por fin pudiese ir hasta la montaña de mi casa para ver cómo huelen los árboles un lunes por la mañana, en un espacio donde todos la consumen para soñar. Ahhh, la cosa sabía muy bien cuáles eran mis debilidades, me hacía arrastrar por el suelo haciéndome romper con mis manos la cajita de sorpresas. Siempre hay piedras debajo de las lágrimas, muchas veces intenté ser humano, muchas veces intenté ser gusano, pero siempre la cosa se encargaba de tragarse los cuentos que un día compuse para los bultos que andan comiéndose las horas. Un día la cosa me dejó pensando, entonces fui a mi altar, comencé a volar, me sentía bien, al principio pensaba y volaba, a veces sólo hacía una cosa, a veces pensaba en ambas cosas mientras escribía, y fue ahí cuando la cosa comenzó a subirse en la cabeza, y yo sentía un cosquilleo en la nuca y deseé irme lejos en ese momento, luego recordé al cuerpo más espantoso que había visto en mi vida y aún estaba entre mis sábanas. Qué curiosa que es la vida que de repente un día te encuentras patas arriba y comienzas a pensar en por qué la dejaste ir sin ni siquiera
Yuliana Marcillo
ofrecerle un pedazo de chocolate, y llegas a la conclusión de que todo es aburrido y horrible. Comer cagar y culear decía mi abuela, y en ese mismo orden se ha seguido haciendo hasta ahora. Apuesto a que si yo le pregunto qué hace aquí a esta hora, cuando debería estar reciclando insectos, no sabría qué decirme y terminaría por mirar a la cosa y comenzar a llorar porque es duro ser joven y que te toquen a diez por palabra. La cosa me ha puesto fría y estoy nerviosa. Abro la puerta, respiro aire de bar maloliente a la una de la mañana y comienza a reventárseme el corazón como las marimbas de una salsa. Entonces me desespero y dando un par de pasos saluda a mi cara desde la ventana. La cosa es licenciada en alguna ciencia de no sé qué, pero me está dando duro, llámenlo como quieran, pero lo cierto es que no quiero que amanezca, mínimo cuando amanezca estaré sonriendo de nuevo y pensando que todo fue un mal sueño; un sueño a falta de sueños, un sueño que hizo temblar la cama y como yo tenía la cosa encima, pensé que era algo de la naturaleza, porque aunque parezca mentira, la cosa no es tan mía a pesar de que yo sea de ella. Me ha comenzado a doler el mate y el ojo derecho de vez en cuando, las tildes se caen de mis manos, yo no quiero hacerlo pero voy tildando casi que a la fuerza; es como si alguien me dictara, como si fuera secretaria de algún mal muerto. Sigo pensando que lo mejor es irme donde no hayan
ojos ni cabezas, porque a la cosa le gustan mucho, por eso es que la tengo donde la tengo, comiéndose todos los cultivos que algún día sembramos cerquita de la tierra. La cosa sabe de amores, me ha dicho que no le crea a ningún hijueputa, que no haga nada, que me quede quieta, que no respire, que no llore, que no tire, que no reclame, que no me vista, que ni me pinte; callada, callada, moviendo las huellas como las llantas de una carreta vieja. Quiero engañarla, quiero seducirla, besarla, hacerle creer que me ha conseguido, pero la cosa tiene una inteligencia suprema, ahora mismo la tengo hinchada, la cabeza bailotea y ella sigue encima mío dictando y borrando líneas como si esto se tratara de una broma, como si no tuviera que regar las plantas, mirar las cucarachas de la cocina, ser y parecer, porque con ser no se saca nada, uno también debe parecer, de vez cuando, pero parecer. Le digo que me suelte, por un día, un día es lo único que pido, y después de eso bailamos y con faldita si quiere. Ella me mira, suspira, con una sonrisa pinta entre sus labios una tranquila nena, se mete entre mis piernas, ahí se queda. Yuliana Marcillo Mirabá (Chone, 1987). Poeta, narradora y periodista. Estuvo radicada en Manta hace 12 años, actualmente reside en Quito. Fue periodista y coeditora del diario manabita La Marea. Poemas suyos se han publicado en diarios, revistas y antologías impresas y digitales. Exintegrante del taller literario Soledumbre, de la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí, dirigido por el poeta Pedro Gil. Ha participado en algunos encuentros de poesía joven dentro del Ecuador. Coautora del libro Soledumbre (Mar Abierto, 2009), autora de No debería haber mujeres buenas (Mar Abierto, 2010), coautora de la antología Palabra Nueva (RM Editores, 2012) y coautora del libro Bandada (2013).
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Miércoles Santo:
Una
novela
que atrapa
...M
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Antonio Sacoto Ph.D.
iércoles Santo es una novela bien escrita, bien elaborada, un verdadero tour de force, que nos sumerge en su lectura con acertado deleite, al punto que nos angustia ver pasar rápidamente las páginas con el temor de llegar al final y se queden sueltos temas sin resolver y personajes sin cuajar y/o madurar. Nada de esto ocurre y los temores pronto se disipan. Entonces sabemos que tenemos ante nosotros una gran novela: por la fluidez y elasticidad de una trama enraizada en el Quito colonial del siglo XVIII cuya savia permea costumbres, prejuicios, manerismos, normas, lenguaje, castas y clases sociales con sus respectivos personajes. Todo esto conforma el lienzo narrativo erradicado de la historia o de la ficción, nos da igual, con contornos claros como la luz del mediodía capitalino que cae a plomo (por usar una imagen del autor), que se regocija en descripciones del bello paisaje al amanecer, al mediodía pero igualmente las tardes de lluvia y los anocheceres nublados. Claridad meridiana y torrenciales aguaceros se aúnan en los episodios de la obra, como la historia y la ficción, cuyas líneas se pierden en la neblina del paisaje y es difícil distinguir lo real y lo imaginado, al punto que si el autor (des)comedidamente no nos señalara al final de la historia hechos
y personajes imaginarios, pensaríamos que se trata estrictamente de una novela histórica. No es así, el ambiente respira la época, los personajes son de levadura colonial y la historia del pensamiento liberal con sus ideas de emancipación americana de España abraza todo el devenir, es decir, la trama. Qué riqueza histórica al traer a colación un tema único, palpitante y de trascendencia universal como aquel esgrimido por el pensamiento Iluminista del razonamiento que nace de los enciclopedistas franceses y pensadores ingleses sobre los derechos de conquista, los derechos de los conquistados, las bulas papales, la racionalidad del indio, la esclavitud, a un nivel académico de presentación, disertación y discusión. Magnífica y triunfalmente desbroza el escritor este tema para quienes habrán olvidado que nace con el descubrimiento y la conquista. Se desenvuelve la polémica entre los que siguen la tesis aristotélica como Gomara, cronista de las indias, Sepúlveda, orador y pensador de las cortes, y los defensores de los derechos del indio: el padre Victoria, Melchor Cano, y principalmente Las Casas, que refutaron sin tregua la posición de los anteriores. El escenario de estas exposiciones era la universidad Gregoriana de Quito regentada por los jesuitas en el siglo XVIII.
Con un gran aval de la novela policíaca se presenta el tema medular: el asesinato del Oidor don Calixto de Flores y Orejuela y sobre este tema o a partir de este surgirán subtemas de envergadura como la vida cotidiana de su gente y sus costumbres y se exhibirá su arte y cultura, su religiosidad a través de los ritos que engalanan el devenir diario, las suntuosas y ornamentadas iglesias –hoy un ícono del arte colonial– con todo su logro artístico y artesanal, sus cuadros de los pintores más notables. Al igual que se empezará la amalgama de los personajes de todas las gamas sociales con los pujos de nobleza de los chapetones, el apocamiento de los mestizos y los indios al suelo raso de la escalera social y económica. Serán cuadros preciosos en su fisonomía, sicosis y lenguaje. Todo esto adosado en un estilo pulcro, claro, apropiado y altamente literario. La amalgama de las más modernas técnicas novelísticas se ha puesto en juego, y la trama se desenvuelve a través de múltiples niveles narrativos: el del testigo, el de los personajes, el onírico, los partes o informes, las notas de clase, las opiniones, entre otras del Padre Aguirre y de Eugenio Espejo, la del occiso, la del asesino, la del alguacil mayor, etc. Por todo ello, Miércoles Santo es una gran novela y de las mejor escritas en estos últimos años.
anaquel Mirada de terceros
Mestiza:
Poemas
que
M
aría Augusta Correa nuevamente en el escenario literario, esta vez con el libro de poemas al que ha titulado Mestiza. En este texto que lo integran 109 poemas, «Eva renace. Renace como un ave. Como el picaflor de Octavio Paz que no se para en el aire sino en el instante. Renace y se sumerge en el vendaval de la memoria, descalza camina por el filo de ese abismo, principio de incertidumbre, desnuda, llena de vértigo, cae a la tierra y se ata a su profunda historia. »Ciego su corazón, lee en braile las liturgias del amor, toca la espesa costra de la ausencia, el dolor del desamor, pero el temblor de su grafía se topa de bruces con su carne resucitada. Arde su carne como víspera de infierno. Su palabra me quema entonces y la sensualidad levanta la marea de los sentidos, la sabiduría de los sentidos. Eva es un ave mojada que dice: ‘Me cuelgo al sol para secarme mientras llegas…’. »Mestiza de tanto agitar la sangre, Mariagusta reviste de terciopelo el dolor áspero de la melancolía y la saudade. Su delicado lenguaje va caminando con ciega puntualidad hacia ese lugar sagrado del poema: el silencio».
dialogan Dice la autora sobre su reciente obra que «nació, no como un trabajo deliberado, sino como un ejercicio sostenido, un compromiso de escritura permanente para generar textos que puedan dialogar bien». Agrega que «tienen ese carácter de lo femenino, sensorial y sensibilidad muy profundas…». María Augusta Correa Astudillo (Cuenca 1976), Mariagusta, como le gusta firmar, ha publicado otro libro de poemas, La esfera de Penélope (2011), y ha incursionado en cuento con Al ras de la memoria (2012), que recibió la mención de honor del premio ‘Joaquín Gallegos Lara’ y un libro de narraciones breves, Ascensor de ficciones contra el tiempo (2013).
Es hija de eva pecado original envuelto en telaraña árbol del mal en el centro de la casa ¿la santidad? la santidad es virtud de las estampas. es sangre ventrículos es hija de eva. después de los siglos es ella ¿sí? mírala camina descalza el cabello en la espalda es ella sale de casa con la cínica sustancia del pecado como flor que le nace en la mirada, es ella, insomne libre, salvaje, primigenia sin sombra es eva la que irá triste y a veces llora la que ríe y tiemblan los santos por miedo y por desdicha. mírala bien atraviesa la calle sin ese miedo elemental al hambre de gusanos, es ella, hembra subterránea una flor amarilla le nace en la ingle derecha, cantan los gallos invertebrados sobre los techos estampida de arcoíris ondulados, invernante, se aleja lleva los leños que serán la cruz que luego arrastre, ella, otra, aquella migratoria camina, sonríe, espanta gritan los ángeles de la desdicha atados las alas a sus sombras de cera, se avecina y luego se evapora. 47
Explosi贸n de vida
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Fanny Eugenia Moscoso
paleta
«L
Patricio Herrera Crespo
as ideas en la mente de la artista se adecuan al leguaje abstracto, en un proceso que al hacerlas visibles las despoja de las formas reconocibles; las convierte en signos que carecen de un código interpretativo y no son sino, exactamente, lo que ve el espectador», decía el crítico de arte Rodrigo Villacís Molina en un reportaje (Revista Diners 93/1982) sobre la obra de Fanny Eugenia Moscoso. Pocos años antes la pintora se trazó el camino y por él ha seguido invariablemente. «El arte abstracto —dice— no solo es un estilo sino también una actitud. En él, siempre miras con la mente lo que físicamente no puedes ver con los ojos. El artista percibe invariablemente más allá de lo tangible, extrae lo infinito de lo finito para transmutar en una explosión de lo desconocido que habita dentro de nosotros mismos. Es la emancipación de la mente y la libertad absoluta en la creación». Desde la época de los setenta, Fanny Eugenia se volcó a la pintura con el maestro Nilo Yépez, el Centro de Promoción Artística de la CCE, el maestro César Taco, la Facultad de Artes, Pintura Abstracta en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y The Headerlay School of Arts de Londres, para dar una ligera mirada a su proceso de formación. Pero más allá de ello es la dedicación a pintar y pintar, inventar colores, adicionar elementos —como alguna vez el polvo volcánico del Reventador— y triunfar en esa
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Comienzo del huracán
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lucha interna hasta trasladar al lienzo todas esas imágenes creadas en su mente en un proceso de búsqueda y reflexión. Pero ella incursionó también en lo figurativo, hizo escultura, y trabaja en el grabado. El testimonio está en los espectadores que admiraron su arte en las setenta exposiciones colectivas e individuales presentadas en el país y en el exterior. Pero lo suyo era el abstracto y lo ha logrado. «La pintura abstracta es única en cada individuo y por ello puede surgir solo una vez y jamás puede ser repetida, ya que nunca se vuelve a estar con las mismas ideas y con el mismo estado de creatividad», nos dice, mientras vamos mirando la obra de alrededor de veinticinco cuadros que conforman la muestra que se expone en la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Caos y cosmos la ha titulado y ella, según la crítica de arte argentina Sonia Kraemer, Ph.D. «se enmarca en un estilo informalista de pinceladas intensas y de gran expresividad. Su abstracción lírica está inspirada en primer término en la naturaleza; aparecen los elementos que simbólicamente son una represen-
tación del Absoluto, de la esencia primordial y a la vez siempre cambiante del Universo: todo y uno al mismo tiempo. Representa el acto espontáneo de la improvisación creativa mediante la fuerza gestual de un color intenso, dramático o vigoroso que se evidencia en un resplandor desde los cálidos tonos áureos hasta los cerúleos y cimienta su valor rítmico a partir de una afluencia impulsiva conmovedora». Allí está su trabajo para que los espectadores lo juzguen. En el otro lado está la artista que se llenó de una gran satisfacción al crearla, y luego mirar la materialización de su idea en cada tela. «No hay mayor goce y satisfacción para un artista que el haber creado una obra de arte para uno mismo y poder ofrecérsela a los demás», dice mientras conversamos en la sala de su departamento que tiene un enorme cuadro surrealista que cubre una pared: es Guápulo, que cambia cada minuto en el atardecer, enmarcado en una ventana.
Libertad sangrante
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Los sitios
bohemia
de la
del pintor de
Quito
Edwing Guerrero Blum
T
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ranscurría la década de los cincuenta cuando José Enrique Guerrero Portilla, quiteño nacido el 28 de marzo de 1905, que había ganado el Premio Nacional de Pintura en el Salón de Mayo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en 1946, se encontraba en el apogeo de su creación artística. Tenía su estudio en la casa de sus parientes, María y Rosa Herminia Arellano Portilla, situada en la esquina de las calles Mejía y Cotopaxi, frente a la muralla de La Merced. El estudio del pintor formaba parte del ala superior oriental de la casa, en cuyas alas occidental y norte habitaban las señoritas Arellano Portilla y sus empleadas de raza negra. Toda el ala oriental ocupaba la Oficina de Patentes y Marcas del hermano mayor del pintor, don Julio César Guerrero Borja Portilla, el primer agente de la propiedad industrial de Quito. Como había sido costumbre de Julio, mayor con diez años que José Enrique, donde quiera que instalase sus oficinas dejaba un espacio independiente para que fuera utilizado por su hermano. Siempre unió a estos hermanos un intenso amor fraternal caracterizado por el mutuo respeto y desinterés.
José Enrique Guerrero a los 19 años (1924).
El estudio del pintor Guerrero tenía balcón hacia la calle Mejía, y eso permitía observar a los transeúntes del barrio, entre los que figuraban personas importantes, entre ellos el doctor Julio Tobar Donoso, excanciller de la República, y su hijo, Paco Tobar García, escritor y actor de teatro, quienes vivían en la calle Cotopaxi, a media cuadra de la Mejía. Paco y su bellísima esposa, cuyo rasgo físico más característico era el color rojo intenso de su cabellera, formaban una pareja que parecía sumamente enamorada. En el estudio en mención se pintó el retrato que Guerrero hizo del acuarelista José Amable Espín, conocido como el ‘Omoto’ o el ‘Chiquito’ Espín, quien fue tío del compositor y violinista Enrique Espín Yépez. El ‘Omoto’ Espín, cuya estatura no era mayor de un metro cuarenta, tenía fama de pintar primorosamente rincones de Quito y vender sus cuadros en las cantinas de El Tejar, por sumas insignificantes. José Espín fue compañero en la Escuela de Bellas Artes de José Enrique Guerrero, y posó para el retrato, mientras escanciaba con su amigo una botella, de Lima Dry, licor de moda en esos años.
memoria Al estudio del pintor concurrían artistas e intelectuales: en él estuvieron numerosas veces Diógenes Paredes, Carlos Bravomalo, César Dávila Andrade, Germán Pavón, Juan Almeida Egas (quien pintó un cuadro de esa casa), Chikky de la Torre, Eduardo Muñoz Whilley y otros jóvenes pintores. César Dávila Andrade, ‘El Fakir’, solía concurrir hasta la oficina de Julio C. Guerrero, a buscar a su entrañable amigo Aurelio Grijalva Córdova, con quien iniciaba largas tenidas de treinta o más días, hasta sumirse en las más profundas sombras del alcohol. Aurelio Grijalva, dueño de una caligrafía preciosísima, era escribiente del contador Benjamín Wandemberg, a quien Julio había cedido un espacio para que le llevara la contabilidad de su oficina. Por las tardes, los hermanos Julio y Enrique, como también Víctor, el menor de los Guerrero Portilla (nació en 1910), así como los hijos de Julio: Ramón, Guillermo y César Guerrero Villagómez, y el que escribe estas líneas, bajábamos hasta el Café Latino, situado en la calle Chile al frente del diario El Comercio y junto a la Facultad de Filosofía y Letras. Allí llegaban los periodistas Jorge Rivadeneira, Víctor Figueroa, Eduardo Galárraga, José Alfredo Llerena, el ‘Cabo’ Vaca, Víctor Hinostroza, y los profesores Atanasio Viteri, Aristóbulo Vásconez y otros. El Café Latino pertenecía a un español, casado con una ecuatoriana y padre de varias niñas muy lindas. En la misma acera, cerca de la Benalcázar (que en ese entonces se llamaba Pichincha), estaba el Bar Quito, del señor Rafael Villota, excelente restaurante famoso por la calidad de sus apanados. Ya en la esquina de la Chile y Benalcázar se encontraba el Café 77, que reemplazó al Café de la Zamba Teresa, sitio tradicional de Quito al que, según José Enrique Guerrero, llegaban a refrescarse los provincianos después de «haberse dado una vuelta» en el tranvía y de haber conocido el cuadro del Infierno en La Compañía. Por la misma época en que los afuereños ya no se paseaban en el tranvía, pues éste había desaparecido, terminó su vida el Café de la Zamba Teresa y comenzó a funcionar el Café Águila de Oro, de los esposos Alfonso Moya y Teresa Benítez. Estos, en 1962, vendieron
el negocio al señor Oswaldo Arellano, y así nació el Café 77. En el Café 77 se realizaron durante algunos años los Viernes Culturales, una especie de Peña Literaria, en la que ‘dijeron’ sus primeros versos, jóvenes poetas como Raúl Arias, Ulises Estrella, Marco Muñoz, Éuler Granda, Alfonso Murriagui, Teodoro Murillo, Rafael Larrea, Simón Corral, Antonio Ordóñez, Humberto Vinueza, del grupo los Tzántzicos, así como los mayorcitos, aunque no más profundos, del grupo Caminos (Carlos Manuel Arízaga, Atahualpa Martínez, Félix Yépez Pazos, Óscar Silva, Manuel Zabala Ruiz, Darío Moreira, Wilfrido Acosta Yépez, Guillermo Ríos Andrade, Rafael Arias Michelena). Allí llegaban también los pintores Guerrero, Paredes, Guayasamín, Germán Pavón, Hugo Cifuentes, Jaime Valencia y el crítico literario Hernán ‘el Cura’ Rodríguez Castelo, así como el sociólogo Agustín Cueva. A la vuelta, junto al Teatro Pichincha, quedaba el Bar Rojo, del ‘Camarada’ Viteri, padre de Jorge y Mao Tse Tung, militantes de la izquierda. Al Bar Rojo llegaban Rolando Montesinos, Jorge Enrique Adoum, Oswaldo Albornoz Peralta, Diógenes Paredes, el ‘Zharzhungo’ Espinoza, el ‘Titiurquis’ Viteri, y también José Enrique y su hermano Manuel. Por esos años, Guerrero ejercía las cátedras de Dibujo y Apreciación del Arte, en el Instituto Nacional Mejía. Una vez concluidas sus clases, descendía por la calle Vargas y doblaba por la Manabí hasta la Venezuela y por esta calle subía hasta el puesto de limpieza de calzado de Guillermo del Hierro, en el portal municipal. Del Hierro era un carchense que además de atender a su numerosa clientela, proveía a sus compañeros de los materiales que requerían para su trabajo; también vendía a crédito billetes de la lotería nacional a una buena cantidad de vendedores de la suerte. Del Hierro se sacó por dos ocasiones el premio mayor de la lotería, y era dueño de casas en el barrio de La Tola. En el puesto de este lustrabotas se encontraban con José Enrique Guerrero, su hermano Manuel, recién llegado de Colombia, donde había residido algunos años, y sus amigos Vico Estupiñán, Galo Molina Lasso, Luis ‘El Frentón’ Ortiz
Autorretrato del parche en el ojo (1976).
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y otros caballeros. A las seis o seis y media de la tarde se encaminaban a un bar llamado Las Esteras, en la esquina suroeste de las calles Venezuela y Manabí, en la misma casa donde funcionaban los talleres y oficinas del diario El Día. Al llegar las cinco de la tarde, era seguro que apareciera la figura del profesor Guerrero en la esquina de la Venezuela y Manabí. El ‘Frentón’ Ortiz, desde la Venezuela y Chile, haciendo visera en su amplia frente con la mano izquierda, trataba de divisarlo y cuando lo conseguía, regresaba hasta el puesto del lustrabotas a comunicar al resto de los amigos que ya venía el «jefe de la jorga». Por este detalle al ‘Frentón’ Ortiz le pusieron el apodo adicional de ‘El Vigía’. Entonces, se les ocurrió designar a José Enrique como el ‘Capitán del Barco’; a Gerardo Calderón, otro de los amigos que se caracterizaba por su extrema flacura, como el ‘Canalete’; a Augusto Cortez, integrante así mismo de la jorga y a quien le decían el ‘Yumbo’, como ‘el Boga’, y cuando el Vico Estupiñán preguntó qué era él en el barco, alguien dijo: «la mascota», pero otro le corrigió diciendo que era «la más pota». Eso ocasionó un fuerte disgusto a Vico, que pasó largo rato sin dirigir palabra a nadie, pero sin perderse un solo turno del Lima Dry. A Las Esteras iban llegando otros amigos: N. Puga, profesor de Dibujo en el Normal Juan Montalvo; Benjamín ‘Chuchico’ Guerrero (no tenía ningún parentesco con el pintor); Edgar ‘El Patojo’ Franco, quien se vanagloriaba de ser agente del FBI; Carlos Rendón Chiriboga Guerra; Óscar Glauco Guerrero Heredia, hijo de Manuel; Víctor Manuel Jaramillo; los hermanos Eduardo y Benjamín Yánez, militares retirados, así como Gerardo Raza, padre del profesor Jorge Raza
Guerra, y Augusto Vaca Brito y los hermanos Samuel y Pepe Rojas. En ocasiones caíamos a esa tertulia Rodrigo Castrillón Gallegos y quien reseña esos días. La distracción preferida de este numeroso grupo de quiteños era el juego de cuarenta, y luego, la conversación sobre política y arte; allí entre el humo del cigarrillo y los vapores del alcohol, componían el país a su antojo. El bar Las Esteras fue el metedero de algunas jorgas de quiteños, por muchos años. Durante algún tiempo lo administró Gustavo Molina, sobrino de Galo Molina, del grupo del artista Guerrero, y a quien se le conocía como el ‘Peshte’, apodo con el que se quedó por la costumbre de tratar de esa manera a quienes le hacían una broma. Poco tiempo después de jubilarse del magisterio, el pintor Guerrero fue designado director del Museo Nacional de Arte, situado en las calles Mejía y Cuenca. Por esa época comenzó a concurrir a la Asociación de Empleados, que bajo la dirección del señor Joaquín Aguilar, también profesor del Mejía, mantenía algunas salas de juego con magníficas mesas de billar, y, aparte, unos reservados para el juego de cartas. En una de esas salas, lejos de los billares, se juntaban los amigos de José Enrique y repetían la rutina de Las Esteras o de la Cueva del Oso, sitio adonde también llegaron durante un tiempo. El local de la Asociación de Empleados quedaba en la calle García Moreno, entre Mejía y Manabí, en la misma casa donde funcionó por décadas El Patio Andaluz, sala muy famosa por los bailes de disfraces que se realizaban en la temporada de Inocentes. A la Asociación llegaban también Julio Tobar Baquero, Juan Francisco Leoro y otros profesores del Normal Juan Montalvo, y en ocasiones se reunían en la misma mesa con el pintor Guerrero. Concurrían a la tertulia de este artista los profesores del Mejía Juan Viteri Durand, Juan Almeida, Chikky de la Torre, a más de los ya nombrados. Cuando el autor de Quito horizontal, Quito vertical, Mama Cuchara y tantos otros paisajes de Quito, se retiró a la vida privada, concurría las mañanas al Café Madrilón, en el portal de La Concepción, y charlaba con un grupo de carchenses, entre los que estaban su viejo amigo Carlos Romo Dávila, Hernán Yépez Guerrero, Ulpiano Cadena y Eduardo N. Martínez (padre de los poetas Atahualpa y Sonia), y a los que les decía «los de allá». Casi hasta los últimos días de su vida, el Pin-
tor de Quito conservó su buen humor y la sal quiteña que siempre le caracterizó. Por las tardes pintaba en el estudio de su casa en la calle Perrier del barrio la Vicentina. Falleció a la edad de 83 años, el 10 de julio de 1988. Guerrero era un gran conversador; tenía una excelente memoria y amenizaba la charla con anécdotas contadas con mucha gracia. Cuando entró a trabajar como profesor en el Instituto Nacional Mejía, formó parte de una jorga integrada por los maestros alineados con la izquierda, socialistas o comunistas, tales como Edmundo Pérez Guerrero, Napoleón Saá, Manungo Pachano, Jaime Chaves Granja, Víctor Gabriel Garcés, Augusto Arias, y antes, en la Escuela Municipal Espejo, fueron sus amigos Fernando Chaves, el Compadre Lara, Carlos Romo Dávila; en el Normal Manuela Cañizares, Elisa Ortiz de Aulestia, Ezequiel Paladines. Con los colegas de su profesión se llevaba siempre bien. A pesar de la diferencia de edad, con Eduardo Kingman, Lucho Moscoso, Leonardo Tejada, Diógenes Paredes, y el propio Oswaldo Guayasamín, quien había sido su alumno en la Escuela Espejo, compartían muchas y copiosas reuniones. Un tema muy seguido de conversación en las reuniones con él era la manía que tenía el pintor Guayasamín Calero, de afirmar que era un indio puro e incluso que su apellido significaba en quechua ‘ave en vuelo’. Guerrero aseguraba que eso no era verdad y que la madre de Guayasamín, a quien había conocido cuando profesor en la Espejo, era una mujer blanca, de ojos claros, mientras el padre era un mestizo, que se dedicaba a la actividad de taxista. Relataba Guerrero que una noche en el estudio de Oswaldo, mientras estaban reunidos con el poeta Carlos Bravomalo, hermano del escultor, y dos pintores jóvenes, se pusieron a discutir los maestros Guerrero y el anfitrión acerca del origen indio de éste. Guerrero le llevaba la contraria, mientras Oswaldo, a grito pelado, decía: «Yo soy indio, carajo». Entre estas, había pasado un buen rato sin que se llenaran los vasos. Entonces, el Pintor de Quito le interrumpió y le dijo: «¿Eres indio?». «Sí», gritó Guayasamín. «¿Seguro que eres indio?», volvió a preguntar Guerrero. «¡Claro que soy indio y bien indio!», fue la respuesta. «Entonces, indio, ¡sírveme un trago!». Ahí terminó la discusión y hasta Guayasamín, que tenía amargo el carácter, se rió, y continuó la tertulia. El pintor Eduardo Kingman, pese a ser diez años menor que mi padre, era buen amigo de él. Aunque papá lo molestaba con eso de que los lojanos son como los judíos para ayudarse entre sí, creo que Eduardo jamás se resintió con él; la que sí le tenía prohibido a Eduardo que se llevara con mi padre, era su esposa, Bertha Jijón, que trabajaba en el Seguro Social, institución en la que se
jubiló. Contaba mi padre una anécdota bastante chusca del ‘pintor de las manos’. A Loja, ciudad natal de los Kingman Riofrío, había llegado un circo, cuando Eduardo era todavía muy niño. En ese espectáculo deslumbraban los trapecistas, los domadores, los payasos, por supuesto, ya que un circo sin payasos es como un domingo sin fútbol, al decir de Caricatura de Pancho Cajas, El Comercio (1988). un viejo amigo. También el circo aquel tenía otras atracciones como enanos, caballos, acróbatas, etc. Habían pasado algunos días de la visita del circo a Loja, cuando en la mesa de los Kingman, a la hora del almuerzo, surgió el inevitable interrogatorio que se hace a los niños: «¿Qué vas a ser cuando seas grande?». Cuando le llegó el turno a Eduardo, éste muy convencido contestó: «¡Enano!». Como Eduardo Kingman era pequeño de cuerpo, los amigos le decían que había cumplido su anhelo de la niñez. Pero con quien más se llevaba José Enrique Guerrero era con el pintor Diógenes Paredes, a quien los amigos le llamaban ‘El Monstruo’, tal vez por su elevada estatura. Cuando estos artistas ganaron el Premio Nacional de Pintura, Diógenes en 1945 y José Enrique al año siguiente, la Casa de la Cultura Ecuatoriana resolvió contratarlos para que pintaran unos murales en el vestíbulo del flamante edificio central de la institución. Trabajaron juntos los bocetos, y en los altos andamios instalados pintaron, uno frente al otro, los muros del edificio, tal como actualmente son objeto de admiración y encanto de cuantos visitan la Casona. Durante la realización del mural, mi padre entabló entrañable amistad con Paredes, y lo invitó a su casa del barrio La Ermita. La embriagadora jornada duró un día con su noche y cuando Paredes resolvió despedirse, Guerrero insistió en acompañarlo a su casa ubicada en el sector de Cotocollao… 24 horas después, fue Guerrero quien resolvió despedirse y Paredes quien se opuso a que su amigo atravesara solo la ciudad y terminaron por volver a la casa de La Ermita… Tiempo después, Paredes volvió a despedirse y Guerrero a acompañarlo, como dos días atrás, a Cotocollao, donde finalmente, conciliaron el sueño. 55
El
hallazgo de
Wara Wara, una recuperación
prodigiosa Cristina Moreno G.
Una película fundamental
U
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na herencia aguardaba al cineasta chileno Mario Fonseca Velasco, en la ciudad de La Paz. En busca de ese legado, después de varias décadas de ausencia, Mario decidió regresar a Bolivia, en junio de 1989. Conservaba en su memoria el recuerdo de una pequeña habitación al fondo del jardín de la casa en la que creció. Cuando era pequeño y preguntaba sobre ese cuarto, su abuela respondía que ahí estaban guardadas las cosas de su abuelo: «Están tal cual como él las dejó antes de partir», le decía la anciana. Al llegar a destino, Mario recibió un piano y un baúl de madera echado llave. Dentro de él, una vez que logró abrirlo, halló recortes de prensa, fotos, documentos, partituras, siete cajas y 63 latas con varios rollos de películas que su abuelo, José María Velasco Maidana, realizó en Bolivia entre 1925 y 1930.
En el primer momento, Mario sintió asombro. Pero era incapaz de imaginar la dimensión de lo heredado. Aquellos cientos de pequeños rollos eran los negativos originales de Wara Wara, una película fundamental del cine silente de Bolivia. Mario, luego del hallazgo, se contactó con Pedro Susz, por entonces director de la Cinemateca Boliviana, quien de inmediato consultó a varios laboratorios para saber si contaban con la capacidad técnica y el tiempo para realizar el trabajo de restauración. Tras una invisibilidad de más de ochenta años, se creía que Wara Wara había desaparecido. Pero hoy es una de las piezas más importantes del Archivo Nacional de Imágenes en Movimiento. Y además se trata de un ejemplar único: dadas las condiciones precarias en las que fue producida, no se han encontrado hasta la fecha copias de exhibición. Sólo existen rumores acerca de una copia llevada a Francia, que de camino hacia Europa fue proyectada en Santiago de Chile. La película, además de ser un documento histórico, constituye la primera restauración de la cinematografía de Bolivia. Rasgo potenciado porque la recuperación de la mayor parte de los negativos originales fue prodigiosa: a pesar del desorden en que se encontraban los rollos guardados durante casi sesenta años, desde 1932 –y del tiempo transcurrido–, su deterioro no era significativo. Se cree que el frío paceño contribuyó a la conservación del material, que incluye tomas filmadas durante el rodaje.
Velasco Maidana, un pionero
Wara Wara fue realizada por el músico y cineasta José María Velasco Maidana (1896 – 1989), considerado un pionero de la industria cinematográfica de Bolivia. En 1925, Velasco estrenó en la ciudad de la Paz su primera película de largometraje silente La profecía del lago, se trataba de una historia de amor entre la hija de un hacendado y un hombre aymara. Con este relato, Velasco llegó a desafiar los severos prejuicios racistas de su sociedad.
escaleta rio lago Titikaka. Pero la realidad los despierta crudamente: ¿Logrará Wara Wara ahogar su infeliz pasión y odiar como debe a los que han hecho la desgracia y la ruina de su Imperio? Y Tristán ¿podrá matar su amor, para abroquelarse fríamente dentro de su coraza de fiero conquistador?». Al contar con un criterio formado sobre las características que debía reunir un relato cinematográfico, Velasco Maidana llegó a sentar las bases de lo que fue la expresión fílmica boliviana. También conocía la técnica del rodaje, que le permitió lograr un montaje de continuidad, ya característico en las películas de Hollywood a principios de la década de 1920. De igual forma, desarrolló efectos visuales –producidos artesanalmente– al combinar el uso de la cámara con el diseño de la escenografía. Por ejemplo, usó dos bandas de cartulina negra sobre el lente de la cámara para generar la ilusión de profundidad. Como set para el rodaje, utilizó una terminal de buses donde se reconstruyeron sobre todo los interiores. A orillas del lago, se filmaba
Luego, el cineasta filmó la que sería su obra cumbre, Wara Wara. Para ello se inspiró en la obra teatral La voz de la quena, de Antonio Díaz Villamil. Filmó en los años finales del cine silente –entre 1928 y 1929–, sin ningún recurso cinematográfico industrial ni apoyo estatal. La cinta fue producida por Urania Films y se estrenó en enero de 1930, en una famosa sala paceña: el cine Princesa de la Paz. Si hubiese que ubicarla dentro de un género determinado, Wara Wara es un melodrama histórico de bajo presupuesto. En principio, se tituló El ocaso de la tierra del sol, aunque luego se cambió ese nombre con la pretensión de posicionar en Bolivia una ‘diva’ como las del cine internacional. Con un estilo melodramático, el filme narra el romance entre una joven incaica y un capitán español, cuyo amor está condenado por la guerra de la Conquista. La protagonista principal es la princesa Wara Wara, hija del curaca Calicuma y de Nitaya, con quienes vive en Hatum Colla, capital del Collasuyo. Wara Wara se enamora perdidamente del capitán español Tristán de la Vega. Esta relación amorosa es rechazada por la sociedad de la época y deberá luchar contra el odio de dos pueblos: el invadido y el invasor. Previo al estreno de la cinta, circuló un afiche que rezaba: El desdichado amor entre Wara Wara y Tristán «es tiernamente merecido por el legenda-
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solo los fines de semana. En tanto, los papeles protagónicos fueron asumidos por varios artistas de teatro y literatos connotados de la época: Juanita Tallansier, el pintor y escritor Arturo Borda, Dámaso Eduardo Delgado, Eduardo Camacho, Emmo Reyes, Guillermo Viscarra Fabre, Humberto Viscarra Monje, José María Velasco Maidana, Juan Capriles, la escultora Marina Núñez del Prado, Marta Velasco, Raúl Montalvo y Ventura Pampa, entre otros. Luego de su incursión en el cine, Velasco Maidana retomó su trayectoria como compositor y director de orquesta. Se fue de Bolivia en 1941 para trabajar en el extranjero. Falleció el 2 de diciembre de 1989, en Houston, Estados Unidos.
La restauración
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Recién en 1996, siete años después del hallazgo, la Cinemateca boliviana comenzó a hacer realidad la restauración de Wara Wara. Contó con el apoyo del Instituto Goethe de la Paz, que colaboró en la gestión de un fondo económico del Gobierno alemán. Con los recursos obtenidos se contrató al laboratorio fílmico ABC de Taunus, de Múnich, para que transfiriera los pequeños rollos de nitrato al acetato (soporte actual del cine). Así se logró duplicar las matrices a película de seguridad. La transferencia llevó alrededor de dos años y se utilizó un sistema que consiste en copiar, fotograma por fotograma, el material negativo en nitrato a un soporte positivo en acetato. En 1998, con el apoyo del Consejo Nacional del Cine (Conacine), se realizó la restauración editorial y reconstrucción narrativa de la película a cargo del cineasta Fernando Vargas Villazón. Vargas, en su libro Wara Wara: la reconstrucción de una película perdida, documenta en detalle el arduo trabajo que llevó recuperar esta joya del
cine boliviano. Y asegura que reconstruir la película y presentarla a una audiencia contemporánea fue un desafío único. La restauración narrativa, por caso, no resultó sencilla ya que nunca se halló un guión. La película se encontraba incompleta, faltaban escenas, planos e intertítulos (en la etapa silente, entre escena y escena se insertaban carteles con comentarios sobre estados de ánimo o acciones de los personajes, que equivalían a la voz del narrador en off actual). Para guiar el relato de Wara Wara, Vargas acudió a la obra teatral que le dio origen, a artículos de prensa de la época, a fotografías de la película, a entrevistas y a otros cortometrajes que filmó Velasco Maidana (restaurados junto con el material de Wara Wara) que muestran su estilo de filmación. Además, para preservar su estructura, analizó cada secuencia, recreó el ritmo de la obra y desarrolló una metodología práctica para rehacer películas silentes producidas dentro de un contexto de producción cinematográfica artesanal. Llegó a escribir 86 intertítulos que complementan al único original, ya que sin carteles explicativos la historia que cuenta Wara
Mario Fonseca Velasco sintió asombro, pero era incapaz de imaginar la dimensión de lo heredado: aquellos cientos de pequeños rollos eran los negativos originales de Wara Wara, una película fundamental del cine silente de Bolivia. La cinta, además de ser un documento histórico, constituye la primera restauración de la cinematografía de Bolivia. Wara sería incomprensible para el espectador actual. Junto a Vargas, el compositor boliviano Cergio Prudencio se encargó de restituir el acompañamiento musical del filme. Lo hizo a partir de su propia propuesta musical, pero respetando la partitura original que creó Velasco Maidana para su película. El proyecto de restauración total de Wara Wara es hoy una realidad gracias al esfuerzo llevado a cabo por la Fundación Cinemateca Boliviana, el Instituto Goethe de la Paz y el apoyo de CAF, y otras instituciones comprometidas con el rescate del patrimonio artístico y cultural de ese país. Pero pudo concretarse, sobre todo, gracias al recuerdo de ese niño que fue Mario Fonseca Velasco, quien volvió al cuarto de su abuelo para dejar las cosas como estaban antes de su partida: vivas.
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NUEVO TEATRO CAPITOL El tradicional Teatro Capitol, ubicado frente a La Alameda, ha recobrado su esplendor y volverá a ser el sitio de encuentro de la familia quiteña. Un nuevo escenario para la cultura recobrado por el Municipio Capitalino y su Instituto Metropolitano de Patrimonio. La rehabilitación integral comprendió sistemas de iluminación, sonido, seguridad, revestimientos que garanticen la buena acústica, la implementación de nuevas butacas, la instalación de una plataforma móvil con sistema mecánico que brinde flexibilidad para los eventos que se programen, sistema de tramoya de primera línea, dos cabinas de control, camerinos, ascensores que permiten el acceso a los diversos espacios a personas con discapacidades diferentes, además de obras complementarias como baterías sanitarias, sistema especiales hidrosanitarios, sistema contra incendio y bodega. El aforo total del teatro es de 800 personas, distribuido en el área de platea, y dos niveles de palcos y galerías.
CONCIERTOS EN PROVINCIAS Un amplio programa de conciertos cumplió el Conjunto de Cámara de la CCE que dirige Ricardo Sempértegui. Durante abril desplegaron su arte en la ciudad de Loja, en el teatro Segundo Cueva Celi; en Zumba, en Palanda y en Zamora en la provincia de Zamora Chinchipe; así como en Sucumbíos en el Festival de Música Nacional. El Conjunto, integrado por ocho músicos profesionales, tiene una permanente actividad tanto en Quito como en provincias. 60
ALICIA ALONSO VUELVE A QUITO Alicia Alonso, la famosa bailarina cubana, nos visitó en la década del cuarenta y hoy vuelve a Quito en la lente del fotógrafo y artista cubano Alberto Soria. En la Casa de la Cultura se abrió una exposición denominada Homenaje, compuesta por 50 fotografías, como un tributo a los 70 años del debut de Alicia Alonso en el personaje de Giselle. Esta muestra hace un paneo emotivo a través de varias instantáneas inéditas del Ballet Nacional de Cuba, dentro y fuera del escenario, y de su fundadora Alicia Alonso (Series: ‘Homenaje’, ‘X Dentro’ y ‘tú, tú’). Todas ellas forman parte del fondo iconográfico del Museo de la Danza de Cuba. La lente de Alberto cuenta historias del ballet cubano y, de manera particular, de la persona que es su corazón: Alicia Alonso.
XVII EDICIÓN DEL PREMIO
‘ANTONIO CARVAJAL’ La Consejalía Cultural-Ayuntamiento Albolote (Granada) invita a los jóvene s poetas de habla hispana que tengan máximo 25 años de edad cumplidos, a participar en la XVII Edición del Premio de Poesía Joven ‘Antonio Carvajal’. Entre las bases para participar se incluye que las obras sean escritas en castell ano, sean inéditas y no hayan sido premiadas en otros certámenes; que la obra tenga una extensión comprendida entre 500 y 800 versos o líneas; que el texto impres o no tenga menos de 60 ni más de 86 páginas, entre otros parámetros. No se admiti rán libros presentados bajo seudónimos y el premio consiste en 1.200 euros (alrede dor de 1.669 dólares), además de la publicación del libro en la Editorial Hiperión de Madrid y la entrega al ganador de 50 ejemplares del libro publicado. El plazo de presentación de los trabajos empezará al día siguiente de la aproba ción de las bases y finalizará el 30 de junio de 2014. El fallo será público en septiem bre de este año. Los poetas que ya hubieren obtenido el Premio de Poesía Joven ‘Antonio Carvajal’ no podrán volver a presentarse. 61
Publicaciones de la
Antología de teatro ecuatoriano contemporáneo Selección y prólogo: Arístides Vargas Género: Teatro Editorial: CCE y Casa de las Américas Año: 2014 Páginas: 239 «Ocho obras del Ecuador integran las páginas del libro Antología de teatro ecuatoriano contemporáneo. De ellas, tres fueron escritas por mujeres, lo cual, sin duda, constituye uno de los valores principales de esta antología: mostrar la escritura teatral desde lo propiamente femenino. Los temas abordados son múltiples, y en ocasiones, desconcertantes. El lector disfrutará de estas obras más allá de sus valores dramatúrgicos y de que pueden ser leídas como relatos, lo cual es un elemento distintivo y unificador de esta generación de dramaturgos».
Los fantasmas de Eva Autor: Joce Deux Género: Poesía Editorial: CCE Año: 2014 Páginas: 80
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Casa
Teatro en las fronteras Autor: Arístides Vargas Género: Teatro Editorial: CCE y Casa de las Américas Año: 2014 Páginas: 338 «Este volumen reúne nueve textos de Arístides Vargas que, al igual que muchas de sus obras, nacen en circunstancias históricas latinoamericanas y las procesan a la luz de su poética personal y de su singular dramática. Las piezas trazan un recorrido por un imaginario americano palpitante y doloroso —hilo que guió a Arístides al seleccionarlas para esta edición—, que es también el recorrido por un trecho de su escritura, plena de creatividad en el diálogo sin fronteras que propone para la escena, a través de proyectos ramificados en incontables encuentros humanos y profesionales».
«En Los fantasmas de Eva el escritor construye un inesperado marasmo de ángeles desengañados: ‘él tiene oro en sus bolsillos [como] un pescador ciego [que] saca de un charco / los huesos de su espejo». Textos que únicamente pretenden dejarse iluminar por la palabra repensada y sentida en los tuétanos del corazón del poeta —¿los corazones de los poetas tienen tuétanos?— o por esas imágenes que fragua desde la suspensión que implica reírse de sí mismo frente al desparpajo de la melancolía».
14 novelas claves de la literatura ecuatoriana Autor: Antonio Sacoto Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2014 Páginas: 404 «Este libro engloba un estudio de algunas obras ‘claves’ dentro de su contexto literario y su anillo sociológico englobante y que representan un hito dentro de su generación o dentro del desarrollo histórico de la novela en el Ecuador; o aquellas que descuellan ya por el logro artístico, ya por el manejo del lenguaje, ya por la temática, ya por el adosamiento ideológico. No se puede hacer una verdadera historia de la literatura si se hace un recuento de toda obra escrita; con este criterio, estudiaremos en este libro las novelas que se levantan sobre el bosque de la multitud, sobre la penumbra».
Moscas de plata Autor: Peky Andino-Moscoso Género: Poesía Editorial: CCE Año: 2014 Páginas: 101 «Moscas de plata es un cuarteto poético que reúne la dramaturgia, el filme, el rock y la muerte. Es el cuaderno de apuntes del director, las angustias del actor y las pesadillas del espectador. En ellos, asistimos —a sabiendas de que Andino no abandona el espacio teatral— al artificio y la emoción de la indeterminación atravesada por el lenguaje fílmico. Es admirable la poética expresionista del autor, inclemente y mordaz que disloca con maestría imágenes y sintaxis para presentarnos a un sujeto lírico que busca la mirada colectiva, dirigida a posarse en personajes que hacen un espectáculo de sí mismos».
Los improductivos
«La novela de ciencia ficción Los improductivos es una historia distópica. Se plantea a la humanidad Autor: Cristián Londoño Proaño inmersa en una nueva sociedad denominada ‘Sociedad Productiva’. Dicha colectividad se Género: Novela fundamenta en el avance tecnológico, el desarrollo Editorial: CCE de los estudios genéticos y la clonación humana. Año: 2014 Este sistema es totalitario y rígido: no tolera a los Páginas: 71 individuos ineficientes, denominados vulgarmente ‘improductivos’. En esta novela se narra la historia de un individuo productivo, empleado de un edificio bursátil, que un día es testigo de la extraña desaparición de una joven productiva. Este suceso hace que despierte su conciencia y poco a poco pierda la razón de estar en una ‘Sociedad Productiva’». 63
tributo
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bril marcó la vida y la muerte de Theo Constante entre 1934 y 2014. Fueron 80 años de caminar en la pintura, la escultura, el mural y la cátedra. Dijo de él el poeta y periodista Fernando Cazón Vera, ligado a Theo «por la amistad y los colores»: «Theo es un pintor que emerge desde lo profundo. Me explico mejor. Construye su mundo plástico obviando aparentemente los elementos externos o comprobables a simple vista y que constituyen la prosaica visión de la realidad. Es decir de los seres, de las cosas y de su propio entorno. Y como no puede darle un perfil o contorno preciso al dolor con el que sufrimos, a la alegría con la que cantamos, a la ansiedad con la que esperamos o al amor que, como el mar, une y separa, estalla en sus cuadros con una abstracción que lo sintetiza todo. Y que lo obliga a ser tan virtuoso y exigente en su cromática. Aunque, a veces, en uso de esa excepción que confirma la regla, nos deslumbra con la simple maravilla de una naturaleza muerta o el saludo cordial de un manojo de flores. Amén de esos retratos, con los que demuestra su capacidad técnica de pintor, desde el fenómeno de ir de lo profundo a lo periférico lo transfiere a los personajes que reproduce con todo el halo que los rodea, como si salieran, más orgánicos y poéticos aun, de la extraña dimensión de los espejos». Hace algo más de dos años, sus hijas Hellen y Lorena –«en homenaje a nuestro padre»– editaron un magnífico libro bajo el título: Theo: retrato de un artista, que refleja no solo la trayectoria del artista sino también sus motivaciones e inclinaciones artísticas. En él dice Theo: «Nací artista. Muchas veces lo he comentado; pero a esta edad, la de hoy, repetiré que algunos de los momentos más agradables en los que inicia mi vida feliz, fueron aquellos en que recibí como juguetes los materiales que mi padre dejaba a un lado de su trabajo de pintar y modelar: lápices, carboncillos, pinceles, acuarelas, témperas, óleos y arcillas». Afirmó: «La pasión del artista nos permite llegar al extremo de poder hacer y deshacer de la creación del divino, con el perdón de Dios». Theo: tu espíritu sigue vivo en tu obra.
Serie Formas abstractas, técnica óleo sobre lienzo.
Serie Manchas, técnica mixta.