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Yo estoy bien con vos, cuento

Yo estoy bien con vos

Arturo Cervantes

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Amasábamos con Tere —mi pareja— para hacer pan. En medio de la preparación notamos que necesitaríamos más harina integral. Bajé dispuesto a comprarla y no llevé el celular.

Antes de que yo llegara al supermercado me paró un anciano. «¿Estás ocupado?», preguntó cuando pasé por la que sería su casa. Cerró con llave la puerta que da a la calle. Y no esperó mi respuesta: se agarró de mi brazo y me dijo: —Necesito que me lleves. Son pocas cuadras.

Se lo veía frágil y encorvado. Con la mano izquierda se apoyaba en mí y con la derecha en un bastón.

Yo quería llegar al supermercado porque eran casi las nueve de la noche y pronto lo cerrarían. Pero decidí ayudarlo ya que pensé en mi padre: en unos cinco años, quizás, podría necesitar el mismo amparo.

Le pregunté hasta dónde iríamos. —Cerca, a lo de Iván. —¿Quién es Iván? —Mi hijo.

Le pedí la dirección. —Yo te voy indicando —respondió.

Me pareció raro que no me comunicara calle ni numeración. Pero en un principio no le di demasiada importancia a ese detalle y arrancamos el recorrido. Con los primeros pasos entendí que el resto del viaje caminaríamos a ese ritmo tan pausado. Varios peatones ya habían superado la cuadra mientras nosotros seguíamos ahí, reducidos a su velocidad casi quieta.

La gente nos miraba. Es que el anciano llamaba la atención con su caminar endeble, como si estuviese a punto de desplomarse. Quise abrir conversación. Le pregunté con quién vivía. «Solo», me contestó. Yo ya lo imaginaba, de otro modo, no me habría pedido ayuda. Pero igual me sorprendí: no supe cómo haría para vivir sin atenciones, abandonado a su fragilidad.

Caminando así de lentos la calle me pareció una pista competitiva. Sentí que íbamos a la cola del resto de competidores inalcanzables. Y eso aumentaba mi impaciencia. También tuve miedo. Años de caminar a un ritmo autónomo, joven y resuelto para que de golpe, un día indeseado, la vejez termine de apropiarse del cuerpo y se encargue de disminuirme hasta la lástima, obligarme a que me asistan. Ojalá la muerte sea antes. Pero no mucho antes. Me bastaría con que llegue el minuto

anterior a que deba pedirle a un desconocido que me sostenga.

Le pregunté por qué Iván no venía a visitarlo. Pensé que eso le ahorraría el esfuerzo de caminar asistido. —Yo soy el que voy —me dijo. Pero aquello no contestaba en absoluto mi pregunta.

Llevábamos tres cuadras que me parecieron larguísimas. Aún no llegábamos a la casa de Iván. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero seguramente

La gente nos miraba. Es que el anciano llamaba la atención con su caminar endeble, como si estuviese a punto de desplomarse. Quise abrir conversación. Le pregunté con quién vivía. «Solo», me contestó.

más de lo que habría tardado en comprar la harina. Tere estaría inquieta. Quería llamarla para ponerla al tanto de la situación. Como no había traído mi celular, se me ocurrió pedirle una llama- da al anciano. —Eso no tengo —me dijo.

Pensé que lo mejor sería que yo regresara a mi casa. Pero ¿qué hacer con él? En esas pasó un muchacho y fue como si me en- tregara la solución. Le pregunté si se podía encargar. Como a un paquete, quería encomendárselo. —¡No! Yo estoy bien con vos —me dijo el anciano.

Y el muchacho, ni bien escu- chó eso, puso un rostro descon- certado y siguió su camino.

Fue entonces cuando subí el tono. —¡Necesito que me diga la dirección! —La dirección —repitió él—. Vamos a lo de Iván. —¿Cuántas cuadras faltan? —Pocas. —Me esperan en casa. —Yo estoy bien con vos —vol- vió a decirme.

Pasamos por una banca de vereda. Lo dejé sentado ahí y caminé unos pasos en dirección contraria, decidido a regresar a mi casa. —¿Te vas? —me preguntó.

Volteé la mirada: verlo sen- tado en el banco era una imagen desoladora. Me sentí cruel, des- almado. Jamás imaginé que sería capaz de abandonar a un anciano en la vía pública. Volví y él se su- jetó con fuerza a mi brazo. Debió temer que lo dejara otra vez. Le sonreí amistoso, le pedí perdón y caminamos por las cuadras que él me iba indicando.

Le pregunté si faltaba mucho. Me dijo que poco y volvió a insis- tir con su estribillo enigmático: -—Yo estoy bien con vos.

Llegamos a una esquina. Me dijo que la casa de Iván queda- ba cruzando la vereda. Atrave- samos la calle cuando los autos estaban con el semáforo en rojo. Tardamos en cruzar más tiempo de lo que demoraba en cambiar a verde. Pero los carros, al vernos, supieron esperar. —¡Ese es el edificio! —me dijo señalando uno.

Nos acercamos al intercomu- nicador. Me pidió que presionara el piso 4B. Timbré. —¿Hola? —dijo la voz de un hombre por el altavoz. —¡Iván! —se emocionó el an- ciano.

—¿Otra vez? ¡No, ya les dije que acá no vive Iván! —se molestó.

Fue entonces cuando le dije al anciano, como si se tratase de una resolución, que volveríamos a nuestra cuadra y lo dejaría en su casa.

El rostro se le hizo de dolor, pero aceptó volver. Caminaba con pasos aún más cortos, como sin motivos.

Cuando por fin regresamos a su casa noté que afuera lo esperaba un señor de unos cincuenta años. —¿Iván? —le pregunté. —No, no. Iván es mi hermano. Papá, ¿otra vez pediste que te lleven a buscar a Iván? —le dijo.

El anciano agachó la cabeza. —A veces mi papá pide que lo lleven al edificio donde antes vivía mi hermano. Pero él ya murió. ¡Perdón por la molestia! —me dijo.

Me quedé pausado, como si mi rostro fuese un paso desacelerado del anciano. No supe qué responder.

Volteé la mirada: verlo sentado en el banco era una imagen desoladora. Me sentí cruel, desalmado. Jamás imaginé que sea capaz de abandonar a un anciano en la vía pública.

Antes de irme atiné a decir que lo sentía mucho. Fue como un pésame lanzado a destiempo, descontextualizado, inútil. Me despedí.

Subí a mi departamento y le encontré a Tere en el sofá. Estaba intranquila, con la mirada apuntando a la puerta, como si esperara que yo la abriera. Sobre la mesa estaba un paquete abierto de harina, que —supe luego— había bajado a comprar en el supermercado. En el horno ya se estaba haciendo el pan.

Arturo Cervantes

Guayaquil, 1990 Estudió periodismo y literatura en la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Trabajó en la sección Cultura del diario El Comercio. Sus crónicas han sido publicadas en Mundo Diners, SoHo, El Universo, La República, El Telégrafo, Cartón Piedra (Ecuador); revista La Agenda, revista Orsai (Argentina), entre otros. Forma parte de la antología Crónicas (Dinediciones, Quito, 2015), que reúne crónicas publicadas en SoHo y Mundo Diners. Su texto ‘Dos semanas como reportero del Extra’, publicada en SoHo, obtuvo el Premio Jorge Mantilla Ortega (edición XXII). Desde el 2016 reside en Argentina. Actualmente participa en una organización que enseña español a vendedores ambulantes senegaleses y cursa la Maestría en Psicoanálisis en la Universidad de Buenos Aires.

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