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Dos fragmentos sobre Kafka

Fernando Tinajero

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Entre las frustraciones que he acumulado a lo largo de mi vida, hay una cuyo recuerdo vuelve de tiempo en tiempo a mi memoria: es la de no haber llegado nunca a escribir seriamente sobre Kafka y Dostoievski, pese a haberlo deseado desde la fabulosa década del sesenta. Hice bien, desde luego, al no escribir en aquel tiempo sobre ellos, porque es muy poco lo que puede decir un joven de veinte años sobre esos dos gigantes; pero el hecho de haber iniciado otros caminos, me condujo al error de creer que la crítica de lo que suele designarse como «cultura nacional» no daba cabida a dos autores europeos que, para colmo, han dejado ya de ser «actuales».

No obstante, ahora pienso que nadie puede considerar ajenos o inactuales a Kafka y Dostoievski. Si desde el punto de vista sociológico ambos autores vivieron en el seno de sociedades que tienen muchas semejanzas con la nuestra (conflictos étnicos, marcadas jerarquías estatales, moralidad hipócrita y cerrada…) desde el punto de vista filosófico y literario, en ambos se advierte una capacidad de construir «realidades» sensoriales y concretas, penetradas sin embargo por la presencia de un espíritu siempre atormentado, es decir, «mundos» que reproducen en el nivel imaginario la crueldad del mundo real en que vivimos. Mundos, además, en los cuales desempeña el papel central el conflicto de una moral sin Dios (Kafka) o de una moral ante un Dios que parece indiferente (Dostoievski). Lo que para el ruso se presenta bajo la forma de pecado, para el checo adquiere las connotaciones del delito, pero de un delito absurdo. La ra-

cionalidad, de la que tanto se ha jactado nuestra especie, aparece sin embargo cuestionada: si Dostoievski pudo ya intuir el absurdo (recuérdese, por ejemplo, el discurso de Iván Karamazov ante su hermano Aliosha), Kafka ingresó completamente en sus dominios (el agrimensor K. nunca llegará al castillo; José K. nunca sabrá de qué le acusan; el mensaje del emperador nunca llegará a su destino). La reflexión sobre los mundos y los personajes de ambos autores nos lleva a pensar que el humano está lejos de la condición, como se dice siempre, de un ser racional: más apropiado sería

considerarlo como un ser emocional que razona (pero que un individuo sea muy razonador no significa que sea racional). Quizá las representaciones más acertadas de esta concepción sean la de Smerdiakov y su odio torpemente acumulado, y la de Gregorio Samsa convertido en una enorme cucaracha que implora el amor de su familia. ¿Cuánto puede ganar el estudio de nuestra «cultura nacional» al cerrar los ojos ante otros mundos que en apariencia son lejanos y distintos? Creo que nada. Al contrario, pienso que ha perdido mucho, no solo porque nos ha hecho contemplarnos a nosotros mismos sin ubicarnos en el contexto de una red de relaciones, como si fuéramos una realidad insular que no existe, sino que nos ha privado de esas reflexiones que, por un fenómeno especular difícil de entender de improviso, nos traen de regreso a lo que somos. Cada época es la más dramática de la historia para quienes viven en ella; la nuestra lo es para nosotros, pero quien pretenda entenderla no puede prescindir de tres autores en cuyas obras se condensa su sentido: tales autores son Dostoievski, Nietzsche y Kafka. Si en el primero encontra-

mos la paradoja de una santidad que solo se alcanza en el mal, en el segundo descubrimos que la fuente de toda santidad ya ha muerto, mientras el tercero, con su escepticismo judío, busca obstinadamente el camino hacia esa

Fiódor Dostoievski

fuente ya muerta de una santidad imposible, y la busca precisamente porque la sabe muerta. Vista en su complejo conjunto, la obra de estos tres gigantes traza el mapa espiritual del siglo XX. También del nuestro.

Pienso que son insuficientes las interpretaciones que hacen de Kafka casi un santo y que no son mejores las que hacen de él un crítico de la sociedad capitalista. En Kafka hay algo de ambas cosas, pero hay mucho más.

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Pero no hay que olvidar una sorprendente paradoja. Quizá no exista en la literatura del siglo XX ningún otro autor que haya sido sometido como Kafka a tan minuciosos y diversos escrutinios, ni que haya llegado a confundirse con su obra hasta el punto de parecer uno más de los extraños personajes de sus propias ficciones. Hay tantos Kafka como exégetas hay de su obra, aunque es legítimo sospechar que ninguno ha podido agotar su riqueza. Cuando la suma de los ensayos y estudios sobre Kafka excede abrumadoramente la totalidad de su parva producción (incluyendo, claro, sus diarios y sus cartas), es probable que el escritor praguense siga siendo un desconocido: allí están sus libros, perturbando la existencia de sus lectores, y desafiando todavía nuestra capacidad de interpretar. El más grave error que algunos han cometido frente a la obra kafkiana consiste en haberla tratado solamente como un documento para ilustrar la vida de su autor. Así se ha dejado pasar la belleza del texto y la riqueza de sus imágenes y símbolos, es decir, en el mejor de los casos se ha «progresado» en una dudosa psicología de pacotilla a costa de la literatura, la estética y la filosofía… y la comprensión de nuestro mundo. Porque es eso lo que hay en la obra de Kafka: densidad de pensamiento sobre la condición humana en un mundo dominado por fuerzas abstractas (como el Dinero, el Mercado, el Poder o la Ley); una gran belleza literaria (más claramente perceptible para quien puede leer las obras en su idioma original), y una superación simultánea de la estética romántica y realista, para fundar la estética del siglo XX como la estética de lo terrible. Pienso que son insuficientes las interpretaciones que hacen de Kafka casi un santo y que no son mejores las que hacen de él un crítico de la sociedad capitalista. En Kafka hay algo de ambas cosas, pero hay mucho más. Quizá la categoría de «lo siniestro» (das Unheimliche) sea la que abre el mejor horizonte para comprender la obra de aquel hombre que por ser judío y por pertenecer a la minoría alemana en la Praga provinciana de su tiempo, fue doblemente discriminado en la Bohemia dominada del Imperio Austro-húngaro.

(Del libro Las palabras y el viento, en preparación)

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