Algún día volaremos - cap. 1 a 3 de Sally J.Pla

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Sally J. Pla

Algún día volaremos


tori G ansos mig ra

os

Sociables y solitarios


Capítulo 1

N

o tengo las manos limpias completamente hasta que me las he lavado doce veces, una por cada año de mi vida. Me las enjuago una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces, cinco veces, seis veces… jabón arriba y jabón abajo; abro las palmas, las pongo bajo el agua caliente y lo repito. Lo hago rápido, para que nadie se dé cuenta; normalmente me cuesta lo mismo que tardan Joel y Jake en salpicarse con el agua el uno al otro y tirar las toallas al suelo, que es lo que ellos llaman «lavarse». Esta vez tengo que ser mucho más rápido, porque la abuela ya está gritándome desde el automóvil: —¡Charlie, mueve el culo y ven aquí! ¡Vamos, tu padre nos espera! Aunque realmente no nos está esperando. Papá nunca se da cuenta de si estamos en la habitación del hospital o no. La abuela suelta lo que Davis llama «palabrotas laterales». Y es que dice cosas como «culo», «maldición», «cáspita» y «oh, repámpanos». Davis, que tiene quince años y medio, suele comentarle: «Abuela, di palabrotas normales, como todo el mundo». Pero entonces ella le contesta: «Davis, si vuelve a salir de tu descarada boca juvenil algo parecido, te calentaré tanto las condenadas posaderas que te lo pensarás dos veces antes de volver a decir nada». La abuela solía darme miedo. Davis dice que es solo la forma que tiene de ser, amor con mano dura, pero yo no entiendo cómo la mano dura y 11


el amor pueden ir juntos. El amor de papá no tenía mano dura. Nunca perdía la calma, ni se ponía como loco de preocupación, ni se esforzaba por controlar todo lo que hacíamos. Ni tampoco decía palabrotas laterales. Aun así, tengo que admitir que no soy ningún experto en el amor. Ni en el odio. Ni en nada que tenga que ver con los sentimientos, en realidad. Confío en lo que Davis me dice: ella es la experta en este tipo de cosas.

Se supone que los médicos hoy tienen novedades sobre el estado de salud de papá. Así que cuando la abuela nos embute a todos en su pequeño Mini Cooper para ir al hospital, las palabrotas laterales se intensifican de veras. —¡Al fin, aquí tenemos a nuestro Don Limpio! —exclama la abuela cuando abro la puerta de atrás y espero a que Joel y Jake me hagan sitio. —No me llamo Don Limpio: me llamo Charlie, ¿entendido? —contesto. —Qué listo. ¿Crees que no sabemos cómo te llamas, tarado? —intervienen Joel y Jake. —No me llamo Tarado: me llamo Charlie —repito tranquilamente, con la esperanza de que paren. Mis hermanos gemelos traman algo. No soy el mejor captando a la gente, en general, pero reconozco el mal cuando lo veo en ese par de ojos idénticos. —¡SUBE DE UNA VEZ, CHARLIE! ¡PAPÁ NOS ESPERA! —grita Davis desde el asiento del copiloto, mientras los gemelos se ríen disimuladamente esperando a que yo ocupe mi sitio. 12


—Papá no nos espera de verdad —digo mientras saco un pañuelo de papel de mi kit de supervivencia y quito las moscas muertas y el montón de pelusa de la secadora que mis hermanos han echado sobre mi asiento. Antes me molestaban mucho sus trampitas llenas de suciedad. Pero Davis me dijo que eso era, precisamente, lo que ellos querían; y me aconsejó que no reaccionara, que no les diera esa satisfacción. Así que me limito a lanzar a los gemelos una mirada inexpresiva y me siento con cuidado, asegurándome de que ninguna parte de mi cuerpo toca ninguna parte del cuerpo de Joel. —Papá no nos espera de verdad porque no sabe si estamos ahí o no —puntualizo. A Davis y a la abuela no les gusta oírme decir eso. Pero si algo es cierto, es cierto, y no creo que esté mal decirlo en voz alta. Papá tiene un traumatismo cerebral, y contempla fijamente al vacío, como si estuviera mirando algo que se encuentra muy muy lejos. Apenas habla y tampoco parece que nos vea. La abuela dice que una lesión como la que papá tiene es impredecible, y que no podemos dar nada por sentado. También dice que tenemos que tratarle con normalidad, contarle cómo nos ha ido el día, incluso a pesar de que la mayor parte del tiempo se limita a quedarse ahí, sentado. —Charlie, precisamente así fue como conseguimos que empezaras a hablar cuando eras pequeño —añade—. De alguna forma, estabas igual que tu padre, encerrado en tu propio mundo, tan diminuto. Pero al final derrumbamos tu muro, ¿verdad? Te hablábamos por los puñeteros codos. Te hablamos y te hablamos, y te hicimos hacer co13


sas, ir a terapia… No íbamos a dejar que te fueras de rositas. Así que tampoco dejaremos que tu padre lo haga. «Irse de rositas» es una expresión rara. Recuerdo cuando yo era un niño muy muy pequeño y únicamente quería que me dejaran solo, y me imagino que de pronto llegan un montón de ramos de flores, algunas personas se me echan encima y no me dejan moverme, mientras una multitud de gente —mi familia, los terapeutas, los doctores…— observan cómo intento liberarme. ¿Es así como se siente papá en el hospital? ¿Acaso por dentro, donde no le puede decir a nadie lo que le pasa, él también está intentando liberarse? A papá lo hirieron en Afganistán, aunque no trabaja en el ejército: es profesor de inglés y periodista a tiempo parcial. Fue a hacer un reportaje sobre unos soldados, a escribir sobre cómo eran sus vidas en aquel momento. Pero estalló una bomba cuando iba por ahí en un todoterreno. Los médicos dijeron que papá había tenido muchísima suerte, porque la explosión únicamente lo lanzó por los aires, pero no lo mató. La abuela se cubrió los ojos y exclamó: «¡Dios Santo!» cuando los doctores nos lo contaron. Pero yo hice más preguntas. Necesitaba imaginarme con claridad cómo había sido ese instante, con papá volando por los aires, igual que un pájaro. Una vez intenté dibujarlo todo: desde la altura que habrían alcanzado las llamas, hasta la dirección hacia la que papá voló (piensan que fue muy alto, y luego cayó en picado y de cabeza sobre la carretera). Lo dibujé volando. Ojalá le hubiera podido dibujar un sitio mejor sobre el que aterrizar. 14


Papá sufre daño cerebral. Es el verbo que usan: «sufrir». Significa que tienes que soportar algo. Pero también que algo se estira por culpa de la presión, como una nota de música, que suena y se esparce por todas partes durante bastante tiempo. Así están las cosas, ahora mismo, con papá en el hospital. Como si hubiera un extraño e invisible rumor en el aire que nos rodea, y la abuela y los gemelos y Davis y yo solamente estuviéramos obligados a seguir escuchándolo, aunque ninguno sepamos cuánto rato durará allí.

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Capítulo 2

El comportamiento de las personas y el de las aves es similar en lo que respecta a asuntos de familia o de supervivencia. Tiberius Shaw

E

l hospital es, básicamente, nuestro segundo hogar. Antes ese tipo de lugar me ponía muy nervioso, pero ahora ya no tanto. Primero se accede a través de unas amplias puertas correderas de cristal, y uno se encuentra con un montón de sillones naranjas y mesitas de café y macetas con plantas. Es como si quisieran disimular, haciendo que es algo así como un hotel muy agradable y moderno; un hotel repleto de dispensadores de gel antiséptico para las manos, con gente que lleva batas blancas y con otra gente que se pasea dando vueltas de un lado a otro hablando por sus teléfonos móviles. —¿Podemos bajar a la cafetería? —pregunta Joel, tomando a la abuela del brazo—. Por favor… ¡Nos morimos de «hambre»! A Joel y a Jake les encanta la cafetería del hospital. Se llama «El Jardín de la Comida Casera». He intentado decirles que, de hecho, allí todo significa lo contrario, 17


pero nunca me escuchan. Tienen diez años y siempre están gritándose y peleándose. —¡Chssst! —les responde la abuela—. No vamos a ir a la cafetería. Poneos rectos y caminad erguidos, como personas normales. —¡Pero tenemos hambre! ¡HAMBRE! Caminan arrastrando los pies, entre quejidos. Esa cafetería es una tortura para las papilas gustativas. El pan de molde lleva semillas del tamaño de pequeños guijarros, la sopa tiene pegotes de porquería naranja, y las gachas son una masa de pasta pegajosa. Sus huevos revueltos chorrean un líquido pastoso que termina por empapar cualquier otra cosa que haya en el plato. Me entran náuseas con solo pensarlo. Pero no es nada sorprendente que yo tenga náuseas: incluso me entran arcadas cuando me lavo los dientes. Por eso papá siempre me dejaba cepillármelos con el dedo y una toallita húmeda. Y ahora la abuela me obliga a usar un cepillo de dientes. Me controla mientras tanto, y eso hace que me den ganas de vomitar, pero a ella no le importa en absoluto. No entiendo cuál es el problema; si los dientes se quedan limpios, ¿qué más da usar un cepillo o una toallita húmeda? Pese a que la cafetería del hospital es una tortura en general, admito que tienen unos nuggets de pollo bastante decentes. El rebozado está crujiente y algo soso, como a mí me gusta. He llegado a la conclusión de que da igual dónde te acabes metiendo en este mundo: casi siempre podrás sobrevivir comiendo nuggets de pollo. Ahora yo también tengo hambre, pero no lo digo porque no quiero sonar como Joel y Jake. 18


—¡Oh, por el amor de Dios! —La abuela tira de Joel para que deje de correr por el pasillo, mientras mi hermano se agarra el estómago y gime con fuerza. Jake lo imita, y ambos avanzan a trompicones, retorciéndose y gimoteando como si fueran a desmayarse en cualquier momento. Me aparto a un lado y me pongo detrás de Davis, caminando cerca de la pared, con las manos en alto de la misma forma que las levantan los cirujanos en la televisión, cuando están a punto de operar a un paciente. Una enfermera con una bata morada y unos zuecos blancos se detiene, asustada, al ver a los gemelos retorciéndose y alborotando. —¡Ay, madre! ¿Buscan la zona de urgencias? La abuela contrae la expresión, arrugada ya de por sí. —¡Virgen Santa, no, gracias! Cuando la enfermera se marcha, la abuela le da una palmada en el trasero a Joel. —¿Ves cómo te estás portando? Haced el favor de cerrar los dos el pico de una vez. Justo antes de llegar a la zona de los ascensores, tiro del abrigo de la abuela. Estamos delante de la puerta de la tienda de regalos, que se mantiene abierta con un tope. —Hoy solo dos minutos, Charlie —me dice la abuela haciendo una V con dos dedos arrugados y huesudos—. Tenemos prisa. Podría discutírselo, porque normalmente me deja entre cinco y diez minutos en la tienda de regalos, pero algo en su cara hace que me quede en silencio. —Si tenemos tanta prisa, ¿cómo es que siempre acabamos esperándole a él? —protesta Joel. —¡Vamos a por unos caramelos! —exclama Jake. 19


Davis pone los ojos en blanco, cruza los brazos y se apoya con brusquedad junto a la puerta de la tienda, para esperarnos.

Hay un montón de cosas para señoras en esa tienda, sobre todo pañuelos y joyas. También tienen esas diminutas camisetitas para recién nacidos, y caramelos y chicles, y dinosaurios de juguete y figuras de Lego para evitar el aburrimiento de todos los niños a los que arrastran hasta este sitio. Pero lo que yo busco se encuentra en una repisa tras el mostrador. Expuestas delicadamente, están las esculturas de pajaritos más realistas y bonitas que he visto en toda mi vida. Hay un mochuelo, una codorniz, un loro, un águila calva, una paloma y un colibrí gorgirrubí, posándose al vuelo, en un pequeño alambre que se mete en un trozo de madera. Cuando lo miro, me parece oír cómo bate las alas (según mis investigaciones, lo hace entre cincuenta y doscientas veces por segundo. Mucho más rápido que cualquier otra ave). Las esculturas están talladas a mano por el «renombrado ornitólogo, legendario artista y filósofo, el doctor Tiberius Shaw», o eso dice una antigua y arrugada tarjeta de visita, donde sale una foto del doctor Shaw, y parece que él mismo esté tallado en madera, con esos oscuros y penetrantes ojos de águila, la piel morena y curtida, y unas enormes cejas blancas que sobresalen como si fueran plumas. Tiberius Shaw lo sabe todo sobre pájaros, y ha escrito montones de libros. Todavía no tengo ninguno, pero espero conseguirlos algún día. Lo que sí tengo, conmigo 20


ahora mismo, en esta mochila de lona azul, que es el kit de supervivencia que siempre llevo encima, es mi cuaderno particular, mi Libro de Aves. Ahí mismo es donde hago bocetos de pájaros y anoto todo lo que aprendo sobre ellos, además de otras cosas. Mi Libro de Aves me acompaña a todas partes. Y de hecho, en casa tengo ese otro libro viejo tan bonito que papa me compró en el rastro. Es enorme y pesa una tonelada. Se llama La edición de folio «elefante» de Audubon. Pero no sale ningún elefante, solamente gigantescas ilustraciones a todo color (de orillas, pantanos, bosques, aves rapaces, aves marinas, aves acuáticas…) que pintó alguien llamado John James Audubon, mucho antes de que incluso el doctor Shaw naciera. O sea, hace mucho mucho tiempo, cuando América era todavía un continente salvaje. Cuando yo era más pequeño únicamente hablaba de pájaros, no me interesaba nada más. Es decir, si alguien me preguntaba a los seis años: «¿Qué tal estás hoy, Charlie?», le contestaba: «¿Sabías que los colibríes son en realidad muy desagradables y territoriales y se pelean entre ellos a todas horas?». O bien: «¿Sabías que hay pavos reales salvajes en el sur de California?». Hablaba de cosas de pájaros hasta que esa persona tenía la necesidad de preguntarme: «¿Qué tiene que ver la gimnasia con la magnesia?» (eso es lo que siempre me pregunta la abuela cuando no paro de darle información sobre pájaros). Pero ahora he mejorado mucho. Por ejemplo, ahora, si me preguntas: «¿Cómo estás, Charlie?», te contesto: «Bien», incluso si no lo estoy; incluso cuando sé una cosa increíble sobre los estorninos que te encantaría escuchar en vez del viejo y aburrido «bien». 21


Pero si eso es lo que la gente quiere, entonces bien. De acuerdo: estoy bien.

Hoy Ellie está detrás del mostrador de la tienda. Me cae bien; a ella nunca le importa enseñarme la repisa de las figuras de pájaros. —Tómate tu tiempo, mi querido Charlie. ¿Quieres que te los baje todos? —me dice. No tengo que contestarle, porque ella ya lo sabe. Me pone los pájaros en el mostrador. Ellie me contó que el «renombrado ornitólogo, legendario artista y filósofo, el doctor Tiberius Shaw» antes era muy famoso. —Ahora no es tan conocido, pero hace tiempo era un pez gordo. Escribió una especie de libros de autoayuda acerca de todo lo que los pájaros nos pueden enseñar sobre las personas, sobre la vida. Era un gurú científico famosísimo: iba a todos los programas de debate. Algún día me compraré todos sus libros. Ojalá pudiera quedarme aquí, en la tienda de regalos, para copiar con mi lápiz esas figuritas. Preferiría eso, antes que subir a ver a papá. Le quiero, pero esa habitación de hospital hace que mis pisadas retumben y que el estómago se me convierta en una lavadora. En cambio, mirar a las aves me hace sentir tranquilo y en paz. Las aves son preciosas. Su esencia nunca cambia. Su comportamiento es muy coherente. Puedes anotarlo, saberlo, comprenderlo. Con la gente, no importa cuánto lo intentes; no puedes hacer nada de eso. 22


Algún día, cuando conozca al «renombrado ornitólogo, legendario artista y filósofo, el doctor Tiberius Shaw» le preguntaré qué quiere decir con eso de que «las aves pueden enseñarnos cosas sobre las personas». Ellie es la dependienta de los lunes, los miércoles y los viernes. Mide un metro ochenta, más o menos, y tal vez también mida un metro y pico de ancho: el chaleco azul que usa es tan grande como una carpa. Ellie tiene un indomable pelo negro y rizado, la piel morena oscura y lleva unos pendientes enormes que se mueven de un lado a otro cuando habla con la abuela. Y conversan mucho, en susurros, creyendo que no les escuchamos, pero sí que lo hacemos. Como siempre, murmuran sobre un tema, un único tema: la loca de Ludmila. —Bueno… yo no tengo ni idea, pero si tuviera que hacer alguna conjetura, diría que esa Ludmila, quiero decir…, que tiene problemas. Eso es lo que digo. ¿Qué hace en la habitación de tu hijo todo el rato? Además, de esa forma, sentada a su lado y mirándole fijamente, como un buitre. ¿Qué espera que suceda? —dice Ellie bajito a la abuela. La abuela abre mucho los ojos y levanta la mirada hacia Ellie. —No, Ellie, Ludmila no es así, ¡para nada! Lo vigila como un halcón. La otra noche sorprendió a uno de los camilleros nuevos ¡a punto de darle a mi hijo los medicamentos equivocados! Ellie asiente. Sus pendientes se balancean como unos péndulos. —Mmm… —musita, cruzando los brazos sobre su inmenso pecho—. Vaya, vaya. Esta situación es muy dura. Pero ¿por qué está metida Ludmila en este asunto? ¿Por 23


qué apareció un día en la habitación de tu hijo, de la nada? En mi opinión, es muy extraño. La abuela se encoge de hombros. —Sí, es muy raro. Pero no quiero fisgar. Ahí hay una historia. Ya saldrá a la luz a su debido tiempo. La abuela compra a Joel y Jake unas tabletas de chocolate. Me despido de las figuritas de los pájaros y ya no nos entretenemos más: tomamos el ascensor para visitar a papá. Ahora lo han puesto con los pacientes estables, en la sexta planta del hospital. Al abrirse las puertas del ascensor, bum, ¿a quién vemos, de pie ante nosotros? A Ludmila en persona, esperando para bajar. Todos damos un pequeño respingo. Hoy lleva una peluca azul, de un azul eléctrico, con un flequillo muy recto que destaca por encima de sus gafas negras. Sé que su pelo normal, bajo esa peluca, es de un rosa intenso. Hace un gesto de saludo a la abuela. —No ha querido tomar nada esta mañana. Ni siquiera el café con mucho azúcar —dice con su acento profundo y ligeramente ruso. —Bueno, lo cierto es que ahora estás conociéndole mucho —comenta la abuela. Nadie más añade nada. Todos miramos al suelo. —Pues… —dice Ludmila, asintiendo—. Bueno, volveré un poco más tarde. Davis lanza un bufido y cruza los brazos. Cuando no está la abuela, la llama «Ludmila, la intrusa gorila». —«Gracias» —responde la abuela, con el mismo tono que usa para hablarle a Aiden, nuestro vecino de tres años—. Apreciamos «muchísimo» tu ayuda. Ludmila se mete en el ascensor. 24


¿Queréis que os diga una cosa de ella? No siente la necesidad de forzar una sonrisa o de hablar alto y alegremente, como hacen algunas personas. La conocimos durante uno de los primeros días, cuando estábamos sentados en torno a la cama de papá, escuchando el ruido de las máquinas e intentando no mirar esa cosa del monitor de presión que salía de su cabeza. Entonces llamaron a la puerta, y allí estaba: una señora de unos veintitantos o treinta años, con el pelo de punta, de un rosa intenso, y con finos aros de plata en la nariz y las orejas. También llevaba unas gafas gruesas y un viejo vestido de flores, además de un chaleco de cuero negro, botas góticas y un montón de tatuajes a lo largo y ancho de los brazos. Por cierto, tenía un tatuaje todavía reciente y sin curar del todo con la palabra «Amar» rodeada de un montón de minúsculos corazoncitos rojos y alitas de ángeles. Todo enrojecido e hinchado. Joel y Jake se echaron un poco hacia atrás cuando la vieron en la puerta. Ella se limitó a entrar. —Hola, soy Ludmila —dijo, tendiendo una mano que la abuela estrechó. —Te sangra el tatuaje —exclamó Jake, señalándolo directamente con el dedo. Ludmila entornó los ojos, empequeñecidos por las gafas, y se puso una mano delicadamente sobre el pecho. —Sí. Igual que mi corazón, que también sangra. Por vuestra pena, y por la mía —declaró, con voz profunda. Después nos hizo una reverencia y salió de la habitación. La abuela se quedó con la boca abierta. Es una «ayuda visual», que indica que una persona está sorprendida. En fin, esa fue la primera vez que vimos a Ludmila. 25


Capítulo 3

Para algunas aves, la supervivencia equivale a la bandada. Para otras, la vida es un solitario campo de pruebas en la naturaleza, y depende de lo que yo llamo ser «sabiorientado», que es la versión astuta de estar «desorientado». Tiberius Shaw

L

a habitación de papá es individual y tiene una amplia ventana que da al aparcamiento. Ahora mismo se encuentra sentado en su silla de ruedas, mirando por esa ventana. Todavía se me hace raro verle sentado en esa silla. Pero al menos ya no está tumbado en la cama rodeado de todas esas máquinas, con sus pitidos y zumbidos. Han desaparecido. Durante un tiempo, de lo único que todo el mundo hablaba era algo que llamaban «presión intracraneal». Eso sucede cuando una herida cerebral se inflama y sangra, de forma que la hemorragia interna aumenta demasiado la presión del cráneo. La presión del cerebro de papá era tan grave que tuvieron que quitarle un trozo del cráneo para mitigarla. Además, tiene algo que se llama «afasia». Significa que le cuesta hablar y escribir. Pero podría ponerse bien 27


del todo. O no. Es complicado. No lo sabemos. Es lo que ellos llaman «esperar a ver qué pasa». Los ojos de papá nos ven entrar, pero la «ayuda visual» de su cara —o lo que se puede ver de ella, a través del casco protector de ciclista que lleva— no parece que cambie mucho. Al menos, yo no noto nada. —¡Hey, papá, papá, somos nosotros! —gritan Joel y Jake, y deslizan con impaciencia los dedos por el respaldo de la silla de ruedas de papá antes de empezar a dar saltos por toda la habitación. —Hey, papaíto, soy Davis —dice ella, con voz suave; luego se besa los dedos, con los que toca la parte superior del casco de papá. La abuela pone las manos en los hombros de su hijo. —¿Y bien, Charlie? ¿Es que no vas a decirle «hola» a tu padre? ­—me pregunta, como hace siempre. Bajo la mirada hacia mis zapatos, mis Crocs azules de paseo, y los examino en busca de arañazos. Están bien. —Aunque le dijera «hola» —digo al fin—, papá no me oiría. La abuela patea el suelo. —¡Por el amor de Dios, Charlie! Hay un dispensador sanitario en una esquina de la habitación. Pongo las manos debajo, y el dispensador empieza a sonar. Me embadurno dedo a dedo, uno-dos-tres-cuatrocinco, y lo repito. El gel de alcohol es horrible, pero es mejor que nada. Los hospitales son caldo de cultivo de gérmenes. Todos mis sentidos me dicen que los microbios trepan por estas paredes: me pica la piel, me escuece. Davis saca un libro del bolso y se sienta en la cama. Da unos golpecitos con la mano al espacio que hay justo a su 28


lado, mientras me llama, pero permanezco junto al dispensador. Entonces se encoge de hombros y empieza a leer en el mismo tono alto y cantarín que usan las enfermeras. Es un libro que ha tomado del despacho de papá, de alguien llamado Dave Barry; papá solía encontrarlo gracioso. Davis cree que reír es «terapéutico», pero solo ella y los gemelos se han reído alguna vez con ese libro, papá nunca, que es realmente quien necesita la terapia. Davis también acostumbraba a traerle a papá el café cada mañana. Insistía en ello. Nos parábamos en Klatch, el lugar favorito de papá, y pedíamos un latte de caramelo para llevar. Luego Davis le daba pequeñas cucharadas de espuma a papá, y él le sonreía un poco torciendo solamente el lado derecho de la boca. Una vez incluso guiñó un ojo, y todo el mundo se emocionó. En sus buenos tiempos, a papá le encantaba guiñar los ojos. Pero un día, cuando Davis entró con el café en la mano, Ludmila ya estaba sentada en la silla justo delante de papá, y le dijo a mi hermana: «La leche de ese latte no es buena, le sienta mal. No lo traigas más. No más leche. Le estoy dando medio café solo. Ya está». Más tarde la abuela comentó que había creído que Davis iba a tirarle el latte a Ludmila. Mientras abrocha algunos botones del pijama de papá, la abuela les dice a Joel y Jake: —Portaos bien. —Y añade mirando a Davis—: Quedas al cargo, preciosa. Voy a acorralar a ese condenado doctor para que me dé el último parte médico.

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Cuando papá llegó aquí por primera vez, le hice un dibujo para que lo colgara en la pared de su cama. Era un gavilán colirrojo posado en una rama, y rodeé la imagen con todo lo que sabía sobre estas aves, escrito en una caligrafía perfecta. La verdad es que mi letra es tan poco habitual, por lo buena, que el señor Simpson, mi profesor de sexto, suele llamarme «la máquina de escribir humana». Intento no pensar en cómo me van a llamar mis profesores de séptimo. Ya he tenido demasiados motivos para preocuparme este verano. Tardé mucho en hacer este dibujo. Si elegí el gavilán colirrojo, fue para hacerle recordar a papá los que habíamos visto juntos cerca de casa, cuando planeaban sobre el cañón en busca de ratones. De vez en cuando papá me hacía ir con él de senderismo; me obligaba a hacerlo, aunque yo odio estar en el campo: siempre está sucio y polvoriento, y puede haber garrapatas. Soporto a la mayoría de insectos, incluso pienso que son interesantes. Pero las garrapatas son parásitos malvados que nos roban nuestra valiosa sangre. Las garrapatas me dan un miedo horrible. Y aun así… desearía haber salido a pasear más a menudo con él. Le encantaba descubrir todo tipo de cosas nuevas y mostrármelas. —Algunas aves son sociables, y otras solitarias —me explicó una vez—. Charlie, mira ese halcón, en lo alto, dando vueltas: es un solitario magnífico. Con cuánto poderío vuela. Posee toda la inmensidad del cielo azul. En efecto, vimos cómo el pájaro subía, con una corriente de aire caliente, alto, muy alto, hasta que se hizo como un puntito. Y luego bajó en picado, como si lo hiciera solamente por pura diversión. 30


—¿Eres sociable o solitario, Charlie? ­—me preguntó, mirándome. —Yo soy un chico, no un pájaro. Y él se limitó a sonreír, aunque estuvo a punto de alborotarme el pelo antes de recordar lo mucho que detesto que me lo hagan. Después de eso empezamos a caminar hacia casa, donde por fin podría descontaminarme. Y comprobar si se me había pegado alguna garrapata. Sin embargo, mientras andábamos, papá se detuvo para decirme algo más: —Charlie, te gusta hacer listas, ¿verdad? Bueno, pues acabo de tener una idea: ¿por qué no hacemos una juntos? Apuntemos el nombre de todas las aves que nos gustaría ver aquí, algún día, en el campo. ¿Te gustaría? No soy un entusiasta del «campo». Así que solo me encogí de hombros. —¡Muy bien! —exclamó papá—. Tomaré eso como un sí. De acuerdo, pues: si pudieras escoger de entre todas las aves para ponerlas en nuestra lista, ¿cuáles elegirías? Como acababa de leer El cisne trompetista, le dije: «un cisne trompetero». Pero papá comentó que sería increíble ver un águila calva, y que también debía apuntarla. Además, añadió la grulla canadiense, porque había oído decir que tenía una llamada rota muy interesante. Y los dos coincidimos en que tenían que estar en la lista los búhos virginianos. —Oh, ¿sabes qué otra ave te encantaría? —me preguntó papá—. Nuestro viejo amigo el buitre negro americano. La gente no comprende la importancia de los buitres en el mundo moderno. No era necesario que lo dijera. Estaba de acuerdo. 31


—Quizá tendríamos que ser más exigentes con nuestra lista, Charlie —sugirió papá—. ¡Desmelenémonos! Pongamos alguna ave exótica de veras, alguna absolutamente única, extraña y diferente. —¿Cómo cuál, papi? —Una rarísima. Como… ¡un emú! O incluso más estrafalaria: una paloma migratoria. —Bueno. Pero, primero —le avisé—, los emúes viven en Australia. Y segundo, las palomas migratorias se han extinguido. —Lo sé, lo sé… —Papá sonrió—. Pero vamos a anotarlos, por si acaso. ¿No crees a veces que todo es posible? De niño, cuando vivía en Carolina del Sur —añadió—, recuerdo haber oído que en una época muy lejana, como unos cien años atrás, decenas de miles de pequeñas cotorras verdes vivían en los campos alrededor de mi casa. Son las cotorras de Carolina. Las cazaron hasta que se extinguieron, por culpa de los agricultores, porque no les gustaba que entraran en sus cultivos y los destrozaran. —Sacudió la cabeza de lado a lado—. Y aun así, cuando yo era joven, las buscaba en el bosque. Un poco en plan sin perder la esperanza, contra todo pronóstico. No sé si me entiendes… —Ya te he dicho que es imposible ver aves que se han extinguido, papá. —Lo sé, jovencito. —Papá se rio suavemente—. Solo estaba hablando sin ton ni son. Y esa risa es una expresión que significa «tener ideas absurdas». Aquel día, cuando llegamos a casa, anoté todas las aves que habíamos enumerado, incluso las imposibles, en mi Libro de Aves. 32


Estas son nuestras «aves posibles»: Águila calva Búho virginiano Cisne trompetero Grulla canadiense Buitre negro americano Emú Paloma migratoria Cotorra de Carolina

¡Un ave australiana y dos extintas en nuestra lista! ¡Jolines! Y mirando mi viejo dibujo en la habitación de papá del hospital, me doy cuenta de que no pusimos al gavilán colirrojo. Es demasiado común por aquí, ese tan solitario, siempre dando vueltas por el cielo en algún lugar cercano.

Mi viejo dibujo del gavilán de la pared se ha descolorido por culpa de la cantidad de rayos de sol de San Diego que han estado entrando estas últimas semanas por la ventana. Pero hoy está nublado y gris. Estamos a mediados de junio, y las clases han acabado hace poco. En Carolina del Sur llaman a este tiempo «mayo gris, junio plomizo». Aquí siempre está supersoleado la mayor parte del año escolar, pero entonces, justo cuando las clases están a punto de finalizar, bum: junio plomizo. Cuando papá llegó al hospital, los doctores creían que estaría en casa para junio. Pero desde hace algún tiempo nadie habla de que papá vaya a volver. 33


Ese es el verdadero plomo que pesa sobre este junio. Oigo voces en el pasillo, y entonces entra la abuela. Davis para de leer. Yo dejo en paz el dispensador sanitario y todos levantamos la vista y esperamos. —Bueno, ya me han contado la gran noticia —dice la abuela, frotándose las manos como si tuviera frío—. Vuestro padre está estable, lo cual es maravilloso. Pero es un caso especial, y están un poco perplejos. Así que recomiendan que lo traslademos a otro lugar, uno nuevo, durante un par de semanas, donde le podrán hacer pruebas mucho más específicas. Por lo visto, hay muchos expertos prestigiosos en neurología en Virginia que estarían encantados de echarle un vistazo al coco de vuestro padre… y gratis. —La voz de la abuela tiembla y hace una pausa larga. Todos esperamos a que siga hablando. Intenta sonreír, pero le sale una mueca torcida. Soy totalmente incapaz de interpretar la ayuda visual de su cara—. Se trata de un hospital de investigación que tiene fama mundial. —La abuela respira hondo—. ¡Puñetas!, no vamos a dejar pasar una oportunidad como esta, ¿verdad, chicos? ¿A que es estupendo? La abuela está a punto de llorar. Pero no tiene ningún sentido decir palabras alegres como «¿a que es estupendo?» y tener los ojos llenos de lágrimas. —¿Virginia? —Davis arruga la nariz. —Está a las afueras de la ciudad de Washington. Allí tendrá el mejor de los tratamientos, cariño. Voy a empezar a hacer los preparativos ahora mismo. —La abuela rebusca el teléfono móvil en su bolso—. El único inconveniente es que seguramente tenga que dejaros aquí para acompañarle, y me quedaré con él. Va a necesitar que lo cuide más que nunca, estando tan lejos. 34


—¿Virginia? —repite Davis moviendo la cabeza rápida y ligeramente de atrás adelante, como si intentara sacudirse el cerebro hacia fuera, o como si guardase muy hondo las palabras de la abuela. —Lo sé, corazoncitos míos. Es otro gran cambio —admite la abuela, mirándonos fijamente a todos—. Pero es lo mejor para vuestro padre. Y solo serán unas semanas. Encontraremos la manera de que esto funcione. —De acuerdo, abuelita —dicen los gemelos, que por una vez permanecen totalmente quietos, hombro con hombro, absortos, con la mirada en la abuela. Yo me quedo al lado del dispensador desinfectante para manos. Y papá se limita a seguir sentado en su silla, como si todo le desconcertara. Más o menos como me siento yo también últimamente, la mayor parte del tiempo.

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