El laird al desnudo
Sally MacKenzie
El laird al desnudo
Capítulo 1 Eleanor, condesa de Kilgorn, se hundió todavía más en la bañera de cobre con patas. Tras un largo trayecto en carruaje, el agua caliente sentaba de maravilla. El dolor de espalda se le empezó a aliviar. No así el dolor que sentía en el estómago, que seguía siendo intenso, duro. Cerró los ojos y trató de tomar una inspiración profunda. El largo viaje desde Escocia le había provocado ese malestar en el estómago. Quería regresar, recorrer de vuelta cada milla de las que habían quedado atrás para abandonar aquella tierra llana, domesticada por el hombre y poco natural en la que se encontraba. No pertenecía a este lugar. Su casa era Penthforth Hall, un lugar entre colinas y lagos, su hogar. Se agarró a los lados de la bañera. Pentfort Hall ya no era un lugar seguro, y eso por culpa de ese gusano de Pennington. Ese baboso desgraciado. ¿Por qué lo había contratado Ian? ¿Es que no había podido encontrar a alguien más adecuado —y menos lascivo— como gestor de su hacienda después de que el anciano y encantador señor Lawrence se retirara? ¿Es que le divertía torturarla de aquel modo tan cruel? ¿Es que…? Por Dios. Se sacudió y el agua salpicó el suelo. Esto era Inglaterra, cerca de Londres. ¿Tal vez Ian…? Él no estaría por aquí, ¿no? ¿O tal vez por eso la habían invitado? Para que el dichoso inglés pudiera reírse disimuladamente de ella y contemplar cómo el conde de Kilgorn se deshacía públicamente de su incómoda esposa?
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Se obligó a dejar de agarrar los bordes de la bañera con tanta fuerza. No, claro que no. Ian no aceptaría ninguna invitación que la incluyera. Debía de tener tan pocas ganas de verla como ella a él. —Los sirvientes son buenos, ¿verdad, milady? Digo… para ser ingleses. —Annie, su joven doncella, hizo una mueca y le alcanzó el jabón—. ¿Ha visto cómo me miraba el de los ojos azules? —No, no me he fijado. —Annie no estaría buscando novio entre los sirvientes de lord Motton, ¿verdad? Ya tenía bastante con la gente de aquella casa como para añadir un problema más—. No estoy segura de que a tu madre le gustara que te fijases en ninguno de los criados de lord Motton, Annie. —Oh, señora, no creo que le importase. Sabe que tengo ojos en la cara. —Annie resopló, arrugando la nariz al tiempo que miraba a su alrededor—. Y ahora mismo lo que veo es que usted tiene por estancia un espacio más pequeño que el nido de un ratón. Ojalá tuviera una habitación más grande, milady. La habitación era… acogedora. Con una cama con dosel que ocupaba casi todo el espacio. —Está muy bien, es perfecta. —Pero usted es una condesa. Merecería una mejor. —No seas tonta. —Una condesa sin un conde era más bien un hazmerreír que alguien que infundiera respeto. Lo único que esperaba era que nadie la mirase embobado. El estómago le dio un vuelco. Tal vez el malestar se debía tanto al hambre como a los nervios. Habían pasado horas desde que habían comido—. ¿No decías que ibas a bajar para traerme algo para el té? —Sí, es verdad. Annie se miró en el espejo y se alisó la falda. —Té, Annie. «Solo» té. Nada de bajar para mirar a los criados. Annie sonrió. —Se preocupa usted por mí más que mi madre. Nell miró cómo se cerraba la puerta y volvió la cara para contemplar la chimenea. Seguramente se preocupaba más que Martha —una mujer que había criado a cinco hijas, mientras Nell ni siquiera había
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sido capaz de dar a luz a un bebé que la hubiera llenado de alegría—. Se puso a hacer girar los dedos por el agua. ¿Cómo habría sido su vida si no hubiera perdido al bebé? Tendría una hija —o un hijo—, un niño que ahora tendría diez años, con los miembros robustos, sonriente, y espabilado, que pasaría horas subiéndose a los árboles y nadando en el lago Kilgorn. Sonrió. Seguramente tendría también más hijos: dos o incluso tres más. De ella y de Ian… Pero ¿en qué estaba pensando? Lo odiaba. Él no se había puesto de luto por la muerte de su bebé: lo único que le preocupaba era hacer otro. Y desde luego no había perdido el tiempo después de que ella se marchara para buscarse a otra que le calentase la cama. Bien, de acuerdo, no la cama del castillo. No había llevado a ninguna mujer a casa, pero ese aspecto no suponía una diferencia sustancial en realidad. Se había paseado por Londres visitando las camas de muchas inglesas. Era un hombre, así que solo tenía una cosa en la cabeza. Se frotó con el jabón con vigor. Él era igual que Pennington. Ese cabeza de chorlito le había puesto el brazo alrededor de la cintura justo en el momento en que el señor MacNeill se escabullía en la biblioteca. Por una vez el mayordomo había visto algo digno de mención, ¡ja! Al anciano casi se le salen los ojos de las órbitas. Se apostaría su paga de todo un mes a que el hombre nunca había corrido tanto como esa noche para contarle a Ian que la había visto, según parecía, flirteando con otro. Pennington no era el primer baboso al que se había visto obligada a eludir: el señor MacNeill no daba abasto levantando falsos rumores durante todos aquellos años. Algunos hombres parecían tomarse su difícil situación matrimonial como un reto pero ¿Pennington? ¡Debía su empleo al hombre al que según parecía quería coronar con unos buenos cuernos! Miró la pastilla de jabón. A Ian no le importaba, claro. Si los rumores que se publicaban en los periódicos eran ciertos, ya había encontrado a alguien, la condesa viuda de Remington, como su sustituta y le había concedido una entrevista al completo entre sus sábanas. Bien, para ser sincera, él acababa de cumplir los treinta. La sucesión era algo que debía de tener en mente. Necesitaba un heredero, y para
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tenerlo necesitaba una esposa, una de verdad, no la chica con la que se había casado cuando todavía era un chiquillo. Se hundió un poco más en la bañera. O, Dios, vaya lío. Tenía que escribirle, hoy. Aquello había ido demasiado lejos. Los dos eran adultos, aunque no lo fueran cuando se casaron y se separaron. Seguro que podrían resolver el… problema de una manera adecuada. Ian no era ningún mezquino. La puerta se abrió y se cerró. Annie debía de estar de vuelta con el té. Nell se echó agua por la cara. Si tenía los ojos rojos, la muchacha solo pensaría que se le había metido un poco de jabón y eso era todo. —¿Has visto al sirviente de los ojos azules, Annie? —Ojos azules… ¿Qué diablos? Se le paró el corazón. Oh Dios, oh Dios. Esa voz. Incluso después de diez años, le llegaba al corazón como ninguna otra. Después de las muchas lágrimas y el mucho dolor, le recordaba a sonrisas, a echarse en un brezal caldeado por un día de sol con una brisa de verano que soplaba para refrescar el lago. De sábanas retorcidas, piel suave, calor y humedad y… No, no podía ser. —¿I… Ian? Se acercó las rodillas al pecho y se volvió para agarrarse a la parte de atrás de la bañera. «Era» Ian. Había cambiado, claro. El muchacho delgado y enjuto había ensanchado. Sus formas estaban mejor esculpidas; tenía algunas arrugas alrededor de la boca y los ojos que no estaban antes ahí. Los ojos en sí eran los mismos, no obstante, con ese verde turbio típico de una tormenta en el mar. Y la miraban… Ella miró hacia abajo. El agua se había retirado de sus pechos. —¡Oh! —Intentó alcanzar la toalla, pero estaba un poco demasiado lejos y la bañera resultaba algo resbaladiza. Se cayó hacia delante. —¡Oh! ¡Au! Se dio un golpe en la rodilla con el borde de la bañera y otro en la espinilla, pero todavía faltaba un golpe más y más fuerte: el que iba a darse contra el suelo en la cara.
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—¡Nell! Unas manos fuertes la retuvieron antes de que llegara al suelo y la sostuvieron en un abrazo duro como una roca. El tejido áspero del gabán que vestía Ian le rozó los pechos, el estómago y… Ay Dios. Apretó los ojos con fuerza y los mantuvo así. Se moriría de vergüenza. Estaba desnuda en brazos de Ian. —¿Te encuentras bien? ¿Puedes ponerte en pie? Notó aire fresco que le llegaba a la piel húmeda. La estaba apartando de él y estaba… —abrió un ojo para ver algo—, sí, estaba mirándola. Sintió que los pezones se le endurecían: tenía frío, punto. Calor, no. No se estaba derritiendo por dentro y ese espacio inerme entre sus piernas durante tanto tiempo no latía ni se hinchaba. Se habían casado cuando ella tenía diecisiete años. Entonces lo había amado tantísimo que le faltó tiempo para colarse en su cama. Se tragó el sollozo, aunque no con la rapidez suficiente. —Te has hecho daño. —No, es solo que… —Ey, te has hecho daño, lass. Te he oído llorar. La levantó acercándola hacia sí otra vez, la sostuvo con fuerza con un brazo mientras dejaba caer el otro hasta su trasero desnudo y húmedo. ¿Estaba pensando en confortarla? Pues no era eso precisamente lo que le estaba ofreciendo. Lo que estaba haciendo era provocar que se encendiera en llamas, unas llamas de un fuego cuyas ascuas ella había creído que se habían apagado hacía tiempo. —Dime dónde te duele. ¿En la pierna? ¿Puedes mantenerte en pie, amor? Una vez había sido su amor, sí, hacía mucho tiempo, antes de que perdiera al bebé. Se tragó otro sollozo. Notaba cómo los labios de él le acariciaban la frente. —Oh, cariño, no llores. Deja que te vea la pierna. —No, yo… Pero Ian ya se estaba agachando, deslizando la mano por su muslo, su rodilla, su pantorrilla. Tenía la cara a la altura de… Por favor, que crea que la humedad de ahí es debida al baño.
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—Sujétate en mis hombros, Nell. ¿Tenía la voz más ronca? —No, estoy bien, Ian. Acércame esa toalla y ya está. Estoy desnuda, ¿sabes? Él se rió, aunque cortó enseguida. —Sí, ya lo veo, Nell. —Subió las manos por su cuerpo, dejando que los pulgares le tocaran los pechos mientras él seguía en pie. Curvó la mandíbula y la miró a la cara. Sus ojos transmitían… deseo. Ya le habían transmitido deseo cuando él tenía diecinueve años, pero ahora era distinto. Ahora veía en ellos… ¿dolor y un toque de desesperación también? Ella desde luego estaba desesperada. Se humedeció los labios; los ojos de él siguieron la lengua de ella. Agachó la cabeza. En un momento sentiría sus labios otra vez después de tantos, tantos años. Tembló con anticipación. —Vaya, Nell, tienes frío, y aquí estoy… estoy… —Levantó la cabeza y se echó para atrás—. ¿Qué demonios estoy haciendo? Por Dios, había estado a punto de besarla. La necesidad, el inmenso deseo, todavía lo machacaban, como las olas que se estrellan contra la costa durante una tormenta. Nunca había sentido esa intensidad con ninguna otra mujer. ¿Cómo había sido capaz de detenerse? Gracias a Dios, lo había hecho. De no haber sido así, Nell lo habría hecho por él. Lo odiaba. Ahora lo estaba mirando. Él frunció el ceño. ¿Por qué no se ponía algo encima, maldita sea? ¿Es que no se daba cuenta de lo tentadora que resultaba, ahí de pie, desnuda? El resplandor del fuego se reflejaba sobre su piel mojada: estaba incluso más hermosa que cuando era más joven, un poco más redonda, algo más llenita. Sus pechos… Se obligó a volver a mirarla a la cara. No le miraría a los pechos. Finalmente, Nell se envolvió en una toalla. Debería habérsela alcanzado, pero francamente, no se fiaba de sí mismo. Si se hubiera movido, habría caído sobre ella como el animal en celo que ella creía que era.
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Se lo había dejado bien claro hacía diez años: ella ya no lo quería más en su cama. Y durante todos esos años, no le había dado la menor señal de haber cambiado de opinión al respecto, aunque MacNeill le había dicho tiempo después que Nell no rehusaba la compañía masculina. Maldita sea, tan solo hacía quince días el hombre le había hecho saber que estaba coqueteando con el maldito gestor de su hacienda. MacNeill los había pillado en la biblioteca, aparentemente unos segundos antes de que Nell se despojara de su bata ante Pennington y la dejara caer sobre la alfombra. ¿Se pondría algo encima? Finalmente, echó mano de su bata. Sostenía la maldita prenda frente a ella como si fuera un escudo. Cuanto antes se la pusiera, mejor. Tan solo tenía que darse la vuelta para concederle la privacidad necesaria para hacerlo. Si se volvía, no se quedaría mirándola sin más. No podía moverse. Era peor que un colegial libidinoso, uno de esos que esperan ver un poco más de su perfecto… Maldita sea, era un hombre de treinta años. Había visto a muchas mujeres desnudas. No debería estar jadeando, tan distraído por el deseo, tan solo porque estuviera en un dormitorio a solas con Nell. Con Nell desnuda. Le iba a dar un ataque de apoplejía si ella no se vestía ahora mismo. Tal vez hablar le ayudase. Pensar en palabras e incluso formar frases ocuparía parte de sus pensamientos y los distraería de contemplarla, desnuda y… —¿Qué demonios estás haciendo en mi habitación? —No grites. —Nell frunció el ceño. Ian estaba gruñendo. —Muy bien. —Esta vez sonó como si estuviera hablando con los dientes apretados—. ¿Qué mierda estás haciendo en mi habitación? —No hables así. —¿Podía darse cuenta de cómo le rechinaban los dientes?—. Y esta no es tu habitación, es la mía. —Se giró un poco para recolocarse la bata con dificultad y luego se dio la vuelta, atándose el cinturón con fuerza mientras él la miraba—. Como habrás podido darte cuenta, estaba dándome un baño. Sugiero que me dejes tranquila y que vayas en busca del ama de llaves. Obviamente, te has equivocado de dormitorio.
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Sí, ella se estaba dando un baño… y luego la había estado poniendo caliente. ¿Qué pasaba con ella? ¿Es que el hombre era un maldito mago? En diez años nunca había sentido esta… «necesidad». No quería sentirla. Estaba contenta tal como estaba. No le hacía falta que le rompieran el corazón otra vez. —Esta es «mi» habitación. —La voz de Ian tronó—. Cabezota. Este era el hombre que ella recordaba. El que había insistido en que volviese a su cama cuando se hubo recuperado. El hombre que insistía en que esa era su obligación como esposa. Quizá según la ley tuviese razón, pero ella era incapaz de hacerlo. Si se hubiese sometido a él, algo importante en ella habría muerto. Algo además del bebé que había perdido… —No es tu habitación. —Lo es. —Tensó la mandíbula. Podía resultar increíblemente terco. Todos solían decir que solo era terco con ella porque Nell era la única que tenía las suficientes agallas como para aguantarlo. —Esta es mi habitación. —Nell señaló la bañera y luego se sonrojó. No es que consiguiera que prestase atención a la bañera, pero aquello demostraba que tenía razón—. Los sirvientes de lord Motton no me habrían subido la bañera aquí si esta no fuese mi habitación. Ian miró a la bañera con el ceño fruncido. —Pues deben de haberse equivocado. Te lo digo, el ama de llaves ha sido muy clara al respecto. Esta es mi habitación, eso desde luego. No soy yo el que se ha equivocado. —Está claro que sí lo has hecho. —No, yo… —gruñó—. Espera aquí. —Abrió la puerta y salió al pasillo. Nell se acercó más al fuego. Pues claro que esperaría allí. ¿Dónde si no? Ni siquiera se había vestido, por el amor de Dios. Encontró el cepillo y se puso a atacar los enredos que tenía en el pelo. Pasaron cinco, diez minutos. ¿Por qué tardaba tanto? ¿Se habría ido? Pero tenía allí su bolsa…
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La puerta se abrió e Ian apareció con la señora Gilbert, el ama de llaves. Estaba que echaba chispas; la señora Gilbert se estaba secando las manos. —Lo lamento muchísimo, milord. —Por favor, dígale a mi… —Ian emitió un sonido de enfado, una especie de gruñido que estaba entre la tos y un ladrido—. Solo dígale a lady Kilgorn lo mismo que me ha dicho a mí. Nell tenía que echar una mano a la señora Gilbert. La pobre mujer parecía deshecha. —Señora Gilbert, por favor no se angustie. Le aseguro que lord Kilgorn ladra mucho pero no muerde. —Espera hasta que oigas lo que tiene que decirte, Nell. —¿Qué? —Nell miró a Ian. ¿Por qué estaba siendo tan violento? Acaso no se daba cuenta de que estaba asustando a la señora Gilbert? No era un hombre que acostumbrase a dar rienda suelta a su ira contra el servicio—. Oh, déjalo ya. Estás haciendo que a la señora Gilbert le dé una taquicardia. —Nell se volvió hacia la mujer para darle un golpecito en el hombro—. A ver, ¿de qué se trata? Seguramente no será algo tan malo. —Oh, milady, me temo que ha habido un malentendido. —¿Un malentendido? —El estómago se le tensó—. ¿Qué clase de malentendido? —La señorita Smyth, la tía de lord Motton, que se está ocupando de ser la anfitriona, ya sabe. —No, no lo sabía. La señora Gilbert asintió con la cabeza. —Pues sí, se está ocupando ella. Ella ha asignado las habitaciones. Y no suele equivocarse. —¿Ah no? ¿Y esta vez se ha equivocado? —Yo… —La señora Gilbert miró a Ian, nerviosa—. Sí, milady, según parece sí. Así que Ian tenía razón. Aquella era su habitación. Bien, qué más daba. No le importaba, aunque insistiría en que le dieran el tiempo suficiente para vestirse antes de trasladarse a su nueva estancia—. Está bien, señora Gilbert. No me importa.
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—¿No? —La señora Gilbert casi estaba a punto echársele al cuello y llorar de alegría, o eso parecía. Tal reacción estaba un poco fuera de lugar. Tampoco era para tanto. —Creo que no entiendes del todo la naturaleza del error, Nell. —¿No? —Nell miró a Ian y luego al ama de llaves—. Tal vez será mejor que se lo explique con más detalle, señora Gilbert. La mujer se quedó pálida. No dejaba de agitar las manos alrededor de la cara hasta que las dejó caer, como si fueran gorriones muertos, sobre la falda. —La señorita Smyth no debe de haber entendido… no debía de saber que usted y el señor… ¿Ella y el señor? De repente, los nervios se le pusieron de punta. —Dígame, señora Gilbert. —La señorita Smyth me dijo que pusiese a lord y lady Kilgorn — ustedes dos, milady— en la habitación del Cardo. —La señora Gilbert se aclaró la garganta. Debía de pensar que Nell no la entendía, algo de otro lado nada sorprendente pues en aquel momento la joven se sentía más que estúpida, pues volvió a repetir: Juntos, milady. En la misma habitación. Aquí. —Oh. —Eso resultaba incómodo, pero seguramente solo sería momentáneo. No hacía falta que la señora Gilbert se pusiera tan tensa. Nell sonrió débilmente. —Pero eso tiene fácil solución, ¿verdad? Con que cambie de habitación a uno de nosotros ya está. Y puesto que lord Kilgorn parece no tener ganas de cambiar de estancia, a mí no me importa ser la que tenga que trasladarse. Deje que me vista y que recoja mis cosas. Por qué Ian no se estaba comportando como un caballero y se ofrecía a ser él quien cambiase de habitación le resultaba violento, pero tendría sus razones. El estómago se le revolvió al venirle a la cabeza el motivo obvio por el que no lo hacía. Debía de tener ya una habitación asignada, con lady Remington. La señora Gilbert abrió un poco la boca, pero parecía como si la pobre mujer fuera incapaz de articular palabra. Ian habló en su lugar. —La solución no es tan sencilla, Nell.
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—¿Ah, no? ¿Por qué? —Nell se volvió entonces hacia la señora Gilbert. Parecía que el ama de llaves fuese a desmayarse de veras. —El problema es… —La señora Gilbert tragó saliva para que pudieran ver que la garganta se le movía—. El problema es… la dificultad está… bien, verán… —Se quedó en silencio, mirando a Ian. Nell también lo miró. Tenía los labios torcidos en una extraña, casi desesperada media sonrisa. —El problema es —dijo Ian— que no quedan más dormitorios disponibles.
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Capítulo 2 Nell todavía lo estaba mirando boquiabierta cuando la puerta se cerró tras la señora Gilbert, pero el sonido del cerrojo la sacó de su estupor. Chascó la mandíbula cerrada, se cruzó de brazos tensa y se alejó ofendida hacia la chimenea. «Maravilloso.» Él estudió la tensa espalda de ella. Solo le faltaba colgarse un letrero con letras bien grandes que dijese: PROHIBIDO ENTRAR. ¿Qué demonios haría ahora? Ian miró a su alrededor, a la pequeña estancia. Los ojos se le fueron a la cama de nuevo. ¿Cómo no? La cama era prácticamente el único mueble en aquel pequeño agujero. No podía quedarse allí. Desde luego, allí no podía dormir. ¿Dormir? ¡Ja! Dormir era lo último que deseaba hacer en aquella cama. Era un idiota, un idiota total y absoluto. Uno pensaría que después de todo ese tiempo… Miró de nuevo a Nell. Seguía mirando al fuego, sin hacerle caso, lo mismo que durante aquellos últimos diez años. Mierda, mierda. Quería gritar, tirar algo, hacer algo para que ella se diera cuenta de que existía. Cuando la había seguido hasta Pentforth Hall —había dejado pasar una semana o dos, a la espera de que ella volviera por su cuenta— le
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había dado con la puerta en las narices. Él, el conde de Kilgorn, el dueño y señor de sus tierras, había sido obligado a hacer las maletas. No lo había hecho MacNeill, naturalmente —el mayordomo sabía bien quién le pagaba el sueldo—. Había sido la señora MacNeill quien le había dicho que Nell no quería verle. ¡Que no quería verle! Cerró las manos en puños. Con solo pensarlo todavía se ponía furioso. La señora MacNeill le había contado mucho más, pero él estaba demasiado enfadado —y bien, también herido— como para seguir escuchando. Tiró algo —después de todo, en aquel entonces no tenía más que veinte años, y aquel dolor resultaba nuevo para él—, un chisme muy feo al fuego. Había hecho un ruido encantador al tiempo que se hacía añicos. Se desabrochó el gabán. ¿Por qué Nell se había alejado de él? Todavía era incapaz de entenderlo. Era su esposa. Había prometido obedecerle. Estaba obligada, por la Iglesia y por el Estado a someterse a él y, a pesar de todo, ni siquiera había tenido la cortesía de recibirlo. No tenía nada que reprocharle. No había sido el culpable de que perdiera el bebé. Maldita sea, no fue culpa suya. Se encogió de hombros, se quitó el gabán y lo arrojó encima de la cama. Además, él la había amado. Ella había sido su primer y único amor. Tenía diecinueve años, casi era un niño, cuando se habían casado. Todavía era virgen. Había descubierto el cielo en los brazos de ella. Había sido feliz y se sintió orgulloso —de verdad, muy orgulloso— al ver que su semilla prendía tan pronto. Sí, se desilusionó mucho cuando perdieron al bebé, pero pensó que ya volverían a intentarlo. Sacudió la cabeza. No podía entender por qué había tenido que perder a su hijo y también a su esposa. ¿Es que Nell nunca lo había amado de verdad? ¿Era eso? Por Zeus, la había amado. Se había llevado su corazón con ella cuando le abandonó. Nada volvió a ser lo mismo. Empezó a desabrocharse el chaleco. Ardía de deseo, estaba cansado y también sucio por haber venido cabalgando desde Londres. La bañera todavía estaba llena y estaba ahí. También podía usarla. A ella no le
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importaría; ya se había dado un baño. Seguía de pie frente al fuego, peinándose aquella melena negra y larga que tenía. Dios, era hermosa. Él solía decirle tonterías acerca de que su cabello era tan negro como una noche sin luna. Tontorrón. De joven se había creído poeta. Pero era cierto. Nell tenía el cabello tan negro como una noche sin luna y los ojos tan azules como el lago Kilgorn. Pero no era solo su cuerpo lo que le atraía de ella. Nell había estado tan llena de vida y era tan alegre cuando era joven. Dejó el chaleco encima del gabán. Había sido tan bobo. Se había marchado de Pentforth furioso —lívido— pero el enfado se le pasó pronto. La echaba tanto de menos que su ausencia se convirtió casi en un dolor físico. Así que le había escrito, una carta tras otra durante aquel primer año horrible, sudando con cada palabra —incluso, mucho más de lo que se rebajaba a admitir, llorando al escribir algunas—. Jamás recibió ni siquiera una palabra en respuesta. Cómo debía de haberse reído de él, aunque, bueno, vete a saber si ni siquiera se molestó en leer lo que le había escrito. Le había enviado una nota por su diecinueve cumpleaños. Al recibir, una vez más, la callada por respuesta, se lavó las manos respecto de ella. Pero no, no lo hizo. Nell le obsesionaba, incluso cuando se encontraba en la cama de otra mujer. Y ahora al verla así, desnuda en la bañera, con el agua resbalándole por aquellos pechos hermosos y llenos, la imagen se le quedó grabada a fuego para siempre. Tal vez fuese bueno verla otra vez. Si tenía suerte, la experiencia le resultaría tan dolorosa que puede que por fin se olvidase de ella. —¿Ha llegado ya lady Remington? —¿Qué? —Ian levantó la vista. Nell seguía mirando al fuego. Había hablado sin pizca de emoción y lo había hecho a propósito. ¿Por qué? ¿Sabía que Caro era su amante? Seguramente poco le importaba. —Lady Remington, ¿Ha llegado ya? —Lady Remington no va a venir. —Se deshizo del pañuelo de cuello que llevaba.
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Caro ya se había aburrido de aquello, al igual que él. Había tratado de que le consiguiera una invitación, pero él se había dado cuenta de que en realidad le gustaba la idea de librarse de ella durante unos cuantos días, la señal definitiva de que había llegado el momento de darle puerta. —Oh. Se quedó mirando a Nell. Su tono… parecía complacida de que Caro no estuviera allí. —¿Qué importancia tiene para ti que ella esté aquí o no? Nell se encogió de hombros. —Solo quería saber si me tocaría sentarme a la mesa con la amante de mi marido. —Ah. —O sea que sabía lo de Caro. No debería sorprenderle. No es que se hubiera esforzado mucho en mantener la discreción. Caro era viuda, y no creyó que a su mujer le importase mucho si se dedicaba a fornicar con ella en el suelo de Almack. Bueno, no debía inmiscuirse en la vida de los demás—. Y yo debo suponer que no me toparé con Pennington, ¿verdad? —dijo tratando de mantener el veneno en su voz. No quería que ella creyera que estaba celoso, que le importaba lo más mínimo lo que hiciera en la cama. Se sacó la camisa de la pretina. —¿El señor Pennington? —Por fin, Nell se volvió para encararse a él—. Es el administrador de Pentforth. ¿Por qué iba a estar aquí? —MacNeill me dijo que el hombre se había convertido en algo más que un empleado. —No pudo detenerse y continuó—: O que de hecho estaba empleado para algo más que la gestión de la finca. —¿Cómo te atreves? —Los ojos de ella brillaron de ira al tiempo que se apartaba del fuego—. Y que sepas que no me gusta que utilices a los criados para espiarme. Él refunfuñó y sujetó el dobladillo de la camisa. —MacNeill no es un espía, como bien sabes y… ¿qué estás haciendo? —¿Está claro, no? —Se quitó la camisa por encima de la cabeza. Cuando emergió del tejido de lino se dio cuenta de que Nell le estaba mirando al torso como si estuviera fascinada y paralizada al mismo tiempo. Bajó la vista. Su torso tenía el mismo aspecto de siempre, aunque
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otra parte de su anatomía parecía responder a la atención de la dama de un modo totalmente inapropiado. Mejor sería que ella no bajase la vista o de lo contrario se sentiría horrorizada. Volvió a mirarla—. ¿El agua ya no te hace falta, no? —dijo él, llevándose las manos abajo. —¡Te has desnudado! —gritó Nell. —Bueno, es lo que cualquiera suele hacer antes de darse un baño. Nell estaba actuando como si fuera una virgencita vergonzosa. ¿Qué demonios estaba haciendo —o mejor dicho, no haciendo— Pennington con ella? Seguramente el hombre no acostumbraba a hacer el amor vestido, ¿o sí? —Pero, no puedes… Lo que quiero decir es que… No deberías… No irás a meterte en la bañera, ¿verdad? No debería estar tan nerviosa. Seguramente estaba actuando. Incluso aunque Pennington no fuera un compañero de cama muy excitante, ella había conocido suficientes hombres, según lo que le había contado MacNeill, como para no alarmarse al verlo a él desnudo. —Acabo de llegar. El agua estaba aquí y no me apetece presentarme ante los invitados de Motton tan sucio. Nell miró alrededor de la habitación. —¿No vas a esperar a tu ayuda de cámara? ¿Acaso creía que lo había escondido en su equipaje? Él se encogió de hombros y al hacerlo se dio cuenta de que ella abría más los ojos mientras lo hacía. —A Crandall no le apetecía mucho venir, así que lo dejé en casa. Puedo arreglármelas por mi cuenta. Maldita sea si aquella mujer no estaba volviendo a mirarle los hombros y el torso. Se acercó un paso más a la bañera y vio cómo ella se lamía el labio inferior para humedecerlo. Lo miraba ahora sí, ahora no. Una parte de él estaba estimulada en exceso. Si movía las manos de donde las tenía, ella se daría cuenta. Del todo. ¿Podría…? ¿Sería posible…? ¿Debía tratar de seducirla? Puede que se arriesgara a que lo rechazase una vez más, pero valdría la pena. Tenía diez años más; su corazón estaba ahora a salvo.
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Si pudiera meterla en la cama, puede que por fin se diera cuenta de que no era distinta de cualquier otra. Se libraría de su hechizo. Sonrío ligeramente. Valía la pena intentarlo. Como Nell había señalado, Caro no había venido. Y ambos estaban atrapados en una pequeña habitación con una pequeña cama. —Puede que Crandall no esté aquí, pero tú sí, así que ayúdame, por favor. —Oh, no, yo… —Sujetó con fuerza el cepillo con el que se estaba peinando y se volvió hacia el fuego. —Ten cuidado. No creo que quieras que se te queme esa bonita bata que llevas. —¡Uf! —Ella se apartó de la chimenea. Él se sentó en la silla y movió un poco las piernas. Nell seguía echándole miradas al torso. —Ven y ayúdame a quitarme las botas. —¿Las botas? —Sí. —Levantó una pierna—. Estas cosas de piel que llevo puestas en los pies. Ella frunció el ceño. —Ya sé lo que son unas botas. —Creía que sí, pero había empezado a dudarlo. —Trató de simular su cara más tristona—. Por favor… Podría quitármelas yo mismo, pero será mucho más fácil si me ayudas tú. Ella echó un vistazo a la puerta. —Annie se presentará aquí en cualquier momento. —Lo dudo. Creo que la señora Gilbert ha decidido que necesitamos un poco de privacidad. —¿Privacidad? ¿Desde cuándo los criados afectan a la privacidad de uno? —Desde que ese uno ha sido obligado a distanciarse de su mujer durante diez años —dijo con suavidad—. Yo puedo hacer de tu doncella. Solía hacerlo cuando estábamos recién casados. Nell se puso colorada. —Era distinto. Además, no vamos a hacer nada que requiera privacidad.
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