Legado oculto Reapers MC
Joanna Wylde
Legado oculto Reapers MC
Legado oculto. Libro 2 de la serie Reapers MC Título original: Reaper’s Legacy. Copyright © Joanna Wylde, 2014 © de la traducción: Diego Merry del Val Medina © de esta edición: Libros de Seda, S.L. Paseo de Gracia 118, principal 08008 Barcelona www.librosdeseda.com www.facebook.com/librosdeseda info@librosdeseda.com Diseño de cubierta: Germán Algarra Maquetación: Books & Chips Imagen de la cubierta: © Tony Mauro Primera edición: mayo de 2015 Depósito legal: B. 10.182_2015 ISBN: 978-84-15854-70-8 Impreso en España – Printed in Spain Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
Nota de la autora
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espués de escribir Propiedad privada —el primer título de esta serie, aunque Legado oculto es una historia autoconclusiva—, las preguntas más frecuentes que recibí de las lectoras se referían a la documentación y a los nombres de los personajes. En concreto, querían saber hasta qué punto el libro refleja la realidad y por qué algunos de los nombres suenan casi estúpidos. La respuesta a la primera pregunta es que empecé mi carrera como periodista e investigué a fondo la cultura de los clubes ilegales de moteros para poder elaborar mis historias. El proceso implicó hablar con gente de ese mundo, que respondieron a mis preguntas durante todo el proceso de elaboración del texto. El manuscrito de Propiedad privada fue revisado por una mujer vinculada a un club ilegal de moteros. Muchas lectoras han cuestionado la verosimilitud de los nombres de carretera que escogí, por considerar que no resultan suficientemente agresivos o intimidatorios —Horse, Picnic, Bam Bam, etc.—. Algunas piensan que ningún motero malote podría llamarse «Picnic», pero no son conscientes de que, en la vida real, los nombres de carretera de los moteros son con frecuencia caprichosos o simplemente ridículos. No todos los moteros tienen nombres como «Destripador» o «Asesino». El Picnic de mi libro ha sido bautizado así en honor a un personaje real —aunque su nombre no es ese realmente, sino que de hecho es «Mesa
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de Picnic». La mayoría de los nombres han sido tomados de personas reales. En última instancia este libro es una fantasía romántica, lo que significa que no he dejado que la cultura motera interfiera en la historia que quería contar. Si les interesa saber más acerca de la vida de las mujeres en los clubes de moteros, recomiendo encarecidamente el libro Biker Chicks: The Magnetic Attraction of Women to Bad Boys and Motorbikes, de Arthur Veno y Edward Winterhalder. El libro desmiente muchos estereotipos sobre las mujeres y los clubes de moteros, al permitir que mujeres reales cuenten sus historias, en lugar de sacar conclusiones fundamentadas en información de segunda mano, proporcionada por fuentes masculinas.
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Prólogo
—A
Coeur d’Alene, Idaho Hace ocho años Sophie
hora voy a metértela. Zach tenía la voz ronca de impaciencia y de deseo. Su olor me envolvía. Estaba cubierto de sudor, hambriento de sexo y atractivo a rabiar. Aquella noche sería mío de verdad. Introdujo la mano entre nuestros apretados cuerpos y enfiló la redondeada y flexible cabeza de su miembro en dirección a mi abertura. La sensación era algo extraña. Empujó hacia dentro, pero le falló la puntería y se desvió un tanto hacia arriba. —¡Ay! —grité—. Mierda, Zach, duele. Creo que no lo estás haciendo bien. Mi compañero se detuvo en el acto y me dedicó una amplia sonrisa. Mierda, me ponía a mil y la ligera separación entre sus dientes resultaba especialmente incitante. Estaba loca por Zach desde que empezamos juntos la escuela secundaria, pero él nunca me había hecho el menor caso hasta hacía apenas dos meses. Mis padres no me dejaban salir mucho, pero en julio pasado había conseguido permiso para quedarme con Lyssa una noche y habíamos ido juntas a una fiesta. Zach se había dejado caer por allí y desde entonces estábamos juntos.
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Me había vuelto una auténtica experta en fugas. —Lo siento, nena —susurró y se inclinó para besarme en la boca. Me relajé de inmediato y disfruté del roce de sus labios contra los míos. Zach corrigió su postura y entró en mí suavemente, pero sin pausa. Esta vez no falló y sentí rigidez en todo el cuerpo a medida que me expandía por dentro. De pronto encontró un barrera y se detuvo. Abrí mucho los ojos y le miré fijamente. Él me devolvió la mirada y en aquel momento supe que nunca había querido ni querría jamás a nadie como a Zachary Barrett. —¿Lista? —dijo y yo asentí con la cabeza. Me penetró y grité al sentir el dolor que se abría paso entre mis piernas. Me mantenía aprisionada con sus caderas y yo jadeaba, estremecida por la impresión. Entonces se retiró y traté como pude de recuperar el aliento. Sin embargo, antes de que pudiera conseguirlo, entró de nuevo en mí con fuerza. ¡Ay! —Jooder, qué apretado lo tienes —dijo Zach mientras se incorporaba, apoyándose en ambas manos, y echaba la cabeza hacia atrás. Su caderas se movían rítmicamente y entraba y salía de mi cuerpo. Tenía los ojos cerrados y su rostro estaba tenso de puro deseo. No sé qué era lo que yo había esperado exactamente. Quiero decir, no soy una estúpida. Sabía que la primera vez no sería perfecta, dijeran lo que dijesen las novelas románticas. La verdad, no es que doliera tanto, pero desde luego no era agradable. Para nada. Zach aceleró el ritmo y miré hacia un lado. Nos encontrábamos en un pequeño apartamento, de su hermano, al parecer. Lo teníamos a nuestra disposición para aquella noche —la que se suponía iba a ser nuestra especial e increíble noche juntos—. Habría esperado que hubiera flores, música suave, vino o algo así. Qué tonta. Zach había sacado una pizza y cervezas del refrigerador de su hermano. —¡Ay! —exclamé de nuevo en el momento en que él se detuvo, con el rostro crispado. —Mierda, voy a correrme —dijo Zach, jadeante, y noté cómo su miembro palpitaba en mi interior. Resultaba extraño, realmente extraño. Nada que ver con lo que había visto en las películas. ¿Eso era todo? Pues vaya. —Ah, joder, qué bueno.
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En el momento en que Zach se dejaba caer pesadamente sobre mí, ajeno a todo lo que le rodeaba, vi que la puerta del apartamento se estaba abriendo. No podía hacer nada, tan solo observar horrorizada cómo un hombre entraba en la habitación. No lo conocía, pero desde luego no podía ser el hermano de Zach. No se parecía en nada a él. Zach era más alto que yo, pero no por mucho, y el recién llegado era alto de verdad y además musculoso, como solo lo son los hombres que trabajan con las manos y levantan peso con ellas. El tipo llevaba un chaleco de cuero negro con parches, una camiseta bastante raída y unos jeans con manchas de aceite de motor o grasa o algo así. En su mano se balanceaba una caja de latas de cerveza, llena hasta la mitad. El pelo, oscuro, lo llevaba muy corto, casi al estilo militar. Tenía un piercing en el labio, otro en una ceja, dos anillos en la oreja izquierda y uno en la derecha, igual que un pirata. Su cara era vagamente atractiva, pero de ninguna manera habría podido decirse que era guapo. Llevaba botas negras de cuero y una cadena enganchada a la cartera, que le colgaba alrededor de la cintura. Uno de sus brazos estaba totalmente cubierto de tatuajes y en el otro lucía una calavera con dos tibias cruzadas. El individuo se detuvo en la puerta, nos miró y sacudió la cabeza lentamente. —Ya te dije lo que haría si volvías a entrar en mi casa —dijo con tono tranquilo. Zach miró y se quedó lívido. Todo su cuerpo —con una notable excepción— se puso rígido. Sentí que la excepción salía de mi cuerpo, junto con algo viscoso, y me di cuenta de que no nos habíamos molestado en poner debajo una toalla, o algo así. Uf. ¿Y cómo iba yo a saber que nos haría falta? —¡Mierda! —exclamó Zach y su voz sonó como un tenso chillido—. Ruger, puedo explicártelo... —Ni una puta explicación —replicó Ruger mientras cerraba violentamente la puerta a sus espaldas y se dirigía hacia la cama a grandes trancos. Traté de esconder la cabeza en el pecho de Zach, más avergonzada de lo que había estado en toda mi vida. Flores. ¿Era mucho pedir? —Por Dios ¿cuántos años tiene? ¿Doce? —inquirió Ruger mientras daba una patada a la cama. Sentí el golpe debajo de mí y Zach se incorporó.
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Grité y traté de cubrirme con las manos, para resguardarme como fuera de la mirada del intruso. Mierda. MIERDA. Pero lo peor no había llegado. El hermano —Rooger o como diablos fuera su nombre— me miró fijamente y a continuación se agachó, agarró una manta que había doblada detrás de la cama y la lanzó sobre mis partes. Gemí y sentí que algo se desgarraba en mi interior. Aún tenía las piernas abiertas y la falda levantada. Lo había visto todo. Todo. Se suponía que aquella iba a ser la noche más romántica de mi vida y lo único que quería era marcharme a casa y echarme a llorar. —Voy a ducharme y cuando salga os quiero fuera de aquí —dijo Ruger, con la mirada clavada en los ojos de Zach, que parpadeó—. Y que no se pase por vuestra jodida cabeza la idea de volver. Dicho esto, se dirigió al cuarto de baño y cerró de un portazo. Segundos más tarde, oí el agua de la ducha. —Cabrón —murmuró Zach mientras se levantaba de un salto—. Es un maldito cabrón. —¿Es tu hermano? —pregunté. —Sí —confirmó él—. Ese saco de mierda. Me senté y me alisé la camisa. Gracias a Dios que no me la había quitado. A Zach le encantaba tocarme los pechos, pero una vez entrados en faena, todo había ido muy rápido. Conseguí a duras penas ponerme de pie, sin dejar de sujetar la manta contra mi cuerpo, hasta que conseguí bajarme la falda. No tenía ni la menor idea de dónde habían ido a parar mis bragas y un rápido vistazo a mi alrededor no me reveló su paradero. Rebusqué en la cama, bajo las almohadas, pero no había ni rastro. Eso sí, no fallé en meter la mano en la mancha húmeda y pringosa que habíamos dejado sobre las sábanas. Me sentía como una auténtica puta. —¡Joder! —gritó Zach detrás de mí y me sobresalté, sin poder creer que las cosas pudieran empeorar aún más—. Mierda, mierda, no puedo creerlo. —¿Qué pasa? —dije. —Se ha roto el condón —respondió—. Se ha roto el puto condón. Creo que esta es la peor noche de mi vida. Mejor será que no te hayas quedado embarazada. Sentí como si el aire se me congelara en los pulmones. Por lo visto, las cosas podían efectivamente ponerse bastante peor. Zach me enseñó
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el preservativo roto y yo lo miré, asqueada y sin poder creer mi mala suerte. —¿Hiciste algo mal? —pregunté y Zach se encogió de hombros—. Bueno, no creo que haya pasado nada. Acabo de tener la regla. No puedes quedarte embarazada tan pronto ¿verdad? —No, me parece que no —corroboró él y miró hacia otro lado, con sonrojo—. No presté mucha atención a esa mierda en clase. Quiero decir, siempre uso un condón. Siempre. Y nunca se rompen, incluso si... Sentí que se me cortaba la respiración y los ojos se me llenaron de lágrimas. —Me dijiste que solo lo habías hecho una vez —dije, en voz baja, y Zach dio un respingo. —Nunca lo había hecho con alguien a quien quisiera realmente —replicó mientras dejaba caer la goma rota y trataba de agarrarme la mano. Quise apartarme, asqueada por su contacto, pero él me envolvió con sus brazos y no opuse resistencia. —Vamos, todo irá bien —susurró mientras me frotaba la espalda y yo sollozaba con la cara hundida en su camisa—. Siento no haber sido sincero. Tenía miedo de que no quisieras estar conmigo, si llegabas a enterarte de las tonterías que he hecho. No me importa ninguna otra chica ni me importará nunca. Solo quiero estar contigo. —Está bien —le dije, ya recuperado el dominio de mí misma. No debería haber mentido, pero al menos lo había reconocido. Las parejas maduras tienen que resolver constantemente este tipo de situaciones ¿no es cierto? —Mmm, creo que deberíamos irnos —añadí—. Tu hermano parecía bastante cabreado. ¿No te había dado una llave? —Mi madrastra guarda una, por seguridad, y me la traje sin decir nada —respondió Zach, encogiéndose de hombros—. Se suponía que Ruger iba a estar fuera. No olvides la pizza. —¿No le dejamos algo a tu hermano? —pregunté. —Nada, que le jodan —repuso él—. No es mi hermano, es mi hermanastro y además es hijo de una pareja anterior de mi madrastra. No estamos realmente emparentados. Bueeeno. Encontré mis zapatos, me los calcé, y a continuación agarré mi bolso y la pizza. Seguía sin encontrar las bragas, pero no me dio tiempo a buscar más, ya que en aquel momento oí cómo se cerraba la ducha.
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Era hora de largarse. Zach lanzó un rápido vistazo hacia el cuarto de baño y me guiñó un ojo, al tiempo que agarraba la caja de las cervezas, que Ruger había dejado sobre la encimera de la cocina. —Vamos —dijo rápidamente, mientras me tomaba la mano y me conducía hacia la puerta. —¿Le robas la cerveza? —dije, con sensación de náusea—. ¿En serio? —Sí, que le den —replicó Zach—. Es un completo hijo de puta, que encima se cree mejor que nadie. Él y su estúpido club de moteros. Son todos una pandilla de cabrones y de delincuentes y él también lo es. Seguro que la ha robado y además puede comprarse toda la que le apetece, no como nosotros. Vamos a casa de Kimber. Sus padres están en México. Bajamos corriendo por las escaleras y cruzamos el aparcamiento en dirección al camión de Zach. Era un viejo modelo Ford, pero al menos la cabina era suficientemente espaciosa. Lo habíamos sacado por ahí algunos días y nos habíamos pasado horas bajo las estrellas, riendo y besándonos sin parar. En alguna ocasión habíamos invitado a otras tres o cuatro parejas y nos habíamos acomodado todos juntos en la parte de atrás. Zach no había hecho un gran trabajo aquella noche, pero no era culpa suya. A veces la vida simplemente se salía del guión, pero yo seguía estando loca por él, de eso no me cabía duda. —Eh —dije y le detuve mientras abría la puerta del conductor. Le hice darse la vuelta, me puse de puntillas y le besé, lenta y pausadamente. —Te quiero —le dije. —Yo también a ti, nena —respondió él mientras me colocaba un mechón de pelo detrás de la oreja. Cuando hacía eso, me derretía: me hacía sentir segura, protegida. —Ahora vámonos a matar unas cuantas de estas cervezas —añadió—. Mierda, qué jodida noche de locos. Mi hermano es un gilipollas. Fingí poner cara de exasperación y di la vuelta rápidamente al vehículo. Así pues, la pérdida de mi virginidad no había sido algo perfecto, ni bonito, ni nada por el estilo, pero al menos había sucedido y Zach me quería. Lo único malo, lo de las bragas. Había comprado un conjunto especial para la ocasión. Qué se le iba a hacer...
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Ocho meses después Ruger —¡Joder, es mi madre, tengo que contestar! —gritó Ruger a Mary Jo, que se encontraba en el otro extremo de la mesa y tenía en la mano su teléfono móvil. El grupo no había empezado a tocar aún, pero el bar estaba lleno y no se oía una mierda. Desde que se había convertido en aspirante a miembro de los Reapers, Ruger apenas salía por la noche. Conseguir entrar en el club era un trabajo a tiempo completo, aparte de los turnos que le tocaba hacer en la casa de empeños. Su madre lo sabía y no le habría llamado si no fuera urgente. —Eh, espera, que salgo fuera —dijo con voz potente a través del teléfono móvil, mientras se dirigía hacia la puerta a grandes zancadas. La gente se apartaba a su paso y Ruger sonrió para sus adentros. Siempre había sido un hombretón que imponía, pero ahora, con su chaleco de motero... Lo cierto es que los matones del bar prácticamente se metían debajo de las mesas en cuanto veían aparecer los parches de los Reapers. —De acuerdo, ya estoy fuera —dijo mientras se apartaba de la gente apiñada junto a la puerta del Ironhorse. —Jesse, Sophie te necesita —oyó decir a su madre. —¿Qué quieres decir? —respondió mientras echaba una ojeada a su moto, aparcada unos cuantos metros más allá. Un tipo se estaba acercando demasiado a ella. Oh, oh, va a haber que pararle los pies... —Entonces ¿vas a ir? —dijo su madre. Mierda, distraído con la moto, no había oído lo que acababan de decirle. —Joder, perdona, mamá —se disculpó—. No he oído bien lo que has dicho. —Me acaba de llamar Sophie, en pleno ataque de nervios —repitió su madre—. Estos críos... Resulta que se fue a una fiesta con tu hermano y parece que se ha puesto de parto. Él ha bebido demasiado para llevarla y ella dice que está con contracciones y no puede conducir. Desde luego, lo voy a matar. No puedo creer que la haya llevado a un sitio así en un momento como este. —¿Qué cojones...? ¿Es que me tomas el pelo? —repuso Ruger. —No uses ese lenguaje conmigo, Jesse —cortó ella—. ¿Puedes ayudarla o no? Estoy en Spokane y tardaría más de una hora en llegar hasta allí. Dime si vas a ir o no, para que pueda seguir llamando a más gente, a ver si encuentro a alguien.
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—Espera —dijo Ruger—. ¿No es demasiado pronto? —Un poco pronto, sí —replicó su madre con voz tensa—. Yo quería llamar a una ambulancia, pero ella insiste en que son solo falsas contracciones. Las ambulancias cuestan una fortuna, ya sabes, y a Sophie le asustan mucho las facturas. Lo que quiere es que la acompañen a casa, pero yo creo que hay que llevarla al hospital. ¿Puedes o no? Yo voy para la ciudad también y me reuniría allí contigo. Esto me da mala espina, Jess. Por lo que dice, no creo que sean falsas contracciones. —No, no, claro —replicó Ruger, preguntándose para sus adentros cómo demonios se distinguirían las «falsas contracciones» de las «verdaderas». En aquel momento, Mary Jo salió del bar con una sonrisa triste en el rostro. Tenía ya mucha experiencia en llamadas inesperadas y subsiguientes cancelaciones de planes. —¿Dónde están? —preguntó Ruger a su madre y colgó nada más recibir la respuesta, para continuación dirigirse al encuentro de su chica, alicaído. Vaya mierda. Necesitaba una noche de sexo fuera del club. Un poquito de privacidad no estaría mal, por una vez, y Mary Jo estaba más que dispuesta. —¿Asuntos del club? —preguntó ella, de forma aparentemente despreocupada. Menos mal que no era de las que hacían de todo un drama. —No, de familia —respondió Ruger—. El descerebrado de mi hermano dejó preñada a su chica y ahora ella se ha puesto de parto. Hay que llevarla al hospital. Voy a acercarme. Mary Jo abrió mucho los ojos. —Sí, será mejor que vayas —repuso—. Llamaré a un taxi para volver a casa. Uf, menuda putada. ¿Cuántos años tiene ella? —Acaba de cumplir diecisiete —dijo Ruger. —Mierda —exclamó ella, estremeciéndose muy sinceramente—. No puedo imaginar lo que debe ser tener un hijo tan joven. Llámame luego ¿de acuerdo? Ruger la besó rápidamente, pero a fondo. Ella alargó la mano y le apretó la zona genital. Él gruñó y sintió cómo se endurecía... Realmente le hacía falta una hembra. Sin embargo, se dio la vuelta y marchó hacia su moto. El lugar de la fiesta se encontraba a medio camino en dirección a Athol, en mitad de un campo donde Ruger recordaba haber estado alguna vez en la época del instituto. No le fue difícil localizar el camión de Zach. Sophie
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estaba junto a él, con expresión asustada, bien visible a la luz del atardecer veraniego. Su rostro se crispó súbitamente y la muchacha se encogió sobre su hinchado vientre. Ahora parecía realmente aterrorizada. Ruger aparcó la moto y se dio cuenta con desagrado de que tendría que dejarla allí, en medio del campo. Imposible llevarla a ella detrás. De puta madre. Seguro que alguno de los idiotas de la fiesta le pasaría por encima. Sin embargo, no había tiempo para bobadas. Sophie estaba más blanca que la pared. Había que llevarla en el camión y sin perder un segundo. Ruger sacudió la cabeza y miró a su alrededor, tratando de localizar a su hermano. Desde luego era increíble que una chica tan inteligente y tan guapa como aquella hubiera escogido precisamente a Zach, como si no hubiera más hombres en el mundo. De cabello largo, entre rojizo y castaño, y ojos verdes, Sophie transmitía feminidad y delicadeza a borbotones, tanto que el propio Ruger había pasado algún que otro rato pensando en ella —y con la mano ocupada—. Incluso embarazada y en medio de una fiesta campestre, estaba preciosa. Demasiado joven, sin embargo. Sophie vio a Ruger, dio un respingo y se colocó la mano detrás, a la espalda, para tratar de estirarse mientras terminaba la contracción. Ruger sabía que ella no le tenía simpatía y no la culpaba por ello. No se habían conocido en las mejores circunstancias, precisamente, y las relaciones entre él y su hermano no habían hecho más que empeorar desde entonces. A él no le gustaba nada la forma en que Zach trataba a su madre, ni en general su estilo de vida, aunque lo que más detestaba de todo era el hecho de que su hermanastro hubiera empezado a tontear por ahí, a espaldas de Sophie. El lameculos de Zach no merecía a una chica como Sophie y desde luego que a su futuro hijo no le había tocado la lotería en lo que se refería a su progenitor. —¿Cómo estás? —dijo, acercándose a la muchacha e inclinándose para verle la cara. Los ojos de ella estaban llenos de pánico. —He roto aguas —respondió Sophie, en un ronco susurro—. Me vienen muy rápido las contracciones. Demasiado rápido. Se supone que con el primer hijo vienen mucho más despacio. Tengo que ir al hospital, Ruger. No debería haber venido aquí. —Hay que joderse —murmuró él como respuesta—. ¿Tienes las llaves del camión? Ella negó con la cabeza.
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—Las tiene Zach —respondió—. Está junto a la hoguera. Tal vez deberíamos llamar a una ambulancia. ¡Ay! Sophie se inclinó, doblada por el dolor. —Espérame aquí —dijo Ruger—. Voy a buscar a Zach. Llegarás antes conmigo que con una ambulancia. Sophie gimió de nuevo y apoyó la espalda contra el camión. Ruger se encaminó hacia la hoguera y encontró a su hermano en el suelo, semiinconsciente. —De pie, saco de mierda —le dijo mientras le agarraba por la camisa y le obligaba a incorporarse—. Las llaves, vamos. Zach lo miró, ausente. En su ropa había manchas que parecían de vómito. Varios muchachos de instituto los observaban sorprendidos, con sus latas de cerveza barata en la mano. —Hay que joderse —repitió Ruger y le metió la mano en el bolsillo, rogando para sus adentros que no hubiera perdido las llaves. Era lo más cerca del miembro de Zach que había tenido la mano. Sacó las llaves y dejó caer a su hermanastro en el barro. —Si quieres ver nacer a tu hijo, mueve el culo y métete en el camión ahora mismo —dijo—. No voy a esperarte. Dicho esto, caminó de vuelta al vehículo, abrió la puerta y ayudó a Sophie a acomodarse en el asiento trasero. Entonces oyó un ruido tras él y alcanzó a ver cómo Zach trepaba a la litera que había más atrás en la cabina del camión, fuera de su vista. Pequeño hijo de puta... Ruger puso en marcha el motor, metió la primera y arrancó, pero acto seguido frenó en seco. Abrió la puerta, saltó del camión y corrió hacia su moto, de la que sacó un pequeño equipo de primeros auxilios. No era nada espectacular, pero en aquella situación podía venirles bien. Regresó al camión, arrancó de nuevo y enfiló en dirección a la autopista. Nervioso, observaba a Sophie a cada rato por el espejo retrovisor. La joven jadeaba pesadamente y de pronto lanzó un grito. Ruger sintió que se le erizaban todos los pelos de la nuca. —¡Oh, mierda, tengo que empujar! —exclamó Sophie—. Dios, qué dolor. Me duele muchísimo. Nunca había sentido nada así. ¡Más deprisa, más deprisa, tenemos que llegar al hospital! ¡Oh...! Un nuevo gemido le cortó la voz. Ruger pisó a fondo el acelerador y se preguntó si Zach tendría algo para sujetarse ahí detrás. No podía verlo. Tal vez estuviera inconsciente en su litera.
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O tal vez había salido despedido. Fuera lo que fuese, no le importaba. Casi habían llegado a la autopista cuando Sophie empezó a gritar, desesperada. —¡Para! ¡Para el camión! Ruger pisó el freno, rezando por que aquello no fuera lo que imaginaba que era. Echó el freno de mano y miró a Sophie. Ella tenía los ojos cerrados y la cara amoratada, en una expresión de dolor terrible. Doblaba el cuerpo hacia delante y gemía con fuerza. —Una ambulancia —dijo Ruger, con voz sombría, y ella asintió con la cabeza. El motero llamó por el teléfono móvil e indicó su situación. A continuación conectó el altavoz, dejó el aparato sobre el asiento, salió del camión y abrió la puerta del asiento trasero. —Estoy contigo, Sophie —dijo la voz de la operadora del 911 a través del teléfono—. Aguanta. La ambulancia ha salido de Hayden y no tardará en estar ahí. Sophie lanzó un gemido al notar otra contracción. —Necesito empujar —dijo. —La ambulancia tardará solo diez minutos —dijo la operadora—. ¿Puedes aguantar hasta que llegue? Llevan todo lo necesario para ayudarte en esto. —¡JODER! —aulló Sophie y apretó la mano de Ruger con tanta fuerza que los dedos se le quedaron entumecidos. —Está bien —oyeron decir a la operadora—, no es probable que el bebé nazca antes de que llegue la ambulancia pero, por si acaso, quiero que estés preparado, Ruger. Su voz sonaba tan tranquila que parecía narcotizada. ¿Como diablos lo conseguía? Él estaba al borde del paro cardiaco. —Sophie te necesita —continuó la voz—. La buena noticia es que, al ser un parto natural, su cuerpo sabe lo que tiene que hacer. Cuando el niño viene tan rápido, el parto suele ser muy sencillo. ¿Tienes algo para lavarte las manos? —Sí —respondió Ruger—. Sophie, tienes que soltarme un momento. Ella negó con la cabeza, pero él se liberó de su mano, abrió la bolsa de primeros auxilios y sacó un par de paquetes de toallitas húmedas, de un tamaño ridículamente pequeño. Se frotó las manos con ellas y después trató de hacer lo mismo con las de Sophie, pero ella gritó y le lanzó un directo a la cara.
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Mierda, la muchacha estaba poseída por algún tipo de fuerza. Ruger sacudió la cabeza y miró de nuevo al frente. Su mejilla palpitaba. Una nueva contracción. —Es demasiado pronto, pero no aguanto más —dijo Sophie—. Tengo que empujar ahora. —¿Para cuándo lo esperaba? —preguntó la operadora mientras la joven lanzaba un largo gemido. —Para dentro de un mes, más o menos —respondió Ruger—. Es demasiado pronto. —Bueno —dijo la operadora—, lo más importante es asegurarnos de que el bebé respira. Si nace antes de que llegue el personal sanitario, no dejes que caiga al suelo. Tienes que sujetarlo. Mantén la calma. Un parto puede llevar varias horas, sobre todo si es el primer hijo. Solo como precaución, quiero que busques algo abrigado para envolver al niño en caso de que nazca. Tienes que comprobar si respira correctamente. Si es así, lo colocas sobre el pecho desnudo de la madre, boca abajo, piel contra piel. A continuación, lo envuelves con lo que tengas. No tires del cordón umbilical. Hay que cortarlo y hacerle un nudo, como puedas. Eso sí, mantén las manos fuera del canal del nacimiento. Si expulsa la placenta, envuelve al niño con ella. Fue en aquel momento cuando se dio cuenta. Sophie iba a tener a su hijo ahí mismo, en el arcén de la carretera. Su sobrino. Ahora mismo. Mierda, lo primero de todo era quitarle los pantalones. Sophie llevaba medias y Ruger tiró de ellas para quitárselas. No lo consiguió y ella no parecía capaz de encontrar una postura cómoda en el interior de la cabina. —Hay que sacarte de ahí —dijo Ruger. Ella dijo que no con la cabeza y sus dientes rechinaron, pero él la levantó y la depositó de pie en el suelo. A continuación le bajó las medias y la ropa interior en dos rápidos movimientos y la obligó a levantar los pies alternativamente, para apartar las prendas. ¿Y ahora qué? Sophie gritó de nuevo y se puso en cuclillas junto al camión. Joder, necesitaba algo para abrigar al bebé. Ruger miró a su alrededor, frenético, y no encontró nada. Entonces se despojó de su chaleco de cuero, lo arrojó al interior del camión y se
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arrancó la camiseta. No era la mejor que tenía, pero estaba relativamente limpia. Se había duchado y cambiado para su cita con Mary Jo. Ruger se agachó junto a Sophie. Ella empujó sin parar durante lo que pareció una eternidad. Sus dedos se clavaban en los hombros de Ruger. Tendría cardenales por la mañana, pensó él, y también cortes producidos por las uñas de la muchacha. Que ocurriera lo que tuviera que ocurrir. La operadora se esforzaba por tranquilizarles, les aseguraba que la ambulancia tardaría solo cinco minutos más. Sophie no la escuchaba, perdida como estaba en su propio mundo de dolor y de urgencia, lanzando sonoros quejidos con cada contracción. —¿Puedes ver la cabeza del bebé? —preguntó la operadora. Ruger se quedó helado. —¿Quiere que mire? —preguntó. —Sí —fue la respuesta. Él, en cambio, no quería mirar, pero... mierda. Sophie lo necesitaba y el niño también. Se agachó y miró entre las piernas de ella. Entonces la vio. Una pequeña cabeza, cubierta de pelo negro, asomaba del cuerpo de Sophie. Joder. Sophie inspiró profundamente y clavó los dedos con más fuerza en los hombros de Ruger. Al empujar de nuevo, dejó escapar un prolongado y potente gemido. Y ocurrió. Casi en trance, Ruger se agachó de nuevo para recoger en sus manos al ser humano más precioso del mundo. Sophie rompió a llorar de alivio, mientras la sangre corría por sus piernas. —¿Qué está pasando? —preguntó la operadora. En aquel momento se oyó una sirena en la distancia. —Ya ha salido el bebé. Lo tengo —susurró Ruger, casi mudo de la impresión. Había visto parir a una vaca, pero aquello era otra historia. —¿Respira? —preguntó la operadora. Ruger observó cómo el niño abría sus ojillos por primera vez y los clavaba en los suyos. Eran azules, muy redondos, asombrados y jodidamente hermosos. De pronto se cerraron, mientras el recién nacido abría la boca y dejaba escapar un llanto penetrante. —Sí, sí, joder, el niño está bien —dijo Ruger. El motero miró a Sophie y alzó al bebé entre ambos. Ella sonrió, vacilante, y alargó los brazos hacia su hijo. El rostro de la joven,
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agotado, con huellas de lágrimas, pero radiante, era la segunda cosa más bella que Ruger había visto en su vida. Después de aquellos pequeños ojos azules. —Lo has hecho muy bien, nena —susurró Ruger. —Sí —respondió ella—. Lo hice ¿verdad? Sophie besó suavemente la cabeza del bebé. —Eh, Noah, soy mamá —dijo—. Voy a cuidarte mucho. Lo prometo. Siempre.
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Capítulo 1
N
Siete años después Seattle, Washington Sophie
uestra última noche en Seattle no fue lo que se dice maravillosa. La chica que cuidaba a Noah, la suplente de emergencia y la segunda suplente de emergencia tenían todas a la vez la gripe. Habría estado bien jodida si una de mis nuevas vecinas no se hubiera ofrecido para que dejara a mi hijo en su casa. No la conocía realmente, pero vivía desde hacía un mes en la puerta de al lado y no había hecho saltar ninguna alarma. Poca cosa, ya lo sé, pero una madre soltera a veces tiene que apañárselas con lo que hay. Encima Dick me gritó por llegar tarde al trabajo. No le dije que casi me había visto obligada a faltar por causa de Noah —y no, no le llamo así porque sea un mamón, que lo es, sino porque ese es su verdadero nombre1. 1 En inglés, Dick es diminutivo de Richard, y dick es un término derogatorio, de registro vulgar, que significa «persona despreciable». También es un manera vulgar de referirse al miembro masculino (N. del T).
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Aquella noche, sin embargo, entendí por qué estaba de tan mal humor. De las seis chicas que se suponía tenían que estar allí, solo dos se habían presentado. Dos tenían la gripe —lo que debía de ser cierto, ya que media ciudad estaba igual— y las otras dos tenían citas. Al menos eso es lo que supongo, ya que las explicaciones oficiales eran una abuela muerta —por quinta vez— y un tatuaje infectado —seguro que no quedaba bacitracina en ninguna de las farmacias del barrio. Fuera lo que fuese, las cosas no iban a tardar en irse al carajo. Aquella noche tocaba un grupo en el local y el jaleo que armaban, con todos bailando borrachos, me ponía muy difícil atender mis mesas. Incluso con todo el personal, habríamos estado bastante agobiados. Para colmo, se trataba de un grupo local y la mayoría de los miembros del público eran estudiantes de instituto, lo que significaba propinas de mierda. Hacia las once estaba ya bastante cansada y necesitaba ir al baño con urgencia, así que conseguí escaparme un minuto. No quedaba papel, por supuesto, y sabía que nadie tenía tiempo para reponerlo. Saqué el móvil y revisé rápidamente el buzón de mensajes. Había dos, uno de Miranda, mi vecina, y otro de Ruger, el casi-cuñado más terrorífico del mundo. Mierda. Primero Miranda. Me pegué el teléfono al oído, rezando por que todo fuera bien. Imposible que Dick me dejara salir antes, incluso si se trataba de una emergencia. Ruger podía esperar. —Mamá, tengo miedo —dijo la voz de Noah y me quedé helada—. Tengo el teléfono de Miranda y me he escondido en el armario. Ha venido un chico malo. Está fumando en casa, quería que yo fumara también y no paraban de reírse de mí. Me hacía cosquillas y quería que me sentara en sus rodillas. Están mirando una película en la que salen personas desnudas y no me gusta. No quiero estar aquí, quiero ir a casa. Ven, por favor, te necesito. Ahora. Oí que su respiración se entrecortaba, como si estuviera llorando y quisiera ocultármelo. Entonces se cortó el mensaje. Respiré hondo dos veces, tratando de controlar el subidón de adrenalina. Miré la hora a la que había recibido el mensaje —hacía casi cuarenta y cinco minutos—. Sentí que se me encogía el estómago y durante un instante creí que iba a vomitar. Sin embargo, logré recobrar el dominio de mí misma y salí del baño. Regresé al bar y conseguí que Brett, el chico que atendía en la barra, me abriera el cajón donde guardábamos los monederos. —Tengo que ir a casa —le dije—. Hay un problema con mi hijo. Díselo a Dick.
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Dicho esto, me dirigí rápidamente a la puerta, empujando a varios estudiantes borrachos. Casi estaba ya fuera, cuando alguien me agarró del brazo y me hizo darme la vuelta. Era mi jefe y me miraba fijamente. —¿Adónde demonios crees que vas, Williams? —dijo. —Hay una emergencia —respondí—. Tengo que ir a casa. —Si me dejas así, con el bar como está, mejor no vuelvas —gruñó Dick. Le miré de arriba a abajo, lo cual no era difícil, ya que no medía mucho más de metro y medio. En los buenos tiempos, pensaba cariñosamente que era como un hobbit. Aquella noche era más bien un trol. —Tengo que ir a ocuparme de mi hijo —le dije fríamente, con mi mejor voz de matadora de troles—. Suéltame ahora mismo. Me largo. El trayecto hasta casa fue para mí como un año entero. Llamé varias veces al teléfono de Miranda, pero nadie contestó. Cuando llegué al decrépito edificio donde residíamos, subí las escaleras de madera a todo correr, temblando, presa de una extraña mezcla de rabia y miedo. Vivíamos en el último piso y el estudio de Miranda estaba justo después del mío. Aunque a mis muslos y a mis pantorrillas no les gustaba nada la escalada cotidiana, yo sí que apreciaba el hecho de que fuéramos los únicos residentes allí arriba. Al menos hasta ahora. Aquella noche, la última planta me parecía remota, solitaria y amenazadora. Oía música y voces sofocadas en el interior, mientras aporreaba la puerta. No hubo respuesta. Golpeé con más fuerza y me pregunté si me vería obligada a derribar la puerta. De pronto abrieron y apareció un tipo alto, con los pantalones desabotonados y sin camisa. Mostraba una incipiente barriga cervecera y sus ojos estaban inyectados en sangre. Olía a marihuana y a alcohol. —¿Sí? —dijo, balanceándose. Intenté mirar hacia el interior, pero el mamarracho me bloqueaba la visión. —Mi hijo Noah está aquí —dije, tratando de mantener la calma y concentrarme en lo que realmente importaba—. He venido a recogerle. —Ah, sí, me había olvidado —contestó él—. Pasa. Se apartó y entré. El lugar donde vivía Miranda era un pequeño estudio idéntico al nuestro, así que tendría que haber visto a Noah inmediatamente. Sin embargo, la única persona que había allí era la inútil de mi vecina, tumbada el sofá con ojos borrosos y sonrisa de estar más allá
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de la realidad. Tenía la ropa revuelta y la larga falda larga de estilo jipi, levantada por encima de las rodillas. Su teléfono móvil estaba sobre la mesita del café, junto a un bong casero para fumar hierba, hecho con una botella vacía de Mountain Dew, un par de tubos de bolígrafo de plástico y papel de aluminio. Había allí varias latas de cerveza vacías, ya que aparentemente no le bastaba la hierba para entretenerse mientras «cuidaba» a mi hijo de siete años. —Miranda ¿donde está Noah? —pregunté y ella me miró, ausente. —¿Cómo voy a saberlo? —me respondió, con voz pastosa. —Igual ha salido —murmuró el tipo mientras se dirigía al frigorífico para sacar otra cerveza. En aquel momento se me cortó la respiración. El hombre llevaba un tatuaje gigante sobre la espalda, parecido a los de Ruger, solo que en su caso decía Devil’s Jacks en lugar de Reapers. Un club de moteros. Mal asunto. Siempre malo, a pesar de lo que dijera Ruger. Ya lo pensaría más tarde. Ahora solo importaba una cosa. Tenía que encontrar a Noah. —¿Mamá? Su voz era débil y temblorosa. Miré alrededor, frenética, y de pronto le vi entrar en la habitación a través de una ventana que daba a la calle. Oh, Dios mío. Avancé hacia él, esforzándome al máximo por mantener la calma. Cuatro pisos y mi hijo estaba allí fuera, agarrado al marco de una ventana. Si no tenía muchísimo cuidado, podía empujarle accidentalmente y hacer que cayera al vacío. Por fin llegué junto a él. Estiré los brazos, le agarré con fuerza por las muñecas, tiré hacia dentro y lo apreté contra mi cuerpo. Él se aferró estrechamente a mí, como un monito. Yo le frotaba la espalda arriba y abajo, le susurraba al oído cuánto le quería y le prometía que nunca más volvería a dejarle solo. —No sé por qué te pones así —murmuró Miranda mientras se apartaba para dejar sitio al caraculo de su novio—. Hay una escalera de incendios ahí fuera y no es que haga frío, que se diga. Estamos en agosto. El chico estaba bien. Inspiré profundamente, cerré los ojos y me obligué a mantener la calma. Al abrirlos, miré más allá de donde ella se encontraba y fue entonces cuando vi el porno en la televisión. Enseguida aparté la mirada de la imagen de una mujer inflada de silicona y a la que se trajinaban a la vez cuatro tipos. Algo terrible se puso en ignición en mi interior.
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Estúpida zorra. Pagaría por esto. —Entonces ¿cuál es tu problema? —dijo Miranda por fin, arrastrando las palabras. No me molesté en responder. Tenía que sacar de allí a mi hijo y llevarle a casa. Ya me encargaría de mi vecina al día siguiente. Para entonces tal vez me habría calmado lo suficiente como para no acabar con su miserable existencia. Me llevé en volandas a Noah y de alguna forma conseguí abrir la puerta de nuestro estudio sin dejarlo caer al suelo. Los dedos me temblaban de la rabia y también en buena parte de la angustia provocada por mis sentimientos de culpa. Le había fallado. Mi hijo me necesitaba y, en lugar de protegerle, le había dejado en manos de una drogata que podría haberlo matado. Ser madre soltera era una putada. Hizo falta un baño caliente, una hora de abrazos y cuatro libros de cuentos para que Noah se durmiera. ¿Y yo? No estaba segura de que pudiera volver a dormir otra vez tranquilamente. Desde luego el calor del verano no ayudaba y en el estudio no corría ni un mísero soplo de aire. Después de una hora a base de sudar en la oscuridad y de ver cómo el pecho de Noah subía y bajaba rítmicamente, decidí darme por vencida. Abrí una botella de cerveza y me senté en la cama, con mil planes bulléndome en la cabeza. Lo primero de todo, arreglar cuentas con Miranda. O me largaba a vivir a otro sitio, o tendría que ser ella la que se marchara. También barajaba la idea de llamar a la policía. Me agradaba la idea de arrojarla a los lobos en compañía del porrero de su novio. Ambos se merecían una visita de los chicos de azul. Sin embargo, dado que el tipo era miembro de un club de moteros, llamar a la poli no era tal vez la mejor de las ideas. A los moteros no les gustaban nada los agentes de la ley y era posible que quisieran hacérmelo saber una vez que a este le dieran la condicional. Y eso por no mencionar la posible intervención de los servicios sociales, que harían que la cosa se pusiera muy fea. Quería a Noah y habría hecho lo que fuera por él. Me considero una buena madre. Mientras otras chicas de mi edad estaban todo el día
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de fiesta, yo llevaba a mi hijo al parque y le leía cuentos. El día en que cumplí veintiún años, lo pasé junto a él, sujetándole la barriga mientras vomitaba, en lugar de estar por ahí en el bar. Por mal que estuvieran las cosas, pasaba tiempo con Noah todos los días y me aseguraba de que se sintiera querido. Sin embargo, sobre el papel no tenía tan buen aspecto. Madre soltera. Padre en paradero desconocido. Sin más familia. Estudio ruinoso. Seguramente desempleada, después de lo de aquella noche... ¿Qué harían los de los servicios sociales con todo aquello? ¿Me echarían la culpa a mí, por haber dejado a Noah con Miranda? No tenía ni idea de qué podía hacer. Bebí un largo trago de cerveza y me volví hacia mi teléfono móvil, donde el mensaje de Ruger brillaba, acusatorio. Mierda. Odiaba tener que llamarle. Por mucho tiempo que pasara con nosotros —y la verdad es que procuraba ver a Noah regularmente— no podía relajarme cuando estaba cerca. Yo no le gustaba y lo sabía. Creo que me echaba la culpa por haber arruinado su relación con Zach y, la verdad sea dicha, había hecho mi contribución. Sacudí la cabeza para apartar ese recuerdo. Siempre lo apartaba. Si al menos consiguiera ponerle nervioso, pero aparentemente eso era mucho pedir. Para él era como si yo fuera invisible y apenas se molestaba en reconocer mi existencia. ¿Podía haber algo más frustrante? Pues sí. Ruger era seguramente el hombre más sexy que había conocido en mi vida. Era todo peligro y músculos duros, con sus tatuajes y piercings y su maldita Harley negra. En el momento en que entraba en una habitación, era como si se apoderara de ella, porque de un vistazo todos entendían que estaban ante un tipo de cuidado, de los que toman lo suyo sin preguntar y nunca se disculpan por ello. A mí me atraía desde mucho antes de lo que estaba dispuesta a reconocer, pero él no notaba nada, a pesar de su aparente fascinación con cualquier hembra de menos de cuarenta años en cinco kilómetros a la redonda. Bueno, no notó nunca nada excepto en una ocasión y aquello no acabó precisamente bien. Al menos nunca se traía a ninguna de las zorras de su club, lo cual yo agradecía, pero aquello no ocultaba el hecho de que Ruger era uno de los mayores puteros en toda la región de Idaho del norte. Así estábamos, pues.
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Ante mis nada amenazadores encantos, el hombre más sexy y más promiscuo que una pueda imaginar se dedicaba por entero a jugar con mi hijo de siete años durante sus visitas. Suspiré y pulsé el mensaje en el buzón de voz. —Sophie, contesta de una puta vez —dijo su voz, fría y sin contemplaciones, como de costumbre—. Noah acaba de llamarme. He hablado con él un rato y he tratado de calmarlo, pero ha llegado una zorra pegando gritos y le ha quitado el teléfono. He vuelto a llamar al número y nadie contestaba. No sé qué mierda estás haciendo, pero tu hijo te necesita. Mueve el culo y ve a buscarlo. Ahora. Te juro que si le pasa algo... Eso sí, no se te ocurra entrar ahí. En cuanto lo encuentres, me llamas. Sin excusas. Dejé el teléfono a un lado, me incliné hacia delante y me froté las sienes con la punta de los dedos. Por si no tuviera bastante, ahora tenía que lidiar con el «respetable señor Don Motero» que nunca ha roto un plato. No quería ni imaginar lo que podía hacer. Ruger ya daba miedo cuando estaba de buen humor y la única vez que lo había visto enfurecido de verdad aún me provocaba pesadillas —y lo digo literalmente—. Por desgracia, tenía razón en un aspecto. Mi hijo me necesitaba y yo no había respondido a su llamada. Era una suerte que él hubiera estado ahí para Noah. Sin embargo... no quería tener que enfrentarme a ese hombre en aquellos momentos. Y aun así... ¡mierda! Tampoco podía dejarle colgado, preocupado por Noah toda la noche. La última vez que lo había visto me había dicho que era una zorra, y tal vez con motivo, pero no me consideraba a mí misma tan zorra como para torturarlo de esa manera. Apreté el botón de llamada. —¿Está bien? —preguntó Ruger, sin molestarse en saludarme. —Sí, está conmigo —respondí—. No oí su llamada en el trabajo, pero vi su mensaje como tres cuartos de hora después. Está bien. Hemos tenido suerte y no le ha pasado nada, que yo vea. —¿Estás segura de que ese hijo de puta no le ha tocado? —dijo Ruger. —Noah me dijo que le hizo cosquillas e intentó sentarlo en sus rodillas, pero se le escapó —respondí—. Estaban totalmente colocados. No creo ni que se dieran cuenta de que se había ido. Estaba escondido en la escalera de incendios. —Joder —dijo Ruger y su tono no era alegre—. ¿Y cómo de alto está eso?
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—Cuatro pisos —dije y cerré los ojos, avergonzada—. Es un milagro que no se haya caído. —Está bien, voy conduciendo y no puedo hablar —fue la respuesta—. Te llamo más tarde. No se te ocurra dejarlo solo otra vez ¿entendido? —Sí —respondí. Colgué el teléfono y lo dejé sobre la mesa. Sentía que me ahogaba en la habitación, así que me dirigí a la ventana sin hacer ruido. La hoja de madera de la ventana se deslizó hasta el tope con un crujido y me asomé a la calle para tratar de respirar un poco de aire fresco. Los bares acababan de cerrar, pero la gente estaba fuera todavía, riendo y conversando como si todo fuera una maravilla en el mundo. ¿Y si no llego a comprobar los mensajes en el teléfono móvil? ¿Alguno de aquellos alegres borrachos habría visto que había un niño en la escalera de incendios? ¿Y si se hubiera quedado dormido allí arriba? Noah podría haber sido un cadáver ahora mismo, allí abajo, en el pavimento. Acabé la cerveza y fui a buscar otra. Me senté en mi decrépito sofá y la liquidé en pocos tragos. La última vez que miré el reloj eran las tres de la madrugada. Un ruido me despertó, horas después. Aún era de noche. ¿Noah? Repentinamente, una mano me tapó la boca y un corpachón se me echó encima y me aplastó contra el sofá. Mi cuerpo bombeó adrenalina, pero demasiado tarde. Luché con todas mis fuerzas para liberarme, pero sin obtener resultado. Solo pensaba en Noah, dormido al otro lado de la habitación. Tenía que luchar y sobrevivir por mi hijo, pero no conseguía moverme y no veía una puta mierda en medio de la oscuridad. —¿Asustada? —me susurró una voz áspera al oído—. ¿Te preguntas si sobrevivirás a la noche? ¿Y tu hijo? Ahora podría violarte, matarte y después llevármelo y vendérselo a un jodido psicópata pedófilo. No podrías hacer una mierda para detenerme ¿verdad que no? ¿Cómo piensas protegerlo viviendo en un sitio como este, Sophie? Joder. Conocía esa voz. Ruger. No iba a hacerme daño, pero... ¡será cabrón! —Ni siquiera he tenido que forzar la patética cerradura que tienes en tu agujero —dijo mientras movía las caderas, como para enfatizar mi total indefensión—. Tu ventana está abierta y también la del pasillo, ahí
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fuera. Lo único que he tenido que hacer es salir a la escalera de incendios y entrar aquí, lo que significa que cualquiera podría hacerlo, incluido el enfermo hijo de perra que ha estado molestando a Noah. ¿Está aún en el edificio? Voy a buscarlo, Sophie. Si vas a estarte quieta, di «sí» con la cabeza y te dejaré hablar. No asustes a Noah. Hice lo que me decía, como pude. Trataba de calmarme, aún presa del susto y de la furia que iba creciendo en mi interior. ¿Cómo se atrevía a juzgarme? —Si gritas, me las pagarás —dijo Ruger. Sacudí la cabeza y él retiró la mano. Inspiré hondo varias veces y pestañeé rápidamente, tratando de decidir si merecía la pena darle un buen mordisco. No parecía buena idea. Ruger era muy pesado y aún me aplastaba por completo, con sus piernas sobre las mías y mis brazos bien sujetos contra el sofá. No recordaba que me hubiera tocado voluntariamente en ninguna otra ocasión, al menos en los últimos cuatro años. Eso era bueno, ya que había algo en Ruger que tenía el poder de desconectar mi mente y dejar todo el control en manos de mi cuerpo. La última vez que mi cuerpo había tomado realmente el control, me había quedado embarazada. Jamás me arrepentiría de haber tenido a mi hijo, pero eso no significaba que mi libido tuviera que decidir por mí. Después de cortar con Zach, solo había salido con hombres muy tranquilos y muy aburridos. Había tenido tres amantes en total en toda mi vida y el segundo y el tercero habían sido muy amables y del tipo manso. No necesitaba para nada una complicación en mi vida como la que supondría mi «cuñado» motero, pero... en aquellos momentos, un olor familiar a sudor y a aceite de motor llegó hasta mis fosas nasales y produjo la consabida respuesta más abajo. Incluso rabiosa, deseaba a Ruger. De hecho, normalmente lo deseaba más cuanto más rabiosa estaba y aquello era una desgracia para mí, dado que tenía el don de cabrearme fácilmente. La vida sería mucho más sencilla si pudiera limitarme a odiarle. Era, sin duda, un auténtico cabronazo. Y encima un cabronazo que quería a mi hijo con locura. En fin, ahora lo tenía encima y sentía un fuerte deseo de tumbarlo a golpes, pero también sentía crecer un inquietante calor entre las piernas. Era un hombre fuerte, duro y estaba allí, con toda su rotundidad. No tenía ni idea de cómo manejar aquello. Ruger siempre guardaba las
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distancias conmigo. Ahora que ya me había dejado clara su opinión de la manera menos constructiva posible, esperaba que me liberaría y me dejaría incorporarme, pero no fue así. Lejos de ello, volvió a cambiar de postura y se apoyó en los codos para sujetarme mejor. Acto seguido, movió las piernas y metió una entre las mías. Uf, demasiado íntimo. Intenté cerrar las rodillas, pero él apretó la pelvis contra mis caderas, mientras sus ojos se entrecerraban. Mal, muy mal. Aquello era juego sucio, ya que el tenerlo así, apretado entre las piernas, no permitía que mi mente funcionara bien, precisamente. Me retorcí, tratando como fuera de alejarlo de mí, aunque al tiempo me preguntaba si debía alargar la mano hacia abajo y abrirle la cremallera del pantalón. Aquel hombre era como la heroína —seductor, adictivo y una vía segura hacia la perdición. —Estate quieta —susurró con voz tensa—. El hecho de que tenga el rabo en tan buen sitio seguramente te está salvando la vida. Créeme si te digo que estoy considerando seriamente la posibilidad de estrangularte, Sophie, y pensar en joderte ayuda a equilibrar la cuestión. Me quedé helada. No podía creer lo que acababa de oír. Teníamos un acuerdo. Nunca lo habíamos hablado, pero ambos lo respetábamos escrupulosamente. Sin embargo, la cosa quedó aún más clara cuando sus caderas aumentaron la presión y sentí que algo duro y largo empujaba contra mi vientre. De forma involuntaria, contraje los músculos internos y una oleada de deseo me recorrió todo el cuerpo. Aquello tenía que ser un malentendido. El deseo iba, que yo sepa, en una dirección, de mí hacia él, y él me ignoraba, mientras ambos pretendíamos que no había allí absolutamente nada. Me lamí los labios, también de manera inconsciente, y él captó con la mirada aquel pequeño movimiento, aunque tenía que ser prácticamente imperceptible bajo la débil luz que comenzaba a filtrarse por la ventana. —No piensas lo que dices —susurré y él entornó de nuevo la mirada, estudiándome como haría un león que intenta localizar a la gacela más lenta de la manada. Espera... ¿se comen los leones a las gacelas? ¿Está esto pasando realmente? ¡Piensa! —Este no eres tú, Ruger —continué—. Piensa en lo que acabas de decir. Deja que me levante y lo hablamos.
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—Pienso cada una de las putas palabras que has oído —replicó con tono furioso—. Me entero de que mi chico está en un apuro y su madre no está por ninguna parte. Paso horas conduciendo por las carreteras del estado, cagado de miedo por que alguien pueda estar acosando o asesinando a Noah y, cuando por fin llego aquí, te encuentro en un puto agujero, con la cerradura del portal rota y con la vía abierta para entrar a tu apartamento a través de la ventana. Entro y te veo tirada en el sofá, medio desnuda y oliendo a cerveza. Ruger acercó la cara, me olió y apretó aún más las caderas contra las mías. Mierda, aquello me daba gusto. Casi me dolía del gusto que me daba. —Me lo podía haber llevado tan fácilmente como echar una meada —continuó mientras alzaba la cabeza y sus ojos ardientes me traspasaban—. Si yo puedo, cualquiera podría también y esto no es una puta broma. Así pues, estate quieta y espera a que me calme un poco, porque ahora mismo no me siento especialmente razonable. Hasta entonces, te sugiero que no me digas lo que pienso o lo que dejo de pensar ¿entendido? Asentí con la cabeza, con los ojos muy abiertos. Creía todo lo que acababa de decirme, hasta la última palabra. Ruger sostuvo mi mirada mientras movía de nuevo las piernas para colocar las dos entre las mías. Ahora sí que sentía toda la longitud de su miembro presionándome contra la ingle. Su poderoso cuerpo me envolvía completamente, anulaba toda mi resistencia, y entonces mi mente voló de pronto en un enloquecido salto hacia el pasado, hacia la noche en la que había perdido la virginidad con Zach en el apartamento de Ruger. Yo, tirada en un sofá, abierta de piernas, contemplando cómo mi vida se iba a la mierda. El círculo se había cerrado. Aún sentía cómo la adrenalina recorría mis venas y era evidente que no era él el único que necesitaba calmarse un poco. Me había asustado, joder, y ahora el muy cabrón me estaba poniendo caliente, una sensación que se combinaba de forma perturbadoramente adecuada con la mezcla de miedo y rabia que todavía me llenaba por dentro. Lo cierto es que no podía moverme. Ruger dejó caer su cabeza junto a la mía y rugió mientras sus caderas reanudaban las embestidas. Un enervante remolino de excitación me recorrió la columna vertebral, procedente de la región pélvica. Gemí al sentir la presión de su cuerpo contra mi centro del placer, entre las piernas. Aquello me daba mucho gusto. Demasiado.
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La zorra que habita en mí sugirió un método seguro para hacer descargar la tensión... Como si hubiera leído mi mente, Ruger contuvo la respiración y, a continuación, empujó con más fuerza, rozando su miembro adelante y atrás contra la fina capa de tela de algodón que lo separaba de mi abertura. Ninguno de los dos dijo nada, pero yo arqueé las caderas hacia arriba para intensificar la sensación y noté cómo él se endurecía aún más. Esto no es una buena idea, pensé mientras me apretaba contra su cuerpo y cerraba los ojos. Sin embargo, lo había deseado durante años. Cada vez que lo veía, me preguntaba en secreto qué sentiría con él dentro de mí. Evidentemente, si lo hacíamos, tendría que soportar ver su sonrisa de satisfacción y de autosuficiencia. Ni siquiera se sentiría cohibido, el muy cerdo. Había que parar de inmediato, pero... la sensación era increíble. Su olor me rodeaba, su poderoso cuerpo me mantenía bien sujeta contra el asiento y con los miembros extendidos, como una mariposa capturada. Noté cómo su nariz me rozaba el borde de la oreja y, acto seguido, descendió y me besó el cuello con fuerza y durante largo rato, chupando hacia dentro, deslizándose por mi piel, hasta que me vi obligada a morderme los labios para no gritar. Me retorcí bajo el cuerpo que me aprisionaba y reconocí la verdad. Lo deseaba dentro de mí. Ahora. No me importaba que las mariposas capturadas murieran cuando las clavaban con un alfiler. —¿Mamá? Mierda. Intenté decir algo, pero no salió nada. Me aclaré la garganta y lo intenté de nuevo. Sentía el calor de la respiración de Ruger en la mejilla, todo mi cuerpo palpitaba y él refrotó de nuevo su pelvis contra la mía, lentamente, tratando a propósito de mantener mi excitación. El muy hijo de puta. —Eh, mi amor —conseguí articular por fin, con voz vacilante—. Mmm, dame un segundo ¿de acuerdo? Tenemos compañía. —¿Es el tío Ruger? Ruger me dio un último restregón antes de incorporarse de golpe. Me senté en el sofá, todavía temblando, y me froté los brazos arriba y abajo. La voz de Noah debería haber sido como agua fría derramada sobre mi libido, pero no hubo suerte. Aún sentía la deliciosa dureza de aquel hombre entre las piernas.
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—Estoy aquí, campeón —dijo Ruger mientras se sentaba a su vez y se pasaba las manos por la cabeza, hacia atrás. Lo estudié a la pálida luz del amanecer, deseando con todo mi corazón que me recordara en algo a mi ya ex jefe, Dick. Tampoco hubo suerte. Ruger medía más de un metro ochenta, era todo músculo y su aspecto resultaba endiabladamente atractivo, con un estilo que parecía decir: «seguramente soy un delincuente, pero tengo hoyuelos en las mejillas y un trasero bien apretado, así que de todas formas vas a arder por mí». En ocasiones había llevado el pelo cortado al estilo mohicano, pero últimamente lo llevaba igual que en la época en que nos vimos por primera vez, casi como un militar, aunque con una capa ligeramente más larga por arriba, oscura y espesa. Todo aquello, en combinación con sus piercings, su cazadora de cuero con los parches del club y sus antebrazos tatuados, le hacía apto para figurar en un cartel con las palabras «se busca» escritas debajo de la cara. A Noah debería haberle dado un miedo espantoso, pero a él su tío no le parecía en absoluto terrorífico. —¿No te había prometido que vendría a por ti? —dijo Ruger. Noah salió de la cama y se acercó tambaleante hacia su tío, con los brazos extendidos para abrazarlo. Él lo alzó en vilo y lo miró a los ojos, de hombre a hombre. Así lo hacía siempre, trataba a Noah con seriedad. —¿Todo bien, amigo? —le dijo. Noah asintió con la cabeza y estrechó con fuerza los brazos alrededor del cuello de Ruger. Adoraba a su tío y el sentimiento era mutuo. Aquella imagen me derritió el corazón. Siempre había pensado que Zach sería el héroe de Noah. Evidentemente, mi intuición no valía para una mierda. —Estoy orgulloso de ti, campeón —le dijo. Yo me puse de pie, pensando unirme a ellos, pero Ruger se dio la vuelta. De manera que quería un poco de privacidad. Bueno, no iba a ponerme a discutir, si aquello hacía sentir más seguro a Noah, pero de todos modos traté de escuchar lo que decían mientras Ruger llevaba a mi hijo de vuelta a la cama. —Hiciste muy bien en llamar para pedir ayuda —le oí decir, aunque hablaba bajo—. Si te vuelves a ver en una situación así, me llamas, o llamas a mamá. También puedes llamar a la policía. ¿Te acuerdas de cómo se hace? —Nueve, uno, uno —dijo Noah con voz pastosa por el sueño. Un gran bostezo le tomó por sorpresa y se apoyó contra el hombro de Ruger.
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—Pero se supone que solo tengo que hacerlo si hay una emergencia y no estaba seguro si lo era —añadió. —Si un hombre malo te toca, es una emergencia —replicó Ruger—, pero lo hiciste muy bien. Hiciste lo que te había dicho. Te escondiste y eso estuvo de verdad bien, campeón. Ahora quiero que vuelvas a acostarte y que te duermas ¿de acuerdo? Por la mañana voy a llevarte a mi casa y nunca más volverás a ver a esa gente, pero no podrás venir si estás demasiado cansado. Contuve la respiración. ¿Qué demonios...? Observé a Ruger mientras arropaba a Noah y no precisamente de buen humor. Unos segundos después, mi hijo dormía de nuevo como un tronco, exhausto como sin duda estaba. Me puse una bata y esperé a que mi cuñado se acercara, preparándome para la batalla. Ruger me miró y arqueó una ceja, midiendo mis reacciones con atención. ¿Pretendía utilizar el sexo para hacer que me plegara a su voluntad? Aquello explicaría su jueguecito de seducción en el sofá... —¿Has olvidado lo que te dije sobre no cabrearme? —me dijo. —¿Por qué le dijiste a Noah que te lo vas a llevar a tu casa? —inquirí—. No puedes prometer cosas así. —Me lo llevo conmigo a Coeur d’Alene —replicó él con tono firme e inclinó la cabeza hacia un lado, preparándose para la discusión que sin duda sabía que se avecinaba. Tenía muy tensos los músculos del cuello y flexionó los bíceps al cruzar los brazos, en imitación de mi postura. Definitivamente, no era justo. Un hombre tan fastidioso tenía que ser bajo y gordo, con orejas muy peludas, o algo por el estilo. Sin embargo, no importaba lo sexy que pudiera ser en aquella ocasión. No iba a someterme. Él no era el padre de Noah y por mí podía irse a que le jodieran bien. —Apuesto a que querrás venir con nosotros y me parece estupendo, porque él no va a quedarse en este agujero ni una noche más —añadió Ruger. Negué con la cabeza lenta y deliberadamente. Me sentía igual que él en lo que respecta a nuestro apartamento —ya no me parecía seguro—, pero no permitiría que él entrara como si tal cosa y tomara posesión de la plaza. Encontraría otro sitio. No sabía cómo, pero lo haría. Había pasado los últimos siete años desarrollando mi capacidad de supervivencia. —Tú no vas a tomar esa decisión —le dije—. No es tu hijo, Ruger.
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—La decisión está tomada —replicó él—. Puede que no sea mi hijo, pero es mi chico. Me lo gané en el mismo momento en que nació y sabes muy bien que es así. No me gustó nada que te lo llevaras tan lejos de mí, pero respeté tu voluntad. Ahora las cosas han cambiado. Mi madre ha muerto, Zach se ha largado y este lugar no es lo suficientemente bueno. ¿Qué mierda puede ser más importante en tu vida que dar a Noah un hogar seguro para vivir? Le miré fijamente. —¿Qué se supone que significa eso? —pregunté. —Baja la voz —respondió Ruger y dio dos pasos hacia mí, invadiendo mi espacio. Eso era muy propio de él, un juego de dominio, pura intimidación física. Apuesto a que solía funcionarle, porque cuando se me acercaba así, todos mis instintos de supervivencia me indicaban que debía plegarme y seguir sus órdenes. Algo se agitó en mis zonas inferiores. Maldito cuerpo... —Eso significa exactamente lo que has oído —continuó—. ¿En qué mierda se supone que te estás gastando la ayuda que te dan por el crío? Está claro que no es en el pago de este agujero asqueroso. ¿Por qué pelotas tuviste que mudarte de tu otro apartamento? No era una maravilla, pero no estaba mal y tenía al lado ese pequeño parque con zona para niños. Cuando me dijiste que te ibas, pensé que era porque habías encontrado algo mejor. —Estoy aquí porque me echaron a la calle por no pagar el alquiler —respondí. La mandíbula de Ruger se crispó convulsivamente y su expresión se ensombreció. Algo indefinible llenaba su mirada. —¿Quieres explicarme exactamente por qué estoy oyendo lo que estoy oyendo? —silabeó. —No —respondí, con total sinceridad—. No quiero decirte nada. No es asunto tuyo. Ruger se quedó inmóvil, respirando profundamente. Pasaron varios segundos, que se hicieron muy largos, y me di cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo consciente por calmarse. Lo había visto furioso en otras ocasiones, pero la fría cólera que transmitía en aquellos momentos era de otro nivel. No pude evitar un estremecimiento. Ese era uno de los problemas con Ruger. Algunas veces me asustaba. ¿Y los otros moteros del club? Eran aún peores.
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Ruger era un veneno mortal para una mujer en mi situación, sin importar lo bueno que fuera con mi hijo o lo mucho que mi cuerpo ansiara su contacto. —Noah es asunto mío —dijo por fin, pronunciando lenta y deliberadamente cada palabra—. Todo lo que le afecta es asunto mío. No te enteras, ese es tu problema, pero esto se va a acabar hoy mismo. Me lo llevo a mi casa, donde estará seguro. Así no tendré que recibir otra puta llamada de teléfono como la que me ha hecho venir hasta aquí. Dios, no has hecho ni lo mínimo imprescindible para la seguridad de este lugar. ¿Es que nunca escuchas lo que te digo? Te pedí que colocaras esas pequeñas alarmas en las ventanas hasta que yo llegara y te hiciera la instalación completa. Me puse en tensión, decidida a no ceder. —En primer lugar, no vas a llevártelo a ninguna parte —dije, haciendo un gran esfuerzo para evitar que la voz me temblara, aunque estaba a punto de orinarme encima— y en segundo lugar, el cabrón de tu hermano lleva ya casi un año sin pasarme la pensión. Los de los servicios sociales no tienen ni idea de dónde se ha metido. He hecho todo lo que he podido, pero no he conseguido mantener el pago del alquiler en el otro sitio. Aquí puedo pagar y por eso nos hemos mudado. No tienes ningún derecho a juzgarme. Me gustaría ver cómo sacas adelante a un niño con lo que yo gano. No regalan esas alarmas que dices, Ruger. La mandíbula del hombre se contrajo. —Zach está trabajando en los campos de petróleo de Dakota del Norte —dijo lentamente—. Está ganando un buen sueldo. Hablé con él hace dos meses, acerca de las propiedades de mi madre. Me dijo que todo iba bien entre vosotros. —¡Mintió! —casi grité—. Eso es lo que hace constantemente, Ruger. No es una novedad. ¿De veras te sorprende? De pronto me sentí muy cansada. Pensar en Zach me agotaba, pero dormir no era la solución, ya que me esperaba en mis sueños y me hacía despertar gritando. Ruger me dio la espalda, caminó hasta la ventana, se apoyó en el borde y miró hacia la calle, pensativo. Gracias a Dios, parecía que se estaba calmando. Si su silueta en la ventana no fuera tan engañosamente atractiva, mi mundo habría vuelto a tener sentido. —La verdad es que no debería sorprenderme —dijo por fin, después de una larga pausa—. Los dos sabemos bien que no es más que un puto
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perdedor, pero deberías habérmelo dicho. No habría permitido que ocurriera esto. —No era tu problema —repliqué, con voz contenida—. No nos iba mal aquí, al menos hasta anoche. Las chicas que cuidan a Noah cuando no estoy han caído todas a la vez con la gripe, esa que tiene a media ciudad enferma. Cometí un error, eso es todo. No volverá a ocurrir. —No, desde luego que no —replicó Ruger, mientras se volvía hacia mí y me clavaba su mirada—. No te lo permitiré. Es hora de que reconozcas que no puedes tú sola con esto. El club está lleno de mujeres que adoran a los niños. Ellas te ayudarán. Somos una familia y la familia no se queda mirando cuando alguien tiene un problema. En aquel momento me percaté de que Ruger había cambiado ligeramente de aspecto. Entre otras cosas, se había desprendido de buena parte de los piercings que llevaba siempre, aunque la verdad es que su mirada seguía siendo de acero. Abrí la boca para responderle, pero en aquel momento alguien llamó a la puerta. Ruger fue rápidamente a abrir y entró un hombre, un verdadero gigante, más alto aún que el hermanastro de mi ex. Llevaba puestos unos jeans bastante gastados, camisa oscura y un chaleco de cuero negro cubierto de parches iguales a los de él, incluido uno con su nombre y otro con un pequeño diamante de color rojo y un símbolo del 1%. Todos los Reapers llevaban esos distintivos y, según mi vieja amiga Kimber, significaban que eran gente fuera de la ley. No me había costado trabajo creerlo. El recién llegado era también moreno y llevaba el pelo largo, hasta los hombros. De cara era tan atractivo como una estrella de cine. Portaba bajo el brazo un paquete de cajas de cartón plegadas y sujetas con alambre y en la otra mano un bate de béisbol de metal y un grueso rollo de cinta adhesiva. Tragué saliva y estuve a punto de marearme. Las manos me sudaban copiosamente —soy así de previsible—. Mi némesis no había venido sola a rescatarnos, sino que se había traído a uno de sus cómplices. Ese era el principal problema con Ruger, era un paquete completo. Si te quedabas con un Reaper, te quedabas con todos. Bueno, con todos los que no estaban entre rejas. —Este es Horse, uno de mis hermanos —dijo Ruger mientras cerraba la puerta—. Va a ayudarnos a transportar tus cosas. No te pongas nerviosa y ve empaquetando todo lo que quieras llevarte. Vas a quedarte
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en la planta del sótano de mi casa. No conoces aún mi nueva propiedad ¿verdad? Tiene un sótano totalmente equipado, abierto al exterior, con una cocina completa y acceso a un pequeño patio, todo para ti. Hay mucho espacio para que Noah pueda corretear a sus anchas. Tenemos de todo, así que llévate solo lo que realmente te parezca importante. Las mierdas, déjalas aquí. En su tono había un velado reproche por haberme negado a aceptar su invitación a ocupar una habitación en su casa, la última vez que habíamos estado de visita en Coeur d’Alene, al principio del verano. Ruger miró a su alrededor, examinando mis muebles. La mayoría los había sacado de los contenedores. Las mejores piezas provenían de tiendas de segunda mano. —¿Cómo está el chico? —preguntó Horse en voz baja, mientras dejaba las cajas en el suelo y las apoyaba contra la pared. A continuación alzó el bate, lo descargó contra su otra mano y lo atrapó. No pude sino sorprenderme por el grosor de sus brazos. Aparentemente la vida en el club no consistía solo en beber e ir de putas, pues resultaba evidente que tanto Ruger como su amigo tenían mucha práctica en levantar pesos pesados. —¿Llegó ese cabrón a tocarle? —continuó Horse—. ¿Con quién exactamente nos las vamos a ver? —Noah está bien —dije rápidamente y dirigí la mirada a la cinta adhesiva, que Horse no había depositado junto a las cajas—. Le asustaron, pero ya pasó, y la verdad es que no nos hace falta vuestra ayuda, porque no vamos a ir a Coeur d’Alene. Horse no me hizo el menor caso y miró a Ruger. —¿Está aquí todavía? —preguntó. —No sé —respondió y me miró—. Sophie, enséñanos cuál es su apartamento. —¿Qué vais a hacer? —pregunté, mirando primero a uno y luego a otro, ambos con el rostro inexpresivo—. No podéis matarlo y lo sabéis ¿verdad? —Nosotros no matamos a la gente —respondió Ruger con voz suave y casi tranquilizadora—, pero a veces los cabrones como este tienen accidentes, si no andan con cuidado. No podemos controlar eso, son cosas de la vida. Ahora, enséñanos dónde vive. Observé las manazas de Horse, que sujetaban el bate de béisbol y la cinta adhesiva. Con uno de sus pulgares acariciaba la superficie plateada.
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Entonces pensé en Noah colgado de una escalera de incendios, a cuatro pisos de altura, escondiéndose de un «hombre malo» que quería sentarlo en sus rodillas para poder toquetearlo. Pensé en la bebida, en la marihuana y en el porno. Entonces me dirigí a la puerta, la abrí y señalé el estudio de Miranda. —Es ahí —dije.
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