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Neonazi Original title: NEONAZI by Timo.F © 2017 Arena Verlag GMBH, Würzburg/www.arena-verlag.de This book was negotiated through Ute Körner Literary Agent – www.uklitag.com © de la traducción: Neus Consola Calveras © de esta edición: Libros de Seda, S.L. Estación de Chamartín s/n, 1ª planta 28036 Madrid www.librosdeseda.com www.facebook.com/librosdeseda @librosdeseda info@librosdeseda.com Diseño de cubierta: Rasgo Audaz Maquetación: Marta Ruescas Imagen de la cubierta: ©Tommasso79/Shutterstock Primera edición: junio de 2018 Depósito legal: M. xxxx-2018 ISBN: 978-84-16973-43-9 Impreso en España – Printed in Spain Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
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Timo F. Novela autobiogrรกfica
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n tipo ha subido al tren en la estación central y ha ido a sentarse justo a mi lado, a pesar de que el vagón está prácticamente vacío. De sus auriculares sale retumbando un ritmo que reconozco enseguida. La letra que lo acompaña podría cantarla incluso dormido de tantas veces como llegué a escucharla. Habla de camaradería y solidaridad. El cantante brama que deberíamos pensar bien de qué lado estamos… Es rock ultra, nada prohibido, pero se trata de un grupo al que escuchan principalmente los skinheads y los neonazis. Instintivamente me desplazo un poco hacia la ventana para marcar distancias. De todas formas, la música resuena tanto que seguramente incluso le llega a la gente que se encuentra al final del vagón. Empiezo a cantar para mí de manera automática la siguiente estrofa, que trata de judíos, izquierdistas y traidores. Siento como si esta canción fuese una enfermedad que me ha corroído el cerebro para siempre y empiezo a encontrarme mal. Pude deshacerme de mi vieja camisa marrón echándola al contenedor de ropa usada, pero estas letras permanecen y me recuerdan el capítulo más oscuro de mi vida, una época de la que preferiría no acordarme nunca más.
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A todo esto, se mezcla el miedo a ser reconocido, porque no me apetece nada que me den con una puntera de metal en la cara. Algunos de mis antiguos camaradas son capaces de golpear a sus víctimas hasta que ya no pueden moverse del suelo… Vuelvo la cabeza con cuidado en dirección a mi vecino. En primer lugar, me llaman la atención sus botas Dr. Martens de color negro con punteras de metal. Son zapatos de obrero que a menudo llevan los skinheads y los miembros de la ultraderecha. Sobresalen por debajo de un pantalón de camuflaje de color verde oliva. Disimuladamente deslizo la mirada hacia arriba, hasta la cazadora militar negra en la que resalta una insignia bordada en blanco y negro con las palabras: Thor mit uns.1 Carraspeo con nerviosismo. Mi corazón palpita ahora más deprisa que el solo de batería que acaba de empezar. Con la mayor discreción de la que soy capaz intento echar un vistazo a la cara de mi vecino, que está pegado al asiento con los brazos cruzados y la mirada, fija y sombría, clavada en algún punto delante de él. Me siento aliviado al ver que, por lo menos, no es ninguno de mis antiguos conocidos. Cierro los ojos un momentito y hago una respiración profunda. Después vuelvo a mirar por la ventana: veo el río que se arrastra lenta y perezosamente a través de la ciudad en la que vivo desde hace poco. A orillas de este mis-
N. de la Trad.: Según la mitología escandinava, Thor era el dios más venerado en las tribus germánicas. La frase significa «Thor con nosotros».
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mo río solía sentarme antes con mis compañeros, aunque muy lejos de aquí, por lo menos ciento sesenta kilómetros río abajo, en otra vida, en otro tiempo. De repente enmudece la música a mi lado; la canción ha terminado. Siento como mi vecino se levanta y se dirige a la puerta con paso firme. Aunque no se haya fijado en mí, me alivia el hecho de que se vaya. Hasta el día de hoy todavía no me he vuelto a cruzar con ninguno de mis viejos amigos. Seguramente por eso he conseguido superar sin percances mi nueva vida hasta ahora, ya que recibí muchas amenazas. Sobre todo, en los primeros tiempos, cuando se hizo público que había dejado el movimiento derechista. —¡Cuidado, Timo es un traidor! —decían de repente. La noticia se difundió a la velocidad del rayo. Luego llegaron los correos electrónicos amenazadores, y a veces también llamadas intimidatorias. De repente había dejado de formar parte del «círculo de los alemanes que son dignos de vivir». —Antes, a uno como tú, lo habrían fusilado —me gritaban por teléfono. O: —¡Ve con cuidado, porque como te encontremos…! Los correos electrónicos tenían un tono similar. —¡Judas! Perderás una cabeza de altura. Esta situación duró varias semanas, fue muy violento. Al fin y al cabo, esos mensajes llenos de odio venían de mis antiguos compañeros, de muchachos con los que, durante cuatro años, pasé casi cada minuto libre que tenía. Éramos inseparables. Nos unía la convicción de pertenecer
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a una raza superior. De eso trataban nuestras canciones, nuestras conversaciones, nuestras formaciones. Y a eso iban dirigidos nuestros pensamientos y nuestras acciones. Incluso participamos en campamentos paramilitares clandestinos y aprendimos a disparar, por si llegaba el Día D y podíamos liberar por fin a nuestro pueblo alemán de la presunta «basura». Por eso sé exactamente dónde tengo que golpear con el machete para matar al enemigo. Acampábamos, festejábamos y corríamos cuando la policía nos perseguía una y otra vez. Éramos camaradas, como en las letras de nuestros grupos favoritos. A fin de cuentas, todo giraba en torno a la camaradería, la lealtad y la solidaridad, siempre, en cualquier situación. Pero sinceramente os lo digo: ¡Eso no son más que estupideces!
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CAPÍTUL
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No hay ninguna causa prototípica que explique el acercamiento de los jóvenes al movimiento de extrema derecha. Sin embargo, en muchas biografías podemos encontrar puntos en común: falta de reconocimiento, falta de una figura paterna, violencia familiar, relaciones sociales inestables, marginación, soledad o también la mentalidad derechista de los padres. Entrar en el movimiento puede ser un intento de solucionar una situación social problemática. Por eso, en principio, es posible contrarrestar el acercamiento de los jóvenes al movimiento de extrema derecha ofreciéndoles otras posibilidades de pertenencia, de reconocimiento o de resolución de conflictos. JUMP, Programa de ayuda al abandono de los movimientos de extrema derecha de Mecklemburgo, Pomerania Occidental.
Aunque eso ahora suene como una mala excusa, yo crecí en unas circunstancias un tanto caóticas. Mi madre trabajaba muy ocasionalmente, o no lo hacía en absoluto.
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Mi padre, o, mejor dicho, el hombre al que consideré mi padre hasta que tuve seis años, conducía un camión. Era un tipo alto y macizo que, cuando estaba en casa, usaba un tono de voz duro. Vivíamos en un pueblo de mala muerte en el centro de Alemania. Allí los alquileres eran tan baratos que nos podíamos permitir una casita con jardín. Cuando mi padre volvía del trabajo, lo primero que hacía era perseguirnos a mi hermano Stefan, dos años menor que yo, y a mí por toda la casa. Me llamaba la atención que, en cualquier situación, siempre fuera mucho más amable con Stefan que conmigo. Cuando, por ejemplo, jugábamos a policías y ladrones, yo era siempre el gánster, mientras papá y Stefan luchaban contra mí interpretando el papel de buenos. Normalmente me metían en la cárcel al cabo de poco tiempo empujándome contra los matorrales. Ellos eran los héroes; yo, el tonto. Evidentemente yo no estaba nada a gusto con este reparto de papeles, porque yo también quería ganar alguna vez. Pero mi padre no quería ni oír hablar del asunto. —O jugamos así o no jugamos —refunfuñaba. —Bueno, pues así —cedía yo cada vez con tristeza. Sobre todo, porque nuestro padre no solía pasar mucho tiempo con nosotros. En general, al cabo de poco rato se iba a ver la televisión. Entonces, Stefan y yo seguíamos jugando en nuestra habitación. Lo que más nos gustaba era jugar en el suelo con nuestros automóviles. Una vez construimos garajes con piezas de madera y colocamos libros a modo de rampa. Yo estaba cargando un camión con piezas de Lego cuando Stefan empezó
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a decir que quería precisamente ese camión. Yo negué con la cabeza. Mi hermano fue a quitármelo, pero yo fui más rápido. Cuando Stefan se abalanzó furioso sobre mí, me limité a sujetar el camión con el brazo estirado hacia arriba, ya que yo era mucho más alto que él. Stefan se puso a llorar y a patalear, y yo me alegraba de ser tan claramente superior a él. Entonces a Stefan, que no podía contener la rabia, no se le ocurrió nada más que morderme con todas sus fuerzas en la barriga. Inmediatamente empezó a brotar sangre de un color rojo oscuro a través de mi camiseta de color amarillo pálido. Durante un momento me quedé paralizado por el pánico, pero después comencé a gritar. Eso sí, sin soltar el camión. Entonces Stefan se puso a gritar todavía más fuerte porque, al fin y al cabo, todavía no había conseguido lo que quería… No pasó mucho tiempo hasta que papá abrió la puerta de un tirón y se precipitó en la habitación. Su mirada se fijó en primer lugar en la boca embadurnada de sangre de Stefan. Seguramente pensó que yo le había pegado en la cara, ya que, sin comprobar por qué sangraba Stefan, o tal vez preguntar qué había pasado, tomó impulso y me abofeteó con tal fuerza que di con la cabeza contra la estantería. Cuando recuperé la consciencia estaba sentado al lado de mamá en el automóvil. Por lo visto había estado inconsciente durante mucho rato, así que mamá se sintió muy aliviada cuando por fin volví a abrir los ojos. Me sonrió y me dijo jadeando: —¡Bueno, por fin! Íbamos de camino al hospital y todavía tenía que darme instrucciones de lo que debía contarles a los médicos.
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—Si alguien te pregunta qué ha pasado, dices simplemente que te asustaste tanto con la mordedura que tropezaste y te diste contra la estantería, ¿de acuerdo? A continuación, volvió a concentrarse en el tráfico. La miré desconcertado. Era cierto que me había dado con la cabeza contra la estantería, pero yo sabía perfectamente que la historia se había desarrollado de una manera muy diferente. Y como yo no decía nada, sino que me limitaba a mirarla confuso, mamá suspiró crispada y sacudió la cabeza. Sus uñas pintadas de rojo se clavaban en el volante; estaba enfadada conmigo, lo notaba. Con inseguridad empecé a juguetear con las manos. Entonces, en el siguiente semáforo, mamá me puso la mano en la rodilla y me miró sonriendo. Ajá, había cambiado de táctica. —Si dices que te diste contra la estantería por accidente, después iremos a la juguetería y podrás elegir lo que quieras. —¿Lo que quiera? —¡Sí, una cosa, la que quieras! Era un trato que lógicamente acepté enseguida. Les contaría a los médicos que me había tropezado, sí, ¿y qué? ¿Qué se supone de tendría que haber hecho? Tenía cinco años, y además estaba completamente desbordado con el ataque de ira de mi supuesto padre. Por eso fui bueno y les repetí a los médicos como un lorito todo lo que me había dicho mamá. Ninguno desconfió de mí, me cosieron la herida de la cabeza, se limitaron a desinfectar la de la barriga y mamá me llevó directamente a la tienda de juguetes más cercana. Una vez allí, elegí un camión de plástico gigante
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con una enorme superficie de carga. Y así se resolvió el asunto para todos los implicados, menos para mí. A partir de ese ataque le tuve siempre un poco de miedo a papá. Además, ahora me fijaba más en si favorecía a Stefan, hecho que pude confirmar. Así que me fui distanciando. Me negué a seguir interpretando el papel del ladrón e incluso dejé de participar en las peleas matutinas en la cama de matrimonio. En algún momento supongo que mi madre se preocupó por mí y, de repente, empecé a recibir muchísima atención de su parte. Me propuso elegir una actividad que solo haría yo, completamente solo, sin Stefan ni papá. Podía elegir fútbol, balonmano, lo que me apeteciera. En realidad, ya de niño era bastante regordete y los deportes en los que me tenía que mover me parecían demasiado duros. Pero por suerte, cerca de casa había un circuito de karts. Eso me parecía estupendo: vehículos rápidos, el ruido de los motores, echar carreras… Mamá se alegró al verme tan entusiasmado. ¡Finalmente volvía a salir de mi caparazón! Me divertía tanto que pronto empezamos a ir a los karts una vez por semana. Cada jueves era «la hora de Timo», entonces podía subirme a mi pequeño vehículo de carreras, sin Stefan ni papá. Pero con una madre radiante de felicidad que me saludaba alegremente cada vez que pasaba delante de ella. Cuando finalizaba el tiempo, el simpático encargado del circuito me esperaba en el box para quitarme el casco y llenarme de elogios. —¡Lo haces muy bien! Eres el nuevo Michael Schumacher.
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Lógicamente yo estaba encantado, ¡por fin era el héroe! Mamá, orgullosa, me daba un beso en la mejilla. —¡Puaj! —gritaba yo cada vez limpiándome rápidamente la marca de su pintalabios. Después nos reíamos todos juntos. Hasta que un día mi padre vino al circuito de karts… Stefan estaba en casa de un amigo. Papá se situó junto a mamá al borde del circuito y me miraba. Yo estaba contento de poder enseñarle lo bien que conducía. Pero me decepcionó, porque no parecía entusiasmado en absoluto. Y mamá tampoco se reía tanto como antes. Una vez hube aparcado el vehículo y entregado el casco, el encargado del circuito, tan amable como siempre, me puso el brazo sobre los hombros. —Su sobrino conduce realmente bien. Cuando sea mayor podría participar en las carreras —dijo, dirigiéndose a papá. Me quedé perplejo. ¿Sobrino? Por lo visto tomaba a mi padre por el hermano de mamá. —¡Pero si es mi padre! —dije, riéndome entre dientes. Pero a nadie, aparte de mí, le hizo gracia la equivocación. En vez de reírse, se quedaron de repente todos mirándose de una forma muy extraña. Nadie decía nada, y yo empecé a tener un mal presentimiento. Los miré inseguro hasta que papá se dio la vuelta de golpe y salió furioso del circuito de karts. Mamá me agarró de la mano. —Timo, tenemos que irnos —me dijo. Sabía que algo no iba bien, sobre todo porque el amable encargado del circuito parecía haberse quedado helado y ni siquiera me saludó con la mano al despedirnos. Natu-
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ralmente yo era todavía muy pequeño para comprender que, por lo visto, mi madre estaba teniendo una aventura con él y mi padre lo acababa de descubrir. Al llegar a casa, mamá me puso un programa infantil en la tele del salón. —Mientras ves la tele voy a llenarte la bañera —dijo. ¡Por mí perfecto! Entusiasmado, me acurruqué en la manta de lana que solíamos tener en el sofá delante del televisor. Y, a pesar de los gritos que venían de la cocina, no me moví ni un centímetro; Bob esponja era muy divertido, y las discusiones de los adultos me daban demasiado miedo. Pero, de repente, papá abrió de un golpe la puerta de la cocina y se precipitó en mi dirección. Instintivamente me sobresalté. Sin mediar palabra ni prestarme atención, se hizo con el mando a distancia y cambió a un canal de adultos. Yo me puse de morros desilusionado mientras me bajaba disimuladamente del sofá. Después del encuentro con la estantería, me había vuelto más prudente en lo referente a papá. Salí a hurtadillas del salón y, en el umbral que daba al pasillo, vi a mamá venir hacia mí con un plato que contenía dos baguettes con queso gratinado. Alargué el cuello para olisquear, pero desgraciadamente la cena era para mi padre. Sin embargo, a él no parecían apetecerle las baguettes. Cuando mi madre se encontraba frente a él y quiso darle el plato, se levantó de repente y lo golpeó con tanta fuerza desde abajo, que le dio a mamá en toda la cara, mientras las baguettes atravesaban la habitación volando. Inmediatamente después volvieron a empezar los gritos, con lo cual yo fui a esconderme a mi habitación, muerto de miedo. Una vez allí, miré a mi alrededor con desespero hasta que descubrí el
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pequeño armario de las pinturas. Lo arrastré nervioso contra la puerta con la esperanza de que así no pudiera entrar nadie en la habitación. De lejos, oía a papá gritar: —¡Estoy hasta las narices de tu comida de microondas! ¡Te la puedes meter donde te quepa! Después se oyeron ruidos y mamá se puso a gritar. Muerto de miedo, me arrastré a toda velocidad debajo de la cama hasta notar la pared fría en contacto con mi espalda. Y eso que, normalmente, no me atrevía ni a meter un brazo ahí debajo para sacar un automóvil de juguete, por miedo a que me pudiera estar esperando una araña… Pero hoy me daba todo igual. Estaba hecho un ovillo en mi escondite y escuchaba atentamente lo que pasaba en la casa, aunque mi corazón palpitaba tan fuerte que casi acallaba el llanto de mi madre. Luego llegó un momento en el que solo oía mi propio latido. Fuera todo estaba en silencio. Aun así, no me atrevía a salir de debajo de la cama. Cuando el pomo de la puerta empezó a moverse despacio hacia abajo, observé decepcionado con qué facilidad se desplazaba el armario de las pinturas de delante de la puerta. Contuve la respiración, temeroso de que la pudieran oír y así encontrarme. Enseguida reconocí con alivio a mi madre. Tenía los labios hinchados, pero aun así me sonrió cuando me descubrió debajo de la cama. —¿Baguette? Enseguida salí de mi escondite y agradecí el plato. A decir verdad, ya no quedaba mucho queso sobre el pan, pero con todo me había entrado un hambre de mil demonios. vvv
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Mamá actuaba como si no hubiese pasado nada, solo que no pude volver nunca más a los karts. Me dio mucha pena, pero eso no fue lo peor. Lo peor era el ambiente que se respiraba en casa. Mis padres únicamente se hablaban a gritos. Mi madre se trasladó a dormir al salón. Los labios hinchados y los ojos morados pasaron a formar parte de su aspecto habitual y yo, a veces, tenía la sensación de pasar tanto tiempo debajo de la cama como dentro de ella. Me sentía como en una huida permanente. Por eso, en realidad, no estuve triste cuando mamá nos anunció, durante uno de los largos viajes de papá, que nos mudaríamos, solos mamá, Stefan y yo, a un pequeño apartamento en el pueblo de al lado. —Entonces viviremos en el mismo sitio que la abuela y el abuelo —nos decía mamá para transmitirnos entusiasmo. Yo me alegré, porque me gustaba ir a casa de los abuelos. O sea que, en general, todo lo que se refería a la mudanza me ponía de buen humor. Hasta que vi por primera vez nuestro nuevo hogar. Todavía hoy me acuerdo perfectamente de cómo, con seis años, miré horrorizado esa fachada de color marrón grisáceo que se caía a trozos. ¡El edificio de tres viviendas parecía una ruina! Para acabarlo de rematar, la escalera apestaba como si debajo de los escalones de madera podrida se estuvieran descomponiendo cientos de ratas muertas. Compungido, miré a mi madre que, impasible, nos hacía avanzar a Stefan y a mí hacia el primer piso, hasta un apartamento escasamente amueblado. Y de repente eché de menos nuestra casita, y a papá. Simplemente la vida a la que estaba acostumbrado antes
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de que comenzaran las peleas. Pero eso era agua pasada. Ahora vivía en una ruina con una madre en permanente estado de crispación y completamente desbordada que se pasaba el día gritando. Casi cada día me sentaba en mi pequeña bici y me fugaba a casa de mis abuelos. Allí jugaba con mis tías, las hermanas pequeñas de mi madre. Eran hijas de diferentes padres, bastante más jóvenes que ella y, por lo tanto, no mucho mayores que yo. Disfrutaba de sus cuidados. ¡Aquí por fin me sentía el centro de atención! Incluso cuando me portaba mal, y me portaba mal muy a menudo, eran amables conmigo. Todavía hoy tengo mala conciencia cuando pienso que una de mis travesuras favoritas era embadurnar con lavavajillas el escalón superior de la escalera. Si la abuela no tenía cuidado, se caía rodando a toda velocidad hasta abajo. Nunca me riñó, como máximo le decía alguna vez a mamá que debía educarme mejor. De todos modos, la abuela siempre se alegraba cuando iba de visita. Y así me fui acostumbrando, poco a poco, a nuestra nueva situación, a pesar de la ruina que teníamos por hogar. Pero un día, al volver a casa, encontré a mi madre sentada delante de la tele con cara de haber llorado. Miré sorprendido a mi alrededor, había un silencio extraño en el apartamento. —¿Dónde está Stefan? —pregunté con cautela. Primero gimoteó un poco y después me dijo que papá se lo había llevado. Junto con su ropa, sus juguetes y sus muebles. Me quedé mudo, y aunque me peleaba con frecuencia con mi hermano pequeño, de repente me sentí muy solo.
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Mamá alargó el brazo hacia mí e inmediatamente me acurruqué a su lado. Intentó consolarme a la vez que acariciaba mi rubio pelo de pincho. —No estés triste, Timo. ¡Al fin y al cabo, ahora tendré más tiempo para ti! Esa idea me consoló un poco, pero seguía echando mucho de menos a mi hermano. Sin muchas ganas, me puse a jugar con los automóviles haciéndolos correr por la habitación y les construí un enorme garaje de piezas de madera en el sitio donde antes estaba la cama de Stefan. Entonces empecé a preguntarme el porqué de que mi padre se hubiera llevado solo a Stefan. Unos días después, cuando estaba con mamá en el automóvil camino al supermercado, se lo pregunté. Mamá torció los labios pintados de rojo. —Achim nunca te quiso, por eso solo se llevó a Stefan. Incluso me amenazó con darte una paliza si me negaba a entregárselo —explicó en su habitual tono sugestivo. Me la quedé mirando fijamente, incrédulo. Era como si mis oídos le quisieran hacer una jugarreta a mi cerebro. ¿Eso es lo que había dicho mi padre? —¡Eso no es verdad! ¿Por qué razón diría algo así? ¡Es mi padre! —grité enfurecido, mientras mamá se encendía impasible un cigarrillo. Entonces mamá soltó una carcajada. —No, no es tu padre, por eso quiere más a Stefan que a ti. Me quedé sin aliento, de alguna manera sentí que perdía el mundo de vista. ¿Papá no era mi padre? Pero ¿qué me estaba contando mi madre? No pude evitar romper a llorar.
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Mamá puso los ojos en blanco. Vi que volvía a estar de los nervios, por eso me tapé la cara con las manos, como si así pudiera detener las lágrimas. Pero no podía parar de llorar y llorar y llorar. Fue como si salieran todos los miedos y las penas que había reprimido durante las últimas semanas. Mamá suspiró profundamente. —¡No seas siempre tan llorica! Tu verdadero padre se fue de casa cuando tú todavía eras un bebé —me dijo mientras me daba palmaditas en la rodilla intentando reconfortarme—. Tranquilízate, me tienes a mí. Y como para subrayar esa frase, me sonrió. Luego volvió a dar una calada a su cigarrillo. La miré sollozando y con los ojos hinchados. Me sentía extremadamente inseguro. De pronto la vida me parecía un enorme océano. Todo estaba en permanente movimiento. No podías prever lo que de repente aparecería a tu lado o las criaturas voraces que te acechaban desde las oscuras profundidades. Y el único apoyo que tenía en ese mundo amenazador era mamá. Ahora me parecía un espectro luminoso. Por lo visto mamá era la única persona sobre la Tierra en la que podía confiar. Era la única que realmente estaba ahí para mí. Primero se fue mi verdadero padre, después Achim, ahora Stefan. Solo quedaba mamá. ¡No podía perderla de ninguna manera! Por eso me propuse hacer todo lo que estuviera en mi mano para que las cosas siguieran como estaban. Por consiguiente, sentí pánico cuando todos empezaron a decir que ya era un niño grande y que tendría que ir a la escuela. ¡Me tendría que separar de mamá! Solo imagi-
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narme tener que estar durante horas en una clase rodeado de niños totalmente desconocidos y con el único apoyo de una maestra que ni siquiera conocía me agobiaba tanto, que me ponía a llorar en cuanto se hablaba del asunto de la escuela. Al principio, mi madre me insultaba llamándome llorica. —¡Venga, Timo, que no eres una niña! Pero en algún momento se rindió. —Bueno, pues irá el año que viene —suspiró resignada. Todavía hoy me acuerdo del alivio que sentí al oír esta frase. ¡Podía quedarme en casa! A esa edad, un año parecía una eternidad. O sea que, mientras los demás niños de seis años iban a la escuela, yo me quedaba en el sofá del salón viendo la tele. Mis películas preferidas eran las de guerra, ladrones y caballeros. Cuando a mamá le parecía que ya había pasado suficiente tiempo delante de la caja tonta y me mandaba a tomar el aire, entonces deambulaba por los alrededores jugando a policías, ladrones, las Tortugas Ninja o los Power Ranger. En todo caso, algo relacionado con las peleas y las armas. Tenía espadas de gomaespuma y pistolas de plástico, o sea, que estaba bien surtido y me sentía mejor equipado que cualquier ejército del mundo. Pensaba en lo bonito que sería jugar en la calle con Stefan, y me resultaba extraño que mamá no hubiera ido a buscarlo. La única explicación que encontraba para ello era que seguramente mamá tenía miedo de que Achim pudiera hacerme daño de verdad. A fin de cuentas, nos había amenazado… Para distraernos, mamá y yo hacíamos cada fin de semana una excursión diferente. Un domingo fuimos al ras-
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tro y, en un puesto que vendía toda clase de objetos militares antiguos, descubrí una navaja mariposa y una estrella arrojadiza. Eran armas auténticas, estaba fascinado. Con ojos brillantes me pegué al puesto y admiré los peligrosos bordes afilados de la estrella, que era casi tan grande como la palma de mi mano. Con cuidado, abrí la navaja y la volví a cerrar, la abrí y la volví a cerrar. Mamá tenía un buen día. —¡Elige alguna cosa! —dijo. Pero yo no me podía decidir. Casi con cariño acaricié las dos armas. —Nos llevamos las dos… —dijo mi madre al fin. Estaba emocionado. No recuerdo ningunas Navidades en las que algún regalo me hiciera tanta ilusión como esos dos tesoros, que me llevé a casa apretados contra el pecho dentro de una bolsa de plástico negra. Mamá incluso me permitió llevármelos a mi habitación y los escondí al fondo del cajón de los calcetines. Aunque, en cuanto recibíamos visita, sacaba las armas de su escondite para presentarlas con orgullo. La mayoría de los amigos de mi madre se reían de lo bien armado que iba para tener seis años. Algunos metían a continuación la mano en el bolsillo de su cazadora para enseñarme el arma que llevaban encima. Por supuesto, de niño esto me parecía fantástico. No era consciente de que, por lo visto, mi madre se movía en círculos muy especiales, en los que era normal ir siempre por ahí muy bien armado. Cuando llegó el invierno, me compraron una cazadora bomber de un alegre color verde militar, muy apropiado para un niño. Y también unos pantaloncitos militares
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monísimos, igual que los que llevaban todos los amigos de mi madre… Mamá casi no cabía en sí de orgullo cuando me presentaba con mi nueva imagen. Todos sus conocidos asentían en señal de aprobación, y yo me sentía bien. En realidad, me habría gustado llevar puesta la cazadora todo el día, pero entonces yo todavía no entendía en qué ambiente se movía mi madre desde su juventud. Ahora, cuando miro fotos de mi infancia, se me pone la piel de gallina: aparezco realizando un saludo militar con el pecho hinchado de orgullo, con boina y varias pistolas de juguete. Y, mientras otros niños se dormían con su osito de peluche, parece ser que yo me llevaba a la cama mi M16 de plástico. Ya entonces parecía que mi destino estaba marcado… vvv
Como mi madre todavía no trabajaba y, por lo tanto, disponíamos de poco dinero, no nos habíamos ido de vacaciones desde que nos marchamos de casa de Achim. O sea que me puse a dar saltos de alegría cuando mamá me anunció que haríamos un viaje con su mejor amiga, Susanne. Mamá estaba entusiasmada. —Su novio vive a orillas de un ancho río, seguramente cien veces más ancho que nuestra calle. Y tendremos que cruzarlo en un ferry. Me moría de ganas de ir… Tanto más grande fue mi decepción cuando llegamos. Si bien es cierto que fuimos en ferry, el trayecto no duró más de cinco minutos. Después, al cabo de otros cinco,
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entramos en un apartamento de solteros descuidado que el novio de Susanne compartía con su hermano Enrico. El trato que recibimos fue tosco. Con el primer «hola» ya me asusté. Por todas partes había cajas de pizza y botellas de cerveza. Yo estaba completamente horrorizado. Además, a partir de la segunda noche, tuve que dormir solo en el salón, ya que mi madre prefirió dormir con Enrico en la cama que conmigo en el sofá. Sinceramente, ¡fueron las peores vacaciones de mi vida! Me acordaba de cuando estuve con mamá y Achim en Bulgaria, de cómo construíamos castillos de arena en la playa. O de cuando montamos en camello en Egipto. Antes, por lo menos, de vez en cuando lo pasábamos bien. Pero ahora mamá solo parecía estar satisfecha cuando yo desaparecía del mapa. El maravilloso río del que mamá no paraba de hablar emocionada lo vi exactamente dos veces: cuando llegamos y cuando nos fuimos. Por eso me alegré cuando se acabaron las vacaciones. Pero fui el único, ya que, desde que regresamos a casa, mi madre estuvo de un malhumor permanente. No hacía más que criticarlo todo. Yo me tenía que preparar la cena y, cuando me iba a la cama, mamá se limitaba a saludarme con la mano desde el sofá con indiferencia. Eso sí, se pasaba horas pegada al teléfono hablando con su nuevo novio. Yo me sentía solo y pasaba todo el tiempo que podía en casa de los abuelos, o en casa de nuestros vecinos de arriba: la señora Schulze, con sus siempre cambiantes compañeros sentimentales, y sus tres hijos, cada uno de un padre diferente. El hijo menor, Florian, era dos años mayor que
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yo. Ahora, desde la distancia, siento que el mero hecho de que mi madre me permitiera ir a casa de los Schulze era una prueba irrefutable de su absoluta indiferencia. En casa de los Schulze la televisión estaba permanentemente encendida. Y los programas no eran aptos para niños. El apartamento estaba sucio y los niños descuidados. Florian y yo solíamos salir por ahí a buscar colillas, porque él, a los nueve años, ya fumaba. Cuando ya habíamos reunido las suficientes, nos dedicábamos a lanzar piedras contra las ventanas de las casas vacías. O nos colábamos en cobertizos ajenos que no estaban bien cerrados. Una vez encontramos en uno de los cobertizos un bidón de gasolina con el que le prendimos fuego a todo lo que encontramos. ¡Es un milagro que no pasara nada grave! De vez en cuando me quedaba también a cenar en casa de los Schulze. Pero eso terminó cuando la señora Schulze le presentó a mi madre la cuenta de todas las bebidas de cola que me había tomado y de todos los bocadillos que me había comido en su casa. A partir de ese día, solo pude comer y beber en casa. De todas formas, las tardes las seguía pasando arriba, la cuestión era dejar a mamá tranquila. Sobre todo, cuando Enrico venía de visita, que cada vez era más a menudo. Incluso se inmiscuyó en el asunto de mi escolarización. Yo intenté resistirme de nuevo a ir a la escuela, pero esta vez mamá no quiso ni oír hablar de ello. —¡Ya tienes siete años, tienes que ir! —decidió, probablemente para tener la seguridad de que me perdería de vista por lo menos durante algunas horas al día. Aun así, intentó hacer que mi ida al cole fuera lo más agradable posible.
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—Tu amigo Florian va a la misma escuela, si pasa algo, puedes recurrir a él. Con este argumento me sentía un poco más seguro. Me di cuenta bastante deprisa de que tener un amigo mayor proporcionaba a un alumno de primero un cierto respeto por parte de sus compañeros de clase. Por desgracia, también vi muy pronto que Florian no era realmente amigo mío. Una tarde se presentó su madre en la puerta de nuestro apartamento y empezó a vociferar reclamando el dinero que mi madre le había prometido a Florian para que se ocupara de mí en la escuela. Mi madre juró que hacía tiempo que se lo había dado. Y así permanecieron las dos un buen rato, gritándose la una a la otra en el rellano de la escalera, mientras yo me refugiaba en mi habitación sintiéndome como un idiota. Mamá había tenido incluso que pagar para que alguien me hiciera caso. Cuando comprendí esto me sentí fatal. ¿Acaso era tan insufrible que nadie quería estar conmigo voluntariamente? Me acordé de la última vez que fui a casa de la abuela y de cómo ella se había caído con gran estrépito por las escaleras. Se quedó por lo menos diez minutos sentada en el suelo llorando de dolor. Al día siguiente me enseñó el enorme moratón que le había provocado la caída. También pensé en que hacía pocos días había metido cartuchos de tinta en el pastel de cumpleaños de mi tía. Estaba enfadado porque ella quería salir de fiesta con sus amigas y yo no podía ir. En un primer momento, todos estos actos me parecieron graciosos, pero ahora me sentía mal. Probablemente no era digno de ser querido. Ni siquiera mi verdadero pa-
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dre quería tener nada que ver conmigo. Y mi padrastro tampoco había vuelto a dar señales de vida. Tumbado en la cama, sentí que ni yo mismo me soportaba, sinceramente. Me daba a mí mismo ganas de vomitar. El siguiente día de escuela, Florian me evitó. Por lo visto, después de la pelea no quería saber nada más de mí. Por eso, en el recreo, me quedé solo. Al salir de clase, me dirigí lentamente y con la cabeza gacha hacia el gran aparcamiento donde mi madre venía a buscarme cada día para llevarme a comer a casa de los abuelos o, a veces, para ir directos a casa. Pero esta vez esperé en vano en el aparcamiento, que cada vez estaba más vacío. Mamá no vino. Llegó un momento en el que me quedé completamente solo. Miré a mi alrededor con pánico, ¡no podía ser! De inmediato me imaginé que mamá también me había abandonado. Esta idea me causó tal pavor, que de repente empezaron a dolerme los latidos del corazón, como si tuviese un pedrusco con innumerables bordes afilados que me arañase por dentro a cada palpitación. De repente, oí pasos. Me di la vuelta aliviado, y vi a Florian delante de mí. Se me acercó mucho. Del susto, me quedé medio paralizado. —Dile a tu madre que haga el favor de darme el dinero —dijo furioso, fulminándome con la mirada. —¡Pero si ya te lo dio! —balbuceé yo lloroso. Incluso me podía imaginar lo que había hecho Florian con el dinero: seguro que ya no fumaba solo colillas, sino cigarrillos enteros. Me dio un empujón en el pecho y yo me tambaleé.
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—Sabes que no tenemos mucho dinero, ¿qué has hecho con él? —gimoteé después. Entrecerró los ojos. —A ti no te importa una mierda, niño de mamá. Luego tomó impulso y me golpeó con tal fuerza en el estómago, que me desplomé tieso como una tabla y fui a dar con la cabeza en el asfalto. Oí un grito estridente y poco después vi a mi abuela agachada a mi lado. Más tarde supe que mamá la había llamado para pedirle que fuera a buscarme. Por lo visto alguien (¿tal vez la madre de Florian?) había cerrado la puerta de nuestra casa por fuera y había dejado la llave puesta, de modo que mamá se había quedado atrapada dentro… ¡O sea que el asalto de Florian había sido planificado! ¡Así eran mis vecinos! Después de lo ocurrido sentía pánico solo con pensar en encontrarme a uno de los Schulze. En los recreos me escondía, al igual que en el aparcamiento cuando esperaba a mamá. En cuanto entraba en el edificio donde vivíamos, primero escuchaba atentamente en el pasillo para después echarme a correr —tan rápido como podía— hacia nuestro apartamento. Y al salir hacía lo mismo, pero en estos casos primero miraba por la ventana para comprobar que no había ningún Schulze merodeando por la calle… A mi madre esta situación le vino de maravilla. Hacía ya tiempo que tenía previsto mudarse a casa de su querido Enrico, de modo que ahora aprovechó la ocasión de que yo tenía miedo para llevar a cabo sus planes. Y, aunque yo no era ningún amante de los cambios, enseguida estuve de
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acuerdo. La cuestión era salir de allí, incluso si esto significaba tener que cambiar de escuela. Una nueva escuela con nuevos niños y una nueva maestra. Un horror, pero por lo menos un horror sin Florian. Mamá estaba entusiasmada. —¡Por fin empezaremos de nuevo! Y prometía: —¡A partir de ahora todo irá bien! A diferencia de mí, mi madre estaba de muy buen humor. Apenas habíamos acabado de desempaquetar nuestras cosas cuando mamá y Enrico ya estaban delante del altar. Debajo de su vestido de novia se perfilaba un vientre redondo. Mamá volvía a estar embarazada. Los cambios me golpearon con la velocidad de los disparos de una ametralladora y apenas podía asimilarlos. Justo empezaba a preguntarme lo que significaría para mí la llegada de un bebé cuando ya estaba paseando a mi hermanito Christian en su cochecito. ¿O sea que esta era la sustitución de mi hermano Stefan? ¿Él tenía que llenar el vacío que Stefan había dejado en mi vida? Porque, aunque en casa nunca habláramos de él —era la manera de mi madre de lidiar con su pérdida— yo notaba continuamente su ausencia. Durante todo el tiempo que Stefan estuvo conmigo nunca me sentí solo. Y ahora lo estaba siempre. Cuando contemplaba a mi nuevo hermano Christian en su cochecito sabía muy bien lo que este bebé significaba para mí: este enano me expulsaba de la familia. Lo odiaba. Ahora la familia consistía en el padre, la madre, el hijo —¿y el hijastro? No sonaba bien. Mamá solo se ocupaba
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del bebé. Y cuando el pequeño gritón dormía, era el turno de Enrico. Para mí ya no quedaba tiempo. Por lo menos en la escuela hice amigos rápidamente. Aunque seguía sin gustarme, porque no seguía bien las clases. Cuando estaba en tercero, incluso tuve que asistir a la clase de refuerzo de Lengua. Por la tarde, cuando le pedía a mamá que me ayudara con los deberes, no tardaba ni cinco minutos en pegarme con la libreta, enfurecida porque según ella no captaba con suficiente rapidez lo que querían los profesores. —Es que no es muy listo —la oía decir. Ajá, o sea que también era tonto. Yo me preguntaba si había algo bueno en mí, pero por lo visto no. La primera vez que la madre de Enrico, mi nueva abuela, nos visitó, mostró claramente que me consideraba tan sobrante como una úlcera de estómago. Por desgracia siguió viniendo cada vez más de visita, porque mamá y Enrico empezaron a construirse una casa en otro pueblo. Por lo visto nos quería ayudar, pero yo tenía más bien la sensación de que venía para descargar en mí toda su frustración. Me daba órdenes continuamente y me obligaba a comer cosas que no me gustaban. Llegó un momento en el que me harté. Me puse cabezota y me negué a seguir haciendo lo que me pedía esa asquerosa mujer. ¡Ni siquiera era mi abuela de verdad! Yo tenía la esperanza de que mamá se pondría de mi lado, que se ocuparía de que no tuviera que volver a comer esas repugnantes sobras. Pero mamá no me escuchó. En lugar de eso, me dio con la mano bien abierta en toda la cara. Luego me llevó a rastras hasta mi habitación y, comple-
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tamente enloquecida, me arrojó sobre la cama. Mi madre me miraba con tanta aversión que casi me quedé sin aliento. —Si sigues fastidiando así te llevaremos a un hogar infantil, te lo juro —dijo, hablando entre dientes. En realidad, no era la primera vez que escuchaba esta amenaza, pero sí que era la primera vez que notaba que mi madre lo decía en serio. Le habría gustado deshacerse de mí. La única persona que, hasta el momento, siempre había estado ahí para mí… Me sentía infinitamente solo en el mundo. No era más que un molesto cuerpo extraño en medio de su pequeña familia feliz. Igual que esos enormes moscardones tan molestos que se pasan el rato revoloteando alrededor de ti y te alegras cuando, un día, los encuentras muertos en el antepecho de la ventana. Yo era el moscardón. vvv
Debido a la construcción de la nueva casa, tuve que cambiar otra vez de escuela, y me alegré cuando, estando un día en la obra, conocí a Sven. Tenía mi misma edad e iba a mi nueva escuela, con un poco de suerte iría a parar a su misma clase. Cuando no tenía deberes ni tenía que salir a pasear a Christian por ahí, Sven y yo nos dedicábamos a construir castillos de arena, o enormes garajes para nuestros automóviles. Él también vivía en una familia ensamblada, aunque en su caso era más obvio: Sven era el único de su familia que tenía la piel oscura, porque su padre biológico era de Kenia.
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A mí no me importaba el color de su piel, ¡pero por lo visto a mis padres sí! No paraban de contar chistes, como, por ejemplo: —¿Qué es blanco de un negro? ¡Su dueño! ¡Ja, ja! Yo ignoraba sus comentarios, Sven era el mejor amigo que había tenido. Era amable y divertido y me ayudó mucho a integrarme en la clase, al igual que mi maestra, la señora Armaro. Encontrarla también fue un golpe de suerte, ya que fue la primera en darse cuenta de por qué había obtenido tan malos resultados hasta el momento. —Timo no es tonto, solo es vago —dijo. Por eso me elogiaba más de la cuenta cuando yo había hecho algo bien, e incluso me regalaba ositos de goma cuando mis resultados eran particularmente buenos. Esto me estimulaba, y lo cierto es que mejoré en la escuela. Por fin ya no dependía solamente de mi madre y de mi hogar, ahora también estaban la señora Armaro, mis compañeros de clase y Sven, mi mejor amigo. Al contrario que yo, él era un verdadero as del deporte. Solo por eso lo admiraba. En casa, durante las cenas conjuntas, yo hablaba entusiasmado de él: —¡Sven es el mejor a la hora de saltar del columpio! Salta incluso más lejos que los muchachos de los cursos superiores. Y me reía para mis adentros al pensar en la mirada compungida de los muchachos mayores después de que Sven los hubiera machacado ese día en la escuela. Enrico levantó las cejas poco impresionado. —La próxima vez que juegues con Sven aprovecha para preguntarle si te quiere limpiar los zapatos —soltó después.
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Mamá estalló en carcajadas y casi se cae de la silla de la risa. Y, a pesar de que a mí el comentario no me había parecido especialmente divertido, lo mencioné en clase al día siguiente, con la esperanza de conseguir las risas de algunos de mis compañeros. Pero nadie se rio. En lugar de eso reinó un silencio absoluto. La señora Armaro me miró con severidad. Y probablemente nunca olvidaré el dolor que vi en los ojos de Sven. Al día siguiente llamaron a mi madre para que fuera a hablar con el director. Cuando volvió a casa, me encerró en mi habitación y tuve que quedarme allí hasta la noche. Cuando Enrico hizo el comentario, lo encontró divertido, y conmigo estaba enfadadísima. Yo no entendía nada. El siguiente día de clase tuve que pedirle disculpas a Sven con una tableta de chocolate. Así lo hice. Y realmente era sincero con mis disculpas, yo no quería herirlo, sino solo gastar una broma, solo eso. Sin embargo, lo sucedido marcó un antes y un después en nuestra amistad. Pasábamos claramente menos tiempo juntos y pronto los dos teníamos nuevos compañeros de juego. También mi maestra, la señora Armaro, se mostró a partir de entonces más reservada conmigo. Para mí esto fue por lo menos tan triste como el fracaso de la amistad con Sven. Para volver a gustarle a la señora Armaro decidí esforzarme todavía más en la escuela, y así conseguí efectivamente la recomendación para ir al instituto. Casi no cabía en mí de orgullo. Mi maestra invitó a mi madre a una entrevista y le recomendó que me matriculara en un instituto católico situado cerca de allí.
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—Es un poco más pequeño y fácil de abarcar, justo el lugar apropiado para un muchacho tan sensible como su Timo —dijo la señora Armaro. Era feliz. Podía ir al instituto. Yo, el muchacho que iba a clase de refuerzo de Lengua y al que nadie consideraba muy listo. Pero había un problema: para poder ir a ese instituto, mi madre y yo teníamos que bautizarnos. Yo lo habría hecho de inmediato, pero por desgracia mi madre no tenía ningunas ganas de someterse a esta bobada. A fin de cuentas, volvía a estar embarazada y estaba completamente absorta en arreglar la habitación del nuevo bebé. Esta vez el color elegido fue el rosa, porque sería una niña: Vanessa. O sea que, en el momento en que mi madre le dio la mano a la señora Armaro para despedirse, ya había olvidado por completo la recomendación. En lugar del instituto, mamá se limitó a matricularme en el centro de secundaria más próximo, que tenía un curso de orientación. Esto significaba que yo tendría que volver a demostrar mi valía. ¡A pesar de tener en el bolsillo una recomendación para el instituto! Me sentía tremendamente frustrado. Además, el centro de secundaria era enorme, igual que una pequeña ciudad. Una ciudad de niños en la que de vez en cuando se dejaba ver algún profesor. Solamente el aparcamiento de bicicletas era tan inmenso e inabarcable que yo estaba convencido de que no volvería a encontrar mi bici al salir de clase. Los alumnos se abrían paso por todas partes, entraban en masa en el edificio, corrían por los pasillos y se repartían por el patio. El mero hecho de ver a esas
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masas de estudiantes me provocaba taquicardia. ¿Cómo se suponía que iba a encontrar mi clase aquí? ¿O a alguien conocido? Lo que más me apetecía era salir corriendo. La nueva escuela me parecía un coloso incontrolable, por eso no me sorprendí cuando, el segundo día de clase, oí hablar de un terrible ritual de bienvenida que, por lo visto, era habitual allí: lo llamaban el bautizo. Según decían, los alumnos mayores de la escuela de educación general básica, que estaban en el mismo complejo que nosotros, atrapaban a todos los novatos que podían y los metían de cabeza en el retrete. Luego tiraban de la cadena hasta que el bautizado se quedaba sin aire y, muerto de miedo, solo podía escupir y respirar con dificultad. A pesar de que seguramente los profesores sabían muy bien lo que ocurría en los baños, nunca habían puesto fin a esa práctica. Desde que me contaron la historia, no paraba de ver por los pasillos a muchachos completamente empapados y con cara de haber llorado, y yo tuve que volver a convertirme en un fugitivo. Sin embargo, a esas alturas tenía tanta práctica huyendo que, por suerte, nunca me atraparon. Aun así, algo aprendí de ese espantoso ritual de bautizo: puedes estar desamparado, incluso estando rodeado de muchas personas. Al final estás solo, muy, muy solo. Tenía esta sensación tanto en la escuela como en casa. Y se incrementó cuando mi hermanita Vanessa llegó al mundo. Con dos niños pequeños mi madre estaba totalmente desbordada, y esto significaba que yo tenía que apañármelas solo. Para un muchacho de once años, llegar a esta conclusión es bastante inquietante, pero mi vida no paraba de
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confirmármela. Cuando, por ejemplo, Enrico se burlaba de mí, mamá nunca me defendía, al contrario, incluso se unía a él. Una vez alquilamos un hidropedal y nos alejamos bastante de la costa. Entonces yo, de repente, sentí pánico. —¿Podemos volver? —supliqué. Dado que mi voz volvía a sonar ligeramente llorosa, Enrico reaccionó en el acto. —¿Oh, nuestra niña tiene miedo otra vez? Pero en lugar de dirigirse de vuelta a la orilla, lo que intentó fue balancear la embarcación. —¡Por el amor de Dios, Timo, eres un llorica! —protestó mi madre cuando finalmente me eché a llorar. En las ocasiones en las que era mi madre la que me atacaba, ni siquiera mis abuelos me defendían. No querían inmiscuirse. Nadie quería inmiscuirse, nunca, por lo menos no por mí. Incluso cuando tuve problemas de verdad en la escuela esperé en vano el apoyo de mi madre. Y eso que, en realidad, para ella era un estudiante muy cómodo. Con los deberes me las apañaba muy bien solo, mi problema era que tenía demasiada ambición. Tenía tantas ganas de ir a un instituto normal que me pasaba cada minuto libre estudiando. Después de los exámenes no veía el momento de saber el resultado. A veces mi impaciencia llegaba tan lejos que llamaba a mis profesores a su casa para preguntarles qué nota había sacado. Y antes de los exámenes todavía era peor: a veces estaba tan nervioso que vomitaba. Cuando, a continuación, me llevaban a la secretaría y mi madre tenía que venir a buscarme, estaba furiosa conmi-
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go. Después de la quinta o la sexta vez nos fuimos directos de la escuela al médico. —¡Tiene que recetarte algo! Algún medicamento psiquiátrico. Tú no eres normal —me reñía. Pero mi pediatra, el doctor Müller, no tenía ninguna intención de recetarme nada. En lugar de eso, le pidió a mi madre que esperase fuera para poder hablar tranquilamente conmigo. Casi me resultó incómodo que, de repente, un adulto me escuchase. Después de nuestra charla me acarició la cabeza y le pidió a mi madre que volviera a entrar. —Creo que su hijo es superdotado —explicó—. Esa clase de niños tienen a menudo dificultades especiales en la escuela. Deberían hacerle pruebas. Finalmente, el doctor le dio a mi madre una larga lista de psicólogos que ella metió con desidia en su bolso. Yo agucé el oído. ¿Superdotado? ¿Eso quería decir que ahora sí podía ir al instituto? Estaba entusiasmado, pero de camino al automóvil mi madre se encargó de destruir mi esperanza. —Presta atención, Timo. A partir de ahora vas a controlarte y todo irá bien. ¡Qué psicólogo ni qué superdotado! ¡Está loco! Y así terminó la historia. Mi madre no tenía ganas de hacer el esfuerzo de ir conmigo a ver un psicólogo. En realidad, no quería hacer el menor esfuerzo por mí. Yo le daba igual.
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