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Guarda tu lengua
Nos adentramos en este hermoso tema, y para ello necesitamos en primer lugar comprender el origen de las palabras, y su principal propósito. ¿Por qué pronun‑ ciamos palabras, y cómo es que podemos hacerlo? La comunicación no es meramente un asunto psicológico, ni sociológico, ni antropológico. En primer lugar, es un tema teológico. En el principio Dios creó a Adán con la capacidad de hablar. Adán conversaba con Dios en el jardín del Edén, y Dios conversaba con Adán. Dios hizo al hombre con la facultad de pronunciar palabras en un idioma perfectamente coherente, y sus palabras en un primer momento sirvieron para comunicarse con Dios. Así sucede con cada uno de nosotros. Es una cuestión de diseño original. Tenemos una lengua, y un lenguaje. Pronunciamos palabras, y ante todo esa capaci‑ dad nos ha sido dada por el Creador para hablar con Él.
En segundo lugar, las palabras tienen también una dimensión social y el propósito de comunicarnos con otros seres humanos. Dios tomó una costilla de Adán y con ella creó a Eva, y la hizo también un ser comunica‑ tivo. Las palabras que Adán pronunciaba, hablando con Dios, ahora podía usarlas para conversar con su esposa. Ese es el orden de prioridades que vemos en la historia, y ese sigue siendo hoy en día el orden de prioridades en nuestra capacidad de hablar. Tus palabras en primer lugar tienen el propósito de alabar a Dios y orar a Dios, y en segundo lugar el propósito de conversar con tus semejantes.
Las palabras son por tanto la unidad básica de la comunicación, y tienen la capacidad de construir unidad. Con ellas logramos expresar afecto, traer consuelo, dar dirección, acercar los corazones. Dios le dio a Adán una mujer para que fuera su amiga y compañera, y les dio a ambos la capacidad de hablar para poder experi‑ mentar esa compañía y esa unidad. La comunicación tiene como finalidad el unir las almas, compartir, amar y ser amado. Es el vehículo diseñado por Dios a tra‑ vés del cual experimentamos y expresamos unidad y compañerismo.
Estarás pensando que no toda la comunicación es verbal, y estás en lo cierto. En especial en el matrimonio y tras años de convivencia somos capaces de expresar mucho sin palabras, con apenas un gesto, una caricia, un abrazo, un regalo, una mirada, o una ceja arqueada… Pero, aun así, las palabras siguen siendo la forma pri‑ mordial a través de la cual abrimos nuestro corazón y tenemos acceso al corazón del otro. Con palabras hace‑ mos amigos. Con palabras cortejamos a nuestra futura esposa. Con palabras instruimos a nuestros hijos. Con palabras expresamos alegría. Con palabras leemos nues‑ tros votos matrimoniales. Con palabras compartimos el evangelio. Con palabras empezamos nuevos proyectos, porque sin palabras no hay unidad.
Recordemos lo que sucedió en Babel. Los hombres quisieron hacer una gran torre que llegara hasta el cielo. Un monumento al orgullo humano. Pero Dios, viendo sus pretensiones y altivez, estorbó sus planes confundiendo sus lenguas. No pudieron comprender las palabras que decía el otro, y al no poder entenderse se dispersaron (Génesis 11:9). Confundiendo nuestras palabras, Dios estorbó el mal. El episodio de Babel tiene su hermosa contrapartida en todo lo sucedido en Pentecostés. En esa ocasión, Dios no creó desunión confundiendo nuestras lenguas, sino todo lo contra ‑ rio. Descendió el Espíritu Santo, y Dios creó unidad haciendo que sus discípulos hablaran las maravillas del Evangelio en otras lenguas que no conocían.
«¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en