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Dolorosa bendición: Cómo enfrentar el sufrimiento con fe, esperanza y gratitud Copyright © 2021 por Liliana González de Benítez Todos los derechos reservados. Derechos internacionales registrados. B&H Publishing Group Nashville, TN 37234 Diseño de portada: Lindy Martin, FaceOut Studios. Director editorial: Giancarlo Montemayor Coordinadora de proyectos: Cristina O’Shee Clasificación Decimal Dewey: 231.8 Clasifíquese: SUFRIMIENTO/ALEGRÍA Y TRISTEZA/PROVIDENCIA Y GOBIERNO DE DIOS Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni distribuida de manera alguna ni por ningún medio electrónico o mecánico, incluidos el fotocopiado, la grabación y cualquier otro sistema de archivo y recuperación de datos, sin el consentimiento escrito del autor. Las citas bíblicas marcadas RVR1960 se tomaron de la versión Reina-Valera 1960® © 1960 por Sociedades Bíblicas en América Latina; © renovado 1988 Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas con permiso. Reina-Valera 1960® es una marca registrada de las Sociedades Bíblicas Unidas y puede ser usada solo bajo licencia. Las citas bíblicas marcadas NTV se tomaron de la Santa Biblia, Nueva Traducción Viviente, © Tyndale House Foundation, 2010. Usado con permiso de Tyndale House Publishers, Inc., 351 Executive Dr., Carol Stream, IL 60188, Estados Unidos de América. Todos los derechos reservados. Las citas bíblicas marcadas TLA se tomaron de la Traducción en Lenguaje Actual®, © 2002, 2004 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas con permiso. Las citas bíblicas marcadas NVI se tomaron de La Santa Biblia, Nueva Versión Internacional®, © 1999 por Biblica, Inc.®. Usadas con permiso. Todos los derechos reservados. ISBN: 978-1-0877-3694-5 Impreso en EE. UU. 1 2 3 4 5 * 24 23 22 21
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«Aquellos que nadan en los mares de la aflicción encontrarán perlas exquisitas». Charles Spurgeon
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Dedico esta obra a mis dos compañeros de batalla: mi esposo y mi hija. Gracias por animarme y llenarme de suma ternura. Ustedes son mis incondicionales, la prueba fiel de que el amor todo lo cura.
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Índice Prólogo: Soy una de ocho..............................................................9 Sección I: El plan del Maestro Tejedor Capítulo 1: Hay una nuez en mi seno...................................................13 Capítulo 2: Llegó una encomienda........................................................17 Capítulo 3: Y ahora, ¿qué hago con esta encomienda?.................23
Sección II: Pelea la buena batalla Capítulo 4: Mi copa de sufrimiento.......................................................31 Capítulo 5: ¡Está quieta, mi alma!...........................................................36 Capítulo 6: A veces, Dios teje dolor.......................................................41
Sección III: El fuego del Refinador Capítulo 7: Miserables consoladores.....................................................55 Capítulo 8: ¿Por qué yo?.............................................................................65 Capítulo 9: Escogida en horno de aflicción........................................78
Sección IV: Selah Capítulo 10: Orar...........................................................................................91 Capítulo 11: Soltar..................................................................................... 105 Capítulo 12: Sanar...................................................................................... 114
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Epílogo............................................................................................... 121 Poema de alabanza a la soberanía de Dios......................... 131 Agradecimientos............................................................................ 133 Notas................................................................................................... 135 Otros recursos................................................................................. 141
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Prólogo
Soy una de ocho Nadie está preparado para afrontar el cáncer. La sola mención de la palabra congela la sangre en las venas. Sin embargo, la reali‑ dad es abrumadora: una de cada ocho mujeres padecerá cáncer de mama en algún momento de su vida. ¡Bingo! Yo me gané esa lotería. La buena noticia es que hoy en día, el cáncer de seno no es una sentencia de muerte como lo era en el pasado; gracias a la detección precoz y a los progresos en la investigación para descu‑ brir nuevos y mejores tratamientos, numerosas mujeres sobreviven a esta enfermedad. Mujer, ya sea que estés sufriendo en tu propio cuerpo los ultrajes del cáncer de seno, que estés acompañando en la batalla por su vida a tu madre, hermana, amiga, o que sientas temor de padecer la enfer‑ medad, quiero que sepas que este libro lo escribí pensando en ti. Un día me llamaron a la guerra para librar una batalla en la que nunca me alisté voluntariamente, para la que no estaba preparada; y aunque me resistí, tuve que enfrentarla. Quiero llevarte adonde hallé esperanza. Porque necesitamos esperanza para aguantar el impacto del diagnóstico, los ciclos de quimioterapia, las citas con el oncólogo, el ingreso al quirófano, los exámenes, los resultados y un porcentaje extra para soportar los cambios físicos y los tras‑ tornos emocionales que irremediablemente produce el tratamiento del cáncer. Aquí voy a revelarte las preciosas y magníficas promesas a las que me anclé durante el sufrimiento. Voy a dirigirte a los brazos de Dios. Él es la fuente de la esperanza. Él es el gran Yo Soy, que en hebreo significa: Yo soy Dios que siempre está ahí. Sea cual sea tu diagnóstico o el pronóstico de vida que los médicos te hayan dado, ¡no estás sola! Dios ha dicho: «Nunca te dejaré ni te desampararé» (Heb.13:5). Aunque te puedas sentir como yo me sentí en algunos momentos —desalentada y deprimida, con sentimientos de rabia y mal humor, con mucha o poca fe—, el Dios que creó el cielo y la tierra está contigo. 9
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Si tú y yo nos pudiéramos sentar a hablar ahora mismo, te diría que pelees esta batalla con los ojos puestos en Jesús; aférrate a la fe como a un paracaídas y ten paciencia. Esta «leve tribula‑ ción momentánea» pasará (2 Cor. 4:17, RVR1960), y suceda lo que suceda, Dios seguirá a tu lado siempre. «Porque, ¿quién podrá sepa‑ rarnos del amor de Jesucristo? Nada ni nadie. Ni los problemas, ni los sufrimientos, ni las dificultades. Tampoco podrán hacerlo el hambre ni el frío, ni los peligros ni la muerte» (Rom. 8:35, TLA).
Liliana González de Benítez
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Sección 1 El plan del Maestro Tejedor
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Mi vida no es más que un zigzag entre el Señor y yo; quizás yo no escoja los colores, pero Él sabe cuáles deben ser. Porque Él puede ver el tejido desde la parte superior. Mientras yo solo puedo verlo desde aquí, desde este lado. A veces Él teje tristeza, lo que me resulta muy extraño, pero confío en Su juicio, y sigo fielmente adelante. Él es quien maneja la rueda y sabe lo que es mejor; así que debo tejer mi parte y dejarle el resto a Él. No hasta que el telar esté en silencio y la rueda cese de volar, desenrollará Dios el lienzo y explicará Sus razones. Los hilos oscuros son tan necesarios en las expertas manos del Tejedor, como los hilos de oro y plata en el tejido que Él ha planeado. Autor desconocido
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Capítulo 1
Hay una nuez en mi seno
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La mente del hombre planea su camino, pero el Señor dirige sus pasos. Proverbios 16:9
Dios va entretejiendo los hilos de nuestra vida de una manera tan impredecible que Sus puntadas solo pueden apreciarse cuando miramos en retrospectiva. Cada puntada, placentera o dolorosa, ha sido zurcida con calculada intención con el fin de consumar Su plan perfecto. El 19 de febrero de 2017, un año antes del diagnóstico, mi esposo y yo tomamos una maleta con dos mudas de ropa dentro, nos subi‑ mos a un avión y huimos de Venezuela. Sí, huimos, así como quien escapa para salvar su vida. Súbitamente fuimos víctimas de extor‑ sión. En insistentes llamadas a nuestro teléfono celular recibimos amenazas de muerte. En un país donde la impunidad consiente las torturas, los secuestros y los asesinatos de sus ciudadanos, no tuvimos otra opción. Aterrizamos en Estados Unidos, en el estado de Connecticut, donde nuestra hija cursaba el último año de su carrera en la Uni‑ versidad de New Haven. Nuestra intención era pasar varios días con ella para tranquilizarnos y pensar con la cabeza fría, pero a medida que transcurrían las semanas comencé a sentir pánico e intranqui‑ lidad. No podía dormir, y si lograba conciliar el sueño, despertaba en medio de la noche aterrorizada. El miedo a volver me paralizaba, y el miedo a quedarme me torturaba. Estaba a cientos de kilómetros de lo que había sido mi vida. De un día para el otro perdí mis vínculos, mis afectos, mi coti‑ dianidad. ¡Pensé que iba a morir de tanta nostalgia! A toda esta angustia habría que sumarle la constante zozobra por la crisis humanitaria de Venezuela, la falta de alimentos y medicinas, la 13
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inseguridad, la preocupación por los familiares que se quedaron, sus necesidades y la incertidumbre de no saber cuándo los vol‑ veríamos a ver. Así fue cómo nos convertimos en expatriados. Lloré los cortos días y las largas noches de ese confuso año. Fue por ese tiempo cuando sentí por primera vez el bulto en mi seno. Como andaba con el alma ausente, no le di mayor importancia, pues nuestras prio‑ ridades como familia iban dirigidas a subsistir con pocos recursos en un país donde todo era diferente: el idioma, el clima, la cultura, las personas… En un intento de retener —como si eso fuera posible— los aromas y sabores de nuestra tierra, recibimos el Año Nuevo comiendo halla‑ cas y pan de jamón preparados por nosotros mismos con la receta de la abuela. Ya para enero de 2018, el bulto en mi seno pasó de tener las dimensiones de una uva a las de una nuez. Como no contábamos con la cobertura de un seguro médico ni con suficiente dinero para sufragar la costosa mamografía (exploración radiográfica de las mamas), dejamos pasar un poco más de tiempo mientras reuníamos el monto. Por esos días, la providencia divina nos acercó a un señor de nacionalidad mexicana que había sufrido de cáncer de próstata, quien nos habló de algunos hospitales que ofrecen beneficios sociales y ayuda financiera a familias con ingresos limitados. Con esa información nos pusimos en marcha y encontra‑ mos un pequeño hospital cerca del lugar donde estábamos residen‑ ciados. Allí me atendió una amable ginecóloga que, al palparme el nódulo en el seno, me remitió enseguida a un centro especializado de cáncer de seno (Smilow Cancer Hospital at Yale New Haven). Ese viernes hubo un revuelo entre los radiólogos y el personal médico. Ya no recuerdo el número de veces que me comprimieron las mamas dentro de dos placas transparentes, me acostaron en una camilla y me sacaron más de cincuenta ecografías en ambos senos. Estaba exhausta; por un instante quise echar a correr. Entre‑ tanto, mi hija, con el rostro pálido y las manos gélidas, aguardaba en un saloncito repleto de señoras vestidas con batas de papel que esperaban su turno para ser atendidas. Era obvio que habían visto algo anormal. Durante los escasos minutos en que los médicos me dejaron sola, cerré los ojos y le dije a Dios: «Jesús, ya sea que viva o muera, tú eres mi esperanza». 14
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Después de un rato, me mandaron a vestir y me llevaron con mi hija. Pude ver el miedo en sus ojos. Ambas sospechamos un mal diagnóstico. Una joven residente médica con rasgos indios me informó que debía regresar al hospital la semana próxima para hacerme una biopsia (extracción de tejido mamario para examinar en busca de signos de cáncer). El duro invierno se incrustó como una espina en mi cuerpo y en mi alma. Deseé con desesperación abrazar a mi mamá, añoraba mi vida de antes. Aunque llevo más de un año viviendo en New Haven, no me acostumbro al temporal de nieve ni a las desequilibradas estaciones. En Venezuela no tenía que considerar el clima antes de salir de la casa; en ocasiones, lo máximo que podía pasar era que cayera un aguacero de golpe y me empapara. Aquí, si no examino previamente el clima, podría quedar atrapada en una ventisca o entumecida por un ventarrón. De cualquier forma, esta ciudad se ha convertido para nosotros en un refugio. Los días que siguieron pensé en no acudir a la cita. Me negaba a la posibilidad de estar enferma; especialmente, porque me sentía muy bien. Siempre he sido responsable con mi salud. A diario voy al gimnasio, entreno con disciplina, mantengo una dieta balanceada, no fumo ni acostumbro a beber alcohol. ¿Quién podría enfermar con semejante rutina?, me decía como para darme valor. Después de pensar y repensar el fin de semana entero, el lunes por la mañana regresé al hospital. Había leído en Internet que la mayoría de las biopsias salen normales; sin embargo, los médicos las hacen con frecuencia porque las imágenes ecográficas no son del todo confiables y deben verificar que la lesión sea benigna. Ese artículo me tranquilizó un poco, aunque seguía con un susto atascado entre el tórax y el diafragma. Al llegar al hospital, me ingresaron a la sala de ultrasonido. Allí me acostaron sobre un costado, me administraron anestesia local, y me hicieron una biopsia del seno izquierdo por punción con aguja gruesa, de donde extrajeron tres muestras de fragmentos de tejido mamario. Después, me colocaron un marcador pequeño llamado clip en el área donde extrajeron las muestras para posteriores estu‑ dios. Me sentí como un conejo de laboratorio. ¿¡Más estudios!?, ¿¡hasta cuándo!?, rumié. Eso era apenas una suave ola que anun‑ ciaba el temporal que se me venía encima. 15
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Reflexiona –– ¿Dios ejerce absoluto control sobre todos los sucesos del universo? (Job 42:2; Sal. 135:6; Isa. 46:9‑10). –– ¿Las inesperadas circunstancias que afrontamos en la vida son producto de la suerte o es Dios quien ordena sobera‑ namente cada uno de los días que hemos de vivir sobre la tierra? (Job 14:5; Prov. 16:33). Ora para que Dios te ayude a confiar ciegamente en Sus soberanos propósitos.
Aférrate a la promesa «Ahora tú no comprendes lo que yo hago, pero lo entenderás después». (Juan 13:7)
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Capítulo 2
Llegó una encomienda
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Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que en medio de vosotros ha venido para probaros, como si alguna cosa extraña os estuviera aconteciendo. 1 Pedro 4:12
La semana en la que mi esposo, mi hija y yo esperábamos los resultados de la biopsia, Dios estuvo preparando nuestros corazo‑ nes. Incluso, meses antes del diagnóstico, en varias ocasiones, me invitó a leer el libro de Job. Yo me negaba como una niña se niega a ir al dentista. Conscientemente saltaba esas páginas del Antiguo Testamento evadiendo el sufrimiento. Me preguntaba por qué Dios insistía en que yo me sumergiera en la vida de un hombre que padeció la más dolorosa de las pruebas. De un día para el otro, la vida de Job cambió por completo. Pasó de ser la persona más feliz del mundo a ser la más miserable. Perdió su fortuna, sus diez hijos murieron tapiados por la fuerza de un huracán y, como si eso fuera poco, su cuerpo se llenó de purulentas llagas. Lo más difícil de entender es que Job no merecía sufrir; el Señor mismo reconoce su bondad y se refiere a él como un hombre inta‑ chable y recto, temeroso de Dios y apartado del mal (Job 1:8). Enton‑ ces, ¿por qué Dios permitió que Satanás lo afligiera? A medida que meditaba en esta historia, fui comprendiendo que por más que una persona se halle en la perfecta voluntad de Dios y sea muy amada por Él, puede sufrir mucho e injustamente. En una sociedad donde el mensaje cristiano se fundamenta en la buena salud, la prosperidad y la riqueza, los creyentes solemos pensar que estamos blindados o salvaguardados de las calamida‑ des, creemos que nuestra lealtad será recompensada con bienes‑ tar y felicidad. Pero Dios nunca ha prometido inmunidad contra el 17
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sufrimiento. Jesucristo, el Hijo de Dios que vino al mundo a morir por nuestros pecados, les dijo a Sus seguidores: «En el mundo tenéis tribulación» (Juan 16:33). No deberíamos sorprendernos ni caer en el desánimo si enfer‑ mamos, enlutamos o estamos próximos a morir. El sufrimiento es una asignatura para todo cristiano. Esto es más fácil decirlo que experimentarlo, especialmente cuando sufrimos pruebas devastadoras e inmerecidas que se salen de nuestro control. Ahora mismo, mientras escribo estos párrafos, mi primo Andy y su esposa Carolina sepultan a su hijo de siete años que murió por causa de un tumor muy agresivo en su tallo cerebral. Dios pudo evitar esa tragedia, Él tiene todo el poder para librarnos del sufrimiento. ¿Por qué no lo hizo? Yo tendría una larga jornada para meditar en esa interrogante y hallar una respuesta a través de mi propia experiencia. No sé si fue una intuición o un presentimiento; lo cierto es que mientras leía el libro de Job percibí que, así como ese buen hombre había sido elegido para experimentar gran sufrimiento, yo también sería acrisolada por el fuego de la prueba. La prueba no vendría para evaluar mis conocimientos teológicos ni mi manera de reaccionar ante el dolor; Dios conoce mi corazón y sabía de antemano cuál sería mi actitud. La prueba llegaría para que yo pudiera conocerme a mí misma y conocer de manera íntima y profunda a Dios. Se acercaba la hora de saber si era capaz de confiar en la bondad del Señor y aceptar Su perfecta voluntad, aun cuando me causara gran sufrimiento. Con angustia, me pre‑ guntaba: ¿Si el diagnóstico fuese desfavorable, yo reaccionaría como lo hizo Job? Algunas personas, al enterarse de que tienen una grave enferme‑ dad, al quedar incapacitadas por un accidente o al perder a un ser muy querido, se amargan, se enojan y reniegan de Dios. El día en que Job fue aguijoneado por la tragedia, se levantó en silencio, con el alma sangrando de dolor, se rasgó la ropa que llevaba puesta y se rasuró la cabeza, después dio algunos pasos arrastrando los pies, y finalmente cayó de rodillas para alabar a Dios: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. El Señor dio y el Señor quitó; bendito sea el nombre del Señor» (Job 1:21‑22). 18
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Job no se apartó de Dios ni le echó la culpa; aun en su tor‑ mentoso duelo reconoció Su soberanía y le adoró. Con aquellas palabras, Job estaba admitiendo que Dios es el dador de la vida, el dador de todas las cosas, alegres y tormentosas, previstas e imprevistas, y todo lo que hace es para Su gloria y para el bien de Sus elegidos.
Adorar es agradecer por todo lo que Dios trae a nuestras vidas y alabarlo por eso.
En el fondo del hoyo La mañana del 14 de febrero de 2018, día de San Valentín, Dios me enfrentaría a un reto que transformaría radicalmente mi manera de pensar y de vivir. Todavía estaba oscuro cuando desperté. Afuera, nevaba, y por la ventana se colaba una brisa helada. Tiritando de frío, subí la calefacción, me puse un abrigo felpudo que me llegaba hasta los pies, bebí una taza de café y esperé a que mi familia se levantara. Después de desayunar y orar con nuestra hija, mi esposo y yo fuimos al hospital para conocer los resultados de la biopsia. De camino, me abstraje viendo caer los pequeños cristales de hielo sobre el parabrisas del auto. Noté a la gente andar a la carrera, en la acción y en la lucha, repitiendo las mismas tareas del día ante‑ rior de manera automática, sin darse permiso para contemplar el paisaje. Tal vez yo podía apreciarlo porque era una novedad para mí, pero cuando vamos por la vida a gran velocidad persiguiendo algo que siempre está más allá, pasamos por alto los regalos diarios que Dios nos brinda. Después de un corto recorrido llegamos al hospital. Al entrar nos identificamos; enseguida nos hicieron pasar a un pequeño consul‑ torio y nos mandaron a sentar. Yo sentía un nudo en el estómago y las pulsaciones a millón. De pronto, entró la ginecóloga con una enfermera puertorriqueña que haría de intérprete; era alta, delgada, con tez oscura. Mirándome fijamente con sus ojos grandes y circu‑ lares me dijo en perfecto inglés: —La biopsia del tejido mamario reveló que usted tiene células cancerosas. 19
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Entre los nervios y mi escasa comprensión del idioma, no entendí con exactitud lo que me dijo. Entonces, pregunté: —¿Tengo cáncer? —Sí, usted tiene cáncer de mama —replicó la intérprete. Me sentí tan frágil y diminuta. «Me voy a morir», cavilé. Como en flashback, mi mente se fue al pasado, me vi a la edad de siete años jugando con mis primos y mi hermano en la casa de mi tía Carmen en Turmero. Ahora que lo pienso detenidamente, creo que eso fue un vano intento de escapar de la realidad. La doctora y su intérprete seguían hablando, yo escuchaba sus voces distantes como si hubiera caído en el fondo de un profundo y oscuro hoyo y ellas se hubiesen quedado en la superficie. —La buena noticia —expresó con buen ánimo la mujer— es que su cáncer es curable, por lo que deberá someterse a un tratamiento oncológico. Después me habló de una fundación donde podrían ayudarme a financiar el costoso tratamiento. Como yo no reaccionaba, me ofreció un pañuelo de papel invitándome a llorar, lo apreté con el puño sin derramar una lágrima, y salí del consultorio abrazada a mi marido. La verdad es que no sé si él me sostenía a mí o yo a él; ambos estábamos muy aturdidos. Afuera, no dejaba de nevar. La gente seguía en su faena, sintién‑ dose inmortal, creyendo que el tiempo sobra. A mí se me detuvo la vida de golpe. Entré a una especie de paréntesis donde los minu‑ tos se escurren. Mi esposo y yo corrimos hacia el auto, lloramos como dos niños asustados, y en medio de aquel sollozo, él me dijo: «Cuando sepultamos a nuestra hija, Dios nos sostuvo; cuando sufrí el infarto, Dios nos sostuvo; cuando fuimos perseguidos, Dios nos sostuvo; y ahora, Dios lo hará de nuevo». En ese momento, tuve la sensación de que todo lo que nos estaba pasando estaba en el perfecto orden divino. Endosada a esta encomienda1 llamada «cáncer», venía una gloriosa promesa del cielo: «Estas pruebas demostrarán que su fe es auténtica. Está siendo probada de la misma manera que el fuego prueba y puri‑ fica el oro, aunque la fe de ustedes es mucho más preciosa que el mismo oro. Entonces su fe, al permanecer firme en tantas pruebas, 20
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les traerá mucha alabanza, gloria y honra en el día que Jesucristo sea revelado a todo el mundo» (1 Ped. 1:7, NTV). Mientras meditaba en estas palabras del apóstol Pedro, Dios des‑ corrió el velo y me dejó ver algunos hilos dorados de Su precioso tejido. Estoy convencida de que la providencia divina me trajo de Venezuela (un país devastado por el socialismo) a Estados Unidos, específicamente a la ciudad de New Haven, Connecticut, para que recibiera el tratamiento médico que me salvaría la vida. Solo Dios pudo saber que yo padecería cáncer de mama. Él orquestó una serie de sucesos que ahora puedo ver en retrospec‑ tiva. Cuatro años antes de mi diagnóstico, trajo a mi hija a estudiar a esta nación. Un año antes, permitió la extorsión y el acoso de unos maleantes para obligarnos a mi esposo y a mí a huir de nuestro país, y sincronizó el tiempo de salida para que coincidiera con la época en que recibiríamos la encomienda. Todas estas vivencias me hicieron sentir exageradamente amada por Dios. «Y sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito» (Rom. 8:28). Hay un Dios misericordioso que está obrando en todas las cir‑ cunstancias (buenas y malas) para llevar a cabo Su soberano pro‑ pósito en la vida de Sus amados. Y ese propósito no es otro que hacernos conforme a la imagen de Su Hijo (Rom. 8:29).
Reflexiona –– ¿De qué manera usa Dios el mal para hacer cumplir Su propósito? (Gén. 50:20). –– ¿Crees que el cáncer que padeces tú o tu ser querido es la voluntad de Dios para ti y, por lo tanto, tiene un propósito bueno? –– ¿Por qué crees que Job alabó a Dios después de perder todo lo que tenía? Ora para que Dios te conceda una mayor comprensión de Su sobe‑ ranía y te deje ver las bendiciones que ha preparado para ti a través del sufrimiento. 21
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Aférrate a la promesa «Porque yo sé los planes que tengo para vosotros —declara el Señor—, planes de bienestar y no de calamidad, para daros un futuro y una esperanza». (Jer. 29:11)
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