Linea suburbana nº2

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L I N E A S U B U R B A N A Nยบ2

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VANITY DUST BARBACOA PARAANIMALES

NEDHAM

DANIEL JÁNDULA

5000 NEGROSVERSÁTIL

DIMAS PARDO HECHOS SOBRE LAS NUBES PÉGATE A MÍ

MUY TITO NINGUNA DE LAS ANTERIORES MIQUI PUIG el primer tren de la mañana

M O R HELENA EXQUIS C FLYING HOY MEANS I L PABLO POVEDA LA DÉCIMA L A CUCHI VILLALONGA LS #2 / PAG 2


con la colaboración de

JULIO C O G E

T A M B I É N

T U

C A N T I M P L O R A

FUERTES LS #2 / PAG - 3


#2 Trenes, áreas de servicio, autbouses, estaciones de servicio, maletas, mochilas, zapatos sucios... Las estaciones de paso, aquellos lugares recónditos donde todos pasan alguna vez en su vida. Sobriedad y humo, historias de amor, reencuentros y experiencias que algún día pudieron ser y nunca ocurrieron. Esta nueva entrega de Línea Suburbana se traslada al

ojo invisible que todo lo vigila desde algún lugar de la nave. Esos anónimos que disciernen acerca del resto sin pedir nada a cambio. Nueve escritores, nueve historias, nueve vivencias robadas y entregadas para el gozo de nuestros lectores. Acomódense, elijan un buen hilo musical y sumérjanse en un emocionante viaje manchado de sentimiento.

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IMÁGENES POR KRISTIN ROACH / AAIPODPICS / ARIEL DOVAS / JAMIE PAUL PHILLIPS / DMITRY MOKSHIN / SUZIE B CICHY // DISEÑO Y MAQUETACIÓN POR PABLO POVEDA // email discosytinta@gmail.com http://lineasuburbana.tumblr.com CON LA COLABORACIÓN EN PORTADA DE AIDA MÁS // LS #2 / PAG - 5


VANITY DUST BARBACOA PARAANIMALES Bajan dos tipos con una máscara de Scream, nada. El autobús se va. Espero diez minutos más y llega otro autobús. Bajan dos tipos con una máscara de cara de pato. La careta tiene pelo amarillo natural, real. La han hecho ellos. O eso me contaron por Internet. Me levanto, me pongo mi careta de Pingüino. Y voy a saludarles. Qué tal chicos. Bien, dicen. Ya somos tres. “Ahora tenemos que ir a la estación de metro del centro”. Al llegar, nos tumbamos en el banco del andén y saco una cerveza. Llega un metro. Bajan dos tipos con una máscara de Scream, nada. Luego bajan tres tipos con una careta de mofeta. Qué hay chicos. Pelo real de mofeta, o eso me comentaron en Twitter. Ya somos seis. Ahora iremos a la estación de servicio. Allí debería llegar un coche con 5 tipos más. Aparece un deportivo rojo. Bajan dos chicos con una máscara de Scream, nada. Y luego un Peugeot 205 del año 96 y bajan cinco tipos con cara de mammuth. Y ahora somos once. Qué hay, chicos. Todo bien, responden. Me dijeron que la careta tenía pelo natural, pero no acabo de creermelo. Alguna gente nos mira raro. Los niños sonríen a nuestro paso. Somos divertidos. Pato “1” cruza la calle y se sienta en medio del asfalto. Chicos, esperad, tengo que poner un huevo. Nadie espera.

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Y lo perdemos de vista. Somos diez. Pato “2” parece preocupado. Tiene miedo de los cazadores urbanos. Está paranoico, piensa que cada cláxon que suena es un cazador que toca el pito para hacerle salir del escondrijo y volarle la cabeza. Decide retirarse. Quedamos nueve. Quedan las tres mofetas y los cinco mammuth, y yo. Tomamos dos taxis en dirección al aeropuerto. Qué hay chicos, dice el taxista. ¿Una fiesta de carnaval?. No estamos para bromas, amigo. Mi amigo mammuth “3” puede meterle un colmillo hasta el último centímetro de su puto intestino. Hoy es el día de los vegetarianos. Se suelen celebrar cosas así en los países desarrollados. El día de la madre, del padre, de la paz, de la cerveza sin alcohol. Y siempre hay grupúsculos encantados con tener “su” día. Es fácil contentar a la gente, su conformismo es sorprendente. Y hoy les toca a los animales. El taxista asiente y acelera. LLegamos al aeropuerto. La idea es sencilla. Hoy llegan los nuevos animales al zoo de la ciudad. Llegan un par de ovejas clonadas y una serpiente sin piel y dos zebras con siete patas, que solo andan renqueando. Los defensores de los animales están muy enfadados. Hoy es “su” día y resulta que el director corrupto del zoo celebra la apertura de las “primeras jaulas para animales deformes”. Sacamos la barbacoa del maletero. La desmontamos a pedazos y nos quitamos las máscaras. Pasamos el control de seguridad tras explicar que los trozos metálicos de la barbacoa son, en realidad, una raqueta de tenis para un niño gigante. Compramos chocolate en las tiendas del aeropuerto y yo robo un cartón de Marlboro. Nos ponemos de nuevo las caretas. Miramos por el cristal para ver cuándo aterriza nuestro avión. Llega un avión, bajan dos tipos con una máscara de Scream, nada. Y luego vemos cómo un avión bastante grande aterriza. El cacharro se abre por detrás y de una rampa bajan varias jaulas. Nos quedamos empanados ante el desfile de animales deformes y deprimidos que va saliendo, uno detrás de otro, como un ejército de mutilados tras abandonar el campo de batalla por la puerta de atrás. Se nos adelantan. Un grupo de proanimales se abalanza con pancartas hacia la pista. “No hay derecho, aniamles sanos ¡YA!” Allá vamos nosotros. Es el momento. Gritando y lanzando alaridos como poseídos, golpeamos al grupo de proanimales con nuestras “piezas barbacoa”. Alarmados, los trabajadores del aeropuerto llaman a seguridad. Montamos la barbacoa. Sacamos las brasas, un poco de carburante del avión. Y abrimos el apetito con una de las siete piernas de la zebra. Para comer, yo sigo con mi careta de pingüino. A nuestro lado, llega un grupo de tipos con la máscara de Scream. Están en todas partes. Quizá hoy también es su día.

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NEDHAM

DANIEL JÁNDULA

Nedham es una ciudad que vive como si tuviera playa, pero sin tenerla. Es después del calor cuando la ciudad empieza a despertar, por lo que el metro estaba atestado de personas que corrían aunque fuera su día libre, y nos apretábamos en trenes diseñados para viajar a Flössenburg. Agaché la cabeza instintivamente al pasar bajo un dintel con uno de los lemas diseminados por la ciudad, un ambiguo lema acerca de los que construyeron el lugar, impuesto por los herederos directos. POR NUESTROS HIJOS. Sombras crujientes por el ruido tenue de la escalera mecánica desengrasada. Sombras de monigotes contrarios, sombras bifurcándose. Sombras espesas, arrastrando los pies. Mis sombras bajo cada luz cenital, precipitándome al lugar donde las masas forjan su rebelión; mis sombras bajo cada cámara de seguridad conteniendo mi alma, atrapándome en líquido perfectamente plano y vertical, igual que a los villanos de Superman. El metro desplegó pronto sus encantos: azulejos nunca limpios, raro saxofonista urbano, banjo desafinado, madre e hija cogidas del brazo y cubiertas de bolsas de plástico, un charco de vómito que crucé como Moisés cruzó el mar Rojo, un borracho de rodillas santiguándose y blasfemando, carreras de obstáculos, sombras flotantes, punkis amables, skinheads tristes, el móvil de todos ellos, curvas inesperadas, goteras y cables a flor de piel, el cantautor de las seis y media con una guitarra eléctrica

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(¡judas!, dije cuando pasé a su lado), una chica rubia y guapa de manos desproporcionadamente grandes y una herida en la muñeca y un pelo rizado tropezando con las marcas del suelo, los traqueteos de los viandantes atravesando las puertas de cristal de acceso, efecto burbuja, el mismo sueco en todas partes como una serigrafía de Warhol, otros libros gruesos y romos y abocados al olvido, cultura rápida, y yo pasando junto a kioscos de prensa y anuncios de un concurso de relatos sobre el transporte urbano por SMS, muertos vivientes. Rememoré unas palabras de Jean – Luc Godard, apropiadas para la situación: —Y lo más extraño es que los muertos vivientes de este mundo se han construido sobre el mundo de antes. Sus reflejos, sus sensaciones, son las de antes. Después me acordé de Ortega y Gasset: ―No tenemos hoy muertos vivientes que nos puedan ayudar. Tenemos que resolver nuestros problemas sin la colaboración activa del pasado, en pleno actualismo. El europeo —nedhamiano, añadí— se encuentra solo, sin muertos vivientes a su vera. Bonito momento para pensar en el pasado.

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5000 NEGROSVERSÁTIL Cruzamos las miradas y el secreto del mal se desveló ante mis ojos. Seguí leyendo la novela pero una especie de resorte invisible me hacía levantar la vista una y otra vez en cada curva para mirar a la ventana y vigilar el reflejo de un hombre de mi edad visiblemente nervioso. Por suerte, llegué a mi parada y me bajé con la seguridad de perder de vista, por fin, a aquel viajero tan siniestro. En el recorrido de mi rutinario trasbordo, llegué a pensar que incluso podría haber molestado a aquel desconocido con mi inquisitorial mirada, sin embargo, me había quitado cierto peso de encima instantes después de haberle perdido de vista. Volví a dar a otro andén peor iluminado y allí aguardé paciente la llegada del próximo tren. Observé al resto de personas y recordé que cuando viajé por primera vez a otro país, una chica no mucho más joven que yo por aquel entonces, después de mirarme y remirarme mucho, tomó la determinación de caminar unos metros más allá sin dejar de acecharme con la mirada. En verdad, la pobre debió asustarse por mi aspecto tan poco europeo y no la culpo: yo mismo estaba notando la presencia de aquel hombre justo detrás de mí, como si me siguiera. Una vez llegado el siguiente metro, tomé asiento y saqué de nuevo el libro. Una señora que estaba sentada delante, iba leyendo un dia-

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rio gratuito con una portada un poco alarmante. Habían detenido, horas antes de intentar cometer el acto, a unos terroristas que querían atentar en el metro de Barcelona. Levanté la vista de nuevo en una curva y allí estaba, otra vez, aquella especie de autómata que me miraba fijamente con la misma expresión de un cerdo frente al matadero. Descarté toda posibilidad de casualidad y caí en la cuenta de que ese viajero se proponía algo oscuro. Dicho así puede resultar infantil, pero yo no sabía lo que era sentir miedo en un lugar tan familiar como un vagón. Por los rasgos que tenía y por el color de su piel, aún más oscurecida a través del cristal por el que su reflejo me llegaba, me daba la sensación de que debía de ser del norte de África. Llevaba, como yo, un barba negra poco arreglada y, también como yo, se abrazaba a una mochila que, a mi parecer, estaba un poco abultada. Uno no debería observar nunca nada, ni a nadie, ni otear en los recovecos vacíos del metro o leer por encima del hombro el periódico de la persona que viaja a tu lado o sus mensajes de texto o escuchar sus conversaciones, ya sean por teléfono o en persona, ni debería tratar de mirar a la cara ni cruzar sonrisas o malos gestos o miradas e intentar luego interpretar que significa cada información que ha captado en un medio de transporte tan hundido en la ciudad como es el metro. Pero allí estábamos los dos retándonos como si fuésemos dos guerreros a punto de enfrentarse en un duelo a muerte, con la misma expresión clavada en nuestro

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rostro: una mezcla de pánico y socarronería. Para no andarme con rodeos, por su aspecto y por la noticia que acababa de leer, llegué a la conclusión de que tal vez, y sólo tal vez, se proponía matarnos a todos haciendo estallar el explosivo que portaba en su bolsa. Todavía arriesgándome más, leyendo su cara podía llegar a entrever el acento suicida de su propósito, un gesto que me decía “aparta de mí este cáliz”, me lo decía a mí. Y yo tenía la misión de detener todo aquello, de ser el héroe anónimo que todos esperamos alguna vez que llegue en el peor momento de nuestra historia, para apartar de nosotros cualquier tipo de cáliz que estuviéramos destinados a beber en ese instante. Quedaba poco tiempo para llegar a la más concurrida de todas las paradas. Debía de tomar una determinación: bajarme en la siguiente y desocuparme de todo aquel asunto, en el que podría estar equivocado; o bien, levantarme de mi asiento y dirigirme hacia él para arrancarle su mochila de entre los brazos y golpearle. Quizás un término medio de la segunda. Sea como sea, no lo pensé demasiado y opté por tomar partida. Cuanto más nos mirábamos, más nerviosos nos poníamos, hasta me dio la sensación de que él también había adivinado mi propósito con sólo ver mis ojos. Dejé de mirarle por fin y decidí a levantarme de mi asiento. Una última mirada prescriptiva, veo como abandona su mochila en el suelo y él también se levanta: entonces no hay duda. Suspiré muy fuerte, tanto que la mujer que estaba sentada a mi lado me miró extrañada, como si mirara a un loco. Cerré los ojos un instante y di los primero pasos hacia él. “Señor, se olvida usted de su mochila.” Escucho qué me dicen y es verdad. La recojo, me miro en el cristal de enfrente y entiendo todo lo que ha pasado y lo que no. Me vuelvo a sentar de golpe en mi sitio y pienso que... No sé, no sé que pienso.

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DIMAS PARDO PÉGATE A MÍ Pégate a mí, comienza a hacer frío Demasiado como para salir. Pégate a mí, te protegeré con mi vida, Ya no sé morir. Pégate a mí, no dejaremos Entrar en nuestro abrazo A aquel que se merezca salir. Pégate a mí, necesito a alguien a quien salvar Para salvarme a mí. Juntos daremos esquinazo al ocaso que nos persigue, Se nos hará tarde galopando en mi utilitario por una autopista hacia el oeste. Tomaremos el último vagón del último tren, allí conozco gente. No puedo imaginarme cansado contigo corriendo a mi lado. Iremos hasta el horizonte y lo saltaremos como un vaya más. Nos reiremos de él montados en el ganso de Claus. Correremos como los caballos salvajes Entre las miradas de los árboles Y las estrellas absortas. Llegaremos hasta el mismísimo fin, Si es allí donde quieres ir. Pero ahora, pégate a mí.

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HECHOS SOBRE LAS NUBES Una cálida pero suave tarde de verano, segundos después de que empezara a soplar una ligera brisa en sus nucas, la hija comunista le dijo al rey de las flores de la zanahoria Mientras sobrevolaban las profundidades del mar en un aeroplano: -“¿Porqué escribes la palabra rosa en cada uno de tus poemas?” A lo que el rey piloto, atrapando entre sus manos una nube y mientras se deshacía vaporea como un atardecer, contestó: -“Cada mañana al despertarme y tirar las sábanas de golpe al suelo para que se mojen de luz, soy poeta, sin embargo cada noche al acostarme tengo la extraña sensación de haber sido el mejor de los jardineros”. Olía a fresca hierba y volaban raso Cuando el también rey de las cajas de cerillas en las noches de incendio Pregunto a la hija comunista: -“¿llevas hora?” -“No, no me gustan los relojes, no me gusta el tiempo en general” El rey sonrió. Siguieron su viaje como lo haría un alegre pájaro O una mariposa metamorfoseada para siempre. Ahora estarán en algún lugar, sobre el arco iris.

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MUY TITO NINGUNA DE LAS ANTERIORES

Mi me madre acababa de llamarme por teléfono a grito pelao para decirme que volviese a casa de una vez… Tardé un poco en reaccionar, y sólo acertaba a asentir con la cabeza y decir <<si, si>> a todo lo que me decía por el auricular, como si ella estuviese allí, conmigo. Era ese momento de la mañana en el cual los tipos como yo solemos sentarnos en el borde de la cama con una mano en la cara y la otra bajo la goma del calzoncillo. Llevaba cosa de tres meses sin pasar por casa, buscando excusas cada vez más baratas para justificar mis ausencias los fines de semana, de modo que la pobre mujer se había hartado y había decidido sacarme un billete de tren para que pasase unos días en familia. La idea no me disgustaba del todo, pero me había acostumbrado a vivir así, sin rendir cuentas a nadie, como un perro sin amo… De ahí que me dieses algo de miedo. No es que tenga nada en contra de la familia ni nada por el estilo… Aunque, siendo franco, siempre me han acojonado esas personas obsesionadas con LA FAMILIA, las que se toman todo lo relacionado con ésta como algo increíblemente personal… <<No quedan más cojones>> -me dije- así que preparé mi mochila rápidamente y me hice con un par de libros para el camino.

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Caminé hasta la estación a paso ligero –iba con algo de prisa, a decir verdad- y fui pensando en esto y en aquello… Vinieron a mi cabeza los últimos meses, mi buena racha, mis nuevas actitudes y metas. Parecía haberlo conseguido, por fin había encontrado mi lugar. Había hallado un orden en mi desorden, y eso, lo crean o no, era lo que me permitía seguir viviendo. Ahora sólo tenía ganas de tomar asiento en ese tren, y leer con la cabeza apoyada en la ventana, disfrutando del paisaje sintiéndome un vagabundo del dharma que viaja en clase turista… Mi tren salía con retraso, así que decidí sentarme a leer un rato para matar el tiempo. De alguna forma tenía que combatir esa mezcla entre tedio y ansiedad que son los tiempos de espera… Al poco tiempo me sorprendí mirándola por encima del libro, como con disimulo. Llevaba un vestido azul que la hacía parecer un pedazo de cielo, y se la veía perdida, como si no se enterase de mucho. Yo empecé a montarme la película en mi cabeza y, justo cuando llegaba a la parte en la que me la llevaba a mi casa, se acercó y me preguntó si sabía dónde estaba la ventanilla de información. Era una de esas preguntas que no sabes si a) se trataba de una tía verdaderamente tonta o b) tenía ganas de romper el hielo. Me puse algo nervioso y le dije que no tenía ni idea, pero que quizá podía ayudarle. Cuando empezó a contarme su rollo se dio cuenta

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de que estaba leyendo a Joyce y ¡bendita casualidad! <<El retrato del artista adolescente>> también era su libro maldito… Avanzamos un poco la conversación y nos dimos cuenta de que no íbamos a la misma ciudad. Sin embargo nuestros respectivos trenes iban con retraso, así que –tras petición suya- nos fuimos al bar de la estación a por algo de desayunar. Mientras esperábamos a que viniese el camarero seguimos hablando. Ella llevaba el ritmo de la conversación y fue como una canción de punk rock: clara, directa y todo en dos minutos y medio. Pidió tostadas y un carajillo, y creo que fue justo en ese instante cuando decidí mandarlo todo al carajo y decirle que nos largásemos ese finde, que me acompañase al piso a por las llaves del apartamento de la playa. No lo hice con afán de impresionarla, pero parecía una de esas veces en las que el maldito destino parece tu amigo de toda la vida… Ella me miraba expectante, como si yo fuese una vía de escape que la sacase de todo aquello. Se rajó en el último momento, me dijo que iba a pasar unos días con su novio, que jugaba en el filial de un equipo de fútbol de la Primera División… Al final resultó que ni la a) ni la b), la respuesta resultó ser la c) ninguna de las anteriores es correcta.

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FEEL THE SPEED AND LIVE YOU DON’T NEED ANYMORE PABLO POVEDA

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EL PRIMER TREN DE LA MAÑANA MIQUIPUIG En el primer tren de la mañana todo el mundo tiene la cara triste. Escorado a la derecha del plano según se mira a la montaña mas famosa de la comarca, yo. De pie, para no dormirme, cerca del anuncio del circo que estuvo en la ciudad. El reloj enorme de agujas mecánicas avanza a la hora fijada para que llegue el rápido. Todos lo oyen, a todos asusta. Gabardina y una maleta de mano. Como otros tantos en el mismo andén dirección sur. Unas horas antes ella no tenía muy claro que hacía en ese bar y con esa cara. Una cara triste, blanquecina , puede que antesala de una muerte inminente. Bares donde se habla, se susurra, se miente. Bares donde se piden abrazos, solo abrazos, con la promesa que mañana se marcha uno. Años atrás los mismos hombres pedían algo más en esos hoteles de una sola noche. Ahora ya nunca deshago la maleta, viajo con lo justo y muchas monedas sueltas para las maquinas de vending que me solucionan la vida. Su cara se volvió un interrogante enorme cuando por fin logró descifrar la demanda del hombre al que hacía dos horas largas entretenía. No se si lo entendió, si era lo que esperaba. Un silencio nada incómodo, justo y necesario. Que se volvió dolor físico chirriante cuando el hielo ultimo me recorrió los dientes. Vista desde lejos la escena debía parecer patética. Fuera desde el ángulo que fuera. Un hombre casi rendido encima de la barra y la guapa morena de los labios muy rojos que lo abrazaba como podía

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desde una posición incomoda. Ortopédica. El con los ojos abiertos, ella cerrándolos. Solo un abrazo, lo más cercano a una escena erótica que incomodaba a los dos hombres que bebían justo en frente y envidiaban ese abrazo. El mismo ritual de fuego para cigarrillos que años atrás se hacia entre sabanas se escenifico después, con pausa, con delicadeza, con cariño. Las palabras se intercalaban con largas caladas, como dando tiempo a un imaginario cambio de plano, hasta que se agotaron. Un beso. Una despedida. Un hombre elegante, de pie, con la poca dignidad intacta y la chaqueta arrugada. Nada que decir y la mirada de los dos agradeciendo en silencio. No se debía nada dijo el camarero, los señores de enfrente levantaron sus vasos en señal de reverencia. No me paré a pensar si era héroe o lo contrario para ellos. Guardé las monedas sueltas para un café y levante una ceja. Gabardina, maleta vieja de cuero y zapatos de brillo inmaculado. La gente me mira y piensa que en el primer tren de la mañana todo el mundo tiene cara triste. Puede. Pero me llevo un abrazo. El mecanismo del reloj se mueve. El primer tren de la mañana lleva retraso. L’ametlla 7 de juny de 2011

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FLYING HOY MEANS HELENA EXQUIS

El caso es que me habia tomado tres o cuatro red bulls y creia que iba a peder el avión. Todo vino por mi falta de preveer ciertos contratiempos: el metro abarrotado por ingleses borrachos a las cinco de la mañana, que cambiasen la parada del aerobus a la otra punta de la plaza por nosequé partido de fútbol haciendome perder mi primera oportunidad de llegar con tiempo, que una pareja de cincuentones me hiciera perder un segundo aerobus al grito de “Pero aquí hay que cumplir una cola, eh” con un acento más digno de una mala imitación que una realidad. El avión despegaba a las siete menos cuarto y eran las seis y diez y aun me quedaban veinticinco minutos de trayecto, sentada mirando por una ventanilla. El corazón me latía a ritmo de grindcore. Bueno, toda yo más bien era una canción de grindcore: horrible y en treinta segundos. Ojeras dobleteras, pelo despeinado, pantalones manchados, chaqueta colgando, bolso llenísimo y maleta en ristre. La opción de oir música no me sirvió de nada: lo alegre me ponía aún más violenta y lo triste hacía que mi mundo empezase a desmoronarse. Sabia que si encendía algunas de las redes sociales me dedicaría a poner insultos en mi estado. Ante la situación, debía de dejarme llevar. En mi monólogo interno barajaba las opciones de qué hacer si perdía el avión. Mi favorita era cambiarme de nombre, ser otra persona, dar un nuevo sentido a mi vida con los 70 euros que me quedaban después del viaje, aunque algo me decía que seguro que acababa ejerciendo la prostitución o algo peor, y eso no es tan bonito como lo pintan en Vivre sa

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vie. La otra opción era volver a casa en autobus: Ya sabes como va, doce o catorce horas de puro teching (y más en mi estado), sentada al lado de una señora que suda, viendo películas horribles, con el baño estropeado y sin paradas para mear. Pero el aerobus ya entraba al eropuerto. Poniéndome en pie me dije que mejor intentar aprovechar al máximo la mínima oportunidad que me queda. Cojo la maleta y salgo corriendo. En el primer monitor que me encuentro solo salen las puertas de embarque, miro las señales y con mi subidón de bebida energética no soy capaz de leer, veo un avión despegando y una flecha en una señal y salgo corriendo en esa dirección, paso seguridad casi de un salto, mi vuelo es en la puerta A38, derrapo por los encerados pasillos, me caigo al suelo y la rodilla me dolerá una semana, corro por las pasarelas mecánicas al grito de “¡perdon, sorry!”. Entro en la sección A, paso la señal de puertas de la 1 a la 10, de la 10 a la 15, de la 15 a la 20, visión en tubo, de la 20 a la 25, me ahogo, de la 25 a la 30, todo me da un poco vueltas alrededor, de la 30 a la 35... al fin, puerta 38. Los pasajeros están entrando, pero en el letrero leo “Luxemburgo”. Miro a una pantalla con el corazón saliéndoseme de la boca. Era la 48, pero mi visión anfetamínica y borrosa me habia confundido, corro de nuevo, atropello a unos gays con mi maleta, y llego en la última llamada para los pasajeros con destino a Asturias. En el hilo músical del avión sonaba nouvelle vague y todos los pasajeros dormitaban.

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JULIO C O G E

T A M B I É N

T U

C A N T I M P L O R A

FUERTES A JUAN SOTO IVARS Coge también tu cantimplora, dijo su padre. Olga decidió que aquella línea era el mejor momento para dejar la lectura y disfrutar del resto del trayecto en autobús. Puso con cuidado un fino marcapáginas del Corte Inglés sobre las palabras Coge, también y tu, cerró el libro y se esforzó por recordar el número cuarenta y tres. Su parada debía de encontrarse ya muy cerca: era la número 2359, en Puerta de Toledo, calle Ronda de Segovia. De pie en el hueco reservado a las sillas de ruedas pudo oír al conductor elevando la voz a través de su ventanilla. Se asomó al pasillo y se mantuvo agarrada a una de las barras verticales, de un horroroso color amarillo. El conductor parecía dar instrucciones al conductor de un Audi, le indicaba cómo llegar a la calle Bailén. Olga miró por la ventana por primera vez en mucho rato y se dio cuenta de que ya estaba en la Ronda de Toledo. En ese momento el autobús comenzaba su maniobra de incorporación, invadiendo parte del carril contrario. Olga estaba pensando en lo agresivos que son los autobuses al incorporarse cuando impactaron duramente contra el Audi. Olga se preparó entonces para un frenazo que no llegó a darse, porque el autobús siguió empujándolo sin detenerse ni variar lo más mínimo su trayectoria. En el Audi, lo que al principio eran golpes desesperados al claxon se convirtieron en un intento de fuga imposible,

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porque todos los carriles estaban ocupados. El pequeño turismo tenía ya un aspecto lamentable cuando el autobús consiguió incorporarse. Todo eran quejidos de claxon en la calle y gritos dentro del vehículo. Olga pudo ver cómo los coches intentaban huir del autobús y cómo el conductor, sudado y grasiento, le dirigía una mirada desencajada por el espejo central, para luego bajar la mirada hacia sus piernas. Los pasajeros comenzaron a emitir sonidos que parecían mezclar la protesta y el miedo. Una señora se persignó justo al lado de Olga, que tuvo que dejar caer el libro al suelo en la rotonda para agarrarse, como buenamente pudo, al respaldo de un asiento. Acabó en cuclillas junto a una señora adornada con mucho perejil que, como maniobra de protección absoluta, se sujetaba con dos dedos las perlas de sus pendientes. Después de tres o cuatro traspiés y ocho o nueve sustos llegó hasta el asiento del conductor. No fue al escucharle decir Maricarmen, hija de puta, hija de puta, con lo que yo te he dado. Ni cuando, al mirarlo detenidamente, vio que retorcía el culo en el asiento y que tenía el pene al descubierto, mostrando una monstruosa erección. Solo al dejar atrás la parada 2359, solo al bajar por Ronda de Segovia a noventa kilómetros por hora, solo entonces supo que la cosa iba en serio.

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LA

D É C I M A

P A B L O P O V E D A

Odio las estaciones cuando estoy en ellas. Luego vuelvo a casa y anhelo el romanticismo que encierran, el olor a humo de ferrocarril y los rostros marchitados. Pero sé que todo es una farsa ilusoria. Son austeras, tristes, gente que viene y se va, otros que huyen y algunos que acaban de hacerlo. Nadie se queda para siempre. Eran las diez y me encontraba en Atocha, perdido, sin saber cuál era mi tren, en medio del enorme cubículo rodeado de paneles, escaleras mecánicas y olor a café. Me sentía sólo, hastiado, rodeado de caras anónimas que zumbaban de un lado a otro sin importarles nada más que su billete. Odiaba sentirme abandonado y la resaca que llevaba encima era de campeonato. Subí al tren, me equivoqué de asiento y una vieja me echó del vagón–Joder, siempre me pasa igual. Sólo quiero sentarme y desaparecer–pensé. Madrid, Albacete, Alicante; Alicante, Madrid, Albacete. Runrún, de aquí para allá; estaciones eólicas perdidas en el desierto, la España profunda y sus bancales sin alma. Tres horas y media interminables. Gente que entraba y salía y niños que tocaban los cojones. Había hecho tantas veces aquel trayecto que hasta las azafatas se interesaban por mí. Algunas veces me dejaban escoger la película.

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Me acomodé a principio de vagón, en una butaca que daba al pasillo. Ojeé el periódico y comencé a nublarme, cayendo en una nebulosa que luchaba entre el sueño y la vigilia. Me quedé frito. Al despertar, tenía el diario desparramado sobre las rodillas y la mandíbula abierta. De los labios me colgaba una fina babilla y percibí cómo el resto del vagón me miraba descojonado. El viaje era tan aburrido que me había convertido en el mono de feria. Giré la cabeza, a mi lado había una chica con gafas rojas sentada. En frente, un tipo con bigote con cara de follar pagando. Miré la ventana, contemplé los almendros y supuse que aún estábamos en Castilla. Ella era preciosa, llevaba un pantalón extremadamente corto que mostraba sus largas y finas piernas. Lucía una larga melena ondulada y tenía las muñecas finas. Nos miramos durante unos segundos y me quedé sopa. El agotamiento me podía tanto, que cada vez que despertaba, volvía a la misma posición, enseñando el galillo a los viajantes. Harto, fui al aseo, me lavé la cara y refresqué el cuello. Volví y allí estaba ella, leyendo y mirando de reojo. Entonces se le cayó el libro y nuestras manos se rozaron, reímos y lo cogí.

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–Mmm Murakami. Este es el que escribe mientras corre–dije. Ella rió y me dijo que sí, que sentía curiosidad por Japón y que le gustaría viajar a Tokio. –Bonitas gafas–me dijo. –Siempre llevo gafas. Tengo fobia a las lentillas–contesté. –¡Vaya, yo estoy igual!–respondió sorprendida. ¡Oh! Aquella chica me acababa de robar el corazón. Rompimos un poco el hielo pero el tipo con bigote tosió y lo jodió todo. El silencio se apoderó y nos quedamos callados. Me puse los auriculares y fingí ver la película, pero por el rabillo noté como ella se inclinaba esperando a que reiniciara la conversación. La película me importaba una mierda y ya la había visto una semana antes. Yo quería hablar con ella, contarle mis historias, conocer las suyas; romper con todo y acabar metiéndola en los baños del vagón. Pero nada ocurrió. Pasó una hora. Temblaba y me sudaban las manos. –Dile lo que sea. Antes de bajar pídele su número, venga–me dije. Cuando quedaba menos de una hora, ella se levantó–¿Me dejas salir? Es mi parada…–dijo. Amablemente, la chica se despidió, cogió su maleta y fue hasta la puerta–¡Oh mierda! No está todo perdido, no, espera a que se gire, y si lo hace, lánzate a besarla, ya lo creo, es pan comido–pensé. La chica llegó a la puerta, se agachó, cogió las asas de su maleta y se giró. Durante segundos nos miramos fijamente, y yo, en el pasillo, bajo la mirada de los pasajeros y las azafatas, bajo esa presión de hazlo o se reirán de ti, me limité a despedirme con un burdo saludo de mano. Mearme en público hubiese sido menos triste. Bajó cabizbaja, encendió su iPod y tras el cristal, vi como se convertía en una mota lejana. Disgustado, saqué un pequeño cuaderno y escribí un nueve. Una azafata se acercó y me tocó el hombro–No desesperes. Ojalá para la décima, te hayan crecido las pelotas.

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M O R C I L L A CUCHI VILLALONGA El primer problema de El Alquimista, de Paulo Coelho es que es el único libro de la estantería. Sólo le acompaña una fina capa de polvo. El segundo problema es que su dueña es Marta Redondo, burgalesa de 24 años y licenciada en Filología Hispánica. Marta llegó a Barcelona porque consiguió trabajo como correctora en Ediciones Fernández Peña. El primer problema de Marta es que Sara se hace la cena muy tarde y friega los cacharros aún más tarde. No sería una situación tan molesta si su habitación no fuese contigua a la cocina. Su segundo problema es que no soporta los aires de superioridad intelectual y underground que se da Sara; además de vestir como una zarrapastrosa zorra del averno hiperurbano barcelonés. Marta no puede evitar levantarse de la cama casi todos las noches para decirle porfavor a Sara que no haga tanto ruido cuando cocina o friega, que no es necesario dejar el grifo abierto mientras limpia los platos. Joder. Y vuelve a la cama, a ver si puede dormir. El primer problema serio de Sara, sin embargo, se manifestó cuando era muy pequeña. Sus cuidadores de guardería advirtieron que esa niña de 5 años con cara de ángel incorrupto y sorprendente inteligencia, era de natural cruel y desalmada con sus pequeños compañeros de recreo. No puede contener su rabia, le dijeron a sus padres. El psicólogo infantil la trató hasta que fueron necesarios antipsicóticos y neurolépticos. Entonces le pasó el testigo al psiquiatra.

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Por fin, en su décimo séptimo cumpleaños, Sara celebró que había aprendido a controlar su furia y frustración y ya no la proyectaba en aquellos que la rodeaban. El segundo problema de Sara es que no soporta a Marta, esa retrasada. ¿Cómo es posible que una puta licenciada en Filología sólo tenga UN PUTO LIBRO en su habitación y, además, sea de Paulo Coelho? Gilipollas. Por cierto: Sara trabaja en una imprenta mientras decide si continuar o no con sus estudios de, adivinad, Filología Hispánica. Jonás, sin embargo, no tiene problemas. Es francés, practica el patinaje en línea no muy recta y comparte piso con Marta y Sara. Ni una ni otra saben cómo paga su parte del piso, pero lo hace. Y su habitación es la más grande y más soleada. Si acaso, alguien puede pensar que ser francés ya es, en sí, un problema bastante grande. Pero no para Jonás. Aquél era uno de los fines de semana en los que Marta se iba a Burgos a ver a la familia y Jonás desaparecía durante 48 horas sin que nadie supiera a qué dedicaba dos días enteros sin ni siquiera una muda: sólo sus patines en línea y un ipod. Sara, como siempre, se quedaba en la Ciudad. Sus opciones para la travesía del fin de semana eran: a) Acudir a una fiesta organizada por su amiga Ana en un ático del centro. Pero Ana es lesbiana (y fotógrafo) y se ha echado una novia nueva –llamada Pantera- que, casualmente, es sobrina de una cantante muy famosa, y modelo esporádica en desfiles de Daniel D., diseñador de moda, revelación en la última pasarela Cibeles gracias a una colección de ropa y una selección de modelos asquerosamente andróginos. Otra vez de moda la absurda androginia, piensa Sara. Por otra parte, además de asumir el papel de machote -porque Ana siempre es, tiene que ser, la Princesa del Planeta de la Feminidad-, Pantera es una niñata malcriada con muy mal humor, lo que se traduce en que no soporta que Sara se acerque a su Nueva Princesa Venusiana; aún sabiendo que a ella no le van las tijeras. Recapitulando: Sara sabe que no será bienvenida por la novia de su amiga ni por el séquito de lamecoños que la suelen acompañar, adorándola como icono de la secta lésbica de la transgresión. Consolándose por otra parte, Sara también sabe que, de hecho, aunque acudiese, la fiesta tampoco sería lo que se dice una fiesta en la que ella encajase. A saber: llena de marimachos con peinados hitlerianos, tres o cuatro toxicómanas desnudas que se dejarán introducir

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todo lo que se les ocurra a las marimachos en pos de sus futuras dosis, y un pequeño grupo de hombres-niño que deben ser extranjeros como condición sine cua non para que les dejen entrar a la fiesta. No, definitivamente ya está harta de las fiestas de Ana. b) Llamar a Javier e ir a su casa a follar. Aunque Javier no le gusta (sobre todo por su absoluta falta de ingenio), es capaz de proporcionarle varios orgasmos cada noche, pues fornica como si no hubiese un mañana o algo así. Además Sara sabe que le dirá que sí: el pobre desgraciado está solo en la Ciudad y siempre dice que sí a todo. Menos aquella vez que Sara le pidió que le mease encima. c) Llamar a su ex y quedar con él y sus amigos, que también son los suyos. Y, quizá, fumar algo a lo que ellos llaman opio mientras ven cine de serie B en el gran salón de ese gran piso situado en el mejor barrio de la Ciudad, que su Ex heredó hace un año de su padre. Padre que por cierto mandó pintar un retrato bastante manierista que le presentase como un elegido ángel exterminador empalando mendigos. Retrato que ahora preside el gran salón donde se ven las películas de serie B. Y es que el padre de su ex era un declarado darwinista. En fin, opciones varias y variadas. Pese a todo, y aunque no tiene más remedio que aceptarlo, Sara no acaba de comprender el objetivo del compadreo ritual de fin de semana, de hacerse ver en los lugares oportunos, con las personas adecuadas. Ya no basta, concluye, con mear en una piscina para hacerse notar, como cuando era pequeña. Ahora es preciso que la piscina tenga ese legendario producto que torna el orín en un espectro líquido y deshilachado, de color rojo o verde o azul, qué importa, para que los que se bañan contigo -con nosotros- se den cuenta de que estás ahí, que tienes algo que ofrecer. O, al menos, si la existencia de esa alquimia cromática es un puro fraude, como dicen por ahí, que haya alguien próximo al meón, para que pueda notar el calor de su pipí. Porque si no, de poco sirve. Pero nunca hay nadie los suficientemente cerca y lo suficientemente desnudo como para notar el calor del orín de Sara. De muy poco sirve, seguiría siendo un alivio fisiológico, nada más. Por eso Sara quiere salir de esta masificada piscina e invitar

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a la gente a tomar un baño con ella en privado. Y ver si alguien consigue permanecer incorruptible, cosa que duda. Finalmente se decide por llamar a Javier y aliviarse fisiológicamente. ¿Suprema caprichosa ibérica?, pregunta Javier. Y Sara pone los ojos en blanco, repleta de hartazgo. No eres tú, que también. ¿Qué pizza prefieres que pida para cenar, suprema, caprichosa o ibérica? Je. Son esta clase de bromas estúpidas las que han ido espaciando sus encuentros con Javier. El tipo folla muy bien, sí, pero sus desesperados intentos por ser ingenioso la hacen vomitar. No hay nada peor que pretender ser algo que no se es. Hay cosas que no se deben intentar. “Inténtalo” es un mal consejo demasiado extendido. Con aliento a pepperoni –se decidió por la Suprema- y rodeados de latas de cerveza vacías, Javier y Sara mantienen la que será su última relación sexual. Sara se da cuenta cuando se traga el semen de Javier: no sabe a nada supremo y tiene grumos. Esta historia se acaba aquí, después de unos cuantos meses de buen sexo y represión de la ira. Adiós, Javierín. El caso es que Sara ha vuelto al piso con la sangre hirviendo y la rabia desbocada, manteniéndola a raya a duras penas. Al entrar en casa, pasa por delante la habitación de Marta, la puerta abierta, y se topa de nuevo con El Alquimista. Imbécil. La rabia, la furia y el desprecio empiezan a silbar como una olla exprés y le salen por la nariz y las orejas en forma de vapor de odio. Sara abre el frigorífico y coge una de las morcillas de Burgos que religiosamente cena Marta todos los domingos, a la vuelta de sus fines de semana familiares. Y se la mete en el coño. Se masturba un poco: lo justo para que quede impregnada de su fluido, de su odio. Entonces el silbido de la olla exprés empieza a extinguirse. Sara cierra los ojos y decide soñar que Marta será infectada por un virus de rencor genital de consecuencias nefandas. Sara, a un microsegundo de abandonar ya la vigilia, se da cuenta que es momento de cambiar de piso.

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Todas las historias contadas en este nĂşmero son experiencias robadas a terceras personas.

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