Marta novellas fragment no estás sola

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Sara propuso a sus hijos ir a dar un paseo por la playa antes de comer. Guardaba secretamente la esperanza de encontrarse de nuevo con Melana y presentarle a sus hijos. Tal vez podría invitarla a comer con ellos. Pero ese domingo, Melana no apareció. Pasaron frente a su casa y Sara miró hacia el balcón. Tenía la persiana bajada. Se sintió defraudada, pero no se atrevió a llamar a la puerta. Era evidente que no se encontraba en casa. Pasó una semana más, y Sara volvía a estar sin sus hijos. Tenía un nuevo y largo domingo frente a ella. Volvió a acercarse a casa de Melana, pero se encontró con el mismo panorama que el domingo anterior. Volvió decepcionada a su casa y llenó las horas en quehaceres domésticos. Pero no podía dejar de pensar en Melana, en ese encuentro casual y salvador, en qué podía hacer para verla de nuevo. Tenía la sensación de haber encontrado una persona muy diferente a las que conocía. Deseaba crear una amistad con ella, pero había desaparecido. Melana le había dado cobijo en su casa sin pedir nada a cambio, ni una explicación sobre su pena, ni un consejo gratuito, al contrario de lo que solían hacer sus “presuntas” amistades. Sara se había alejado cada vez más de sus “amigos” desde que se separó. En realidad eran los amigos de su marido. Ella había renunciado a los propios mucho antes, cuando se casó. Estaba cansada de disimular, de dar explicaciones innecesarias a quien, por otro lado, no tenía por qué dárselas. Llevaba demasiado tiempo viviendo una vida que no había escogido. Tenía ganas de romper con todo y no sabía por donde empezar. Por eso, la calma que sintió en Melana la dejó presa. Envidiaba esa relajación en el semblante, esa paz de espíritu que transmitía, esa percepción del valor de las cosas aparentemente insignificantes. Y sentía necesidad de acercarse a ella, de contagiarse. Quería aprender a vivir como ella. Pero, en realidad, Sara sabía muy pocas cosas de Melana. Esa tarde que pasaron juntas no se explicaron nada de su vida, ni actual ni anterior. Únicamente se hicieron compañía la una a la otra. Sara no sospechaba que también ella había aliviado el dolor a Melana. Después de cuatro semanas, y sin cesar en el intento, Sara fue directamente a casa de Melana. Subió las escaleras con el corazón acelerado. Tenía miedo. No sabía si su atrevimiento podía molestar a la que ella consideraba ya su amiga. Pero no podía seguir así. Quería verla de nuevo, tal vez hablar de lo que no hablaron, a pesar de que a Sara le había dado la impresión de que Melana, sin mediar palabra, ya había comprendido el motivo de su dolor. Llamó a la puerta con los nudillos de la mano, con los nervios no fue capaz de ver el timbre. Esperó unos segundos y al no aparecer nadie, buscó el timbre a tientas y finalmente lo halló junto al interruptor de la luz. Llamó de nuevo y volvió a esperar. Nada. Sintió rabia y decepción, y empezó a bajar las escaleras lentamente. Cuando estaba a punto de salir a la calle, oyó como daban vueltas a la cerradura y subió corriendo. La puerta se


abrió lentamente y tras ella apareció Melana, a oscuras, preguntando quien había. Sara se paró en el rellano y dijo fuertemente: ─Soy, Sara . Pero al instante vio a Melana. Tenía un aspecto muy diferente al que ella recordaba. Iba vestida con una bata y llevaba un chal sobre los hombros. Se había cubierto la cabeza con un gorro de lana, como los que usan los esquiadores. Se sorprendió tanto que enmudeció de golpe. ─¡Ah niña, pasa, pasa! Melana abrió la puerta tanto como pudo. Estaba visiblemente débil y cansada, pero su cara se había iluminado mostrando gran alegría por esa inesperada visita. ─ Disculpa mi aspecto. Debo estar horrible, lo sé, pero es que yo ya ni me miro al espejo. Sara seguía enmudecida. Nada más lejos de lo que podía imaginar. En unos segundos le pasaron por la cabeza todas las veces que había estado ante esa puerta sin llamar. Y sospechó entonces que Melana, posiblemente, había estado ahí siempre, sola y enferma. Le dio un par de besos en la mejilla y cogiéndola del brazo se dirigió hacia la sala de estar. ─¿Quieres que nos sentemos aquí o estabas en la cama? ─Estaba en la cama, pero prefiero sentarme aquí contigo. Sube la persiana para que entre un poco de luz, por favor, yo no tengo fuerzas hoy. Sara ayudó a Melana a sentarse en uno de esos viejos sillones y trató de colocarle un cojín en la espalda para que se sintiera cómoda, pero Melana lo rechazó. ─Todavía no lo necesito, gracias, ya llegará el momento. Sara continuaba callada y no se atrevía más que a sonreírle dulcemente. Estaba tan impresionada que no podía pronunciar palabra. Melana comprendió enseguida la sorpresa de Sara y tratando de quitarle importancia a su estado, preguntó: ─Y tú, niña, ¿cómo estás? Pero Sara siguió con su mudez, y se limitó a sonreír haciendo a la vez un gesto raro con sus hombros. Había intuido enseguida que estaba ante una grave enfermedad, pero aun así no llegaba a comprender ese cambio tan rápido y espectacular. Miraba a ese ser tan vital y de especial hermosura que había conocido un mes atrás, no daba crédito a lo que veían sus ojos. Melana, que estaba francamente cansada y débil, comprendió el mutismo de Sara, y permaneció callada mirándola afablemente como queriéndole indicar que esperase, que ya le explicaría más adelante. Sara se sentó en el brazo del sillón de Melana, le cogió la mano y la puso entre las suyas, y dirigió su mirada al mar a través del gran ventanal. Lloraba en silencio el dolor de su amiga y el suyo propio, cuando una lágrima resbaló mejilla abajo y, sin poderlo evitar, mojó sus manos. Melana abrió los ojos y le dijo:


─Venga, mi niña. Te voy a pedir primero un favor y luego hablamos, ¿vale? Mira, acércate a la cocina y llena la regadora que verás a través de la ventana, así podrás regar las plantas del balcón que están sedientas y se han puesto muy tristes, apenas queda una flor. Sara se levantó al instante dispuesta a contentar a Melana y se dirigió al recibidor sin saber donde quedaba la cocina. Miró a lado y lado. Dos puertas estaban cerradas y otras dos entreabiertas, por lo que pudo ver que una daba al baño y la otra a la habitación de Melana. Sintió una curiosidad incontrolable y dirigió su mirada hacia el dormitorio, haciendo un rápido recorrido por toda la habitación. Vio la cama deshecha en el centro y junto a ella una mesita de noche con una lámpara, un vaso y una botella de agua, un libro y un par de retratos. Pudo ver también frente a la cama una cómoda coronada por un espejo y, a su lado, colgados en la pared, unos cuantos cuadros pequeños que seguramente, pensó Sara, también contenían retratos. Su observación no duró más de diez segundos, pero fue suficiente para darse cuenta de que, a pesar de haber pasado ahí todo un domingo, no conocía la casa. Abrió finalmente la puerta de la cocina y vio la regadora a través de la ventana como le había indicado Melana. La llenó y se dirigió al balcón cruzando la sala en silencio. Mientras regaba las plantas no paraba de pensar en lo que había visto. Su mente daba vueltas y vueltas, imaginando diversas posibilidades sobre la historia de su desconocida amiga. No había pensado nunca en ella. Para Sara, Melana había surgido un día en la playa para hacerle compañía y aliviar su dolor, y ahora estaba frente a alguien que también sufría y tenía una historia, quizás parecida a la suya, o tal vez muy diferente, pero sintió que había mucho por saber. Volvió a sentarse junto a Melana que parecía ya más despejada y, cuando iba a formularle su primera pregunta, ésta se llevó la mano a la cabeza para quitarse el gorro. Sara cerró instintivamente los ojos, apretándolos fuertemente, para no ver lo que esperaba. Oyó entonces una fuerte carcajada y los abrió de par en par. ─No, niña, no. Aún conservo mi cuero cabelludo. Menudo susto te has llevado. Veo que ya sospechas lo que me está pasando, pero la quimioterapia no ha acabado aún con mi pelo, y dicen esos médicos sabelotodo que quizás lo conserve. Sara se levantó y fue a sentarse al otro sillón. Apoyó su espalda en el respaldo y cruzando las piernas en actitud relajada, permaneció a la espera de que Melana empezara a hablar. ─¿Recuerdas que el día que estuviste en casa llegó un momento en que te dije que debía salir porque tenía cosas que resolver? Pues bien, ese día fui a llevar a Brup, mi perro, ¿te acuerdas de él?, a casa de un amigo que se ofreció para quedarse con él mientras yo no pudiera atenderle. Esa misma noche ingresé en el hospital para ser operada al día siguiente. Hacía cuatro meses que estaban realizándome pruebas y más pruebas para llegar a un diagnóstico correcto. Finalmente fue lo que esperaban, un cáncer de colon. Decidieron extirpar parte del intestino y tratarme con quimioterapia. Y ya ves, en eso estoy. La quimio es lo más duro. Hay días en que se


tolera bien y te permite hacer una vida bastante normal, pero otros te deja hecha una caca. No puedo casi levantarme y me cuesta llegar al baño para vomitar. Pero hoy parece que lo llevaré bastante bien, creo que incluso tengo apetito y, además, me ha alegrado mucho que hayas venido. Sara la escuchaba en silencio, y su mente se disparó a pensar en mil cosas a la vez. Era verdad, su amiga tenía un perro al que ella no había echado de menos ni por un momento. Volvió a sentirse invadida por un sentimiento de culpabilidad que la hizo sentirse mal, incómoda y avergonzada. Ella estaba pasando por uno de los peores momentos de su vida y, en ese momento, se dio cuenta de que eso la había transformado en un ser egocéntrico, que no veía más allá de sus propias narices, y que no buscaba más que su propio consuelo y beneficio. Había olvidado la existencia del perro de Melana, pero también la de otros seres mucho más importantes. Se paró a pensar en sus hijos y cómo en más de una ocasión se había sorprendido al tropezar con alguno de ellos en el pasillo o la cocina, como si se tratara de una aparición inesperada. Esa era su casa, su hogar y sin embargo Sara no contaba con su presencia. Deambulaba por el piso como una autómata, hundida en sus pensamientos, ejerciendo de madre robot. Limpiaba, cocinaba, trabajaba dentro y fuera de casa, pero no era consciente de su presencia. Se limitaba al cumplimiento de unos deberes preestablecidos por su condición de cabeza de familia, y punto. Pensó en sus hijos, y le pareció que hacía mucho tiempo que no sabía nada de ellos. Iban al colegio, hacían deporte en sus respectivos clubes, María iba a piano y ella la recogía puntualmente a las seis y media cada martes y jueves, pero no sabía qué pieza estaba aprendiendo ese trimestre, ni qué compañeros tenía, ni si le gustaba su nueva profesora. Guillermo y Enrique estaban en plena adolescencia. Es una etapa importantísima en la vida de cualquier persona, y ella no le estaba prestando ninguna atención. Y ahora estaba frente a Melana, que tenía una grave enfermedad y que en lugar de ofrecerle el consuelo que ella buscaba, le mostraba la dureza del dolor físico y del futuro incierto. Pero, a decir verdad, Melana no se había quejado. Únicamente le había informado de su estado y tampoco le había transmitido intranquilidad sobre su futuro. Al contrario, con gran espontaneidad y naturalidad, se había limitado a acabar su explicación con un expresivo ¡Hay que joderse! Sara no entendía esa serenidad. Ella estaría furiosa, de hecho lo estaba, renegaría y protestaría y lloraría sin parar. Hubiera incluso intentado buscar culpables, trasladar absurdamente la culpa de ese infortunio a alguien, a cualquiera, para poder así descargar su rabia contra él. Melana intuyó, por el silencio de Sara, lo que ésta estaba pensando. ─No le des más vueltas, niña, no hay explicación lógica posible. Me ha tocado a mí como ha tocado antes a muchos otros, y como te puede tocar a ti un día. Sí, sí, no pongas esa cara de susto. Es una lotería en la que todos jugamos, y unas veces toca a unos y otras, a otros. Pero piensa niña, que con eso no quiero decir que me conforme y me vaya a dejar morir. Al contrario, con eso quiero decirte que debemos ser más conscientes de que estamos viviendo y de que esa


vida, la tuya, la mía, la de todos siempre tiene un fin. Cuando somos chicos, y por algún motivo preguntamos a nuestros mayores sobre la muerte, siempre tienden a indicarnos que es algo muy lejano y casi impensable para nosotros. Su intención es buena, no quieren que nos angustiemos con esa circunstancia, pero a su vez es una negación de esa posibilidad y su posible proximidad, que hace que crezcamos sin tener consciencia de lo efímera que es la vida. Sara pensó entonces en su bebé, aquel hijo que murió después de sólo tres meses de vida, cuando ella era muy joven. Fue un golpe muy duro para ella, para él también, pero ambos lo atribuyeron a uno de esos casos que ocurren entre mil. Trataron de superarlo como pudieron, aunque Sara sabe muy bien que eso no se supera, sino que se esconde en un rincón de la memoria y se hacen auténticos esfuerzos para que no aflore y evitar así el dolor insoportable. Melana quiso retomar el hilo de la conversación para centrarse en la enfermedad, y no en la muerte. Intentó paliar la angustia de Sara mostrándole que lo inmediato no era la muerte, sino que estaba enfrentándose únicamente a una nueva etapa de su vida que, eso sí, debía sufrir algunas modificaciones con relación a la anterior. Y volvió a hablar de Brup. Le explicó que hacía dos años, al poco de instalarse en esa casa, en uno de sus paseos por la playa, vio un perro tumbado en el suelo gimiendo de dolor. Se acercó a él y vio que tenía una pata rota. Podía ver sus huesos a través de la herida. Ella no era muy amante de los animales, pero le conmovió ese perro solo y desvalido. Ante la imposibilidad de moverlo ella sola, y sin que en la playa hubiera otro ser que la pudiera ayudar, fue a su casa a buscar un recipiente para ponerle agua y comida, y volvió a la playa para estar a su lado esperando que se repusiera un poco. Comprendió, al poco, que no era posible que el perro, con aquella herida, pudiera salir de ese lugar por sí solo, y se fue en busca de un veterinario. Por suerte dio con un veterinario joven y amable que se mostró encantado, casi entusiasmado, con la posibilidad de salvar al animal, tanto que Melana dudó de si sería la primera vez que ese doctor tenía ante sí una herida como aquella, y si su falta de experiencia no sería perjudicial para el pobre perro. Pero el joven veterinario era un auténtico profesional, se trasladó a la playa con su maletín de instrumental y lo atendió allí mismo en una primera cura. Luego lo cargó en su automóvil y, junto con Melana, se trasladaron a la clínica donde disponía de todo lo necesario para salvar esa pata rota. El joven doctor interrogó a Melana sobre la edad del perro y el estado de sus vacunas. Tuvo que explicarle que lo desconocía todo acerca de aquel perro, que no sabía de dónde provenía ni lo había visto jamás. No sabía tampoco cómo se había producido esa herida. El veterinario dijo que posiblemente había sufrido un atropello, pero que la rotura había empeorado por los esfuerzos que había hecho el perro al intentar andar.

─¿Que nombre le ponemos en la ficha? – me preguntó el médico, que estaba rellenando el


formulario pertinente para su ingreso. Y, en ese momento el perro soltó un sonido muy parecido a “brup”, algo que no supimos si fue un estornudo o un eructo. ─Brup ─dije yo ─. Eso es lo que me ha parecido oír. Pongámosle Brup. ¡Imagínate la cara del médico! Nos echamos a reír los dos y Brup se quedó con ese nombre para siempre. Melana pensaba dejar al perro en la clínica y hacerse cargo de los gastos hasta su recuperación, pero el joven doctor le indicó que eso no era posible, que ahí no disponían de personal las 24 horas, eran los amos los que cuidaban de sus animales siguiendo las indicaciones y pautas que él estableciera. Insistió en que ella no era la dueña de ese perro y que, por otro lado, nunca les había tenido demasiada simpatía. Fue entonces cuando el joven veterinario le dijo que si ella no se hacía cargo del perro, tendría que avisar a la Sociedad Protectora de Animales, cosa que a Melana no le pareció una mala solución, pero detectó enseguida un gesto de desaprobación en la expresión del médico. ─¿Qué pasa? ─dijo Melana─ ¿No es el lugar idóneo para un perro desprotegido? ─Entonces, niña mía, ese joven médico me explicó algo que yo, poco amante de los animales, desconocía. Resulta que la Sociedad Protectora de Animales se encarga de buscarles un hogar, pero si en quince o veinte días no se lo han encontrado, los sacrifican. Y es así como Brup entró en mi vida, y este fue su nuevo hogar. Yo no tenía ni idea de cómo cuidar de él, pero el joven veterinario me ayudó en su recuperación y me enseñó mucho sobre estos espléndidos animales, sobre su inteligencia y su lealtad. Brup me ha hecho mucha compañía durante estos dos años y me ha dado la oportunidad de acercarme al mundo de los animales. Además, te diré una cosa: Yo no sólo no entendía nada de perros sino que tampoco entendía en absoluto a sus amos. Me parecía una exageración las atenciones que les dispensan y el amor, si se puede llamar así, que sienten por ellos. En cambio, ahora que he tenido que separarme de él y, aunque sé que está en buenas manos, te diré que lo añoro, que siento nostalgia y que me siento culpable de su traslado forzoso y de que pueda sentir que lo he abandonado. Pero como te decía, la vida es así, una cadena de etapas cambiantes y que te obliga a perder el apego a muchas cosas, incluso a los seres queridos.

En ese momento bajó los ojos y se quedó callada. Sara, que se había entusiasmado con el relato de su encuentro con Brup, comprendió que Melana ya no sólo se refería a su perro, sino que posiblemente pensaba en aquellas personas cuyos retratos pudo entrever cuando atisbó el interior de su habitación. No quería forzar a Melana a hablar de ellos ni tenía por qué. Quiso respetar su silencio y salió al balcón a mirar las plantas, quitándoles alguna que otra hoja seca. Pasaron unos minutos y al entrar vio que Melana se había quedado dormida. Se sintió algo


incómoda y sin saber qué hacer, hasta que se le ocurrió que podía preparar algo para comer. Fue sigilosamente hacia la cocina y buscó en la nevera. Encontró un recipiente que contenía un buen caldo. Buscó en los armarios algo de pasta y se puso a preparar una sopa. No sabía nada sobre el tipo de alimentos que podía ingerir una persona en tratamiento de quimioterapia y menos operada de colon, pero si el caldo estaba ahí, debería haberlo tomado el día anterior. Recordó después la conversación que habían tenido el primer día sobre la congelación de alimentos y platos cocinados, y buscó en el congelador. Estaba lleno de pequeñas bandejas, etiquetadas con el nombre de lo que contenían y la fecha de envasado. Sara quedó asombrada ante aquella organización, no tenía la impresión de que Melana fuera una persona tan organizada y meticulosa. Las bandejas estaban ordenadas según su contenido: carne, pescado, verdura y caldo. También había algunas bolsas de plástico que contenían rebanadas de pan. Sacó una bandeja en cuya etiqueta ponía “Merluza en salsa”, pensando que era un plato adecuado para ese momento. Cuando estaba entre cazuelas, apareció Melana en el dintel de la puerta. ─¿Qué haces niña? No te molestes en preparar nada. Creo que lo tengo todo bastante organizado. ─Ya lo creo. No había visto jamás una cosa así. ─Yo tampoco ─dijo Melana─ pero ante las circunstancias era imprescindible que me lo montase de forma que el retorno a casa fuera lo más cómodo posible. Ahora sólo tengo que sacar mi bandeja, calentarla y.... ni una cazuela por lavar. Veo que estás preparando sopa. ¡Perfecto! Me apetece mucho, y es de las cosas que mejor me sientan. ¿Y esa merluza? ─Pensé que te apetecería también. La verdad es que no sabía qué hacer y no quería interrumpir tu sueño. ─Ahora me pasa a menudo. Como duermo mal por las noches, recupero algo en estos minutos durante el día. ¡Ya ves, estoy hecha un carcamal! ─Pues venga, carcamal, deja que me ocupe yo de esto. Enseguida preparo la mesa y comes. ─¿Cómo que como? ¡Comemos! No pensarás dejar que coma sola. ¡Ah no! Tú te quedas aquí conmigo. Saca más merluza y comemos juntas. Te aseguro que me alimenta más un buen rato de compañía que cualquier plato por rico que esté. Se sentaron en la mesa del comedor, Melana iba recuperando esa imagen de vitalidad con que Sara la identificaba. Sus ojos volvían a chisporrotear y su voz ya no sonaba cansina, sino dulce y pausada. Entre bocado y bocado, Melana iba explicando con entusiasmo la elaboración de aquellos platos. Hablaba de las verduras del caldo como si se tratara de preciosas flores que había cogido en el campo. De la pechuga fresca como si de un regalo que le hubiera hecho la propia gallina. De la merluza como si la hubiera sacado ella misma de entre las olas del mar. De la


salsa como si fuera un mimo que ella regalara a la merluza. Todo era creación, arte y, sobre todo, inter-relación. Así era como ella entendía la cocina. Sara la escuchaba maravillada. Le parecía increíble que se pudiera expresar tanto sentimiento con una sopa y una merluza en salsa. Pero Melana era así, capaz de ver vida en cualquier cosa por más insignificante que pudiera parecer. Volvieron a sentarse en los sillones de la sala para tomar el café. Sara se moría de ganas de fumar, pero no se atrevía. Sabía que Melana se había visto forzada a dejarlo y no quería incomodarla. Pero fue Melana quien sacó del bolsillo de la bata un paquete de cigarrillos y le ofreció uno. Sara la miró sorprendida y titubeó. ─Toma uno, niña, y nos lo fumamos juntas. Es un placer al que no pienso renunciar, los médicos ya lo saben y me lo consienten. Prometí que sólo serían dos al día y lo estoy cumpliendo. Además, me encanta compartir este momento contigo. Es como si nos fumáramos juntas la pipa de la paz. ¡Qué sabios eran esos mayas! Ahí donde yo vivía, al otro lado del océano, tenían muy arraigada esta costumbre de compartir el humo. Es un momento de paz en que a través del humo se comparten sentimientos sin necesidad de expresarlos.

─¡Seguro! ─contestó Sara tajantemente, con la intención de recuperar el hilo de la conversación─ pero ahora más que sentimientos quisiera compartir realidades. No te extrañará si te digo que estoy sorprendida por tu enfermedad. Me he quedado de pasta de boniato al verte, y me ha costado reaccionar, pero ahora lo que me preocupa es saber como vas a salir adelante, quien está contigo, si tienes a alguien cerca de ti para lo que puedas necesitar. Parece ser, por lo que me has explicado, que todo ha ido bien, pero la recuperación puede ser lenta y más si te has de someter a sesiones de quimioterapia. ─No te preocupes, niña, está todo bajo control. He tenido tiempo suficiente para organizarme, ¿no lo has visto? ─No quiero interferir en tus cosas ni parecer indiscreta, pero tengo la impresión de que vives sola y me parece que por mucha organización que tengas pueden surgir imprevistos que no puedas resolver. ─Tranquila. Puedo ponerme en contacto con los médicos por teléfono en cualquier momento y a cualquier hora, además, una amiga tiene las llaves de casa y pasa a diario a verme. Y… en dos o tres días me dejarán salir a dar un paseo y, entonces, acabaré de reponerme. Sara no entendía la insistencia de Melana en quitarle importancia a su estado, pero con sus explicaciones verificó lo que ya sospechaba. Melana estaba sola y sin familia. ¿De quién eran entonces esos retratos que vio en su habitación? Era evidente que Melana no quería hablar de ellos y, aunque muerta de curiosidad, no se atrevió a preguntar.


Permanecieron en silencio unos minutos, mientras Sara daba vueltas en su cabeza buscando la manera de poder ayudar a su amiga. Pero ella no podía, se veía incapaz. Durante la semana iba de bólido entre el trabajo, la casa y sus hijos, no disponía de más tiempo para poderse ocupar de ella. Sin darse cuenta, se puso a expresar sus pensamientos en voz alta. Hablaba suavemente pero sin parar. ─Yo no puedo. No tengo tiempo y, además, vivo en la otra punta de la ciudad. He de ocuparme de los chicos y no puedo contar para nada con Alberto. En ocho meses no le he pedido ni un favor. Tampoco sé si me lo haría. Melana estuvo a punto de interrumpirla en la primera frase, pero esperó y dejó que hablara. Notó que no hablaba para ella sino que simplemente verbalizaba todo aquello que sentía en su interior a punto de estallar. Ni siquiera la miraba, había lanzado su vista al mar, al horizonte, ahí donde parece que todo se acaba. ─¿Por qué será tan complicada la vida? ─preguntó Sara en voz alta sin esperar ninguna respuesta ─. Después de tantos años luchando, pendiente de los demás, renunciando a ti misma, a tantas cosas en vista de un futuro mejor, y resulta que no hay futuro y, desde luego, si lo hay, no es mejor. Sientes que te han engañado, que has tirado quince años de tu vida por la borda, y que tu juventud se ha esfumado de golpe. Has de seguir viviendo, tirar adelante tú sola con un proyecto que comenzó siendo común y que estaba diseñado para ser compartido. ¡Qué cojones tiene la cosa! ─y continuó─ Alberto era un tío fantástico, no creí jamás que me pudiera hacer una cosa así. Hemos estado siempre juntos, lo hemos compartido todo, ¡todo! Hemos tenido de todo durante estos quince años, nos las hemos visto de todos los colores, pero siempre, siempre, hemos estado juntos. Y ahora ya ves tú, llega una muchacha que apenas sabe quién ni cómo es, pero que le dice que le quiere y le hace creer que todo va a ser maravilloso a partir de ahora, y el tío se la cree. ¿Será posible? ¿Cómo puede ser que un hombre maduro, padre de familia, que ha sido siempre fiel a sus principios, sea capaz de pensar tan alegremente que su vida va a cambiar de la noche a la mañana solamente porque se lo diga alguien que le dice que le quiere más que yo?. No lo entiendo, la verdad es que no entiendo nada de esta situación, no entiendo cómo se puede dejar de ver a tus hijos a diario y pasar a tener dos citas mensuales de dos fines de semana. ¿Es que sus hijos no han significado para él más que un acto reproductivo?

Sara se oyó entonces a sí misma diciendo todo aquello en voz alta. Miró a Melana sin saber si reír o llorar y espetó un ─¡hay que joderse!─ como había dicho antes su amiga. Entonces se echaron las dos a reír, con una risa cómplice que ahogó en ambas sus ganas de llorar. ─Ya ves lo tonta que soy. Llevo ocho meses cargando con esta situación y sigo sin entender nada como el primer día. Perdóname el abuso de confianza, no estás en el mejor momento como para que yo te venga con mis problemas, pero ¿sabes una cosa? Es la primera


vez que lo explico a alguien abiertamente y en voz alta. Creo que desde que te conocí tenía la necesidad de explicártelo, al contrario que con el resto de la gente que me rodea. Tanto a mis amigos como a mis compañeros de trabajo, les he ocultado mi malestar, al contrario, me he esforzado a simular un estado de fortaleza y serenidad que te aseguro no poseo. Pero la verdad es que no me gusta nada mostrarme débil ante los demás. Además, y fíjate tú cómo son las cosas, siento que es un fracaso mío, casi me siento culpable, aunque no sé muy bien de qué, y por eso trato de ocultarlo. ¿No te parece una barbaridad que me sienta culpable ante algo que jamás se me pasó por la cabeza que me podría pasar a mí? Pues así es, y me molesta muchísimo, pero no lo puedo evitar. Tal vez mi culpa sea esa, la de no haber sido capaz de pensar que me podía pasar a mí. No soy la primera ni la última de este mundo que pasa por esto, pero te aseguro que aún habiéndolo vivido en otras carnes, se me antojaba muy lejos de mí. Además, cuando te pasa a ti, es como si vieras esa situación por primera vez. Nada tiene que ver con lo que han pasado otras, crees que lo tuyo es diferente, porque tu matrimonio también lo era. Pero no, en el fondo sé que lo que yo siento y sufro, lo han sentido y sufrido otras antes que yo, aunque ahora me duele a mí. Melana abrió los brazos invitando a Sara a refugiarse en ellos. ─Ven, niña, y llora todo lo que quieras, que yo sé muy bien por lo que estás pasando. Sara se sentó junto a Melana, y se fundieron en un fuerte abrazo, pero no hubo llanto, sino un largo silencio que permitía oír su respiración profunda. Llegó la hora en que Sara debía partir. Alberto era muy puntual a la hora de devolver a los chicos y ella quería llegar antes. Trataba de evitar cualquier situación que pudiera resultar violenta o ser motivo de reproche. No sabía cómo despedirse de Melana. Le dolía mucho dejarla sola en esa situación, pero no podía evitarlo. Recogió las cosas que habían quedado sobre la mesa y limpió la cocina. Era lo único que podía hacer antes de irse. Melana comprendió que había llegado el momento, estaba cansada pero le daba pena quedarse sola, además, no sabía muy bien qué era, pero había algo en Sara que le gustaba mucho y su compañía le resultaba muy grata. Como en otras ocasiones, se adelantó para evitar a Sara el momento que se le antojaba duro. ─Ahora vas a tener que perdonarme, niña, pero debo volver a la cama, estoy cansada y no me conviene apurar. Cierra la puerta de la calle y vuelve cuando quieras, por el momento no voy a fugarme. Me ha gustado mucho que vinieras, de veras. Sara sonrió y le lanzó un beso con la mano. Cerró la puerta tras de sí y bajó las escaleras con lágrimas incontroladas que saltaban de sus ojos. Había anochecido, la oscuridad le proporcionaba intimidad y anonimato para poder cruzar la ciudad mientras desahogaba el llanto y se tranquilizaba. Quería llegar a casa sin que se le notara lo más mínimo que había estado llorando. No quería que lo viesen sus hijos, ni mucho menos Alberto.


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