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MAS VIDA MENOS LIKES
Su ATENCION por favor
Teletrabajo, redes sociales, reuniones por Zoom, compras online, entretenimiento por streaming… En pandemia, todo compite en la misma pantalla. Entre el miedo de quedar afuera del mundo virtual y el insomnio perpetuo, ¿cuál es el límite?
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Por CLAUDIA PASQUINI Ilustraciones MARIA REBOREDO
Revisar la agenda en Google Drive, leer los 48 mails de nuestros correos personales y laborales, seguir el hilo de cinco grupos de WhatsApp, ayudar a los chicos con sus clases por Zoom, organizar el cumpleaños familiar por Meet, subir la foto del postre que produjimos para Instagram, buscar una playlist en Spotify para escuchar mientras trabajamos, relojear las noticias en Twitter, identificar un tutorial en YouTube para cortarle el pelo a nuestra pareja, hacer el pedido online al supermercado antes de la próxima videollamada, elegir una serie en streaming… Y sigue, sigue, sigue.
En los últimos meses, muchos hogares se convirtieron en pequeñas sucursales de la NASA. Pantallas de todos los tamaños, micrófonos, auriculares y aros de luz ocupan mesas, cocinas, dormitorios y todo rincón disponible para conectarse. El trabajo, la educación, la salud, la vida social, el entretenimiento… y hasta el fitness pasaron a depender de Internet. Entrar a la web es un viaje de ida: sabemos cuándo comienza pero nunca cuándo termina, porque todo, absolutamente todo, compite por captar nuestra cada vez más dispersa atención… ¡y lo logra!
Dicen los expertos que, por hache o por be,
consultamos las pantallas de nuestros teléfonos móviles unas 150 veces por día. Es decir, una vez cada cinco minutos. Haciendo cuentas, de los próximos 60 años habremos dedicado un promedio de 12 al celular. Es nuestro alter ego: desprenderse de él es como quedar desnudo en público. Y en un futuro no tan lejano podría ser literalmente parte de nuestro cuerpo: el magnate Elon Musk (el mismo que organizó el último vuelo espacial tripulado) anunció a fines de agosto que su compañía trabaja en la nueva tecnología Neuralink, un implante cerebral que permitirá manejar con la mente cualquier dispositivo en red.
Vivimos hiperconectados. Según datos del Enacom, en diciembre del año pasado en Argentina había 125,5 líneas de celulares funcionando cada 100 habitantes. Las estadísticas del Indec registraron, para la misma fecha, que 84 de cada 100 personas usaban móvil y que el 79,9% de la población utilizaba Internet.
Así llegamos a marzo, cuando el aislamiento social obligatorio impuso el teletrabajo. El portal de empleos Bumeran realizó una encuesta entre usuarios latinoamericanos para saber cómo los afectó esta nueva modalidad. La primera conclusión es que la mayoría sufrió el síndrome de burn out: el 87,9% de los argentinos aseguró sentirse quemado mentalmente por trabajar desde su casa. Las razones aludidas fueron la carga excesiva de tareas, la imposibilidad de desconectarse y una sensación de estrés excepcional.
A contrapelo de la imagen romantizada del emprendedor que dispone del día a su antojo, la realidad es que así se trabaja más y en peores condiciones, entre otras cosas, porque es imposible discriminar la jornada laboral de la vida personal. Una pesadilla, sobre todo para las mujeres, habitualmente encargadas además de las tareas domésticas y de cuidado, ahora sin ayuda externa. Más que multitasking, las habilidades requeridas son las de un animal salvaje que trata de sobrevivir en la selva.
La pandemia multiplicó la dependencia colectiva de los dispositivos y de las grandes empresas tecnológicas (Google, Facebook & Co.), verdaderos Masters of the Universe. Ofrecen servicios gratuitos o de muy bajo costo pero sus algoritmos están programados para optimizar el engagement, es decir, el tiempo que pasamos interactuando con ellos, porque esa es su máquina de extraer datos. Ahí está el negocio: el procesamiento de esos datos permite conocer hábitos, gustos, trazar perfiles, descubrir tendencias, predecir comportamientos y necesidades de millones de personas. Y luego venderlos al mejor postor como insumo para el marketing hipersegmentado de marcas, productos, candidatos políticos, gobiernos.
Las redes sociales fueron diseñadas como máquinas tragamonedas, solo que, en lugar de dinero, recompensan con likes, corazoncitos, retuits.
Cuando la suerte que es loca te toca y tu contenido interesa a mucha gente que lo comenta o comparte, te genera un shot de dopamina, infla tu ego, tu valor de mercado, tu marca personal… y alimenta la adicción. Una dependencia que, a diferencia de la ludopatía o la drogadicción, no está reconocida ni sancionada socialmente. Al contrario: todos tenemos una excusa para colgarnos de Internet.
De a poco, nuestra vida real se convierte en una puesta en escena para adecuarnos a los requerimientos de las redes. Cada imagen cotidiana es eventual escenario para una selfie o videito, nuestras casas replican la norma estética de Instagram, nos tuneamos para Tinder… En la búsqueda de ser originales y “auténticos”, se multiplican los clichés. ¿Me gusta?
Bienvenidas y bienvenidos a la “economía de la atención”, el verdadero valor en una era en la que lo que sobra es la oferta de información y estímulos.”Te ha llegado un correo, un mensaje, un hechizo, un paquete. Hay un usuario nuevo, una noticia nueva, una herramienta nueva. Alguien ha hecho algo, ha publicado algo, ha subido una foto de algo, ha etiquetado algo. Tienes cinco mensajes, veinte likes, doce comentarios, ocho retuits. Hay tres personas mi-
rando tu perfil, cuatro empresas leyendo tu currículum, dos altavoces inalámbricos rebajados, tres facturas sin pagar. A las personas que sigues les interesa esta cuenta, están hablando de este tema, leyendo este libro, mirando este vídeo, llevando esta gorra, desayunando este bol de yogur con arándanos, bebiendo este cóctel, cantando esta canción”. Entre tanto, se esfuman horas de sueño, de amor, de juego con los hijos, según describe la periodista española Marta Peirano en su libro El enemigo conoce el sistema. Defensora de la privacidad de datos y del software libre, Peirano (que fue jefa de Cultura y Tecnología en Eldiario.es, codirectora de Copyfight y cofundadora de Hacks/Hackers Berlin) sostiene que “economía de la atención” es sinónimo de “capitalismo de vigilancia”. “Nos explotan y encima estamos menos conectados, somos menos felices y menos productivos que nunca, porque somos adictos”, dijo en el encuentro Hay Festival Cartagena 2020. Las aplicaciones nos dan una satisfacción inmediata, que compite con la que pueden proveernos, menos automáticamente, nuestras relaciones de carne y hueso. ¿Cuántas comidas transcurren sin que alguno de los comensales mire su celular? ¿Qué pareja se dedica la misma atención que a la pantallita mágica? En cambio, nadie quiere quedar afuera de lo virtual: la nueva fobia social es el FOMO, sigla de Fear of Missing Out (“miedo a perderse algo”). Aunque el costo se pague con ansiedad, insomnio, problemas de vista, de columna, etc.
Ante la abundancia de estímulos, hay menor tolerancia al aburrimiento. El dolce far niente está muerto. Si tenés tres minutos libres, te generan ansiedad y sacás el celular para “aprovecharlos” ¿Dónde entretenerse más rápido que en la web? En este sentido, ya no hay diferencias de género: según datos de la plataforma Newzoo, el 46% de los gamers son mujeres.
En el libro Guía para sobrevivir al presente, el tecnólogo y economista argentino Santiago Bilinkis sostiene que, como resulta imposible prescindir de los dispositivos, hay que ponerles límites concretos para que no afecten nuestra salud. Por ejemplo, establecer un tiempo máximo de conexión por día, apagar celulares y computadoras pasada cierta hora, desconectar las notificaciones instantáneas de chats y correos para que no interrumpan cada una de nuestras actividades, y pautar propios tiempos de respuesta. La felicidad, todavía, sigue estando en las pequeñas cosas. n