¡Qué rollo,otra vez vacaciones!

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¡Qué rollo, otra vez vacaciones!

Lóguez

¡Qué rollo, otra vez vacaciones!

Lóguez

Justo dos días antes de acabar las vacaciones, mis padres se pierden en el súper.

Por cuarta vez.

Cuando eso ocurre, yo estoy junto al mostrador del queso, charlando con la dependienta.

En ese momento, ella me dice:

—Eddie, si compras emmental…

Se calla al oír una voz por megafonía:

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¡Atención, atención! Los padres de Frederike Langer –conocida como Eddie— han vuelto a perderse entre la sección de panadería y la de conservas. Esperan a su hija en la oficina de la señora Krüger.

La dependienta me mira como si llevase el pelo de caniche. Trato de sonreír.

—¿No son esos tus padres? —pregunta la dependienta.

—Pues sí —respondo.

—¿Se han perdido otra vez? —dice la dependienta.

DESAPARECIDO

DESAPARECIDA

—Sí. Otra vez —le respondo, y me pregunto cómo ha podido ocurrir.

Antes de ir al mostrador del queso, les he dado una lista.

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La lista no era larga. No he querido exigirles demasiado. Solo tenían que ir a la sección de panadería y bollería, y encontrarse luego conmigo junto al mostrador del queso.

—¡Y no os perdáis! —les he dicho.

—¿Cómo vamos a perdernos? —ha respondido mi padre.

—¿Pero qué te piensas? —ha preguntado mi madre.

Luego se han ido hacia la panadería ¡y se han perdido!

—Me alegro de no tener hijos —dice entonces la dependienta—. Estas cosas dan mucho apuro.

—¡A quién se lo va a decir! —le respondo, sin asombrarme de por qué me ocurre esto justo hoy: un día muy normal de una vida muy normal.

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Los días normales son conocidos por ser aquellos en los que ocurren las cosas más disparatadas. Eso ya me lo sé. Y disparatado, desde luego, no es. Más bien tonto, porque ¿a quién le gusta perder a sus padres en el supermercado por cuarta vez? A nadie.

Llamo a la puerta de la oficina del supermercado y me abre la señora Krüger.

—¡Vaya granujas! —dice riendo. Ya le vale reírse a la señora Krüger; como los granujas no son suyos... Yo no me río, claro. A mí no me hace gracia tener que volver a recoger a mis padres de esa oficina. ¿Por qué no van a perderse a otro sitio? Muy típico de las vacaciones. A mis padres, solo les pasa esto en vacaciones.

¡Vaya par de dos!

Mamá y papá se miran los zapatos con gesto culpable. Les da apuro haberse perdido de nuevo. Por eso digo: —Bueno, ya está; le puede pasar a cualquiera.

Mamá y papá levantan, por fin, la vista de los zapatos. Probablemente están contentos de tener una hija tan comprensiva.

. . . . . .

Yo tengo más comprensión que pelos en la cabeza.

Pero me alegro de que las vacaciones se acaben dentro de dos días. Es hora de que mis padres vayan a trabajar y vuelvan a comportarse como adultos.

El resto de la compra discurre sin problemas. Les compro un helado y se quedan sentados, muy formalitos, en un banco del parque, mientras llamo a mi hermano Rolli.

—¿Ya han vuelto a hacer de las suyas?

—me pregunta Rolli.

—Se han perdido —le respondo.

—¿Otra vez?

—Hmmm... Otra vez.

—¡Madre mía!

En los últimos tiempo, Rolli dice siempre

«¡madre mía!». Antes siempre decía

«¡verlo para creerlo!».

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Pero dejó de decirlo porque nadie sabía lo que quería decir.

—Les dejaré que se coman el helado y después nos vamos a casa —le digo.

—Por mí podéis quedaros todavía un rato por ahí —dice Rolli entre risitas.

—¡Ni lo sueñes! —le respondo, y cuelgo.

Mamá me da a probar su helado; a papá no le gusta compartir.

—Del mío no te pienso dar —dice, lamiéndolo más deprisa.

¡Avaricioso!

Gracias.

Las vacaciones tienen una ventaja: la de conducir el coche. Voy sentada sobre tres cojines y miro ufana por encima del volante. Cuando cambio la marcha, freno o acelero, tengo que estirarme un poco. Por lo demás, un juego de niños. Solo tengo que mirar hacia atrás, de vez en cuando, para controlar a papá y a mamá. Siempre hacen tonterías en el asiento trasero.

—Como no os estéis quietos

—les grito—, ya veréis…

—¿Qué veremos? ¿Qué veremos?

—grita papá.

No se me ocurre qué van a ver, así que continúan enredando.

Encuentro un sitio donde aparcar, justo delante de casa. Me alegro, porque así no tendremos que andar tanto.

—Ya hemos llegado —digo, y en la cara de mamá puedo ver que también se alegra.

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