El bosque de la bruja

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Ciertamente, Karla no puede quejarse: es joven, bella, tiene una casita en el bosque inclinada por el viento y un caldero de bruja, en el que cocina sopa de bruja. ¡Si no fuera porque se encuentra tan sola! Solo está también Robert, el repartidor de carbón, con el que ninguna chica quiere salir debido a sus negras uñas. A Karla las uñas negras no le molestan, ella no es así. ¿Pero cómo podrían encontrarse los dos? ¡A través de historias! ¡Y de calcetines mágicos! Cómo exactamente, lo encontrarás en este libro.

JUTTA RICHTER NARRA UNA HISTORIA DE BRUJAS CON TODO LO QUE TIENE QUE TENER. INCLUSO CON BRUJAS GEMELAS Y EL CONJURO PARA UN VERDADERO ELEFANTE. PERO, SOBRE TODO, NARRA UNA HISTORIA SOBRE LA FELICIDAD.

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J utta Richter EL BOSQUE DE LA BRUJA Y LOS CALCETINES MÁGICOS

J utta Richter

El bosque de la bruja y los calcetines mágicos

L ÓG UEZ



El bosque de la bruja y los calcetines mรกgicos


Colección dirigida por Maribel G. Martínez Ilustraciones de Jörg Mühle © 2010 Carl Hanser Verlag München © para España y el español: Lóguez Ediciones 2015 Ctra. de Madrid, 128. Apdo. 1. Teléf. 923 138 541 37900 Santa Marta de Tormes (Salamanca) www.loguezediciones.es ISBN: 978-84-96646-81-0 Depósito legal: S.284-2015 Impreso en España

Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com 91 702 19 70 / 91 272 04 47)


Jutta Richter

El bosque de la bruja y los calcetines mágicos Una historia sobre la felicidad

Ilustraciones de Jörg Mühle Traducido del alemán por L. Rodríguez López

Lóguez


Para Lili, Tara y Lena, que ya pueden hacer algo de magia, y para todos, grandes y pequeĂąos buscadores de objetos, que llevan puestos calcetines rojos y en ocasiones tambiĂŠn encuentran un trocito de felicidad.


H

abía una vez una bruja que vivía en un bosque. Vivía junto a tres robles, frente al estanque de las ranas, allí donde en primavera crecen las exuberantes camelias amarillas. En la pequeña, inclinada casa, que aún sigue estando allí. La casa, a la que ahora le faltan los cristales de las ventanas. La casa con el letrero en la puerta: Prohibida la entrada. Los padres se hacen responsables de sus hijos.

Exactamente en esa casa vivía la bruja. Ahí donde vosotros ahora jugáis a esconderos, se encontraba la cama de la bruja. Y la habitación de la izquierda era la cocina de la bruja, donde había un viejo fogón sobre el que se encontraba el caldero de la bruja. Su sala de estar era la habitación con las paredes recubiertas de un papel estampado de rosas. Y en esa habitación, había colocado un sillón junto a la ventana, un sillón de orejas en el que ella se acomodaba; 7


al anochecer, se sentaba en ese sillón y hacía punto. Tejía calcetines rojos. Le encantaban los calcetines rojos. Tenía, por lo menos, cincuenta pares de calcetines rojos. “Se puede caminar con ellos mucho más rápido que con calcetines marrones”, decía siempre. “Y los pies no se cansan si llevas puestos calcetines rojos”. La bruja era una experta en caminar. Todos los días, salía a caminar y a recoger y recolectar. En primavera, eran aspérulas olorosas, anémonas y tusilagos. En verano, fresas silvestres, milenramas y bellotas; en otoño, setas y castañas, y en invierno recogía leña. Y todo aquello que recolectaba y recogía lo dejaba secar en su cocina de bruja. Olía muy bien en esa cocina de bruja. La bruja tenía el pelo rubio claro y era tan largo como un largo velo. Sus ojos eran verdes y brillaban como las estrellas en diciembre, su piel era clara y olía como el jabón de lavanda y sus labios eran tan rojos como la mermelada de fresa. Casi siempre llevaba puesto un vestido azul, haciendo que destacaran esplendorosos sus calcetines rojos. Ese era el aspecto de la bruja y, si te encontrabas con ella, creías que era el hada buena salida del grueso libro de cuentos. 8


La bruja se llamaba Karla. En realidad, su nombre era Karlota Ingwer Loretta. Pero nadie era capaz de recordar un nombre tan largo y se hacía llamar Karla. Si Karla no se encontraba recolectando o haciendo punto, entonces se dedicaba a hacer magia. Los martes, era una rana que hablaba; los miércoles, una corona de flores; los jueves, una tormenta; los viernes, bollos de arándanos. Y los sábados conseguía lo más difícil: que hubiera paz.

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Practicaba la magia al atardecer, cuando el sol quería irse a dormir. Entonces se sentaba cerca de la ventana y cantaba la fórmula mágica: El día pasó. La noche ha comenzado. Id ahora a descansar. La luz ya se ha marchado. Sea como fuere, un buen o mal día ahora ha pasado. Pronto llega la señora Noche con su negro manto. Ella os tapará para que ninguna preocupación os despierte. Sea como fuere, un buen o mal día ha terminado. La bruja Karla tenía una voz maravillosa. Podía cantar tan agudo que los vasos se resquebrajaban en el armario de la cocina y tan profundo que el topo en su casa creía tener visita. Podía cantar tan fuerte que los 10


fantasmas en el oscuro sótano del carbón se escondían entre las rendijas de los muros y tan suave que las mariposas se dormían sobre los girasoles. Todo se transformaba cuando Karla cantaba la canción mágica. Las calas amarillas cerraban su cáliz, los protestones gorriones volaban a sus nidos, el viento dejaba de soplar en las hojas de los árboles, las ratas de agua nadaban silenciosas a la orilla del estanque y los últimos rayos de sol invadían la habitación haciendo como si el papel estampado de rosas hubiera sido bordado en oro. Incluso la traviesa mosca del polvo se quedaba inmóvil, posada en la dorada pared, dejando de zumbar. El bosque en el que vivía Karla es ahora muy extenso y, por eso, vosotros no podéis adentraros en él más allá de los tres robles. Si se va más allá, ese bosque se vuelve todavía más espeso y oscuro y las zarzas cierran el camino. El que no conoce ese bosque se pierde porque tiene que caminar mirando siempre al suelo para no quedarse atrapado en la espesura. Más allá del bosque, estaban los campos del campesino Brömmelkamp. Y todavía más allá, empezaba la ciudad gris. 11


En esa ciudad, vivía Robert. Robert era repartidor de carbón al servicio del comerciante Klawuttke. Todas las mañanas, a las siete, llenaba a paladas los grises sacos, que poco después cargaba en la camioneta para hacer el reparto. Su trabajo era el más sucio que uno pueda imaginarse. Y Robert tenía la cara tiznada por el polvo del carbón, y los orificios de la nariz y los labios se le habían vuelto negros. Únicamente sus ojos brillaban claros y, al reírse, se podían ver sus blancos dientes. Ya no recordaba cuándo fue la última vez que sus manos estuvieron verdaderamente limpias. Daba lo mismo que las frotara y raspara: el grasiento polvo de carbón se había incrustado en las estrías de la piel, fijándose bajo las uñas. Era algo que a Robert no le habría molestado demasiado si no fuera porque cuando conocía a una chica que le gustaba, tenía que pensar en sus sucias manos. Entonces se avergonzaba, ocultándolas en los bolsillos del pantalón. Y, partir de ese momento, todo se le ponía difícil. Si la chica quería tomarse un helado con Robert, él decía: —Come tú. A mí no me apetece. —Si la chica quería bailar con Robert, él decía: —Baila tú tranquilamente; no me gusta bailar. 12



Y así pasaba todo el tiempo con las manos en los bolsillos del pantalón hasta que la chica se cansaba de aquel paleto, se daba la vuelta y le dejaba plantado. Sucedía siempre en sábado, su día libre. Y al llegar el lunes por la mañana a la carbonería, el señor Klawuttke le preguntaba mordisqueando la punta del puro: —¿Qué, Robert, por fin has encontrado novia? Robert no contestaba y se ponía a llenar sacos de carbón a doble velocidad. Estaba furioso. El comerciante Klawuttke era un explotador. Generalmente, se colocaba en un lugar libre de carbón desde donde vigilaba para que Robert trabajara deprisa. Aunque él mismo no movía un solo dedo. Únicamente vociferaba: —¡Vamos! ¡Date prisa! ¡No te pago para que estés tocándote las narices! Os preguntaréis por qué Robert le aguantaba, por qué no buscaba otro trabajo. Sí, Robert había pensado muchas veces en mandar todo a paseo y comenzar en otra parte. Pero, más tarde, mientras conducía la desvencijada camioneta sobre los negros adoquines, sabía que le estaban esperando todas las personas mayores de las viejas casas con cocina de carbón. Sucedía que a Robert le caía bien la gente mayor y ya conocía sus sótanos donde lo almacenaban. Una vez que había 14


dejado el carbón en su sitio, solían hacerle pequeños obsequios: un tarro de mermelada de frambuesa, una botella de licor de cerezas o un frasco de compota de fruta hecha por ellos mismos. Y, además, con frecuencia le contaban una historia.

¡Y era lo mejor! Porque Robert, el repartidor de carbón, coleccionaba historias como otra gente colecciona sellos. Y en ninguna otra profesión se podían coleccionar tantas historias como siendo repartidor de carbón con el comerciante Klawuttke. Robert guardaba esas historias en su cabeza porque por las noches se encontraba demasiado cansado para anotarlas. Antes de dormirse, recordaba las historias 15


que había escuchado ese día. Después cerraba los ojos y soñaba que participaba en la vida de las historias, donde casi todas terminaban bien. Robert era príncipe o noble y, en ocasiones, también el hijo más joven del molinero, que tenía dos hermanos y estaba tocado por la suerte porque, claro está, un buen corazón siempre es premiado. Si soñaba que sus manos estaban sucias, acudía un hada buena y se las lavaba con leche de burra. Y si en esos sueños encontraba a una chica que le gustaba, entonces se celebraba una boda, tenían muchos hijos y vivían felices hasta el final de sus vidas. ✲ Sucedió un viernes de septiembre. El comerciante Klawuttke estaba de un especial mal humor. Se encontraba sentado en su barraca escribiendo facturas. Robert llenaba sacos de carbón y cargaba briquetas en la camioneta. Brillaba el sol y el cielo era de un azul tan oscuro como solamente puede estar en septiembre. De vez en cuando, el señor Klawuttke abría airado la puerta de la barraca y vociferaba: —¡Más deprisa, 16


soñador, porque de lo contrario te pondré fuego bajo el trasero! Pero, hoy, a Robert no le molestaba. Dentro de un momento se subiría en la camioneta e iría a la Calle de la Farmacia.

En esa calle, vivía la vieja Hermine Schlott. Siempre había vivido en una antigua casa de alquiler gris, adornada con salidizos y puntiagudos pequeños torreones. Sobre la puerta de entrada, había una ventana redonda con cristales de color rojo, amarillo, azul y 17


verde. Y si el sol brillaba, como sucedía hoy, un arco de luz multicolor caía sobre la oscura escalera de la casa y las manchas de color danzaban sobre las escaleras del sótano como si fueran piedras preciosas que se habían perdido. Hermine Schlott era, por lo menos, casi tan vieja como la casa, incluso quizá más. Toda su vida había coleccionado objetos y jamás se había desprendido de ninguno de ellos, guardando en el sótano aquellos que no le cabían en la vivienda. La primera vez que le llevó el carbón, Robert había tropezado con un viejo paraguas con empuñadura en forma de loro. —¡Cuidado! —había exclamado la señora Schlott—. Es un paraguas mágico. Antiguamente se podía volar con él. ¿Quieres escuchar la historia? Y Robert había asentido lleno de curiosidad: —Sí, por favor. La señora Schlott se había sentado en un polvoriento sillón orejudo y había comenzado a narrar. Esa noche, Robert soñó la historia más bonita de su vida: Sujeto fuertemente al paraguas abierto, ascendía sobre la ciudad pasando por encima de la torre de la iglesia. 18


—¿Hacia dónde quieres volar? —graznó la cabeza de loro. Robert siempre había deseado sobrevolar las altas montañas que conocía por las fotografías. Hacia allí volaron. En pleno verano, Robert había hecho un muñeco de nieve en la cumbre. Esas historias solamente podía contarlas la vieja señora Schlott. —¡Ah, chico! —había exclamado entonces—. Pronto no sabré dónde meter todas estas cosas, pero no puedo tirarlas. Puedes verlo tú mismo: cada una tiene una historia. Si me faltara una, no podría acordarme.—Y mientras hablaba, señalaba tazas, piedras, piñas y cajas. Robert se había emocionado de la alegría. De nuevo, la camioneta rodaba traqueteando sobre los adoquines. Detrás, en la superficie de carga, bailaban los sacos y Robert acompañaba el ritmo tamborileando con los dedos sobre el volante. Quedaba bordear el Estanque de los Frailes y llegaría a la Calle de la Farmacia, donde se encontraba la casa con el número 25, la de los pequeños torreones, los salidizos y la redonda ventana de cristales de colores sobre la puerta de entrada. 19


Le abrió la puerta la vieja señora Schlott.—Qué bien que hayas venido —dijo—. Tenía miedo de que llegaran las frías noches antes que tú. Guió a Robert hacia el sótano a través de la luz de arcoíris, abrió el candado de la puerta, prestando atención a que Robert no golpeara con los pesados sacos en ninguna parte. Cuando, finalmente, hubo vaciado el último saco en la carbonera, Robert se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y, al hacerlo, golpeó con el codo sin darse cuenta contra una tambaleante estantería, haciendo caer una amarillenta caja de cartón estampada. Se abrió la tapadera y ovillos de lana roja, amarilla y verde rodaron por el suelo. —¡Jesús, la colección de calcetines! —exclamó la señora Schlott—. Había olvidado donde estaba. —¿Es una historia? —preguntó Robert emocionado. —¡Y qué historia! —dijo la señora Schlott—. Es una de mis mejores. Recogió uno de los ovillos rojos limpiándolo delicadamente. —Calcetines rojos de lana —murmuró—. Calcetines rojos tejidos a mano. 20


—¿Calcetines mágicos? —preguntó Robert. —¡Según se vea! ¡O como se quiera ver! —contestó la señora Schlott—. Lo que uno comprende y lo que uno cree… Y se dejó caer suspirando en el sillón de orejas levantando una pequeña nube de polvo que ascendió hasta el techo del sótano. Robert se sentó sobre el arcón de madera que estaba al lado del sillón. Desde allí podía ver un trozo de la escalera del sótano, sobre la que bailaban las multicolores manchas de polvo. Apoyó su barbilla en la mano y esperó impaciente. —¿Conoces el bosque? —preguntó la señora Schlott. 21



Robert asintió. —Sé donde empieza, pero nunca he estado allí. —Primero vienen los campos del campesino Brömmelkamp y desde allí ya no queda lejos. A orillas del bosque, siempre hay campos de trigo, centeno y maíz para forraje. Siempre hay campos de maíz para forraje a orillas de los bosques. Después se camina cincuenta pasos hacia el este, a continuación está el camino… La señora Schlott acarició el par de calcetines rojos que tenía sobre su regazo. —Quizá ya no exista el camino. Hace tiempo que no he estado allí. Es un largo camino para una mujer vieja como yo… Y, además, había olvidado dónde se encontraban los calcetines. —¿Calcetines mágicos? —dijo Robert. —No necesariamente —contestó la vieja señora Schlott—. Pero ayudan a recordar. Y comenzó a contar:

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