La niña de los pájaros

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La niña de los pájaros

Mónica Rodríguez

Lóguez

Mónica Rodríguez La niña de los pájaros

A Fernando, el de enfrente, que me regaló todos estos pájaros y su memoria. Y también a Mariana, nuestra hada madrina. A Lorenzo.

© Lóguez Ediciones 2023

37900 Santa Marta de Tormes (Salamanca)

www.loguezediciones.es

© del texto: Mónica Rodríguez

© de las ilustraciones: Eva Vázquez

ISBN: 978-84-124914-9-4

Depósito legal: S 392-2023 Impreso en España

Todos los derechos reservados.

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MIXTO Papel procedente de fuentes responsables FSC® C116691

MÓNICA RODRÍGUEZ

La niña de los pájaros

Ilustraciones de Eva Vázquez

Lóguez

De pequeño yo tenía pájaros: jilgueros y palomas, polluelos de perdices que atrapaba en el campo y guardaba en la alacena del patio. Tuve un búho, que me regaló un pastor, y pollos de cernícalos, pero yo quería tener una cigüeña. Las veíamos señorear en sus enormes nidos sobre la torre de la iglesia. Hacían sonar sus picos o batían las alas lentamente para remontar y sostener el vuelo sobre los tejados de Calatrava.

Verlas volar era todo un misterio.

A veces acompañaban a los agricultores picoteando sobre la tierra removida. Nosotros corríamos tras ellas y se nos clavaban en los pies descalzos los terrones del campo. Era imposible atraparlas.

Pero yo quería tener una cigüeña. Sorprender con ella a la niña de los pastores errantes, que conocí aquel invierno. También quería que la niña no se fuera con ellos.

Puede que la historia que te voy a contar no te la creas. Puede que pienses que la niña pastora y que mis pájaros, que aquella cigüeña o esa extraña ave que se

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perdió en el cielo nunca existieron, pero sucedió como te lo voy a contar, a la luz de estas hojas. Al menos, así lo recuerdo.

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Fue hace mucho. Eran los mismos pájaros y eran otros, como el agua de los ríos o la sustancia del viento. Como las casas que tenían corrales, salones de paso y lilos en el patio, que ya no tienen. Yo era un niño y ahora soy un viejo. Todo hay que mirarlo con esa luz ya ida. Si hay crueldad o magia, entonces no lo eran. No sirven las mismas reglas ni los mismos ojos de este siglo.

Entonces los niños correteábamos por las huertas de Calatrava y las calles sin asfaltar. Jugábamos a apedrearnos y llevábamos latas repletas de renacuajos y de culebras. Lo mismo guardábamos en los bolsillos semillas de cardos para alimentar a los polluelos que desplumábamos gorriones para las cazuelas. Podíamos llorar a escondidas cuando se nos escapaba una urraca o disparar con la escopeta de perdigones a las palomas. Y si nos encontrábamos muerta a una golondrina, la enterrábamos tristísimos, colocando una cruz con dos palos sobre la tierra.

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Éramos los señores de Calatrava.

Los niños que matábamos a los pájaros y que los amábamos.

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Pero yo quería tener una cigüeña. En invierno, los nidos vacíos se helaban sobre la torre de la iglesia o en el tejado de la Casa Grande. A veces el viento movía las pajas, las arrancaba de cuajo y caían trozos a nuestros pies. El nido era tan grande que don Martín, el cura, tenía miedo de que tirara la torre abajo.

—Tú el nido ni tocarlo —le gritaba la Felisa, la sacristana, que era una mujer pequeña, con un rodete en el pelo y un manojo de llaves, encargada de tocar las campanas—. A ver si crees que no van a volver. Había que verla arremangándose sus faldones negros y subiendo impetuosa a lo alto de la torre. La Felisa era una mujer pequeña, sí, pero de armas tomar. También era una artista. Con ambas manos tiraba de las cuerdas, tambaleándose de un lado a otro a un ritmo frenético y acompasado. Nadie tocaba las campanas como ella.

El sonido de bronce rompía la mañana. En invierno el agua de la palangana y la toalla del patio se helaban.

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Con aquel frío, nos restregábamos la cara y tiritábamos. En casa siempre estaba prendido el fuego. Los días de viento había tanto humo que teníamos que entrar a la cocina agachados.

Padre se perdía por el camino hacia el corralón de las cabras, muy temprano. Madre atizaba el hogar, removía la leche. La capa de nata se le pegaba al cucharón. Después, con los bigotes blancos, Andresico y yo corríamos al colegio.

De camino, nos parábamos a romper los hilos helados del arroyo, frente a casa, y buscábamos ranas para nuestros pájaros.

Las noches llegaban pronto.

La bisabuela María, sentada junto a la lumbre, cabeceaba. El fuego imprimía sombras en sus manos cruzadas sobre el regazo. Eran unas manos muy viejas. La bisabuela María tenía ciento tres años. Ella decía:

—Lo que han visto estos ojos.

Pero ahora estaba casi ciega. Aun así, cada día iba con el burro a la huerta del abuelo. La edad la había hecho diminuta, pero era dura como una piedra. Eso decía Padre.

Ir al baño entonces era un suplicio. Atravesábamos el patio, tiritando, y hacíamos nuestras urgencias en

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el corral, contra el basurero, que era un agujero en la tierra. Hacíamos equilibrios como gallinas en un palo. El saledizo de tejas no acababa de cubrirnos. Si llovía, te mojabas el culo. Las gallinas se alborotaban y enseguida querían venir a picotear lo que hicieras. Si venía el gallo estabas perdido. A toda prisa nos subíamos los pantalones y atravesábamos el patio.

En invierno, yo descolgaba las jaulas con las perdices y los petines, que era como llamábamos a los jilgueros. Sacaba a los pájaros y los metía en la alacena que estaba bajo las escaleras, junto con el pollo de cernícalo, para que no pasaran frío. Andresico se ponía de puntillas para intentar verlos por el ventanuco de la puerta, tapado con una red de alambre. Como no alcanzaba, yo me reía. A veces lo aupaba para que mirara. Pero en la alacena, solo entraba yo.

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No tenían nombre. Ninguno de mis pájaros lo tuvo. Eran solo eso, pájaros. La urraca, el cernícalo, los jilgueros. A todos los quise. Podía pasar horas dentro de la alacena con el pollo de cernícalo sobre el hombro, escuchando cantar a los petines, tsuit-ui-ui, que revoloteaban a mi alrededor. Las perdices, que son más grandes y robustas, picoteaban en el suelo en busca de alguna semilla y cuando abría la puerta se asustaban y aleteaban en pesados revoloteos.

A la urraca la teníamos suelta en el patio. Se escondía entre las ramas colgantes del galán de noche y desde allí nos gritaba:

—¡Andresico, tú no! ¡Andresico, tú no!

Para enseñarle a hablar la metíamos en un cántaro y le gritábamos desde arriba.

La urraca escondía todo lo que brillaba en los agujeros de la pared, que era de piedra. A veces bajo un paño o dentro de una jarra. Un día Madre encontró el anillo de la bisabuela en la tierra del galán de noche, medio enterrado. Por la falta del anillo había discutido toda la familia.

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Al atardecer, ya oscuro, se escuchaba la voz lastimera y áspera del cernícalo. Entonces yo subía a la cámara, que estaba encima de la carnicería de Madre, y desde la ventana veía el nido de la iglesia vacío de cigüeñas. El cielo negro y azul se volcaba sobre él. Caía con todo su peso y con el frío. Ese peso también se posaba en mi corazón. Entonces aspiraba el olor de los pimientos y de las uvas colgadas de las vigas y pensaba en África donde pasaban el invierno las cigüeñas. Después, los ríos se hacían grandes, sonaban las aguas. Todo se volvía dorado y azul. Y un día, por aquel azul, las veíamos volver.

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Primero llegaba el macho y a los pocos días la hembra. Arreglaban el nido. Entrelazaban las ramas y forraban su interior con musgo, papeles, plumas y hasta trozos de tela. Aquella primavera las cigüeñas de la iglesia tuvieron tres polluelos, lo recuerdo bien. Eran muy feos, con el pico negruzco, el plumón despeluzado y las patas grises, casi amarillentas. Abrían los picos ansiosos, echando la cabeza hacia atrás. Crotoraban y silbaban desesperados, reclamando su comida.

Yo guiñaba los ojos con el sol de frente, contra la torre, y veía las alas de la cigüeña extendidas sobre los polluelos, ofreciéndoles sombra. En los días de lluvia, se afanaban en protegerlos bajo las alas empapadas. Todos tenían un aspecto desolador y feo, con las plumas mojadas. Uno de los pollos quedaba siempre desprotegido, fuera del ala. Crotoraba desgreñado bajo el torrente de lluvia y yo deseaba que cayera del nido para poder llevármelo a casa y cuidarlo.

Esa lluvia también me hacía pensar en los pastores errantes. Venían de las tierras altas a pastorear en nues-

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tras dehesas. Me los imaginaba metidos en sus chozos, como llamaban ellos a sus cabañas, recubiertas de paja, bajo la sombra naranja del fuego. Y aquel polluelo tan feo, con las plumas empapadas, sin la protección del ala de la cigüeña, me recordaba a ella. A la niña que vino aquel invierno con los pastores. La niña que hizo que todo cambiara.

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